Ambitos de La Deontologia Profesional Docente Jover

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UNIDAD III. Ética, deontología y profesión De la ética a la deontología JOVER, G. (1991) Ámbitos de la deontología profesional docente, Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria. Vol. III. Salamanca, Ediciones Universidad, 75-90. Ética y Deontología en la Docencia Universitaria Proyecto MECD EA2002-0131 GREM. Universitat de Barcelona SUMMARY Nowadays, a higher identification of teachers as professionals is demanded. An important element in this conquest of professionalism is the attention to professional ethics. So, it is clear the interest that a variety of activities trying to consolidate a status as professions show in professional ethics. Also in the teaching profession we can confirm a similar interest, as prove the amount of literature and the formulation of some codes of professional duties. Starting from the experience we have now in this field, the author sets up a framework for a professional ethics of teachers according to the different ambits in the activity of the professional. Five general ambits are considered: a) ambit of the profession; b) institution; c) relationship with colleagues; d) relationship with students; and e) community. For each of these ambits, the most important principles and problems concerning professional ethics are analysed: a) duties aiming to increase public credit in the profession and to elevate the professional levels; b) debate about academic freedom in private schools; c) respect for and collaboration with colleagues, other professionals and parents; d) respect for students, diligence, non-discrimination, truthfulness, unselfishness and confidentiality; and e) civic duties and promotion of social values. The paper finishes with some new ways for research into professional ethics of teachers, both for effectiveness and foundation. Introducción: el interés actual por la deontología profesional docente Es un hecho que desde distintos ángulos asistimos a una creciente demanda de profesionalización de la actividad docente. Los profesores se lamentan del escaso reconocimiento de que gozan debido, entre otras causas, afirman, a la escasa profesionalización de su función (Corradini, 1985, p. 219). Ante la reforma del sistema educativo, desde la Administración se incide en la conveniencia de un perfil del docente como el de un profesional con capacidad de análisis e iniciativa, esto es, «el perfil de un profesor con autonomía profesional y responsable ante todos los miembros de la comunidad interesados en la educación» (Ministerio de Educación y Ciencia, 1989, p. 210, subrayado nuestro). Por su lado, desde la teoría pedagógica se insiste en que la calidad de la educación pasa necesariamente por la profesionalización de los profesores, llegándose a caracterizar la profesionalización —y como elemento irrenunciable de ella, la profesionalización de la función pedagógica— como criterio que debe animar el sistema educativo (Touriñán, 1990, pp. 9-21). Por último, incluso en la campaña electoral previa a las últimas elecciones generales de octubre de 1989, algunos partidos incluían entre sus propuestas la «dignificación de la profesión docente», la «elevación del status profesional», la «recuperación de la consideración social hacia la profesión docente», etc. Ahora bien, ¿qué es lo que queremos decir cuando afirmamos que una actividad es —o debe ser— una actividad profesional? Como señala Nóvoa, desde la sociología de las 1

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UNIDAD III. Ética, deontología y profesión De la ética a la deontología JOVER, G. (1991) Ámbitos de la deontología profesional docente, Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria. Vol. III. Salamanca, Ediciones Universidad, 75-90.

Ética y Deontología en la Docencia Universitaria Proyecto MECD EA2002-0131

GREM. Universitat de Barcelona

SUMMARY

Nowadays, a higher identification of teachers as professionals is demanded. An important

element in this conquest of professionalism is the attention to professional ethics. So, it is clear the

interest that a variety of activities trying to consolidate a status as professions show in professional

ethics. Also in the teaching profession we can confirm a similar interest, as prove the amount of

literature and the formulation of some codes of professional duties.

Starting from the experience we have now in this field, the author sets up a framework for a

professional ethics of teachers according to the different ambits in the activity of the professional.

Five general ambits are considered: a) ambit of the profession; b) institution; c) relationship with

colleagues; d) relationship with students; and e) community.

For each of these ambits, the most important principles and problems concerning

professional ethics are analysed: a) duties aiming to increase public credit in the profession and to

elevate the professional levels; b) debate about academic freedom in private schools; c) respect for

and collaboration with colleagues, other professionals and parents; d) respect for students,

diligence, non-discrimination, truthfulness, unselfishness and confidentiality; and e) civic duties and

promotion of social values.

The paper finishes with some new ways for research into professional ethics of teachers,

both for effectiveness and foundation. Introducción: el interés actual por la deontología profesional docente Es un hecho que desde distintos ángulos asistimos a una creciente demanda de

profesionalización de la actividad docente. Los profesores se lamentan del escaso

reconocimiento de que gozan debido, entre otras causas, afirman, a la escasa

profesionalización de su función (Corradini, 1985, p. 219). Ante la reforma del sistema

educativo, desde la Administración se incide en la conveniencia de un perfil del docente

como el de un profesional con capacidad de análisis e iniciativa, esto es, «el perfil de un

profesor con autonomía profesional y responsable ante todos los miembros de la

comunidad interesados en la educación» (Ministerio de Educación y Ciencia, 1989, p. 210,

subrayado nuestro). Por su lado, desde la teoría pedagógica se insiste en que la calidad de

la educación pasa necesariamente por la profesionalización de los profesores, llegándose

a caracterizar la profesionalización —y como elemento irrenunciable de ella, la

profesionalización de la función pedagógica— como criterio que debe animar el sistema

educativo (Touriñán, 1990, pp. 9-21). Por último, incluso en la campaña electoral previa a

las últimas elecciones generales de octubre de 1989, algunos partidos incluían entre sus

propuestas la «dignificación de la profesión docente», la «elevación del status profesional»,

la «recuperación de la consideración social hacia la profesión docente», etc.

Ahora bien, ¿qué es lo que queremos decir cuando afirmamos que una actividad es

—o debe ser— una actividad profesional? Como señala Nóvoa, desde la sociología de las

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profesiones esta pregunta obtiene distintas respuestas según se adopte un enfoque

funcionalista, simbólico-interaccionista o socio-histórico, pero en cualquier caso, en lo que

no parece existir duda es en que la actividad profesional se fundamenta tanto en la

posesión de un cuerpo de conocimientos y saber-hacer específicos, como en una

dimensión ética o deontológica, y que si por la primera el profesional goza de cierta

autonomía en el desempeño de su actividad, en virtud de la segunda «el ejercicio de una

profesión apela a normas y comportamientos éticos, que orienten la práctica profesional y

las relaciones tanto entre los mismos profesionales como entre éstos y los otros agentes

sociales» (Nóvoa, 1987, vol. 1, p. 53).

Ello explica que la tendencia actual de diversas ocupaciones a alcanzar rango y

reconocimiento profesional, se vea acompañada de un creciente interés por el desarrollo

de su propia deontología y que la preocupación deontológica haya trascendido

ampliamente los ámbitos clásicos de la medicina y el derecho para irradiar en las nuevas

profesiones. De este modo, y por citar sólo un ejemplo de lo que viene sucediendo en esas

nuevas profesiones, con ocasión de la aprobación de su primer código deontológico a

finales de 1987, el Colegio Oficial de Psicólogos observaba como el mismo suponía un

logro importante en la implantación de la profesión, tanto de cara a la sociedad como ante

los mismos profesionales de la psicología, y estimaba que «sólo profesiones que han

llegado ya a un grado de madurez razonable son capaces de autorregularse mediante un

código. Nosotros consideramos que estamos ya en ese nivel de madurez y con la

aprobación de un código deontológico damos un paso de gigante en la consolidación de la

profesión» (Colegio Oficial de Psicólogos, 1987, p. 1).

Algo similar puede ir apreciándose ya en lo que se refiere a la profesión docente.

En 1966, la Recomendación de la UNESCO relativa a la situación del profesorado animaba

a las organizaciones profesionales a «elaborar normas de ética y de conducta, ya que

dichas normas contribuyen en gran parte a asegurar el prestigio de la profesión y el

cumplimiento de los deberes profesionales según principios aceptados» (UNESCO, 1966,

art. 73). En 1969, Ashby sugería la conveniencia de una especie de Juramento Hipocrático

para los profesores. Y, ya más recientemente, en nuestro país, el en su día tan polémico

Documento de bases para la elaboración del estatuto del profesorado, contemplaba entre

los principales deberes de éste «extremar el cumplimiento de las normas deontológicas de

la enseñanza» (Arango et al., 1986, p. 38).

Y es que también en el campo de la actividad docente la preocupación

deontológica ha venido recabando un interés creciente a lo largo de las últimas décadas,

que se ha plasmado ya en una apreciable cantidad de trabajos teóricos —principalmente,

en el terreno de la enseñanza superior, Academic Ethic—: desde el clásico estudio de

Lieberman (1956), hasta los más modernos de Hook, Kurtz y Miro (1977), Langford (1978),

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Shils (1978 y 1984), Danner (1983), Rich (1984), Passmore (1984), Sockett (1985),

Brezinka (1990a), etc., así como los números monográficos que han dedicado al tema la

las revistas: Theory and Research in Social Education (1977), The Journal of Higher

Education (1982) y el Journal of Teachers Education (1986). En nuestro país, esta

preocupación se hace cada vez más presente en congresos y reuniones científicas. Así, en

las Jornadas sobre «El educador y la sociedad», organizadas por la Sección Científica de

Filosofía de la Educación de la Sociedad Española de Pedagogía en febrero de 1987, los

profesores Cordero (1986) y Blázquez (1986) presentaron sendos trabajos con los títulos

de «Ética y profesión en el educador: su doble vinculación» y «Deontología de la

educación». Mención especial merece la contribución del profesor Brezinka (1990b), de la

Universidad de Constanza, al Congreso Internacional de Filosofía de la Educación

celebrado en Madrid en noviembre de 1988, con la conferencia «Los profesores y su

deontología profesional». Por último, al tema ha vuelto a dedicársele una mesa redonda en

las II Conversaciones Filosóficas sobre Educación (Madrid, septiembre de 1990),

haciéndose patente el interés que está suscitando en diversas universidades españolas.

Esta preocupación ha cuajado ya también en la elaboración de algunos códigos de

deberes profesionales. Sobre todo en Estados Unidos, las asociaciones profesionales de

profesores cuentan con una larga tradición en este sentido (Lieberman, 1956, pp. 419-420;

Rich, 1984, pp. 129-130). El primer código de ámbito estatal fue adoptado en 1896 por la

Georgia Education Association, iniciativa a la que se sumarían otras asociaciones estatales

en los años 20. En el ámbito federal, la National Education Association estableció en 1924

un comité de ética profesional, que formuló un código adoptado por la Asociación en 1929,

experimentando desde entonces diversas reelaboraciones. El texto de 1975 distingue entre

obligaciones con el estudiante y obligaciones con la profesión. Por su lado, la American

Association of University Professors, fundada en 1915, establecía en 1966 una Declaración

de Ética Profesional, materializando con ello el interés suscitado cincuenta años antes por

uno de los miembros más destacados de la Asociación, John Dewey, presidente de su

comité de ética profesional y defensor de la idea de que los profesores no podían

reivindicar autonomía y libertad —para cuya defensa nacía la Asociación— a menos que

estuviesen dispuestos a regular su conducta por medio de códigos de responsabilidades

profesionales (Dill, 1982, pp. 243-244).

Pienso que con esto tenemos ya un cuerpo de conocimiento y experiencia

suficiente para poder delinear y sistematizar los ejes fundamentales de una deontología de

la profesión docente. Lo que se pretende en las páginas que siguen es dibujar un marco de

referencia de carácter descriptivo que posibilite el posterior desarrollo de aspectos

específicos. Intentaré, además, referir este marco deontológico a la situación española

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actual, por lo que tomaré varias veces como punto de apoyo nuestro ordenamiento

constitucional y legal.

La pregunta, por tanto, es: ¿qué elementos debería contemplar una deontología

profesional del docente? El mejor modo para establecer y sistematizar estos elementos

consiste en la consideración de los ámbitos de incidencia de la actividad profesional. En

términos generales, pienso que en lo que atañe a la profesión docente es posible distinguir

cinco grandes ámbitos: ámbito de la profesión, ámbito de la institución, ámbito de la

relación con los compañeros, ámbito de la relación con los alumnos y ámbito de la

sociedad. Lógicamente, estos ámbitos no son compartimentos estancos —procediéndose

a su separación exclusivamente a efectos de sistematización—, ni tienen todos la misma

significación, debiéndose entender los primeros en función de los últimos.

1. Ámbito de la profesión Los códigos deontológicos de las diferentes profesiones recogen normas relativas a

este ámbito, en el que pueden, a su vez, distinguirse dos grandes grupos de deberes muy

relacionados: a) los que colaboran al fomento de la confianza pública en la profesión, y b)

los relativos a la elevación de los niveles profesionales.

Colaborar en la confianza y respeto hacia la profesión exige sobre todo que el

profesional muestre niveles adecuados de competencia, dominio de su especialidad y

conducta, tanto en el desarrollo de su actividad específica, como, aun cuando fuera de

ésta, actúe como representante de la profesión —o quizás, incluso, podría decirse no sin

cierta cautela, por identificación pública con la misma—. Lógicamente, la dificultad se

encuentra en establecer algún criterio que sirva para determinar lo que en el caso de la

profesión docente sería una conducta adecuada o inadecuada. Mínimamente, y dada la

responsabilidad que se asigna a la educación en la configuración de la sociedad de hoy y

del mañana, este criterio se situaría básicamente en aquellos principios que nuestra

Constitución —en tanto que plasmación teórica de la voluntad de los ciudadanos—

reconoce en su artículo 10.1 como fundamentos del orden y paz sociales: «La dignidad de

la persona humana, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la

personalidad, [y] el respeto a la ley y a los derechos de los demás...». Sería, de este modo,

contrario a la deontología profesional que un profesor, fuera de su actividad docente

específica, pero actuando como representante de la profesión, manifestase, por ejemplo,

ante un auditorio ideas racistas.

En cuanto a la elevación de los niveles profesionales, suele incidirse principalmente

en la contribución al progreso de la profesión mediante el perfeccionamiento y la

investigación. Sobre el primero de estos deberes, nuestra actual legislación establece: «La

formación permanente constituye un derecho y una obligación de todo el profesorado y una

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responsabilidad de las administraciones educativas y de los propios centros...» (Ley

Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, Título IV, art. 36.2). Brezinka, por

su lado, señala los tres grandes aspectos que ha de contemplar ese perfeccionamiento, y

que pueden formularse del siguiente modo:

a) Los profesores deben adquirir y mantener, por lo menos, el saber que

transmitirán a sus alumnos, lo cual les llevará a un dominio de los principios básicos de su

materia y a un interés por los avances de las ciencias que sabrán transmitir a sus alumnos.

b) Los profesores deben estar motivados para considerar continuamente la mejora

de sus métodos y fundamentación científica.

c) Los profesores deben esforzarse por adquirir y completar las cualidades del

carácter que son necesarias para el mejor cumplimiento posible de los deberes

profesionales (benevolencia sin caer en sentimentalismo, autocontrol, paciencia, interés y

curiosidad intelectual por todo lo que le rodea, etc.) (Brezinka, 1990b, p. 285).

En cuanto al deber de investigación, lo primero que se constata es cómo en el

mismo se incide de manera casi exclusiva en el ámbito del profesorado universitario. Así,

la Declaración de Ética Profesional de la American Association of University Professors le

dedica una gran atención, mientras que el tema se haya mucho más diluido en el Código

de Ética de la National Education Association. Pienso que hay que distinguir, sin embargo,

entre los que podríamos llamar investigación pura (entendiendo por ello investigación

acerca del campo de conocimiento sobre el que se desarrolla la docencia, independien-

temente de que se trate de investigación pura en sentido estricto o de investigación pura-

aplicada) e investigación referida a la propia práctica docente que se realiza.

Respecto a la primera, no hay duda de que la universidad tiene una especial

responsabilidad, pues es misión suya no sólo formar profesionales, sino también el

fomento de la ciencia y formación científicos, objetivos que no comparten otros niveles de

enseñanza. No obstante, conviene tener en cuenta que ambas funciones no necesaria-

mente han de darse juntas: no todo buen profesional necesita ser un excelente científico.

Así parece asumirlo nuestra legislación cuando distingue en la estructura de los estudios

universitarios un tercer ciclo cuya finalidad consiste en «la especialización del estudiante y

su formación en las técnicas de investigación, dentro de un área de conocimientos» (Ley

de Reforma Universitaria, art. 31.1). Y así se asume igualmente en la deontología de las

diversas profesiones, cuando se señala que el deber de investigación ha de entenderse

más como un deber de la profesión en su conjunto que de cada profesional concreto

(Bayles, 1981, pp. 110-111). No todo profesional tiene el deber de dedicarse a la

investigación en este sentido. Lo que todo profesional tiene es el deber de apoyarla y estar

al tanto de sus resultados. Así pues, cuando se afirma —y llega a sancionar

económicamente— el deber de investigación del profesor universitario, no es tanto por un

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requisito de profesionalización —en el doble sentido de ser y formar profesionales— como

por una peculiar responsabilidad para con el conocimiento.

Lo mismo no es, sin embargo, válido en lo que atañe a la investigación referida a la

propia práctica que se realiza. Al menos en el campo de la profesión docente —

probablemente, lo mismo suceda en la mayoría de las profesiones—, y debido a la

naturaleza de la actividad que se desarrolla, en la que se generan continuamente nuevas

situaciones, es cierto que, como suele hoy decirse, todo profesor debe convertirse en

cierto modo en un investigador de su aula: no puede limitarse a aplicar rutinariamente el

conocimiento que otros elaboran sin comprobar su adecuación a la situación concreta y la

específica modulación que debe adquirir en la misma. Y, de hecho, no puede ser de otro

modo si es que, ahora sí, aspiramos a que la actividad docente sea auténticamente

profesional, lo cual —como decía Stenhouse (1987, p. 136)— exige «una capacidad para

un autodesarrollo profesional autónomo mediante un sistemático autoanálisis, el estudio de

la labor de otros profesores y la comprobación de ideas mediante procedimientos de

investigación en el aula».

Tanto en la investigación pura (la educación como objeto de enseñanza y

conocimiento) como en la referida a la propia práctica (la educación como actividad que se

realiza), la investigación educativa representa a su vez —tal como pone de manifiesto el

trabajo editado en 1989 por Burgess— un campo abierto en sus distintas modalidades y

métodos a numerosos problemas éticos, y, por tanto, con posibilidad de regulación

deontológica. Aquí me limitaré a subrayar tres grandes principios generales, que recogen

en forma de síntesis las regulaciones deontológicas que suelen proponerse en el ámbito

de las ciencias humanas y sociales, y que son susceptibles de ser desdoblados en normas

más específicas:

a) Objetividad: implica el compromiso del investigador con el descubrimiento de la

realidad de las cosas, el empleo de métodos de investigación adecuados, la independencia

de juicio y rigor crítico, la fidelidad a los resultados obtenidos cuando se hacen públicos,

etc.

b) Respeto a los sujetos de investigación: no someterlos a prácticas vejatorias,

recabar su consentimiento informado, salvaguardar su derecho a la intimidad, garantizar la

confidencialidad y secreto profesional, etc.

c) Solidaridad, tanto con otro investigadores como con la sociedad en su conjunto:

supone el reconocimiento de colaboraciones, ausencia de plagios, fomento de la

cooperación interdisciplinar, publicidad de los resultados... Y supone también esa tensión

hacia un objetivo humano común a la que —según recoge Duval— se refería Einstein

cuando aconsejaba: «Para que vuestro trabajo sea beneficioso al hombre, vuestra simple

competencia en las ciencias aplicadas no es suficiente. En todas vuestras realizaciones

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técnicas, imponeos como interés dominante la preocupación por el hombre mismo y por su

destino (...) Sólo así las creaciones de vuestro espíritu estarán destinadas a ser

bendiciones y no maldiciones para la humanidad» (Duval, 1983, pp. 30 y 31).

2. Ámbito de la institución A diferencia de otras profesiones en las que todavía es frecuente el ejercicio libre

—aunque inmersas en un proceso de creciente institucionalización— en la profesión

docente predomina el ejercicio institucionalizado, lo cual abre otro campo de deberes

profesionales.

Entran aquí todos aquellos deberes relativos al buen funcionamiento del centro:

desde el cumplimiento de las obligaciones docentes específicas, hasta la participación en

las distintas actividades que éste desarrolle. Sockett destaca los tres principios siguientes:

- Los profesores deberían garantizar, mediante sus contribuciones, que su escuela

tiene una política coordinada sobre currículum y disciplina, y un conjunto aceptado de

normas escolares.

- Los profesores que ocupan puestos de dirección y gestión deberían garantizar la

existencia de canales abiertos de consulta y debate en la escuela, y actuar como modelos

de conducta ante los otros profesores.

- Los profesores deberían garantizar que su escuela ofrece a los alumnos

condiciones de trabajo gratas y adecuadas (Sockett, 1985, p. 34).

En nuestro país, el problema más controvertido en este ámbito, cuando se trata de

centros de iniciativa privada, es el del posible enfrentamiento entre el derecho reconocido a

los titulares de estos centros para establecer su carácter propio, y la libertad de cátedra

garantizada constitucionalmente (art. 20.1.c.) a los profesores. Como es sabido, el debate

ha suscitado varias veces la intervención del Tribunal Constitucional, sobre todo en las

Sentencias de 13 de febrero de 1981 (sobre la Ley Orgánica del Estatuto de Centros

Escolares) y de 27 de junio de 1985 (sobre la Ley Orgánica del Derecho a la Educación).

La respuesta del Tribunal Constitucional, a la que en su caso debería plegarse un posible

código deontológico, puede resumirse en los siguientes puntos que inciden en tres

aspectos fundamentales: a) sentido y alcance del derecho del titular a establecer el

carácter propio del centro («ideario» en la terminología que empleaba el Estatuto de

Centros); b) sentido y alcance de la libertad de cátedra, y c) articulación entre ambos

derechos.

A) Sentido y alcance del derecho del titular a establecer el carácter propio del centro

a.1.) Este derecho forma parte del derecho más amplio a la libertad de creación de

centros, que es a su vez manifestación de la libertad ideológica y de expresión.

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a.2.) En tanto que proyección de la libertad de creación de centros, el derecho

reconocido a los titulares a establecer su carácter propio se mueve dentro de los límites de

aquella libertad. Estos límites no derivan, pues, de un carácter instrumental de este

derecho con respecto al derecho constitucional de los padres a elegir el tipo de formación

religiosa o moral que deseen para sus hijos, sino que tiene un carácter autónomo, por lo

que no puede restringirse a esos aspectos. Sus límites vienen impuestos por el respeto a

los principios constitucionales y metas que la Constitución marca para la educación, así

como, tratándose de centros que hayan de impartir enseñanzas regladas, por los mínimos

que los poderes públicos establezcan respecto a los contenidos de cada materia, número

de horas lectivas, etc.

B) Sentido y alcance de la libertad de cátedra

b.1.) La libertad de cátedra es un derecho que se extiende a todos los docentes. Se

trata, sin embargo, de una libertad frente a los poderes públicos cuyo contenido viene

necesariamente modulado por la naturaleza de la iniciativa pública o privada del centro y el

nivel o grado educativo al que corresponda el puesto docente.

b.2.) En los centros de iniciativa pública de cualquier grado o nivel, la libertad de

cátedra tiene un contenido negativo uniforme, que protege al docente de ser forzado a dar

a su enseñanza una orientación ideológica determinada, dentro del amplio margen que la

Constitución hace posible. Posee también un contenido positivo que va disminuyendo a

medida que se desciende en los niveles educativos. Así, por ejemplo, en los niveles

inferiores es la autoridad competente y no el profesor quien determina el contenido mínimo

de la enseñanza.

b.3.) En los centros de iniciativa privada, la definición del puesto docente viene

dada, además de por las características del nivel educativo, por la orientación (carácter

propio) que le haya dado el titular, dentro de los límites señalados, lo cual, según el

Tribunal Constitucional, no supone restringir la libertad de cátedra de estos profesores con

respecto a la que gozan los docentes de los centros de iniciativa pública. (A tenor de la

Sentencia de 1981, pienso que la razón de ello hay que buscarla en que también en los

profesores de centros de iniciativa pública su libertad se encuentra ideológicamente

limitada, aunque en esta ocasión por el principio de neutralidad. Cosa distinta es el

significado que la Sentencia otorga a este principio. Sin poder entrar aquí en un análisis de

este significado, considero que es erróneo identificar, como se hace en algún momento de

la Sentencia, ausencia de neutralidad con adoctrinamiento.)

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c) Articulación entre ambos derechos

c.1.) Ni el derecho del titular del centro a establecer su carácter propio, ni la libertad

de cátedra del profesor son, por tanto, derechos ilimitados. Su articulación debe producirse

en los siguientes términos: el profesor debe respetar el carácter propio del centro, y su

derecho a la libertad de cátedra no le autoriza a dirigir en su enseñanza ataques abiertos o

solapados contra él; pero, al mismo tiempo, ello no le obliga a convertirse en un apologista

de la orientación determinada por el titular, ni a subordinar a ella las exigencias científicas

de su labor.

c.2.) Por último, a juicio del Tribunal Constitucional, tal articulación puede afectar

incluso a actividades del profesor más allá de su función docente específica, «pues aunque

ciertamente la relación de servicio entre el profesor y el centro —se dice en la Sentencia

de 1981— no se extiende en principio a las actividades que al margen de ella lleva a cabo,

la posible notoriedad y la naturaleza de estas actividades, e incluso su intencionalidad,

pueden hacer de ellas parte importante e incluso decisiva de la labor educativa que le está

encomendada» (Tribunal Constitucional, Sentencia de 13 de febrero de 1981, párrafo 11).

3. Ámbito de la relación con los compañeros Paralelamente a su proceso de institucionalización, las profesiones han ido

evolucionando de una práctica marcadamente individual a un trabajo en equipo. Esta

evolución viene exigida por la creciente especialización de las funciones, que hace que la

visión global de un problema y la atención completa a un cliente ya no sea posible sino con

la cooperación entre distintos especialistas. También en la profesión docente hoy

comprendemos que la satisfacción en el ejercicio depende en gran parte de la

comunicación que se establezca entre los profesores. Se trata, sin embargo, de un camino

lleno de dificultades, y la comunicación que de hecho se establece entre ellos muchas

veces no supone sino una fuente de decepciones y malestar. Quizás el código

deontológico, sentando las bases en las que fundamentar esta comunicación, pueda

colaborar a disminuir ese sentimiento de frustración.

Pueden distinguirse dos grandes principios éticos en este ámbito: respeto y

colaboración. El primero de ellos queda recogido en el apartado III de la Declaración de

Ética Profesional de la American Association of University Professors, que establece lo

siguiente:

«Como colega, el profesor tiene las obligaciones que derivan de la común pertenencia a la

comunidad académica. Respeta y defiende la libertad de investigación de sus compañeros.

En el intercambio de valoraciones críticas e ideas, muestra el debido respeto hacia las

opiniones de los otros. Reconoce sus deudas académicas y se esfuerza por ser objetivo en

sus juicios profesionales acerca de los colegas...»

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Si el deber de respeto hacia los compañeros tiene un sentido predominantemente

negativo (negativo en el sentido de abstenerse de actuar de diversas maneras) el de

colaboración tiene un contenido predominantemente positivo. En la profesión docente el

mismo tropieza, sin embargo, con algunos obstáculos. Esteve, Sacristán y Vera (1988, pp.

90-91) subrayan los tres siguientes:

a) La tendencia a la incomunicación de algunos profesores debido al choque que

supone la práctica real de la enseñanza con la imagen idealizada de ella originada en los

años de formación. Una vez que estos profesores constatan en la práctica tanto sus

propias limitaciones como las del contexto, el deseo de preservar ante sí mismos y los

demás esa imagen idealizada les llevaría a rehuir hablar de sus problemas en clase y a

evitar cualquier comprobación de su actuación como profesores.

b) Un malentendido orgullo profesional, al que se refiere Gusdorf cuando escribe:

«Es significativo constatar (...) hasta qué punto se detestan los maestros entre sí, como si

el magisterio de otro pudiera ser una amenaza para aquél que también se lo atribuye»

(Gusdorf, 1977, p. 164). Hay profesores que consideran la profesión como una especie de

competencia: se trata de ser el mejor ante los alumnos; cualquier compañero es un rival en

esta lucha. Otros piensan que lo único importante es lo que ellos hacen, lo de los demás

son banalidades.

c) La especialización de los saberes que, siendo inevitable, a veces olvida que la

parcelación se justifica por hacer más comprensible la totalidad.

Lo que, pasando por encima de estas barreras, justifica el deber de cooperación es

el fin primordial de la deontología profesional, que se encuentra en el beneficio del

educando, lo cual implica ofrecerle una enseñanza de calidad. Calidad sobre la que hoy

sabemos que, más que de los recursos materiales con los que cuente el centro, depende

sobre todo de determinados factores de tipo más psicosocial, entre los que se encuentra la

interacción positiva entre los profesores en orden a la definición de unos objetivos

comunes, congruencia entre las metodologías empleadas, etc.

Y no sólo colaboración entre los profesores, sino también con los distintos

profesionales implicados en el proceso educativo. Y colaboración con quienes, no siendo

profesionales de la educación, ostentan una ineludible responsabilidad educativa, y a la

que se refiere la anteriormente citada Recomendación de la UNESCO cuando afirma: «En

interés de los alumnos deberían realizarse todos los esfuerzos para favorecer la

cooperación entre los padres y el personal de enseñanza, pero los educadores deberían

estar protegidos contra toda injerencia injustificada de los padres en materias que son

esencialmente de la competencia profesional de los educadores» (UNESCO, 1966, art.

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67). Pienso que este enunciado es muy pertinente, pues permite evitar algunos errores no

infrecuentes en la relación entre padres y profesionales de la educación:

a) Que los profesionales de la educación se crean los únicos con derecho para

decidir sobre cualquier aspecto de la educación, en virtud de una autonomía ilimitada.

b) Que los padres consideren al profesor como alguien en quien pueden delegar

absolutamente la totalidad de sus responsabilidades educativas.

c) Que los no profesionales intenten inmiscuirse en aspectos que, al requerir

destrezas y conocimientos específicos, entran dentro del área de autonomía y

competencia del profesor.

4. Ámbito de la relación con los alumnos En las diversas profesiones, el ámbito de los deberes para con el cliente directo

constituye —o debe constituir— el núcleo central de la deontología profesional. En la

profesión docente, debido al carácter no exclusivamente instrumental de la relación

educativa (Jover, 1991, pp. 197-200), tal ámbito adquiere, además, un significado especial,

que es destacado en este comentario que realiza Sockett (1985, pp. 31-32) asemejándola

a la relación médica:

«En la práctica general, y particularmente en medicina psiquiátrica, la relación entre el

doctor y su paciente está gobernada por un código; y, sin embargo, la relación misma

puede ser parte de la cura o la terapia. El carácter de esta relación profesional es bastante

diferente de la que se establece entre un notario y su cliente, en la que escriturar la compra

de una casa, u otorgar testamento, no es algo interno a su relación. La enseñanza es, en

este aspecto, similar a la medicina. Es decir, las reglas que gobiernan la relación entre

profesor y alumno, cualesquiera que sean, son parte y parcela del vínculo educativo. El

profesor actúa, intencionalmente o no, como un modelo o un ejemplo de cómo deberían ser

hechas las cosas; a través del modo de tratar a los alumnos está indicando lo que es o no

una forma adecuada de comportamiento. Por poner un simple ejemplo: el profesor que es

puntual y que se disculpa con la clase de un error ocasional, está mostrando a los alumnos

que esto es, para él, buena conducta.»

El principio central aquí es el respeto a la persona del educando, que implica tanto

el deber de no someterlo a condiciones que puedan representar un atentado contra su

integridad personal (física, psicológica, etc.) como el de atender a su pleno desarrollo

como hombre. Principio general del que derivan otros principios deontológicos específicos,

entre los que cabe destacar los siguientes:

- Principio de diligencia

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Respetar a la persona del alumno no es, pues, sólo ni básicamente abstenerse de

actuar de determinadas formas, sino, sobre todo, trabajar por su promoción como hombre.

Ello impone al profesor el deber de diligencia.

Para analizar el significado de este deber, y aunque no se halle exenta de ciertas

dificultades, es de utilidad la distinción que se realiza en teoría jurídica entre obligaciones

contractuales de actividad y obligaciones contractuales de resultado, a la que se refiere

Yzquierdo Tolsada (1989, p. 42) notando:

«En las primeras, muy numerosas, la labor del deudor se sitúa en la consecución de una

finalidad superior y exterior al convenio celebrado, al constreñirse a una actividad en cierto

modo parcial con vistas a dicho más amplio fin, pero sin que el logro de dicho fin o fracaso

influya en absoluto en la eficacia del contrato (...) En cambio, en las obligaciones de

resultado, la convenida prestación del trabajo apunta a la realización de un todo completo, y

la retribución sólo se debe si el resultado se logra.»

El principio que guía las obligaciones de resultado es la consecución acabada del

resultado. El principio que guía las obligaciones de actividad es el de diligencia, que se

concreta tanto en unos niveles adecuados de ejecución técnica (de acuerdo con el

desarrollo alcanzado por la ciencia) como en una serie de actitudes: atención, interés, celo,

etc.

Pues bien, cuando hablamos de que el profesor debe trabajar en pro de la

promoción humana del alumno nos encontramos frente a una obligación de actividad o

deber de diligencia. Por una parte, se trata de un fin general que debe orientar su tarea,

pero que la trasciende. El profesor ha de desarrollar una actividad que suponga una

aproximación —aproximación que, eso sí, en virtud de lo que Peters (1977, pp. 45-54) ha

llamado «principios de procedimiento» debe entenderse de forma más participativa que

instrumental— a ese fin, el cual, como es obvio, no puede sin embargo derivarse de forma

acabada de la misma. Por otro lado, el deber del profesor consiste en poner todos los

medios (en lo que afecta tanto a ejecución técnica como a actitudes) necesarios en vistas

al éxito de su actuación, aunque, dada la naturaleza peculiar de la actividad educativa, que

implica como exigencia intrínseca al mismo concepto de educación la asunción del

educando del cambio propuesto (Touriñán, 1987, pp. 209-233), tal éxito no llegue de hecho

a producirse. Es decir, no se trata ya sólo de que, como sucede en otras actividades

profesionales también sujetas al deber de diligencia, no puedan aún controlarse la totalidad

de la variables ni prever la totalidad de las posibles contingencias que pueden influir en la

consecución de un fin que trasciende una actuación específica, sino, ante todo, que el

mismo concepto de educación involucra la libertad del educando, en tanto que agente y no

simple paciente de su educación (Jover, 1987, pp. 216-219).

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- Principio de ausencia de discriminación

A este principio se refiere el Código de Ética de la National Education Association,

que establece: «Basándose en motivos de raza, color, credo, sexo, origen nacional, estado

civil, creencias políticas o religiosas, familia, ambiente social o cultural u orientación sexual,

y de manera injusta, el educador:

a) No excluirá a ningún estudiante de la participación en ningún programa.

b) No negará beneficios a ningún estudiante.

c) No ejercerá favoritismo con ningún estudiante».

Ahora bien, este principio, de formulación sólo aparentemente clara, plantea

algunas dificultades nada despreciables, incluso de orden más práctico que conceptual —

recuérdese, por ejemplo, el debate abierto hace algunos años en Estados Unidos acerca

de los procedimientos de selección universitaria basados en el principio de «discriminación

inversa» (Singer, 1984, pp. 58-67)— y que vienen a confluir en el problema fundamental de

las posibilidades de articulación entre igualdad y diferenciación. Acerca de este problema

considero muy pertinente para una deontología profesional docente la sugerencia de

Laporta, según la cual el principio de igualdad o no discriminación trataría de determinar

cuándo estaría o no justificado establecer diferencias en virtud de la relevancia o

irrelevancia de las características de los sujetos, con lo que tal principio tendría:

«...como núcleo señalar con nitidez la frontera entre la relevancia y la irrelevancia de los

rasgos, pues precisamente porque prescribe que frente a rasgos irrelevantes no cabe hacer

diferenciación en la consecuencia normativa, necesariamente determina también que

cuando las condiciones de aplicación de la norma aparezca un rasgo relevante

diferenciador, mantener el tratamiento normativo igual, es decir, no diferenciar, sería

incorrecto. Podría decirse que tan contrario al principio es proponer diferentes

consecuencias normativas sobre la base de rasgos irrelevantes, como proponer la misma

consecuencia normativa para dos supuestos ignorando la presencia de rasgos relevantes

en uno de ellos» (Laporta, 1985, p. 15).

- Principio de veracidad

Para la profesión docente en su conjunto es válido lo que Shils (1984, p. 10) afirma

acerca de la universidad:

«Cuando alguien se dedica voluntariamente a actividades de enseñanza e investigación, de

adquisición, valoración, transmisión y descubrimiento del conocimiento, se compromete con

el reconocimiento de las diferencias entre la verdad y la falsedad, y con el superior valor de

aquélla sobre ésta. Se compromete con la observancia de los métodos que ayudan a

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distinguirlas. Reconoce que hay criterios por encima de los propios deseos y conveniencia,

por medio de los cuales se puede distinguir lo verdadero de lo falso. Esto incluye la

aducción de evidencia, críticamente contrastada, a través del uso de criterios de fiabilidad y

validez y de comparación racional de interpretaciones alternativas.»

Lógicamente, no siempre es fácil determinar dónde está lo verdadero, pero ello no

autoriza a replegarse por sistema en un cómodo escepticismo, sino que exige la obligación

de un esfuerzo aún mayor. Y es que, como nota Fullat (1989, p. 90), precisamente quien

mantiene una actitud de tensión hacia lo verdadero sabe que se trata de algo que no

puede imponerse. Una verdad, para ser tal, necesita ser encontrada, propuesta, nunca

impuesta. Por eso, el deber de veracidad ha de complementarse en la profesión docente

con ese otro, al que se refiere igualmente Shils (1984, p. 45), a tenor del cual:

«...el profesor debe tener cuidado de no caer en el dogmatismo en la exposición de su materia, o

intentar ejercer una influencia impropia sobre sus estudiantes, demandándoles que lleguen a

adherirse a su propio particular punto de vista sustantivo y metodológico. Él debe hacer posible a

sus estudiantes conocer que su propio punto de vista no es el único razonable y que otros

científicos o especialistas tienen diferentes interpretaciones o propuestas, de las que los estudiantes

deben tener conciencia. Rendirse a la tentación del dogmatismo es ser infiel a la obligación de

comunicar la verdad.»

- Principio de desinterés

Es éste un principio común a la deontología de las diferentes profesiones. El

Código de Ética de la National Education Association alude también directamente a él

cuando contempla que el profesor «no usará las relaciones profesionales con sus

estudiantes para su beneficio privado». Ahora bien, es claro que este principio en ningún

modo supone que el profesional no pueda buscar con su práctica su propio interés

personal legítimo, sino que tiene un significado más específico, que le impide, por ejemplo,

valerse de la información obtenida a través de la relación profesional para su beneficio

privado. Se trata, por tanto, de una especificación del principio general del respeto al otro,

que —empleando la célebre formulación kantiana— implica considerarlo como un fin, y no

exclusivamente como un medio.

Pero todavía es posible una lectura más profunda de este principio. La relación

profesional es una relación asimétrica. El profesional se encuentra en cierto sentido en una

posición superior a la del cliente: posee un conocimiento, información, destrezas,

experiencia, de los que éste carece y en los que precisamente se funda su relación. Lo

mismo sucede en la relación educativa. Y ocurre que lo que debe ser una relación

asimétrica de ayuda, puede convertirse en una relación asimétrica de dominación

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instrumentalizadora de la persona del alumno al servicio de los propios intereses

(ideológicos, por ejemplo) del educador (Jover, 1991, pp. 146-156). Evitar este riesgo exige

de nuevo el desinterés, pero entendido ahora como orientación hacia la libertad del

educando, hacia que éste alcance su autonomía y consolide una posición personal.

- Principio de secreto profesional

Como el anterior, es también un principio deontológico clásico común a distintas

profesiones, que queda ya recogido en el Juramento de Hipócrates: «Guardaré reserva

acerca de lo que oiga y vea en la sociedad y no sea preciso que se divulgue, sea o no del

dominio de mi profesión, considerando el ser discreto como un deber en tales casos».

El mismo viene exigido por cuanto el profesional tiene acceso a áreas de la

intimidad y confidencialidad del cliente que, de no ser por la situación profesional, le

permanecerían cerradas, y a él se refieren los dos códigos deontológicos americanos de la

profesión docente que venimos considerando:

a) Declaración de Ética Profesional de la American Association of University

Professors: «El profesor respeta la naturaleza confidencial de su relación con el alumno».

b) Código de Ética de la National Education Association: «El educador no revelará

información acerca de los estudiantes obtenida en el curso del servicio profesional, a

menos que tal revelación atienda a propósitos profesionales o sea requerida por la ley».

El secreto profesional es tanto un deber como un derecho, dimensiones ambas que

quedan recogidas en nuestra Constitución. A la acepción de derecho se refiere el artículo

24.2 cuando establece que «La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o

de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente

delictivos». En su acepción de deber —propia de la deontología— tiene su fundamento en

el respeto a la intimidad del cliente a la que se refiere el artículo 18.1: «Se garantiza el

derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen».

Pues bien, a tenor de este fundamento —que no deja de abrir grandes

interrogantes tanto en lo que afecta al proceso educativo en general, como,

específicamente, al momento de la evaluación y publicidad de los resultados, un campo

apenas explorado aún desde el planteamiento deontológico— algunos autores prefieren

hablar de principio de reserva o discreción, como poseedor de un contenido positivo más

amplio que el de la simple no revelación de información confidencial sobre el cliente. Así,

para el jurista italiano Lega (1983, p. 151) «el principio de reserva no se agota en

comportamientos negativos (callar), sino que se refiere también a comportamientos

activos, que son los que deben observarse en cada circunstancia para salvaguardar la

intimidad privada del cliente y de sus familiares y causahabientes». No se trata, pues, ya

sólo de no revelar datos confidenciales, sino de una actitud de discreción general que

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alcanza a todo aquello relativo al cliente, sea o no confidencial. Y pienso que se trata

también de una actitud —a mi juicio imprescindible en educación— hacia el cliente mismo,

que impide la pretensión de entrar en su esfera privada e íntima más allá de lo que sea

estrictamente necesario para el caso en cuestión.

Por último, en cuanto a las causas que pueden justificar la revelación del secreto,

Bayles (1981, p. 85) propone —quizás con una excesiva generosidad que podría llegar a

poner en entredicho la operatividad del principio— las tres siguientes: a) cuando sea

preciso para la protección del mismo cliente, b) para la protección de terceros o del bien

público, y c) para la protección del mismo profesional ante cargos de práctica indebida o

incumplimiento.

5. Ámbito de la sociedad Distinguimos en este último ámbito dos grupos de deberes: a) deberes de

ciudadanía, y b) promoción de los valores sociales.

Al primero de estos grupos se refiere especialmente el apartado V de la

Declaración de Ética Profesional de la American Association of University Professors, que

señala cómo, en tanto que miembro de su sociedad, el profesor tiene, en primer lugar, los

mismos deberes que cualquier otro ciudadano. Son los deberes de ciudadanía, los cuales,

señala Shils, no tienen por qué tener en el caso de los profesores una significación

especial. No emanan de su función docente, sino de su cualidad de ciudadanos, por lo que

el profesor no debe ni más ni menos lealtad a su sociedad, su Constitución o sus

instituciones que el resto de los ciudadanos, resultando, en consecuencia, injusto

imponerle, como a veces se ha pretendido, especiales juramentos de lealtad (Shils, 1984,

p. 95).

Ahora bien, en virtud de la contribución social que justifica cada una de las

profesiones, quienes las desempeñan tienen, además, y sobre todo, responsabilidades

sociales específicas. Es más, como pone de manifiesto Cordero, en la profesión docente la

proyección social alcanza incluso una importancia especial. No se trata ya sólo de que, al

igual que el resto de las profesiones, constituya hoy un elemento indispensable del

funcionamiento social, sino que su singular dimensión ética radica precisamente «en que

genera una sociedad ética en su conjunto, susceptible de la realización en ella de los

valores y contenidos éticos; o por el contrario, una sociedad amoral, opaca y resistente a la

floración en ella de los comportamientos y contenidos éticos» (Cordero, 1986, p. 467). El

profesor, por tanto, ha de ser consciente de esta responsabilidad social que tiene

encomendada, y asumirla mediante la formación ética y cívica y la promoción de los

valores que afectan a la convivencia en sociedad (libertad, justicia, igualdad, pluralismo,

tolerancia, compresión, cooperación, respeto, sentido crítico, etc.), llevando al educando,

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no a una simple asimilación pasiva, sino a una reflexión crítica acerca de las razones que

los fundamentan, mediante una actuación docente acorde con esos mismos valores.

Posibles líneas futuras de investigación

Para finalizar, me gustaría dejar brevemente apuntadas algunas posibles líneas por

las que poder seguir avanzando en el campo de la deontología profesional docente. Lo

haré de la mano de las principales limitaciones que se detectan en él, en lo que afecta

tanto a su operatividad como a su fundamentación.

Respecto a la operatividad, se ha criticado, por ejemplo, a los códigos

deontológicos la dificultad para establecer mecanismos de control y sanción que aseguren

su cumplimiento, o el servir más para proteger los intereses corporativistas de los

profesionales que el beneficio de los clientes, lo que ha llevado a algunas asociaciones

profesionales a instaurar canales de participación de los mismos clientes en la elaboración

y seguimiento de los códigos, quizás a fin de evitar la imposición de una mayor regulación

externa de la profesión (Rich, 1984, pp. 50-55).

Ahora bien, el problema que subyace en la discusión acerca de las competencias

en la determinación de las normas deontológicas y evaluación, en su caso, de la conducta

de los profesionales, es el de la autonomía profesional que confiere la posesión de un

conocimiento y destrezas específicas. La fundamentación teórica de este problema en el

caso de la profesión docente pasa, por tanto, por preguntas tales como: ¿Hasta dónde

llega esa autonomía en esta profesión? ¿Qué áreas o aspectos puede abarcar

legítimamente y cuáles no? ¿Cuál es la naturaleza del conocimiento pedagógico? ¿Cómo

se articula todo ello en el campo de la deontología a la hora de buscar la cooperación entre

profesionales y no profesionales?

La operatividad de las regulaciones deontológicas se ve también afectada por

cuanto que, debido a la infinita variedad de situaciones particulares que pueden

presentarse, las mismas tienen que quedarse en el plano de los principios generales. Por

ello, se hace necesario que, junto con el desarrollo de marco, sobre todo allí donde pueden

surgir conflictos entre las regulaciones correspondientes a los distintos ámbitos de

incidencia de la actuación profesional, sea preciso buscar claves que faciliten la concreción

y proyección de esos principios a situaciones particulares —por ejemplo, a los distintos

niveles de la enseñanza—, para lo cual debe siempre partirse del criterio deontológico

fundamental que impone la orientación hacia el interés del usuario directo de la actividad,

en nuestro caso el alumno.

En aras de una mayor operatividad, Sockett realiza una propuesta determinada,

apostando por que cada institución docente cuente con su propio código deontológico

(Sockett, 1985, pp. 36-41). Éste podría representar la especificación de un marco

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regulador más amplio, realizada con la participación de las distintas personas implicadas

en el proceso educativo, que lo dotaría, ciertamente, de mayor concreción y fuerza moral,

en una palabra, de mayor efectividad, al suponer un compromiso real de responsabilidades

definidas. ¿Con qué posibilidades podría contar en nuestro país tal propuesta, sobre todo a

la vista de la autonomía pedagógica que la LOGSE prevé para los centros?

Por otro lado, la deontología profesional docente no ha escapado a esa tónica

general que denuncia Bahm (1982, pp. 43-47) en la que conviven una preocupación

creciente por los problemas de ética práctica junto con un rechazo por todo lo que pueda

significar fundamentación desde la ética filosófica. Así, si bien en los últimos años se ha

multiplicado el interés por la deontología profesional del docente, en lo que atañe a su

fundamentación ética y pedagógica está aún casi todo por hacer.

Tal fundamentación exige, entre otras cosas, un gran esfuerzo en comprender la

naturaleza compleja de la actividad educativa como práctica técnica y moral, perspectiva

desde la que Bárcena subraya la condición necesaria pero insuficiente del planteamiento

deontológico, el cual representa la consideración desde un punto de vista ético del carácter

productivo, guiado por la pretensión de eficacia, propio de esta actividad, pero apenas

alcanza a su singular carácter práxico o inherentemente moral (Bárcena, 1989, pp. 259-

268).

De hecho, esta insuficiencia no hace sino traducir los límites en los que han de

moverse las éticas deontológicas, o centradas en normas, frente a las éticas del ethos o

carácter moral (Cortina, 1986, pp. 147-151; Aranguren, 1981, pp. 292-297), lo que

concretamente en el campo de la actividad educativa ha propiciado un redescubrimiento

de la idea de ethos profesional, como concepto más amplio que de deontología, al que

incluye, y que Brezinka (1990 a, p. 169) define como «conjunto de las actitudes morales

que una persona tiene para con su trabajo profesional y para con las tareas y deberes

propios de su profesión». A nosotros nos queda la empresa de rastrear las posibilidades

de esta idea, ya no sólo para una deontología, sino para una ética profesional docente.

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