AMERCAN ERA MSCA DE RT WELL 1900-1950 LBRET DE … · 2017-07-18 · bian de tema para referirse a...

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AMER CAN ERA M S CA DE RT WE LL 1900-1950 L BRET DE ELMER R CE, BASAD EN S BRA MÓN MA 1929 C N LETRAS DE LANGST N G ES ESTRENADA EN EL SC BERT T EATRE DE

F LADELF A EL 16 DE D C EMBRE DE 1946 N E A R D CC ÓN DEL TEATR REAL, EN C R D CC ÓN C N LA RA DE M NTE-CARL LA ER LN ESTREN EN EL TEATR REAL

Director musical: Tim MurrayDirector de escena: John FulljamesEscenógrafo y figurinista: Dick BirdIluminador: Bruno PoetCoreógrafo: Arthur PitaDirector del coro: Andrés MásperoDirectora del coro de niños: Ana González

Abraham Kaplan: Geoffrey DoltonGreta Fiorentino: Jeni BernCarl Olsen: Scott WildeEmma Jones/Niñera 1: Lucy SchauferOlga Olsen/Niñera 2: Harriet WilliamsHenry Davis: Eric GreeneAnna Mourrant: Patricia RacetteSam Kaplan: Joel PrietoDaniel Buchanan: Nicholas SharrattFrank Mourrant: Paulo SzotGeorge Jones: Gerardo BullónLippo Fiorentino: José Manuel ZapataJennie Hildebrand: Marta Fontanals-SimmonsLaura Hildebrand: Clara SanchísRose Mourrant: Mary BevanHarry Easter: Richard BurkhardMae Jones: Zizi Strallen

Coro y Orquesta Titulares del Teatro RealPequeños cantores de la ORCAM

Street scene

urt Weill 1900-1950

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Argumento

Street scene Escena calle era Fernando Fraga

La acción tiene lugar en las aceras de una calle de un barrio modesto en la ciudad de Nue-va York.

Acto

Una tarde veraniega de agobiante calor, los vecinos de una casa hablan entre sí de una ventana a otra. Algunos de ellos también se

encuentran sentados en las escalinatas de la en-

trada al inmueble. Son las señoras Fiorentino y

Jones; también con ellas están Shirley y Kaplan.

Dos muchachas del Ejército de Salvación pasan

(Nº 1. Introducción y escena de conjunto).

Henry, el conserje de la vivienda saca, can-

tando, el cubo con las basuras (Nº 2. Blues).

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Tras los comentarios habituales con res-pecto al calor de la jornada, las comadres cam-bian de tema para referirse a la relación clandes-tina entre la señora Maurrat y el repartidor de leche Sankey. Las mujeres se callan rápidamente cuando precisamente la señora Maurrat se une al grupo.

Poco después aparece el joven Sam, un encantador muchacho que está prendado de la hija de la señora Maurrant, Rose. Esta sale de la casa camino de la biblioteca (Nº 3. Escena y trío).

Buchanan, otro de los vecinos, con la es-posa a punto de dar a luz, se queja de los proble-mas que va a traerle la paternidad. Las vecinas se burlan de él. Los gritos de la esposa obligan al marido a regresar al interior de la casa (Nº 4. Arietta).

Maurrant vuelve del trabajo. Es un hom-bre rudo y brutal que trata a su dulce esposa con muy malos modales. Cuando sin apenas un ges-to de simpatía entra en la casa, la señora Mau-rrant expresa su deseo de dicha, esperando que algún día las cosas cambien y su vida sea mejor (Nº 5. Escena y aria).

Sankey, el repartidor de leche, pasa por la calle, y la señora Maurrant sigue sus pasos con el pretexto, ante las vecinas, de ir en busca de su hijo Willie. Las comadres sacan sus propias conclusiones, preguntándose cómo reaccionaría el marido si descubriera lo que está ocurriendo (N.º 6. Escena y cuarteto).

El inquilino italiano de uno de los pisos, el simpático Lippo, viene trayendo helados para los vecinos, deshaciéndose en elogios de este producto americano tan sabroso. Maurrat, desde la ventana, ha seguido los pasos de su mujer y acaba uniéndose al resto de los vecinos. Cuando la esposa regresa, el marido acepta aparentemente la explicación que ella le da de su ausencia. Pero su mal carácter re-aparece cuando discute sobre política con Kaplan, el padre de Sam, de ideas más avanzadas que las suyas (Nº 7. Sexteto de los helados).

La discusión continúa acerca de la disci-plina que han de observar los padres con respec-to a los hijos. Afirmando que las cosas han de seguir en este sentido como están hasta ahora, Maurrant vuelve a demostrar así la inflexibilidad de sus ideas (Nº 8. Aria).

Un grupo de niños y niñas pasan cantando un himno escolar. Entre ellos está Jenny Hilde-bradt que presume de haber sido agraciada con la concesión de una beca de estudios. Con las aportaciones de sus hermanos, Charlie y Mary, explica la niña cómo se desarrolló la ceremonia. Todos la felicitan.

Esta alegría está ensombrecida por el he-cho de que la madre de Jenny, abandonada por su marido, va a ser desalojada al día siguiente del inmueble por falta de pago del alquiler. Todos intentan consolarla y para cambiar el clima, Lip-po propone que bailen.

La señora Maurrant acepta ser su compa-ñera en la danza pero que siente algo confusa cuando ve aparecer a Sankey.

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Maurrant reprocha a la esposa que pierda el tiempo sin ocuparse de sus hijos, antes de irse camino del bar.

Las comadres, una vez la señora Maurrant se ha refugiado en su piso, comentan la situación de la pareja. Sam, recién llegado, les echa en cara sus comadreos (Nº 9. Escena y conjunto).

Sam, a solas, se queja de la soledad en que vive antes de irse a acostar (Nº 10. Arioso).

En esto reaparece Rose en compañía de Easter, un compañero de trabajo, que intenta coquetear con ella. Rose no le hace caso, pero él insiste: si accede a convertirse en su querida, él le conseguirá que se presente como actriz en Broadway (Nº 11. Escena y canción).

Rose, que es como su madre una román-tica empedernida, prefiere las delicias de un ver-dadero amor que los brillos de una vida de éxito y lujos. Easter se va un tanto decepcionado.

Rose ofrece a Buchanan su ayuda para cuando a la esposa le llegue el momento del par-to (Nº 12. Cavatina y escena).

Una pareja, formada por Mae Jones y Dick, se encuentra, se saludan, bailan y luego se alejan.

Cuando Rose reaparece es acosada por Vin-cent, el grosero y machista hijo de la señora Jones. Sam viene en ayuda de la muchacha. Vincent le pega unos guantazos antes de marcharse. Rose reconforta a Sam, alabando las buenas cualidades de su carácter (Nº 13. Canción, escena y danza).

Rose y Sam se confían entre sí. El mayor deseo de ambos es escapar del círculo agobiante y cerrado en el que viven buscando una vida dis-tinta. Rose se siente muy unida a Sam en quien siempre confiará. Luego se despiden deseándose buenas noches (N.º 14. Dúo y finaletto).

Acto

Al día siguiente por la mañana. Los ha-bitantes del inmueble comienzan a dar señales de la diaria actividad. Algunos se van al trabajo; algunos niños juegan en la acera.

Buchanan agradece a la señora Maurrant su ayuda en el nacimiento de su hija durante la noche.

Maurrant sale camino del trabajo. Le dice a la esposa que va a estar ausente durante un día. Antes de que se vaya, Rose le pregunta al padre si no puede ser un poco más amable con su ma-dre (Nº 15. Introducción y juego de niños).

La reacción de Maurrant es muy agresiva con la hija y la esposa, reprendiéndola por haber pasado la noche fuera de casa, sin aceptar la ex-plicación que ella le da.

Tras esa amarga discusión, Maurrant ya medio borracho se va.

La señora Maurrant se sincera con Rose: ha querido ser siempre una buena esposa y madre, pese a la antipática indiferencia de su marido. Para qué vivir, concluye, si nadie la comprende.

Willie sale camino de la escuela y Rose in-tenta arreglar un poco su desordenado aspecto (Nº 16. Escena y terceto).

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Sam aparece y Rose le cuenta el interés de Easter y la propuesta que la ha hecho. Sam se queda consternado. Mejor sería, le dice, mar-charse ya los dos juntos (Nº 17. Canción).

Rose acepta y los dos jóvenes sueñan con un destino mejor juntos, hasta que llega Easter que ha quedado en acompañar a Rose a un entierro.

Hace su aparición Sankey y la señora Mau-rrant le invita a subir a su casa.

Dos gendarmes vienen para desalojar a la familia Hildebrand.

Regresa de improviso Maurrant y Sam, que sabe que Sankey está con su esposa, horrorizado, no sabe cómo impedir su entrada a la casa.

Maurrant sube a su piso y, de pronto, se escuchan gritos y varios disparos. Maurrant, que ha matado a Sankey y herido mortalmente a su mujer, huye de los policías que pronto se han personado en el lugar.

Llega una ambulancia y Rose al regresar adivina de inmediato lo sucedido (Nº 18. Dúo y escena).

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En medio de los murmullos de la comuni-dad, la señora Maurrant es trasladada al hospital en una camilla (Nº 19. Escena coral y lamentación).

Varias horas después, el desalojo de los Hildebrand sigue su curso. Dos niñeras pasan comentando lo que están viendo hasta que un gendarme las dispersa (Nº 20. Nana).

Sam y Shirley como mejor pueden con-suelan a Rose.

Se escuchan unos disparos: Maurrant ha sido detenido. Rose insiste en hablar con su pa-dre (Nº 21. Escena).

Maurrant, pese a todo lo que ha ocurri-do, dice a su hija que en verdad amaba a su es-posa. La idea de perderla lo había vuelto loco.

Sam y Rose se quedan solos en la entrada de la casa. El momento de soñar ha concluido. Rose se va, pero sola. Sam se desespera.

De nuevo, por la tarde, las comadres en sus respectivas ventanas vuelven a sus comenta-rios. Una nueva familia llega al piso que habían ocupado los Hildebrand. En realidad nada pare-ce haber cambiado.

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Street scene realismo verismo o ol o era

Santiago Martín Bermúdez

Weill: dónde y cuándo cómo

Kurt Weill pertenece a la generación pos-terior a la de Webern y Berg, si hemos de acep-tar que las generaciones se dan cada quince años. Habría que preguntar cuándo empieza a contarse, pero es muy cierto que Berg y Weill se diferencian por quince años, que Webern le lleva dos más a nuestro compositor de hoy, y que Hindemith, hacido en 1895, sí pertenecería al grupo generacional de Weill. Como, por otra

parte, Carl Orff (1895) y Werner Egk (1901), por referirnos a unos músicos que no tuvieron grandes dificultades en la misma época en que Weill, Lotte, Brecht y Lizzie Hauptmann (He-lene Weigl, también, desde luego) tuvieron que marcharse de Alemania, y de toda Europa Cen-tral. Como Korngold, como Krenek…

El joven Kurt Weill quiso estudiar con Arnold Schoenberg. Claro está, hubiera sido otra cosa, no hubiera sido lo de Berg y Webern,

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que empezaron a estudiar con Schoenberg, Ze-mlinsky y Elsa Blunenfeld en 1904, cuando Kurt cumplía cuatro añitos. Pero qué hubiera sido, cabe preguntarse. Podemos estar seguros de que no se habría inventado eso que Brecht y Wei-ll bautizaron como Song, y que no es un Lied, ni un Gesang, ni una canción, sino eso y algo más y algo menos. Weill no pudo estudiar con Schoenberg porque no tenía una perra, y tenía que ganársela todos los días como fuera. Y que conste que el maestro Schoenerg era muy desen-teresado, como había demostrado con el propio Berg en su momento, pero Kurt sencillamente

tenía que ganarse la vida. Algo más tarde, pasó por las manos de Busoni, que debió enseñarle cosas, fascinarlo, potenciarlo, pero que falleció en 1925, demasiado pronto. Fue la de Busoni una vida que se truncó demasiado pronto para un creador en plena madurez.

La vida de Weill es también. Intensísima, pero corta. Itinerante, rica en aprendizajes, la vida de alguien que lo aprende todo, lo llega a saber todo, se impregna de todo. Cuál es el sentido de esa obra, que empieza muy pronto y que se trunca un mes después de que el músico cumpla cincuenta años. Desde hace tiempo me

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permito buscar ese sentido en unas cuantas palabras clave que acaso la explican, y esas pa-labras son: aprendizaje, teatro, canto, Lotte, estilo Song, política, exilio, desarraigo, Broad-way. Habría que añadir olvido. Y, después, re-cuperación.

¿Brecht? No, Brecht no explica nada. La posteridad los vincula, y hay que felicitarse por ello; pero eso es todo. No habría que apre-surarse, pero si ustedes me presionan, les diré que en mi opinión Weill y su generación se encuentra ya bastante libre de expresionismo cuando se pone a componer. A pesar de que el

expresionismo reine todavía en el cine (mudo, con sus Golem, sus Caligari, sus Nosferatu) y no poco en el teatro (a Weill lo está esperan-do, por decirlo así, un dramaturgo americano llamado Elmer Rice con una obra no expresio-nista, pero que ha escrito otra antes que sí lo es: ahora lo veremos). Así que Weill está más cerca del clasicismo que, queriéndolo o no, ha propuesto como solución el emigrado Stra-vinski una vez que vez en peligro sus raíces, y aquel clasicismo está más cerca de la estética de la nueva objetividad de posguerra que de las propuestas de la Escuela de Viena a la que

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quiso conocer de cerca, recibir sus enseñan-zas, quién sabe si pertenecer. De haberlo he-cho, conoceríamos hoy un Weill muy distinto. Pero, lo mismo que Hanns Eisler (que no qui-so), Kurt no trabajó con ellos (no pudo). Así que no tiene sentido preguntarse lo de siem-pre: qué habría sucedido si se hubiera dado este pequeño paso en lugar de aquel otro.

La nueva objetividad (Neue Sachlichkeit) vale sobre todo para las artes plásticas en el área alemana (Grosz, Dix, Beckmann, Finsler, Schrimpf, Grossberg, Biermann...) y supone una estilización mayor aún que la del expresio-nismo, con un contenido crítico, y a veces una brutalidad explícita que prefiere la claridad a la sutileza, porque no es tiempo para andarse con finuras; es una estética muy de posguerra, con tullidos, hambrientos, chicas prostituidas, muertos. Pero con ironía, o más bien con sar-casmo. Con humor, en cualquier caso. Un hu-mor que hiela las gargantas y la vista, si quieren, pero humor al fin y al cabo. Como el humor de las dos obras teatrales famosas, conocidísi-mas, de Brecht y Weill, Die Greigroschenoper y Mahagonny. Que en su tiempo tuvieron un impacto que rozaba lo brutal (o lo traspasaba, no sé muy bien) por mucho que hoy la primera de ellas sea una revista musical al alcance de to-dos sin que nadie se ofenda. En cualquier caso, no olvidemos que el éxito de La ópera de perra gorda (aceptemos esta traducción del título) fue muy temprano, y que ya en 1931 se rodó una doble versión cinematográfica, en alemán y en francés, con actores distintos.

Contemporáneos

¿Qué relación hay entre Kurt Weill y -pongamos- los compositores Korngold, Krenek, Goldschmidt, Zemlinsky y Schreker (por sólo po-ner estos nombres y no entrar en los músicos de la llamada Escuela de Viena, que ya han aparecido y sin duda aparecerán más en este escrito)? No se trata de una adscripción estética, ni siquiera generacional (Schreker y Zemlinsky son mayores que los demás). Lo que les une a todos es que su obra, enraizada en sus países, Alemania y Austria, se vio interrumpida por cuestiones políticas, lo que les obligó a un cambio estético o a una sus-pensión creativa cuya continuidad no siempre fue afortunada. Luego veremos el caso de Weill. De momento, un advertencia: la estética posrománti-ca plenamente moderna de todos ellos (en la que participa Richard Strauss, acaso más que nadie, pero su caso es otro; su exilio, si acaso, es interior, y no demasiado incómodo, si comparamos) reci-be una sacudida mortal, que los compositores del interior no pueden (Strauss) o no quieren (Orff, Egk) detener. De Weill, al que no se puede ads-cribir a la línea Schreker, quede de momento esa imagen: una carrera que cambia por completo de signo debido al exilio por la pérdida de referen-cias, intercambios. Al menos, no perdió la vida, como Krása en un campo de concentración, o como Schulhof, subversivo. O como Schreker, al que la chusma parda mató ya en 1934; del disgus-to, por decirlo así. También sucedió en nuestro país: pensemos en lo destructivos que fueron la guerra civil española y el exilio para compositores como Bacarisse o Pittaluga.

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Bueno, como habrá de verse, el exilio y el cambio estético pueden ser datos engañosos para entender a Weill. Su carrera quedó rota, es cier-to. Pero no se trata de un genio incomprendido que intentó recuperarla en el “medio hostil” de Estados Unidos. Lo que puede ser relativamente cierto en el caso de Bartók, no lo es en modo alguno en el de Weill. Que nunca quiso ser un héroe del arte ni crear una obra personal y limpia de contaminaciones. Al contrario, él quiso todas las contaminaciones, porque su arte estaba he-cho de esa materia. Ya lo hemos adelantado dos veces. Paciencia.

Lotte y urt se encuentran

Kurt Weill: Nace en Dessau, 2 de marzo de 1900, hijo del Kantor de la Sinagoga. Mue-re en Nueva York, cincuenta años más tarde, el 3 de abril de 1950, de una dolencia cardíaca. En medio, un aprendizaje berlinés temprano y muy prometedor, un éxito también tempra-no como compositor teatral, un exilio que le llega apenas cumplidos los treinta y tres años (ha de salir de Alemania por judío y por artista de reconocida actitud liberal), una estancia en Francia y otra definitiva en Estados Unidos. Su obra es muy amplia, ya hablaremos del carác-ter de la misma. Weill se convierte en 1943 en ciudadano estadounidense. En enero de 1926 se casó con una joven que conoció cuando ella le fue a buscar a la estación en vez de hacer-lo Georg Kaiser, el dramaturgo que, junto con Brecht, más textos suministró a Weill; era la actriz, cantante y bailarina vienesa Karoline Wilhelmine Blamauer, conocida como Lotte

Lenja (más tarde, Lenya), año y medio mayor que él. En septiembre de 1933 se divorcia de Lotte. En enero de 1937 Lotte y Kurt se casan de nuevo.

Hay varias fotos entrañables de los dos. Escogemos tres. Una es la muy conocida de 1929, ambos de perfil a nosotros, pero frente a frente; él parece ya bastante mayor, pese a tener sólo veintinueve años; ella resulta hasta bella, cosa sorprendente en una mujer de fotogenia li-mitada que, sin embargo, debió de tener un gan-cho considerable. Los éxitos ya han empezado, el futuro es de ellos. Eso creen. Como lo podían creer, al mismo tiempo, Krenek o Korngold. El gran hachazo no ha venido aún; los nazis no son más que unos gamberros que piden dinero por las calles y protagonizan escándalos, broncas y agresiones que nadie puede tomarse como un programa político. En la segunda asistimos a una escena hogareña y artística. 1942, en casa: Weill, al piano con su pipa, Lotte se inclina para ver mejor la partitura que está frente a Kurt. En la tercera faltan unos meses para la muerte de Weill, y es imposible ver la menor traza de ello. Weill nos mira desde primer término izquierda; ella, al fondo, sentada en una escalera enjalbega-da, le mira enternecida, con un delicioso perrazo, no sé si auténtico, a su lado. Han pasado veinte años desde la segunda, y demasiadas cosas, ade-más del exilio y un feliz resultado de la guerra. Feliz, sí, ya me entienden.

Lotte tenía cinco años más que Kurt. Le sobrevivió treinta y uno.

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Weill, uno y trino

Algunos teóricos, críticos y estudiosos de Weill nos insisten en que no hay dos Weill, sino uno solo. Lo lamento, pero cuanto más escucho la obra de este compositor, más veo al menos dos Weill. Y no cuento los Weill truncados, quién sabe si felizmente truncados: el de las escasas obras juveniles que se conservan (se han perdido numerosas obras de los años de guerra, posgue-rra e incluso los veinte; además de casi toda la

producción de música incidental americana), que se explica muy bien por la cantidad de maestros opuestos entre sí que tuvo Weill y que influyeron en él de manera inevitable. Como se sugería por lo que llevamos dicho, Weill podía haber sido un posromántico (creció en medio de la gran ola wagneriana y la influencia de Max Reger), y fue todo lo contrario. No fue el músico que podrían sugerir esas escasas obras de cámara y sinfónicas, de la que sólo una, la Sinfonía nº 2, que es obra de primera madurez; o de juventud.

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Atención a los nombres de los maestros de Weill. La sola relación indica por dónde van los tiros: Albert Bing, Humperdinck, Knappertbus-ch, Busoni, Jarnach. Si a estos nombres le aña-dimos uno que no pudo ser, Schoenberg (lo que hubiera supuesto, también, Zemlinsky, y quién sabe si la amistad con Berg y Webern), y otro que estuvo a punto de serlo, Schreker, el cuadro se completa bastante.

Hay un momento decisivo en la vida del Weill de Alemania. Es cuando Brecht y él es-trenan una obra que se compuso un poco a la buena de Dios, interrumpiendo otra obra “más importante” (Mahagonny); Aquello constituyó un éxito mayúsculo, además de inesperado e inexplicable, que los consagró en 1928 cuando ninguno de los dos había cumplido los treinta. Fue Die Dreigroschenoper, obra ya invocada en estas líneas y popularísima desde entonces, con números internos que desde hace más de seten-ta años son auténticos hits. Esto fue antes de que Brecht se comprometiera con el comunismo alemán. Pero durante décadas, los directores de escena de convicción o pose engagée han busca-do el materialismo dialéctico de las aventuras de Mackie Messer, de Polly Peachum y de Jenny la de los piratas. Con resultados a menudo chuscos. Y olvidando siempre que la música era esencial en ese éxito, en esa permanencia. Y que, después de todo, la muy interesante pieza de Brecht no es más que una adaptación de The beggar’s opera, de Pepusch. No olvidemos que en el mundo del teatro casi siempre se ignora la música y hasta hace poco casi nadie sabía quién era Kurt Weill (un nombre en los márgenes de los títulos en las

Obras completas de Brecht de la Shurkamp; y sus traducciones). En música, en cambio, casi todo el mundo sabe quién es Brecht.

Despo amiento y acidez

Weill descubre pronto un tipo de compo-sición que le convence más que la supervivencia cromática de su tiempo y que tiene que ver con el clasicismo stravinskiano, aunque sus resulta-dos son distintos (no opuestos, no ajenos; sólo distintos): frente a la bruma y el espesor cromá-ticos, lo diáfano del diatonismo, y frente al Lied, el estilo “song”, mientras que una métrica mar-cada, regular y agresiva secunda la agresividad de una línea horizontal siempre ácida. Pese a sus colaboraciones con Kaiser y el Brecht temprano, nada tiene que ver con el expresionismo, aunque ¿no es en música el expresionismo una cosa muy dudosa, al contrario que en cine, teatro o artes plásticas?; ¿es la Escuela de Viena lo expresionis-ta en música? Cabe dudarlo, por mucho que se haya insistido en ello. Ya vimos que lo que más le conviene a Weill es, si acaso, que se emparente su obra (en especial, la alemana) con la Nueva Objetividad.

Por otra parte, Weill es el gran compositor para el teatro, con una dedicación a lo dramáti-co continua e insobornable. Como demócrata y hombre de la modernidad, pretendió un teatro al alcance de la mayoría, lo que no significaba concesiones ni halago del mal gusto. Era un esti-lo despojado dentro de la línea Satie-Stravinski, esto es, ajeno a los caminos de Debussy, Schoen-berg o Hindemith, por poner tres tendencias

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muy distintas, con la última de las cuales podría erróneamente emparentársele. Es el Weill del estilo song, que se basa no sólo en venerables an-tepasados o contemporáneos ilustres, sino tam-bién en el Kabaret, que es todo un estilo popular cargado de (mala) intención. Es el Weill de Die Dreigroschenoper y Mahagonny, sí, pero también el de Der Jasager y de Die Bürgschaft, esto es, el que cree que la ópera ha muerto (o que ha muer-to o se muere su público) y que por consiguiente hay que inventarla de nuevo para otro público, para las masas que por fin entran en la historia. Ojo con esos dos últimos títulos, que plantean un discurso musical continuo, que no se quedan en la división de canciones, que parten de estilo song para llegar a un tipo de ópera que muy bien podría haber sido esa pieza popular que busca-ba el compositor. Aunque, en rigor, Weill buscó pronto y encontró casi siempre un tipo de musi-cal, de Siengspiel, de ópera dividido en números concretos y separados; no a la manera de la ópera antigua, pero poco más o menos. Street scene es una de las obras más conseguidas en este senti-do. Broadway la acogió, pero aquello era dema-siado para Broadway. Lo veremos.

Y el joven Weill es contemporáneo de un invento que le permite llevar esa música a públi-cos amplios. Al pueblo, diríamos aun hoy día. ¿A las masas? Eso ya es otra cosa. Dejémoslo.

Pues bien, ese Weill es el que se viene aba-jo con la subida al poder de la chusma en 1933. Weill no es comunista, como Brecht y Helen Weigel. Sabe que Thälmann y los suyos han ju-gado una mala pasada a la causa de la libertad

en Alemania. Y sabe que, como siempre, quien paga esas pifias es la gente como él. Es el mo-mento de largarse de Alemania. Atrás quedaba un momento irrepetible, que sus protagonistas no comprendieron hasta más tarde: Weill se ha-bía codeado, había colaborado y había trabajado con Fritz Busch, Klemperer, Gropius, Hindemi-th, Mitropoulos, Busoni, Leon Feutchwanger, Bruno Walter, Kleiber, Scherchen... Discípulos suyos fueron Arrau, Skalkotas y Abravanael. El exilio terminó con esa edad de oro y llegó el rei-nado del resentido y el criminal.

Como tantos, piensa Weill que aquello puede durar poco. Estrena en Francia dos obras todavía plenamente alemanas (Der Silbersee y Die sieben Todsünden, esto es, Los siete pecados capitales; ésta con texto de Brecht, pese a que ya se habían peleado; y es un pequeño fracaso), se hace ilusiones por el éxito allí de Die Drei-groschenoper y acaba comprendiendo la amarga realidad: ya no tiene su público, ni sus teatros, ni sus artistas. Y se marcha a Estados Unidos a hacer un trabajito para ir tirando. Sin embargo, ya no vuelve por Europa más que de visita. Ahí empieza el otro Weill, el que no hace concesio-nes (tampoco), sino que intenta seguir con sus obras críticas, ácidas, corrosivas, en un medio poco propicio para ello. La música de Weill, de un corte tan popular, es excesiva para Broadway, que siempre (siempre) ha propuesto una música mediana y de dudoso gusto. El Weill del exilio americano retrocede, regresa, mengua. Tiene toques de genialidad, de talento, de incisividad. Pero es menor en comparación con el Weill eu-ropeo. Y que nos perdone David Drew.

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Sin embargo, es muy conveniente cono-cer esas obras, separar la paja del grano y dejarse admirar por el coraje o la ingenuidad de quien colaboraba con gente como Maxwell Anderson en unas comedias musicales politizadas (como Street Scene, que es el ejemplo más rotundo y lleno de sentido, como veremos), obras que po-nían en escena gentes como Elia Kazan o Rou-ben Mamoulian, nada menos; frente a lo que

buscaba el público, que era evasión pura y sim-ple. Weill creía en ese repertorio, no tenía con-ciencia de estarse engañando, ni vendiendo, ni prostituyendo, como en su lugar habrían hecho tantos cursis de la ética estreñida. Por eso Weill trabajó sin descanso esos años, como había he-cho en Europa (echen un vistazo a la relación de composiciones de por entonces); no porque la necesidad le empujara a ello, aunque nunca nadó

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en la abundancia, sino porque quería encontrar ese nuevo público en cuyo criterio y gusto creía. Y tenía razón. Gustos canallas son aquellos que alguien impone a lo que en tiempos llamábamos el pueblo. Gustos populares son los que consi-guen conectar con ese pueblo que tal vez ya no exista, porque se llama audiencia.

No es raro que Weill tuviera dos modelos en ese repertorio. Por una parte, Gershwin, el de Porgy and Bess, pero también el de Strike up the band, el compositor popular, con raíces, con dis-curso, con cosas que decir y cantar, ácido, crítico, político, divertido. Por otro, el modelo adocena-do de Rodgers (Oklahoma!, Carousel, South Pa-cific), autor de música vomitiva de éxito cuyos “modos” le podían permitir a Weill llegar a la conciencia política a las dormidas masas de Nue-va York, adelantadas en eso a su tiempo. Weill moría repentinamente cuando acababa de darse a conocer un joven dramaturgo llamado Arthur Miller con obras como Muerte de un viajante y Todos eran mis hijos, y el sociólogo David Ries-mann publicaba La muchedumbre solitaria. Pero en Broadway todo estaba perdido. Y así sigue.

En fin, la obra de Kurt Weill hasta comien-zos de los años treinta (hasta la toma del poder por la chusma) había sido producto del clima de libertad, medio esperanza y medio desaliento de la Alemania de Weimar. El Berliner Requiem es la gran protesta contra el sistema, y ahí están to-davía juntos Weill y Brecht. Pero otros se movían por debajo y por arriba para derrumbar ese frágil monumento a la libertad que parecía repugnar a todos, tanto a la gentuza de la cruz gamada

como a los que gozaban de esa libertad irrepeti-ble y no supieron valorarla del todo, la libertad la de la república que surgió de las ruinas de un Im-perio que nunca renunció (persistió en Weimar y conspiró contra Weimar) y una revolución que los bolcheviques consideraron históricamente inevitable y para ellos imprescindible, pero que no tuvo lugar por razones que ahora sería prolijo desarrollar. En los años de Weimar, que más tar-de y aun hoy se vieron dorados, esa libertad no era valorada, incluso era execrada. Mientras, los militares vencidos rehacían clandestinamente su ejército en… ¡la Unión Soviética! Los bolchevi-ques acogían a los aristócratas vencidos, los de la leyenda de la puñada por la espalda, tan explota-da por ese pobre miserable que se llamó Hinden-burg y que entregó su patria al terror. Pero Kurt, Lotte y Bert ignoraban todo eso. Lo ignoraban todos, esa es la verdad. Así que, de repente, hubo que hacer las maletas y marcharse de allí cuanto antes. Kurt fue de los pocos a los que el exilio no dañó en su obra. Pero, de no ser por ese exilio tan movido, ¿habría vivido tan poco? ¿Cuántas obras suyas no nos han sigo negadas por esa desapari-ción tan repentina como la de Berg, o como la de Lorca por esos mismos años?

La calle

El neoyorquino Elmer Rice (en rigor Rei-zenstein, 1892-1967) fue un dramaturgo com-bativo típico del despertar y ascenso de Estados Unidos hasta la segunda posguerra. Director del Federal Theatre Project de Nueva York, su vo-cación es claramente realista pero siempre ilu-minada por una visión social en la que hay una

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defensa de las víctimas. En ese sentido, Mr. Zero, el aplastado personaje de su obra The Adding machine (La máquina de sumar, 1923), es primo hermano de Anna Maurrant, personaje principal –ya que no protagonista- de Street Scene (1929). Las diferencias entre ambas obras ilustran la evolución de Rice, puesto que la pieza de 1923 es una de las obras mayores del expresionismo estadounidense y en Street Scene el autor ya pa-rece decidido por un realismo crítico de carácter colectivo que ni siquiera rehúye el costumbris-mo. En cierto sentido, es el caso de O’Neill, que pasa del expresionismo de El Emperador Jones, El mono velludo o El Gran Dios Brown al realismo,

que sin embargo nunca llegó a nada parecido al costumbrismo. Street Scene le valió a Rice el Pre-mio Pulitzer y se estrenó en todo el mundo. En España la estrenó Margarita Xirgu muy pronto, en 1930, y hasta hace poco podían encontrarse en las librerías de viejo ejemplares de la versión de Juan Chabás publicada por La Farsa ese mis-mo año con el título La calle.

Eran tiempos de un radicalismo que eclo-siona en tiempos de la Gran Depresión. Si hay una obra teatral con música que ilustra esos tiempos, que junto con Gershwin heredarán Weill, Rice y Hughes en 1946, año de Street Scene, esa obra es

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The cradle will rock (1937), de Blizstein, cuyo es-treno enfrentó a la América profunda del conser-vadurismo y el instinto de muerte con la América de las libertades y la justicia; por decirlo así, cla-ramente, y con todo el maniqueísmo del mundo. Justificado, por lo la actualidad nos permite ver aun hoy. Aun hoy. Tim Robbins, en su película de 1999 así titulada y que no es adaptación de la pieza de Blisztein que dirigió Orson Welles, nos permite ver cómo fue todo aquello.

Kurt Weill se dedicó al teatro de manera continua y hasta febril tras su llegada a Estados Unidos en 1935 (ya divorciado de Lotte), cuan-do pensaba que iba a estar poco tiempo allá. Pero las cosas en Europa iban de mal en peor, y aca-bó quedándose allí y naturalizándose ciudadano de Estados Unidos (1943). La atmósfera abierta, tensa y propicia a cualquier manifestación artís-tica e ideológica le permitió a Weill trabajar con escritores y teatristas tan críticos como él. Eran los felices y atormentados tiempos del New Deal. En 1937 volvió a casarse, y volvió a hacerlo con Lotte; ambos decidieron quedarse. Así, compuso obras teatrales musicales como Johnny Johnson (1936), pieza antibelicista con libreto de Paul Green; Knickerbocker Holiday, con libreteo de Maxwell Anderson (1938); Railroads on Parade, revista de gran éxito, con texto de Edward Hun-gerford (1939); Lady in the Dark, con libreto de Moss Hart y lyrics de Ira Gershwin (1940); One touch of Venus, corrosiva sátira de S. J. Perlman con lyrics de Ogden Nash (1943). Antes de Street Scene Weill compone una de sus obras más popu-lares, Down in the valley. Sobresaliente, sí, aunque no alcance el nivel de, precisamente, Stree Scene.

Esta adaptación de la pieza de Rice lleva lyrics (textos de canciones y conjuntos, esto es, letras) de Langston Hughes. Atención a Hughes: escritor negro de Missouri, 1902-1967; autor de Mulato (1936), drama estrenado incluso en nues-tro país; uno de los escritores que marcan el des-pertar de la conciencia de su raza. Es muy signi-ficativo que el emigrado Weill, el judío Rice y el negro Hughes fueran los creadores de esta nueva versión de Street Scene; como lo es que una obra tan compleja, que no es un musical play sino un auténtico Singspiel a la americana se estrenara en el Broadway dominado por las brillantes ba-nalidades de Rodgers y Hammerstein, que en los dos años anteriores habían estrenado Oklahoma! y Carousel, y que en los siguientes cosecharían los éxitos de South Pacific y The King and I. El Comité de actividades antiamericanas, al que se enfrentó Rice de manera especial, haría muy di-fícil la continuidad del espíritu de Street Scene; Broadway pertenece a gente sana como Rodgers y Hammerstein, qué se habían creído ustedes. A todo esto, Weill murió en 1950 y no pudo ver el estreno de la última de esas joyitas.

orgy y uccini

Street Scene se basa en una trama de canto y acompañamiento lo bastante densa y compleja como para situarla más cerca de la ópera que de la comedia musical. En lo vocal, presenta una amplia serie de conjuntos (como el opening ensemble que, abreviado, cerrará la obra; como el sexteto de los he-lados, un pequeño prodigio a partir de una nadería; como la escena coral y de lamento que cierra el pri-mer cuadro del segundo acto; como determinados

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dúos y trios). Pero también canto solista: arias, ariettas, cavatinas, canciones. A menudo nos da la sensación de que estamos en Catfish Row, y desde luego Weill pretendió seguir en muchos sentidos a Gershwin porque consideraba que ahí estaba al menos uno de los secretos de la ópera americana. El blues es la base, el verismo es la referencia, la comedia musical es el asistente, la canción comer-cial es la gran invitada a esta fiesta sonora. Veamos un ejemplo de blues, “Lonely House”, texto de

Hughes que canta un joven estudiante, Sam Ka-plan, un auténtico blues-aria triste justo después de una escena alegre (las chicas que vienen del baile de graduación): Sam sabe que Rose no le ama, que le quiere solo como amigo. El símbolo de todo eso es la “casa solitaria”. Ahora bien, la relación entre Rose Maurrant y Sam evoluciona hasta justo antes de la tragedia de los padres de ella. El aria, la can-ción cumplen un cometido dramático. Weill insis-tía en que no se trataba de un momento musical

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que interrumpe la acción y que le permite al perso-naje que canta reaccionar ante la acción dramática o comentarla. Por el contrario, se trataba, para él, de un apoyo indispensable para la comprensión de la obra y de su propia naturaleza. En medio de los números musicales hay diálogos puros y simples, palabra, habla, y raras veces sin fondo musical.

Street Scene presenta una calle de un barrio obrero de Nueva York y sus familias. Los personajes son numerosísimos, y no puede decirse que haya estrictos protagonistas, si bien la familia Maurrant tiene carácter de principal (Anna, la madre; Frank, el padre; Rose, la hija; incluso el pequeño Willie). La familia Jones, secundaria, es su oponente, por la hostilidad de sus miembros hacia los Maurrant, en especial hacia Anna y Rose. También tiene carácter principal el joven Sam Kaplan, enamorado de Rose Maurrant y que arropa a dos miembros de su fa-milia, su hermana y su padre (Shirley, y Abraham, que habla un inglés con elementos yidish y es un viejo rojo). La frustración y la ausencia de salidas domina a estos personajes, pero algunos de ellos son felices, como el matrimonio Fiorentino, como Buchanan, nervioso durante toda la obra porque su mujer va a dar a luz. Por su parte, Sam perso-nifica la esperanza de encontrar una salida; y, con él, acaso la encuentre Rose. Es, en fin, una calle en la que conviven emigrantes y negros y blancos americanos. Las tramas rehúyen la sordidez, pero constituyen un retrato implacable. Se ha pretendi-do que la principal es un relato banal de celos y de honra brutalmente limpiada (los vecinos cotillean sobre la relación dudosa entre Anna Maurrant y el lechero Steve Sankey; en el segundo acto, Franck los sorprende y los mata a tiros), pero hay algo más.

Anna es un ama de casa llena de frustraciones, pero también de impulso vital. Franck, en cambio, per-sonifica el instinto de muerte, que tan a menudo se traduce en odio, racismo y conducta autoritaria. La caracterización musical apoya esta dicotomía de manera sutil y muy efectiva, sustituyendo texto por música (pensemos en la ominosa definición musical de Franck en sus distintas apariciones, desde la primera de ellas).

Por todo lo dicho, es normal que se haya repetido que hay una influencia del verismo y de Puccini (que era algo más que un verista o que ni siquiera era un verista, no clasifiquemos con tanta prisa) en Street Scene. No ha de sorprender, porque Puccini, más que el verismo, es una referencia im-portante para el nacimiento de la ópera en Estados Unidos. No por mimetismo, sino por inspiración y como ejemplo, desde el propio Gershwin de Por-gy hasta, claro está, Menotti y Barber, pasando por Blitzstein en una ópera tan importante como de escasa repercusión, Regina (basada en La loba, The Little foxes, de Lilly Hellman, la misma que dio lu-gar a la película-melodramón en la que Bette Davis deja morir a Herbert Marshall; como en el drama, por otra parte). Pero ese Puccini nunca es literal, y a menudo está pasado por las pautas del jazz, por el blues, por el sonido americano, que en Street Sce-ne es palpable, evidente. Como si el inmigrante Weill quisiera ser más americano que nadie, más papista que el papa. El resultado, sin embargo, es hermoso y original, por mucho que suene a esto y a lo otro. Sigue a Gershwin, como lo siguieron tantos compositores estadounidenses en detalles o en escenas completas; es lo que llamamos folk opera, que se desarrolló durante décadas, y que aún

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dio ejemplos importantes después de la “gran lla-mada de atención” que fue Nixon en China, idea genial de Peter Sellars con música de John Adams y libreto de Alice Goddman. Pensemos en óperas muy posteriores a Porgy, pero con su impronta folk, como Desire under the elms, de Edward Thomas (1978, basada en el drama de O’Neill, claro está) y otras que vinieron después del ciclón Nixon, como Tania, ópera-jazz de Anthony Davis (1992, sobre e famoso secuestro de Patty Hearst y su conversión “simbiótica”) o Dead Man Walking, primera ópera de Jake Heggie (2000). El legado de Gershwin ha sido fecundo, ha permitido que se cree y se recree una música propia para la ópera, un sonido que no tiene nada de exótico, que tan solo es diferente. No hay que buscar el “alma americana” después de tantos años buscando el “alma rusa” (una en-telequia, un mito, una exigencia exterior más que propia) en las obras compuestas desde Glinka en

adelante. Pero Weill sí quiso ser americano, y lo consiguió sin esfuerzo, no tuvo que romperse la cabeza para ello, ya había husmeado en el jazz en Alemania (como su exacto coetáneo Ernst Krenek en Jonny spielt auf, para indignación de nazis y otros animales). Además, esa calle de Elmer Rice y esas canciones de Langston Hughes daban para eso, exactamente para eso.

Street Scene se divide en números que están separados por diálogos sin música, o con una músi-ca de fondo sobre la que se recita. Una de las carac-terísticas de Weill, advertida por Virgil Thomson con agudeza en su necrológica del colega menor en unos pocos meses, es que no tenía una manera de hacer, una doctrina, un método, sino que com-ponía lo que era necesario para cada situación, para cada propuesta. Esto se advierte muy bien en este musical, en el que cada número es un desafío

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y en el que la música es, cada vez, una respuesta en toda regla. Atención a la manera en que resuel-ve con bonachona comicidad la canción del joven Buchanan, que va a ser padre; por el contrario, la nostalgia, el desengaño de Mrs. Maurrant, que se convierte en una auténtica aria; o el sexto del helado (el ice cream sextet), propio de una ópera bufa pasada por Catfish Row, el barrio de Porgy; en contraste con la canción de ese personaje ultra y antipática, auténtica White trash (esos que creen haber ganado las elecciones americanas), un aria también, solo que para definir un personaje nega-tivo. Pero estas canciones no son en solitario, a me-nudo son interrumpidas o comentadas por otros vecinos de esa calle que protagoniza la trama. Y esto es solo el principio, animo a todos ustedes a que vayan descubriendo qué estilo, qué género, qué solución musical le da Weill a cada conjunto o a cada canto individual con toques de conjunto, como el ya citado blues de Sam o como el dúo de lascivo cortejo dos descarados y también despiada-dos jóvenes, Dick y Mae, en su dúo de canto y baile con mucho swing, muy de Broadway, “Moon-faced, Starry-eyed”, toda una prueba para una pareja que ha actuar, cantar y bailar.

Así, pues, algo de Puccini, bastante de Ger-shwin (que ya llevaba sus gramos de Puccini den-tro), la intuición de la música de Broadway -para mejorarla, sin siquiera pretenderlo: él era así- de ese inmenso músico, más la inspiración de aque-llos dos literatos, con los que se entendía mejor que con el engreído Brecht, dieron ese auténtico logro que es Street Scene que, como hemos visto, no era su primera incursión en el teatro musical americano. Pero tanto la influencia de uno como

de otro, más la sabiduría teatral de Weill, condu-cían a una curiosa síntesis lírico-dramática que no podemos llamar más que realismo. Y esa música realista lo es por la obra original de Rice, a la que se debe y a la que respeta al máximo. El que no fuera muy bien recibida por la crítica es toda una lección de la que no es preciso dar detalles. Pero no olvidemos que el propio Leonard Bernstein ad-mitía de buen grado que Weill le influenció mu-cho con sus obras alemanas y americanas. West Side Story, que también plantea escenas de calle, tiene mucho que ver con Street Scene. La heren-cia de Porgy planea en ambos casos, pero las cosas han cambiado mucho en 1946 y en 1957, años de ambos estrenos. Y no digamos desde entonces.

En fin, Broadway no volvió a Street Scene, y fueron los teatros de ópera quienes se encarga-ron de ella con el tiempo. Cada vez más.

Una nota final que no tiene que ver con Weill, pero sí con Street Scene, la obra de Rice. Me refiero a la música de su adaptación para el cine, recién inventado el cine sonoro. La película es de King Vidor, que dos años antes hizo uno de los pri-meros auténticos musicales made in USA, Aleluya. La música de Alfred Newman para el arranque es deliberadamente muy Gershwin, “muy Rhapsody in blue” (y se utilizó para otras películas). Y tal vez la música para el cine hubiera podido ir por ese camino. Pero ahí estaba ya Max Steiner, y llegaría muy pronto E. W. Korngold. Ambos -el eficaz ar-tesano y el auténtico artista- impusieron el modelo posromántico de raíz europea que iba a estar vi-gente en las pantallas, aunque no sin propuestas alternativas, durante muchos años.