“ANDANADA CONTRA LA FAMILIA PATRIARCAL” · Andanada, en términos navales, es una descarga...

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1 ANDANADA CONTRA LA FAMILIA PATRIARCAL Alberto Escudero ÍNDICE 1. Introducción 1.1 Preámbulo 3 1.2 ¿Acabar con la familia? 8 1.3 De los nombres del libro 10 1.4 Obviedades metodológicas 11 1.5 Plan de la obra 14 1.6 Definiciones 15 2. Antropología 2.1 Primates, homínidos y homos 19 2.2 Probable origen de la familia 23 2.3 Veinticinco millones de años encenagados en la Jerarquía 24 2.4 La guerra como origen del patriarcado 26 2.5 Patriarcal/matriarcal 31 2.6 Una cultura de perdedores 35 2.7 Mujeres para intercambio y regalo 36

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ANDANADA CONTRA LA FAMILIA PATRIARCAL

Alberto Escudero

ÍNDICE

1. Introducción 1.1 Preámbulo 3 1.2 ¿Acabar con la familia? 8 1.3 De los nombres del libro 10 1.4 Obviedades metodológicas 11 1.5 Plan de la obra 14 1.6 Definiciones 15 2. Antropología 2.1 Primates, homínidos y homos 19 2.2 Probable origen de la familia 23 2.3 Veinticinco millones de años encenagados en la

Jerarquía 24

2.4 La guerra como origen del patriarcado 26 2.5 Patriarcal/matriarcal 31 2.6 Una cultura de perdedores 35 2.7 Mujeres para intercambio y regalo 36

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2.8 Un paseo por la Biblia, para acabar en Freud 39 2.9 Retrodarwinismo 41 2.10 Neotardodarwinismo 43 3. Relato 3.1 Sobre el relato 45 3.2 Relato de la familia 48 3.3 Metarrelatos de la familia 48 3.4 Autorrelato de consolación 50 3.5 Autorrelato de la autoafirmación del patriarca 51 3.6 La inoculación de la autoestima 53 4. Historia 4.1 Previo 56 4.2 Parentesco y familia 57 4.3 Mesopotamia y Egipto, con un paréntesis feminista 60 4.4 Grecia 65 4.5 Roma 67 4.6 Interludio, con Foucault y Marcuse 71 4.7 Retrohistoria 72 4.8 China 73 4.9 Sólo el primer llanto 75 4.10 China moderna 76 4.11 Japón 79 4.12 La India 82 4.13 África y el Islam 84 4.14 Edad Media. La Iglesia y el matrimonio 87 4.15 Del Renacimiento a la Revolución francesa 92 4.16 La Revolución industrial 95 4.17 El siglo XX 98 4.18 Varias tesis y desmentidos 101 4.19 Un corto resumen y una breve conclusión 103 5. Sociedad 5.1 Todos contra todos 105 5.2 Derecha/izquierda 107 5.3 La cláusula de conciencia del juez 108 5.4 Entrevista con el juez 110 5.5 Fragmento de una obra griega 114 5.6 Entremés. “El padre que no tenía más que eso” 116 5.7 Ser padres confiere una respetabilidad indudable 117 5.8 Razones para tener o no tener un hijo 119 5.9 Relato del capellán y el barquero 124 5.10 El aprendizaje de la verdadera libertad y la auténtica rebelión

128

5.11 Un día en Viena 131 5.12 Familización 132 5.13 Inmadurez 136 5.14 Televisión 138

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5.15 Relato de un marciano 145 6. Sociología 6.1 ¿Familia según sociedad o al revés? 150 6.2 El miedo a la soledad 152 6.3 El aprendizaje de la soledad 154 6.4 La pareja 156 6.5 El constructo familia 158 6.6 Más sobre familia y sociedad 160 6.7 La trivialidad apasionada 162 6.8 El culebrón, el perdón y los pueblos mediterráneos 165 6.9 La bronca 166 6.10 Contra la madre 167 6.11 Narcisedipo 171 6.12 Adolescentes: formez vous bataillons 172 6.13 Muchacho al borde del barranco 177 6.14 El odio 179 6.15 El afecto 182 6.16 Madonna col bambino 189 6.17 El padre inoculado 190 6.18 México: el hiperafecto “machistizante” 192 6.19 Derecho familiar 194 6.20 Nanas de entonces 196 7. Economía 7.1 Familia y macroeconomía 198 7.2 De la beneficiosa influencia que sobre la Economía... 202 7.3 La infancia como inversión 204 8. Crisis de la familia 8.1 El infalible remedio contra el tedio, ¿acabará también con la familia?

206

8.2 El estado de fiesta permanente 208 8.3 Autoridad 213 8.4 Los límites movedizos 219 8.5 Un ejercicio recomendable 222 8.6 ¿Crisis de la familia? 223 8.7 Dos maneras (clásicas) de ver la crisis 227 8.8 La estrella menguante del padre 230 8.9 Declive de la familia patriarcal 233 9. Posibilidades de cambio 9.1 Sobre la voluntariedad de los actos 238 9.2 Ilusión y autoengaño 242 9.3 La realidad 245 9.4 La eternización 248 9.5 Posibilidades de cambio 250 10. Por un mundo mejor

4

10.1 Manifiesto año cero 254 10.2 Las tres instancias 257 10.3 ¿A la revuelta? 259 11. Final 11.1 En bicicleta por La Almudena 264 Bibliografía 267

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1. INTRODUCCIÓN

1.1 Preámbulo

Andanada, en términos navales, es una descarga simultánea de las piezas

de artillería de un costado del buque. La palabra tiene resonancias de

novelas de piratas dieciochescos; los cañones apuntarían a la línea de

flotación, si se tratara de hundir la nave enemiga, o a desarbolar (no hace

falta: bastante desarbolada está ya la familia patriarcal), si se quisiera

detenerla para pasar al abordaje, o también, y este sería el caso, tirarían a

no dar y sólo a asustar, para que la nave cambiara su rumbo. Los que

están embarcados en ella tendrían, pues, que virar y navegar en otra

dirección, pese a la evidencia de que tan vetusta nave no está ya para

muchas maniobras.

Enseguida se verá que no es nuestro propósito tirar a hundir: en

la nave de la familia estamos todos, y mientras no se bote otra, es en la

que hemos de navegar. Por otra parte, la nave tiene un grueso blindaje:

lo ha demostrado en mil batallas, aunque haya tenido que sufrir muchas

modificaciones para seguir ostentando su primacía en todos los lugares

del mundo habitado.

La pregunta es inmediata: ¿Es que tienen (de dónde la habrán

sacado) una nave tan rápida y bien artillada como para pretender

intimidar a la Flota de la Historia?.

Vista desde cierto ángulo se diría que más bien se trata de la

Flota de la Historia Universal de la Infelicidad, en la que la Nave de la

Familia es, a todas luces, el Buque Insignia. El nuestro no es más que un

buque fantasma, salido de las brumas de una idea de felicidad que no es

desde luego la que, en todos los mares conocidos, impone la Flota.

Tiramos la andanada y nos volvemos a las brumas, esperando que algún

día se disipen, cuando se extienda el convencimiento de que se puede

aspirar a una felicidad bien distinta de la que nos infligen; ese día será el

del venturoso inicio del desguace de tan temibles naves.

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Naves, cañones y fantasmas. Se ve ya que esto es un libro de

literatura, pleonásmica obviedad: todos lo son; la confusión de no pocos

lectores les ha llevado a tomar el todo y disponerlo en partes que son

montoncitos: narrativa, poesía, teatro, ensayo, y a este último lo han

dejado fuera de la literatura, género que a su vez ha degenerado en

crónica de costumbres. Regeneremos el género con la preciosa aporta-

ción del ensayo, cumbre de la ficción, porque gracias a la perfecta

imbricación de verosimilitud y veracidad que en él se consigue, apenas

se distingue la una de la otra. De paso colmaremos el afán de la mayoría,

que trata de vivir su realidad como si se tratara de una ficción; es la

mejor aportación del subgénero panfletario: ilusión de que es posible

transformar la inane realidad, para dotarla de las emociones que sólo se

dan en los bellos mundos posibles y por tanto fictivos, que no ficticios.

¿Imaginan un mundo sin familias? La luz de la fe en el adveni-

miento de la libertad embellece muchos rostros, el miedo a la soledad

contrae no pocos ceños: descripción de estos gestos y sus causas: ya

estamos en la literatura.

Comenzaremos diciendo lo que no pretende el libro.

No pretende la abolición de la familia, ni la disolución de las ya

en curso, ni obstaculizar las que están en vísperas de formarse o a punto

de apalabrarse. En absoluto. Tampoco intenta demostrar la maldad

insoslayable de tan importante institución, ni de responsabilizarla de los

crímenes que asolan el mundo, la infelicidad cotidiana o el vacío

existencial.

Se trata más que nada de una reflexión, como aquélla del abate

Callazzaro (1590), autor del opúsculo "¿Mejoraría el mundo sin la idea

de Dios?" ¿Mejoraría el mundo si la institución de la familia cayera en

desuso?

Responderemos con otra pregunta: ¿qué tipo de institución

familiar? Porque si lo que desapareciese fuera la familia que vemos a

cada momento, la familia realmente existente, no cabe duda de que el

mundo mejoraría de manera sustancial.

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Tuvimos dudas a la hora de elegir el género en el que encauzar el

libro. Optamos al final por una mezcla de panfleto, piadosa admonición

y libelo; un poco de cada, y muy lejos del tratado de sociología, que los

hay excelentes sobre el tema, o de un pretencioso intento de pergeñar

teoría verdadera o ciencia. A estos efectos traemos a Popper a colación

(y lo citaremos más in extenso en 9.5)

"La gran aportación de Popper a la epistemología consistió en

demostrar que no hay teorías verdaderas y que las ciencias no

demuestran nada; la demostración sólo es posible en la lógica y las

matemáticas, pero no en las ciencias físico naturales; en ellas se

construyen teorías que no son verdaderas ni falsas, sino solamente

válidas mientras no resulten refutadas por un experimento crucial; en la

historia no puede haber teorías, es decir, leyes válidas, porque, al no

poder formularse experimentos cruciales que puedan falsar las teorías,

no se puede establecer una distinción clara entre ciencia y metafísica; los

historicistas creen hallar leyes −dicen− pero lo que formulan en realidad

son pseudo-leyes, pues llegan a ellas utilizando procedimientos lógicos

incorrectos, como el esencialismo, es decir, la pretensión de que

conocemos el ser de las cosas" (Roldán, 1997).

El panfleto está exento de la pretensión antedicha; no trata de

descubrir nada y maneja además temas comúnmente conocidos, que no

se han valorado lo suficiente, o que se intenta olvidar, porque de tenerlos

en cuenta tendría uno que implicarse en acciones de incierto resultado; el

panfleto es por tanto una llamada a la acción, generalmente regenera-

cionista, entendiendo como tal el logro de cambios ventajosos para la

mayoría.

La llamada panfletaria a la acción se dirige a diversas instancias

del individuo: cuando apela tan sólo a su carga mítica y consigue

sintonizar con ella, se pueden producir actos de barbarie, i.e. la quema de

paganos, o la quema de iglesias; cuando el panfleto incide, como

esperamos sea el caso, sobre la envolvente racional (apenas una pátina)

del individuo, éste lo examina y compara con lo que ya se venía

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maliciando, y toma decisiones en las que el mito nunca queda fuera, si

bien en una proporción razonable. Cuesta por tanto pensar que este

panfleto coadyuve significativamente al crepúsculo de la familia, que

esperemos que no acaezca por destrucción revanchista a manos de sus

innumerables víctimas, ni por una prohibición decretada por gobiernos

populares u oligárquicos. No: quiera Dios que sea por mayoritario

convencimiento de que es una institución patogénica y causante de la

mayor parte de la infelicidad universal.

[Contradicción palmaria, dirá a estas alturas más de uno:

comienza diciendo que no se pretende la abolición de la familia y ya se

está postulando su inmediato final. Oh, depongan por favor el detector

de contradicciones, si desean avanzar en este libro con algún provecho, o

déjenlo y vayan con su familia, que los estará ya echando en falta]

Habrá también quien arguya que a él la familia sólo le ha

producido felicidad y goce y que no concibe una desgracia mayor que la

pérdida de tal institución. En la historia no ha escaseado nunca gente así,

como los que trabajaban de sol a sol para remediar la insaciabilidad del

Príncipe o de la no menos insaciable Iglesia y llegaban a ser carne de

guerras dinásticas o de religión; abolidas ya casi del todo estas lacras

sociales cuesta ahora pensar cómo se pudo estar obcecado tantos siglos;

así acabará pasando con la familia, esperamos.

Convendría de todos modos que los afortunados miembros de

familias felices, se preguntaran: ¿Tal felicidad proviene del hecho de

formar parte de una familia, o es porque son ricos, o blancos, o con

estudios? ¿O será que, por imperativos del intercambio desigual, para

que haya familias felices ha de haber una ingente cantidad de familias

desgraciadas?

El panfleto es un género literario con la frente bien alta, otros

géneros literarios como la epistemología popperiana o la antropología

(por no hablar de las Escrituras) llevan su literariedad vergonzantemente

oculta, y negándola cada rato.

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La índole panfletaria de este libro ahorra enorme trabajo a su

autor y no poco al lector. Por ejemplo: habrá muy pocas cifras.

Imagínense un panfletario del 1789, incitando de esta guisa a la toma de

la Bastilla: "Ciudadanos: el ochenta y siete coma seis por ciento de la

riqueza de Francia está en manos del tres coma uno por ciento de sus

habitantes...”

Citamos finalmente una componente trágica del panfleto que lo

inscribe en la primera línea de los discursos narrativos: intenta demoler

las certidumbres tras las que el lector se parapeta y agazapa muerto de

miedo: el miedo a la soledad que le inculcaron en la familia.

1.2 ¿Acabar con la familia?

En el segundo párrafo del preámbulo ya advertíamos de que no es

nuestro propósito tirar a hundir el barco de la familia patriarcal. En él

navegamos todos, aunque a muchos la travesía se les esté haciendo

insoportable.

Sabemos que la familia no es sólo una mera asociación

humana para organizar la vida económica o afectiva de sus miembros.

La sociedad está vertebrada en familias; nadie escapa a esta

obligatoria institución, salvo los niños paridos en la calle y criados en

hospicios. En el seno de la familia discurre buena parte de nuestra

“socialización”, período en el que desarrollamos nuestras poten-

cialidades (¿innatas?) de odio y a maltrato al otro (los hermanos), a

desconfiar del amor “desinteresado” que nos dan y a desear en vano

que se ocupen de nosotros constantemente; se aprende también la

sumisión y el miedo a la soledad.

Pero se aprende asimismo que a veces se recibe amor sin que

el que lo da pida nada a cambio, y hasta hay quien aprende, aunque no

se apuntara voluntario a esta enseñanza, los benéficos e impres-

cindibles efectos de la soledad. Además, en la familia se teje la única

red de solidaridad (valor matricial del que provienen todos los demás)

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que permite capear los malos tiempos, en cuanto el Estado-

Providencia sólo funciona en los países ricos, donde menos falta hace.

Los personajes del relato familia se toman, en la gran mayoría

de las civilizaciones, como referencia fundacional de sus valores

morales. Hermano, se le dice al que queremos que sea igual a

nosotros, o al que se le pide que nos acepte como igual suyo o que nos

ayude a remediar nuestro infortunio. Hijo es expresión que entraña

protección y ayuda desinteresada. Abuelo se le dice a los ancianos,

como agradecido reconocimiento a su esfuerzo por haber sacado

adelante a dos generaciones. No hay virtud que no haya nacido,

nominalmente, de la familia, pero no hay vicio que no pueda

aprenderse en ella, y lo que es peor: algunos sólo se pueden aprender

allí.

A lo largo de este libro compararemos muchas veces la familia

existente con lo que los acérrimos defensores de esta institución dicen

que es; echaremos una ojeada a sus bienintencionadas bases de diseño

y veremos cómo ha sido y es su realidad histórica y actual. Hay una

homología con otra institución secular: la de la iglesia cristiana.

Compárese si no al personaje Jesús (quizás el mayor revolucionario

social y sin armas que ha habido en la historia) con la trayectoria de la

iglesia que montaron sus discípulos: las cruzadas, la Inquisición, la

solicitación y la simonía. No hay precepto de la Iglesia que sus

miembros no se hayan saltado mil veces... Pero en Occidente no ha

habido movimiento emancipador que no haya partido del humanismo

cristiano, incluyendo (a juicio de Carl Schmitt) el marxismo.

La mayoría de la gente no concibe cómo tener hijos, hacer la

comida o preparar la cama para dormir, si no es en el seno de una

familia, de la que a menudo execran. Si un avieso dictador,

desquiciado quizás por su penosa infancia, prohibiese la formación de

familias, es seguro que la desvertebración social acabaría con el país.

El poder económico y mediático de Occidente le permite

exportar al resto del mundo los mitos (que no los valores) y las crisis;

por eso, y a pesar de que la consideremos una institución detestable,

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cuando observamos la decadencia de la familia patriarcal en

Occidente no podemos sino sentir un escalofrío, provocado quizás por

el presentimiento de que el tremendo viento de la historia haya

encontrado su punto final y retorne dispuesto a sembrar la desolación.

1.3 De los nombres del libro

Muchos títulos tuvo este libro, descartados por una u otra causa.

El que más tiempo duró plagiaba al historiador de la Iglesia Karlheinz

Deschner, cuya magna obra se titula "Historia criminal del cristianismo".

En nuestro caso, "Historia criminal de la familia" resultaba desde luego

un exceso, en cuanto que la institución familiar es patogénica, y sólo en

menor medida criminógena.

"Familia nuclear, no: gracias", nos pareció un oportunismo.

"Aproximación a la sociopatología de la familia"

"Familia: la promesa de felicidad que nadie cree ni desmiente"

"Orígenes de la frustración universal"

"Antropología de la desgracia"

"Familia: mito incontrovertible, realidad lacerante"

"Atrapados sin remisión en la familia"

"¿Familia? Sal corriendo, chaval, sin volver la cabeza"

"Los cerdos no tienen edipo, ni las gallinas celos, ni los pavos

van a comer a casa de su madre los domingos", vendría bien para la

edición en USA; o también:

“La familia. De cómo los individuos frustrados son piedras en el

engranaje social”

“Acabemos con la familia; ya veremos luego qué inventamos”

"Si lo único que tienes es la familia, no eres pobre, no: eres un

miserable".

"Panfleto contra la familia", era dramático en exceso, aunque el

texto sea sin duda panfletario. Pero es más cosas, esperamos.

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"Andanada contra la familia", fue el finalmente elegido; el que la

gente no lea ya historias de piratas (ni de nada), nos obligó, en el

preámbulo, a extendernos sobre la diferencia entre tirar a asustar, a

desarbolar o a hundir.

1.4 Obviedades metodológicas

Un criterio sociológico muy elemental y que poca gente cuestiona, o que

ni siquiera se plantea, es el de que la microestructura social presenta una

clara relación de homología con su macroestructura. Siendo la familia

esta microestructura y dándose en ella todas las pautas de autoritarismo,

creación de individuos irresponsables y guerra de todos contra todos,

¿cómo puede aspirarse a una sociedad democrática, solidaria, responsa-

ble y pacífica?

La sociedad no organiza a las familias, en cuanto que éstas no

nacen mediante gemaciones de aquélla; es más probable lo contrario,

que la sociedad sea un agregado de familias, que a su vez se reproducen

por mitosis, nunca mejor dicho.

La homología se extiende al Estado-paternalista (en realidad es

un Estado-madre), gobernante-padre, ciudadanos-hijos, patria-hogar, etc.

Visto así, se intenta enseguida echar una mirada "secuencial" de si

primero el huevo o la gallina.

En este libro, y en muchos otros, se pretende algo más que esta

secuencialidad, a la que el hombre es proclive desde que la especie se

bajara del árbol y dejara de ver las cosas con amplia perspectiva. Se

perfeccionó por esa época (millón de años más o menos) la

comunicación lineal del habla, mediante la cual el emisor profiere una

fila de significantes, en la confianza de que el receptor la decodificará

en el mismo orden. Pero la continua práctica de la linealidad

"fonocentrista" del pensamiento (Derrida), no ha supuesto la atrofia de la

capacidad de procesar simultáneamente diversos estímulos.

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Un libro está condicionado a su secuencialidad y no podrá ser

nunca un hipertexto, por más que se empeñe Landow (1995), y sería una

falsificación el reelaborarlo para presentarlo en pantallas interactivas de

un ordenador. Landow pretende: "...Abandonar los sistemas

conceptuales basados en nociones como centro, margen, jerarquía y

linealidad, y sustituirlos por otros de multilinealidad, nodos, nexos y

redes..." Esto va contra el concepto de libro, aunque podría ser el soporte

perfecto para un panfleto; imagínense la soflama ante la Bastilla, 1789,

presentada en una multipantalla gigante, mostrando la miseria y muerte

de los pobres y las cacerías y fiestas de los ricos: tras la Bastilla se

habrían dirigido a Versalles, malgré La Fayette.

Pero un libro puede articularse además en fragmentos de cierta

diversidad, la que le confieren las distintas formas de la tradición

literaria: relato, ensayo, poema, teatro, etcétera, tal que la disposición de

sus páginas alivie en algo la ineludible pesantez dramática del contenido

(en este caso, el de un panfleto que pretende avivar la idea de que las

cosas se están haciendo mal, que hay que ponerse manos a la obra si se

quieren cambiar y que en los cambios siempre hay palos), sin por ello

perder rigor enunciativo. Será un poco a la manera del "texto esparcido"

de Barthes (1970): una serie de fragmentos contiguos que él llamaba

"lexias".

Y en cuanto se habla de exposición en fragmentos se está

haciendo referencia a la televisión (i. e. González Requena, 1988). Tene-

mos, desde hace algún tiempo, la capacidad de analizar una rápida

sucesión de fragmentos, sin que la disposición de éstos nos suman en un

estado de perplejidad proclive a la manipulación. Sobre todo porque el

soporte en este caso es un libro, no una emisión; el ritmo de lectura es

independiente de la voluntad del emisor, y lo a-icónico del medio

gutembérgico facilita la reflexión como ningún otro.

El estilo aforístico de nuestra propuesta confiamos en que

tampoco cause mayor problema. Dice Habermas (1968), a propósito de

la filosofía de Nietzsche: “...La hipótesis de que sea factible interpretar

los aforismos en su conjunto como un sistema, fue siempre cuestionable.

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El fragmento es, y no casualmente, la forma literaria de un pensamiento

que busca sustraerse a la coerción del sistema."

Fragmentar la realidad contribuye sin duda a su trivialización,

porque la componente dramática del discurso no termina de pasar por las

cuatro fases que enunciara Escalígero; en el caso de los spots televisivos,

la estrategia del publicitario es dejar un sólo hueco por donde el

espectador se introduzca y pliegue a la única interpretación sugerida

(Pardo, 1989, "El spotismo ilustrado"). Los fragmentos o lexias que

proponemos en este texto esparcido, confiamos en que operen de manera

muy distinta: que al lector le sea muy difícil suscribir una única

interpretación y, como hemos dicho al final de 1.1, demoler sus

certidumbres.

Menudearán las referencias a diversos autores: ¿un libro hecho

de recortes de libros? Todos lo son un poco. Ya advertimos de que no

somos especialistas en el asunto que nos trae entre manos; el presente

texto no obedece a un planteamiento y consiguiente investigación, sino a

reflexiones suscitadas en los avatares de la cotidianeidad, o durante la

lectura de libros, en general no relacionados con la familia. Otros sí

guardan relación, como se ve en la bibliografía anexa, y son apenas un

puñado, no muchos más de los que cualquier persona medianamente

consciente debería leer sobre tema tan importante para su vida como lo

es el de la familia, que se tiene tan delante de los ojos que no consigue

verse.

Las constantes citas de libros no pretenden, recabar una

“autoridad” que refuerce nuestra argumentación, sino reforzar la

llamada de atención sobre la cuestión expuesta, que es en definitiva el

propósito general de las obras que esta obrita remeda: “¿Se ha parado

usted a pensar en que...?”

Se ameniza el fárrago de citas con no pocas incursiones en el

esperpento, que tratamos de justificar alegando que el contenido y su

expresión formal guardan una estrecha relación, como no en vano se

esforzaron en demostrar los estructuralistas durante años, de ahí que

cualquier digresión sobre la familia termine invocando a Valle Inclán.

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Y no nos olvidemos de la edificación, “efecto de infundir en

una persona sentimientos de virtud, piedad, etc”, dice el DRAE; con lo

que ya tendríamos una primera definición del libro para etiquetas

apresuradas: “esperpento panfletario para entretenimiento y edifi-

cación”.

1.5 Plan de la obra

El libro fluctúa entre lo ensayístico y lo literario, y ambas tendencias se

arropan la una a la otra, tal que la literatura ameniza el ensayo, y éste a

su vez le da alguna verosimilitud (y no poca respetabilidad) a su

compañera. Y aunque al principio cueste creerlo, hay un plan.

Se comienza revisando algunos aspectos antropológicos de la

familia y, tras un interregno fundamental, “Sobre el relato”, se acomete

un resumen de la historia de la institución. En el siguiente capítulo,

“Sociedad”, tal como su nombre sugiere, se agrupan los apartados más

esperpénticos de la obra. En los capítulos “Sociología” y “Economía” se

retorna a la seriedad ensayística, a duras penas, porque a esas alturas el

libro ya se ha disparado, y las tendencias panfletarias brotan al menor

descuido. “Crisis de la familia” y “Posibilidades de cambio” son

capítulos sombríos, y su pesimismo nos tememos que no sea

inmotivado, aunque haya luego un atisbo de esperanza, que ilumina el

capítulo final “Por un mundo mejor”, donde el tono pedante de la obra

se agrava con propuestas ideológicas en las que muchos creerán percibir

un claro toque de formol: que tengan cuidado, que pudiera ser que el

tufillo les viniera desde dentro.

Este ambiente necrofílico impregna la coda con que termina la

obra, en la que el autor aparece y hace una última reflexión, en bicicleta,

máquina discursiva que no conocieron los maestros pensadores

paseantes griegos ni alemanes, hasta Heidegger, y se nota, se nota que

sus obras quedan algo cortas de impulso.

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1.6 Definiciones

Llamamos familia al “campo institucional relacionado con la crianza y

socialización de los hijos” (Flaquer, 1999)

Familia ampliada (pre-nuclear). Puede ser extensa (multigeneracional)

o troncal, (ver más abajo). Se distingue de las formaciones posteriores en

que constituye una unidad económica casi cerrada, en cuanto a

producción-consumo de bienes.

Familia comunitaria. Todos los hijos, al casarse, pueden llevar a sus

familias a la casa paterna. Escasa incidencia en Europa, aunque es la

forma predominante en el mundo.

Familia matriz (troncal). Uno de los hijos, tras contraer matrimonio,

sigue en la casa de sus padres, y hereda la mayor parte del patrimonio.

Los demás hijos pueden permanecer en la casa paterna mientras estén

solteros. Define un linaje; la fidelidad al pasado es un valor que fija el

sistema ideológico, y que determina el nacionalismo etnocéntrico

(Sarabia, 1997)

Familia restringida, llamada también nuclear o conyugal.

Familia nuclear absoluta. Los hijos se independizan e instalan en su

propio hogar. El reparto de la herencia no es equitativo.

Familia nuclear igualitaria. Como la anterior, pero la herencia se

reparte igualitariamente.

Familia nuclear fusional: (Flaquer) “Entroniza el amor romántico

como vía preferente de formación de la pareja y de acceso al

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matrimonio, y aborrece la intrusión de los padres en los asuntos tocantes

a la elección de cónyuge”. Por otra parte, reduce la convivencia entre

padres e hijos a la etapa en que éstos son todavía inmaduros o bien están

en proceso de inserción social.

Familia-refugio. La peor familia patriarcal que puede darse; de ella

salen los más acérrimos defensores de la familia, que entienden como

desgracia ineludible. El patriarca chantajea a todas horas, con la llave de

la puerta en la mano; la sumisión y el odio aniquilan poco a poco la

capacidad de independizarse; todos vivirán frustrados para siempre,

hasta los pocos que logren escapar. Cualquier proyecto de mejora de la

sociedad se quedará sobre el papel, si no consigue la erradicación de las

condiciones que hacen factible semejante clase de familia.

Todas las anteriores son distintas modalidades de familia patriarcal,

que se irá definiendo a lo largo del libro, pero que simplificamos:

aquélla en la que el padre ostenta la propiedad de los bienes y la

capacidad de decisión sobre la vida de cónyuge(s) e hijos. Aparece con

la agricultura sedentaria, como ilustran numerosos antropólogos. Para

permitir la subsistencia y defensa de esos asentamientos, lo más

conveniente fue que las mujeres incrementaran los embarazos, con lo

que fueron retrocediendo en el protagonismo productivo que tuvieron en

la etapa de recolección-caza y en la de agricultura itinerante. El linaje se

hizo patrilineal y la propiedad de la tierra la heredaban los hijos. En las

páginas siguientes se desarrollan estos asuntos.

Familia postpatriarcal. Los contrayentes conciben su unión como mero

contrato entre dos partes o simple asociación de individuos libres, por lo

que ambos cónyuges han de tener trabajo de manera continuada. Una

variante de esta familia sería la monoparental, en la que tras la

separación de cónyuges los hijos quedan, la mayoría de las veces, con la

madre; o también cuando ésta emprende sola la crianza de los hijos

(Flaquer).

18

En nuestra opinión, la nueva asociación de individuos

encaminada a la “crianza y socialización de los hijos”, no debería llevar

el nombre de familia, en cuanto en ésta había, y sigue habiendo, dos

elementos fundamentales:

1. La mujer no era “un individuo libre”, sino dependiente de su padre,

cuando era soltera, y de su marido, tras casarse.

2. Los hijos eran educados en la idea (a veces única) de que eran

propiedad de sus padres, a los que debían ciega obediencia de por

vida.

De modo que si la “familia” es ahora una asociación entre

personas libres, y no se trata de poseer a los hijos, sino de educarlos

para que aprendan a rechazar cualquier posesión, no entendemos por

qué mantener el antiguo nombre; de no ser que en estas nuevas

asociaciones se hayan cambiado los papeles pero se esté

representando la misma obra, por ejemplo: una situación

monoparental en la que la madre aplique los métodos “patriarcales” de

apropiación y sumisión de sus hijos; en este caso, nos tememos, (les)

estaría bien empleado el nombre de familia.

Más familias. Hay muchas: sólo anotamos aquéllas a las que

nos referiremos.

Familia débil. Propia del norte de Europa y U.S.A. Los padres educan y

ayudan a sus hijos a que se emancipen cuanto antes.

Familia fuerte. Emancipación tardía; los hijos no se van de casa de sus

padres hasta que no fundan una nueva familia. Propia del mediterráneo.

(Reher, 1997). En China y otros países de Asia el poder de los padres y

las condiciones de emancipación nos permitiría hablar de familia

fortísima.

Familia antipatriarcal (por llamarla de alguna manera, aunque el

19

nombre sea un claro oxímoron). Algún día la emancipación de la mujer

será tan incontrovertible que se aludirá a su opresión como desgracias

propias de tiempos bárbaros e infames, como cuando un rey mandaba

decapitar a un vasallo renuente al acatamiento absoluto. Se aludirá al

patriarca como figura de un pasado oscuro y vergonzoso, que no hay que

olvidar para no repetir, como pasa con la Inquisición o Auschwitz.

Algún día habrá hombres que no tengan que estar todo el santo día

obsesionados en demostrar(se) lo muy hombres que son; y no habrá

adultos dedicados a la insensatez de ser eternamente jóvenes, ni

compulsivos acumuladores de riquezas, ni nadie que huya despavorido

al cruzarse con la muerte. Estos hombres y mujeres amarán la vida y la

libertad, y querrán contribuir a ellas creando vida, teniendo hijos, y

educándolos para que sean libres, y por tanto independientes, sobre todo

de sus padres. Ante una familia como ésta, nada de andanadas, sino todo

lo contrario: salvas de homenaje, formados en cubierta marineros y

oficiales, con la gorra en la mano; el mar terso y sólo algunas nubes a

estribor (por la derecha).

20

2. Antropología

2.1 Primates, homínidos y homos

En la larga enumeración de lo que este libro no es (al final, por

eliminación, confiamos en que se sepa lo que el libro sí es), figura en

lugar destacado el ensayo de antropología, dado que los hay

excelentes.

En cuestiones de arqueología de la familia, los expertos se

descorazonan, por los pocos datos que encuentran tras fatigosas exca-

vaciones. Etnólogos y antropólogos se pasan largas temporadas en

lugares remotos, conviviendo con pueblos primitivos, hostigados por

insectos insaciables y amenazados luego en sus universidades por la

aviesa refutación de sus colegas. Nos da mala conciencia seleccionar

aquí, o descartar, teorías ajenas construidas con tanto esfuerzo, y

extrapolar sobre ellas las nuestras; de todos modos, en libros como

éste, de literatura, es una práctica muy frecuente.

Se forma el valle del Rif; hace doce millones de años. Se baja el

mono a tierra y se yergue impreciso sobre sus manos inferiores. En ese

momento el cerebro cambia de posición; las cosas parecen muy otras, e

inmediatamente se afirma en dos reafirmaciones que, pese a lo llovido,

siguen vigentes en los ambientes reaccionarios: “Así es como hay que

estar, con los pies bien asentados sobre la tierra”. A continuación mira a

sus excompañeros, que siguen encaramados: “No conviene andarse por

las ramas”.

Le cuesta, de todos modos, otros tres millones de años

moverse sobre dos pies de manera airosa. Diversas teorías sobre la

bipedación: empuñar herramientas, para facilitar el sustento, o armas,

para no servir de sustento a otros y, más adelante, para que otros

congéneres no tengan más remedio que facilitarnos el sustento. Otra

teoría: acaba una glaciación y mientras viene otra, se pierde pelo,

tanto que las crías no tienen donde aferrarse, y las hembras necesitan

21

utilizar las manos para llevarlos de aquí para allá. Otra más: escasean

los árboles, hay que buscarse el alimento en la sabana y hay que mirar

por encima de la hierba, por si el depredador. Y otra más, de Lovejoy

(1981): se trata de acarrear objetos con las extremidades superiores. El

éxito evolutivo depende de la producción de prole superviviente, y la

bipedación permitió un notable despegue reproductivo de la especie,

gracias a que el macho recolectaba y transportaba alimento para las

hembras. Lovejoy se extendió luego al respecto en especulaciones que

han sido muy discutidas, como que el macho acarreador bípedo se

tomaba el trabajo sólo porque se trataba de sus hijos: proto-parentesco

en la paleo-monogamia.

El mono macho recién convertido en peatón es de mayor

tamaño que la hembra; tal dimorfismo sexual ocurre en los primates

terrestres, (muy probablemente por la especialización defensiva del

macho, Gough, 1973), pero no en los arborícolas, que son iguales y la

hembra no admite imposiciones del macho. ¿Es este dimorfismo el

remoto origen del patriarcado? Tiene que ver también con la

modalidad de familia. “En todas las especies de primate que se han

estudiado, esta gran diferencia en el tamaño corporal de machos y

hembras, está relacionada con la poliginia, es decir, con la

competición entre los machos por el acceso a las hembras; el

dimorfismo no se observa en las especies monógamas” (Leakey,

1994).

El monito arborícola se busca el alimento a las pocas semanas, el

terrestre necesita años. De tanto erguirse y caminar con dos patas, las

caderas de las homínidas se modifican: se estrecha el canal pelviano y se

dificultan los partos. Comienzan a parir a los hijos antes de tiempo, para

que quepan por la cavidad pelviana. El tamaño de abertura de la pelvis

aumentó durante la evolución de los humanos, para acomodarse al

creciente tamaño de la cabeza-cerebro; pero hubo límites que esta

expansión no pudo superar, impuestos por la ingeniería de una

locomoción bípeda eficiente. El límite fue alcanzado cuando el volumen

22

del cerebro del recién nacido llegó a su valor actual: 385 centímetros

cúbicos.

Leakey: “Como todo biólogo sabe, los cerebros son órganos

metabólicamente caros. En los humanos modernos, por ejemplo, el

cerebro constituye un simple 2% del peso corporal, y aun así consume

el 20% del presupuesto de energía”. El antropólogo Robert Martin

(1983), ha señalado que esta expansión del tamaño cerebral sólo

podría haber tenido lugar mediante un mayor suministro de energía;

sólo añadiendo una proporción significativa de carne a su dieta podría

el Homo temprano haberse permitido construir un cerebro por encima

del tamaño de los australopitecinos.

Durante millones de años se dan en la evolución del Homo

varios factores interdependientes, que iteran en una línea bien

definida. El mayor tamaño del cerebro permite diseñar herramientas,

con las que consigue carroñear primero, cazar después; las proteínas

ayudan al desarrollo del cerebro: mejores herramientas, más carne,

más cerebro. Más tiempo está de pie: se acentúa el bipedismo:

problemas en la pelvis de las hembras: cada vez se paren niños más

pequeños, para que quepan, pero requieren más tiempo de

permanencia con los padres, con la madre, para ser exactos; el padre

hace otras cosas: división del trabajo.

La cultura humana está basada en el largo tiempo que el niño

ha de pasar próximo a sus padres, por la indefensión en la que nace.

Los bebés humanos vienen al mundo demasiado temprano, como

consecuencia de nuestro gran cerebro y las limitaciones de espacio de

la pelvis humana. “Un cálculo simple, basado en comparaciones con

otros primates, revela que la gestación del Homo sapiens, cuya

capacidad craneal adulta media es de 1.350 centímetros cúbicos,

debería ser de veintidós meses, y no los nueve meses que dura en

realidad. Por lo tanto los bebés humanos cuando nacen van atrasados

un año de crecimiento, de ahí su indefensión” (Leakey).

Es difícil no extraer conclusiones apresuradas. Los hijos nece-

sitan años para independizarse; las madres se sedentarizan; se divide

23

el trabajo: el macho holgazanea, al tiempo que desvaloriza el trabajo

de la hembra: su mayor tamaño le permite incautarse del alimento que

la hembra ha conseguido: se inaugura el oficio más antiguo: el

mantenido, antesala del rufián, que también es olvidado siempre a la

hora de enunciar la profesión más antigua.

El descubrimiento del fuego (hace, según versiones, entre 0,2 y

1,4 millones de años) ayuda poderosamente a la alimentación y a la

lucha contra el clima inclemente, lo que facilita la propagación de la

especie. Otra ayuda crucial, anterior al fuego, es el aumento de los

embarazos.

No se sabe tampoco en qué momento de la evolución involutiva

la hembra humana perdió el estro (entrar “en celo” en el momento de la

ovulación) para tenerlo siempre, aunque se cree que ocurrió hace menos

de cuatro millones de años, época en que se sitúa la separación entre los

hominoideos y el chimpancé (Masset, 1986). Perdió entonces la

facultad, tan difundida entre los mamíferos, de atraer a los machos sólo

en el momento oportuno para la reproducción: los atrae todo el rato,

incluso sigue siendo atractiva después de ser fecundada. “…A una

rivalidad permanentemente avivada entre los machos se añade entre

nosotros una rivalidad igualmente vigorosa entre las hembras. Cada una

se esfuerza en no ser menos atractiva que sus vecinas, y recurre de

buena gana a artificios destinados a reemplazar la imperiosa llamada

que era antaño el estro. Así, la cultura sucede a la naturaleza. En el siglo

XVII, por ejemplo, para ser juzgadas atractivas en función de los

cánones estéticos de la época, era habitual que las mujeres hiciesen

regímenes para engordar y recurriesen a diversos procedimientos para

evitar broncearse…”. “…Frente a la innovación biológica que supuso la

desaparición del estro, la respuesta biológica fue quizá la formación de

parejas monógamas. Tales uniones habrían podido disciplinar la

rivalidad entre sujetos del mismo sexo y, al mismo tiempo, poner al

servicio de la cría de los niños la división sexual del trabajo. No se

olvide que (todavía) en nuestros días, la monogamia es el tipo de unión

más común en las sociedades humanas”. El “todavía” es nuestro.

24

2.2 Probable origen de la familia

Para Stoddart (1990), la pérdida del estro es consecuencia de la

aparición de la monogamia, invirtiendo la hipótesis de Masset.

La hembra chimpancé en celo copula con varios machos; rara

vez forma pareja estable, y no hay cuidado paternal directo de las crías

(Goodall, 1986). Los orangutanes no están socializados; machos y

hembras se reúnen sólo durante la estación del apareamiento, y es la

hembra la que toma la iniciativa (Galdikas, 1981). Estos dos

testimonios suponen, en nuestra opinión, un estadio evolutivo muy

superior al observado en otros mamíferos, que se empecinan en

acaparar hembras y dejar frustrados a los demás machos.

El éxito evolutivo de los homínidos se debe principalmente a la

presencia de ambos padres durante el largo período de dependencia de la

prole, según Stoddart, quien afirma que al volverse “privado” el sexo,

las manifestaciones exteriores del estro, visuales y sobre todo olfativas,

se atenuaron, llegando a convertirse en desagradables, como lo son

actualmente para la mayoría de los humanos. Sólo el 3 % de los

mamíferos son monógamos, y los humanos “...Pueden ser los únicos que

muestran parejas monógamas, con la consiguiente familia nuclear, al

tiempo que viven dentro de grandes grupos gregarios (...) El gregarismo

de los antepasados del hombre fue adoptado debido a las ventajas

ecológicas relacionadas con las mejoras en la alimentación, y no por los

beneficios reproductivos”. Las mejoras en la alimentación se refieren a

la posibilidad de cazar grandes presas; hay otros mamíferos que lo

hacen, los lobos son un ejemplo.

La ventaja evolutiva que supuso el cuidado de la prole por

parte también del padre pudo ser el origen de la familia, pero fue la

caza lo que supuso el principio de la familia patriarcal; las dificultades

físicas de las hembras, constantemente preñadas, para dedicarse a tan

dura labor, acarrearon una división del trabajo y un dimorfismo sexual

25

que le darían al macho fuerza y agresividad para imponerse a la

hembra y ejercer el poder sobre éstas. Tan malhadados inicios se

dieron con independencia de que las primeras familias fueran

monogámicas o poligínicas, como se verá en lo que sigue, donde

también se da cuenta de las dos desgracias que reafirmaron la familia

patriarcal y dejaron la evolución en entredicho: la jerarquía y la

guerra.

2.3 Veinticinco millones de años encenagados en la jerarquía

Ya tenemos al flamante Homo sapiens, tras millones de años de

premiosa evolución, en los que se desempeñó como faber, habilis y

erectus, y antes como antropoide, hominoide, etc. Ha aprendido

bastantes cosas, se maneja en un lenguaje articulado y posee

pensamiento simbólico. Simboliza sobre todo, a juicio de Harris (1978),

la jerarquía y el territorio, como sus ancestros arborícolas.

Hace 100.000 años formaban hordas de 25 individuos,

cazadores-recolectores, que se agrupaban en núcleos de hasta 500

individuos, (Leakey, 1994), y habitaban hogares móviles. Rudimentos

ya de familia. La jerarquía del macho es importante para tener acceso

a las hembras, lo que da placer, transitorio, y es fundamental, sobre

todo, para que no tengan acceso los otros, que es lo que da

satisfacción imperecedera. El territorio asegura la alimentación; hay

que defenderlo, y la mejor defensa es atacar otros territorios. La

guerra, dice Harris, es lo que confiere al macho supremacía sobre la

hembra; tipos violentos y armados, acostumbrados a acabar con el

prójimo con pasmosa naturalidad. Por aquel entonces las hembras

llevaban ya mucho tiempo pariendo niños cabezones, que se les

atascaban en la pelvis y tenían que sacarlos del horno a medio hacer y

criarlos durante años, situación que les creaba notoria inferioridad

física frente al hombre, que no dudaba en explotarlas y maltratarlas.

26

Jerarquía del patriarca para hacerse con un patrimonio, que

viene de padre; jerarquía también para hacerse con un buen

matrimonio, que viene de madre. Hacerse con una madre, mejor

varias, y muchos hijos, y si el patriarca consigue que trabajen más de

lo que comen, está asegurado el incremento del patrimonio.

Gente así es la que “funda” la familia. Y en ésas seguimos.

Cualquier cotroso apartamento es el territorio donde el macho detenta

su jerarquía; ya no guerrea con los demás vecinos ni los invade

(aunque le vendría bien un poco de ejercicio ante la atrofia muscular

que causa la televisión), sino que vuelve toda su agresividad contra su

mujer e hijos. Jerarquía y sumisión son las dos instancias

fundamentales y omnipresentes en toda familia.

Carbonell y Sala (2002) advierten del error de considerar la

jerarquía y la propiedad como instancias culturales, cuando son

plenamente innatas, aunque en todas partes se las haya revestido de

normas jurídicas y sociales. “Ni entre los gorilas ni entre los

chimpancés, nuestros parientes evolutivos más cercanos, encontramos

un comportamiento diferente del humano respecto de la jerarquía y la

propiedad del territorio, lo que debe hacernos pensar que estas dos

formas de organización de las comunidades de homínidos son, de

hecho, el producto de la etología animal y que, por consiguiente, no se

trata de un comportamiento cultural propio de los humanos en sentido

estricto”. No todo el mundo tiene propiedad pero hasta el más

miserable de los padres está ufano de su jerarquía, que las leyes

(hechas por ellos) refrendan.

Más adelante señalan que la defensa de los sistemas

jerárquicos, las fronteras y las propiedades, empeño general de la

humanidad, “...Es una manifestación de comportamiento animal y,

desde la perspectiva de la moral humana, una perversión. Las

relaciones sociales y técnicas de las comunidades deben fomentar el

abandono paulatino de estos vestigios de animalidad, que inciden de

manera negativa en el comportamiento organizativo de nuestra

especie”. La moral, es bien sabido, intenta apartarnos de nuestras

27

tendencias animales, al menos de aquéllas que más dificultan la

convivencia; la moral, como las maneras en la mesa y demás

implantaciones culturales, es parte de lo adquirido, que en este caso se

opone a lo innato. En nuestra opinión, nunca podrá haber una sociedad

libre de la impronta animal de jerarquía y propiedad mientras éstas

sigan siendo las dos instancias constitutivas de la familia. Es preciso

reducir la jerarquía del padre hasta los límites “técnicos” de la crianza,

y obligarle a que dé cuentas a una instancia superior, que arriba puede

ser Dios, pero que aquí abajo ha de ser siempre la sociedad; es

necesario también inscribir el territorio-fortaleza familiar en el

territorio común de la sociedad; los muros de las casas, mientras haya

niños dentro, deberían ser transparentes, tal que los padres vean que la

sociedad les ve.

La jerarquía, como tantas otras lacras sociales (aquéllas que

detienen e impiden el proceso de humanización de la sociedad), se

lleva en los genes y se afianza en el seno de la familia; cuando el

individuo se “independiza” (las comillas son obvias: la dependencia le

dura justo hasta el día de su muerte) sabe de sobra que en la vida hay

que ser más, mucho más, que los otros; este impulso no lo adquiere en

la sociedad, aquí sólo lo perfecciona. Así nos va. La globalización, por

ejemplo, no es sólo una manera de que el capital obtenga el máximo

beneficio; se trata sobre todo de consolidar la jerarquía de los

consejeros, ejecutivos y cuadros de las multinacionales, o la de los

políticos de países subdesarrollados y supercorruptos, individuos que

suscitan la envidia de los pequeños jerarcas familiares, que les dicen a

sus hijos: “Ahí es donde tenéis que llegar, y vuestra madre y yo nos

sentiremos orgullosos”.

2.4 La guerra como origen del patriarcado

De las obras clásicas sobre la agresión, de Arendt, Fromm, Lorenz,

etc, aludiremos a la de este último (1969) en la cita que de él hace

Bartra (1987). La agresividad hacia otros animales es necesaria para la

28

conservación de la especie, pero cuando adquiere un carácter

intraespecífico, es decir, cuando se dirige hacia miembros de la propia

especie, se convierte en una amenaza para la supervivencia. En este

caso interviene la “ritualización” (término de Julián Huxley), para

evitar que la agresión aniquile la especie, inhibiendo por un momento

la agresividad. “Los combates entre vertebrados son un buen ejemplo

del comportamiento análogo de la moral humana. Toda la

organización de estos combates parece tener como fin establecer quién

es el más fuerte, sin estropear demasiado al más débil”. De ahí deduce

Lorenz los imperativos de la ley mosaica y otras muchas leyes, que

son “prohibiciones y no órdenes”, y de ahí desprende Bartra “la

trilogía característica de muchos mitos: prohibición, tentación, culpa”.

La ley mosaica: la ley del más fuerte, la ley del padre, que tanto costó

derrocar y sin embargo tanto se añora cuando se rechinan los dientes

ante decisiones democráticas. La trilogía que enuncia Bartra es la que

preside las relaciones familiares, cautivas, quizás para siempre, de sus

violentos orígenes.

En su investigación sobre las sociedades guerreras, Harris

(1974) habla del pueblo maring. Como la mayor parte de las

sociedades primitivas, practican la poliginia; las mujeres se casan en

cuanto pueden tener hijos, y un reducido grupo de hombres podría

tener embarazadas a todas las mujeres durante la vida reproductiva de

éstas. Cuando fallece un hombre maring en combate, hay muchos

hermanos y sobrinos dispuestos a incorporar a las viudas a su hogar.

Las mujeres son las que más trabajan en los huertos y en la cría de los

cerdos. Esto es cierto en todos los sistemas de subsistencia basados en

la agricultura de tala y quema que hay en el mundo. Los hombres

contribuyen a las tareas hortícolas quemando el manto del bosque,

pero las mujeres están perfectamente capacitadas para realizar por sí

solas este duro trabajo. “En la mayoría de las sociedades primitivas,

siempre que hay que transportar cargas pesadas –leña o cesta de

ñames- se considera a las mujeres, nunca a los hombres, ‘bestias de

carga’ adecuadas. Dada la aportación mínima de los varones maring a

29

la subsistencia, cuanto mayor es el porcentaje de mujeres en la

población, mayor es la eficiencia global de la producción alimentaria.

En lo que atañe a la comida, los hombres maring son como los cerdos:

consumen más de lo que producen. Las mujeres y los niños comerían

mejor si se dedicaran a criar cerdos en vez de hombres”. (La

referencia de Harris al cerdo, remite a un capítulo anterior de su libro,

en el que expone su teoría, muy divulgada, sobre el origen del tabú del

consumo de carne de cerdo).

¿Hubo alguna vez una economía de cazadores no recolectores?

Si ésta era además de caza mayor, el dimorfismo sexual favorecería

evolutivamente a aquellas sociedades cuyos varones eran más

robustos, y rápidos, para el manejo de las armas y el acarreo de las

piezas. Pero eso, si ocurrió, debió de ser muy en los albores de la

humanidad. La mayor fuerza del hombre sólo se empleó después para

pelear entre ellos con vistas al acceso sexual de las hembras y para

tener a éstas dominadas.

Lorenz habla de la agresividad como “un impulso natural”, que

acaba al servicio de la defensa del territorio. Ardrey (1967) señala el

paso de la agresión individual a la agresividad de grupo, encaminada a

la formación de partidas de cazadores, que fue el origen del desarrollo

de las armas, grupos de guerreros y organización general de la

sociedad. Tiger (1969), afirma que las partidas de cazadores habían de

ser exclusivamente de varones, porque la presencia de mujeres

acarrearía la de los hijos e imposibilitaría el acecho; “A partir de

entonces, la jefatura agresiva del varón determinó la ética de todas las

modalidades de organización social”.

Harris (1977) hace un elaborado estudio sobre la guerra, en el

que descalifica diversas teorías sobre su origen: la guerra como forma

de solidaridad, como juego, como aspecto de la naturaleza humana y

como arma política. Los pueblos primitivos emprenden la guerra

porque carecen de soluciones alternativas a ciertos problemas,

soluciones que implicarían menos sufrimiento y menos muertes

prematuras. El mayor problema es la presión demográfica, que se

30

produce cuando la población empieza a acercarse al punto de

deficiencias calóricas o proteínicas, o cuando empieza a crecer y

consumir a un ritmo que degrade la capacidad del medio ambiente

para mantener la vida. “Puesto que no quiero ser tildado de defensor

de la guerra, permítanme hacer la siguiente puntualización: afirmo que

la guerra es un estilo de vida ecológicamente adaptativo entre los

pueblos primitivos, no que las guerras modernas sean ecológicamente

adaptativas”. (Harris, 1974).

Hemos visto que en la sociedad maring, y en otras muchas de

las que estudia Harris, y quizás en todas las sociedades habidas y por

haber, las mujeres son autosuficientes excepto para engendrar hijos,

bastaría por tanto un pequeño número de hombres para que la especie

humana se perpetuara sin mayor inconveniente. Pero la guerra trastoca

toda posibilidad de matriarcado, como veremos.

Las mujeres están capacitadas para subyugar y pacificar a los

varones que ellas mismas han alimentado y socializado, tal que los

más agresivos serían marginados, e incluso podrían dificultar

socialmente su acceso a la procreación, por si esta agresividad fuera

genética. Pero cuando en la aldea vecina, debido a un desequilibrio

entre demografía y recursos, se preparan para la guerra, “las mujeres

no tienen otra opción que criar el mayor número posible de varones

feroces. La supremacía del varón crece con ‘realimentación positiva’;

cuanto más feroces son los varones, mayor es el número de guerras

emprendidas, y mayor es la necesidad de los mismos. Asimismo,

cuanto más feroces son los varones, mayor es su agresividad sexual,

mayor es la explotación de las hembras y mayor la incidencia de la

poliginia. A su vez, la poliginia disminuye el número de mujeres

casaderas, aumenta la frustración y violencia entre los varones

jóvenes, e incrementa la motivación para ir a la guerra. La

realimentación del proceso alcanza un clímax intolerable; se desprecia

y mata en la infancia a las mujeres, lo que obliga necesariamente a los

hombres a emprender la guerra para capturar esposas y poder crear así

un mayor número de hombres agresivos”.

31

El infanticidio de las niñas es típico en las sociedades

guerreras; si escasean los recursos y no se pueden alimentar niñas y

futuros guerreros, se prescinde de las primeras. Harris (1974 y 1977),

ha estudiado a fondo uno de los pueblos primitivos guerreros más

crueles que aún existen, los yanomamo, un grupo tribal de unos

10.000 amerindios, que habita en la frontera entre Brasil y Venezuela.

Al final de su estudio, al que pertenece la cita anterior, Harris dice:

“Mi argumento se opone aquí a mucha pseudociencia concebida según

la imagen de nuestros propios machistas tribales, tales como Freud,

Lorenz y Ardrey. Según ellos, los varones son naturalmente más

agresivos y feroces porque el papel del sexo masculino es

evidentemente agresivo. Pero el vínculo entre sexo y agresión es tan

artificial como el vínculo entre infanticidio y guerra. El sexo es fuente

de energía agresiva y comportamiento cruel sólo porque los sistemas

sociales machistas expropian las recompensas sexuales, las

distribuyen entre los varones agresivos y las niegan a los varones no

agresivos, pasivos”.

La mujer como don o mercancía de intercambio, que veremos

en 2.6, o como recompensa del guerrero, duró lo suficiente como para

impregnar la moral de todas las sociedades humanas, tal que desde

hace seis mil años, todos los pueblos que van ingresando en la historia

muestran una clara y rotunda supremacía del hombre sobre la mujer.

Seis mil años no parecen ser muchos para esta cuestión; muy pocas

son ahora las sociedades en las que esta supremacía se haya

extinguido. El patriarca goza hoy por hoy de excelente salud, sobre

todo porque sólo una minoría de ellos se la juega atacando a la aldea

vecina, ahora país, armado hasta los dientes; el patriarca es quien

impone las reglas, las fronteras, el reparto de bienes, las películas, la

moda y la mística de la feminidad.

Otra de las secuelas calamitosas de la guerra es, para Harris

(1977), el complejo de Edipo, sobre todo en su apartado del temor a la

castración. Arremete contra Freud: “No es extraño que la situación

edípica esté tan extendida. Todas las condiciones para crear temores

32

de castración y envidia del pene están presentes en el complejo de

supremacía masculina, que se materializa en el monopolio masculino

de las armas y la educación de los hombres para la valentía y los

papeles combativos, el infanticidio femenino y la educación de las

mujeres para que sean recompensas pasivas de la actuación

‘masculina’, el sesgo patrilineal, el predominio de la poliginia, los

deportes masculinos competitivos, los duros rituales de pubertad para

los varones, la impureza ritual de las menstruantes, el precio de la

novia y otras muchas instituciones centradas en torno al varón.

Evidentemente, donde el objetivo de la crianza es producir hombres

agresivos, ‘masculinos’, dominantes, y mujeres pasivas, ‘femeninas’ y

subordinadas, habrá algo semejante al temor de castración entre los

hombres de generaciones inmediatas –se sentirán inseguros con

respecto a su virilidad- y algo semejante a la envidia del pene entre

sus hermanas, a las que se enseñará a exagerar el poder y el

significado de los genitales masculinos”.

Este era el ambiente en el que se fundó la familia patriarcal,

que si finalmente desaparece, se podrá decir que permaneció idéntica

y fiel a sí misma desde, como poco, el paleolítico.

El par guerra/patriarca es decisivo a la hora de fundar (y poner

orden) en la religión primitiva. Polemos (la guerra), escribió Heráclito,

es el padre y rey de todas las cosas. Así había surgido un Señor de los

dioses; su jefe venerable (pater), es el Dyauspitar de los

indoeuropeos, nuestro Júpiter, un primer paso hacia el monoteísmo

(Arnáldez, 1986). En otras regiones del Mediterráneo no indoeuropeo,

se había llegado a la misma conclusión, y la religión del Dios-

Patriarca comenzó a extenderse por doquier.

2.5 Patriarcal/matriarcal

Nos anticipamos aquí, y casi contradecimos, el dicterio de

Zonabend y Masset, quienes afirman que no hay “pruebas” de que en

33

ninguna época se haya dado régimen matriarcal alguno. Dada la

profusa componente literaria de este libro, no son precisamente las

pruebas lo que más se precise. Aquí, por otra parte, tratamos de

establecer una hipótesis de cómo debieran ser las cosas, asunto para el

que no se requiere llegar a saber exactamente cómo fueron.

En este mismo criterio abunda Fromm (1950), cuando trae a

colación a Bachofen (1861), del que expone sus ideas sobre la

mitología griega.

Bachofen sugiere que al principio de la Historia las relaciones

sexuales humanas estaban basadas en la promiscuidad, por

consiguiente sólo a la madre podía referirse el principio de

consanguinidad, y en ella recaía la autoridad y la función legislativa;

la supremacía de la mujer no sólo se manifestaba en la esfera de la

organización social y familiar, sino también en la religión. Encontró

pruebas de que los dioses olímpicos estuvieron precedidos en el

tiempo por otra religión, cuyas divinidades supremas eran diosas,

figuras maternales. “Bachofen formuló la hipótesis de que tras un

largo proceso histórico, los hombres consiguieron derrotar a las

mujeres, las sometieron y consiguieron asumir el predominio de la

jerarquía social”. La religión de esta cultura patriarcal correspondería

a su organización social; los dioses varones sustituyeron a las diosas-

madres y dominaron a la humanidad, como el padre dominaba a la

familia.

“Bachofen demostró que la diferencia entre el orden matriarcal

y el patriarcal no sólo consistía en el predominio de las mujeres o de

los hombres, sino que abarcaba también la esfera de los principios

sociales y morales. La cultura matriarcal se caracteriza por dar una

importancia fundamental a los vínculos de sangre, a los vínculos con

la tierra, y por una aceptación pasiva de los fenómenos naturales. La

sociedad patriarcal en cambio se caracteriza por el respeto a la ley

humana, por el predominio del pensamiento racional y por el intento

de modificación de los fenómenos naturales por la mano del hombre.

En lo que a estos principios concierne, es indudable que la cultura

34

patriarcal representa un progreso sobre el mundo matriarcal, pero en

otros aspectos, los principios matriarcales eran superiores. En la

concepción matriarcal, todos los hombres son iguales, todos son hijos

de madre e hijos de la Madre Tierra. La madre ama a los hijos por

igual, sin condiciones, porque su amor se basa en el hecho de ser sus

hijos, y no en ningún mérito particular. La finalidad de la vida es la

felicidad de los hombres, y nada hay tan importante y digno como la

existencia y la vida humana. En cambio el sistema patriarcal considera

como principal virtud la obediencia a la autoridad. En vez de principio

de igualdad encontramos el concepto del hijo favorito y el orden

jerárquico de la sociedad. “(Fromm).

Bachofen afirma también que lo que ha permitido a la

humanidad entrar en la civilización, lo que constituye el principio del

desarrollo de todas las virtudes y de la formación de los aspectos más

nobles de la existencia humana, es el principio matriarcal, que se

actualiza como principio del amor de la unidad y de la paz. Al cuidar

del niño, la mujer aprende antes que el hombre a extender su amor

más allá de sí misma, hacia los demás seres humanos, y a dirigir todas

sus aptitudes y su capacidad de imaginación hacia el objetivo de la

preservación y de la dignificación de la existencia de otros seres. En la

mujer tiene su raíz el desarrollo de la civilización, de la devoción, del

cuidado de los demás, del luto por los muertos.

A las mismas conclusiones que Bachofen llegaron Morgan,

Briffault, y Engels. Otros autores las refutaron, con no poca pasión: “La

violencia con la que se opusieron a la teoría del matriarcado nos hace

sospechar que en la crítica había un cierto prejuicio, emocional, contra la

aceptación de un concepto tan ajeno a las ideas y sentimientos de nuestra

cultura patriarcal. Muchas de las objeciones contra la existencia de la

cultura matriarcal tienen una cierta justificación, sin embargo, la tesis

fundamental de Bachofen, la que afirma que antes de la religión griega

patriarcal existió una religión matriarcal, me parece fuera de toda duda.”

(Fromm).

35

Freud, es sabido, interpretó el antagonismo entre Edipo y su

padre como una rivalidad inconsciente provocada por los deseos

incestuosos de Edipo. Dice Fromm: “Prescindiendo de la posible

exactitud o inexactitud de esta descripción clínica, llegamos a la

conclusión de que el complejo centrado en las inclinaciones

incestuosas del hijo hacia la madre y en la consiguiente hostilidad

contra el padre, se denomina impropiamente complejo de Edipo.

Existe sin embargo un complejo que merece totalmente el nombre de

este personaje: la rebelión del hijo contra la presión de la autoridad del

padre, autoridad basada en la estructura patriarcal, autoritaria, de la

sociedad”. Fromm soslaya aquí las interacciones de los tres

personajes: la madre aprieta al niño contra su pecho, el niño la desea,

la madre no es del todo indiferente: lo aprieta aún más; el niño se

edipiza (versión Freud); entra el padre, que también desea a la madre,

y de manera perentoria; aparta al niño, con no muy buenas maneras; el

niño lo odia y se edipiza (versión Fromm) más si cabe.

Fromm, en el texto comentado, ve al hijo como rebelde contra

la autoridad; pocas rebeldías, dignas de ese bello nombre, se dan, y

poquísimas son las que no terminan con la imposición de una nueva

autoridad, y por supuesto con la fundación de nuevas familias

patriarcales y edipizantes. La realidad es que las revueltas pasan, la

dominación patriarcal permanece.

En el apartado 6.9, “Contra la madre” damos cuenta de nuestra

descreencia en esta figura, entendida, por supuesto, como personaje de

la familia patriarcal, en ella está la mujer siempre dominada y

hostigada por los hombres (padre, esposo e hijos), siempre a la

defensiva y consolándose en la posesión de sus hijos, y edipizándolos,

en las acepciones de Sófocles, Freud, y Fromm. Debió de ser muy

distinto el papel que desempeñó la madre en la sociedad matriarcal; a

la vista del funcionamiento actual de la sociedad, hagamos caso a

Bachofen y pasemos a una sociedad matriarcal; no nos podrá ir peor, y

hay desde luego más posibilidades de que se pueda llegar a una

36

sociedad libre y pacífica: la sociedad patriarcal ha demostrado de

sobra que no lo consigue.

2.6 Una cultura de perdedores

A despecho de las investigaciones de los primatólogos, pudiera ser que

Freud hubiera acertado en su reconstrucción de la vida cotidiana de los

homínidos. Un macho acaparador de hembras y los demás machos

conspirando contra él hasta su derrocamiento expeditivo; un nuevo

macho se hacía con el poder, y vuelta a empezar. En este período (¿ha

terminado?) de varios milenios o millones de años, se pusieron las

piedras fundacionales de nuestra condición humana, las diferencias con

los primates que han permitido al hombre dominar el mundo: la cultura,

lo no innato, mitos y técnicas que se inventan, enseñan y aprenden.

No todos los homínidos estuvieron en tal empeño: las hembras

estaban, y están, atareadas con la prole, y el macho dominante y sus

secuaces trataban, como ahora, de impedir que los dominados

inventaran algo, lo que fuera, que pudiera alterar las cosas. La cultura

nació así dividida, en al menos tres partes: cultura dominante que

intenta que las cosas no cambien (25%), cultura para que cambien,

(5%) y cultura de los resignados a que quizás no cambien nunca (el 70

% restante). Postulamos con esto que la mayoría de las formas

culturales son creaciones de perdedores, de los primates que se

quedaban sin hembra, en la larga noche de los tiempos, o con hembra

y muerto de hambre, en el día de los tiempos, que se nos está haciendo

no menos largo.

Lo que se entiende por formas culturales da para varios libros,

nos referimos aquí a aquellas instituciones en que la humanidad

(formada en su mayor parte por pobres) se ha ido agrupando para

sobrevivir, ir tirando, encontrar consuelo, y permitirse a veces alguna

alegría. La historia de la familia está inserta en estas pautas. La familia

con patrimonio es otro asunto; el patriarca es ahí una figura real, que

37

creó el concepto “noble” como muralla y foso que los separara de los

desposeídos, que son abyectos patriarcas imaginarios, cuyo único

patrimonio es su familia, y cuyo mejor consuelo ha sido el invento de

la autoestima; milenios de iniquidad y conformismo que se prolongan

ahora en una figura descorazonadora: cientos de millones de familias

de pobres sentados ante el televisor, viendo los avatares de las familias

de los poderosos.

2.7 Mujeres para intercambio y regalo

Ha habido y quedan todavía sociedades matrilineales, en las que la

filiación se traza por vía femenina, pero no hay pruebas de que alguna

vez se haya dado un matriarcado, como forma de organización

política; esta configuración sólo ha existido “en la memoria

mitológica de las sociedades o en la imaginación de los primeros

etnólogos e historiadores del derecho familiar” (Zonabend, 1986), y

añade Masset (1986): “…Y no diré nada de inverosimilitudes

manifiestas como el matriarcado primitivo, que forma parte de la

vulgata marxista desde que el ilustre filósofo la tomara, sin mala

intención, de la etnología balbuciente de su época. Nuestros primos

más cercanos, chimpancés y gorilas, tienen organizaciones cuyo

núcleo es siempre un macho o un grupo de machos, y de noventa

especies de primates no hay una sola donde la autoridad del grupo

pertenezca a una hembra”. ¿Y la Venus de Willendorf? Es sin duda

muy importante, pero sólo para demostrar que la mitificación de una

función, en este caso la reproductiva, es compatible con acarrear agua,

preparar la comida y tener a los niños medianamente aseados.

De las 1179 sociedades que Murdock menciona en su

Ethnographic Atlas, la patrilinealidad es cinco veces más frecuente

que la matrilinealidad, y la poliginia es cien veces más frecuente que

la poliandria. Quizás no ha sido así siempre, y la guerra, como hemos

visto en el apartado anterior, inclinó la balanza hacia el patriarcado y

38

consiguiente patrilinealidad. Según Harris (1977), las sociedades que

emprenden “guerras largas”, es decir, muy lejos de su territorio, son

matrilocales, en cuanto se ausentan largos períodos; es una simple

concesión operativa. Pero a los desastres de la guerra, en cuanto a la

sumisión de la mujer, hubo que sumar la desgracia de la paz, como

vamos a ver.

“La prohibición del incesto, es decir, la idea de que hay que

evitar las uniones entre parientes cercanos, no es resultado de

tendencias biológicas o psicológicas propias del individuo, sino, por el

contrario, el primer acto de organización social de la humanidad. Se

trata de una norma establecida por las sociedades para regular las

relaciones entre los sexos con el objetivo explícito de sustituir, tanto

en este ámbito como en todos los demás, el azar por el orden”

(Zonabend). Para Lévi-Strauss (1956): “Como demostró Taylor hace

casi un siglo, probablemente la explicación última del intercambio de

mujeres es que la humanidad comprendió muy pronto que para

librarse de la lucha salvaje por la vida estaba obligada a realizar una

opción muy simple: either marrying out or being killed out”. Y

Godelier (1989): “El esfuerzo de Lévy-Strauss ha arrojado nueva luz

sobre la prohibición del incesto y la naturaleza de las relaciones de

parentesco. Desde esta perspectiva, en efecto, tres hechos se hallaban

relacionados dentro de una misma explicación, encadenados en una

especie de silogismo: el tabú del incesto produce una exogamia, que

produce a su vez intercambio de mujeres, ya que al prohibirse a sí

mismo tomar por esposa a la madre, la hermana o la hija, cada cual se

somete a una regla que le obliga a darla a otros”.

Se considera, por tanto, que es un logro cultural pactar con el

vecino donando o intercambiando mujeres, en vez de tratar de

quitárselo de encima (aunque, desde luego, si se está en una posición

de fuerza y se le puede exterminar no se suele andar con pactos), pero

el problema no termina, sino que empieza, porque este tipo de pactos

ha hecho que desde tiempos ancestrales la mujer haya sido

considerada una mercancía, con los inconvenientes que se señalan a lo

39

largo de este libro, que son tantos que, en nuestra opinión, mejor

habría sido continuar con la guerra y la práctica del incesto, a la espera

de encontrar procedimientos para vivir en paz menos tremendos que la

donación de mujeres. Por otra parte, tomar esposas entre tribus rivales,

como modo de apaciguamiento, es otra sevicia contra las mujeres, que

se quedan copulando y conviviendo con sus enemigos, mientras los

hombres permanecen en su tribu y se quitan de pelear, que en muchos

casos era la única actividad en la que se esforzaban.

Contribuiremos a la antropología relática con una hipótesis sobre

la decadencia del matriarcado y su declive definitivo tras el tabú del

incesto. En los tiempos fundacionales, la hembra humana ya sabía atraer

sexualmente al macho. Concluido el proceso de atracción, la hembra le

decía: “Es suficiente, gracias”, y el macho: “He tenido mucho gusto”, y

se iba a sus asuntos. La hembra paría y cuidaba a sus hijos sola. Un día

una hembra le dijo a su pareja: “¿Por qué no te quedas?” Quizás

esperaba obtener alguna ventaja para sus hijos. El macho se le quedó

mirando, mientras pensaba qué ventajas podría obtener para él. La

hembra abrigó la esperanza por algún tiempo, corto, de que pudiera

haber un reparto de ventajas; el macho, exento de partos y crianza, era

más fuerte: soslayó el reparto de ventajas, pero no el de inconvenientes,

que él mismo se encargó de asignar.

Faltaba aún muchísimo para Sófocles, Freud y Levy-Strauss,

por lo que no es menos verosímil la hipótesis de que a quien le dijo la

hembra que se quedara no fue a su pareja, sino a uno de sus hijos, al

que habría cuidado especialmente y preparado para este destino. La

aparición del tabú del incesto hizo cambiar las cosas; el macho aún no

se ha recuperado del descalabro que le supuso la pérdida de su madre-

esposa, y la hembra sigue añorando los tiempos en que era la madre de

sus nietos.

Fuera quien fuese el cónyuge, la familia patriarcal supone y

sigue suponiendo una mayor ventaja para el macho-padre. Pero los

beneficios han ido disminuyendo con los años. Desde la horda

primitiva hasta la revolución del feminismo y las leyes actuales de

40

protección a los menores, ha habido un declive constante de la

preponderancia del padre; el hombre, para ver de formar una familia,

evalúa el placer-displacer que pueda obtener y no le cuadra el balance.

Como se verá en los apartados dedicados a la historia, en el

año cero de la familia, la situación del padre era envidiable, hasta el

punto de que los hijos, según Freud (1913), acababan con él

malamente, para hacerse con el negocio. El padre tenía prerrogativas

que llegaban hasta el uxoricidio y filicidio; comparado con aquella

situación, hasta en el fundamentalismo patriarcal más inmovilista se

advierten importantes pérdidas de poder; por eso, como decíamos en

1.6, las nuevas asociaciones humanas para la crianza y socialización

de los hijos, que se empeñan en seguir denominándose familia, no

deberían llevar tan infausta denominación.

2.8 Un paseo por la Biblia, para acabar en Freud

La Biblia es, según dicen, un libro que contiene buena parte de la

sabiduría universal. Conviene echarle un vistazo, aunque sólo sea para

entender qué se entiende por “sabiduría universal”.

Antes de acabar el Pentateuco ya estamos cansados de tanto

patriarca y tantas tribus y clanes, empeñados en guerras de riguroso

exterminio. En las cortas treguas, el Señor no parece que tenga nada

mejor que hacer que arbitrar las herencias, obligar a las mujeres a que

se casen con sus primos (i.e Nm 36), y ordenar lapidaciones para

adúlteros. Todo el Antiguo Testamento es una apoteosis del

patriarcado, y la religión o conjunto de leyes que se instaura es una

expresión del orden patriarcal, narrada con insoportable reiteración

(¿les parecerá amena a los creyentes?) a lo largo de mil quinientas

páginas. Tanto es así que al llegar al Nuevo Testamento se percibe

algo parecido a una corriente de aire fresco, aunque el comienzo sea el

conocido árbol genealógico de Jesús, que describe Mateo con una

increíble lista de padres engendrando a hijos, desde Abrahán, durante

41

treinta y nueve generaciones, sin que se nombren más que dos

mujeres: la madre de Salomón y María.

De este cambio de aires da cumplida cuenta Freud, (1938): “El

judaísmo había sido la religión del Padre; el cristianismo se convirtió

en una religión del Hijo (...) Ya no era estrictamente monoteísta, sino

que incorporó numerosos ritos simbólicos de los pueblos circundantes,

restableció la gran Diosa Madre, y halló plazas, aunque subordinadas,

para instalar a muchas deidades del politeísmo, con disfraces harto

transparentes”.

En esta obra, escrita un año antes de su muerte, habla de

superar “...El abismo que separa la psicología individual de la

colectiva (...) Pero nuestro planteamiento es dificultado por la posición

actual de la ciencia biológica, que nada quiere saber de una herencia

de cualidades adquiridas”. A pesar de estos inconvenientes, no duda

en hacer psicología de masas, y postula la historia del judaísmo,

siguiendo además las propuestas de una obra anterior (1930), en la que

aventura un remoto origen de la sociedad basado en el asesinato del

padre a manos de los hijos, que devoraron después su cadáver. Los

hermanos, tras una época en la que se disputaron la sucesión paterna,

“...Llegaron por fin a conciliarse, a establecer una especie de contrato

social (...) Surgió así la primera forma de una organización social

basada en la renuncia a los instintos, en el reconocimiento de las

obligaciones mutuas, en la implantación de determinadas

instituciones, proclamadas como inviolables (sagradas); en suma, los

orígenes de la moral y el derecho. Cada uno renunciaba al ideal de

conquistar para sí la posición paterna, de poseer a la madre y las

hermanas. Con ello se estableció el tabú del incesto y el precepto de la

exogamia. Buena parte del poderío que había quedado vacante con la

eliminación del padre pasó a las mujeres, iniciándose la época del

matriarcado”.

La cosa no iba a quedar ahí, desde luego. El “retorno de lo

reprimido” se encarnaría en Moisés, que propuso un nuevo padre,

nada menos que un Dios Padre, único y omnipotente, con efectista

42

puesta en escena en el Sinaí. La vuelta del Padre es menos gozo que

culpa, por el recuerdo de la pretérita eliminación. La culpabilidad es

avivada por los profetas, incesantemente, “...Hasta que un judío, Saulo

de Tarso –llamado Pablo como ciudadano romano- halló la solución:

‘Nosotros somos tan desgraciados porque hemos matado al Dios

Padre’ (...) ‘Estamos redimidos de toda culpa desde que uno de los

nuestros rindió su vida para expiar nuestros pecados’ (...) Además, la

conexión entre el delirio y la verdad histórica quedaba establecida por

la aseveración de que la víctima propiciatoria no había sido otra sino

el propio Hijo de Dios”.

La “sabiduría universal”, nos tememos, es tributaria de un

relato inacabable de rígidos Padres y patriarcas, y de hijos que

pretenden sustituirlos sin miramientos; un universo de acciones

reprobables y culpas difíciles de restañar.

2.9 Retrodarwinismo

Permanencia y evolución son términos antitéticos. Aquellas especies que

se adaptan óptimamente a su espacio, ahí se quedan, iguales a sí mismas

millones de años; los peces más aptos se quedaron en el mar, los demás

se convirtieron en anfibios, a ver si así medraban, y de éstos, los menos

capaces se instalaron en tierra, transmutados en reptiles, y así

sucesivamente (Gribbin, 1999). Si nuestra especie ha evolucionado

desde bacteria marina hasta pasajero de Lufthansa se debe a multitud de

fracasos evolutivos, ¿cuántos fracasos más nos quedan para acabar con

esta agotadora pesadilla de la evolución? ¿Hemos llegado a un estadio

asintótico? ¿Se evoluciona siempre hacia delante? Traducimos, imitando

rima, un verso de Stanislav Ustliav (1963):

“Tal parece / que muy a duras penas evoluciona la especie, / o

algo peor, / que el propio Darwin trató de ocultar: / que evoluciona hacia

atrás”.

43

No nos quedan ya muchos fracasos, sobre todo porque hemos

aprendido a manejar grandes cantidades de energía y estamos intervi-

niendo en el ciclo de las glaciaciones, según se ve en el modelo que el

astrónomo Milankovitch realizara. "...Al descargar enormes cantidades

de gases de invernadero a la atmósfera, le ponemos palos a las ruedas de

la bicicleta cósmica", advierte Gribbin. No va a hacer falta un cataclismo

nuclear para acabar con la evolución de la especie, y con todas las

especies.

A estas alturas de la obrita que tienen entre manos, toma cuerpo

la hipótesis de que la "configuración humana llamada familia", que dice

el marciano del apartado 5.14, ha impuesto una actuación social que nos

lleva a la catástrofe; el deseo de poder, insaciable afán de demostrar que

se es más, odio al otro, gregarismo por miedo a la soledad, y demás

lacras que se graban a fuego en el individuo en el seno de la familia, está

completando la tasa de fracasos que la naturaleza (o la no tan infinita

paciencia de Dios) nos tiene asignada.

De un artículo de X. Pujol Gebelli (2001), refiriendo las Jornadas

de Sexo y Evolución, del Museo de la Ciencia de Barcelona, se

desprenden importantes conclusiones. A juicio de los investigadores

participantes, la reproducción asexual, cómoda y poco costosa para una

especie, provee de individuos exactamente iguales en un mundo

cambiante. La Naturaleza advirtió a tiempo esta contradicción e instauró

la reproducción sexual, una “recombinación” que permite eliminar

errores perjudiciales para el individuo y fija mutaciones beneficiosas

para la adaptación.

Tal modalidad de reproducción requiere la “cooperación

necesaria entre individuos”, que adoptan para ello diversas estrategias,

una de ellas es la ostentación. El macho que busca aparearse, se

contonea y muestra sus bellos colores; se yergue y finge mayor tamaño

(la seducción como estrategia de las apariencias, argüía Baudrillard hace

unos años), emite olores, sonidos, etc, o agudiza los sentidos para captar

los que emite la hembra. Además de estos cortejos sensoriales, existen

otros procedimientos menos pacíficos, como la lucha de un macho

44

contra otro, en la que la hembra elige al vencedor en el 110% de los

casos.

En estas estaba la especie humana cuando se instauró la familia

patriarcal, con acumulación de bienes y patrimonio hereditario. Los que

no tienen nada que ofrecer tienen muchas menos posibilidades de

reproducirse. Los cabezas de familia e hijos varones controlan la

circulación de mujeres en beneficio del clan, por lo que se suspende la

“recombinación” natural y se degrada la especie, amén de desestabilizar

la sociedad con masas de pobres sin mujer y de mujeres sin derechos.

Las sociedades con familia patriarcal “fuerte” no sólo están

degradadas políticamente, es que no evolucionan.

Por otra parte, las sociedades con familia débil o debilísima

comienzan ya a pensar en la clonación: es casi una vuelta a la

reproducción asexual, en cuanto la seducción sólo se practica para

autoafirmación de fin de semana, extremando las precauciones

contraceptivas. Decididamente, se des-evoluciona.

2.10 Neotardodarwinismo

¿Qué factores marcan la ortogénesis ectogenética a-saltacionista?

¿Evolucionan los individuos o las especies? ¿O son las familias lo

único que evoluciona? ¿Evolucionan sólo los miembros prominentes

de la familia y de ahí que la evolución sea involutiva?

El niño A le dice a su hermano B: el juguete es mío; el otro se

resiste a entregarlo, forcejea, pero A se lo arrebata; B, que era el

dueño del juguete, llora (A tiene más posibilidades de triunfar en la

vida y formar una familia). Ante tan clara injusticia, una hermana, C,

se inmis-cuye; no te metas, le ordena la madre: son cosas de chicos

(gracias a criterios como éste, la madre consiguió formar una familia,

y se reprodujo); C obedece: las niñas obedientes tienen más

posibilidades de formar una familia y reproducirse. En el piso de

arriba celebran la graduación en ciencias empresariales, o ingeniería

45

financiera, o cualquier carrera de las que cursan los destinados a

conducir los destinos de la humanidad; “ahora −dice un tío segundo,

algo achispado−, a buscar empleo y formar una familia”; “pero si no

tengo novia” −dice el flamante graduado−; “no te van a faltar” -

responde el otro; las jovencitas ríen, algunas lo miran ya sin disimular

su interés. “Oiga, señor −dice el jefe de estudios a un padre−, su niño

pega a sus compañeros en clase, y en el patio”; “son cosas de chicos

−responde el padre−; de todos modos, ya hablaré con él”; pero no

habla, que vaya aprendiendo que en la vida o das o te dan; el chaval

tiene altas posibilidades de llegar a algo, y fundará una familia, y

numerosa. Hay quienes no llegan a nada, no arrebatan juguetes, no son

niñas obedientes, no llegan a hacer carreras cotizadas, y en el patio del

colegio tratan de jugar limpio: tienen muchas menos posibilidades de

formar una familia, de reproducirse, y de que sus hijos formen

familias en las que se alienten el egoísmo, la obediencia, etc.

Hay también familias en las que no hay juguetes, la obediencia

de las niñas ni se discute y los niños no causan problemas en el

colegio, porque no tienen oportunidad de asistir. Estas sub-familias

imitan a las anteriormente referidas y consolidan el modelo universal.

46

3. Relato

3.1 Sobre el relato

Llamaremos relato a todo lo que se aprende mediante palabras, unas

ciento cincuenta. Lo que no es innato es adquirido, y en esta adqui-

sición el relato nunca anda lejos, como se verá.

El término suele aplicarse sólo a las ficciones literarias o

fílmicas, englobandose el resto de los relatos bajo el nombre de

sociología, economía, etc, que se autoprestigian bajo la etiqueta de "no-

ficción". Pero la función primordial del relato no es la de entretener

(mantener a raya el muermo), sino ordenar palabras en armazones

llamadas conceptos, instrumentos con los que el sujeto adquiere los

conocimientos necesarios para arrostrar la inseguridad en que ha de

vivir. Esta ordenación, tiene unas reglas, "narratividad", comunes a

multitud de discursos (historia, mitos, literatura, etc.) y es la única

manera, Ricoeur dixit, de aprehender el tiempo, el paso del tiempo,

instancia más que inquietante.

Otra función no menos relevante del relato es, cuando existe

alguna dificultad en la formación de un concepto, suplantarlo sin más;

en este caso, el relato “de formación” se convierte en el llamado

“relato de suplantación conceptual” (Rubczak, 1926).

Un ejemplo. Dadas las dificultades en representárnoslo, por

pertinaz rechazo, no existe el concepto muerte. Sólo los médicos y

biólogos conocen a fondo el proceso de extinción, descripción fría y

terrorífica que se ha suplantado desde siempre con el relato muerte, y

que a su vez engloba diversos subrelatos, como el de la vida eterna del

creyente, la reencarnación o la permanencia en la memoria histórica de

gobernantes populistas y de creadores de obras de arte imperecederas.

Este ejemplo es mencionado por otros autores, como Wieldeland

(1947), “Se trata de hipostasiar una pulsión inquietante en un ‘relato de

conversión’, así la sexualidad se sublima en el relato amor, la voluntad

47

de poder en el relato política, el miedo a la voluntad de poder del otro

funda el relato de la moral, el odio al prójimo próximo sería el relato

nacionalismo, la angustia ante el final de la vida se convierte en el relato

muerte, etc.”. Nosotros preferimos llamar a este tipo de relatos “de

consolación”.

En el relato familia (suplantación del concepto familia) existen

dos fases temporales: la narración que se hace para emprenderla y, una

vez emprendida, el subsiguiente relato de consolación.

La fundación de la familia, como toda actividad humana, está

sujeta a la iteración motriz palo-zanahoria, orden de denominación que

otorga el protagonismo a la represión, como correspondía al antiguo

régimen; actualmente la zanahoria es el impulso motor, y el palo sólo

introduce un pequeño reajuste de trayectoria. Las figuras reláticas que

inducen a la fundación de la familia son tan primarias que incurren en el

mito (y caen en el kitsch):

- Amor, anillo de compromiso, luna de miel, fotos de.

- Seguridad hogareña en el nidito de amor, a salvo de la maldad

generalizada (¿de las otras familias?).

- Perpetuación bio-trascendental en los hijos, abnegado y recon-

fortante sacrificio de los padres para que los hijos sean algo en la

vida.

- Tufillo de respetabilidad que emana de la joven madre empu-

jando el carrito con la cría: "ay, déjeme verla; uy, cómo se chupa

el dedito".

- Casa familiar como casa solariega, centro de emanación de la

distinción y el prestigio, detectable por el perfume francés de los

viernes noche y el humo de la barbacoa del domingo.

El palo reforzador de la zanahoria se refiere casi en exclusiva al

verbo tener: ¿no tienes familia? eres un desgraciado. "Ése es un

desgraciado −dicen la vecindonas en el rellano, o los parroquianos del

bar maloliente−. Fíjense que ni familia tiene".

48

En cuanto se ve que las cosas no son como deberían ser, que la

familia es un embarque del que es muy difícil bajarse, surge el relato de

consolación; de su génesis hablaremos con algún detalle en 9.2, “Ilusión

y autoengaño”.

¿A quién benefician todos estos relatos? "La familia es lo único

que vale la pena, lo demás es una porquería", dice la mayoría de los

abyectos miembros de las familias que aparecen en este librito, y nadie

negará que son muestras bastante representativas. "La familia es en lo

único que se puede confiar". Se desconfía así de todo el mundo,

insolidaridad que viene muy bien a los de arriba (que nunca desconfían

de sus iguales a la hora de aliarse contra los de abajo), por ejemplo: el

cabeza de familia tiene en España el baldón de haber sido uno de los tres

pilares, "tercios", en que se basaba el régimen fascista.

La iglesia católica se aferra a la indisolubilidad de la familia, por

el miedo que ha tenido siempre a que los individuos alcancen la libertad

y dejen de arrastrarse en pos de los consuelos de la religión, que es por

cierto el relato de consolación más divulgado.

Lyotard, en "La condición postmoderna" (1984), articula una

breve teoría sobre la legitimación de los discursos científicos mediante

procedimientos reláticos, hasta crear, en la "modernidad", metarrelatos

tales como la filosofía de la historia, o como la emancipación del

individuo; la postmodernidad sería la incredulidad, e inmediata

deslegitimación, de tales metarrelatos. Hablaremos más adelante, en 8.9,

de la deslegitimación del relato familia.

Da capo. Es también relato todo lo que se aprende mediante

signos, no necesariamente palabras; las caricias de la madre, sus miradas

de ternura, pezones erectos, fragmentos de músicas a bocca chiusa que

provocan el ronroneo del bebé... Signos que configuran el relato de que

el mundo es ternura, nutrición inagotable, calor y paz. No hay más bello

relato, lástima que en él vayan codificadas la dependencia, el miedo a la

soledad y el odio al otro, personaje uno y trino que hegemoniza el

discurso que llaman género dramático.

49

3.2 Relato de la familia

Si hay, como decíamos, una institución relática por excelencia es la

familia. Además de poseer todas las características que definen el relato,

señaladas en el apartado anterior, la familia es algo que a todas horas se

cuentan sus integrantes, unos a otros y a sí mismos. Se lo cuentan

también entre los miembros de distintas familias, en episodios de

variación infinita y todos cortados casi por el mismo patrón.

El relato familia apresa invasiva y tentacularmente otros relatos,

que se vertebran luego a la manera del relato agente, hasta tal punto que

el mundo se haría inverosímil, y hasta ininteligible, si la familia cayera

en repentino desuso.

La equipolencia relática (Rubczak, 1926) de la familia es lo que

le concede su temible preeminencia discursiva. Esta característica se

aprecia en las terapias a las que con frecuencia han de someterse los

miembros de la familia, sobrepasados por ella. Acuden al psicólogo

aquejados de un relato-familia, que les conturba; con ayuda del terapeuta

construyen un segundo relato de su familia, al que confieren la categoría

de real, pese a que su verosimilitud no sea mayor que la del primero, y el

paciente se apropia del nuevo relato y vuelve a su casa notablemente

“mejorado”.

Mencionaremos también que actualmente, gracias a la

secularización de la sociedad, un individuo puede proclamar que no

cree en el relato de la religión, sin que lo echen del trabajo o le deje de

fiar el tendero. Si alguien dice que no cree en el relato de la familia, es

seguro que tendrá problemas con su pareja, colegas y vecinos.

3.3 Metarrelatos de la familia

Dentro del relato familia (al que generalmente se le llama “familia”, a

secas) se engloban diversos subrelatos, como el del amor-sin-nada-a-

cambio, o el de la autoridad moral paterna; se imparten también

50

suprarrelatos como el del nacionalismo o la religión (ver 5.14), y hasta

se producen metarrelatos, como vamos a ver.

Pocos son los que leen, y cada día menos. Desde hace un

tiempo, a esta desgracia se suma el que cada vez es más la gente que

escribe, como puede verse. Todos conocemos a alguien del que se

dice “se ha puesto a escribir”; generalmente incurren en el género

autobiografía novelada, a la manera de Proust o Henry Miller.

Cuando ha llegado a nuestras manos un texto de estos

escritores noveles, hemos comprobado que a quien de veras biografían

es a su familia. Las razones son varias: psicoterapia ante los traumas,

nunca superficiales, que la familia les ha inferido; amor sin límite a su

familia y orgullo ilimitado de pertenecer a ella; elevar a categoría de

arte las relaciones familiares, etc. El autor pergeña cientos de páginas

sin que por un momento repare en que el asunto ofrece escaso interés

relático, de puro previsible.

Dentro de este género hay una modalidad señera y que por

desgracia escasea: la que podríamos denominar “ajuste de cuentas con

la familia”. En ellos el autor ofrece una movilidad encomiable; tan

pronto está dentro, feliz o acongojado, como fuera, nostálgico o

echando pestes; narra el ser de la (su) familia en un amplio espectro:

lo que era en realidad, lo que aparentaba, y lo que pudo llegar a ser de

no haber sido lo que fue. El constante desplazamiento del autor

confiere al relato una pátina dramática nada desdeñable: cuando está

dentro está atrapado; los muros de la familia son difíciles de escalar, y

es imposible burlar al vigilante, en cuanto es el propio prisionero.

Cuando se sitúa fuera está igual de atrapado; para el enfamiliado, el

mundo resulta aún más estrecho e invivible que la propia familia: se

deja las uñas escalando el muro para volver a su seno.

Estos relatos, con mayor o menor mérito literario, están siempre

bien estructurados, fluyen con cierto ritmo, y su indudable verosimilitud

se basa en el profundo conocimiento que el autor tiene de sus personajes.

El escritor novel escribe a veces una segunda entrega, en la que cuenta

sus avatares cuando se marchó por fin de la casa de sus padres y se

51

independizó; la narración entonces se derrumba, como ocurrió con él

mismo cuando se creyó fuera del relato de la familia, que era lo que

permitía que su vida fuera verosímil.

Relacionado con el anterior, está el que pudiéramos denominar

“Metarrelato de ida y vuelta de lo mismo a lo idéntico o el cerdo

inescrupuloso”. Se trata de narrar sin tregua “los eventos consuetu-

dinarios que acontecen en la familia”, malcitando el Juan de Mairena.

Este contenido relático comprende el ochenta y cinco por ciento,

como poco, de las conversaciones y chácharas, en las que se comienza

contando los avatares y tribulaciones de familiares, se enumeran luego

las desgracias acaecidas a los parientes, por su mal obrar, y se termina

execrando de las miserias de la familia. Forma parte también de la

más banal subliteratura, en particular de un género llamado con

propiedad dirty realism (“costumbrismo puro y duro”, sería la

traducción), que trata de satisfacer los instintos primarios del lector: el

deseo de que el movimiento del mundo obedezca a los esquemas

cognitivos de uno mismo, es decir, los de sus relaciones familiares,

que constituyen la única posibilidad que tiene de aprehender la

realidad.

Por qué el cerdo; porque este animal, como es sabido, cuando

no tiene a mano una charca en la que humedecer su piel, se revuelca

en sus propias deyecciones (los inescrupulosos lo hacen incluso

aunque dispongan de charca).

3.4 Autorrelato de consolación

El aprendizaje de la técnica del autorrelato de consolación (lo que nos

contamos para restañar la adversidad), se realiza en el seno de la familia

como auto-justificación de no recibir afecto cada vez que se requiere, y

se requiere siempre, sobre todo cuando sospechamos que le están dando

a otro miembro de la familia el que nos corresponde, es decir: si no

estamos recibiendo todo el afecto todo el día. Nos contamos entonces el

52

lastimero relato de lo poco que se reconocen nuestros méritos, y de la

maldad que muestran los otros al usurpar nuestro lugar, a todas luces

preferente, junto a la madre. Tal autorrelato es una malformación propia

de la convivencia en espacios cerrados, de ahí que una de nuestras

propuestas sea la de “abrir” la familia.

Si el autorrelato fuera sólo de consolación no estaría mal, sería

una ingeniosa precaución dentro de la estrategia de defensa ante las

dificultades de la travesía por este valle de lágrimas. Pero no es así, sino

que en nombre de las supuestas carencias afectivas, el individuo intenta

incansable que se le dé todo el reconocimiento que se merece, que tiende

a infinito. Este sería el origen del egocentrismo, lacra social que reduce

al narcisismo a una tierna historia de efebos y charcos.

3.5 Autorrelato de la autoafirmación del patriarca

En un calvero del bosque, el primate macho se erguía amenazador;

inflaba el torso, avisaba con gritos de la inminencia del ataque y

mostraba los colmillos. Su rival hacía lo propio; si veían que las fuerzas

no estaban equilibradas, eso era todo: el menos preparado se quitaba de

en medio. Si había igualdad, se celebraba un breve combate, más de

ritual que de enfrentamiento propiamente dicho, y las hembras hacían al

ganador padre de sus hijos, al que no acuciaban para que demostrara

nada más: con lo que había demostrado en el calvero era suficiente.

A partir de que la hembra perdiera el estro (ver 2.1), las

posibilidades de coyunda aumentaron, con lo que disminuyó la plétora

de machos perdedores. Los ganadores no tardaron en comenzar a

inquietarse, y a añorar los tiempos en que les bastaba con la exhibición

de bíceps y colmillos; ahora había que cumplir con el rol sexual del

macho.

Faltaba todavía mucho para “Sexo y carácter”, de Fromm

(ca.1945), pero su ensayo aplica con carácter retroactivo.

53

Al imperativo reproductivo del hombre hay que añadir la

complicada mecánica que precisa para llevarlo a cabo, donde lo psíquico

del proceso es determinante; cualquier atisbo de miedo o inseguridad

basta para desbaratar la intención copulativa. La confianza en uno

mismo es fundamental.

La confianza en los demás es una instancia social, que se

construye y verifica: aprendemos en quién puede confiarse y en quién

no. El constructo auto-confianza también es un asunto social, sólo que

diferencial y deleznable, porque se consigue a base de situarse por

encima de los otros, en algunos casos, y en la mayoría de ellos, situando

a los otros por debajo. Es el caso también del resto de los constructos

que empiezan por el infortunado “auto”: auto-estima, auto-afirmación,

auto-ayuda, auto-móvil, etc, torva descalificación de lo social e instancia

decisiva en la génesis del desprecio y el odio.

La autoafirmación, entre otras desgracias, supone un autorrelato:

el hombre “se cuenta” lo muy macho que es, y la verosimilitud de este

relato será más compleja e improbable cuánto más lejos estén sus

enunciados de la realidad verificable, por ejemplo, si lleva varios meses

sin copular. Hace responsables a las “odiosas” mujeres de su propio

desajuste entre la realidad y el deseo, y este odio procede muchas veces

de la envidia de que ellas no necesiten semejante autoafirmación

(aunque necesitan otras, no menos lamentables, y el hombre piense que

les están bien empleadas).

La autoafirmación tiene una componente biológica inquietante.

Señala Gubern (2000), que el éxito social aumenta claramente el nivel

de testosterona en la sangre, y el individuo se siente eufórico: la biología

premia el éxito a través de descargas químicas. Aminas cerebrales, como

la feniletilamina, estimulan eufóricamente el sistema nervioso. El quid

está en quién constata el éxito social, porque la mayoría de las veces es

el propio individuo quien lo homologa, en un autorrelato autoeuforizante

interminable, que le lleva, por ejemplo, a constatar lo acertado que

estuvo en una discusión en la que todos refutaron sus argumentos, o lo

bueno que es su coche, que está casi siempre en el taller, o su irresistible

54

atractivo, a pesar de que las mujeres huyan de él como de la peste.

Ameno costumbrismo, si no fuera porque enseguida aparece en él una

hosca figura: el patriarca; su autoafirmación está basada en la autoridad

que ostenta y el poder que ejerce sobre su mujer e hijos; su autorrelato

(incontestable preponderancia, concedida por la naturaleza y ratificada

por la tradición), muchas veces es lo único que tiene, y lo único que

enseña a sus hijos varones, y todos lo llevan tan acendrado, que el

maltrato a la esposa e hijos renuentes a la sumisión, es una constante

cultural de la autodenominada humanidad.

Este individuo, el patriarca, es el pilar sobre el que se asienta la

familia, institución que nuestro juez (ver 5.2) suspendería cautelarmente

en la mayoría de los casos.

3.6 La inoculación de la autoestima

“Una autoestima positiva funciona, en la práctica, como el sistema

inmunológico de la conciencia (...) Cuando el grado de autoestima es

bajo, disminuye la resistencia frente a las adversidades de la vida”, dice

Branden, (2001).

Los anticuerpos “autoestimatorios” de la conciencia son impara-

blemente voraces, acaban no sólo con las adversidades de la vida, sino

también con la propia conciencia, es decir, con los cuestionamientos de

la moral, y con las “problematizaciones éticas que nos hacemos tras una

acción”, (Foucault, 1976).

Entendemos que la autoestima es como la grasa corporal: viene

bien disponer de una cierta reserva, con la que afrontar situaciones de

ocasional debilidad. Grandes cantidades de grasa y autoestima terminan

por causar grave deterioro en la salud del individuo y la sociedad,

respectivamente.

Obesidad y autoestima son dos típicas familiopatías. Los padres

atiborran de comida a los niños, para que sean felices en ese momento, y

les refuerzan la autoestima, para que lo sean en el futuro; y además de

55

perpetrar tal refuerzo, los entrenan en técnicas de autoafirmación, cuyos

subproductos se almacenan en la autoestima, grasiento lastre que

dificulta el movimiento social del individuo, hasta permitirle tan sólo

girar en torno a sí mismo. (variación del dicterio sobre el egocentrismo,

del fina1 de 3.4).

Los actos sociales que realiza el individuo tienen una

consecuencia en la sociedad, que devuelve al individuo una señal, feed-

back, expresión del grado de acuerdo de su acto con la moral vigente, los

cánones estéticos, etc. La manera más razonable de conseguir

autoestima sería estudiar esta moral, estos cánones, etc, para insertarse

exitosamente en ellos, o para tratar de subvertirlos. La manera más fácil

de conseguirla es no perder el tiempo en tal estudio: basta con una hábil

manipulación en los circuitos de dicho feed-back, tal que cuando la señal

es positiva se recibe, y cuando es negativa se invierte previamente. Los

padres inyectan constantemente una señal positiva de retorno en cada

acto familiar, que no social, de sus hijos: “qué bien has dibujado el

barquito”, (que es horroroso), o “qué bien has peinado a la muñequita”

(a la que ha dejado medio calva); los niños son felices con este refuerzo,

y consiguiente inoculación de feniletilamina, que acaba con su

componente autocrítica, y de paso instaura el relato de la infancia feliz.

Después, cuando de la familia pasen a la sociedad, su bien acendrada

autoestima los pondrá a resguardo de contratiempos tales como admitir

los propios errores, o de la pérdida de tiempo que conlleva el implicarse

en algún compromiso o solidaridad.

La génesis del malhadado individuo “ganador-siempre” y el

darwinismo social de la retro-evolución (coming back to the jungle),

tienen un claro origen: los denodados esfuerzos de los padres para que

sus hijos no sean “perdedores-nunca”; no les enseñan a perder y

rehacerse. Pobres hijos con hiper-autoestima; carne de diván, adonde les

dirán además que deben reforzar su autoestima; la facturación de los

psicoanalistas se espera que antes del final de la década actual supere el

2,35 % del PIB.

56

Ignoran estos padres los efectos devastadores, en la sociedad, de

los excesos de la autoestima; ignoran también lo que señala el profesor

Garrido, (2000): “El psicópata tiene una autoestima muy elevada, un

gran narcisismo, un egocentrismo descomunal y una sensación

omnipresente de que todo le está permitido. Es decir, se siente el ‘centro

del universo’, y cree que es un ser superior, que debe regirse por sus

propias normas”. Retrato de un tipo acechando en la noche con un arma

en el bolsillo; también el de un piloto de bombardero empuñando la

palanca de la escotilla de las bombas, o el de un empresario empuñando

la estilográfica para firmar un despido multitudinario.

57

4 Historia

4.1 Previo

Puesto que la inmensa mayoría de la gente está integrada, feliz o

ineluctablemente, en una familia, parecería normal que se

documentara sobre esta institución, al objeto de, por ejemplo, alcanzar

su plenitud, que a veces se muestra esquiva, paliar algunos

inconvenientes o defectillos, ver qué modalidades hay disponibles,

abandonar aquélla en que se está, o no ingresar en ella bajo ningún

concepto.

No suele hacerse; imaginamos que porque no se está

convencido de las ventajas de la adscripción; no es como el caso del

judío ortodoxo, que lee incesantemente sobre su religión, única

verdadera, o el nacionalista radical, que acumula volúmenes, que no

se lee, sobre la grandeza de la patria irredenta, o cualquier otro

individuo satisfecho y orgulloso de la institución, real o imaginaria, en

que se haya sumido.

Los que nos están leyendo se cuestionan con nosotros que la

pertenencia a una familia sea el requisito ineludible para conseguir

una vida feliz; pocos o ninguno, entre los muchos a los que la familia

les parece incuestionable, habrá adquirido este libro. Pero lo hemos

escrito más para los segundos que para los primeros, en cuanto que

éstos están ya medio convencidos de que la familia es algo que hay

que pensarse, y estamos seguros de que lo harán y sabrán recabar la

adecuada bibliografía, de la que este refrito es una pálida muestra. Los

otros, los enfamiliados a ultranza, serían los beneficiarios de este

libro, si consiguiéramos que fuera un texto sugerente y llamativo, de

ahí que hayamos elegido la vía narrativa (según Ricoeur la única que

permite la aprehensión de la realidad y el tiempo), y de que ahora

apelemos a uno de los géneros más populares: la novela histórica.

58

4.2 Parentesco y familia

Según Jack Goody (1986), hay una molesta división entre parentesco

y familia; en las enciclopedias, cada uno de estos sujetos es tratado de

forma separada, uno por los antropólogos y el otro por los sociólogos,

“de forma que tenemos una visión muy parcial de las cosas”. Por la

intención y extensión de este libro, entre las dos maneras de enfocar la

historia de la familia patriarcal, treparemos por la rama sociológica,

aún a sabiendas de que el filón relático de la antropología es bastante

mayor, como ya se vio en el Capítulo 2.

Recorreremos diversos autores, pero sobre todo un texto

amplio y sugerente, la “Historia de la familia”, esfuerzo colectivo bajo

la dirección de André Burguière, Christiane Klapisch-Zuber, Martine

Segalen y Françoise Zonabend, publicada en Francia en 1986, y en

1988 en España. Naturalmente recomendamos la lectura de ese libro,

extenso y ambicioso, sobre todo para soslayar la tendenciosa lectura

de él que aquí ofrecemos.

La primera reflexión, etnológica, sobre al familia es relativa al

parentesco. Por unas cosas o por otras (algunas de ellas se trataron en

el mencionado Capítulo 2), nos encontramos con la familia ya

constituida como formación social fehaciente y con un correlato

psíquico de orden simbólico: el parentesco.

Los sistemas de parentesco no existen “sino en la conciencia

de los hombres” (Lévi-Strauss, 1958). “El parentesco es ante todo un

entramado de categorías culturales” (Flaquer, 1998). Es también un

vocabulario; un conjunto de palabras que todos los niños aprenden,

que sirve para designar a las personas incluidas en la categoría de

parientes y para dirigirse a ellas, según un cierto protocolo. Estas

formas de tratamiento demuestran enseguida una asimetría en las

relaciones padres-hijos: aquellos se dirigen a éstos utilizando nombres

propios y éstos a aquellos mediante el término del parentesco.

59

Esta asimetría no es, por supuesto la única, en cuanto los

términos pertenecen a un sistema de clasificación, cuya verticalidad es

expresión de un sistema de poder, el que ancestralmente informa las

relaciones familiares.

Hay una clara conexión, que los antropólogos estudian con

denuedo, entre parentesco y circulación de riqueza, hasta el punto de

que los legos nos replanteamos el origen mismo de la familia. Los

legos recordamos al fraile, que establecía en el siglo XIV las dos

causas principales de la actuación del hombre: “… la primera/ por

aver mantenençia; la otra cosa era/por aver juntamiento con fembra

plazentera”. Una duda nos asalta: la delimitación del territorio del

mamífero macho, ¿es para la posesión exclusiva de un grupo de

“fembras” o éstas no son más que un pretexto, marcas de señalización

para reservarse una zona económica de recolección y caza

(“mantenençia”)?

Sea el que haya sido el origen de la familia, lo cierto es que, al

aparecer los primeros testimonios históricos, nos encontramos “grupos

de parientes”, que se reclutan de diversas maneras, según reivindiquen

un antepasado común, hombre o mujer, por vía masculina (filiación

patrilineal) o por línea femenina (filiación matrilineal). Se trata de

unidades sociales, que pueden tener un nombre, poseer y explotar

bienes en común y compartir actividades rituales. Cuando se puede

reconstruir el trazado exacto de los lazos genealógicos entre los

individuos vivos y el antepasado común, el grupo forma un linaje,

matri o patrilinaje, según el modelo de filiación adoptado. El clan es

un grupo más vasto, de mayor antigüedad genealógica; sus miembros

se refieren a un antepasado más o menos mítico. En esta agrupación

global, linajes y clanes, se inscribe el grupo doméstico, conjunto de

personas que viven bajo el mismo techo. Las configuraciones

familiares que caben observar en este contexto son sumamente

variadas, pero de hecho se articulan alrededor de la oposición

fundamental entre familia restringida, llamada también nuclear o

conyugal, y familia ampliada, que puede ser troncal o extensa, según

60

las ramificaciones verticales o colaterales agrupadas en torno a la

familia conyugal que constituye el eje.

La familia troncal ha sido tradicionalmente, en Europa, la más

extendida, hasta hace apenas dos siglos, en que comenzó a prevalecer

la nuclear. La larga historia de Europa se ha escrito muchas veces;

muy pocas desde la óptica de los personajes corrientes, y muchas

menos bajo la consideración de que éstos son miembros de familias

extensas antes que vasallos, hugonotes o lansquenetes. ¿Cómo incidía

la predicación de una cruzada a tierra santa o la llamada a la

resistencia contra los prusianos, según se fuera primogénito o

segundón? ¿Cómo se afanaba el espinazo de una mujer arrancando

patatas para remediar la hambruna, según perteneciera a la rama

principal o lateral del eje de su familia troncal? ¿Cómo reaccionaban

los jefes del clan ante la noticia del proyecto de un ferrocarril que

uniría su idílico y paupérrimo land con la ciudad? Otro ejemplo de

relación entre la organización familiar y los hechos históricos; en la

Europa de dinastías, arzobispos y condottieri, había organizaciones

familiares homólogas en la base y en la cúspide, pero hasta que no se

produjo el declive popular de la familia extensa, en la revolución

industrial, no se resquebrajó y derrumbó la oligarquía del viejo

régimen.

Se dieron en Europa otros tipos de “grandes familias”, como

las hermandades, que vinculaban a parejas casadas de hermanos, o las

comunidades tácitas, que asociaban unidades conyugales, con un

acuerdo para explotar colectivamente una tierra, y donde se mantenían

habitaciones separadas para las unidades conyugales, pero los niños

eran educados por la colectividad. En estas comunidades había un

hombre y una mujer dirigentes, elegidos por sufragio y que no podían

ser miembros del mismo matrimonio.

La comunidad tácita es uno de los pocos casos en que se

inventó una forma de convivencia que aminorara los rigores del

patriarcado y una de las pocas situaciones en que se ha admitido que

los niños son patrimonio de todos, no exclusivamente de sus padres.

61

Ignoramos por qué, desgraciadamente, no cundió el ejemplo y no se le

dio entonces un vuelco a la familia tradicional.

La obra reseñada, “Historia de la familia”, estudia diversas

culturas, de todo el planeta. En todas ellas, los primeros documentos

escritos en piedra, arcilla o papiro, muestran a la familia patriarcal

perfectamente asentada; este tipo de organización es un antiguo

invento, y es muy probable que recorriera muchos siglos de

prehistoria; si reparamos en cómo viven los chimpancés e

interpolamos unos pocos millones de años, mucho nos tememos que

no se haya conocido otra cosa.

4.3 Mesopotamia y Egipto, con un paréntesis feminista

El cuneiforme sumerio ya registra nombres de parentesco y lazos

conyugales, y está atestiguada la filiación por la madre; muy raramente

sin embargo se encuentra a ésta en las inscripciones relativas a

transferencia de bienes, que pasaban de hombre a hombre. La sociedad

patriarcal, en época babilonia, tenía un concepto de “destino” que

recorría tres etapas capitales: el matrimonio, el nacimiento de un hijo y

la muerte. Según los estudios de Glassner (1986), el hombre que

“permanece solitario” o la mujer “que no fue abierta”, o la pareja estéril

y sin prole, se sumían en la desgracia, y se situaban junto a los difuntos

que amenazaban con convertirse en seres malignos, demonios muy

temidos que perseguían a los vivos.

El matrimonio formaba una relación socialmente aprobada, no

tenía nombre, ni en sumerio ni en acadio, pero para designarlo bastaba

con la unión de dos términos, que juntos venían a significar “toma de

posesión de la mujer por el hombre”. El padre del futuro esposo “elegía

una mujer para su hijo, y hacía a la familia de aquélla un pago en especie

o en dinero, que en cierta medida era una promesa de matrimonio, el

inicio de un derecho: el de tomar mujer”.

62

(Es preciso distinguir entre “el precio de la novia”, que es una

compensación a la familia de ésta por la pérdida de sus valiosos

servicios reproductivos, y “la dote”, que era la manera que tenía −¿tiene

todavía?− la familia de la novia de conseguir alianzas beneficiosas,

“emparentar”.)

Una vez concluido el acuerdo, la mujer pertenecía a su esposo, y

si era sorprendida con otro hombre, incurría en pena de muerte, sin

remisión posible. En el momento de abandonar la casa de su padre

para ir a vivir a la del marido, estaba ya obligada a llevar velo, uso

establecido por las fuentes desde fines del tercer milenio.

En la Asiria del siglo XV a.C. los privilegios del marido se

reafirmaron con mayor vigor.

Los asirios, es sabido, inventaron la guerra como negocio

nacional; en vez de fatigarse en los campos, se conquista al vecino y

se recaudan impuestos. Esta ocupación ya había sido emprendida

mucho antes por tribus y hordas, pero nunca había habido todo un

Estado dedicado exclusivamente a la guerra. Gente así no es extraño

que legislara brutalidades contra las mujeres. Los apaleamientos, de

libre disposición, debían hacerse en presencia de un juez, y “las

mutilaciones, sobre todo amputaciones de nariz y orejas, requerían la

presencia de un sacerdote con algunos rudimentos de medicina; en

caso de flagrante adulterio, se pagaba con la vida sin más”.

Llegados a este punto, hemos de hacer otro paréntesis.

La mayor objeción contra la familia patriarcal es la infelicidad

que ha supuesto y supone para la mitad del género humano, lo hemos

aseverado varias veces a lo largo de este libro y no va a ser la última.

Contra tal hipótesis se alzan muchos: los patriarcas; también sus

esposas, si el patriarca es rico, o si no lo son pero ellas no tienen

donde caerse muertas, o si la servitude volontaire de La Boetie, o si

furibundas de alguna religión patriarcal. Se alzan también aquellos no

patriarcas que sólo de pensar que las mujeres tuvieran las mismas

libertades que ellos se ponen enfermos (sobre todo porque la única

63

libertad que el Poder les ha dejado es la de ser misóginos, y no se

privan); mencionaremos también a los que defienden la diversidad

cultural de los demás, siempre que no les afecte a ellos (exotismos del

cuchillo tales como cortar las manos a algunos ladrones y el clítoris a

todas las mujeres); y un largo etcétera. Una pregunta flota en el aire

desde hace bastantes páginas: la respuesta es clara: sí, lo somos.

Entendemos además que ninguna persona decente puede dejar

de ser feminista, que significa, entre otras cosas, tener clara conciencia

de que las mujeres tienen recortes en sus derechos legales, en

Occidente, y de que en muchos países, tienen muy pocos derechos o

ninguno; y además de tener conciencia, significa también hacer algo

para remediar tal vergüenza, que en su mayor parte se debe a la

preponderancia de la familia patriarcal. Sería un honor para nosotros

ver este texto en las librerías feministas.

La familia patriarcal sólo podrá ser confinada a los archivos de

la historia (de la infamia) si las mujeres se unen y luchan, lo cual no

quiere decir que lo que venga a continuación vaya a ser

necesariamente un camino de rosas: en la historia de la humanidad, de

no mediar alguna innovación tecnológica, son muchas más las veces

que se ha ido a peor.

Otra pregunta es si vamos a dar un repaso a la historia de la

humanidad refiriendo todas las iniquidades cometidas contra las

mujeres. No tan sólo: sería tedioso (recuérdese que este libro intenta

ser de literatura); no vamos a omitirlas, por supuesto, pero vamos

sobre todo a contar cómo la infatuación y falta de entendimiento entre

los opresores hizo que los oprimidos comenzaran a liberarse, relato

épico y por tanto clásico; porque las batallas de las mujeres por su

liberación guardan no pocas homologías con el caballo de Troya.

A vueltas con los antiguos mesopotámicos. Sólo el hombre tenía

derecho al repudio o al divorcio. Había una cláusula en los contratos

matrimoniales: “Si la esposa dice al esposo: tú ya no serás mi esposo,

se la atará y se la arrojará al río”; a la inversa, al esposo le bastaba

64

pronunciar la misma frase: “tú ya no eres mi esposa”. Pero sólo si era

justificado por mala conducta o esterilidad, en caso contrario, el

esposo debía pagar a su mujer una indemnización por repudio, y

restituirle la dote y los bienes parafernales. Se ha encontrado un

contrato matrimonial en el que si el marido pedía el divorcio, éste

debía abandonar la casa con las manos vacías y servir en los establos

de palacio; si por el contrario, era la esposa quien lo pedía, ésta debía

salir desnuda de la casa, camino del suplicio.

Los documentos de esta época se limitan a la vida de las clases

altas, donde la defensa del patrimonio requiere de contratos y

escribanos; es fácil deducir la escasa simetría, o siquiera reciprocidad,

que habría también entre hombres y mujeres de las clases bajas, en

asuntos de separaciones y repudios.

Los niños eran confiados a la madre hasta el destete, que se

efectuaba alrededor de los tres años; a partir de ese momento, pasaban

a estar bajo la autoridad del padre.

En la herencia, había una preeminencia del primogénito, aunque

no exclusiva; los hijos se esforzaban luego en recomponer el

patrimonio.

Egipto era una encrucijada de culturas, el África del Nilo, el

Sahara, el Cercano Oriente y el Mediterráneo; este mestizaje le dio un

sello característico y distinto de sus vecinos mesopotámicos.

Hay una estatua en el Louvre, enternecedora, del año 2400 a.C.

Un matrimonio, sentado; las figuras son del mismo tamaño; la mujer

rodea con su brazo la espalda del esposo, y el niño está entre los dos.

En Egipto hay matrimonio cuando se produce la “fundación de

una casa” por el hombre, quien “toma” mujer; ésta, a su vez, se

supone desposada cuando “se sienta” en casa del marido. En los

primeros documentos conservados, se consigna el acuerdo entre el

esposo y el suegro, quien “da” a su hija “por mujer” (Forgeau, 1986).

Entre las motivaciones que presidían la elección de esposo, la

sociedad egipcia daba gran importancia al amor. Hacia el 1.400 a.C, el

65

término para hermana es un doblete del de “esposa”, identidad de

vocabulario que revela una ausencia de prohibición, al menos en

principio, en cuanto a las uniones consanguíneas, que en la realeza

está más que demostrada, y entre los particulares debió de ser práctica

común, a la que puso fin tardíamente un edicto de Diocleciano.

Este aspecto es muy interesante; Egipto se suele mencionar

como la excepción a la regla universal del tabú del incesto, sobre lo

que se han manifestado a lo largo de la historia diversos autores, sin

faltar Lévy-Strauss. Supuso pues la apoteosis de la familia,

realimentada por sí misma en un bucle inacabable, asintótico con lo

identitario: ¿de ahí el amor que se profesaban los cónyuges? No es

extraño que fuera así, como bien dicen los narcisistas confesos cuando

se declaran tras una cena junto a un lago: me gustaría amarte como me

amo a mí mismo.

Las leyes sobre el divorcio preveían minuciosamente las

indemnizaciones; éstas eran, además de una civilizada manera de

compensar la dependencia económica de la mujer, un intento de

estabilizar las familias.

La poligamia, oficial en la corte, nunca fue afirmada ni

condenada entre los particulares. Harén real tiene en la lengua egipcia

antigua la misma raíz que prisión.

Conocido es el viaje de Heródoto a Egipto, y la enumeración

que hizo de sus “costumbres y leyes contrarias a las del resto del

mundo”. “Entre ellos, las mujeres van al mercado y comercian, y los

hombres cuidan de la casa y tejen”. En Egipto, de hecho, no existía la

tutela del marido sobre su esposa, considerada como persona jurídica

y, como tal, capaz de dar testimonio, testar, iniciar acciones jurídicas y

disponer de sus bienes. Lo que mejor ilustra el lugar que ocupa la

mujer en el seno de la familia es el título de “ama de la casa”, con que

se la designa a partir del Imperio Medio.

El hijo es el objetivo obligado de la familia, para asegurar la

sucesión, y con frecuencia se practica la adopción. Pero en el

nacimiento no existe ninguna discriminación de sexo, según constata

66

otro viajero griego, Estrabón, quien, habituado al abandono de las

niñas, se pasma: “Alimentan a todos los hijos que les nacen”. La

iconografía traduce esta similar aceptación de las niñas y los niños,

adoptando un canon idéntico de representación para unas y otros. Una

ojeada al Egipto actual denota un claro retrodarwinismo o evolución

hacia atrás.

4.4 Grecia

Siguiendo a Aristóteles la comunidad (koinomia) está constituida por

tres relaciones elementales: la relación amo/esclavo, la asociación

marido/esposa y el lazo entre el padre y los hijos. Esta comunidad es

llamada oikia u oikos, casa, familia. Sitúa a la familia entre el

individuo y la sociedad, pero define la ciudad-Estado como conjunto

de casas: “Toda ciudad se compone de familias” (Política, I, 3, 1).

Para Platón sin embargo, en La República, una ciudad sin

familias sería no sólo posible, sino preferible, en cuanto la esfera

privada es siempre una traba al desarrollo político, entendiendo por tal

un poder claro y terminante.

Las cosas en Grecia no fueron por los caminos platónicos, y la

ciudadanía –condición previa para la participación en la vida pública−

se heredaba por una transmisión bilateral; a propuesta de Pericles, la

asamblea ateniense decidió “no permitir el goce de los derechos

políticos a quienquiera que no haya nacido de dos ciudadanos” (Sissa,

1986). La ciudadanía era, pues, título hereditario; no era la ciudad la

que confería el rango de ateniense a un individuo, sino su origen

familiar.

Para ser ciudadano se requería además proceder de matrimonio

legítimo, nacido según las leyes, que exactamente rezaban: “Haber

sido engendrado por una mujer que haya sido dada en matrimonio

regular por el padre, el hermano consanguíneo o el abuelo paterno”.

La legalidad del matrimonio no se alcanza por estar casados en lugar

67

público, ante un magistrado que proceda al registro de los esposos,

sino porque el gesto de dar a una mujer en matrimonio (ekdosis) se

haya realizado por un pariente del sexo masculino. Llegado el caso, un

marido cerca de la muerte tiene el derecho de legar su mujer en

matrimonio a un heredero que él designe.

De modo que tanta democracia, tanto Esquilo, Fidias y

Temístocles, tantas columnas dóricas y jónicas, mitologías y

cariátides, para al final estar como en los tiempos salvajes que estudió

Lévy-Strauss: hombres que se hacen entre ellos selectiva donación de

mujeres. ¿Será la brisa del Mediterráneo lo que engendra tal miedo a

las mujeres que aconseja tenerlas bien atadas? (Hay más brisas de este

tipo: del Báltico, Mar de la China, Atlántico, Caribe, Índico, Pacífico,

etc). Las leyes atenienses antedichas reducen su institución

democrática a un selecto club de propietarios que trataban de repar-

tirse ordenada y pacíficamente el pastel.

Dentro del club había grupos “fratrias”, que agrupaban a

miembros de diversos linajes, ante las que había que hacer la

inscripción de los hijos; los miembros de estas fratrias admitían por

votación que el hijo era legítimo, tras lo que se procedía a inscribirlo

en el “demo”. La sociedad de vástagos legítimos a toda prueba

permitía tan sólo un resquicio para los no homologados: la adopción

de un extranjero, que se llevaba a cabo si en la asamblea votaban a

favor un mínimo de seis mil atenienses.

En esta sociedad, radical logro de la familia patriarcal, el

patrimonio circula por vía masculina, y entre los derechohabientes no se

encuentran las hijas, toda vez que éstas son parte del patrimonio. Giulia

Sissa (1986): “Entre su padre y su marido, entre su marido y su hijo, la

mujer-herencia nunca abandona su carácter de objeto que se da o se

toma y que circula en el seno de la parentela. En general, la autoridad

masculina sobre un hijo de sexo femenino es poderosa, porque una

mujer nunca llega a la mayoría de edad; el padre tiene derecho a

recuperar a la hija que ha dado en matrimonio”.

68

No estaba conforme el Platón de La República con la

segmentación de la sociedad ateniense en familias, cuyo egoísmo

preveía que acabaría dando dar al traste con la ciudad. Propone

entonces una sola familia, en la que los niños sean de todos, loable

igualdad, y en la que, se veía venir, las mujeres también serían de

todos.

4.5 Roma

Trataremos con cierta extensión la familia en la antigua Roma; por

una razón: a nuestro juicio, y al de muchos autores consultados, el

Derecho Romano constituye el más importante soporte jurídico de la

familia patriarcal.

En la sociedad romana, la etimología de la palabra familia es

clara: procede de famus, siervo. En época de Catón, éste redactaba

para los propietarios de haciendas las plegarias que pedían la

protección de los dioses: “Para mí, mis hijos, mi casa (domus) y mis

bienes (familia)”. Un siglo después, cuando un contemporáneo de

Cicerón o Séneca enumeraba los bienes que le ligaban a este mundo,

“...Nombraba en primer lugar a sus hijos; seguían los honores

recibidos por la ciudad, el patrimonio, la casa, y en último lugar, la

esposa”. (Thomas, 1986). Domus incluía también la familia

residencial, y familia o patrimonio englobaba fundamentalmente a la

servidumbre, pero Catón no mencionaba a la esposa como parte de la

domus.

Tomar mujer para tener hijos, era la fórmula legal romana para

el matrimonio. Venter, “vientre” designa la matriz, y también, por

metonimia a la mujer; viuda o divorciada, la esposa se regía por

normas que no veían en ella más que el envoltorio orgánico que

contenía un hijo. Al nacer, el padre levantaba al niño de la tierra,

donde lo había depositado la comadrona, “…Gesto de apropiación que

le introducía en su derecho, pues tollere liberos quiere decir también

69

adquirir la potencia paterna. Si se trataba de una hija, ordenaba

simplemente a la madre que se le diese el pecho; así, alimentar una

hija era una manera de decir que se la dejaría vivir, mientras que el

primer alimento del hijo era consecuencia de un gesto por el cual el

padre lo integraba en la serie de los poderes heredados y

transmitidos.”

En tiempos de Catón el Censor, un marido podía matar a su

mujer adúltera. Bajo Augusto, es al padre a quien está reservado el

derecho a castigar. El poder no ha aflojado, pero el matrimonio se ha

convertido en un vínculo provisional: las mujeres circulan, y aun

cuando sean prestadas y devueltas, siguen vinculadas a su casa

paterna. “Más de lo que lo fueran en el pasado, las mujeres de la

sociedad republicana tardía e imperial son sólo una vía de paso para el

linaje paterno”. Los romanos, dice Licurgo, “cuando uno de ellos no

tiene bastantes hijos, se prestan la mujer como favor; a diferencia de

los espartanos, que incluyen entre ellos al conciudadano del que

quieren hijos vigorosos, los hombres de Roma hacen circular a sus

mujeres”. El padre todopoderoso puede también ceder una hija a un

amigo sin descendencia o a un personaje influyente; todo el mundo,

esposas, hijos, y esclavos, pertenecía a los padres, y todos, como se

ve, eran intercambiables. Posteriormente se produce un nuevo cambio,

y la mujer volvió a pasar del progenitor al marido, de la patria

potestas a la maritalis potestas (Beneyto, 1993).

Los padres confían sus hijos a la esposa, también sus esclavos,

y la administración de los bienes, pero no la propiedad. El padre

instalaba a sus hijos, consentía sus gastos, era “un déspota, liberal con

el dinero, pero avaro con su poder; su muerte era esperada, a veces

precipitada”. El poder del paterfamilias sobre sus hijos no dejaba

lugar a dudas; la emancipación de éstos no era total hasta la muerte

del padre, quien podía llegar al homicidio de hijos, esclavos y esposa

por causa justificada, y la lista de justificaciones era temible. Se

cuenta que un senador hizo un discurso muy aplaudido, pero que no

fue del agrado de su padre, que desde las gradas le gritó: “Basta ya,

70

vámonos a casa”. El Senador lo siguió, y no fue un acto vergonzoso,

sino de lealtad y acatamiento. El padre, asimismo, tenía la potestad de

hacer ahogar a sus hijos deformes o enclenques.

El Derecho Romano considerará a la mujer desde dos ángulos:

sin derechos propios, sometida a otra persona, alieni iuris, o con tales

derechos, sui iuris. En este último caso estará sometida a tutela, al

igual que los menores de edad, debido a lo que estimaban como

fragilidad o imbecilidad derivada del sexo femenino (propter

fragilitas vel imbecillitas sexum). La mujer permanece siempre

sometida: a su progenitor desde el momento que nace, y al marido tras

el matrimonio. Las consecuencias jurídicas de este hecho son

extensivas a toda la historia de Occidente, por la aceptación,

desarrollo y persistencia del sistema jurídico fijado por Roma

(Beneyto).

Para los antiguos romanos había tres clases de uniones:

conubium, concubinatus y contubernium, según la unión fuera entre

ciudadanos, ciudadano-esclava o esclavos. El casamiento a su vez

tenía tres modalidades, que mantienen su vigencia, con ligeras

variaciones, en la mayor parte de Occidente. Confarreatio;

matrimonio religioso, con el rito de ofrenda a la Divinidad. Coemptio;

matrimonio civil, con la negociación del cambio gentilicio. Usus;

simples matrimonios naturales, o relaciones maritales aceptadas como

hábito. “Lo primero que se exigía con estos ritos era la publicidad, que

las gentes supieran que existía unión. Se trataba de transmitir al

marido el poder del padre sobre la mujer” (Beneyto).

Lo que en Roma se entiende como conyugalidad, no se

idealiza en el amor, sino en el acuerdo o en la ausencia de acuerdo:

concordia. Dice Sextio: “Adúltero es el que trata a su mujer como

amante, con demasiado ardor”, Plutarco cuenta cómo un senador fue

excluido del Senado porque la hija lo había sorprendido en pleno día

besándose en la boca con su esposa. (Un hombre confuso malamente

va a regir los destinos de la Patria; confundir a la mujer de uno con un

sombrero es menos grave que confundirla con una concubina.)

71

La sexualidad de la esposa pasaba por no pocas carencias; el

marido sólo le reservaba las sesiones necesarias para hacer los tres hijos

exigidos por la ley. La libertad sexual del marido sólo estaba limitada

por el incesto y por el ámbito de autoridad de otro ciudadano: le estaban

prohibidas las relaciones con hijos, hijas y esposas de otro ciudadano, y

la sociedad y el Estado intervenían para prohibir las relaciones pasajeras

con viudas y divorciadas, pero tenía, sin riesgo penal, acceso a todas las

demás mujeres y hombres que dieran su consentimiento, y por supuesto

a sus esclavos y libertos, de ambos sexos. En los siglos II y III se

multiplican las leyes sobre las concubinas, que regulan sus obligaciones

en función de las de la esposa.

La educación, como no podía ser menos, era autoritaria y plena

de castigos corporales; el hijo es apaleado, pero también lo son los

pedagogos y esclavos que lo cuidan; el hijo aprende antes la violencia

que las letras. “Por el sufrimiento físico y moral corregimos los

caracteres depravados; es parte de la razón, y no se requiere la cólera”.

Poco tenían que ver estas prácticas con el estoicismo de Séneca.

En esto llegó el cristianismo. Las mujeres empezaron a

pertenecer a Jesús y a cuestionar la pertenencia a padres y maridos.

Tertuliano, entre dos persecuciones, ve clara la grieta y mete la cuña:

escribe para las mujeres; primero tratados sobre el aseo, luego sobre la

educación de las hijas, enseguida sobre compostura, virginidad y

matrimonio. Constantino viene del Este con ideas nuevas: agrava las

penas de la mujer adúltera: se la mataba vertiéndole en la boca plomo

hirviendo; mal principio para la pietas cristiana. Un siglo después,

Justiniano considera que dos años de reclusión son suficientes. Se

inicia la inacabable polémica de la Iglesia sobre el divorcio, que

inicialmente hace disminuir la circulación de mujeres y el abandono

de niñas. La Iglesia equipara el adulterio masculino al de la mujer, lo

que, por supuesto, no tuvo consecuencias jurídicas, y comenzaron a

condenarse ciertos actos en el matrimonio, con lo que la soledad

sexual de la esposa se acrecentó.

72

4.6 Interludio, con Foucault y Marcuse

Un respiro y traemos a dos clásicos de los sesenta-ochenta: Michel

Foucault y Herbert Marcuse.

Foucault (1976) en su por desgracia inacabada “Historia de la

Sexualidad”, describe qué interdicciones sexuales había en el mundo

grecolatino, previas a las que a renglón seguido instauró la Iglesia. Por

supuesto, el uso sexual de los esclavos no estaba mal visto; tampoco

los amores de adultos con jovencitos: era parte de la enseñanza,

relación maestro-aprendiz. La mayoría de los jóvenes pasaba por ello,

y era el único período de la vida de un ciudadano en la que se permitía

la pasividad: ésta sí que era condenable, era perseguible de oficio.

Tenemos ya, en época temprana, la pasividad como desdoro del

macho mediterráneo, ¿de los machos solamente?

La última foto de Marcuse que conservamos es en una

conferencia en Berlín, a la que asistían feministas alemanas, radicales,

y como era verano, en camiseta: robustos hombros y rubios pelos

largos, como walkirias. Contrastaba tal exhibición de salud con el

aspecto del pobre Marcuse, flaco y avejentado. Pero en absoluto

acabado; parecía seguir un precepto sesentayochista tristemente

olvidado: “Allá donde fueres, arremete contra lo que hubiere”. Nada

menos que reivindicaba, para toda la sociedad, lo que consideraba un

hallazgo de la condición femenina: la pasividad. Se le echaron encima

como fieras y no le dejaron terminar.

Nosotros también la reivindicamos, por supuesto, y en los

términos con los que él la defendía, que no es ausencia de iniciativa,

retraimiento o búsqueda de un padre, sino receptividad y atención a

las propuestas del otro. La pasividad es piedra angular en la educación

que da la madre, tan diferente del impaciente furor ordenancista del

padre. Permite que el niño se exprese y se abra camino entre sus

dudas. (No se confunda esta pasividad con el avieso ánimo posesivo,

contra el que arremetemos más adelante, en 6.9)

73

En el amor, asimismo, hay una alternancia entre la pasiva

aceptación de la persona amada y las iniciativas de compromiso y

seducción; la “actividad”, arrolladora e indomeñable, es testosterónico

y competitivo afán, en el que al final siempre hay alguien, como en la

época clásica que Foucault estudiaba, qui se fait enculer.

4.7 Retrohistoria

La retrohistoria alternativa o “de qué otra manera podían haber sido

las cosas”, es género narrativo inferior, basado en la impertinencia de

suponer que las cosas han sido de una manera determinada, y en la

falacia de que el determinismo además de ser verosímil es reversible;

los que practican tal género se dividen entre los que buscan en qué

cruce de caminos se extravió el devenir, por si cupiera desandar el

camino, y los que tratan de justificar, como mal menor, la desgraciada

trayectoria de la historia.

Pregunta retrohistoricista clave: momento exacto o aproximado

en que podría haberse neutralizado la todavía incipiente formación de

la familia patriarcal. Respuesta: justo al bajarnos del árbol. Sujeto de

la revuelta: las todavía monas: “Nada de unos cazando y otras

cargando con el niño todo el día y hurgando con un palo en el suelo

para coger larvas: hazte cargo del monito y toma el palo, que yo

también sé cazar, y si no, ya verás qué pronto aprendo; no me esperéis

a cenar”. Rugido del mono y exhibición de colmillos; rugido de la

mona; aparecen sus compañeras, ninguna sin colmillos: amenaza

adicional y clara: “Nos negaremos a copular y adiós especie, que

quizás sea lo mejor que podemos hacer para no desquiciar el

equilibrio ecológico. A la Naturaleza no creemos que le interese un

temible rebaño, horda o como se vaya a llamar, capitaneado por

machos, rivales e insatisfechos por estar malcriados por madres

encenagadas en la continua maternidad y búsqueda de larvas con un

palito”.

74

La historia da muy pocas oportunidades, la retrohistoria

muchas. Otra buena ocasión para desmontar la familia patriarcal

habría sido tras alguna de las recurrentes guerras que diezmaron a los

machos malcriados, o cuando la revolución industrial precisó de

mujeres para la manufactura, y luego todas a casa. Hubo después un

par de guerras: de nuevo todas a trabajar y después todas a casa. Pero

esta vez algunas no volvieron: predecimos que ése ha sido el momento

que ha hecho posible que dentro de algunos años se vean las fotos de

las familias actuales como patéticos daguerrotipos, o como los cuadros

que coleccionaba el profesor viscontiano de “Gruppo di famiglia in un

interno”.

4.8 China

La identificación entre parentesco patrilineal y civilización ha sido

una de las constantes del pensamiento chino, desde los tiempos

arcaicos. El sistema de parentesco es lo que distinguía a los

“civilizados” de los “bárbaros”.

En 1937, un antropólogo, Han-Yi Feng, registró 340 relaciones

de parentesco, desde el siglo II a.C, que basculan sobre cuatro tipos de

distinciones en función de sexo, edad relativa, generación y filiación.

Para el concepto “tío”, por ejemplo, hay en chino cinco vocablos

diferentes, y los diagramas en que se especifica el grado de luto que debe

guardarse, contempla el parentesco de hasta nueve genera-ciones, según

los antiguos rituales.

Confucio y su escuela (siglos V-IV a.C.), propugnaron una

sociedad cuyo principal elemento era la cohesión familiar, y donde la

política era la expresión, en el orden social, de las nociones de autoridad

paterna, (Cartier, 1986). Los ataques más violentos contra el familismo

confucionista son realizados por Mozi (siglo V a.C.), principal

representante de una tradición igualitarista, que ataca la política basada

75

en la tradición y el poder de las armas, y que proclama las excelencias de

la familia nuclear.

En los siglos IV y III, la sociedad está constituida por familias

nucleares de campesinos, que practican una agricultura extensiva,

pagan impuestos en grano y proporcionan reclutas para la guerra, que

organizan los señores feudales; tanto éstos como el emperador que

acaba con ellos, están organizados en grandes familias, que conspiran

constantemente por la sucesión, hasta terminar en la anarquía. Surge

entonces un movimiento de “renovación confucionista”, que tras los

dos siglos de la dinastía Han, caída en el 220 d.C, da paso a una

afiliación masiva de los desfavorecidos a las religiones de la

salvación, a saber, el budismo y el taoísmo, cuyo denominador común

es el rechazo de los valores familiares y la creación de “comunidades”

basadas en la libre aceptación de la elección, o en las afinidades, antes

que en el estatus o el parentesco. “Paradójicamente, este período de

fermentación intelectual y religiosa coincide con la edad de oro de las

grandes familias aristocráticas”, (Cartier). El poder sigue organizado en

familias extensas, y los campesinos en familias nucleares.

La dinastía Tang, hacia el siglo VIII, consolida la práctica de

los exámenes para provisión de funcionarios, en la que la mayoría de

las plazas son para las familias de notables, pero que origina la

desaparición de la aristocracia hereditaria como fuerza política

dominante y la implantación de un orden político basado en la

adquisición de títulos académicos y en la posesión de la tierra. Esta

posesión excluye a las mujeres: sólo heredan los varones; también son

excluidas de las labores agrícolas, pese a que en la mayoría de las

sociedades dedicadas al cultivo del arroz, el transplante y recolección

son labores femeninas. Las mujeres, por tanto, se encuentran en una

situación de absoluta dependencia respecto a sus padres y su familia

política. De esta época procede la costumbre de vendar los pies a las

niñas; la consiguiente deformación les imposibilita realizar labores de

subsistencia.

76

En el siglo XIII los mongoles controlan la totalidad del país; más

de la mitad de la población es reducida a la condición de esclavos.

Nuevo retorno de los valores familiares confucionistas, que perdurarán

en las dinastías Ming y Quing, desde 1368 a 1911. La relación mayor-

menor se sustituye por la relación amo-servidor; a pesar de los mensajes

de solidaridad y armonía transmitidos por la ideología de Confucio, las

relaciones de parentesco constituyen un sistema jerárquico muy sólido,

en el que el hombre ostenta del derecho a ejercer la violencia. Rara vez

intervienen los tribunales en asuntos familiares. “Habrá que esperar

hasta 1772 para que una sentencia imperial recuerde que el infanticidio

de niñas es un crimen condenado por la ley. Una decisión que siguió

siendo papel mojado” (Cartier).

Hacemos un obligado paréntesis.

4.9 Sólo el primer llanto

Afuera un cielo oscuro con las estrellas ocultas tras las negras losas

del presentimiento,

sólo padres y hermanos, agrupados y mudos, campesinos torvos, con

ojos como hendiduras.

Dentro mujeres llorosas dobladas sobre sí mismas por la pena que

auguran, reviviendo la angustia de la que nunca supieron cómo

salieron indemnes.

Los gritos de dolor de la madre se interrumpen, queda algún quejido

en suspenso, sobre el que se alza el llanto del recién nacido,

que gime sin convicción.

Tanta es la sangre que no se aprecia el destino del cuitado, pero la

esperanza no renace.

La madre se incorpora, el viento casi apaga las velas, alarga las manos

y busca crispada entre las pequeñas piernas;

no encuentra nada, grito tremendo ahora, sostenido;

77

arrecian los llantos de las demás mujeres.

Los hombres se dispersan cabizbajos. El brillo de una luna de muerte,

semioculta entre nubes, ayuda a encontrar el camino, que

recorren deprisa,

sin volver la cabeza, sin querer ver la casa.

La ven de todos modos, no hace falta mirar;

ven salir trastabillando a la madre, su llanto es como el de un perro

apaleado.

Ven como se adentra en el bosque, en la ignominia;

deposita el bulto en el suelo, lo abandona al frío,

a las alimañas,

(nadie sabe por qué se llama así a los animales y no al género

humano.)

4.10 China moderna

Los manchúes conquistan China en 1664. Como antiguos

nómadas que eran, tienen una concepción de la separación de sexos

mucho más flexibles que la de los chinos. Se prohíbe la costumbre de

vendar los pies a las niñas, y la mujer participa de una manera más libre

en la vida pública. Pero los conquistadores son menos de un millón para

una población de más de cien millones; poco a poco los antiguos usos

terminan imponiéndose. Hay que esperar hasta la segunda mitad del

siglo XIX para que empiece a tomar un cierto auge el movimiento de

emancipación de las mujeres.

En los primeros años del siglo XX es cuando definitivamente se

produce la abolición de la costumbre del vendar los pies; las mujeres

comienzan a tener acceso a la educación, a la libre elección de cónyuge

y a una participación más intensa en la vida social y económica. La

manifestación en Pekín, mayo de 1919, contra la ideología

confucionista, encarnada en la autoridad de la familia patriarcal, supone

78

el inicio de las protestas radicales (Cartier, 1986a). Para las generaciones

nacidas antes de 1920, la tasa de analfabetos es del 62% en los hombres

y el 96% en las mujeres.

Al final de los años veinte, el país se encuentra dividido. El

partido nacionalista (Koumitang), comienza a hacer reformas, tratando

de “occidentalizar” las costumbres, pero choca con el escaso control

administrativo que tiene sobre los territorios que ocupa; no están en

condiciones de instaurar un registro civil o de proceder a un censo. Su

opositor, el partido comunista, mantiene siempre emparejadas las

reformas económicas y las transformaciones de las relaciones entre los

individuos, de forma que cada impulso revolucionario corresponde a una

nueva definición de la familia, (Cartier).

En el análisis de Mao Zedong y los teóricos marxistas chinos, los

campesinos pobres y las mujeres aparecen como las víctimas por

excelencia del orden social; la toma del poder en una aldea o cantón va

infaliblemente seguida de ajuste de cuentas en beneficio de las dos

categorías más desfavorecidas. Se abolen formas de enlace matrimonial

basadas en coacciones o entregas en metálico; se eleva sensiblemente la

edad legal del matrimonio, dieciocho años para las mujeres y veinte para

los hombres; se hace obligatoria la inscripción de los matrimonios en el

registro civil, a fin de comprobar la libre elección de los cónyuges, y se

instaura el divorcio por mutuo consentimiento.

Estas reformas, realizadas en el escaso territorio que controlan

los comunistas, se extienden a la totalidad del país al término de la

guerra civil, 1949, y se añaden la monogamia obligatoria y la igualdad

de los miembros de la pareja. Las reformas avanzan en las ciudades y

sectores productivos industriales, pero en el campo van despacio, y las

comunas agrícolas no acaban de funcionar.

El crecimiento económico dio origen a un incremento de la

fecundidad, por lo que en 1956 se lanzó la primera campaña de

limitación de nacimientos.

El “Gran Salto Adelante”, 1958, tiene consecuencias

catastróficas tanto en el plano económico como en el social. Las

79

comunas agrícolas se convierten en grandes empresas agroin-dustriales,

que llegan a agrupar a varias decenas de miles de individuos. “Bajo su

forma más radical, la comuna, calificada significativamente de ‘puente

hacia el comunismo’ impone una estricta separación de sexos, el uso

comunal del mobiliario y de los utensilios de cocina y un tipo de vida

comunitaria donde los niños y los ancianos son cuidados colectivamente

en guarderías y asilos. Se produce entonces una verdadera

desintegración de la célula familiar como lugar de vida y consumo”,

(Cartier).

Estas medidas suscitan resistencia pasiva entre la población

campesina, y fuerte oposición en las ciudades a que se extienda a ellas la

fórmula. La extrema penuria hace incrementar la mortalidad y disminuir

los nacimientos. A partir de 1961 se abandonan las experiencias

comunistas; se hacen importantes concesiones a los campesinos, que se

reorganizan en familias nucleares o extensas, trabajando en parcelas

individuales, proporcionales al número de miembros de la familia. El

gran salto hacia delante termina, y basta un pequeño salto hacia atrás

para volver a la organización familiar secular.

En las ciudades, las reformas familiares resisten, pero todo es

arrasado por la “Revolución Cultural”, todo menos, curiosamente, la

célula familiar, que sale indemne del tumulto. “El movimiento de

contestación desemboca en un repliegue egoísta sobre el grupo

familiar y, paradójicamente, en un resurgir de antiguos compor-

tamientos.”

Según el censo de 1982, la gran mayoría de los chinos de edad

avanzada está a cargo de hijos o de parientes, lo que dice todo sobre el

protagonismo de la institución familiar, a cuya microeconomía se está

encomendando además los incipientes pasos de creación de un sector

privado. En el paréntesis del Gran Salto, se entrevió lo que ya

advertíamos en 1.2: acabar con la familia, sin tener previsto algo que

la sustituya (lo que llevaría no menos de tres generaciones y no pocos

tumultos) produce tal desvertebración social que puede acabar con un

país.

80

4.11 Japón

Del Japón arcaico hay noticias a través de textos chinos, que indican la

existencia de diversos clanes (uji), que a principios del siglo V d.C. se

han unificado bajo una autoridad imperial. Los clanes se configuran en

torno a la casa (ie), que es la célula organizativa fundamental. Se

trataba de una “familia ampliada”, con preponderancia de la autoridad

patriarcal, teniendo gran importancia los vínculos matrilineales y

desempeñando la mujer un papel esencial en materia religiosa

(Beillevaire, 1986).

En los reglamentos administrativos de los siglos VII al IX,

aparece ya el “jefe de casa”, que tenía como cometido la organización

de los arrozales que le habían sido confiados. Debía llevar un registro

doméstico, y de estos registros se han extraído datos sobre la

organización familiar. En ellos no se consigna más esposas que las de

los primogénitos –probables herederos-, y se registran numerosas

mujeres con sus hijos, que muestran que lo habitual en aquella época

era que los cónyuges permanecieran cada uno en su casa natal,

excepto las parejas herederas. Llegado el momento, el jefe de casa

estaba obligado a elegir como sucesor a su primogénito legítimo, que

heredaba la casa, los servidores y esclavos y la mitad de los demás

bienes; el resto se dividía entre los otros hijos, y las hijas no recibían

nada. A partir del siglo VIII, las hijas reciben una parte, la mitad que

la de sus hermanos varones.

Hasta el siglo XII, la consolidación de la autoridad patriarcal

fue condición importante para el desarrollo del Estado, pero el papel

de la mujer no se limitó al de simple eslabón de la cadena

reproductora, llegando, las de origen aristocrático, a gestionar y

transmitir bienes. La herencia que una esposa recibía de sus padres

permanecía siempre como propiedad suya, que podía ser libremente

vendida o transmitida a sus hijos e hijas; en aquel tiempo “las mujeres

81

eran sobre todo hijas y hermanas antes que esposas, madres o viudas”

(Mass, 1987).

Las luchas entre la nobleza dan origen, en 1192, a un nuevo

régimen; el cabecilla triunfante se proclama “generalísimo” (shogun),

e instaura el “shogunado”, que va a llegar hasta siglo XIX. No

significó la caída del emperador, pero la administración imperial fue

cada vez más inútil. Durante esta época, las constantes luchas

intestinas cohesionaron a los propietarios locales en comunidades de

explotación agraria y defensa, tal que los vínculos territoriales

prevalecieron sobre los de parentesco. Se puso fin al reparto de la

herencia; la totalidad de los bienes pasaba a un heredero único, que

más tarde debía ser el primogénito; a partir de entonces las mujeres

estuvieron integradas en la casa de su marido y subordinadas a sus

suegros. Estas prescripciones se referían a los grandes terratenientes,

que formaban la casta militar; los campesinos y comerciantes no

estaban sometidos a semejante reglamentación: el cabeza de familia

podía elegir libremente al heredero.

El cargo de shogun pertenecerá desde 1603 a un único linaje,

dándose origen a la “época Edo”, por el nombre antiguo de la ciudad

de Tokyo. En este tiempo se asienta la idea de casa como, además de

vivienda, patrimonio y grupo residente, lugar de mediación entre los

humanos y algunas divinidades. Se consideraban también ocupantes a

los difuntos y a los miembros aún no nacidos; el jefe de la casa recibía

constante homenaje, como el de comer un menú especial. Hay un

único heredero, que si no puede ser un hijo, será un sobrino, un nieto,

o un varón adoptivo: es preciso mantener el linaje, aunque no sea

sanguíneo. Los hijos no herederos han de abandonar el hogar al

casarse, en un modelo típico de familia-troncal.

Continúa habiendo la dicotomía antedicha entre la elite, en que

la mujer se convierte en un auxiliar dócil y callado, según el modelo

confucionista, y los campesinos, donde la mujer conserva un poder de

decisión importante, de acuerdo con el shintoísmo, que tendía a

resaltar la complementariedad entre hombres y mujeres. A pesar de

82

esto último, el infanticidio (que se designaba con el término agrícola

“poda”) afectaba más a la población femenina; se vendían o

alquilaban niñas en época de precariedad económica y existía el

repudio, por esterilidad o adulterio.

A partir de 1624 se promulgan una serie de decretos que

terminan por aislar al Japón de Occidente. Dos siglos después, las

potencias occidentales comienzan a ejercer presión diplomática y

militar para acabar con este aislamiento, hasta conseguir el final del

shogunado y la restauración del poder imperial, “era Meiji”, (1868-

1912).

Poco o nada cambiaron las cosas, y el proceso de

“modernización” se fundó sobre el soporte emperador-familia, con

una concepción familiarista del Estado. La identidad individual siguió

estando definida por la pertenencia a una casa, con primacía moral del

jefe de ésta, y con incapacidad legal de la esposa para oponerse a la

autoridad del padre. A esta iniquidad se sumó la formación de

empresas con espíritu de familia, a la que contribuyó la llegada a las

fábricas de campesinos empobrecidos, segundones sin herencia y

aparceros sin contrato, y una casta de dirigentes empresariales a

menudo de origen samurai. Los militares abolieron en 1938 los

sindicatos, la “Asociación Industrial por la Patria” los consideraba

innecesarios, dado que una empresa era una “gran familia”.

Tras la capitulación de 1945, los aliados imponen una nueva

Constitución, especie de declaración de los derechos del hombre. En

ella se prevé una completa igualdad jurídica entre hombre y mujer,

tanto respecto a los derechos de propiedad y sucesión, como a los de

elección de domicilio y divorcio; afirma que el matrimonio descansa

en el consentimiento de los contrayentes y que su mantenimiento

depende de la mutua asistencia. “De esta manera, la nueva

Constitución abolía legalmente el antiguo sistema familiar”

(Beillevaire). En el nuevo Código civil la referencia a la casa, ie,

desaparece, en beneficio de los derechos de la persona; desaparece

83

también el criterio doméstico prevalente en el antiguo código Meiji

que tendía a entregar al padre la custodia de los hijos.

La oposición entre papeles masculinos y femeninos sigue

estando muy marcada en la familia, y por tanto en la sociedad. La

esposa se dedica prioritariamente a las tareas domésticas y a la

educación de los hijos. La dependencia de los jóvenes con respecto a

su madre es tan intensa que tiene palabra específica, amae,

dependencia que conlleva “...La propensión de los japoneses a

identificarse con el grupo y con su jefe”, (Doi Takeo, 1982). Por otra

parte, “La condición de mujer divorciada sigue siendo difícil de

asumir, en razón del oprobio que suscita.”; y “(…) Entre las víctimas

de la violencia familiar, las esposas están claramente en cabeza...”

(Beillevaire). Sugerentes asuntos al que sumaremos, en 6.15, nuestra

hipótesis del “hiperafecto machistizante”.

4.12 La India

De una sociedad dividida en castas, con la desgracia añadida que las dos

castas superiores sean las de los sacerdotes y los guerreros, no cabe

esperar nada, como se verá.

En los siglos V a III a.C, parece que la familia patriarcal es el

modelo dominante. El padre se comporta como un rey; los hijos están

sometidos como esclavos. La herencia recae sobre el primogénito, pero

lo que hereda es un derecho de gestión, y no un derecho de apropiación;

la mujer no tiene ningún derecho sobre la herencia, y el patrimonio se

mantiene indiviso.

Hacia el siglo VI d.C, la mujer tiene ya algún derecho sobre el

patrimonio. Su exclusión de la herencia se ve compensada por un

derecho de manutención más la dote que recibe al casarse, importante

asunto, porque, “En toda la India, la boda es para el hindú la

ceremonia más importante del ciclo vital. Ocasión de gastos

suntuarios, de ostentación de la riqueza y del poder del grupo, la boda

84

suele ser una de las causas principales del endeudamiento rural”,

(Lardinois, 1986).

El hombre indio siempre se casa con alguien de su casta. La

casta, por lo general, es considerada como una unidad endógama,

aunque el área de la endogamia es siempre inferior al de la casta: es

más bien una subcasta. En la India septentrional se jerarquizan los

grupos en que la boda tiene lugar: los que toman mujer son siempre

superiores a los que la entregan, de ahí la importancia de la dote, y la

desgracia que supone para la novia, situada entre las apremiantes

exigencias de su familia política y las dificultades financieras de sus

propios padres; el conflicto, como siempre, se rompe por el lado más

débil, y no es infrecuente el asesinato de la esposa a manos del

marido, en represalia por la insuficiencia de la dote.

La mujer vive subordinada a sus padres, luego a su marido y

familia política, y en la viudedad a sus hijos varones. No puede

acceder al saber, que se fundamenta en la recitación del Veda, pero

tiene derecho al estudio de la práctica del kama, que se enseña en el

kamasutra, puesto que es, ante todo, la compañera sexual de su

marido, su complemento: “La función reproductora se subordina a la

satisfacción del deseo”. “La mujer no es un simple instrumento del

deseo del hombre, ya que la conquista de una mujer no significa nada

si no tiene como resultado el placer compartido” (Biardeau, 1981).

Hay un “derecho al placer”, por parte de la mujer hindú que

visto desde la cristiana (reprimida) Europa, parece un paso importante

en la liberación femenina. Quizás no se trate de una liberación; visto

el papel de la mujer en la inicua sociedad de castas, es justo pensar

que la invención del kama no fuera sino un hallazgo del hombre hindú

para evitar la dispendiosa dicotomía de la esposa ingenua y la hetaria

avezada: “El deber de toda mujer casta y fiel, dedicada en cuerpo y

alma a su marido, es el de servirle como si fuera un dios, y la sati, que

se inmola en la pira funeraria de su esposo difunto, como acto de

entrega de su propio ser, aparece como la imagen ejemplar de la

85

esposa fiel” (Thomas, 1981). En algunas zonas, la inmolación en la

pira se practicó hasta principios del XIX.

Por otra parte, la buena educación de las niñas consiste en

interiorizar los valores de sumisión que harán de ella una nuera dócil y

buena esposa; el kama, pues, se convierte en una teoría inoperante,

porque la madre, “a menudo no dispone de otro medio para alcanzar la

plenitud afectiva que la transferencia sublimada de un deseo sexual a

su hijo, decisivo para el proceso de génesis del narcisismo del hombre

hindú”, (Spratt, 1966). Y Kakar (1978): “La familia india tradicional

no se orienta hacia el pleno desarrollo del individuo, sino al

aprendizaje de la interdependencia y solidaridad entre sus miembros,

agrupados en torno a las mujeres, encargadas de guardar y transmitir

estos valores”.

Cuesta pensar que las mujeres, con la vida que llevaban,

transmitieran tales “valores”, pero así era, ¿así es aún? ¿cuántos

milenios se precisan para que las mujeres se dediquen a la subversión

de semejantes valores, en vez de a su transmisión?

Para vergüenza de los hindúes, hubo de ser la administración

colonial inglesa la que luchara con éxito contra el sacrificio de viudas,

el infanticidio femenino, el matrimonio de niños y el confinamiento de

la esposa en la casa familiar.

4.13 África y el Islam

Según el antropólogo británico Radcliffe-Brown (1950), “para la

comprensión de cualquier aspecto de la vida social de una población

africana, económico, político o religioso, es esencial poseer un

conocimiento profundo de su organización familiar y matrimonial”.

Tal aserto aplica a todas las sociedades (incluido el Reino Unido),

pero sobre todo a África, donde numerosas sociedades están

organizadas sobre la base casi exclusiva del parentesco.

86

Estas sociedades son habitualmente llamadas “sociedades sin

estado”, o más positivamente, “sociedades de linaje”. En ellas veían

muchos líderes africanos, a la hora de la independencia, la sólida base

organizativa de sus países, principalmente Senghor, Krumah y

Nyerere; este último decía: “El fundamento y fin del socialismo

africano es la familia extensa”. Krumah, por su parte, veía en “el arte

de vivir en familia desde tiempos inmemoriales sobre un modelo

igualitario y solidario” una figura democrática, “...que el Estado

contemporáneo debe reafirmar y hacer suya”, (citado por Dozon,

1986).

En nuestra opinión, y la de no pocos estudiosos, creer que el

socialismo, y menos aún el democrático, tenga algo que ver con la

familia, es un claro oxímoron, que tendría cierta gracia, de no ser por

las muchas desgracias que comporta. La diferencia de sexos

constituye el soporte privilegiado de la organización del parentesco, e

instaura igualmente el reparto de las tareas y actividades entre

hombres y mujeres, que cuando es predominantemente agrícola, hay

un cierto reparto, pero, en buena parte de las sociedades, no es así: la

agricultura está reservada a las mujeres, y los hombres se dedican a las

actividades cinegéticas y guerreras, con las consecuencias que

mencionábamos en 2.3 y 2.4.

“Es importante que los trabajos de los antropólogos hayan

podido poner en evidencia las relaciones de desigualdad propias de

este universo de los linajes, desmintiendo la presentación de las

sociedades africanas bajo los rasgos de sociedades igualitarias, muy

poco opresivas. Esto contrasta frontalmente con el mito roussoniano

(‘el buen salvaje’) recogido y adaptado por algunos desarrollistas o

jefes de Estado”, señala Dozon, quien más adelante afirma: “...Las

economías de plantación, que pasan por ser el modelo de dominación

colonial y sujeción a las leyes de hierro del capitalismo mundial, sólo

se desarrollaron gracias al relativo mantenimiento de las estructuras de

linaje”.

87

La penetración del Islam en el África negra también tuvo que

ver con la configuración “sociedad de linaje”; a juicio de Monteil

(1971), “se coincide en decir que el Islam ha sabido acomodarse

relativamente bien a los sistemas familiares y matrimoniales africanos,

superponiéndose a ellos sin modificar con profundidad sus lógicas

internas, que se han convertido en ‘Islam negro’ básicamente por la

coincidencia de los preceptos y recomendaciones del Corán con las

reglas más corrientes que presidían el funcionamiento de las

sociedades africanas precoloniales. La poliginia (hasta cuatro

esposas), la compensación matrimonial, el estatus inferior de la mujer,

ciertas prohibiciones de alianza o ciertos matrimonios preferenciales,

la esclavitud, y de una manera general, el grupo de corresidencia

extenso, el linaje, el clan (...) son otros tantos puntos de encuentro que

explican, más allá de las conversiones forzadas o las guerras santas, la

difusión del Islam en el África negra”.

Del Islam hay que hablar despacio, lástima que éste no sea el

sitio. Todas las religiones nos parecen respetables, siempre que sus

clérigos se limiten a la salvación de las almas, y no se empeñen en

dictar las leyes que rigen a la sociedad civil. Nada tenemos, por

supuesto, contra las personas que rezan a su Dios en la iglesia o en la

mezquita; es sin duda execrable que tras el rezo salgan a colaborar en

autos de fe o en lapidación de adúlteras. Estamos escribiendo estas

líneas en febrero de 2003, cuando una guerra entre fundamentalismos

(con visos además de depredación colonial) está a punto de estallar.

La demonización de todo lo relacionado con el Islam se ha disparado

en los dos últimos años de manera clara y por causas conocidas; no

quisiéramos que nuestra andanada contra la familia patriarcal nos

alineara al lado de los que justifican esta guerra; ninguna es

justificable, para los que sostenemos que la vida humana es el valor

fundamental. La familia patriarcal, por otra parte, no es privativa del

Islam.

88

Pero en el Islam alcanza cotas envidiables para muchos de los

empedernidos patriarcas que pululan por todo el mundo. Daremos

aquí una breve muestra del amplio y tenebroso catálogo de sus

peculiaridades

La clausura entre los ámbitos masculino y femenino es el eje

del edificio familiar. Philippe Fargues, en “Historia de la Familia”,

titula su artículo: “El mundo árabe: la ciudadela doméstica”.

“Para conservar las costumbres tribales, y particularmente la

endogamia, se levantaron dos barreras, una en torno a la familia, y

consistente en la casa, con sus fachadas exteriores que no dejan

ninguna abertura, y la otra alrededor de la mujer: el velo” (Fargues,

1986). Los contratos de matrimonio se negocian siempre entre

hombres. Hay siempre preferencia del matrimonio del hombre con la

hija de su tío paterno. El hombre toma por esposa una mujer diez años

menor que él, la mayor mortalidad del hombre hace que, para evitar

solteras de por vida, se haya inventado el repudio. Más sobre la mujer:

“El crimen de honor goza todavía de la benevolente absolución de la

ley, de un extremo a otro del mundo árabe; se practica tanto entre los

cristianos como entre los musulmanes; no solamente lava el adulterio,

sino también las relaciones sexuales prematrimoniales, en cuyo caso

es el hermano, incluso si es menor que su hermana, quien se erige en

justiciero” (Fargues).

Siete hijos es la media por mujer. Menos del diez por ciento de

las mujeres trabajan asalariadas; hay regiones en que no pasan del

cinco por ciento. En algunos países del Islam la situación ha

cambiando en algo, ¿cuántos siglos hacen falta para que cambie

significativamente? ¿Cuántas generaciones de mujeres seguirán

estando sometidas?

89

4.14 Edad Media en Europa. La Iglesia y el matrimonio

Volvemos a Europa, tras el breve vistazo que hemos echado a las

grandes civilizaciones asiáticas y africanas.

El grado de romanización de los pueblos germánicos, dentro del

Imperio Romano, era muy variable, y muy diversos además estos

pueblos, englobados bajo la denominación de Germani por diversos

historiadores romanos, desde César a Tácito, para definir a una

multitud de etnias indoeuropeas.

Los germanos eran pueblos sin ciudades ni moneda, dedicados a la

agricultura y al pastoreo, cuando no estaban guerreando; esta última

actividad era la que configuraba la sociedad, formada en la base por

los hombres libres, y en la cúspide por la aristocracia. Pero la

organización social de las etnias germánicas era muy variada y varió

aún más con el tiempo, por su constante movilidad y el contacto con

los romanos. Para lo que aquí cuenta, durante los tres siglos que

preceden a la formación del Imperio franco, se distinguen dos áreas:

en el espacio anglosajón, sajón y escandinavo, con escasa influencia

del cristianismo, el clan familiar es el que impera; al oeste del Rin y

sur del Danubio, la familia nuclear impone dos poderes

complementarios: el matriarcal en el seno de la familia, y el

patrimonial en la organización social (Guichard, 1986).

Hasta el siglo XVI, la lengua alemana no ofrece el término de

Familie para designar a la mujer e hijos o a la casa, pero desde el 1500

a.C., ya existe un término similar al pater familias, el fater hiuuiskes,

literalmente, el padre de la casa, con poderes muy grandes: derecho de

vida y muerte, castigos corporales y venta de los hijos en caso de

fuerza mayor.

El término ancestral para familia, Sippe, es complejo, y representa

un elemento autoritario, el padre, y un elemento federativo, formado

por abuelos y tíos paternos. Mediante el acto de entrega de llaves, la

esposa pasa a ser ama de casa, fruowa, y detenta una parte importante

de la autoridad doméstica. En las sociedades germánicas, el

90

parentesco se transmitía indistintamente por vía paterna o materna

(cognación), y la separación de bienes hacía de la mujer garante de la

seguridad económica de sus hijos.

Los clanes intercambian esposos de una manera equilibrada; dado

que el matrimonio es fundamentalmente una compra, la dote de la

esposa tiene como contrapartida una pensión de viudedad. Aunque

haya construido su propia casa, el esposo administra la dote de su

mujer bajo la vigilancia del clan de esta última, al que está asociado

desde entonces. La exogamia masculina se compensa con la residencia

matrilocal; en este equilibrio de clanes, “a la esposa germánica le

corresponde expresar la Familiensinn, conciencia de grupo, y al padre

mantener, como amo absoluto el ‘rebaño, techo, mesa y puerta’, así

como el territorio que, bajo distintos nombres, tomará la tenencia

feudal”, (Guichard).

Desde la familia campesina hasta la Sippe aristocrática, se afirma

una constante: la importancia del matrimonio como estructura

sustentadora del grupo familiar. En la sociedad rural todo giraba en

torno a la pareja casada. El matrimonio era lo que aseguraba la

legitimidad de la descendencia, y su derecho consuetudinario sobre la

tenencia; era también lo que aseguraba la autoridad marital,

atemperada desde el siglo IX por toda clase de garantías concretas

ofrecidas a la mujer por las leyes (Toubert, 1986).

Entre el siglo IX y el XIII, la Iglesia lucha por imponer su idea de

institución matrimonial. “En la Francia del Norte, en el siglo IX, el

matrimonio era un asunto en el que los sacerdotes sólo se mezclaban

de lejos” (Duby, 1981). Este autor cuenta cómo los sacerdotes y los

guerreros (los dos poderes que se enfrentaron durante todo el

medioevo), se entendieron al menos en un asunto: “la desconfianza y

el desprecio por la mujer”. La palabra latina que designaba al varón,

vir, remitía a virtus, es decir, a la fuerza, a la rectitud, mientras que el

femenino mulier se unía a mollitia, que habla de molicie. Guerreros y

sacerdotes coincidían también en que el matrimonio era un remedio

contra la fornicación, la fornicación que temían: la de las mujeres.

91

La cristianización de las prácticas matrimoniales fue fácil en las

capas inferiores de la sociedad, en cuanto fue auspiciado por los amos:

ayudaba a fijar a los vasallos en sus feudos, y favorecía su

reproducción, es decir, al aumento del capital comunal. El matrimonio

no se celebra en el templo. La Iglesia cristiana recoge la costumbre

judía y el sacerdote pasa a la cámara nupcial, y se bendice el tálamo;

seguidamente beberá vino, cederá la copa al esposo y éste a su esposa.

La bendición del sacerdote sustituye a la bendición del padre; en este

cambio de rito se ve ya la decidida invasión, por parte de la Iglesia,

del terreno del pater familias.

El siguiente paso será la entrega de la novia, proceso que “indica

el traspaso de la antigua religiosidad familiar a la nueva religión

cristiana oficializada” (Beneyto, 1993). La bendición sigue

recibiéndose en la puerta de la iglesia. Más tarde, “la Iglesia consigue

incorporar al interior del templo la bendición y la entrega, con lo cual

la intervención eclesiástica ya no es tanto pastoral como

jurisdiccional”.

El obispo de Worms, Bourchard, entre 1107 y 1112 hizo una

recopilación de textos normativos, el Decretum. Era una época en que

las sedes episcopales eran autónomas, la preeminencia de la sede de

Roma era sólo doctrinal. El Decreto tuvo gran éxito y se realizaron

infinidad de copias, que se difundieron por las bibliotecas episcopales

del Imperio, en Alemania, Italia, Lotaringia y norte de Francia. El

texto clasifica ochenta y ocho infracciones. Tras las catorce primeras

inquisitio, relativas el asesinato, vienen treinta cuestiones sobre el

matrimonio y la fornicación.

Llama poderosamente la atención el que en mil años la sociedad

europea, apenas haya cambiado en cuanto a las prescripciones del

adulterio (leves siempre las del varón), monogamia, incesto,

acoplamientos contra natura y prostitución; la Iglesia no crea esas

normas, sino que ya estaban en la sociedad que se dispone a

conquistar.

92

A medida que aumenta el poder de la Iglesia, las leyes civiles

asumen los dictados eclesiásticos, y extiende su poder a los

impedimentos y dispensas para celebrar matrimonio, incluso entre la

realeza. En el marco del Concilio de Trento, la doctrina del

matrimonio se ordena y sistematiza, se reafirma su indisolubilidad, se

regula la publicación del vínculo, presencia de testigos y registro de

matrimonios.

La conquista de la Iglesia, como cualquier conquista de poder, se

realiza en varios frentes, y hay uno en el que irrumpe con verdadero

éxito: el de la mujer postergada. Mediante el “don de esponsales” y la

indisolubilidad del sacramento, la mujer pasa a ser heredera de una

parte del patrimonio, y se la asegura contra los riesgos de la viudedad

y del repudio. La mujer ya no podrá ser entregada o vendida por su

padre o hermanos; el matrimonio requiere su consentimiento.

Contribuyó no poco el desarrollo prodigioso del siglo XII. “Las

ciudades salían de su sopor, los caminos se animaban, la moneda se

difundía, favoreciendo la reunión de Estados (...) Asegurado y conve-

nientemente repartido su poder, la clase dominante se distendió.

Mientras que se precipitaba la evolución del cristianismo hasta lo que

llegó a ser cuando Francisco de Asís, los sacerdotes y los guerreros

reunidos bajo la autoridad del príncipe terminaron por ponerse de

acuerdo sobre lo que debía ser el matrimonio, para que no fuera

perturbado el orden establecido. La sociedad y el cristianismo se

habían transformado juntos. Uno de los modelos no fue vencido por el

otro: se combinaron” (Dubuy).

No entraremos a discutir si la Iglesia, con su control sobre el

matrimonio, realiza un conmovedor cumplimiento de la palabra de

Jesús o una estratégica envolvente para conquistar parcelas de poder

(porque, por ejemplo, el beneficio que obtiene en cuanto a la

liberación de piadosas donaciones en las herencias es inmenso, como

señala Dubuy); el hecho es que, con la pérdida de su poder para

matrimoniar, la sociedad patriarcal recibe la primera andanada seria.

93

El poder de la Iglesia es también patriarcal, en cuanto es

emanación de una sociedad basada en el poder del padre, pero hay

diferencias. El Padre eterno es una figura simbólica, que acoge en sus

brazos a una humanidad temerosa; el padre real acoge, sobrecoge, y

apresa en su casa a personas reales, y generalmente indefensas.

4.15 Del Renacimiento a la Revolución francesa

Desde mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVI hay un

aumento general de la población, tras cien años de calamidades y la

irrupción de la peste, en 1348. Más pestes habría a finales del XVI, más

la guerra de los treinta años, comenzando a remontar finalmente la

población hacia 1720.

Este cambio coincide con el inicio o invento de “la infancia”,

como señala Ariès (1960), citado por Delval (1994). Ariès examina el

papel del niño y la familia hasta el siglo XVIII, y sostiene que en la

sociedad medieval no existía el sentimiento de la infancia, tal y como

hoy lo conocemos; los niños eran considerados como algo divertido, que

no se diferenciaba mucho de un animal. Si el niño moría, cosa que

sucedía muy a menudo en los primeros años, la familia podía sentirlo,

pero no constituía un drama, y pronto un nuevo hijo vendría a

reemplazarlo. Los hijos eran abundantes y pocos llegaban a la edad

adulta. A partir del momento en que el niño ya no necesitaba de

cuidados especiales, entraba a formar parte de la sociedad de los adultos,

y se le empezaba a tratar como tal.

En la clase alta la relación del niño con sus padres no era

frecuente, y estaba en manos de amas y criados, y de preceptores que se

ocupaban de su formación. En las clases bajas el niño convivía

estrechamente con los adultos desde su nacimiento, y con los hermanos

mayores, que a veces se ocupaban de él; su formación se hacía en

contacto con los padres, participando en las actividades o en los oficios

que éstos tuvieran.

94

Hasta el siglo XIV apenas existen representaciones de niños en

pinturas y esculturas, señalan Ariès-Delval, y cuando aparecen se les

muestra como si fueran adultos en pequeño, con la misma estructura

corporal y con los mismos rasgos; también los vestidos eran muy

semejantes.

La familia no tenía una función afectiva; su función primordial

era económica. Esto no quiere decir que el amor estuviera ausente de las

relaciones familiares, en muchos casos existía, pero no era un elemento

indispensable y esencial.

La situación va cambiando lentamente, y hacia el siglo XVII la

actitud hacia el niño se ha hecho ya bastante distinta. Empieza a existir

un sentimiento de infancia más diferenciado

Ahora los usos son muy distintos; acabada la “triste” época que

describe Ariès, los padres, madres sobre todo, repartieron afecto a

raudales: ¿Están desde entonces los niños más contentos? ¿Son más

felices? ¿Las madres también? ¿Ha aumentado, pues, la felicidad

universal? Abrigamos muchas dudas; habría que hacer un balance de

risas y llantos y de la intensidad con qué se producen ambas expresiones

emocionales. Puede que mucha de la infelicidad de los adultos, y de los

irrellenables vacíos que les aquejan, se deba a esa lluvia de “afecto” y

dedicación de sus padres.

En el apartado 6.14 volveremos a hablar del afecto, y aparecerá

de nuevo Delval.

Con la concentración del poder en manos de la monarquía

absoluta, la corte se convierte en centro de irradiación de normas

“civilizadoras” (Elías, 1987); en un nuevo equilibrio psicológico, lo

racional toma el lugar de lo pasional. El cambio económico hace añicos

los constreñimientos comunitarios de la sociedad tradicional, e impulsa

al individuo a elegir libremente, y las elites ilustradas inventan para el

conjunto de la sociedad una nueva moral. Hay un exuberante comienzo

del siglo XVI; el crecimiento demográfico y la fluidez de las relaciones

sociales permiten a los jóvenes un margen de libertad bastante amplio,

tanto en su vida sexual como en la elección de cónyuge; luego se instala

95

un largo siglo XVII, autoritario y ascético; los esfuerzos convergentes de

Estados e Iglesias imponen una normalización general de las conductas,

sirviéndose de la familia como instrumento de moralización del cuerpo

social. Una moralización que da valor a la pareja y reprime toda

actividad sexual extraconyugal. En el siglo XVIII, el relajamiento del

control religioso y el efecto del contagio de una ideología, hija de las

“Luces”, favorable a la autonomía del individuo y a la construcción de

una felicidad terrestre basada en la efusividad sentimental y el placer,

hacen resurgir un clima permisivo respecto de la sexualidad y preconiza

el matrimonio por amor como ideal social. El incremento de las

concepciones prenupciales y de los nacimientos ilegítimos, sensible

desde mediados de siglo, siguen el ritmo del auge económico y de la

urbanización, (Burguière, 1986).

En el largo periodo que media entre los siglos XVI y XVIII, se

inculca una moral conyugal austera y de vigilancia de la vida familiar,

y es ahí “cuando la frontera entre dominio público y dominio privado

se hace más clara, acotando un espacio de intimidad en el que la

pareja dejó de ser una simple unidad de reproducción para convertirse

en un polo privado de afecto y solidaridad. Igualmente, de forma

paradójica, la redefinición religiosa del vínculo matrimonial y el

esfuerzo de la Iglesia por recluir la sexualidad dentro del espacio

conyugal, crearon las condiciones de emergencia del matrimonio de

amor” (Burguière).

El impulso demográfico que había caracterizado la segunda

mitad del siglo XVIII, desempeñó un importante papel en el

agravamiento de la crisis económica y social que derribó al Antiguo

Régimen. A lo largo del período revolucionario, varias fueron las

tendencias que se dieron, a veces en simultaneidad, para aumentar o

restringir el número de hijos. “La Revolución modificó bruscamente

las reglas del juego matrimonial. Redujo la autoridad del padre de

familia, y rehabilitó a las madres solteras y los hijos naturales. La

nupcialidad fue estimulada mediante la nueva legislación civil: en el

Antiguo Régimen, se requería el consentimiento paterno hasta los 25

96

años para las muchachas, y 30 para los jóvenes; la Asamblea

constituyente, al reducir esa edad a 21 años, introdujo una masa de

jóvenes en el circuito matrimonial. El divorcio, un divorcio fácil,

instituido por la Asamblea legislativa, favoreció las nuevas nupcias.

Asimismo, a partir de 1793, las levas militares incitaron a numerosos

jóvenes a casarse para escapar de ellas”, (Soboul, 1982). La población

francesa ganó así trece millones de habitantes en diez años; un millón

trescientos mil muertos de las guerras napoleónicas rebajaron el censo,

que se estabilizó luego por un factor fundamental: la obligación,

consagrada por el Código civil, del reparto igual en las sucesiones. “El

campesino egoísta y calculador, ahora plenamente propietario, para

evitar el troceamiento de sus tierras se vio inclinado a limitar el

número de hijos. La ideología individualista de la clase dominante

había terminado por impregnar a toda la sociedad. La Gran Nación

exaltada por los revolucionarios, se había convertido en la Francia

burguesa, país de propietarios, rentistas y pequeñoburgueses”

(Soboul).

4.16 La Revolución industrial

En algunos países, la revolución agrícola, que deja a muchos

campesinos sin trabajo, precede a la industrial; en otros es simultánea.

A la postre los cambios que determinan en la población son idénticos:

en una primera fase, ocupación en el campo y en la industria al

tiempo, después, despla-zamiento a las ciudades, explotación y

miseria.

El asentamiento en las ciudades supone un gran contratiempo

para el poder del patriarca; las cosas no volverán ya a ser las mismas.

Citamos a Flaquer (1998): “ (...) En las sociedades patriarcales, la

familia desempeñaba cuatro funciones básicas: legitimidad, ubicación

social, protección y dominación. A través de la intervención del padre,

real o presunta, en el acto de fecundación, el niño pasaba a integrarse

97

legítimamente en la sociedad con pleno derecho. Al producirse ese

ingreso de la mano del padre, la posición social ocupada por éste se

hacía extensiva al hijo. Como en el pacto feudal, protección y

dominación eran las dos caras de la misma medalla. A cambio de

brindar protección física y de procurar el sustento para la mujer y la

prole, el padre ejercía un poder soberano sobre el resto de miembros

del grupo doméstico. De esta manera, la sociedad política no era más

que la suma de las distintas familias que la integraban, representadas

por sus patriarcas respectivos”.

Hubo cambios en la revolución burguesa, pero hasta que la

familia no se mudó a las ciudades, no se puede hablar de cambios

profundos. En esta época, finales del XIX, se sitúa también la “escena

inaugural” legal de la paternidad contemporánea, que corresponde a la

promulgación en Francia de la ley sobre la inhabilitación de la patria

potestad cuando se reconoce la indignidad del padre (Tubert, 1999).

“Con esta ley se derrumba un principio sacrosanto: el poder del padre

sobre sus hijos dejó de ser algo intocable y pasó a estar sometido a

criterios de seguridad y utilidad pública bajo el control de la

colectividad”.

La revolución industrial trae nuevos usos; las mujeres trabajan

fuera de casa, los niños también; hay veces que la mujer es la que tiene

trabajo y el hombre no, y es éste quién se ocupa de los niños pequeños y

la comida. “Respecto a la organización del mundo rural agrícola, es una

auténtica instauración del mundo al revés: los hombres en casa y las

mujeres fuera.” (Segalen, 1986). El aprendizaje de los oficios se realiza

en las fábricas; padres y abuelos no son ya los que enseñan a los hijos;

tampoco tienen patrimonio que detentar y legar: la familia pierde buena

parte de su cohesión, y el patriarca su coerción. ¿Aires de libertad?, ¿Es

la causa de que la época sea proclive a revueltas, sindicalismo, y

socialismo libertario?

A pesar de su estado de descomposición, causado por la miseria

psicológica y moral debida a las condiciones de producción y a los

sueldos bajos, la familia obrera, como estructura de grupo doméstico y

98

de red de parentesco, no desaparece. El grupo doméstico continúa siendo

el lugar de estrategias familiares, y la red de parentesco sigue

cumpliendo un gran número de funciones sociales. (Segalen).

En paralelo con la clase obrera discurren los pequeños y grandes

propietarios. La familia sigue ahí manteniendo su funcionamiento

secular, patriarcal: hay patrimonio, y los hijos lo heredan; las familias

además tienen muchos hijos, que aumentan el patrimonio, mientras que

los también muchos hijos de los obreros aumentan la posibilidad de

comer y pagar el alquiler. La familia burguesa es, en última instancia, el

ideal tras el que caminan todos, y en el cambio de siglo, al elevarse los

salarios, se desarrolla una campaña para la vuelta de la mujer obrera al

hogar, siguiendo el ejemplo de la mujer burguesa.

La nueva ideología familiar, surgida de la clase burguesa, se

articula en torno a la noción de home como esfera privada, y se

materializa en la pareja basada en el amor y en el esfuerzo por educar a

los hijos. Este modelo se impone lentamente en las familias obreras, que

hasta entonces sufrían una marcada separación entre los sexos, ya que la

sociabilidad masculina se organizaba en torno a la bebida y la femenina

alrededor de la “vecindad”. El sentimiento de la idea de “hogar”’, cuyos

cuidados son confiados a la mujer, no se basa exclusivamente en una

cuestión técnica de las tareas. El “en casa” hace alarde de todas las

virtudes, por oposición al mundo que encarna los trastornos humanos y

sociales. “¿Acaso no podemos pensar que esta opción ideológica

continúa siendo pertinente hoy en día, reflejada en los términos que se

oyen tan a menudo, de ‘familia bastión’, ‘familia refugio’, ‘familia

defensa’?”, se pregunta Segalen. Pensamos que sí, que es pertinente;

sobre todo porque la actual revolución informática guarda no pocos

paralelismos con la industrial: paro, salarios a la baja, carestía de

viviendas y todos en casa, apelmazados en la familia bastión, refugio,

etc: muchos son los nombres que recibe la familia patriarcal.

99

4.17 El siglo XX

Comenzamos este apartado mencionando tres contextos muy signifi-

cativos en cuanto a los cambios y tendencias de la familia en el siglo

XX: los Estados Unidos, la Unión Soviética y los países escandinavos.

En los Estados Unidos coexisten sin problemas las universidades

más avanzadas y los granjeros más retrógrados; el nexo son dos

instituciones que se encadenan de una manera muy sui géneris. La

primera de ellas es la familia a plazo fijo; no importa si esta familia es

patriarcal, post-patriarcal o monoparental: cuando los hijos son mayores

se van de la casa de sus padres y no vuelven a depender de éstos, ni éstos

de aquellos. Hay una segunda institución que los acoge con una

cohesión psicológica más vinculante: la patria. “En el lenguaje

comúnmente hablado en Estados Unidos no existe la expresión

nacionalismo estadounidense. El nacionalismo es un concepto

sospechoso, en tanto que ‘ismo’, afín al comunismo, y se reserva para

otros pueblos como los serbios, los rusos o los tamiles. Los

estadounidenses que aman a su país y se declaran dispuestos a morir por

él no son nacionalistas, sino algo más noble y más propio de su tierra.

Son patriotas” (Ehrenreich, 1997). Y más adelante: “A pesar de todo lo

que le debe a la tradición protestante, el nacionalismo estadounidense no

depende de ninguna religión concreta: es una religión en sí mismo (...)

Constituye una prolongación del militarismo estadounidense, con

implicaciones no menos belicosas que las del Estado sintoísta o el

nazismo”.

“La enseñanza media en Estados Unidos no se caracteriza por

procurar un alto bagaje de conocimientos, sean matemáticos,

históricos o geográficos. Se trata de una escuela práctica que procura,

ante todo, formar ciudadanos decididos, con fuertes dosis de

autoestima y confianza en sí mismos” (Verdú, 1996). Esta educación

es, como ocurre en todas partes, homóloga a la que se imparte en la

familia. Sobre la especificidad de la familia americana nos

100

extenderemos en 7.1; sobre la autoestima como desgracia, ya nos

pronunciamos en 3.5 y 3.6.

La suma de los dicterios de Verdú y Ehrenreich

(estadounidense además), es muy preocupante: nada más peligroso

que un patriota con elevada autoestima. Si es ése el (sub)producto de

la familia americana, cabe desear que adopten formas familiares más

convencionales.

En La Unión Soviética, la “revolución” socialista quiso una

ruptura radical con el pasado; la familia encarnaba la sociedad que había

que transformar. Inicialmente, una legislación social permisiva producirá

la disolución de los vínculos familiares trabados con bases jurídicas o

religiosas, consideradas opresivas para la libertad de los cónyuges.

Paralelamente se creará un sistema educativo que confiere al Estado el

monopolio de la formación de las generaciones jóvenes, en el espíritu de

la ideología marxista-leninista (Kerblay, 1986).

Pese a la resistencia del campesinado, cuya cultura giraba en

torno a la familia patriarcal, los bolcheviques instauraron nuevas leyes;

matrimonios laicos, facilidad para el divorcio, e igualdad hombre-mujer

en cuanto a los hijos y al patrimonio. En paralelo, se dictó la

colectivización de la tierra, con el resultado de millones de muertos

causados por las pavorosas hambrunas.

En 1935 el poder se vio obligado a aceptar un compromiso con

el campesinado y a adoptar, al año siguiente, medidas protectoras de

la familia, siguiendo las aspiraciones populares. Se reformó también la

estructura del koljos, garantizando la propiedad privada de la granja

familiar, y se reformaron las leyes del divorcio, que eran sentidas por

las mujeres como un derecho de los maridos para abandonarlas. La

Segunda Guerra Mundial provocó un nuevo refuerzo de las medidas a

favor de la familia. Nos remitimos a lo que dijimos al final del

apartado sobre China, sobre los riesgos de intentar acabar con la

familia sin tener previsto algo que la sustituya.

101

El modelo escandinavo tiene unas características muy

peculiares. En general, los gobiernos de estos países ejercen un mayor

poder sobre la vida privada que otros países occidentales, imputable al

duradero éxito electoral de los socialdemócratas, y también a una

tradición “estatista” que arranca en el siglo XVII, basada a su vez en

la tradición luterana de reglamentación y supervisión (Gaunt, 1986).

Desde los años sesenta del pasado siglo, las mujeres de los países

nórdicos han ido entrando en el mercado de trabajo en la misma

proporción, o casi, que los hombres. En 1983, alrededor del 85 % de

todas las mujeres suecas entre 25 y 40 años trabajaban, frente a un 95

% de los hombres de la misma edad. Esta tradición de mujer

trabajadora y con poder (que universalmente no se da de manera

automática cuando la mujer trabaja) arranca de la época vikinga;

posteriormente, en algunas islas danesas hubo sociedades casi

amazónicas, con mujeres cultivando la tierra, cuya propiedad se

transmitía de madres a hijas; se las veía, camino de la iglesia, con las

riendas del carro, y el marido sentado a su lado. Tales precedentes no

relevan de la lucha diaria para la igualdad; las estadísticas indican un

reparto desfavorable para la mujer trabajadora, en las tareas

domésticas, y los sindicatos suecos, dominados por los hombres,

tratan de que la mujer se quede en casa.

En toda Escandinavia (al igual que en otros países europeos)

hay grupos que forman comunidades residenciales, basadas en la

noción de espíritu comunitario. Habitualmente estas comunidades

están compuestas por unidades privadas separadas, asociadas a

amplios equipamientos comunes. El número de familias puede oscilar

entre cinco y cincuenta.

“Se considera que los niños alcanzan su pleno desarrollo en

estas comunidades. Más que simples compañeros de juego, en ella

encuentran un gran grupo de hermanos y hermanas; siempre hay un

adulto cerca, al cual se le puede pedir ayuda o consuelo. Una danesa

puso el siguiente anuncio en el periódico: ‘Busco cien padres para mi

hijo’. Recibió una impresionante respuesta de padres que sentían la

102

misma necesidad. Es así como, a mediados de los años setenta, se

formó una de las primeras comunidades danesas de este tipo. En

Dinamarca las imitaron otras muchas, ya que en este país el

movimiento comunitario es especialmente fuerte” (Gaunt).

Al final del siglo XX, la familia reducida predomina en todo el

noroeste de Europa, la Europa de las grandes cuencas sedimentarias,

grandes roturaciones y gran desarrollo del comercio. La familia

troncal se impone en la Europa montañosa y pastoril, desde el Miño

portugués a los Alpes austriacos. Las comunidades familiares

vinculadas a la aparcería, a la indivisión o a las grandes propiedades,

triunfan en el Este. Sólo la reciente evolución de las sociedades

industriales, que llena las ciudades y vacía el campo, haciendo de la

familia ante todo una unidad de consumo, parece imponer en todas

partes la familia nuclear (Burguière y otros, 1986).

Esta familia nuclear registra turbulencias desusadas: “En todos

los países industrializados se observa una correlación entre el aumento

del número de divorcios y la actividad profesional femenina; incluso

se aprecia una especie de incertidumbre frente al futuro, un rechazo a

comprometerse, un deseo de recobrar más fácilmente la

independencia: es en este sentido como se puede interpretar el

desarrollo de la cohabitación no sancionada por un vínculo legal”

(Burguière y otros).

4.18 Varias tesis y desmentidos

El vistazo a la historia de la familia, que intentamos fuera sucinto, nos

ha llevado algo más de cuarenta páginas; un buen número para sacar

conclusiones, como éstas:

- La familia patriarcal es una ancestral institución, que si ha

permanecido en pie tantos siglos (sólo con mínimos cambios),

103

por algo será; si no fuera imprescindible, ya se habría inventado

otra cosa.

- La familia es una constante, en el espacio y en el tiempo; es así

porque es una creación humana, y la humanidad es igual en

todas partes.

- El mundo está mal, mejor dicho: está fatal, y nada nos extrañaría

que se debiera al declive de la familia tradicional; la humanidad

está perdida, y sin la familia no sabe adónde ir. Ojalá que pronto

vuelvan las cosas a su cauce.

Una tesis tiene que ser desmentible por la realidad observable,

dice Wagensberg (2002). Expuestos los desmentidos (obviamente

apócrifos), vamos con las tesis:

- La evolución se toma su tiempo, que suele ser muchísimo; otros

cambios de fuerte pendiente, como las “revoluciones”,

decadencias en picado o triunfos fulgurantes, terminan

volviendo casi al mismo sitio; este “casi” es la evolución. Y

evolución está habiendo; como se muestra a lo largo del

capítulo, en la mayoría de las culturas, hay un notorio declive de

la familia patriarcal. Cuánto más pobre es un país más férreo es

el poder del patriarca (en su versión familiar y clerical): cabe

preguntarse si no será tal poder la causa de la pobreza.

- Las familias patriarcales se parecen bastante unas a otras, a lo

largo de la historia y de la geografía. Es así porque la bondad

humana es variada, mientras que la iniquidad es monótona y

repetitiva. El poder del patriarca está basado, más que en la

contundencia de su bastón, en una constante humana: la

perezosa ignorancia de los resignados.

- El mundo está mal, pero menos mal que otras veces; para luchar,

sin armas, por la emancipación, hay ahora más recursos, como

son la educación, los medios de comunicación y las redes

informáticas. También hay ya países donde la familia patriarcal

ha caído en la obsolescencia, y el ejemplo se va extender, como

está pasando con la pena de muerte, y como pasó con la

104

monarquía absoluta, la Santa Inquisición y el derecho de

pernada.

- El viento de la historia arrecia contra la familia patriarcal. Pero

en algunos países y culturas, la historia parece haberse detenido;

la familia patriarcal se muestra inamovible, y los tímidos

cambios son barridos por la escoba de hierro del

fundamentalismo. Y en la mayoría de los países se consolida un

cortavientos de probada eficacia contra el de la historia: la

familia-refugio, modalidad que prolifera en períodos de recesión

económica, y tal como se está organizando la globalización, la

recesión va a ser continua, porque los excedentes que pudieran

capitalizarse para el progreso, son absorbidos por las empresas,

como beneficios, que reinvierten sólo en aquellos países donde

funcione con garantías la familia-refugio.

4.19 Un corto resumen y una breve conclusión

La pérdida del patrimonio, significó una avería importante en el timón

de la nave de la familia patriarcal, pero los usos patriarcales (de los que

tantas veces abominamos en este libro) siguieron vigentes, y más

acendrados, al tener menos justificación. En el campo todos tenían

patrimonio, desde los ricos hacendados hasta el que sólo poseía media

docena de gallinas. Los pobres tenían además a sus hijos; las relaciones

vasalláticas se reproducían también entre los propios vasallos. Fin del

campo, fin del patrimonio familiar; en las ciudades nadie tiene gran

cosa, y los hijos no esperan nada de sus padres, y viceversa. La secular

oposición campo-ciudad termina por acabarse: se despuebla el campo,

donde se cimentaba el más rancio y reaccionario patriarcado.

Actualmente, en la Unión Europea, la actividad agrícola ocupa a menos

del 5% de la población activa.

La Iglesia, en su día, desarboló no poco la nave, al tirarle una

andanada importante: matrimonio por mutuo consentimiento.

105

El trabajo asalariado de la mujer hizo una vía de agua, que se va

agrandando merced a otras innovaciones, como las leyes de divorcio y

custodia de los hijos, acceso de las mujeres a la educación superior,

contraceptivos, parejas de hecho, etc.

La familia, desprovista de sus aspectos patrimoniales, se inserta

cada día más en la psicologización. “Con la desaparición de su

basamento económico, sus funciones se han especializado en aspectos

cada vez más emocionales. La familia occidental se ha convertido en

una fábrica de personalidades humanas” (Parsons, 1955). La

psicologización incurre a menudo en lo psicosomático: la nueva

situación doméstica incrementa las pautas de conflictividad hasta un

punto que podrían hacer explotar la santabárbara del barco de la familia,

con lo que no tendría sentido entonces disparar contra él andanadas

admonitorias.

106

5 Sociedad Nota previa, que en aras de la inteligibilidad de lo que sigue, conviene

no saltarse.

Lo tratado hasta aquí se basaba en investigaciones de

antropólogos e historiadores, y nuestra opinión se ha mostrado

claramente diferenciada de la recopilación expuesta. A partir de este

capítulo, nuestra opinión será lo que predomine; nos adentraremos por

tanto en el esperpento y el panfleto (ya lo advertimos en 1.4).

5.1 Todos contra todos

Es bien conocido que en la sociedad, por lo general, todo el mundo trata

de aprovecharse de todo el mundo; el patrón procura que el obrero

trabaje por poco dinero, hasta su consunción; el obrero aspira a trabajar

menos de lo que le pagan, hasta la bancarrota del patrón; el seductor

intenta autoafirmarse copulando sin implicarse, la presunta seducida

pretende a cambio un anillo con una fecha por dentro, que la redima de

trabajar, o al menos que le pongan un piso; los políticos medran, los

bancos esquilman, los curas siguen vendiendo bulas y cobrando del

Estado, y los creyentes pecan más de lo que confiesan, pero todo el

mundo quisiera ser político, o banquero, o asegurarse el cielo sin asumir

la monotonía de una vida en la virtud. La sociedad reacciona contra

semejante estado de cosas, y produce leyes que si no erradican, al menos

limitan los abusos.

La ley aplica en todas las situaciones, a pesar de los esfuerzos de

algunos estamentos (políticos aforados, militares, directivos del fútbol)

para resguardarse tras jurisdicciones adyacentes. En la sociedad

occidental sólo queda una "bolsa" con jurisdicción propia: la familia, y

la ley común no se inmiscuye en ella más que cuando, a resultas de esta

"autonomía", aparecen niños con estremecedoras lesiones o cadáveres

de mujeres.

107

En la sociedad antigua los poderosos dictaban la ley y la

aplicaban sin más, siempre contra el pueblo; éste no tardó en pedir a los

poderosos que al menos tuvieran el detalle de escribir las leyes, para

saber a qué atenerse. Los poderosos afirmaron que era una pérdida de

tiempo, dada la tasa de analfabetismo que imperaba; el rencor fue

anidando en el corazón de los oprimidos, y el consiguiente baño de

sangre inauguró el ciclo de la periódica sustitución de las elites (Pareto)

y fundó el Estado moderno, en el que la sociedad delega el uso de la

fuerza. El Estado a su vez subdelega esta fuerza en militares y policías, y

también en los padres de familia, quienes realizan sus funciones al estilo

antiguo, es decir: pretextando que los pobres niños son analfabetos, no

se molestan en escribir la ley de la familia, que dicen que emana de la

tradición, la moral o del mandato de Dios de educar en la virtud; se

originó entonces una siniestra dependencia, que dio en llamarse amor

filial hasta que modernos investigadores han descubierto que se trata del

síndrome de Estocolmo.

El Estado además facilita que entre sus miembros se creen

asociaciones, que se regulan mediante contratos, sujetos a la ley general.

En el seno de la familia no existe ninguna figura contractual entre padres

e hijos, y su relación se basa en vagos propósitos y confusas promesas,

que nadie cumple ni apenas recuerda; pero en el ánimo de padres e hijos

anida la certeza de que se es de plantilla, contrato indefinido hasta la

muerte o más allá (aniversarios y misas de difuntos); muy rara vez se

pone a alguien en la calle por incumplimiento de lo estipulado, que,

insistimos, no se recoge en contrato alguno. Amparados en este vacío, el

niño quiere afecto a todas horas, la madre pretende dárselo sólo cuando a

ella le apetezca, el padre trata de autorreafirmarse a través de la sumisión

de su familia, ésta se somete pero lo estruja hasta la última gota, y todos

contra todos y siempre invocando defensa propia o que el mundo no lo

inventaron ellos.

Abundamos en la generalización descrita en el primer párrafo.

La sociedad es un amplio conjunto, y según cómo y para qué se

dispongan sus elementos, pueden configurarse subconjuntos maravillo-

108

sos o execrables; compárense, por ejemplo, las asociaciones para la

erradicación de la viruela o del racismo, con la organización denominada

"National Riffle Asociation". Hay asociaciones que llevan implícita su

enemistad contra otras, como son las comunidades para la observancia

de la Verdadera Fe, las confederaciones de empresarios y, por supuesto,

cualquiera de las denominadas "patrias"; hay sin embargo una única

asociación que sabe simultanear la animosidad contra otras con el odio

entre sus miembros: la familia.

Sobran estudios sobre la geometría del amor, faltan estudios

sobre el álgebra del odio, de cómo sus efectos se combinan y contra-

rrestan hasta formar asociaciones, tan estables y arraigadas que cuando

uno de sus integrantes muere, la mayoría de las lágrimas que se vierten

no son fingidas.

5.2 Derecha/izquierda

Como criterio de demarcación entre derecha e izquierda, Bobbio

(1995) propone diversas dicotomías: tradición e innovación,

servidumbre y emancipación, autoridad y libertad, reacción y

progreso, sagrado y profano, desigualdad e igualdad. Este último par

es el que Bobbio considera crucial e insoslayable para definir la

izquierda a lo largo del tiempo: “Como principio fundador, la igualdad

es el único criterio que resiste el paso del tiempo, y la disolución que

han sufrido los demás criterios, hasta el punto de que, como ya se ha

dicho otras veces, la misma distinción entre derecha e izquierda se ha

puesto en tela de juicio”.

Ni una vez, en todo el texto citado, alude Bobbio a la familia.

Sí la alude Gil Calvo (1995), en un artículo a propósito del libro de

aquél, cuando habla de: “...La identidad entre izquierda y ética del

trabajo, frente a la paralela identidad entre derecha y ética de la

herencia: votan izquierda quienes dependen de su propio esfuerzo,

mientras votan derecha quienes disponen de capital familiar. De ahí

109

que la derecha defienda las instituciones privadas (familia, empresa,

propiedad, herencia), mientras la izquierda defiende a las personas

(meritocracia, protección pública, educación, movilidad social)”.

Gil Calvo, mejor que el criterio de igualdad-desigualdad,

prefiere el criterio de demarcación de Hirschman público/privado, al

cual también se refiere Bobbio en un libro anterior, (1985). En él

aparece una cita del Digesto: “ius publicum privatorum pactis mutari

non potest”, [el derecho público no puede ser modificado por pactos

entre privados]. Esta primacía de lo público sobre lo privado tiene un

desdoblamiento inquietante: las relaciones sociales entre desiguales:

“El Estado, como cualquier otra sociedad organizada donde haya una

esfera pública, está caracterizado por relaciones de subordinación

entre gobernantes y gobernados, esto es, entre detentadores del poder

de mandar y destinatarios del deber de obedecer, que son relaciones

entre desiguales”. Para mostrar que estas dos dicotomías no se

superponen totalmente, Bobbio pone un ejemplo: la familia, que

perteneciendo convencionalmente a la esfera privada, es una sociedad

de desiguales; establece luego una semejanza entre los poderes del

soberano y los del patriarca, el padre y el amo.

La familia como sociedad de desiguales e institución defendida

por la derecha, ¿no debería estar en el punto de mira de la izquierda?

No; no parece que lo esté; ¿cómo lo va a estar si en ella nos educan a

todos? La dicotomía público/privado se cuartea, porque la desigualdad

se mama en privado, con lo que se implanta luego en lo público con

pasmosa naturalidad. Si hay por tanto alguna igualdad en el mundo

cabe pensar que se trate de un hecho milagroso: hastiados de lo

repetitivo, hay dioses que se encarnan en santones harapientos: la luz

del igualitarismo titila en sus ojos patéticos, por lo que muy rara vez

caen en fundar una familia.

5.3 La cláusula de conciencia del Juez

110

Parejita de novios ante el juez. Los familiares acechan detrás, adoloridos

los pies en el estreno de zapatos. El juez tiene fama de excéntrico; a

veces se sobrepasa.

El Juez (al novio): ¿Profesión?

El novio: Trabajo en la construcción. Estamos haciendo ahora unos

chalés.

El Juez: ¿Albañil quizás?

El novio (algo avergonzado): Bueno, sí.

El Juez: ¿Cuánto hace que trabaja?

El novio: En la construcción, cuatro años. Antes estuve conduciendo

camiones.

El Juez: Bien. Veo que tiene usted oficio y empleo.

(A la novia) ¿Y usted, tiene trabajo?

La novia: No, señor.

El Juez: ¿Lo ha tenido antes?

La novia: No, señor. Nunca. He estado siempre en casa, ayudando a mi

madre.

El Juez: ¿Ha estudiado usted?

La novia: Voy a hacer ahora el graduado escolar.

El Juez: Bien, señores: No les puedo casar, lo siento. Les pido disculpas

por los inconvenientes que les cause mi decisión.

Un silencio tenso. Comienzan enseguida los murmullos. El juez mira el

grácil y blanco cuello de la novia, y las fuertes y atezadas manos del

novio. Mira hacia delante unos pocos años; la chica ha engordado algo,

el albañil bastante, de la bebida, supone, la misma causa que le hace

pedir la cena a gritos a pesar de la hora, "vas a despertar a los niños"; el

hombre asiente: el puño es más expeditivo y hace menos ruido. Al día

siguiente, la madre se abraza llorando a sus hijos, que advierten sus

moratones; lloran también. Crecen entre el odio y el desconcierto; son de

los más retrasados y violentos del colegio. La madre recurre cada vez

con más frecuencia a la botella de coñac, y hay cuchillos en sus sueños.

111

La madre de la novia: Pero oiga, ¿Esto es nuevo? ¿No? Tenemos todos

los papeles.

El Juez: Pues vayan ustedes con ellos a otro juez, que hay muchos. Yo

sólo caso a personas libres, o por lo menos independientes, y esta joven,

de momento, no lo es. Estudie usted, señorita; consiga un empleo,

hágase con un oficio y los casaré con mucho gusto, y hasta me hará

ilusión que me inviten a una copita.

El padre de la novia: Oiga, usted cree que un empleo se encuentra así

como así.

El Juez: No lo creo. Pero sin trabajo no se es libre: se tiene una gran

dependencia, y en ese estado no se es responsable, no se pueden realizar

actos jurídicos, no se debieran tener hijos, incluso no se debería votar.

No entiendo por qué los que no tienen trabajo no se echan a la calle y

arman la de Dios es Cristo.

5.4 Entrevista con el Juez

Nuestra primera pregunta, señor Juez, si todavía es

pertinente que le llamemos así...

Aún no es firme mi expulsión de la carrera judicial; el recurso de

amparo ante el Tribunal Constitucional todavía no se ha visto, pero

cualquiera que sea la sentencia, he pasado ya la edad de jubilación, por

lo que no volveré a vestir la toga. De todos modos, he sido magistrado

durante cuarenta y dos años, creo que puede llamarme “juez”, es

realmente lo que soy, como el que es albañil o pescador de atún.

Bien, como le decíamos, nuestra primera pregunta es:

¿Cómo un juez se puede negar a casar a una pareja que aporta

todos los requisitos legales?

Esos “requisitos legales” que dice usted, a mí no me parecen

suficientes. Tampoco me parecen suficientes los impedimentos legales

112

para la unión civil de dos personas; no se ha tenido en cuenta la

situación de riesgo que comporta para una de ellas.

Pero usted está ahí para aplicar la ley, no para dictarla; para

hacer las leyes está el poder legislativo, el pueblo.

Fíese del pueblo y no corra. A un colega mío, corrupto a más

no poder, lo apartaron de la carrera por prevaricador, que es “dictar

una sentencia sabiendo que es injusta”. Bien: a mí me parece injusto

que se pongan a vivir dos personas en un espacio cerrado, cuando una

de ellas no es libre para largarse a la menor violencia; adónde va a ir,

¿a casa de su madre? Le dirá: mira hija: así son las cosas, así he

vivido yo siempre, y tu abuela, y mi abuela también, que contaba de

su madre que, etc. ¿Y los hijos? Ése es el mayor problema, y ahí es

donde hay que intervenir, para que no se reproduzca la situación hasta

el fin de los tiempos. Porque, en última instancia, si una novia viene y

me dice: “Mire señor Juez: no tengo trabajo, ni estudios y no puedo

tener hijos por una cuestión biológica”, no tendría nada que objetar a

que se casara; el sadomasoquismo de adultos y los deportes de riesgo

están fuera de mis competencias.

Esto último desmonta un poco la opinión que teníamos de

usted, adalid de la defensa de los derechos de las mujeres

maltratadas.

Sólo soy un ciudadano consciente de esos derechos, pero

también de la obligación que tiene toda mujer de no dejarse secuestrar

por el individuo que luego la maltrate, de no dar su consentimiento

legal para semejante infamia. En este país hace ya mucho que a los

padres no les está permitido vender a sus hijas o cambiarlas por

cabras; ¿se va a permitir que se vendan ellas a sí mismas?

Las chicas ven en la casa familiar cómo el padre, día tras día,

maltrata a la madre, de palabra y a veces de obra; a pesar de ello no

duda en repetir el rol de su madre; ¿son todas engañadas malamente?

No se acabará con los maltratadores si las candidatas a recibir malos

tratos no toman conciencia. Pero, como le decía, me preocupan más

los hijos que nazcan en semejante hogar; me ponen enfermo estas

113

situaciones, y mientras pueda, no voy a callarme, ni a rehuir la

polémica.

Se dice de usted que más que rehuirla, la busca.

Es la obligación de todo ciudadano, y más, como en mi caso, si

se tiene en la sociedad una posición de primera línea en estas batallas.

¿Qué debería hacer si no? ¿Seguir aplicando leyes que considero

injustas? Mi obligación ética es hacer saber a las personas, mujeres en

este caso, que están incurriendo en un riesgo indudable, y no con una

simple advertencia, sino con la bronca que supone suspender una boda

para que se celebre más adelante, con otro juez.

¿Ha conseguido usted, cuando se ha negado a casar a una

pareja, que se lo pensaran y aplazaran la boda hasta que la novia

tuviera una situación de independencia económica?

He rehusado a unir en matrimonio, por esta causa, a setenta y

ocho parejas y, que yo sepa, sólo cinco de ellas lo han aplazado. En

tres de los casos han venido a verme, y me han dado la razón.

Cinco sobre setenta y ocho es el seis coma cuatro por

ciento; y tres sobre setenta y ocho es el tres coma ocho por ciento.

No parece que la gente sintonice mucho con su idea.

Mire, señora: no parece haber advertido usted que la ética es

inconciliable con lo cuantitativo, y además nos preserva de este

tremendo virus. De no ser así podría usted tranquilamente mandar

asesinar a la amante de su marido (es un ejemplo), amparándose en

que al cabo del año mueren de este modo muchos miles de personas,

millones tal vez, y que además es un porcentaje pequeño de los que

mueren por una u otra causa, incluida la guerra. Pero ya que parece

aficionada a las estadísticas, le diré algunas.

En el año 2000, en España, se tramitaron 22.385 denuncias por

malos tratos, que son sólo el 7% de los casos, con lo que hubo más de

300.000 palizas. Otra estadística: según una encuesta, de las

15.028.000 mujeres mayores de 18 años que hay en el país, el 12,4 %

son “técnicamente” maltratadas, y un 4,2 % adicional se autoclasifican

como maltratadas; la suma es el 16,6 %, que sobre el censo total

114

supone que dos millones y medio de mujeres son maltratadas al

cabo del año. Estas cifras proceden de organismos del gobierno, y me

temo que sean además optimistas; ya sabe que el gobierno trata

siempre de decir que no pasa nada preocupante, que tiene todo bajo

control.

De las denuncias efectuadas, aproximadamente el 50 % de los

hombres sale absuelto, y libre para proseguir, y probablemente

arreciar, sus maltratos, hasta provocar la muerte. Pero “sólo” mueren

70 mujeres al año por tal causa; las autoridades tratan funda-

mentalmente de evitar esta noticia, que es sólo la punta del iceberg de

la violencia cotidiana, continua, inacabable, todos los días, años y

años. Nadie toma medidas drásticas. Todos gritan: hay que acabar con

la violencia. ¿Qué violencia? ¿La que mata? ¿La que produce lesiones

escalofriantes? Imagínese que, deteniendo a los asesinos y

maltratadores, esta gente se lo pensara antes de levantar la mano, ¿se

acabaría así con la infelicidad y desgracia de millones de familias? En

cuanto las muertes bajen a diez o menos mujeres por año, dejará de ser

noticia, y el maltrato rutinario va a seguir como antes; se apercibe al

que levanta la mano de que no se le vaya demasiado. ¿Nunca ha

reparado en una cualquiera de esas miles de parejas de ancianos, en

las que el hombre trata a la mujer peor que a un perro? ¿Cree que son

manías de la edad? No: la ha tratado así cuarenta o cincuenta años.

Estoy de acuerdo con usted. Hay que luchar para acabar con

cualquier clase de violencia en la pareja.

¿Manteniendo el tipo de familia que hay? ¿La familia como

ámbito privado en el que la sociedad no puede intervenir? Por favor.

La familia patriarcal es un espacio de sumisión y abuso, ¿quiere usted

“civilizar” ese espacio? Es como en las galeras: se reprendía a los

contramaestres que se pasaban con el rebenque, y nadie, por supuesto,

se cuestionaba la pena de galeras en sí, en cuanto era la manera

habitual de navegar.

Pero insisto en que nuestra preocupación mayor no debería ser

el que un adulto abuse de otro, a pesar de lo terrible de la situación. Es

115

todavía más espantoso que en ese ambiente estén creciendo los niños,

que éste sea el sitio donde se reproduzca la sociedad, sociedad que

obviamente no saldrá nunca del círculo vicioso de machos

maltratadores y hembras resignadas.

Hay que tomar medidas, si queremos que alguna vez haya una

sociedad solidaria y pacífica; hay que sacar a la mujer de su resignada

postración; sólo ellas podrán cambiar el estatus actual, pero todos

tenemos que arrimar el hombro.

Usted ha dicho otras veces que el movimiento feminista no

es lo bastante radical.

El movimiento feminista es lo más relevante que le ha ocurrido

a la sociedad en los dos últimos siglos, y más importante que las

llamadas revoluciones, pero debería, en mi opinión, poner más énfasis

en la destrucción de la familia patriarcal, y no perder el tiempo

tratando de conseguir el triste oxímoron de que, en este tipo de

familia, la mujer tenga los mismos derechos que el patriarca.

______________

Nota del autor.

Las cifras dadas, por desgracia, no son ficción. Proceden de “El Pais”,

25 de Noviembre 2001, artículo de Juan G. Bedoya, que las toma de un

estudio de Consejo del Poder Judicial, y de una encuesta del Ministerio

de Trabajo y Asuntos Sociales, efectuada a 20.552 mujeres mayores de

18 años.

5.5 Fragmento de una obra griega

En 1882, en las excavaciones de Naupactos, se encontró el manuscrito

de una obra que, a juicio de probados helenólogos, como Tzardias

(1951), muy bien pudiera ser de Esquilo. Schliemann y Evans

conocieron el texto y no mostraron por él ningún interés. Pragnaikos,

secretario de Kavvadias en la Sociedad Arqueológica, lo traspapeló, y

116

estuvo perdido casi un siglo, hasta el mandato de Mercuri, quien lo

recuperó y mandó editar. La obra está muy incompleta, pero hay

fragmentos, como el que aquí reproducimos, cuyo sentido no deja lugar

a dudas.

...

Parad este círculo de iniquidad.

No os caséis, ni ennoviéis, ni juntéis mientras no seáis libres.

Lo mejor que podéis hacer por vuestros hijos coincide con lo mejor

que habréis de hacer por vosotras mismas.

No hagáis como Lisístrata, huelgas de cuerpos contra la guerra de

los pueblos.

Huelgas de holgar: la paz duró poco, la opresión de las mujeres

siguió, ¿va a seguir para siempre?

Amenazad con el fin de las madres, ni un hijo más, extinción de esta

especie abyecta y absurda que pretende hijos libres de madres

esclavas,

De madres que han de enseñar a sus hijas sumisión, y a sus hijos

a someter,

Y cuanto antes y mejor aprendan estas infamias, mejor parece

la madre.

...

Ah, pobres mujeres atenienses: ¿Hasta cuándo vais a seguir dando

lástima a sofistas y metecos? En las montañas que rodean la

ciudad siempre hay esclavos fugitivos, unios a ellos, unios

sobre todo a sus mujeres.

[Preguntadles a estas mujeres, preguntadles mirándoles a los ojos, si

están dispuestas a luchar contra maridos, padres y hermanos]

El último verso es aportación nuestra. Dudamos mucho de que la obra

de Esquilo fuera en su tiempo un éxito de taquilla, pero este verso

hubiera sido la señal para que empezaran a volar las almohadillas.

117

5.6 Entremés: “El padre que no tenía más que eso”

Padre con patillas de rufián y camisa desabrochada para lucir gruesa

cadena de oro; es soldador, y es el único de la familia que trabaja.

Madre gorda, de expresión granujienta y papada pendulante; varios

anillos en sus dedos de fregona, y las uñas con la pintura descascarillada.

Hijo 1º flaco, alto, en camiseta parda que alguna vez fue blanca; se rasca

el abundante vello de pecho y axilas con gestos simiescos. Hija siempre

en chanclas; enormes pechos y pelo grasiento recogido con una goma.

Hijo 2º hipnotizado por el televisor; no interviene en la conversación,

por darle un nombre a la sarta de lugares comunes y gruñidos que

profieren.

...PADRE: Va a llover hoy. Seguro que no me arranca el coche.

HIJO 1º (a su hermana): No te eches todo el tomate, joder.

HIJA: Tú t'as puesto to’s los pimientos y nadie t'a dicho ná, gilipollas.

MADRE: ¿Os queréis callar, coño?

PADRE (a su mujer): ¿Dónde está el paraguas?

MADRE (a su hija): Sube la tele.

PADRE: Que dónde está el paraguas.

MADRE: Búscalo tú, joder.

HIJA: Qué coñazo con el paragua de los huevos..

HIJO 1º (a su padre) Me tienes que dar siete mil pesetas, que s'a'stropeao

el amoto.

PADRE: ¿No te tengo dicho que no me cojas la moto?

HIJO 1º: Eg que m'a mandao mama a lleval-le una cosa a la'buela, joder.

PADRE (a la madre): Me cag'en la leche: ¿Tú pa'qué mandas a éste a

ningún lao con mi moto?

MADRE: Que os calléis, coño, que no oigo la tele.

118

Escena costumbrista que, con ligeras variaciones, se da en el

62,7% de los hogares (la cifra, tras mantenerse estable en los seis

últimos años, parece que ahora repunta), cohesionados por el odio

común, que los envuelve con un manto de seguridad viscosa. Cuando

encuentren algún trabajo estable, no se irán a vivir solos; esperarán a

emparejarse, y sólo se marcharán de la casa paterna para fundar otra de

similar abyección.

El padre sostiene que la familia es todo un logro, desconfía de

los que no la tienen y está dispuesto a golpear a quien le diga que la suya

es una mierda.

Todos los miembros de esta familia votarán a políticos que

ensalcen los valores indiscutibles de la familia, y azuzados por ellos, se

aprestarían a linchar a autores de libros como éste, que no leerán jamás.

No todos los padres son así, como se va a ver en la próxima

viñeta.

5.7 Ser padres confiere una respetabilidad indudable

La mayoría de la gente no es nada, sobre todo porque sufre de pobreza

finisecular, desgracia que a menudo acarrea una desesperanza rayana en

la desesperación. Son por tanto personas deseosas de consuelo, proclives

a aceptar cualquier refuerzo positivo que alguien les brinde.

La historia enseña que los estados carenciales de la mayoría

pasan desapercibidos para todos excepto para la minoría responsable

de ellos, que de nuevo se beneficia. ¿Cómo pueden ustedes decir que

no son nada, por Dios bendito, si son lo más grande que se puede ser?

¡Son padres!

En el informe del marciano del apartado 5.14 se leía también:

“En la naturaleza, unos animales se comen a otros; la humanidad

abundó también en esta práctica, hasta que, por razones de

rentabilidad, sustituyeron el comerse “a” otros hombres, por el comer

“de” otros hombres. No fue fácil este cambio; la organización vertical

119

del poder, a escala regional, se mostró muy inestable; la invención del

mito mejoró algo las cosas, pero sólo se redujeron las crisis de manera

radical cuando se organizaron pequeñas células de poder llamadas

familias. En estas formaciones está también muy presente el mito”.

El mito a que se refiere el informe es, en realidad, una serie de

figuras míticas: el cabeza de familia todopoderoso, su abnegada

esposa, la meritoria e insustituible función de los padres para asegurar

la digna continuidad social, la historia del progreso de los pueblos, etc.

Cuanto más pobre es un individuo, más se aferra a estos mitos; su rol

de padre le da acceso al único camino que puede llevarle a alcanzar

alguna respetabilidad.

La educadora Bermúdez llevaba casi treinta años en su oficio;

había visto de todo y sabía como tratar a gente como aquélla:

...

PADRE: ¿Y usted quién es para decidir cambiar a mi hijo de

grupo sin mi consentimiento?

EDUCADORA: Soy pedagoga y psicóloga; veintiocho años de

práctica docente, especializada en niños difíciles; además de

mi trabajo aquí, imparto en la facultad un seminario sobre

“problemas de adaptación de adolescentes conflictivos”. ¿Y

usted qué es?

PADRE: Soy el padre de José Ricardo.

EDUCADORA: Bien, es usted el padre de Jose (que es como

él prefiere que le llamemos); ya lo sabemos. Le pregunto si ha

leído algunos libros sobre educación, tomado algún curso,

aunque sea por correspondencia, o asistido a alguna academia

nocturna, o si es, al menos, miembro de alguna asociación de

padres de chavales con problemas... ¿O es usted autodidacta?

PADRE: Soy su padre, y basta.

(La educadora Bermúdez pesa 80 kilos y juega al baloncesto;

contrasta su amplia camiseta deportiva con la ridícula corbatita que

lleva el tipejo.)

120

EDUCADORA (echándose hacia delante y mirando al otro de

hito en hito): No, señor: no basta. Nunca basta. Ser padre “sin

más” es casi no ser nada. Su hijo tiene unos problemas que

usted ignora, probablemente porque es usted un ignorante, y

éste es el mayor problema que tiene su hijo. Dígame qué días

tiene usted libres, y se va a venir por aquí dos veces por

semana, a que le expliquemos en qué consiste ser padre. Nos

va a llevar tiempo, pero ya verá cómo conseguimos que se

entere. Si se niega, hablaremos con el Juez de menores.

PADRE: No, bueno, en fin, ya vendré. Voy a ver qué días

puedo.

EDUCADORA: Queremos también hablar con la madre de

Jose.

PADRE: Es que mi mujer...

EDUCADORA: ¿Es que su mujer qué...?

PADRE: Bueno, bueno. Llámela usted misma, si no le importa.

5.8 Razones para tener o no tener un hijo

Durante mucho tiempo, nunca por curiosidad y siempre por sana

provocación (la polémica consigue a veces simular un mundo menos

monótono; la vida parece entonces menos insufrible), hemos hecho una

pregunta. La hemos hecho en sobremesas, barbacoas, trenes, salas de

espera de ambulatorios, noches de copas y tardes en primeras

comuniones de hijos de primas segundas:

-Perdone(a) que le(te) haga una pregunta: ¿por qué ha(s) tenido

hijos, si no es indiscreción?

“Porque me hacía mucha ilusión. Y a mi marido le encantan.”

“En mi casa somos seis hermanos. Una casa sin niños yo es que ni

me lo planteo.”

121

“A mi me han gustado siempre los niños, y a mi mujer, bueno a mi

mujer es que le encantan.”

“Necesito dar cariño, mucho cariño.”

“Vaya pregunta. Toda la vida se han tenido niños, ¿no?”

“Es la única manera en la que una se realiza.”

“Mi marido, por su profesión, está fuera casi siempre y los niños

acompañan muchísimo.”

“Luego, cuando vamos siendo mayores, los hijos son el único

consuelo.”

“Quiero niños para darles lo que a mí en mi casa no me dieron.”

“Quiero niños para darles lo mismo que me dieron en mi casa.”

Una joven esposa, hija de un constructor: “Uy, me apetecía

muchísimo.”

Una adjunta a un Letrado de las Cortes: “Considero que es una

obligación a la que no cabe sustraerse.”

Una folklórica: “La fuersa del istinto. Me dió fuerte, fuerte. De

verdad, te lo prometo.” Su marido: “No lo podía de aguantá, hasta

jipíos daba, te lo juro.”

Una ingeniera: “Es la manera de perpetuar la especie; es un poco

nuestra obligación.”

Nos llamó la atención el que la mayoría de las personas pregun-

tadas no se habían formulado nunca tal cuestión; todas buscaron en los

archivos de su consciente y no encontraron nada (para entrar en el

inconsciente, como se sabe, no hay pass-word).

Que se sepa (los entrevistados parecían no saberlo), nadie tiene

niños por un razonamiento, un cómputo de ventajas e inconvenientes,

como cuando se adquiere un electrodoméstico. La decisión se toma a

través de instancias irracionales sobre las que se tiene escaso o ningún

control: el dictado incontrovertible del genoma, la imitación simiesca de

lo aprendido, el determinismo de los arquetipos jungianos, la inercia de

lo social, el escalofrío ante el qué dirán, etc, por ejemplo. Algunos

respondieron: "Bueno; nos lo estuvimos pensando bastante tiempo, y

122

luego al final decidimos tenerlos", pero no nos supieron decir qué

elementos sopesaban cuando "se lo pensaban".

Así, de esta forma tan "natural", alegre e impulsiva se funda una

familia, sin haber estudiado o leído en qué consiste tan discutible

formación social, ¿o es que para esos padres no es discutible en

absoluto? La irresponsabilidad con la que nos traen al mundo contrasta

poderosamente con la posterior y monótona exigencia de responsabili-

dad con que nos hostigan de por vida. Y hablamos en términos de

irresponsabilidad un tanto piadosamente, porque en rigor habría que

hablar de la asombrosa trivialidad con que nos engendraron (menudo

inicio).

Una señora nos contrapreguntó “¿Cuál sería la respuesta

correcta? ¿La hay?”. No le supimos responder en ese momento, quizás

ahora, tras analizar unas doscientas encuestas, una buena respuesta sería:

Sé lo que quiere que diga, / o al menos me lo supongo: / que una

trae al mundo los hijos / porque le sale(n) del coño.

Hicimos la pregunta con diversas actitudes: desde la sonrisa

cómplice hasta el ceño inquisitorial: ninguna madre se sintió molesta:

todas se mostraron orgullosas de su maternidad, hasta las que tenían

hijos problemáticos. Con los padres hubo de todo; incluso algunos

estaban arrepentidos de serlo; esto último se vio que era una pose; en

cuanto cuestionamos a sus hijos se pusieron agresivos, pero el ambiente

era en general afable y difícil de crispar, pese a las provocaciones del

entrevistador. Padres y madres coincidieron en que no tener hijos era, en

general, una desgracia.

Hicimos la misma pregunta a parejas que no están dispuestas a

tener hijos o que no han querido tenerlos. El ambiente era muy distinto:

desconfianza, malas caras, movimientos nerviosos de las manos y

miradas hacia otro lado: la sombra de la culpa solía oscurecer los rostros:

las razones que daban, en general más juiciosas que las de los que eran

padres, no disiparon la sensación de que les sobrevolaba un cierto

remordimiento por haberse hurtado a una obligación social, es decir,

moral. Los que invocaron catástrofes venideras, o afirmaron que el

123

mundo es una mierda, eran personas a los que no parecía irles mal, ni se

les veía que fueran a engrosar a corto plazo la lista de suicidas.

Al haber estado haciendo preguntas a mucha gente, estamos un

poco obligados a no silenciar nuestra opinión al respecto.

Pensamos que traer hijos al mundo en el seno de las familias al

uso, es colaborar a la infelicidad general y aumentar la nómina de

desgraciados. Pero es inviable y absurdo, para tener hijos, esperar a que

la actual familia se extinga, para, en cuanto deje de haber dudas sobre el

renacer de la luz de la libertad y felicidad en el mundo, comenzar a

repoblar el planeta, si es que a esas altura queda sitio o planeta. Creemos

que la mejora de la sociedad sólo se hará luchando dentro de ella, para lo

cual hay que conocerla a fondo e implicarse, lo que difícilmente se

puede hacer si no se "tienen" hijos. La desaparición de la sociedad de

familias y su sustitución por una formación que coadyuve a la dignidad

universal, será gradual, y pasa por la educación de varias generaciones

en una paleta de valores más amplia que la monocromática cerrazón con

que se pinta en la familia.

Obviamente no propugnamos la militancia social como única

razón de traer hijos al mundo, y aquí no empleamos ya el verbo tener.

De la convivencia con niños aprenderemos mucho: cómo son, cómo

somos nosotros, qué es la sociedad, qué son los afectos, los amores, los

proyectos, las risas, las penas, la negociación, la renuncia, la mirada que

acaricia, y la manta que al tapar el hombro desarropado cambia el curso

de los sueños: conocimiento de la cara hermosa de la humanidad y de

nuestra obligación moral de que se extienda a la otra cara, que ahora es

cruz.

124

CARTA A UNA JOVEN BURGUESA

Muy Señora nuestra:

Sabemos de usted a través de sus familiares, y de amigos que la quieren

bien. Conocemos su angustia, su obsesión y las componendas que se hace para

eludir una cuestión a todas luces evidente: se le acaba el tiempo.

Todas sus amigas del colegio, facultad, empresa y vecindario, han tenido ya

uno o dos hijos. Usted pasa ante ellas y sus retoños con unos aires de

suficiencia e independencia que resultan artificiales y poco pertinentes, imbuida

en los esquemas “vanguardistas” (ya tienen años) de que primero se es persona

y luego madre, y mediatizada, en fin, por recientes y discutibles teorías, bien

articuladas, hemos de admitir, aunque pensadas más para la cría y engorde del

ganado que para coadyuvar al responsable decurso de la humanidad. ¿Cómo si

no puede alguien plantearse los hijos en términos de coste-beneficio?

Su posición social, intelectual y económica es con mucho superior a la

media de su país. Si usted piensa que no está capacitada, o que carece de

recursos para tener hijos, ¿cómo estará la mayoría de las mujeres?; ¿o es que las

considera a todas unas inconscientes?

Conocemos también su situación laboral; sabemos que está usted a punto de

terminar un máster, y también que su marido acaba de ser propuesto para un

merecido ascenso. Es seguro que podrán contratar personal especializado que

cuide de su hijo, con lo que sus carreras profesionales no se verán afectadas en

modo alguno.

Y ya verán, al entrar en casa, si su pequeño todavía está despierto, qué

sonrisa les dedicará, y cómo sus ojitos brillan y llenan la casa de luz y alegría;

sentirá que sus problemas cotidianos se esfuman como por encanto.

No dude en ponerse en contacto con nosotros para cualquier cosa

relacionada con este asunto.

Atentamente:

Solange Weissenberg de Azcárate

Directora del Gabinete de Asesores de la Comisión de la UNESCO para la

Repoblación del Planeta

125

CARTA DEL PROYECTADO HIJO

Querida mamá posible:

He tenido acceso a la carta que te han enviado esos señores de la CURP. En

esa institución tenemos contactos (personas responsables y más comprometidas

con la dignidad del Planeta que con sus avatares demográficos), que nos pasan

los documentos que nos conciernen.

A la vista del porvenir que me espera (de colegio en colegio, en casa con

“personal especializado”, inacabables sesiones de televisión, adolescencia

conflictiva, juventud matando el muermo con deportes de riesgo, para acabar

en una estúpida oficina como la tuya o la de papá), creo que sería mejor para

todos que siguieras mirando a las vecinas con displicencia.

Los último párrafos de la carta son tremendos: la vergüenza ajena es más

que innata: es prenata. De verdad, mamá: no me traigas (lleves) al mundo,

cómprate mejor un perrito.

Coordinadora Planetaria de Nonatos Pro-dignidad

5.9 Relato del capellán y el barquero

Nunca hubiera supuesto el teólogo y poeta John D. Squarci (1886-1962),

que de su amplia producción, dieciséis volúmenes de ensayo, teatro en

verso y crítica literaria, iba a ser una pequeña obra autobiográfica

(Squarci, 1937), la que le diera fama universal. De esta obra traemos

aquí algunos párrafos; la traducción es nuestra.

“...La lucidez no es algo que se adquiera o que conceda Dios de

una vez para siempre; sólo hay momentos lúcidos, muy pocos, en los

que por un instante se descorre el velo de ofuscación con que la

costumbre nos atrapa y se ve un horizonte algo más extenso; es luego

nuestra tarea aprovechar esa instantánea claridad para construir con

paciencia un modelo de la realidad que consiga predecir los hechos que

después acaezcan.

...

126

“En mi larga experiencia como capellán realicé innumerables y

largas sesiones de ayuda psicológica y espiritual a los desgraciados y

desgraciadas que aguardaban la aplicación ejemplarizante de la pena de

muerte. Casi todos mostraban arrepentimiento, lamentaban el daño

causado a sus víctimas y sentían un extraño afecto hacia los jueces y

carceleros, en parte por el llamado síndrome de Estocolmo y en parte

también por aferrarse a un resto de creencia en el Más Allá;

extrañamente, ninguno de ellos perdonaba a sus progenitores, a los que

acusaban de ser los verdaderos culpables de los crímenes que les estaban

llevando a tan malhadado final.

“Curiosa transmutación de los criminales en víctimas. Observé al

tiempo que los verdugos de la penitenciaría que habían de ajusticiarlos,

también se consideraban víctimas de una sociedad que no les había dado

más oportunidad para ganarse la vida que su lamentable trabajo, y casi

todos, como era de esperar, atribuían sus cuitas a su desgraciada

infancia.

“Y he escrito dos veces ‘casi todos’, porque había criminales

nada arrepentidos y verdugos sin mala conciencia por su trabajo; aunque

eran personas alegres y afables, en sus expedientes menudeaban los

episodios de ensañamiento. Todos los que conocí en este caso,

declaraban haber tenido una plácida infancia; de creerles, podría

aventurarse que, para los efectos sobre la sociedad, la familia autoritaria

y conflictiva es un mal menor.

...

“Mi ayuda a los infelices condenados se realizaba según los

cánones del método psicoterapéutico, denostado por la mayoría de mis

colegas, todos ellos conductictas radicales, como no podía ser menos.

Tras innumerables y tediosas sesiones llenas de proyecciones atributivas,

sublimaciones, formaciones reactivas y desplazamientos, llegué a la

conclusión de que si quería hacer algo útil para remediar su triste

situación debía estudiar con alguna profundidad el funcionamiento de la

familia.

127

“Pedí una licencia de dos años, que luego prorrogué por otros

tres, y estuve desempeñando variados trabajos en el seno de diversas

familias: mayordomo, chófer y cocinero, en casas ricas, y asistente

social en barriadas pobres. Reuní material como para escribir varios

volúmenes, pero las conclusiones fundamentales casi caben en un folio.

...

“Como puede verse, la lista de inmoralidades que forman parte

del equipaje moral con que los hijos salen de la casa familiar es

curiosamente la inversión de lo que se supone que son las virtudes

fundamentales de la familia.

“Tras aquellos años, que no se hicieron interminables por

cuestiones ajenas a este relato, llegué a la conclusión de que la familia

no es, a todas luces, una institución patogénica, como se ha venido

diciendo en ciertos círculos bienpensantes, sino una configuración social

criminógena; desde el supuesto de una ética universal, no hay ningún

tipo de maldad, perversión, atropello o infamia que no se haya

aprendido, practicado y cimentado en el seno de la familia.

...

“Mis superiores me escribieron repetidas veces sugiriéndome un

reencuentro en la Comunidad, para que yo mismo decidiera si mi

absentismo pastoral se debía a una crisis de fe o se trataba de algo más

profundo. Les contesté tranquilizándoles: mi crisis era sólo de

descreencia en el género humano; no cuestionaba en absoluto la obra del

Creador, pero la senda por la que la humanidad se encaminaba nos

llevaba a lugares que me costaba creer que hubieran estado alguna vez

en los designios de Dios.

“Decidido a investigar el origen del descarrío, intenté conocer las

relaciones familiares desde su inicio. Mis conocimientos técnicos me

permitieron trabajar un tiempo en una maternidad; no aprendí gran cosa,

había allí más medicina que sociología. Conseguí una plaza en la

guardería de una gran fábrica; en ella convivían los hijos de los obreros

y los de los directivos; por la mañana estaba un rato con los niños, pero

mi trabajo consistía mayormente en atender a los padres, oír sus

128

sugerencias o reclamaciones, y asesorarles según las pautas que los

educadores, todos con gran experiencia, habían homologado para aquel

centro.

“No tardé en advertir que en la guardería, a pesar de los desvelos

profesionales de los educadores, no hacíamos más que guardar niños,

como vigilar coches en un aparcamiento; la educación que nosotros

dábamos, era un simple barniz. La verdadera educación es la que los

padres dan en sus casas, sobre todo las madres. Si los psicólogos no se

equivocan cuando dicen que en torno a los cuatro años el individuo ya

va listo, y todo ese tiempo lo ha vivido en régimen de internado en la

casa familiar, con breves salidas vigiladas, cuesta pensar que aprendiera

sus malas artes en un breve descuido del cuidador de la guardería, o en

el parque, una vez que su madre se distrajo con una revista.

...

“Tras un año en la guardería, mi desconfianza en la bondad del

género humano pasaba por el punto más bajo que pueda pensarse,

cuando un desgraciado accidente me hizo ver la luz, y no creo que fuera

una intervención divina; creo que Él, afortunadamente, tiene más cosas

en qué ocuparse que en remediar las crisis de un pobre y descreído

clérigo.

“Un domingo estuve visitando el Santuario de Nuestra Señora de

Slovawicz, y para volver a la ciudad, en vez de perder varias horas en el

largo rodeo que daba el autobús, decidí cruzar el estuario del Udawa en

una de las pequeñas barcas de pescadores que llevan a los paisanos a la

ciudad. Éramos cinco pasajeros y el remero; el agua estaba quieta como

un plato, el sol se acababa de poner y comenzaban a tornarse grises los

rojos jirones de las nubes. En dirección contraria navegaba un enorme

carguero; nos cruzamos a unos doscientos metros. La gran ola de la

estela avanzó hacia nosotros, y me extrañó que el barquero no virara

para enfrentarla; cuando la ola estaba muy cerca, grité al barquero, que

se puso muy nervioso y no acertó a hacer la maniobra. Logré salvar a

uno de los pasajeros, los otros tres y el remero desaparecieron bajo las

aguas.

129

“Los padres a los que atendía en la guardería, como el barquero,

no eran malvados en absoluto: eran algo mil veces peor: unos

incompetentes, y la metáfora es casi una homología: bogan bien hasta

que vienen las olas.

...

“Descubrí también que si hay una palabra tabú para padres y

educadores es la de incompetencia; nadie está dispuesto a admitir ni la

más mínima traza de ella en la deplorable educación que dan a sus hijos,

cuyos efectos atribuyen a causas que sonroja enumerar: predisposición

genética, imponderables, malas compañías. Casi ningún padre o madre

se esfuerza en tomar cursos que les ayuden (o enseñen sin más) a educar

a sus hijos; se limitan a hacer lo que “hay que hacer”, “lo que se ha

hecho siempre”, y a dar amor, dicen, mucho amor.

“Recuerdo ahora con cuánto amor había pintado su bote el

desgraciado barquero, con cuánto mimo remaba aquélla tarde en las

tersas aguas del Udawa. Ahora está en el fondo del estuario, con tres de

sus pasajeros”.

5.10 El aprendizaje de la verdadera libertad y la auténtica rebelión

Con este título escribió Adam Smuglewicz su obra más conocida (1932),

de la que transcribimos a continuación un párrafo que viene al hilo.

“...De vez en cuando aparecían unos señores dispuestos a

adoptarnos, nada menos, ¿se imaginan? Los más íntegros poníamos el

peor ceño y la mirada más desafiante (gestos que nos enseñábamos

unos a otros y practicábamos largas tardes). Los más pusilánimes se

acicalaban a fondo; se ponían sus mejores prendas, y las mejores

nuestras, que les prestábamos gustosos para quitárnoslos de encima.

Pensábamos ya entonces que si alguien está lo bastante desinformado

como para querer formar parte de una familia, sólo conseguiría

espabilar integrándose en una de ellas.

130

“La mayoría de los asilados no conocimos a nuestras madres, y

mejor así, porque cuando aparecía alguna a reclamar a su hijo,

comprobábamos, no sin repugnancia, que eran torvas y anhelantes,

impresas en sus rostros las infamantes huellas de la necesidad y la

culpa.

“Cuando nos sacaban a pasear, íbamos formados en filas de a

dos, cubiertas nuestras pobres ropas con la igualatoria bata, prenda

que nos obligaba a tratar de no ser iguales. Atravesábamos el parque y

nos compadecíamos de los pobres niños que allí jugaban, vigilados

estrechamente por madres y criadas, sin poder mancharse sus aseados

trajecitos y disputándose con malos modos la propiedad de

innumerables juguetes. Nosotros no teníamos nada, y la imaginación

que desplegábamos en los juegos nos enseñó a buscar y tratar de

entender los mil aspectos de la realidad, sobre todo los más divertidos.

Desde nuestro ágil caminar, gracias a las leves alpargatas, veíamos

con horror aquellos niños de pies deformados por sus pesados zapatos;

intuíamos, y luego vimos que estábamos en lo cierto, que los padres

lastraban a sus criaturas para que no aprendieran a volar.

“Nos entristecíamos mucho también cuando veíamos a uno o

dos niños camino de su casa, flanqueados y custodiados por sus

padres, que mostraban la osadía inflexible de las personas bien

alimentadas y, por tanto, seguras de sí mismas. Qué diferencia con

nuestros celadores, tan muertos de hambre como nosotros, y siempre

dispuestos a pelear con malas artes por un mendrugo que se caía de la

mesa, o a limpiarle el polvo con la bocamanga y ofrecérselo a un

tullido.

“A veces fallecía alguno de nuestros ricachones benefactores,

y nos obligaban a desfilar delante del coche mortuorio, con una vela

en la mano y la cabeza gacha, pese a lo cual veíamos cómo las fuerzas

vivas de la ciudad mostraban indiferencia ante la suerte del finado,

aun siendo uno de los suyos. Qué distinto era el sincero dolor que nos

sacudía cuando a uno de los nuestros se lo llevaba alguna malhadada

infección.

131

“Porque si algo había en aquel sitio y que no se daba en

ninguna otra institución, era la solidaridad. Los cambios en los

estatutos que conseguíamos, mediante plantes colectivos y acciones

nocturnas contundentes, eran siempre para todos. La libertad nunca es

cosa del individuo, sino del grupo; no hay individuos libres si la

colectividad no lo es, y la auténtica rebelión es aquélla en la que nos

esforzamos para terminar con la tiranía que impide la felicidad de la

gente que nos rodea.

“Aquella solidaridad la volvimos a sentir después, cuando

luchamos contra la iniquidad de los que acaparan riquezas y

privilegios, a costa siempre de la mayoría.

“Aprendimos a un tiempo el calor de la compañía y la

restauración balsámica que proporciona la soledad; las dos instancias

son imprescindibles, y mala vida se lleva cuando falta alguna de ellas.

Hay un tiempo para cada cosa; la soledad, como los idiomas, se aprende

de pequeño sin apenas esfuerzo; el hecho de que muy poca gente

consiga aprenderla se debe a que en la familia esta asignatura está

proscrita. Nosotros, de niños, no tuvimos nunca problemas con la

soledad, ni los tenemos ahora, y todavía hoy nos asombramos de ver a la

gente huyendo de ella como de la peste; sólo dejan de correr cuando

comprenden que la huida es inútil. Nunca podrán paladear la soledad, y

tampoco sabrán apreciar la compañía, que asumen como no-soledad.

“Definitivamente, fue un tiempo feliz. Por eso, los amigos de

entonces y yo, cuando pasamos por la plaza donde estuvo nuestro

hospicio, y vemos las horribles viviendas de lujo que hicieron en su

solar, se nos encoge el corazón, sobre todo cuando, a través de las

ventanas, alcanzamos a ver los tremendos efectos de la vida familiar: las

caras estúpidas de pobres niños, mezquinos e insolidarios, atrapados sin

remedio en lo que sus padres llaman afecto. Cuando nos asalta el

recuerdo de aquél lóbrego y noble edificio, perdido para siempre,

perdido sobre todo como institución donde tantas cosas se aprendían, no

es infrecuente que alguna lágrima ruede por nuestras mejillas”.

132

5.11 Un día en Viena

−Dice que vive solo y que es usted su propia familia.

−Así es, doctor.

−Y dice también que conoce más casos, y que el número va en

aumento.

−Así es.

−Y que guarda hacia usted mismo sentimientos de compresión

y afecto que no le habían dado nunca ni su familia materna, ni las dos

familias que usted llegó a formar.

−Sí, desde luego

− Humm; es muy preocupante. Y dado que, de todos modos,

está en una familia, ¿no se tiraniza, se desobedece, se odia y luego se

culpa por odiarse?

−No, la verdad; esos sentimientos ahora ya no…

−Mire; en una circular de la Asociación se nos recomienda

vivamente que no pidamos a los pacientes que se reafirmen en lo que

dijeron, pero en su caso necesitaba estar seguro de que mis notas no

contenían algún error. Porque mi dictamen va a ser un tanto…

llamémosle radical, a pesar de que la Asociación nos prohíba

dictaminar nada. Levántese del diván, por favor, y siéntese aquí.

¿Quiere uno?

−Gracias, doctor. No fumo.

−Se ha metido usted, supongo que por ignorancia, en la circun-

volución más irreversible del maëlstrom del malestar de la cultura.

Tiene una concepción de la familia que es propia de un comensal de

restaurante; piensa que puede tomarse unos platos y no probar otros:

una familia a la carta. La familia es un conjunto indisociable, un

efluvio que todo lo llena e impregna, un inolvidable aroma para

algunos, un gas mefítico para la mayoría. De familia estamos hechos,

y de su relato nadie se sale, ni siquiera los que denodadamente creen

que los relatos fundacionales se pueden trocear sin merma de sentido.

133

Nuestra profesión es precisamente dar consuelo a los

damnificados por tratar de nadar a contracorriente en el proceloso río

de la familia, a los ilusos que atendieron al mensaje de paz, altruismo

y amor con que la familia se reviste, y a los que, para su mayor

desgracia, tratan de descubrir y refutar las contradicciones entre esta

idílica envolvente y su borrascoso interior de prohibiciones, libido

frustrada, odios y culpas.

Usted es un caso especial de disociación esquizoide, con muy

pocas posibilidades de reagrupamiento entre las partes, y lo que es peor:

en su descabellada cesura se ha quedado con (y en) la parte menos

excitante de la familia, con la más trivial: la de la envolvente. Su odio al

otro, que aprendió en la familia, no solamente le ha llevado a vivir una

existencia aburrida y mortecina, metido en una burbuja aséptica y

blindada contra la pasión, sino que además ha elegido la plácida y

miserable existencia del cobarde.

5.12 Familización

La mayoría de la gente pasa sus primeros años en el seno de una

familia; los esquemas cognitivos que allí se instauran son los que se

utilizarán después, durante toda la vida, para aprehender y evaluar las

relaciones humanas. Las personas que viven en ambientes cerrados y

apartados, esta “familización” suele ser la única herramienta conceptual

que aplican; probablemente no necesiten otra, dado que su universo real,

y sobre todo el imaginario, consiste en una yuxtaposición de familias.

Los que viven en la ciudad tienen acceso a otras formas de socialización,

la empresa en que trabajan, vecinos variopintos, equipo de fútbol, etc,

pero ninguna socialización logra desplazar los esquemas instaurados en

la infancia.

La familia no sólo dota de esquemas perceptivos, provee

también de roles de personalidad: sumiso, prepotente, conformista,

extrovertido, son papeles aprendidos en el ámbito familiar; allí se

134

instauran, y muy pocas personas pueden luego salirse de ellos. Éstos

serían papeles “principales” del drama; la familia también facilita la

capacidad de representar diversos y sucesivos personajes dentro de

una misma obra, por ejemplo la relación de una mujer con su pareja,

que según el momento puede ser madre protectora, hija desvalida,

dulce hermana mayor, hermana pequeña malcriada, prima voluptuosa

y nada esquiva, etc.

Casi nadie tiene interés, ni posibilidades, de salirse de este

imaginario, que comporta las mejores y peores actitudes que pueden

darse en el género humano, da origen a la moral y la ética, y por si

fuera poco, funda la literatura: el heroísmo, la traición y la búsqueda

de plenitud; por ejemplo, son figuras literarias, y provienen de roles y

episodios familiares: el padre altruista, el mal hermano y el retorno al

hogar. Siguiendo con el imaginario, todos soñamos con encontrar un

padre protector y maravilloso, que nos acoja y dé seguridad; el amor

que nos hace más felices es el maternal; el amor de los amantes está

muy bien para un ratito, pero si en una pareja de adultos no se

encuentra una buena dosis de amor maternal/paternal, sobrevienen

resquebrajamientos, y grietas por las que la monotonía penetra en

cuña.

Tampoco descubrimos nada si aludimos a instancias fuera del

ámbito de la familia que obtienen su coherencia y viabilidad gracias a

su perversa familización: empresas cuyos directivos alardean de ser

como padres, la denominada madre patria o las hermandades de

antiguos alumnos, por no hablar de religiones con Padres eternos,

hijos de Dios y Hermanas de la Caridad.

En nuestra diatriba contra la familia y apuesta por su

disolución, no pretendemos en ningún momento suprimir estas

“figuras de afecto”, que hasta que no se tengan otras, nos parecen

imprescindibles para andar por la vida con una cierta felicidad, o al

menos para evitar (como dicen de la democracia los resignados a ella)

que la mierda se convierta en un infierno.

135

El problema es que estas figuras, al proceder de la familia, es

decir, al tomarlas familizadas, se han deteriorado hasta extremos tales

que se han vuelto inadecuadas para los propósitos antedichos. En la

familia nada nos es dado gratis: la solidaridad y el amor son

interesados, y requieren una contraprestación de tal magnitud que,

pensándolo bien y desde fuera de la institución, no trae cuenta.

En su canción “Michelle” cantan los Beatles: I love you, I love

you, I love you, y en la estrofa siguiente proclaman: I need you, I need

you, I need you: ¿en qué quedamos? Son antítesis: el amor es un grito

de libertad, de elección no obligada; la necesidad es la muerte de la

libertad, y el amor se convierte entonces en un triste sucedáneo para

alegrar en algo el confinamiento. El verdadero amor es sólo

patrimonio de las personas libres, por eso escasea y por eso languidece

y se amustia en cuanto atisba que se lo malgasta en rellenar carencias.

El padre da afecto a raudales, siempre por supuesto que no se

discuta su primacía y mando. La madre es fuente inagotable de amor,

y sin pedir nada a cambio; no necesita pedir nada: ya se ha adueñado

de uno para siempre, y con un tipo de posesión no muy lejana a la que

acontece en el vudú. Los hermanos se prestan ayuda desinteresada con

procedimientos contables propios de mercaderes beduinos, los abuelos

tratan de entretenerse con sus nietos y olvidarse así de que no les

queda mucho, y no pierden ocasión para seguir chantajeando a sus

hijos. Y en todas estas relaciones se observan dos fortísimos nexos

centrípetos, que quizás sea uno y el mismo: la compulsiva necesidad

que tienen unos de otros y el miedo a la soledad.

En el reino de la necesidad, poco amor cabe. Respuesta de la

tal Michelle a John Lennon: Wait a minute, guy: If you say you need

me, you can’t love me.

La familia es el reino de la necesidad por excelencia; la red de

intereses y dependencias está tejida minuciosamente por todos sus

miembros, de tal manera que llegan a configurar una estructura, en el

sentido que Levy-Strauss definía esta entelequia en los años sesenta

(citamos de memoria): “Llamamos estructura al conjunto de

136

elementos que en cuanto uno de ellos está un rato sin los otros, la

estructura se tambalea y peligra”. En muchos países hay “Día de la

Independencia”, y día del padre, y de la madre, pero no hay día de la

familia, que debería llamarse “Día de la Dependencia”. Por todo ello,

es preciso que lo que llamábamos antes “figuras de afecto” sean

desfamilizadas; hay que sacarlas de ese entorno, donde observan una

precariedad limítrofe con la inexistencia.

Desfamilizadas de la familia patriarcal, queríamos decir. ¿Y si

estas figuras estuvieran insertas en otro tipo de familia?

En el apartado 1.6 enumerábamos los tipos de familia más

comúnmente establecidos, por supuesto que hay y ha habido muchos

más, y más que va a haber, esperemos, si entendemos por familia un

espacio donde los niños crecen al cuidado de adultos.

Un espacio donde los niños dejan de serlo y se convierten en

adultos. La metamorfosis no es tan simple, ni debiera haber una

oposición tan radical como la que se registra casi siempre entre estos

dos estadios. El niño se transformaría en adulto por aprendizaje de

prácticas conducentes a su independencia, culminándolo con la

inserción en el trabajo remunerado; pero no debería abandonar nunca

lo que de más adorable tiene su posición: ludismo, búsqueda y

constante reinvención del mundo. Si en todo el proceso tiene a su lado

a adultos que lo orientan, lo animan, y no piden nada a cambio (ni

imponen sumisión, ni poseen, ni depositan frustraciones, etc.), la

infancia se recordaría siempre con emoción, y el nuevo adulto

aplicaría a los niños a su cargo las mismas prácticas, rompiéndose la

transmisión de infelicidad y represión de una generación a la

siguiente.

En la familia patriarcal, donde se inocula el miedo como

garantía de sumisión, el niño no quiere crecer, no quiere ser un adulto

como los que le reprimen, y está tan atrapado que no alcanza a ver que

su crecimiento es la manera más segura de largarse; esta desgracia

137

informa el mito de Peter Pan, lacra que arrastran muchos adultos de

por vida.

De otra parte, a los niños poco reprimidos se les llama mal

criados, y se supone que serán luego adultos mal crecidos, execrados

como inmaduros, incapacitados para llegar a ser patriarcas

responsables. Nos referiremos a la inmadurez en el apartado siguiente.

Sería una suerte, para el sujeto, sus hijos y la humanidad, alcanzar la

incapacidad de ser patriarcas.

Por supuesto que la familia patriarcal no se va a acabar de la

noche a la mañana. No creemos en más revoluciones que en las

científicas; los cambios en la sociedad han de llevar tiempo para evitar

desgracias mayores que las que se quieren subsanar, pero los radicales

dignos de ese nombre deben actuar sin tardanza para tratar de

convencer a la gente de que ese tiempo puede acortarse, en el ínterin,

la familia patriarcal habrá de coexistir con las nuevas organizaciones

familiares. Cualquiera que sea la futura forma de organización social,

otras pesadumbres acecharán y dificultarán las figuras de afecto, hasta

que, tras larga lucha, éstas se desfamilicen, lo suficiente para que

puedan ser también patrimonio de los individuos.

Averra un giorno, o bella ciao, en que el manto de la solida-

ridad cubra a personas que no tengan la misma cultura ni creencias,

que no vivan en el mismo país, y que ni siquiera formen parte de una

familia.

5.13 Inmadurez

En “Bananas”, le pregunta Woody Allen a su novia (citamos de

memoria): “Creo que tienes algo importante contra mí”. Le responde la

chica: “Es que eres un inmaduro social, intelectual y sexual”. Respira

Allen: “Menos mal; veo que no tienes nada importante contra mí”.

Gracias a la inmadurez podemos llevar una vida provisional

(mucha gente, por desgracia, no advierte que esta expresión es en

138

realidad un pleonasmo, la muerte es la que sí es definitiva), lo que en

absoluto significa vivir en una burbuja de inmanencia, sino todo lo

contrario: es de inmaduros comprometerse y tomar partido, pero causa a

causa; es de “maduros” asumir una causa para siempre y no volvérsela a

plantear nunca.

El mito de la inmadurez tiene también mucho que ver con la

familia. Se entiende como “madura” aquella persona que está en

condiciones de fundar una familia patriarcal con garantías de llegar a

buen puerto, es decir, una larga travesía, sin embargos por impago de

hipotecas, ni divorcios, ni hijos delincuentes. Una vez en marcha la

familia, se la encarrila con más dosis de madurez: “La niña está ya muy

bien. Tuvo una época de inmadurez, pero ya ha sentado cabeza”. “El

niño está ya hecho un hombre. Sí, sí; ya lo creo que ha madurado”. Uso

constante del “ya”, siniestra conjunción copulativa, que cuando se

profiere, se enfila ya hacia la muerte, y ya sólo se copula con la nada.

Hay usos modernos de la madurez que parecen negar la estrecha

relación de este término con la familia: por ejemplo, madurar para irse

de la casa paterna, establecer un negocio o ponerse a vivir emparejado.

Ahora bien: si en este desgaje de la familia no se funda otra, los fracasos

en que se incurra serán siempre achacados a falta de madurez; cuando

hay familia de por medio, estos fracasos son disculpables, es

simplemente mala suerte. Ser padres es una prueba de solvencia que

predispone positivamente y de inmediato a patronos, caseros, porteros y

el tendero de la esquina, se anuncia en el curriculum y se le dice al

policía que pide los papeles, y cuando se es joven, neutraliza la

desconfianza de empleadores y directores de sucursal bancaria: madurez

y, por ende, responsabilidad del(la) individuo(a).

Con la madurez se alcanza un triste estatus, generalmente

irreversible, en el que la gente cesa de hacerse preguntas, aunque hay

quienes dicen que es al revés y peor, que la madurez se alcanza cuando

uno aprende a no hacérselas. Se acepta lo existente, y la familia es sin

duda una de las cosas que más existen.

139

“¿Dice usted familias no patriarcales? O sea, a ver si nos

entendemos; familias en las que no…que el padre no…” (Aparte) “Y yo

que pensaba que éste(a) había madurado ya”.

5.14 Televisión

El libro de Jerry Mander “Cuatro buenas razones para acabar con la

televisión”, es de 1977, y presenta tal vigencia que surge una

pregunta: ¿Tan poco ha cambiado la televisión en veintiséis años?, y

la contrapregunta: ¿Por qué tenía que cambiar? Las desgracias de la

humanidad son monótonamente repetitivas, como el hambre, el

destierro, o los bombardeos. Los contenidos del libro de Mander

siguen siendo paradigmáticos: compartimentación de la conciencia,

irresistibilidad de las imágenes, expropiación del conocimiento,

autohipnosis, anestesia de la lucidez, atracción instintiva de lo

extraordinario, desviación tendenciosa contra lo excluido, por citar

sólo algunos epígrafes. No obstante cabe achacar a Mander un cierto

optimismo, en cuanto que en su augurio de un negro futuro para los

telespectadores se ve ahora que se quedó muy corto.

Más antiguo aún es el “Apocalípticos e integrados”, de

Umberto Eco: 1965. Citamos: “...Pero el lenguaje de la imagen ha

sido siempre el instrumento de sociedades paternalistas que negaban a

sus dirigidos el privilegio de un cuerpo a cuerpo lúcido con el

significado comunicado, libre de la presencia de un ‘icono’ concreto,

cómodo y persuasivo. Y tras toda dirección del lenguaje por imágenes,

ha existido siempre una elite de estrategas de la cultura educados en el

símbolo escrito y la noción abstracta. La civilización democrática se

salvará únicamente si hace del lenguaje de la imagen una

provocación a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis.”

(Las cursivas son nuestras). Los “estrategas del símbolo escrito y la

cultura abstracta”, escasean, y sólo son conocidos si aparecen en la

televisión, que en estos años ha pasado de la hipnosis a la lobotomía.

140

Se instauró al fin la “aldea global”, preconizada por McLuhan, y es

conocido el inveterado reaccionarismo de los aldeanos. Podríamos

extendernos varias páginas sobre las pesimistas perspectivas de

salvación de la “civilización democrática”. (Para morbosos

milenaristas, recomendamos el rotundo “Homo Videns”, de Sartori,

1997).

Merced a las habilidades del homo faber, en todos los males

que se infligen desde el poder hay siempre una evolución técnica,

véanse dos ejemplos: la picana y el napalm. En el caso de la

televisión, quizás el invento más exitoso perpetrado en los últimos

años sea el del mando a distancia; apenas surge una duda sobre la

capacidad de entretenimiento del programa, se cambia a otro con el

simple movimiento de un dedo. Se tiene así a raya la reflexión, modo

de pensamiento que supone, en el caso de los desgraciados (noventa y

cinco por ciento de la humanidad), agudizar la desdicha. Inhibidores

de la lucidez los ha habido siempre, como ha habido analgésicos y

euforizantes, pero en estos tiempos, el recurso no ya a la inhibición de

la lucidez, sino a su destrucción irreversible, se lleva a cabo, a escala

planetaria, con la televisión y su mando a distancia.

Hay que “entretenerse” a toda costa, todo el día; no pensar,

bajo ningún concepto, en el futuro que nos aguarda. Y sobre todo, no

pensar en la que está cayendo; guarecerse día tras día en un buen

refugio de los bombardeos: la familia, frente a un televisor, que nos

ponga además a salvo de las evidencias. Es ya más fácil, para las

estadísticas, indicar las horas al día en que no se está frente al

televisor: del tiempo que se está en casa sin dormir, hay quienes

resisten hasta una hora sin televisión (justo para lavar el coche y sacar

el perro; la cena la trae un chico con una moto), pero, no nos

pregunten cómo, parece que este tiempo “lúcido” va disminuyendo.

Podría ser que la familia patriarcal hubiera desaparecido ya, y

este libro fuera innecesario, o quizás sea que sus embalsamadores son

tan buenos en su oficio que apenas cuesta mantener la ilusión de que

existe; la única manera de saberlo sería mantener apagados los

141

televisores por un tiempo; bastaría un trimestre, corriendo la noticia de

que iba a ser para siempre. Sólo de pensarlo, avezados guionistas de

películas catastrofistas se quedarían perplejos, con el lápiz en el aire.

Readers Digest

Historia de la globalización. Primeros balbuceos

La revista “Historia y/o Barbarie”, presentaba, en su número de Octubre

del 2065, un monográfico, con ocasión del quincuagésimo aniversario

de las Vísperas de San Juan. Como recordarán, es el nombre con que se

conoce la revuelta de los campamentos de refugiados de la

globalización, en las afueras de Lyon, Milán y Francfort, sofocada por la

Fuerza Aérea Europea en Junio del 2015.

En la revista se reproduce un resumen de la tertulia radiofónica,

mantenida en 1975, entre el Comisario para el Desarrollo, del Banco

Universal de Recursos, un profesor de Economía Aplicada, de la

Universidad de Berlín, y un asesor de sociología de la Patronal

Internacional de Bienes de Equipo. El texto es una muestra del

“pensamiento socioeconómico” de hace un siglo, que tuvo las funestas

consecuencias que todos conocemos.

(...)

Profesor: No tienen por qué coincidir exactamente los trabajadores con

los consumidores. Los propietarios, comerciantes y cuadros medios

suponen el 34% de la población, ¿no le parecen suficientes

consumidores?

Asesor: Es un porcentaje suficiente, si se trata de mantener la

estabilidad del sistema; me refiero a ganar las elecciones, controlar los

medios de comunicación, la policía y esas cosas, pero no para acelerar la

economía: no aumentaremos el beneficio de las empresas si no damos

entrada a más consumidores.

142

Comisario: ...Ya me dirán entonces cómo se concilian bajos salarios y

aumento del consumo.

Profesor: Habría que incrementar los salarios de los trabajadores por

cuenta ajena; en una economía de subsistencia, como saben, no se

consume: sólo se compra la comida y se paga el alquiler.

Asesor: Incrementar los salarios es, no descubro nada, un recurso de

políticos populistas contra las cuerdas.

Comisario: Y pretende usted, además, acabar con la seguridad en el

empleo.

Asesor: Digamos que postulo una mayor disponibilidad de la mano de

obra.

Profesor: Habrá que esperar unos años a tener robots: se les mantiene

desconectados hasta que se los requiera. Pero los trabajadores, todavía

hoy, son seres humanos, ¿O también postula campos de “concentración

laboral”, como en algunos países del sudeste asiático?

Comisario: Calma, señores.

Asesor: Postulo algo natural y humano: la potenciación de la familia. Se

trata tan sólo de retrasar la edad de emancipación de los hijos.

Simplemente con eso se solucionarían todos los problemas. Se mantiene

a los hijos en la casa familiar por tiempo indefinido. Así pueden aceptar

trabajo con sueldos de mera subsistencia, pero como de la subsistencia

(casa y comida) ya se ocupan los padres, pueden dedicar íntegramente

sus ingresos al consumo.

Profesor: ¿Y cómo se pueden mantener salarios bajos? Harán huelgas y

conseguirán subirlos, ¿O es que pretende disolver los sindicatos de

trabajadores?

Asesor: En realidad son sindicatos de telespectadores; ya hace tiempo

que la televisión los disolvió. Volvamos al presente; gracias al

esperanzador aumento de las facilidades para la circulación de capitales,

se pueden llevar las fábricas a países que ofrezcan menor coste salarial;

es la manera más fácil de evitar que los salarios suban

desordenadamente.

Comisario: Retomemos, por favor, el asunto de la familia. En mi

143

opinión, la permanencia de los hijos en el seno de la familia nuclear

actual, supondría tensiones sociales inadmisibles.

Asesor: No lo creo así. La familia es una institución más flexible de lo

que se cree, sobre todo cuando no se tiene a dónde ir. La convivencia de

dos, y hasta tres, generaciones, pondrá al día a los padres y los hará más

tolerantes; se reducirá en buena medida la incomunicación padres-hijos,

que ha sido, durante siglos, la más amarga experiencia de la vida

familiar. Esta convivencia, hace sólo veinticinco años era impensable;

las tensiones, como bien ha señalado usted, hubieran hecho saltar a la

sociedad civil por los aires, pero, en la actualidad, la vida en familia se

reduce fundamentalmente a ver la televisión, lo que es muy deseable, si

de lo que de veras se trata es de aumentar el consumo.

Comisario: Disiento de usted; los más radicales se echarán a la calle,

acuérdese del sesenta y ocho.

Asesor: Me acuerdo perfectamente: yo estuve allí, y aquellos hechos

abundan en mi argumentación. Éramos todos hijos de familia: no pasó

nada. Los padres de familia se alinearon con el poder, es decir, con los

empresarios, De Gaulle y el PCF; fue un episodio fallido de Totem y

Tabú. Con este tipo de contestatarios, lo más que habrá serán revueltas,

que aumentan la audiencia de la televisión, de ahí la indudable ventaja

de que los trabajadores sigan siendo hijos de familia.

Profesor: Es decir: en ese universo en el que está usted pensando (y que

parece que está proponiendo), de bajos salarios, precariedad en el

empleo y consumo auspiciado por la televisión, la familia será la piedra

angular, o visto desde otra perspectiva, la que haga el trabajo sucio.

Asesor: Oh, lo ha hecho ya otras veces.

Profesor: Es usted un cínico.

Asesor: Y usted no es más que un profesor, apuesto que de plantilla.

Comisario: Calma señores. Me parece, de todos modos, un tanto

inadecuada la displicente manera con la que aluden a la televisión.

(...)

144

Manual de autoayuda para familias de telespectadores empedernidos

El manual se dirige a padres de familias, cualquier familia, tradicional o

moderna, con pareja homogámica o hipergámica, extensa o intensa, bi o

monoparental, con o sin padrastros y/o perros, etc. Se proponen varios

itinerarios, de acuerdo con el grado de irreversibilidad de la intoxicación

catódica.

1. “La televisión es un medio de difusión de la cultura. En el siglo XXI

no se puede vivir de espaldas a este medio”. No pierdan su tiempo

leyendo este manual (ni nada). Vuelvan al telesofá, que va a empezar

la teleserie.

2. “Mis hijos no son de los que más la ven”. Cuantifiquen. Primero

digan cuántas horas diarias cree que son convenientes (Si es más de

una, haga lo que recomendamos en 1). Con papel y lápiz apunten día

a día, durante un tiempo, cuántas horas la ven. Apunten también las

que la ven ustedes.

3. “Si no ven la televisión, mis hijos se ponen insoportables”. Lean este

libro con algún interés; verán que aparecen ustedes en muchos

capítulos, cuando se habla de padres ignorantes, incompetentes, etc.

4. “Llegan a casa, y como no estamos, la encienden”. (¿No saben que

hay unos aparatitos que bloquean el televisor?)Si siempre que llegan

a casa no están ustedes, les proponemos que alegando incapacidad

mental (la parental es manifiesta), se hagan internar en algún centro

adecuado. El Estado se ocupará de sus hijos: no les va a ir peor. (Si

sus hijos son blancos y guapos, abandónenlos en la puerta de algún

rico. Si no lo son, prueben en un hospicio).

5. “Si no vemos la televisión, ¿qué hacemos?”. Hagan lo que les

recomendamos en el punto anterior; en estos centros no faltan

además los televisores.

145

5.15 Relato de un marciano

En el año 2116 se tuvieron noticias de un marciano.

La NASA, en unos papeles secretos, no hechos públicos hasta el

pasado año, ofrecía el resultado de una ardua decodificación, tras

interceptar señales que, partiendo de un país situado al norte del

Mediterráneo, se dirigían inequívocamente al planeta Marte.

Se va haciendo más patente cada vez, decía la NASA en aquel

entonces, que los seres de otros planetas han llegado, hace ni se sabe

cuántos años, a un estado de extrema perfección; su sofisticación les ha

llevado a la incorporeidad; se asemejan a un conjunto de ondas

electromagnéticas, lo que les permite atiborrarse de información y

transmitirla en un santiamén.

El texto interceptado era un informe, militar por supuesto, sobre

los peligros que podría presentar la humanidad, con sus naves espaciales

y su enfermizo anhelo de materias primas, para el planeta Marte. El

estilo del informe es fragmentario, aforístico casi, como si el autor

(quizás es una característica de su cultura) desconfiara de los sistemas,

en el sentido que les daba Kant. Como quiera que hemos entresacado

sólo algunos párrafos relativos a la familia, la ilación del discurso se

dificulta aún más, lo que sin duda es una de las características del

presente libro.

...

“La tierra ha cambiado mucho desde hace algún tiempo. El

paisaje es casi el mismo, rocas, árboles, el mar, pero donde se asientan

los homínidos ha habido cambios importantes, sobre todo en la manera

de producir y dilapidar energía, y en la forma de transportarse y

entretenerse. Se lamentan del poco tiempo que viven pero no saben qué

hacer con el tiempo que les sobra, que gastan en naderías. Sin embargo,

en los aspectos fundamentales (reproducirse, eliminarse, buscar placer y

pasar miedo), los cambios son casi imperceptibles, y es que hay una

institución hecha por el “hombre” (autodenominación de los homínidos

146

preponderantes), con el propósito de que aunque todo cambie, todo siga

igual: la familia.

“Esta es la configuración en la que los terrícolas viven

agrupados, ‘atrapados’ sería más exacto. El nombre familia no tiene

sinónimos, todos los demás colectivos presentan variaciones, como

sociedad-señores-gente, o ciudadanos-pueblo-horda; la única razón que

he encontrado a esta asimetría es que es un nombre problemático para el

que lo pronuncia, y no tienen humor para andarse con tropos.

...

“Sin que ellos lo advirtieran, he hecho a miles de humanos un

Scanner de Tiempo Inverso, técnica que aquí sólo conocen en un grado

muy primario y llaman ‘rastreo del ADN’. Las ecuaciones ajustan las

curvas del decurso con resultados muy parecidos a lo que los humanos

llaman leyes históricas, y es asombroso ver cómo han acertado a dotar

de verosimilitud al relato del pasado, habida cuenta que el rudimentario

modelo que utilizan está basado en la precaria convergencia de

documentos de más que dudosa veracidad.

El Scanner denota secuencias invariables de sucesos, que se

producen con monótona y precisa recurrencia en todos los países dignos

de ese nombre, menos de la cuarta parte de la población terrestre (el

resto vive en estado tribal). Una secuencia típica sería: la formación de

un Estado acaba con Señores feudales y Jefes de tribus; disminución de

la agricultura como actividad fundamental; movilidad de la población

provocada por la industria; aparición de una burguesía que fragmenta la

oligarquía; disminución del poder clerical; Estado de Derecho;

prosperidad; sufragio universal, etc.

“Hice una somera evaluación de estos momentos; algunos son

consecuencia de otros, pero los más se deben al azar de hallazgos

técnicos. Y todo ello en apenas mil años terrestres (diez elevado a menos

once telspams marcianos). La curvatura del tiempo en ese intervalo

muestra ya un radio hipotético, y cuando el Sacanner buscó el centro, me

encontré de nuevo con la familia, como me temía. La familia es el eje

sobre el que todo o casi todo pivota; oigan si no la invariabilidad de los

147

registros sonoros tomados en el intervalo del milenio antedicho: ‘Se lo

voy a decir a papá y te va a castigar’. ‘¿Todavía no está la cena? Yo

llevo catorce horas trabajando, y tú, ¿no has tenido tiempo de hacer la

cena?’. ‘Pam, pam: ¿quién está ahí? (corre termínate la sopa, que está

llamando el coco a la puerta) Coco no vengas, que el niño termina ya la

sopa’. ‘Ya vi cómo la mirabas, ¿o crees que estoy ciega?’. ‘Niña, no te

toques ahí’, ‘Tu madre dirá lo que quiera, pero en mi casa mando yo’,

‘¿Qué horas son éstas de volver a casa?’.

...

“Aunque la familia es la institución que más se cita, los

‘humanos’ (autodenominación de los hombres) tienen otras, que son

muy difíciles de definir. Porque hablan de Sociedad y Estado como si

fuesen contrapuestos, aunque otros dicen que son la misma cosa, pero

no alcanzo a entender la distinción, ni la semejanza, como la que dicen

que hay entre Estado y Gobierno o entre Estado y Nación. En mi

opinión, la Sociedad (o el Estado o la Nación) es un conjunto de

familias, término éste sobre cuyo significado nadie abriga la menor

duda, por lo que imagino que es lo que realmente existe. No entiendo

entonces por qué extraña razón hay ‘sociólogos’ que se ocupan de la

familia; tendría que haber ‘familiólogos’ que estudiaran, a ratos

perdidos, la Sociedad.

...

“Los humanos se comunican principalmente mediante un

sistema de signos que profieren y trazan; le llaman lengua, a veces

idioma, y es algo muy simple y de posibilidades muy reducidas; ellos

no lo creen así, y están orgullosos de su lengua y siempre dispuestos a

pelear por su hegemonía sobre la lengua del vecino. La lengua se basa

en proposiciones que conviene respeten el principio de no

contradicción, que los humanos, no obstante, conculcan a cada

momento. Por ejemplo: consideran a su mujer ‘de segunda’, que no

vale para mucho, ni ella ni lo que hace, pero lo que hace

fundamentalmente es engendrar y criar hijos; este producto sería por

tanto de tercera, por lo que cada veinticinco años, aproximadamente,

148

se descienden dos peldaños, en una escala que sin embargo

(contradicción palmaria) recibe el nombre de evolutiva. (Tampoco

entiendo por qué se enorgullecen de una ‘evolución’ que no comporta

mejoría más que para unos pocos).

...

“Para ‘vivir en familia’ se meten entre cuatro paredes, ‘casas’, y

allí gastan buena parte de su tiempo. Los muros son opacos, y en las

aberturas que hay en ellos, ‘ventanas’, extienden persianas, visillos y

otros artilugios, con los que dicen ‘proteger la privacidad’. Pero me temo

que ocultan algo oscuro y vergonzante, porque, por ejemplo, lo primero

que aprenden sus hijos es el llanto. La vida familiar es muy repetitiva; a

veces sin embargo, por razones que se me escapan, llegan a un estado de

alta actividad, que llaman pasión, en cuyo trance crean una nueva vida,

aunque hay veces que acaban con una de las que había. No obstante, en

general, la vida en familia se les hace tan insoportable que han buscado

y encontrado una salida o alivio: buena parte del tiempo que viven en

familia (a veces todo el tiempo) transcurre con actividad cero, en lo que

llaman dormir.

“Para su reproducción, los humanos realizan cierta clase de

encuentros hombre-mujer. Estos ‘apareamientos’ les producía un ciego

placer, eje sobre el que giraba la sociedad; sin embargo, desde hace ya

algunos años, tales encuentros se conciertan sólo para satisfacer la

‘autoestima’, término que no he conseguido entender (quizás se trate de

una glándula relacionada con la insaciabilidad), pero que no parece tener

relación con la familia (de hecho tales encuentros se le ocultan a ésta), y

evitan en ellos la reproducción, por lo que el planeta se despuebla a un

ritmo que les preocupa.

...

“Odian al otro, odian la sociedad; se pasan buena parte de su

vida odiando. A la ausencia de alguien a quien hacer objeto de este odio,

llaman soledad. Hay individuos que en vez de odiar aman; éstos son los

más odiados por la comunidad.

149

“La familia es una escuela de odios; si se desaprovechan los años

que se pasa en ella, es difícil llegar luego a odiar de manera convincente.

...

“El odio que sienten unos humanos por otros les ha llevado a no

pocas guerras de exterminio, cada una peor que la anterior. Extensas

áreas de dos continentes han quedado deshabitadas y contaminadas para

varios milenios, tras la guerra que mantuvieron hace apenas cien años.

Las causas que esta vez originaron el conflicto fueron el nacionalismo y

la religión, que, naturalmente, son lacras que se imparten en el seno de la

familia. En ellas persisten.

“No conocemos ningún proyecto de acabar con la familia o al

menos desactivar su temible potencial. No vemos por tanto que los

humanos tengan un serio proyecto de emprender viajes espaciales;

tienen primero que ajustar cuentas aquí en la Tierra..”

150

6. Sociología

6.1 ¿Familia según sociedad o al revés?

Erich Fromm, en "El miedo a la libertad" (1941), establece, en la

edición española de 1971, páginas 333 y siguientes:

"...Lo que se acaba de decir también vale para un sector especial

de todo el proceso educativo: la familia. Freud ha demostrado que las

experiencias tempranas de la niñez ejercen una influencia decisiva sobre

la formación de la estructura del carácter. Si eso es cierto, ¿cómo

podemos aceptar que el niño, quien −por lo menos en nuestra cultura−

tiene tan pocos contactos con la vida social, sea realmente moldeado por

la sociedad? Contestamos afirmando que los padres no solamente

aplican las normas educativas de la sociedad que les es propia, con las

pocas excepciones debidas a variaciones individuales, sino que también,

por medio de sus propias personalidades, son portadores del carácter

social de su sociedad o clase. Ellos transmiten al niño lo que podría

llamarse la atmósfera psicológica o el espíritu de una sociedad,

simplemente con ser lo que son, es decir, representantes de ese mismo

espíritu. La familia puede ser considerada como el agente psicológico

de la sociedad."

Nuestro planteamiento es justo al revés: entendemos la sociedad

como agregado de familias; estamos con Freud en que la niñez, en

familia, forma "la estructura del carácter", y ése será el carácter de la

sociedad, y también el de los padres, que forman nuevos hijos, etc. No

negamos que el padre sea "portador del carácter social de su sociedad o

clase", pero es fundamentalmente portador del carácter formado "en las

experiencias tempranas de la niñez" (que vivió en el seno de una

familia), es decir: es portador del “carácter” de su familia.

Fromm insiste:

"...El carácter social es estructurado por el modo de existencia de

la sociedad...". "...La psicología individual es esencialmente psicología

151

social o, para emplear el término de Sullivan, psicología de las

relaciones interpersonales. El problema central de la psicología es el de

la especial forma de conexión del individuo con el mundo, y no el de la

satisfacción o frustración de determinados deseos instintivos...".

"...Desde nuestro punto de vista, las necesidades y deseos que giran en

torno a las relaciones del individuo con los demás, como el amor, el

odio, la ternura, o la simbiosis, constituyen fenómenos psicológicos

fundamentales, mientras que, según Freud, sólo representan

consecuencias secundarias de la frustración o satisfacción de

necesidades instintivas."

A nuestro entender, como dijimos, la frustración o satisfacción

de necesidades instintivas, que acaece en el seno de la familia, "indivi-

dúa" (y “familiza”, ver 5.12) al individuo de manera irreversible, y lo

deja ya listo, mucho antes de que se entere de la existencia de algo que

se llama sociedad; cuando luego llega a ésta, se va a encontrar con otros

individuos, marcados por las mismas represiones: se socializará como

buenamente pueda, y atenderá a la mayoría de las proscripciones y

prescripciones del nuevo entorno (emitidas por hijos nostálgicos de sus

familias), entre las que figura el formar una nueva familia, en la que

frustrarán la mayoría de las necesidades instintivas de sus hijos, que

luego etc.

Así se ha formado la sociedad, de ahí lo espurio de esta conjetu-

ral reunión de homínidos, todavía arborícolas:

Los baobabs estaban que no se cabía: "Compañeros −dice el

paleolíder−, somos ya bastantes: hora va siendo de organizarse".

"¿Organizarse?..." (Desconfían; nunca antes se había oído en el

bosque tal palabra). "Me refiero a ayudarnos unos a otros, pelear

sólo contra los de los bosques vecinos, acumular excedentes,

reproducirnos con cierta decencia, etc.". "Bien, ¿y cómo se va a

llamar?" (la superstición del verbo primigenio viene de muy atrás).

"Lo llamaremos sociedad, y estaremos todos metidos en ella".

"¿Qué haremos con la familia?" −se inquieta una madre−. "Las

152

reorganizaremos a partir de la sociedad" −concluye el dirigente

innato aunque frommiano.

Todo lo anterior es un excursus, porque no releíamos a Fromm

para rebatir su concepción del individuo a partir de la sociedad (que

relega la familia a asociación secundaria), sino para ver si en su

planteamiento del miedo a la libertad establece alguna relación con el

miedo a la soledad.

6.2 El miedo a la soledad

Fromm inicia su "El miedo a la libertad" con unos refranes del Talmud;

lo imitamos con un poemilla que bien podría encabezar este panfleto:

Asomeme al precipicio: / se divisaban grandes espacios de

libertad. / Sobrecogime sobremanera: / di media vuelta, corrí hacia mi

casa, / e iba gritando: madre, ¿dónde estás?

(XIV apócrifo de Ben Djaliah)

Tras su incursión en el Talmud, Fromm va directo al grano:

"...La tesis de este libro es la de que el hombre moderno, liberado de los

lazos de la sociedad preindividualista −lazos que a su vez lo limitaban y

le otorgaban seguridad−, no ha ganado la libertad, en el sentido positivo

de la realización de su ser individual, esto es, la expresión de su

potencialidad intelectual, emotiva y sensitiva. Aun cuando la libertad le

haya proporcionado independencia y racionalidad, lo ha aislado, y por

tanto lo ha vuelto ansioso e impotente...". Así encara el problema del

"abandono de la libertad" y la consiguiente tolerancia o adscripción al

fascismo.

Cuesta pensar en las masas de los años treinta, frustradas por no

haberse realizado en la "expresión de su potencialidad intelectual,

emotiva y sensitiva". Cuesta pensar que alguna vez las masas hayan sido

153

permeables a la incitación a la libertad, término acuñado a lo largo de la

historia por ciudadanos griegos ociosos, padres de la iglesia, clérigos

escolásticos, nobles renacentistas, ilustrados dieciochescos de salón y

profesores alemanes de filosofía. ¿Y qué libertad?, porque hay más de

una: posibilidad de autodeterminación o de elección, acto voluntario,

espontaneidad, margen de indeterminación, ausencia de interferencia,

liberación frente a algo, liberación para algo, realización de una

necesidad. ¿Y qué clase de libertad? ¿personal, pública, política, social,

de acción, de palabra, de idea, moral...? (Ferrater, 1979).

No hay mucha gente que entienda estas ideas, y hay una

evidencia histórica: la libertad es un concepto social, en cuanto que se

ejerce siempre "contra" los otros: libertad contra los que nos oprimen o

libertad (¿de circulación de capitales?) para oprimir a otros, y se puede

pasar de una a otra en un periodo muy corto:

A la vera del río Níger / rompimos las cadenas de nuestra esclavitud, / y

pusimos un negocio / de tráfico de esclavos, en Tombuctú.

Petit Pierre Ub-Ankamele (1776)

Hemos de mencionar loables excepciones: los individuos libres

que arriesgan su vida para que otros sean también libres.

Si la libertad es un concepto social, la soledad en cambio es una

evidencia individual, y también un poco social, porque se está libre "sin"

los demás. A menudo se confunde una y otra: el anuncio de un coche

con el que subir a un monte y ser libre porque allí arriba no hay nadie:

no se es libre, se está solo; el psicópata que se carga a su jefe y

compañeros, y luego a su familia y vecinos: al fin libre, dice; no: al fin

solo. Y esta soledad está bien para un ratito, luego pesa y se termina

haciendo insoportable; así ocurre en las cárceles, en las que, perdida la

libertad, se condena al preso a la soledad de la celda de aislamiento.

Muchos antropólogos postulan que el miedo humano a la

soledad es consecuencia de los millones de años en que fuimos presas de

innumerables depredadores; el miedo a la soledad del niño es su acertada

154

suposición de que solo no sobreviría, sumado al posible inconsciente

jungiano del miedo al depredador. El miedo a la soledad en la celda de

aislamiento es el suplicio de no poder descargar el cerebro, mediante un

acto comunicativo, de la incansable cantidad de discursos que genera,

algunos de ellos repletos de fantasmas amenazantes, más la suma del

miedo al depredador y al abandono parental.

Volvamos a Fromm: "La posibilidad de ser abandonado a sí

mismo es la amenaza más seria que experimenta el niño". La extrema

dependencia del niño durante años y años, muchos más que las crías de

cualquier otro mamífero, le hace internalizar este miedo a la soledad.

Sus padres no se privan de amenazarlo con ella, y este recurso se revela

utilísimo para la represión instintual y la sujección-posesión del hijo de

por vida. El miedo a la soledad configura el gregarismo, actitud social

que se instaura por tanto en el seno de la familia; se sale de ella con

notoria predisposición a ser individuo-masa, que enseguida encontrará

organizaciones en las que enrolarse como tal, desde equipos de fútbol

hasta partidos políticos autoritarios, y no es casual que en todas ellas se

prometa: seremos una gran familia.

El fascismo ofrece lo que muchas otras organizaciones a lo largo

de la historia: seguridad a cambio de dependencia; a la libertad apenas se

la nombra y la soledad sobrevuela la escena trazando círculos

expectantes.

Pocos padres educan a sus hijos sin chantajearlos con la soledad.

También son pocos los padres que los educan para que nadie los pueda

chantajear con el miedo a ella; según nuestra experiencia, tales padres, y

luego sus hijos, son notorios antifascistas, perseguidos por el poder, pero

sobre todo hostigados por las masas, las que en España proferían un

grito del que seguramente Fromm, que hablaba español, tuvo noticia:

"Vivan las caenas".

155

6.3 El aprendizaje de la soledad

En el epígrafe 6.10 nos referiremos a una de las aportaciones más

conocidas de Lacan: el momento en el que el niño atisba la imagen del

otro, la realidad del otro, para acabar descubriendo que la imagen no es

real. Hablaremos aquí de otra de sus aportaciones, no menos relática: el

arribo al orden simbólico.

En el origen están las observaciones de Freud sobre el juego de

un niño, que hacía desaparecer un carrete diciendo “O” (en alemán

fort, fuera), y lo volvía a sacar, exclamando “A” (da, ahí está). El

juego fort-da, que se da en muchas culturas (“cú-tras” en castellano),

es, a juicio de Freud, la puesta en escena de la salida de la madre y su

reaparición (Azouri, 1992); gracias a este juego, el sujeto anticipa y

domina la ausencia-presencia de la madre, cuya marca no tomará su

significado más que con la llegada al mundo del lenguaje.

Si la ausencia de madre contribuye a que el hijo se adentre en

el lenguaje, otras soledades le aguardan que le harán enmudecer de

desconcierto, y su primer impulso será volver a casa con su madre.

Corren tiempos de empobrecimiento del lenguaje (de seguir así, en

dos generaciones más hablaremos como chimpancés); algo tendrá que

ver con el esfuerzo constante para huir de la soledad, y el espectacular

aumento del gregarismo.

Pero no hay actividad importante que no tenga una dosis de

soledad, un estar a solas con uno mismo; ocurre con el estudio, el trabajo

o la creación artística. En nuestra opinión, el fracaso escolar, la baja

productividad, y el empobrecimiento de la expresión artística es el

resultado del escaso aprendizaje y práctica de la soledad. Se debe

también al hacinamiento en las ciudades; los campesinos pasaban mucho

tiempo solos sin mayor problema, mientras que estar solo en una ciudad

se considera una enfermedad, una desgracia; al que está solo se le

compadece, se le acompaña, y si se niega, si dice que está bien así, se le

considera un “raro”; alguien de quien no conviene fiarse.

156

No solamente no se enseña a los niños a vivir en soledad, sino

que se les amenaza con ella, se les castiga con aislamiento. Surge la

pregunta: ¿Acaso es posible enseñar a estar solo? Tal vez no, pero se

aprende a estar solo, si la enseñanza es a contrario: hacer ver que si

durante un rato no se está acompañado, no pasa nada, ampliando poco

a poco la duración del rato.

Este aprendizaje es fundamental para que la persona se

responsabilice y alcance una ética autónoma, para que la familia sea

un bello tiempo para rememorar, y no un lastre. Las personas que se

encuentran bien a solas, necesitan estar en esta situación con cierta

frecuencia, y consideran un serio inconveniente el no poder estar a

solas cuando lo desean; para la mayoría de las personas, la soledad es

una desgracia, y cuanto menos, mejor. Es mucho lo que se pierden.

Stanislas Ustliav (1963):

Nunca podrás apreciar la belleza de la negra noche y el insondable

misterio de su silencio lleno de sugerencias, que son profundas

hasta para el más iletrado de los mortales que se recline en

un tronco y mire el discurrir de unas pocas nubes tras la lluvia

que abrillantó un cielo donde las estrellas nítidas infunden la

quietud de lo irreversible a larguísimo plazo.

Nunca recorrerá tu piel el sentimiento del tiempo infinito que te

aguarda, y del que tu vida es sólo un pequeño e intenso efluvio

que el tiempo te cedió para que te agitaras en su seno soñando

el pausado movimiento atemporal.

6.4 La pareja

Una pareja no es una familia, mientras no haya hijos. Una familia es

siempre un espacio de confinamiento y poder; mucha es la preparación

psicológica, habilidad y dedicación que han de tener los padres para que

sus hijos salgan de tal espacio sin tara alguna. La pareja es siempre el

157

primer paso para la posterior familia, y bien conocida es la escatológica

ecuación de Evans (1938): “Cuando la pareja es una mierda, la familia

subsiguiente es una mierda elevada a un exponente nunca menor a dos”.

En Occidente, suele iniciarse el emparejamiento al constatarse

que existe amor recíproco. Evidentemente, pareja y familia son

complejas asociaciones, pero al menos son tangibles: el amor no lo es en

absoluto: “El enamoramiento es el momento crucial; la sintomatología

es infinita: ‘El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada’,

‘Aleatoria evanescencia en cada encrucijada de la eternidad’. Al ser el

amor la más inasible de las invenciones, sólo cabe enunciarlo, y a duras

penas, mediante metáfora in absentia: aquélla que sólo alude el término

imaginario. La gente poco ejercitada en la poesía trata de ‘reducir’,

miserablemente, esta obligada metáfora con un pragmático ‘te quiero’,

de ilusoria clarividencia performativa”. (Escudero,en preparación).

Enamorarse está al alcance de cualquier indocumentado(a), pero

es gozoso asunto en el que la Sociedad y el Estado no debiera

inmiscuirse. En la formación de una pareja, el Estado sí se interesa,

desde la Antigüedad, en la que “Siendo una ‘transacción privada’,

acarreaba ‘efectos de derecho’, por lo que la ciudad sancionaba la unión,

bien por medio de un funcionario o un sacerdote.”, (Foucault, 1984). Era

un control necesario: de alguna manera había que legitimar a los nuevos

ciudadanos y la transmisión del patrimonio.

Por supuesto que, secularmente, toda unión en pareja era para

fundar una familia. La pareja de “ya veremos luego si tenemos hijos o

no” es un invento muy reciente, y es (en nuestra opinión) una de las

creaciones culturales más importantes de la humanidad, siempre, por

supuestísimo, que se forme entre personas libres, es decir, ambos

miembros con cualificación laboral, alta posibilidad de tener empleo y

moderada dependencia afectiva hacia los padres. En la formación de esta

pareja está la aceptación del otro como igual; la transacción y el pacto,

que es tanto como decir la renuncia de uno mismo a parcelas de su

individualidad poco gratas al otro miembro; la ayuda mutua; el

verdadero altruismo, el que no espera compensación; el compromiso

158

moral, aceptando la sociedad circundante; el compromiso ético,

aceptando que el otro es parte ya de uno mismo, y el compromiso tácito

de que si, por cualquier circunstancia, la infelicidad se asienta, hay que

levantar el vuelo. Si la mayoría de las parejas fuera así, y tras dos o tres

años de navegación decidiera tener hijos, la sociedad sería muy distinta,

tanto que este libro apocalíptico no tendría sentido.

En la cara opuesta está la pareja “de conveniencia”, montada

para follar, o pagar un solo alquiler, o porque se huye de la soledad, o

por la presión de los padres de los emparejados (que no cesarán de

entrometerse), o porque él no sabe cocinar ni le gusta planchar, o porque

a ella se le pasa el arroz. El que estas parejas tengan hijos es sobrado

motivo para exiliarse uno, lo que no sabe nadie es adónde.

6.5 El constructo familia

Imaginamos que, a estas alturas, alguien versado en el asunto habrá ya

investigado la formación del "constructo familia". Mientras llega a

nuestras manos el tal estudio, proponemos aquí una hipótesis, confiando

en que su verosimilitud rellene en algo las carencias gnoseológicas.

El paquete de lo que un individuo "sabe" o cree saber consta de

dos subpaquetes: lo que aprendió por pura impregnación-imitación y lo

que le enseñaron. Lo aprendido mediante enseñanza es sólo una pequeña

parte, que puede ampliarse u olvidarse y no forma parte de la esencia,

entendida ésta como "lo que uno no puede dejar de ser". Cualquiera

puede dejar de ser, por un rato o para siempre, camionero, secretaria o

contable: lo que le enseñaron, pero nadie puede prescindir del

subpaquete de la imitación, aprendido en su mayor parte en el seno de la

familia, durante los primeros y decisivos años de vida. Es además lo

último que queda, como un poso maligno, en un cerebro carcomido por

la falta de riego o el alzheimer.

Es pues allí, en el ineludible ghetto de la familia, donde el

individuo aprende que la familia no es una posibilidad, sino el puro y

159

único ámbito de lo posible. "La familia me marcó", se dice a menudo

como fácil coartada para eludir la responsabilidad de actos ominosos,

y se abarcan en la frase varias acepciones de marcar: la del defensa

que no deja tocar bola, la de la cicatriz recurrente del conflicto

psíquico y la del hierro del propietario.

El tiempo para la imitación se acaba, y el correspondiente

subpaquete deviene esencia inmutable e imposible de arrojar por la

borda. Se llega entonces a considerar tal lastre como una parte de lo real,

inserta en otra categoría no menos desgraciada: lo normal.

Orgánicamente ocupa una determinada zona del cerebro, comprimiendo

otras partes; es semejante a un tumor, de pequeño tamaño pero de

efectos inconmensurables. Se sabe que tiene conexiones de salida,

muchísimas, mas no de entrada: es inasequible a las críticas o a

cualquier razonamiento que le haga perder tamaño hegemónico: es, en

términos biosociológicos, un centro emisor de pensamiento mítico.

Pensamiento que se convierte en acción la casi totalidad de las veces, y

siempre inserta en una estrategia de perpetuación por contagio

inoculativo, como en "Alien”.

La idea de la familia como el mejor, y hasta único, lugar posible

incurre de lleno en la definición de mito: modelo no auditable; tal

modelo será el origen de una institución en la que se acometan prácticas

tampoco auditables. El Estado la vigila muy de lejos, sin inmiscuirse

más que cuando afloran algunos de sus efectos más virulentos,

moratones de niños o cadáveres de madres. (También estos niños

formarán de mayores una familia, donde esperan poder dar lo que no le

dieron −¿atizaron?− a ellos.)

Los "resultados" de la familia sólo son conocidos por la

enunciación triunfalista de los padres y los comentarios malévolos de

allegados y vecindonas. La madre es siempre la más pertinaz

propagandista de los logros de sus hijos. Hay una anécdota que Stilton

(1977) supo convertir en categoría. El conocido "Victory Parade

Syndrome" (VPS), que tanto ha significado en la consolidación del

tratamiento de choque del complejo de Yocasta, proviene de un viaje

160

que Stilton hizo a España en su juventud; asistió a un desfile del ejército

español, conmemorando la victoria fascista y desplegada la infantería de

nueve en fondo. Había un soldado que ostensiblemente llevaba el paso

cambiado; dio la casualidad de que la madre del chico estaba próxima a

Stilton, quien le oyó decir, llena de satisfacción: "mi hijo es el único que

lleva bien el paso".

La primera y principal función de un Poder digno de este nombre

es perpetuarse; si para conseguirlo no encuentra mejor manera que el uso

de la fuerza, sus días están contados. El Poder ha de demostrar que su

existencia es un fenómeno natural; delega buena parte de este trabajo en

la familia; en ella se consigue que el discurso mítico conforme las

infantiles cabecitas en la idea de que este espacio es reducto ineludible

de felicidad, y que el que lo pierde cae en la desgracia irrestañable. El

cabeza de familia teoriza y lleva a la práctica su teorización en un mismo

acto performativo; de sus resultados a nadie tiene que dar cuenta:

advierte con monótona insistencia de que “no hay posibilidad de

felicidad fuera de la familia” (ni siquiera fuera de su constructo). Los

que claman contra esta institución son tratados como peligrosos herejes,

que conculcan algo más importante que el dogma: el modelo, que en

este caso es más que un modelo: es la única ventana por la que se ve el

mundo, y más que una ventana: es el irrenunciable esquema perceptivo

de lo que acaece: el esquema con el que se aprehende inscribe y

certifica... lo natural.

6.6 Más sobre familia y sociedad

Retomamos aquí el hilo de lo dicho en “Familización” y “¿Familia

según sociedad o al revés?”. También en el “Relato del marciano” se

hizo una alusión al asunto.

Es difícil encontrar planteamientos en los que siquiera se

insinúe que quizás familia y sociedad no sean la misma cosa.

Vigotsky, por ejemplo, y salvando las distancias, habla de la

161

indudable influencia de la sociedad en el niño; en lo que hemos leído

de él hasta el momento, no hemos encontrado ninguna alusión a la

influencia de la familia.

Nuestra posición al respecto es muy distinta: el niño recibe

todas sus enseñanzas de la familia; a la sociedad se incorpora mucho

más tarde, si se incorpora, porque muchas personas consideran la

sociedad como algo extraño a ellas, un espacio al que no hay más

remedio que concurrir para el intercambio de fuerza de trabajo y

productos, y luego deprisita a casa. Si el intercambio fuera mediana-

mente justo, serían simplemente a-sociales, pero la mayoría trata de

obtener ventaja, y si obtienen un beneficio claro, no les importa que la

sociedad se hunda; son antisociales.

Los padres reciben de la sociedad un trato que ellos consideran

injusto; dada la infatigable pulsión de incremento infinito de la

autoestima, nadie cree merecer lo que le pasa. La tentación de hacer

un reducto bien aislado, y sobre todo distinto, de lo de fuera, es muy

común, y muchos son los que tratan de ponerlo en práctica.

Talcott Parsons (citado por Flaquer, 1998) ya advirtió en los

años cincuenta de que la familia no constituye un microcosmos que

refleje la sociedad, sino que “se trata de un subsistema diferenciado

del resto de la sociedad, y que por tanto tiene una estructura y unas

reglas propias”.

De acuerdo con lo expuesto, es casi imposible que los procesos

educativos que se viven en la familia sean conducentes a establecer

similitudes con lo exterior; más bien se trata de establecer claras

diferencias.

En ese contexto nace el niño, y pasa sus primeros años viendo

cómo sus padres entran en casa a resguardarse de lo de afuera, a lo

que se refieren como algo donde siempre hay sinsabores y a menudo

peligros. En estos primeros años, cuando sale de casa no se deja allí a

la familia: la lleva encima; siempre va acompañado por su madre,

padre o los dos, que no se sustraen de dar su sesgada versión de la

sociedad y lo social.

162

Se supone que uno sale de la casa familiar, va al colegio y

comienza a socializarse, algo así como saltar al agua desde tierra y

aprender a nadar, pero no es así en absoluto; tras cinco años, por decir

un número, de vivir en familia, ir a un sitio en el que se va a estar

rodeado de hijos de familia criados con idénticas pautas, es solamente

ir a una familia más grande, que no es poco, y quizás sea toda una

definición de sociedad, aunque haya psicólogos que se empeñen en

que una familia es una sociedad en pequeño. Para socializar habría

primero que desfamiliar, proceso similar al de la descompresión de los

buceadores.

En los países ricos, se intenta con los delincuentes, aislados de

sus ambientes conflictivos, hacer una “reinserción social”. En cierto

modo eso es lo que se intenta con los niños en los colegios, para que

abandonen las prácticas familistas y se conviertan en individuos

sociales. Es muy difícil; casi siempre vuelven a las andadas.

[Nota del 2013. El “Gen egoísta” de Dawkins (muy

recomendable), lo leí en el 2006. Su dicotomía genes-memes refuerza

nuestras hipótesis]

6.7 La trivialidad apasionada

Partimos de que existe en el hombre la imperiosa necesidad de

relacionarse con el prójimo y, por tanto, hablar. Tal necesidad está

siempre dictada por el genoma: “si no hay relación no habrá

reproducción, de modo que muévanse, señores”. En este aspecto el

genoma no recibe la realimentación de si se está o no en disposición de

engendrar, por ejemplo debido a la edad: “establezcan contacto −dice la

orden− donde sea: en la discoteca, la cola del paro o el geriátrico”.

Desgraciadamente la selección natural penaliza a los retraídos: se

extinguen sin remedio, por lo que cada vez hay más gente insoportable

que aborda a cualquiera no importa dónde.

Nos relacionamos con personas, animales o cosas, y les

"hablamos", con palabras o cualquier otro sistema de signos, en una

163

semiorrea inacabable, e imprescindible para no encontrarnos mal (el

miedo a la soledad está relacionado con este afán genómico, por eso se

inculca con tanta facilidad en el seno de la familia.)

A la hora de reproducirse conviene no haber muerto de hambre

antes, por lo que el dictado del genoma se aparta a ratos de su pulsión

copulativa primordial, y la comunicación se establece entonces con

ánimo de pertenecer a un grupo de producción-consumo, suspendiendo

por un momento el miedo/odio al otro; se socializa el individuo en el

toma y daca de la transacción económica, de ahí que la cultura aflorara

en pueblos de comerciantes, no de cazadores, pastores o guerreros.

Dejando a un lado los casos extremos de personas que hablan a

solas o a su perro, la comunicación precisa de un referente común

abordante-abordado. Un individuo de escasa instrucción no cuenta más

que con unos pocos referentes: la familia (en este caso sólo como campo

de reclamación y descreencia), el trabajo (fábrica, oficina, u hogar, si

tiene la desgracia adicional de ser ama de casa), el equipo de fútbol, la

televisión basura (pleonasmo) y la revista "Hola" (sobre la que nada

diremos, por temor a sus abogados). Estos serían referentes básicos; hay

unos pocos más, como pléyade auxiliar: parece que va a llover, al hijo

del vecino le han abollado el coche, y un corto etcétera. El contexto

común se vuelve referente de la comunicación, porque entre personas de

acendrado analfabetismo funcional o que no leen (noventa por ciento de

la población), no existen referentes que no se hayan vivido, y la sarta de

lugares comunes revela la acendrada superficialidad de la irrelevancia

con que la banalidad trivializa el discurso de lo obvio, reafirmándolo así

y generando el prestigio de lo irreemplazable (por ejemplo: un mundo

sin familia en qué cabeza cabe).

Otro dictado del genoma, por si aconteciera la inminencia de la

posibilidad de la cópula, situación competitiva en la que habría que

luchar contra el otro/a: hay que tener bien entrenada la agresividad,

instancia además de enorme eficacia a la hora de conseguir el sustento.

La agresividad es el origen del apasionamiento: exorcismo contra la

presencia de la sombra del otro, que se proyecta en el objeto del deseo y

164

desencadena abigarrada secuencia de esteroides y péptidos, testosterona

y luliberina: la neuroendocrinología de las pasiones (Vincent, 1987), es

más creíble que el amor trovadoresco y los romances fílmicos.

Tendríamos pues dos pulsiones ineludibles: comunicación y

apasionamiento; su realización no desdeña, más bien anhela, adentrarse

y reafirmarse en el bucle de la redundancia: la familia. El espacio de

confinamiento facilita la cháchara; se discute interminablemente en

familia sobre las peripecias de la familia propia y de las circundantes, se

apasionan en la inagotable execración de personajes y conductas; la

familia deviene así al mismo tiempo contexto y referente de la

comunicación, que se interrumpe con frecuencia para adentrarse en una

redundancia más: ver la televisión (sobre la banalidad en los mass-media

y en sí misma, recomendamos el libro de Pardo, 1989), llegándose así a

cotas de trivialiadad apasionada que harían parpadear de incredulidad al

marciano de 5.15, de tener éste ojos o incredulidad.

Por muy elemental o descerebrada que sea una persona, no

puede sustraerse a varias sesiones diarias de comunicación apasionada.

En los transportes públicos, salas de espera de la seguridad social y

demás lugares donde la presencia de los otros es ineludible, la cháchara

trivial se apasiona por oleadas; sus emisores en absoluto intentan pasar

desapercibidos, por lo que es fácil realizar un análisis de contenido.

Según nuestras mediciones, el 65% del tiempo de esta cháchara

lo ocupa el referente familia propia, y la casi totalidad de este espacio se

destina a mostrar el desagrado del sujeto ante la actuación de los

restantes miembros; las pocas manifestaciones de agrado que anotamos

se referían a lo crecidito o guapo que estaba algún sobrino o nieto.

Echamos en falta una ambiciosa “Teoría de la vulgaridad”, de la

que ojalá hubiera podido ocuparse la inteligente e inmisericorde pluma

de Pierre Bourdieu, tristemente desaparecido mientras escribíamos estas

páginas; en ella estamos seguros de que la familia ocuparía una buena

parte del texto. Porque, en general, la estética que muestra la familia es

todavía más deplorable que la ética que en ella se instaura, como

corresponde a un colectivo en el que predomina la dejadez y falta de

165

horizontes. Nos podrían argüir que las grandes y bellas familias

viscontianas tampoco son instituciones ejemplares; bien, pero no hay

muchas; no costaría demasiado declarar a estas pocas familias

patrimonio artístico de la humanidad, y comenzar de inmediato a

amortizar las restantes.

6.8 El culebrón, el perdón, y los pueblos mediterráneos.

El libro de González Requena (1988), sobre la televisión debería

ser prescrito por la Sanidad Pública a los telespectadores en trance de

lobotomización mass-mediática. Transcribimos un párrafo; pertenece al

epígrafe titulado: "El culebrón: hipertrofia cancerígena del relato".

"...Pero además, el universo del culebrón es antes que nada un

universo familiar. La primera explicación de tan peculiar como

recurrente fenómeno puede encontrarse en la estructura misma de su

formato: las relaciones familiares permiten mantener lazos estables entre

los personajes, que eviten la lógica dispersión que los intensos conflictos

que los oponen debieran generar. Como se sabe, sólo hay un lugar donde

la más cruel de las agresiones, donde el más odioso de los insultos no

conduce a una ruptura definitiva: la familia. Es así posible que después

de traiciones, golpes bajos, desfalcos y adulterios sin fin, el conjunto

−familiar− de los personajes se reúna periódicamente en las cenas,

aniversarios y fiestas familiares: las redes familiares introducen, en

suma, una tensión centrípeta que frena las tensiones centrífugas que los

conflictos debieran generar, y hacen posible, paradójicamente, una

permanente e indefinida producción de nuevos conflictos...".

El perdón, como se ve, cohesiona la familia y alarga los

culebrones hasta lo impensable.

El perdón de los pecados no es un invento cristiano; aparece en

época muy temprana en Mesopotamia, y después en Egipto e Israel; tal

parece que sea una práctica "mediterránea", región donde las familias

presentan una cohesión difícil de quebrar. Los cismáticos luteranos y

166

calvinistas se apresuraron a abolir el sacramento de la confesión: el

perdón era una práctica que contrariaba el espíritu del capitalismo

(Weber, 1901): ¿Cómo hacer negocio perdonando las deudas o sin

prescindir del empleado que no cumple?

Racionero (1983), arremete contra los pueblos germánicos,

"bárbaros del norte", por su desmedida laboriosidad, en comparación

con los pueblos mediterráneos, "depositarios de la tradición humanística

de la medida y el ocio". ¿Es también el perdón una tradición

humanística?

Los mediterráneos, desde su asoleada vagancia, perdonan todo,

una y otra vez, las veces que haga falta, excepto, obviamente, lo que

consideran imperdonable, como lo es la infidelidad de la mujer. Esta

característica sume a familia y sociedad en una malhadada

configuración: mujeres vigiladas y oprimidas y reivindicándose como

madres, perdonando a hijos que las idolatran y no perdonan a las demás

mujeres. Más (nos) valdría que fuera al revés, que lo único que

perdonaran fuera la “infidelidad”; aparte de algunas incertidumbres en la

asignación de la parentela, los hombres estarían más relajados,

disminuirían las enfermedades coronarias y aumentaría la productividad.

Pero no es cierto que la infidelidad sea lo único que no se

perdona en el Mediterráneo: no se perdona cualquier trasgresión que

ponga en duda el papel preponderante del padre en la familia patriarcal,

y en el culebrón, tras la habitual bronca y consiguiente perdón, el

patriarca vuelve a sentarse inmutable a la cabecera de la mesa,

esplendiendo un nimbo de fulgor autoritario.

6.9 La bronca Entre las “tensiones centrífugas”, según la denominación de González

Requena en el apartado anterior, la más frecuente es la bronca, figura

también muy “mediterránea”, aunque también la haya en la mayoría de

las culturas. Se diferencia de la discusión en que no se trata de llegar a

167

una conclusión o acuerdo, sino de que los participantes se reafirmen, se

recargue la autoestima y descarguen las tensiones. Es un tipo de relación

que se da en la familia, donde se grita e insulta al oponente-allegado en

términos y actitudes que fuera del ámbito familiar serían una agresión

imperdonable y originarían el final de la relación.

La bronca familiar, como todo lo que ocurre en esta institución,

impregna los usos sociales, de tal manera que cuando se visita un país y

se oyen gritos en mercados y bares, bocinazos en los semáforos, y se han

de soportar malos modos de funcionarios y taxistas, es fácil adivinar lo

que ocurre en las casas a la hora de la cena. Hay quienes llaman a estas

manifestaciones “pasión de pueblos que están vivos”, inexactitud que

pasa por alto que se trata de claras expresiones de odio y desprecio hacia

el otro, e incapacidad de apreciar o amar a nadie, típicas lacras sociales

de los países donde predomina la familia fuerte. Sus habitantes se

relacionan fundamentalmente entre miembros de la familia, y forman

grupos (pandillas, cuadrillas, peñas, etc.) que reproducen los usos

familiares, y donde, por tanto, menudean las broncas, el perdón, la

envidia, la maledicencia, más broncas, reconciliaciones, y vuelta a

empezar.

Hay también quienes justifican la bronca como una especie de

“higiene social”: se odia, e incluso se agrede, dentro de la familia y se

está luego más relajado en la sociedad. Lamentable y funesto error,

propio sólo de los que ignoran que la sociedad es un conjunto de

familias, y que los usos de éstas serán los que configuren los de

aquélla. No se podrá erradicar el odio y la agresión en la sociedad

mientras sean figuras habituales en la familia; la aceptación de la

bronca, aunque sea como mal menor, es expresión de lo lejos que se

está de alcanzar unos umbrales de empatía y solidaridad sociales.

6.10 Contra la madre

En una columna de EL PAIS, allá por el 2000, Haro Tecglen arremetía

contra un tal Álvaro Vargas, (citamos de memoria): “De las muchas

168

cosas deleznables que ha creado el comunismo, la más insufrible es,

sin duda, el anticomunismo”. Haciendo una homología, nos atrevemos

a plantear la sospecha de que lo peor que ha dado la familia patriarcal

es la madre.

Este libro se podría haber llamado “contra la madre”, si

hubiéramos hecho un corte sincrónico y hubiera aparecido ésta

desprovista de su malhadada génesis. Como señalamos en 2.1, la

madre homínida (luego hablaremos de la humana) ha de parir a sus

hijos y cuidarlos durante un tiempo mayor que los demás mamíferos.

En nuestra (panfletaria) opinión, tal exceso de tiempo es el que

conlleva que los hombres sean depredadores tan temibles y que estén

acabando con tierra, mar y aire. ¿Por las malvadas enseñanzas que las

madres perpetran? ¿Por la tremenda fiereza que les introyectan? Nada

de eso y todo lo contrario: es debido a la felicidad y plenitud que se

alcanzan en los inolvidables años de la convivencia madre-hijos;

cuando esta convivencia cesa, los hijos vagan añorantes, acobardados

e insatisfechos, despreciando a las hembras que consiguen y luchando

para conseguir a todas, para lo que pelean con sus congéneres con

malas artes. La única hembra a la que realmente aman para siempre es

su madre, pero ésta no se presta: conoce al tipo sobradamente. Los

orígenes del lament de l’amour perdu está datado fehacientemente a

las postrimerías del neolítico inferior, y no es casualidad que

empiecen entonces las invasiones y trastoques de pueblos. (La

antropología-ficción es fuente relática inagotable).

En el momento en que la madre logra sentar a la mesa a sus hijos

a comer (mucho antes de que se inicie el proceso civilizatorio de Norbert

Elías), a la cabecera de la mesa se sienta una extraña figura: un macho

hirsuto y violento que alardea de ser el padre de los pequeños y dueño de

todo y todos: ya tenemos la familia patriarcal y por tanto el género

humano, y el primer y más deplorable producto de esta configuración es

la madre.

En el apartado dedicado a la historia de la familia, se da

cumplida cuenta del irrelevante papel que ha tenido, y tiene, la mujer

169

en la familia patriarcal, que es tanto como decir en los cinco milenios

que llevamos de historia, y qué menos que otros cinco más de

prehistoria. La mujer es muy valorada como reproductora y como

productora de bienes, bastante menos como productora de placer e

ignorada como persona; se la trata como mercancía, se la tutela, regala

o roba, y se la castiga cruelmente cuando concierta pasiones con otro

que no sea su dueño. La antropóloga radical y pionera Loren Dall-

Kurtz ya lo advertía (1911): “…Puede aventurarse, con escaso error,

que si los hijos se recolectaran como los tomates, el infanticidio

femenino habría acabado con las mujeres, los hombres no las echarían

de menos, suspirarían aliviados y se encularían entre ellos, al fin

solos”.

La madre humana tiene reducidas sus posibilidades de

reconocimiento de dignidad (patriarcal) a una sola: ser madre. La

sociedad la conduce a la maternidad casi irremisiblemente, ¿también

la naturaleza? Esto último no está nada claro, como se ve en el caso de

mujeres occidentales con más posibilidades sociales de reconoci-

miento que la de ser madres; muchas de ellas se abstienen de serlo, o

lo son sólo por presiones de marido y familia, de ahí la caída de la tasa

de nacimientos en Occidente, que en muchos países está por debajo de

la tasa de reposición.

Ya tenemos pues a la madre de familia, entrenada y presionada

para serlo desde muy niña; luego denominará al resultado de estas

presiones “innato instinto maternal”. El padre, durante los primeros

años, se desentiende de los detalles de la crianza, sólo comenzará a

intervenir cuando el pequeño tenga edad de entender, sin replicar, las

obligaciones relativas a la sumisión al poder paterno. En estos años la

madre, autodidacta en el oficio y con la complicidad de su propia

madre, moldea a la criatura según su criterio, y sin interferencias. El

resultado es demoledor; el niño queda atrapado para siempre en esa

red, y generalmente incapacitado para mantener una relación afectiva

con otra persona; porque al lado del sentimiento de extrema necesidad

170

(al que llamará amor) que guarda con su madre, las demás sensaciones

le parecen un tanto desvaídas.

El famoso escritor austríaco, propuesto en su día para el Nobel

de literatura y cuyos mejores relatos son autobiográficos, Sigmund

Freud, llamó a esta pulsión complejo de Edipo, cuando se trata de

niños; para niñas sería complejo de Electra, pero sus relatos sobre

mujeres son menos apreciados.

La madre tiene más de un hijo; se desvive siempre por el más

pequeño, que es el más necesitado: los hermanos piensan que están

relegados por el intruso: aprenden a odiar, lo que les crea un sinsabor

llamado culpa y que les llevará, tarde o temprano, a incurrir en

terapias que ya preconizó el escritor Freud.

Las armas que utiliza la madre para poseer a sus hijos para

siempre, posesión que quizás sea la característica más relevante de la

familia, son las del afecto. Merece capítulo aparte (6.15), pero

acabaremos éste señalando que el esquema que estamos planteando

(mujer impelida a ser madre, que se adueña de sus hijos, que sólo la

aman a ella, desprecian a las otras y odian a buena parte de los

hombres) es demasiado simple para ser cierto; pero es tan verosímil

que muy bien podría ser literatura, de terror, por supuesto.

Miles de millones de madres en estos momentos se están

aplicando a la posesión de sus hijos, cuyo número es aún más

incalculable; en dos o tres años el producto estará acabado, y pronto

los nuevos enmadrados recorrerán el mundo atenazados por su

obsesión, que les va a deparar algún consuelo y no poca desgracia.

Sólo entenderán el mundo, parafraseando a Schopenhauer, como

dependencia y representación (de la dependencia), y asentirán con

gesto bovino cuando reciban las para ellos ininteligibles propuestas de

libertad e individualismo; el movimiento de cabeza cesará de

inmediato cuando el mensaje sea de solidaridad.

171

6.11 Narcisedipo

El tiempo se detenía; estaba seguro entonces de que era para siempre. Tampoco el espacio se reanudaba, era suficiente el que había entre tus brazos, tus pechos, tus ojos, tus

labios. Fuera de esto que cuento sólo acechaba el vacío, dolor eterno, desgaje

de toda ilusión, y la boca entumecida en el extremo paroxismo del aullido silencioso

que sólo yo oía, estremecido. Después supe que se llama soledad, congoja irrellenable que está dentro y está fuera, frío clamor de la inexistencia en que me arrastro. Hace ya mucho que desistí de olvidarte con otras; ellas, sin pretenderlo, te magnificaban; resurgías y te interponías con

el sereno ademán de la memoria definitiva, y quedaban agachadas y trémulas ante el atisbo de tu presencia

inexorable. Todas eran nada, y da igual si fueron muchas o pocas, y apenas recuerdo si escaseaban o si se aglomeraban en su

equivalencia deleznable, y recordarlas sólo acrecientan el dolor y alargan el tiempo de este

cautiverio, clavado con hierros en la roca indomeñable de tu ausencia. No estoy, como dicen, atrapado en el espejo de los charcos

mirándome incansable, ¿dónde depositar una brizna siquiera de amor si no hay hueco en el

que no rebose la desgracia? Sólo espero, y esta esperanza me hace no abandonar, que tu silueta o tu desdibujada sombra, tu efluvio quizás, se entrevea, aunque sea un instante, se refleje junto a mí.

172

6.12 Adolescentes: formez vous bataillons

Ante todo, una mirada de comprensión y ternura hacia los adolescentes,

tan petulantes como asustados, tan divertidos como insoportables. Y

unas palabras del psiquiatra Anthony Storr (1997): “El mito del héroe es

un patrón arquetípico con raíces profundas en la psique humana, porque

refleja una experiencia común. Todos hemos de ‘abandonar el hogar’,

cortar algunos de los lazos que nos unen a él y así poder labrar nuestro

futuro en el mundo y construir un nuevo hogar. Puede que eso no

parezca una empresa heroica, pero los ritos de iniciación no existirían si

no hubiéramos sido conscientes de los riesgos que comporta embarcarse

en una vida de adulto independiente. El lento avance del desarrollo

humano desde la infancia hasta la madurez requiere un largo período de

dependencia del cual es difícil desligarse. Todos somos héroes cuando

nos convertimos en independientes y autosuficientes”.

La mayoría de las especies mamíferas, incluyendo los simios,

progresan casi directamente de la infancia a la madurez. Un adolescente

humano es probable que incremente su talla en cerca de un 25%. Bogin

(1990), un biólogo de la Universidad de Michigan, señala que el

beneficio tiene que ver con el alto grado de aprendizaje que los humanos

jóvenes tienen que alcanzar para poder absorber las reglas de la cultura.

“Los niños en edad de crecimiento aprenden mejor que los adultos si

existe una diferencia significativa en el tamaño del cuerpo, porque se

puede establecer una relación alumno-profesor. Si los niños tuvieran el

tamaño que tendrían siguiendo una trayectoria de crecimiento simiesca,

se podría desarrollar una rivalidad física más que una relación alumno-

profesor. Cuando se ha concluido el período de aprendizaje, el cuerpo

‘se pone al día’, mediante el estirón del crecimiento de la adolescencia”.

Esta malhadada hipótesis de la diferencia de tamaño “pedagógica” es

una expresión más de la firme creencia en las bondades de la educación

coercitiva.

173

El adolescente es, sobre todo, prueba fehaciente de la

competencia o incompetencia de los padres. El estado al que llega el hijo

a la adolescencia es el resultado de la educación recibida hasta ese

momento. A partir de ahí poco puede hacerse; no cabe enderezar,

regenerar, y otras expresiones, propias más bien del lenguaje carcelario;

todo lo más, se le puede reprimir, lenguaje de la policía antidisturbios.

En ambos lenguajes acostumbran a pensar y expresarse el patriarca y el

gobernante, que vienen a ser lo mismo.

No parece que los adolescentes tengan ahora mucha prisa, o

interés, en insertarse en la sociedad, saben que les quedan diez o quince

años por delante, a pesar de que actualmente para insertarse el esfuerzo

sea mínimo, en cuanto la sociedad se está adolescentizando, hasta un

punto tal que ha obligado a revisar la terminología al uso:

“Preadolescencia”: a partir del primer atisbo de lucidez, consistente en

ver que la desobediencia a los padres no acarrea consecuencias

insoportables, y además incrementa la autoestima. “Adolescencia”: corto

período entre preadolescencia y postadolescencia. “Postadolescencia”:

desde la adolescencia hasta la muerte del individuo.

A la adolescentización de la sociedad ya se refería Finkielkraut

(1987) en “La derrota del pensamiento”, y el fenómeno no es nuevo; se

trata de una ampliación hacia hornadas más jóvenes del culto a la

juventud, que comenzara al final de los sesenta, propiciada por los

mercaderes, sabedores de que la única parcela de poder que iba a tomar

la juventud iba a ser la del poder adquisitivo: ropa, música, etc.

La fiesta de aquella juventud era una más de los ritos de paso

hacia la madurez, que se dan en todas las culturas, y que, hasta ahora, en

Occidente significaba adiós a la familia de los padres, para incorporarse

al trabajo y fundar otra familia. La fiesta de la adolescencia actual no es

un rito de paso, sino de llegada: bienvenidos a la juventud; no penséis en

el trabajo, que no lo hay y el que hay es una basura, por lo que es muy

probable que no tengáis más familia que la de vuestros padres:

exprimidla con moderación, que os tiene que durar.

174

Esta situación no parece que preocupe demasiado a las partes

involucradas, adolescentes, padres y Estado; se oyen quejas, jóvenes

airados hacen escaramuzas ocasionales, pero no hay por ahora

movimientos de masas. Ante la relajación de la disciplina familiar,

adolescentes y jóvenes han retrasado la hora de volver a casa por la

noche; invaden la ciudad, con desagrado de los mayores; los chicos, más

seguros de sí mismos que lo han estado nunca, hablan a gritos y

protagonizan el espacio urbano. Son insoportables, coinciden todos,

incluidos los padres, pero muy pocos de éstos ponen en la calle a un hijo

adolescente, por insoportable que sea; en cualquier caso el Estado no

tiene previsto hacerse cargo de los hijos de familia rechazados por ésta,

bastante hace con tenerlos en las aulas-guarderías durante veinte años.

Parece como si todos aceptaran la situación, que es preocupante.

¿O no lo es? ¿Y si estuviéramos asistiendo al advenimiento de una

nueva sociedad, una familia total, en la que el padre-Estado se encargara

de un pueblo de adolescentes sempiternos? La adolescencia es el estadio

ideal para una familia que desee perpetuarse idéntica a sí misma, la

concordancia de intereses con el Estado es absoluta; de las tres

instancias, que veremos en 10.2, familia, sociedad y Estado, la del medio

desaparecerá al fin, gracias a una pinza de las otras dos, a las que

siempre ha estorbado.

No es difícil imaginar un Ministerio para la Eternización en el

Poder de los Mismos de Siempre, que encargara un informe sobre la

adolescencia. Los adolescentes (diría el informe):

- Creen que son los reyes del mundo; son por tanto fácilmente

halagables y manipulables.

- Pueden llegar a ser muy violentos, y al haberse quedado anclados en

un estadio de ética heterónoma, podrían utilizarse con efectividad

contra movimientos basados en ideologías trasnochadas.

- Miran sólo hacia dentro, hacia otros adolescentes de su grupo o,

como muy lejos, grupos contiguos. No tienen ningún interés en

ocuparse del exterior. La sociedad no les incumbe, dicen; eso sí: no

les importaría conquistar el Estado.

175

- Están suficientemente mal criados como para no soportar la soledad;

no se ve, por tanto, que puedan pensar por sí mismos.

- Soportan bien el hacinamiento, casi podríamos decir que les gusta.

- Permanecen buena parte del día ante una pantalla, o con auriculares.

- Son ahora más decididos que hace veinte años: incluso están

dispuestos a trabajar en lo que sea, para satisfacer sus caprichos de

consumidores insaciables, sin hacerse preguntas sobre su

dependencia.

El ministro, tras hojear el informe, suspira: “Si lográramos que

donde dice ‘adolescentes’ pusiera ‘ciudadanos’, tendríamos resueltos

todos los problemas. Hay que adaptar la sociedad para que los

adolescentes se muevan cómodos por ella; hay que ser compresivos; no

importa que ellos no quieran madurar: todos nos adolescentizaremos”.

La derrota de la educación, es la primera señal de que la política

del ministro comienza a funcionar: “Los jóvenes no necesitan esforzarse

en trascender su grupo de edad, en cuanto todas las prácticas adultas

están realizando ya, para ponerse a su alcance, una cura de

desintelectualización” (Finkielkraut).

Eran patéticos los “rebeldes sin causa”: ignorantes de la causa de

su rebeldía, en cuanto la conocieron perdieron el interés en la rebelión.

Ahora son más dinámicos; no paran, son rebeldes “sin pausa”.

Amparados por padres menos duros que los de James Dean en la

película, apenas han de asumir riesgos, son casi “rebeldes de gratis”.

Pero son los únicos rebeldes que nos quedan. Tienen una

relación de dependencia-rechazo de la familia, que podría darle a ésta un

buen empujón, hacia su reforma o hacia su final. Manos a la obra, pues.

Queridos adolescentes:

Algunas de las mentiras que os han contado son tan simples, que

me temo que os las habéis creído de puras ganas que teníais de

creéroslas. Estáis en la frontera entre la niñez y la juventud, os han

dicho; la realidad es muy distinta: estáis en la frontera entre la familia y

la sociedad.

176

Para la mayoría de los padres de familia, la sociedad es una

abstracción en la que se pierden; prefieren lo concreto, la familia, donde

son los amos. La sociedad tiene también sus amos, pero allí vuestros

padres tienen que obedecer, y lo que es mucho peor, trabajar duro. En la

familia actual europea, no se vive mal siendo hijo, es decir miembro de

segunda clase (tendríais que haber visto cómo se vivía hace cuarenta

años); en la sociedad es muy distinto: conviene ser de primera, creedme.

No vais a ser de primera, creedme también, porque cada vez hay

menos plazas. Es preciso, pues, que nos preparemos para luchar y

conseguir que los ciudadanos de segunda no seamos de tercera o cuarta.

Si lo conseguimos, puede que decidamos que los de primera no son tan

imprescindibles como quieren hacernos creer.

Presto oído a vuestras conversaciones, y en todas ellas el tema

recurrente hasta lo obsesivo es la familia. No es difícil deducir que no

queréis mirar hacia delante, la sociedad a la que vais, por lo que miráis

sólo hacia atrás. Es natural que tengáis miedo, pero otra cosa es el terror;

porque tener miedo es un muestra de sensatez, y ayuda a buscar

estrategias de lucha, mientras que el terror es paralizante

Los ciudadanos de primera antedichos tienen bastante interés en

que permanezcáis en la familia, por cuestiones socioeconómicas que ya

deberíais empezar a considerar (en este libro se tratan algunas). Vuestros

padres tampoco parecen estar muy en contra de que os quedéis; ahí en la

familia puede, por tanto, que paséis el resto de vuestra vida.

Al que decida quedarse le convendría no empeñarse en

innecesarios gestos de rebeldía; cuanto antes acepte su situación, mejor

le irá. No hay razón para que siga leyendo esta carta.

A los que claramente estén decididos a largarse, nos vamos a

permitir ofrecerles varios consejos:

1. El final de la adolescencia comienza a entreverse cuando se mira

hacia el futuro, y ya el miedo no nubla vista ni os hace volver la

cabeza ciento ochenta grados.

177

2. Basta de polémicas con/en la familia; hasta que no estéis fuera

no podréis ver las cosas claras, entonces, probablemente, no os

merezca la pena seguir litigando.

3. Lo primero, y quizás lo único, que habéis de conseguir para salir

de la familia es acceso al trabajo, que consiste en dos cosas:

alcanzar una cualificación profesional y obtener un empleo.

4. Los que no se esfuercen en adquirir una cualificación profesional

se van a quedar a vivir con su familia hasta ni se sabe.

5. Pero no se trata de cualificarse para ocupar los pocos puestos de

trabajo que hay y los que vengan detrás que espabilen; sería

aceptar la ley de la jungla tras haber conseguido un carnet de

león. Un mundo basado en la desigualdad es un mundo

desgraciado, en el que sólo se divierten los sin escrúpulos y los

descerebrados.

6. No esperéis al momento justo de buscar empleo para lamentaros

de la situación del mercado de trabajo. Echaos a la calle y exigid

reformas de las leyes laborales, para que todos tengan trabajo.

Que no os cuenten historias de productividad y competencia: es

preciso que el trabajo se reparta entre todos, aun a costa de que

los salarios se reduzcan; ¿no es preferible la pobreza a la

indignidad de la permanencia en la casa familiar?

7. Echaos a la calle no un día ni dos; semanas, meses, el tiempo que

haga falta. Sin un solo gesto de violencia; la violencia no asusta

al Estado: lo justifica; recordad que hemos delegado en él el uso

de la fuerza. Lo que le asusta a los gobernantes (que aspiran a ser

los dueños del Estado) es la firmeza, sobre todo cuando se aúnan

convicción y acción.

Serán muchas horas en la calle, y las adolescentes más, porque

tenéis que liberaros del poder de la familia patriarcal, y enfrentaros a una

cultura misógina, presente en todas partes (incluido este libro), y

quitaros además la losa de vergüenza por los milenios de sujeción sin

rebelión.

178

6.13 Muchacho al borde del barranco Muchacho al borde del barranco, acantilado, pretil de puente o ventana

de piso decimocuarto: ¿Adónde vas? Y enseguida la segunda pregunta: ¿dónde estás? Si te vas de viaje son preguntas obligadas, por si no mereciera la pena el esfuerzo de la travesía, o para que no termines yendo al mismo sitio del que piensas partir,

o a uno peor, o a ninguno posible. Pongamos, es sólo un ejemplo (ruego a Dios éste no sea el caso), que

llegaste a la temible conclusión de que la vida es una porquería y no merece el trabajo de vivirse:

saltarías pues de la mierda al vacío y sin dejar quizás apenas rastro: para semejante trivialidad no merece la pena llegarse hasta el barranco,

ventana, pretil, etcétera.. Déjame que intente sacarte del error en que veo te empecinas: Eso que llamas vida, eso que crees vivir, no es un asunto tuyo: se llama

familia; antiquísimo invento, deleznable asociación de intrigantes: no es el mejor lugar para vivir,

créeme; tampoco es buen sitio para malvivir, ni siquiera para sobrevivir. La familia es desde luego un lugar del que conviene largarse, si se

quiere existir de veras, pero tú, que apenas existes, ¿cómo vas a saltar de la inexistencia a la

nada? son espacios tan colindantes que tu dramático empeño resulta a todas luces excesivo.

Cuidado con los gestos heroicos, o tardorrománticos: cuidado con que además de caer de ahí no caigas en el ridículo.

Si llamar la atención es lo que quieres, te defines: es gesto indubitable de atrapados en familias como arenas movedizas.

¿De veras no has pensado en mejor forma de escaparte que tirarte? ¿O pretendes golpearles golpeando tu cuerpo contra el suelo? El mundo seguirá girando, y tú les habrás dado la razón: nadie, de la familia osa largarse, sin acabar sus días tristemente.

179

6.14 El odio

Salen los niños de su casa, con sus carteras, con sus caritas lavadas; bien

peinados por sus madres, en general. Algunos lucen sonrisas; otros, con

ojos de sueño, no terminan de resignarse a que el mundo abra tan

temprano; otros muestran expresión enfurruñada, y en su mirada hay una

lucecita amenazadora.

¿Cuántos de todos estos niños tienen ya su tierno corazón

manchado por el odio?

Odian ya, sin duda, aquellos que han sido o están siendo objeto

de maltrato. Los tres primeros años de vida son decisivos, dice Miller

(1998): “Según los más recientes estudios neurobiológicos, la repetición

de los traumas produce una elevada secreción de la hormona del estrés,

que ataca las zonas delicadas del cerebro y destruye neuronas ya

existentes. En el caso de niños maltratados se ha comprobado que las

regiones cerebrales de las que depende el control de las emociones son

entre un 20 y un 30 % más pequeñas que en el resto de las personas”. Se

refiere Miller a los análisis efectuados a niños rumanos que sufrieron

extremo maltrato, pero análogas deficiencias se han encontrado en niños

aquejados de falta de afecto: “A partir de los experimentos llevados a

cabo en los años cincuenta por el doctor Harlow, se sabe que los monos

cuyas madres eran sustituidas por señuelos, se comportaban

posteriormente de forma agresiva y no mostraban interés alguno por su

descendencia. Los trabajos de John Bowlby sobre la falta de vinculación

primaria (attachment) en delincuentes y las descripciones de René Spitz

sobre los niños pequeños que morían en hospitales sometidos a

condiciones extremas de higiene y sin ninguna asistencia emocional, nos

demuestran que no sólo los cachorros de mono, sino también los

humanos, necesitan a toda costa para su socialización el contacto

sensorial positivo con sus padres. Las observaciones que hicieran

cuarenta años atrás Bowlby y Spitz se han visto complementadas por

investigaciones neurobiológicas. Ahora los investigadores constatan que

no sólo los malos tratos, sino también la falta de contacto físico afectivo

180

con los padres conduce a que determinadas regiones cerebrales, sobre

todo aquellas que controlan nuestras emociones, no se desarrollen”. Esta

pérdida del control emocional impide “el desarrollo de capacidades

humanas tales como la compasión y la piedad hacia el sufrimiento

ajeno”. La falta de estas capacidades es sin duda la antesala del odio, y

muy pocos se quedan en ella.

(Harlow y Bowlby volverán a aparecer en el apartado siguiente,

sobre el afecto).

Los casos que estudia Miller son claros exponentes de bárbaro

maltrato, digamos que de tercer grado, incurso muchas veces en el

sadismo de los mayores. Pero hay también grados primero y segundo, e

intermedios; incluso en Occidente, pocos son los países que tienen leyes

que expresamente prohíban pegar a los niños, y esta barbaridad se

practica en el mundo con una frecuencia escalofriante. ¿Y el maltrato de

palabra? ¿Y la falta de atención, por desidia o incompetencia de los

padres? Larga es la lista de las actitudes que están presentes en la

genealogía del odio, sentimiento controvertido, como veremos.

Según Freud (1915), pasada una primitiva fase de la psique, que

califica de narcisista, el mundo exterior se divide (para el yo) en una

parte placentera, que se incorpora, y un resto, extraño a él, y al que

permanece indiferente. Pero en la medida en que la realidad ajena al yo,

con sus incesantes estímulos, displacenteros, se impone en la experiencia

del sujeto, la indiferencia cede lugar al odio, que aparece así ligado al

reconocimiento del mundo exterior.

“La importancia del odio para la economía de nuestras relaciones

con la realidad es enorme”, puntualiza Castilla del Pino (1978). “Merced

al odio aprendemos a diferenciar el mundo exterior del mundo interior.

Si no odiáramos, si, por el contrario, siempre hubiéramos amado, sujeto

y objeto permanecerían fundidos, los objetos quedarían introyectados en

el sujeto, y éste sin poder discriminar qué es él y qué son los objetos

(...)”. (En términos psicológicos, objeto se refiere a otras personas,

instituciones o cosas).

181

De este odio, “inevitable”, según Freud, para el reconocimiento

del mundo exterior, pasemos ahora a otro odio, bastante evitable.

El odio es un sentimiento. ¿Para qué nos sirven los sentimientos?

Se pregunta Castilla del Pino (2002): para adaptarnos a la realidad de

nuestra singular manera, se responde. “Pero los sentimientos también

sirven para organizarnos la realidad, organización subjetiva (...) La otra

organización es la racional”. De ésta podremos dar cuenta con razones,

de la otra sólo podemos aducir motivos; esta dicotomía organizativa es

insoslayable, y es la base de nuestra identidad, es decir, nuestra

estructura como sujetos.

Es preciso no olvidar que esta construcción está basada en

nuestra percepción, que funciona medianamente cuando se trata, por

ejemplo, de percibir racionalmente un abrelatas, pero que se torna

constructo cuando se trata de conceptualizar categorías tales como

madre, verdad, amor, patria, o eternidad, o supracategorías como el

verdadero y eterno amor a la madre patria.

“Para esto nos son útiles los sentimientos: para articularnos con

la realidad, para saber qué cosas son las que nos interesa aceptar y cuáles

nos interesan apartar de nuestro mundo. A las primeras las amamos, a

las segundas, las odiamos (...) Nuestra vinculación con los objetos lo es

tanto con los que amamos, tratamos de poseer y cuidamos de retener,

cuanto con los que odiamos, tratamos de apartar y pretendemos incluso

destruir de forma que no puedan aparecer jamás en nuestro mundo. No

debe soslayarse el hecho de que el amor vincula con el objeto amado,

pero el odio también, y con el objeto odiado, incluso más poderosa y

permanentemente que con el objeto amado”.

Nuestra identidad está constituida de perceptos, conceptos,

imágenes y sentimientos. “¿Por qué odiamos? Odiamos a todo objeto

que consideramos una amenaza a la integridad de una parte decisiva de

nuestra identidad, es decir, de nuestra estructura como sujetos”.

Consideramos que el objeto odioso: “Nos agredió y nos agrede en

nuestra identidad, nos ha deparado una humillación, o una herida a

nuestra estima, es decir, un atentado narcisista”.

182

Pero cuando se odia se muestra ante los demás y ante uno mismo

una suerte de impotencia. “El reconocimiento de la impotencia frente al

objeto odiado tiene necesariamente que traducirse en una inaceptación

de sí mismo, cuando menos en una parte de él, del sujeto, aquella en la

que el espejo del objeto odiado refleja nuestra debilidad. El odio a los

demás exige el previo autodesprecio. Es inimaginable que alguien se

acepte a sí mismo sin problema alguno, que asuma sus propias

deficiencias y que al mismo tiempo odie”. (las cursivas ahora son

nuestras: sirvan para recordar lo que decíamos sobre la autoestima en

3.6)

El puñal del odio, cuando lo dirigimos hacia el otro, está teñido

ya con nuestra sangre: “El odio verdaderamente duradero, nace de esa

insufrible insatisfacción con uno mismo, que el objeto odiado nos pone

ante nuestros propios ojos. Nadie feliz, satisfecho de sí, puede odiar,

como nadie que se sienta seguro puede sentir miedo”.

La identidad es, como se ve, la ciudadela a defender con los

cañones del odio. La identidad se forma en los primeros años de vida; de

las aptitudes y actitudes de los padres dependerá, en sus hijos, la

formación de una identidad proclive en mayor o menor medida al odio;

el trato diferencial, percibido como injusto, y el maltrato, son garantía de

que la vida del hijo transcurrirá inmersa en el odio. Hay una actitud que

garantiza todavía con mayor certeza a los hijos el acceso a una identidad

odiante, aunque no haya habido maltrato: el odio que se tienen los

padres entre sí y que no se privan de hacer patente delante de aquellos.

Por desgracia, pocos son los padres que se inquietan por estas

cuestiones; ni por casi ninguna: se limitan sin más a educar (es un decir)

como los educaron a ellos, como “se ha hecho toda la vida”, con lo que

el odio es el sentimiento más común, y a falta de otros, es el que más

reconforta, y el que da sentido a muchas vidas (presenta la ventaja,

respecto del amor, que se puede ejercer sobre una gran cantidad de

objetos).

183

6.15 El afecto

“Los individuos que estuvieron atrapados en los brazos de su madre,

no son de fiar. Los que no lo estuvieron, son muy peligrosos...”

(De un informe del Departamento de Psicología de la

Penitenciaría de Fredericktown, Illinois)

En una lápida del frontispicio del templo de Delfos inscribieron una

frase lapidaria: “Nada en exceso”. Suponemos que se referiría sólo a la

creación apolínea, y no a actividades dionisíacas, por ejemplo el cariño

que se da a raudales y sin medida, al menos en la cultura mediterránea.

Pudiera ser que el rótulo aludiese a una media ponderada a lo largo del

tiempo: un día de hartazgo, dos de indigestión y tres de hambre.

El mundo sería mucho menos malo si las madres aplicaran la

inscripción de Delfos a la economía del afecto y la soledad; esta

economía no se plantea en función de los intereses del niño-futuro-

ciudadano, sino según el momento pulsional de la madre, algo así como

si el ministerio se hacienda se encomendara a un consorcio de bancos.

Las madres refuerzan su incompetencia educativa con un bagaje de

lugares comunes basados en la “tradición” y la “naturalidad”, que

parecen ideados por una previsora asociación de terapeutas de las

malformaciones psíquicas acaecidas en la infancia.

La madre da afecto a borbotones; al niño receptor una veces le

sobra y otras le falta; se educa en el exceso y la carencia; cree que el

exceso es lo normal, la carencia le resulta insufrible. Los momentos de

dádiva materna corresponden en general a necesidades afectivas de

ésta, no del niño; cuánto más desgraciada sea la madre(1), más dosis de

afecto compulsivo dará. El hiperafecto es rara vez consecuencia de un

frío cálculo de la madre para poseer a sus hijos; para el resultado final

igual da: la madre introduce al niño en una red de dependencia

psíquica en la que quedará atrapado para siempre. Es como el

vendedor de droga en la puerta del colegio: crea clientes que no

puedan renunciar a serlo.

184

La cultura popular está plagada de incitaciones al hiperafecto:

Unos vecinos: “Un niño llorando en la cuna y no lo cogen en brazos:

¿Qué clase de padres son ésos, que no se les parte el corazón?”. Una

madre: “Yo lo que quiero es que mi niño esté alegre; dicen que le

consiento todo y que lo malcrío, pero él está siempre contento”. En el

parque, en el autobús, en la sala de espera del médico, todos vemos a

diario a pequeños déspotas que revolotean en torno a su madre, a la

que hostigan e increpan, mientras miran enfurruñados y altivos a todo

el mundo: éste es sin duda el producto más acabado y nefasto de la

familia, causa primordial de la infelicidad que se extiende por todas

partes, y de la que sólo se libran los anacoretas, y los sumidos en coma

profundo, conectados a una máquina, y ya veríamos si aun éstos no

siguen apresados en el mismo leit motiv, porque la onda plana que se

ve en la pantalla puede que no sea más que expresión de la quietud

alcanzada al fin ante la consecución del más acuciante de los anhelos

del inconsciente colectivo: el retorno al seno materno, el de la madre

tierra.

Psicólogos evolutivos y/o científicos han conseguido

demostrar que un niño sin afecto no evoluciona, no crece

intelectualmente, a veces ni físicamente, y hasta puede llegar a morir.

Este extremo se ha constatado en muchos casos de niños maltratados,

pero vista la imposibilidad de experimentar con humanos las carencias

afectivas, se ha recurrido a las pruebas con monos.

Harry Harlow, en 1948, realizó una serie de experiencias de

separación de monos de sus madres desde el nacimiento, y los crió

con dos madres sustitutas; una de ellas era de tibia felpa, la otra de

fríos alambres, pero con biberones. Las introdujo en una jaula con

pequeños monos “huérfanos”. Los monitos estaban todo el día subidos

a la madre de felpa, mientras que a la de alambre sólo se agarraban

para mamar. “Cuando algo asustaba a los monitos, éstos corrían a

refugiarse en la madre de felpa. Naturalmente este descubrimiento

constituía un duro golpe para la hipótesis de que la relación con la

madre se establece a través de la alimentación” (Delval, 1994).

185

John Bowlby, psiquiatra inglés, le había estado dando vueltas

al asunto del afecto desde el 1944, cuando publicó un estudio sobre

delincuentes juveniles, en los que descubrió una común carencia de

atención materna y afecto. Tras contactos con Julián Huxley, Mead,

Piaget y Lorenz, publicó en 1958 “La naturaleza del vínculo del niño

con su madre”, en el que formulaba por primera vez una explicación

en términos etológicos: el niño tiene una necesidad primaria de

vincularse a un adulto y ello constituye parte de su supervivencia. Ese

mismo año Harlow publicaba sus estudios sobre la privación social de

los macacos y ambos autores entraron en contacto. A partir de

entonces Bowlby fue acumulando una inmensa cantidad de datos,

origen de su elaborada teoría sobre el apego (attachment), “que abrió

nuevos caminos para la comprensión del hombre” (Delval).

A nuestro entender, el tándem Harlow-Bowlby tiene el dudoso

honor de ser el padre del hiperafecto. Su experimento no es en

absoluto representativo, aunque pretenda serlo: se trata en realidad de

una inversión. Los monitos de Harlow tienen sobrado desarrollo motor

para recurrir a la madre cuando les apetece; la realidad humana es

exactamente al revés: niños yacentes durante su primer y decisivo año

de vida, a merced de una madre de felpa y además nutricia, que les

propina afecto a cada rato, cuando a ella le apetece. Una cosa es que

uno tome el afecto cuando lo requiera y otra que se lo den lo requiera

o no: al final siempre hay hiperafecto(2).

Mary Ainsworth, colaboradora de Bowlby en los primeros

momentos, diseñó una serie de experimentos, esta vez con niños, de

los que extrajo una tipología de los apegos. El de “evitación” se da

cuando el niño no rechaza a la persona que no es su “figura de apego”

(la madre, por lo general). En el apego “seguro”, el niño prefiere sin

ambages a la figura de apego, e ignora a la persona extraña. El apego

“ambivalente” es una mezcla de ambos. Ainsworth realizó sus

experimentos en Estados Unidos; otros investigadores los realizaron

en Japón, Alemania, Suecia, etc. La lectura de los resultados nos

permite establecer con claridad, pese al escaso rigor intelectual de

186

nuestra inferencia, una geografía tanto del enmadre e hiperafecto, que

encabeza Japón, como de los niños sociables y menos dependientes,

que es el caso de Alemania. Nos inclinamos claramente por éstos

últimos.

Delval (1994), que anda sobrado del rigor antedicho, ve las

cosas de otro modo: “Sabemos que el apego seguro aumenta la

exploración, la curiosidad, la solución de problemas, el juego y las

relaciones con los otros compañeros, es decir, que permite abrirse más

al mundo. La persona con apego seguro tiene más confianza en sí

misma y en los otros. Se puede ser mucho más tolerante hacia los

demás, comprenderles mejor, incluso en sus acciones hostiles, pues se

consideran pasajeras y no alteran la imagen de uno”.

En un artículo de Ashley Montagu (1983), leído a la hora de

redactar el apartado 2.4, sobre la guerra, extraemos: “La agresividad

hereditaria ha sido desmontada ya conceptualmente por importantes

investigadores, y los que están a favor de tal hipótesis no han logrado

demostrarla experimentalmente. De lo que no cabe duda es de que

existen comportamientos agresivos, que se han provocado muchas

veces en laboratorio, con animales y personas”. “La agresividad no se

hereda; sí se hereda la necesidad de afecto”. “El afecto es lo que nos

hace humanos, de ahí que una persona que no haya sido así

humanizada durante los seis primeros años de su vida padezca un

proceso de deshumanización que le lleva hacia comportamientos

destructivos”. La necesidad de afecto es hereditaria; el problema es

como se gestiona tal herencia, porque la economía afectiva se

encomienda a la familia, que es tanto como decir a la madre. Y si

aceptamos que la necesidad afectiva es hereditaria, habremos de

admitir que la capacidad de tener celos es también innata, y la madre

va a ser la que administre, sin nadie que la controle o audite, y sin una

preparación o reflexión previa, este conflictivo par afecto-celos.

Nunca se sabrá la cifra de personas con alteraciones psíquicas, o

incluso comportamientos destructivos, producto de la mala gestión de

187

la economía afectiva que padeció en su familia, porque estas personas

lo llevan como secreto ignominioso.

Niños achuchados contra el pecho de padres compulsivos. El

pobre niño se estremece en la ilusión de que lo van a volver a meter

dentro de otro cuerpo, como en aquellos nueve meses inolvidables, en

los que flotaba y se mecía a temperatura constante, y el alimento y el

oxígeno le llegaban casi deglutidos. Los padres se aferran a un trozo

de vida nueva, que creen que es su nueva vida, ahora inextinguible, y

cuanto más arrecia el miedo a la muerte (o a la soledad, más temible

aún), mayor será el apriete del abrazo, y hasta algunos desventurados

hijos mueren asfixiados, víctima de la abyecta cobardía de sus padres.

Volvamos a Delfos. ¿Cómo administrar la dosis de afecto justa

(“nada en exceso”) para mantener un apego seguro en unos límites

razonables? Se requerirían madres (y padres) sin carencias afectivas;

pero estimamos que sólo debe de haber un 5% de estas personas. Las

madres estarían además muy pendientes de sus hijos para tratar de

averiguar en qué momento hay que servir la oportuna dosis de afecto,

y cuando abstenerse de hacerlo; cuando conviene cogerlo en brazos y

cuando dejarlo en la cama, llorando como sano ejercicio de desarrollo

pulmonar; en qué ocasiones hay que ayudarle a levantarse, tras una

caída, y en cuáles hay que decirle: “levántate, hijo, ven a que te ayude

a limpiarte la ropa”; en qué grado hay que ayudarle a hacer los

deberes, y por qué es preciso negarse a hacérselos, aunque suspenda.

Y decirles una y otra vez: “cuenta conmigo, pero eso es un asunto

tuyo: lo tienes que resolver tú”.

¿Padres que enseñen a sus hijos a ser independientes? Como

oxímoron no está mal, pero los hay mejores: nobles que enseñen a sus

vasallos cómo adquirir tierras y no pagar tributos a los nobles, curas

que enseñen cómo ganarse el cielo de una vez y no tener por tanto que

volver a la iglesia, compañías tabaqueras impartiendo cursos sobre

cómo fumar sólo de vez en cuando…

___________

188

(1) La desgracia de la madre es una cuestión subjetiva y no tiene por qué ser real. Como cualquier persona, se siente desgraciada un cierto número de veces al día, y como tiene alguien en quien buscar consuelo, su niño, no duda en transferirle su ansiedad, en forma de caricias y arrumacos compulsivos. Pero el 80% de las mujeres son en realidad desgraciadas, como corresponde a una sociedad patriarcal, y sus niños son su único consuelo. Esta peculiaridad antropológica no parece suscitar el interés de educadores y sociólogos.

(2) El hiper-felpismo hace estragos en un cerebro en formación, que pasa a convertirse en cerebro en deformación. Hemos visto crecer a niños objetos de dedicación agobiante por parte de sus madres, a los que hemos preguntado, cuando tenían veinte años, si creían que sus madres se habían ocupado de ellos suficientemente: todos han respondido que su madre no les hacía apenas caso. Hay que considerar también un sesgo: se remiten a la infancia las “desatenciones” de la juventud; “no me dais dinero para comprarme una moto: nunca me habéis querido”. La insaciabilidad afectiva inoculada por la madre de felpa es lo que propicia la deformación antedicha.

189

6.16 Madonna col bambino, davanti lo specchio [Interludio, con pretencioso poema sobre un lugar común lacaniano] No hay pintor que no se haya estremecido ante tal encargo. La luz puede venir desde cualquier ángulo, el espejo sabrá ponerla

en su sitio; el rostro de la madre en sfumatto, los pliegues de su falda caen pero

flotan, su mirada y la del niño convergen en un punto muy lejano tras el espejo,

no tan lejos que se impida la percepción del momento exacto en que el registro simbólico acaece al fin y para siempre.

Momento culminante de la producción de verdad, y la verdad no es un fulgor, revelado por nimbados personajes, ni una voluntarista adecuación del enunciado a la realidad objetiva,

tenaz e inamovible. No. La verdad es una finísima lámina, cimitarra soñada por el verdugo

minucioso, que escinde al reo con tanta precisión y naturalidad que el ejecutado

y el público tardan mucho tiempo en advertir el acierto de su intervención relampagueante.

La verdad es escisión y es por supuesto el nombre de la madre: una parte de ti quedará a salvo y por siempre protegida (es de ella,

que cuida bien de sus propiedades, pierde cuidado), la otra parte rodará lejos, no tanto que no la veas allí, inalcanzable

para siempre, un dolor, una nostalgia que abarca todo el tiempo de lo que pudiste ser, no eres, ni vas a ser, porque tu madre no se abstuvo (ninguna lo hace) de ponerte junto

a ella y frente al espejo, cómplice del impune semiasesinato originario.

No pierdas el tiempo en buscar el que pudiste haber sido: te va a hacer falta para atender la fatal herida del que eres, esfuerzo vano: irrestañable es la ominosa escisión ante el espejo.

190

6.17 El padre inoculado

Desde un punto de vista freudiano (el principio de la realidad contra el

principio del placer), definiríamos civilización como aquella configu-

ración social en la que una buena parte de la renuncia instintual del

ciudadano procede de su interior; en las sociedades poco civilizadas,

más que la renuncia lo que de verdad aflige al individuo es la

represión instintual, impuesta desde su exterior por los sicarios y

funcionarios del tirano. La renuncia instintual dará origen al Derecho

(Freud, 1930), derecho objetivo, como oposición a la ley del más

fuerte, que impera en las sociedades no-civilizadas.

En este contexto, Marcuse (1953), define dos términos:

“Represión básica, modificaciones de los instintos necesarias para la

perpetuación de la raza humana en la civilización” y “Represión

excedente (Surplus-Repression): las restricciones provocadas por la

dominación social”. Es decir, hay una renuncia instintual para que la

sociedad funcione y el Derecho proteja, y una tasa de renuncia

añadida para que la desigualdad social se lleve a cabo y perpetúe.

Según Marcuse: “...Aunque cualquier forma del principio de la

realidad exige un considerable grado y magnitud del control represivo

de los instintos, las instituciones históricas de adecuación al principio

de la realidad y los intereses específicos de dominación introducen

controles adicionales sobre y por encima de aquellos indispensables

para la asociación humana civilizada. Estos controles adicionales, que

salen de las instituciones específicas de dominación, son los que

llamamos represión excedente; por ejemplo: las modificaciones y

desviaciones de la energía instintiva necesaria para la preservación de

la familia patriarcal monogámica, o para la división jerárquica del

trabajo, o para el control público de la existencia privada del

individuo.” (La negritas son nuestras).

Así pues, una modalidad de represión excedente es la renuncia

instintual a la que los padres obligan a sus hijos para mantener el

191

orden familiar, entendiendo por orden tanto la ordenación (estructura

de poder) como el aspecto “ordenado” que la institución debiera tener.

Es probable que alguna vez se reprima a los hijos “por su bien”, pero,

en general, la represión se ejerce en nombre del buen nombre de la

familia, su no-desorden: el qué dirán, las apariencias, el prestigio que

confiere el que los hijos muestren buena educación, que los niños no

se desmadren y las niñas no se descoquen. Enlazando con lo que

decíamos al principio, la familia resulta ser una microsociedad muy

poco civilizada.

Pero hay algo peor que la renuncia instintual y la represión

pura y dura: la mefítica combinación de ambas: cuando te reprimen

para que renuncies, y además de aprender a renunciar, aprendes

también a autorreprimirte, y a reprimir con naturalidad a los demás.

De nuevo Freud, (1938): “Sucede que en el curso de la evolución

individual, una parte de las potencias inhibidoras del mundo exterior

es internalizada, formándose en el yo una instancia que se enfrenta con

el resto y que adopta una actitud observadora, crítica y prohibitiva. A

esta nueva instancia la llamamos super-yo (...) Pero mientras la

renuncia instintual por causas exteriores sólo es displacentera, la

renuncia por causas interiores, por obediencia al super-yo, tiene un

nuevo efecto: además del inevitable displacer, proporciona al yo un

beneficio placentero, una satisfacción sustitutiva, por así decirlo. El yo

se siente exaltado, está orgulloso de la renuncia instintual como de una

hazaña valiosa. Creemos comprender el mecanismo de este beneficio

placentero: el super-yo es el sucesor y representante de los padres (y

de los educadores), que dirigieron las actividades del individuo

durante el primer período de su vida...”. Acotación nuestra: el super-

yo nos inocula al padre; en padre nos convertimos siempre y sin

remedio.

[Este libro (lo habrán ya advertido) pretende realizar una cierta

diálisis del padre que corre por nuestras venas, o rebajar al menos su

concentración].

192

6.18 México: el hiperafecto machistizante

Denominamos con este pedante neologismo nuestra modesta

aportación a la etiología del machismo.

En la vasta y casi interminable galería planetaria de machos,

destaca con luz propia el macho mejicano; quizás sea por su folklorismo,

y en nuestro caso particular, por la proximidad cultural a España, y por

los años que hemos residido en México; fascinante país, por otros

aspectos desde luego.

Fascinó también a Fromm-Maccoby (1970), con cuyo texto

coincidimos en casi todos sus planteamientos, si bien su análisis se

realiza en el campo, y nuestras observaciones en varias ciudades.

A la malhadada dependencia en que se inscriben las relaciones

madre-hijo, ya nos hemos referido antes. En México son claras y

paradigmáticas: la esposa es despreciada por el marido, que está

emocionalmente fijado a su madre; la esposa se convierte en madre (si

no lo logra, no existe como persona), que con grandes dosis de

arrumacos y consentimiento (hiperafecto), no exento de castigos, logra

hijos dependientes; tampoco le cuesta mucho hacerse con el marido, que

la maltrata, pero la obedece. Las hijas aprenden por contagio: de

mayores sabrán qué hacer; los hijos se buscan una esposa a la que

despreciar, etc. He aquí, en rápida síntesis, la génesis del macho

mexicano, y de paso una aproximación al sórdido paisaje de la familia

patriarcal mexicana, y de tantos países.

“La dependencia o fijación en la madre es congruente con el

síndrome de carácter del individuo pasivo, que nunca madura emocio-

nalmente. Mientras el individuo siga buscando el amor incondicional de

la madre, no se convertirá en un hombre que produzca activamente, y la

persistente fijación en la madre le debilita a tal grado que la labor de

desarrollar sus propios poderes se vuelve más difícil” (Fromm-

Maccoby). En la aldea investigada, el 51% presentaba una fijación

intensa en su madre, el 45% una fijación moderada, y sólo el 4%

mostraban ausencia de fijación. “Desde el punto de vista dinámico, este

193

lazo no tiene que ser positivo; un individuo está atado a su madre tanto si

su apego a ella es extremo, como si su actitud hacia ella es de odio y

rebeldía”.

En los grupos de campesinos que Fromm-Maccoby investigan;

muchos de los sujetos clasificados como hijos dependientes de madre, y

por tanto machistas redomados, son además alcohólicos. El 80 % de

ellos se consideran sometidos a su mujer; el mismo porcentaje declaró

que la mujer no debe tener los mismos derechos que el hombre (de la

misma opinión era el 45% de los abstemios). Analiza también sus

tendencias sádicas, estrechamente relacionadas con el grado de

impotencia y frustración.

La fijación a la madre produce un déficit de autoestima, que en el

hombre mexicano es un vacío tan irrellenable que pasa su vida tratando

de demostrarse lo macho que es, y el bucle de esta demostración sólo se

cierra demostrándoselo a los demás machos, con los que compite

incesantemente. La mujer, tan despreciada, está fuera de este bucle; el

macho no se homologa por sus conquistas, sino por su “valentía”, que

rara vez consiste en enfrentarse a los fuertes (a los que se someten):

machacan a los débiles, entre los que se encuentran, como es obvio, sus

propios hijos.

Esta mayoría de individuos coexiste con otros muy distintos,

afortunadamente, aquéllos que según Fromm-Maccoby, “no han sido

aplastados, ni asustados, ni mimados para lograr su sumisión”. En el

mimo, precisamente, radica, a nuestro entender, la clave del proceso de

destrucción, ya que el individuo puede conseguir escapar a la autoridad,

pero está inerme ante el hiperafecto. Éste es, en definitiva el arma

temible de la mujer maltratada, que conseguirá protegerse con hijos

incondicionales, fanáticos de su culto exclusivo, que excluye a las otras

mujeres, como ocurre en todo monoteísmo; homólogamente, la “Madre”

(de Dios) en México es la figura más adorada, y la raíz por tanto de

todas las palabrotas, que ya decía Borges que la blasfemia es una oración

al revés. La madre deja tales hijos a la siguiente generación de mujeres,

que harán lo propio con los suyos.

194

Obviamente, estos individuos, aniquilados por el hiperafecto, no

se limitan a la misoginia y maltrato de mujeres; son además una rémora

para la sociedad, un lastre en las superpobladas empresas públicas; su

narcisismo a-social consigue que la corrupción sea la ocupación más

fructífera; su violencia les ha deparado un ignominioso puesto de cabeza

en el narco-tráfico.

Fromm-Maccoby estudian la historia de México. En el

feudalismo azteca, como en el europeo, había obligaciones asistenciales

por parte del señor; este estatus termina con el fin del régimen colonial

español, que apenas cambia tras la independencia: el hacendado

mexicano no tiene ninguna obligación hacia sus aparceros y peones, a

los que mantiene en un régimen de abyecta servidumbre y miseria,

donde se propicia el tipo de familia en el que la dependencia aflora como

la mala hierba. “La fijación a la madre es parte del carácter social, tanto

que podemos considerar al pueblo de México como una sociedad

aparentemente patriarcal o centrada en el padre, pero que de hecho está

emocionalmente centrada en la madre”. Tal es también el régimen que

actualmente instaura o consolida por doquier la globalización; se

esperan, por tanto, nuevas adscripciones a este tipo de machismo, y

encima, sin oír los bellos corridos ni degustar el mole poblano.

6.19 Derecho familiar

Abundamos en lo dicho en 5.1: “Todos contra todos”.

Se vive habitualmente en el seno de una familia, pero aunque se

viva en cualquier otra configuración social (comuna, hospicio o campo

de refugiados) no se está a salvo de la propaganda sobre las definitivas

virtudes de la familia; muy mal le tienen que ir a alguien las cosas en la

vida (en la familia) como para que se decida a emprender formas de vida

distintas, y en la mayoría de los casos no se trata de una decisión, sino

que han sido sus limitaciones las que le han privado de formar una

familia; hay también quienes dicen, sin que nadie se lo crea, que han

195

vivido de pequeños una vida familiar plena, pero que prefieren vivir al

margen de su familia y no formar una nueva. Descontando estos dos

grupos “a-familiares”, la inmensa mayoría de la gente vive en familia, en

dos familias, para ser exactos, en la que nace y la que funda. Se

pertenece (o se está atrapado) durante más de veinte años a una célula

indivisible, o al menos difícil de dividir, la familia paterna; incluso

cumplida esa edad se siguen teniendo relaciones legales con ella, como

es el derecho a que no lo pongan a uno en la calle por las buenas o a

recibir la herencia de un patrimonio al que en nada ha contribuido

(quizás sean compensaciones por el secuestro en que se le mantuvo).

Sin embargo, y pese a la importancia crucial de la institución, en

la enseñanza primaria y secundaria no hay ninguna asignatura que

estudie la familia como configuración social, al igual que se estudia el

Estado.

A los seis años una persona sabe leer: sería el momento

adecuado para que aprendiera dos conceptos fundamentales: derechos y

obligaciones. A partir de ese momento se le deberían suministrar

sucesivas versiones, en complejidad creciente, de las "normas

familiares" y, en cuanto tuviera edad de salir a la calle, las leyes que

rigen a la sociedad. Esta enseñanza debería tener prioridad sobre la de la

tabla de multiplicar, la lista de los reyes y el nombre de los ríos.

Pero no se hace así. ¿Para preservar la inocencia? ¿Porque está

por encima de sus posibilidades cognitivas? ¿Porque sus derechos

significan obligaciones de sus padres?

Que sepamos, el derecho familiar, como cuerpo legal, nunca se

ha escrito; su normativa se diluye en diversos textos jurídicos. No

podemos dejar de recordar a tantos antiguos reyes, reyezuelos, jefes de

clan, caudillos, etc. que nunca escribieron las leyes; se limitaban a

aplicar su voluntad, y como ésta es mudable, dejaban al cuidado de sus

vasallos el esfuerzo de llevar una estadística que les permitiera curarse

en salud. No está hecho el hombre a semejanza de Dios, que siendo

Todopoderoso tuvo la cortesía de dar por escrito sus normas.

196

En una familia con normas escritas, el número de preguntas de

los niños aumentaría, y a medida que fueran mayores, todos ellos

coincidirían en una pregunta: “¿Por qué, si vivimos todos aquí, unos

hacen las normas y otros las acatan?”. No faltarían padres que dijeran lo

que ahora dicen: “Pues porque sí”, pero en muchos casos, una parte

creciente de las normas se rescribirían según criterios democráticos, y

esa práctica sería una lección que los hijos no olvidarían y que influiría

en su comportamiento, cuando después se insertaran en la sociedad civil.

A la mayoría de los padres les parecería esto una monstruosidad:

“¡Pobres niños! obligados a “leer” (crueldad añadida) sus obligaciones

en un papel” (no han aludido a sus derechos). “Al verdadero padre le

basta con una mirada bondadosa, con un leve toque de rigor, para que

sepan cuáles son sus obligaciones”. “¿Y los derechos? ¿Otra miradita

quizás?”. “No, mucho más simple: lo que no está prohibido es que está

permitido: esos son sus derechos”.

6.20 Nanas de entonces

Durante la sombría década del 2160, en la Unión Eslava-Indoeuropea,

ganó las elecciones la coalición de partidos ecólatras, feministas,

mujiks y holganzanianos radicales. Una de sus primeras iniciativas fue

disolver la familia tradicional; fue un gesto de nostalgia fuera de lugar,

porque este tipo de familia ya era una reliquia por aquel entonces, y lo

único que pervivían eran arcaísmos, como papá, mamá, niño bueno,

que se usaban en las comunas de crianza, o como acatamiento y

disciplina, que pertenecían al léxico carcelario.

El Ministerio de Cultura llegó a conceder varias becas para

“investigación y actualización de nanas”, ya que se seguían cantando las

mismas desde tiempos muy anteriores a la primera Unión Europea, con

alusiones a “niño mío”, “el coco”, etc. Reproducimos aquí, como

curiosidad histórica, una de las que entonces se exhumaron, que se

197

cantaba en los tiempos radicales de las asociaciones antifamiliares, allá

por el año 2010:

No duermas niño nuestro

no te hace falta;

mantente vigilante

aunque todo esté en calma,

que tu padre y tu madre

algo se traman.

Quieren cortarle el pelo

a tu pobre hermana,

y a ti van a mandarte

la próxima semana

a un colegio privado

de curas carcas.

198

7. Economía 7.1 Familia y macroeconomía

Para que el capital financiero pueda ir de aquí para allá, buscando

siempre donde el beneficio sea mayor o enorme, se requiere que los

costes laborales sean bajos; sólo lo son cuando hay parados, a

condición de que éstos se queden esperando en sus casas y sin

alborotar, porque si hay tumulto el mercado se paraliza, y el capital

desconfía de los restauradores del orden, que o se pasan en la

represión o terminan expropiando a sus patrocinadores.

¿Quiénes están en casa sin trabajo y resignados? Los hijos de

familia, sin los que la globalización sería inimaginable. Es gente

sumisa; desfogan sus frustraciones en broncas interminables con sus

padres, luego salen a la calle suavecitos y dispuestos a aceptar las

consignas del patrón: trabaje sin incordiar y compre los productos que

anunciamos.

Las relaciones familiares aunque a veces puedan ser

parasitarias, son generalmente simbióticas: los padres ponen techo y

nevera; los hijos mantienen la cohesión del hogar, imprescindible para

exorcizar la soledad, que agazapada acecha fuera. Cuando los hijos

tienen trabajo, contribuyen poco o nada a la casa, pero mucho a

diversas industrias, "locomotoras" del desarrollo: coches, ropa,

turismo, etc.

No es que la familia le esté haciendo el trabajo sucio al capital,

es algo de más calado: al convertirse en institución de acogida y

refugio del ejército de parados y trabajadores de contrato basura, está

haciendo posible que el capital subsista. En el momento en que las

multitudes salieran a la calle a reclamar un trabajo, para con él ser

libres e independientes y llegar a ser personas, todo cambiaría: sería el

final de la explotación salvaje; se mantendría quizás la propiedad

privada, pero el "honrado beneficio" reducido a sus justos términos

haría el mundo bastante vivible. Tranquilícense, señores patronos: en

199

qué cabeza cabe una manifestación de hijos que quieren dejar de serlo;

nadie se lo creería, ni ellos mismos: sólo se quiere dejar de ser hijo a

cambio de ser padre, se aspira a un mejor puesto en la familia.

En Estados Unidos, hay poco paro; suele haber siempre menos

que en Europa, y mucho menos que en el Mediterráneo, y hay quien

arguye (gente que cree tanto en las virtudes de la familia que hasta

tiene una): “...Es que como allí hay trabajo, los hijos se van antes de

casa”. Es justo al revés: los jóvenes se van de casa, se asocian y crean

empresas, las más dispares que puedan pensarse. Se asocian, y hemos

dicho bien, en contra del tópico del individualismo americano: ¿hay

algo más individualista que un hijo enfamiliado, que gira alrededor de

sí mismo, y que sus únicos amigos (con los que discute de manera

incesante) son sus hermanos y cuñados?

Se suele motejar de individualismo a la no-dependencia. El

grado de civilización de un pueblo se mide por la cantidad de gente

que puede vivir sola, sin engancharse al teléfono o a las pastillas, que

no se implica en relaciones de pareja poco edificantes, que se divorcia

sin caer luego en las pastillas (ni cuchillos), en definitiva: que si ha de

elegir entre la soledad o la mierda, opta sin pestañear por la primera

opción.

Volvamos a la economía. Otra creación cultural de la sociedad

de Estados Unidos, que es tanto como decir de su familia, es el

despido libre; lamentamos contrariar a aguerridos sindicalistas, de los

que por desgracia cada día hay menos. El polo opuesto al despido

libre es la "plantilla", verdadera lacra social, que además de hundir al

capitalista (más de la mitad de éstos se lo tendría merecido), es una

escuela de vagos y acaba con la independencia del trabajador, que sólo

la alcanza cuando ahorra y se prepara técnicamente por si al día

siguiente ha de buscar empleo.

El hijo, en el mediterráneo, por ejemplo, es de plantilla en su

casa: tiene que hacer una muy gorda para que lo pongan en la calle, y

si esto ocurriera, intervendría el Estado para sancionar al

desconsiderado padre-padrone, que no acierta, con semejante régimen

200

familiar-laboral, a hacer que sus hijos estudien o vuelvan a casa a una

hora prudencial. El padre, por su parte, es patrón de plantilla, y amante

también de plantilla, figura que conlleva no pocos casos (se estima

que un 70 %) de frigidez de esposas, que no obstante son también

amantes de plantilla, y cocineras estables, no importa la imaginación

que le echen al jergón o al fogón. Nadie en la familia es eventual y,

como en ella, los padres e hijos también quieren ser fijos en la

empresa en que trabajan, no porque sean vagos o poco

emprendedores, sino porque es la única relación que conocen y en la

que se encuentran arropados y felices, y porque les inculcaron que

fuera de la familia, como dijimos, la soledad apresta sus garras.

Los sindicalistas a su vez también son empleados de plantilla

en su sindicato (tienen que sacar adelante a sus familias); ¡todo el

mundo está desgarradamente obsesionado por el plantillismo!, y hasta

hay anarquistas que para destruir al, según ellos, malévolo Estado

libredespidista, comienzan por dinamitar las empresas de trabajo

temporal, al que califican de “trabajo-basura”. ¿Basura porque pagan

poco o porque es temporal? Las explosiones tratan de acallar la mala

conciencia de una clase trabajadora que se ha refugiado en la familia

(¿familia-basura?) y no se ha movilizado contra las maniobras de la

patronal, cuya misión histórica, que cumple meticulosamente desde

los tiempo bíblicos, es la de crear trabajo-basura.

Los sindicatos ganaron una batalla importante en Occidente; la

guerra no ha terminado en absoluto. El capital se desplazó hacia

tierras más propicias, y con la lección bien aprendida: en Oriente y en

el Sur la represión contra los sindicalistas es ahora aniquilatoria. En

Occidente se sigue peleando por una empresa armónica, a imagen y

semejanza de la familia, con patronos-padres bondadosos y

trabajadores-hijos dóciles, aunque a veces traviesos; un mundo

férreamente estratificado, con reivindicaciones económicas que

(enterrado hace mucho el anhelo sesentayochista de gestionar las

empresas) son del tipo "papá, con la paga que me das no me llega".

Apenas se pelea ya frontalmente contra el poder de patronos y

201

políticos sin escrúpulos, quizás porque tampoco en la familia nadie

pelea contra el poder de padres y madres: se asume este poder como

mal menor y se vegeta frente a las pantallas de televisores y

ordenadores.

Tanto en Oriente como en Occidente el capital predica la

insolidaridad y obstaculiza el asociacionismo; esta prédica cae en

terreno abonado si, como es lo habitual, se dirige a miembros de una

familia, acostumbrados a barrer para casa y desconfiar del vecino; las

familias nucleares son islotes insolidarios del mar por el que se pasea

la cañonera del patrón, quien enferma sólo de pensar en una solidaria

asociación de individuos que no tiemblen ante el despido libre.

Los dos logros culturales de Estados Unidos a que nos

referimos, despido libre y abandono de los hijos de la casa familiar a

edad temprana, están interrelacionados y su implantación ha ocurrido

tras siglos de luchas y negociaciones. Son, en todo el mundo, el sueño

de padres y patronos irresponsables, que de buena gana se desharían

de sus hijos y trabajadores, sobre todo de los más reivindicativos; son

también el sueño universal de hijos atrapados (facilidad para largarse)

y de trabajadores agobiados (que no me importe mucho que me

despidan). Pero habría que estudiar despacio y desde una perspectiva

internacional lo que han significado y significan estos usos

americanos, al tratarse de un país que interviene (con usos de

superpotencia imperialista) en la economía mundial y, gracias a esta

intervención, obtiene beneficios con los que financia su amercian way

of life, modo de vida que no está al alcance de los países intervenidos,

a los que, por el contrario, aboca a una situación de trabajadores en

precario y familias-refugio.

202

7.2 De la beneficiosa influencia que sobre la Economía de los

Estados tienen, por una parte, la disfunción de la familia,

y por otra, el extremado cuido de la apariencia de la misma

Toneladas de libros de psicoanálisis, autoayuda y novelas de familias

rotas que leen absortas miles de mujeres cuya familia se rompió; hordas

de alumnos y nutridas filas de profesores en las facultades de psicología;

industria del mueble aplicado a las incontables sesiones psicote-

rapéuticas, no sólo los divanes, también la respetable mesa del terapeuta,

cortinas y alfombras, mesa de la secretaria recepcionista, sofás de las

salas de espera y grabados tranquilizantes de sobrio enmarcado;

industria farmacéutica de antidepresivos, ansiolíticos y euforizantes; y a

propósito de la química de la euforia: ejércitos de camareros vierten en

incesantes copas el contenido de largas filas de camiones con cajas de

whisky, ginebra, etc, más los fabricantes de máquinas de cubitos de

hielo, lo que origina a su vez muchísimos puestos de trabajo para la

redención alcohólica y paliación del delirium; menudean los despachos

de abogados que defienden a madres e hijos de la brutalidad de cabezas

de familia dipsómanos, y una ingente multitud de funcionarios de

prisiones vigila a cientos de miles de delincuentes, inadaptados

provenientes de familias deshechas; millones de tartas que llevan los

hijos que se fingen adaptados, cuando van a comer a la casa de sus

padres los domingos; todo el floreciente negocio de los teléfonos

móviles, inalámbrico cordón umbilical para transmitir la cháchara que

ahuyente o al menos amortigüe la soledad: el medio es el mensaje y éste

siempre es el mismo: madre estoy en tal sitio, hijo ten cuidado no vengas

tarde.

Todo ello es combustible para la locomotora del crecimiento

económico, gracias a la malhadada esencia de la familia; su cuantía es

considerable, pero se queda en nada cuando se la compara con el

despilfarro en que se incurre cuando se trata no ya de sufragar los

infortunios de la esencia, sino de la, al parecer inagotable, posibilidad

de mejora de la apariencia:

203

Casas más grandes que la del vecino, no importa lo que ésta

mida, fiestas de buen tono, y cuando no, barbacoas, amén de bodas,

bautizos, primeras comuniones y entierros; elegantes atuendos, cada

día uno y sin repetir en la semana; coches esplendorosos; lujo de

muebles, vajillas, cortinas; puestas de largo, fiestas de compromiso,

soirees, garden parties y guateques para que las niñas conozcan a los

hijos del nuevo delegado.

El consumo ostentatorio del que da exhaustiva cuenta

Baudrillard (1972), es provocado en su mayor parte para la ascensión y

reafirmación del estatus de la familia, más que del de los individuos que

la forman. Es posible cuantificar el despilfarro que conllevan estos

excesos del intercambio simbólico; manejando los informes económicos

de la OCDE, estimamos que las causas antedichas, disfunción familiar y

pulsión de cada familia en demostrar que se es más que las circundantes,

originan el 52% de todos los intercambios comerciales, que se constata

devienen precario zurcido de la herida de la autoestima de la familia, que

la publicidad reabre, agranda e infecta una y otra vez.

Siempre que alguien comete la pregunta de “quién soy yo”, se

desconcierta, quizás por lo abstracto de la formulación. Si no hay nadie

alrededor, a la fatiga que la abstracción causa hay que sumarle el miedo

a la soledad, con lo que la pregunta puede desembocar en una situación

intolerable para el individuo, que escarmienta y sólo vuelve a

planteársela cuando hay gente alrededor. En el seno del grupo las cosas

parecen estar más claras, sin duda porque el “quién soy” se desliza hacia

el “cuánto somos” (nunca al “cuánto soy”, por el miedo a la soledad

antedicho) enunciado mucho más concreto, que origina la pulsión del

“más que” y desencadena el beneficioso tirón de la economía que

aludimos en el encabezamiento de este apartado. ¿Pulsión del individuo?

Pulsión de la familia y de sus no menos lamentables ampliaciones

reláticas: nación, raza, etc. El individuo realmente existente es una

creación de la familia, nunca al revés. El individuo independiente

(constructo relático) escasea; mencionaremos uno al menos: Robinsón

Crusoe, si nada más llegar a la isla le hubiera caído un coco en la cabeza,

204

y en la amnesia se le hubiera disipado para siempre el recuerdo de los

brazos y pechos de su madre.

7.3 La infancia como inversión

Muchos son los que se hacen cuentas del funcionamiento de la

Seguridad Social: ¿quién va a pagar las jubilaciones y medicinas de

tanto viejo? Descubren entonces que faltan niños. Se plantean su

existencia en términos de coste-beneficio, y concluyen su análisis

manifestándose favorables a la inversión en niños, que debería asumir

toda la sociedad, en cuanto es algo rentable, que beneficia a todos. Los

niños, como dicen del cerdo, no tienen desperdicio: dan alegría y

compañía a sus padres y luego, de mayores, costean el Welfare State.

Otros desconfían de que ésta sea la solución óptima, y abogan

por la importación de extranjeros, de países pobres, de razas sufridas y

dispuestas a todo, que llegan ya creciditos y con una instrucción

precaria pero suficiente para lo que les aguarda. No importa mucho

entonces que los niños escaseen.

¿Cómo animar a las madres (blancas) a que tengan hijos? Pues

mediante ventajas económicas, que ha de sufragar la sociedad, puesto

que los niños son un beneficio para todos (Esping-Andersen, 2001).

Las ventajas fiscales se muestran inoperantes, porque ayudan en

general a los que menos lo necesitan: mejor las transferencias

universales y directas. Por ejemplo: otorgando subsidios a las familias

por cada año adicional que sus hijos continúen estudiando, se reduce

el abandono escolar. La cultura y ocupación de las madres contribuye

en no poco a la calidad de educación de los hijos; es preciso pues

fomentar e incentivar en las empresas el trabajo de las madres, sobre

todo si son pobres o están solas, y por supuesto, gran caballo de

batalla: las guarderías, que debieran proliferar y ser financiadas por el

sector público.

205

Estas consideraciones económicas, dichas así, sin aludir a otros

aspectos, le dan al asunto un sórdido aire materialista. Quizás sean las

tintas adecuadas, dada la vocación patrimonialista y cerrada de la

familia: se trata de transferir recursos del Estado (conjunto de familias) a

determinadas familias, para mejorar la economía de ambas instituciones.

El traer niños al mundo se denomina, como es bien sabido, “tener

niños”, y la tenencia es una instancia fundamentalmente económica. Y

antigua; desde siempre, los campesinos y jornaleros han hecho cuentas

antes de embarcarse en un hijo más, por encima del número de ellos que

aseguren su rentabilidad, y el símil que hemos puesto con el cerdo es

quizás poco pertinente; como inversión a largo plazo es más apropiado

compararlo con una vaca lechera o un caballo de tiro.

En el otro extremo están los hijos que se traen como acto de

amor, tal como dijimos en 5.8. Ésta debiera ser la única causa de

paternidad, para lo que la sociedad tendría que invertir mucho más en

cultura, entendiendo como tal la formación de los sentimientos, la

solidaridad, la apreciación de la naturaleza y el arte, y en general, la

roturación de todas aquellas parcelas donde la delicada planta del amor

pueda cultivarse. E invertir mucho menos, mejor nada, en la horrible

televisión que prolifera por todas partes, llena de lugares comunes,

consumismo y violencia.

¿Un Estado intervencionista? Nuestra respuesta, por supuesto,

es sí, siempre que correspondiera a una sociedad intervencionista, que

por fin recuperara o conquistara el Estado, acabando así con la secular

oposición entre uno y otra. La sociedad educaría a todo el mundo, y a

los futuros padres con especial dedicación, y sólo cuando éstos

mostraran su capacidad y solvencia para tan alto cometido, podrían

beneficiarse de las subvenciones que tan a manos llenas distribuye

Esping-Andersen.

206

8. Crisis de la familia

8.1 El infalible remedio contra el tedio, ¿acabará también con

la familia?

Tedio: estado del individuo en el que, por más que se empeñe, no

consigue olvidarse de sí y sus malhadadas circunstancias, sobre las

que destacan las negras tonalidades del horizonte tanático.

La generación de una familia se debe a varias causas, entre la

que destaca la inercia de la costumbre, que navega en el inane río de la

tradición, y en cuya travesía, para matar el tedio, los padres impelen a

sus hijos a casarse; la joven pareja no tarda en aburrirse y perpetrar la

venida al mundo de nuevos individuos, que se aburrirán a su vez largos

años en guarderías, escuelas, etc. Gran parte de los actos voluntarios no

lo son (ver 9.1) o no lo son mucho: se realizan porque no había nada

mejor que hacer; se decidía vivir en pareja para evitar la soledad (figura

que no sería temible en absoluto de no ser por el tedio que conlleva),

pero la pareja también se aburría, y tenían niños. Como el aburrimiento

se considera una desgracia vergonzante (realmente lo es, porque denota

siempre ignorancia) se aludía mejor a la tradición: "hay" que casarse,

"hay" que tener niños. La televisión ha arramblado con las dos cosas: la

tradición prescriptiva y el tedio.

¿Habrá escrito alguien una historia del tedio? El tedio es un

componente que no falta en ninguno de los grandes movimientos

históricos, ni por supuesto en las movilizaciones; un ejemplo: los

pueblos caucásicos no tenían grandes carencias, pero se aburrían a fondo

en las inmensas tundras; de modo que preparaban caballos y carros y

provocaban el desplazamiento en "fichas de dominó" de otros tres o

cuatro pueblos más, tras lo que quedaba la geografía política irreconoci-

ble. Así se fue al traste el imperio romano. Y en Francia, a finales del

dieciocho, se amuermaban los ricos en fiestas interminables, descui-

dando la secular obligación de tener entretenidos a los pobres, que se

207

aburrían también, hartos de pasar siempre la misma hambre, por lo que

acabaron montando una guillotina en la plaza.

A mediados del siglo veinte la plebe era por fin inocua: estaba

bien entretenida, gracias a algunos inventos espectaculares de los ricos,

quienes, en su ciega codicia, quisieron además hacer negocio con el

entertainment (eran poco piadosos los contenidos de la programación

del circus de Domiciano, pero hubieran sido horripilantes si en vez de

ser de asistencia gratuita hubiera habido que pagar dos sextercios a la

entrada): pingües ganancias suministrando entretenimiento hasta el

hartazgo. Tremendo error: hay un límite para la comida, la cópula o el

sueño, pero no para el mata-tedio, donde el individuo muestra clara

insaciabilidad, sobre todo cuando con sólo pulsar un botón se despliega

una pantalla de colores, que tapa la vista de las miserias cotidianas de

plomizos tonos grises sobre el negro horizonte tanático antedicho.

El más execrable invento del modo de aburrición postmoderno:

lo lúdico, que consiste en vivir plácidamente (endorfinando el desasosie-

go que produce el silbido del látigo del patrón y esforzándose en ignorar

que en el tercer mundo la gente muere como chinches), televisionando

cuatro horas diarias, tomando copas los fines de semana y viajando lo

más lejos posible a la menor oportunidad. En esta manera de vivir no

cabe el compromiso de la familia ni de los hijos, tradición que imperaba

en el antiguo modo de aburrirse.

Tan estrafalario hedonismo va a acabar con las antiguas

tradiciones y también, según los demógrafos, con la raza blanca,

sustituida por personal menos blanco y más urgido, si cabe, a adquirir un

coche para ir de acá para allá.

¿El tedio y la necesidad van en la misma dirección o contra-

puestas? Buena parte de los logros sociales y estéticos ha sido realizada

por personas no obsesionadas por la necesidad, como la invención de la

democracia o los cuadros de Rembrandt. La necesidad en cambio ha

provocado sangrientas revueltas, que han dejado las cosas exactamente

como estaban, sólo que aligeradas de una parte de la población. Gente

acomodada, y algo aburrida, los filósofos de las luces deslegitimaron la

208

monarquía absoluta y le dieron además un buen palo a la iglesia. Sólo

gente así es capaz de cambiar el rumbo de la tradición, componente

imprescindible de la dignidad de los que temen el cambio: "así ha sido

siempre y así debe ser", se decía tanto en la casa del terrateniente como

en las chozas de sus esquilmados aparceros.

La televisión se ha llevado todo por delante: el tedio, la tradición

y la familia, pero ha dejado intocada la necesidad, aunque sustituida por

sí misma: lo que más de veras se necesita es la televisión.

Muchos sociólogos de los medios de comunicación defienden la

televisión de los ataques que le llueven, "más ardorosos que funda-

mentados, como si fuera la única causa de los males del siglo", dicen.

Defienden también la dignidad del medio, objeto de su estudio, haciendo

abstracción de la indignidad de los mercachifles de las cadenas, y de sus

esbirros programadores, presentadores, etc, por no hablar de la abyecta

adicción de los espectadores. He aquí un nuevo ataque: la televisión ha

acabado con la familia tradicional, que sería algo de agradecer, si no

fuera porque tan abominable medio la ha sustituido por algo peor: la

pareja de tele-espectadores, que no tiene hijos, y que cuando los tiene

son curiosos mutantes: cada generación tiene los ojos más cuadrados.

8.2 El estado de fiesta permanente

Haciendo un refrito de Durkheim, Caillois, Eliade y Ries, diremos

que, en la antigüedad, unos de los aspectos sociales de lo sagrado era

lo sagrado de transgresión, que durante un corto período del año

sustituía a lo sagrado de regulación. Este es el origen de la fiesta,

manifestación primordial de lo sagrado de infracción, que arroja fuera

el tiempo gastado y renueva el cosmos.

“Toda fiesta lleva en su estructura la vocación orgiástica”, dice

Eliade (1949). La cultura humana guarda muy estrecha relación con la

agricultura originaria, y con los ritos que propiciaban la fertilidad de los

campos y, homólogamente, la de las personas. “Generalmente, la orgía

209

corresponde a la hierogamia. A la unión de la pareja divina debe

corresponder en la tierra el frenesí genético ilimitado. Junto a las parejas

jóvenes que repetían la hierogamia sobre los surcos, debían acrecentarse

todas las fuerzas de la colectividad”, y Eliade hace un recorrido por las

distintas culturas, y son bastantes, en las que la orgía tiene un importante

papel. Estas celebraciones paganas, que permanecen en muchos países,

no fueron, obviamente, del agrado de la Iglesia, que las condenó en

varios concilios, y transformó en fiestas cristianas cuando no pudo

suprimirlas; es el caso de las festividades coincidentes con la siembra o

recolección, como “la Virgen de Agosto”,.

En todas estas fiestas, ancestrales o modernas, hay un criterio

temporal inherente: son excepcionales, generalmente una vez al año.

La gente se pasaba largo tiempo comentando la acaecida y

preparándose para la siguiente.

¿Cómo se llegó, en muchos países de Occidente, al actual

estado de fiesta continua?

Las fiestas “fuera de estación” fueron, durante siglos, patrimonio

exclusivo de los ricos; los pobres se limitaban a ver pasar los carruajes o

atisbar por encima de las tapias de los palacios. Con todo, estas fiestas,

de la aristocracia terrateniente y luego de la burguesía, nunca se

celebraban “fuera de temporada”, y entre una serie y otra se descansaba

de ellas, generalmente en el campo (nada más relajante que ver el trabajo

ajeno sobre las propiedades de uno). A nadie en su sano juicio se le

hubiera ocurrido organizar una fiesta todos los viernes y sábados.

Actualmente, en muchos países sí que se celebran estas dos

fiestas semanales, y, en vacaciones, todos los días. Trabajo y fiesta se

han convertido en una incansable sucesión, tal que mucha gente gasta

buena parte de su salario en las salidas de fin de semana, ¿y el tiempo

para leer, estudiar, jugar con los hijos y ayudarles en sus estudios?

En los años sesenta, los movimientos contraculturales de los

jóvenes, con sus gurús, fueron una inyección de lucidez, iconoclastia y

expansión de miras, como quizás no haya habido otra en la historia.

Una revolución sin armas y contra ellas. El Poder se estremeció; sólo

210

un ratito; enseguida comenzó a hacer negocio a costa de la buena

nueva: ropa, música, viajes, etc. “Diviértete, muchacho, procura que

tu padre pague la fiesta, y si no, búscate cualquier trabajo para

pagártela tú: que no decaiga”. Lo lúdico, que es, como el amor,

categoría primordial e irrenunciable de la persona, se convirtió pronto

en maëlstrom de juergas vulgares e inacabables, y la trivialidad,

cuando se practica en sesiones maratonianas, es una tristeza que sólo

se soporta contrarrestándola con el incesante consumo (por varia vía)

de euforizantes.

La polémica sobre el hedonismo es tan antigua como la

filosofía misma; desde Anaxágoras a Stuart Mill, por quedarnos en

este último. Dice Ferrater (1979): “Puesto que gran parte de las

disputas sobre el significado de ‘placer’ y sobre la justificación o no-

justificación de buscarlo han tenido lugar en el terreno ‘moral’, se ha

considerado que el hedonismo es una tendencia en filosofía moral”.

La economía de los placeres es asunto importante en la organización

social, en cuanto que los placeres de unos a menudo son la causa de

los dolores de otros; ¿es o era asunto importante? ¿quién relaciona

ahora placer con filosofía moral?

“Mire, señor. Somos una pareja moderna y dinámica.

Trabajamos duro los dos; pagamos sin rechistar el alquiler, los

impuestos y la cuota del sindicato, y contribuimos para incrementar la

pensión de nuestros padres y para paliar la miseria del tercer mundo.

Todos los fines de semana salimos con los amigos, y bebemos y

bailamos hasta el amanecer. No hacemos daño a nadie”. Esta pareja

moderna un día decide tener un niño; surge la pregunta: ¿qué porvenir

tendrá el pobre niño?

Vamos con otra pareja: “Como le digo, oiga: ella y yo

trabajamos como cabrones, se lo juro. ¿El alquiler dice? A ver si

tienen huevos de desahuciarme; les rompo la casa. De impuestos nada,

¿para que se lo gasten los políticos, que son unos golfos? Mi madre no

sé dónde está; en un asilo, supongo. ¿Pelas para el tercer mundo? Que

trabajen los negros, y allí, que aquí no pintan nada. Pues sí; la parienta

211

y yo, todos los fines de semana nos perdemos por ahí, con los

coleguis; no pegamos ojo hasta el domingo por la tarde”. Estas parejas

también tienen niños; surge la pregunta: ¿qué porvenir nos espera?

El estado de fiesta permanente, no se ha montado, como es

natural, para facilitar que el personal se divierta dos días de cada siete,

con un mínimo garantizado de cien fiestas al año. Se trata de crear las

bases psicológicas que propicien la economía del despilfarro, deno-

minada también “economía de crecimiento continuo”, como la

maldición gitana: “Te dé un doló que contri más corras más te duela, y

cuando pares revientes”.

Compre usted; no se pregunte si el objeto a adquirir le hace

falta o no; concéntrese en el placer que le depara el hacerlo suyo,

recórralo con la vista, con el tacto. Aparte de su mente absurdos

pensamientos que pudieran enturbiarle el goce del acto adquisitorio:

por ejemplo la muerte, o la vejez (su antesala), o el trabajo agotador y

estúpido, no exento de humillaciones, o las tremendas miradas de una

parte de la humanidad, más de un tercio, condenada a la pobreza.

Comprad, malditos, y no temáis: de la suspensión de la maldición

eterna nos encargamos nosotros, la todopoderosa asociación de

fabricantes y tenderos: que la fète continue.

No mire hacia atrás, ¿qué puede encontrar, más que un mundo

de obsolescencia? Mire sólo hacia delante: lo nuevo, lo que podrá

adquirir, hacer suyo, con un poco de esfuerzo, fiesta del disfrute

ininterrumpido de la adquisición. Cuidado también con mirar

demasiado adelante: podría entrever el futuro: tenebroso asunto.

Detrás está la tradición, la acumulación de saberes, que si

nunca trajo al mundo la felicidad, es lo único que puede preservarnos

de los mercachifles de catastróficos aventurerismos; delante no future.

La propuesta es pues el estrecho entorno del presente, espacio

claustrofóbico que la fiesta pretende enmascarar.

¿Qué pintan los hijos en este espacio? ¿Qué se les puede

enseñar si se renuncia al pasado? La ética, por ejemplo, tiene unas

raíces históricas claras: no conviene matar al prójimo porque a lo

212

largo de los tiempos se ha demostrado que, con tal práctica, la

sociedad se desintegraba, por lo que hubo que inventar el Estado, que

monopoliza la coerción, y el derecho, que la administra. La

solidaridad se fundamenta (además de en el altruismo biológico) en la

religión antigua. Los derechos y obligaciones de padres e hijos son

parte de pactos históricos que hay que respetar o renegociar. Hasta la

trasgresión se ancla y legitima en la historia de los ritos de paso o en

la de los movimientos emancipatorios. Y en cuanto al futuro, ¿cómo,

padres que no se atreven a mirarlo de frente, pueden educar a unos

hijos que van a protagonizar tan tremenda película?

Pero en la educación-emancipación (nos cuesta utilizar la

palabra crianza) de los niños, más que la segmentación del tiempo, lo

que cuenta es el tiempo en sí. Lo niños son tiempo, se alimentan de él;

su cronofagia les lleva a devorar también el tiempo de los padres, por

tanto una de las enseñanzas más importantes es darles a conocer que

cada uno tiene su tiempo, y que hay un tiempo para gastar en común y

otro que es privado, es decir: el aprendizaje de la soledad (ver 6.3). Es

primordial estar con ellos el mayor tiempo posible; que vean que es un

tiempo grato, no obligatorio, y que, por tanto, cuánto más, mejor, y

más importante aún, que sepan apreciar el tiempo en el que se está

solo.

En la otra cara, el mundo de fiesta permanente, en que el

trabajo es una manera de consumir tiempo, y el que sobra se tira

cuanto antes al cubo del jolgorio. ¿Los derrochadores compulsivos de

tiempo están dispuestos a conservar y gastar minuto a minuto quince

años de su vida, como poco, en un niño que luego se irá y quizás no

devuelva ni un cuarto de hora?

Basta ya de preguntas inquietantes, se le quitan a uno las ganas

de tener hijos; además: tenemos una invitación para una fiesta y ni

siquiera hemos pensado en qué ponernos.

213

8.3 La autoridad

Han pasado ya los tiempos de la brutal coerción física de los

padres hacia los hijos errados o insumisos, sobre los que blandían el

látigo, brutalidad que les dispensaba de esgrimas más complicadas,

como el arte de la tolerancia, o la minuciosa discusión de los derechos y

obligaciones, asuntos que requieren sistematización y control, análisis y

anticipación: un trabajo arduo para los padres, que añoran la perdida

espontaneidad con que fluían las bofetadas.

Sistematización es represión, arguyen los “espontaneístas”,

quienes prefieren que las relaciones padres-hijos observen la tradicional

naturalidad, tradición basada en una infatigable madre de infantería e

intendencia, y un padre de artillería, al que generalmente le bastaba con

mostrar los cañones para que el pueblo (la chiquillería en este caso)

depusiera su levantisca actitud. Era un tiempo en el que la autoridad de

los padres no se discutía, como tampoco se discutía la de maestros,

médicos, policías, etc.

En pocos años, la ancestral autoridad incuestionable y la

disciplina preventivo-punitiva han pasado a estar mal vistas. ¿Aumento

de tolerancia y retroceso de la barbarie? Ojalá, pero no. Ha habido, en

nuestra opinión, dos razones que han cuestionado la autoridad: porque es

un asunto trabajoso y de dudoso beneficio (nadie espera nada de sus

hijos, allá ellos), y porque es una actitud que no está de moda, pertenece

a la generación anterior: asunto casi de arqueólogos.

Savater (nunca nos cansamos de plagiarlo), en su “El valor de

educar” (1997), habla de la negativa de los padres a aceptar el papel de

tales, entre otras razones, “...Porque la madurez resulta sospechosa y

peligrosamente antipática. Quienes por cronología deberían aceptarla se

apresuran a rechazarla con esforzados ejercicios de inmadurez”. Pero,

por otra parte: “Cuanto menos padres quieren ser los padres, más

paternalista se exige que sea el Estado”.

Evidentemente la deserción de los padres conlleva que “la

socialización primaria de los individuos atraviese un indudable eclipse

214

en la mayoría de los países, lo que constituye un serio problema para la

escuela y los maestros”; éstos son ahora los encargados de socializar, en

vez de dedicarse a enseñar. Hace un par de años, en una viñeta de Forges

en EL PAIS, se veía cómo un camión descargaba, inclinando el

volquete, un montón de niños frente a una escuela. La inhibición de los

padres en ejercer su autoridad acabará dando al traste con la escuela,

sobre todo con la pública.

No se nos mal interprete: no estamos solicitando que los padres

apliquen su autoridad, sino que piensen en qué consiste ésta y cuál es la

manera de optimizarla, y que la estudien detenidamente, porque la

autoridad (como el afecto, del que hablamos en 6.15) es algo que debe

aplicarse en la dosis precisa, y no sustituirlo nunca por el autoritarismo.

El problema de la Autoridad es su legitimación, el fundamento

en que puede apoyarse su validez. Abbagnano, (1969), distingue tres

doctrinas fundamentales. La primera de ellas es el aristocratismo, propia

de Platón y Aristóteles: la autoridad fue establecida por la naturaleza, y

la naturaleza se encarga de decidir quienes son los que habrán de

ejercerla. De un lado, un pequeño número de ciudadanos dotados de

virtudes políticas, por lo que es justo que ocupen los cargos de gobierno;

de otro, la mayoría de ciudadanos, privados de tales virtudes y por lo

tanto destinados a obedecer. En esta línea se encuentra Tönnies (1887),

que afirma hay tres clases de dignidades o autoridad: “La dignidad de la

edad, la dignidad de la fuerza, y la dignidad de la sabiduría o del espíritu,

que se encuentran unidas en la dignidad del padre, cuando protege, exige

y dirige”.

La segunda doctrina es la que funda la autoridad en la divinidad,

expuesta por Pablo, Agustín, Isidoro de Sevilla y Gregorio Magno. Es en

realidad una variante de la anterior, en cuanto postula el carácter sagrado

del poder temporal de facto: toda autoridad ejercida de hecho, al ser

puesta o establecida por Dios, es siempre plenamente legítima. Si los

padres de la Iglesia divinizan al príncipe, Hegel lo hace más tarde, en

plena resaca de la revolución francesa, con el Estado, “realización de la

215

libertad”, “ingreso de Dios en el mundo”. El que posee la fuerza no

puede dejar de gozar de una autoridad válida, ya que toda fuerza es

querida por Dios o es divina.

La tercera doctrina se opone radicalmente a la anterior: “...La

autoridad no consiste en la posesión de una fuerza, sino en el derecho a

ejercerla, y tal derecho resulta del consentimiento de aquellos sobre los

cuales se ejerce”. Esta doctrina es obra de los estoicos, y su primer gran

defensor fue Cicerón. Su presupuesto fundamental es la negación de la

desigualdad entre los hombres: “Todos los hombres tienen, por

naturaleza, la razón, que es la verdadera ley que manda y prohíbe

rectamente, por lo que todos son iguales y libres por naturaleza”, dice

Cicerón. En tal sentido, sólo de los hombres mismos, de su voluntad

concorde, puede nacer el fundamento y principio de la autoridad. Y

Marsilio de Padua (1522): “El legislador, o sea la primera y efectiva

causa eficiente de la ley, es el pueblo o conjunto de los ciudadanos, o

bien una parte sobresaliente de ellos, que manda y decide por su elección

o por su querer, en una asamblea general y en términos precisos, los

actos humanos que se deben cumplir y los que no, bajo pena de

penalidades o de puniciones corporales”.

Ya se ve cuán modernos eran todos los citados, sin excepción, en

cuanto actualmente en el mundo, las tres doctrinas siguen teniendo

fervientes defensores. En Occidente, la línea estoicismo-humanismo-

ilustración es la que parece haber triunfado, si excluimos islotes como el

nacionalismo fundamentalista y el Vaticano, pero en la mayor parte del

mundo hay minorías que ejercen la autoridad en nombre de ellas

mismas, situaciones a las que llamamos dictaduras. A veces cae una de

éstas, y el complejo camino que conduce a la democracia se ha dado en

llamar transición. En la familia debería darse también esa transición;

sería el mayor y más encomiástico esfuerzo que realizaran los padres.

También sabemos que en las diversas fases de la evolución del

concepto de autoridad, que es tanto como decir del de libertad, la familia

ha ido siempre detrás y frenando el carro, como es natural, dado el

carácter de rémora que presenta dicha institución. Tal parece que los

216

individuos, en una primera fase, consiguieran grados de libertad de

puertas afuera; de puertas adentro las cosas son muy otras (la aguerrida

feminista organiza el plante y corre luego a preparar la cena a maridito e

hijos; el “revolucionario” francés, ruso, mexicano, etc. llega a casa y

golpea a su mujer).

Cuando los hijos son pequeños, la autoridad “técnica” de los

padres es irrefutable, casi incursa en las tres dignidades de Tönnies, que

citábamos antes. A medida que los niños van creciendo, la mayoría de

los padres sigue instalada en la segunda doctrina, y son los hijos los que

han de reivindicar la tercera. Pero la falta de cultura política que se da en

el seno de la familia, hace que la transición no sea tal, sino que los hijos

traten de suplantar a sus padres en una nueva dictadura; la intentona

golpista suele ser desbaratada por éstos; los hijos se marchan entonces a

fundar una familia, donde puedan ejercer una autoridad indiscutida.

Las dificultades que tiene la democracia para asentarse en el

mundo (en Occidente hay un remedo, escasamente participativa y

aceptada como mal menor), se debe a su escasa o nula práctica en el

seno de la familia. La enseñanza de la democracia, el propósito de que la

autoridad sea asunto transitorio, siempre en disminución y sustituido por

la discusión y acuerdo, es una opción que muy rara vez se acomete.

Decía Lenin que el partido comunista era la vanguardia de la

clase obrera; luego, en la nueva sociedad, el partido no haría falta y se

disolvería por sí mismo. Este bello propósito es el que debería animar a

todo padre de familia: encabezar una formación social que, una vez

emancipados los hijos, se disolviera. Pero en la realidad no es así: el

partido comunista estuvo en Rusia a punto de disolver a la sociedad, y la

familia suele disolver a los hijos, como advirtieron los freudianos y

enseguida montaron su floreciente negocio de tratamiento de hijos

disueltos.

En la educación de los hijos, debería prevalecer, en cuanto a la

autoridad, lo dicho por Abelardo: “La autoridad sólo tiene valor en tanto

la razón esté oculta, pero resulta inútil cuando la razón puede comprobar

por sí misma la verdad”. A un niño pequeño hay que obligarle a que no

217

se suba a la ventana; cuando más adelante se dé cuenta del peligro que

significa, ya no tiene sentido seguirle obligando. Siguiendo al pie de la

letra a Abelardo, todo el que posee autoridad sobre otro, trata de que la

razón del dominado nunca llegue al grado de “comprobar por sí misma

la verdad”, de ahí el interés de los dominadores en mantener a los

dominados en la ignorancia, madre de la ignominia.

La palabra “autoridad” proviene etimológicamente del verbo

latino augeo, que significa hacer crecer (Savater). Ésta sería la autoridad

de maestros y padres responsables, autoridad transitoria y apuntando

siempre a su extinción, la que crea individuos responsables,

democráticos, que combatan las dos primeras doctrinas que señala

Abbagnano.

Pero en la familia hay otra autoridad, de facto, que no tiene nada

que ver con Cicerón o Marsilio de Padua, y que si proviene de “augeo”,

desde luego no hace crecer más que la maldad del género humano. Esta

autoridad es el origen de la coerción y violencia que se da en el mundo;

se presenta en varias modalidades:

Padres contra hijos, padre contra madre, hijos contra padres,

hermano contra hermano. Todos creen tener la suficiente autoridad

como para no andarse con ambages a la hora de soltar la mano, sobre

todo los que dicen ocupar una posición preferente: padres y hermanos

mayores; los que están “debajo”, hijos o hermanos menores, alegan

defensa propia y tampoco se refrenan. En este “todos-contra-todos”, se

respeta casi siempre un tabú, mucho más temible que el del incesto: los

hijos no han de pasar jamás por encima de la autoridad del padre, o de la

madre, ni los harán objeto de violencias; en cambio, si los violentos son

los padres, la sociedad sabrá perdonarlos, y la justicia sólo intervendrá

en caso de que se denuncien los descalabros, o aparezcan cadáveres.

De modo que la autoridad-coerción contra los débiles se toma

como cosa natural, hasta el punto de que sólo Kafka y unos pocos más,

flojos de carácter, quedaron con un cierto resquemor hacia su padre.

Ahora bien: la autoridad, y consiguiente violencia, que marca a todos los

hijos, es la de hermano contra hermano; se trata de la mayor escuela de

218

odio y resentimiento que hay en la sociedad, enseñanzas que se

complementan con cursos de delación y calumnia, hasta el punto de que

hay hijos únicos que, por desconocimiento de estas habilidades, tienen

problemas a la hora de buscarse un puesto en la vida.

Esta autoridad-coerción es la que los autoritarios, de todas las

épocas, echan en falta, por mucha que haya, eso sí: piden que la ejerzan

otros, porque es en general un trabajo poco limpio. Es siempre un

trabajo, con no pocos inconvenientes, del que se espera conseguir alguna

compensación. ¿Qué beneficios reporta este ejercicio a un padre, por

hablar sólo de la figura tradicionalmente más autoritaria? ¿Consecución

y acrecentamiento de un cierto patrimonio, gracias a las plusvalías del

trabajo de los miembros de la familia? ¿Cumplir la sagrada misión,

encomendada por la sociedad, de educar a los hijos en la sumisión a la

autoridad competente? ¿Autoafirmación ante los miembros de la

comunidad, al mostrarles hijos educados como Dios manda, aseados y

calladitos? ¿Inconfesable descarga disruptiva de oscuras sublimaciones

instintuales...? No nos extraña que cada vez haya menos hombres que

quieran ser padres.

“Mire, amigo: ‘ya no hay’ (entrecomillamos el encabezamiento

estándar de Baudrillard) patrimonio, más que para unos pocos; educar a

los hijos puede que sea una misión sagrada, pero es más que nada

trabajosa; para ‘autoafirmarme’ como usted dice, ante los vecinos, no

necesito tener hijos: ya me paseo en un buen coche, con ropa cara y

atezado de rayos uva; y de la sublimación disruptiva ésa no le puedo

decir, porque no sé lo que pueda ser. Quizás sea también que no soy

nada autoritario”.

Otro caballero: “Para hacerse con una familia, para que funcione,

hace falta tener autoridad. Mi padre la tenía, y mi abuelo; yo, desde

luego, no la tengo. Claro que en su tiempo no había de nada; si no tenías

una familia, ¿qué ibas a tener?”.

219

8.4 Los límites movedizos

Íbamos a titular el apartado “límites móviles”, o “en constante

expansión”, de acuerdo con la intención del texto que sigue. Optamos

mejor por “movedizos”, porque se recurre además a una metonimia de

las arenas que engullen; y es que, en la cercanía de los límites, a uno y

otro lado, hay un territorio fatídico donde no pocas esperanzas y

voluntades se hunden y desaparecen. Puede que sea una trampa tendida

por los que fijan los límites; sirve también de pretexto para los que no

osan acercarse.

“Todo tiene que tener un límite”, es frase que se oye cuando

alguien se escandaliza ante un desmán que, en el diez por ciento de los

casos, hace peligrar la estabilidad social o la seguridad ciudadana, y que,

en el noventa por ciento restante, cuestiona la autoridad de los mayores.

Los niños están perdidos, cada día más, porque cada día el

mundo es más complejo y muy pocos chavales tienen hoy ocasión de

salir de casa, caminar por una calle sin coches, beber agua de las

fuentes, coger moras, atrapar ranas, y hacer el camino de vuelta

agarrado a la trasera de un carro traqueteante. En la casa siempre

había algún mayor, para darte una rebanada de pan con algo,

acariciarte el pelo o regañarte por el barro de los zapatos. ¿Nostalgia

de la “idílica” vida campesina? ¿Hijos de braceros o del terrateniente?

Nostalgia de que entonces, en la casa, siempre había algún mayor,

porque allí vivían varios mayores y, además, estaban.

Y los límites estaban claros; eran como una metáfora de las

vallas de los campos: el que se las saltaba para robar fruta se podía

encontrar con la vara del guarda o su perro.

Los consejos o reglas que dictaban los mayores estaban

presididos por el espíritu conservador y reaccionario de que las cosas

tenían que seguir siendo como siempre habían sido; en este espíritu se

insertaban y acoplaban todos. La vida no era un dechado de felicidad

(nunca lo es), pero había una indudable seguridad; la obligación de los

mayores era proveer y proteger, y además, quizás a cambio, dictaban

220

las restricciones; como en la mayoría de las configuraciones políticas

de la historia, se cambiaba libertad por seguridad.

Había unas normas, no muchas, y los mayores las repetían una

y otra vez, como un salmo; el corolario de todas ellas era que los

mayores mandaban y los pequeños obedecían y no discutían. Los

pequeños no se daban por satisfechos, y una y otra vez intentaban

saltarse la norma, el muro.

Comparemos aquella sociedad “inamovible” con la actual

sociedad en cambio continuo (que no obstante mantiene invariable la

férrea dicotomía propietarios-trabajadores). La economía del

despilfarro precisa de renovación constante, casa, coche, ropa y, por

supuesto, parejas; qué aburridos resultan los niños, siempre los

mismos, siempre con los mismos problemas: le amargan a uno(a) la

existencia, no puede uno(a) emprender la anhelada y rutilante vida de

infatigable adquisición y cambio de identidad y apariencia. “¿Qué

hacen aquí estos niños, a estas horas? Esto no puede seguir así: va a

haber que ponerle un límite a esto.”

En el apartado anterior hemos hecho una resumida síntesis

histórica del concepto de autoridad, cuando va unida al “poder” para

ejercer alguna coerción. La palabra tiene otra acepción, proveniente de

la escolástica; indica también el prestigio intelectual y moral

alcanzado por alguna instancia, auctoritas, que la comunidad declaró

muy digna de tener en cuenta. Por ejemplo, en nuestra lengua, el

“Diccionario de autoridades”, con muestras del uso que hacen de las

palabras reconocidos hombres de letras.

La autoridad del padre no está basada en ningún prestigio, sino

en el simple hecho de serlo, y desde bien antiguo. A la fuerza bruta del

animal más corpulento sucedió el poder, invento cuyos orígenes son

los del padre proveedor, según diversos antropólogos. El padre,

presidiendo el espacio distributivo (la mesa) y controlando la

asignación del alimento, es la escenografía primordial del poder, en

todas sus variantes: material, psicológico, religioso, etc. Pero una cosa

221

es el alimento y otra las hembras; parecer ser, según Freud, que el

padre era renuente a repartirlas, por lo que los hijos terminaban

acabando con él. Ya en tiempos históricos, hace sólo un par de

milenios, las disposiciones draconianas de la patria potestas del

paterfamilia, hacen suponer que se produjo un claro triunfo del padre

sobre la horda de hijos inconformes. El cristianismo y otras instancias

civilizatorias atenuaron el poder del padre, hasta llegar al “Bye-bye,

Dad. I love you” de los americanos, con el pomo de la puerta en una

mano y la valija en la otra. Para que esta evolución tuviera lugar

hicieron falta incontables sesiones de padres sentados con sus hijos,

explicándoles, con tiempo y paciencia, diversos aspectos del

funcionamiento del mundo, sin olvidarse de una cuestión

fundamental: los límites de la pequeña parcela en la que los niños se

desenvuelven, límites sin los que el niño encuentra ininteligible su

espacio, se encuentra perdido.

Estos límites son separación y parapeto contra asechanzas que

podrían acabar con la salud física o moral del iniciando. El niño pasa

su tiempo en dos tareas: la primera de ellas es el examen y

conocimiento de todo lo que encuentre en el espacio “seguro” que hay

entre esos límites, lo que, junto con el afecto, le permitirá un

crecimiento intelectual armónico; la otra actividad será el

cuestionamiento de los límites, a los que intentará trepar para

asomarse o, en un rapto de osadía, saltar al otro lado.

El aprendizaje del principio de realidad, que de otra cosa no se

trata, no debiera ser traumático; lo es porque el padre, entre los límites

que muestra, señala uno inamovible e infranqueable: nunca llegarás a

la abyección de cuestionar o discutir la autoridad paterna (y por ende

la del patrón, la del obispo, la del policía, etc.)

Hay también padres-madres, no muchos, que someten todo a

discusión, incluido su papel y la exacta colocación de los límites; que

saben además infundir responsabilidad en sus hijos, y que, a medida

que ésta aumenta, hacen decrecer el ejercicio de su autoridad. Gracias

a esta manera de enfocar la educación, la única digna de ese nombre y

222

que no es simple amaestramiento, el niño va ensanchando los límites

hasta coincidir con los que tiene la comunidad de adultos. Instalado en

ella, el cuestionamiento de los límites no debería cesar, nunca para

derribarlos (que sería derribar la ley y la convivencia), sino para

ponerlos un poquito más allá, en la constante búsqueda de una

sociedad más libre. En medio de esa búsqueda, el hijo volverá la vista

hacia sus padres, y será mirada de amor, repasará los antiguos

consejos y pedirá otros, convertida ya la potestas en auctoritas.

8.5 Un ejercicio recomendable

Proponemos un ejercicio, en tres partes.

1. Escriba usted los componentes que a su juicio deberían constituir

una adecuada educación de los hijos, en el seno de la familia al

uso. Asigne a cada componente un porcentaje.

2. Razone la respuesta.

3. Compare el modelo propuesto con la situación actual de la

educación.

Ejemplo:

1. Dedicación de los padres (40%) + Competencia educativa (40%)

+ Autoridad (20%).

2. En la dedicación incluimos, obviamente, el infatigable diálogo e

interacción padres-hijos, y la constante presencia, discreta pero

tutelante, de los padres. La competencia se adquiere mediante

lecturas sobre educación, reuniones con otros padres, actividades

en los centros de enseñanza, etc. Lo que entendemos por

autoridad está contenido en los puntos 8.2 y 8.3. del libro

“Andanada contra...”. No hemos mencionado el amor porque lo

suponemos incluido en cada uno de los tres términos del

desglose propuesto; es la característica fundamental de la

223

familia, y lo que distingue sus prácticas educativas de las del

amaestramiento de cabras o la instrucción de soldados.

3. La situación actual de la educación es de declive en temible

rampa. La dedicación ha disminuido; el padre está más horas

fuera de casa que hace veinte años, mitad por el trabajo, mitad

porque ha tenido hijos sin saber muy bien para qué, con lo que el

ambiente en casa está digamos que enrarecido. Cada día hay más

madres que trabajan, y los hijos se pasan muchas horas sin

presencia tutelante. La competencia educativa ha sido siempre

escasa, pero antes había al menos una tradición familiar

profesional transmitida de madres a hijas; no es infrecuente, por

ejemplo, ver ahora a una madre con dos carreras y tres idiomas

dirigirse a su hijo con los mismos tópicos obsoletos y

reaccionarios de nuestras bisabuelas. Para cuadrar las cuentas,

ante la falta de dedicación y competencia, se intenta aumentar el

porcentaje de autoridad; imposible: afortunadamente los viejos

tiempo de arremangarse y coger la vara han pasado; para el

ejercicio de la autoridad hace falta también dedicación y

competencia, y el simple aumento de la dosis dinamita la

convivencia. Como consecuencia, ha surgido una generación de

padres “nosequehaceristas” (no-sé-que-hacer con mi hijo).

El ejercicio propuesto será utilísimo para aclarar ideas, o para

tenerlas, aquellos que nunca se hayan planteado en serio el problema

de la educación. En el caso de familias que sí se lo estén planteando,

sugerimos que cada miembro de ellas haga su ejercicio, a solas, y

luego se discutan conjuntamente.

8.6 ¿Crisis de la familia?

Hacemos aquí una variación casi jazzística de los temas expuestos en los

cuatro últimos apartados.

224

El dicterio de Levi Strauss (1956) de que “sin familias no habría

sociedad”, es tanto como decir que sin gotas de agua no habría lluvias, ni

ríos: es obvio: el conjunto y los subconjuntos. Y cierra añadiendo: “pero

tampoco habría familias si no existiera una sociedad”. Ahí supone que el

conjunto ordena los subconjuntos, y no al revés.

Los animales autodenominados seres humanos parece ser que

necesitan agruparse, y a lo largo de los tiempos lo han hecho de distintas

maneras; familias patriarcales, que si por el patriarca fuera, eso sería

todo; tribus capitaneadas por patriarcas, o por sacerdotes en nombre del

Padre; reinos con reyes y nobles; repúblicas burguesas, dirigidas por

políticos electos y empresarios fácticos. En todas estas formaciones hay

oposiciones binarias: nobles y plebeyos, implantados y desarraigados,

propietarios y asalariados, patriotas de patrias contiguas, creyentes en

una salvación o en otra; son oposiciones que han acarreado guerras y

exterminio desde que hay memoria. Unos regímenes suceden a otros

(según Pareto, unas elites a otras), cambian los mapas políticos y los

modos de producción, se reorganizan los mitos y se adapta la moral,

pero la familia patriarcal permanece invariable, ¿qué le debe entonces la

familia a la sociedad? ¿quién debe la existencia a quién?

Tal parece que las distintas sociedades que se han formado a

través de la historia no hayan sido más que recurrentes tentativas de la

familia patriarcal para adaptarse a los nuevos tiempo y así perpetuarse.

De ser así, no es extraño que cuando se dice crisis de la familia,

patriarcal, la sociedad se tambalee, y un escalofrío recorra muchas

espaldas, sobre todo las de los pertenecientes a las clases sociales menos

desfavorecidas.

Crisis es una denominación preventiva que, desde arriba, se suele

dar a los movimientos que se perciben abajo, donde los términos pueden

ser muy otros: cambio por fin, ahora van a ver, cuidado con el caos, etc.

Decía Borges: “Como a todos los hombres, a aquel hombre le había

tocado vivir malos tiempos”. Tiempos de crisis; siempre las ha habido y

las habrá, y siempre parece ser la definitiva; la tentación de “el final de

225

la historia” es una recurrencia cíclica, desembocando en catarata o

remanso según se arguya por apocalípticos o por integrados.

Esta vez, no obstante, va en serio.

Mientras le fue posible (antes de la electricidad), la cúpula del

patriarcado manejó los canales de información, controlando los

contenidos, desacreditando los mensajes críticos y, sobre todo,

manteniendo altas tasas de analfabetismo; la base lumpen del patriarcado

se prestó siempre a cerrar la pinza desde abajo, y las cosas no se

movieron en siglos. La revolución industrial llevó a la gente a las

ciudades: gran alarma entre los patriarcas campesinos, pero no ocurrió

casi nada, pocas ovejas se descarriaron. El invento del cine provocó

idéntica alarma y los mismos resultados; se asistía una vez por semana,

como mucho, y la sociedad apenas se estremeció, incluso se apaciguó

con los hermosos sueños que las películas inducían.

Todos teníamos algún amigo cinéfilo, que iba muchas más

veces, diariamente quizás: eran individuos que solían quedarse fuera de

la realidad: ¿hora y media diaria de pantalla? demasiado para su

estabilidad mental.

De repente la televisión. Hay un antes y un después de la

televisión. Se ve de tres a cuatro horas diarias por persona, que

naturalmente no ven películas de Bergmann ni reportajes científicos. La

meta del patriarca y de su mujer era sacar adelante a la familia; su sueño,

alcanzar cierta prosperidad; la meta de los hijos e hijas era formar una

familia patriarcal, con el mismo sueño de prosperidad. La televisión

demuestra que se puede aspirar a cosas más divertidas y de mayor

satisfacción de la autoestima.

¿Y el Poder? ¿No va a hacer nada para evitar el fin de la familia

patriarcal, con lo bien que le había ido con ella? Mejor le está yendo

ahora, con la economía de despilfarro del intercambio simbólico. Lejos

quedan ya los tiempos del aparcero o el peón lampando en la tienda de

raya: el capital se mueve y reproduce a gran velocidad, el hiperdesarrollo

y la adquisición compulsiva degradan el ecosistema y agotan los

recursos naturales, pero el “tener o ser” de Fromm y las admoniciones de

226

los ecologistas son como las advertencias del paquete de tabaco: nadie

ha renunciado nunca a comprarlo tras leerlas.

En cuanto a la familia, el Poder está muy satisfecho con el

mundo escindido que se ve en los países prósperos, cuyo modelo se

exporta al tercer mundo: arriba una cúpula de profesionales, con mujeres

cada vez menos sometidas al hombre y con pocos hijos, cúpula que tira

de la economía y no reivindica más que razonables aumentos de su

porción de la tarta; abajo una masa que se empecina en formar familias

patriarcales, con los suficientes hijos que garanticen la tasa de reposición

y seguros votantes del centroderecha o centroizquierda, (no es fácil

adivinar cómo logran distinguir uno del otro). El problema se origina en

el hecho de que en la totalidad de esta masa de telespectadores, los hijos

han descuidado su preparación, son un lastre para sus padres, que los

tuvieron no saben bien para qué, y estos jóvenes no están dispuestos a

formar más familias, y si lo estuvieran no podrían hacerlo, porque sólo

pueden aspirar a trabajos ocasionales y mal pagados: ¿Qué va a pasar?

Ya está pasando. La tasa de reposición no se consigue, los

emigrantes rellenan el hueco y reducen el precio del trabajo: aflora la

xenofobia. Los adolescentes se hacen más problemáticos cada vez,

engrosan las filas de la delincuencia; los padres se desesperan, y se va

haciendo más nítido el clamor: no tenemos autoridad.

La familia, patriarcal, (no insistiremos más en el pleonasmo) era

la fuente “natural” de autoridad, su crisis dará lugar a un mal mayor: el

autoritarismo del Estado, que falto de respuestas y desbordado, puede

que intente restaurar el viejo orden mediante los viejos procedimientos.

¿Para volver a los viejos buenos tiempos? ¿para volver a potenciar la

familia patriarcal? ¿en Occidente, donde es cuestionada hasta por los

propios patriarcas? Parece difícil que consigan convencer a los

telespectadores para que vuelvan a crear familias, formación que, bien o

mal, mantenía vertebrada a la sociedad.

Los coletazos de la familia patriarcal se pueden prolongar

todavía algunas generaciones más; ¿cuántas? Es una pregunta a la que

sólo pueden responder las mujeres. Si mañana por la mañana Dios

227

bendito decidiera hacer el milagro de emanciparlas económicamente

(hay ya un prometedor número de ellas que no esperó a Dios; hay una

decepcionante mayoría que se limita a esperar, con impotencia y

revanchismo, el milagro), por la tarde no habría familia patriarcal.

¿Qué es lo que habría entonces? No lo sabemos, pero lo que hubiera,

sería desde luego algo mejor para todos.

8.7 Dos maneras (clásicas) de ver la crisis

El rumor de la sedicente crisis llegó hasta los rincones más apartados del

reino y causó una gran pesadumbre y alarma. Se convocaron Cortes.

“Que hable primero el pesimista”, dijo el rey.

El designado avanzó hacia el centro de la sala; consejeros y

nobles reprimieron un gesto de contrariedad ante la suciedad de su jubón

y deshilachadas calzas.

“La crisis, mi señor, es más profunda de lo que parece. El

modelo patriarcal se desmorona y de momento no se tiene otro que

ofrezca una mínima garantía. La familia se mantenía gracias a un

consenso ancestral basado en la superioridad del hombre sobre la mujer.

Se recortaba nuestra figura en el paisaje, con el hacha de silex siempre

presta, más tarde la espada, el arcabuz, etc. En un reciente opúsculo de

maese Escudero se da cumplida cuenta de cómo, a lo largo de los siglos,

hemos sabido ponerlas en su sitio.

“Me temo que se ha acabado todo aquello. No hay tiempo para

determinar las causas, bastante haremos si conseguimos ponernos a

salvo de los efectos. Hubo varios inventos desgraciados, que la molicie

de las autoridades evitó que se neutralizaran a tiempo, como el trabajo

en las fábricas, en el que las mujeres no tardaron en destacar, las

máquinas que lavan ropa o las cocinas que se prenden en décimas de

segundo: el mal uso de tanto tiempo libre acarreó promiscuidad y

relajamiento de las costumbres, acrecentado por unas pequeñas pastillas

que evitan el embarazo. Envalentonadas, tomaron la universidad y

228

comenzaron a detentar puestos clave. Ensoberbecidas, hicieron frente a

sus padres y hermanos, y comenzaron a prescindir de los abnegados

servicios de los maridos, sustituidos por amantes intercambiables y de

sólo cama y desayuno; se apercibieron de que hasta el más tonto de ellos

lleva en su interior espermatozoides para repoblar varias veces el

planeta, curiosidad biológica que, según ellas, no tiene por qué verse

recompensada con inacabables años de mesa y mantel y planchado de

camisas. Fundaron bancos de semen y tuvieron hijos sin mayores

problemas; se unieron luego en pequeños grupos, luego en tropel,

verdaderas hordas, donde los niños crecen en la estremecedora

ignorancia de las verdades fundamentales que les inculcábamos.

“¿Es eso una familia? Nos preguntamos confusos no pocos

súbditos. Dudosamente lo podría ser, colijo, en cuanto que se ha

arrasado con la tradición ancestral que sancionaba el término: el hombre

cargando sobre sus hombros la pesada carga de la manutención de su

prole y la guerra “contra el enemigo innumerable” (Neruda), mientras la

mujer se quedaba en casa, lugar tan sagrado que sólo el templo lo es

más. Las cosas ahora son muy otras, y las sevicias que arrostramos ante

tal degradación van aumentando de día en día, y no se descarta que

comiencen a diezmarnos en infanticidios, que en un principio serán

clandestinos, pero que acabarán siendo sancionados por las leyes que

ellas mismas van a redactar en cuanto queden en mayoría, que no ha de

tardar.”

El rey miró hacia el oficial de la guardia; éste hizo un gesto a sus

hombres. Aherrojaron al sombrío visionario y lo condujeron hacia un

destino incierto.

Le tocó el turno al optimista, que caminó hasta el estrado con un

nada leve contoneo, seguro de sí mismo. El desánimo de consejeros y

nobles se convirtió en inquietud.

“Uff. Son muchos a los que ante cualquier transformación, por

mínima que sea, se les cae el cielo encima y corren a guarecerse gritando

crisis, degeneración, y desorden previo a la hecatombe final. Pero no va

a ser así, en absoluto; créanme sus excelencias.

229

“En ninguna parte está escrito que para llevar a buen término la

familia, la tradicional, la de toda la vida, la única digna de ese nombre

hayan de trabajar sus dos miembros. El destino secular de la familia ha

sido y es el cuidado de los hijos; los adultos ya nos sabemos cuidar por

nosotros mismos, pero los niños, no voy a descubrir nada, requieren la

atenta, continua y amorosa vigilancia de sus padres, al menos la de uno

de ellos. Así va a seguir siendo, ¿dónde están pues los negros nubarrones

que amenazan nuestra institución más señera? ¿por el hecho quizás de

que no haya trabajo (ah, las indignas máquinas automáticas) más que

para uno de los miembros de la pareja? Siempre ha sido así, ¿no? Y

siempre ha trabajado el más capacitado.

“Cambios va a haber, no nos cabe duda, pero afectarán sólo a

aspectos periféricos. Por ejemplo: el hogar sufrirá algunas

transformaciones en sus elementos decorativos; se acabaron los paños

bordados, centros de mesas, macetitas y profusión de cortinas con

cenefas y pasamanería. Nuestro estilo es muy otro: muebles de recia y

varonil sobriedad, fotografías de los equipos en que contendimos y

trofeos ganados con meritorio esfuerzo; en el fondo es lo que a ellas les

gusta.

“La aplicación de nuestras innatas habilidades de homo faber a la

cocina, hará de la gastronomía un arte tan refinado que la anterior

tradición culinaria no tardará en ser motejada de prehistoria del paladar.

“El trabajo en el hogar es duro y difícil, no tiene ya sentido

ocultarlo, pero por fortuna somos incansables y concienzudos, y si

sabemos organizarnos, siempre sobrará un rato para charlar con nuestros

vecinos en el parque, en las mañanas soleadas, y quizás alguna tarde

podamos organizar, en la trastienda de la parroquia, una partidita de

póker, o cualquier otro honesto pasatiempo en torno a las botellas.

“Por la noche las esperaremos, bañados y rasurados, luciendo

nuestros mejores trajes, holgados e insinuantes; embutiremos sus

cansados piececitos en cómodas zapatillas y masajearemos sus sienes

cansadas, con el infinito agradecimiento de saber que gracias a sus

desvelos estamos apartados de la procelosa jungla laboral.

230

“Habrá hombres que, poco dotados para las tareas domésticas o

quizás por alguna malformación hormonal, abandonen el hogar y

compitan con las mujeres: en la cruz llevarán su penitencia: ellas sabrán

cómo tratar ese desquiciado afán intrusista.

“No todo va a ser un sendero de rosas; quedan todavía, por

fortuna cada vez menos, mujeres celosas y absorbentes que nos coartan

o imposibilitan realizarnos en nuestro cometido social, y hasta puede que

en ocasiones seamos objetos de maltrato: lucharemos, camaradas, y lo

primero que vamos a hacer es solicitar que se cree una Dirección

General de la Condición Masculina o, sin más, un Ministerio del

Hombre.”

El desconcierto del rey y de los presentes permitió al optimista

escapar con cierto donaire.

8.8. La estrella menguante del padre

Bajo este título publicó un libro Lluís Flaquer, en 1999. Libro rico en

sugerencias, a las que se deben no pocas conclusiones de este panfleto,

las menos descabelladas.

El patriarcado es sin duda un sistema de dominación. Flaquer

utiliza este término en su sentido weberiano: probabilidad de encontrar

personas determinables dispuestas a obedecer una orden de contenido

determinado, al igual que Weber (1900) llama disciplina a la

probabilidad de encontrar en una multitud determinable de individuos

una obediencia pronta, automática y esquemática, en virtud de una

disposición adquirida. La “disposición adquirida” es una curiosa manera

de contar la historia marcha atrás y frenando en un “punto cero”: los

muertos de hambre están dispuestos a obedecer la orden (o el látigo) del

capataz, situación que no ocurriría si no descuidaran su alimentación

hasta tales extremos. Esta “disposición” sí es característica, por

desgracia, del punto cero de los hijos, ya que nacen indefensos y en

disposición de aceptar la dominación.

231

“La naturaleza de los motivos para la obediencia determina en

gran medida el tipo de dominación. En la vida cotidiana, la costumbre y

el interés material, de la misma forma que la creencia en determinados

valores o el apego entre las personas, constituyen las bases sobre las que

se asienta la dominación. Pero, dice Weber, esos motivos no bastan para

establecer unos fundamentos sólidos en cuanto a la dominación. Existe

un valor decisivo que se añade a todos ellos: la creencia en la

legitimidad. Todas las dominaciones intentan suscitar y mantener esa

creencia en su legitimidad” (Flaquer). El patriarcado, “...Como sistema

de dominación está herido de muerte, porque ha perdido su legitimidad”.

Lo cual, entendemos, no quiere decir que se haya creado un

vacío de dominación, ni, por supuesto, que ésa fuera la única que nos

afligía. Como ya hemos visto en el capítulo 4, Historia, la revolución

industrial acabó con el cabeza de familia como jefe de su pequeña

unidad económica; la proletarización lo redujo a propietario de sólo unos

pocos muebles, a menudo empeñados; sus hijos no tenían mucho que

esperar, y su mujer algo más, que pagaba con creces. Fue un buen

momento para acabar con la dominación del padre, pero se mantuvo el

patriarcado como ideología. Ahora, señala Flaquer, “...Se ha hundido

estrepitosamente como ideología, lo que no implica que no subsista

como un conjunto de prácticas. Su liquidación definitiva puede durar

todavía décadas, tal vez siglos. Este desfase entre los principios

legitimadores y las prácticas cotidianas es el causante de muchos de los

conflictos que se dan en la actualidad, y que se reflejan en el aumento de

la violencia doméstica y en la intensificación de los debates sobre la

igualdad entre hombres y mujeres”. A medida que la pérdida de

legitimidad se va haciendo más patente, los conflictos se agudizan, hasta

el punto de que “los enfrentamientos vividos hasta ahora pueden

considerarse armónicos, en comparación con la fase de conflictos que se

avecina” (Beck y Beck-Gernsheim, 1998).

Pasaron, afortunadamente, los tiempos en que el hombre

compraba una mujer (al padre de ésta), la ponía a trabajar, le hacía hijos,

los ponía también a trabajar, y estaba legitimado para acabar con mujer e

232

hijos si no le obedecían. La pérdida de aquella legitimación, hace apenas

mil años, condenó al patriarca a la desaparición, que se ha venido

demorando por una causa u otra.

El desmonte final del patriarca, en el sentido de bajar del

caballo o de desmontar sus piezas, se debe tanto a un loable impulso

emancipatorio por parte de sus víctimas, como a que el Poder se está

organizando de otra manera. En una disposición vertical de poderes, el

padre-patriarca-padrone siempre ha sido un poder de segunda clase,

un esbirro, un torvo capataz, en suma: un mandado. Ahora el Poder no

lo necesita, o lo necesita menos: lo ha dejado en la calle, hasta nuevo

aviso, y él, naturalmente, se opone a su cese, se encuentra acorralado y

es más peligroso que nunca.

Ya ni siquiera es políticamente correcto, señala Flaquer, defender

el derecho de los hombres al mando; lo que nos parece también

inquietante, porque el Poder se mantiene gracias a que sabe desplegarse

y replegarse según las circunstancias; por ejemplo, se replegó de las

colonias para volver enseguida como neocolonialismo. El Poder, el

Capital, ha venido siendo hostigado por demócratas, movimiento

sindical, feministas, etc, hasta el punto de verse obligado a consensuar

leyes, que parecen ir contra sus intereses. No es así en absoluto; con esas

leyes, el Poder ha cambiado el decorado, la iluminación y la música

incidental, pero la obra que continúa en cartel es la misma: la

inequivalencia entre el trabajo y el salario; “políticamente correcto” es

sólo una referencia a estas formas escénicas. Como el hostigamiento al

Poder ha cesado, éste se está creciendo hasta un punto tal que

acabaremos echando de menos al patriarca; a él al menos nunca se le

ocurrió que los hijos pudieran estar sin trabajo, o ser sustituidos por

robots.

Flaquer habla de familia postpatriarcal (ver 1.6) como modalidad

asociativa que sucederá a la actual; también la llama individualista, o

mejor, individualizada, “ya que lo individualista no es la familia, sino las

personas que forman parte de ella”. Compartimos con él un no pequeño

desasosiego ante lo que se avecina: “El advenimiento de la familia

233

individualista supone lanzar un torpedo a la línea de flotación del bajel

del patriarcado. Tal vez constituya incluso el preludio del fin de todo

sistema familiar, en el sentido en que el individualismo a ultranza es

contrario al establecimiento de regularidades. Acaso sea una promesa de

liberación y autodeterminación personales y un augurio de democracia

plena. Pero también podría representar el retorno a la tribu”. No nos

preocupa tanto la vuelta a la tribu, que solía vivir en un claro de la

jungla, como la implantación (auspiciado por el poder) del

individualismo, cuya insolidaridad nos sitúa en medio de la espesa

jungla. Entiéndasenos: creemos en el individualismo “en” la sociedad,

no “contra” la sociedad, como el Poder quiere, o dicho de otra manera:

el sueño del Poder es una masa que sustituya a la sociedad, formada por

individualistas insolidarios, que sólo se unan en el estadio.

Compartimos también con Flaquer, como se ve, el gusto por las

metáforas épico-navales; su “torpedo”, de todos modos, supera con

creces en dramatismo a nuestra “andanada de advertencia”.

8.9 Declive de la familia patriarcal

A lo largo del capítulo que aquí concluimos, se ha hablado de “crisis” de

la familia; iremos más lejos y hablaremos de “declive”. La diferencia

entre ambos términos es clara: crisis se refiere a situación transitoria en

que las cosas no van bien, pero de la que se termina saliendo; declive, al

igual que decadencia, muestra inequívocos signos de irreversibilidad.

Declive de la familia patriarcal. Cuesta creerlo. Sale uno el

domingo a mediodía y se encuentra un auténtico despliegue de familias,

por todos lados; llenando los parques, los restaurantes, los cines; niños

correteando por el campo, por las aceras, o confinados en los coches

mientras los padres entran en pastelerías a comprar tartas que llevan a la

casa de los abuelos, para la ceremonia de la comida, rito que mantiene y

aviva la llama de la familia pre-nuclear o nuclear

Pero puede que se trate de un truco “Queipo de Llano”. Menos

espectaculares, cientos, miles de parejas de más de treinta años, sin

234

hijos, toman el aperitivo tranquilamente, hojeando el periódico, o

duermen plácidamente los excesos del sábado noche. Las estadísticas

dicen que esta formación aumenta en Occidente, que la tasa de

nacimientos disminuye sin remedio (¿declive pírrico de la familia con

extinción de la especie?), y muchos de los que compran la tarta

antedicha son padres de familias post-patriarcales, cuyos hijos en

modo alguno formarán familias como las de sus abuelos.

No está claro que la familia patriarcal se extinga, al menos para

nosotros (como lo prueba el que estemos escribiendo un libro contra

ella.) Sí está claro que atraviesa una crisis, de la que podría muy bien

recuperarse, dado que mantiene intacto su poder mítico: muchas de las

parejas sin hijos antedichas o que forman familias post-patriarcales, si

a la vuelta de la esquina se encontraran un billete de lotería premiado,

formarían con ilusión una familia patriarcal, sobre todo ellos. El afán

de independencia económica y realización laboral de las mujeres, y su

progresiva conquista de derechos, causas de la aparición de familias

post-patriarcales, no han hecho apenas mella en el acendrado instinto

del hombre por alcanzar la suprema supremacía del padre-patriarca.

Este libro quedaría cojo si nos limitáramos a acumular

argumentos conducentes a mostrar lo inapropiado o antitético que la

familia resulta para la felicidad universal; estudiaremos por tanto qué

otras posibilidades hay de organizar asunto tan crucial como la cría y

educación de los niños. De esto nos ocuparemos en el capítulo 10;

cerraremos éste con un resumen de las razones por las que, según

diversas opiniones y la nuestra, se está resquebrajando el feudo

tradicional del patriarca: la familia patriarcal. (¿Se rendirá, se

esconderá por un tiempo y volverá luego con más fuerza, o se

transmutará en algo peor si cabe?).

La lista no observa un orden cronológico, ni de mayor a menor

peso en el conjunto; los temas han sido tratados con alguna extensión

a lo largo del libro.

235

1. Fin del patrimonio familiar.

2. Incredulidad y hasta deslegitimación del relato familia, aquél que

contaba las maravillas de la institución.

3. Deslegitimación de la autoridad patriarcal: Estrella menguante del

padre.

4. Usos sexuales incompatibles con lo que se supone que es una vida

familiar: aventura, seducción incesante, nomadismo, que en las

grandes ciudades pasan desapercibidos y encuentran creciente

tolerancia entre porteras, tenderos de la esquina, jefes de recursos

humanos y demás guardianes de la moral.

5. Hedonismo, búsqueda de lo lúdico, estado de fiesta permanente.

6. Economía de crecimiento continuo y despilfarro.

7. Economía globalizada: separación de la sociedad en dos grupos.

Para el más numeroso: paro y precariedad en el empleo, reducción

de los salarios y jornada de trabajo más larga.

8. Liberalismo-jungla: Adelgazamiento del Estado hasta la anemia

del patrimonio público: privatización de la sanidad, escuela,

transportes, etc. Los bancos, cárteles de empresarios y/o

asociaciones mafiosas controlan los precios de estos servicios. Lo

mismo en cuanto al precio de los pisos.

9. Ultra-individualismo, propagado por todos los medios de masas;

insolidaridad y descreencia en cualquier forma asociativa.

10. Largo está siendo el camino de la liberación de la mujer, pero

mucho es ya el trayecto andado. Se quitó del poder de padre y

hermanos; consiguió el matrimonio por mutuo acuerdo, acceso a la

educación, y el voto; se incorpora al trabajo en mayor número;

pronto conseguirá el mismo salario: más razones para que

mengüen al tiempo la estrella del padre y la familia como única

vocación de la mujer.

11. Los hijos no esperan herencia alguna, ni piensan cuidar de sus

padres mayores.

236

12. Los hijos, desatendidos por sus padres, crecen sin que nadie les

pongan límites ni modelos El domicilio familiar es un sitio de

difícil convivencia.

13. Hombres y mujeres, en edad y situación de formar una familia,

observan el panorama descrito y no se deciden.

Somos propensos, bien se ve, a la simplificación y a despachar la

historia con un par de esquemas de probada contundencia relática,

deformación del escritor endógeno que todos llevamos dentro,

entendiendo como tal una subespecie de narrador, la peor, la que se

cuenta a sí mismo relatos verosímiles que expliquen el mundo, siempre

como drama, y por ende justificando nuestro papel en el reparto. He aquí

una muestra. Los cambios significativos en la sociedad, no se producen

desde arriba, ni desde abajo, sino desde el medio, y siempre bajo la

mediación de un grupo de “ilustrados”, cuya nómina cuenta con gente

como Graco, Pablo, Suárez, Galileo, o Voltaire, que querían un mundo

mejor, o más bello (que viene a ser lo mismo), o en el que ellos tuvieran

más poder. Se enfrentaron y enfrentarán a los de arriba y a los de abajo,

que organizan “pinzas” para atraparlos y acabar con ellos. No siempre lo

consiguen; a veces los ilustrados del medio consiguen unirse a los sans-

culottes de abajo y derrocan a los de arriba. La nueva sociedad no es

siempre un mundo mejor, pero al menos un poder ha caído, (clérigos,

reyes, militares, etc.), y hay un periodo de euforia, y aunque otro poder

venga luego, estos vaivenes hacen que el mundo sea menos monótono

que con aquellas dinastías de cinco siglos que tenían los chinos.

Los ilustrados ya se están organizando en familias post-

patriarcales, que son denostadas por los de arriba (el poder es

patriarcal, y se organiza en “grandes familias” de la banca y negocios,

y en “familias” de mafias) y por los de abajo, empeñados en familias

patriarcales retrógradas y bochornosas, de madres vociferantes con el

pelo malteñido y padres torvos que farfullan que toda la vida ha sido

así y que ésos que quieren cambiar las cosas no tienen lo que hay que

tener. Vencerán los ilustrados, una vez más, y que no teman los

237

vencidos: no habrá vae victis, porque la mayor creación de la

ilustración es los derechos humanos, que se extienden también a sub-

humanos y humanoides.

238

9. Posibilidades de cambio

9.1 Sobre la voluntariedad de los actos

¿Imaginan un mundo sin familias?, escribíamos en la segunda

página del preámbulo. No sabemos si se lo han imaginado, a estas

alturas del libro; nosotros desde luego sí hemos imaginado un mundo sin

la familia patriarcal que ahora lo asola. Concebimos una mejor manera

de criar y educar hijos, basada en la existencia de padres no propietarios,

responsables ante la sociedad, que los ha hecho depositarios temporales

de sus pequeños ciudadanos, e imaginamos niños no enmadrados ni

cautivos, socializados apenas salten de la cuna al suelo. Si se desea

seguir llamando familia a la figura padres-hijos, diremos entonces que

hay posibilidades de emprender y realizar cambios en la familia, y

profundos. La tarea es muy difícil, más que cualquier otro cambio social

de los ya realizados o alguna vez planeados; plantearemos aquí algunas

cuestiones relativas a estos cambios, en particular, y relativas a la

actuación en general.

Los cambios en la familia podrían pensarse y generarse dentro o

fuera del ámbito de la misma. Dentro están las familias en ejercicio,

padres e hijos; fuera están los hijos independizados que aún no son

padres o no lo piensan ser nunca, y aquellos padres que no tienen ya

hijos a su cargo. Como se ve, en la sociedad no hay en este asunto una

clara “exterioridad” que permita un distanciamiento crítico. Este es el

primer y fundamental obstáculo para emprender reformas.

Por otra parte, los cambios, en la familia o en cualquier otra

organización, se plantean cuando las cosas están yendo o han ido mal.

¿Cómo de mal?, porque en el proyecto familia pocos se engañan al

respecto: no es siempre maravilloso, hay pequeños desajustes, nadie es

perfecto, etc. Se está mentalizado desde el principio para arrostrar los

inconvenientes.

239

En la humanidad, coinciden los antropólogos, se aprende por

imitación casi todo... lo que no es innato. Ésa es la razón de que, de no

ser que su gestión sea desastrosa, los conservadores ganen siempre las

elecciones, con partidos amparados en variopintas denominaciones. El

continuismo goza de gran predicación, y en asuntos de la familia, tales

como constitución, organigrama o régimen interno, se torna pétreo

inmovilismo. Desde que se tiene memoria, todo el mundo se queja de la

familia, aunque todos vivan en una; muy pocos son los que ven

alternativas, y los poquísimos que viven al margen, generalmente por

incapacidad o fracaso, no quieren ocuparse del asunto; da la impresión

de que, desde dentro, hay las mismas posibilidades de reformar a la

familia que a las iglesias, o sea, ninguna.

Las razones para el inmovilismo en la familia son poderosas; el

enfrentamiento entre sus partes es constante, pero las tensiones

centrípetas son mayores que las centrífugas (ver 6.8) y el conjunto tiende

a la cohesión; no es de extrañar que por la familia no pasen los siglos, y

que todos los cambios se hayan producido por causas externas.

Institución-refugio, todos los acogidos extraen ventajas que compensan

de sobra los inconvenientes. Los padres han de trabajar, sufragar los

gastos y privarse de lujos y caprichos: pero son los amos, y es el único

lugar donde pueden detentar ese privilegio; los hijos han de soportar la

autoridad de los padres, pero es la única casa-comedor que tienen, y se

benefician del aumento de permisividad que ha habido que hacer para

compensar el incremento de la componente centrífuga.

Este inmovilismo apenas presenta grietas, como se ha visto en el

caso del divorcio. “El divorcio acabará con la familia”, clamaban los

conservadores, gritaban los curas. No ha sido así; tan sólo ha cuestio-

nado la institución “pareja para siempre”, la familia ha permanecido

incuestionable.

Los cambios debieran provenir desde dentro, desde el

descontento de miles de millones de personas que no están de acuerdo

con el “diseño” de la familia que sufridamente arrastran y rara vez

240

arrostran, pero el desacuerdo se hunde en el conformismo y la

resignación.

Cambios en la familia desde fuera, si bien muy próximos a ella,

son los que planean algunos (muy pocos) individuos que están en trance

de emparejarse y le dan vueltas a su inmediato compromiso: no quieren

que la familia que funden sea igual a las que hay. Finalmente, tampoco

somos muchos más los que pensamos que no puede haber mejoras en la

organización social si no se realizan antes en la organización familiar.

Join us: algo moveremos; no podemos empeorar las cosas, y no teman:

no hay nada que perder en las causas perdidas.

Si las intenciones de cambio, como hemos visto, no afloran

fácilmente, no menos dificultades aguardan a la hora de la actuación.

El deseo de actuar no está sujeto a constricciones racionales

(Searle, 2000). El deseo, o la creencia de que determinada acción

satisfará el deseo, motoriza la acción, pero el motor no comenzará a girar

hasta que la razón revise las causas que están determinando la acción en

curso y los efectos que se derivarán de ésta. Entre el deseo y la acción

hay por tanto una “brecha” (traducción del gap de Searle), momento de

la toma racional de decisiones: la razón examinará si “el conjunto de

creencias y deseos es causalmente suficiente para determinar la acción”.

En lo que aquí nos atañe (la formación de una familia igual a las

existentes, o distinta o ninguna), es preciso señalar que por la brecha

searliana se pasea el relato familia, que sugiere, casi performativamente,

que lo “razonable” es siempre hacer una familia al uso, aunque quizás

ése no fuera el deseo original. En la brecha también está, a juicio de

Searle, el libre albedrío, al que nos referiremos luego.

Searle estudia la capacidad humana en cuanto a la creación de

razones, para actuar, que no provengan del deseo. El motor para esas

acciones es el compromiso, que define como “la adopción de un

contenido intencional que proporciona una razón, independiente del

deseo, para llevar a cabo el curso de acción de que se trate”. Aquí, en

nuestra opinión, aparece un fundamento ético para la acción: la tensión

241

entre lo que es y lo que creemos debería ser. “Los enunciados con ‘debe’

expresan razones para la acción” (Searle).

Dilema de la acción: ética contra moral. “En etnología, se

entiende por moral un sistema de normas que existe en una sociedad en

virtud de la presión social” (Tugendhat, 1992). “Las normas jurídicas

son normas cuyo deber o tener que reside en una sanción social externa:

un castigo. En cambio, la moral parece definirse en el hecho de que su

sanción es interna”. Interna en cuanto a la sociedad. Tugendhat no

menciona otro tipo de sanción interna: la que el propio individuo se hace

a sí mismo; este sería el dominio de la ética, el que permite que el

individuo tenga algunos valores distintos de los de la sociedad, el que

permite por tanto que la sociedad evolucione (o decline, según estos

valores sean los de Diderot o los de Milton Friedman).

En su capítulo sobre el libre albedrío, Tugendhat cita a

Aristóteles: “Obramos cuando: a) sabemos lo que hacemos y b) no

obramos por coacción”. Esta coacción puede ser externa (de los otros,

del poder político, etc) o interna, que en este caso es aquélla que impide

la reflexión previa a la acción, y la acción misma.

Tratamos de dibujar, a grandes trazos, el retrato-robot del

individuo que va a actuar para a producir reformas en la organización de

la familia. La tensión ética antedicha se refiere generalmente a la

detección de contradicciones entre lo que el relato familia postula (el

“debe ser”) y lo que es en realidad (el “es”); su libre albedrío estará

siempre en entredicho, porque al haberse educado en el seno de una

familia, que es la que realmente conoce, su reflexión se encuentra

mediatizada, por no hablar de la coacción externa de la sociedad, que es

en realidad un conjunto de familias, todas dispuestas a permanecer para

siempre idénticas a si mismas.

Pese a todas las coacciones, nuestro individuo ha contraído un

compromiso searliano, y está dispuesto a obrar en consecuencia; para

terminar de cruzar la brecha sólo le falta la voluntad de actuar. Ahí lo

está esperando el grueso de la artillería del inmovilismo.

242

Searle habla de “una tradición en la filosofía analítica, que va de

Hare a Davidson, de acuerdo con la cual nunca ocurren casos puros de

debilidad de voluntad”; si el agente no actúa según sus convicciones

éticas, demuestra que no tenía realmente la convicción que decía tener.

La solución para Searle del problema de la akrasia (en el sentido de

debilidad de la voluntad), es que “casi nunca tenemos sólo una solución

practicable; independientemente de una resolución particular, otras

opciones continúan siendo atractivas.”. La artillería inmovilista tratará

de desviarlo hacia esas “otras opciones”.

Vemos en la voluntad el mayor problema de las acciones

reformadoras, de ahí el título que hemos dado a este apartado, que

concluimos citando, y recomendando, un bello libro: “El misterio de la

voluntad perdida”, de J.A. Marina (1997).

9.2 Ilusión y autoengaño

Saborit (1997) caracteriza la ilusión como “capacidad humana de

autoengañarse”, y habla luego de “autoengaño ilusorio” y “circuito

ilusorio del autoengaño”. En nuestra opinión, hay diferencias claras

entre estos dos términos, según los usos del lenguaje: ilusión es, en

general, una creación de expectativas, que no necesariamente han de ser

truncadas, y creación también de mundos posibles, que no tienen por

qué ser imposibles. La primera acepción de Moliner sobre “ilusión”

habla de visión, de cosa inexistente tomada como real, pero en la

segunda ya habla de esperanza. La ilusión, en general, se refiere a la

construcción de algo, a un proyecto esperanzado y dirigido hacia el

futuro: “cómo van a ser las cosas”.

El autoengaño en cambio examina el presente (cómo han

resultado ser las cosas), y se basa en las manipulaciones que la

autoestima realiza para conseguir reafirmación del individuo en

condiciones desfavorables. A la hora de elegir un modelo de

comportamiento, entre los propuestos por la sociedad y los medios y

243

dentro de las posibilidades de cada uno, la autoestima no duda en

sobrevalorar estas posibilidades, escogiendo un modelo fuera de su

alcance. Los pobres resultados obtenidos en las acciones que el

individuo acomete según el modelo así escogido, son una sucesión de

fracasos; interviene de nuevo la autoestima para tergiversar estos

datos y convertirlos en favorables, gracias a lo cual se consigue la

imprescindible dosis de reafirmación y, por supuesto, se emprenden

escasas o nulas acciones correctivas.

La familia comporta, en sucesión en el tiempo, las dos

operaciones que acabamos de esbozar. La ilusión con que se funda una

familia, no tarda mucho en ser reemplazada por el autoengaño, para que

ésta mantenga su singladura, ajena a vientos y oleaje.

LA ILUSIÓN QUE LE PRODUJO FUNDAR UNA FAMILIA, ¿EN

QUÉ QUEDÓ?

Si tiene usted una familia, la introspección que sigue puede ser una

buena vía para acabar con el autoengaño.

1. Haga un esfuerzo y remóntese a la época en que no la tenía. Escriba

(entre medio y un folio) lo que pensaba que era la familia, o si no

tiene facilidad para la abstracción, lo que creía que iba a ser su

familia.

2. Deje pasar una semana. Revise entonces lo que escribió. Si se queda

consternado, mejor es que abandone este ejercicio.

3. Otro par de días después escriba (entre un cuarto y medio folio) en

qué se parece aquella familia idealizada con la que realmente tiene.

4. Siéntese y respire hondo. Reléalo. Beba un poco de agua.

5. Al subirse a la silla del dormitorio para alcanzar el altillo del armario

y sacar su maleta, tenga cuidado, no sea que con la ofuscación pierda

pie, caiga y se lesione.

En cuestiones de autoengaño, hay un libro de Daniel Goleman

(1985) muy exhaustivo. Habla Goleman de cómo la mente organiza la

244

información en “esquemas”, códigos mentales que sirven para

representar la experiencia. “Estos esquemas operan en el inconsciente

y cumplen con la importante función de dirigir nuestra atención a los

aspectos más sobresalientes, desestimando al mismo tiempo el resto

de la experiencia. Pero cuando los esquemas se originan en el miedo a

la información dolorosa, pueden dar lugar a puntos ciegos en nuestra

atención”. Las cursivas son nuestras. El autoengaño es definido aquí

como bloqueo de la cognición para evitar el sufrimiento mental.

Uno de los sufrimientos mentales más característicos es estar

ante lo nuevo, que genera incertidumbre y se ve como amenaza; los

mecanismos de autodefensa consiguen desdeñar los datos no

coincidentes con los apriorismos configuradores del esquema, por lo

que lo nuevo tiende siempre a ser rechazado, aunque lo existente

cause infelicidad. Es la respuesta habitual cuando se cuestionan

asuntos tales como la pertinencia de la familia: defensa a ultranza de

lo existente.

La mayoría de las acciones que se emprenden en la vida son

defensivas; se ataca rara vez; “las defensas que tienen éxito terminan

convirtiéndose en los hábitos que modelan nuestro estilo personal”,

dice Goleman. Este estilo, añadimos, no denota grandes diferencias

entre una persona y otra, porque las propuestas de las que defenderse

suelen ser las mismas y la maneras de autoengañarse pertenecen a un

estándar común, casi supracultural, nos atreveríamos a decir.

Id a cuestionarle algo a un campesino; todos, desde el que

posee tierras hasta el que no tiene más que los brazos con que mueve

el azadón, os dirán: pues toda la vida ha sido así. Toda la vida ha

habido familia; toda la vida ha habido sufrimiento, y la peculiar

manera de organización social llamada familia no ha sido ajena a estos

sufrimientos.

Ese “toda la vida ha sido así” se inserta en una estrategia

defensiva: que la vida no duela mucho; el sufrido, y por lo tanto

reaccionario, campesino hasta huye de la optimización de “que la vida

duela lo menos posible”. Caminar por aceras y montar en metro no

245

nos evita incurrir en el pensamiento campesino, y más ahora que los

ciudadanos ilustrados están al borde de la extinción.

Goleman dedica tres capítulos de su libro al autoengaño en la

familia, quien a su vez cita profusamente a David Reiss y su “The

Family’s Construction of Reality”.

Reiss y sus colaboradores, durante más de quince años,

estudiaron a infinidad de familias y definieron los “esquemas del yo

familiar”. “En tanto que grupo integrado, la familia constituye una

especie de mente consensual, que en este sentido lleva a cabo las

mismas tareas que la mente individual, es decir: recopilar, interpretar

y canalizar la información, con lo que los esquemas compartidos

orientan, seleccionan y censuran la información, adaptándola a las

exigencias del yo del grupo”. “...El grupo familiar intenta proteger su

identidad y cohesión seleccionando e ignorando información incon-

gruente con su yo compartido”.

En cuestiones de autoengaño familiar, la madre es la que lleva

la batuta, con gesto enérgico. Está en sus genes: todo por los hijos.

Cuando estábamos en los árboles, escogía al macho fuerte, sano, so

pretexto de la mejora de la especie, y luego defendía a los hijos con

uñas y dientes. Ahora, en el asfalto, elige al guapo triunfador, y sigue

dispuesta a todo por sus hijos, engañando si es preciso, y el engaño,

para que sea efectivo (verosímil) ha de empezar por uno mismo.

Cuando la justicia agarra in fraganti a un individuo que acaba de hacer

una tropelía, robo, asesinato o terrorismo, es frecuente ver a la madre,

clamando su inocencia: no ha sido él, o lo han obligado o engañado

otros, o es que la acción obedecía a una causa justa.

9.3 La realidad

Ardemos en deseo de leer el libro de Reiss citado en el apartado

anterior; el solo título ya connota una serie de reflexiones.

Los “esquemas compartidos” interpretan la información y

llegan a las conclusiones que interesan al grupo. ¿Ocurre esto sólo en

246

la familia o es una operación mental-colectiva propia de cualquier

grupo, pueblo, clase, “raza”, “nación”, etc?

El problema es mucho más amplio que el que anuncia Reiss:

que la familia haga una “construction of reality” es casi irrelevante, si

pensamos en las complejas razones que debió de tener la humanidad

para crear un término, la realidad, que designara “el modo de ser de

las cosas, en cuanto existen fuera de la mente humana”, (Abbagnano,

1961). Platón no creía en semejante autonomía de las cosas: existen

las ideas de las cosas, las cosas ya veríamos. Duns Scotto acuñó

realitas, en la escolástica tardía, que más tarde fue el universal in re

de Anselmo, o sea, lo incorporado a las cosas. Su opuesto, idealidad,

era el modo de ser de lo que está en la mente y no es, o no puede ser, o

no está todavía puesto en la cosa.

Para fijar el proceso actual de intelección, se autopostuló el

mediador, que lo divide en tres partes: primero se tiene una idea de lo

que podrían ser las cosas; se crean luego éstas, que se denominan

reales y que finalmente emanan y fijan la idea de realidad, deviniendo

ésta, pues, constructo interesado.

¿Hay alguna manera de detectar si la realidad es real y salirse

así de la zona de influencia del constructo? En eso se afanaron Kant,

Fitche, Hartman y Zubiri, por citar sólo algunos filósofos. No faltaron

los psicólogos, ni los literatos.

Falta cada vez menos para que se encuentren, cataloguen y

publiquen algunos de los miles de poemas que Wittgenstein

garrapateaba por doquier. Una primicia:

No es pertinente decir “qué más da”, / tras un nuevo fracaso en

el intento de conceptualizar la realidad, / ni es conveniente abismarse

en inacabables tareas de investigación / en asuntos proclives a una

rápida y contundente definición: / la realidad es la suma de tan sólo

dos ilusiones, / tan grandes, eso sí, que de lejos se diría que son al

menos tres: / lo que dicen que existe / y lo que parece que se ve.

Se aúnan, en los dos últimos versos, el essere in re de Anselmo y

la percepción que postulaba Kant; en este poema, Pseudo-Ludwig las

247

moteja de ilusiones que configuran la realidad.

Pero la gente no se deja convencer (sólo se deja engañar) y

separa drásticamente realidad e ilusiones: “Pues esto es lo que hay”, dice

el pueblo, que tiembla cuando barrunta alguna innovación foránea, y

salmodia: Virgencita, que me quede como estoy. “Nos guste o no, la

familia es la realidad, es lo que hay”.

No hay cosa que cause más angustia que la irrealidad. Individuos

que han visto desaparecer su familia por divorcio repentino, suelen

manifestar: “Tenía una sensación de irrealidad que me paralizaba...” “Al

día siguiente salí a la calle y vi que la gente se comportaba de manera

extraña, las fachadas de las casas mostraban colores que no recordaba

haber visto, y el ruido del tráfico no era desde luego el habitual.” “Me

zumbaban los oídos, caminaba como un autómata y trataba de adivinar a

dónde me dirigía.”

Los “esquemas compartidos” son como las pautas armónicas con

que se escucha la música. Para el oído no habituado, la música atonal

produce confusión y ansiedad, de ahí que desde sus inicios el cine la

haya utilizado para reforzar escenas de terror a lo desconocido, para

crear, en resumen, sensación de irrealidad.

Los esquemas compartidos se heredaban de padres a hijos, como

la tierra o las herramientas. Desde hace algún tiempo, las cuatro horas de

media que pasa la gente frente al televisor, han supuesto un cambio

radical en cuanto a la formación de esquemas y creación de realidad;

ambos procesos iteran y configuran pautas de sentido que legitiman lo

existente y descalifican lo posible, como ilustra Watzlawick en su “¿Es

real la realidad?” (1976). Citaremos su inicio, en la traducción de M.

Villanueva.

“Este libro analiza el hecho de que lo que llamamos realidad es

resultado de la comunicación. A primera vista se diría que se trata de

una tesis paradójica, que pone el carro delante de la yunta, dado que la

realidad es, con toda evidencia, lo que la cosa es realmente, mientras que

la comunicación es sólo el modo y manera de describirla y de informar

sobre ella. Demostraremos que no es así, que el desvencijado andamiaje

248

de nuestras cotidianas percepciones de la realidad es, propiamente

hablando, ilusorio, y que no hacemos sino repararlo y apuntalarlo de

continuo, incluso al alto precio de tener que distorsionar los hechos para

que no contradigan nuestro concepto de la realidad, en vez de hacer lo

contrario, es decir, en vez de acomodar nuestra concepción del mundo a

los hechos incontrovertibles.”

En sus cuatro horas de televisión, el individuo recibe mensajes

contradictorios respecto de la familia: por una parte su inevitabilidad, y

por otra loas al individualismo y la aventura. Esto último, a nuestro

entender, y como hemos señalado en 8.1, está causando fisuras en la

continuidad de la familia, pero fuera del televisor el mensaje continúa

siendo el mismo: familia o irrealidad.

Hay intereses en que las cosas sean iguales a sí mismas; el que

perdure un modelo de realidad, que se haga eterna. Merece un

apartado esta cuestión.

9.4 La eternización

Para entender aquellos fenómenos que se repiten ineluctablemente

siglo tras siglo y sobre los que, soterradamente o a las claras, se

discute y se llega a la conclusión de que contribuyen a la infelicidad

general, no vendría mal que alguien se afanara en una investigación

provechosa: etiología y arqueología de la resignación.

Pierre Bourdieu (1998) apunta elementos a tener en cuenta:

“Recordad que lo que, en la historia, aparece como eterno es sólo el

producto de un trabajo de eternización que incumbe a unas

instituciones (interconectadas) tales como la Familia, la Iglesia, el

Estado, la Escuela...” (las cursivas son nuestras).

Se sorprende Bourdieu: “La verdad es que nunca he dejado de

asombrarme ante lo que podría llamarse la paradoja de la doxa: el

hecho de que la realidad del orden del mundo, con sus sentidos únicos

y sus direcciones prohibidas, en el sentido literal y metafórico, sus

249

obligaciones y sus sanciones, sea grosso modo respetado, que no

existan más transgresiones o subversiones, delitos y “locuras”; o más

sorprendente todavía, que el orden establecido, con sus relaciones de

dominación, sus derechos y sus atropellos, sus privilegios y sus

injusticias, se perpetúe, en definitiva, con tanta facilidad...”

Cuando las relaciones de dominación se pueden establecer

desde el caballo y con la espada sobre campesinos a pie y desarmados,

la resignación que se impone es poca y, al menor descuido, el rencor

aflora en escaramuzas y revueltas. Para una dominación duradera se

requiere la ayuda de las instituciones interconectadas que alude

Bourdieu, y que la Familia encabeza.

Se establece en primer lugar una “relación de causalidad

circular”, que encierra el pensamiento en la evidencia de las relaciones

de dominación; por ejemplo, las mujeres son obedientes porque las

mujeres deben obedecer (así ha sido siempre, luego así tiene que ser).

“Cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas

que son el producto de la dominación, o, en otras palabras, cuando sus

pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con

las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha

impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos

de reconocimiento, de sumisión.”

En segundo lugar, la relación (de los dominados) con el mundo,

que Husserl describía con el nombre de “actitud natural”, conlleva el

olvido de las condiciones sociales de posibilidad. En el momento en que

alguien deja de preguntarse de qué otra manera se podría organizar el

mundo, deja de preguntarse sobre lo que hay: lo asume. Las diferencias

de naturaleza se “naturalizan” e inscriben en “un sistema de diferencias,

todas ellas igualmente naturales, por lo menos en apariencia, de manera

que las previsiones que engendran son incesantemente confirmadas por

la evolución del mundo...”

Muy pocos son lo que logran escapar de esta relación de

causalidad circular, muy pocos los que se preguntan: ¿De qué otra

250

manera se podría organizar la sociedad? ¿Cómo se podría evitar el que

el actual modelo de realidad no se haga eterno?

Bourdieu dedica su libro a investigar la dominación masculina,

que, como hemos reiterado, es el origen de la familia patriarcal, y hasta

quizás sea la razón fundacional de la propia familia. Clama contra los

que intentan detener la historia, contra los agentes de la deshistorización,

está por tanto decididamente a favor de los que quieren volver a poner

en marcha la historia “neutralizando los mecanismos de neutralización

de la historia”.

Pese al buen estado de esta maquinaria de neutralización

(constantemente la reparan y engrasan), los días de la familia “eterna”

están contados, aunque sólo sea en una pequeña parte de lo que

llamamos, para entendernos, mundo occidental. ¿Se correrá la buena

nueva al resto del mundo, adonde todavía no han llegado los derechos

humanos ni la secularización?

9.5 Posibilidades de cambio

En la introducción insertamos una larga cita de Roldán (1997),

sobre “Miseria del historicismo”, de Popper; con ella hacíamos notar

que en ningún momento, en nuestro libro, se iba a intentar hacer

“ciencia”, en el sentido que dan a esta palabra los autodenominados

científicos sociales; lo cual es obvio, por la naturaleza de este libro,

que incurriría en la paradoja de pretenderse “panfleto científico”.

Pero si se pretendiera panfleto popperiano caería en el

oxímoron radical, porque el género panfletario es una incitación a la

acción, o a la reacción, expresiones ambas de voluntad de movimiento

e intervención en la marcha de la historia, mientras que el libro de

Popper (1957) es un alegato contra el intervencionismo; la historia

debe seguir su curso, y no es de caballeros inmiscuirse en su devenir,

Caballeros del Imperio Británico. Es difícil encontrar a uno de estos

caballeros en la faena de la acción política, aunque hay gradaciones: a

251

la hora de enganchar una locomotora al varado tren de la historia, Sir

Isaiah Berlin (1990a) trataba de que no se eligiera un único recorrido,

y de frenarlo para que no se despeñara en las curvas, mientras que Sir

Karl Popper se oponía a que le suministraran carbón al tren. (Hubo un

Caballero de excepción: Sir John Lennon).

A lo largo de este capítulo hemos señalado las dificultades

psicológicas y prácticas que encuentra la sociedad para emprender

cambios sociales que alteren la estructura social en la que se produce

la socialización, y hemos mencionado la voluntariedad (9.1), el

autoengaño (9.2), la concepción de la realidad y el miedo a la

irrealidad (9.3), y las presiones que hace el poder para que se eternice

la realidad en la que medra (9.4). Con ello no hemos intentado

cuestionar las posibilidades de que se produzcan cambios sociales

merced a las acciones que emprendamos, sino que conviene andarse

con tiento.

Cuando hay que moverse en terrenos difíciles, por el estado de

los caminos o porque son intrincados y es fácil perderse, es fundamental

tener medianamente claro hacia dónde se quiere ir, porque luego no va a

ser fácil corregir la trayectoria. Esta claridad se obtiene, como es obvio,

tras un detenido análisis de lo que hay, lo que debería haber, lo que

podría haber y lo que tendrían que cambiar las cosas para que acabara

habiendo lo que es preciso que haya. Para este tipo de excursiones en el

territorio de lo posible, antes de arriesgarse en el terreno real, los

utopistas, tan denostados, son (algún día nos gustaría merecernos el

“somos”) de gran ayuda.

Los que han pasado un cierto tiempo en el extranjero coinciden

en que aprendieron mucho del país... de origen. La lejanía provoca

rotundas preguntas que en la cercanía ni se esbozan; conviene

instalarse a ratos en la utopía y echar desde allí un vistazo a la

realidad.

Es un error y, de acuerdo con Isaiah Berlin (1990), una

barbaridad, querer llevar las utopías a sus consecuencias finales; pero

no lo es, a nuestro entender, intentar las consecuencias iniciales, que

252

es encaminarnos hacia el deber-ser, y recorrer un trozo del camino,

hasta donde dé. Es nuestra obligación ética, y es lo mejor que

podemos hacer por nuestros hijos.

En el capítulo que sigue, se dan, disfrazados bajo forma

literaria y tan a las claras que a nadie confunden, una serie de

opiniones, que sólo los muy seguros en su verdad incontrovertible

descalificarán como recetas de utopista no colegiado: son simplemente

propuestas, por si alguien deseoso de caminar coincidiera con nosotros

en que por ahí deberían andar las cosas.

253

CARTA DEL HIJO POSIBLE Queridos padres probables:

Me dirijo a vosotros porque me he visto en las listas de próximas incorporaciones, y en el tablón de anuncios venían también vuestros nombres como posibles padres.

Bien. Por favor: tomad papel y lápiz y plantearos de una vez y en serio para qué queréis tener un hijo. Tan importante asunto, sobre todo para mí, no debiera estar sujeto a intuiciones, inercia social, presiones de suegros o, lo que más me aterra, trivial improvisación. Nosotros, por si aún no lo sabéis, no damos muchas satisfacciones; cariño, algo; quebraderos de cabeza, todos; así ha sido siempre y no habré de ser una excepción. Lo niños “buenos” (obedientes, discretos, bien educados, estudiosos y que atienden a sus padres viejecitos), son una creación literaria, con verosimilitud en reflujo.

Las noticias que aquí llegan respecto de la institución llamada familia, nos tienen preocupados e insomnes desde hace mucho tiempo. Es muy probable que seáis de los que afirman: “Nuestra familia no va a ser como las que hay por ahí”. ¿Estáis seguros? ¿os habéis planteado en serio –con papel y lápiz- cómo son las familias y qué posibilidades tenéis de hacer algo distinto? Las notas que escribáis, guardadlas en un cajón dos o tres semanas; leedlas luego, y si no os parecen convincentes, que será lo más probable, no cometáis la cobardía de desertar con un “pensándolo bien, los hijos no son tan importantes”. Sí: somos importantes, pero siempre que haya una voluntad de mejorar la vida que vayamos a vivir; para ser uno más de los que nacen y mueren, y en el medio trabajan, sufren y hacen unas risas el día de la Patrona, no merece la pena el viaje. Estoy seguro de que os esforzáis y lucháis por conseguir muchas cosas, os ruego que incluyáis la familia, el lugar a donde vamos a vivir, en estos esfuerzos. Pensáoslo detenidamente. No tengáis prisa; yo estoy bien aquí, de verdad, llevo en este sitio una eternidad y a ella volveré, volveremos todos; espero con ilusión disfrutar el leve momento de la vida; sería lamentable que por un inconsciente apresuramiento me la arruinarais, o nos la arruináramos. Coordinadora Planetaria de Nonatos Pro-dignidad

254

10. Por un mundo mejor

10.1 Manifiesto año cero

Ciudadanos:

Derrocado el poder patriarcal, el mayor poder que había y ha

habido siempre, y que impedía al pueblo la ilusión de organizar su

propio destino, la familia patriarcal huye en desbandada, a refugiarse en

las inhóspitas (por monótonas) montañas de la tradición. No la

perseguiremos ni hostigaremos, y cuando se aburran de tanto “así es

como ha sido siempre”, y “esto se hace así porque lo digo yo”, volverán,

y haremos lo posible para la reinserción de lo que entonces no será más

que una curiosa antigualla, como el sumo sacerdote o los emperadores.

El siguiente paso va a ser rescatar a los niños del gueto de la

familia post-patriarcal, residual, monoparental o de la modalidad que

sea. Se van a acabar esos espacios cerrados en los que los padres

hacen lo que quieren con los hijos, sin dar cuentas a nadie. “¡Mi hijo

es mío!”, era el siniestro clamor que se oía a todas horas en todas

partes.

Los niños son de sí mismos, y luego también de la sociedad en

la que van a vivir. Sólo son pre-ciudadanos durante diez o doce años;

hay que cuidar de que en ese intervalo el insano y tenebroso acapa-

ramiento de los padres no los malogren hasta el punto de que la

sociedad no pueda hacer luego de ellos ciudadanos felices y libres, y

de que estos niños, echados a perder, se conviertan en adultos que

vaguen por la sociedad buscando sólo en ella cómo satisfacer el

egoísmo irredento que en su familia le grabaron a fuego.

Es preciso evitar los años de confinamiento a que la familia

condena a “sus” hijos. Los retienen en un universo humano limitado a

dos adultos, como mucho, y un par de hermanos, también como

mucho, y los cinco “miembros de la familia” viven destilando

adrenalina, (consecuencia de la claustrofóbica situación en la que se

255

desesperan), y recibiendo a destiempo grandes dosis de pseudoafecto,

aquél que conforta a quien lo da y malcría a quien lo recibe.

Entraremos en las casas, que son como prisiones, derribando

las puertas si es preciso, y sacaremos los niños a la calle, a que

jueguen con otros, con muchos, con todo el género humano, y les

enseñaremos que la vida es una obra colectiva, un melodrama, no un

hosco drama con un puñado de ensimismados personajes.

Poco a poco los patriarcas, liberadas sus familias, se irán

aburriendo; su vida empezará a carecer de sentido cuando comprueben

que su relevancia social es nula, y que en las miradas que le dirija la

gente no habrá ya temor, sino divertida curiosidad de visitante de

zoológico. Cederán sus empresas y propiedades a la sociedad, a la que

podrán entonces asombrar con sus dotes de emprendedores dirigentes,

si las tienen, en vez de aterrorizarnos con sus habilidades de

acaparamiento y mafiosa imposición de inequivalencia entre esfuerzo

y salario.

El Estado-patriarca también se irá, se está yendo ya, para el

carajo. No tardará en seguirlo la patria, de siniestra etimología. Se va a

acabar por fin la secular oposición, y hasta guerra, entre la sociedad y el

“Estado”, pomposo nombre que ha acabado adoptando la primigenia

dominación que los fuertes cazadores ejercían contra las débiles (por

estar siempre preñadas) recolectoras.

La matriarca, abyecta contrafigura del patriarca, tiene también

los días contados; ante la imposibilidad de formar nuevos patriarcas,

se limitará a tener hijos, que la amarán para siempre pero sólo la

necesitarán dos o tres años.

Fin también de la escuela, universidad, etc, devastadora

prolongación de la autoridad familiar, con la que coadyuva para

mantener a los “hijos” veinte años de su vida sumidos en la

dependencia. Pero no teman ni huyan los profesores: les daremos

facilidades para reciclarse.

Tampoco huyan los curas, aunque son irreciclables, también

los necesitamos. Eso sí: a ningún niño se le permitirá entrar en lugares

256

donde se haga apología de una creencia religiosa, y menos aún en

lugares donde se celebren rituales. Cuando sea mayor, por supuesto

que podrá ir a tales lugares, que los va a haber a montones, sufragados

por sus adeptos y nunca por el Estado. Que una persona pueda

vanagloriarse de decir: “éstas son mis creencias religiosas, a las que

llegué a partir de los quince años”, y nunca “...que mis padres me

inculcaron”.

Pero lo más novedoso, con mucho, va a ser la ubicación de los

niños en un espacio común, del que cuidarán todos los adultos, padres

o no. No podía ser de otra forma; las mujeres, con la ayuda de unos

pocos ilustrados, no hemos ganado la guerra al siniestro patriarca para

que nuestros hijos sigan internados en la “casa familiar”, espacio de

poder que se acaba convirtiendo en madriguera y terreno de a-

socialización.

Manifiesto año cero

Ciudadanos:

Las mujeres, con ayuda de unos pocos traidores, nos han

infligido una derrota histórica, de la que, como no cabía esperar

menos, ya estamos pensando en cómo recuperarnos. Sólo lo

conseguiremos si hacemos una autocrítica constructiva y, tras el justo

castigo a los responsables del desastre, analizamos sin tardanza los

hechos que han determinado que los acontecimientos se desarrollaran

de manera tan antinatural.

Que las mujeres son ciudadanas de segunda clase es algo que

no vamos a descubrir a estas alturas de la historia. Nuestro error, en

líneas generales, ha sido confiar a este estamento social la educación

de nuestros hijos, que han (hemos) salido de tercera; siendo ellas de

segunda, y más numerosas, la batalla estaba decidida y no debimos

emprenderla en estas condiciones de inferioridad.

A partir de ahora, de la educación de nuestros hijos varones

nos ocuparemos nosotros mismos: biberones y austeridad espartana, y

257

en cuanto al desproporcionado número de mujeres, ya veremos cómo

lo arreglamos, con ayuda de la ciencia, por supuesto; la práctica del

infanticidio femenino es una barbaridad, porque sus efectos son

contraproducentes: se originarían situaciones poliándricas que nos

inferirían una bochornosa pérdida de la autoestima.

10.2 Las tres instancias

La oposición que hemos venido señalando, con redundancia

infatigable, entre familia y sociedad, se complica ahora, al enunciar un

tercer término, el Estado. Se complica menos si observamos los tres

desde dentro, y sobre todo si atendemos a la definición que un individuo

promedio hace de cada una de estas tres instancias.

- “Familia” es la mía.

- “Sociedad” es el conjunto de las demás familias.

- “El Estado” es el que manda sobre la sociedad (en mi familia

mando yo).

En la lógica aristotélica, instancia es una premisa contraria a otra

premisa; las tres premisas entre las que discurrimos, familia, sociedad y

Estado, resultan contrarias entre sí; la tri-oposición se fundamenta en

que a pesar de ser agrupaciones de personas, éstas se reconocen o “son”

básicamente de una de ellas, y respecto de las otras dos tienen

sentimientos de resignada tolerancia, sin ocuparse demasiado de ellas,

como el que cuida tres vacas pero sólo una es la suya.

Nos detendremos, siquiera sea de pasada, en el nuevo término:

el Estado.

El concepto que define ha pasado por diversas situaciones. A

partir de la recuperación del derecho romano, los juristas

bajomedievales utilizaron el término status para referirse al Estado del

gobernante. Maquiavelo y otros humanistas italianos comenzaron a

258

distinguir entre el gobernante que tiene su Estado, y la idea más

abstracta de Estado como aparato político autónomo. Bodino ya

separaba, conceptualmente, gobierno y Estado, al que atribuía la

soberanía sobre el territorio (Sánchez de Madariaga, 1998). El Estado,

identificado posteriormente con la Monarquía, conquistó

laboriosamente todas las parcelas del poder, hurtándoselas a las

ciudades, nobleza e iglesia nacional, y diversas revoluciones

devolvieron el poder finalmente al Pueblo, que no lo había vuelto a

ostentar desde que en la horda originaria (mioceno, hace veinte

millones de años) se lo arrebataran los primeros patriarcas. En los

albores de la “primateidad” (la humanidad es una mutación muy

reciente), Estado-poder, sociedad y familia eran la misma cosa para el

grupo, grupúsculo, social; la ampliación del número de integrantes de

estas formaciones hizo necesario un nuevo nombre: nación, que luego,

tras la revolución francesa, se asimiló a Estado.

“La definición de Estado que cuenta con mayor aquiescencia

es la maxweberiana ‘monopolio legítimo de la violencia’, y no goza

de universalidad y unánime aceptación; se debe seguramente a que es

imposible conseguir que todos se pongan de acuerdo acerca de la

legitimidad de la violencia, porque la violencia como tal es la que

unas personas ejercen sobre otras, y es muy difícil que quien es objeto

pasivo de la violencia la considere legítima”. (García Cotarelo, 1988).

La mejor manera de evitar que el poder del Estado se ejerza contra

uno, es hacerse con él; la historia y los avatares del Estado son

correlatos de las luchas entre facciones para conquistarlo. Se

reproduce sin tregua la lucha del hombre, que narra Freud en “Totem

y tabú”, para erigirse en líder de la horda, que originariamente era una

sola familia.

La sociedad, para el miembro de la familia, es un espacio de

conquista, que se logra desde el Estado. El Estado tiene dos

componentes heredados de su primitiva adscripción familiar: es el

padre de poder omnímodo y es la madre inagotable que alimenta sin

hacer preguntas. El individuo sale (es un decir) de la familia, echa un

259

ojo a la sociedad y no le entusiasma; ve luego el Estado y enseguida

comprende que hay que hacerse padre-gobernante o hijo funcionario.

10.3 ¿A la revuelta?

El componente panfletario de este texto quedaría cojo y deslavazado si

no incluyéramos un apartado con instrucciones sobre cómo llevar a cabo

acciones conducentes a instaurar un nuevo orden.

Ocasión ha habido a lo largo del libro de demostrar que, por lo

ambicioso de los temas o insuficiencia gnoseológica, no tenemos las

ideas claras sobre la mayoría de lo expuesto; en estas condiciones, en

vez de hacer una llamada a la revuelta, vamos a tratar de poner orden

en el revuelto.

A la sociedad que postulamos no se habrá de llegar mediante la

subversión, revolución, o transvaloración nietzstcheana, sino, senci-

llamente, haciendo cumplir lo dicho en los códigos que imperan en la

mayoría de los países occidentales, empezando como es obvio por la

declaración de los Derechos Humanos, e introduciendo algunas

mejoras, que habría que legislar en los consiguientes Parlamentos. No

se trata de imponer nada que no esté contenido en alguna ley,

exceptuando las leyes divinas, por dificultades en su verificación y

consenso.

Se trata, nada más y nada menos, de que la sociedad se

expanda hasta los límites de su propio espacio.

El frente de lucha más importante es el de conseguir trabajo

para todos; no puede haber libertad si unas personas dependen de

otras. Es preciso cambiar las leyes laborales, las fiscales, las

directrices económicas, lo que sea, de manera que todo el mundo

tenga un trabajo que le permita vivir sin depender de nadie.

Otro frente: conseguir la igualdad hombre mujer. Compete a

las mujeres encabezar esta lucha, pero el frente se estancará si los

260

hombres no pierden el ancestral miedo que les tienen y no abandonan

sus trincheras sempiternas.

Conseguido el trabajo para todos, la igualdad hombre mujer y

la independencia económica de los hijos respecto de sus padres y la de

las mujeres con respecto a su pareja, tendríamos unas condiciones de

vida dignas y decentes, requisito imprescindible si se pretende

extender la dignidad y la decencia a otras parcelas de la sociedad,

habitadas por inquilinos que no se esmeran mucho en el cultivo de

estas dos plantas.

La primera de dichas parcelas es el Estado, donde una parte de

la sociedad se hace fuerte y mueve todos los hilos. La única manera de

conquistar el Estado es obligar a los representantes elegidos (en listas

abiertas, como es obvio) a que cumplan sus promesas, mediante el

implacable seguimiento y control de su gestión, y elegir a aquellos que

prometan trabajo para todos, igualdad hombre mujer, etc.

Es sabido que el Estado es un feudo en el que muchas veces

los gobernantes electos son meros comparsas; de cómo obligar a los

poderes fácticos a que acaten la voluntad popular está fuera de los

límites de este libro; pero está en otros libros, y de fácil acceso.

La segunda parcela vallada en los terrenos de la sociedad es la

familia, la valla en realidad es un muro, y de tal grosor que la muralla

de Jericó parecería un tabique.

Es territorio inhóspito, habitado por padres que salen a la

sociedad a expoliarla en beneficio propio (¿o de su familia?),

pretextando que es algo que se les debe por encargarse de la cría de

los futuros miembros de la sociedad (¿o de la familia?), actividad que,

a juicio de los padres, siempre ha estado poco recompensada. Gracias

por los servicios prestados, señores padres; a partir de ahora les vamos

a descargar de parte de su cometido y responsabilidades.

Se trata de hacer transparentes los muros que limitan el espacio

donde los niños viven. Las responsabilidades serán a partir de ese

momento compartidas por los padres y la sociedad; asociaciones de

padres, médicos y educadores se ocuparán de los niños. Haremos

261

también transparentes los muros de las escuelas públicas y, sobre todo,

privadas, para que la sociedad, mediante sus expertos en educación,

pueda controlar que se aplican los criterios educativos que la sociedad

ha decidido que se apliquen, no los que los padres pretendan. En

cualquier caso, obligaremos además a los padres a que compartan la

gestión de las escuelas, que no los dejen allí para que los educadores

se agoten intentando contrarrestar (esfuerzo baldío) los abyectos

resultados de la educación familiar.

Los niños no “son” de nadie en particular, si acaso de la

sociedad, que es donde van a vivir, y para vivir en ella han de

prepararse durante largos años, bajo la mirada y tutela de

profesionales cualificados. A los padres les debe bastar con la dicha de

ver cómo han contribuido a ayudar a la sociedad con el concurso de

un nuevo ser humano, al que verán crecer y con el que establecerán

lazos de amor que sólo pueden crearse en la convivencia prolongada

entre adultos y niños, amor sin el que la sociedad sería un espacio

invivible.

Los curiosos se aglomeran a inquirir; menudean las preguntas.

Piensan que los utopistas escasean y hay que aprovechar la ocasión.

“¿Qué haremos con la religión?” Nos preguntan malencarados

individuos autodenominados ateos. A la religión ni tocarla, les

respondemos sin vacilar un segundo. El secular instinto escenográfico

de la Iglesia, autofinanciada mediante colectas a creyentes y herencias

de pecadores ricos, volverá a lucir en el esplendor de las catedrales

vertiginosas y misas a seis voces. La única restricción que se nos

ocurre es que la enseñanza de cualquier religión esté prohibida a los

menores de quince años.

Una joven señora de hermosos ojos, nublados por la

incertidumbre: “¿Me van a quitar a mi hijito?” Un anciano la oye y

enarbola el paraguas: “¡Canallas!”

No, señora: no le vamos a quitar nada; pero va a tener usted

que compartir a su hijo con la sociedad en la que luego va a vivir.

Usted va a ser su única madre, su afecto es vital para el niño, y para la

262

sociedad, sólo que hay que evitar que ese afecto le anule su capacidad

de socializarse. Ya verá cómo su niño la va querer y cómo nunca se va

a enrabietar, y cuando sea mayor no va a pelearse con usted, ni va a

ser un deleznable enmadrado como el chaval que me robó ayer el

casco de la bicicleta, sólo para aplacar la frustración (que su madre le

creó) rompiéndolo con una piedra.

Las ciudades y las casas tendrán otro diseño, tal que los niños

puedan entrar y salir, jugar y dormir a la vista de todos, que sus padres

no los encierren, y sobre todo que no los oculten a la vista, más de lo

que el pudor precise.

Separar a los niños en dos espacios: el familiar y el común; que

entren y salgan, vayan y vengan de uno a otro, que vean que hay más

mundos que el de la familia, para que ésta no consiga inculcarle que el

mundo familiar es el único posible, y que fuera de él acecha la

infelicidad, la soledad. Dos dormitorios también, y cuando duerman

en el común, nunca faltará quien les cuente un cuento, los arrope y

vele sus sueños.

Ceños fruncidos, tamborileo nervioso de dedos sobre la mesa,

sonrisillas displicente: “¿Oyó hablar del fracaso del kibbutz y de cómo

las comunas del sesenta y ocho se volvieron sectas?” La mayor parte

de las comunas sesentayochistas no terminaron en sectas, y la

experiencia de los kibbutz merecen un debate concienzudo, y no

descalificarlos sin más. Pero aún en el caso de que el desarrollo de

estos tipos de convivencia hubiera llevado a callejones sin salida, si la

idea matriz es aceptable, habrá que intentarlo muchas veces más, el

número de veces que haga falta, como se hizo con la democracia, la

secularización de la sociedad o la emancipación (en curso) de siervos

y mujeres, y la de los niños (muy incipiente). Soñamos con que alguna

vez habrá generaciones que luchen por un mundo un poco mejor;

nosotros, mientras la familia patriarcal mueva los hilos de la sociedad,

sólo podremos luchar por un mundo menos malo.

263

Dedico también este libro a los bienintencionados utopistas

que barruntaron un mundo bueno y hermoso, a cuyo advenimiento

dedicaron su vida, empeñándose en que no haya siervos, ni oligarcas

que los posean, ni ejércitos. Se lo dedico de todo corazón, y les

disculpo que no se preguntaran (quizás eran hijos incurables) por el

origen del deseo de poseer personas y de agredir al vecino, y sobre

todo que no se cuestionaran la institución social donde tales deseos se

suscitan.

264

11. Final

11.1 En bicicleta por La Almudena

Decía Paul Valery que un autor nunca termina su libro, sino que lo

abandona. En este caso es obvio. Sobre la familia se pueden escribir

millones de páginas, como lo prueba la ingente cantidad de libros de

literatura, psicoanálisis, heráldica, derecho canónico, autoayuda,

maneras en la mesa, antropología, pedagogía, etc, dedicados a describir

los avatares y zozobras de la familia.

Recuento y veo que he pasado de las doscientas cincuenta

páginas; hora es ya de abandonar, con las dudas que siempre acompañan

a este gesto: ¿será suficiente?, ¿será excesivo? Se trataba de llamar la

atención sobre aspectos de la familia que, nos consta, mucha gente no se

ha planteado, y de hacer un poco de literatura al respecto; las dudas aquí

son, más que relativas a la extensión del texto, inquietudes sobre la

pertinencia ética de literaturizar las desgracias.

Es domingo a mediodía; el mejor momento para dar un paseíto

en bicicleta. No hay en Madrid muchos sitios a los que ir sin jugársela

en el tráfico; para los que vivimos en el lado Este de la ciudad, una

opción es el cementerio de La Almudena.

Pedaleo camino del Parque de la Fuente del Berro; freno y

pego la oreja a la hiedra de Aute, por si lo oigo cantar, pero siempre

que paso lo está haciendo para sus adentros. Atravieso el parque y la

pasarela sobre la M-30; ataco con resignado brío la inacabable cuesta

de La Elipa, por lo que llego medio muerto al camposanto.

El enorme cementerio está bien trazado, con una profusa red

de caminos, que parten de arterias por la que pueden circulan coches,

incluso hay una línea de autobuses que lo atraviesa.

La zona “moderna” es un horror, y es una repetición de lo que

ocurre con la arquitectura tardofranquista: homogeneidad y masifica-

ción, y cuando alguien quiere hacer algo distinto, es mucho peor,

265

porque se trata de destacar a base de ampulosidad y kitsch. Marmo-

listas de las inmediaciones venden tumbas, cruces, ángeles y vírgenes,

todo de serie, por lo que no es raro encontrarse con parientes

extraviados buscando a sus difuntos. En esta zona, la única visitada,

me parece una descortesía pasear en bicicleta, aunque algunos

aparquen su coche junto a los túmulos.

Me dirijo a la zona antigua, donde no hay ningún pariente, los

árboles son grandes, se ve alguna escultura interesante, y se respira un

aire de melancólico abandono.

Las inscripciones repiten un monotema: “Familia de...”,

“Familia de...” ¿Ha muerto la familia? ¿He escrito un libro “lanzada a

moro muerto”, que decía Don Quijote? Enseguida salgo de mi

alucinación: “Propiedad de la familia de...”. Entiendo. La familia

siempre es de alguien. Dice Familia “de” Fernández, nunca Familia

Fernández, y cuando la tumba aún está vacía, la Propiedad antecede a

la Familia. Así ha sido siempre en la historia: la familia es una

manifestación de la Propiedad, y ésta es territorio, casa, para siempre,

con dependencias postmortem como las que aquí se ven. El instinto de

poseer un espacio es previo a la práctica social de fundar una familia.

La lectura de lápidas es un ejercicio de epigrafía que con un

pequeño giro del manillar rodea la sociología y se adentra en la

literatura.

En la zona antigua echo pie a tierra.

Los panteones familiares ofrecen numerosos datos. Atisbo por

las puertas enrejadas y resto fechas para calcular la edad de los finados,

cuánto tiempo sobrevivió el viudo, qué edad tenían los niños cuando

quedaron huérfanos. En una lápida resalta el nombre de un sobrino:

debió de ser el que reflotó la economía familiar.

Dos arces por un lado y un pino por otro están inclinando y a

punto de derribar un viejo panteón. La puerta no tiene cerradura.

Entro. Amarillean algunas fotos en portarretratos embutidos en el

mármol. Miradas altiva y fieros bigotes en los hombres; actitud

resignada de las mujeres; un niño de carita triste, barruntando acaso su

266

pronto final. Hojas del pasado otoño, aunque estamos en Abril. En una

pared lateral hay inscripciones de la última guerra; un oficial del

ejército fue “Asesinado por la horda marxista, enemigos de Dios, la

Patria y la Familia”. Al grabador le pareció hacer de menos a la

familia si no la escribía también con mayúsculas; sobre esta trinidad

no tengo nada que añadir a lo dicho en las páginas anteriores.

Doble fila de sauces, con leve agitación de hojas.

En otra tumba se lee: “Herederos de...”. Transmisión del

patrimonio familiar más allá de la muerte. La tumba está al borde de

un talud, desde el que se divisa una amplia zona. Veo en la lejanía dos

mujeres de luto, aseando una tumba. Se mueven torpemente, deben de

ser muy mayores, pronto estarán dentro, y quizás sean las únicas

supervivientes de esa familia. Se nace, se vive, se muere en la familia.

¿Y después? No recuerdo que en las Escrituras o en la Escala de

Mahoma se diga algo referente al papel de la familia en el Paraíso; los

redactores de tales textos se preocuparon sobre todo de ganar adeptos

a su religión.

Varias nubes blancas se dirigen hacia el sur, sin prisas. Monto

en la bicicleta. Es hora de volver a casa, y de olvidar la familia y

pensar en otra cosa.

–¿”Olvidar la familia”?– oigo desde alguna tumba, miro a un

lado y a otro; en otras tumbas se oyen risitas: –¿”Es que quieres

olvidarte de ti mismo”?

Silencio luego; sólo la brisa agitando los sauces.

Realmente, pienso frenando en la cuesta, un cementerio es un

inmenso monumento a la familia. Veré de buscarme otro sitio donde

pedalear.

Madrid-México-Madrid, 1999-2003

Revisado Enero 2013

267

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Se cita entre paréntesis la fecha de aparición, sin paréntesis la de su traducción. Los títulos que no están en castellano son nada más (y nada menos) que verosímiles; sus autores son del todo improbables; las fechas, sin embargo, parecen bastante aproximadas.