AMBROSIA - ENA ÁLVAREZ

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Ambrosia es una novela romántica que a través de cartas enviadas a un amigo, Ambrosia crea las condiciones para describir aspectos relevantes de su vida. Su infancia y adolescencia en Armenia, su pueblo natal, de donde tuvo que emigrar a causa de la situación de violencia política en que se abatía El Salvador durante los años previos a la guerra. Durante esa época, sus padres ya mostraban su espíritu democrático, como opositores al gobierno; cosa que marcó la vida de Ambrosia y de sus hermanos. El libro traslada remembranzas de esos tiempos difíciles y de la percepción que ella tiene ahora de esos hechos. Ambrosia nos refleja, desde su nueva ubicación, cómo su espíritu democrático y de participación con el movimiento social y guerrillero, fue desenvolviéndose y tomando su propia perspectiva desde las diferentes instituciones donde estuvo ubicada. Fue ahí, en esos tiempos cuando conoció a su “Trovador” y a su amigo Aureliano; dos personajes reales que llegaron a formar parte de la esencia de Ambrosia. El “Trovador se convirtió en su gran amor, el amor de su vida, a quien pudo disfrutar por muy poco tiempo. Aún así, Ambrosia lo sigue buscando y esperando a través de diferentes expresiones artísticas: pintura, dibujo, poesía y las cartas enviadas a su gran amigo. Ambrosia nos lleva a viajar con ella del pasado al presente constantemente y nos presenta tanto sus alegrías como sus tristezas: La muerte de su padre, la de su amado trovador y la de su madre. Todos momentos de enorme dolor. El sentimiento profundo de Ambrosia la lleva a estar segura que en algún momento volverá a encontrar a su amado “trovador”, ella lo espera quizá en otro cuerpo y con otra cara pero con el mismo corazón. A la vez espera también la llegada de su querido amigo Aureliano, de quien una tarde cualquiera, ya cansada de esperar, por fin se despide de él y de su pasado. Para leer más haz click aquí: http://www.amazon.com/Ambrosia-Cartas-un-Amigo-Spanish-ebook/dp/B00KY3L6QA/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1403130909&sr=8-1&keywords=ambrosia+-+ena+alvarez

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Ambrosia

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contenido

EL VIAJE ES LIBERADORACERCA DE LA AUTORADEDICATORIACARTA 1CARTA 2CARTA 3CARTA 4CARTA 5CARTA 6CARTA 7CARTA 8CARTA 9CARTA 10CARTA 11CARTA 12CARTA 13CARTA 14CARTA 15CARTA 16CARTA 17CARTA 18CARTA 19CARTA 20CARTA 21CARTA 22CARTA 23CARTA 24CARTA 25CARTA 26CARTA 27CARTA 28CARTA 29CARTA 30AGRADECIMIENTOS

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AcercA de lA AutorA

Ena Elizabeth Álvarez Aguilar, nació el 17 de julio de 1965 en la ciudad de Armenia departamento de Sonsonate, El Salvador.

Vivió en esa ciudad hasta mediados de su adolescencia junto a su familia compuesta por sus padres y seis hermanos, quienes se vieron forzados a trasladarse a la capital en el año de 1980, debido a la situación de creciente conflicto que vivía el país.

Realiza estudios profesionales de Trabajo Social, actividad a la que se dedica a lo largo de su vida, tanto en entidades públicas como en organizaciones no gubernamentales, lo que le lleva a conocer y trabajar en gran parte del territorio nacional, así como con diferentes sectores de la población.

En los años de 1991 a 1994 se traslada a vivir a la ciudad de San Miguel, durante los momentos de transición entre la guerra y la paz; siendo este el lugar en donde se concibe esta obra.

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dedicAtoriA

Este libro lo dedico a la vida misma y a todas las personas que en un momento u otro me acompañaron y me acompañan aún en el largo camino, aquellos que me enseñaron a caminarlo, a los que riendo o llorando iban conmigo, a los que me prestaron su mano y su hombro para apoyarme en momentos de cansancio; pero especialmente lo dedico a los que caminaron más aprisa y se me adelantaron, porque tengo la seguridad que ellos van limpiando, preparando y señalando mi camino.

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“La noche es cálida, al parecer es tiempo de verano; aunque en realidad, según la tradición, debería ser invierno. Las cosechas de los campesinos se han perdido por la sequía y han tenido que sembrar nuevamente, no sé cómo le harán.

Como te imaginarás esta situación es preocupante, lo mismo el desempleo y otros problemas que agobian a este pueblo. Son muchas cosas las que quisiera contarte, por eso te escribo esta pequeña y quizá apesadumbrada carta, esperando tener un poco de alivio en mi alma a través de las líneas escritas.

No sabes cuánto te extraño amigo mío…Te quiere, Ambrosia”.

Así pasaba los días Ambrosia, escribiendo a su amigo Aureliano, aquel de los pies carcomidos por los zancudos y por los hongos adquiridos en el

pantanoso suelo de la ciénaga en el montarral del cerro Cacahuatique, donde no sintieron ninguna molestia al correr huyendo de las balas enemigas o de las “pilladas” en sus operativos sentimentales clandestinos.

Era este su amigo, quizá imaginario o quizá tan real como ella misma pero, aunque fuese irreal, significaba mucho para ella. Significaba un sueño ligero y perenne con la felicidad, significaba plena libertad, significaba la risa y la soledad, el llanto y toda la humanidad que pudiese caber en una persona.

Ni siquiera recordaba en dónde ni cuándo lo conoció, pero le parecía como si toda la vida hubiese estado con ella, y así iba floreciendo íntimamente en su corazón

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ese sentimiento de hermandad, de cariño, y desolación cuando él partió para su tierra natal, pues la lucha ya había terminado, o a lo mejor el cansancio se había apoderado de todos…

Sí, la lucha continuaba pero él se iba y parecía ser muy cierta la canción que dice “es más fácil encontrar rosas en el mar”, que la justicia que todos buscaban en ese entonces.

Una tarde, Ambrosia, encontrándose sentada en el jardín de su casa entre dormida y despierta, mira sus manos desgastadas por el tiempo y sus uñas que jamás conocieron de un manicure.

Siente sus ojos un poco cansados, los dirige hacia arriba y es como mirarse ante el espejo; se mira largo rato, piensa en ella y le vienen a la mente imágenes que no entiende del todo.

Era aún relativamente joven, un poco alegre cuando no estaba triste, físicamente no muy agraciada —nunca lo fue.

Su mirada y sus pensamientos siguen vagando, le parece estar viviendo una novela de García Márquez.

Se imagina uno de esos pueblos fantasmas donde las calles están desiertas, cuando de repente, sale volando un borracho quebrando las viejas persianas de una pequeña y sucia cantina donde venden el elíxir de la eterna juventud en vez de licor; sueña también con ver aparecer el ferrocarril sobre la que ella creía era una infinita línea férrea, donde colocando el oído sobre los calientes rieles de acero, se podía escuchar su grave y sonoro pito anunciando su llegada a la estación, o el eco lejano de su transitar sin saber si iba o venía.

Ese silbido resuena en su cabeza y como reflejo se le dibuja una sonrisa en el rostro, al recordar el día que, con sus amigas viajaban en el tren.

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No logra recordar exactamente el lugar de dónde regresaban, pero sí sabe con exactitud que eran cinco estudiantes con uniforme escolar que en su adolescencia aún conservaban la inocencia y espontaneidad de niñas. Regresaban alegres, escuchando música en un radio transistor, sin prestar atención a los demás pasajeros del tren cuando, de pronto, Ambrosia ve por la ventanilla unas cataratas que salen de un tanque de agua que rebalsaba, justamente en una parada del tren.

Tenían cinco minutos, se dijeron todas, y sin preguntarse, ni decirse nada, corrieron hacia la puerta del vagón y bajaron del tren para bañarse en esos chorros de agua viva, riendo y jugando.

No importaba nada, las demás personas les veían y sonreían. Uno que otro niño se animó a unirse a esa algarabía, a ese breve ritual que bien pudo regocijar al mismo Dios Tlaloc.

Fueron solamente unos minutos para refrescar sus cuerpos juveniles y aprovechar el agua que brotaba del gigante metálico. Era tanta la emoción de todas, que ninguna de ellas se percató que aún tenían consigo el radio transmisor, —lo que marcó el final del aparato que alegraba su camino— así también el final de los cinco minutos fue marcado al escuchar el sonoro pito del ferrocarril…

Era hora de seguir su camino. El silbato las llamaba con urgencia. Corrieron a subirse al tren; siendo ese momento cuando percibieron a los demás pasajeros porque todos las miraban, algunos apartándose de ellas pues iban empapadas, chorreando agua.

También se percataron que sus incipientes senos se mostraban a través de la delgada tela de sus blusas colegiales. Sólo esto las hizo quedarse calladas y tomar los últimos asientos del tren, entre risas calladas y pensamientos acerca del regaño que les esperaba al llegar a sus casas, sin siquiera tener el pretexto de una lluvia repentina…

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Fueron estos recuerdos los que la remontaron a su infancia en aquella tierra alborotada, sucia, alegre y siempre añorada, Armenia.

Pero, ¿cómo podía estar limpia con tanta gente que corría de un lado a otro? algunas blasfemando a los cuatro vientos, regañando a alguien, peleando con la vecina o ultrajando a la amante de su marido. Estas eran, casi siempre, las causas principales de las blasfemias. Otras mujeres se distraían con los últimos chismes de barrio, y no se diga de los hombres; a ellos ni siquiera les empachaban esos chismes del barrio.

Ambrosia siempre creyó que su pueblo estaba pintado en blanco y negro porque todo se marcaba bien. Las diferentes generaciones se definían bien: ahí estaban los viejos y los jóvenes; el pueblo y los cantones bien delimitados; los barrios y las colonias. Los ricos y los pobres; los trabajadores y los vagos, los dos equipos de fútbol.

Era tanta su delimitación que hasta se veía en la iglesia con sus dos patronos, un hombre y una mujer.

Solamente habían tres lugares donde todo era uno solo, donde el pueblo se convertía en unidad, solamente ahí: en el mercado, el cementerio y el parque Regalado. Todas las noches, muchos viejos se sentaban a departir en el parque, y a su alrededor giraban como trompos sin cuerda muchos jóvenes que no se sentaban, solamente daban vueltas y vueltas.

Así pasaban las horas en aquella populosa ciudad. Los jóvenes buscando la romántica compañía de alguna chica que les hiciera crecer, aunque fuera solo en sueños, porque no se atrevían a tener un acercamiento real sin hacerse acompañar por amigos. Pasaban frente a la casa de la que día y noche ocupaba sus pensamientos, para luego ir a dar vueltas al parque central, único parque en la ciudad.

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Y las chicas, menos tímidas que sus enamorados, pasando con sus amigas frente a ellos, haciendo una algarabía por el más mínimo detalle, por el más insípido de los chistes de pueblo. Reían por el simple hecho de hacerse notar, giraban en dirección contraria de sus enamorados con tal de volverse a encontrar.

No faltó en su aletargado sueño la visión de aquellos campesinos que los domingos bajaban de sus ranchos hacia el pueblo, con la excusa de hacer los comprados de la semana y con la eterna esperanza dominguera de comprar estrenos o zapatos para sus hijos y su mujer; pero al llegar al pueblo, esto quedaba en segundo plano o en muchos casos quedaba postergado hasta no se sabe cuánto tiempo, pues esos señores con más años encima de los que en realidad tenían, querían en esos momentos olvidar sus penas en una botella y en medio de las piernas de alguna prostituta, que ocultando su rostro bajo gruesas capas de maquillaje, les sonreían desde los balcones de todos los puteríos, sintiendo y viendo cómo el falso amor se paseaba sin ninguna preocupación en la “calle sin ley”, y solamente se asustaba cuando en la pedregosa calle se escuchaba el chirrido de un machete.

No había ningún domingo en que esas piedras no probaran la salobridad de la oscura sangre de un campesino, ya casi seca por el sol recibido durante toda su vida...

Ambrosia se queda pensando en esa sangre, quizá en realidad esa sangre nunca corrió, porque era tan espesa, que solamente se secó y al unirse con la sangre derramada en otros domingos, fue creando una especie de alfombra invisible que le ahorró a todos los alcaldes un trabajo de pavimentación.

Esa famosa calle, donde cada vez el amor era más y más falso, pero, ¿por qué piensa en la falsedad del amor? se pregunta, si solamente cada uno de los corazones lo sabía.

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Tuvo que haber amor verdadero por algo o por alguien para que ese lugar haya existido. Cómo no pensar que esa prostituta que prestaba o alquilaba su cuerpo no quería a alguien, posiblemente a un amor frustrado o ausente, o a su hijo que, desnutrido o bien alimentado, se encontraba mejor con la abuela o en algún albergue.

Entonces sí, tuvo que estar presente el amor en algún instante, que ni la misma mujer pudo reconocer y solamente lo confundió y disfrazó con el placer que pudo dar a más de un hombre. Ese hombre tuvo que sentir algo de amor para buscar el placer. El amor a la vida, a la alegría, que solamente pudo buscar en ese lugar y que por unas horas le hizo olvidar la tristeza de su rancho, de una mujer ya casi vencida por numerosos partos, del llanto de sus hijos que aún vivían y quizá del recuerdo de algún hijo ya perdido por una de las tantas diarreas mal cuidadas; para olvidarse de la tristeza de una piel macilenta como la suya.

Tuvo que haber amor cuando cada domingo quiso saberse vivo, y sus poros se lo dirían, no con el sudor en el campo, sino con el sudor en una cama que no era la suya…

Decir que Ambrosia ahora era una mujer de ciudad que gustaba del teatro, la música, los libros, el cine, la buena comida, pero aún soñaba con su pueblo natal, era como decir que los ríos llegan al mar.

Así era de real. Tanto, que no se explicaba cómo era posible que verdaderamente su ombligo se quedara en aquella casa con su jardín, donde algunas matas de rosas y el mirto inundaba el aire con su agradable y exótico aroma; las altas casuarinas que en algunas Navidades se encendieron e iluminaron la cuadra, los torneados balcones de sus ventanas en las que muchas tardes ella vio pasar su vida, y ahí solía esperar, siempre esperar…

Esperaba quizá al amor o a la vida misma. Todo era lejano y a la vez estaba tan cerca que lo recordaba con

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tal claridad, que parecía estar recordando algo ocurrido recién ayer.

Le era posible recordar el pasado e imaginar su futuro; pero no siempre podía vivir su presente.

Se le dificultaba estar ahí, donde su cuerpo se encontraba. Esto le sucedía en mayor medida cuando estaba en el salón de clases de la escuelita pública donde estudiaba. Siempre buscó estar cerca de una ventana o una puerta, que le permitiera imaginar que andaba fuera, y que no estaba ahí en ese momento.

Todavía no se explica cómo pudo sacar sus estudios sin reprobar grado y más aún, salir con honores al final del año escolar, sobre todo por su disciplina...

¡Ah! si hubiese sabido aquella maestra que, sobre todo durante sus clases, era cuando Ambrosia estaba ahí sin estar.

Estos días, no sabe lo que le está pasando. Ha estado recordando su infancia, ha hablado de ella y se ha reído como si se tratase de un cuento evocando a su amiga del alma, que siempre reía y a quien nunca vio enojarse por nada ni por nadie, o al menos no lo recuerda.

Ambrosia, en sus añoranzas, ha traído a esa amiga de vez en cuando hasta sus días presentes y su alma ha reído con ella.

Nuevamente se dibuja una sonrisa al recordar lo cómicas que pudieron verse aquél día cuando llegaron a la escuela envueltas en la misma colcha color naranja porque ambas tenían fiebre, —no se supo quién se la pasó a quién— pero así llegaron las dos niñas a recibir las primeras clases de su vida.

Estuvieron sentadas en el último pupitre del salón, como imágenes caricaturescas dignas de un chiste blanco apto para todo público, pero también sólo apto para quienes

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la amistad está por sobre el ridículo o sobre la burla de los demás.

Aún se pregunta ¿cómo fue posible hacer eso? Todo fue ocurrencia de la madre de su amiga —sonríe al recordarlo y le parece ver su imagen como en pantalla de televisor, a todo color.

O como aquella vez cuando en el parque del pueblo se presentaron con sus compañeras de grado y bailaron “Las comaleras” con sus trajes de indias, —único baile típico en que participó en su vida—. Y el cual le significó una tortura en plena plaza pública. Saltaban, se acurrucaban, un paso aquí y otro allá…

¡Qué suplicio mantenerse haciendo todo lo que las demás hacían! Y encima, le tocaba sonreír todo el tiempo mientras se mantenía consciente de sus pies descalzos, sintiendo el desagradable frío del piso. ¡Qué canción tan larga e interminable…! se decía, mientras las muecas salían en su rostro al tratar de sonreír, viendo cómo su familia allá abajo del escenario aplaudía sin parar.

Apenas terminó la canción, sin esperar los aplausos del numeroso público —que jamás la volvería a ver bailar—, todas corrieron en desbandada a subirse en la voladora. Sus grandes vestidos de manta amarilla volaban por los aires. Los gritos y las risas quizá se escuchaban en todo el parque. Sólo allí olvidó al público y la vergüenza recién pasada. Ahora eran ellas las primeras indias voladoras…

Sí, era la conquista del espacio en aquellas fiestas que celebraban a San Silvestre y a Santa Teresa de Jesús.

Son tantos los recuerdos que guarda en su memoria, la que no parece ser tan mala después de todo. Siempre los detalles forman parte de su vida y hoy, estaba ahí sentada viendo en pantalla plana aquellos detalles deliciosos de su pasado.

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Pero es ahora cuando, al pensarlo, también puede ver los detalles de sus alegrías como los de su soledad; una soledad que muchas veces la aterró, y que ahora ha logrado conocer y disfrutar…