Antologia Del Cuento Universal

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antología del cuento universal OCEANO biblioteca para la actualización del maestro

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OCEANO

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OCEANO

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Esta edición de Antologfa del cuento universal en la Biblioteca para la Actualización del Maestro estuvo a cargo de la Dirección General de Materiales y Métodos Educativos de la Subsecretaria de Educación Básica y Normal. ·

Título original Grandes cuentistas

Derechos exclusivos © W.M.Jackson, Inc., 1949 © Primera edición Océano, 1999 © Primera edición SEP 1 Océano, 2002

Coordinación editorial Elia García

Producción iconográfica Rosa María González

Diseño de portada Alejandro Portilla de Buen

D.R. © Secretaria de Educación Pública, 2002 Argentina 28, Centro, 06020, México, D.F.

ISBN: 970-651-701-4 Océano ISBN: 970-18-9968-7 SEP

Impreso en México

DISTRIBUCIÓN GRATUITA-PROHIBIDA SU VENTA

Ilustración de portada Historia en cabús (detalle), 1993, Rafael Cauduro (1950- ), óleo y acrílico sobre tela, 180 x 460 cm, Secretaría de Comunicaciones y Transportes.

Fotografía Gabriel Figueroa y Ricardo Garibay

Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin autorización.

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PRESENTACIÓN

La Secretaría de Educación Pública edita la Biblioteca para

la Actualización del Maestro con el propósito de apoyar al

personal docente y directivo de los tres niveles de educación bá­

sica en el desempeño de su valiosa labor.

Los títulos que forman parte de esta Biblioteca han sido se­

leccionados pensando en las necesidades más frecuentes de in­

formación y orientación, planteadas por el trabajo cotidiano de

maestros y directivos escolares. Algunos títulos están relacionados

de manera directa con la actividad práctica; otros responden a in­

tereses culturales expresados por los educadores, y tienen que ver

con el mejoramiento de la calidad de la educación que reciben los

niños y jóvenes en las escuelas mexicanas.

Los libros de este acervo se entregan de manera gratuita a los

profesores y directivos que lo soliciten.

Esta colección se agrega a otros materiales de actualización y

apoyo didáctico, puestos a disposición del personal docente de

educación básica. La Secretaría de Educación Pública confía en

que esta tarea resulte útil y espera las sugerencias ·de los maes­

tros para mejorarla.

SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PúBLICA

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PRÓLOGO

El cuento es tan antiguo como la humanidad. Acaso las primeras hipóte­sis para explicar la realidad exterior revistieron la forma de cuentos. El

hombre vivía en medio de una naturaleza en que todo era animado, indi- . vidual y divino (antropomorfismo). Así aparecieron los mitos, historias de dioses y de héroes, que aprovechan sin agotar las religiones y las primi-tivas epopeyas. .,

Cuentos religiosos, cuentos mágicos, de iniciación (como el de Barba Azul), cuentos genealógicos, cuentos para exponer principios· éticos, de todo hay abundantemente en la literatura primitiva de los pueblos.

La epopeya nacional o medieval -como la griega- utilizó mitos en gran copia, hasta el punto de que la llíada y la Odisea tuvieron el doble carácter de libros nacionales y religiosos.

Parece que ha sido privilegio de pueblos dotados de gran poder de imaginación --como el pueblo helénico-- mirar los hechos históricos, en la lejanía del pasado, bajo la forma de mitos. La guerra ~e Troya es un vago recuerdo de una lucha histórica reconstruida en otra época -la heroica o joniodoria- por jonios de Asia Menor.

Los cuentos heroicos y míticos son de lo más primitivo; enseguida vie­nen los de carácter moral, como fábulas, apólogos, parábolas y consejas.

Y empleando cuentos se hacen hasta tiempos relativamente moder­nos las descripciones de costas para instrucción de navegantes: cíclopes son volcanes que arrojan grandes piedras ·al mar; monstruos marinos, estrechos o canales peligrosos para los antiguos nautas. El descubrimien­to por los hindúes de las islas del océano Índico constituye el fondo de los cuentos de Simbad el Marino. Y las navegaciones por el mar Ártico suscitan una floración de místicas leyendas célticas como los viajes de San Brandán en busca del paraíso terrestre, la visión de Tungdal y el Purgatorio de San Patricio.

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Atención principalísima de los sabios folcloristas modernos han me­recido los cuentos que explican el universo, sus incesantes transformacio­nes o metamorfosis, sus cambios periódicos como el juego de las estaciones (cuentos de Cenicienta, Caperucita y otros).

De Egipto proceden los más antiguos cuentos que se conservan y que Maspero cree de los siglos XIV a xn antes de Cristo, y aun de tiempos acaso anteriores. Hay cierta variedad en ellos, predominando los de· magia, de viajes y de aventuras semiheroicas. Tienen a menudo temas comunes con los populares recogidos en nuestros días por los folcloristas. Reflejan la vida inmóvil de este pueblo singularísimo, al que s.u situación geográfica, su estructura social tan jerarquizada y la preocupación exclusiva del más allá contribuyeron a moldear en su extraña idiosincrasia.

En la India, el cuento moral, el apólogo y las parábolas (jatakas) se utilizaron en la predicación del budismo, alrededor de cinco siglos antes de la Era Cristiana. Se conservan en sánscrito -o sea, el viejo dialecto literario- colecciones tardías como el Panchatantra (o cinco libros) y el Hitopadesa o instrucción salut(ftra. Otras se han perdido en la lengua en que fueron compuestas, pero han llegado hasta nosotros en traducciones a múl­tiples lenguas. Así las fábulas de Bilpai, que llegan al español con el nombre de Califa e Dimna; y el Sendebar, que en la versión del siglo xm mandada hacer por el infante don Fadrique -hermano de Alfonso el Sabio- lleva el título de Libro de los engaños et los asayamientos de las mugeres.

Los más bellos mitos resplandecen en los poemas inmortales de Ho­mero. Y los más tiernos y delicados los cuenta el terrible Aquileo, el feroz lácida.

En Hesíodo -Los trabajos y los días- se halla la más antigua fábula compuesta en una lengua indoeuropea, anterior en varios siglos a los cuen­tos más viejos de la India: el apólogo del gavilán y el ruiseñor de jaspeado cuello, que por cierto lleva una moraleja bien acerba.

Píndaro aprovechó en sus epinicios innumerables consejas locales, histo­rias de antiguas familias y cuentos genealógicos; y aun Platón empleó mitos para exornar la exposición de sus doctrinas, y no son, por de contado, el menor de los hechizos de sus diálogos.

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El primero que compiló cuentos al modo moderno es fama que fue Partenio de Nicea, al que se tiene por maestro de Virgilio. Su colección se llama Aventuras de amor, y consta de treinta y seis narraciones. De la misma época de Augusto fue otro compilador, Conón, de quien llega hasta Don

Quijote el cuento de los dos viejos y la deuda saldada, uno de los episodios del gobierno de Sancho. · .

El helenismo decadente nos legó tres bellas narraciones: La matrona de

Éfeso, que se encuentra en el Satiricón de Petronio; Los amores de Psiquis, en Apuleyo; y el Asno de Lucio de Patras, refundido por Luciano, y por Apu­leyo en su Asno de oro. La primera y la última son muestras de las fábulas sibaríticas y milesias, que no han alcanzado nuestra época en su primitiva forma, sino en imitaciones tardías como las que ahora mencionamos.

La Edad Media fue singularmente propicia a los cuentos. "Los viajes de los peregrinos -dice Émile Gebhart-, de los mercaderes y de los cruza­dos difundieron esta literatura de relatos por todas las regiones del mundo. Hubo entonces una emigración continua de reyes, de señores, de grandes criminales, de monjes, corsarios y piadosos vagabundos, yendo y viniendo por los mares, valles y desfiladeros de las montañas. Desde lo más remoto de España, Irlanda y Dinamarca, hombres ansiosos por su salvación caminaban sin tregua hacia Roma y Jerusalén. Mucho tiempo antes las órdenes mendi­.cantes y los intereses monásticos pusieron en relación perpetua unas casas benedictinas con otras. A partir de San Francisco y Santo Domingo hubo un hormiguear de la Iglesia militante por todos los caminos practicables de Europa y Oriente. Las empresas feudales mantenían entre el Occidente latino, Constantinopla y Asia una corriente permanente de ideas. Las flotas mercantes de Venecia, Pisa, Génova y Amalfi enlazaban a Italia con los puertos de España, Levante y el mar Negro .y con las islas del archipiélago. Caravanas de Florencia, Venecia y Brujas traían de Persia, India y China, en sus fardos, con el marfil, el polvo de oro y la seda, la visión de civiliza­ciones deslumbradoras y de religiones más extrañas aún para la cristiandad que el islamismo.

"Para disipar el tedio de estos largos viajes, de las veladas de invierno en los refectorios ·de los conventos, de las noches de estío pasadas en la

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cubierta de los navíos, en pleno mar inmóvil, era menester que un buen narrador relatase a sus compañeros las cosas curiosas que· se habían reco­gido a lo largo .del camino. Los clérigos recordaban las historietas que corrían de claustro en claustro, la odisea monacal de San Brandán, el descubrimiento del Paraíso Terrenal por los cenobitas irlandeses, la puerta del Purgatorio entreabierta por San Patricio, el Infierno entrevisto por muertos que resucitaban a los treinta días y que daban a sus hermanos noticias ciertas del otro mundo. Los caballeros contaban la crónica de la cru:z;ada, la cortesía y cordura de los príncipes musulmanes; los recuerdos de amor de Palestina, del Bósforo o de Provenza. Los mercaderes pon­deraban los milagros operados por las piedras preciosas amontonadas en. sus cofres, describían las costumbres de las bestias del desierto, los lobos cuya sola mirada mata a los hombres desde lejos, los reptiles monstruo­sos ... Y los peregrinos de humor travieso citaban his buenas respuestas y las estratagemas por las cuales algunos de sus compadres habían salido de úna situación apurada, haciendo reír a costa de un marido infortunado, de una mujer colérica y pérfida, de un cura avaro, de un monje glotón, de un barón brutal."

Los predicadores hacían gran consumo, para sus sermones, de cuentos morales o exempla, cuyas colecciones se multiplicaban. Las Vit111 Patrum,

el Valerio Máximo la Gesta Romanorum y la Disciplina Cle~icalis del judío converso de Huesca Pedro Alfonso (siglo xn), andaban siempre en manos de los clérigos. Y apólogos de Esopo a través del fabulista Fedro, y otros de procedencia oriental, .atestaban los centones llamados Isopetes.

En lenguas vulgares, el infante don Juan Manuel y Giovanni Boccaccio sobresalieron por sus célebres colecciones. La del infante [sobrino del rey don Alfonso el Sabio y primo de don Sancho IV (presunto autor de otro libro, Castigos e documentos)] fue terminada en 1335 y es notable por la va­riedad de sus asuntos, por la preferencia que concede a las acciones heroicas, por ciertos progresos que alcanza en la lengua y en el estilo, y aun por la fina malicia que revelan algunos de sus enxiemplos .

. Del mismo siglo del infante don Juan Manuel es el Arcipreste de Hita, el excelso lírico medieval que en los múltiples géneros que comprende su

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Libro de Buen Amor, hereda y resume la gran tradición latina de los tiempos medios.

Boccaccio es el cuentista moderno por excelencia, como es Cervantes el novelista. Con su prosa el italiano adquiere dignidad y relieve de lengua clásica. Encarna el espíritu de su siglo: sensual, irónico, pagano, risueño y despreciador de los altos ideales que el Alighieri y el siglo xm venera­ron. En su portentoso libro toda la Italia contemporánea está represen­tada, y en sus cuentos bizantinos aun el Levante próximo y las islas de Grecia. Al lector estudioso recomendamos los finos análisis de Michele Scherillo en la introducción a su edición del Decamerón (Ulrico Hoepli, editor).

Un siglo antes de Boccaccio, Italia se había deleitado con los breves cuentos de una recopilación famosa: el Nove/lino o Le Cento Novel/e Antiche.

En la misma ·centuria en que vivió el certaldés floreció otro gran narrador de cuentos, Francesco Sachetti, notable por el brío y las calidades vita­les de su prosa.

Los novellieri se suceden en la Italia renacentista: Poggio Bracciolini, humanista que fue secretario de varios pontífices, y cuyas Facetim --en la­tín-. - son un reflejo de la corte romana en los albores del siglo xv; Masuccio Salernitano, autor de un Nove/lino, lleno de picardía y espíritu satírico; el grave historiador. Maquiavelo; el dechado del hombre de corte, Baltasar Castiglione, a quien retrató magistralmente Rafael de Urbino y tradujo Boscán; Ángel Firenzuola, autor de los deliciosos Discursos de los animales y de los Razonamientos; el Lasca (Antón Francisco Grazzini); el dominico Mateo Bandello, cuyas Novel/e, compendio brillante de su época, suminis­traron a Shakespeare la materia de tres de sus mejores obras: Romeo y ]ulieta,

Mucho ruido y pocas nueces y Noche de Epifanía. "Una colección popular de versiones francesas de las novelas italianas de Bandello -Histoires Tragi­ques, por Belleforest- fue manejada por Shakespeare a menudo", dice sir Sidney Lee en su autorizada Vida de Shakespeare.

No sólo los ingleses, sino también la comedia de Lope de Vega y sus disCípulos explotó abundantemente el inagotable fondo de los cuentos ita­lianos.

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De las colecciones francesas de cuentos en los siglos xv y XVI -las Cent Novel/es nouvelles, el Heptameron de la reina Margarita de Navarra, etc.- merecen especial mención las Nouvelles Récréations et ]oyeux Devis,

de Bonaventura de Périers (o de Jacques Peletier), que revelan a un escri­tor de grandes cualidades literarias.

Las mil y una noches es un libro famoso desde los tiempos de Galland, quien a principios del siglo XVIII hizo conocer en Europa una traducción abreviada y exenta de liviandades. Su cuento primordial y partes principales son de origen indio, como demostró desde 1833 Guillermo de Schlegel (en una carta a Silvestre de Sacy). Al libro primitivo ya se refiere un polígrafo del siglo x, llamado Almasudi, y en su forma antigua Las mil y una noches

se llaman Hezar Efsaneh (acaso estaban escritas en persa). En su redacción actual datan de los últimos años del siglo xv y de los comienzos del XVI.

El holgado trazo del libro ha permitido la incorporación de diversas co­lecciones y cuentos, tales como el Sendebar ("Historia de los diez visires"),· los Viajes de Simbad el Marino, etc. (Véase Marcelino Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela, I, pp. LVI y siguientes.)

El fabulista Jean de La Fontaine puso en verso muchos cuentos de di­versa procedencia -sobre todo de Boccaccio-, infundiéndoles una gracia · y un regocijado espíritu inimitables.

El siglo xvm, que marca en diversas artes y aspectos de la vida el apogeo de nuestra cultura occidental, se ilustJ:a con cuentistas esclarecidos, como Voltaire, Diderot, el abate Voisenon, etcétera.

Los cuentos de Charles Perrault --cle fuentes folclóricas- son celebé­rrimos y parecen no ser otra cosa que modernas versiones de vetustísimos mitos indoeuropeos. La Cenicienta -según se cree- no es sino la repre­sentación de la estación nueva o del nuevo año, que se desposa con el sol tras una prueba irrecusable de ser la predestinada. Pulgarcito, Barba Azul y Riquete el del copete son restos de ritos de iniciación a cargos y estados de la vida humana en la época primitiva. Y la Bella Durmiente del Bosque personifica tal vez el sueño invernal de la naturaleza.

De la producción romántica europea es menester otorgar sitio principa­lísimo a los Relatos de Alejandro Púshkin. El cuento puro, con su mundo

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completamente aislado del nuestro, y por lo tanto el que cautiva sin reservas nuestra atención, es el que cultiva Púshkin.

Aliado del Byron ruso (como se le ha llamado a Púshkin) suele poner­se a Nicolás Gogol, en cuyas primeras obras, se nota cierta influencia del sentimentalismo de Dickens. En los Relatos petersburgueses, en las come­dias El inspector e Himeneo, y en la novela de inspiración cervantina Almas

muertas se revela como uno de los mejores humoristas europeos de todos los tiempos.

Chéjov es un gran maestro del género. De este escritor se incluye en esta selección uno de sus más característicos relatos. Son innumera­bles los discípulos de Chéjov, así como los de Máximo Gorki, el ami­go de los vagabundos y el pintor, con vivas tintas, de su vida valiente y algo extraña.

Mencionemos de paso a Dostoievski y a Tolstói. El músico Alberto, del último, parece que expresa las ideas del escritor acerca del genio, al que no hay que medir con el mismo rasero que al común de los hombres. La muerte de Iván Ilich es una crónica -pavorosa en su naturalidad- del fin de un funcionario. En el Padre Sergio nos presenta Tolstói un curioso ca­so de misticismo eslavo.

Los cuentistas españoles del siglo XIX acabaron -en materia de narra­ciones cortas- verdaderas joyas llenas de primor. Así don Pedro Antonio de Alarcón -que descuella en forjar cuentos de una urdimbre singularmente tramada- dejó obras maestras: El sombrero de tres picos, La buenaventura, El libro talonario, etc. Las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer gozan de popularidad bien merecida por la firmeza de mano con que están trazadas, así como por la vívida representación de sus principales momentos. Don Juan Valera, en su castizo El caballero del azor, relata las fabulosas mocedades de Bernardo del Carpio, único héroe de la epopeya castellana que no tuvo existencia histórica. La obra suprema del género -a nuestro juicio-- la constituye ¡Adiós, Cordera!, de Leopoldo Alas, Clarín. Es una narración llena de finura espiritual, de observación minuciosa, de aciertos de expre­sión; independientemente de su valor literario posee una alta significación humana.

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La renovadora generación del 98 tuvo narradores de calidad singular: Unamuno, que infunde en sus novelas un pensamiento filosófico, o que sugiere en Don Sandalia, jugador de ajedrez un tipo original de cuento, en que el autor huye de todo el que quiere informarle de su héroe; Valle Inclán, inimitable estilista, que acierta con tipos de recia contextura medieval como don Juan Manuel Montenegro y que relata episodios galantes de la corte del pretendiente; Pío Baroja, novelador de hombres de acción y que transmuta y torna interesantes lo vulgar y lo cotidiano. Aquí cabe mencionar también a Gabriel Miró, cuya boga como novelista y cuentista no ha pasado ni pasará tal vez en mucho tiempo. Es ante todo un colorista, un autor que se deleita con la suntuosidad y brillantez de la vida rica y que posee extraordinario poder expresivo. Pérez de Ayala se sitúa en los linderos de lo narrativo y de lo lírico.

De Alemania hemos escogido un bello cuento de Hoffmann, impreg­nado de afición apasionada por la Italia romántica, por su música y por sus vinos, y por el hechiw misterioso de sus mujeres.

·Por no hacer interminable esta antología, prescindimos de Chamisso, autor de Peter Schlemihl, el hombre sin sombra; de los hermanos Grimm (] acobo y Guillermo) que en sus Cuentos de niños y del hogar aprovecha­ron el tesoro inexhausto de la tradición popular; de Hauff, muerto tem­pranamente, autor de la deliciosa Die Karawane; de Auerbach y sus bellos relatos aldeanos de la Selva Negra; y de otros muchos cuentistas germánicos célebres.

Jorge Luis Borges define bien los fundamentos del arte de Kafka en estas palabras: "Dos ideas -mejor dicho, dos obsesiones- rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segun­da. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas." El mismo literato argentino dice del cuento de Kafka que figura en este libro: "En La construcción de la muralla china, 1919, el infinito es múltiple; para detener' el curso de los ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas ge­neraciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta de su imperio infinito." El sentido de infinitud y otras inquietudes espirituales de

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hoy bullen en las obras de este gran imaginativo, que ha buceado hasta lo más oscuro de nuestros instintos wológicos fundamentales. Es sin disputa uno de los maestros de la literatura contemporánea.

Balzac, el genio supremo de la novela en su época, no débía,faltar en esta antología. También hemos seleccionado una apasionante historieta de Prosper Mérimée, el mejor prosista francés del Segundo Imperio, impecable narrador que sólo encuentra en Púshkin con quien equipararse.

Maupassant, amargo pintor de la terrible dureza de la vida, sobre todo de la rural, es un gran artífice de la narración corta.

Alphonse Daudet se complace en narrar casos conmovedores que exci­tan en el lector sentimientos de piedad y simpatía humana.

A France se le tiene con razón por el más erudito de los novelistas y cuentistas, y sus relatos, dotados de una suprema gracia, valen sobre todo por su saber humanístico, por los profundos pensamientos de que están matizados, y por las bellas muestras de una ironía incomparable.

Dickens es acaso el victoriano que promueve más simpatía, con sus admirables descripciones de tipos y ambientes de las clases pobres. Pérez Galdós y Daudet, y también Balzac, en parte, le son afines espiritualmen­te. Chesterton ha dicho del arte de Dickens: "Por otra parte, el objeto de Dickens no era revelar la acción del tiempo y de las circunstancias sobre un personaje; tampoco se propuso mostrar la acción de un personaje sobre el tiempo o sobre las circunstancias. Hay que hacer notar, de paso, que cuando trató de señalar la evolución de un carácter fracasó, como en el arrepen­timiento de Dombey, o la decrepitud aparente de Boffin. Su afición lo llevaba a pintar seres que flotan en una espeCie de alegre despreocupación, en un mundo liberado del tiempo, completamente libre de)as circunstan-· cias, aunque la frase parezca peregrina cuando se recuerdan las cabriolas fantásticas de Pickwick. Pero todos los incidentes de Pickwick, por extraños que sean a menudo, tienden a la extrañeza más grande aún de las almas, o algunas veces a hacer que el lector toque con el dedo -si es lícito expresarse así- esta extrañeza misma." (G. K. Chesterton: Charles Dickens.)

Stevenson es otro gran victoriano que ocupa preeminente lugar entre los prosistas ingleses. Algunos críticos -como el implacable Saintsbury- lo

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quisieran menos impecable estilista. Sus cuentos son deliciosos y su lectura uno de los mejores regalos que puede uno concederse.

Los cuentos de Wilde tienen mucho del poema en prosa. Sólo que se trata de un Aloysius Bertrand por el que hubiera pasado el tibio hálito de Dickens.

Kipling es una de las voces características en nuestros afanados tiempos.

Conrad es el pintor de marinas por excelencia, y en sus obras se escuchan The surge and thunder tf the Odyssey.

Lord Dunsany -cuentista, dramaturgo, poeta- cultiva en una atmós­fera de irrealidad flores extrañas de gran lozanía que dejan en el alma como el recuerdo de un sueño lleno a la vez de misterio y encanto.

Katherine Mansfield, neozelandesa, dotada de innegables cualidades poéticas, ha dado al cuento su fina sensibilidad femenina.

Los Estados Unidos están representados por una historieta del gran Hawthome, y por otra del célebre Mark Twain.

Mark Twain es genial por la idea del cuento, rara vez por la pintura de los personajes o del medio ambiente. Compárese el Frasquito de Miseri­cordia de Pérez Galdós con el protagonista del cuento que publicamos, y se notará la honda densidad humana del héroe galdosiano y lo esquemático hasta cierto punto del personaje del cuento de Mark Twain.

Es:a de Q),¡eiroz representa la literatl\ra portuguesa. Nuestra América Latina ha tenido cuentistas de reconocido mérito,

como Machado de Assis, Lugones, Ricardo Palma, Riva Palacio, etc. Ob­sérvase un fino análisis psicológico en Machado, en cuyas obras abundan tipos femeninos de singular realidad. Horacio Q),¡iroga nos pinta la selva indómita con sus tremendas peripecias.

julio Torri

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EL CUENTO ANTIGUO

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ORIENTE

PANCHATANTRA

El cuento que sigue procede del Panchatantra, la más antigua colección de cuentos indostánicos que se conserva. Tal como han llegado hasta nosotros, en su última redacción, datan del siglo VI de nuestra era; pero su elaboración debe de haber sido bastante anterior. La voz Panchatantra viene del sánscrito (pancha, cinco; y de tantra, serie o hilo); así pues, quiere decir: las cinco series o los cinco libros. Es uno de tantos nitizastras (de niti, conducta; y zastra, instrumento de aprendizaje), es decir, un manual de. moral práctica. De la traducción árabe derivan todas las versiones europeas. El Libro del Calila e Dimna, hecho redactar por primera vez por Alfonso el Sabio (1251), no es más que una refundición española de la famosa colección oriental. Utiliza­mos la versión directa del sánscrito de don José Alemany Bolufer (Biblioteca Clásica, tomo CCXIX, Madrid, 1908).

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CUENTO XIX

"{ Tivían en un lugar dos amigos llamados Dharmabudhi y Papabudhi. V Un día pensó Papabudhi: "Soy un tonto que me dejo dominar por la

pobreza. Voy a coger a Dharmabudhi y marcharme con él a otro país." Al otro día dijo a Dharmabudhi:

-¡Amigo!, cuando seas viejo, ¿qué podrás contar de ti? Sin haber visto extrañas tierras, ¿qué historias podrás contar a tus hijos? Pues se ha dicho:

Quien no ha conocido las diversas lenguas, costumbres y demás cosas de los'países extraños recorriendo la superficie de la tierra, no ha recogido el fruto de su nacimiento.

Así pues:

El hombre no adquiere completamente la ciencia, la riqueza ni el arte si no recorre la tierra admirando un país después de otro.

Gozoso Dharmabudhi al oír estas palabras, con permiso de sus mayores partió en día favorable y en compañía de aquél hacia un país extranjero. Allí, moviéndose Papabudhi, gracias a la capacidad de Dharmabudhi, adquirió una gran fortuna. Entonces, contentos ya los dos con la abundante riqueza que poseían, se volvieron a casa muy impacientes. Pues se ha dicho:

Aquellos que han residido en tierra extraña adquiriendo ciencia, riqueza o arte, cuando vuelven a su casa la distancia de una kroza les parece de cten yo;anas.

Pero cuando ya estaban cerca del pueblo, dijo Papabudhi a Dharma­budhi:

-Amigo, no conviene que llevemos a casa todo este dinero, porque nos lo pedirán la familia y los parientes. Ocultémosle bajo tierra, aquí en

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la espesura del bosque, y tomando sólo un poco, entremos en casa; luego, cuando tengamos necesidad, nos reuniremos aquí los dos y nos lo llevare­mos. Pues se ha dicho:

Nunca el sabio enseñará su riqueza por pequeña que ésta sea; pues a la vista de ella tiembla el corazón, aunque sea el de un asceta.

Así pues:

Como los peces devoran su alimento en el agua, las bestias en la tierra y los pájaros en el aire, así el rico es saque~do en todas partes ..

Al oír esto Dharmabudhi, dijo: -Está bien, amigo; hagámoslo. Hecho así, se fueron ambos hacia su casa, donde se acomodaron con

toda felicidad. Pero otro día, de noche, volvió Papabudhi al bosque, cogió todo el dinero, llenó el hoyo y se fue a casa. Luego, a los pocos días, fue a verle Dharniabudhi y le dijo:

-¡Amigo!, como tengo tan numerosa familia, estamos ya sin dinero; vayamos, pues, y saquemos de aquel sitio un poco de dinero.

-Amigo -contestó aquél-, hagámoslo así. Mas cuando llegados al sitio cavaron en él, vieron ambos vaáo el depó­

sito. Dándose entonces Papabudhi un golpe en la cabeza, dijo: -¡Ah, Dharmabudhi!; tú te has llevado el dinero y nadie más; y señal

de ello es que has cubierto de nuevo el hoyo. Dame, pues, la mitad; si no, te denuncio a la justicia.

-¡Ah, criminal! -dijo aquél-; no digas eso, que yo sin duda nin­guna soy de conciencia recta, 1 y nunca cometo un acto de ladrón. Y se ha dicho:

Aquel que mira a la mujer de otro como a su madre, las riquezas ajenas como terrones del suelo y a todas las criaturas como a sf mismo, es ver­dadero sabio.

1 O sea, "Dharmabudhi", que es lo que significa esta palabra. 1

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Disputando los dos llegaron a casa del ministro de la justicia y le en­teraron del hecho, acusándose mutuamente. Y como los encargados de la administración de justicia dispusieron que se celebrara un juicio de Dios, cuando se les obligaba a él, dijo entonces Papabudhi:

-¡Ah!, aquí no se ha cumplido con el procedimiento, pues se ha dicho:

Cuando surge una disputa, lo primero que procede es la prueba documen­tal; a falta de ésta, los testigos, y s6lo cuando tampoco los haya, aconsejan los prudentes el juicio de Dios.

Y en este pleito son mis testigos las divinidades del bosque. Qye se les pregunte, pues; ellas dirán quién de nosotros dos es el justo o el ladrón.

Entonces dijeron todos: · -Verdad es lo que acabas de decir. Porque se ha dicho:

Cuando en un pleito se presenta un testigo, aunque éste sea un hombre de la última clase, no procede el juicio de Dios. ¡Cuánto menos .si son testigos las divinidades!

Y nosotros tenemos. gran curiosidad por ver el fin de este pleito; así que mañana por la mañana habéis de venir con nosotros allí al sitio del bosque. ' . ,

Enseguida se fue Papabudhi a casa y dijo a su padre: -Padre, esta gran cantidad de dinero se la he robado yo a Dharmabudhi,

y con una sola palabra tuya quedará en disposición de que la disfrutemos como un maduro fruto. De otro modo desaparecerá junto con mi vida.

-Hijo mío -contestó aquél-, di pronto lo que se ha de decir, para que asegure yo esta fortuna.

-Padre -dijo Papabudhi-, hay en esta región un gran zami en cuyo tronco hay un gran hueco. Te vas y te metes en él enseguida; y mañana por la mañana, cuando yo pronuncie el juramento, di entonces: Dharmabudhi es elladr6n.

Así se hizo; al día siguiente por la mañana tomó un baño Papabudhi, y siguiendo a Dharmabudhi en compañía de los jueces, al llegar junto al zami, dijo con voz penetrante:

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El Sol y la Luna, el Viento y el Fuego, el Cielo, la Tierra, el Agua, el Corazón y Yama, el Día y la Noche y los dos Crepúsculos, y sobre todo Dharma, conocen la conducta del hombre.

Decid, pues, divinidades del bosque, cuál de nosotros dos es el la-drón.

El padre de Papabudbi, que estaba en el hueco del zarni, dijo: -¡Oíd!: Dharmabudhi ha robado en este bosque. Admirados y con los ojos abiertos quedaron todos los jueces al oír esto;

y mientras buscaban mirando en el código la pena que debían imponer a Dharmabudhi, proporcionada a la suma que había robado, recogió éste buen montón de combustible, y cercando ¿on él el tronco del zami, le prendió fuego. Y encendido el trón~o del zaffii, salió de él el padre de Papabudhi dando gritos de dolor, con el cuerpo ~edio quemado y lo~ ojos espantados. Preguntado entonces por todos ellos, contóles todo lo hecho por Papabudbi. Enseguida los jueces hicieron colgar a Papabudhi de una rama del zami, y dando la enhorabuena a Dharmabudhi, dijeron:

-¡Ah!, bien se ha dicho:

El sabio debe pensar no sólo en el medio, sino también en el remedio.

Traducción de don fosé Alemany Bolufer

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LAS MIL Y UNA NOCHES

Las mil y una noches, compilación de cuentos árabes universalmente famosa. Tal como'se conserva, parece haber sido compuesta en El Cairo a mediados del siglo ~v y comienzos del XVI. Europa la conocio por medio del orienta­lista fran~és Antaine Galland. En inglés hay versiones literales de Burton y de Payn'e. En español hay una traducción de Blasco Ibáñez, hecha sobre la versión,francesa de Mardrus.

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HISTORIA DEL MAESTRO DE ESCUELA LISIADO

Y CON LA BOCA HENDIDA

S abe, ¡oh Emir de los Creyentes!, que, por mi parte, empecé a ganarme la vida como maestro de escuela, y tenía bajo mi mano unos ochenta

muchachos. Y la historia de lo que me sucedió con estos muchachos es prodigiosa.

Debo empezar por decirte, ¡oh mi señor!, que yo era para ellos severo hasta el límite de la severidad, e inflexible y riguroso, hasta el punto de exigir que, incluso en las horas de recreo, continuasen trabajando, y no los enviaba a sus casas hasta una hora después de ponerse el sol. Y aun entonces no dejaba de vigilarlos, siguiéndolos por zocos y barrios, para impedirles que jugaran con granujillas que los pervirtieran.

Y he aquí que fue precisamente mi rigor el que atrajo sobre mi cabeza las calamidades, como vas a ver, ¡oh Emir de los Creyentes!

En efecto, al entrar un día entre los días en la sala de lectura en el mo­mento en que todos mis alumnos estaban reunidos, los vi de pronto erguirse sobre sus piernas a todos y exclamar a una sola voz:

-¡Oh maestro, qué amarillo tienes hoy el rostro! Y me sorprendió mucho aquello; pero como no sentía ningún dolor

interno que pudiese amarillearme de tal suerte el rostro, no me preocupé excesivamente de aquella noticia, y abrí la clase como de costumbre, gri­tándoles:

-Empezad, ¡oh granujas!, que ha llegado la hora de trabajar. Pero he aquí que el alumno monitor avanzó hacia mí con un aire muy preocupado, y me dijo:

-Por Alá, ¡oh maestro!, tienes muy amarillo el rostro hoy, y Alá aleje tu mal. Si estás muy enfermo, yo daré hoy la clase en lugar tuyo.

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Y al mismo tiempo, todos los alumnos, demostrando gran inquietud, me miraban llenos de conmiseración, como si ya estuviese yo a punto de rendir el alma. Y acabé por impresionarme mucho, y me dije a mí mismo: "¡Oh!, por lo visto debes de estar muy mal sin darte cuenta de ello. Y las peores enfermedades son las que entran en el cuerpo subrepticiamente, sin que su presencia se revele por molestias muy marcadas." Y me levanté en aquella hora y en aquel instante, confié la dirección de la clase al alumno monitor, y entré en mi harén, donde me acosté cuan largo era, diciendo a mi esposa:

-¡Prepárame lo que haya que preparar para inmunizarme contra 'la ictericia!

Y lo dije lanzando muchos suspiros y quejándome, como si ya estuviese bajo la acción de todas las pestes y enfermedades rojas.

A la sazón, el alumno monitor llamó a la puerta y pidió permiso para entrar. Y me entregó la suma de ochenta dracmas, diciéndome:

-¡Oh maestro!, los buenos de tus alumnos acaban de verificar una colecta entre ellos para hacerte este presente, a fin de que nuestra maestra pueda cuidarte bien sin reparar en gastos.

Y me conmoví mucho con aquel rasgo de mis alumnos, y para demos­trarles mi satisfacción les di un día de asueto, sin sospechar que se había fraguado todo con este único fin. Pero ¿quién puede adivinar toda la malicia que se oculta en el pecho de los niños?

En cuanto a mí, pasé todo aquel día muy apurado, aunque la vista del dinero que habíame venido de manera tan inesperada me daba cierto gus­to. Y al día siguiente volvió a verme el alumno monitor, y al encontrarse conmigo exclamó:

-Alá aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! Pero ¡aún tienes la tez más ama­rilla que ayer! ¡Descansa!, ¡descansa! ¡Y no te preocupes de lo demás ... !

En este, momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana y se calló

discretamente. .,

PERO CUANDO LLEGÓ LA 874.a NOCHE,

ella dijo:

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- ... Alá aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! Pero ¡aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa!, ¡descansa! ¡Y no· te preocupes de lo demás!

Y muy impresionado con las palabras del maligno muchacho, me dije a mí mismo: "Cuídate bien, ¡oh maestro!, cuídate bien a costa de tus alum­nos." Y así pensando, dije al monitor:

-¡Da tú la clase como si yo estuviera allí! Y empecé a gemir y a lamentarme de mí mismo. Y dejándome en aquel

estado, el muchacho se apresuró a reunirse con los demás alumnos para ponerlos al corriente de la situación ..

Y aquel estado de cosas duró una semana entera, al cabo de la cual el alumno monitor me llevó otra suma de ochenta dracmas, diciéndome:

-Es la colecta que han hecho los buenos de tus alumnos, a fin de que nuestra maestra te pueda cuidar bien.

Y aún me conmoví mucho más que la vez primera, y me dije: "¡Oh!, en verdad que tu enfermedad es una enfermedad bendita que te proporciona dinero sin trabajo ni esfuerzos, y que, al fin y al cabo, no te hace sufrir. ¡Ojalá dure mucho tiempo todavía, para mayor bien tuyo!" · ·

· Y desde aquel momento decidí fingir que seguía enfermo, persuadido a la larga de que mi organismo no estaba realmente atacado, y diciéndome: "Jamás tus lecciones te producirán tanto como tu enfermedad." Y a partir de aquel momento, me tocó a mí hacer creer en lo que no existía. Y cada vez que el alumno monitor volvía a verme le decía yo:

-¡Voy a morir de inanición, porque mi estómago rehúsa los alimen­tos!

Pero no era verdad, pues nunca había comido yo con tanto apetito ni me había encontrado mejor.

Y continué viviendo de tal suerte durante algún tiempo, cuando he aquí que un día entró el alumno en el preciso momento en que me disponía a comer un huevo. Y al verle, mi primer impulso fue el de ocultar el huevo en mi boca, por temor de que, al encontrarme comiendo, sospechara la verdad y advirtiese mi falsía: Y como el huevo quemaba, me producía do­lores intolerables. Y el empecatado chiquillo, que sin duda alguna debía de

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saber a qué atenerse acerca de la situación, en vez de marcharse persistió en mirarme con aire compasivo y diciéndome:

-¡Oh maestro, qué infladas tienes las mejillas y cuánto debes de sufrir! Eso seguramente debe de ser un absceso maligno.

Luego, como en mi tortura se me salían los ojos de la cabeza y no le contestaba, me dijo:

-¡Hay que abrirlo! ¡Hay que abrirlo! Y avanzó hacia mí con presteza, y quiso clavarme en la mejilla una aguja

gorda. Pero entonces salté sobre ambos pies vivamente, y corrí a la cocina, donde escupí el huevo, que ya me había quemado gravemente la boca. Y a consecuencia de aquella quemadura, ¡oh Emir de los Creyentes!, se me declaró en la mejilla un verdadero absceso y me hizo ver la muerte roja. Y se hiw ir al barbero, que me sacó la mejilla para vaciarme el absceso. Y a con­secuencia de aquella operación se me quedó la boca hendida y deformada.

Y he aquí el porqué de la rasgadura y de la deformación de mi boca. En cuanto al porqué de mi lisiadura, ¡helo aquí!

Cuando, al cabo de algún tiempo, me repuse de las consecuencias de la herida, volví a la escuela, donde fui más riguroso y severo que nunca para con mis alumnos, cuya turbulencia había que reprimir. Y cuando la conducta de uno de ellos dejaba algo que desear, le corregía a estacaws. Así acabé por enseñarles a respetarme de tal modo, que, cuando me ocurría estornudar, abandonaban al instante sus libros y cuadernos, se erguían sobre sus pies con los brazos cruzados y se inclinaban ante mí hasta tierra, exclamando de común acuerdo:

-¡Bendición! ¡Bendición! Y yo contestaba, como era razón: -¡Y con vosotros el perdón! ¡Y con vosotros el perdón! Y también les enseñaba otras mil cosas, a cuál más provechosa e ins­

tructiva. Porque no quería que sus padres gastasen en vano el dinero que me daban por su educación. Y de tal suerte esperaba hacer de los chicos excelentes sujetos y comerciantes respetables.

Un día, que era día de salida, los llevé de paseo un poco más lejos que de costumbre. Y de haber andado mucho, teníamos mucha sed. Y como

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precisamente habíamos llegado junto a un pozo, decidí bajar a él para aplacar mi sed con el agua fresca que contenía y coger un cubo de ella, si podía, para los chicos.

Y al ver que no había cuerda, cogí todos los turbantes de los alumnos, y haciendo con los mismos una cuerda bastante larga, me la até a la cintu­ra y ordené a mis alumnos que me bajaran al pozo. Y al punto me obedecie­ron. Y me vi colgado del orificio del pozo. Y me bajaron con precaución para que no diese con la cabeza en la piedra. Y he aquí que el tránsito del calor al fresco y de la luz a la oscuridad me hizo estornudar. Y no pude reprimir· un estornudo. Y sea involuntariamente, sea por costumbre, sea por malicia, mis escolares soltaron la cuerda con un ademán unánime, se cruzaron de brazos y exclamaron todos a la vez, como lo hacían en la escuela:

-¡Bendición! ¡Bendición! Pero no pude contestarles en aquella circunstancia, porque caí pesada­

mente al fondo del pozo. Y como el agua no tenía mucha profundidad, no me ahogué; pero me rompí ambas piernas y la clavícula, en tanto que los chicos, espantados no sé si de su hazaña o de su atolondramiento, huyeron a todo correr. Y yo lanzaba tales gritos de dolor, que unos transeúntes, de quienes llamé la atención, me sacaron del pozo. Y como me hallaba en un estado lamentable, me colocaron en un asno y me llevaron a casa, donde estuve postrado durante un tiempo considerable. Pero jamás me curé de mi accidente. Y no pude volver a ejercer mi profesión de maestro de escuela.

Y por eso, ¡oh Emir de los Creyentes!, me vi obligado a mendigar para dar de comer a mi mujer y a mis hijos.

Y así es como me has visto y socorrido generosamente en el puente de Bagdad.

¡Y tal es mi historia!

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ITALIA'.

BoccAccw

Giovanni Boccaccio, novelista, poeta y humanista italiano, nació en 1313, en París; murió en Certaldo, en 1375. Fue amigo de Petrarca y comenta­dor de Dante. Su obra .maestra, universalmente conocida, y embrión de la novela europea, es el Decamerón (1348-1353), colección de cien novelas (novel/a significa, en su origen, narración corta y de carácter ligero), dos de las cuales reproducimos a continuación. Otras obras suyas: Filocolo (1336); Filostrato (1338); Amorosa Visione (1342); Fiammetta (1343); La Teseida (1345); Corbaccio; Vita di Dante (1357-1362); Commento sopra la Comedia; De genealogiis Deorum gentilium (15 libros, 1350-1360). Boccaccio escribió en italiano y en latín.

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DECAMERÓN JORNADA PRIMERA- NOVELA TERCERA

MELQ!)ISEDEC. JUDÍO, CON UN CUENTO DE TRES ANILLOS, ESCAPA A UN GRAN PELIGRO

APAREJADO PORSALADINO

S aladino, cuyo valor fue tanto que no sólo le levantó de humilde condi­ción a Soldán de Babilonia, sino que aun muchas victorias sobre reyes

sarracenos y cristianos le hizo cobrar, habiendo por diversas guerras y por su grandísima magnificencia gastado todo su tesoro, y por algún accidente que le sobrevino necesitando una buena cantidad de dinero, no mirando dónde así prestamente como lo había menester lo pudiese obtener, se acordó de un rico judío, cuyo nombre era Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría; y pensó que podría servirlo, cuando quisiese. Pero éste era avaro, que de su voluntad no lo haría jamás, y no quería con él emplear la fuerza. Y así fue que, obligado por la necesidad, púsose a buscar un modo para que el judío le sirviese, y discurrió hacerle una violencia que tuviese alguna apariencia de razón. Y habiéndolo hecho llamar, recibiólo familiarmente, lo hizo sentar a su lado, y enseguida le dijo:

-Hombre valiente, estoy enterado que eres sapientísimo y que en las cosas de Dios eres muy instruido; y por esto quisiera saber de buena gana por ti cuál de las tres leyes reputas como veraz, la judaica, la sarracena o la cristiana.

El judío, que realmente era un hombre sabio, comprendió demasiado bien que Saladino intentaba atraparlo en su respuesta, para moverle alguna cuestión; y juzgó que le convenía no alabar ninguna más que las otras dos, para que Saladino no lograse su propósito. Para lo cual, como quien ha de responder luego sin estar en disposición de hacerlo, aguzando el ingenio discurrió prontamente lo que había de decir, y dijo:

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-Señor mío, la cuestión que me proponéis es bella, y para tratar de de­cir bien lo que opino, es oportuno referiros un cuentecillo, que vais a oír. Si mi memoria no me engaña, recuerdo haber muchas veces oído hablar de un grande hombre rico, que entre otras joyas caras que en su tesoro tenía había un anillo bellísimo y precioso; al cual queriendo hacer honor por su precio y por su belleza y en perpetuidad dejarlo a sus descendientes, ordenó que aquel de sus hijos al que como legado por él fuese este anillo encontrado, que entendiese ser su heredero, y que debería ser por todos los demás, como mayor, honrado y reverenciado. Al que le tocó, tuvo orden semejante en sus descendientes, y así se siguió haciendo como lo había dispuesto su prede­cesor. En una palabra, correspondió este anillo a muchos herederos, yendo de mano en mano, y finalmente vino a las de uno que tenía tres hermosos hijos, virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que todos tres eran igual­mente amados por éste. Y los jóvenes sabían la usanza de aquella sortija; y cada uno, con el deseo de ser el más honrado entre los suyos, como mejor podía rogaba al padre, ya viejo, que cuando muriese le dejase aquel ani­llo. El buen hombre, que de modo igual a todos amaba, no sabía él mismo a cuál designar y resolvió, habiéndolo a cada uno prometido, de contentar­los a los tres; y secretamente a un buen maestro hizo hacer otros dos anillos que fueron tan semejantes al primero, que él mismo, que los había hecho cincelar, apenas conocía cuál era el original. Y sintiéndose morir, en secreto dio uno a cada uno de sus hijos. Los cuales, después de la muerte del padre, queriendo reivindicar la herencia y el honor, y cada uno de ellos negándolos a los demás, en testimonio de deber esto razonablemente ejecutar, cada uno mostró su anillo. Y habiéndose descubierto que las sortijas eran tan seme­jantes que no se podía conocer cuál fuese la verdadera, se abandonó el pleito, y ha quedado pendiente y lo queda hasta hoy determinar cuál era el heredero del padre. Y así os digo, señor, de las tres leyes a los tres pueblos dadas por Dios Padre, de las cuales me propusisteis la cuestión: cada uno cree que su herencia, su ley y sus mandamientos son los verdaderos; pero que lo sean, como de los tres anillos, todavía está pendiente de resolverse el caso.

Saladino conoció que éste del mejor modo había sabido escapar al lazo que delante de los pies le había tendido; y se dispuso a manifestarle su ne-

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cesidad, y a ver si quería ayudarle. Y así lo hizo, descubriéndole lo que en el ánimo había proyectado hacer, si tan discretamente como lo había hecho no hubiera respondido. El judío de buena gana sirvió a Saladino con toda la cantidad que éste le pidió; y el Soldán enteramente pagó la deuda más adelante; y además de esto le hizo grandísimas mercedes, y siempre lo miró como a su amigo, y lo mantuvo junto a sí en grande y honroso estado .

. ,

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DECAMERÓN JORNADA SEXTA- NOVELA NOVENA

GUIDO CAVALCANTI MOTEJÓ AGUDA Y HONESTAMENTE A CIERTOS CABALLEROS FLORENTINOS, Q!JE LO HABÍAN TOMADO

DE SORPRESA

Debéis, pues, saber que en los tiempos pasados hubo en nues­• • • tra ciudad usanzas harto bellas y .laudables, de las cuales hoy ninguna queda, merced a la avaricia, que al par con la riqueza ha crecido, y que las ha desterrado todas. De éstas era· una, que en diversos lugares de Florencia se reunían gentiles hombres del país, y formaban asambleas de cierto número, cuidando de incluir sólo a los que pudieran cómodamente sufragar los gastos; y hoy uno, y mañana el otro, y así por orden todos in­vitaban a un banquete, en su día, a toda la compañía. Y en ésta a menudo honraban a los gentiles hombres forasteros, cuando los acompañaban, y aun a los de la ciudad. Y todos vestían del mismo modo, a lo menos una vez al año, y los días célebres todos cabalgaban juntos por la ciudad; y hacían juegos de armas, sobre todo en las principales fiest¡¡s, o cuando llegaba la buena noticia de una victoria u otro grato suceso. Entre estas reuniones hubo una de Betto Brunelleschi, en la que el caballero Betto y compañeros se habían ingeniado para arrastrar con ellos a Guido, hijo del señor Ca-· valcante de Cavalcanti. Y no sin causa, porque además de que era uno de los mejores razonadores del mundo, y óptimo filósofo natural (cosas que importaban poco a la compañía), era de muy alegre ánimo, educado y de fácil palabra, y sabía hacer mejor que otro cualquiera toda cosa que toca a un noble; y con esto, era riquísimo, y cuanto se puede desear sabía hacer acatamiento a lo que juzgaba digno. Pero Messer Betto no había logrado

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hacerlo de los suyos; y creía con sus acompañantes que provenía de que Guido, una vez dado a la especulación abstracta, se alejaba del mundo. Y porque él sustentaba la opinión de los epicúreos, se decía entre la gente vulgar que estas sus meditaciones iban encaminadas a saber si pudiera ser que Dios no existiese.

Sucedió un día que Guido partió de Orto San Michele y por la vía degli Adimari llegóse a San Juan, por donde solía pasar; allí había grandes arcos de mármol que hoy están en Santa Reparata, 1 y muchos otros en redor de San Juan, y él hallándose tras las columnas de pórfido que hay y los arcos y la puerta de San Juan que a esa hora estaba cerrada; Messer Betto con su cabalgada llegaron a la plaza de Santa Reparata, y entre aquellas sepulturas descubrieron a Guido, y se dijeron:

-Vayamos a darle broma. Y espolearon los caballos y alegremente lo rodearon, casi antes que él

se percatase, y comenzaron a decirle: -Guido, tú rehúsas ser de los nuestros; pero cuando descubras que Dios

no existe, ¿qué irás a hacer? A los cuales Guido, viéndose por ellos cercado, prestamente replicó: -Señores, podéis decirme en vuestra casa lo que os plazca. Y apoyándose en uno de aquellos grandes arcos, como quien era lige­

rísimo, dio un salto a la parte de afuera, y librándose de ellos, se alejó. Se quedaron todos mirándose unos a otros, y comenzaron a decir que él era un hombre sin seso y que lo que había respondido no tenía sentido, porque donde estaban no habían de hacer más que los otros ciudadanos y Guido menos que alguno de ellos. A los que Betto, volviéndose, dijo:

-Los de poco seso sois vosotros, porque no le habéis comprendido. Él, de modo elegante y en pocas palabras, nos ha dicho la mayor villanía del mundo. Por lo que podéis mirar bien, estos arcos son la casa de los muertos; arcos que dice que son nuestra casa, con lo que da a entender que nosotros

1 Santa Reparata ha sido sustituida por Santa María del Fiore.

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y los ignorantes y sin letras somos en comparación suya y de los demás hombres instruidos peor que muertos; por lo que hallándonos en este sitio, estamos en nuestra casa.

Entonces· comprendió cada uno lo que Guido había querido decir, y avergonzados no usaron más de chanzas con él, y en adelante tuvieron a Messer Betto por un sutil y entendido caballero.

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ESPAÑA

JuAN DE TIMONEDA

Valenciano, vivió hacia mediados del siglo XVI. Librero, poeta popular, autor dramático y erudito, de su vida se sabe muy poco. Ha dejado varias obras, entre ellas dos colecciones de cuentos, casi en su totalidad adaptados del italiano: El sobremesa y alivio de caminantes (1563) y El patrañuela (1567). Por estos dos libros el autor ocupa un puesto histórico en la evolución del género narrativo breve. De la primera de dichas colecciones se toman los cuentos que siguen.

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CUENTO PRIMERO DE EL SOBREMESA Y ALIVIO DE CAMINANTES

U n tamborinero tenía una mujer tan contraria a su opinión, que nunca cosa que le rogaba podía acabar con ella que la hiciese. Una vez, yendo

de un lugar para otro, porque había de tañer en unos desposorios, y ella caballera en un asno con su tamborino encima, al pasar de un río, díjole.

-Mujer, cantad; no tangáis el tamborino, que se espantará el asno. Como si dijera táñelo, en ser en el río sonó el tamborino, y el asno

espantándose púsose en el hondo, y echó vuestra mujer al río; y él por bien que quiso ayudarle no tuvo remedio. Viendo que se había ahogado, fuela a buscar río arriba. Díjole uno q~e estaba mirando: .

-Buen hombre, ¿qué buscáis? Respondió: -Mi mujer que es ahogada. -Señor, ¿y al contrario la habéis de buscar? -Sí, señor; porque mi mujer siempre fue contraria a mis opiniones.

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CUENTO XXXII

En un banquete, estando el señor que lo hacía en la mesa, vido cómo uno de los convidados se escondió una cuchara de oro, y por el consiguiente

él escondió otra. Viniendo por diversas veces a la mesa el guarda-plata por buscar las cucharas que le faltaban, dijo:

-Toma, descuidado, toma esta cuchara, que el señor Fulano te dará la otra, que no lo hacíamos sino por probarte.

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CUENTO XXXVIII

Preguntó un gran señor a ciertos médicos que a qué hora del día era bien comer, El uno dijo: -Señor, a las diez. El otro, a las once, y el otro, a las doce. Dijo el más anciano: -Señor, la perfecta hora de comer es, para el rico, cuando tiene gana;

y para el pobre, cuando tiene de qué.

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FRANCIA

Los FABLIAux

Los .fabliaux son cuentos o narraciones medievales de carácter humorís­tico y picaresco. Sus orígenes, vinculados al folclor medieval, a la leyenda sentimental y caballeresca, a las fábulas orientales, se pierde en las tradicio­nes populares. Compuestos por los trovadores unas veces, otras reelabora­das o versificadas composiciones ya existentes, su florecimiento tuvo lugar en Francia, sobre todo en las regiones de Picardía y Champaña, hacia el siglo XIII y comienzos del XIV. Se· conservan unos ciento cincuenta, en su. mayoría anónimos. Boccaccio, Chaucer y La Fontaine se han inspirado en sus temas. Se han publicado dos importantes recopilaciones de fabliaux: una por Montaiglon y Raynaud (1872 a 1890), y otra (que contiene piezas extranjeras del mismo género) por Barbazan y Méon (1808).

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FABLIAU DE LOS TRES CIEGOS DE COMPIEGNE

<DE CORTEBARBEl

Voy a narraros algo contenido en una jable. Tiénese al poeta como un sabio, sin más oficio que el de recitar, recogiendo donosuras, dichas

u oídas, para repetirlas luego ante duques y condes. Y como siempre es grato el escuchar una jable, pues hacen olvidar muchos males, quebran­tos, luchas y sinsabores, oíd esta que Cortebarbe compuso, y que aún per­dura y se recuerda.

Caminaban tres ciegos por las afueras de Compiegne, a un mismo paso y sin lazarillo que los condujese. Con su escudilla cada uno, y pobremente vestidos, los tres marchaban hacia Senlis. Un galán que venía de París, muy ducho en el bien y el mal, jinete en espléndida cabalgadura y escoltado por su escudero, llegóse pronto hasta los ciegos, por la ligera marcha que llevaba, y observando que no había quien los condujese, se preguntó por qué no se desviaban de su ruta, añadiendo después:

-Qye me asomen dos cuernos si no averiguo si ven estos bergantes. Oyéronle aproximarse los ciegos, y los tres hiciéronse a un lado del

camino, implorándole una limosna de este modo: -¡Hacednos una caridad, que somos pobres, y más pobres aún por

no ver! Entonces el galán, para mejor saber de la ceguera que presumía fingida

en los mendigos, se dispuso a engañarlos, simulando darles la limosna. -He aquí -les dijo- una moneda para que la repartáis entre

los tres. -¡Dios y la Santa Cruz os lo premien, que no es la vuestra generosidad

despreciable! -contestaron los ciegos, suponiendo cada cual que el compa­ñero era el poseedor de la moneda.

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Fingió luego partir el caballero; pero deseoso de presenciar el reparto, se detiene, echa pie a tierra, y oye lo que entre sí hablan y discuten los ciegos. El más agudo de los tres dice:

-No nos ha contentado con unas migajas el que tan espléndido re­galo nos ha hecho, porque ello significa buenos presentes. ¿Sabéis lo que debemos hacer? Pues tomar a la ciudad, que hace mucho tiempo que no disfrutamos, y es bien que cada cual se divierta a su gusto, y así lo haga en Compiegne, pródiga y abundante en toda clase de bienes.

-Ante palabras tan persuasivas -añadió uno de los otros-, apresu­rémonos a pasar el puente.

Y hacia Compiegne se volvieron, tal como lo habían acordado. E iban los tres alegres, satisfechos y gozosos, siempre seguidos por el galán y su escudero, que se habían prometido no perderlos de vista hasta saber cuál era su propósitó. Y los ciegos entraron en la ciudad, en la que oyeron vocear:

-¡Al buen vino, fresco y nuevo de Auxerre y de Soissons! ¡Al pan tierno, carne y pescados! ... ¡Albergue para todos con excelente hospedaje, que lo que pregono merece gastarse los cuartos, y confiado puede estar el que entre en mi morada!

A lo que contestaron los ciegos: -Oportuno ha sido tal pregón, que no por ser harto desmedrados

nuestro continente y atavío, vamos a contentarnos con unas tristes migajas; queremos que se nos trate bien, y por ello hemos de pagar como el más exigente y desprendido; que de todo queremos lo bastante.

Así dijeron los mendigos, y el hostelero, pensando que decían verdad, y que a veces gentes de tal catadura disponen de más dinero que otros, se apresuró a conducirlos a la estancia más confortable del hostal, diciéndoles a un tiempo:

-Respetables señores míos, ¿por qué no permanecéis aquí, en mi hos­pedería, una semana entera, en donde podéis vivir a gusto y bien? Os juro que no habrá en la villa bocado gustoso o sabroso trago que no se os ofrezca, si así os place o deseáis.

A lo que contestaron los ciegos:

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-Id. pronto, señor hostelero, por todo lo que ofrecéis, y hacédnoslo traer al punto.

-Pues dejad libre mi voluntad, porque deseo ser yo quien acuerde y prepare todo lo preciso.

Y ásí diciendo, y marchándose presto, dispuso el hostelero tres abundan­tes platos, consistentes en carne, empanadas y capones, bien sazonados, y acompañados de sendos trozos de pan y colmados jarros de olorosos caldos; viandas y bebidas que hizo servir el hostelero, luego de haber encendido lumbre, en donde pudieron calentarse los huéspedes, lo que hicieron antes de sentarse en torno a una gran mesa.

El escudero, en tanto, dejó en la cuadra las caballerías, y el apercibido ga­lán se aprestó, no obstante lo pulido de su indumento, a comer y cenar con el hostelero, mañana y noche, si era preciso; mientras los ciegos, en la mejor es­tancia del hostal, como ya se ha dicho, eran servidos y atendidos como gran­des señores; y como gente principal también, todos y cada uno promovían gran algazara ofreciéndose vino de continuo.

-Bebe tú ahora, que luego he de hacerlo yo -se dicen-, y así daremos fin con lo que dio tan excelente viña.

Nadie sospechaba que se les importunase en tan interesante labor; y llegaron a la medianoche tranquilos y sin presumir daño alguno, y menos habían de sospechar ninguno de los tres, viendo las camas blancas y mullidas en las que habían de acostarse y reposar hasta bien entrada la mañana del siguiente día.

El taimado galán, por su parte, estaba siempre presente, porque quería presenciar el fin de toda aquella burla.

Levantóse el hostelero muy de mañana, y en unión de su mancebo, repasa y recuenta el gasto hecho por los mendigos. Y dijo el mancebo a su amo:

-De tal modo han tragado y engullido esos hambrones, que sólo el pan, el vino y las empanadas les sube a más de diez monedas.

-¿Y el señor caballero? -preguntó el hostelero. -El señor caballero, en cambio, ha consumido por valor de cmco

-contesta el criado.

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-No es por él por quien hay que temer -añade:-, sino por los otros. Así pues, sube y que paguen.

Y el mancebo, prestamente, llegóse adonde los ciegos reposaban todavía lo comido y bebido, para decirles:

-Vestíos cuanto antes, pues mi amo quiere cobrarse del gasto que habéis hecho.

-No os impacientéis -le contestaron-, que habremos de pagar de-bidamente en cuanto nos digáis a lo que asciende lo gastado.

Y atájales el mancebo: -Sólo a diez sueldos. -Bien lo vale el trato -responden los mendigos, ya en pie y bajando

de su estancia. El galán, que abajo finge dormir en duro lecho, calla y oye lo que dicen

los tres ciegos al hostelero, que, sobre poco más o menos, es lo que sigue: -Señor hostelero: tenemos para pagar tan sólo una moneda; pero como

vais a ver, es de buen peso; lo que significa que tendréis que devolvernos el sobrante, antes de que os hagamos mayor consumo.

A lo que el hostelero contestó: -Así he de hacerlo, desde luego. Añadiendo ante tal afirmación uno de los ciegos:

' -Pues que pague quien tenga la moneda, que no he de ser yo quien lo haga, porque yo no la tengo.

-Entonces quien la guarda es Roberto Barbaflorida -replica el se­gundo.

-Yo no la tengo, y así, sólo quedas tú para. tenerla -aduce el tercero. -Por toda la sangre que por mis venas corre, juro que no tengo ni un

sueldo. -Entonces, ¿quién la tiene? -torna a preguntar el primer ciego. -¿Qy.ién ha de tenerla? ¡Tú! -insistió el segundo-. Y, de no ser tú,

no queda otro que éste -dijo, refiriéndose al tercer compañero. A lo que de nuevo hubo de negar el aludido: -Ya he dicho que no la tengo. Y oyendo tal disputa el hostelero, la atajó para decir a los tres:

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-Si no me pagáis, grandísimos truhanes, por mi nombre os juro que seréis awtados hasta que no quede en vuestros asquerosos cuerpos sitio sin verdugón, y luego, para mayor castigo, seréis encerrados en un hediondo calabozo.

Comenzaron a implorar los ciegos al oír tal amenaza. -¡No! ¡Eso no! ¡Caridad, en nombre de Dios, y esperad, buen hostelero,

que se os abonará todo! Y de nuevo comenzó la disputa entre los tres. -Paga, Roberto, paga, y entrega la moneda, puesto que tú la recibiste;

que así ha de ser, porque de nosotros ibas el primero, y a ti fue a quien se la dieron.

-Muy al contrario -contestó Barbaflorida-. Tú eres el que ha de pagar, porque viniendo detrás de nosotros dos, lógico era que tú la reci­bieses.

Y viendo tales acusaciones de los unos a los otros, de éstos a aquél y de aquél a éstos, gritó ya enfurecido el hostelero:

-¡Acabemos! ¡A semejantes burlas suelo yo responder con golpes! Y así diciendo, hízose traer por su mancebo un cimbreante zurriago. El caballero de bolsa bien repleta, y ya desquijarado de reír, oyendo

el altercado del hostelero y sus huéspedes, viendo el peligroso giro que el asunto tomaba, se acercó al hostelero, preguntándole por qué se provocaba tal contienda, y qué pretendía aquella pobre gente.

-Pues que han comido y bebido de lo mío hasta quedar ahítos, y ahora, en pago, pretenden burlarse de mí -contestó el hostelero al galán, añadien­do-: pero pienso adornarles a zurriagazos los puercos rostros de tal suerte, que a los tres ha de darles vergüenza el presentarse ante nadie.

-Pues si ése es el motivo, termine aquí el altercado, añadiendo a mi gas­to el de ellos -dijo el caballero-, y si os debía cinco sueldos, así os deberé quince, por ser diez, según tengo oído, lo que estos desdichados os adeudan. Y advertid que hace mal el que a gente pobre y desvalida importuna y moles­ta, del modo que vos pretendíais hacerlo con estos infelices.

-Valiente, leal y generoso señor -contestó entonces el hostelero-. De buen grado accedo a vuestro deseo.

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Y gozosos partieron entonces los tres ciegos, p<ir haberse librado de tan difícil trance y haber liquidado sus deudas de tan extraño modo.

Pero escuchad todavía la patraña de que se valió el galán para no abonar gasto alguno.

En aquel preciso momento se oyó el repique d_e la campanita de la próxima iglesia llamando a misa, lo que sugirió al galán esto, que enseguida dijo al hostelero:

-Seguramente, señor patrón, conocéis a alguien en la abadía que res­ponderá de los quince dineros que os adeudo, y ante tal garantía me fiaréis esa suma.

-Desde luego, señor caballero -añade el hostelero--. Por San Silves­tre bendito, ¿cómo no creer a nuestro buen párroco, a quien, no ya la can­tidad que me debéis, sino treinta libras le prestaría confiado?

-¡Ah!, pues entonces -le contestó el galán- tened por cierto que a mi vuelta de la abadía estará saldada la deuda.

Accedió el patrón, y satisfecho el galán, dijo al escudero que se dispusiese a partir, que ensillase las caballerías y preparase el equipaje para emprender una nueva marcha. Rogó después al hostelero que le acompañase, y entrambos se dirigieron a la abadía, en donde entraron, situándose junto al altar ..

El caballero deudor coge por la mano a su acreedor, haciéndole sentar a su diestra; mas de pronto le dice:

-No voy a tener tiempo para permanecer aquí hasta que la misa temine; pero como quiero cumplir lo que os he ofrecido, voy a decirle al párroco que en nombre mío os abone las quince monedas en cuanto acabe de oficiar.

Y creyéndole a pies juntillas, le contestó al galán el hostelero: -Como gustéis. Colocóse entonces el caballero ante el párroco, revestido ya, y en pie,

con buenas razones y gentil continente, garantizadas con la gracia de su gesto, extrajo de su bolso doce monedas, entregándolas por su propia mano al oficiante, mientras le decía:

-Señor: por San Germán os ruego me oigáis y recibáis este dinero; todos los hombres de buena voluntad deben ser amigos, y por ello me

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atreví a acercarme al altar y llegar hasta vos para deciros que la pasada noche dormí en una hostería, de la que es dueño un hombre de bien, prudente y sin malicia, como así le. consta al bendito Jesús, Nuestro Se­ñor: pero cátate que una cruel enfermedad atacóle de repente ayer noche, a la cabeza, trastornando su juicio, cuando precisamente los huéspe­des y él andábamos en holgorio y fiesta. Poco tardó, a Dios gracias, en recobrar el conocimiento; pero aún tiene perdida la razón, y es de caridad el lograr su curación completa; y para ello os ruego le leáis sobre su testa el Evangelio entero, en cuanto hayáis terminado vuestros religiosos cantos.

-Por San Gil os juro -,-contestó el párroco-- que he de hacerlo como me lo pedís.

Y dirigiéndose al hostelero, le dijo con recia voz: -Tan pronto como acabe la misa, cumpliré con lo que el caballero me

pide. A lo que contestó el hostelero: -No deseo otra cosa, señor párroco, y a Dios y· a vos me enco-

miendo. Y, obtenida la promesa, despidióse el galán del oficiante, diciendo así: -El Señor os guarde, padre y maestro. Acercóse luego el párroco al altar, empezando la misa mayor, a la que

acudía mucha gente por ser fiesta de domingo. En tanto, el deudor se acercó a su acreedor para despedirse de él, y éste, solícito y reconocido, le acompañó hasta la hostería. Tenía entonces el galán su caballería, y, seguido de su espolique, emprendió la m~cha a paso largo, en tanto el hostelero regresa apresuradamente a la abadía, avivada la ilusión de cobrar sus quince monedas. Seguro de que había de recibir la suma, esperó ante el altar el remate de. la misa y a que el sacerdote se despojase de las sagradas vestidu­ras. Acabado el divino oficio el señor clérigo, tomó prontamente el misal, habiendo previamente rodeado su cuello con la estola, y, haciendo acercarse al hostelero, le dijo imperativo:

-¡Arrodíllate, maese Nicolás! -orden y palabra que no gustaron al hostelero,· como así lo demostró al replicar:

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-Señor párroco, yo no he venido aquí para esto, sino para que me abonéis mis quince monedas.

A lo que contestó el clérigo: -A la vista salta que este desdichado no razona -Y elevando al cielo

los ojos, añadió-: ¡Ayúdame, Señor mío, y devolved el juicio a este desven­turado! Fijaos, Santo Dios, en que está loco, pues no hay más que oírle.

Y, oyendo tal ·retahíla, el hostelero encaróse con los feligreses para decir:

-¡Oigan, oigan cómo se burla de mí este santo varón! No estoy loco todavía; pero harán que pierda los sentidos, si así sigue este clérigo la farsa de pretender volverme a la razón, colocándome el librote en la cabeza.

A lo que insistió el señor cura, pero ya en tono de prédica: -Escuchadme. Escuchadme bien, que todo '!o que nos llega por la vo­

luntad de Dios, no trae nunca desventura. Este libro que por segunda vez pongo sobre tu cabeza es el Evangelio.

-No lo dudo, señor sacerdote -replicó de nuevo el hostelero, no con­vencido todavía de la eficacia de la función-. Pero como nada me importa de todo esto y en el mesón me espera mi trabajo, por tercera vez digo que lo único que pretendo es que me abonen mis dineros.

Pero tal insistencia de nada sirvió al señor párroco, quien aburrido ya del empeño y tesón del hostelero, agrupó en torno a él a los feligreses, para decirles:

-¡Este infeliz está completamente loco! Por lo que protestaba el hostelero gritando: -Por Santa Cornelia y por la fe que tengo en mi hija, que no hay en

mí tal locura. ¡Qyiero tan sólo que cesen las burlas y que me paguen lo que se me debe!

Atemorizado el párroco ante la violenta actitud del reclamante, ordenó a los feligreses:

-¡Sujetadle! Y éstos, sin esperar nueva orden, cayeron sobre el hostelero, aprisionán­

dole fuertemente por brazos y manos. Trataron todos con suaves palabras de prestarle consuelo, en tanto el señor sacerdote, sie~pre con su estola al

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cuello, eleva y deja caer de nuevo el misal sobre la cabeza de maese Nico­lás; y ya el libro sobre la testa del hostelero, leyó el clérigo un Evangelio de principio a fin, y, suponiendo aún demente a maese Nicolás, le hizo la consiguiente aspersión de agua bendita; en tanto, el asendereado patrón pide tornar al hostal, prometiendo no volver a reclamar nada a persona alguna.

Bendícele entonces el señor clérigo, diciéndole: -¡Marcha bendito de Dios, hijo mío, que ya estás libre de tu mal! Guardó el hostelero una prudente actitud y silencio, y ciego de vergüen-

za y enojo por haber sido causa de tal afrenta y burla, tornóse, cabizbajo y sin demora, a la hostería.

Y añade Cortebarbe, como comentario que define bien su fabulilla, el que por engaños y torpes artilugios, a muchas personas de buena fe se las pone en vergüenza.

Traducción de C. Palencia Tuban Trece fabliaux.franceses, Revista de Occidente

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CHARLES PERRAULT

Perrault nació en París en 1628; murió en la misma ciudad en 1703. Cultivó diversos géneros literarios: la poesía, la historia, la ftlosofía, la crítica. En 1671la Académie Fran~aise lo recibió en su seno. En la "controversia sobre los antiguos y los modernos" tomó parte en defensa de éstos, contra Boileau, que defendía a los antiguos. Pero la gloria inmortal de Perrault radica en sus Cantes de ma mere !'Oye (1697), universalmente famosos, algunos de cuyos temas, como la Cenicienta, Caperucita Roja, La Bella durmiente del bosque, El gato con botas, se han convertido en verdaderos mitos infantiles.

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EL GATO CON BOTAS

U n molinero dejó por toda herencia a sus tres hijos, su molino, su asno y su gato. Las particiones se hicieron enseguida; no fue menester llamar

ni notario ni procurador, pues pronto se hubieran comido el exiguo patrimo­nio. Al mayor le tocó el molino; al segundo, el asno, y al menor, el gato.

No podía consolarse este último por lo pobre de su lote: -Mis hermanos -decía- trabajarán juntos y podrán ganarse la vida

honestamente; en cambio yo, una vez que haya comido mi gato y que me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de hambre sin remedio.

El gato, que escuchaba estas lamentaciones, aunque sin darlo a entender, le dijo con aire reposado y grave.

-No te aflijas más, amo mío; dame un saco1 y mándame hacer un par de botas con las cuales pveda internarme en las malezas; verás que no te ha tocado el peor lote en la distribución, como crees.

Aunque el dueño del gato no hiciese mucho caso de esto, le había visto desplegar tanta astucia en sus ardides para atrapar ratas y ratones, ya cuan­do acechaba suspendido por las patas, ya cuando se echaba entre la harina fingiendo estar muerto, que no perdió toda esperanza de ser socorrido en su miseria.

No bien tuvo el gato lo que había pedido, se calzó cumplidamente, y echándose al cuello el saco, tomó los cordeles de éste con las patas delanteras y se encaminó a un conejar donde había gran cantidad de conejos. Puso afre­cho dentro del saco, armó la trampa que servía para cerrarlo, y tendido cual si estuviese muerto se dispuso a esperar que algún conejillo poco versado en las artimañas de este mundo fuese a hurgar allí, atraído por el cebo.

1 Sac, en el original.

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Apenas se hubo echado sucedió lo previsto: un conejito atolondrado entró en el saco. Tirando prestamente del cordel maese gato lo. apresó, y enseguida le dio muerte sin misericordia.

Ufano de su proeza, se dirigió al palacio del Rey y solicitó hablarle. Guiado hasta los aposentos de Su Majestad, hiw ante él una gran reve­rencia, y dijo:

-He aquí, Sire, un conejo de conejar que el marqués de Carabás (fue el nombre que se le ocurrió dar a su amo) me ha ordenado ofreceros de su parte.

-Dile a tu amo -respondió el Rey- que se lo agradezco y que me complace sobremanera.

En otra ocasión fue a esconderse en un trigal. Armó su trampa, y cuando hubieron entrado en ella dos perdices, tiró del cordel y ambas quedaron apresadas. Encaminóse luego a palacio y .las presentó al Rey, como había hecho con el conejo del conejar. Recibió con placer el monarca las dos perdices que el gato .le ofreí:íá, e híwle dar para beber. · •· ,,

Así, durante dos o tres meses continuó el gato llevando de cuando en cuando al Rey alguna pieza de caza de parte de su amo .

. Un día el gato se enteró de que el Rey iba a salir de paseo por la orilla del río, en compañía de su hija, la princesa más bella del mundo; entonces dijo a su amo: ·

-Si sigues mi consejo tu fortuna está hecha: no tienes sirio que ir a bañarte al río, en el lugar donde yo te indique, y luego dejarme hacer.

El marqués de Carabás siguió al pie de la letra los consejos de su gato, sin saber a qué conduciría todo aquello. Estaba bañándose, cuando el Rey acertó a pasar por allí. No bien el gato hubo visto que se acercaba, se puso

· a gritar a voz en cuello: -¡Socorro! ¡Socorro! ¡El señor marqués se áhoga! A tales gritos, el Rey se asomó por la portezuela; y como reconociese al

gato que le había llevado tantas piezas de caza, dio orden a los guardias de su escolta para que fuesen pronto en socorro del señor marqués de Carabás.

Mientras sacaban al pobre marqués del río, el gato se acercó a la carroza real y dijo al Rey que unos ladrones habíanse llevado las ropas de su amo

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en tanto éste se bañaba, sin que hubiesen valido de nada los gritos que él daba al ladrón (el pícaro gato las había escondido debajo de una gran piedra).

El Rey ordenó enseguida a los oficiales de su guardarropa que fueran en busca de uno de sus trajes más hermosos para el señor marqués de Carabás. Hízole el Rey mil cumplidos, y como los bellos vestidos que le trajeran ha­dan resaltar su apuesta figura (pues era hermoso y gallardo), la hija del Rey lo encontró a su gusto, y no bien el marqués de Carabás le hubo dirigido dos o tres miradas tiernas, aunque muy respetuosas, la princesa se enamoró locamente de él.

El Rey quiso que el marqués subiera a su carroza y parricipase de aquel paseo.

Lleno de entusiasmo al ver que sus planes comenzaban a cumplirse, el gato tomó la delantera, y como encontrara a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:

-Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que este prado pertene­ce al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne para pastel.

Pasó el Rey y no dejó de preguntar a los labriegos a quién pertenecía el campo que segaban.

-Al señor marqués de Carabás --.:ontestaron todos a una; pues la amenaza del gato les había causado pavor.

-Tenéis ahí una excelente heredad -dijo el Rey al marqués de Ca­rabás.

-Por .. cierto, Sire -respondió el marqués-; es un prado que produce con abundancia todos los años.

Marchando siempre delante, maese gato encontró a unos labradores que recogían la cosecha, y les dijo:

-Buenas gentes que cosecháis, si no decís que todo este trigo perte­nece al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne para pastel.

Como el Rey pasara por allí un momento después, quiso saber de quién eran los trigales que veía.

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-Del señor marqués de Carabás -respondieron los campesinos. Y el Rey se congraruló de ello con el marqués.

Avanzando delante de la carroza el gato decía siempre lo mismo a cuan­tos encontraba a su paso, y el Rey se admiraba cada vez más de las grandes riquezas que poseía el marqués de Carabás.

Por último, maese gato llegó a un hermoso castillo, cuyo amo era un ogro, el más rico que jamás se haya conocido, porque todas las tierras por donde el Rey había pasado le pertenecían. Tuvo el gato buen cuidado de informarse quién era este ogro y de lo que sabía hacer. Llegado al castillo, solicitó permiso para hablar con él, argumentando que no había querido pasar por allí sin tener el honor de rendir al dueño del castillo los homenajes que tan gran señor se merecía.

El ogro lo recibió tan cortésmente cuanto puede serlo un ogro, y lo hizo descansar.

-Me han asegurado -dijo el gato- que poseíais el don de cambiaros en toda clase de animales; que podíais, por ejemplo, transformaros en un león, en un elefante.

-Os han dicho la verdad -respondió bruscamente el ogro-; y para demostrároslo, me vais a ver transformado en un león.

Se aterrorizó tanto el gato al ver a un león ante sí, que huyó al tejado por una gotera, no sin dificultad y sin peligro, puesto que las botas no son muy apropiadas para andar sobre tejas.

Al poco rato, cuando el gato hubo visto que el ogro había recuperado su primera forma, bajó y confesó haberse dado buen susto.

-También me han asegurado --dijo el gato-, aunque me cuesta creer­lo, que tenéis el poder de revestir la forma de los animales más pequeños, por ejemplo, de una rata, de un ratón. Confieso que eso me parece imposible.

-¿Imposible? -replicó el ogro-: Ahora vais a verlo. Y acto seguido se tornó en un ratón, que se puso a correr por el suelo.

Mas tan pronto como lo vio el gato, se le echó encima y lo devoró. Entre tanto el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso

entrar en él. Como oyera el gato el ruido de la carroza, que pasaba el puente levadizo, corrió al encuentro del Rey y le dijo:

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-¡Bienvenido sea Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de Carabás!

-¡Cómo, señor marqués -exclamó el Rey-, también este castillo os pertenece! No· he visto nada más hermoso que este patio y todos estos edificios que lo rodean; mostradme su interior si os place.

El marqués dio el brazo a la joven princesa, y tras el Rey, que subía el primero, penetraron en una gran sala, donde hallaron una mesa magnífica­mente servida que el ogro había hecho preparar para sus amigos, quienes habían sido invitados para ese día, pero no se habían atrevido a entrar al saber que el Rey estaba en el castillo.

Prendado de las buenas cualidades del marqués de Carabás el Rey, al igual de su hija, que enloquecía de amor, y viendo las grandes riquezas que poseía, le dijo, tras de beber cinco o seis copas:

-Señor marqués, sólo de vos depende que seáis mi yerno. El marqués aceptó, con grandes reverencias, el honor que el Rey le

concedía, y ese mismo día se casó con la princesa. El gato se convirtió en un gran señor, y desde entonces no persiguió a los ratones sino para diver­tirse.

Traducción de fosé Manuel Conde

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EL CUENTO MODERNO

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FRANCIA

HoNORÉ DE BALZAC

U no de los más grandes y fecundos novelistas franceses del siglo XIX, nació en Tours en 1779; murió en París en 1850. En su vasta obra novelística (la Comédie Humaine, 1827-1847, cuyas ocho secciones reúnen unos noventa títulos; y numerosos volúmenes anteriores a este ciclo o no incluidos en él) figuran, junto a las novelas largas, o novelas propiamente dichas, gran can­tidad de novelas cortas, o, más impropiamente, cuentos. La narración que se publica en esta antología pertenece a las Scenes de la vie militaire.

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UNA PASIÓN EN EL DESIERTO

E s un espectáculo que infunde terror -me decía ella al salir de la expo­sición de fieras del señor Martin, donde acababa de ver a este atrevido

domador trabajar con su hiena, como se dice en estilo de cartel-. ¿Por qué medios -continuó- habrá llegado a dominar esos animales, hasta el punto de que le obedezcan de tal modo?

-Ese hecho que os parece un problema -le respondí- es, sin embar­go, una cosa muy natural.

-¡Oh! -exclamó dejando vagar en sus labios una sonrisa de incredu­lidad.

-Juzgáis a los animales desprovistos por completo de pasiones? -le pregunté-; pues sabed que podemos comunicarles todos los vicios inhe­rentes a nuestra civilización.

Ella, al oír esto, se me quedó mirando con aire asombrado. -Cuando por primera vez -continué- vi al señor Martin, se me

escapó como a vos una exclamación de sorpresa. Hallábase a mi lado, y había entrado al mismo tiempo que yo, un viejo militar con una pierna amputada, cuya fisonomía me había llamado la atención. Tenía una de esas cabezas de líneas vigorosas que llevan marcado el sello de la guerra, y sobre cuya frente parecen estar escritas las batallas de Napoleón, y veíase, sobre todo, en el anciano soldado un aspecto de franqueza y alegría que prevenía en favor suyo. Era indudablemente uno de esos veteranos a los que nada sorprende, que encuentran asunto de broma en el último gesto de un camarada moribundo, le amortajan o le desnudan riendo, dirigen con aire de autoridad órdenes a las balas, y fraternizan aunque sea con el diablo en persona. Después de mirar atentamente al domador en el momento que salía de la jaula, aquel buen amigo frunció los labios con gesto de desde­ñosa burla, haciendo esa especie de significativa mueca que se permiten

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los hombres superiores para distinguirse del vulgo, y cuando yo manifesté mi asombro por el valor del domador, me dijo con,muestras de quien sabe algo y moviendo la cabeza:

-¡Comprendido! -¿Cómo comprendido? -le dije-. Si queréis explicarme en qué está

el misterio, os lo agradecería. Pocos momentos después habíamos trabado conocimiento y nos fuimos

a comer juntos al primer restaurante que se ofreció a nuestros ojos, A los postres una botella de champán refrescó por completo los recuerdos de aquel buen soldado, me contó su historia y al cabo de ella comprendí que había tenido razón para exclamar: ¡Comprendido!

Al llegar aquí nuestra conversación, entró ella en su casa y me hizo al despedirme tantas súplicas y tantas promesas que consentí en escribir para ella la confidencia del antiguo soldado. r. •

Al día siguiente le envié este episodio de una epopeya que pudiera llevar por título: Los franceses en Egipto.

Cuando en la expedición al Alto Egipto emprendida por el generalDe­saix, cayó un soldado provenzal en manos de los mogrobinos y fue llevado por estos árabes más allá de las cataratas del Nilo. Con el fin de poner entre ellos y el Ejército francés el suficiente espacio de terreno para su tranquili­dad, los mogrobinos .hicieron una marcha forzada y no se detuvieron hasta la noche, acampando junto a un pozo rodeado de palmeras, cerca dél cual tenían precisamente algunas provisiones. No suponiendo que al prisionero se le pudiera ocurrir la idea de escapar, contentáronse con ligarle las manos y echáronse a dormir todos después de haber comido algunos dátiles y dado cebada a sus caballos. Así que el animoso provenzal vio que sus enemigos no estaban ya en disposición de vigilarle, cogió con los dientes una cimita­rra y sujetando la hoja con las rodillas cortó las cuerdas que le impedían el uso de las manos y hallóse libre. Enseguida se apoderó de una carabina y de un puñal, cogió un puñado de dátiles secos, un saco de cebada, pólvora y balas, ciñóse una cimitarra, montó _en un caballo y echó a escape endirec­ción al punto donde suponía debía estar el Ejército francés. Impaciente por

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encontrar un vivac, de tal modo espoleó su cabalgadura, ya fatigada, que el pobre animal cayo reventado dejando al francés en mitad del desierto.

Púsose en marcha a través de la arena con todo el afán de un presidiario escapado, mas al cabo de cierto tiempo viose el soldado obligado a detener­se, porque se acababa el día. No obstante lo hermoso que el cielo es durante las noches en Oriente, no se sentía con fuerzas para continuar su caminata. Felizmente pudo ganar una eminencia en cuya cima se balanceaban algunas palmeras cuyas hojas desde hacía rato había estado viendo y encalmando las dulces esperanzas de su corazón.

Tan cansado estaba que se echó sobre una roca de granito que por capri­cho de la naturaleza afectaba la forma de un lecho de campaña y durmióse sin tomar previamente precaución alguna. Su último pensamiento fue casi un remordimiento. Arrepentíase ya de haber abandonado a los mogrobinos, cuya vida errante comenzaba a tener para él atractivos desde que se veía lejos de ellos y sin amparo.

El sol, cuyos implacables rayos comenzaron a caer de plano sobre el gra­nito, produciendo un calor intolerable, le despertó, pues el provenzal había tenido la malaventurada idea de colocarse en sentido inverso a la proyección de la sombra de las verdes y majestuosas copas de las palmeras. Púsose a contemplar aquellos solitarios árboles, y sintióse conmovido, porque le tra­jeron a la memoria los elegantes fustes y los capiteles adornados de hojas que caracterizan a las columnas de estilo árabe de la catedral de Arlés. Pero cuando, tras haber contado las palmeras, dirigió la mirada en torno suyo, la más horrible desesperación se apoderó de su alma ante el espectáculo de aquel océano sin riberas. Las oscuras arenas del desierto se extendían en todas direcciones hasta perderse de vista y reverberaban cual una plancha de acero herida por un vivo resplandor. No podía darse cuenta de si aquello era un mar de espejos o innumerables lagos unidos entre sí formando un cris­tal. Sobre aquella superficie movediza, un vapor cálido formaba remolinos o extendíase en ráfagas. El cielo tenía un resplandor oriental y era de una limpieza desesperante, porque no dejaba a la imaginación nada que pedirle, y cielo y tierra abrasaban. El silencio que reinaba imponía por su terrible y salvaje majestad. El infinito, la inmensidad, constreñían el alma por todas

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partes. Ni una nube en el cielo, ni un soplo de viento en el ambiente, ni el menor accidente entre aquellas arenas que se agitaban en silenciosas oleadas. El horizonte, en fin, acababa, como se ve en el mar en un día claro, por una línea de luz tan estrecha, cual el corte de una espada. El provenzal abrazóse al tronco de una de las palmeras, cual hubiera podido hacerlo con el cuerpo de un amigo, y luego, a la sombra estrecha y recta que el árbol dibujaba sobre la roca, se sentó, llorando y contemplando con profunda tristeza la tremenda escena que ante sus ojos se ofrecía. Gritó, como para conmover la soledad, pero su voz, perdida en las cavidades de la eminencia en que se encontraba, solamente produjo un sonido débil que no despertó ningún eco. Solamente resonó el eco en su corazón, y el provenzal armó su carabina.

-Tiempo habrá -se dijo luego, dejando en tierra el arma homicida. Tenía veintidós años. Mirando, ya el espacio negruzco, ya el espacio azul, el soldado pensó en

Francia. Recordó con delicia las calles de París, las ciudades por donde había pasado, los semblantes de sus camaradas, las más pequeñas circunstancias de su vida; y por fin, su imaginación meridional le hiw ver las campiñas de la Provenza a través delas ondas de fuego que se extendían por la inmensa lla­nura del desierto. Temiendo los efectos de aquel terrible espejismo descendió por la parte opuesta a la que había subido a la colina la víspera, y su alegría no tuvo límites al descubrir una especie de gruta formada naturalmente entre las enormes moles de granito que eran la base de aquel montículo. Unos pedazos de estera que en ella había demostraban que en otro tiempo había estado ha­bitada. A pocos pasos de allí vio unas palmeras cargadas de dátiles, y entonces el instinto de la vida se despertó en su corazón. Le asaltó la esperanza de vivir hasta que pasasen por allí algunos mogrobinos o acaso llegara a sus oídos el estampido de los cañones, pues en aquellos momentos andaba Bonaparte recorriendo Egipto, y reanimado con tales pensamientos el francés, hizo caer algunos puñados del fruto de que aquellos árboles estaban cargados y cono­ció al probarlos que el habitante de la gruta había cultivado las palmeras, pues la pulpa fresca y sabrosa denunciaba tales cuidados de su predecesor.

Pasó el provenzal súbitamente de una sombría desesperación a una alegría casi loca, .y subiendo a lo alto de la colina, acupóse el resto del día

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en cortar una de las palmeras infecundas que la víspera le habían cobijado. Ciertos recuerdos le habían traído a la mente las fteras del desierto, y en la previsión de que pudieran v~nir a beber en un manantial, cuyas aguas se perdían entre las arenas que lamían la base de las rocas, resolvió prepa­rarse contra sus visitas, atrincherando la entrada de su asilo. No obstante su infatigable ardor y las fuerzas que le prestaba el miedo a ser devorado durante su sueño, le fue imposible cortar la palmera en diversos trozos en el curso del día, consiguiendo solamente derribarla. Cuando al llegar la tarde cayó aquella reina del desierto; el ruido de su caída resonó a lo lejos, como un gemido lanzado por la soledad, y el soldado tembló cual si hubiese oído una voz que le predecía alguna desgracia. Pero, semejante al heredero que no se conduele largo tiempo de la muerte de su pariente, despojó al bello árbol de las largas y anchas hojas que constituyen su adorno, y se sirvió de ellas para reparar la estera sobre la cual se acostó, y fatigado por el calor y el trabajo, quedóse dormido bajo el rojiw techo 'de su húmeda gruta.

A mitad de la noche un ruido extraño le despertó. Incorporóse en su lecho, y el profundo silencio que reinaba le permitió distinguir el alternado acento de una respiración, cuya salvaje energía no podía pertenecer a criatura humana.

Un terror profundo, aumentado por la oscuridad, el silencio y los fan­tasmas de la imaginación, le heló el corazón, y sus cabellos se herizaron cuando a fuerza de abrir los ojos percibió en la sombra dos pupilas amari­lientas y luminosas. En un principio atribuyó aquellas luces al reflejo de sus propias pupilas, pero muy pronto los mismos reflejos nocturnos vinieron gradualmente a ayudarle a distinguir los objetos de la gruta, y vio un enor­me animal a dos pasos de distancia. ¿Era un león, un tigre o un cocodrilo? Faltábale ,al provenzal la suficiente instrucción para deducir a qué género o especie !pertenecía su enemigo, pero su espanto era tanto mayor, cuanto que su ignorancia le presentaba reunidos todos los peligros imaginables. Pasó por ·el cruel suplicio de escuchar y contar todas las inflexiones de aquella respiración sin perder una ni atreverse a hacer el más ligero mo­vimiento. Un olor fuerte como el de las zorras, pero más penetrante, más grave, por decirlo así, llenaba la gruta, y el provenzal con todo esto llegó al colmo en su terror, pues no le quedaba duda de la existencia de su te-

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rrible acompañante, cuyo antro real había él convertido en vivac. Pronto los rayos de la luna que descendía por el horizonte alumbraron el cubil e hicieron brillar suavemente la manchada piel de una pantera. Aquella hija de Egipto dormía como un perro ,pacífico poseedor ·de un elegante nicho a la entrada de un.hotel; sus ojos, que había abierto durante un momento, habíanse cerrado de nuevo, y tenía el rostro vuelto hacia el francés. Mil confusos pensamientos pasaron por el alma del prisionero de la pantera: Pensó primero en matarla de un tiro de su fusil, pero consideró que no habiendo entre ambos suficiente espacio para apuntar el cañón pudiera tropezar con el animal y despertarlo, y ante esta idea permaneció inmóvil oyendo los latidos de su propio corazón. en el silencio y maldiciendo las fuertes pulsaciones causadas por la afluencia de sangre que temía turbara aquel sueño que le permitía disponer despacio del tiempo para buscar un remedio conveniente .. Dos veces llevó la mano a su cimitarra con intento de degollar a su enemigo, pero la dificultad de cortar aquel pelo espeso y duro le hizo renunciar a tal proyecto, que de no conseguirlo sería su-muerte segura. Prefirió los azares de un combate y resolvió esperar la luz del día, que por cierto no se hizo esperar. El francés pudo entonces examinar la pantera. Tenía el hocico lleno de sangre.

--Se conoce que ha comido bien -pensó, sin inquietarse de si elfestín había sido .de carne humana-; no tendrá hambre cuando se despierte.

Era uría hembra. La piel del vientre y de los muslos brillaba de blancura; aterciopeladas manchas formábanle lindos brazaletes en torno de sus patas; su cola musculo-sa era igualmente blanca y terminaba en negros anillos; la capa amarilla como el oro, lisa y suave, estaba sembrada de esos caracterís­ticos lunares dibujados en forma de rosas, que distinguen a las panteras de las demás especies felinas. La tranquila y temibk huéspéda roncaba con la pausa graciosa de una gata dormida sobre el cojín de un .sofá,-y sus ensan­grentadas patas redondas y bien armadas teníalas adelantadas reposando sobre ellas su cabeza, de la que salían barbas escasas y rectas, semejantes a hilos de plata. Indudablemente que de haber estado en .una jaula hubiese admirado el soldado la gracia de aquel animal y los vigorosos contrastes de colores vivos que daban a su piel un aspecto siniestro. La presencia de la

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pantera, aun dormida, producíale el mismo efecto que, según dicen, causan en el ruiseñor los ojos de la serpiente, y el valor del militar acabó por des­vanecerse durante un momento ante aquel peligro, en tanto que hubiérase exaltado ante la boca de los cañones vomitando metralla. Sin embargo, un pensamiento atrevido cruzó por su cabeza, secando el frío sudor que su frente bañaba. Como los hombres que llegados al último límite por la desgracia desaflan la muerte ofreciéndose a sus golpes, vio, sin darse cuenta de ello, una tragedia en esta aventura y resolvió desempeñar con. honra su papel hasta la última escena.

-¿No me iban a matar los árabes anteayer? -se dijo. Y dándose ya por muerto esperó impávido y hasta con cierta inquieta

curiosidad el despertar de su enemigo. Así que apuntó el sol, la pantera abrió de súbito los ojos, extendió con fuerza sus patas, como para desentume­cerse, y dio un bostezo poniendo de manifiesto el temible aparato de sus dientes y de su lengua hendida y áspera como una escofina.

-Parece una dama melindrosa -dijo el francés, viéndola revolcarse con movimientos llenos de gracia y coquetería.

Se lamió luego la sangre de las garras y el hocico y se frotó repetidas veces la cabeza con las patas, haciendo muy gentiles ademanes.

-Vamos, se está dando su mano de tocador -volvió a decir aquél, que había vuelto a recobrar su alegría al rehacer su valor-. Veremos cómo nos damos los buenos días. -Y diciendo esto llevó su mano al puñal que había quitado a los mogrobinos ..

En aquel momento la pantera volvió su cara hacia el francés y se le quedó mirando sin avanzar. La rigidez de aquellos ojos metálicos y su in­soportable resplandor, hirieron al provenzal y más aún cuando el animal se encaminó hacia él. Pero la contempló con aire cariñoso, mirándola cual si intentase magnetizarla; la dejó llegar y cuando estuvo cerca, con un movi­miento tan dulce cual hubiese empleado para acariciar a una mujer bonita, le pasó la mano por todo el cuerpo, desde la cabeza a la cola, marcando con las uñas las flexibles vértebras que dividían el amarillo lomo de la pantera. La fiera enderezó voluptuosamente la cola, y al acariciarla de este modo por tercera vez, dejó oír uno de esos ron ron con que los gatos manifiestan

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su satisfacción; pero aquel murmullo partía de una cavidad tan potente y profunda, que resonó en la gruta como los últimos acordes de un órgano en la iglesia. El provenzal, comprendiendo el valor de aquellas caricias, redoblólas hasta sorprender y aturdir a aquella cortesana imperiosa, y así que creyó haber amansado la ferocidad de su caprichosa compañera, cuyo apetito parecía felizmente haber sido satisfecho la víspera, se levantó y se dispuso a salir de la gruta. La pantera le dejó marchar, pero cuando hubo traspuesto la colina, vino dando saltos, como un pájaro que brinca de rama en rama, a frotarse en las piernas del soldado, enarcando el lomo a la ma­nera de los gatos. Luego, mirando a su huésped con ojos cuyo brillo habíase hecho menos inflexible, lanzó ese grito salvaje que los naturalistas comparan al ruido de una sierra.

-Es exigente -pensó, sonriendo. Intentó jugar con las orejas, acariciarle el vientre y pasarle las uñas con

fuerza por la cabeza, y en vista del buen resultado, le rascó la cabeza con la punta del puñal, con intento de más adelante clavárselo; pero la dureza de los huesos le hizo temer no poder conseguirlo.

La sultana del desierto daba muestras de agradecer las atenciones de su esclavo, tendiendo el cuello y demostrando su embriaguez en una actitud de abandono. Pensó el francés entonces que para asesinar de un solo golpe a la feroz princesa era preciso herirla en la garganta, y guardóse el puñal cuan­do la pantera se echó graciosamente a sus pies dirigiéndole de vez en cuando miradas en las que en medio de su nativa ferocidad se dibujaba, aunque con­fusamente, cierta mansedumbre.

El pobre provenzal púsose a comer sus dátiles apoyado en el tronco de una palmera y lanzando a ratos miradas investigadoras, ya hacia el desierto en demanda de socorro, ya espiando la insegura clemencia de su terrible compañera. Ésta por su parte examinaba al francés con una prudencia que pudiéramos llamar comercial, pero este examen debió de sede favorable, porque cuando vio que hubo concluido su frugal desayuno, púsose a lamerle los pies, y con aquella lengua ruda y fuerte le quitó minuciosamente cuanto polvo tenía encima.

-Pero ¿y cuando tenga hambre? -pensó el provenzal.

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A pesar del escalofrío que semejante idea le causó, púsose a considerar con curiosidad las proporciones de aquella pantera, uno de los individuos más hermosos de su especie ciertamente, pues tenía tres pies de altura y cuatro de longitud sin contar la cola, fuerte y dura como un garrote y de casi tres pies de largo. La cabeza, gruesa como la de una leona, se distinguía por una rara expresión de finura, y aunque la fría crueldad de los tigres dominaba en sus rasgos, tenía cierta vaga semejanza con la de una mujer astuta. Por último, el rostro de la reina de las soledades revelaba en aquel momento una especie de contento semejante a Nerón embriagado. Harta de sangre, quería jugar. .

Trató el soldado de ir y venir, y la pantera le dejó en libertad limitándose a seguirle con sus miradas, semejante, más que a un perro fiel, a un gran gato de Angora inquieto por todo, hasta por los movimientos de su amo. Al volverse éste, percibió los restos de su caballo, cuyo cadáver había la pantera arrastrado hasta la fuente, y del que dos terceras partes había devorado. Este espectáculo le tranquilizó y le explicó la ausencia de la pantera y la consideración que le había guardado durante su sueño.

El buen principio de aquella aventura le animó, y concibió la loca espe­ranza de llevarse bien con la pantera durante el resto del día, procurando no descuidar medio alguno de halagarla y ganarse su benevolencia. Volvió hacia ella y experimentó un inefable placer viéndola remover la cola de un modo apenas perceptible. Sentóse entonces sin temor junto a ella y pusiéronse a jugar. Le cogió las patas y el hocico, le retorció las orejas, la tumbó de es­paldas y le atusó los costados calientes y sedosos. Ella se dejaba manosear, y cuando el soldado ensayó a alisar le el pelo de las patas, escondió cuidadosa sus uñas encorvadas como. alfanjes. El francés, que conservaba una mano sobre el mango de su puñal, estuvo tentado de clavarlo en el vientre de la confiada pantera, pero temió ser estrangulado en sus últimas convulsiones, y además sintió en su corazón una especie de remordimiento que le ordenaba respetar a aquel ser que no le ofendía y en el que le parecía tener casi una amiga· en aquel desierto sin límites. Involuntariamente se le vino a la mente el recuerdo de su primer amor, una muchacha a la que dio el nombre de Mignonne, por antífrasis, pues era tan celosa, que durante todo el tiempo

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de sus relaciones estuvo temeroso de un cuchillo con que le tenía amena­zado; recuerdo de sus primeros años que le sugirió la idea de dar el mismo nombre a la pantera, a la que también admiraba, con menos temor, a decir verdad, por su agilidad, su gracia y su malicia.

Al caer el día, tanto se había familiarizado con aquella peligrosa situa­ción, que casi le causaba agrado. Y su compañera acabó por acostumbrarse a volverse a mirarle cuando gritaba con voz de falsete: Mignonne. Así que se puso el sol, Mignonne hizo oír repetidas veces un grito fuerte y melan­cólico.

-Está bien educada -pensó el alegre soldado--; eso es que está di­ciendo sus oraciones.

Pero esta broma mental no se le ocurrió sino después de ver la actitud pacífica que conservaba su compañera.

-Vamos, rubita, acuéstate la primera -le dijo, contando con la ligere­za de sus piernas para evadirse a toda prisa en cuanto la viese dormida a fin de buscar otro asilo durante la noche.

Esperó este momento con impaciencia, y cuando lo creyó llegado púsose rápidamente en marcha con dirección al Nilo; pero no había caminado un cuarto de legua por el arenal, cuando oyó a sus espaldas los saltos de la pantera, y a intervalos su maullido, más espantable aún que sus saltos.

-Vamos -se dijo--, me ha cobrado amistad. Esta joven pantera se conoce que no ha visto a un ser humano· hasta ahora, y siempre es muy halagüeño el haber conquistado sus primeros amores:

En aquel momento el soldado dio con uno de esos arenales movediws, tan temidos de los viajeros, y de los que no hay medio de salir a salvo, y al sentirse en tal situación, lanzó un grito de angustia. La pantera entonces cogióle con los dientes por el cuello de la casaca, y saltando vigorosamente hacia atrás, le sacó del atolladero como por magia.

-¡Ah!, Mignonne -exclamó el soldado, acariciándola con efusión-, seremos amigos a vida y muerte, pero cuidado con las bromas, ¿eh?

Y se volvió atrás. El desierto desde entonces parecía estar poblado, pues en él había un ser

al que el francés podía hablar, y cuya ferocidad se había amansado por causa

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suya, si bien no podía explicarse los motivos de aquella amistad extraña. Por poderoso que fuera el deseo del soldado de permanecer de pie y en guardia, durmióse aquella noche. Cuando se despertó, no viendo a Mignonne, subió a lo alto de la colina y distinguióla a lo lejos que se acercaba a saltos, según la costumbre de estos animales, a los que es imposible la carrera por la ex­trema flexibilidad de su columna vertebral. Llegó Mignonne con las fauces ensangrentadas, y recibió las caricias acostumbradas de su compañero, dan­do muestras de agradecerlas con aquel roncar grave y especial, y volviendo sus ojos, con mayor dulzura aún que la víspera, hacia el provenzal, que la hablaba como pudiera hacerlo a un animal doméstico.

-¡Hola, hola!, señorita, aunque eres muy bien educada, se conoce que también tienes tus travesurillas. Por lo visto te has comido un mogrobino; ¿no te da vergüenza? Y eso que casi estoy por decir que son más animales que tú. Pero cuidado con hacer lo mismo con un francés, o dejamos de ser amtgos.

La pantera púsose a jugar, como juega un perro con su amo, dejándose arrastrar por el suelo, pegar o acariciar, y hasta provocando a ello al soldado, alargando la pata, como para indicarle tal deseo.

Así pasaron varios días, y tal compañía permitió al provenzal admirar a su sabor las sublimes bellezas del desierto. Desde el punto y hora en que se halló con momentos de temor y momentos de tranquilidad, con medios de alimentarse y un ser en quien pensar, estuvo su alma agitada por los contras­tes y su vída llena de accidentes. La soledad le reveló todos sus secretos y le rodeó de todos sus encantos, descubriendo en la salida y en la puesta del sol espectáculos desconocidos para el común de las gentes, estremeciéndose al oír sobre su cabeza el dulce susurro de las alas de un pájaro, raro pasajero, o viendo correr y confundirse las nubes, esos otros pasajeros de cambiantes colores. Estudió durante las noches los efectos de luna sobre aquel océano de arenas, en que el simún producía olas, ondulaciones y rápidos cambios. Vivió con el día de Oriente, admirando sus pomposas maravillas, y con frecuencia, tras de haber gozado el terrible espectáculo de un huracán en aquella llanura, donde los remolinos de arenas producían nieblas secas y rojizas y nubes que causaban la muerte, veía con delicia llegar la noche,

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derramando benéfica frescura desde su estrellado cielo, de donde le parecían venir fantásticas melodías. La soledad le enseñó, además, a desenvolver el rico tesoro de la imaginación, pasando horas enteras en recordar cosas tal vez insignificantes o comparando su vida pasada con la presente. Acabó por tomarle cariño a la pantera, falto de otro afecto, y sea que un efecto de la influencia de su voluntad hubiera en ella modificado el carácter, o bien que, gracias a los multiplicados combates que por entonces se libraban en el desierto, encontrase abundante alimento, ello es que respetaba la vida del francés, quien acabó por confiarse a ella, al verla siempre satisfecha. Pasaba grandes ratos durmiendo, aunque no se descuidaba de vigilar, como una araña en su tela, para no dejar escapar el momento en que pudiera obtener socorro, si alguien llegaba a pasar por la circunferencia hasta donde su ho­rizonte se extendía, habiendo convertido con este fin su camisa en bandera que enarboló en el extremo de una palmera, a la que despojó primero de su follaje; la necesidad le inspiró la idea de mantenerla extendida por medio de algunas varitas, por si acaso el viento no la agitaba en el momento en que el ansiado viajero dirigiera sus miradas por la extensa llanura del desierto.

En las largas horas en que la esperanza le abandonaba, era cuando se ponía a jugar con la pantera, de la cual había aprendido a conocer las di­ferentes inflexiones de voz y la expresión de sus miradas y estudiado todos los caprichosos lunares que esmaltaban su dorado traje. Mignonne, por su parte, ni siquiera gruñía cuando él la cogía por el extremo de su larga co­la para contar los anillos blancos y negros que elegantemente la adornaban y brillaban de lejos al sol, cual si fueran de pedrería.

Complacíase en recorrer con la vista las líneas ondulantes y finas de sus contornos, su blanco vientre y la gracia de su cabeza. Sobre todo cuando jugaba, contemplábala complacido, y aquella agilidad y aquellos movimien­tos tan juveniles le sorprendían cada vez más, admirando la elasticidad que desplegaba siempre que se ponía a saltar, a arrastrarse, a deslizarse, a colgarse, a meterse por cualquier lado, a encogerse o a lanzarse hacia un objeto; y por rápida que fuera su carrera, por resbaladiza que estuviese la peña de granito, por donde se deslizaba, parábase de pronto en cuanto oía gritar: Mignonne.

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Cierto día en que brillaba un sol abrasador, un ave de gran tamaño apa­reció en los aires y el provenzal dejó a la pantera para examinar a este nuevo huésped, mas, tras un momento de espera, la sultana rugió sordamente.

-Lléveme el diablo, si no es celosa -se dijo viendo sus ojos que se habían puesto fieros-. Estoy por asegurar que el alma de Virginia ha transmigrado al cuerpo de la pantera.

El águila desapareció en lontananza y el soldado se quedó mirando el encorvado cuerpo de la pantera, lleno de juventud y de elegancia y bello como el de una mujer. La rubia piel del lomo se desvanecía por finas tintas en el blanco mate de .la parte inferior, y la luz que profusamente el sol vertía abrillantaba aquel oro vivo y aquellas manchas negras, dándoles un atractivo indefinible. Miráronse el provenzal y la pantera con expresión inteligente; la muy coqueta se estremeció al sentir las uñas de su amigo, que le rascaban el cráneo, sus ojos brillaron un momento como dos relámpagos y luego cerrólos con fuerza.

-Tiene un alma -se dijo, contemplando la tranquila actitud de aquella reina de los arenales, dorada como ellos, blanca como ellos y como ellos ardiente y solitaria.

-Y bien -me dijo ella-, ya he leído vuestro alegato en favor de las fieras. Pero ahora me falta saber cómo acabaron aquellos dos seres que parecían criados para comprenderse mutuamente.

-Pues de un modo muy natural. Concluyeron como concluyen todas las grandes pasiones; por una equivocación. Se sospecha por una u otra parte una traición, no se dan explicaciones por aquello y se rompe por terquedad.

-Y aun suele acontecer -añadió ella-, que en los momentos de ma­yor expansión basta para llegar a tal extremo una exclamación o una mirada. Conque vamos, ¿queréis referirme el final de la historia?

-Es algo difícil, pero comprenderéis todo lo que me relató el viejo veterano cuando después de apurar la botella de champán me dijo: "Yo no sé por qué, cierto día se volvió hacia mí cual si estuviera rabiosa y con sus agudos dientes me cogió de una pierna, blandamente, a decir verdad, pero

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yo, creyendo que trataba de devorarme, le hundí mi puñal en el cuello. Cayó en tierra lanzando un aullido que me heló el corazón, y la vi entre las angustias de la muerte mirarme sin cólera. Qyedéme cual si hubiese asesinado a una persona. Los soldados, que habiendo desde lejos divisado mi blanca bandera acudieron en mi socorro, me encontraron vertiendo

· lágrimas ... Sabed, caballero -continuó tras un momento de pausa-, que he hecho después de lo que os acabo de referir la guerra en Alemania, en España, en Rusia y en Francia, y por ninguna parte por donde he paseado este saco de huesos he encontrado nada que se parezca al desierto. ¡Ah!, ¡qué bello es allí todo!" "¿Qyé sentíais allí?", le pregunté. "¡Oh!, eso no se puede explicar, joven. Además, no siempre estoy echando de menos mis palme­ras y mi pantera. Para que eso suceda necesito estar triste. En el desierto,

· entendedlo bien, hay de todo y no hay nada ... " "Bien, pero explicadme ... " "Vamos -dijo dejando escapar un gesto de impaciencia-, quiero decir que allí está Dios sin los hombres."

Traducci6n revisada por julio Torri

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PROSPER MÉRIMÉE

Nació en París en 1803; murió en Cannes en 1870. Hombre de formación clásica, dominaba varios idiomas y tenía amplios conocimientos de arqueo­logía y literatura. Fue inspector general de monumentos históricos en su país, y miembro de la Académie Fran~aise. Obras principales: Le Théátre de Clara Gazul (1825); Chronique du temps de Charles IX (1829); La Partie de trie-trae; Le Vase étrusque; Les Mécontents {1830); Les Ames du purgatoire (1834); La Vénus d11/e (1837); Colomba (1840); Carmen (1845); Correspon­dance inédite (publicada en 1896).

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LA PARTIDA DE TRIC-TRAC

Las velas quietas pendían pegadas a los mástiles; el mar uniforme se ase­mejaba a un espejo; el calor era sofocante, la calma desesperante. En una travesía marítima, muy pronto se agotan los recursos de dis­

tracción que pueden tener los pasajeros de un barco. Desgraciadamente, demasiado bien se conocen entre sí, cuando se han pasado juntos cuatro meses en una casa de madera de ciento veinte pies de longitud. Cuando se ve acercarse al primer teniente, ya se sabe de antemano que hablará de Río de J aneiro, de donde viene; después, del famoso puente de Essling, que vio construir a los marinos de la guardia imperial, de cuya guarnición forma­ba parte. Al cabo de quince días todos conocen hasta los giros que usa al hablar, el énfasis que pone en sus frases y el tono de su voz. ¿Cuándo ha dejado alguna vez de hacer una pausa con tristeza después de pronunciar por vez primera en su relato esta palabra: el emperador ... ? "¡¡¡Si le hubiesen visto ustedes en aquella ocasión!!!" (tres signos de admiración), añade in­defectiblemente. ¡Y el episodio del caballo del corneta! ¡Y la bala de cañón que rebota llevándose una cartuchera en la que se guardaban oro y alhajas por valor de siete mil quinientos francos! etc., etc. Al segundo teniente le agrada en extremo la política; comenta todos los días el último número de El Constitucional, que compró en Brest; o si se apea de las cumbres de la política para descender a la literatura, les regalará a ustedes el oído tararean­do la última revista que ha visto representar. ¡Dios santo! ... El comisario de a bordo tenía una interesantísima historia. ¡Cómo nos cautivó al relatarnos por primera vez su fuga del pontón de Cádiz! Mas al repetirla por vigési­ma vez, les aseguro que ya no era posible aguantar más ... Y ¿qué decir de los alféreces y de los guardiamarinas? Sólo recordar sus charlas me pone los pelos de punta. Por lo común el capitán es el menos molesto de a bordo. Por su oficio de comandante despótico se halla en secreta hostilidad contra

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todo el Estado Mayor. Porque humilla y oprime algunas veces, se tiene cierta complacencia en echar pestes de él. Si sus subordinados descubren en él alguna manía cargante, gozan de ver en ridículo a su superior, y esto consuela un poco.

A bordo del barco en que yo iba embarcado, los oficiales eran las mejo­res personas del mundo, todos ellos pobres infelices, que se querían como hermanos, pero que se aburrían a más no poder. El capitán era el hombre más dulce que he Conocido y además nada susceptible, lo que es, en verdad, una rareza. Aun a pesar suyo siempre dejaba sentir su autoridad dictatorial. ¡Q;ré largo me pareció, empero, el viaje, y sobre todo aquella calma chicha que reinó a nuestro alrededor poco antes de ver tierra!

Cierto día, después de la comida, que el no tener nada que hacer nos hizo prolongar todo lo humanamente posible, nos hallábamos reunidos todos en el puente, aguardando el espectáculo ya por demás visto, pero siempre imponente, de una puesta de sol en alta mar. Unos fumaban, otros releían por. centésima vez cualquiera de los treinta volúmenes de nuestra misérrima biblioteca; todos bostezaban a sus anchas. Como si se hallase ocupado en algo muy serio, un alférez sentado junto a mí divertíase en lan­zar sobre las tablas de cubierta, con la punta hacia abajo, el puñal que los oficiales de Marina suelen llevar cuando visten uniforme de diario. Resulta un entretenimiento como otro cualquiera, y exige cierta habilidad el llegar a clavar verticalmente la punta en la madera. Deseoso de imitar al alférez, y careciendo yo de puñal, pedí al capitán que me prestase el suyo, pero me lo negó. Apreciaba de modo particular aquella arma, por lo que le hubiese molestado verla empleada en tan fiítil pasatiempo. Había pertenecido aquel puñal, en otro tiempo, a un valiente oficial, muerto desgraciadamente en la última guerra ... Al punto comprendí que iba a narrarnos alguna historia, y no me equivoqué. El capitán comenzó sin hacerse rogar. En cuanto a la oficialidad que nos rodeaba, como toda ella conocía de memoria las des­venturas del teniente Roger, emprendió al punto una discreta retirada. He aquí, poco más o menos, el relato del capitán:

Cuando conocí a Roger, éste era tres años mayor que yo; él era teniente y yo alférez. Puedo asegurar a ustedes que era uno de los mejores oficiales;

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tenía además un corazón excelente, gozaba de ingenio, instrucción y talento; en una palabra, era un muchacho encantador, si bien por desgracia un poco altivo y susceptible. Ello provenía, a mi parecer, de ser hijo natural, y por temer que su nacimiento le hiciese perder. consideración en el mundo social. Pero, a decir verdad, el mayor de todos sus defectos consistía en un víolen­tísimo y continuo deseo de sobresalir y ser el primero en todas partes .

. Su padre, a quien jamás había vísto, le pasaba una pensión más que suficiente para sus necesidades; pero Roger era el prototipo de la genero­sidad. Todo lo que tenía era de sus amigos. No bien cobraba su trimestre, indefectiblemente alguno de sus compañeros con cara triste y mustia iba a visitarle. '

-Bueno, camarada, ¿qué tienes? -le preguntaba-. Por tu aspecto se ve que tus bolsillos no harán mucho ruido al zarandearlos. Vamos, aquí está mi bolsa: toma lo que precises y vamos a cenar juntos.

Llegó en esto a Brest una actriz muy buena moza y bonita, llamada Ga­briela, quien no tardó mucho en hacer conquistas entre los marinos y los ofi­ciales de la guarnición. No era una belleza perfecta; pero su talle era esbelto, sus ojos magníficos, su pie menudo y su garbo un tanto descocado. Todo eso ya se sabe que agrada mucho entre los veinte y veinticinco años. Decía­se, por añadidura, que era la criatura más caprichosa de su sexo, y su ma­nera de actuar en escena abonaba esa fama. Unas veces representaba de mo­do admirable, cual si fuese actriz de primer orden; y al día siguiente, en la misma obra, estaba fría, insensible, recitando su papel como un niño su lec­ción de catecismo. A los muchachos lo que más les interesó fue la siguiente historia que de ella se propalaba. Decíase que en París fue la querida de un senador riquísimo quien, como suele decirse, hacía locuras por ella. En cierta ocasión, hallándose el senador en casa de su amiga se puso el sombrero; Gabriela le rogó que se lo quitase, llegándose a quejar de que eso. era una falta de respeto hacia ella. Echóse a reír el senador, encogióse de hombros y apoltronándose en un sillón dijo: "Lo menos que puedo hacer es lo que se me antoje, en casa de una muchacha a quien pago." Una buena bofetada que le hizo girar como un trompo, descargada por la blanca mano de Gabriela, fue la inmediata respuesta a esa salida de tono, y le arrojó el sombrero al

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otro extremo de la habitación. Consecuencia: la ruptura total. Banqueros y generales hicieron cuantiosas ofertas a la muchacha; pero todas las rechazó, y se dedicó a las tablas a fin de, según afirmó, vivir independiente.

Desde que Roger la vio y supo esta historia, creyó que ésa era la mujer que le convenía; y con la franqueza un tanto ruda de que se nos acusa a nosotros los marinos, vean ustedes cómo se las ingenió para manifestarle cuán impresionado le tenían sus hechizos. Compró las flores más hermosas y más raras que pudo hallar en Brest, hiw con ellas un ramo, sujetólo con una cinta de color de rosa muy linda, y en ellaw acomodó con sumo cuida­do un cartucho con veinticinco napoleones de oro ... Era toda su fortuna en aquel momento. Recuerdo, como si fuera hoy, que le acompañé al escenario durante un entreacto. Dirigió a Gabriela un breve cumplido, alabando la gracia con que llevaba su vestido, ofrecióle el ramo y le pidió permiso para visitarla en su casa. Todo esto fue cosa de cuatro palabras.

Mientras Gabriela no vio más que el ramo y el buen mozo que se lo ofrecía, se sonrió, acompañando su sonrisa con un saludo de los más gra­ciosos; pero en cuanto tuvo en sus manos las flores y notó el peso del ramo, su rostro cambió más rápidamente que la superficie del mar agitada por un vendaval de los trópicos. Y no fue sólo esto sino que llena de ira arrojó con todas sus fuerzas el ramo y los napoleones a la cabeza de mi pobre amigo, quien llevó en su cara las señales por más de ocho días. En aquel momento sonó la campanilla del director, salió Gabriela a escena y representó todo al revés. ,

Recogido el ramo y el cartucho de oro, Roger, con aire muy confundido, se fue al café para ofrecer el ramo, no los napoleones, a la señorita de la caja, e intentó olvidar a la ingrata bebiendo ponche. No lo consiguió, y a pesar del despecho que le producía el no poderse presentar en público con el ojo amoratado, enamoróse locamente de la iracunda Gabriela. Le escribía veinte cartas diarias, ¡y había que ver qué cartas!, sumisas, cariñosas, respe­tuosas, como si estuviera hablando con una princesa. Las primeras le fueron devueltas sin abrir, y las demás no obtuvieron respuesta. Roger abrigaba aún alguna esperanza, cuando descubrimos que la naranjera del teatro envolvía la fruta ep las cartas amorosas de Roger: se las daba Gabriela con refinada

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mala intención. Esto fue un golpe terrible para el orgullo de nuestro amigo. Sin embargo, no aminoró su pasión. Hablaba de pedir la mano de la actriz; y • como le dijésemos que el ministro de Marina jamás daría el consentimiento, exclamaba fuera de sí que se levantaría la tapa de los sesos.

En esto aconteció que durante una representación, los oficiales de cierto regimiento de Infantería, de guarnición en Brest, quisieron que Gabriela re­pitiese una canción; ella, encaprichada, se negó. Los oficiales y la actriz no cejaron un ápice, tanto que los unos hicieron bajar el telón a silbidos y la otra se desmayó. No ignoran ustedes qué clase de público es el de una ciu­dad de guarnición. Convinieron los oficiales que desde el día siguiente la silbarían sin remisión, y no se le permitiría salir a escena, sin que antes diese una satisfacción pública, humillándose en penitencia de su actitud. Roger no había asistido a aquella representación; pero esa misma noche se enteró del escándalo producido en el teatro, así como de los proyectos de venganza que se tramaban para el día siguiente. Inmediatamente tomó su determinación.

A la otra noche no bien apareció Gabriela en el escenario, de las lo­calidades ocupadas por la oficialidad partieron gritos y silbidos capaces de romper los tímpanos. Roger, que intencionadamente se había ubicado muy cerca de los alborotadores, se levantó y los insultó con tal furor, que ellos se volvieron al punto contra él. Entonces, con la mayor sangre fría sacó la cartera y apuntó los nombres de los que gritaban. Se habría batido con todo el regimiento de Infantería, si por espíritu de cuerpo no se hubiesen presentado gran número de oficiales de Marina y no hubiesen desafiado a sus adversarios. El griterío y alboroto fue realmente espantoso.

La guarnición en pleno estuvo arrestada varios días; pero una vez en li­bertad, hubo terribles cuentas que ajustar. Nos enfrentamos unos sesenta en el campo del honor. Roger sólo se batió sucesivamente contra tres oficiales. Mató a uno de ellos y dejó gravemente heridos a los otros dos, sin sufrir él ni un rasguño. Yo, por mi parte, tuve menos fortuna: un maldito teniente, que había sido profesor de esgrima, me dio en el pecho una estocada que me puso al borde de la muerte. En verdad aseguro a ustedes que el espectáculo de aquel duelo, mejor dicho, de aquella batalla, fue hermoso. La Marina venció en toda la 'línea, y el regimiento tuvo que abandonar Brest.

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Como pueden ustedes imaginarse, nuestros jefes no se olvidaron del autor de la gresca. Durante quince días tuvo centinela de vista.

Cuando a mi amigo se le levantó el arresto, y a mí me dieron de alta en el hospital, fui a verle. ¡Cuál no sería mi sorpresa al encontrarle en su ca­sa almorzando con Gabriela, los dos solitos! Enseguida eché de ver que des­de hacía mucho tiempo se hallaban en perfecta inteligencia. Ya se tuteaban y hasta bebían en la misma copa. Roger, al presentarme a la actriz, me calificó de su mejor amigo, y le explicó que había sido herido en aquella especie de batalla campal, cuya causa había sido ella. Todo esto me lo premió aquella hermosa mujer con un beso. Decididamente, la muchacha sentía inclinación por los uniformes.

La pareja pasó tres meses junta sin separarse ni un instante y siendo muy felices. Gabriela parecía amar a Roger con furor, y mi amigo confesaba que hasta que hubo conocido a Gabriela, no supo lo que era amor.

Por aquel entonces entró en el puerto una fragata holandesa y los ofi­ciales nos invitaron a comer. Se bebió copiosamente vinos de toda marca, y de sobremesa, no sabiendo cómo entretenernos, porque los holandeses hablaban un francés pésimo, nos pusimos a jugar. Nuestros anfitriones pa­recían tener mucho dinero; sobre todo el primer teniente, quien quería ju­gar tan fuerte que ninguno de nosotros se atrevía a aceptar su invitación. Aunque Roger no jugaba casi nunca, sin embargo en aquella ocasión, juz­gando que se trataba de sostener el honor de su país, jugó y aceptó todas las posturas del teniente holandés. Al principio ganó, pero después perdió. Ganando y perdiendo alternativamente se separaron sin hacer nada.

Como es lógico, devolvimos el banquete a la oficialidad holandesa, y se volvió a jugar. Roger y el teniente reanudaron su desafío. Durante varias noches se: citaron, bien en el café, bien a bordo, probando toda clase de juego, pero en especial el trie-trae. Las apuestas iban en aumento, tanto que llegaron a jugar veinticinco napoleones de oro la partida. Para unos pobres oficiales como nosotros, la suma era fantástica. ¡Nada menos que más de dos meses de paga! Al .cabo de una semana Roger se había que­dado sin un cobre, y además debiendo tres o cuatro mil francos pedidos a unos y a otros.

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Aunque no lo haya dicho, ya habrán adivinado ustedes que Roger y su amiga habían concluido por hacer vida conyugal y tener bolsa común. Por eso Roger, que acababa de percibir una fuerte suma como participación en unas presas hechas, había aportado a la masa común de bienes diez o veinte veces más que Gabriela. Pero mi amigo, sumamente desprendido, hacíase cuenta siempre que todo lo de la casa pertenecía principalmente a su queri­da, y no había guardado para sus gastos particulares más que unos cincuenta napoleones. De éstos tuvo también que echar mano para seguir jugando, y Gabriela no le hizo la menor observación.

El dinero para la casa llevó el mismo camino que las reservas para gas­tos particulares. No tardó mucho Roger en tener que apostar los ·últimos veinticinco napoleones. El deseo de ganar era terrible, por eso la partida fue larga y enconada.· Hubo un momento en que no le quedaba a Roger más que una probabilidad para ganar, creo que necesitaba el seis-cuatro. Le tocaba a Roger echar los dados. Era a una hora muyavanzada de la noche. Todos se habían ido retirando, y un oficial que había estado mucho tiempo mirando a los jugadores, concluyó por dormirse en una poltrona. El teniente holandés hallábase rendido de fatiga-y adormilado, pues había bebido mucho ponche. Sólo Roger se hallaba bien despierto, aunque presa de la más violenta déses­peración. Echó los dados temblando, pero con tal fuerza que con el golpe se cayó al suelo una vela. El holandés instintivamente volvió primero la cabeza hacia la vela que acababa de mancharle de cera el pantalón; después miró los dados. Marcaban el seis y el cuatro. Pálido como la muerte Roger recibió de su contrincante los veinticinco napoleones y continuaron jugando. Desde aquel momento cambió la racha a favor de mi amigo, quien, sin embargo, no hacía más que dejar de apuntarse tantós, y encasillar las fichas como si hubiese querido perder. El holandés, para desquitarse, se empeñó en seguir jugando. Dobló y decupló las puestás y perdió todo. Aún me parece estar viéndole. Era un muchachote rubio y flemático, cuyo rostro inmutable pa­recía de cera. Se levantó al fin: había perdido cuarenta mil francos que pagó inmediatamente sin que en su cara se notara la más leve emoción. ·'

-Lo de esta noche no cuenta -le dijo Roger-.-; usted estaba medio dormido, por lo tanto no acepto su dinero.

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-Bromea usted -respondió flemáticamente el holandés-; he juga­do muy bien, pero no he tenido suerte. Además, estoy seguro de poder­le ganar a usted siempre, dándole cuatro agujeros de ventaja. Buenas no­ches.

Esto dijo y se marchó. Al día siguiente nos enteramos de que, desespe­rado por su pérdida, se había levantado la tapa de los sesos en su camarote, después de beber un gran tazón de ponche.

Aquellos cuarenta mil francos ganados por mi amigo se hallaban ex­tendidos encima de una mesa y Gabriela los contemplaba con evidente satisfacción.

-¡Somos riquísimos! ¿Qyé haremos con todo este dinero? -dijo ella, pero Roger nada le respondió. Parecía como atontado desde el suicidio del holandés-. Tenemos que hacer mil locuras -continuó Gabriela-, dine­ro ganado tan fácilmente debe gastarse de igual modo. Compremos una carretela, y hagamos rabiar al prefecto marítimo y a su mujer. Cómprame diamantes y cachemiras. Pide permiso y vámonos a París. ¡Aquí es impo­sible dilapidar tanto dinero!

En esto callóse observando a Roger, quien con la mirada fija en el suelo y la cabeza apoyada en una mano no le hacía caso y parecía preocupadísimo con oscuros pensamientos.

-¿Qyé diablos tienes, Roger? -le preguntó ella apoyando una mano sobre su hombro-, ¿te has enfadado conmigo?, porque no puedo sacarte una palabra del cuerpo.

-¡Soy el ser más desgraciado! -exclamó al fin, conteniendo un sus­ptro.

-¡Desgraciado! Qye Dios me perdone, pero supongo que no te remor­derá la conciencia por haber desplumado a ese gordo mynheer.

Roger levantó la cabeza y la miró vagamente. ¿Acaso tenemos la culpa -continuó Gabriela- de que haya tomado la

cosa por lo trágico y se haya levantado la tapa de los pocos sesos que tenía? No me aflijo por los jugadores que pierden. Además, lo ciertoes que su dinero está mejor en nuestras manos que en las suyas. Él lo hubiera gastado en beber y fumar, en cambio nosotros haremos mil locuras, pero con elegancia.

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Roger entre tanto se paseaba por la habitación cabizbajo, con los ojos medio cerrados y preñados de lágrimas. Si le hubieran ustedes visto les habría infundido lástima.

-¿Sabes que quien no te conozca ni sepa lo caballero que eres podría sospechar que has hecho trampa?

-¿Y si fuera verdad? -silabeó con voz sorda, deteniéndose ante ella.

-¡Bah!, no tienes maña suficiente para hacer trampas en el juego. -Pues sí, las he hecho, Gabriela. ¡Como un verdadero miserable he

cometido fullerías! Gabriela comprendió por el tono de la voz de su amigo que éste decía

la verdad. Sentóse en un sofá y permaneció en silencio un rato; al fin, dijo con voz conmovidísima.

-Preferiría que hubieras matado a diez hombres, antes que hacer trampa en el juego.

Durante media hora reinó un mortal silencio. Ambos, sentados en el mismo sofá, no cruzaron ni una sola vez las miradas. Roger fue el primero que se levantó y le dio las buenas noches con voz al parecer bastante tran-quila. ·

-Buenas noches --contestóle ella con tono seco y frío. Al contarme todo esto, Roger me confesó que se hubiera matado aque­

lla misma noche, a no ser por el temor de que adivinasen nuestros compa­ñeros la causa de su suicidio. No quería que su nombre quedase deshon­rado.

Al día siguiente, Gabriela se mostró tan alegre como de costumbre. Diríase que había olvidado la terrible confesión de la víspera. En cambio, Roger se había vuelto sombrío, caprichoso y arisco. Apenas salía de su habitación; evitaba la compañía de sus amigos, y con frecuencia se pasaba los días enteros sin dirigir una palabra a Gabriela. Yo, como entonces no sabía nada, atribuía su tristeza a una sensibilidad muy respetable, pero a mi parecer excesiva. En varias ocasiones intenté consolarle, pero él trataba de despistarme, afectando una gran indiferencia hacia su infortunado com­pañero de juego. Recuerdo que un día, hasta tuvo una violenta expresión

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contra la nación holandesa, llegando a sostener· que era imposible que en Holanda existiese ni un solo hombre honrado. A pesar de todo esto, inda­gaba secretamente la dirección de los parientes del teniente holandés; mas nadie pudo darle noticias.

Mes y medio después de aquella trágica partida de trie-trae, Roger encontró en la alcoba de Gabriela una carta escrita por un guardiamarina, quien, a estar por lo escrito, agradecía los favores que ella le había otorgado. Gabriela,- descuidadísima y desordenada en todas sus cosas, había dejado olvidada aquella carta encima de la chimenea. No puedo asegurar si le había engañado a mi amigo, pero éste así lo creyó y montó en cólera. Aquel amor y. un resto de orgullo eran los únicos eslabones que le ataban aún a la vida, y el más fuerte de los mismos acababa repentinamente de ser quebrado. Col­mó de insultos a la orgullosa actriz; y me choca que siendo tan violento no llegara hasta pegarle.

-Sin duda alguna que ese mequetrefe te habrá dado mucho dinero. Es lo único que mujeres de tú calaña quieren. Ni os importa otorgar vuestros favores al más asqueroso de los marineros si tiene con qué pagarlos.

-¿Y por qué no?-· replicó cortante la actriz-. Claro que sí, me dejaría pagar por un marinero ... pero ... nunca le robaría.

Roger lanzó un grito de rabia; sacó nerviosísimo el puñal, y por un ins­tante miró a Gabriela enloquecido. Luego, haciendo un supremo esfuerzo sobre sí mismo, arrojó el puñal a sus pies y huyó de la habitación, para no ceder a la.tentación que le acuciaba. ·

Esa misma noche, ya muy tarde, pasaba yo frente a la casa de mi amigo, y al ver que todavía había luz en sus habitaciones, entré para pedirle que me prestase un libro. Le encontré ocupadísimo en escribir. Ni se movió cuando entré, ni pareció darse cuenta de mi llegada. Me senté a su lado y le miré atentamente: estaba tan cambiado que otro que no fuera yo no le habría reconocido. De pronto vi encima de la mesa una carta cerrada y dirigida a mí. Inmediatamente la abrí. En ella me anunciaba Roger que iba a poner fin a su existencia y me encargaba diferentes misiones. Mientras yo leía, él no cesaba de escribir, sin preocuparse de mí. Estaba despidiéndose de Gabriela.

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Ya se imaginarán ustedes cuál fue mi asombro, y lo que hube de decirle, aunque estaba aturdido por su resolución.

-Pero ¡cómo! ¿Vas a matarte, tú que eres tan feliz? -Amigo mío -me contestó mientras cerraba la carta-, no sabes nada

de lo ocurrido. No me conoces: soy un miserable, y tan abyecto, que me insulta una mujer y no tengo ánimos para pegarle, por estár convencido de mi bajeza.

En aquel momento comenzó a referirme la historia de la partida de trie-trae, con todos los pormenores que ya conocen ustedes. Mientras ha­blaba, estaba yo tan emocionado como él, y no acerté qué decirle ni cómo consolarle. Le di un apretón de manos saltándoseme las lágrimas, pero sin poder hablar. Por fin, se me ocurrió la idea de convencerle de que no era el culpable de haber causado la ruina del holandés voluntariamente, y que des­pués de todo, no le había hecho perder con aquella trampa ... más que vein­ticinco napoleones.

-¡Así que después de todo no soy más que un ladrón en pequeña y no en gran escala! -exclamó con ironía-. ¡Yo tan ambicioso, y no soy más que un ladronzuelo! ,

N erviosísimo, se echó a reír, y yo me eché a llorar. De repente se abrió la puerta, entró una mujer y se precipitó en los

brazos de Roger: era Gabriela. -¡Perdóname! -:-exclam6 atenazándose con fuerza· a mi amigo--,

¡perdóname!, me he llegado a convencer que no amo a nadie más que a ti. Y ahora te amo más que si no hubieses hecho aquello de que te acusas. Si quieres, robaré ... pero no ... ya he robado. ¡Sí, he robado!. .. un reloj de orci ... ¿Puedo hacer algo peor?

Roger meneó la cabeza con incredulidad, pero en sus ojos brilló un destello.

-No, pobrecita --exclamó rechazándola con dulzura-, no hay más remedio, tengo que matarme. Sufro demasiado; no puedo resistir esta ver­güenza.

-Pues bien, si quieres morir, moriré contigo. ¡Qyé es para mí la vida sin ti! No me falta valor, he manejado escopetas. Me mataré como

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cualquier otro. Como he representado tragedias, tengo ya la costumbre de hacerlo.

Aunque cuando empezó a hablar tenía los ojos arrasados en lágri­mas, esta última salida la hizo reír, y el mismo Roger esbozó una son­nsa.

-¡Te ríes, oficial mío! -exclamó Gabriela palmoteando y besándole-. ¡Ya no te matarás!

Desde ese momento no dejó de besarle, de acariciarle, llorando, riéndose y jurando como un marinero, porque no era de las mujeres a quienes les asusta una palabrota.

Al ver aquella escena, me apoderé de las pistolas y el puñal de Roger y le dije:

-Qyerido Roger, aquí tienes a una mujer y a un amigo que te quieren. Hazme caso, aún puedes ser feliz en este mundo.

Le abracé y me fui, dejándole a solas con Gabriela. Yo no estaba muy seguro de nuestro triunfo y creo que solamente

hubiéramos retrasado su funesta determinación, de no recibir mi amigo del ministro la orden de embarque, como primer teniente, a bordo de una fragata que debía dirigirse a la India después de haber burlado el bloqueo de la escuadra inglesa que taponaba el puerto. La empresa era difícil. Le hice comprender que era preferible morir noblemente de una bala de cañón, por los ingleses, que poner él mismo fin a sus días, sin honor y provecho para su patria. Prometió seguir mi consejo. La mitad de los cuarenta mil francos los repartió entre marineros inválidos, viudas y huérfanos de gente de mar. Lo que quedaba se lo dejó a Gabriela, quien juró y perjuró no emplear ese dinero sino en buenas obras. La intención de la pobre muchacha era buena, pero los buenos propósitos le duraban poco; porque después supe que si bien repartió algunos miles de fran­cos entre los pobres, la mayor cantidad fue para comprar trapos y chu­cherías.

Roger y yo nos embarcamos en una hermosa fragata, llamada La Galatea. La tripulación era valiente, bien instruida y muy discipli­nada; pero, en cambio, nuestro comandante, que se creía un Juan

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Bart1 porque juraba como un capitán procedente de la clase de tropas, porque destrozaba la lengua francesa y porque ho sabía nada de teoría sino algo de la práctica marina; era, lo que se dice, un ignorante. Al principio, empero, le salieron bien las cosas; embocamos con suerte la salida de la rada, merced a una fuerte racha de viento que obligó a la escuadra que nos bloqueaba a tomar el largo. Pudimos cruzar quemando una corbeta inglesa y un buque de la compañía en las costas de Portugal.

Con viento contrario y malhumorados por las falsas maniobras de nues­tro capitán, cuya impericia aumentaba el riesgo de nuestra travesía, nave­gábamos con lentitud hacia los mares de la India. Ya rehuyendo fuerzas superiores, ya persiguiendo a barcos mercantes, no había día que no aportase una nueva aventura. Pero ni lo azaroso de la travesía, ni el trabajo abrumador que le producía su cargo de comisario de la nave, eran suficientes para borrar en Roger los tristes pensamientos que sin tregua le acosaban. El que en otro tiempo tenía fama de ser el oficial más activo, limitábase alJora a cumplir estrictamente con su deber. No bien concluía las horas de servicio, ence­rrábase en su camarote, donde no había libros ni papel, y pasaba horas en­teras tumbado en la litera sin poder pegar ojo. Al ver su estado de postración se me ocurrió decirle un día para animarlo:

-¡Caramba! Por poca cosa te afliges, querido. ¡Has desplumado a un holandés petulante solamente veinticinco napoleones y te remuerde la con­ciencia como si fueran millones! Allora bien, cuando eras amante de la es­posa del prefecto de X, ¿sentías acaso esos remordimientos? ¡Y, sin embargo, aquella mujer valía más que veinticinco napoleones!

Revolvióse en la cama sin responderme. -Después de todo -proseguí, tu crimen (puesto que así lo calificas)

tenía un motivo honroso y lo cometió un alma grande. En esto se volvió hacia mí y me miró con aire furioso.

1 Célebre marino francés (1651-1702), natural de Dunkerque. De tal modo sobresalió por su audacia como capitán de corsarios en la guerra con Holanda, que Luis XIV le confió una misión para cruzar libremente por el Mediterráneo. La marina francesa ha dado su nombre a un acorazado. (N. de/T.).

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-Sí --continué-, porque, en último término, ¿qué habría sido de Gabriela si hubieses perdido? ... Ya lo sabes, estaría én la miseria ... por ella, por amor a esa mujer cometiste una trampa. Hay quien mata por amor ... o se matan ... tú, mi querido Roger, has hecho más que todos ésos. Para un hombre como nosotros, se necesita más valor para robar (hablemos sin tapujos) que para matarse."

-Tal vez -nos dijo el capitán interrumpiendo su relato-les parezca ridícula mi argumentación y mi conducta, pero les aseguro que mi amistad hacia Roger me daba en aquel momento una elocuencia que ya no tengo, y llévenme todos los diablos si al hablar de aquella manera no obraba de buena fe, creyendo todo lo que decía. ¡Ah, entonces era joven!

Roger no contestó enseguida; me tendió la mano y, como haciendo un supremo •esfuerzo, me dijo:

-Amigo mío, me juzgas mejor de lo que soy. Soy un cobarde truhán. Cuando engañé al holandés, no pensaba más que en ganarle los veinti­cinco napoleones: eso fue todo. No cruzó por mi mente el pensamiento de Gabriela, y por eso me desprecio. ¡Yo, haber estimado mi honor en menos de veinticinco napoleones! ¡~é ruindad!... Sí, sería feliz si pudiese confesarme a mí mismo: "He robado por sacar de la miseria a Gabriela" ... ¡No, de ninguna manera pensaba en ella!. .. En aquel momento no era un enamorado ... Era un jugador ... , un ladrón ... He robado dinero para mí. .. Y esta acción, de tal suerte me ha encanallado y embrutecido, que hoy no tengo ya valor ni amor ... Vivo, vegeto, pero ya no pienso en Gabriela; soy un hombre perdido.

Reflejaba tal desventura, que si él me hubiese pedido entonces un re­vólver para matarse, creo que se lo habría entregado.

Un viernes, día entre los marinos de mala suerte, descubrimos en lon­tananza una gran fragata inglesa, la Alcestes, que inmediatamente viró para darnos caza. Tenía cincuenta y ocho cañones; nosotros, nada más que treinta y ocho. Largamos todas las velas para huir, pero el andar de la nave inglesa era superior al nuestro y nos iba dando alcance. No cabía duda de que antes de caer la noche nos veríamos obligados a sostener desigual combate. El capitán llamó a Roger a su cámara y estuvieron los dos un cuarto de hora

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largo ·reunidos en consulta. Cuando Roger volvió, me tomó del brazo y conduciéndome aparte, me dijo:

-Dentro de dos horas ese pobre hombre que se pasea por el castillo de popa habrá perdido la cabeza. Dos soluciones podían tomarse: la primera, y la más honrosa, sería dejar que el enemigo se acercase para luego aguar­darle con brío con un centenar de mozos de empuje; la otra solución, no tan mala pero sí más cobarde, consistiría en aligerar nuestra nave arrojando al agua algunos de nuestros cañones. Así podríamos acercarnos lo más posi­ble a la costa de África que se descubre por babor allá lejos. El inglés, por temor a irse a pique, nos dejaría escapar. La desgracia es que nuestro capitán no es un cobarde ni un héroe. Va a dejarse destrozar desde lejos a cañonazos, y después de algunas horas de combate arriará honrosamente la bandera. Tanto peor para vosotros: los pontones de Portsmouth os esperan. Yo por lo menos no quiero verlos.

-Tal vez nuestros primeros cañonazos -le dije- ocasionen al enemi­go tanta pupa que le obliguemos a desistir de la caza.

-Escúchame. No quiero caer prisionero. Deseo que me maten. Ya es tiempo de concluir con este tormento. Si por desgracia solamente me hie­ren, dame tu palabra de honor de que .me arrojarás al mar .. Ése es el lecho donde debe reposar un buen marino como yo.

-¡Qyé locura --exclamé-, menudo encargo me confieres! -El de todo buen amigo. Sabes que debo morir y si no me he matado

ya es con la esperanza de ser muerto, recuérdalo bien. Vamos, prométemelo; si te niegas, pediré este favor al contramaestre, quien no me lo negará.

Después de reflexionar un rato, contesté: -Te doy mi palabra de honor que haré lo que deseas, siempre que

caigas herido de muerte y no haya esperanza alguna de salvarte. En tal caso te ahorraré sufrimientos.

-0 me herirán de muerte o quedaré muerto. Le estreché fuertemente la mano que me tendía y desde aquel momento

mostróse más tranquilo, y hasta brilló en su rostro cierta alegría. A eso de las tres de la tarde los cañones de caza del barco enemigo

comenzaron a descargar en nuestro aparejo. Pusimos entonces parte del

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velamen, nos presentamos de babor a la Alcestes y disparamos, respondiendo los ingleses con vigor a nuestros cañonaws. Después de una hora de com­bate, nuestro capitán, que no acertaba en sus disposiciones, quiso intentar el abordaje. Pero teníamos ya muchos muertos y heridos y el resto de la tripulación había perdido mucho de su coraje; además de esto, el aparejo había sufrido muchos daños y los mástiles estaban casi destrozados. En el instante en que tendíamos todas las velas para acercarnos a la nave enemiga, el palo mayor de la nuestra, que casi no podía sostenerse, se derrumbó con un estrépito enorme. Aprovechó la Alces/es la confusión que ese accidente nos produjo en el primer momento, y al pasar por nuestra popa nos soltó su andanada a medio tiro de pistola. El resultado fue que barrió de popa a proa nuestra desdichada fragata, cuya única resistencia consistía entonces en dos cañoncitos. En aquel momento me hallaba cerca de Roger, quien ordenaba se cortasen los obenques que aún sostenían el mástil derribado. En eso me aprieta con fuerza el brazo, me vuelvo y le veo tumbado de espaldas en el combés y todo cubierto de sangre: acababa de recibir un metrallaw en el vientre.

El capitán acudió corriendo hacia él y le preguntó: -¿Qyé podemos hacer, teniente? -Clavar nuestra bandera en ese trozo de mástil y que nos echen a

p1que. El capitán dio media vuelta y se retiró, pues no le hacía ni pizca de

gracia semejante consejo. -Bueno -me dijo Roger-, ten presente tu promesa ... -Pero si no tienes nada -le respondí-, puedes curarte. -Arrójame por encima de la borda -me ordenó lanzando un juramen-

to horrible y agarrándome por los faldones de la chaqueta-. Ya ves que de ésta no me escapo: tírame al mar, no quiero ver arriar nuestra bandera.

Como intentasen dos marineros llevárselo a la sentina les increpó con fuerza:

-A vuestro lugar, a los cañones, ¡cobardes! ¡Disparad con metralla, y al entrepuente! Y tú óyeme: si faltas a tu palabra de honor, ¡te maldigo y te tengo pof el más cobarde y el más miserable de todos los hombres!

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Realmente su herida era mortal. En aquel momento vi al capitán que llamaba a un guardiamarina y le

ordenaba arriar la bandera. -Dame un apretón de manos -dije a Roger. Y en el preciso instante

en que era arriada nuestra enseña de combate ...

-¡Capitán, una ballena a babor! -le interrumpió un alférez que venía corriendo hacia nosotros.

-¡Una ballena! -exclamó ei capitán radiante de júbilo y dejando in­conclusa la historia-. ¡Aprisa, a escape, al agua la falúa! ¡Al mar el chin­chorro! ¡Todos los botes al mar! ¡Aquí los harpones, cuerdas ... !

Nunca logré saber cómo murió el pobre teniente Roger.

Traducción de fosé Luis Izquierdo Hernández

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GUY DE MAUPASSANT

Guy de Maupassant nació en Normandía en 1850; murió en París en 1893. Novelista, cuentista, uno de los más conspicuos representantes del naturalis­mo francés. Escribió varias novelas y doscientos quince cuentos. Sobre éstos descansa más principalmente que sobre sus novelas la gloria de Maupassant. Se ha dicho de él que es un cuentista nato, el cuentista por antonomasia.

· Obras principales: Boule de Suif(1880); La Maison Tellier (1881); Une Vie

(1883); Be/Ami (1885); Cantes du]our et de la Nuit (1885); Monsieur Paren! (1886); Le Horla (1887); Pierre et]ean (1888); La Main Gauche (1889); Notre

Coeur (1890); Le Lit (1896), etcétera.

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ADIÓS

Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el paseo lleno de gente. Sentían pasar esos hálitos tibios que corren sobre

París en las dulces noches de estío y hacen levantar la cabeza a los paseantes y dan ganas de partir, de ir allá abajo, no se sabe adónde, bajo el follaje, y hacen soñar en ríos iluminados por la luna, en brillantes luciérnagas y en ruiseñores.

Uno de ellos, Enrique Simón, dijo suspirando profundamente: -¡Ah! Estoy envejeciendo. Es triste. En otro tiempo, en noches pa­

recidas, sentía el diablo en el cuerpo. Ahora, sólo penas. ¡La vida marcha deprisa!

Estaba ya un poco obeso, de más de cuarenta y cinco años quizá, y muy calvo.

El otro, Pedro Carnier, de más edad, pero más delgado y más firme, respondió:

-Yo, querido, he envejecido sin darme cuenta. Fui siempre alegre, gallardo, vigoroso y lo demás. Pero como uno se mira todos los días en el espejo, no ve el trabajo de la edad, porque es lento, regular, y modifica el rostro tan suavemente, que las transiciones son insensibles. Por esto no morimos de tristeza después de dos o tres años de estragos; pues no los

. podemos apreciar. Se necesitaría, para darse uno cuenta, quedarse seis meses sin ver su cara. ¡Oh!, entonces, ¡qué impresión!

Y las mujeres, amigo; cómo compadezco a esos pobres seres. Toda su dicha, todo su poder, toda su vida están en su belleza, que dura diez años escasos.

Así que he envejecido sin sospecharlo, creyéndome casi un adolescen­te, cuando ya tenía cerca de cincuenta años. No he padecido enfermedad alguna y me sentía feliz y tranquilo.

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La revelación de mi decadencia me llegó de una manera simple y te­rrible, que me ha aterrado durante cerca de seis meses ... Después me he conformado con mi suerte.

Como todos los hombres, me he enamorado con frecuencia, pero sobre todo una vez.

La había encontrado a la orilla del mar, en Etretat, hace alrededor de doce años, poco después de la guerra.1 Nada tan encantador como esa playa, en la mañana, a la hora del baño. Es pequeña, en forma de herradura, en­cuadrada por acantilados blancos horadados de singulares agujeros llamados puertas; uno, enorme, alarga en el mar su pierna de gigante; el otro, enfrente, acurrucado y redondo; un tropel de mujeres se reúne, se amontona sobre la estrecha lengua de guijarros que se cubre de un deslumbrante jardín de toallas claras, en ese cuadro de altas rocas. El sol cae de lleno sobre la playa, sobre las sombrillas de todos los matices, sobre el mar de un azul verdoso; y todo es alegre, atractivo y sonríe a los ojos. Va uno a sentarse a orillas del agua y mira a las bañistas. Descienden cubiertas con un peinador de franela, que arrojan con gracioso movimiento al tocar la franja de espuma de las pequeñas olas; y entran en el mar, con pasitos rápidos que detiene algunas veces un escalofrío delicioso, una corta sofocación.

Bien pocas resisten a esta prueba del baño. Allí se las juzga, desde la pantorrilla hasta la garganta. La salida, sobre todo, revela los defectos, a pesar de que el agua del mar es un socorro para las carnes fofas.

La primera vez que yo vi así a esta joven, me quedé arrobado y seducido. Se mantenía esbelta y bella. Por otra parte, hay rostros cuyo encanto entra en nosotros bruscamente, nos invade de golpe. Parece que encuentra uno a la mujer que había nacido para amar. Tuve esa sensación y esa sacudida.

Me hice presentar y fui bien pronto atrapado como no lo había sido jamás. Me destrozaba el corazón. Es una cosa sorprendente y deliciosa sufrir así la dominación de una mujer. Casi es un suplicio y, al mismo tiempo, una

1 La franco-prusiana de 1870-1871.

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increíble dicha. Su mirada, su sonrisa, los cabellos de su nuca cuando la brisa los levanta, las más pequeñas líneas de su cara, los menores movimientos de su rostro, me arrebataban, me trastornaban, me enloquecían. Me poseía totalmente, por sus gestos, por sus actitudes, lo mismo que por las prendas que vestía, que se volvían hechiceras. Me enternecía al ver su velo sobre un mueble, sus guantes arrojados sobre una mecedora. Sus vestidos me parecían inimitables. Nadie tenía sombreros semejantes a los suyos.

Era casada; pero el esposo venía sólo los sábados para volverse los lunes. Me era, por otra parte, indiferente; y sin estar celoso, no sé por qué jamás un ser me pareció tener tan poca importancia en la vida, ni llamó menos mi atención que aquel hombre.

¡Ella, cómo la amaba! ¡Y cómo era bella, graciosa y joven! Era la ju­ventud, la elegancia y la frescura misma. Jamás había experimentado de esta manera cómo la mujer es un ser hermoso, fino, distinguido, delicado, hecho de encanto y dé gracia. Jamás había comprendido lo que hay de belleza seductora en la curva de una mejilla, en el movimiento de un labio, en el pliegue redondo de una orejita, en la forma de ese órgano tonto que se llama la nariz.

Esto duró tres meses, después partí para América, con el corazón destrozado de desesperación. Pero su recuerdo quedo en mí, persistente, triunfante. Me poseía de lejos, como me había poseído de cerca. Los años pasaron. No la olvidé nunca. Su imagen encantadora quedaba ante mis ojos y en mi corazón. Y mi ternura le permanecía fiel; una ternura tranquila, algo así como el recuerdo amado de lo que había encontrado de más bello y de más seductor en la vida.

¡Doce años son poca cosa en la existencia de un hombre! ¡No se les sien­te pasar! ¡Van uno tras otro, tranquilamente y aprisa, lentos y apresurados, cada uno es largo y tan pronto concluido! Se suman tan rápidamente, dejan tan poca huella detrás, se desvanecen tan completamente, que al volverse para ver el tiempo transcurrido, no se percibe nada y no se comprende lo que pasó para que se sea viejo.

Me parecía, verdaderamente, que algunos meses apenas me separaban de aquella temporada agradable sobre los guijarros de Etretat.

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Fui, en la primavera última, a comer a Maisons-Laffitte, en casa de unos amigos. Casi en el momento en que el tren partía, una gruesa dama subió. a mi vagón, escoltada por cuatro niñas. Dirigí apenas una mirada sobre esta madre- gallina corpulenta, muy redonda, con cara de luna llena que encuadraba un sombrero encintado.

Respiraba fuertemente, sofocada de haber caminado aprisa. Y las niñas se pusieron a parlotear. Yo desplegué mi periódico y comencé a leer.

Acabábamos de pasar Asnieres, cuando mi vecina me dijo de re-pente:

-Perdón, señor, ¿no es usted el señor Carnier? -Sí, señora. Entonces ella se puso a reír; era un reír contef\tO de mujer simple, pero

un poco triste, sin embargo. -¿No me reconoce usted? Dudé. Creía, en efecto, haber visto en alguna parte esa cara; pero ¿dón-

de?, ¿cuándo? Le contesté: -Sí... y no ... La conozco, ciertamente, sin recordar su nombre. Ella enrojeció un poco. -La señora Julia Lefevre. Jamás había recibido semejante golpe. ¡Me pareció que en un segundo

todo había acabado para mí! Sentía que un velo se desgarraba delante de mis ojos y que iba a descubrirme cosas horribles y dolorosas.

¡Eta ella esta señora vulgar y gordinflona! Y había tenido esas cuatro niñas desde que dejé de verla. Y estos pequeños seres me asombraban tanto como su madre misma; eran sus retoños; grandecitas ya, habían tomado lu­gar en la vida. Mientras que ella, aquella maravilla de gracia coqueta y fina, ya no contaba más. ¡Me parecía haberla visto ayer, y la volvía a encontrar así! ¿Era esto posible? Un dolor violento me oprimía el corazón, y también una sublevación contra la naturaleza misma, una indignación irracional contra esta obra brutal, infame, de destrucción.

La miraba awrado. Después le cogí la mano; y las lágrimas me subieron a los ojos. Lloraba su juventud, lloraba su muerte. Pues no conocía a aquella dama gorda.

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Ella, conmovida también, balbuceó: -Estoy muy cambiada, ¿verdad? ¡Qyé quieres, todo pasa! Ya lo ves, me

he convertido en una madre, nada más que una madre, una buena madre. Adiós a lo demás, se acabó. ¡Oh!, pensaba bien que no me reconocerías al encontrarnos de pronto. Por otra parte, tú también has cambiado; he ne­cesitado algún tiempo para estar segura de no equivocarme. Te has vuelto muy pálido. ¡Figúrate, hace doce años! ¡Doce años! Mi hija mayor tiene ya diez ...

Miré a la niña. Y encontré en ella alguna cosa del antiguo encanto de su madre; pero algo de indeciso aún, de poco formado, de futuro. Y la vida me pareció rápida, como un tren que pasa.

Llegábamos a Maisons-Laffitte. Besé la mano de mi vieja amiga. No había encontrado nada que decirle más que horribles trivialidades. Estaba demasiado trastornado para hablar. ·

En la noche, solo, en mi casa, me he contemplado largo tiempo en el espejo, muy largo tiempo. Y acabé por recordar lo que había sido, por vol­ver a ver en pensamiento mi mostacho oscuro y mis cabellos negros, y la fisonomía joven de mi cara. Ahora, era viejo. ¡Adiós!

Traducción de julio Torri

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ALPHONSE DAUDET

Novelista francés, nacido en Nimes (1840-1897). Fue maestro de escuela en el colegio d'Alais. Después se trasladó a París, donde inició su carrera literaria. Se hizo célebre a partir de la publicación de Lettres de man maulin (1869). Otras obras suyas: Aventures pradigieuses de Tartarin de Tarascan (1872); Framant jeune et Risler aíné (1874); ]ack (1876); Le Nabab (1877); L'Évangeliste (1883); Sapha (1884); Trente ans de París (1888); Sauvenirs d'un hamme de lettres (1888). La narración que sigue procede de los Cantes du fundí (1873).

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EL SITIO DE PARÍS

Subíamos por la avenida de los Campos Elíseos, el doctor V ... y yo, inquiriendo de las paredes agujereadas por las granadas, de las aceras

hundidas por la metralla, la historia de París durante el sitio, cuando, poco antes de llegar a la plaza de la Estrella, el doctor se detuvo, y mostrándome una de las señoriales casas que ostentan su pompa en torno del Arco del Triunfo, me dijo:

-¿Ve usted allá esos cuatro ventanales cerrados que dan sobre un bal­cón? En los primeros días de agosto, ese terrible agosto del año pasado, testigo de tantas miserias y desastres, fui llamado de ese piso para atender un caso de apoplejía fulminante. El atacado era el coronelJouve, un coracero del Primer Imperio, anciano inflamado de gloria y de patriotismo, quien desde el comienw de la guerra se había instalado en ese departamento con balcón a los Campos Elíseos ... ¿Adivina usted para qué? Pues para pre­senciar desde allí el regreso triunfal de nuestras tropas ... ¡Pobre viejo! La noticia de la derrota de Wisemburgo lo tomó cuando acababa de levantarse de la mesa. No bien leyó el nombre de Napoleón estampado al pie del parte militar, cayó fulminado.

Encontré al viejo coracero tendido de largo a largo sobre la alfombra de su aposento, el rostro congestionado e inerte, como si acabara de recibir un mazazo en la cabeza. Visto de pie debía de ser corpulento; allí tendido, parecía inmenso. Bellas facciones, dentadura perfecta, un vellón de cabellos blancos y rizados; ochenta años que no aparentaban más de sesenta ... A su lado, de rodillas y deshecha en lágrimas, su pequeña nieta, que se le parecía extraordinariamente. Al contemplarlos el uno junto al otro, hubiérase dicho dos medallas griegas acuñadas en el mismo troquel; la una, más antigua, terrosa y un poco gastada en los bordes; la otra, resplandeciente y nítida, todavía con el brillo aterciopelado y flamante de su acuñación.

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La aflicción de la niña me conmovió. Hija y nieta de soldados, su padre servía en el Estado Mayor de Mac-Mahon, y la vista de su abuelo ten­dido ante ella le hacía pensar, con seguridad, en otra escena no menos terri­ble. Procuré tranquilizarla cuanto me fue posible. Pero, a decir verdad, te­nía pocas esperanzas en la salvación del anciano. Habríamos de vérnoslas con una terrible hemiplejía, y a los ochenta años la prueba es mucho más peligrosa. Durante tres días el paciente permaneció en el mismo estado de inmovilidad y estupor ... En el entretanto, las primeras noticias de la batalla de Reichshoffen llegaron a París. Usted recuerda cómo fue aquello. Hasta la noche se creyó en una gran victoria: veinte mil prusianos muertos, el príncipe heredero hecho prisionero ... No sé por qué milagro, o mediante qué corriente magnética, un eco de júbilo nacional penetró el limbo de la insensibilidad del anciano patriota. Al aproximarme a su lecho esa tarde, era otro hombre. Sus ojos habían adquirido cierta lucidez, y podía mover la lengua. Hizo un esfuerzo para sonreírme, y tartamudeó por dos veces:

V. ., -¡ 1c ••• to ... na. -¡Sí, mi coronel, una gran victoria!. .. Y a medida que le narraba los detalles de la batalla ganada por Mac-

Mahon, veía su rostro animarse y recobrar expresión. Al salir, la niña, pálida y sollozante, me aguardaba junto a la puerta. -Pero ¡si está a salvo! -le dije tomándole las manos. La pobre muchacha tuvo apenas fuerzas para responder. Acababa de

saber la verdad acerca de la batalla de Reichshoffen: Mac-Mahon en fuga, el Ejército deshecho ... Nos mirarnos consternados. Ella se desesperaba pensando en su padre. Yo, por mi parte, temblaba pensando en el anciano. Estaba seguro de que no resistiría este nuevo golpe ... Entonces, ¿qué hacer? ¡Dejarlo disfrutar de su alegría, no destruir las ilusiones que lo habían hecho revivir! Mas para ello era necesario mentir.

-¡Pues bien, mentiré! -me dijo resueltamente la heroica niña, enju­gándose rápidamente las lágrimas, y radiante de alegría, entró en el cuarto de su abuelo.

¡Buen trabajo se había echado sobre sí la pobre! Los primeros días todo marchó bien. El cerebro del anciano sufría un reblandecimiento, y se

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dejaba engañar como un niño. Pero a medida que se reponía, sus ideas se fueron aclarando. Fue necesario tenerlo al corriente del movimiento de los Ejércitos, redactar partes militares sobre la marcha de las operaciones. Re­sultaba verdaderamente conmovedor ver a la hermosa muchacha inclinada sobre el mapa de Alemania, clavando y desplazando banderitas aquí y allá, ingeniándose en combinar toda una campaña gloriosa: Bazaine, camino de Berlín; Froissart, en Baviera; Mac-Mahon, sobre el Báltico. Para todo ella me pedía consejo, y yo le ayudaba cuanto podía. Pero era sobre todo el abuelo quien más cooperaba en esta invasión imaginaria ¡Había conquis­tado Alemania tantas veces durante el Primer Imperio! Predecía todas las maniobras y ataques:

-Ahora marcharán por aquí... Ahora atacarán ... -indicaba. Y todas sus previsiones se cumplían, no sin halagar su vanidad, por cierto.

Desgraciadamente, teníamos que tomar muchas ciudades, que ganar innumerables batallas, y aún no íbamos tan rápidos como él lo deseaba. ¡Era insaciable aquel viejo! Diariamente, al llegar, me encontraba con un nuevo hecho de arinas:

-Doctor, hemos tomado Maguncia -me decía la niña, adelantándose y procurando sonreír, y enseguida oía, a través de la puerta, una voz alegre que me gritaba:

-¡Esto marcha! ¡Esto marcha! En ocho días estaremos en Berlín: .. En ese momento los prusianos no estaban a más de ocho días de París.

Pensamos, en un principio, llevar al anciano a provincias; pero tal como estaban las cosas en Francia, habría descubierto la superchería en cuanto saliera a la calle, y yo sabía lo frágil que estaba todavía su salud para expo­nerlo a la conmoción que le habría producido el conocer la tremenda verdad. Decidimos entonces que permaneciera donde estaba.

El primer día del sitio llegué -aún lo recuerdo- muy emocionado; me oprimía el corazón esa angustia que experimentábamos todos los franceses al saber cerradas las puertas de París, el enemigo junto a los muros, nuestros arrabales convertidos en fronteras. Encontré al anciano sentado sobre el lecho, radiante de júbilo y orgullo:

-¡Sabe usted-· -me dijo- que ha comenzado el· sitio! ...

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Yo lo miré estupefacto. -¿Cómo, coronel, usted sabe ... ? La nieta volvióse y díjome: -¡Sí, sí, doctor, es la gran noticia! ... El sitio de Berlín ha comenzado. Dijo esto y siguió pasando su aguja como si tal cosa ... ¿Cómo hubiera

podido abrigar dudas el anciano? Los cañones del fuerte no podía oírlos. Tampoco podía ver París, siniestro y agitado. Lo único que alcanzaba a di­visar desde su lecho, allá afuera, era una parte del Arco del Triunfo, y a su alrededor, todo un museo del Primer Imperio, apropiado para atizar el fuego sagrado de sus ilusiones; retratos de mariscales, grabados que representaban batallas, el Rey de Roma en pañales; además, grandes y rígidas consolas, ornadas de trofeos de cobre, atestadas de reliquias imperiales, medallas, bronces; una piedra de Santa Elena, varias miniaturas que reproducían a la misma dama de ojos claros y cabellos ensortijados, en traje de baile, vestida de amarillo, las mangas a gigot. Y todo aquello, las consolas, el Rey de Roma, los mariscales, la dama de amarillo, con el busto erguido y saliente, el talle alto y la engolada tiesura que estuvo en boga hacia 1806 ... ¡Pobre coronel! Era este ambiente de victorias y conquistas, más que todas nuestras infor­maciones, lo que le hacía creer tan firmemente en el sitio de Berlín.

Desde ese día nuestras operaciones militares se simplificaron. La toma de Berlín no era más que cuestión de paciencia. De tanto en tanto, cuando empeoraba mucho, se le leía una carta de su hijo, carta imaginaria, por supuesto, ya que las comunicaciones con París estaban cortadas, y, por otra parte, después de la derrota de Sedán el ayudante de campo de Mac-Ma­hon había sido apresado y conducido a una fortaleza alemana. Usted se imagina la desesperación de la pobre niña que, sin noticias de su padre, a quien sabía prisionero, privado de todo y enfermo quizá, se veía obligada a inventar cartas alegres, aunque cortas, tal como podían ser las de un soldado en campaña, que avanzaba victorioso en un país conquistado. Por momentos su ánimo desfallecía. Pasaba semanas enteras sin noticias. Mas el anciano comenzaba a inquietarse; no dormía. Entonces, inmediatamente llegaba una carta de Alemania, que su nieta se apresuraba a leerle, conte­niendo las lágrimas. El abuelo escuchaba la lectura religiosamente, sonreía

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con aires de entendido, aprobaba, criticaba, nos explicaba los pasajes con­fusos. Pero donde se mostraba más admirable era en las contestaciones que enviaba a su hijo: "No olvides jamás que eres francés -le decía-. Mués­trate generoso con esas pobres gentes. No les hagas más pesada la conquista de lo que ella es ya de por sí..."

Sus cartas iban llenas de recomendaciones, de deliciosos sermones sobre el respeto a la propiedad, sobre la cortesía que se ha de guardar con las da­mas; un verdadero código de honor militar para uso de los conquistadores. Solía agregar consideraciones generales .sobre política, sobre las condiciones de paz que habrían de imponerse a los vencidos. En esto, debo decirlo, no era exigente: "La indemnización de guerra y nada más ... ¿A qué tomarles territorios? ¿Es que puede hacerse francés lo que es alemán?"

Dictaba esto con voz firme, y había tanto candor en sus palabras, tanta fe y patriotismo, que hubiera sido imposible no emocionarse al escucharlo.

Mientras tanto el sitio avanzaba día por día; pero ¡no el de Berlín, por cierto!... Se sufría el frío, los bombardeos, las epidemias, el hambre. Pero gracias a nuestros cuidados, a nuestros esfuerzos, a la infatigable ter­nura que la muchacha ponía en servirlo, la tranquilidad del anciano no fue perturbada un solo instante. Hasta último momento pude conseguir para él pan blanco y carne fresca. Claro, que sólo había para él. No es posible imaginar nada más conmovedor que aquellos almuerzos del abuelo, tan ino­centemente egoístas ... Recostado en el lecho, aseado y sonriente, con la ser­villeta anudada al cuello; junto a él la nieta, un poco demacrada por las privaciones, guiaba sus manos, le daba de beber, le ayudaba a ingerir aque­llos suculentos manjares, prohibidos para ella. Fortalecido por la alimenta­ción, en el ambiente tibio de su cuarto, mientras arreciaba afuera el cierzo invernal y la nieve empañaba los cristales, el viejo coracero evocaba sus campañas· del Norte y nos contaba, por centésima vez, la desastrosa retira­da de Rusia, cuando lo único que tenía para comer era galleta helada y carne de caballo.

· -¿Te das cuenta, pequeña? ¡Comíamos carne de caballo! Ya lo creo que se daba cuenta. Hacía dos meses que ella no comía otra

cosa ... Pero de día en día, a medida que el convaleciente mejoraba, nuestra

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tarea se tornaba más difícil. La paralización de sus sentidos y miembros, que hasta entonces había resultado ventajosa, comenzaba a disiparse. Dos o tres veces las formidables andanadas de la puerta Maillot lo habían hecho sobresaltar y aguzar las orejas como a un perro de caza. Hubo que inventar otra victoria de Bazaine en Berlín y las consiguientes salvas de celebración en Los Inválidos. Cierto día en que habíamos colocado su cama junto a la ventana -era, creo, el jueves de Buzenval-, alcanzó a ver las tropas que se concentraban en la avenida del Gran Ejército.

-¿Qyé hacen ahí esos soldados? -preguntó, y le oímos refunfuñar-: ¡Malo! ¡Malo!

. La cosa no pasó de ahí; pero comprendimos que había que tomar pre-cauciones. Desdichadamente, todas fueron pocas.

Una tarde, al llegar, la niña vino corriendo a mi encuentro: -¿Sabe usted que entran.mañana, doctor? ¿Estaba abierta la puerta que daba al aposento del abuelo? No sé; lo

cierto' es que después, pensando ·en ello, he recordado que el anciano tenía aquella. tarde una fisonomía extraña. Lo más probable es que hubiera escu­chado nuestra conversación. Sólo que nosotros hablábamos de los prusianos, y él pensaba en los franceses, en esa entrada triunfal que aguardaba desde hacía largo tiempo ... Mac-Mahon marchando por la avenida bajo una lluvia de flores, entre el son de las charangas; su hijo aliado del mariscal, y él en el balcón, contemplándolos, vestido con su uniforme de gala, como en Lutzen, saludando el paso de las banderas acribilladas, de las águilas ennegrecidas por la pólvora ...

¡Pobre coronel Jouve! Había creído seguramente que, dado su estado de salud, y por temor a una fuerte emoción, íbamos a poner obstáculos para impedirle presenciar el desfile de las tropas; por eso se había guardado muy bien de hablar del asunto con nosotros. Lo cierto es que a la mañana siguiente, cuando los batallones prusianos iniciaban su marcha cautelosa­mente por la larga avenida que va de la puerta Maillot a las Tullerías, una ventana se abrió suavemente, y el coronel apareció sobre el balcón, atavía­do con el casco, con el pesado sable y con toda su antigualla gloriosa de coracero de Milhaud. Todavía me pregunto qúé esfuerzo de voluntad, qué

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despertar de vida le había dado fuerzas para ponerse en pie y presentarse de aquel modo. Estaba allí, de pie tras la barandilla, sorprendido de ver las avenidas silenciosas y desiertas, cerradas las persianas de los edificios. París sombrío como un lazareto, y por todas partes banderas, pero, ay, banderas extrañas, blancas con cruces rojas, y ni un alma para acompañar la marcha de nuestros soldados.

Por un momento pudo creer que había sido engañado ... Mas de pronto, allá, del otro lado del Arco del Triunfo, comenzó a percibirse un rumor confuso, una línea oscura que avanzaba bajo el sol naciente ... Después, poco a poco, las agujas de los cascos brillaron, los pequeños tambores de Jena comenzaron a redoblar, y bajo el arco de la Estrella, acompasado por el paso de los pelotones, por el chocar de los sables, estalló la marcha triunfal de Schubert ...

Entonces, rompiendo el profundo silencio de la plaza, se oyó un grito, un grito terrible: ' · ''

-¡A lis armas! ¡A las armas! ¡Los prusianos! Y los cuatro ulanos de la vanguardia pudieron ver allá, sobre un balcón,

a un corpulento guerrero, que, vacilante y agitando los brazos, caía desplo­mado. Esta vez el coronel Jouve estaba muerto de veras.

' Traducción de José Manuel Conde

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ANATOLE FRANCE

Anatole France, seudónimo del escritor francés Anatole-Fran~ois Thibaut, nacido en París en 1844; muerto en Saint-Cyr-sur-Loire, en 1924. Fue un escritor precoz, y en su juventud formó parte del grupo parnasiano. En 1896 ingresó en la Académie Fran~aise, y en 1921 se le otorgó el Premio Nobel. De su vasta producción mencionaremos: Poemes dorés (1873);]ocaste et le Chat maigre (1879); Le Crime de Sylvestre Bonnard (1881); Le Livre de mon ami (1885); Vie littéraire (1888-1892); Balthasar (1889); Thais (1890); L'Étui de nacre (1892); La Rotiserie de la reine Pédauque (1893); Les Opinio­ns de ]érome Coignard (1893); Le Lys rouge (1894); Historie contemporaine (L'Orme du mail} (1897); Le Mannequin d'osier (1897); L'Anneau d'améthyste ( 1899 ); M onsieur Bergeret ii Paris ( 1901 ); L'A.ffaire Crainqueville ( 1902 ); Sur la pierre blanche (1905); L' "I!e des Pingouins (1908); La Révolte des anges (1914); Les Dieux ont soif(1912); Vie de]eanne d'Arc (1908); Le Petit Pierre (1918); Vie en jleur (1921).

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EL JUGLAR DE LA VIRGEN

A Gaston París

1

En tiempos del rey Luis había en Francia un pobre juglar llamado Ber­nabé, natural de Compiegne, que recorría las ciudades exhibiendo sus

artes de equilibrio y destreza. En los días de feria extendía en la plaza pública un viejo y gastado tapiz,

y allí, después de atraer a niños y curiosos mediante su entretenida cháchara, que, aprendida de un viejo juglar, repetía siempre la misma, tomaba posturas extravagantes y sostenía en equilibrio sobre su nariz un plato de estaño. La gente lo observaba con indiferencia al principio. Pero cuando, empinado sobre las manos, la cabeza hacia abajo e invertido el cuerpo, lanzaba al aire con los pies, para recogerlas y lanzarlas nuevamente, seis esferas de cobre que brillaban al sol, o cuando, encorvado el cuerpo hasta tocarse la nuca con los talones, remedando una rueda perfecta, jugaba con una docena de cuchillos, un murmullo de admiración partía del público, y las monedas llovían sobre el tapiz.

Sin embargo, como la mayoría de los que viven de sus habilidades, Bernabé de Compiegne se moría de hambre.

Ganábase el pan con el sudor de su frente, aunque compartiendo más de la cuenta las miserias que le correspondían por el pecado de Adán, nuestro padre.

No le era posible trabajar todo cuanto hubiera querido; pues para mos­trar sus habilidades, al igual que las plantas para dar flores y frutos, necesi­taba del calor del sol y de la luz del día. En invierno asemejábase a un árbol deshojado y sin vida. La tierra, heladá, se tornaba dura para el pobre juglar.

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Y como la cigarra de que habla María de Francia, él soportaba el frío y el hambre durante la mala estación. Mas, como era manso de corazón, tomaba sus males con paciencia.

Jamás había meditado sobre el origen de las riquezas, ni acerca de las desigualdades de la condición humana. Vivía firmemente convencido de que si este mundo es malo, el otro, incuestionablemente, debe de ser bueno; y tal esperanza lo sostenía. No imitaba a los histriones cínicos e incrédulos que han vendido su alma al diablo. Jamás blasfemaba de Dios; vivía hones­tamente, y si bien no tenía mujer propia, tampoco codiciaba la del prójimo; porque la mujer es enemiga de los hombres fuertes, según él lo sabía por la historia de Sansón que se cuenta en las Escrituras.

En verdad, no era inclinado a los goces carnales, y podía abstenerse de ellos con mayor facilidad que de la bebida; pues le gustaba beber, sin excederse, cuando hacía calor. En suma: era un hombre de bien, creyente de Dios y ·devotísimo de la Virgen.

Guando entraba en una iglesia jamás dejaba de arrodillarse ante la ima­gen de la Madre de Dios y dirigirle esta súplica:

-Señora, conceded protección a mi vida hasta el día en que Dios quiera llamarme, y una vez muerto, haced que disfrute de los bienes del Paraíso.

II

Cierto atardecer, después de una jornada bajo la lluvia, Bernabé caminaba; triste y agobiado, llevando bajo un brazo, envueltos en el viejo tapiz, sus es­feras y cuchillos. No había cenado y buscaba un lugar en donde poder pasar la noche, cuando vio a un monje .que seguía su misma ruta. Se saludaron cortésmente, y enseguida entablaron conversación.

-Compañero -dijo el monje-, ¿a qué obedece que vistáis todo de verde? ¿Vais acaso a representar el papel de loco en algún misterio?

-No, padre -respondió Bernabé-; tal cual me veis, me llamo Ber· nabé y soy juglar; ésta sería la más bella profesión del mundo si diera para comer todos los días.

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-Amigo Bernabé -·-replicó el monje-, medid vuestras palabras; no hay profesión más bella en el mundo que la vida monástica. En ella se alaba a Dios, a la Virgen y a los santos, y la vida de los religiosos es un perpetuo cántico al Señor. ,

Bernabé respondió: -Padre mío, confieso que hablé como un ignorante; en verdad, vuestra

profesión no puede compararse con la mía, y si, bien no se puede negar que hay mérito en bailar sosteniendo en equilibrio una moneda sobre el extremo de un bastón apoyado en la .punta de la nariz, ese mérito es infe­rior .al vuestro. Cuánto desearía yo, padre mío, poder rezar todos los días, como vos, el Oficio, y especialmente el Oficio de la Santísima Virgen, a la que .profeso particular devoción.:Gustosísimo renunciaría a mi arte, por el cual soy conocido, de Soissons a Beauvais, en más de seiscientas ciudades y aldeas, para abrazar la vida monástica. ,

Conmovió al monje la humildad del juglar, y como no era falto de discernimiento, reconoció en Bernabé a uno de esos hombres de buena voluntad de quien Nuestro Señor ha dicho: "Qye la paz sea con ellos sobre la tierra." Por eso le respondió: ..

-Amigo Bernabé; venid conmigo, y yo os haré admitir en el convento del cual soy prior. Aquel que guió a María Egipcíaca en el desierto me ha puesto .en vuestro camino para que os señale la senda de la salvación.

Fue así como Bernabé se convirtió en monje. En el convento donde se le recibió, los religiosos celebraban a porfía el culto de la Virgen, y cada cual dedicaba a mejor servirla todo el saber y la habilidad que Dios le había dado.·

El prior, por su parte, componía· libros que trataban, según las reglas de la escolástica, de las virtudes de la Madre de Dios. Copiábalos el hermano Mauricio con mano maestra, sobre hojas de vitela. El hermano Alejandro pintaba en sus páginas primorosas miniaturas. Veíase allí a la Reina del Cielo sentada sobre el trono de Salomón, al pie del cual vigilaban cuatro leones; en torno a la cabeza nimbada de la Virgen revoloteaban siete pa­lomas, símbolo de los siete dones del Espíritu Santo: el temor, la piedad, la ciencia, la fortaleza, el consejo, el entendimiento y la sabiduría. Júnto a la

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Reina veíanse seis vírgenes de dorada cabellera: la Humildad, la Prudencia, el Recogimiento, el Respeto, la Virginidad y la Obediencia.

A los pies, dos pequeñas figuras, desnudas y muy blancas, se mostraban en actitud suplicante. Eran almas que imploraban, y no en vano, por cierto, la divina intercesión de la Virgen para su salvación.

Sobre otra página, el hermano Alejandro representaba a Eva aliado de María, a fin de que pudiesen ser contemplados uno junto a otro el pecado y la redención, la mujer humillada y la Virgen ensalzada. En el mismo libro podían admirarse igualmente el Pow de aguas vivas, la Fuente, el Lirio, la Luna; el Sol y el Jardín cerrado de que habla el cántico, la Puerta del Cielo y la Ciudad de Dios; todas éstas eran imágenes de la Virgen.

El hermano Marbodio era posiblemente uno de los más tiernos hijos de María. Tallaba sin cesar imágenes en piedra, de suerte que se le veía siempre con la barba, las cejas y los cabellos blancos de polvo, y sus ojos estaban de continuo hinchados y llorosos. Pero se mantenía tan fuerte y alegre, a pesar de lo avanzado de su edad, que bien se veía que la Reina del Paraíso protegía la vejez de su hijo. Marbodio la representaba sentada en una silla, la frente ceñida por una aureola de perlas. Y cuidaba de que los pliegues del vestido cubriesen los pies de aquella de quien el profeta ha dicho: "Mi bien amada es como un jardín cerrado."

Otras veces la representaba con los rasgos de un niño pleno de gracia, y ella parecía decir: "Señor, sois mi Señor" (Dixi de ventre matris meae: Deus

meus es tu. Salm. 21, 11). También había en el convento poetas que componían, en latín, prosas

e himnos en loor de la bienaventurada Virgen María, y entre ellos se en­contraba un picardo que ponía en lengua vulgar y en versos rimados los milagros de Nuestra Señora.

r III

Viendo tal competición de alabanzas y tan bella cosecha de obras, Bernabé lamentaba su ignorancia y su simplicidad.

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-¡Ay! -suspiraba mientras paseaba solitario por el pequeño jardín sin sombra del convento-, cuán desdichado soy al no poder, al igual de mis hermanos, loar dignamente a la Santa Madre de Dios, en quien he puesto toda la devoción de mi alma. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Soy un hombre rudo y sin arte; yo no puedo ofreceros, Virgen mía, ni sermones edificantes, nitra­tados bien compuestos y divididos según las reglas, ni primorosas pinturas, ni estatuas bien esculpidas, ni versos medidos por pies y de dulce cadencia. ¡N a da téngo para serviros, ay!

Así se quejaba de la suerte y se abandonaba a su tristeza. Una tarde en que los monjes platicaban amigablemente, oyó contar a uno de ellos la historia de un religioso que no sabía más' oración que el Avemar(a. En vida se lo menospreciaba por su ignorancia; mas cuando murió, viéronsé brotar de su boca cinco rosas, tantas como letras tiene el nombre de María, y su santidad fue así revelada.

Después de escuchar este milagro, Bernabé admiró una vez más la bondad de la Virgen; pero no bastaba para consolarle el ejemplo de ese muerto bienaventurado; pues su corazón estaba rebosante de amor y deseaba glorificar a la Reina de los Cielos.

Y buscando el medio, sin poder hallarlo, vivía sus días atormentado. Una mañana, despertando lleno de alegría, corrió a la capilla, y allá permaneció solo durante más de media hora. Volvió después del almuerw.

Desde entonces concurría diariamente a la capilla, a la hora en que ésta estaba más desierta, y en ella pasaba gran parte del tiempo que los demás monjes consagraban a las artes liberales y a las artes mecánicas. Dejó de estar triste y no se quejó más.

Tan singular conducta despertó la curiosidad de sus compañeros, que se preguntaban el porqué de los tan frecuentes retiros del hermano Bernabé.

El prior, cuyo deber es velar por la conducta de sus religiosos, resolvió observar a Bernabé. Un día, habiéndose éste encerrado en la capilla, como de costumbre, el prior, acompañado de dos ancianos del convento, espió a través de las hendiduras de la puerta lo que pasaba dentro.

Vieron, con sorpresa, a Bernabé que, ante el altar de la Virgen, la cabeza hacia abajo y los pies al aire, jugaba con seis esferas de cobre y doce cuchillos.

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El juglar ejercitaba en alabanza de la Santa Madre de Dios los prodigios que le habían valido tantos aplausos. Como no comprendieran que este hombre simple ponía así su ingenio y sus habilidades al servicio de la Santa Virgen, los dos ancianos vieron en aquello un sacrilegio.

El prior conocía lo inocente del alma de Bemabé, pero creyó que había perdido el juicio. Y ya se aprestaban a sacarlo violentamente de la capilla, cuando he aquí que vieron a la Santa Virgen descender las gradas del altar y acercarse a enjugar con la extremidad de su manto azul el sudor que brotaba de la frente de su juglar.

Entonces el prior, prosternándose hasta rozar con el rostro las losas del templo, musitó estas palabras: e '

-¡Dichosos los simples, puesto que ellos verán a Dios! -¡Amén! -respondieron los ancianos, y besaron la tierra.

Traducción de José Manuel Conde

• 1' ''

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GUILLAUME APOLLINAIRE

Guillaume Apollinaire de Kostrovitzki, uno de los escritores franceses de vanguardia más originales y de mayor influencia en nuestra época,. nació en Roma, de padres polacos, ·en 1880; murió en París en 1918. Fue poeta; cuentista, novelista, autor teatral, erudito. Es autor de: L'Enchanteur pourris­sant (1909); L'Hérésiarque et Cie. (1910); Le Bestiaire ou Cortege d'Orphée (1911); Alcools (1913); Le Poete assassiné (1916); Les Mamelles de-Tirésias (1917); Calligrammes (1918);.La Femme assise (1920). . •.

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LA DESAPARICIÓN DE HONORATO SUBRAC

A pesar de las investigaciones más minuciosas no ha logrado la policía dilucidar el misterio de la desaparición de Honorato Subrac.

Era amigo mío, y como yo sabía la verdad de su caso consideré un deber poner en antecedentes a la justicia acerca de lo que había acontecido. El juez que recibió mis declaraciones asumió conmigo, después de haberme escuchado, un aire de cortesía tan espantado, que ningún trabajo me dio comprender que me tenía por loco. Se lo dije. Se volvió más amable todavía y, levantándose, me empujó suavemente hacia la puerta, y vi a su actuario, de pie y apretados los puños, dispuesto a saltar sobre mí si me ponía furioso.

No insistí. El caso de Honorato Subrac es tan extraño, en efecto, que la verdad parece increíble. Sabido es por la relación de la prensa que Subrac pasaba por un ser original. En invierno lo mismo que en. el verano vestía una hopalanda y en los pies llevaba pantuflos. Era muy rico, y como me sorprendiese su vestimenta, un día le pregunté la causa:

-Es para desnudarme más pronto, en caso de necesidad -me respon­dió--. Por lo demás, uno se acostumbra pronto a salir con poca ropa. No se echa de menos la ropa blanca, las medias y el sombrero. Vivo así desde la edad de veinticinco años y nunca estuve enfermo.

Estas palabras, en vez de ilustrarme, aguzaron mi curiosidad. "¿Por qué, pues -pensé-, tiene necesidad Honorato Subrac de des­

vestirse tan aprisa?" Y me forjé un gran número de hipótesis ...

Una noche que regresaba a casa -podía ser la una, la una y cuarto--, escuché mi nombre pronunciado en voz baja. Me pareció venir de la pared, que yo rozaba. Me detuve desagradablemente sorprendido.

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-¿Nadie hay en la calle? Soy yo, Honorato Subrac. -¿Dónde estás, pues? -exclamé, mirando a todas partes sin lograr

precisar el sitio en que podí~ ocultarse mi amigo. Hallé solamente su famosa hopalanda, en la acera, al lado de sus no

menos famosos pantuflos. Éste es un caso en que la necesidad ha obligado a Honorato Subrac

a desnudarse en un abrir y cerrar de ojos. Al fin voy a conocer un bello misterio. Y dije en voz alta:

-La calle está desierta, querido amigo, puedes mostrarte. Bruscamente, Honorato Subrac se desprendió en cierto modo de la mu­

ralla en la cual no había podido descubrirlo. Estaba totalmente desnudo y, ante todo, tomó su hopalanda que se echó sobre los hombros y aboto­nó lo más aprisa que pudo. Se calzó enseguida, y de buena gana me si­guió hablando al tiempo que caminábamos hacia mi puerta.

-¡Estás sorprendido! -dijo-. Ahora conoces la razón de por qué me visto tan extrañamente. Y sin embargo no has comprendido cómo he podido escapar del todo a tus miradas. Es muy sencillo. Es menester no buscar en ello sino un fenómeno de mimetismo ... La naturaleza es una madre bonda­dosa. Ha otorgado a sus hijos, a quienes amenazaban peligros y que son de­masiado débiles para defenderse, el don de confundirse con lo que los rodea ... Tú ya sabes todo eso. Qye las mariposas se parecen a las flores, que ciertos insectos semejan hojas, que el camaleón puede tomar el color que mejor lo disimule, que la liebre polar se ha tomado blanca como las glaciales regiones donde, como en nuestros barbechos, se escapa casi invisible. Así huyen de sus enemigos esos débiles animales, por. una habilidad instintiva que modifica su aspecto. Y yo, a quien un enemigo persigue sin cesar; yo, que soy temeroso y que me siento incapaz de defenderme en un combate, me parezco a esos animales: me confundo a voluntad y por terror con el medio ambiente.

Ejercité -prosiguió-- por primera vez esta facultad instintiva hace ya cierto número de años. Tenía veinticinco y las mujeres me encontraban agraciado y buen mow. Una de ellas, casada, me dio pruebas de tanta amistad que no pude resistir. ¡Fatales relaciones!. .. Una noche me hallaba

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en casa de mi amante. A su mai"ido le suponíamos ausente por varios días. Estábamos desnudos como divinidades, cuando la puerta se abrió súbi­tamente y el marido apareció, revólver en mano. Mi espanto fue indeci­ble, y no tuve más ansia -¡cómo era de cobarde, y cómo lo soy todavía!­que desaparecer. Recostado en la pared, anhelaba confundirme con ella. Y el acontecimiento imprevisto sobrevino, desde luego. Me volví del color del papel tapiz, y mis miembros se aplanaron en un estiramiento inconcebible y voluntario; me pareció que formaba cuerpo con la pared y que nadie me miraría en lo sucesivo. Era cierto. El marido me buscaba para matarme. Me había visto y era imposible que yo hubiera escapado. Se volvió como loco, y tomando su rabia contra su mujer, la mató salvajemente, disparándole seis tiros de revólver a la cabeza. Enseguida se alejó llorando desesperadamente. Después que se alejó, mi cuerpo recuperó instintivamente su forma normal y su color natural. Me vestí y logré escabullirme antes de que viniese alguien ... Esta bienaventurada facultad que depende del mimetismo la he conservado hasta hoy. Como el marido no me pudo matar, ha dedicado su existencia a la realización de esta tarea. Me persigue desde hace mucho por el mundo, y al radicarme yo en París, me creí a salvo. Pero pocos momentos antes de que pasaras, descubrí a este hombre. El terror me hacía dar diente con diente. No he tenido tiempo sino para desnudarme y confundirme con· la pared. Pasó junto a mí, lanzando miradas curiosas a esta hopalanda y a estos pantuflos abandonados en la acera. Ves por qué me visto tan parcamente. Mi facultad mimética no podría ejercitarse si estuviera vestido como todo el mundo. No podría desnudarme bastante pronto para escapar a mi verdugo, e importa sobre todo que esté desnudo, a fin de que mis vestiduras, apiladas contra el muro, no hagan inútil mi desaparición defensi~a.

Felicité a Honorato Subrac por una facultad de la que yo tenía pruebas y que le envidiaba.

Los días que siguieron no pensé en otra cosa y me sorprendí a cada paso tratando por medio de la voluntad de modificar mi forma y mi color. Traté de cambiarme en autobús, en la Torre Eiffel, en académico, en ganador del premio mayor. Fueron vanos mis esfuerzos. No acerté. Mi voluntad no tuvo

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bastante fuerza, y luego me faltaba el santo terror, el formidable peligro que habían despertado los instintos de Honorato Subrac ...

Hada ya tiempo que no lo había vuelto a ver, cuando cierto día llegó fuera de sí.

-Este hombre, mi enemigo, me acecha dondequiera. He podido esca­par de él tres veces, ejercitando mi facultad; pero tengo miedo, tengo miedo, querido amigo.

Noté que había enflaquecido, pero me guardé de dedrselo. -No te queda sino una cosa por hacer -le repliqué-. Para escapar a

un enemigo tan despiadado, ¡parte! Ocúltate en alguna aldea. Encomiénda­me el cuidado de tus negocios y encamínate a la estación más próxima.

Me estrechó la mano diciéndome: -Acompáñame, te lo suplico, yo tengo miedo.

Por la calle caminamos en silencio. Honorato Subrac volvía constante­mente la cabeza con aire inquieto. De pronto lanzó un grito y se dio a huir desembarazándose de su hopalanda y sus pantuflos. Y vi que un hombre llegaba tras de nosotros, corriendo. Traté de detenerlo. Pero se me escapó. Llevaba un revólver que asestaba en dirección de Honorato Subrac. Éste aca­bó por llegar a una larga pared de cuartel, y desapareció como por encanto.

El hombre del revólver se detuvo estupefacto, profiriendo exclamaciones de rabia, y como para vengarse del muro que pareda haberle arrebatado a su víctima, descargó su revólver en el sitio en que Honorato Subrac había desaparecido. Se alejó después, a la carrera ...

Se reunió gente, que los guardias dispersaron. Entonces llamé a mi amigo. Pero no me respondió.

Tenté la pared, que todavía estaba tibia, y me di cuenta de que, de las seis balas de revólver, tres habían dado a la altura de un corazón de hombre, en tanto que las demás habían arañado el yeso, más arriba, donde me pareció distinguir vagamente, vagamente, el contorno de un rostro.

Traducción de julio Torri

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INGLATERRA

RoBERT Loms STEVENSON

Robert Louis Stevenson, escritor inglés, nació en Edimburgo en 1850; murió en la isla de Samoa en 1894. Escribió libros de viajes y de crítica, novelas y cuentos. De su obra mencionaremos; An Inland Voyage (1878); Travel with a Donkey in the Cevennes (1879); Virginibus Puerisque (1881); Familiar Studies ofMen and Books (1882); Treasure Island(1883); Kidnapped (1886); Dr. Jeki/1 and Mr. Hyde (188~).

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LA PUERTA DEL SIRE DE MALETROIT

O enis de Beaulieu contaba a la sazón veintidós años, pero aunque tan joven, ya se consideraba hombre hecho y derecho y cumplido caba­

llero. Los muchachos se formaban pronto en aquella ruda y lejana época; y cuando se había tomado parte en una batalla, se montaba bien a caballo, se había dado muerte a un hombre con todas las reglas del arte y se sabía un poco ,de· estrategia, -era cosa corriente permitirse cierta licencia en los placeres. El joven, después de· atender a su caballo cuidadosamente, atacó la cena con apetito, y en excelente disposición de ánimo se dispuso a hacer una visita, cuando empezaba a caer la tarde, lo cual no era muy prudente por su parte. Más le hubiera valido quedarse delante del fuego o retirarse a descansar honestamente, porque la ciudad estaba llena de las tropas aliadas borgoñesas e inglesas, y aunque Denis tenía salvoconducto, éste le hubiera servido de muy poco en caso de un mal encuentro.

Era el mes de septiembre de 1429. El tiempo estaba en extremo des­apacible; un viento frío y desagradable mezclado con chaparrones azotaba los edificios de la ciudad, y las hojas secas se arremolinaban en las calles .

. Aquí y allá empezaban a iluminarse algunas ventanas, y el ruido que hacían los soldados al tomar alegres disposiciones para la cena se oía en los inter­valos de calma. La noche se venía encima; la bandera de Inglaterra que flotaba sobre la torre de la ciudad se hacía cada vez menos distinta; las errantes nubes volaban como gigantescas golondrinas sobre la inmensidad del espacio. Al cerrar la noche aumentó la potencia del viento, que empezó a rugir bajo los portales de la plaza y a sacudir con violencia los corpulentos árboles en el valle cercano.

Denis de Beaulieu caminaba deprisa y pronto llegó a la casa de su ami­go; pero aunque se había prometido a sí mismo permanecer poco rato y volver temprano, encontró una acogida tan calurosa y tantos motivos para

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dilatar su partida, que ya había pasado medianoche cuando pronunciaba su ¡adiós! desde el umbral de la puerta. El viento se había calmado mientras tanto y Ja noche estaba oscura como boca de lobo; ni una estrella,·.ni un rayo de luna traspasaba la espesa capa de nubes. Denis estaba poco ducho en el conocimiento de las intrincadas calles de Chateau-London; ·hasta ile día claro habría encontrado alguna· dificultad para hallar sw. camino, y, en esta. absoluta oscuridad pronto lo perdió por completo. Sólo· estaba cierto de que debía subir cuestas, puesto que la casa de su amigo se hallaba eri la parte inás baja dé la ciudad, y su posada, eh la más alta, casi debajo de la torre de la iglesia. Con este solo indicio para dirigirse anduvo por sitios desconocidos, ya respirando con desahogo· cuando llegaba a plazas anchas y e!: .las que veía un trow de cielo sobre su cabeza, ya guiándose a lo largo de las paredes en las estrechas callejuelas. ¡Situación angustiosa y deprimente el-encontrarse perdido por completo en la oscuridad y. en un sitio casi totalmente desconocido! El silencio es doblemente aterrador; el tacto de las rejas que caen bajo la mano exploradora causa una sensación de frío como si se tropezara con un cadáver; las desigualdades del.terreno amenazan hacerlo caer y desequilibran la marcha, y una sombra más densa que las demás hace pensar en ambas cosas. Para Denis, que debía regresar a su posada sin llamar la atención, había tanto peligro real· como molestias en la marcha, y por eso andaba con cautela, parándose a cada·.esquina a fin de hacer sus observaciones. ., ., '

Andaba ya hacía algunos minutos por una callejuela tan eStrecha que con sólo abrir los brazos hubiera tocado los dos muros, cuando ésta, después de torcer bruscamente, . tomaba otra dirección. Bien comprendió nuestro joven que aquel camino no le conduciría a su posada, pero con la esperanza de encontrar algo que le orientara, continuó por ella. La calleja terminaba en una terraza· con balaustrada de piedra que daba sobre el valle situado a algunos cientos de pies más abajo. Denis se inclinó y sólo alcanzó a ver algunas copas de áfboles movidas por el viento, y un solo punto brillante: el río que cruzaba aquellos campos. El tiempo. había aclarado y las nubes permitían ya ver el contorno de las montañas. A esta incierta luz, la casa que se encontraba a su izquierda parecía ser edificio importante, porque

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aparecía adornado de varios miradores y torrecillas. Del cuerpo principal se destacaba la redonda cúpula de una capilla y la puerta estaba resguardada por un pórtico exterior enriquecido con figuras esculpidas en la piedra. Las ventanas de la capilla ostentaban valiosas vidrieras de colores, y los agudos tejados de las torrecillas, todos cubiertos de pizarra, proyectaban una som­bra aún más oscura que las mismas nubes. Era indudablemente la mansión señorial de alguna importante familia de la localidad; y al recordar nuestro joven su:.propio palacio de Brujas, no pudo menos de contemplarla con atención; admirando la ciencia que los arquitectos habían prodigado en obsequio a las dos familias.

Pareció no haber otro ingreso en aquella terraza más que la callejuela por la que él había venido; no podía más que retroceder sobre sus pasos; pero se le figuró haber obtenido algunas nociones sobre el terreno que le rodeaba y tenía la esperanza de ganar pronto su posada. Al pensar así, no contaba con la serie de accidentes que hicieron esta noche memorable entre todas las de su vida. Apenas había andado cien metros, cuando vio una luz que venía en dirección contraria; y oyó voces que hablaban alto despertando los ecos de aquella estrecha callejuela. Era una partida de hombres de armas que recorrían la ciudad a la luz de las antorchas. Denis adquirió el conven­cimiento de que se habían excedido bastante en la bebida y que no estaban en estado de prestar atención a salvoconductos u otras finuras semejantes de las guerras caballerescas. Lo más probable sería, si les daba por alú, que lo mataran y lo dejaran en el sitio en que cayera. La situación era de las más comprometidas. Fácil sería que la misma luz de sus antorchas sirviera para ocultarle y sus escandalosas voces encubrirían el ruido de sus pasos. Estas consideraciones le decidieron por una pronta y silenciosa fuga.

Desgraciadamente, en el momento de emprenderla, su pie tropezó con una piedra que le hizo perder el equilibrio y caer contra la pared lanzando un juramento, al mismo tiempo que su espada cayó ruidosamente sobre las piedras. Dos o tres voces, unas en francés y otras en inglés, dieron el ¡quién vive! Denis no contestó y apresuró más su carrera. Otra vez sobre la terraza, se detuvo para mirar atrás; pero seguían aún las voces, y sus perseguidores doblaban ya la última esquina, percibiéndose el ruido de armas y viéndose el

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resplandor de las antorchas con que escudriftaban todas las irregularidades de la callejuela en las que pudiera· haberse escondido.

Denis lanzó una mirada a su alrededor y se metió debajo del pórtico; allí podría quizá no ser visto y si esto fuera pedir demasiado a la suerte, estaba al menos en muy buena situación para parlamentar o defenderse. Con este pensamiento sacó su espada y trató de defenderse colocándose de espaldas a la puerta; pero apenas puso sus hombros sobre ella, cuando ésta cedió y, a pesar de haberse vuelto con rapidez, la puerta continuó girando sobre silenciosos goznes hasta quedar abierta de par en par. Aunque nuestro joven quedó muy sorprendido al ver que las cosas se le mostraban favorables, y más en aquellas circunstancias críticas, no es lo corriente detenerse a expli­carse el porqué, pareciendo que la personal conveniencia es suficiente para producir los más inexplicables fenómenos en nuestro mundo sublunar. Así es que Denis sin vacilar ni un momento entró en el espacio negro que la puerta dejaba ver y trató de entornarla para ocultar su escondite. Nada más lejos del pensamiento del joven que cerrarla del todo; mas por alguna razón inexplicable, quizá un muelle o un peso, la poderosa plancha de encina se escapó de sus dedos y se cerró de golpe con un formidable portaw seguido de un ruido semejante a una barra que cae. · '

La ronda desembocaba en aquel instante sobre la terraza y empezó a increparle entre maldiciones y juramentos; los oyó pegar con los regatones de las lanzas en todos los parajes oscuros; una de éstas tropezó contra la puerta detrás de la que estaba Denis, pero aquellos caballeros estaban de de­masiado buen humor para perder tanto tiempo, y descubriendo un pasadizo que había escapado a los ojos de Denis, pronto se perdieron en lontananza, llevando sus voces y sus risas a animar otro barrio de la ciudad.

Denis respiró libremente, les dio algunos minutos de ventaja por temor a algún accidente que les obligara a retroceder, y después procedió a buscar los medios de volver a abrir la monumental puerta .. La superficie interior era completamente lisa; no había cerradura; ni cerrojos, ni nada; metió sus ufias en la rendija y trató de abrirla, pero la pesada mole no se movió. La sacudió con violencia, pero estaba firme como una roca. Denis de Beaulieu empezó a fruncir el entrecejo. ¿Cómo se abriría aquella puerta?, pensaba. Y

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sobre todo, ¿cómo es que estaba abierta y se había cerrado sola? Algo había en todo de oscuro y misterioso muy poco del agrado del joven caballero. Aquello parecía una ratonera; pero ¿quién podía•tener tal sospecha en una calle tan tranquila y muy principalmente en una casa .de tan próspero y noble aspecto? Y, sin embargo, ratonera o no, fuese intencional o descuidadamen­te, el caso es que estaba encerrado y que ni aun por su vida veía trazas de salir de allí. La oscuridad empezaba a inquietarle; prestó oído: todo estaba silencioso en el exterior, pero en el interior le pareció percibir algunos ruidos muy leves, pero muy: próximos, como si estuviera rodeado de personas que hicieran esfuerzos por contener hasta la respiraciÓn. La idea penetró hasta su cerebro causándole una sacudida, y volviéndose de espaldas. a la puerta, se aprestó a defender su vida. Entonces, por primera vez distinguió una luz en el interior de la .ca.sa y, a no mucha distancia de donde se hallaba, un rayo de luz semejante'al que pasa porla ab.ertura de una puerta entornada. Ver algo ya era un consuelo para Denis; era como encontrar tierra firme el que. se hunde en un pantano. Su imaginación le llevó a ella con avidez y se quedó observándola y tratando de orientarse en aquel interior.desconoci­do. Al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad pudo ver un tramo de escalera ascendente que conducía desde el portal a la puerta que filtraba el rayo de luz. Desde que había empezado a sospechar que no estaba solo; su corazón había comenzado a latir con violencia, y se había apoderado del joven un intolerable, deseo de acción, sea cual fuere. Se hallaba en peligro mortal, según pensaba; entonces ¿por qué no subir aquella escalera y plantarse ante el enemigo frente a frente? Por lo menos pelearía con algo tangible, por lo menos saldría de la oscuridad. Se dirigió lentamente hacia la puerta con los brazos extendidos y al fin sus pies tocaron el primer escalón; subió rápida­mente la .. escalera, se detuvo un momento para, tomar cierta compostura y empujando la puerta entró.

Se encontró en un vasto recinto de piedra labrada. Había tres puertas; una a cada lado y las tres iguales, cubiertas con pesadas cortinas de tapicería. El cuarto lado ostentaba dos grandes ventanas y entre ellas una monumental chimenea con las armas de los .. Maletroit. Denis reconoció el escudo y se alegró de haber caído en tan búenas manos. La habitación estaba espléndi-

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damente iluminada,·pero contenía pocos muebles, excepto una inmensa y pesada mesa y varias sillas; la chimenea estaba huérfana de fuego, y espar­cidos por el suelo había algunos haces de paja no del todo frescos.

Sentado en un sillón gótico, junto a la chimenea y completamente de frente a la puerta por la que entró Denis, estaba un viejecito envuelto en rica bata de pieles. Tenía las piernas cnizadas y apoyaba las manos en los brazos del sillón; a su lado, en un estante, se veía un vaso de vino. Su rostro tenía unas líneas pronunciadamente masculinas y semejantes a las que solemos ver en el toro, o en el oso, algo equívocas y denunciadoras de un carácter cruel, brutal y peligroso. Cuando sonreía se unían sus pobladas cejas, y sus ojos, pequeños, pero de dura expresión, lo tornaban entre siniestro y cómico. Hermosos cabellos bla,ncos rodeaban esta cabeza y caían en bucles naturales hasta la bata. Su barba y bigotes eran como el ampo d.e la nieve. La edad, quizá a consecuencia de incesantes cuidados, no había dejado huellas en sus manos. Las manos del señor de Maletroit eran famosas; imposible hubiera sido encontrarlas más carnosas ni de líneas más puras; los dedos, afilados y sensuales, eran como los de las mujeres de Leonardo de Vinci .. Las uñas, de perfecto dibujo, tenían una blancura nítida, sorprendente. Resultaba mil veces más temible el aspecto de este hombre cuando cruzaba sus extraor­dinarias manos sobre su bata, como hubiera podido hacerlo una virgen cristiana; y no podía verse sin un secreto terror que un hombre de aquella intensa, brutal y cruel expresión, se sentara así inmóvil como un dios. Su inmovilidad resultaba irónica.

Tal era Alein, señor de Maletroit. Denis y él se miraron durante algunos segundos. -Dignaos pasar adelante -dijo Maletroit-. Llevo esperándoos toda

la noche: No se había levantado, pero acompañó la invitación con un cortés mo­

vimiento de mano y una inclinación de cabeza. A pesar del tono musical y dulce con que fueron dichas estas palabras y de la sonrisa que las acompañó, o quizá a causa de ambas, Denis sintió que un fuerte estremecimiento reco­rría todo su cuerpo. Y entre esta desagradable impresión y cierto honrado arurdimiento, apenas pudo responder:

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-Mucho temo que esto sea una doble casualidad. No soy la persona que suponéis. Según parece, esperáis una visita; mas por mi parte nada estaba tan lejos de mis pensamientos, nada podía ser más contrario a mis deseos que esta intrusión.

-¡Bueno! ¡Bueno! -dijo el viejo caballero con indulgencia-. Lo prin­cipal es que estéis aquí. Sentaos, amigo mío, y tranquilizaos por completo. Ahora vamos a arreglar nuestros negocios.

Denis comprendió que el asunto iba a complicarse más y se apresuró a decir:

-Vuestra puerta ... -¿Mi puerta decís? -interrumpió el anciano levantando sus pobladas

cejas-. Muy ingeniosa, ¿no es verdad?, y muy hospitalaria. ~iere decir que por vuestro gusto no hubierais venido a saludarme. Los viejos tene­mos que emplear estratagemas para proporcionarnos compañía. Así pues, llegáis contra vuestra voluntad, pero sois muy bien venido.

-Persistís en vuestro error, caballero -dijo Denis-. Entre vos y yo no median relaciones de ninguna clase. Soy extranjero en este país. Mi· nombre es Denis de Beaulieu, y si me veis en vuestra casa es sólo porque ...

-Joven caballero -dijo el anciano-, me permitiréis que tenga mis ideas propias sobre este asunto; es posible que difieran de las vuestras en este momento -añadió con una de sus peculiares sonrisas-, pero el tiempo dirá cuál de los dos está en lo cierto.

Denis adquirió el convencimiento de que tenía que habérselas con un loco. Se sentó temiendo que de un instante a otro le diera un ataque. Hubo una pausa durante la cual creyó percibir el monótono murmullo de plegarias que salían de entre las cortinas que estaban enfrente de él. A veces le pare­cía que eta una sola voz; otras, dos por lo menos, y la vehemencia con que rezaban parecía indicar o mucha prisa o un excitadísimo estado de ánimo. Le ocurrió pensar que aquella cortina debía de cubrir la entrada de la capilla que había visto desde el exterior.

El viejo, mientras tanto, observaba a Denis de arriba abajo sin dejar de sonreír, y de tiempo en tiempo emitía débiles sonidos inarticulados, lo que

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parecía indicar el colmo de la satisfacción. Semejante estado de cosas se hizo pronto tan insoportable para Denis, que para disimular el joven observó cortésmente que el viento había calmado.

Al oír estas palabras, el viejo caballero sufrió un ataque de silenciosa risa, tan prolongada y violenta, que su rostro se tomó purpúreo. Denis se puso rápidamente de pie y con arrogancia se caló su birrete adornado de plumas.

-¡Caballero! -dijo-, si estáis en vuestro juicio me habéis insultado groseramente; si no lo estáis puedo emplear mejor mi tiempo que perder­lo en conversaciones con lunáticos. Ahora comprendo que os estáis bur­lando de mí desde mi entrada en esta casa. Habéis rehusado oír mis ex­plicaciones, pero sólo el poder de Dios me obligaría a permanecer aquí un instante más; y si no puedo salir de un modo más conveniente, haré con mi espada un agujero en vuestra maldita puerta.

El señor de Maletroit levantó su mano derecha e hizo un signo a Denis como para tranquilizarlo.

-Mi querido sobrino -dijo-, sentaos. -¡Sobrino! -replicó el sorprendido joven-. ¡Mentís! -E hizo un

movimiento como para abofetear al anciano. -¡Sentaos, tunante! -dijo éste con un tono de voz tan distinto del

anterior que parecía imposible que saliera de la misma garganta. Era tan áspero y duro como el ladrido de un perro-. ¿Os figuráis que cuando yo me he propuesto una cosa, la dejo a medio hacer? -continuó-. Si preferís que os aten de manos y pies hasta que crujan vuestros huesos, proseguid en vuestro ademán de marcharos. Si, pensándolo con más prudencia, os gusta más quedaros sentado como un buen doncel, conversando con un anciano, permaneced tranquilo donde estabais y Dios sea con todos.

-¿Qyeréis darme a entender que estoy prisionero? -preguntó Denis.

-Yo establezco los hechos -dijo el viejo- y os dejo a vos sacar las conclusiones.

Denis volvió a sentarse. Exteriormente procuró aparecer tranquilo, pero en su interior ardía en rabia y sentía las más siniestras aprensiones. Aquel

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fantástico viejo estaba loco, y si no lo estaba, ¿qué era, en nombre de Dios, lo que pretendía? ¿En qué trágica o absurda aventura se había metido? ¿Qyé era lo que debía hacer?

Mientras seguía estas desagradables reflexiones, se levantó el tapiz que colgaba ante la puerta de la capilla y entró un sacerdote, que, después de lanzar una mirada a Denis, dijo algunas palabras en voz baja al castellano de Maletroit.

-¿Está ya en mejor estado de ánimo la doncella? -preguntó este último.

-Está más resignada, señor caballero -respondió el sacerdote. -Pues Dios la confunda si es tan difícil de contentar -repuso con

atroz ironía el viejo--. Un pino de oro semejante, de no mala casa, y después de todo, ¿qué más puede desear?

-La situación es muy anómala para una noble doncella -contestó el otro-- y muy propia para causarle rubor.

-Pues debía haber pensado en eso la dama antes de empezar. Dios sabe que no he sido yo quien se lo ha aconsejado; pero ahora ya que está en ello, ¡por la Virgen!, que lo ha de seguir hasta el fin -y dirigiéndose a Denis añadió-: Caballero de Beaulieu, ¿me permitís que os presente a mi sobrina? Ha estado esperando vuestra llegada, me atrevo a decir que con más impaciencia que yo.

Denis se resignó con la mejor cara que pudo; lo que deseaba era conocer lo peor, y eso lo antes posible, así es que se levantó haciendo una reverencia en señal de asentimiento. El señor de Maletroit siguió su ejemplo y con la ayuda del sacerdote se levantó y todos se dirigieron a la puerta de la capilla. El sacerdote levantó el tapiz y los tres entraron. La capilla era de suntuoso aspecto arquitectónico. Seis robustas columnas de granito formaban la nave, que terminaba en un semicírculo en el que estaba el altar todo rico y pro­fusamente adornado con bajorrelieves, y toda clase de piedra tallada amaba los góticos ventanales en los que lucían costosas vidrieras de colores. En el altar estaban colocados medio centenar de cirios, pero sólo cuatro ardían produciendo una luz cambiante y escasa; delante del altar estaba arrodillada una joven que vestía riquísimo traje de desposada.

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Un estremecimiento sobrecogió a Denis al observar este ropaje, y luchó con desesperada energía contra la conclusión que se imponía a su mente. No, imposible; no debía, no podía ser lo que él se figuraba.

-Blanca -dijo el caballero con su más melifluo tono-, aquí traigo a este joven amigo para que te salude. Hija mía, vuélvete y dale la mano; bien está la devoción en una doncella, pero no hay que olvidar la cortesía, sobrina mía.

La joven se levantó y dio un paso hacia los recién venidos. Estaba rígida como el mármol, y la vergüenza y la confusión se leían en cada línea de su joven y bellísimo semblante; llevaba la cabeza baja y los ojos clavados en el suelo mientras se adelantaba lentamente; al hacerlo así, sus ojos tropezaron con los pies de Denis, de los ·que éste hubiera podido envanecerse con jus­ticia y que a pesar de hallarse de viaje llevaba irreprochablemente calzados con elegantes botas de ante. Lajoven se detuvo estremeciéndose, como si aquellas botas amarillas hubieran despedido una corriente magnética, y le­vantó con rapidez los ojos hasta el rostro del joven guerrero. Se encontraron sus ojos;· en los de la bella, la vergüenza dio paso al terror; con un agudo grito se cubrió el rostro con las manos y cayó sobre las losas de la capilla.

-¡No es éste! -gritó convulsivamente-. ¡No es éste, tío mío! -Naturalmente que no -murmuró sonriendo ·con su desagradable

sonrisa el enigmático viejo-; ya esperaba yo eso. Ha sido una desgracia que no recordarais el nombre. ·• · ..

-¡Os lo juro!·-repetía la desgraciada-; yo no he visto. nunca a este caballero, ni he deseado verle. Caballero -dijo dirigiéndose a Denis-, si merecéis tal nombre, decid la verdad: ¿os. he visto yo alguna vez antes de esta maldita noche? ·-e ··'

-Digo lo mismo que vos;· noble dama -dijo el mancebo-; Nunca he tenido ese placer. Es la primera vez; señor, que tengo el honor de ver a vuestra encantadora sobrina. ., ·

El viejo se encogió de hombros. '· -Pues lo siento mucho -dijo-; pero más vale tarde que nunca. No

conocía yo tampoco mucho más a mi difunta esposa cuando me casé con ella, y nuestro ejemplo enseña -añadió frotándose sus impecables manos-

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que estos matrimonios rápidos a veces producen excelentes resultados; y como el novio ha de tener algunas preeminencias, le concedo dos horas para ganar el tiempo perdido, antes de proceder a la ceremonia.

Y se encaminó a la puerta seguido del clérigo. La joven se levantó rápidamente. -Señor y tío -dijo la doncella-, no es posible que habléis seriamente.

Juro ante Dios que antes me partiré el corazón de una puñalada que forzar de este modo la voluntad de este joven caballero. Se subleva todo mi ser, sólo al pensarlo. ¡Oh, señor, tened piedad de mí! Dios prolube semejantes violencias y deshonráis con ellas vuestras canas. No hay mujer en el mundo que no prefiera la muerte a semejantes bodas. ¿Es posible -añadió sollo­zando- que no me creáis y que aún continuéis con la idea de que es este caballero?

-Hablando con franqueza, sí lo creo -dijo el extraño viejo-; pero de una vez para siempre os voy a decir, Blanca de Maletroit, mi manera de pensar en este asunto. Cuando disteis entrada en vuestra cabeza, sobrado ligera, a la idea de deshonrar el nombre que durante setenta años he llevado con honor en la paz y en la guerra, perdisteis el derecho no sólo de discutir mis disposiciones, sino hasta de mirarme a la cara. Si viviera vuestro padre y digno hermano menor mío, os hubiera escupido y arrojado de casa. Aquél era la mano de hierro de la familia. Podéis dar gracias a Dios, damisela, de que sólo tenéis que habéroslas con la mano de terciopelo. Mi deber era haceros casar lo más pronto posible. En obsequio a vos he procurado hallar a vuestro galán, y creo haberlo conseguido; pero ante Dios que nos escucha y toda la Corte Celestial, Blanca de Maletroit, afirmo que si no es éste, no me importa un bledo. Así es que insisto en que os mostréis cortés con nues­tro joven amigo, pues por mi palabra de honor que si no obedecéis, vuestro próximo novio será menos pulido que éste. -Al decir esto, el anciano y el sacerdote salieron y la cortina cayó ocultando a los dos.

La joven se volvió hacia Denis con ojos febriles. -¿ Qyeréis decirme, caballero, qué significa esto? -Dios lo sabe -respondió sombríamente el doncel-; estoy preso en

esta casa que parece llena de locos. N o sé más y no comprendo nada.

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-Pero ¿cómo habéis venido aquí? -volvió a interrogar la dama. Él la puso al corriente en pocas palabras, añadiendo:

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-En cuanto al resto, quizá tendréis la bondad de seguir mi ejemplo y decirme lo que sepáis a ver si puedo explicarme estos enigmas de los que Dios sabe cuál será la solución.

Ella permaneció unos momentos en silencio, y él pudo ver sus trémulos labios y sus ojos brillantes de fiebre; después se oprimió la frente con las manos.

-¡Ah!; ¡cómo me duele mi pobre cabeza -murmuró con voz cansa­da-, sin decir nada de mi corazón! Pero tenéis razón, os debo decir todo, aun cuando sea una grave falta de recato en una doncella. Soy Blanca de Maletroit, huérfana desde mi más tierna infancia y desgraciada toda mi vida. Hace un mes, un joven capitán me veía diariamente en la iglesia. Com­prendí que le agradaba, cierto que obré muy mal, pero ¡estaba tan contenta de pensar que alguien me quería!; y cuando pocos días después me entregó una carta la cogí eón placer y la leí al llegar a casa. Me ha escrito algunas otras veces; en todas sus cartas me suplicaba que dejase la puerta abierta para que pudiésemos hablar dos palabras en la escalera. Mi tío -añadió con un sollozo ahogado- es un hombre tan duro como ladino. Ha llevado a cabo muchas hazañas gloriosas en la guerra y ha tenido gran predicamento en la corte en tiempos de nuestra reina Isabel. No sé cómo se despertaron sus sospechas, pero es casi imposible ocultarle nada. Y esta mañana cuando salíamos de la iglesia, me cogió la mano entre las suyas, me la abrió a la fuerza y leyó mi billete, mientras caminaba a mi lado, tranquilo al parecer, y como no logró que yo le dijese el nombre del capitán, sin duda ha puesto una trampa en la que habéis caído vos, para castigo de mis pecados. Yo no podía prever si· el capitán querría casarse conmigo a la fuerza, no hemos hablado nunca y lo más probable es que fuera un pasatiempo por su parte, sin contar con que quizá había encontrado mi conducta sobrado desenvuel­ta. Mucha culpa tengo yo; pero nunca esperé un castigo y una vergüenza tan grandes. No creía que Dios permitiera a una pobre criatura tener que avergonzarse así delante de un desconocido. Ahora ya lo sabéis todo y se­guramente también me despreciaréis.

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Denis hizo un respetuoso saludo. -Señora -dijo-, me habéis honrado con vuestra confianza. Sólo

me resta demostraros que soy digno de esta honra: ¿está cerca el señor de Maletroit?

-Creo que está en esa sala inmediata -le respondió la niña. -· -¿Qyeréis permitirme el honor de conduciros allí? Ella le tendió la mano y ambos pasaron desde la capilla a la sala. Blanca,

muy abatida y avergonzada; Denis, luchando con la conciencia de tener una grave misión que cumplir y la juvenil presunción de llevarla felizmente a cabo.

El señor de Maletroit se levantó a recibirlos con una irónica reve­rencia.

-Señor -dijo Denis con el aire más digno que pudo adoptar-, me parece que tengo derecho a decir una palabra referente a este matrimonio, y lo aprovecho para deciros de una vez que no quiero ser parte a forzar la inclinación de esta dama. Si ella me hubiese escogido libremente, yo habría aceptado su mano como un don del cielo, pues ya he podido apreciar que es tan buena como hermosa; pero en las presentes circunstancias, tengo el honor de rehusarla.

Blanca le miró con expresión de inmensa gratitud, pero el señor de Ma­letroit sonreía y sonreía; y aquella sonrisa empezaba a subírsele a la cabeza al joven caballero.

-Temo -dijo por fin el sarcástico anciano-, temo, señor de Beaulieu, que habéis comprendido imperfectamente la elección que os ofrezco. Te" ned la bondad de seguirme a esta ventana -le dijo llevándolo a una de las grandes ventanas que había en la estancia-. Observad que hay una argolla de hierro, y pasada por ella una gran cuerda; pues fijaos bien en mis pala­bras: si la repugnancia que os inspira mi sobrina es insuperable, antes de la salida del sol os hago colgar de esta cuerda. Puedo aseguraros que recibiré un grandísimo pesar si me obligáis a recurrir a ese extremo, porque yo no tengo ningún interés. en vuestra muerte, sino en que se case mi sobrina; pero no habrá otro remedio que llegar ahí si os obstináis. Vuestra familia es muy noble, señor de Beaulieu, y no tengo nada que decir contra ella;

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pero aunque descendiendo de Carlomagno en persona, no rehusaríais im­punemente la mano de una Maletroit (no; aunque fuese más horrible que la misma Medusa). Pero en todo esto nada tienen que ver los sentimientos privados de mi sobrina, ni los vuestros, ni aun los míos. Se ha comprometido el honor de esta casa; yo creo que vos sois el culpable, y si no lo sois estáis en el secreto y no os debe parecer extraño el que yo os invite a borrar la mancha que ha caído sobre mi blasón. Si os-negáis; vuestra sangre caiga so­bre vuestra propia cabeza. Podéis pensar que no será agradable espectáculo para mí ver vuestras interesantes reliquias dando vueltas en el aire debajo de mi ventana, pero a falta de pan buenas· Son tortas, y si no puedo borrar el deshonor, impido al menos que se propague el escándalo.

Hubo una pausa de mortal silencio. -Me parece que hay otros caminos para arreglar las cuentas entre ca­

balleros -dijo Denis-. Lleváis espada y, según cuenta la fama, os servís de ella magistralmente.

El señor de Maletroit. hiw. una seña al capellán, quien en silencio le­vantó "los tapices que ocultaban la tercera puerta. Fue sólo un momento, pero lo bastante para que Denis pudiera ver un pasadizo lleno de hombres armados.

-Si fuera más joven aceptaría con placer el honor que queréis hacerme, caballero de Beaulieu -dijo sir Alein-; pero soy ya demasiado viejo. Los leales vasallos son los apoyos de los viejos nobles, y cada cual tiene que emplear la fuerza de que dispone; éste es uno de los inconvenientes. más grandes que tiene la vejez, pero con un poco. de paciencia y la aruda de Dios, se acostumbra uno·a todo. Vos y esta dama quizá preferís esta sala para pasar el tiempo que falta hasta cumplirse las dos horas, y como no tengo ningún deseo de contrariaras, con sumo gusto os la cedo. ¡No os precipitéis! -añadió viendo una· mirada amenazadora e:n los ojos del joven-. Si vues­tra altivez se revela ante la idea de la horca, ya discutiremos eso dentro de dos horas y veremos 'si·optáis por el abismo que tiene esta ventana debajo de sí, o por las picas de mis servidores. Dos horas de vida es mucho, sobre todo en la juventud; muchas cosas pueden cambiar en ese tiempo, aun­que parezca tan corto. Además, a juzgar por los ademanes de mi sobrina,

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parece que tiene algo que deciros. ¿No iréis a estropear una vida gloriosa aunque corta, acabándola con una falta de cortesía hacia una dama?

Denis miró a Blanca, quien también le dirigía una mirada suplicante. Al parecer, el castellano observó con el mayor placer este primer síntoma

de concordia, porque sonrió a ambos y dijo a Denis con nobleza: -Si me dais vuestra palabra, señor de Beaulieu, de esperar mi re­

greso dentro de dos horas sin intentar ninguna resolución desesperada, mandaré retirar a mis servidores y podréis hablar, sin ser molestado, con esta dama.

Denis volvió a mirar a la doncella, que pareció rogarle que aceptase las condiciones.

-Caballero --contestó--, os doy mi palabra de honor. El castellano se inclinó y después de limpiarse la garganta con aquel

ruido especial que tan desagradable se había hecho a los oídos de Denis, se detuvo junto a la mesa para coger unos papeles, después cruzó la habitación, y levantando el tapiz que daba al pasadizo, pronunció algunas palabras en tono de mando, seguidas del ruido de hombres y armas que se alejaban, y por último dirigió otra sonrisa a la joven pareja y desapareció por la puerta por donde había entrado Denis, seguido en silencio por el capellán, que llevaba una lámpara de mano.

No bien estuvieron solos, Blanca avanzó hacia Denis con las manos extendidas; su rostro estaba vivamente coloreado y sus hermosos ojos bri­llaban llenos de lágrimas.

-¡Yo no quiero que muráis! -exclamó la joven. -¿Creéis acaso, señora -dijo éste con altivez-, que yo temo a la

muerte? -¡Oh no, no! -dijo ella-. Bien sé que sois un valiente. Pero es por

mí; no puedo sufrir la idea de veros asesinar delante de mis ojos y ... puesto que hay otro medio ...

-Os ruego que no prosigáis -repuso el joven-la palabra que queréis darme por generosidad; soy yo demasiado orgulloso para aceptarla, y en un momento de compasiva exaltación hacia mí, olvidáis quizá lo que debéis a otro.

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Tuvo la generosidad de mirar al suelo mientras decía estas palabras, como no queriendo espiar su confusión. La joven permaneció inmóvil algunos instantes, y de pronto se arrojó sobre el sillón de su tío y rompió en un llanto convulsivo. Denis estaba en el colmo de la confusión. Dirigió una mirada en tomo suyo, como buscando inspiración, y viendo una silla inmediata se sentó en ella por hacer algo, y allí permaneció sentado jugando con la empuñadura de su espada, y deseando estar ya muerto y enterrado bajo la montaña más alta de Francia. Sus ojos recorrieron la estancia sin hallar nada en qué detenerse y entretanto los sollows periódicos de Blanca de Maletroit marcaban el tiempo como si fueran un reloj. El joven leyó una y otra vez la divisa del blasón hasta que sus ojos se fatigaron; los fijó en los rincones más oscuros, y le pareció que en ellos bullían horribles animales. Y a cada momento volvía a su imaginación la idea de que las dos horas iban pasando y eran las últimas de su vida.

Conforme pasaba el tiempo, sus ojos se posaban con más frecuencia sobre la desolada doncella; su rostro estaba oculto entre sus manos y se movía a intervalos por las sacudidas de sus ·violentos sollows. Aun así estaba hermosa; su figura esbelta y proporcionada aparecía casi cubierta por su. espléndida cabellera oscura, que, según pensó Denis en aquel ins­tante, era la más hermosa de cuantas existían en cabeza de mujer. Sus ma­nos eran muy semejantes a las de su tío, pero estaban mejor colocadas al final de aquellos redondos y finos brazos, que debían de ser infinitamente suaves al tacto. Recordó que sus ojos eran grandes, negros y de encanta­dora expresión. Cuanto más la miraba, más fea le parecía la imagen de la muerte y más compasión sentía por sus continuadas lágrimas. Ahora casi le parecía imposible que hubiera hombres que tuvieran el valor de dejar un mundo en que viven tan admirables criaturas, y habría dado cuarenta minutos de su última hora por no haberle dicho sus altivas y crueles pa­labras.

Súbitamente, el ronco y estridente canto de un gallo los trajo a ambos a la realidad; fue como una luz que aparece en una estancia oscura

-¡Dios mío! --gimió la desgraciada niña-. ·¡No podré hacer nada por vos!

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-Señora -dijo el joven con una elegante inclinación-, tened a bien asegurarme que me perdonáis las palabras que antes os he dicho, si es que en algo os han ofendido; pero si las he pronunciado, creedme, ha sido pen­sando en vos y no en mí.

Ella le dio las gracias con una mirada. -Siento con toda el alma vuestras penas -continuó Denis-,. El mun­

do ha sido muy injusto y cruel con vos. Vuestro tío es una aberración de la naturaleza. En cuanto a mí, yo os aseguro que no hay en toda Francia un caballero que no envidiara mi posición de poder morir por vos, aunque no sea más que haciéndoos un momentáneo servicio.

-Ya sé que sois valiente y generoso --,-dijo la afligida joven-; pero lo que quiero saber es si puedo serviros de algo, ahora o después -añadió estremeciéndose.

-Ciertamente -dijo el galán sonriendo--. Dejadme que me siente a vuestro lado como si fuera vuestro. amigo en lugar de un desconocido intruso; procurad olvidar la violenta situación en que nos encontramos uno respecto del otro; haced agradables mis últimos momentos y me habréis hecho un inmenso favor.

-Sois muy galante -respondió la bella con profunda tristeza-, muy galante, y esto aumenta mis sufrimientos; pero acercaos más si os place; y si queréis contarme algo podéis estar seguro de que os oigo con profundo interés. ¡Ah, señor· de Beaulieu! -dijo, renovando sus lágrimas-, ¿cómo puedo ni aun miraros a la cara? ·-

Sus sollozos estallaron con más fuerza. -Señora -dijo Denis tomándole una mano entre las suyas-, pensad

en el poco tiempo que· me queda de vida y en la pena que me causan vues­tras lágrimas. Evitadme en estos instantes el espectáculo de un dolor que no puedo aliviar, ni aun a costa de • mi vida.

-Soy muy egoísta -contestó Blanca, enjugándose los ojos-; procu­raré ser más valiente, caballero de Beaulieu, aun cuando no sea más que por vos. Pero pensad bien si no puedo haceros algún servicio en lo futuro. ¿No tenéis amigos de quienes despediros? Hacedme todos los encargos que queráis; ojalá fueran tan dificiles de cumplir que pudiera demostraros así

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mi inmensa gratitud. Demostradme que puedo hacer por vos algo más que llorar.

-Señora -dijo Denis-, mi padre murió hace tiempo, mi madre se ha vuelto a casar y tiene hijos pequeños. Mi hermano Guichard heredará mi mayorazgo, y si no me equivoco, esto le compensará ampliamente de rrii pérdida. La vida no es más que un vapor que se desvanece no bien se ha formado. Cuando un hombre es joven y tiene la vida por delante le parece que es una figura muy.importante en este mundo. Su caballo relincha; sue­nan las trompetas y las doncellas corren a sus ventanas para verle pasar al frente de sus hombres; recibe honores de los hombres y juramentos de amor de las mujeres. No tiene nada de sorprendente que su cabeza se trastorne al ftn. Pero en cuanto muere, aunque haya sido tan valiente como Aquiles o tan sabio como Salomón, pronto se le olvida. Aún no hace diez años que cayó mi padre con otros muchos caballeros en una terrible batalla, y no creo que nadie se acuerde de ninguno de ellos. ¡Oh, señora!, cuanto más de cerca se mira, más se convence uno de que la muerte es un rincón oscuro, donde el hombre desaparece y queda olvidado hasta el día del Juicio Final; Ahora tengo pocos amigos, en cuanto muera no tendré ninguno.

-¡Señor de Beaulieu -dijo la joven, resentida-, olvidáis a Blanca de Maletroit!

-Sois un ángel, señóra -dijo-, y pagáis un pequeño servicio mucho más de lo que merece.

-No es eso -contestó la hermosa-, y os equivocáis si lo atribuís a mi bondad. Me duele vuestra desgracia porque sois el ser más noble y generoso que he hallado en toda mi vida, y porque tenéis un valor y un corazón que os hubieran distinguido aunque no hubieseis nacido caballero .

. -. -Y, sin embargo -repuso él-, voy a morir en una. ratonera sin más ruido que el que hagan mis huesos al romperse.

Una expresión de angustia se extendió por el bello semblante de la joven y guardó silencio por unos minutos; después brilló una luz en sus ojos y con melancólica sonrisa añadió: · · ·"

-No quiero que mi campeón hable con tan poco aprecio de sí mismo. El que da su vida por salvar a otro, va derecho al Paraíso y allí es recibido

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por todos los ángeles de Dios, nuestro Señor. ¡Vais a morir!. .. Decidme -añadió ruborizándose intensamente-: ¿es cierto que me encontráis hermosa?

-¡Sois la doncella más perfecta que existe! -exclamó Denis con en­tusiasmo.·

-Me alegro de que así lo creáis --contestó con cierta timidezBlan­ca-; pero ¿creéis también que hay muchos caballeros en Francia que hayan sido pedidos en matrimonio por una hermosa doncella, viéndose ésta re­chazada en su propia casa?

-Vuestra bondad --contestó el galán- no tiene límites; pero no po­dréis hacerme olvidar que a ese atrevido paso os movía la compasión y no el amor.

-No afirméis nada -repuso la dama bajando aún más su sonrojada cabeza- y oídme hasta el fin, señor de Beaulieu. Comprendo cuánto me despreciaréis y empiezo diciendo que tendréis razón. Soy una criatura de­masiado vulgar para ocupar puesto alguno en vuestro corazón, aunque vais a morir por mí esta mañana. Pero lo que quería deciros es que cuando os pedí que os casarais conmigo, no lo hice movida por la lástima, sino por­que durante la conversación que tuvisteis con mi tío, en la que tan noble­mente os pusisteis de mi parte, empecé por respetaros y admiraros y acabé amándoos con toda mi alma. Entonces comprendí que mis anteriores sen­timientos no eran más que la pasajera curiosidad propia de mis pocos años y el ansia de cariño que me consume por haber estado privada de él toda mi vida. Pero ahora, ¡si pudierais saber cuánto os amo, me compadeceríais en vez de despreciarme! Os he dicho esto y he dejado a un lado todo mi recato por las circunstancias especialísimas en que estamos; no creáis que siendo yo noble os voy a importunar para obtener vuestro consentimiento. También yo tengo orgullo, y declaro ahora que si quisierais volveros atrás de vuestras anteriores palabras, no me casaría con vos como no me casaría con un mesnadero de mi tío.

-Poco es el amor que no hace un sacrificio de orgullo --contestó sonriendo Denis. ·

La joven permaneció silenciosa.

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-Venid a esta ventana -dijo el joven con un ·suspiro-. Empieza a amanecer.

Efectivamente, comenzaban las sombras a disiparse con los primeros albores del día. El cielo iba cubriéndose de' un azul tan claro que parecía gris; y las sombras arrojadas de las alturas se refugiaban en el profundo valle extendido debajo de la ventana. En toda aquella parte de campo reinaba un silencio que de nuevo fue interrumpido por el canto de los gallos. Ligeras ráfagas de viento agitaban las copas de los árboles que se mecían debajo de la ventana y el día continuaba avanzando insensiblemente por el Este, que pronto adquirió el color incandescente, precursor de la salida del sol.

Denis miró con un estremecimiento involuntario los progresos del ama­necer; maquinalmente había cogido una de las preciosas manos de Blanca; ésta preguntó de un modo casi incoherente:

-Es esto ya el día ... ¡Qy.é noche tan larga!... ¡Ah, mi tío va a venir! ¿Qy.é le diremos?

-Lo que vos queráis -murmuró Denis casi al oído de la doncella y oprimiendo suavemente su mano.

Blanca le miró sorprendida y guardó silenCio. -Blanca -dijo el galán con apasionado acento y trémulo de emo­

ción-, bien habéis visto que no temo a la muerte. Espero que estaréis convencida de que antes quisiera saltar por esta ventana y estrellarme los huesos en el abismo, que poner un dedo sobre vos, sin ser con pleno con­sentimiento vuestro. Pero si realmente me amáis, no me dejéis perder la vida por un escrúpulo, porque yo os amo más que a cuanto existe en el mundo, y si es cierto que moriré contento por vos, también lo es que la vida a vuestro lado la juzgo un paraíso y toda la mía por larga que fuera nunca me parecería bastante para consagrárosla.

Interrumpió sus palabras una campana que empezó a sonar en el interior de la casa, y el choque de las armas en el contiguo recinto les demostró que las dos horas habían pasado y que los mesnaderos volvían a ocupar su puesto.

-Pero ¿después de lo que sabéis? -murmuró Blanca, sonriendo a través de sus lágrimas.

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-¡No sé nada! -replicó él. -El nombre del capitán es Floumond de Champduers -dijo ella es-

condiendo su cabeza en el pecho del joven. -No lo quiero saber --exclamó él, estrechando a la joven entre sus

brazos. . , Una melodiosa carcajada resonó en la puerta; y al volverse confusos los

dos enamorados, se encontraron al señor de Maletroit que resplandeciente de satisfacción se frotaba sus bellas manos, dando los buenos días a sus queridos sobrinos. r:

Traducción de R. Durán

,. '

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OseAR WILDE

Osear Fingal O'Flaherty Wills Wilde nació en Dublín, Irlanda, en 1854. Realizó brillantes estudios en su ciudad natal y en Oxford. En 1877 em­prendió un viaje por Europa y en 1882 inició una gira por Estados Unidos de Norteamérica y Canadá, donde pronunció célebres conferencias. Wilde fue un gran conversador, y gustó de los refinamientos de la vida y del arte. En 1895 se vio envuelto en un escandaloso proceso, resultado del cual fue su reclusión de dos años en la cárcel de Reading. Murió en París en 1900.

Como cuentista publicó dos tomos: The Happy Prince and Other Tales (1888) y A House of Pomegranates (1891), donde resalta límpidamente su doctrina estética del arte por el arte. Otras obras de Wilde son: Poems

(1881); The Duchess of Padua (1883); The Portrait of Mr. W. H (1889); The Picture oJDorian Gray (1890); Intentions (1891); Salomé (1893); The Soul of the Man (1895); The Bailad of Reading Gaol (1898); The Importance oJ being Earnest (1899). Publicación póstuma: Epístola: In Carcere et Vinculis (1924).

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EL PRÍNCIPE FELIZ

O ominando la ciudad, sobre una alta columna, elevábase la estatua del Príncipe Feliz. Era toda dorada, cubierta de tenues hojas de oro fino;

tenía por ojos dos brillantes zafiros, y un gran rubí rojo centelleaba en el puño de su espada. Todo esto le hacía ser muy admirado.

-Es tan hermoso como una veleta -observaba "uno de los concejales de la ciudad, que deseaba granjearse una reputación de hombre de gustos artísticos-; sólo que no es tan útil-añadía, temiendo que le tomasen por hombre poco práctico, lo que realmente no era.

-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre sentimental a su hijito, que lloraba pidiendo la luna-. Al Príncipe Feliz nunca se le ocurre llorar por nada.

-Me alegro de que haya alguien en el mundo completamente feliz -murmuraba un desengañado, contemplando la maravillosa estatua.

-Tiene todo el aspecto de un ángel -decían los niños del hospicio al salir de la catedral, con sus brillantes capas escarlata y sus limpios delantales blancos.

-¿En qué lo conocéis? -replicaba el profesor de matemáticas-. Nunca visteis ninguno.

-¡Oh, los hemos visto en sueños! -contestaban los niños; y el profesor de matemáticas fruncía el entrecejo y tomaba un aire severo, pues no podía aprobar que los niños soñasen.

Una noche voló sobre la ciudad una pequeña golondrina. Seis semanas antes, sus amigas habían partido para Egipto; pero ella se quedó atrás, pues estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comien­zo de la primavera, mientras revoloteaba sobre el río en pos de una gran mariposa amarilla; y su talle esbelto la sedujo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

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-¿Te amaré? -dijo la golondrina, que gustaba de no andar con rodeos. Y el junco le hiw una gran reverencia.

Entonces la golondrina jugueteó a su alrededor, rozando el agua con las alas y trazando en ella surcos de plata. Era su modo de hacer la corte; y así pasó todo el verano.

-Es una constancia ridícula -gotjeaban las otras golondrinas-; no tiene un céntimo y, en cambio, demasiada familia.

Y, efectivamente, todo el río estaba cubierto de juncos. Cuando llegó el otoño, todas emprendieron el vuelo. Entonces la go­

londrina se sintió muy sola, y empezó a cansarse de su amante. -No tiene conversación -se decía-, y temo que sea bastante torna­

diw, pues siempre está coqueteando con la brisa. Y realmente, siempre que corría brisa, el junco multiplicaba sus más

graciosas cortesías. -Es demasiado sedentario -continuaba diciéndose la golondrina-;

y a mí me gusta viajar. Por tanto, quien me quiera debe amar también los VIaJes.

-¿Qyieres seguirme? -le preguntó por fin. Pero el junco sacudió la cabeza; tal apego tenía a su hogar. -¡Has estado jugando conmigo! -exclamó la golondrina-. Me voy

a las pirámides. ¡Adiós! Y levantó el vuelo. Durante todo el día estuvo volando y, al anochecer, llegó a la ciudad. -¿Dónde me hospedaré? -se preguntó-. Espero que haya hecho

preparativos para recibirme. Entonces vio la estatua sobre su alta columna; -Voy a guarecerme allí -se dijo-. El lugar es bonito y bien aireado. Así, fue a posarse justamente entre los pies del Príncipe Feliz. -Tengo una alcoba dorada -se dijo dulcemente, mirando a su alre-

dedor. Y se dispuso a dormir. Pero no había acabado de esconder la cabeza bajo el ala, cuando le cayó encima una gran gota de agua.

-¡Q¡,¡é cosa tan rara! -exclamó-. No hay una nube en todo el cielo, las estrellas están claras y brillantes y, sin embargo, llueve. Realmente, este

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clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le gustaba la lluvia; pero era puro egoísmo.

Entonces, cayó otra gota. -¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo-. Voy

a buscar una buena chimenea. Y decidió llevar su vuelo a otra parte. Pero, antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota; y mirando hacia

'b o Ah 1 o 1 arn a, vto ... ¡ , o que vto. Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y lágrimas corrían

por sus doradas mejillas. Tan bello era su rostro, a la luz de la luna, que la golondrina se sintió llena de compasión.

-¿Quién sois? -preguntó. -Soy el Príncipe Feliz. -Entonces, ¿por qué lloráis? Casi me habéis empapado. -Cuando estaba en vida y tenía un corazón de hombre -contestó

la estatua-, yo no· sabía lo que eran las lágrimas, pues vivía en el palacio de la Despreocupación, donde no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín, y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se elevaba un altísimo muro; pero jamás sentí curiosidád por conocer lo que había tras él; tan hermoso era cuan­to me rodeaba. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz, y feliz era en verdad, si el placer es la dicha. Así viví, y así morí. Y áhora que estoy muerto, me han subido tan alto, que puedo ver todas las fealdades y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón se·a de plomo, no tengo más remedio que llorar.

-¡Cómo! ¿No es de oro de ley? -dijo para sí la golondrina. (Era dema­siado bien· educada para hacer en voz alta observaciones sobre la gente.)

-Allá abajo -continuó la estatua con su· voz queda y musical-, allá abajo, en una callejuela, hay una casuca miserable. Una de las ventanas está abierta, y a .través .de ella veo a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está demacrado y marchito, y sus manos, ásperas y rojizas, están llenas de pinchazos, pues es costurera. Borda pasionarias en un traje de seda que debe lucir en el próximo baile de palacio la más bella de las damas de la Reina. So-

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bre una cama, en un rincón del aposento, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre, y pide naranjas. Su madre sólo puede darle agua del río; así que el niño llora. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿querrías llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están clavados a este· pedestal, y no puedo moverme.

-Me esperan en Egipto -respondió la golondrina-. Mis amigas revo­lotean sobre el Nilo, y charlan con los gtandes lotos. Pronto irán a dormir a la tumba del Gran Rey. Allí está el Rey, en su pintado ataúd, envuelto eri lienzo amarillo, y embalsamado con especias. Alrededor del cuello tiene una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas secas.

-Golondrina, golondrina, golondrinita --dijo el Príncipe--, ¿no te quedarás conmigo una noche, y serás mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y la madre está tan triste!

-No creo que me gusten los niños -contestó la golondrina-, . El verano pasado, cuando vivía a orillas del río, había dos muchachos mal educados, lós hijos del molinero, que no cesaban de tirarme piedras. ¡Claro que no me atinaban nunca! Nosotras, las golondrinas, volamos demasiado bien; y, además, yo soy de una familia célebre por su ligereza; pero, de todos modos, era una falta de respeto.

Mas la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que la golondrina se conmovió.

-Hace mucho frío aquí -dijo-; pero me quedaré una noche con vos, y seré vuestra mensajera.

-Gracias, golondrinita -dijo el Príncipe. Entonces la golondrina arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe, y

con él en el pico remontó su vuelo por encima de los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó junto al palacio, donde se oía música de danza. Una preciosa muchacha salió al balcón con su novio.

-¡Qyé hermosas son las estrellas -dijo él-, y cuán maravilloso es el poder del amor! ·

-Espero que mi traje esté listo para el baile de gala -replicó ella-. He mandado bordar en él pasionarias. Pero ¡las ·costureras son tan holga­zanas!

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Pasó sobre el río y vio las linternas colgadas de los mástiles de los navíos. Pasó sobre la judería, y vio a los viejos mercaderes urdiendo nego­cios y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casuca, y miró. El niño se agitaba febrilmente en su cama, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina saltó al cuarto y depositó el gran rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costura. Luego, revo­loteó dulcemente alrededor de la cama, abanicando con sus alas la frente del niño.

-¡Qyé fresco tan agradable -dijo el niño-. Debo de estar mejor. Y cayó en un delicioso sueño. Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz, y le contó lo que

había hecho. -Es- curioso -añadió--, pero ahora casi tengo calor; y, sin embargo,

hace mucho frío. -Es porque has hecho una buena acción -respondió el Príncipe. Y la golondrina comenzó a reflexionar, y se durmió. Siempre que re­

flexionaba se dormía. Al rayar el alba, voló hacia el río para tomar un baño. -¡Qyé extraordinario fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología,

que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno! Y escribió sobre. ello una larguísima carta al periódico de la localidad.

Todo el mundo habló de ella. (¡Contenía tantas palabras que no se enten­dían!)

-Esta noche partiré para Egipto --decíase la golondrina; y, ante esta idea, sentíase muy contenta.

Visitó todos los monumentos públicos, y descansó largo rato en el cam­panario de la iglesia. Los gorriones susurraban a su paso, y se decían unos a otros "¡Qyé extranjera tan distinguida!", cosa que la llenaba de alegría.

Al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz. -¿Tenéis algunos encargos que darme para Egipto? -le gritó--. Voy

a partir. -Golondrina, golondrina, golondrinita --dijo el Príncipe-, ¿no te

quedarás conmigo otra noche?

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-Me esperan en Egipto -contestó la golondrina-. Mañana, mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Entre las cañas duerme allí el hipopótamo, y sobre un gran trono de granito se yergue el dios Memnón. Toda la noche pasa acechando las estrellas, y cuando brilla la estrella ma­tutina, lanza un grito de alegría, y queda silencioso. A mediodía, los leones fulvos bajan a beber a la orilla del río. Tienen ojos como berilos verdes y sus rugidos son más sonoros que los rugidos de la catarata.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en un desván. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles, y en un vaso, a su lado, se marchita un ramo de violetas. Sus cabellos son castaños y rizados, y sus labios rojos como granos de granada, y sus ojos anchos y soñadores. Se esfuerza en acabar una obra para el director del teatro; pero tiene demasiado frío para seguir escribiendo. No hay fuego en la chimenea, y el hambre le ha extenuado.

-Me quedaré otra noche con vos -dijo la golondrina, que realmente tenía buen corazón-. ¿Hay que llevarle otro rubí?

-¡Ay! no tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis, ojos es lo único que me queda. Son dos rarísimos zafrros, traídos de la India hace mil años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, y comprará pan y leña, y acabará su obra.

-Qyerido Príncipe -dijo la golondrina-, yo no puedo hacer eso. Y se echó a llorar. -Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, haz lo

que te pido. Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe, y echó a

volar con él hacia el desván del estudiante. No era difícil entrar en él, pues había un agujero en el techo, que aprovechó la golondrina para entrar como una flecha. Tenía el joven la cabeza hundida entre las manos; así que no oyó el rumor de las alas. Cuando, al fin, levantó los ojos, vio el hermoso zafuo encima de las violetas marchitas.

-Empiezo a ser estimado --exclamó-. Esto debe de provenir de algún rico admirador. Ya puedo acabar mi obra.

Y parecía completamente dichoso.

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Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se posó sobre el mástil de un gran navío, y se entretuvo mirando a los marineros, que subían con cuerdas unas enormes cajas de la cala.

-¡Me voy a Egipto! -les gritó la golondrina. Pero nadie le hacía caso.

Al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz. -Vengo a deciros adiós -le dijo. -Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te

quedarás conmigo otra noche? -Es invierno --contestó la golondrina-, y pronto llegará la nieve

helada. En Egipto, el sol caliente sobre las palmeras verdes, y los cocodrilos, echados entre el fango, miran indolentemente en torno suyo. Mis compa­ñeras construyen sus nidos en el templo de .Baalbek, y las palomas, rosadas y blancas, las siguen con los ojos y se arrullan entre sí. Qterido Príncipe, tengo que dejaros; pero nunca os olvidaré; y la próxima primavera os traeré de allí dos piedras bellísimas para reemplazar las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro tan azul como el gran mar.

-Allá abajo, en la plaza -dijo el Príncipe Feliz-, hay una niña que vende cerillas. Se le han caído las cerillas en el barro y se han echado a perder. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y por eso llora. No lleva zapatos ni medias, y su cabecita va sin nada. Arranca mi otro ojo y dáselo, y su padre no le pegará.

-Pasaré otra noche con vos -dijo la golondrina-; pero no puedo arrancaros el otro ojo. O~ quedaríais ciego del todo.

-Golondrina, golondrina, golondrinita -dijo el Príncipe-, haz lo que te pido.

Entonces la golondrina arrancó el otro ojo del Príncipe, y echó a volar con él. Posándose sobre el hombro de la niña, deslizó la joya en sus manos.

-¡Qté trozo de cristal tan bonito! --exclamó la niña. Y corrió hacia su casa, riendo.

Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe. -Ahora que estáis ciego -dijo--, me quedaré a vuestro lado para

siempre.

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-No, golondrinita '---dijo el pobre- Príncipe-; tienes que irte a Egipto.

-Me quedaré a vuestro lado para siempre -repitió la golondrina. Y se durmió entre los pies del Príncipe.

Al día siguiente, se posó sobre el hombro del Príncipe, y le contó lo que había visto en países extraños.· · '

Le habló de los ibis rojos, que se colocan en largas filas a orillas del Nilo y pescan con sus picos peces dorados; de la Esfinge', tan vieja como el mun~ do, que vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos y llevan en la mano rosarios de ámbar; del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; de la gran serpiente verde, que duerme en una palmera y a la que veinte sacerdotes se encargan de alimentar con pasteles de miel; y de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y están siempre en guerra con las mariposas.

-01terida golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravi­llosas, pero 'inás maravilloso es todavía lo que sufren los hombres. No hay misterio tan grande como la miseria. Vuela por mi ciudad, golondrinita, y cuéntame lo que veas.

Entonces la golondrina voló por la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus palacios soberbios, mientras los mendigos estaban senta­dos a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles negras.·Bajo los arcos de un puente había dos chiquillos acostados, uno en brazos del otro para darse caloc

-¡01té hambre tenemos! -decían. -¡Largo de ahí! -les gritó un guardia; y tuvieron que alejarse bajo la

lluvia. Entonces la golondrina volvió hacia el Príncipe', y le contó lo que había

visto. -Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe--; despréndelo hoja

a hoja, y dáselo a mis pobres. Los hombres creen· siempre que el oro puede darles la dicha.

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Hoja a hoja arrancó la golondrina el oro fino, hasta que el Príncipe Feliz no tuvo ya ni brillo ni belleza. Hoja a hoja distribuyó el oro fino entre los pobres; y los rostros de los niños se pusieron sonrosados, y los niños rieron y jugaron por las calles.

-¡Ya tenemos pan! -gritaban. Entonces vino la nieve, y después de la nieve, el hielo. Las calles pare­

cían de plata, de tal modo brillaban. Carámbanos, largos como puñales, colgaban de los aleros de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles, y los niños llev~ban gorros encarnados y patinaban sobre el hielo.

La pobre golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería aban­donar al Príncipe; le amaba demasiado. Picoteaba las migajas a la puerta del panadero, cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.

Pero, al fin, comprendió que iba a morir. Tuvo aún fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.

-¡Adiós, querido Príncipe! -murmuró--. ¿Me permitís que os bese la mano?

-Me alegro de que al fin te vayas a Egipto, golondrinita -dijo el Príncipe--. Demasiado tiempo has estado aquí. Pero bésame en los labios, porque te quiero mucho.

-No es a Egipto adonde voy -contestó la golondrina-. Voy a casa de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besó al Príncipe Feliz en los labios, y cayó muerta a sus pies. En el mismo instante resonó un singular crujido en el interior de

la estatua, como si algo se hubiese roto en ella. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Indudablemente hacía un frío te­rrible.

A la mañana siguiente paseaba el alcalde por la plaza, con los concejales de la ciudad.

Al pasar aliado de la columna, levantó los ojos hacia la estatua. -¡Caramba -dijo-, qué aspecto tan desarrapado tiene el Príncipe

Feliz! -¡Completamente desarrapado! -repitieron los concejales, que eran

siempre de la opinión del alcalde; y subieron todos para examinarlo.

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-El rubí de la espada se ha caído, los ojos desaparecieron, y ya no es dorado -dijo el alcalde--. En una palabra: un pordiosero.

-¡Un pordiosero! -hicieron eco los concejales. -Y a sus pies hay un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Será

preciso promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que vengan a morir aquí.

Y el secretario del ayuntamiento tomó nota de la idea. Mandaron, pues, derribar la estatua del Príncipe Feliz. -Como ya no es bello, para nada sirve -dijo el profesor de estética

de la universidad. Entonces fundieron la estatua, y el alcalde reunió el municipio para

decidir qué harían con el metal. -Podemos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo. -0 la mía -dijo cada uno de los concejales. Y empezaron a discutir. La última vez que oí hablar de ellos seguían

discutiendo. -¡Qyé cosa más rara! -dijo el encargado de la fundición-. Este co­

razón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura. Y lo arrojaron al basurero en que yacía la golondrina muerta. -Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno

de sus ángeles. Y el ángel le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto. -Has elegido bien -dijo Dios-, pues en mi jardín del Paraíso esta

avecilla cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz me loará.

Traducción de Ricardo Baeza

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KATHERINE MANSFIELD

Katherine Mansfield (Kathleen Beaucharnps por su nombre verdadero), escritora inglesa, nació en Nueva Zelanda en 1888; murió en Avon, cerca de Fontainebleati, en 1923. Sobresale en la narración corta. Obras princi­pales: In a German Pension (1911); Bliss (1920); The Garden Party (1922); The Dove's Nest (1923);]ournal of Katherine Mansjield (publicado en 1927); Letters (2 vols., publicados en 1928).

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LA VIDA DE MA PARKER

E sa mañana, cuando el caballero literario abrió la puerta a la vieja Ma Parker, que todos los martes venía a limpiarle la casa, le preguntó por

su nieto. Ma Parker se quedó parada sobre el felpudo, dentro del pequeño y oscuro vestíbulo, y extendió la mano para ayudar al caballero a cerrar la puerta, antes de contestar.

-Lo enterramos ayer, señor -dijo tranquilamente. -¡Válgame Dios! Lo lamento mucho -comentó el caballero literario

con voz conmovida. Estaba por la mitad de su desayuno. Tenía puesta una bata muy usada

y llevaba un periódico arrugado en una mano. Su situación era embarazo­sa. No podía volver al cálido salón sin decir algo ... , algo más. Entonces, y porque esta gente le da tanta importancia a los funerales, le dijo benévo­lamente:

-Espero que el funeral haya salido muy bien. -¿D~cía usted, señor? -dijo la vieja Ma Parker roncamente. ¡Pobre

vieja, realmente parecía haber recibido un golpe mortal! -Espero que el funeral haya salido muy bien -repitió el caballero. Ma Parker no respondió. Inclinó la cabeza y se fue cojeando hacia la

cocina,. ciñendo su vieja bolsa de pescado, que contenía los elementos de limpieza, un delantal y un par de zapatos de fieltro. El caballero literario alzó las cejas y volvió a su desayuno.

-Agobiada, supongo -dijo en voz alta, sirviéndose mermelada". Ma Parker sacó de su abrigo dos imperdibles de color azabache y lo

colgó detrás de la puerta. También colgó su raída chaqueta, después de desabrocharla. A continuación se ató eldelantal y se sentó para quitarse las botas. O!,Utarse o ponerse las botas era para ella una agonía; lo había sido durante muchos años. Y a decir verdad, se había acostumbrado tanto

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al dolor que su rostro estaba ya arrugado y torcido, listo para recibir la punzada, antes de que hubiese desatado los cordones. Una vez que hubo acabado con esa penosa tarea, se enderezó, lanzó un suspiro y se restregó suavemente las rodillas ...

-¡Abuela! ¡Abuela! Su nietecito estaba sobre su falda; llevaba puestas las botitas con boto­

nes, y acababa de llegar de la calle, donde había estado jugando. -Mira cómo has puesto la falda de tu abuela ... ¡Malo! Pero él le rodeó el cuello con sus brazos y restregó su mejilla contra las

de ella. -¡Abuela, danos una moneda! -insistió, engatusándola. -¡Vamos, fuera! Abuela no tiene monedas. -Sí, tú tienes. -No, no tengo. -Sí tienes. ¡Danos una! Y ya estaba ella buscando el viejo y aplastado portamonedas de cuero

negro. -Bien, ¿y qué le darás tú a tu abuela? Él emitió una risita tímida y la apretó más. Ella sintió temblar contra

su mejilla el párpado del niño. -Yo no tengo nada -murmuró él.

La anciana se incorporó, quitó la caldera de hierro del hornillo de gas y la llevó al fregadero. Parecía que el ruido del zangoloteo del agua en la caldera amortiguaba el dolor que sentía. Llenó también el balde y la pa­langana de lavar.

Se necesitaría un libro entero para describir el estado de esa cocina. Durante toda la semana el caballero literario se las "arreglaba" solo; es decir, vaciaba una y otra vez las hojas de té en un jarro de compota apartado con ese fin, y si se le acababan los tenedores limpios, limpiaba uno o dos en la toalla. Por otra parte, tal como explicaba a sus amigos, su "sistema" era muy

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sencillo, y no llegaba a comprender. por qué la gente hacía tanta alharaca sobre el manejo y arreglo de la casa.

-Es muy sencillo: se ensucia todo lo que se tiene, se hace venir a una vieja, una vez por semana, para limpiarlo, y asunto concluido.

El resultado era que aquello semejaba un gigantesco depósito de polvo. Hasta el piso estaba cubierto de mendrugos de tostadas, sobres, colillas de cigarrillos. Pero Ma Parker no le guardaba rencor. Se compadecía del pobre caballero, que no tenía a nadie que cuidara de él. Por la hollinienta ventanita se podría ver una inmensa extensión de cielo de aspecto triste, y cuando hubiera nubes parecerían nubes muy estropeadas, nubes viejas, de bordes deshilachados, con agujeros o manchas oscuras como de té.

Mientras el agua se calentaba, Ma Parker empezó a barrer el piso. "Sí -pensó al tiempo que sacudía la escoba-, entre una cosa y otra he tenido mi parte. He pasado una vida dura."

Todos los vecinos decían eso de ella. Muchas veces, cojeando hacia su casa, con la bolsa de pescado al hombro, los oyó comentar: "Qyé vida dura ha tenido M a Parker." Y era tan cierto, que no estaba orgullosa de ello en lo más mínimo. Era lo mismo que oír a alguien decir que vivía en el sótano del número 27. ¡Una vida dura!. ..

A los dieciséis años había dejado Stratford y venido a Londres como fregona. Sí, había nacido en Stratford-on-Avon. ¿Shakespeare, señor? No; la gente siempre le andaba preguntando por él. Pero nunca lo había oído nombrar hasta que lo vio anunciado en los teatros.

De Stratford apenas quedaba ese "sentarse cerca del hogar, en una noche en que se podían ver las estrellas por la chimenea", y "Mamá siempre tenía un jamón colgando del techo". Había algo -un arbústo-- en la puerta del frente que siempre olía muy bien. Pero el arbusto era muy vago. Sólo lo había recordado una o dos veces en el hospital, adonde la habían llevado enferma.

Era un puesto horrible: su primer puesto. No la dejaban salir. Nunca subía la escalera, salvo para rezar, por la mañana y por la noche. Era un lindo sótano. Y la cocinera era una mujer cruel. Solía arrebatarle las cartas que le llegaban de su casa, antes de que hubiera podido leerlas, y tirarlas al fuego ...

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porque la hacían soñar. ¡Y las cucarachas! ¿Acaso lo creeríais? ... Antes de venir a Londres jamás había visto una cucaracha. Aquí, Ma siempre lanzaba una risita, como diciendo: "¡No haber visto nunca un escarabajo! ¡Vamos! Es como decir que uno no se ha visto nunca los propios pies."

Cuando esa familia cayó en la ruina ella entró como "criada" en la casa de un doctor, y después de estar allí dos años, afanándose desde la mañana hasta la noche, se casó. Su marido era panadero.

-¡Un panadero, señora Parker! -decía el caballero literario. Porque de vez el!- cuando hacía a un lado sus volúmenes y prestaba oídos a este producto llamado vida-. ¡Debe de ser bastante lindo estar casada con un panadero!

La señora Parker no parecía tan segura. -¡Un oficio tan limpio! -exclamaba el caballero. La señora Parker no parecía estar convencida. -¿Y no le agradaba servir las hogazas frescas a los clientes? -En fin, señor -decía la señora Parker-; yo no estaba mucho en la

tienda. Tuvimos trece pequeños y enterramos a siete. ¡Si no era el hospital, era la enfermería, digamos!

-¡Así es, realmente, señora Parker! -afirmaba el caballero, estreme­ciéndose y retomando su pluma.

Sí, siete habían muerto, y cuando los seis restantes eran todavía peque­ños su marido cayó enfermo de tisis. La harina le había dañado los pulmo­nes, según le contó el médico ... Su marido estaba sentado en la cama, con la camisa echada sobre la cabeza, y el dedo del doctor dibujaba un círculo en su espalda.

-Pues bien, si lo abriéramos aquí, señora Parker -decía el doctor-, en­contraríamos sus pulmones tapados de polvo blanco. ¡Respire buen hombre!

Y la señora Parker nunca supo con certeza si había visto o había ima­ginado ver que de los labios de su pobre y querido marido salía un gran abanico de polvo blanco ...

La lucha que había tenido para criar a los seis niños y mantenerse ella había sido terrible. Luego, justamente cuando ya eran lo bastante mayores para ir a la escuela, vino la hermana de su marido a quedarse con ellos

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un tiempo para' ayudar un poco, y hacía apenas dos meses que estaba allí cuando rodó por una escalera y se dañó la columna vertebral. Y durante cinco años, Ma Parker tuvo que cuidar de-otro chicuelo. (¡Y qué llorón que era!) Después, la joven Maudie se fue a la mala vida y se llevó consigo a su hermana Alice;.dos dé los mucháchos emigraron; yJim fue a•la-lndia con el Ejército; Ethel, la más pequeña, se casó con un inútil; un camareríto que murió de. úlceras el í::nismo·año en que náció el pequeñoLennié. Y ahora, el pequeño Lennié ... su nieto .. : " · .. n ......... ;¡_ ... ~ ,.- • •

Las pilas de tazas y platos sucios estaban ya lavadas y secas.' Los cu­chillos, negros de tinta, los había limpiado con un trozo de patata y pulido con.un pedazo de córcho: La mesa estaba·fregada, y .támbién el aparador y el fregadero donde nadaban colas de sardina... 1 ' )r~ '

Nunca había sido un niño robusto; Ímnca, desde el principio. Había sido una de esas lindas criaturas que todos ton1an por niña. Tenía hermosos rizos plateados, ojos azules y una pequita como Ún 'diamante en un costado dé la nariz. ¡Qyé problema había sidopara ella y para Ethel criar a·ese chico! ¡Cuántas medicinas de las que anunciaban en los. periódicos habían probado con él! Todos los domingos por la mañana Ethelleía en voz alta, mientras Ma Parker seguía con sü·lavádo: ·,· ·· . ' · · •:,•;.: l ·" .

"Estimado señor: Sólo una línea para hacerle saber que ·a ini pequeño Myrtil ya se le tenía por muerto .. ~ y después de cuatro frascos ... gano S libras

9 . • J " en semanas, y stgue aumen.anuo. El tintero salía del aparador y· escribían la carta; Ma compraría una

orden postal de pago a la mañana siguiente, .de paso' para el trabajo. Pero esos tónicos no daban resultado. Nada hizo engordar al pequeño Lennie. Ni los paseos por el cementerio fueron .. capaces de darle color; ni las sacudidas del ómnibus aumentaron su apetito;· . :. · · "

Pero era el niño de la abuela desde el prinCipio... · -¿De quién eres rú? -··-le pregÚntaba la vieja Ma Parker, enderezándbse ·

desde el hornillo de la cocina y yendo •hasta la tiznada ven tan a. Y una vocecita, tan cálida, tan íntima que cási la ahogaba -parecía estar

en su pecho, debajo de su corazón-, reía, diciendo: ' · · · -¡De abuela! ;. ·

r • ""Jo> 'fa_c Ia aoanuonaron, y por toCios los años de sufrimiento que llevaron ~ Lenme. Pero llorar como era debido por todas esas cosas llevaría mucho t1empo. De todos modos, había llegado el momento de hacerlo.

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Enl~se momento se oyeron pasos y apareció el caballero literario vestido __ __,para sa_tr de o~.<:~ '

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Tenía que hacerlo. No podía diferirlo ni un instante; no podía esperar más ... ¿Adónde podía ir?

-{4!é vida dura la de Ma Parker. _.¡Sí, ~na vida dura, en verdad! Su barbilla empezó a temblar; no había

tiempo que perder. Pero ¿adónde? ¿Adónde? No podía ir a su casa; allí estaba Ethel. Eso ?-terraría a Ethel. No podí:¡

llorar sentada en un banco, en cualquier parte; la gente vendría a hacerle preguntas. Tampoco podía hacerlo en el piso del caballero, no tenía dere­cho a llorar en casa de extraños. Si se sentaba en algún escalón, un policía vendría a decirle algo. " · _

¡Oh!, ¿no había ninguna parte donde pudiera esconderse y quedarse consigo misma y estal allí todo ~i'tiempo que quisiera, sin molestar a na­die y sin que nadie la fastidiara? ¿No había en el mundo ningún sitio donde poder soltar las lágrimas ... al fin? '

Ma Parker se quedó 'parada, mirando haCia arriba y hacia abajo. El vien­to helad_o se metía en ~u d~lantal, inflándolo. Y éntonces empezó a llover. No había ningún lugar. ' · ·

--· ·-

Traducci6n de B. R. Hopenhaym

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RuoYARD KIPLING ,. '

Famoso novelista, cuentista~ poet~ épico. De ascendencia angloindia, nació en Bombay en 1865. Estudió en Inglaterra y regresó luego a la India, donde inició su carrera literaria. Sus ·cuentos y novelas pronto adquirieron gran popularidad, y Kipling se constituyó en el escritor que reveló al mundo, lite­rariamente, el continente indio. Después de un largo viaje por África, China, Japón, Australia, América y Europá (1889-1900),-se radicó definitivamente en Inglaterra. En 1907 se le otorgó el Premio Nobel. Murió en Londres en 1936. De su vasta obra mencionaremos: Plain Tales from the 'Hills (1887); The Light that Failed (1891); Barrack Room Ballads (1892); · The ]ungle Book (1894-1898); The Seven Seas (1896); Kim (1901); The Five Nations (1903); Limits and Renewalls (1935); Something of Myself{1937). , + .

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En Simla pasamos la estación, y el humo de pajas que ardía en mi pecho acabó, sin dejar rescoldos, al finalizar el año. No intento excusarme, ni presento alegato en mi favor. La señora Wessington había hecho por mí todos los sacrificios imaginables, y estaba dispuesta a seguir adelante. Supo en agosto de 1882, porque yo se lo dije, que su presencia me hacía daño, que su compañía me fatigaba y que ya no podía tolerar ni el sonido de su voz. El noventa y nueve por ciento de las mujeres habría demostrado el mismo desvío, y el setenta y cinco por ciento se habría vengado al instante, iniciando relaciones galantes con otro. Pero aquella mujer no pertenecía a las setenta y cinco ni a las noventa y nueve:. era la única del centenar. No producían el menor efecto en ella mi franca aversión ni la brutalidad con que yo engalanaba nuestras entrevistas. . ...

-Jack, encanto mío. Tal era el eterno reclamo de cuclillo con que me asesinaba. -Hay entre nosotros· un error, un horrible desconcierto que.es necesario

disipar para que vuelva a reinar la armonía. Perdóname, mi querido Jack, perdóname.

Yo era el que tenía toda la culpa, y lo sabía, por lo que mi piedad se transformaba a veces en una resignación pasiva; pero en otras ocasiones despertaba en mí un ·odio ciego, el mismo instinto, a lo que creo, del que pone salvajemente la bota sobre la araña después de medio matarla de un papirotaw. La estación de 1882 acabó llevando yo este odio en mi pecho.

Al año siguiente volvimos a encontrarnos en Simla; ella con su expresión monótona y sus tímidas tentativas de reconciliación, y yo con una maldición en cada fibra de mi ser. Muchas veces no tenía valor para quedarme a solas con ella, pero cuando esto acontecía, sus palabras eran una repetición idén­tica de las anteriores. Volvía a sus labios el eterno lamento del error, volvía la esperanza de que renaciera la armonfa; volvía a impetrar mi perd6n. Si yo hubiera tenido ojos para verla, habría notado que sólo vivía alimentada por aquella esperanza. Cada vez aumentaban su palidez y su demacración. Convendréis conmigo en que la situación hubiera exasperado a cualquiera. Lo que ella hacía era antinatural, pueril, indigno de una mujer. Creo que su conducta merecía censura. A veces, en mis negras vigilias de febricitante,

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ha venido a mi mente la idea de que pude haber sido más afectuoso. Pero esto sí que es ilusión. ¿Cómo era posible en lo humano que yo fingiese un amor no sentido? Eso habría sido una deslealtad para ella y aun para mí miSmO.

El año pasado volvimos a vemos. Todo era exactamente lo mismo que antes. Se repitieron sus imploraciones, cortadas siempre por las frases bruscas que salían de mis labios. Pude al cabo persuadida de que eran insensatas sus tentativas de renovación de nuestras antiguas relaciones. Nos separamos antes de que terminara la estación, es decir, hubo dificultades para que nos viéramos, pues yo tenía atenciones de un gran interés, que' me embargaban por completo.

Cuando en mi alcoba de enfermo evoco los recuerdos de 1a estación de 1884 acude a mi espíritu una confusa pesadilla en la que se mezclan fantásticamente la luz y la sombra. Pienso en mis pretensiones a la mano de la dulce Kitty Mannering; pienso en mis esperanzas, dudas y temores; pienso en nuestros paseos por el campo, en mi declaración de amor, en su respuesta ... De vez en cuando me visita la imagen del pálido rostro que pasaba fugitivo en la litera cuyas libreas negras y blancas aguardaba yo con angustia. Y estos recuerdos vienen acompañados del de las despedidas de la señora Wessington, cuando su mano, calzada de guantes, hacía el signo de adiós. Tengo presentes nuestras entrevistas, que ya eran muy raras, y su eterno lamento. Yo amaba a Kitty Mannering; la amaba honradamente, con todo mi corazón, y a medida que aumentaba ~ste amor, aumentaba mi ·odio a Inés.

Llegó el mes de agosto. Kitty era mi prometida. Al día siguiente, movido por un sentimiento pasajero de piedad, me detuve en el sitio más apartado de J akko para decírselo todo a la señora Wessington. Ella ya lo sabía.

-Me cuentan que vas a casarte, mi querido Jack. Y sin transición, añadió estas palabras: --'--(;reo que todo es un error, un error lamentable. Algún día reinará la

concordia entre nosotros, como en otro tiempo. Mi respuesta fue tal, que un hombre difícilmente la habría recibido sin

parpadear. Fue un latigazo para la moribunda.

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-Perdóname, Jack. No me proponía encolerizarte., Pero ¡es verdad, es verdad!

Se dejó dominar por el abatimiento. Le volví la espalda, y la dejé para que terminara tranquilamente su paseo, sintiendo en el fondo de mi cora­zón, aunque .sólo por un instante, que mi conducta era la de un miserable. Volví la cara y vi que su litera había cambiado de dirección, sin duda para alcanzarme.

La escena quedó grabada indeleblemente en mi memoria con todos sus pormenores y los del sitio en que se desarrolló. Estábamos al final de la estación de lluvias, y el cielo, cuyo azul parecía más limpio después de la tempestad, los tostados y oscuros pinos, el camino fangoso y los negros y agrietados cantiles formaban un fondo siniestro en. el que se destacaban las libreas negras y blancas de los jampanie? y la amarilla litera, sobre la cual veía yo distintamente la rubia cabeza de la señora Wessington, que se inclinaba con tristeza. Llevaba el pañuelo en la mano izquierda y recostaba su cabeza fatigada en los cojines de la litera. Yo lancé mi caballo al galope por un sendero que está cerca del estanque de Sanjowlie, y emprendí lite­ralmente la fuga. Creí oír una débil voz que me llamaba:

-¡Jack! Ha de haber sido efecto de la imaginación, y no me detuve para inquirir.

Diez minutos después encontré a Kitty que también montaba a caballo, y la delicia de nuestra larga cabalgata borró de mi memoria todo vestigio de la entrevista con Inés.

A la semana siguiente moría la señora Wessington, y mi vida quedó libre de la inexpresable carga que su existencia significaba para mí. Cuando volví a la llanura me sentí completamente feliz, y antes de que transcurrieran tres

2 La palabra jampanee es de origen japonés. El plural jampanies se halla mencionado frecuent­emente en este cuento.jampanee es por definición "el hombre que conduce un jampan". Y eljampan es una silla de manos llevada en varas de bambú por cuatro hombres. La palabra japonesa se aplica en la India a los hombres que arrastran calesines.

En este cuento se habla mucho de culies. En la India, en China y en Malaca, culi es todo indígena empleado por Jos europeos para tareas materiales.

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meses ya ·no me quedaba un solo -recuerdo de la que había desaparecido, salvo tal o cual carta suya que inesperadamente hallaba en algún mueble, y que me traía una evocación pasajera y penosa de nuestras pasadas relaciones. En el mes de enero procedí a un escrutinio de toda nuestra correspondencia, dispersa en mis gavetas, y quemé cuanto papel quedaba de ella. En abril de este año, que es el de 1885, me hallaba una vez más en Simia, en la semi­desierta Simia, completamente entregado a mis pláticas amorosas y a mis paseos con Kitty. Habíamos resuelto casarnos en los últimos días de junio. Os haréis cargo de que, amando a Kitty como yo· la amaba, no es inucho decir qúe me consideraba entonces el hombre más feliz de la India.

Transcurrieron quince- días, y estos quince días pasaron con tanta ra­pidez, que no me di cuenta de que el tiempo volaba sino cuando ya había quedado atrás. Despertando entonces al sentido de las conveniencias entre mortales colocados en nuestras circunstancias, le indiqué a Kitty que un anillo era el signo exterior y visible de la dignidad que le correspondía en su carácter de prometida, y que debía ir a la joyería de Hamilton para que tomasen las medidas y comprásemos una sortija de alianza. Juro por mi honor que hasta aquel momento había olvidado por completo un asunto tan trivial como el que trataba con Kitty. Fuimos ella y yo a la joyería de Hamilton el 15 de abril de 1885. Recordad y tened en cuenta-diga lo que diga en sentido contrario mi médico- que mi salud era perfecta, que nada perturbaba él equilibrio de mis facultades mentales y que mi espíritu estaba absolutamente tranquilo.

Entré con Kitty en la joyería de Hamiltón; y sin el menor miramiento a la seriedad de los negocios, yo mismo tomé las medidas de la sortija, lo que fue una gran diversión para el dependiente. La joya era un zafiro con dos diamantes. Enseguida bajamos los dos a caballo por la cuesta que lleva al puente de Combermere y a la pastelería de Peliti.

Mi caballo buscaba cuidadosamente paso seguro por las guijas del arro­yo, y Kitty reía y charlaba a mi lado, en tanto que toda Simia, es decir, todos los que habían llegado de las llanuras, se congregaban en la sala de lectura y en la terraza de Peliti; pero en medio de la soledad de la calle oía yo que alguien me llamaba por mi nombre de pila, desde una distancia muy larga.

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Yo había oído aquella voz, aunque no podía determinar dónde ni cuándo. El corto espacio de tiempo necesario para recorrer el camino que hay entre la joyería de Hamilton y el primer tramo del puente de Combermere, había sido suficiente para que yo atribuyese a más de media docena de personas la ocurrencia de llamarme de ese modo, y hasta pensé por un momento que alguien venía cantando a mi oído. Inmediatamente después de que hubimos pasado frente a la casa de Peliti, mis ojos fueron atraídos por la vista de cuatro jampanies con su librea de urracas, que conducían una litera amarilla de las más ordinarias. Mi espíritu voló en el instante hacia la señora Wessington, y tuve un sentimiento de irritación y disgusto. Si aquella mujer ya había muerto, y su presencia en este mundo no tenía objeto, ¿qué hacían allí aquellos cuatro jampanies, con su librea blanca y negra, sino perturbar uno de los días más felices de mi vida? Yo no sabía quién podía emplear a aquellos jampanies, pero me informaría y le pediría al amo, como un favor especialísimo, que cambiase la odiosa librea. Yo mismo tomaría para mi servicio a los cuatro portaliteras, y, si era necesario, compraría su ropa, a fin de que se vistieran de otro color. Es imposible describir el torrente de recuerdos ingratos que su presencia evocaba.

-Kitty -exclamé-, mira los cuatro jampanies de la señora Wessing­ton. ¿O!iién los tendrá a su servicio?

Kitty ,había conocido muy superficialmente a la señora Wessington en la pasada estación, y se interesó por la pobre Inés viéndola enferma.

-¿Cómo? ¿Dónde? -preguntó--. Yo no los veo. Y mientras ella decía estas palabras, su caballo, que se apartaba de una

mula con carga, avanzó directamente hacia la litera que venía en sentido contrario. Apenas tuve tiempo de decir una palabra de aviso, cuando, para horror mío, que no hallo palabras con qué éxpresar, caballo y amazona pasaron a través de los hombres y del carricoche, como si aquéllos y éste hubieran sido de aire vano.

-¿O!lé es eso? -exclamó Kitty-; ¿por qué has dado ese grito de espanto? No quiero que la gente sepa de este modo nuestra próxima boda. Había sitio de sobra entre la mula y la terraza del café, y si crees que no sé montar ... ¡Vamos!

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Y la voluntariosa Kitty echó a galopar furiosamente, a toda rienda, hacia el quiosco de la música, creyendo que· yo la seguía, como después me lo dijo. ¿Qyé había pasado? Nada en realidad. O yo no estaba en mis cabales, o había en Simia una legión infernal. Refrené mi jaco, que estaba impaciente por correr, y volví grupas. La litera había cambiado de dirección, y se hallaba frente a mí, cerca del barandal de la izquierda del puente de Combermere.

-¡J ack! ¡J ack! ¡Mi querido J ack! Era imposible confundir las palabras. Demasiado las conocía, por ser

las mismas de siempre. Repercutían dentro de mi cráneo como si una voz las hubiese pronunciado a mi oído.

--Creo que todo es un error. Un error lamentable. Algún día reinará la concordia entre nosotros como en otro tiempo. Perdóname, Jack.

La capota de la litera había caído hacia atrás y en el asiento estaba Inés Keith-Wessington con el pañuelo en la mano. La rubia cabeza, de un tono dorado, se inclinaba sobre el pecho. ¡Lo juro por la muerte que invoco, que espero durante el día y que es mi terror en las horas de insomnio!

No sé cuánto tiempo permanecí contemplando aquella imagen. Cuando me di cuenta de mis actos, mi asistente tomaba por la brida el caballo y me preguntaba si estaba enfermo y qué sentía. Pero la distancia entre lo horrible y lo vulgar es muy pequeña. Descendí del caballo y me dirigí al café de Peliti, en donde pedí un cordial con una buena cantidad de aguardiente. Había dos o tres parejas en torno de las mesas del café, y se comentaba la crónica local. Las trivialidades que se decían aquellas gentes fueron para mí más consoladoras en aquel momento que la más piadosa de las meditaciones. Me entregué a la conversación, riendo y diciendo despropósitos, con una cara de difunto cuya lividez noté al vérmela casualmente en un espejo. Tres o cuatro personas advirtieron que yo me hallaba en una condición extraña, y atribuyéndola sin duda a una alcoholización inmoderada, procuraron cari­tativamente apartarme del centro de la tertulia, pero yo me resistía a partir. Necesitaba a toda costa la presencia de mis semejantes, como el niño que interrumpe una comida ceremoniosa de sus mayores cuando lo acomete el terror en un cuarto oscuro. Creo que estaría hablando diez minutos aproxi-

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madamente, minutos que me parecieron una eternidad, cuando de pronto oí la voz clara de Kitty que preguntaba por mí desde fuera. Al saber que yo estaba allí, entró con la manifiesta intención de devolverme la sortija, por la indisculpable falta que acababa de cometer; pero mi aspecto la impresionó profundamente.

-Por Dios,Jack, ¿qué has hecho? ¿Qyé ha ocurrido? ¿Estás enfermo? Obligado a mentir, dije que el sol me había causado un efecto desastro­

so. Eran las cinco de la tarde de un día nublado de abril, y el sol no había aparecido un solo instante. No bien acabé de pronunciar aquellas torpes palabras, comprendí la falta, y quise recogerlas, pero caí de error en error, hasta que Kitty salió, furiosa, y yo tras ella, en medio de las sonrisas de todos los conocidos. Inventé una excusa, que ya no recuerdo, y al trote largo de mi galés me dirigí sin pérdida de tiempo hacia el hotel, en tanto que Kitty acababa sola su paseo .

. , Cuando llegué a mi cuarto, me di a considerar el caso con la mayor calma de que fui capaz. Y he aquí el resultado de mis meditaciones más razonadas: yo, Teobaldo Juan Pansay, funcionario de buenos antecedentes académicos, pertenciente al Servicio Civil de Bengala, encontrándome en el año de gracia de 1885, aparentemente en el uso de mi razón y realmente de salud perfecta, era víctima de terrores que me apartaban del lado de mi prometida, como consecuencia de la aparición de una mujer muerta y sepultada ocho meses antes. Los hechos referidos eran indiscutibles. Nada estaba más lejos de mi pensamiento que el recuerdo de la señora Wessington cuando Kitty y yo salimos de la joyería de Hamilton, y. nada más vulgar que el paredón de la terraza de Peliti. Brillaba la luz del día, el camino es­taba animado por la presencia de los transeúntes, y de pronto he aquí que contra toda la ley de probabilidad, y con directa violación de las disposi­ciones legales de la Naturaleza, salía de la tumba el rostro de una difunta y se me ponía delante.

El caballo árabe de Kitty pasó a través del carricoche, y de este modo desapareció mi primera esperanza de que una mujer maravillosamente pa­recida a la señora Wessington hubiese alquilado la litera con los mismos cuatro culis. Una y otra vez di vuelta a esta rueda de mis pensamientos, y

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una y otra vez, viendo burlada mi esperanza de hallar alguna explicación, me sentí agobiado por la impotencia. La voz era tan inexplicable como la aparición. Al principio había tenido la idea de confiar mis zozobras a Kitty, y de rogarle que nos casáramos al instante para desafiar en sus brazos a la mujer fantástica de la litera.

-Después de todo --decía yo en mi argumentación interna-, la pre­sencia de la litera es por sí misma suficiente para demostrar la existencia de una ilusión espectral. Habrá fantasmas de hombres y de mujeres, pero no de literas y culis. ¡Imaginad el espectro de un nativo de las colinas! Todo esto es absurdo.

A la mañana siguiente envié una carta penitencial a Kitty, implorando de ella que olvidase la extraña conducta observada por mí en la tarde del día anterior. La deidad estaba todavía llena de indignación, y fue necesa­rio ir personalmente a pedir perdón ante el ara. Con la abundante verba de una noche dedicada a inventar la más satisfactoria de las falsedades, dije que había tenido súbitamente una crisis de palpitaciones cardíacas, a causa de una indigestión. Este recurso, eminentemc¡_nte práctico, produjo el efecto esperado, y por la tarde Kitty y yo volvimos a nuestra cabalga­ta, con la sombra de mi primera mentira entre su caballo árabe y mi jaco galés.

Nada le gustaba tanto a Kitty como dar una vuelta por el Jakko. El in­somnio había debilitado mis nervios hasta el punto de que apenas me fue dable oponer una resistencia muy débil a su insinuación, y sin gran insis­tencia propuse que nos dirigiéramos a la colina del Observatorio, a Jutogh, al camino de Boileau, a cualquier parte, en suma, que no fuera la ronda de J akko. Kitty estaba no sólo indignada, sino ofendida; así cedí, temiendo provocar otro enfado, y nos encaminamos hacia la Chota Simia. Avanza­mos al paso corto de nuestros caballos durante la primera parte del paseo, y siguiendo nuestra costumbre, a una milla o dos más abajo del convento, los hicimos andar a trote largo, dirigiéndonos hacia el tramo a nivel que está cerca del estanque de Sanjowlie. Los malditos caballos parecían volar, y mi corazón latía precipitadamente cuando coronamos la cuesta. Duran­te toda la tarde no había dejado de pensar en la señora Wessington y en

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cada metro de terreno veía levantarse un recuerdo de nuestros paseos y de nuestras confidencias. Cada piedra tenía grabada alguna de las viejas memo­rias; las cantaban los pinos sobre nuestras cabezas; los torrentes, henchi­dos por las lluvias, parecían repetir burlescamente la historia bochornosa; el viento que silbaba en mis oídos iba publicando con voz robusta el secreto de la iniquidad.

Como un final arreglado artísticamente, a la mitad del camino a nivel, en el tramo que se llama La milla de las damas, el horror me aguardaba. No se veía otra litera sino la de los cuatro jampanies de blanco y negro -la litera amarilla-, y en su interior, la rubia cabeza, exactamente en la actitud que tenía cuando la dejé allí ocho meses y medio antes. Durante un segundo, creí que Kitry veía lo que yo estaba viendo; pues la afinidad que nos unía era maravillosa. Pero justamente en aquel momento pronunció algunas palabras que me sacaron de mi ilusión.

-No se ve alma viviente. Ven, Jack, te desafío a una carrera hasta los edificios del estanque.

Su finísimo árabe partió como un pájaro seguido de mi galés, y pasamos a la carrera bajo los acantilados. En medio minuto llegamos a cincuenta metros de la litera. Yo tiré de la rienda a mi galés y me retrasé un poco. La litera estaba justamente en medio del camino, y una vez más el árabe pasó; a través de ella, seguido de mi propio caballo.

-Jack, mi querido Jack! ¡Perdóname, Jack! Esto decía la voz que hablaba a mi oído. Y siguió su lamento: -Todo es un error; un error deplorable. Como un loco, clavé los acicates a mi caballo, y cuando llegué a los

edificios del estanque volví la cara: el grupo de los cuatro jampanies, que parecían cuatro picazas de blanco y negro, aguardaba pacientemente al pie de la cuesta gris de la colina ... El viento me trajo un eco burlesco de las palabras que acababan de sonar en mis oídos. Kitry no cesó de reprochar­me el silencio en que caí desde aquel momento, pues hasta entonces había estado muy locuaz y comunicativo. Ni aun para salvar la vida habría podido entonces decir dos palabras en su lugar, y desde Sanjowlie hasta la iglesia me abstuve prudentemente de pronunciar una sílaba.

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Estaba invitado a cenar esa noche en la casa de los Mannering, y apenas tuve tiempo de ir al hotel para vestirme. En el camino de la colina del Elíseo, sorprendí la conversación de dos hombres que hablaban en la oscuridad.

-Es curioso -dijo uno de ellos- cómo no quedaron ni rastros de ella. Usted sabe que mi mujer era una amiga apasionada de aquella señora -en la que, por otra parte, nunca vi nada excepcional-, y ésa sin duda fue la causa de que se empeñara en que nos quedásemos con la litera y los culis, ya fuera por dinero, ya por halagos. A mí me pareció un capricho de espíritu enfermo, pero mi lema es hacer todo lo que manda la Memsahib.3

¿Creerá usted que el dueño de la litera me dijo que los cuatro jampanies eran cuatro hermanos que murieron del cólera yendo a Hardwar -¡pobres diablos!-, y que el dueño hizo pedazos la litera con sus propias manos, pues dice que por nada del mundo usaría la litera de una Memsahib que haya pa­sado a mejor vida? Es de mal agüero, dice. ¡De mal agüero! ¡Vaya una idea! ¿Concibe usted que la pobre señora Wessington pudiera ser ave de mal agüero para alguien, excepto para sí misma?

Yo lancé una carcajada al oír esto, y mi manifestación de extemporáneo regocijo vibró de un modo discordante en mis propios oídos. Luego ¿había literas fantasmas y empleos para fantasmas en el otro mundo? ¿Cuánto pagaría la señora Wessington a sus jampanies para que vinieran a aparecér­seme? ¿O!ié horas de servicio tendrían? ¿Y qué sitio habrían escogido para comenzar y dejar la faena diaria?

No tardé en recibir una respuesta a la última pregunta de mi monólogo. Entre la sombra crepuscular vi que la litera me cerraba el paso. Los muertos caminan muy deprisa y tienen senderos que no conocen los culis ordinarios. Volví a lanzar otra carcajada, que contuve súbitamente, impresionado por el temor de haber perdido el juicio. Y he de haber estado loco, por lo me­nos hasta cierto punto, pues refrené el caballo al encontrarme cerca de la

3 Sahib: "señor, caballero, amo". Se emplea para mencionar a los europeos dignos de consideración. En"rre indígenas es un título, como general Sahib. Memsahib, tratamiento que dan los indígenas a las damas europeas.

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litera, y con toda atención di las buenas noches a la señora Wessington. Ella pronunció entonces las palabras que tan conocidas me son. Escuché su lamento hasta el final, y cuando hubo terminado le dije que ya había oído aquello muchas veces, y que me encantaría saber de ella algo más, si tenía que decírmelo. Yo creo que algún espíritu maligno, dominándome tiránicamente, se había apoderado de las potencias de mi alma, pues tengo un vago recuerdo de haber hecho una crónica minuciosa de los vulgares acontecimientos del día durante mi entrevista con la dama de la litera, que no duró menos de cinco minutos.

-Está más loco que una cabra, o se bebió todo el aguardiente que había en Simla. ¿No te parece, Max, que debemos ayudarlo a volver a su casa?

Pero la voz que pronunciaba estas palabras no era desde luego la de la señora Wessington. Los transeúntes desconocidos de antes me habían oído desde lejos hablar con las musarañas, y habían vuelto atrás para prestarme auxilio. Eran dos personas afables y solícitas, y, por lo que decían, vine en conocimiento de que yo estaba perdidamente borracho. Les di las gracias en términos incoherentes, y seguí mi camino hacia el hotel. Me vestí sin pérdida de tiempo, pero llegué con diez minutos de retraso a la casa de los Mannering. Me excusé, alegando la oscuridad nocturna; recibí una amo­rosa reprensión de Kitty por mi falta de formalidad con la que me estaba destinada para. esposa, y tomé asiento.

La conversación era ya general, y, a favor del barullo, decía yo algunas palabras de ternura a mi novia, cuando advertí que en el extremo de la mesa un sujeto de estatura pequeña y de patillas azafranadas describía mi­nuciosamente el encuentro que acababa de tener con un loco. Algunas de sus palabras, muy pocas por cierto, bastaron para persuadirme de que aquel individuo refería lo que me había pasado media hora antes. Bien se veía que el caballero de las patillas era uno de esos especialistas en anécdotas de sobremesa o de café, y que cuanto decía llevaba el fin de despertar el inte­rés de sus oyentes y provocar el aplauso; miraba, pues, en torno suyo para recibir el tributo de la admiración a que se juzgaba acreedor, cuando sus ojos se encontraron de pronto con los míos. Verme y callar con un extraño azoramiento, fue todo uno. Los comensales se sorprendieron del súbito

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silencio en que cayó el narrador, y éste, sacrificando una reputación de hom­bre ingenioso, laboriosamente formada durante seis estaciones consecutivas, dijo que había olvidado el fin del lance, sin que fuese posible sacarle una palabra más. Yo lo bendije desde el fondo de mi corazón, y di fin al pescado que me habían servido.

La comida terminó y me separé de Kitty con la más profunda pena, pues sabía que el ser fantástico me esperaba en la puerta de los Mannering. Estaba tan seguro de ello como de mi propia existencia. El sujeto de las patillas, que había sido presentado a mí como el doctor Heatherlegh, de Simia, me ofreció su compañía durante el trecho en que nuestros dos caminos coincidían. Yo acepté con sincera gratitud.

El instinto no me había engañado. La litera estaba en el mallo, con el farol encendido y en la diabólica disposición de tomar cualquier camino que yo emprendiera con mi acompañante. El caballero de las patillas inició la conversación en tales términos que se veía claramente cuánto le había preocupado el asunto durante la cena. ·

-Diga usted, Pansay, ¿qué demonios le aconteció a usted hoy en el camino del Elíseo?

Lo inesperado de la pregunta me sacó una respuesta en la que no hubo deliberación por mi parte.

-¡Eso! -dije, y señalaba con el dedo hacia el punto en que estaba la litera.

-Eso puede ser delírium trémens o alucinación. Vamos al asunto. Us­ted no ha bebido. No se trata, pues, de un acceso alcohólico. Usted señala hacia un punto en donde no se ve cosa alguna, y, sin embargo, veo que suda y tiembla como ün potro asustado. Hay algo de lo otro, y yo necesito enterarme. Véngase usted a mi casa. Está en el camino de Blessington.

Para consueló mío, en vez de aguardarnos, la litera se nos adelantó unos veinte metros, y no la alcanzábamos rti al paso, ni al trote, ni al galope. En el curso de aquella larguísima cabalgata, yo referí al doctor casi todo lo que llevo dicho.

-Por usted se me ha echado a perder una de mis mejores anécdotas -dijo él-, pero yo se lo perdono en vista de cuanto usted ha sufrido.

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Vayamos a casa, y sométase usted a mis indicaciones. Y cuando vuelva a la salud perfecta de antes, acuérdese, mi joven amigo, de lo que hoy le digo: hay que evitar siempre mujeres y alimentos de difícil digestión. Observe usted esta regla hasta el día de su muerte.

La litera estaba enfrente de nosotros, y las dos patillas azafranadas se reían, celebrando la exacta descripción que yo hacía del sitio en donde se había detenido la litera fantástica.

-Pansay, Pansay, recuérdelo usted: todo es ojos, cerebro y estómago. Pero el gran regulador es el estómago. Usted tiene un cerebro muy lleno de pretensiones a la dominación, un estómago diminuto y dos ojos que no funcionan bien. Pongamos en orden el estómago, y lo demás vendrá por añadidura. Hay unas píldoras que obran maravillas. Desde este momento yo voy a encargarme de usted con exclusión de cualquier otro colega. Us­ted es un caso clínico demasiado interesante para que yo pase de largo sin someterlo a un estudio minucioso.

Nos cubrían las sombras del camino de Blessington en su parte más baja, y la litera llegó a un recodo estrecho, dominado por un peñasco cubierto de pinos. Yo, instintivamente, me detuve y di la razón que tenía para ello. Heatherlegh me interrumpió lanzando un juramento:

-¡Con mil legiones del infierno! ¿Cree usted que voy a quedarme aquí, durante toda una noche, y enfriarme los huesos, sólo porque un caballero que me acompaña es víctima de una alucinación en que colaboran el estó­mago, el cerebro y los ojos? No, mil gracias. Pero ¿qué es eso?

Eso era un sonido sordo, una nube de polvo que nos cegaba, un chas­quido después, la crepitación de las ramas al desgajarse y una masa de pinos desarraigados que caían del peñasco sobre el camino y nos cerraban el paso. Otros árboles fueron también arrancados de raíz, los vimos tambalearse entre las sombras, como gigantes ebrios, hasta caer en el sitio donde yacían los anteriores, con un estrépito semejante al del trueno. Los caballos estaban sudorosos y paralizados por el miedo. Cuando cesó el derrumbamiento de la enhiesta colina, mi compañero dijo:

-Si no nos hubiéramos detenido, en este instante nos cubriría una capa de tierra y piedras, de tres metros de espesor. Habríamos sido muertos y

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sepultados a la vez. Hay en los cielos y en la tierra otros prodigios, como dice Hamlet. A casa, Pansay; y demos gracias a Dios. Yo necesito un tónico.

Volvimos grupas, y tomando por el puente de la iglesia, me encontré en la casa del doctor Heatherlegh poco después de las doce de la noche.

Sin pérdida de tiempo, el doctor comenzó a prodigarme sus cuidados, y no se apartó de mí durante una semana. Mientras estuve en su casa, tuve la ocasión de bendecir mil veces la buena fortuna que me había pues­to en contacto con el más sabio y amable de los médicos de Simia. Día por día iban en aumento la lucidez y la ponderación de mi espíritu. Día por día también me sentía yo más inclinado a aceptar la teoría de la ilusión espectral producida por obra de los ojos, del cerebro y del estómago. Escribí a Kitty diciéndole que una ligera torcedura, producida por haber caído del caballo, me obligaba a no salir de casa durante algunos días, pero que mi salud estaría completamente restaurada antes de que ella tuviese tiempo de extrañar mi ausencia.

El tratamiento de Heatherlegh era sencillo hasta cierto punto. Consistía en píldoras para el hígado, baños fríos y mucho ejercicio de noche o en la madrugada, porque, como él decía muy sabiamente, un hombre que tiene luxado un tobillo no puede caminar doce millas diarias, y menos aún ex­ponerse a que la novia lo vea o crea verlo en el paseo, juzgándolo postrado en cama.

Al terminar la semana, después de un examen atento de la pupila y del pulso, y de indicaciones muy severas sobre la alimentación y el ejercicio a pie, Heatherlegh me despidió tan bruscamente como me había tomado a su cargo. He aquí la bendición que me dio cuando partí:

-Garantizo la curación del espíritu, lo que quiere decir que he curado los males del cuerpo. Recoja usted sus bártulos al instante, y dedique todos sus afanes a la señorita Kitty.

Yo quería darle las gracias por su bondad, pero él me interrumpió: -No tiene usted nada que agradecer. No hice esto por afecto a su

persona. Creo que su conducta ha sido infame, pero esto no quita que sea usted un fenómeno, un fenómeno curioso en el mismo grado que es indigna su conducta de hombre.

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Y deteniendo un movimiento mío, agregó: -No; ni una rupia. Salga usted, y vea si puede encontrar su fantasma,

obra de los ojos, del cerebro y del estómago. Le daré a usted un lakh4 si esa litera vuelve a presentársele.

Media hora después me hallaba yo en el salón de los Mannering, al lado de Kitty, ebrio con el licor de la dicha presente y por la seguridad de que la sombra fatal no volvería a turbar la calma de mi vida. La fuer­za de mi nueva situación me dio ánimo para proponer una cabalgata, y para ir de preferencia a la ronda de J akko.

Nunca me había sentido tan bien dispuesto, tan rebosante de vitalidad, tan pletórico de fuerzas, como en aquella tarde del 30 de abril. Kitty esta­ba encantada de ver mi aspecto, y me expresó su satisfacción con aquella deliciosa franqueza y aquella espontaneidad de palabra que la hacen tan atrayente. Salimos juntos de la casa de los Mannering, hablando y riendo, y nos dirigimos, como antes, por el camino de Chota.

Yo estaba ansioso de llegar al estanque de Sanjowlie para que mi se­guridad se confirmase en una prueba decisiva. Los caballos trotaban ad­mirablemente, pero yo sentía tal impaciencia, que el camino me pareció interminable. Kitty se mostraba sorprendida de mis ímpetus.

-Jack -dijo al cabo--, pareces un niño. ¿Qyé es eso? Pasábamos ante el convento, y yo hacía dar corvetas a mi galés, pasán­

dole por, encima la presilla del látigo para excitarlo con el cosquilleo. -¿Preguntas qué hago? Nada. Esto y nada más. Si supieras lo que es

pasar una semana inmóvil, me comprenderías y me imitarías. Recité una estrofa que celebra la dicha del vivir, que canta el júbilo de

nuestra comunión con la Naturaleza, y que invoca a Dios, Señor de cuanto existe y de los cinco sentidos del hombre.

Apenas había yo terminado la cita poética, después de trasponer con Kitty el recodo que hay en el ángulo superior del convento, y ya no nos faltaban sino algunos metros para ver el espacio que se abre hasta Sanjowlie,

4 Lakh: 100.000 rupias o 6.600 libras.

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cuando en el centro del camino a nivel aparecieron las cuatro libreas blanco y negro, la litera amarilla y la señora Keith-Wessington. Yo me erguí, miré, me froté los ojos, y creo que dije algo: Lo único que recuerdo es que al volver en mí, estaba caído boca abajo en el centro de la carretera, y que Kitty, de rodillas, se hallaba hecha un mar de lágrimas.

-¿Se ha ido ya? -pregunté anhelosamente. Kitty se puso a llorar con más amargura. -¿Se ha ido? No sé lo que dices. Debe de ser un error, un error la­

mentable. Al oír estas palabras me puse en pie loco, rabioso. -Sí, hay un error, un error lamentable -repetía yo-. ¡Mira, mira

hacia allá! Tengo el recuerdo indistinto de que cogí a Kitty por la muñeca, y de

que me la llevé al, lugar en donde estaba aquello. Y allí imploré a Kitty para que hablase con la sombra, para que le dijese que ella era mi prometida, y que ni la muerte ni las potencias infernales podrían romper el lazo, que nos unía. Sólo Kitty sabe cuántas cosas más dije entonces. Una, y otra, y mil veces dirigí apasionadas imprecaciones a la sombra que se mantenía inmóvil en la litera, rogándole que me dejase libre de aquellas torturas mortales. Supongo que en mi exaltación revelé a Kitty los amores que había tenido con la señora Wessington, pues me escuchaba con los ojos dilatados y el rostro intensamente pálido.

-Gracias, señor Pansay; ya es bastante. Y agregó dirigiéndose a su palafrenero: -Syce ghora lao.s Los dos syces, 6 impávidos como buenos orientales, se habían aproximado

con los dos caballos que se escaparon en el momento de mi caída. Kitty montó, y yo, asiendo por la brida el caballo árabe, imploraba indulgencia y perdón. La única respuesta fue un latigaw que me cruzó la cara desde la

5 Tú, el caballo. 6 Palafreneros.

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boca hasta la frente, y una o dos palabras de adiós que no me atrevo a escri­bir. Juzgué por lo mismo, y estaba en lo justo, cjue Kitty se había enterado de todo. Volví vacilando hacia la litera. Tenía el rostro ensangrentado y lívido, desfigurado por el latigazo. Moralmente era ya un despojo humano.

En ese momento, Heatherlegh, que probablemente nos seguía a distan­cia, se dirigió hacia donde yo estaba.

-Doctor --dije, mostrándole mi rostro-, he aquí la firma con que la señorita Mannering ha autorizado mi destitución. Puede usted pagarme el Iakh de la apuesta cuando lo crea conveniente, pues la ha perdido.

A pesar de la tristísima condición en que yo me encontraba, el gesto que hizo Heatherlegh podía mover a risa.

-Comprometo mi reputación profesional ... -fueron sus primeras palabras.

-No sea usted idiota -murmuré-. Ha desaparecido la felicidad de mi vida. Lo mejor que puede usted hacer es llevarme consigo.

La litera había huido. Pero antes de eso, yo perdí el conocimiento de la vida exterior. El crestón de J akko se movía como una nube tempestuosa que avanzaba hacia mí.

Una semana más tarde, esto es, el 7 de mayo, supe que me hallaba en casa de Heatherlegh, tan débil como un niño de tierna edad. Heatherlegh me miraba fijamente desde su escritorio. Las primeras palabras que pro­nunció no me llevaron un gran consuelo, pero mi agotamiento era tal, que apenas si me sentí conmovido por ellas.

-La señorita Kitty ha enviado las cartas de usted. La correspondencia, a lo que veo, fue muy activa. Hay también un paquete que parece contener una sortija. También venía una cartita muy afectuosa de papá Mannering, que me tomé la libertad de leer y de quemar. Ese caballero no se muestra muy satisfecho de la conducta de usted.

-¿Y Kitty? -pregunté neciamente. -Juzgo que está todavía más indignada que su padre, según los tér-

minos en que se expresa. Ellos me hacen saber igualmente que antes de mi llegada al sitio de los acontecimientos usted refirió un buen número de reminiscencias muy curiosas. La señorita Kitty manifiesta que un hom-

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bre capaz de hacer lo que usted hizo con la señora Wessington, debe­ría levantarse la tapa de los sesos para librar a la especie humana de tener un semejante que la deshonra. Me parece que la damisela es per­sona más para pantalones que para faldas. Dice también que usted ha de haber llevado almacenada en la caja del cuerpo una cantidad muy consi­derable de alcohol cuando el pavimento de la carretera de Jakko se elevó hasta tocar la cara de usted. Por último, jura que antes morirá que volver a cruzar con usted una sola palabra.

Yo di un suspiro, y volví la cara hacia el rincón. -Ahora elija usted, querido amigo. Las relaciones con la señorita Kitty

quedan rotas, y la familia Mannering no quiere causarle a usted un daño de trascendencia. ¿Se declara terminado el noviazgo a causa de un ata­que de delírium trémens, o por ataques de epilepsia? Siento no poder darle a usted otra causa menos desagradable a no ser que echemos mano al recurso de una locura hereditaria. Diga usted lo que le parezca, y yo me encargo de lo demás. Toda Simia está enterada de la escena ocurrida en la Milla de las damas. Tiene usted cinco minutos para pensarlo.

Creo que durante esos cinco minutos exploré lo más profundo de los círculos infernales, por lo menos lo que es dado al hombre conocer de ellos mientras lo cubre una vestidura camal. Y me era dado, a la vez, contemplar mi azarosa peregrinación por los tenebrosos laberintos de la duda, del desaliento y de la desespéración. Heatherlegh, desde su silla, debe de haberme acompa­ñado en aquella vacilación. Sin darme cuenta exacta de ello, me sorprendí a mí mismo diciendo en voz que con ser mía reconocí difícilmente:

-Me parece que esas personas se muestran muy exigentes en materia de moralidad. Deles usted a todas ellas expresiones afectuosas de mi parte. Y ahora quiero dormir un poco más.

Los dos sujetos que hay en mí se pusieron de acuerdo para reunirse y conferenciaron, pero el que es medio loco y medio endemoniado, siguió agi­tándose en el lecho y trazando paso a paso el Vía Crucis del último mes.

-Estoy en Simia -me repetía a mí mismo--, yo, Jack Pansay, estoy en Simia, y aquí no hay duendes. Es una insensatez de esa mujer decir que los hay. ¿Por qué Inés no me dejó en paz? Yo no le hice daño alguno. Pude

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haber sido yo la víctima, como lo fue ella. Sólo que yo no había vuelto con el propósito de matarla. ¿Por qué. no se me deja solo ... solo y feliz?

Serían las doce de la mañana cuando desperté, y el sol estaba ya muy cer­ca del horiwnte cuando me dormí. Mi sueño era el del criminal que se duer­me en el potro del tormento, más por fatiga que por alivio.

Al día siguiente no pude levantarme. El doctor Heatherlegh me dijo por la mañana que había recibido una respuesta del señor Mannering, y que, gracias a la oficiosa mediación del médico y del amigo, toda la ciudad de Simia me compadecía por el estado de mi salud.

-Como ve usted -agregó en tono jovial-, esto es más de lo que usted merece, aunque en verdad ha pasado una tormenta muy .dura. No se desaliente; sanará usted, monstruo de perversidad .

. Pero yo sabía que nada de lo que hiciera Heatherlegh aliviaría la carga de mis males.

A la vez que este sentimiento de una fatalidad inexorable, se apoderó de mí un impulso de rebelión desesperada e impotente contra una sentencia injusta. Había muchos hombres no menos culpables que yo, cuyas faltas, sin embargo, no eran castigadas, o que habían obtenido el aplazamiento de la pena hasta la otra vida. Me parecía por lo mismo una iniquidad muy cruel y muy amarga que sólo a mí se me hubiese reservado una suerte tan terrible .. Esta preocupación estaba destinada a desaparecer para dar lugar a otra en la que la litera fantasma y yo éramos las únicas realidades positivas de un mundo poblado de sombras. Según esta nueva concepción, Kitty era un duende; Mannering, Heatherlegh y todas las personas que me rodeaban eran duendes también; las grandes colinas grises de Simia eran sombras va­nas fraguadas para torturarme. Durante siete días mortales fui retrocedien­do y avanzando en mi salud, con recrudecimientos y mejorías muy notables; pero el cuerpo se robustecía más y más, hasta que el espejo, no ya sólo Hea­therlegh, me dijo que compartía la vida animal de los otros hombres. ¡Cosa extraordinaria! En mi rostro no había signo exterior de mis luchas morales. Estaba algo pálido, pero era tan vulgar y tan inexpresivo como siempre. Yo creí que me quedaría alguna alteración permanente, alguna prueba visible de la dolencia que minaba mi ser. Pero no encontré nada.

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El día 15 de mayo, a las once de la mañana, salí de la casa de Heather­legh, y el instinto de la soltería me llevó al club. Todo el mundo conocía el percance de J akko, según la versión de Heatherlegh. Se me recibió con atenciones y pruebas de afecto que en su misma falta de refinamiento acu­saban más aún el exceso de la cordialidad. Sin embargo, pronto advertí que estaba entre la gente sin formar parte de la sociedad, y que durante el resto de mis días habría de ser un extraño para todos mis semejantes. Envidiaba con la mayor amargura a los culis que reían en el mallo. Comí en el mismo club, y a las cuatro de la tarde bajé al paseo con la vaga esperanza de en­contrar a Kitty. Cerca del quiosco de la música se me reunieron las libreas blanco y negro de los cuatro jampanies y oí el conocido lamento de la señora Wessington. Yo lo esperaba desde que salí, y sólo me extrañaba la tardanza. Seguí por el camino de Chota llevando la litera fantasma a mi lado. Cer­ca del bazar, Kitty y un caballero que la acompañaba nos alcanzaron y pasa­ron delante de la señora Wessington y de mí. Kitty me trató como si yo fuera un perro vagabundo. No acortó siquiera el paso, aunque la tarde lluviosa hubiera justificado una marcha menos rápida. Seguimos, pues, por paree jas: Kitty con su caballero, y yo con el espectro de mi antiguo amor. Así dimos vueltas por la ronda de J akko. El camino estaba lleno de baches; los pinos goteaban como canalones sobre las rocas; el ambiente se había satu­rado de humedad. Dos o tres veces oí mi propia voz que decía:

-Yo soy Jack Pansay, con licencia en Simia, ¡en Simia! La Simia de siempre, una Simia concreta. No debo olvidar esto; no debo olvidarlo.

Después procuraba recordar las conversaciones del club: los precios que Fulano o Mengano habían pagado por sus caballos; todo, en fin, lo que for­ma la trama de la existencia cotidiana en el mundo angloindio, para mí tan conocido. Repetía la tabla de multiplicar, para persuadirme de que estaba en mis cabales. La tabla de multiplicar fue para mí un gran consuelo, e impidió tal vez que oyera durante algún tiempo las imprecaciones de la señora Wessington.

Una vez más subí fatigosamente la cuesta del convento y entré por el camino a nivel. Kitty y el caballero que la acompañaba partieron al trote largo, y yo quedé solo con la señora Wessington.

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-Inés -dije-, ¿quieres ordenar que bajen esa capota y explicarme la significación de lo que pasa?

La capota bajó sin ruido, y yo quedé frente a frente de la muerta y se­pultada amante. Vestía el mismo traje que le vi la última vez que hablamos en vida de ella; llevaba en la diestra el mismo pañuelo, y en la otra mano el mismo tarjetero. ¡Una mujer enterrada hacía ocho meses, y con tarjetero! Volví a hi tabla de multiplicar, y apoyé ambas manos en el parapeto del cami­no, para cerciorarme de que al menos los objetos inanimados eran reales.

-Inés -repetí-, dime, por piedad, lo que significa todo esto. La señora Wessington inclinó la cabeza, con aquel movimiento tan

peculiar y tan rápido que yo bien conocía y habló. Si mi narración no hubiera pasado ya todos los límites que el espíritu

del hombre asigna a lo que se puede creer, sería el caso de que os presen­tara una disculpa por esta insensata descripción de la escena. Sé que nadie me creerá -ni Kirty, para quien en cierto modo escribo con el deseo de justificarme-; así pues, sigo adelante. La señora Wessington hablaba según lo tengo dicho, y yo seguí a su lado desde el camino de Sanjowlie hasta el recodo inferior de la casa del comandante general, como hubiera podido ir cualquier jinete conversando animadamente con una mujer de carne y hueso que pasea en litera. Acababa de apoderarse de mí la segunda de las preocupaciones de mi enfermedad -la que más me atormenta-, y como el príncipe en el poema de Tennyson, "Yo vivía en un mundo fantasma". Había habido una fiesta en la casa del comandante general, y nos incorporamos a la muchedumbre que salía de la garden-party. Todos los que nos rodeaban eran espectros -sombras impalpables y fantásticas-, y la litera de la señora Wessington pasaba a través de sus cuerpos. Ni puedo decir lo que hablé en aquella entrevista, ni aun cuando pudiera, me atrevería a repetirlo. ¿Qyé habría dicho Heatherlegh? Sin duda, su comentario hubiera sido que yo andaba en amoríos con quimeras creadas por una perturbación de la vista, del cerebro y del estómago. Mi experiencia fue lúgubre, y, sin embargo, por causas indefinibles, su recuerdo es para mí maravillosamente grato. ¿Podía cortejar, pensaba yo, y en vida aún, a la mujer que había sido asesinada por mi negligencia y mi crueldad?

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Vi a Kitty cuando regresábamos: era una sombra entre sombras. Si os describiera todos los incidentes de los quince días que siguieron

a aquél, mi narración no terminaría, y antes que ella acabaría vuestra pa­ciencia. Mañana a mañana y tarde a tarde me paseaba yo por Simia y sus alrededores acompañando a la dama de la litera fantástica. Las cuatro libreas blanco y negro me seguían por todas partes, desde que salía del hotel hasta que entraba de nuevo. En el teatro veía a mis cuatro jampanies mezclados con los otros jampanies y dando alaridos con ellos. Si después de jugar al whist en el club me asomaba a la terraza, allí estaban los jampanies. Fui al baile del aniversario, y al salir vi que me aguardaban pacientemente. Tam­bién me acompañaban cuando en plena luz hacía visitas a mis amistades. La litera parecía de madera y de hierro, y no difería de una litera material sino en que no proyectaba sombra. Más de una vez, sin embargo, he estado a punto de dirigir una advertencia a algún amigo que galopaba velozmente hacia el sitio ocupado por la litera. Y más de una vez mi conversación con la señora Wessington ha sorprendido y maravillado a los transeúntes que me veían en el mallo.

No había transcurrido aún la primera semana de mi salida de casa de Heatherlegh, y ya se había descartado la explicación del ataque, acredi­tándose en lugar de ella la de una franca locura, según se me dijo. Esto no alteró mis hábitos. Visitaba, montaba a caballo, cenaba con amigos lo mismo que antes. Nunca como entonces había sentido la pasión de la so­ciedad. Ansiaba participar de las realidades de la vida, y a la vez sentía una vaga desazón cuando me ausentaba largo rato de mi compañera espectral. Sería casi imposible describir mis estados de ánimo desde el15 de mayo a la fecha en que trazo estas líneas.

La litera me llenaba alternativamente de horror, de un miedo paralizan­te, de una suave complacencia y de la desesperación más profunda. No tenía valor para salir de Simia; y, sin embargo, sabía que mi estancia en esa ciudad me mataba. Tenía, por lo demás, la certidumbre de que mi destino era mo­rir paulatinamente y por grados, día tras día. Lo único que me inquietaba era pasar cuanto antes mi expiación. Tenía, a veces, un ansia loca de ver a Kitty, y presenciaba sus ultrajantes flirteos con mi sucesor, o, para hablar

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más exactamente, con mis sucesores. El espectáculo me divertía. Estaba Kitty tan fuera de mi vida como yo de la de ella. Durante el paseo diurno yo vagaba en compañía de la señora Wessington, con un sentimiento que se aproximaba al de la felicidad. Pero, al llegar la noche, dirigía preces fer­vientes a Dios para que me concediese volver al mundo real que yo conocía. Sobre todas estas manifestaciones flotaba una sensación incierta y sorda de la mezcla de lo visible con lo invisible, tan extraña e inquietante que bastaría por sí sola para cavar la tumba de quien fuese acosado por ella.

27 de agosto. Heatherlegh ha luchado infatigablemente. Ayer me dijo que era preciso enviar una solicitud de licencia por causa de enfermedad. ¡Hacer peticiones de esta especie. fundándolas en que el signatario tiene que librarse de la compañía de un fantasma! ¡El Gobierno querrá, gra­ciosamente, permitir que vaya a Inglaterra uno de sus empleados, a quien acompañan de continuo cinco espectros y una litera irreal! La indicación de Heatherlegh provocó una carcajada histérica. Yo le dije que aguardaría el fin tranquilamente en Simla, y que el fin estaba próximo. Creedme: lo temo tanto, que no hay palabras con que expresar mi angustia. Por la noche me torturo imaginando las mil formas que puede revestir mi muerte.

¿Moriré decorosamente en mi cama, como cumple a todo caballero inglés, o un día haré la última visita al mallo, y de allí volará mi alma, des­prendida del cuerpo, para no separarse más del lúgubre fantasma? Yo no sé tampoco 'si en el otro mundo volverá a renacer el amor que ha desapareci­do, o si cuando encuentre a Inés me unirá a ella, por toda una eternidad, la cadena de la repulsión. Yo no sé si las escenas que dejaron su última impresión en nuestra vida flotarán perpetuamente en la onda del tiempo. A medida que se aproxima el día de mi muerte, crece más y más en mí la fuerza del horror que siente toda carne a los espíritus de ultratumba. Es más angustioso aún ver cómo bajo la rápida pendiente que me lleva a la región de los muertos, con la mitad de mi ser muerto ya. Compadecedme, y hacedlo siquiera por mi ilusión; pues yo bien sé que no creeréis lo que

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acabo de escribir. Y, sin embargo, si hubo alguien llevado a la muerte por d poder de las tinieblas, ese hombre soy yo.

Y compadecedla también a ella. Será justo. Si hubo una mujer muerta por obra de un hombre, esa mujer fue la señora Wessington. Y todavía me falta la última parte de la expiación.

Traducci6n de Carlos Pereyra

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•,,,-.

HERBERT GEORGE WELLS

Nació en Bromley, condado de Kent, Inglaterra, en 1866; murió en Londres en 1946. Fue novelista, cuentista, historiador, hombre de conocimientos en­ciclopédicos. Estuvo, con Bernard Shaw, entre los fundadores de la Socie­dad Fabiana, cuna del socialismo inglés. Escribió prolíficamente, cultivando los más diversos géneros: la novela, el cuento, el ensayo, la historia, la so­ciología, la economía política, etc.; el género de la ficción le debe un valioso y muy original aporte. Entre sus numerosas obras se encuentran: The Time Machine (1895); The Island ofDr. Moreau (1896); The Invisible Man (1897); The U'ár of the Worlds (1878); Tales of Space and Time (1899); Anticipations (1900); Twelve Stories anda Dream (1903); Kipps (1905); The Future of

America (1906); Tono Bungay (1909); The History ofMr. Polly (1910); Outline of History (1920); The Science of Lije (en colaboración con su hijo George Philip Wells y J. Huxley) (1929); Work, Wealth and Happiness of Mankind (1932); Thefate ofhomo sapiens (1939); The New World Order (1940); Guide to the New World (1941); You can't be too careful (1942).

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· .. LA PUERTA EN EL MURO

I

N o hará aún tres meses, durante una larga sobremesa propicia a las confidencias, Lionel Wallace me contó esta historia de la puerta en

el muro; y recuerdo que tuve la impresión de que, al menos en cuanto a mi amigo se refería, la historia era verídica.

Habló con tan directa simplicidad y convicción, que no pude sustraerme a su sugestión; pero cuando a la mañana siguiente me desperté y me puse a rememorar en la pereza muelle del lecho sus palabras, despojadas ya en el recuerdo de la cadencia grave y lenta de su voz y de la luz tamizada por la pantalla, cuya claridad tenue dulcificaba los objetos que cubrían la mesita, envolviendo los cubiertos de plata y el blanco mantel en una sugeridora penumbra, la historia me pareció increíble. Y me dije: "Ha empleado su destreza de conversador en jugar a mi credulidad una mala pasada ... Nunca habría esperado tal cosa de él..."

Poco después, sentado en ·la cama, mientras bebía a sorbos mi taza de té, traté de explicarme cierta impresión de realidad que, chocando con mi escepticismo, inscribía la confidencia en un círculo vicioso tan pronto de incertidumbre como de confianza; y mi impresión final fue que de­bía suponer, sospechar, adivinar -no sé cuál de estos términos será más justo- algunas aventuras inconfesables merced a .las cuales la narración escuchada la víspera hallaría el complemento necesario para ser del todo verdadera. .,

¿Cómo obtener ya esas aclaraciones? Actualniente. mis dudas se han desvanecido y creo, como creí la noche de la confidencia, que Wallace me reveló su secreto sin impostura alguna; pero me es imposible afirmar si vio o creyó ver los hechos, si estaba dotado de un privilegio sobrenatural o bien

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era juguete de una ·alucinación. Las circunstancias que rodearon su muerte no esclarecen esta disyuntiva. El lector juzgará por sí mismo.

No me acuerdo ya qué comentario o qué censura mía incitó a Wallace, tan reservado siempre, a confiarse a mí. Durante un rato trató de hacer fren­te a mis reproches. La negligencia y la debilidad de que había dado pruebas frente a un gran movimiento de opinión pública, lo habían hecho desmere­cer en mi concepto; y, sin duda para disculparse, me dijo de pronto:

-Es que ... tengo una preocupación ... , una obsesión. · ; Y ·después de un silencio, consagrado en apariencia a estudiar la ceniza

de su cigarro, completó en voz más baja: -Es verdad que he sido negligente ... No lo niego; pero ... No es una

vulgar historia de aparecidos lo que me subyuga, no ... En fin, es un secreto extraño y difícil de confesar ... ¿Qyieres oírlo? Estoy hechizado ... Un sorti­legio funesto se ha apoderado de mí y nubla mi vida, llenándola de deseos que nunca podrán satisfacerse.

Se detuvo, entorpecido por esa timidez que se apodera a menudo de los ingleses cuando van a hablar de cosas conmovedoras, graves o hermosas; e inopinadamente me preguntó:

-Tú estudiaste también en el colegio de San lEthelstan, ¿no es ver­dad?

Y antes de que pudiera decirle que su pregunta no tenía relación alguna con nuestra conversación, insinuó, para interrumpirse enseguida:

-Pues bien ... Poco a poco, en frases entrecortadas, que pronto adquirieron un ritmo

a la vez conmovido y fácil, me reveló el misterio de su corazón, el recuerdo tenaz de una belleza y de una dicha que saturaban su vida de aspiraciones insaciables, ante las cuales el espectáculo del mundo, con todas sus alegrías, parecíale triste, fastidioso y estéril ... Y ahora que sé la solución, me doy cuenta de que la clave del enigma estaba visiblemente escrita en el rostro de Lionel Wallace. Conservo aún una fotografía en donde aparece acentuado su aire de· indiferencia hacia todas las cosas; y recuerdo esta frase de una mujer que lo amó mucho: "A veces, bruscamente, todo esfuerzo de atención se anula en él y olvida hasta a quienes tiene más cerca; sus ojos abiertos no

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ven entonces lo que pasa frente a ellos, como si entre su persona y el mundo hubiesen elevado una muralla." '

Sin embargo, no estaba siempre en este estado, y cuando aplicaba su atención a cualquier problema difícil, no tardaba mucho en resolverlo. Da fe de ello la serie de triunfos que obtuvo en sus estudios, en los cuales tan atrás me dejó, para entrar con paso firme de elegido en un alto medio so­cial hacia el que jamás me sentí impulsado. Tendría sólo cuarenta años al morir y todos afirmáis que, de no haber muerto, sería ya ministro. En el co­legio obtuvo siempre los primeros premios sin esfuerzo alguno; recuerdo que en todas las clases a que asistimos juntos, a lo largo de la carrera, le vi ocupar el puesto de honor sin envidia, como homenaje legítimo a sus dotes excepcionales. Al principio, mi laboriosidad me permitió irle a los alcances, pero en los cursos últimos me fue imposible; y mientras yo salí con una nota mediana, él obtUvo la primera clasificación. Fue en ese colegio, que aho­ra recuerdo con melancolía, donde le oí por primera vez referirse a la puerta y al muro, de los que sólo otra vez había de oírle hablar, un mes antes de su extraña muerte.

Para él, esa puerta era una puerta verdadera que se abría en una pared real hacia tangibles maravillas. Apareció en su vida tempranamente, cuando era un chicuelo de cinco o seis años. Nunca olvidaré el tono lento y grave con que me describió esta aparición:

-Una enredadera de flores rojizas recubría el muro, y la nota carmesí de las flores que dominaba la caliza blancura domina también en mi recuerdo, con la certidumbre de que la puerta era de color verde y de que había ante ella una acera salpicada de anchas hojas de castaño recién caídas y amarillea­das ya por el otoño. Este pormenor me indica que mi primera visión fue en octubre: todos los años observo los castaños y no hay error posible. Debía de tener entonces cinco años y cuatro meses ... También estoy seguro.

Al oírlo hablar así, pensé en su infancia: debió de ser uno de esos niños precoces que comprenden antes de .tiempo y saben, a pesar de su inteligen­cia, mostrarse tranquilos y razonables, según suelen decir los mayores de los niños que no juegan, Esto le permitiría gozar un régimen excepcional de libertad. Al cumplir los dos años murió su madre y quedó bajo·la autoridad

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menos vigilante de un ama de llaves; su padre, hombre de leyes siempre ocupado y preocupado, no podría dedicarle una atención constante, a pesar de las esperanzas que cifraba en él; y por estas circunstancias, según colijo, debió el niño, harto de su vida monótona, arriesgarse a dar un paseo solo, a la ventura;

Wallace ignoraba por qué negligencia de los encargados de cuidarle pudo realizar su propósito, e ignoraba también el trayecto recorrido a través del barrio de West Kensington. Todos los detalles se habían borrado en el desorden irremediable de su memoria; pero, tras ese fondo confusamente impenetrable, destacábanse con precisión perfecta de color y dibujo la puer­ta verde y la blanca pared.

Apenas sus ojos infantiles vieron el muro y la puerta, una emoción in­sólita, una atracción, un deseo de abrirla y pasar a través de ella, nacieron en su alma con la idea clarísima de que era peligroso y culpable ceder a la tentación. Ni un instante dudó de que la puerta pudiera abrirse ... Y yo me lo imagino, perplejo, sin decidirse a seguir su camino, atraído y repelido alternativamente por la puertecita verde del otro lado de la cual lo des­conocido parecía tenderle los brazos. Otra certidumbre invadió al mismo tiempo su conciencia: la de que su padre se enfadaría mucho si él abría aquella puertecita y entraba.

Mi amigo me describió con minuciosidad aquellos momentos de duda. Primero, pasó ante la puerta sin casi mirarla, las manos metidas en los bol­sillos, esforzándose en silbar una tonadilla con aíre indiferente; así fue hasta la extremidad del muro, donde comenzaba una fila de tiendecillas sórdidas, entre las cuales se destacaba una lamparería con su escaparate lleno de un revoltijo polvoriento de tubos, cañerías, láminas de plomo, grifos y botes de barniz. Allí se detuvo, fingiéndose a sí mismo un interés extraordinario hacia aquel escaparate, pero mirando con los ojos de su alma, ávidos de apasionado deseo, la puertecita verde que había quedado detrás. Una súbita onda de emoción le dio ánimos y, de miedo a ser de nuevo atenazado por los escrúpulos, echó a correr, abrió de un empujón la puerta, que volvió a cerrarse tras su paso, y se encontró en menos de un minuto dentro del jardín cuyo recuerdo debía obsesionarle toda la vida.

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Wallace no encontraba palabras que pudieran exteriorizar exactamente aquel recuerdo tan vivo en su memoria. Había hasta en el mismo aire que se respiraba al trasponer la puerta algo muy fluido, algo vivificador que co­municaba a los seres y las cosas una impresión de levedad y de tranquila alegría. Todo en el jardín presentaba un aspecto risueño, inmaculado, sutil­mente luminoso. Y el ánimo sentía un júbilo suave, exento hasta del menor temor, sólo comparable a esos raros minutos en los cuales, cuando somos jóvenes y felices, juzgamos el mundo por las dulzuras que acendramos de sus primeros dones. Nada había en el maravilloso jardín que no fuera bello, acariciador, penetrante ...

Wallace quedó abstraído un momento en su ensueño y luego, con esa inflexión de titubeo común a quienes relatan sucesos increíbles, prosiguió:

-Figúrate que lo primero que vi al entrar fueron dos grandes panteras magníficamente moteadas; pero no sentí miedo alguno. Las fieras, cuya aterciopelada piel era bellísima, jugaban tranquilamente con una pelota en una avenida abierta entre dos floridos arriates orillados de mármol. Y una de ellas, levantando la cabeza sin expresión alguna de hostilidad, vino len­tamente hacia mí con inofensiva curiosidad. Cuando estuvo a mi lado, frotó su oreja redonda y suave contra la manita que yo le tendía, y ronroneó como si quisiera decirme cosas amigables y dulces ... Era un jardín encantado, sin duda. ¿Qye si era muy grande? Sólo recuerdo que se extendía hacia todos lados muy lejos, y que en la distancia percibí la elevación de unas colinas, sin imaginar por virtud de qué misterio aquel inmenso parque había venido a encerrarse en la estrechez del barrio de West Kensington. Mi impresión dominante fue la de hallarme no en un lugar desconocido, sino en un lugar al que se vuelve tras una ausencia prolongada.

En el mismo instante en que la puerta se cerró a mi espalda, olvidé por completo la calle, la acera salpicada de hojas de castaño, los coches, el tráfago mercantil, y dejé de sentir hasta el maquinal impulso de no infringir la disciplina familiar de que acababa de libertarme. Olvidé mis dudas y mis temores, los consejos de la prudencia y las realidades íntimas de la vida; y por el solo hecho de entrar, dejé de ser aquel niño triste que tú recuerdas, y me convertí en otro más feliz e intrépido, que podía tender y realizar todos

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sus deseos sin temor de pecado, en un mundo maravilloso. En aquel vergel extraño cada cosa parecía hablar a los sentidos con voz sustantiva y suave: una luz cálida, penetrante, voluptuosa, inundaba el ambiente; y yo abría la boca para respirar aquella atmósfera de alegría clara, como si quisiera tam­bién llevar a mis pulmones las nubes cándidas que viajaban por el azul. Ante mí, la ancha avenida me invitaba con su extensión llana y los prados donde no medraban malignas hierbas; y en sus macizos las flores se erguían, libres de la triste simetría de los jardineros. Sin sentir miedo alguno, coloqué mis manitas sobre la piel blanda de las panteras y les hice cosquillas en las orejas y jugué con ellas en un abandono feliz que hasta entonces ningún amigo me había inspirado. La impresión de encontrarme en mi verdadero hogar, de vuelta de un viaje, iba fijándose en mi alma. De pronto, una muchacha bellísima, alta, rubia, esbelta, apareció junto a mí, y yo no sentí al verla sor­presa alguna. Me tendió los brazos, sonriente, me alzó del suelo y me besó; después echamos a andar juntos por la avenida. Desde mi entrada tenía yo la convicción de que cuanto me ocurría era deliciosamente inocente; y cada detalle nuevo me parecía que iba a precisar el recuerdo de una sucesión de hechos felices que hubieran estado, por extraño maleficio, ocultos en el olvi­do ... Subimos por una rosada escalinata a un.peristilo incomparable que yo ya había entrevisto a través de la fronda, y al trasponerlo nos encontramos en otra avenida más ancha, bordeada de árboles milenarios, entre los cuales, de trecho en trecho, bancos de mármol alternaban con maravillosas estatuas, en torno de las cuales volaban en confiado vuelo palomas mansísimas.

Mi amiga me llevó por esta fresca avenida, y recuerdo aún hoy la perfec­ta armonía de· sus facciones, su barbilla finamente modelada, la luz radios a que iluminaba su rostro. Sentados en uno de los bancos, me preguntó con voz acariciadora detalles de mi vida, y me contó fábulas incomparables, de las cuales ni una sola he podido recordar nunca ... Súbitamente, un mono pequeñito, muy acicalado, de pelaje de un pardo rojizo y dulces ojitos color de avellana, descendió de uno de los árboles y se puso a andar junto a mí, mirándome y riendo, hasta que al fin saltó sobre mi cuello. Y así continua­mos andando ella y yo, felices y contentos ...

Al llegar aquí guardó silencio.

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-Continúa -le dije. -Recuerdo -prosiguió-- hasta menudos detalles: nos cruzamos con

un anciano de aspecto patriarcal que se paseaba bajo los laureles; traspusi­mos una glorieta donde multicolores papagayos alegraban el aire con sus gritos; y a través de un intercolumpio sombreado dulcemente por la arbo­leda, llegamos a un portentoso palacio lleno de cuantos objetos puede el corazón desear, en cuyos patios cantaba el agua en escultóricas fuentes. Vi allí muchas cosas y muchas personas, algunas de las cuales recuerdo aún claramente, otras con cierta vaguedad; pero todas, eso sí lo tengo presente, eran hermosas y tenían una expresión de gran bondad. Sin saber' cómo, comprendí que ni una sola dejaba de considerarme con benevolencia y de alegrarse por mi llegada; y sus ademanes, el contacto de sus manos suaves, sus miradas de salutación y de cariño, me iban llenando de alegría, ¡de una al ' 1 egna ....

Volvió a detenerse un instante para apresar mejor sus recuerdos; luego, prosiguió:

-Encontré también otros niños con los que me puse a jugar; y por primera vez, acaso para que pudiera darme cuenta de mi dicha, pasó por mi imaginación la sombra de mis días de niño solitario que vive tristemente entre personas ocupadas ... Correteamos por el césped y nos detuvimos para ver un maciw de flores en cuyo centro había un reloj de sol. Recuerdo que nuestros juegos permitían constantes manifestaciones de cariño y ... Es extraño, aquí hay una laguna en mi memoria; no puedo reconstruir el jue­go a que jugábamos; no he podido recordarlo nunca a pesar de haber pasado largas horas, entristeciéndome a veces hasta llorar, buscando en lo oscuro del olvido el juego que me produjo un deleite tan singular ... Tras todos mis esfuerzos para recordar aquel entretenimiento divino, sólo 'se aviva en mi memoria la imagen de los niños que me demostraron aún más afecto que los demás. Poco después apareció otra mujer, morena, de rostro pálido y grave y ojos soñadores, vestida con una amplia túnica de color púrpura; llevaba en la mano un libro, y me hizo señas de que la siguiera. Cuando me fui con ella por una galería que arrancaba del vestíbulo, todos los niños se quedaron tristes y dejaron de jugar para decirme: "¡Vuelve, vuelve pronto!"

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Yo alcé los ojos suplicantes hacia la matrona de fulgentes ojos soñadores, pero no pareció interesarse por aquella tristeza mía, y fue, sin cambiar la expresión dulce y grave de su cara, a sentarse en un banco; y yo tomé sitio junto a ella, curioso por conocer el contenido del libro que acababa de abrir sobre sus rodillas ... Al ver la primera página quedé maravillado, pues me vi a mí mismo: yo era el héroe de la narración y la narración era toda mi vida, desde el día de mi nacimiento. Y lo que más me maravillaba era que no veía en las hojas del libro simples estampas, sino profundas realidades.

Wallace se detuvo otra vez y me miró con aire perplejo. -Comprendo perfectamente -le dije--; continúa. -Eran profundas realidades, sí; no me cabe duda. Los personajes no

sólo se movían de veras, sino que aparecían y desaparecían siguiendo el curso de la acción: mi madre, ya casi olvidada; mi padre, severo y austero; los criados, mi cuarto de jugar; cuantas personas y cosas me eran familiares en la casa, las calles preferidas por el vaivén del tránsito ... , todo iba pasan­do por el libro prodigioso. Estupefacto, levanté la vista interrogativamente hacia el rostro tranquilo de la mujer; y como no turbara su serenidad nin­gún gesto, ansioso de saber, hojeé ávido el libro, y en la penúltima página me vi, ¡ay!, como acababa de estar momentos antes: indeciso, temeroso y deseoso a la vez ante la puertecita verde abierta en el muro sombreado por la enredadera carmesí; y volví a vivir el mismo miedo, las mismas ansias ... "¿Qyé hay después?", supliqué, tratando de volver la hoja postrera; pero la gélida mano de la mujer de ojos soñadores me retuvo. "¿Qyé sigue?", insistí yo, esforzándome en apartar su mano, que, vencida por mi energía infantil, ·cedió, mientras su busto, inclinándose como una sombra para besarme en la frente, me permitía satisfacer mi curiosidad.

Pero en la siguiente página no vi ya el jardín encantado, ni las panteras, ni la armoniosa joven rubia que me condujo de la maho, ni los compañeri­tos que jugaron conmigo y se entristecieron al verme partir ... En la nueva página, que ya no era página, sino vida triste y real, vi la larga calle gris del West Kensington en esa hora glacial en que la luz del crepúsculo empieza a ser derrotada por los faroles. Y me vi a mí mismo desamparado y triste, sollozando sin poder contenerme ... Lloraba porque no podía volver junto a

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los niños que me habían dicho al separarme: "Vuelve, vuelve pronto"; porque me encontraba solo, sin saber cómo volver a encontrar el mágico jardín, la mujer maravillosa en cuyas rodillas estuve, y el suntuoso palacio donde todos los deseos podían convertirse en realidades.

Se detuvo un largo momento, fijos los ojos en las llamas crepitantes de la chimenea, y suspiró.

-¡Ah, la tristeza de aquel regreso a la verdadera vida! -¿Qyé hiciste entonces? -le pregunté, después de respetar un instante

su emoción. -Me sentí abrumado de tristeza, desterrado del vergel luminoso en

la tierra áspera donde sería preciso vivir ya para siempre. Y a medida que comprendí mejor lo que me acababa de pasar, una pena infinita me invadió, me saturó. La vergüenza y la humillación de mis sollozos en aquella calle y mi regreso taciturno a mi casa, me han quedado grabados en el recuerdo con trazos sombríos: veo todavía a un señor anciano y bondadoso que inclinó hacia mis ojos anegados sus lentes de oro y me dijo con dulzura: "¿Te has perdido, niño?"; y me veo ir de su mano a buscar juntos a un policía que, después de satisfacer la curiosidad del grupo de desocupados formado en tomo nuestro, me llevó amablemente a casa, donde mi padre me esperaba intranquilo, casi colérico ... ¡ay!

He aquí, tan exactamente como ha persistido en mi memoria, mi pri­mera visión del jardín encantado; visión que me obsesiona aún. Claro está que me es imposible expresar con las palabras cotidianas el carácter de irrea­lidad traslúcida que daba a cuanto vi en el vergel incomparable un aspecto más verdadero que esto que llamarnos verdad ... Debió de ser un sueño, estoy seguro de que fue uno de esos extraordinarios sueños que se apoderan del alma sin esperar a que el cuerpo se duerma. Figúrate el resto: en casa hube de soportar los terribles interrogatorios de mi tía, de mi padre, del ama de llaves, de todos ... Traté de contarles cuanto había visto, pero mi padre me castigó por primera vez duramente, a fin de que no volviera a decir mentiras;

y cuando despues quise repetir la verdad a mi tía, también me castigó, juz­gándome contumaz en el embuste. Los criados fueron advertidos de que no debían permitirme ni una sola palabra acerca de aquella fantástica y estúpida

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aventura; y me quitaron mis libros de cuentos de hadas, pues según todos ya tenía ~'demasiada imaginación". Como mi padre estaba chapado a la an­tigua y me inspiraba gran temor, mi sueño, no pudiendo expandirse, quedó recogido en mí mismo; y por las noches lo confiaba a mi almohada, que a menudo se humedecía con lágrimas no menos tristes por ser infanti­les ... Y cada noche añadía a mis plegarias ésta: "¡Dios mío, haz que sueñe hoy con el divino jardín!. .. ¡Señor, Señor, llévame a él, llévame a él aunque sólo sea otra vez!" Y a menudo soñaba, y hasta es posible que el deseo y los sueños transformaran y embellecieran la visión. ¡Qyién sabe! Hazte cargo de que todo eso era el resultado de mi esfuerzo para reconstruir con imágenes fragmentarias una aventura doblemente lejana por su fu­gacidad y por su carácter milagroso... Este recuerdo está separado por un abismo de los demás recuerdos de mi niñez; y a veces no encuentro palabras adecuadas para expresar nada relativo a la aventura.

Yo formulé la pregunta lógica, y él respondió: -No, no me acuerdo de haber buscado en los años siguientes la calle

donde estaban la puerta y el muro; y a mí mismo me parece extraño. Tal vez me vigilaran, impidiéndome toda tentativa; el caso es que no me decidí a buscar el jardín sino después de que tú y yo nos conocimos.·Aunque te parezca increíble, creo que existió un período durante el cual mi obsesión se desvaneció por completo. Fue entre lós siete y los ocho años. ¿Te acuerdas bien del tiempo que convivimos en el colegio de San lEthelstan?

-Bastante, sí. -¿Y no es cierto que nada en mí te hizo sospechar que acariciase noche

y día un sueño secreto?

II

Alzó de pronto la cabeza, sonriente, y me preguntó: -Jugaste alguna vez conmigo al "paso del Noroeste"? Ahora recuerdo

que no, puesto que íbamos al colegio por distintos caminos ... Era un juego especial que permitía a los niños dotados de fantasía jugarlo a cualquier

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hora; y consistía en descubrir un itinerario nuevo para llegar al colegio. Como el camino habitual era el más corto, el mérito estribaba en encon­trar trayectos que no lo fueran, y partíamos diez minutos antes de la hora de clase en una dirección absurda, para llegar al colegio después de un recorrido arbitrario. Un día me extravié en el dédalo de callejuelas sórdidas que hay del lado opuesto a Campden Hill, de tal modo que tuve el temor no sólo de haber perdido la partida, sino de llegar tarde. Ya nervioso, me aventuré en un callejón que parecía sin salida, pero a cuya extremidad nacía una callejuela insospechada; apresuré el paso, reanimado por la esperanza desemboqué en otra calle, pasé ante una hilera de tiendecíllas que me pa­recieron inexplicablemente familiares y, de súbito, vi el muro blanco. y la puerta verde por donde se entraba al jardín prodigioso. La misma sorpresa me hiw detener y, entre interrogativo y sorprendido, me dije: "¿De modo que el jardín mágico no era un sueño?"

Hiw una pausa, tras la cual prosiguió: -Este segundo hallazgo de la puerta verde marca para mí el límite

exacto entre la vida laboriosa del estudiante y el vagar inacabable del niño. Y esta segunda vez no pensé ni un instante en apartarme de mi camino. Figúrate la situación: mi mente estaba ocupada por la idea de llegar a tiempo a la clase para no estropear mi reputación de puntualidad ... Sin duda debí de sentir el deseo de entreabrir la puerta y echar una rápida ojeada; sí, debí de sentirlo; pero la misma levedad de esa tentación no debió de aparecér­seme sino como un fácil obstáculo, que espoleó mi voluntad de llegar a tiempo al colegio. Todo el camino fui pensando con interés enorme en el jardín recobrado ante el cual acababa de pasar. Saqué el reloj y vi con estu­por que aún disponía de diez minutos; de improviso me encontré en calles conocidas, y cuando llegué al colegio, jadeante y sudoroso, aún no había empezado la clase. ¿Verdad que es extraño?

Me miró largamente, mientras meditaba en silencio; luego, siguió en voz alta el hilo de su narración:

-Naturalmente, yo ignoraba entonces que no me sería posible encon­trar cuando quisiera la tentadora puerta. Los colegiales tienen una fantasía limitada, y hube de pensar que era una gran suerte saber que el muro y la

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puerta existían y conocer el camino que llevaba a ellos; pero la necesidad de llegar a tiempo había triunfado. En el transcurso de aquella mañana debí de parecerle al profesor muy distraído, pues la empleé íntegra en evocar los lugares, personas y aventuras que iba pronto a revivir. Ni un momento dudé que las dos bellísimas mujeres, los niños que jugaran conmigo, el monito ágil y hasta el paisaje mismo sentirían gran júbilo al volverme a ver. ¡Ah, sí, durante aquella mañana debí de pensar en el jardín como en un lugar de recreo oficial al cual puede irse en los intervalos de la vida laboriosa de estudiante!. .. Pero no traté de volver aquel día; tal vez lo pospuse para el siguiente, en que sólo tenía clase por la mañana; quizá mi falta de atención me acarreó penitencias que disminuyeron las horas de asueto. No recuer­do bien. De lo que sí me acuerdo es de que poco a poco el jardín mágico acaparó hasta tal punto mis ideas, que no pude guardar el secreto para mí solo y se lo comuniqué a ... ¿Cómo se llamaba aquel muchacho que tenía la boca puntiaguda como un hocico y al que habíamos puesto el mote de Garduña?

-Hopkins. -Eso es: Hopkins ... Le hablé de la puerta en el muro para compartir

con alguien el secreto, pero con repugnancia; como si estuviera traicionan­do algo. Diariamente íbamos juntos parte del camino, y como él era muy locuaz y, de no haber hablado de. aquello, habríamos charlado de otra cosa, hallé pretexto en esta consideración para mi confidencia. Garduña no fue reservado y al día siguiente, a la hora del recreo, seis o siete muchachos de los mayores vinieron a preguntarme acerca del jardín en son de burla. Entre ellos estaba el grandullón Fawcett -¿te acuerdas?- y Carnaby y Morley Reynolds ... ¿No estabas, por casualidad, tú también? No, no lo habría olvidado.

Los niños son criaturas de muy complejos sentimientos: a pesar de mis temores recónditos, creo sinceramente que estaba un poco envanecido de que los mayores se ocuparan de mí, y hasta recuerdo el gusto que me causó un elogio de Crashaw, el hijo del compositor. Me dijo que era la mentira más ingeniosa que había oído en su vida; y ni el miedo ni las burlas retu­vieron en mis labios el secreto que iba poco a poco dejando de serlo a pesar

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de mi vergüenza. El animal de Fawcett soltó una chirigota sobre la dama rubia de mi jardín y ...

La voz de Wallace velóse al recordar este incidente. - ... Y fingí no comprenderle. De pronto, Carnaby me motejó de men­

tiroso y la disputa se agrió por mi obstinación en asegurar que era verdad y que podría llevar a todos en menos de diez minutos a la puertecita verde. Carnaby, entonces, adoptando un aire de ofendida rectitud, declaró que si no probaba mis asertos me pesaría ... ¿No te dio a ti nunca Carnaby un apretón en el brazo? Pues bien, ya comprenderás lo que sufrí al sentir sus dedos de lúerro. Y, sin embargo, juré otra vez que lo revelado por Hopkins no era mentira.

No había en el colegio un solo discípulo capaz de arrancar una víctima a Carnaby; Crashaw insinuó algunas palabras en mi favor, pero como la oca­sión era de perlas, Carnaby no quiso soltarme. Ruborizado hasta la raíz del pelo y un poco trémulo de temor, seguí excitándome y concluí por proceder como un tonto. El resultado fue que, en vez de partir solo en busca de mi jardín encantado, partí con las orejas rojas, las mejillas ardientes, los ojos secos y el alma torturada de angustia y vergüenza, a la cabeza de un grupo de condiscípulos burlones y amenazadores ... ¡Ay, nunca pudimos encontrar el muro y la puerta pintada de verde!

-¿ O!Iieres decir ... ? ' · -O!Iiero decir que no pude encontrarlo. ¡Ojalá hubiese podido! Pero

ni entonces ni más tarde, cuando traté de encontrarlo solo, me fue posible ... Me parece ahora como si durante todos los años de colegio no hubiese cesado de buscarlo, pero jamás pude hallarlo ... jamás.

-¿Cómo tomaron la cosa los mayores? -Muy mal. Carnaby reunió una especie de consejo de guerra, ante el

cual comparecí como reo de una mentira estúpida, obstinada e innecesaria. Después entré furtivamente en casa y me refugié en mi alcoba para ocultar los sollozos. Pero cuando, sin lágrimas ya que llorar, me consoló el sueño, no fueron las brutalidades de Carnaby las que dejaron un sedimento mayor de tristeza en mi ser, sino la nostalgia del maravilloso jardín y de aquel mediodía maravilloso que había esperado pasar junto a mis bellas y dulces

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amigas, y con los amiguitos que me esperaban para enseñarme otra vez aquel juego tan hermoso y tan difícil de recordar.

Tengo la certeza de que si no le hubiera dicho a nadie nada ... Pasé momentos angustiosos después de aquel necio accidente; y muchas noches desperté entre crisis de lágrimas, mientras por el día el alma se me apartaba de los libros y las clases, para soñar con los ojos abiertos. Mis estudios se resintieron, y durante dos trimestres ·tuve malas notas. ¿No te acuerdas? Sí, te debes de acordar, porque hasta que me pasaste en la clase de matemáticas no volví a estudiar con ahínco.

m

Permaneció algún tiempo contemplando las brasas de la chimenea y des­pués, sin exhortación alguna por mi parte, continuó.

-No volví a entrever la puerta hasta los diecisiete años. Por tercera vez se presentó a mi vista un día que iba en coche a la estación para dirigirme a Oxford, donde debía concurrir a .unas oposiciones para obtener una beca. Fue sólo un segundo; arrellanado en el coche, fumando un cigarrillo, con ese aire de soltura mundana propio de los mozalbetes cuando terminan sus estudios, la puerta y el muro se me aparecieron con esa repentina e impo­nente facilidad con que se nos presentan a veces las cosas que creemos más inasequibles.

El coche siguió su camino sin que yo, en mi estupor, pensara siquiera en mandar parar hasta que traspusimos la primera esquina. Y no fue una orden concreta: fue una tentativa tímida,.producto de aquella doble y di­vergente voluntad manifiesta ya en mí la última vez que me encontré ante la realizada visión; golpeé los cristales del coche y saqué el reloj al mismo tiempo; el cochero, volviéndose, dijo: "¿Qyería algo el señor?", y yo repu­se: "No, gracias ... No había contado con la hora ... Siga, que voy a llegar tarde"; y el caballo aceleró el trote ... Gané las oposiciones, y cuando por la noche supe el resultado, cuando me quedé· solo ante la chimenea de la habitación familiar, llenos aún los oídos de los plácemes de mi padre -tan

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parco habitualmente en ellos-, me puse a fumar mi pipa favorita, esas pipas enormes que prefieren los adolescentes para ostentar su· hombría; y mis pensamientos, en lugar de complacerse en los incidentes del examen, fueron a fijarse en el muro blanco y en la puerta que llevaba al jardín. "Si me hubiera deteiúdo -me decía- no habría ganado la beca y no tendría el porvenir brillante que se me abre ahora; pero ... En fin; he hecho bien: no cabe duda que empiezo a ver las cosas de una manera práctica, sin dejarme arrastrar por fantásticas inclinaciones .. ." Analizando las ventajas obtenidas, me reafirmaba en la opinión de que el desarrollo de mi carrera merecía todos los sacrificios; pero las maravillosas amigas y la atmósfera de serená alegría del jardín aparecían de tiempo en tiempo en el último plano de mi mente .. : Y para consolarme me decía: "La puertecita verde quizá esté para siempre cerrada; pero otra puerta más ancha y menos misteriosa -la de mi porvenir- acaba de abrirse de par en par con la llave de mi voluntad y mi aprovechamiento."

Contempló otra vez los carbones, sobre los que fluctuaban unas llamitas rojizas, a cuya luz una expresión de obstinada fuerza endureció momentá­neamente su rostro. Después de un suspiro, prosiguió:

-Y entré porla ancha puerta y seguí sin desfallecer el camino; mi cae rrera ha sido brillante; he trabajado sin tregua; he obtenido grandes éxitos, pero siempre amargados por los obstáculos y los sinsabores; mientras que el vergel paradisíaco sólo me ha proporcionado ensueños puros ... Desde aquel día sólo cuatro veces he podido ver el muro blanco y la verde en­trada. ¡Cuatro veces sólo! ... Durante cierto tiempo el mundo me pareció tan atractivo y seductor, tan lleno de promesas; que los hechizos del jardín esfumábanse en la distancia. ¿Quién piensa en acariciar fantásticas panteras benignas cuando está invitado a comer con lindas mujeres y con hombres ilustres? ... Abandoné Oxford y disfruté esa grata responsabilidad de sentir las esperanzas de mis contemporáneos gravitar sobre mí. Mucho he puesto de mi parte después para no defraudarlas ... mucho; y sin embargo... ·

Paso por alto las épocas en que dos mujeres complicaron y casi anularon mi vida ... U na vez que me dirigía a casa de cierta dama cuya coquetería a u­daz me había desafiado a visitarla, tomé por acaso una calle poco concurrida,

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cerca de Earl's Court, y desemboqué directamente frente al muro blanco y la puerta verde que tan familiares me eran. "Cosa extraña -pensé-, creía que este sitio estaba del otro lado de Campden Hill, donde lo busqué tan­tas veces sin hallarlo, después de mi primer sueño." Y sin otra preocupación que la de triunfar de la coqueta dejé detrás la puerta verde, que ni siquie­ra me inspiró el fácil deseo de comprobar si estaba bien cerrada. En el fon­do de mi corazón sabía que aquel pestillo cedería en cuanto mi mano lo tocase; pero la idea de llegar tarde a la cita y de suscitar la burla si se atri­buía mi tardanza a timidez, hiw que me apresurase. ¡Cuántas veces no me habré reprochado luego mi puntualidad! Debí, por lo menos, entreabrir la puerta y dedicar una mirada y un gesto amigable a las dos panteras. ¿No te parece? ... Proyecté volver para disculparme; pero, ¡ah!, la experiencia me había ya demostrado que el jardín mágico era uno de esos lugares que sólo se hallan cuando no se les busca. Y al salir de casa de la dama, toda mi alma estaba decepcionada y dolorida de arrepentimiento.

Accidentados años de trabajo siguieron a ese día, y no volví a ver la puerta y el muro hasta hace muy poco. Después que los he visto, dijérase que una especie de sombra me ha empañado la alegría del mundo. Antes me parecía que era un castigo doloroso y cruel a mi ingratitud el no haber vuelto a ver la puertecita verde. ¿Provenía tal idea de mi exceso de trabajo, o era reflejo de esa melancólica oleada que pasa por el alma cuando llegarnos a la cuarentena y presentimos por primera vez la cercanía inexorable de la vejez? No lo sé; pero indudablemente el espejismo de la victoria, que tanto facilita el esfuerzo, desaparecía a mis ojos en ese instante en que nuevas marejadas políticas me aconsejaban energía y resolución. ¿Verdad que es extraño? Las recompensas inventadas por los hombres comenzaban a no compensarme de la fatiga de vivir, y sólo un deseo rnanteníase vivo en mi ser mientras iban muriendo los demás: el de entrar de nuevo en mi jardín, el de volver siquiera una vez, una vez sólo ... ¡Y tres veces lo he visto!

-¿El jardín? -. No; sólo el muro y la puerta ... ¡Y ninguna de las tres pude entrar! Apoyó los codos sobre la mesa y con un acento patético, de contagiosa

emoción, siguió hablando:

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-Tres veces la ocasión se me ha ofrecido, y a pesar de haberme jurado que si volvía a verla entraría, sacudiendo en el umbral el polvo fatigoso del vivir, renunciando a los vanos mirajes de las vanidades y a todos los placeres aniquiladores para no salir nunca más y jugar allí eternamente como un niño, cuando llegó el momento no entré, ¡no entré!...Tres veces en el mismo año he pasado ante la puerta sin empujarla. La primera fue la noche en que se votó la famosa Ley Agraria y en la cual se salvó el ministerio por una mayoría de tres votos ... ¿Te acuerdas? Ningún diputado de los nuestros, y muy pocos de la oposición, suponían que el debate pudiera concluir aquella noche; pero la discusión se vino abajo. como un castillo de naipes. Comía yo con Hotchkiss en 'casa de su sobrino Brentford, donde nos avisaron por teléfono, y partimos inmediatamente en automóvil para llegar en el preciso momento en que nuestros votos iban a decidir. Pero durante el trayecto pasamos ante el muro, más blanco que nunca bajo el claror de la luna, y sobre el cual pusieron momentáneamente los focos del automóvil una rojiza claridad. Figúrate si lo reconocería bien que no pude contener un grito.

-¿Qyé te pasa?-preguntó Hotchkiss. -¡Oh, nada, nada! ¡Y la ocasión se había de nuevo desvanecido: el automóvil estaba ya

lejos! -He hecho un inmenso sacrificio para venir -le dije al presidente,

que me respondió risueño: . -Todos hemos hecho el mismo sacrificio -y se alejó a cumplimentar

a otros. Todavía hoy no veo cómo habría podido proceder de manera distinta.

¡Si hubiese ido solo!. .. La vez siguiente pasó casi igual: acababan de avisarme de la gravedad de mi padre y tenía que darme mucha prisa si quería darle el último adiós. Lo imperativo de las circunstancias me procuró también esta vez el consuelo de no poder obrar de otra forma. Pero la tercera vez, hace ocho días, ya no fue lo mismo; cuando pienso en ello los remordimientos me torturan. Iba con Gurker y con Ralphs ... Ya no es un secreto y puedo confesarte mi entrevista con Gurker. Habíamos comido juntos en el res­taurante, y la conversación adquirió pronto un tono íntimo. Mi entrada en

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el nuevo ministerio estaba decidida, sí, decidida; prefiero que no lo sepa el público, pero a ti no he de ocultártelo ... ¡Gracias, gracias! Pero déjame que siga contándote.

Esa noche, no lo habrás olvidado, corrían los más contradictorios ru­mores por la ciudad; mi posición era delicadísima y yo deseaba, para fijarla, obtener una declaración definitiva de Gurker; pero la presencia de Ralphs estorbaba mis planes y empleé todas mis facultades de conversador en man­tener la plática en límites de ligereza y frivolidad, para evitar que fuera a recaer ante el importuno sobre el punto importante. No obré de ligero: la conducta ulterior de Ralphs ha justificado mí desconfianza. Presentía que éste se separaría de nosotros cuando llegásemos al final de Kensington High Street, y pensaba sorprender a Gurker con un repentino y franco ataque; a veces los tímidos tenemos que recurrir a esta estratagema. Y en el preciso minuto en que me disponía a acometer, percibí con claridad indudable el muro y la puerta, a la cual nos fuimos acercando mientras hablábamos, hasta pasar frente a ella y dejarla detrás. ¡Sí, detrás! Aún veo la silueta de Gurker proyectarse en la blancura del muro: su agudo perftl, el sombrero de copa inclinado hacia su nariz de semita y hasta los pliegues de su bufanda ... Ni un detalle puedo olvidar.

Pasamos a menos de dos metros, y sin interrumpir la conversación me decía a mí mismo: "¿Qyé pensaría Gurker si yo le dijese buenas noches y entrara?" Pero aquella entrevista con él me era imprescindible. En la maraña de problemas que me preocupaban no acababa de alumbrar una respuesta a mi secreta interrogación, y pensé que si la llevaba a la práctica iba a decirse: "Este pobre Wallace es un extravagante." Y veía ya en los titulares de los periódicos el anuncio de la extraña desaparición de un personaje político. Todo ello, con otra porción de mezquinas consideraciones de orden prác­tico, pesaron sobre mi propósito hasta estrangularlo.

Al llegar a este punto, Wallace se volvió hacia mí con una sonrisa triste:

-Y aquí .me tienes. ¡Otra vez había perdido la ocasión! Tres veces en un año la puerta se me había ofrecido... La puerta que lleva a la paz, a la dicha, a la belleza no igualada siquiera en sueños, a la bondad inasequible en

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la tierra; y como he desaprovechado tantas ocasiones, Raimundo, la puerta ha desaparecido para siempre.

-¿Cómo sabes que no se te volverá a aparecer? -¡Estoy seguro ... seguro! ... Ya no me queda más que confinarme eil

las obligaciones estúpidas que me han hecho desperdiciar las tres ocasiones postreras. ¡Y dices que al fin he llegado, que he tenido éxito!.~. ¡Cuán wlgar y fastidioso es ese éxito que tantos envidian! ¿Ves esta nuez que trituro entre mis manos?, pues igual trituraría mi éxito: ¡así, así!. ..

· Y después de mostrarme sobre la palma de la mano los· añicos de la nuez, susurró: ,,

-Y la decepción me corroe ... Desde hace dos meses; casi ya diez se­manas, no he hecho sino fingir que resolvía las ocupaciones más urgentes. Pero mi alma está llena de nostalgias y de un remordimiento que no logro calmar. Todas las tardes y todas las noches, cuando me parece que puedo pasar más inadvertido, me dedico a errar por las callejuelas en busca de la puerta y el muro ... (¡Figúrate qué pensarían nuestros amigos si lo sospecha­ran!. .. ¡Un ministro, el jefe del más importante de los ministerios, errando solo, con el alma llena de angustia, sin poder contener a veces los lamentos, en busca de una puerta verde por donde se entra a un jardín fantástico ... !

·~ t

IV

Todavía hoy me parece ver su rostro pálido y el resplandor sombrío de sus ojos. Lo veo como lo vi aquella noche, y cada uno de sus gestos y de sus frases vuelve a mi memoria, mientras el número de la Gaceta de Westmins­

ter que publica la noticia de su muerte, ocurrida ayer, está aún desplegado sobre el sofá. Esta mañana en el club, durante el almuerw, no se habló de otra cosa.

El cadáver de Wallace apareció ayer de mañana en una profunda zanja cerca de la estación del Este, en Kensington. Habían excavado allí varios pozos con motivo de la unión de dos líneas del tranvía subterráneo, cer­cándolos con una alta empalizada de madera, donde, para dar entrada y

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salida a los obreros, colocaron una pueltecita, que por olvido del capataz debió de quedar abierta aquella noche, permitiendo a Wallace entrar en el recinto y caer.

Desde que leí la noticia se embrollan en mi mente preguntas a las que no puedo responder. Sin duda anteanoche, al terminar la sesión del Parlamento, mi amigo trató de volver solo y a pie hasta su domiéilio, según acostumbraba a hacer desde hacía varias semanas; e imagino su silueta vagando por las calles desiertas en busca del jardín perdido ... ¿Acaso la claridad de los focos eléctricos próximos a .la estación prestaron a la empalizada, al iluminarla con su luz blanquecina, el aspecto del muro misterioso? ¿La puertecita fatal dejada abierta, avivó el recuerdo en su memoria?

No puedo afirmar si la puerta verde y el blanco muro existieron en realidad alguna vez. He relatado la historia tal como él me la contó ... A veces me penetra la convicción de que Wallace fue víctima de un género de alucinación rara -pero de la cual existen ejemplos- y de la coincidencia entre una de sus crisis y la puerta que le tendió una trampa falaz. Pero hay algo en lo más íntimo de mi ser que no se satisface con tan lógicas expli­caciones. Tildadme de supersticioso si queréis, y hasta de absurdo, mas no estoy lejos de creer que mi amigo estaba dotado de una facultad anormal, de un sentido recóndito que, bajo la apariencia de un muro y una puerta, ofre­cíale el paso incitante hacia un mundo mejor. Y si decís que al fin y al cabo esa facultad sólo le sirvió para convertirlo en su víctima, argüiré: ¿es seguro que ha sido una víctima? Con esta pregunta penetramos en el hondo arcano de esos soñadores dotados de una visión y una fantasía inexplicables y casi incomprensibles para los desprovistos de ella. El mundo sólo tiene para nosotros formas y colores vulgares: vemos una empalizada, una puerta, un foso, como realidades mezquinas; mientras que ellos ... Con arreglo a la nor­ma común, Wallace fue de la seguridad a las tinieblas, al peligro, a la muer­te ... Pero ¿lo vería él así?

, -Traducci6n de Alonso Hernández Catá

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EL CUENTO MODERNO

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:.ESTADOS UNIDOS . '

NATHANIEL HAWTHORNE

Nació en Salem en 1804; Ejerció el periodismo, desempeñó funciones ad­ministrativas en la Aduana de Boston, fue cónsul de su país en Liverpool. Murió en Plymouth en 1864, mientras realizaba un viaje en compañía del presidente Franklin Pierce. Su obra maestra es la novela The Scarlet Letter (1850). Es autor de otras novelas y de varios libros de cuentos: Twice-told Tales (1837), al que pertenece este cuento; Grantifather's Chair (1845); Mas­ses from an 0/d Manse (1846); The House of the Seven Cables (1851); The Snow Image (1851); The Marble Faun (1860); Our 0/d Home (1863).

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EL VELO NEGRO DEL PASTOR

PARÁBOLA!

En el atrio del templo de Milford, el sacristán tiraba afanosamente de la cuerda de la campana. Los viejos del pueblo avanzaban encorvados calle

arriba, los pequeñuelos con las caritas radiantes trotaban alegremente junto a sus padres, dando traspiés o adoptando un grave continente, conscientes de la dignidad que exigían sus galas domingueras. Apuestos mows mira­ban de reojo a las bellas muchachas, considerando que la luz del domingo las hacía todavía: más hermosas. Cuando la mayor parte del gentío hubo penetrado en el pórtico, el sacristán empezó a tañer la campana, con los ojos fijos en la puerta del reverendo pastor Hooper. En cuanto se divisara la figura del sacerdote la campana cesaría de repicar.

-Pero ¿qué es lo que lleva el buen pastor Hooper sobre su cara? -ex­clamó el sacristán atónito.

Al oírle, quienes se encontraban lo bastante cerca de él se volvieron inmediatamente y contemplaron la figura del pastor Hooper, andando pau­sadamente hacia el templo, con aire abstraído. En una conmoción máxima todos dieron muestras de asombro, mayor aún que si vieran profanado el púlpito del pastor Hooper por un forastero.

-¿Estáis seguro de que es nuestro Pastor? -preguntó Goodman Gray al sacristán.

1 En Nueva Inglaterra, otro sacerdote, el reverendo Joseph Moddy, de York, Maine, que murió hace unos ochenta años, se hizo fainoso por la misma excentricidad que aquí se atribuye al reverendo Hooper. En este caso, sin embargo, el símbolo tenía un significado muy diferente. En su juventud, el reverendo Joseph Moddy había matado accidentalmente a un amigo muy querido y desde aquel día hasta la hora de su muerte ocultó la cara a los hombres.

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-¡Claro está que es nuestro buen señor Hooper! -replicó el sacris­tán-. Pensaba haber cambiado de púlpito con el pastor Shute, de West­bury; pero el pastor Shute envió ayer una nota disculpándose, pues tenía que pronunciar el sermón en unos funerales.

Sin duda, parecerá insignificante la causa de tan desmedido asombro. El pastor Hooper, aunque todavía célibe, representaba unos treinta años de edad. Persona de gran distinción, vestía con pulcritud eclesiástica, cual si una esposa solícita le hubiera almidonado la tirilla del alzacuello y cepillado el polvo que se. había acumulado durante la semana sobre su traje de los domingos. Sólo había una cosa extraña en su apariencia: ceñido alrededor de la frente y cayendo sobre el rostro hasta casi la altura de la boca, de tal modo que lo agitaba el aliento; el pastor llevaba un velo negro. Visto de cerca, parecía un trozo de crespón doble que le ocultaba enteramente el ros­tro, excepto la boca y la barbilla, pero que, probablemente, aunque le velara todas las cosas vivas y animadas, no le impedía mirar. Con esta sombra ante sí, el buen pastor Hooper seguía caminando pausado y sereno, levemen­te inclinado, mirando al suelo, como frecuentemente acontece a los hombres ensimismados, sin dejar por eso de saludar bondadosamente a los feligre­ses que todavía aguardaban en las gradas del templo. Mas era tal el asombro de éstos, que los saludos del pastor apenas recibieron contestación.

-Me parece imposible -exclamó el sacristán- queh cara de nuestro buen pastor esté detrás de ese trozo de crespón.

-Esto no me gusta nada -murmuró una vieja mientras entraba ren­queando en el templo-. Le da un aspecto terrible ese velo sobre la cara.

-¡Nuestro pastor ha perdido el juicio! --gritó Goodman Gray, cru­zando el umbral tras él.

El rumor de un fenómeno inaudito había precedido al pastor Hooper en el interior del templo y puesto en movimiento a toda la congregación. Casi nadie podía evitar volver la cabeza hacia la puerta; muchos de los que permanecían en pie se volvían bruscamente, mientras que algunos chiquillos trepaban a los asientos y volvían a bajar, haciendo un estrépito escandaloso. El bullicio era general, y el crujir de los trajes de las mujeres y el restregar de los pies de los hombres contrastaba notablemente con la quietud y el

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silencio que solían preceder a la entrada del ministro. Pero el pastor Hooper parecía no darse cuenta de la alarma de los feligreses. Entró casi como una sombra, saludó a la congregación inclinando ligeramente la cabeza a uno y otro lado, y al pasar ante el más anciano de sus feligreses, un bisabuelo de cabellos blancos que ocupaba una butaca en el centro de la nave, le hiw una profunda reverencia. Era curioso observar lo que aquel venerable anciano tardaba en percatarse de que había algo de singular en la apariencia de su pastor. No parecía compartir el asombro que a todos embargaba y, hasta que el pastor Hooper hubo subido las escaleras, apareciendo en el púlpito, cara a cara con su grey -no obstante el velo negro-, el abuelo no reparó en el extraño aspecto del ministro. El misterioso emblema no se apartaba de la faz de éste ni una sola vez. Oscilaba al compás de la respiración mien­tras recitaba el salmo. Conforme iba leyendo las Escrituras dejaba caer su penumbra entre él y las páginas sagradas y mientras oraba, el velo se ceñía pesadamente a su levantado semblante. ¿Trataba de ocultárselo al ser To­dopoderoso a quien imploraba?

Tal era el efecto de aquel pedazo de crespón, que más de una mujer de nervios delicados se vio obligada a abandonar eL templo. Pero quizá los pálidos semblantes de sus feligreses fueran para el sacerdote un espectáculo tan espantoso como para ellos su velo negro.

Aunque de carácter débil, el pastor Hooper tenía fama de buen predica­dor; trataba de guiar a su grey hacia el cielo con dulce persuasión, sin atur­dirles con los truenos del Verbo para lograr este fin. En el sermón que ahora pronunciaba se destacaban las mismas características de estilo y los mismos gestos y ademanes peculiares de su oratoria. Pero había algo especial, bien en el sentimiento del discurso mismo, bien en la imaginación de los oyen­tes, que hacía de aquel sermón, sin duda alguna, el más impresionante que jamás oyeran de labios de su pastor. Estaba teñido, más intensamente que cualquier otro, de la apacible melancolía del sacerdote. El asunto se re­fería a los pecados secretos, y a esos tristes misterios que nunca confesamos a los seres más allegados y queridos, y que ocultaríamos gustosos a nuestra pro­pia conciencia, olvidando incluso que el Omnisciente puede descubrirlos. Un poder sutil emanaba de sus palabras. Todos los feligreses, así la jovencita

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más inocente como el hombre más empedernido, tenían la sensación de que el predicador se había insensiblemente aproximado a ellos, tras su ho­rrendo- velo, y descubierto las más recónditas indignidades, de hecho o de pensamiento, que celosamente guardaban. No había nada terrible en lo que decía el pastor Hooper o, por lo menos, nada violento y, sin embargo, los oyentes se estremecían a cada trémolo de su melancólica voz. Al pavor reverente se mezclaba un extraño sentimiento. Tan intensa era la sensación en el auditorio de. que algún inusitado poder emanaba de su ministro, que anhelaban vehementemente- que una ráfaga de viento apartara a un la­do aquel velo, casi seguros de que éste descubriría la cara de un extraño, aun­que la figura, los ademanes y la voz eran sin duda los del pastor Hooper.

Terminado el oficio, la gente se precipitó fuera con indecorosa confu­sión, ansiosa de comunicarse su asombro reprimido, aliviados de una angus­tia inexplicable apenas dejaron de ver el velo negro. Unos cuantos, reunidos en pequeños grupos, las cabezas muy juntas, murmuraban en voz baja; otros se encaminaron solos hacia sus ~asas, abismados en silenciosa meditación, y los más irreverentes hablaban a gritos, profanando el día de descanso con risas estridentes. Había vanidosos que movían silenciosamente la cabeza, dando a entender que adivinaban el misterio; mientras algún que otro escéptico negaba que existiera tal misterio: era simplemente que al pastor Hooper se le habían debilitado tanto los ojos de leer hasta medianoche a la luz de la lámpara, que necesitaba una protección para ellos. Transcurrido un breve intervalo, apareció también en. pos de su grey el buen pastor Ho­oper. Volviendo la velada faz de un grupo a otro, se inclinó con el debido respeto ante las cabezas canas, saludó con afectuosa dignidad a los hombres y a las mujeres de edad madura, dirigió algunas frases a los jóvenes como amigo y guía espiritual, hablándoles con afecto y autoridad, y acarició las cabezas de los chiquitines, bendiciéndoles. Tal era siempre su costumbre los domingos. Miradas recelosas y asombradas fueron la recompensa de estas cortesías. Nadie, como en otras ocasiones, se disputó el honor de acompa­ñarle. El viejo alcalde Saunders, debido sin duda a una accidental falta de memoria, se olvidó de invitar a su mesa al pastor Hooper, donde el buen sacerdote solía bendecir la comida casi todos los domingos desde la fecha

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de su nombramiento. Continuó, por lo tanto, su camino hacia la rectoría, y en el momento de cerrar la puerta se le vio tornar la cabeza para mirar a la gente, cuyos ojos estaban fijos en él. Una triste sonrisa iluminó débilmente la sombra bajo el velo y quedó fluctuante en torno de la boca, dejando tras de sí, al desvanecerse, una estela de luz.

-¡Es extraño -dijo una señora- que un simple velo negro como el que cualquier mujer podría llevar para tocarse, cause una impresión tan tremenda sobre el rostro del pastor Hooper!

-Seguramente hay algo que no funciona en la cabeza del reverendo -Qbservó su marido, el médico del lugar-. Pero lo más extraordinario es que esta extravagancia haga efecto, incluso en hombres sensatos como yo mismo. Aunque el velo negro sóló cubre la cara de nuestro pastor, envuelve a toda su persona en el misterio y le hace parecer un fantasma de la cabe­za a los pies. ¿No te parece a ti?

-¡Ya lo creo! --contestó la señora-; por nada del mundo quisiera encontrarme a solas con él, y no me sorprendería que también él tuvie­ra miedo de estar a solas consigo mismo.

-Hay ocasiones en que todos hombres lo tienen -comentó el marido.

El servicio de la tarde transcurrió en circunstancias semejantes. Al ter­minar, la campana dobló por el funeral de una joven doncella. Parientes y amigos se habían reunido en la casa, y los conocidos de menos confianza permanecían junto a la puerta, comentando las buenas cualidades de la difunta, cuando la llegada del pastor Hooper, siempre cubierto con su velo negro ~mblema apropiado para la ocasión- interrumpió la charla. El sacerdote entró en el cuarto donde estaba expuesto el cadáver y se inclinó sobre el ataúd para contemplar por vez postrera a su feligresa muerta. Al inclinarse, el velo quedó colgado verticalmente, de modo que, si aquellos ojos no hubieran estado cerrados para siempre, la doncella habría podido verle. ¿Sería el temor a su mirada lo que hiw que el pastor se apresurara a sujetarse el velo negro? Una persona que observaba la muda despedida entre la muerte y el viviente, no vaciló en afirmar que, durante el instante en que las facciones del sacerdote quedaron al descubierto, el cadáver se

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estremeció ligeramente haciendo crujir la mortaja y la toca de muselina, aunque el semblante retuvo la compostura de la muerte. Una vieja supersti­ciosa fue el único testigo de este prodigio. Enseguida, alejándose del féretro, el pastor Hooper pasó a la sala donde estaba reunido el duelo, y desde allí al rellaño superior de la escalera para dirigir la oración funebre. Si bien la oración fue tierna y conmovedora, infundía en medio del dolor esperanzas tan celestiales que, a través del triste acento del sacerdote, parecían oírse suavemente las notas de un arpa divina, pulsada por los dedos de la muerta. La gente temblaba, aunque apenas comprendía confusamente el sentido de la plegaria en que les decía que ellos, él mismo y todos los mortales, debían estar dispuestos, como lo había estado aquella doncella, para la hora terrible que les arrancaría el velo de la cara. Los portadores del féretro comenzaron a marchar lentamente seguidos del cortejo, entenebreciendo toda la calle, con la muerta ante ellos y detrás el sacérdote con el negro velo. '

-¿Por qué has vuelto la cabeza? --dijo uno de los de la procesión a su compañera. ¡ • ~

-Me pareció -replicó ésta-· que el ministro y el espíritu de la don­cella marchaban de la mano.

-La misma sensación he tenido yo -dijo el otro. Aquella misma noche se celebraba el matrimonio de la más bella pareja

de Milford. Aunque considerado un hómbre melancólico, el pastor Hooper solía mostrar en ocasiones semejantes una plácid~ alegría, que provocaba simpáticas sonrisas, pues un bullicioso regocijo se hubiera considerado in­conveniente. Entre todas las cualidades de su carácter, quizá fuera ésta la que le hacía más querido. Los invitados a la boda esperaban su llegada con impaciencia, confiando en que el extraño pavor que había inspirado durante todo el día se disiparía ahora. Pero no ocurrió así. Cuando apareció el pastor Hooper, lo primero que atrajo todas las miradas fue el mismo hórrido velo negro, que había hecho doblemente profunda la tristeza en el funeral, y que sólo algo aciago podría presagiar a los desposados. Tal impresión causó in­mediatamente en la concurrencia, que parecía como si una sombra se hubie­ra deslizado por debajo del negro crespón, disminuyendo la luz de las bujías. Los novios se pusieron de pie arite el ministro. Pero los dedos helados de la

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desposada temblaban en la trémula mano del novio, y su mortal palidez dio motivo a que los asistentes comentaran si la doncella enterrada pocas horas antes había salido de la tumba para casarse.· Si alguna vez se celebró boda tan lúgubre, fue, indudablemente, aquella otra famosa en que las campanas de la boda doblaron a muerto. Una vez terminada la ceremonia, el pastor Hooper levantó un vaso de vino a sus labios, brindando por la felicidad de los recién casados, en un arranque de buen humor que debiera de haber levantado como un rayo de sol el ánimo de sus invitados. Pero en el mismo instante, sorprendiendo en el espejo la imagen de su figura, el negro velo envolvió su propio espíritu en el mismo horror que consternaba a cuantos le contemplaban. Se estremeció convulsivamente, sus labios palidecieron, derramó en la alfombra el vino que no había probado y se hundió en las tinieblas. Porque sobre la tierra se extendía también un velo negro.

Al día siguiente apenas se hablaba en todo el pueblo de Milford de otra cosa que del velo negro del pastor Hooper. Éste y el misterio que tras él se ocultaba eran el tema de conversación entre los conocidos al encontrarse en la calle, y el de las comadres que se interpelaban de ventana a venta­na; lo primero que los taberneros contaban a sus parroquianos; la charla de los chiquillos camino de la escuela. Un picaruelo, aficionado a remedar a la gente, se cubrió la cara con un viejo pañuelo negro, aterrorizando de tal modo a sus compañeros, que el pánico se apoderó también de él y a poco pierde el juicio víctima de su propia travesura.

Resultaba sumamente extraño que entre tantas personas entremetidas e impertinentes como había en la parroquia, ninguna se atreviera a plan­tear la cuestión al pastor Hooper, que nadie se atreviera a preguntarle por qué hacía aquello. Hasta entonces, siempre que había habido motivo para cualquier intervención, nunca le faltaron consejeros, ni él se había mostrado renuente a dejarse guiar por otro criterio. Si erraba, se debía más bien a un exceso de desconfianza en sí mismo, e incluso la censura más leve solía in­ducirle a considerar como un crimen cualquier acto corriente de la vida cotidiana. Mas a pesar de estar bien enterados de esta afable disposición, ninguno de sus feligreses se decidía a hacer del velo.negro un motivo de amistosa reconvención. Prevalecía un sentimiento de ·temor, no confesado

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ni tampoco suficientemente disimulado, que hacía que cada cual tratara de evadir su responsabilidad. Al fin se decidió, como la medida más pruden­te, enviar a la iglesia una comisión que tratara con el pastor Hooper acerca de este misterio, antes de que el mismo se transformara en un escándalo.· Nun­ca embajada alguna desempeñó tan mal su cometido. El ministro les recibió con deferencia y cortesía, pero guardó silencio cuando los delegados tomaron asiento, dejándoles la tarea de plantear el dificil asunto que les traía. El tema, como puede suponerse, no era otro que el velo negro, ceñido alrededor de la frente del ministro, ocultándole las facciones, salvo la plácida boca, en la que de vez en cuando podía vislumbrarse el destello de una melancólica son­risa. Sin embargo, en la imaginación de los delegados, aquel pedazo de cres­pón parecía extender ante su alma el símbolo de un tenebroso secreto que venía a interponerse entre él y ellos. Si al menos hubiera sido posible apartar a un lado aquel velo, habrían podido hablar francamente, pero de ese modo resultaba imposible. Permanecieron sentados dejando pasar el tiempo, calla­dos, confusos, tratando de eludir los ojos del pastor Hooper que sentían fijos en ellos con una invisible mirada. Al cabo, los delegados regresaron avergon­zados junto a sus electores, declarando que el asunto era demasiado come prometido para que fuera posible abordarlo. Sólo podía hacerlo un consejo de las iglesias, en caso de que. no exigiera un sínodo general.

No obstante, había una persona en el pueblo a la que el velo negro no inspiraba el pavor que a todos los demás. Cuando los delegados regresaron sin ninguna explicación, e incluso sin haberse aventurado a pedirla, ella, con la tranquila energía de su carácter, decidió disipar la extraña nube. que parecía condensarse en torno del pastor Hooper, y que por momentos se volvía más densa. Era su futura esposa y tendría el privilegio de saber lo que el velo negro encubría. Durante la primera visita en que se vio a solas con él, abordó el asunto con tanta sencillez y franqueza que la explicación fue menos penosa para ambos. Una.vez que el ministro se hubo sentado, clavó los ojos resueltamente en el velo sin experimentar la espantosa tristeza que su contemplación infundía a la multitud: sólo se trataba de un crespón doble, colgando desde la frente a la boca, que oscilaba ligeramente al· compás de la respiración.

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-No -dijo en voz alta, sonriendo--; nada hay que cause espanto en ese pedazo de crespón, salvo que oculta un rostro que siempre he contem­plado con cariño. Vamos, amigo mío, deja que brille el sol a través de la nube. Primero, aparta a un lado el velo· negro; después, dime por qué te lo has puesto.

En los labios del pastor se dibujó una leve sonrisa. -Una hora llegará -dijo- en la que todos nosotros habremos de

retirar nuestros velos. No tomes a mal, querida amiga, si llevo este pedazo de crespón hasta entonces.

-Tus palabras son también un misterio -respondió la joven-. Al menos aparta el velo de ellas.

-Así lo haré, Isabel -dijo él-, por lo menos hasta donde me lo permita mi voto. Has de saber entonces que este velo es un emblema y un símbolo que he prometido llevar siempre, así a la luz del día como en la oscuridad de la noche; én la soledad y en presencia del mundo; igual ante extranjeros que entre mis amigos. Ningún ojo mortal lo verá apartarse. Esta lúgubre sombra debe separarme del mundo; ¡ni tú siquiera, Isabel, podrás jamás penetrarlo!

-¿Q¡é horrible desgracia te ha sucedido -preguntó ansiosamente la joven- para decidirte a condenar tus ojos a la sombra durante toda la vida?

-Si hemos de considerarlo como una señal de luto -replicó el pastor Hooper-, quizá yo, como la mayor parte de· los mortales, tenga penas lo bastante negras para que merezcan el símbolo de un velo negro.

-Pero ¿y si el mundo no quiere creer que sea éste el símbolo de una ingenua aflicción? -insistió Isabel-. Amado y respetado como eres, se dirá que ocultas el rostro bajo el remordimiento de un pecado. ¡En nombre de tu santo ministerio, no permitas este escándalo!

Y el rubor coloreó sus mejillas al insinuar la naturaleza de los rumores que corrían ya por el pueblo. Pero la mansedumbre del buen pastor no se alteró lo más mínimo. Incluso volvió a sonreír, con la misma sonrisa melan­cólica que siempre parecía emanar, como un destello de luz, de la oscuridad bajo su velo.

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-Si oculto mi cara a causa de algún dolor, ya es sobrado motivo -re­plicó simplemente-, y si la cubro a causa de un pecado, ¿qué mortal no haría otro tanto?

Y con esta dulce pero invencible obstinación, el sacerdote se resistió a todas las súplicas de la joven. Isabel guardó silencio. Durante algunos instantes permaneció como ensimismada en sus pensamientos, meditando quizá qué nuevos métodos emplear para librar a su amado de tan sombría extravagancia, la cual, aun en el caso de no tener otro significado, era, po­siblemente, un síntoma de debilidad mental. A pesar de su carácter, más firme que el del amigo, las lágrimas corrían por sus mejillas. Súbitamente, por decirlo así, un nuevo sentimiento reemplazó a su dolor; había clava­do distraídamente los ojos en el velo negro cuando, como si un repentino oscurecimiento se hubiese hecho en el ambiente, se sobrecogió de terror. Poniéndose en pie, se quedó allí, temblando ante él.

-¿Al fin tú" también lo sientes? -dijo tristemente el ministro. La joven no respondió, pero se cubrió los ojos con una mano y se

dirigió hacia la puerta. El sacerdote avanzó hacia ella y la tomó del brazo.

-¡Ten paciencia conmigo, Isabel! -exclamó apasionadamente-. No me abandones, aunque este velo deba aquí, en la tierra, interponerse entre nosotros. Sé mía y en adelante no encubrirá mi cara velo alguno, ¡no habrá ninguna oscuridad entre nuestras almas! ¡Oh, no sabes cuán solitario estoy, y lo espantoso que es encontrarse perdido detrás de este velo negro! ¡No me abandones en esta horrible oscuridad para siempre!

-Levanta el velo una sola vez y mírame a la cara -dijo Isabel. -¡Nunca! ¡Es imposible! -replicó el pastor. -Entonces, ¡adiós! -exclamó su prometida; Retiró el brazo que él tenía sujeto y se alejó .lentamente, deteniéndo­

se en la puerta para dirigirle una larga e"intensa mirada, que parecía penetrar en el misterio del velo negro. Transido de pena, el pastor sonreía; meditaba que tan sólo un emblema material le separaba de la felicidad, aunque los horrores a que ello diera pábulo existieran más sombríos, en realidad, entre los más tiernos amantes.

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En adelante, no se hicieron otras tentativas para hacer desaparecer el velo negro del pastor Hooper, ni para tratar directamente de descubrir el secreto que se suponía ocultaba. Aquellos que presumían de no compartir los prejuicios del pueblo, juzgaban que rio se trataba más que de un capri­cho excéntrico, semejante a los que suelen intervenir en Jos actos sensatos de ciertos hombres -en ·otros aspectos enteramente racionales-, pero que contaminaba a todos con su apariencia de locura. A los ojos del vulgo, el buen Hooper era irremediablemente un espantajo. No podía andar por la calle con tranquilidad, sabedor de que las gentes honradas, más bené­volas y tímidas, se apartarían a un lado para evitarle, y que las groseras e imprudentes, dándoselas de atrevidas, se interpondrían en su camino. La impertinencia de.estas últimas le obligó a suspender su paseo habitual ca­mino del camposanto, al ponerse el sol; pues cuando se apoyaba pensativo contra la puerta del cementerio, aparecían, por detrás de las lápidas sepul­crales, caras curiosas que contemplaban -a hurtadillas el velo negro. Corrió la fábula por el pueblo de que la mirada fija de los muertos le alejaba del lugar. Su corazón bondadoso se desgarraba de pena al observar cómo los niños huían de él, interrumpiendo sus juegos más alegres en cuanto divi­saban su figura melancólica a lo lejos. Este instintivo temor de los peque­ñuelos le hacía sentir más intensamente que cualquier otra cosa el horror preternatural entrelazado en los hilos de su negro crespón. Nadie ignora­ba su propia antipatía al velo negro; ésta era tan grande que nunca pasaba voluntariamente delante de un espejo, ni se detenía a beber en ningún ma­nantial cristalino, por temor de que, al ver su imagen reflejada en el fondo transparente, se sintiera espantado de sí mismo. Y en esto era en lo que se fundaban los difamadores para. asegurar que algún crimen tan espantoso que no podía ocultarlo, ni declararlo mas que indirecta y veladamente, atormentaba la conciencia del pastor. Así, bajo el negro velo flotaba hacia la luz una nube, una incertidumbre de pecado o dolor, que envolvía al pobre sacerdote de tal modo. que le distanciaba del amor y la simpatía. Se decía que sombra y demonio se confabulaban con él. Mientras tanto, el pastor, con estremecimientos internos, rodeado de terrores, andaba continuamente en la oscuridad, a tientas en su propia alma, o mirando a través de un medio

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que sobrecogía a todos. Las gentes, incluso pensaban que hasta el viento rebelde respetaba su terrible secreto y nunca apartaba a un lado aquel velo. Pero, a pesar de todo, el buen pastor Hooper sonreía tristemente a los pá­lidos semblantes terrenales que cruzaban ante él.

Entre todas sus malas influencias, el velo negro poseía un único efec­to favorable: el de aumentar el prestigio del sacerdote. Con la ayuda del misterioso emblema -pues no había otra causa aparente-'- adquirió un inmenso poder sobre las almas que agonizaban en el pecado. Los conversos le miraban aterrorizados; afirmando que habían estado con él detrás del velo negro, aunque tan sólo fuera simbólicamente. En verdad, la gran tristeza que embargaba su alma le hacía fácil simpatizar con los sentimientos som­bríos. Los pecadores moribundos llamaban a gritos al pastor Hooper, y no podían desprenderse de la vida hasta que él aparecía, aun cuando siempre, al acercárseles para murmurar los consuelos de rigor, todos se estremecie­ran sintiendo la velada faz tan cerca de la suya. ¡Tales eran los terrores que inspiraba el velo negro, incluso cuando la muerte había ya· desvelado su semblante! Desde tierras lejanas venían forasteros para asistir al servicio en su iglesia, y ello, con el solo propósito de contemplar su figura, ya que les estaba vedado contemplar su faz. Pero ¡eran pocos los que partían sin haber temblado! Una vez, durante la Administración del gobernador Belcher, se encomendó al pastor Hooper el sermón de la elección. Cubierto con su negro velo, en pie ante el primer magistrado, el consejo y los representantes, causó una impresión tan profunda, que las medidas legislativas de aquel año se caracterizaron por la lobreguez y la piedad de nuestro ancestral influjo.

Así; irreprochable en los actos eXteriores y, sin embargo, envuelta en sospechas tenebrosas, fue transcurriendo la larga vida del pastor Hooper; bueno y amante pero por nadie amado, y oscuramente temido; un hombre aparte de los hombres, ignorado por ellos en medio de su salud y alegría; pero siempre solicitado en la hora de la angustia mortal. A medida que pasaban los años, derramando sus nieves sobre el velo negro, su nombre se hacía famoso en todas las iglesias de Nueva Inglaterra y todos le llamaban padre Hooper. La mayoría de sus feligreses, de edad madura cuando él se estableció, habían ido desapareciendo en sucesivos funerales. Tenía una

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congregación en la iglesia y otra más numerosa en el cementerio; y habien­do trabajado tanto tiempo en la sombra y-cumplido tan bien su tarea, era llegada la hora para el buen padre Hooper de descansar también él bajo la tierra.

En la cámara mortuoria del anciano sacerdote, a la triste luz de la lám­para, atenuada por una pantalla, podían distinguirse las figuras de varias personas. No tenía familia alguna; pero allí estaba el doctor, decorosamente grave, impasible, tratando solamente de mitigar los últimos tormentos del paciente, al que no podía salvar. Allí se encontraban los diáconos y otros miembros de su iglesia, famosos por su piedad. Allí estaba también el re­verendo Clark, de Westbury, un joven y celoso ministro que había acudido solícito a rezar junto al lecho del sacerdote moribundo. Allí se encontraba la enfermera, no una mercenaria asistente de la muerte, sino alguien cuyo profundo afecto había perdurado en la soledad y el secreto, a través de los años, y que perduraría hasta la hora de la muerte. ¡Qyién sino Isabel! Y allí, reclinada en la almohada, yacía la cabeza blanca del buen padre Hoo­per, con el negro velo todavía ceñido a la frente y cubriéndole la cara. Los estertores cada vez más angustiosos, de la débil respiración, removían su cuerpo. Durante toda la vída aquel pedazo de crespón se había interpuesto entre él y el mundo; le había mantenido aislado de la dulce fraternidad y

· del amor de las mujeres, confinándole en la más triste de todas las prisio­nes: su propio corazón; y allí permanecía todavía sobre su rostro, haciendo más profunda la tristeza de la oscura alcoba, ensombreciendo la luz de la eternidad.

Últimamente su alma había estado confusa, agitándose vacilante entre el pasado y el presente, ansiosa de alzar el vuelo, como si se hallara ya en el umbral del otro mundo. Había pasado por períodos febriles, que le hacían revolverse de un lado a otro, agotando la poca energía que le restaba. Pero en medio de los esfuerzos más convulsos y en los mayores extravíos de la mente, cuando todo pensamiento había perdido coherencia, él todavía mostraba un afán inconcebible porque el velo no se apartara de su rostro. Y aunque su alma, atormentada por la duda, pudiera olvidarlo, allí, junto a su cabecera, había una mujer leal que hubiera querido recorrer con- ojos

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ansiosos aquella marchita faz, contemplada por última vez en el apogeo de la edad viril. Al fin, el moribundo anciano quedó inmóvil en el letargo de un agotamiento mental y corporal, con el pulso imperceptible y la respiración cada vez más débil. De cuando en cuando una aspiración irregular, larga y profunda, denunciaba la lucha de su espíritu.

El ministro de Westbury se acercó presuroso al lecho. -Venerable padre Hooper -dijo-, se aproxima la hora de vuestra

liberación. ¿Estáis dispuesto para el momento en que se alce el velo que impide el paso a la eternidad?

El padre Hooper replicó simplemente con un débil movinúento de ca­beza; después, quizá temeroso de que su voluntad se interpretara mal, hizo un esfuerzo para hablar.

-Sí -dijo con voz desfalleciente-, mi alma espera impaciente que el velo se levante.

-¿Y encontráis justo -resumió el reverendo Clark- que un hombre tan entregado a la oración, cuya existencia ha sido ejemplar, pura en he­chos y en pensamiento, al menos hasta donde llega el juicio mortal; juzgáis propio de un padre de la Iglesia pueda dejar la sospecha de una mancha en su memoria? ¡Os ruego, mi venerable hermano, que no dejéis que tal cosa suceda! Permitid que nos regocijemos ante la vista de vuestro bienaventu­rado semblante cuando os vayáis de esta tierra a recibir la bienaventuranza eterna. ¡Antes de que se alce el velo de la eternidad permitid que apartemos de vuestro rostro este velo negro!

Y. así diciendo, el reverendo Clark se inclinó hacia delante para dejar al descubierto el misterio de tantos años. Mostrando una repentina energía, que dejó sobrecogidos a todos los presentes, el padre Hooper sacó violenta­mente las manos de entre las ropas del lecho y apretó con ellas desesperada y convulsamente el negro velo contra su rostro, presto a defenderse si el ministro de Westbury se decidía a luchar con un moribundo.

-¡Jamás! -gritó el velado sacerdote-. ¡En la tierra, jamás! -¡Anciano enigmático! -exclamó aterrorizado el ministro-, ¿con

qué horrible crimen sobre vuestra alma vais a presentaros ante el Supremo Juez?

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La respiración del moribundo se volvió rápida; sonaba macabramente en la garganta como una matraca. Con un esfuerzo sobrehumano, incorporándose en el lecho, el pastor se asió de nuevo a la vida, reteniéndola hasta que pudo hablar. Y allí permaneció sentado, temblando entre los brazos de la muerte, con el negro velo ante sí, más horripilante que nunca en aquellos últimos momen­tos, bajo el peso de los terrores acumulados en toda una vida, esbozando siempre una suave y melancólica sonrisa que parecía resplandecer desde el fondo de la oscuridad y dilatarse en los labios del padre Hooper.

-¿Por qué sólo yo os hago temblar? -gritó volviendo su velada faz al­rededor del círculo de los rostros que le contemplaban-. ¡Temblad también el uno del otro! ¡Me han evitado los hombres y no han tenido piedad de mí las mujeres, y los niños al verme han huido y gritado sólo por mi velo negro! ¿Qyé, sino el misterio que éste oscuramente simboliza, ha hecho de semejante trozo de crespón algo tan terrible? Cuando el amigo muestre a su amigo, y el amante a su bien amada, lo más recóndito de su corazón; cuan­do el hombre no se esconda vanamente del ojo de su Creador, guardando celosamente el secreto de sus pecados ¡entonces, consideradme un monstruo por el símbolo bajo el cual he vivido y muerto! Miro a mi alrededor y ¡ved, en todos los rostros hay un velo negro!

Mientras sus oyentes se apartaban espantados unos de otros, el padre Hooper se desplomaba sobre la almohada: un rostro oculto con una ligera sonrisa esculpida en los labios. Todavía velado fue depositado en el ataúd, y un velado cadáver bajaron a la tierra.

Muchos años ha brotado y se ha marchitado la hierba sobre la sepultura; cubre el musgo la lápida, el rostro del buen pastor Hooper no es ya sino polvo; pero ¡todavía causa espanto la idea de que sigue desmoronándose bajo el velo negro!

Traducción revisada por julio Torri

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EoGARD ALLAN PoE

Nació en Boston, Estados Unidos, en 1809; murió en Baltimore en 1849. Gran cuentista, también puede decirse que inventó el género policial y renovó el género fantástico. Huérfano, fue adoptado por un Mr. Allan, de · Richmond, quien lo llevó en 1815 a Inglaterra, donde permaneció cinco años, recibiendo una educación esmerada que luego, a su regreso a Estados Unidos, continuó durante algún tiempo en la universidad de Virginia. En 1827 publicó su primer libro: Tamerlane and other Poems. En 1829 ingresó en la Acádemia Militár de West Point, de la que fue expulsado en 1831 por su intemperancia. En 1833 ganó un doble concurso literario: de poesía, con el poema The Coliseum; de cuentos, con el·titulado A Manuscript found in a Bottle. En 1834, habiendo muerto Mr. Allan sin dejarle nada, tuvo que dedicarse profesionalmente a la literatura, comenzando a colaborar en varias publicaciones periódicas. En 1836 se casó con su prima Virginia Clemm, cuya muerte en 1847 fue para él un terrible choque, que le empujó de nuevo a la bebida. Las complicaciones de un acceso de ebriedad durante una visita ocasional a Baltimore, dos años más tarde, fueron causa de su muerte .en el hospital. Obras poéticas: Al aaraj Tamerlane ánd Minor Poems (1829); Poems (1831); The Raven, and other Poems (1845); Eureka, a prosa Poem (1848). Obras en pi'Osa: Narrative ifArthur Gordon Pym (1838); Tales if the Grotesque and the Arabesque (1839); Murders in the Rue Morgue (1841); The Gold Bug (premio en el concurso para cuentos del Do/lar Newspa­per}, (1843); The Balloon Hoax (1844); Tales (1845). En la recopilación pós­tuma de sus obras (la primera por R. W. Griswold en 1850) figuran además varios ensayos y numerosos artículos y notas críticas.

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LA CARTA ROBADA

Ni/ sapientiae odiosius acumine nimio.

En un desapacible anochecer del otoño de 18 .. , me hallaba en París, · gozando de la doble fruición de la meditación taciturna y del nebuloso tabaco, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su biblioteca, au troisieme, No 33, Rue Dunót, Faubourg S t. Germain. Hacía lo menos una hora que no pronunciábamos una palabra; parecíamos lánguidamente ocupados en los remolinos de humo que empañaban el aire. Yo, sin embargo, estaba recordando ciertos problemas que habíamos discutido esa tarde; hablo del doble asesinato de la Rue Morgue y de la desaparición de Marie Roget. Por eso me pareció una coincidenGia que apareciera en la puerta de la biblioteca monsieur G., prefecto de la policía de París.

Le dimos una bienvenida sincera, porque el hombre era casi tan diver­tido como despreciable, y hacía varios años que no lo veíamos. Estábamos a oscuras cuando entró y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara, pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G. dijo que había venido a consultarnos o, más bien, a consultar a Dupin sobre un asunto oficial que les daba mucho trabajo.

-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, abstenién­dose de dar fuego a la mecha-, lo examinaremos mejor en la oscuridad.

Ésa es otra de sus ideas raras -dijo el prefecto, que llamaba raro a todo lo que no comprendía, y vivía, por consiguiente, entre una legión de rarezas.

-Es la verdad -respondió Dupin, ofreciéndole un sillón y una p!pa.

-¿Cuál es el problema? -interrogué-. ¿Otro asesinato?

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-No, nada de eso. El asunto es muy simple y no dudo que lo resolverán mis agentes; pero he pensado que a Dupin le gustaría oír los detalles. Son muy extraños ..

-Extraños y simples -dijo Dupin. -Y bien, sí. El problema es simple y, sm embargo, nos descon-

cierta. -Q],Jizá es precisamente la simplicidad lo que los desconcierta. -QJ,¡é desatinos dice usted -·-.respondió el prefecto, riendo efusiva-

mente. -QJ,¡izá el misterio es demasiado simple -dijo Dupin. -Y ¿cuál es, por fin, el.misterio? -le pregunté. -Se lo diré a ustedes -contestó el prefecto--. Se lo diré en muy pocas

palabras; pero antes de empezar, les advertiré que este asunto exige la mayor reserva y que perdería mi puesto si llegara a saberse que lo he divulgado.

-Prosiga -dije. -0 no prosiga -dijo Dupin. -Un alto funcionario me ha comunicado que un documento de la

mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; lo vieron cometer el hecho. El documento sigue en su poder.·

-¿Cómo lo saben? -interrogó Dupin. -Lo sabemos -contestó el prefecto-- por el carácter del documento

y por el hecho de no haberse ya producido ciertos resultados que surgirían si el.documento no estuviera en poder del ladrón.

-Sea usted un poco más explícito -dije. -Bien, me atreveré a decir que ese documento otorga a su poseedor un

determinado poder en un determinado sector donde ese poder es in calcula­blemente valioso--. El prefecto era aficionado a la jerga de la diplomacia.

-No acabo de entender -dijo Dupin. -¿Nó? Bueno. La exhibición del documento a una tercera persona,

que me está vedado nombrar, afectará el honor de una persona de la más encumbrada categoría. El honor y la libertad de esta última quedan, pues, a la merced del ladrón. -"

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-Para ese chantaje -observé-. es imprescindible que el dueño conoz-ca el nombre del ladrón. Q,¡ién se atrevería... • _

-El ladrón -dijo el prefecto-- es el ministro D., que se atreve a todo. El robo no fue menos ingenioso que audaz. El documento -una carta, para ser fraileo-- fue recibido por la víctima del posible chantaje, mientras esta­ba sola en la habitación real. Casi inmediatamente después entra una segun­da persona, de quien deseaba especialmente ocultar la carta. Apenas tuvo tiempo para dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección quedaba a la vista. En este momento entra el ministro D. Percibe inmedia­tamente el papel, reconoce la letra, observa la confusión de la persona a quien ha sido dirigida y adivina el secreto. Después de tratar algunas cues­tiones, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, finge leerla y la coloca encima de la primera. Sigue conversando, casi durante un cuarto de hora, sobre negocios públicos. Al marcharse, toma de la mesa la carta que no le perteneda. El dueño legítimo lo vio pero, como se comprende, no se atrevió a decir nada en presencia del tercer personaje. El ministro se fue, dejan­do la carta suya, que no era de importancia, sobre la mesa.

-He aquí -me dijo Dupin-lo que usted requería: el ladrón sabe que el dueño sabe quién es el ladrón.

-Sí -replicó el prefecto--, y el ladrón ha abusado de ese poder en los últimos meses. La persona robada se convence cada día más de la necesidad de recuperar 13. carta. Pero esto, como usted comprenderá, no puede hacerse abiertamente. Al fin, desesperada, me ha encomendado el asunto.

-Y ¿quién puede desear '---dijo Dupin, arrojando una bocanada de humo--, o siquiera imaginar, un agente más sagaz que usted?

-Usted me colma -respondió el prefecto-, pero entiendo que mu­chos opinan así.

-Es evidente -dije- que la carta sigue en posesión del ministro: en esa posesión está su poder. Vendida la carta, el poder termina.

·-Es verdad -dijo G-. De acuerdo a esa convicción he obrado. Lo primero que hice ·fue ordenar una busca minuciosa en la casa del ministro; la dificultad consistía en que él no se enterara. Me han advertido que cualquier sospecha puede ser peligrosa.

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-Pero -dije- usted es un especialista en esas tareas. No es la primera vez que la policía de París acomete empresas análogas. ·

-· Ya lo creo, y por eso no he desesperado. Además, las costumbres del ministro facilitaron las cosas. Es muy común que falte de su casa toda la noche. Tiene pocos sirvientes. Duermen lejos de las piezas de su patrón y, como son· napolitanos, es fácil embriagarlos. Como usted sabe, tengo llaves que pueden abrir todos los gabinetes de París. Hace tres meses que no he dejado pasar una noche sin dirigir personalmente el examen ~e la casa de D. Mi honor está empeñado y, para revelar un gran secreto, la recompen­'sa es enorme. ~o abandonaré la partida hasta convencerme de que el ladrón es todavía más astuto que yo. Creo haber examinado todos los rincones y todos los escondrijos en los que puede estar oculto el papel.

-Pero ¿no es posible -exclamé- que la carta siga en poder del mi­nistro, y que éste no la guarde en su propia casa?

-Es apenas posible -dijo Dupin-.. El estado actual de los asuntos de la corte y especialmente de esas intrigas en las que D. está envuelto, hacen que la inmediata accesibilidad del documento sea no menos importan-te que su posesión. "'· ·

-Cierto -observé-. El documento no puede estar escondido muy lejos; sin embargo, excluyo la posibilidad de que el ministro lo lleve cons1go.

-Desde luego --dijo el prefecto-. Ha sido atacado dos veces por salteadores falsos, y rigurosamente registrado bajo mi vista.

-Usted podía haberse ahorrado ese trabajo -dijo Dupin-. Presumo que D. no es un insensato. Tiene que haber previsto esa táctica ..

-.-No será un insensato -dijo el prefecto-,-. Pero es un poeta, lo que no es muy distinto. ,

-Cierto -dijo Dupin-, aunque yo mismo'haya cometido algunas nmas.

-Refiéranos los detalles de la investigación -propuse yo. -He aquí los hechos: tomábamos nuestro tiempo y buscábamos por

todas partes. Tengo mucha experiencia en estos asuntos. Recorrimos el edi­ficio, cuarto por cuarto, dedicando una noche entera a cada uno. Examiná-

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bamos primero los muebles. Abríamos todos los cajones. Supongo que usted sabe que para nosotros no hay cajones secretos. Sólo un imbécil puede no descubrir un cajón secreto. El asunto es muy simple. Cada escritorio tiene una capacidad determinada, fácil de calcular. Hay normas muy precisas. No se nos escapa una línea. Después, tomamos las sillas. Investigamos los almohadones con esas largas agujas que ustedes me han visto emplear. Desarmábamos las mesas.

-¿Por qué? -A veces, la persona que desea ocultar un objeto levanta una de las

tablas de la mesa, hace una cavidad en lo alto de la pata, deposita adentro el objeto y repone la tabla. Suele hacerse lo mismo con las perillas de las camas.

-Pero ¿no suenan a hueco esos muebles? -pregunté. -De ningún modo, si la cavidad se rellena con algodón. Además, te-

níamos que trabajar sin hacer ruido. -Pero ustedes no pueden haber desarmado todos los muebles. Con una

carta puede hacerse un delgado cilindro en espiral, una especie de aguja, que puede introducirse en el travesaño de una silla. ¿Ustedes no desarmaron todas las sillas?

-Claro que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla, y todas las junturas, con un poderoso microscopio. Hubiéramos notado inmediatamente cualquier reajuste. Una partícula de aserrín hubiera sido tan visible como una manzana.

-Supongo que ustedes registraron cada espejo, entre el cristal y el mar­co, y las camas y la ropa de cama, y también las cortinas y las alfombras.

-Por supuesto; y cuando acabamos con los muebles, registramos el edificio. Dividimos toda la superficie en compartimientos, que numeramos, para evitar omisiones. Después registramos el terreno y las dos casas con­tiguas, con el microscopio, como siempre.

-¡Las dos casas contiguas! -exclamé-. Ustedes han trabajado mu­chísimo ..

-Muchísimo; pero la recompensa que ofrecen es prodigiosa. -¿Examinaron también el terreno de las casas?

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-Todo el terreno está enladrillado; nos dio poco trabajo. Examinamos las junturas de los ladrillos y estaban intactas.

-¿Examinaron los papeles del ministro y todos los volúmenes de la biblioteca?

-Por cierto; abrimos todos los paquetes y legajos; no sólo abrimos todos los libros: los examinamos hoja por hoja. Medimos también el es­pesor de cada encuadernación, con la más cuidadosa exactitud, empleando siempre el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada para ocultar la carta, lo habríamos notado inmediatamente.

-¿Registraron el suelo, bajo las alfombras? -Removimos todas las alfombras y revisamos los bordes con el mi-

croscopiO. -¿Y el empapelado? -También. -¿Registraron los sótanos? -Sí. -Entonces -dije- ustedes se han equivocado, y la carta no está en

la casa del ministro. -Temo que tenga usted razón -dijo el prefecto-. Y ahora, Dupin,

¿qué me aconseja?· -Volver a revisar la casa del ministro. -Es absolutamente innecesario -respondió G.- Estoy seguro de que

la carta no está en el hotel. -Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Tendrá us­

ted, como es natural, una precisa descripción de la carta. -Ya lo creo. El prefecto sacó la cartera y nos leyó en voz alta una descripción de la

carta robada. Poco después se fue, abatidísimo. Al mes siguiente volvió a visitarnos, casi a la misma hora. Tomó una

pipa, se dejó caer en un sillón y cuidadosamente habló de cosas banales. Por último, le dije:

-Y bien, G., ¿qué hay de la carta robada? ¿Se ha convencido usted de que es imposible sorprender al ministro?

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-Qge el diablo se lo lleve: así es. Segilí el consejo de Dupin, revisé la casa, pero todo fue inútil.

-¿A cuánto asciende la recompensa? -preguntó Dupin. -A una gran cantidad. A una suma muy importante. No quiero decir

. cuánto precisamente, pero diré una cosa: estoy listo a firmar un cheque por cincuenta mil francos a quien me dé la carta.

-En tal caso -dijo Dupin, abriendo un cajón y sacando un libro de cheques-·· , hágame un cheque por la cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

Qgedé atónito. El prefecto, durante algunos minutos, permaneció en silencio e inmóvil, mirando fascinado a Dupin. Después, como volviendo en sí, tomó temblorosamente una pluma, llenó el cheque y lo entregó a Dupin. Éste lo examinó sin prisa, y lo depositó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la puso en manos de G. Éste se abalanzó sobre ella con éxtasis, la abrió, la contempló largamente y, sin una palabra, sin un saludo, salió del cuarto y de la casa, transfigurado.

Cuando nos quedamos solos, mi amigo entró en explicaciones. -La policía de París _¿ijo-- es muy eficaz. Es perseverante, ingeniosa

y muy versada en los conocimientos que sus tareas exigen. Así, cuando G. nos detalló su modo de registrar la casa del ministro, no puse en duda la perfección de ese trabajo, dentro de sus limitaciones.

-¿Dentro de sus limitaciones? -Sí -dijo Dupin-. Las disposiciones adoptadas eran las mejores; su

ejecución, perfecta. Si la carta hubiera estado al alcance de la búsqueda, los agentes la habrían descubierto.

Me sonreí; pero mi amigo prosiguió con evidente seriedad. -Las disposiciones y la ejecución eran perfectas; pero no eran apli­

cables ni al caso ni al hombre. Una serie de recursos muy ingeniosos, son para G. una especie de lecho de Procusto, que deforma todos sus planes. Continuamente se equivoca por exceso de profundidad o de superficiali­dad, y muchos escolares razonan mejor que él. Me acuerdo de uno, de ocho o nueve años, cuyo éxito en el juego de pares e impares provocaba unánime asombro. Este juego es muy simple; se juega con bolitas. Un jugador tiene

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en la mano unas cuantas bolitas y pregunta al otro si el número es par o impar. Si éste adivina, gana una bolita; si no, pierde una. El niño de que hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Tenía, por supuesto, un pro­cedimiento: se fundaba en la observación de la mayor o menor astucia de los contrarios. Por ejemplo, el contrario es un imbécil. Levanta la mano y pregunta: ¿Son pares o impares? El niño dice impares y pierde, pero gana la segunda vez, porque reflexiona: en la primera jugada el tonto puso un número par y su pobre astucia apenas le alcanza para poner impares en la segunda; apostaré a que son impares. Apuesta y gana. Con -un adversario algo menos tonto, hubiera razonado así: éste, para la segunda jugada, se propondrá una mera variación de pares a impares, pero enseguida pensará que esta variación es demasiado evidente y, finalmente, se resolverá a re­petir un número impar; apostaré a impar. Apuesta y gana. Ahora, ¿en qué consistía el procedimiento de este niño a quien llamaban afortunado los éompañeros?

-Consistía --dije-- en la identificación de su inteligencia con la del contrario.

-Así es --dijo Dupin-, y cuando le pregunté cómo lograba esa iden­tificación, me respondió: cuando quiero saber lo inteligente, lo estúpido, h bueno, lo malo que es alguien, o en qué está pensando, trato de que la expresión de mi cara se parezca a la suya y luego observo los pensamientos y sentimientos que surgen en mí. Esta contestación del niño contiene toda la sabiduría que se atribuyen La Rochefoucauld, La Bruyere, Maquiavelo, Campanella.

-Y esa identificación --dije-- depende, si no me engaño, de la preci­sión con que se adivina la inteligencia de otro.

-En efecto --dijo Dupin-.• , G. y sus hombres fracasan porque nun­ca toman en cuenta el tipo de inteligencia del adversario; se atienen a su propia inteligencia, a su propia astucia; cuando buscan un objeto escon­dido, se guían fatalmente por los medios que ellos -habrían empleado para esconderlo. En general no se equivocan; su astucia es la del vulgo. Pero cuando la astucia del delincuente difiere de la de ellos, éste, por supuesto, los derrota. Así ocurre cuando esa astucia excede a la de ellos y, a veces,

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cuando es inferior. Sus principios de investigación no varían; cuando es extraordinario el estímulo, cuando les ofrecen una gran recompensa, exa­geran las prácticas habituales, sin modificar los principios. Por ejemplo, en el caso del ministro, ¿qué variación ensayaron? Este escrutinio numerado, clasificado y microscópico ¿qué es sino la exageración del principio o serie de principios de busca, que siempre ha ejercido el prefecto, en la larga rutina de su deber? Ha postulado que, ante el problema de esconder una carta, todos los hombres recurren, si no precisamente a una cavidad hecha por un taladro, a un subterfugio análogo. Ahora bien, los escondrijos de ese tipo corresponden a ocasiones comunes y a inteligencias comunes; pues, en todos los casos de ocultación de un objeto, los pesquisantes presumen que ha sido escondido de esta manera, y el descubrimiento depende, no de la perspicacia, sino del mero cuidado, paciencia y perseverancia; y cuando el caso es importante -o lo que significa lo mismo para la policía, cuando la recompensa es considerable-, siempre se descubre el objeto. Por eso dij~ que si hubieran escondido la carta.en el sector previsto por la investigación del prefecto -vale decir, si el método seguido en la ocultación hubiera sido el método seguido en la pesquisa-, el descubrimiento habría sido inevitable. El prefecto, sin embargo, ha sido burlado; y la causa remota de su fracaso es la suposición de que el ministro es un imbécil, porque ha logrado fama de poeta. Todos los imbéciles son poetas; así lo siente el prefecto e incurre en una non distributio medii al inferir que todos los poetas son imbéciles.

-Pero ¿se trata del poeta? -pregunté-. Son dos hermanos, ambos de renombre en las letras. Entiendo que el ministro ha escrito sobre el cálculo diferencial. Es matemático, no poeta.

-Usted se equivoca. Lo conozco bien: es ambas cosas. Como poeta y matemático habría razonado bien. Como simple matemático no habría razonado, y estaría a la merced del prefecto.

-Esas opiniones -le dije- contradicen la experiencia del mundo. Siempre se ha pensado que la razón matemática es la razón por excelencia.

-JI y a ii parier --dijo Dupin, citando a Chambort- que toute idée publique, toute convention re¡ué est une sottise, car elle a convenu au plus grand

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nombre. Concedo que los matemáticos han hecho ·todo lo posible para divulgar ese error. Con un arte digno de mejor causa, han introducido el término análisis en el álgebra. En este caso particular, los responsables so­mos los franceses; pero si las palabras tienen alguna importancia, si el uso les da algún valor, análisis tiene tanto que ver con álgebra como, en latín, ambitus con ambición, religio con religión, homines honesti con un conjunto de hombres honestos.

-Usted va a tener una polémica --dije-- con todos los algebristas de París, pero continúe.

-Niego la validez y, por consiguiente, el valor de una razón que se cultiva de una manera que no sea la abstractamente lógica. Las ma­temáticas son la ciencia de la forma y de la cantidad; el razonamiento matemático no es otra cosa que la lógica aplicada a la observación de la forma y de la cantidad. El error consiste en suponer que las verdades de lo que llamamos álgebra pura, son verdades abstractas o generales. Y este error es tan evidente que me asombra la unanimidad con que ha sido aceptado. Los axiomas matemáticos no son axiomas· de verdad general. Lo que es verdad respecto a las relaciones de forma y cantidad suele ser falso respecto a la ética, por ejemplo. En esta última ciencia es generalmente incierto que la suma de las partes sea igual al todo. En química, el axioma falla también. Falla en la consideración de motivos; pues dos motivos, cada uno de un valor dado, no tienen necesariamente, cuando se los une, un va e lor igual a la suma de sus valores individuales. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son verdades dentro de los límites de la relación. Pero el matemático infiere, de sus verdades finitas, todo un sistema de rae zonarnientos, como si esas verdades fueran de aplicabilidad general, según la opinión de la gente. Bryant, en su muy erudita Mitología, menCÍona una equivocación análoga cuando dice que "aunque las fábulas paganas no son· creídas, lo olvidamos continuamente y sacamos conclusiones de ellas". Los algebristas, todavía más equivocados, creen en sus fábulas paganas y sacan conclusiones, no tanto por un defecto de su memoria, como por inexpli· cable confusión mental. En una palabra, no he conocido un algebrista que pudiera alejarse sin riesgo del mundo de las ecuaciones o que no profesara

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el clandestino artículo de fe de que (a + b)2 es incondicionalmente igual a a2 + 2 a b· + b2. Diga usted a uno de esos caballeros que, en ciertas ocasiones (a+ b)2, puede no equivaler estrictamente a a2 + 2 a b + bl, y antes de acabar su explicación eche a correr para que no lo destroce.

O.,.iero decir -prosiguió Dupin- que si el ministro hubiera sido un simple matemático, el prefecto no me habría entregado este cheque. Yo sabía, sin embargo, que era matemático y poeta, y me atuve a esa doble capacidad. Lo conocía como cortesano, también, y como un audaz intri­gan!. Un hombre así, pensé, no podía ignorar los métodos habituales de la policía. No podía no prever los atracos a que sería sometido. Tiene que haber previsto, reflexioné, los secretos exámenes de su casa. Comprendí que sus frecuentes ausencias eran deliberadas: el propósito era facilitar los registros, convencer a la policía de que la carta no se hallaba en su casa. Comprendí que D. había seguido un razonamiento análogo al mío sobre los invariables principios de la policía para buscar objetos ocultos. Ese razonamiento le haría desdeñar todos los escondrijos posibles. No podía ignorar que los rincones más intrincados y remotos serían evidentes a los ojos, a las sondas, a los barrenos y a los microscopios del prefecto. Vi que · la necesidad y la reflexión le aconsejarían el empleo de un recurso muy simple. .

Hay un juego de niños -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Un jugador pide a otro que encuentre una palabra determinada -el nombre de una ciudad, de un río, de un estado o imperio-, una de las palabras, en fin, que registra la abigarrada y confusa superficie del mapa. El novicio trata de confundir a su adversario eligiendo nombres impresos en letra diminuta. Pero los expertos eligen palabras impresas en enormes letras. Éstas, de tan· evidentes que son, resultan imperceptibles. Tal vez, ante el problema de la ocultación de la carta, el ministro había seguido un criterio análogo .

. Una·mañana ine puse unos anteojos ahumados y me presenté en ca­sa del ministro. Lo encontré bostezando, haraganeando y fingiendo tedio. Es, quizá, el hombre más enérgico de París, pero sólo cuando nadie lo ve.

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Para no ser menos,' me' quejé , de la debilidad de mi vista y deploré la necesidad de usar anteojos. Mientras tanto, examiné cautelosamente la pieza.' • , ,

Examiné con atención especial una gran mesa de trabajo en la que ha­bía unas cartas, unos papeles, uno o dos instrumentos musicales y algunos libros. Ahí, sin embargo, nada suscitó mis sospechas.

Mis ojos, ya recorrido todo el cuarto, dieron con una' miserable trujetera de cartón, que.pendía de una cinta azul, sobre la chimenea. En esa trujete­ra, que tenía tres o cuatro compartimientos, había unas cuantas trujetas de visita y una sola carta. Esta última estaba arrugada y manchada; Estaba casi partida en dos, por la mitad; como si alguien hubiera querido romperla y luego hubiera cambiado de propósito. Tenía un gran sello negro, con el membrete de D. muy visible, y estaba dirigida, con diminuta letra de mujer, al mismo D. Estaba metida de un modo negligente, casi desdeñoso, en uno de los compartimientos superiores. Apenas miré esta carta comprendí que era la que buscábamos. Es verdad que difería. totalmente de la que había descrito el prefecto. El sello no era ni pequeño iü rojo, ni ostentaba l:is armas de la familia de S.: era grande y negro, con el membrete de los D. El sobre estaba dirigido al ministro, con diminuta letra de mujer; el de la carta original, esta­ba dirigido a una·persona de la casa reinante, con ostentosa letra de hombre; sólo coincidía el tamaño del sobre. Pero •lo simétrico de: esas diferencias, que era excesivo; las manchas, lo· roto y sucio del papel, tan incompatibles con las costumbres metódicas del ministro y tan sugestivas de un propósito de insinuar al observador la total insignificancia del documento; estas cosas, digo, y su deliberada exhibición a la vista .de todos, corroboraron mis sospechas.

Prolongué mi visita y, mientras· discutía con D. un tema que invaria­blemente le interesaba, no dejé de observar la carta. Aprendí de memoria su apariencia y su disposición en el trujetero; ese examen intermitente me permitió descubrir un detalle que eliminó mis últimas dudas. Vi que los fllos del papel parecían muy chafados. Tenían la apariencia de un papel rígido cuyos dobleces han sido invertidos. Este descubrimiento me bastó. Se había dado la vuelta a la carta como un guante, de adentro para fuera. Le habían puesto una nueva dirección y un nuevo sello. • •

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Saludé al ministro y me fui, olvidando sobre la mesa una caja de oro, para rapé. Al día siguiente fui a buscarla y renovamos la conversación de la víspera. Bajo la ventana, en la calle, sonó un disparo, seguido por gritos de terror. D. se precipitó a la ventana, la abrió y miró hacia la calle; aproveché ese instante para cambiar la carta del tarjetero por un facsímil que había preparado en casa.

El tumulto había sido ocasionado por un hombre con un fusil; había hecho fuego en medio de ·la calle. Probó, sin embargo, que el arma esta­ba descargada y le permitieron que siguiera su camino como a un lunático o a un ebrio. Al poco rato me despedí. El supuesto lunático era, naturalmente, un empleado mío.

-Pero ¿qué propósito tenía usted? -pregunté- para reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido mucho más simple apoderarse de ella en la primera visita?

-El ministro -replicó Dupin- es inescrupuloso y valiente. Además, no carece de servidores fieles. El acto que usted me sugiere podía haberme costado la vida. Otros fines me obligaban a ser prudente. Usted conoce mi tendencia política: en este asunto he obrado como partidario de la dama comprometida. Durante dieciocho meses, el ministro la ha tenido en su poder; ahora, ella lo tiene en su poder. D. ignora que le han sacado la carta y continuará con sus exigencias. ·Él mismo· será, de este modo, el artífice de su ruina política. Su caída, además, no será más abrupta que torpe. Es muy común hablar del focilis descensus Averni; pero en todas las cuestas, como la Catalani dijo del canto, es más arduo bajar que subir. En este caso, no tengo simpatía ni piedad por el que desciende. Es el monstruum horrendum, es el hombre genial, inescrupuloso. Confieso, sin embargo, que me gustaría ver su reacción cuando, desafiado por la persona a quien el prefecto llama "de la más encumbrada categoría", se vea obligado a abrir la carta que he dejado en el tarjetero.

-¿Cómo? ¿Usted no dejó un sobre vacío? -No, eso hubiera sido injurioso. D., en Viena, me hizo una mala ju-

gada y yo le dije, con todo buen humor, que no la olvidaría. Pensé que le interesaría conocer la identidad de la persona que lo había derrotado; le dejé

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un indicio. D. conoce mi letra; me limité a escribir, en medio de la página, estas palabras:

-Un dessein si funeste,

S'i! n'est digna d'Atrée, est digne de Thyeste.

Pertenecen a la Atrea, de Crébillon. (Collected Works, 1850).

Traducción de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges

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MARKTWAIN

Mark Twain, nombre literario de Samuel Langhorne Clemens, nació en Florida en 1835; murió en Connecticut en 1910. En su juventud fue tipó­grafo, piloto de barcos en el Mississippi, minero, buscador de oro. Desde 1862 se dedicó al periodismo y a la literatura, con gran éxito. Más tarde viajó por el Pacífico, Asia Anterior y Europa. En Inglaterra se le rindieron grandes homenajes. Mark Twain se ha hecho célebre por su humorismo sano y optimista, y ha llegado a ser uno de los escritores más populares de su país. Sus obras más leídas son: The ]umping Frog, and other Sketches (1867); The Adventures ofTom Sawyer (1876); A Tramp Abroad (1880); The

Sto/en White Elephant (1882); Lije on the Mississippi (1883); The Adventures of Huckleberry Finn (1884). ·

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ROGERS

Fue en el pueblo de ... , en el sur de Inglaterra, lugar de mi residencia en aquel entonces, donde conocí a aquel individuo llamado Rogers, quien

se me presentó por sí mismo. Su suegro habíase casado con una lejana pa­rienta mía que fue colgada poco después, circunstancia que parecía inducirlo a creer que existía entre nosotros cierta consanguinidad. Venía a verme, diariamente, se instalaba como en su casa, y charlaba. De todas las suaves, serenísimas curiosidades humanas que he conocido, creo que Rogers c;s la más importante.

Inmediatamente manifestó deseos de examinar mi sombrero de pelo. Me apresuré a satisfaceÍ"lo pensando que no dejaría de advertir el nombre de la gran sombrerería de Oxford Street estampado en su forro, con lo cual me tendría en más alta estima. Pero él le dio vueltas .en sus manos con una especie de lástima melancólica, señaló en ella dos o tres defectos, y dijo que, habiendo llegado'yo recientemente al lugar, no podía esperarse que supiese efectuar mis compras por mí mismo. Añadió que él me enviaría a su som­brerero. Y luego de añadir: "Con permiso", empezó a cortar cuidadosamente un perfecto círculo de papel colorado; minuciosamente despojó sus bordes de toda irregularidad, y tomando un· frasco de goma lo pegó encima de la marca de mi sombrero.

-Nadie podrá saber ahora -dijo- dónde lo ha comprado usted; le mandaré un marbete de· mi sombrerero y usted podrá pegarlo sobre este redondel.

Todo esto lo había hecho lo más fría y simplemente del mundo. Jamás, en mi vida, sentí tanta admiración por un hombre. Imaginad que mien­tras tanto su propio sombrero encontrábase allí sobre la mesa junto a mis narices, ofendiendo mi olfato, un sombrero que·era'más bien un viejo ma­tacandelas de alas gachas, deforme y ajado por el tiempo, descolorido por

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las vicisitudes de la intemperie y circundado por un ecuador de grasa que rezumaba a través del fieltro.

En otra oportunidad se dedicó a examinar mi traje. En esto no tenía yo miedo, pues en la puerta de la casa de mi sastre podía leerse la siguiente leyenda: "Por privilegio real, sastre de Su Alteza Real el Príncipe de Gales", etc. No sabía yo por esa época que la mayor parte de las sastrerías exhiben este mismo letrero, y que, desde el momento que se necesitan nueve sastres para hacer un hombre corriente, deben ser necesarios ciento cincuenta para hacer un príncipe.

Manifestóse Rogers lleno de compasión por mi traje y me dio entonces escrita la dirección. de su sastre. No me dijo, como en tono de cumplido suelen hacerlo todos, que bastaría mencionar mi nom de plume para que el sastre pusiera en su tarea su máxima solicitud, sino que me aseguró, por el contrario, que su sastre no se molestaba muy fácilmente por un desco­nocido (¡desconocido, cuando yo creía ser tan célebre en Inglaterra! -esto fue el golpe más cruel-); pero me aconsejó que mencionara su nombre, y todo quedaría arreglado. Creyendo ser ocurrente, dije:

-¿Y si el hombre pasara la noche en vela trabajando con grave perjuicio de su salud?

-Pues déjelo -· contestó Rogers-; bastante he hecho yo por él para que él haga algo por mí.

Más fácilmente habría podido desconcertar a una momia con mi ocu­rrencia. Rogers agregó:

-. Allí me hago hacer yo todos mis trajes; son los únicos trajes que merecen mirarse.

Intenté una nueva ironía. -Es una lástima -dije- que no haya .traído usted puesto uno. Me

habría gustado verlo. -Pero ¡por Dios! ¿No tengo acaso puesto uno? Éste está hecho en

Morgan.· Lo examiné. Tratábase de un traje de confección comprado sin duda a

un judío de Chatham Street, y sin discusión alguna, hacia 1848. Probable­mente debió costarle, cuando nuevo, cuatro dólares; altora hallábase roto,

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deshilachado, lustroso y grasiento. No pude resistir el deseo de mostrarle una de sus perforaciones. Esto lo afectó de tal modo que casi lamenté ha­berlo hecho. En el primer instante pareció sumirse en un insondable abismo de dolor. Luego se sobrepuso, hiw con sus manos el gesto de rechazar la piedad de un pueblo entero, y dijo con una emoción que me pareció un poco manufacturada:

-Por favor, no se aflija usted. No tiene importancia. Me pondré otro traje.

Cuando se repuso del todo, hasta poder examinar el desgarrón y domi­nar sus emociones, aseguró que ahora lo comprendía todo. Qye su sirviente debió haber hecho ese desastre al vestirlo por la mañana.

¡Su sirviente! Había algo de escalofriante en semejante descaro. Cada día encontraba en mi vestuario algún detalle de qué ocuparse. Ha­

bríanse hallado sobrados motivos de asombro en esta especie de infatuación en un hombre que llevaba siempre el mismo traje, traje que parecía haber sido comprado en tiempos de la conquista de Inglaterra por los normandos. Era quizá una ambición poco digna, pero yo experimentaba el deseo de obligar a Rogers a que encontrase algo en mi vestido o en mí mismo dig­no de admiración. A cualquiera le habría ocurrido otro tanto. Por fin se presentó una oportunidad. Hallábame preparando mi regreso a Londres y acababa de contar mi ropa sucia para enviar a la lavandera. Esta ropa for­maba una imponente montaña en la esquina de la habitación: cincuenta y cuatro piezas. Esperaba que él supondría que se trataba de la ropa usada en una sola semana. Tomé la lista de la ropa como quien trata de comprobar que todo está en orden, y la arrojé sobre la mesa con aparente descuido. Por supuesto él la tomó rápidamente y paseó su vista hasta llegar a la suma total. Entonces exclamó:

-No gasta usted mucho en ropa -y volvió a dejarla sobre la mesa. Sus guantes eran ruinas siniestras, pero me dijo que me conseguiría unos

iguales. Sus zapatos habrían dejado pasar grandes nueces a través de los agu­jeros que perforaban su cuero, pero él se complacía en colocar sus pies sobre la chimenea y contemplarlos embelesado. Llevaba en la corbata. un alft!er ornado por un sucio trozo de vidrio, al que llamaba "diamante morfilítico"

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-vaya a saber qué quería decir con ello- y del cual decía que podían hallarse sólo dos eh el mundo: el otro lo tenía el emperador de la China.

Posteriormente, en Londres, era para mí un placer inagotable ver llegar a este fantástico vagabundo cruzando el vesubulo del hotel con sus apres­tos de gran duque, y dispuesto siempre a exhibir alguna nueva grandeza imaginaria, pues lo único viejo y gastado que había en él eran sus ropas. Si se dirigía' a mí en presencia de extraños; elevaba siempre un poco el tono d ll b ""Richd"" al"" 1 ., d e su voz y me ama a str ar o gener o exce encta ; y cuan o la gente comenzaba a fijar su atención en nosotros con cierta deferencia, él comenzaba a preguntarme, como por casualidad, por qué había faltado yo en la víspera a la recepción dada por el duque de Argyll, y acto seguido me recordaba que el duque de Westminster nos esperaba el día siguiente. Creo que en esos momentos todas estas cosas eran para él realidades auténticas.

Una vez vino a invitarme a que le acompañara a visitar al conde de Warwick para pasar la velada en su casa. Le dije que no había recibido una invitación formal, pero él. aseguró que esto no tenía importancia, pues el conde no gastaba cumplidos con él o con sus amigos. Le pregunté si podía ir vestido tal como me hallaba. Me contestó que no, que eso sería impropio; porque de noche la etiqueta era un requisito indispensable en casa de cual­quier noble. Dijo que él me esperaría mientras yo me vistiese y que luego iríamos a su departamento, donde yo podría tomar una botella de champaña y fumarme un cigarro mientras él se vestía. Sentíame muy interesado en ver cómo terminaría todo esto, así es que me vestí y fuimos hacia su casa. Dijo que si yo no tenía inconveniente iríamos andando. Atravesamos unas cuatro millas a través del lodo y la niebla y finalmente llegamos a "su de­partamento"; consistía éste en una simple habitación situada en los altos de una barbería, en una calle de extramuros. Dos sillas, una pequeña mesa, una vieja valija, una palangana y una jarra (ambas sobre el piso, en un rincón), una cama sin hacer, un fragmento de espejo y un florero, con un pequeño y agónico geranio rosa al que llamaba su planta secular y del que aseguraba que no había florecido durante doscientos años -fecha en que su fami­lía lo heredó de lord Palmerston- (habiendo llegado a ofrecérsele sumas fabulosas por él), todo esto constituía el moblaje de su habitación. Había

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también un candelero de cobre con un cabo de vela. Rogers lo encendió y me dijo que me sentara y que estuviese como en· mi propia casa. Dijo también que esperaba que yo tuviera sed, pues quería sorprender mi paladar con una clase de champaña que no se compraba en cualquier parte. ¿O quizá preferir¡:a oporto o jerez? Tenía botellas de oporto, dijo, cubiertas de telarañas estratificadas, cada una de cuyas capas representaba una generación. Y en cuanto a sus cigarros ... ¡bueno!, podría yo juzgar por mí mismo. Entonces asomó la cabeza por la puerta y gritó: , ..

-¡S ackville! ,. Nadie contestó. -¡Eh, Sackville! No hubo respuesta. -¿Adónde diablos se habrá metido este mayordomo? Y eso que jamás

permito a mis sirvientes ... ¡Oh, grandísimo idiota! ¡Se ha llevado las llaves! ¡Y sin las llaves no puedo pasar. a los otros aposentos!

(Me sentía yo maravillado de su intrepidez al prolongar la ficción.del champaña, y trataba de imagil)-ar cómo se las arreglaría, al fin, para salir del paso.) •.

Ahora dejó de llamar a Sackville y comenzó a gritar: . -¡Anglesy! Pero Anglesy tampoco vino. Dijo: -Es la segunda vez que este caballerizo se ausenta sin consultarme.

Mañana mismo lo despido. , 1 .• : ..

Entonces empezó a llamar a "Tomás", pero Tomás no contestó. Luego llamó a "Teodoro", pero Teodoro tampoco vino. ·

-Bien, me doy por vencido --dijo Rogers-; los sirvientes no me es· peran nunca a esta hora, y se han largado. En realidad, podríamos pasarnos sin el caballerizo y sin el lacayo. Pero no podemos tener cigarros ni vino sin el mayordomo, y no puedo vestirme sin mi ayuda de cámara.

Me ofrecí para reemplazar a este último, pero él no quiso ni oír hablar de ello; por otra parte, dijo que no se sentiría cómodo si no le vestían unas manos expertas. Y al fin concluyó que era lo bastante amigo del conde para que éste no hiciera cuestión sobre su vestido.

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Tomamos un cab, dio al cochero varias indicaciones, y partimos. Luego de una serie de vueltas llegamos ante una antigua casa. Bajarnos. Jamás había visto yo a Rogers con cuello puesto. Estaba él ahora bajo un farol y sacaba un cuello de papel de su bolsillo del que colgaba una raída corbata y se lo ponía. Subió los escalones y entró. Rápidamente volvió a aparecer, descendió como un gamo y exclamó: ·

-¡Pronto! ¡Vámonos! Nos alejarnos precipitadamente y doblarnos la esquina. -Ya estarnos a salvo -dijo, y quitándose el cuello y la corbata volvió

a guardarlos en su bolsillo-. De buena me he escapado. -¿Por qué? -pregunté. -¡Por San Jorge! ¡Estaba la condesa! -¿Y qué tiene? ¿No lo conoce ella? -¿01te si me conoce? ¡Me adora! Mortunadamente pude descubrirla

a la primera ojeada, antes de que me viera, y escurrirme. Hace dos meses que no la veo y presentarme así, de repente, sin previo aviso, podía haberle sido fatal .. Ella no habría soportado el golpe. No sabía que la condesa se encontraba en la ciudad. Creí que se hallaba en su castillo. Déjeme que me apoye un momento en su brazo, así; ahora me siento mejor, ¡gracias! ¡muchísimas gracias! ¡Dios mío, qué escapada!

Después de esto no volvimos a hablar del conde, pero me fijé atenta­mente en la casa para futuras comprobaciones. Pude saber más tarde que se trataba de una vulgar casa de huéspedes que daba alojamiento a unos mil pensionistas ..

En muchas cosas Rogers no parecía loco. En otras, lo parecía bastante, pero indudablemente él lo ignoraba. Era realmente honesto en sus asuntos. Murió el verano último con el nombre de "conde de Rarnsgate".

Traducci6n de Roger Pla

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HENRY }AMES

;

Henry James, novelista estadounidense, nació en Nueva York en 1843; murió en Londres en 1916. Se educó en Suiza y Francia y estudió dere­cho en la Universidad de Harvard. Hermano de William, el ftlósofo,'suele decirse que éste escribía sus tratados de psicología en forma tan interesan­te como una novela, a la vez que Henry James hacía tan difíciles sus novelas como un tratado de psicología. Vivió la mayor parte de su vida en Ingla" terra, y su influencia en la literatura estadounidense contemporánea ha sido grande.

Sus mejores novelas son: The Portrait of a Lady (1881); The Wings of the Dove (1902);.The Golden Bowl (1904). Clifton Fadiman editó en 1945 The

Short Stories of Henry james.

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LA HUMILLACIÓN DE LOS NORTHMORE

I

Cuando murió lord Northmore, la opinión pública sobre el aconteci­miento adoptó, en general, una forma voluminosa y desconcertada. Fa­

llecía una gran figura política. U na gran luz de nuestro tiempo se extinguía en mitad ·de su carrera, Una gran utilidad había anticipado en cierto modo su fin, aunque no por ello hubiese dejado de desempeñar un grande y señalado papel. En todas partes la nota de grandeza seguía resonando, en suma, por una fuerza: propia, y la imagen del extinto evidentemente se prestaba con facilidad a esas figuras y floreos que hacen la poesía de la prensa cotidiana. También los periódicos y sus compradores cumplieron con su deber; lo colocaron esmerada e imponentemente, aunque quizá de manera no muy correcta, tal vez violentamente expeditiva, sobre el coche funebre; acompañaron convenientemente al vehículo por la avenida, y lue~ go, viendo que el asunto se había agotado del todo, súbitamente, pasaron al párrafo siguiente de sus listas. En realidad su señoría había sido una persona con relación a la cual no se podía señalar casi nada, fuera de la fina monotonía de su éxito. Este éxito había sido su profesión, tanto sus medios como su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni toleraba, a decir verdad, mayor análisis. Había sacado la mayor utilidad posible de la política, de la literatura, de las tierras, de sus malos modales y copiosos errores, de una mujer desvaída y tonta, dos hijos extravagantes y cuatro hijas desgarbadas. Así en todo y de igual manera podría haber sacado provecho de cualquier otra cosa, o poco menos. La causa de todo ello era algo que estaba muy hondo en él, algo cuya esencia ni siquiera su viejo amigo Warren Hope -la persona que no sólo le conocía

. desde hacía más tiempo, sino también, probablemente, en general, mejor que nadie-, nunca, ni aun en el fin, para satisfacer su curiosidad, había

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logrado descifrar enteramente. En realidad, este competidor visiblemente rezagado no había llegado a penetrar en el secreto, ni por alivio intelectual, ni por emulación; y había una especie de ·tributo a ello en el tono de su voz, la noche anterior a las exequias, cuando le dijo a su mujer, luego de meditar en silencio:

-Vamos, tú sabes que debo acompañar al pobre viejo hasta lo último. Tengo que asistir a su entierro.

Mrs. Hope miró a su marido, en ansioso silencio. -Me haces perder la paciencia. Estás mucho más enfermo de lo que

él estuvo jamás. -¡Ah, eso me excusa de todo, menos de los funerales de otros!. .. -Ello te permite desgarrarme el corazón con tu exagerada caballerosi-

dad, tu renovada negativa a tomar en cuenta tus propios intereses. Durante treinta años, te sacrificaste por él, una y otra vez, y supongo que tu estado permitiría que se te absolviera de este supremo sacrificio; tal vez el de tu vida. -La impaciencia de la mujer crecía cada vez más-. Al entierro ... con este tiempo ... ¡Después de cómo te trató!

-Q¡erida mía -repuso Hope-, su manera de tratarme es invención de tu ingenio ... , de tu lealtad, hermosa pero demasiado apasionada. Lealtad, quiero decir, para conmigo.

-¡Pues por cierto que dejo en tus manos tenerla para con él! ---{}eclaró ella.

-Bien, al fin y al cabo él fue mi amigo más antiguo, el primero que tuve. No estoy tan enfermo, salgo; y quiero obrar decentemente. La verdad es que nunca rompimos relaciones; siempre nos mantuvimos unidos.

-¡Sí, por supuesto -rió ella amargamente-; él siempre tuvo buen cuidado de eso! Jamás reconoció tu valor, pero nunca te dejó ir. Tú lo encumbrabas y él te mantenía abajo. Te usó, te exprimió hasta la última gota, y dejó que fueras el único en admirar, en tu increíble idealismo y tu incorregible modestia, cómo diantres se abría camino un idiota semejante. Se abría camino a cuestas, sobre ti. Tú lo preguntas cándidamente a otros: "¿Cuál era su don, demonios?" Y otros son tan idiotas y tan papamoscas que tampoco tienen la menor idea. ¡Tú eras su don!

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-¡Y tú eres el mío, querida! -le repuso su marido, abrazándola y riendo resignadamente.

Al día siguiente fue, por "invitación especial", al entierro, que tuvo lugar en la propiedad del gran hombre, en la iglesia privada del gran hom­bre. Pero fue solo ... , esto es, en compañía numerosa y distinguida, la flor de la unánime y gregaria demostración; su mujer no se sintió con deseos de acompañarlo, aunque estuvo impaciente mientras duró su ausencia. Lo es­peró intranquila, observando el tiempo y temiendo el frío; erró de cuarto en cuarto, deteniéndose con aire de duda ante las ventanas empañadas, y antes de que él regresara había meditado acerca de muchas cosas. Era como si, al tiempo que él veía el entierro del gran hombre, ella, en el hogar. reducido de sus últimos años, se hallara a solas ante una tumba abierta. Bajaba a la tumba, con sus manos ya débiles, el gravoso pasado y todos sus comunes sueños muertos y sus cenizas acumuladas. La pompa que rodeaba la muerte de lord Northmore hizo que observara, con más nitidez que nunca, que no era Warren quien había sacado provecho de algo. Siempre había sido lo que continuaba siendo: el hombre más inteligente y el trabajador más infatigable de que ella tuviera noticia. Pero ahora, a los cincuenta y siete años, ¿qué quedaba como "muestra" de todo ello, según decía el vulgo, sino su genio desperdiciado, su salud arruinada y la mezquina pensión? El esplendor ahora escorzado de su feliz rival le proporcionaba el término comparativo capaz de fijar todas estas cuestiones en su contemplación. Siempre había visto a la pareja de los Northmore como felices rivales de su propia unión, sencilla y chata; pues al menos los dos hombres habían partido juntos, al término de la carrera universitaria, hombro a hombro y -superficialmente hablando- con idéntico equipo de preparación, ambición y oportunidades. Habían empezado en el mismo punto, deseando las mismas cosas. Pues bien, el muerto las había querido de la manera más propicia para obtenerlas, y asimismo había logrado, con su título de par del reino, por ejemplo, lo que Warren jamás había pretendido: más no podía decirse. Pues no había más y, sin embargo, en su sombría, en su extrañamente aprehensiva soledad de esta hora, ella se dijo mucho más de lo que puedo yo contar. Todo se reducía a esto: en alguna parte, de algún modo, había habido un error. Warren era

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quien tendría que haber triunfado. Pero ahora era ella la única persona que lo sabía, pues la otra con conocimiento de tal verdad había descendido, con su saber, a la tumba.

Ahí se quedó sentada, por ahí erró, aguardando, en el ambiente gris de su casita londinense, sintiendo con más hondura los variados y extraños co­nocimientos que habían florecido en aquella triple amistad. Warren siempre sabía todo y, con su facilidad --en nada tan alta como en su indiferencia-, nunca se había preocupado. John Northmore no lo ignoraba, pues así se lo había confiado a ella hacía muchos años; obteniendo de tal modo una razón más -además de no creerla estúpida-· para adivinar su parecer. Volvió a vivir los años pasados; vivió todo de nuevo; todo lo tenía allí, en su mano. John Northmore era a quien había conocido primero, y aún subsistía el abultado paquetito de sus cartas de amor como prueba de que había querido casarse con ella. Él fue quien le presentó a Warren Hope, por azar, sin duda, y porque no podía evitarlo, ya que en aquel tiempo ambos compartían las mismas habitaciones: eso era lo único que realmente había hecho por ellos. Ahora, al volver a ello, comprendió hasta qué punto él podría haber decidido escrupulosamente que tal mérito le ·libraba de la obligación de hacer alguna otra cosa. Seis meses después aceptaba ella a Warren, por el mismo motivo cuya ausencia determinara su actitud hacia el otro amigo. Siempre ha­bía creído en el futuro de su marido. Sostenía que John Northmore nunca había cejado en su esfuerzo con el solo fin de determinar hasta dónde ella se sentía "traicionada". Péro, gracias a Dios, nuncá se lo había demostrado.

Su marido volvió con un enfriamiento, y ella lo llevó directamente a la cama. Durante una semana, mientras rondaba incesantemente cerca de él, sólo se dirigieron miradas profundas, plenas de significado; había pasado velozmente el punto en el cual podría haberle reprochado, tolerablemente: "¡Ya te Jo había dicho yo!" Por cierto que .no le parecía milagro el hecho de que su difunto protector jamás hubiera tropezado con dificultades para sacar de él el mayor provecho. Pero al fin de cuentas, era realmente demasiado esto de querer hacerle pagar con su vida. Pues era lo que había ocurrido; ella estaba segura, ahora, desde el comienzo de la enfermedad. Aquella misma noche se declaró la congestión pulmonar, y al día siguiente, angustiada, tuvo

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que hacer frente a la neumonía. Añadido a lo que antes había pasado, la lucha excedía a sus fuerzas. Warren Hope sucumbió diez días después. Ella comprendió, a través de toda la angustia, que su rendición, acaecida a pesar de su amor por ella, era parte inexpresable de la sublime indiferen­cia que coronaba al fin su desdichada vida. "¡Su facilidad! ¡su facilidad!" No obstante, su pasión nunca había hallado tamaño alivio en esa frase simple y secreta que tan bien lo definía. Era tal su orgullo, su fineza y su adaptabi­lidad, que fallar un poco le había resultado tan funesto como fallar mucho; y así había abierto de par en par las compuertas, arrojando, como decía el adagio, el astil tras el hacha. Se había entretenido contemplando qué se lle­vaba el mundo devorador. Pues bien, se llevaba todo.

II

~r

Pero fue después de su muerte cuando su nombre apareció como escrito en el agua. ¿Qié había dejado? Nada más que ella, su gris desolación, su solitaria piedad y su apesarada e infatigable rebeldía. A veces, la muerte concedía a un hombre algo que la vida no le había deparado; la gente, al poco tiempo, aquí o allá, lo descubría y lo mentaba, anexándolo a las glorias de su bandera. Pero la pérdida de Warren Hope no parecía haber excitado en lo más mínimo el ingenio del mundo; y el dolor más agudo que sentía su viuda provenía, a la verdad, de los lugares comunes a que se acudía para hablar de él. Había recibido numerosas cartas de condolencia, como es na­tural, pues claro está que personalmente había despertado simpatías; los pe­riódicos se mostraron regularmente copiosos y perfectamente estúpidos; las tres o cuatro sociedades a que había pertenecido, "ilustradas" y de las otras, le transmitieron resoluciones de compunción y pésame, y los tres o cuatro colegas con quienes solía divertirse más a menudo balbucearon elogios; pero para ella cualquier otra cosa hubiera sido mejor, realmente, que la opinión general de que la ocasión había sido suficientemente comentada y honrada. Dos o tres solemnes mentecatos de "círculos administrativos" le escribieron diciéndole que debía sentirse satisfecha ante el unánime pesar, implicando

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claramente que sería ridículo que no lo estuviera. Entretanto, ella pensaba que podría haber soportado que lo pasaran totalmente por alto; lo que no podía admitir ni soportar era que lo tratasen como a celebridad de segun­do orden. Pues una de dos: o era, en economía política, en la política más elevada, en historia de la filosofía, un genio preclaro e invalorado, o no era nada. No era, en absoluto -¡Dios no lo permita!-, "una figura notable". Las aguas, sin embargo, se cerraban sobre él como sobre lord Northmore; lo cual, precisamente, fue lo que le resultó más difícil de aceptar, con el transcurso del tiempo. Aquel personaje, en la semana siguiente a su muerte, sin una hora de absolución -en el lugar no quedaban ya ni rastros de él, como no los quedan de mesas ni de quioscos en el salón cedido para una fiesta de caridad- había ido directamente al fondo, había sido arrojado al cesto de los papeles como si fuera una circular estrujada. ¿Dónde estaba, pues, la diferencia, si el fin era el fin para ambos? Para Warren tendría que · haber sido justamente el comienzo.

Durante los primeros seis meses se preguntaba qué podría hacer, y vivía casi constantemente envuelta en la sensación de andar por la orilla de un río veloz que llevaba flotando hacia el mar a un objeto querido para ella. Su instinto la movía a no cejar, a no perderlo de vista, a correr por la orilla y llegar anticipadamente a algún punto desde el cual pudiera extender el brazo y cogerlo, y salvarlo. Pero, ¡ay!, el objeto seguía flotando y flotando; no lo perdía de vista, pues el río era largo, pero tampoco veía ninguna saliente adecuada para el rescate. Corría, vigilaba, vivía con su gran temor; y entretanto, a medida que iba disminuyendo la distancia que la separaba del mar, la corriente crecía a ojos vistas. Al final, por hacer algo, debió afanarse. Examinó los papeles de su marido, registró sus gavetas; al menos podría hacer algo en ese sentido. Pero se presentaban dificultades, por ser un caso peculiar; se perdía en el laberinto, y su competencia era puesta en tela de juicio; dos o tres amigos, a cuyas opiniones recurriera, la impresionaron como indiferentes, y hasta fríos, y los editores demostraron una evidente ausencia de interés por publicar obras póstumas de carácter literario, actitud en que sobresalió, a decir verdad, la casa por cuyo inter­medio se habían dado al mundo sus tres o cuatro libros de importancia.

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Sólo entonces comprendió plenamente lo notablemente poco que habían "hecho" áquellos tres o cuatros libros de importancia. Él había logrado ocultárselo, igual que otras cosas que quizá a ella le hubieran lastimado: revisar sus notas y memorándums era dar a cada instante en el páramo, en el anchuroso yermo, con las pisadas que había dejado su escrupuloso espíritu. Pero al cabo tuvo que admitir la verdad: si debía seguir la tarea era sólo por ella misma, por su propio alivio. La obra de su marido, falta de estímulos, discontinua, carecía de una forma consumada: no podría ofrecerse sino fragmentos de fragmentos. Sin embargo, admitir tamaña verdad y sentir que lo abandonaba fue una misma cosa; en aquel momento, Warren Hope volvió a morir para su mujer.

Además, el azar quiso que ese momento coincidiera con otro, de tal modo que los dos mezclaron sus amarguras. Recibió una esquela de lady Northmore, en la cual le anunciaba el deseo de reunir y publicar las cartas del difunto noble, tan numerosas como interesantes, y donde invitaba a Mrs. Hope, en su carácter de más que probable depositaria, a que tuviera la bondad de contribuir al proyecto con las dirigidas a su marido. Ello le causó diversos géneros de sobresalto. Entonces; ¿no había concluido aún la prolongada comedia de la grandeza del difunto noble? ¿Iba a construír­sele el monumento que ya había aprendido a considerar imposible para su frustrado amigo? ¿Acaso volvería a surgir todo aquello, las comparaciones, los contrastes, las conclusiones que tan denigrantemente le favorecían, la trama diestramente urdida para rodear al noble de luz y dejar a todos los demás en la sombra? ¿Cartas? ¿Acaso John Northmore había escrito tres líneas que pudieran tener ahora la más ínfima importancia? ¿A quién se le había ocurrido semejante publicación, y qué infatuado auspicio editorial había obtenido la familia? Por supuesto que ella lo ignoraba, pero aun así le sorprendería que existiera material. Después, al meditarlo pausadamen­te, se le ocurrió que era muy natural que los editores hubiesen acudido en rebaño, pues su estrella aún imperaba. ¿Por qué no sacar tanto provecho de sus cartas después de muerto como en vida? Pues realmente le habían producido provecho. Sería un éxito tremendo. Volvió a pensar en las ricas y esparcidas reliquias de su marido; pensó en los bloques de mármol que

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ahora sólo podrían yacer donde habían caído, sueltos; luego, tras uno de sus hondos y frecuentes suspiros, tomó de nuevo la comunicación de lady Northmore.

Nunca se le habían venido siquiera a la memoria las cartas, guardadas o no, de él a Warren. Las que le había escrito a ella estaban enterradas, a salvo, y sabía dónde encontrarlas; pero su corresponsal se había cuidado muy bien de pedirlas, y probablemente ignoraba que existiesen; Además; pertenedan característicamente a la fase anterior -pues no podría llamársela de otro modo- de la carrera del gran hombre: anterior a la grandeza, al asun­to mismo del volumen y, en especial, a lady Northmore. El marchito y abultado paquete seguía oculto donde permaneció años y años; pero actual­mente no podría explicar los motivos que la habían movido a conservarlo, como tampoco -aunque él estaba enterado del episodio anterior- conocía los que le habían impedido mencionar a Warren la conservación de aque­llas cartas. Por cierto, que tal circunstancia la eximía de mencionárselo a lady Northmore, quien sin duda también estaba enterada del episodio. Lo extraño del asunto, de todos modos, era que ella no había retenido aquellos documentos por accidente. Su acción obedeció a un oscuro impulso de sus instintos, o a un vago cálculo. ¿Un cálculo de qué? No podría explicarlo: había actuado, en la trastienda de su pensamiento, sencillamente como sensa­ción de que, al no ser destruida, la pequeña colección completa deparaba seguridad. Pero ¿a quién, santo cielo? Tal vez aún le tocaría verlo; aunque confiaba en que no ocurriría nada que le exigiera sacarlas o leerlas. Por nada del mundo las hubiese sacado o leído de nuevo.

Sea como fuere, no había registrado aún aquellos receptáculos en los cuales se habrían acumulado las cartas conservadas por Warren; y abrigaba sus dudas de que contuviesen alguna de lord Northmore. ¿Por qué tendría que haberlas guardado?

Hasta ella misma había tenido razones más poderosas. ¿Acaso se suponía que el estilo epistolar de cosecha más reciente de su señoría fuese bueno, o de tal suerte que, por cualesquiera motivos, prohibiere el cesto para papeles o el fuego? Warren había vivido siempre en medio de un. diluvio de pa­peles, pero tal vez podría haber considerado a éstos como contribuciones

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a la historia contemporánea. Y aun así no habría guardado muchas, a punto fijo. Y de tal modo empezó a mirar en armarios, cofres y gavetas no visitados todavía, y se sorprendió más de una vez al ver qué había conservado y qué había desechado. Allí estaba todo lo que ella había escrito, todas aquellas notas que, en ausencias ocasionales, había recibido de ella. Bien, aquello correspondía felizmente a su conocimiento exacto del lugar donde se hallaba cada nota que ella misma había recibido en semejantes ocasiones. Por lo menos su correspondencia estaba completa.

Pero lo mismo ocurría, al cabo, por una parte, con la de lord Northmo­re, según fue apareciendo paulatinamente. Era evidente que su marido no había sacrificado a ninguna conveniencia del momento la superabundancia de aquellas misivas; se convencía cada vez más de que él había conservado todo trozo de papel; y no pudo ocultarse a sí misma que se sentía -sin saber por qué- un poquito decepcionada. Hasta entonces había conservado, si bien vagamente, la esperanza de verse escribiéndole a lady Northmore que, muy a pesar suyo y tras una búsqueda minuciosa, no había podido encontrar absolutamente nada.

Pero en realidad, ¡ay! encontró todo. Fue escrupulosa y prosiguió su mi­nucioso registro hasta el final, hasta que una de las mesas gemía bajo los fru­tos de su busca. Las cartas, además, parecían haber sido apreciadas, y estaban rudamente clasificadas; podría traspasarlas a la familia en excelente orden. Se cercioró, al cabo, de que nada se le había pasado por alto, y luego, cansada ya y notablemente irritada, se dispuso a escribir en sentido muy diferente a la respuesta que, por así decirlo, había proyectado. Cara a cara con su es­quela, sin embargo, descubrió que no podía escribirla; y, para no estar más tiempo a solas con la pila que cubría la mesa, salió de la habitación. Esa mis­ma noche -poco antes de acostarse- volvió allí, casi como esperando que en el curso de aquella tarde se hubiese producido alguna grata intervención favorable a su fastidio. ¿Y si mágicamente ocurría que su hallazgo no hubiese sido más que un error, y que las cartas no estuvieran allí, o que fueran, al fin de cuentas, de algún otro? ¡Ah!, estaban allí, y al levantar en la oscuridad su candela encendida, la pila que ocupaba la mesa se alzó con insolencia. Ante lo cual, pobre señora, tuvo su momento de tentación.

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Era inexplicable, absurdo; todo lo que podría decirse de ello, por el mo­mento, es que era tremendo. Mientras daba vueltas alrededor de la mesa se veía escribiendo, con perfecta impunidad: "Estimada lady Northmore: He busca­do por todas partes sin hallar absolutamente nada. Evidentemente mi marido destruyó todo antes de morir. Lo lamento tanto; me hubiese encantado poder ayudarla. Su afectísima." Le habría bastado con destruir reservada y resuelta­mente el montón al día siguiente, y aquellas palabras hubieran quedado como explicación indisputable del asunto. Y ¿qué ganaría ella? ¿Era ése el problema? Ganaría en que el pobre Warren no habría de parecer tan explotado y embau­cado. Lo cual, dado su estado de ánimo, le serviría de alivio. Bien, la tentación existía, realmente; pero también existían otras cosas, según pensó al cabo de un rato. A medianoche se sentó a escribir su respuesta. "Estimada lady North­more: Tengo el agrado de comunicarle que he hallado mucho; parece que mi marido ha tenido el cuidado de guardar todo. Lo tengo aquí, a su disposición, si no le es inconveniente mandar a buscarlo. Encantada de poder ayudarla en su trabajo. Su afectísima." Salió de la casa tal como estaba y echó la carta en el buzón más cercano. Al mediodía siguiente la mesa se hallaba despe­jada, con gran alivio de su parte. La viuda del difunto lord había enviado a un criado de confianza -su mayordomo-, en un coche de punto, con un gran cofre barnizado.

III

Después de aquello, y por espacio de doce meses, tuvo que sufrir frecuentes anuncios y alusiones. Llegaban hasta ella de todas partes, y había momen­tos en que a su imaginación se le ocurría que hasta el mismo aire casi no contenía otra cosa. En una de las primeras etapas, inmediatamente después de recibir ella la comunicación de lady Northmore, lanzóse un llamamien­to oficial, circular urbi et orbi reproducida, aplaudida, comentada en todos los periódicos, donde se requería de todo poseedor de cartas su envío sin dilación a la familia. La familia, hagámosle justicia, recompensaba genero­samente el sacrificio ... si puede considerarse como tal mantener al mundo

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al corriente de los rápidos progresos de la obra. El material había resultado más copioso de lo que pudiera haberse concebido. Se esperaba, naturalmen­te, que los inminentes volúmenes resultaran interesantes, pero ello no impe­día que las personas favorecidas con una ojeada de su contenido se sintieran autorizadas para prometer al público un solaz sin precedentes. Iluminarían facetas hasta entonces insospechadas del espíritu y la carrera del escritor. Lady Northmore, hondamente reconocida por favores recibidos, rogó que se prorrogara su requerimiento; a pesar de lo compensadora que había sido la respuesta, se creía que, particularmente en lo que atañe a varias fechas, que se daban, aún podrían encontrarse residuos del tesoro enterrado.

Mrs. Hope notaba que a medida que pasaba el tiempo veía a menos gente; pero ni aun así su círculo se había estrechado bastante, pues allí oía comentarios de que "se lo habían pedido" a Fulano y a Mengano. Durante un tiempo le pareció que la conversación en el mundo londinense casi se limitaba a tales preguntas y tales respuestas. "¿Se lo han pedido a usted?" "¡Oh, sí, por supuesto¡ Hace meses. ¿Y a usted?" Todos estaban sometidos a contribución, y lo sorprendente era que la solicitud había ido manifies­tamente acompañada, en todos los casos, por la capacidad de responder favorablemente. Bastaba tocar el resorte para que al punto volaran millones de cartas. A tal paso, pensaba Mrs. Hope, diez volúmenes no bastarían para acabar con todo el material. Meditaba mucho, no hacía más que meditar; y, por extraño que ello parezca a primera vista, era inevitable que uno de los resultados finales de su meditación fuera un principio de duda. En vista de tal unanimidad no podía menos que parecer posible que ella, al cabo, fuese la equivocada. El consenso público, pues, dejaba sana y salva la reputación del ilustre difunto. El culpable no había sido él; era ella, su tonto pensamiento, agobiado aún por la carga de la falibilidad del Ser. Luego él había sido un gigante, y las cartas lo demostrarían triunfalmente .. Ella sólo había exa­minado los sobres de las que había entregado, pero se hallaba dispuesta a todo. Ahí estaba el hecho patente, ineludible, del señalado testimonio del propio Warren. La actitud de los demás no era diferente a la de él; y suspiró al verlo en este caso, única vez que tal cosa le ocurría, del lado de la gárrula chusma.

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. Tenía perfecta conciencia de que su obsesión la había arrebatado, pero a medida que la publicación de lady Northmore iba asomando realmen­te a la vista -se la había anunciado definidamente pata marzo, y estaban en enero-, los latidos de su corazón aceleraban el ritmo de tal manera que al cabo vio que la mayor patte de las largas noches permanecía despierta. Fue en u_na de estas vigilias cuando sintió, de súbito, en las frías tinieblas, el roce del único pensamiento, o poco menos, que desde hacía muchos meses no la estremecía, y que tuvo por efecto hacerla saltar del lecho con renova­da felicidad. Al punto su impaciencia ascendió hasta el máximo, como un relámpago; apenas podía esperar el día pata entregarse de lleno a la acción: Su idea era, ni más ni menos, coleccionar y publicar inmediatamente las cartas de su héroe. Publicaría las de su marido -¡glorificado sea Dios!-, y ni siquiera desperdició un instante de su precioso tiempo en preguntarse por qué ·había esperado hasta entonces. Había esperado ... demasiado tiempo; sin embargo, tal vez fuese natural que la visión mágica de su remedio no pudiese asomar a sus ojos sellados con lágrimas ni a su corazón oprimido bajo la injusticia. Ya lo consideraba como remedio, aunque probablemente no se hubiese mostnido muy dispuesta a denominar públicamente de alguna manera a su error. Era error que podía sentirse, pero jamás, sin lugar a dudas, comentarse. Y he aquí que de pronto el bálsamo empezaba a obrar: pronto la balanza estatía en equilibrio. Pasó todo el día releyendo sus viejas cartas, demasiado ~ntimas y demasiado sagradas -¡ay, desgraciadamente!- para figurar en su proyecto, pero que, no obstante, soplaban en las velas del mismo y añadían magnificencia a su presunción. Por supuesto que ella, en todos aquellos años de separaciones, jamás frecuentes y jamás prolongadas, había tenido muchas menos oportunidades que otros de conocer la faz epistolar de su marido; sin embargo, estas reliquias constituían un bien -. -la sorprendió su elevado número- y atestiguaban notablemente el don inimitable del difunto.

Él sí que poseía calidad epistolar, si se quiere: natural, ingenioso, variado, vívido, ágil, de estilo displicente y ameno, que comprendía toda la escala del género. Su facilidad, su facilidad: todo objeto que le traía su recuerdo traía consigo el recuerdo de su facilidad. Las más numerosas eran, elato

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está, las primeras, y la serie recibida durante el noviazgo, testimonios del prolongado período de prueba, que eran amplísimas e ininterrumpidas: a la verdad, tan plenas y maravillosas que ella realmente gimió al ceder a la mesura común del recato conyugal. Había discreción, estilo, buen gusto; pero de buena gana lo hubiese desafiado, publicándolas. Si bien había pá­ginas demasiado íntimas para hacerlo, había muchas demasiado preciosas para suprimirlas. ¡Qyizá después de su propia muerte ... ! Y esa feliz idea de la liberación que asomaba, tanto para ella como para su tesoro, haciendo que se prometiera disponer todo de inmediato, no sólo la alentó, sino que también apresuró notablemente su impaciencia por el término de su vida mortal, que dejaría el campo libre a la justicia que ella invocaba. No obs­tante, su gran recurso, manifiestamente, serían los amigos, los colegas, los admiradores personales con quienes había mantenido correspondencia por espacio de años, a quienes sabía que él había escrito, y de los cuales, en sus recientes arreglos y búsquedas, había descubierto muchas cartas, en modo alguno notables. Hizo una lista de estas personas y, sin pérdida de tiempo, escribió, a ellos personalmente o, cuando el corresponsal había fallecido, a sus viudas, hijos, representantes; en cuyo proceso recordó, no con desagrado, sino, por el contrario, muy alentadoramente, a la misma lady Northmore. Le había sorprendido que lady Northmore, en cierto modo, se atribuyera demasiadas prerrogativas, pero, lo cual es bastante extraño, no se le ocurrió igual idea con respecto a Mrs. Hope. Y lo cierto es que empezó con su señoría, dirigiéndose a ella en idénticos términos a los empleados por este personaje en su solicitud, que recordaba palabra por palabra.

Después de esto esperó, aunque por ese lado no tuvo que esperar mucho. "Estimada Mrs. Hope: He buscado por todas partes sin hallar absolutamente nada. Evidentemente mi marido destruyó todo antes de morir. Lo lamento tanto; me hubiese encantado poder ayudarla. Su afectísima." Esto fue todo lo que escribió lady Northmore, sin siquiera conceder la gracia de una alu­sión a la ayuda que ella misma había recibido; aunque ya en el primer arreba­to de asombro y resentimiento nuestra amiga reconoció la extraña identidad de forma entre aquel billete y otro que nunca llegó a escribirse. Le habían contestado tal como ella, en caso semejante, en rencoroso momento, había

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soñado contestar. Pero la respuesta no había acabado con ésta; aún tenía que llegar, día tras día, de todas las otras fuentes alcanzadas por su pedido. Y día tras día, en tanto que el asombro y el resentimiento se hacían cada vez más hondos, apenas si consistían simplemente en tres mezquinos renglones de pesar y excusa. Todos habían buscado, y todos habían buscado en vano. A todos les hubiese encantado, pero todos se habían visto sujetos, como lady Northmore, a lamentarlo· tanto. Nadie podía encontrar nada, de donde dec bía deducirse que nadie había guardado nada. Algunos de estos informantes fueron más puntuales que otros, pero todos· contestaron a su debido tiempo, y así durante un mes, a cuyo término la pobre mujer, agobiada, totalmente desanimada, aceptó por fuerza su situación y volvió la cara a la pared. En esta posición permaneció, por decirlo así, días y días, indiferente a todo, sin hacer otra cosa que sentir y cuidar su herida. La herida había sido más cruel por hallarla desprevenida. Desde el instante en que concibió el supuesto remedio, jamás había tenido una hora de duda, y lo más notable, sobre todo, era que siempre le había parecido facilísimo. La perplejidad en que la sumía el resultado era mayor aún que su dolor. Realmente era un mundo pour rire éste donde las cartas de John Northmore eran rotuladas y clasificadas para la posteridad y donde las de Warren Hope no servían más que para avivar fuegos. Todo sentido, toda medida de cualquier cosa, sólo podían dejarla ... dejarla indiferente y muda. Ya no había nada que ha­cer: el espectáculo estaba trastrocado. John Northmore inmortal y Warren Hope condenado. Y en cuanto a ella, estaba acabada. Estaba derrotada. Así, agobiada, inmóvil, sorda, permaneció durante un lapso de tiempo del cual, como digo, no llevó cuenta; hasta que al fin llegó a ella un estruendo que hizo girar su velada cabeza. Fue la noticia de la aparición de los volúmenes de lady Northmore.

IV

Fue realmente un gran estruendo, y ese día todos los periódicos le asigna­ron gran importancia. Encontraba al lector en el umbral, y en todas partes

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la obra era objeto tanto de un artículo de fondo como de un comentario crítiéo. Además, los comentarios, según pudo ver en la primera ojeada, desbordaban de citas; bastaba mirar dos o tres,publicaciones para juzgar del entusiasmo. Mrs. Hope hojeó, mientras desayunaba, las dos o tres que había hecho comprar, para confirmación de la única que habitualmente recibía, pero su atención no pudo penetrar más allá; descubrió que no podía hacer frente al contraste entre el orgullo de los Northmore en esa mañana y su propia humillación, Los periódicos se lo traían ·hasta su propio hogar con demasiada mordacidad; los hiw a un lado y, para librarse de ellos, para no Sentir .su presencia, salió de su casa temprano. Encontró moti­vos para permanecer ausente; era como si le hubiesen prescrito tomar una pócima y ella dilatara el momento de la ordalía. Ocupó el tiempo como pu­do; fue a las tiendas y compró cosas sin saber qué uso podía darles; visitó amigos de quienes no gustaba mucho. La mayoría de sus amigos estaban reducidos en la actualidad a esa categoría, y tenía que escoger, para ha­cer sus visitas, las casas inocentes, como podría haberlo expresado, de la sangre de su marido. No podía hablar con quienes habían contestado en términos tan horribles a' su reciente circular; por otra parte, las personas que no se hallaban en la esfera de actividad de aquéllas permanecerían estólidamente ignorantes de la publicación de lady Northmore, y de ellos podría extraerse, aunque sinuosamente, la.limosna de su conmiseración. Como había almorzado en una pastelería decidió tomar el té afuera, y ya había caído el crepúsculo de marzo cuando llegó a su casa. Lo primero que. vio en. su vestíbulo iluminado fue un envoltorio abultado y pulcro sobre la mesa; y al punto comprendió, antes de acercarse, que lady North­more le había enviado su libro. Le informaron que había llegado al ins­tante de que ella saliera; de modo que de no haberlo hecho podría haber dedicado todo el día a su lectura. Ahora comprendió perfectamente su vivo instinto de evasión. Bien, la evasión la había ayudado, así como el contacto con la grande e indiferente vida general. Por fin tendría que hacer frente al objeto de sus críticas.

Lo enfrentó, después de la cena, en su apretada salita íntima, desenvol­viendo los dos volúmenes -. -Correspondencia pública y privada del Honora-

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bilfsimo,' etc., etc.- y examinando con atención, en primer término, el gran escudo de armas que resaltaba en la tapa purpúrea y los diversos retratos del interior, tan numerosos que dondequiera que abría daba con uno. Ignoraba que hubiese "posado" con tanta frecuencia, pero ahí estaba, en todas sus fases y en todos los estilos, y la galería de retratos se enriquecía con vistas de sus sucesivas residencias, cada una algo más grande que la anterior. En general siempre había notado que en los retratos, tanto de conocidos como de desconocidos, las·miradas parecían buscar y encontrarse con la suya; pero John Northmore, en todos, miraba a otro lado', como si estuviera en la mis­ma habitación y no accediera a darse por enterado de la presencia de ella. Lo extraño del caso es que ello le produjo un efecto tan vivo, que al cabo de diez minutos se encontró enfrascándose en el texto como una extraña que hubiera visto el libro, vulgar y accidentalmente, en alguna biblioteca. Había tenido miedo de sumergirse, es cierto, pero no bien inició la lectura se sintió -para hacer justicia a todos- totalmente absorta. Permaneció allí hasta altas horas, e hizo tantas reflexiones y descubrimientos que -única manera de decirlo- pasó de la perplejidad al estupor. Su contribución se había aprovechado poco menos que totalmente; antes de remitir las cartas de Warreñ las había contado, y ahora notaba que apenas una docena no figuraba en los volúmenes, circunstancia que le hacía explicable el obsequio de lady Northmore. Hacia aquellas páginas se dirigió primero, natural" mente, y al rondar· por ellas asomó su estupor. Al principio, a decir verdad, tomó una forma especial: la forma de una viva sorpresa ante la santidad sobrenatural de Warren; Su sorpresa original había sido notable, al tratar de presuponer razones; pero su sorpresa original no era nada en comparación con su asombro actual. Juzgaba que las cartas dirigidas a Warren habían sido para la familia, prácticamente, la gran carta; sin embargo, si la gran carta hacía apenas ese papel, ¿qué diablos podía pensar uno del resto del mazo?

Siguió avanzando, al azar, sintiendo una fiebre que crecía constantemen­te; temblaba, jadeaba casi, pues no quería estar segura antes de tiempo; pero en todas partes daba con el mismo· prodigio. Las cartas escritas a Warren eran simas de insubstancialidades; las otras seguían la corriente del mejor

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modo posible; luego el libro era, indudablemente, un desierto de arena, y su publicación motivo de risa. Así, a medida que su percepción de la escala del error se hacía más profunda, se fue perdiendo en visiones etéreas, hasta tal punto, que cuando su doncella, a las once, abrió la puerta, casi saltó, como sorprendida en delito. La muchacha, que ya se retiraba a su cuarto, no había venido más que a decírselo, y su señora, excelsamente despierta y encendida por el recuerdo, apeló a ella, tras una mirada fija e inexpresiva, con intensidad.

-¿Ollé ha hecho usted con los diarios? -¿Los diarios, señora? . -Todos los de esta mañana. ¡No me diga que los ha destruido! Vamos,

vamos, tráigamelos, rápido. La joven, por rara casualidad, no los había destruido; a poco reapare­

ció con los mismos, bien doblados, y Mrs. Hope, despidiéndola con sus bendiciones, tuvo al fin, en algunos minutos, una visión perfecta de todo. Vio que los periódicos reflejaban portentosamente su impresión. Luego no era mera ilusión de sus celos, sino el triunfo, inesperado, de la justicia. Los comentarios observaban cierto decoro, pero, francamente, leídos con atención, el estupor en ellos reflejado igualaba al suyo propio. Lo que en la mañana creyera entusiasmo, resultaba mera atención por cortesía, no advertida de antemano y en busca de razones que explicaran su ofuscación. La pregunta, si se quiere, se hacía cortésmente, pero se hacía, no obstante, y a las claras: "¿Por qué razón la familia de lord Northmore puede haberle creído buen escritor epistolar?" Pomposo y pesado, y al mismo tiempo vago y oscuro, se las ingeniaba, mediante una treta personal, para ser tan descui­dado como afectado. ¿Ollién, en tal caso, era principal responsable, y qué consejo extrañamente atrasado pudo haber seducido tan deplorablemente a un grupo de personas que, por otra parte, carecían de inteligencia? De no ser tan abultado el número de cómplices implicados en la compilación y preparación del libro casi podría haberse presumido que habían tenido que vérselas con bromistas.

De todas maneras, se había cometido un error, del cual lo mejor que podía decirse era que, por basarse en la fidelidad, resultaba conmovedor.

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Todo lo cual tal vez no asomara cabalmente a la superficie en aquella bien­venida, pero destellaba ya entre líneas y se abriría paso al día siguiente. Las extensas citas impresas eran citas marcadas con una interrogación: ¿Por qué? "¿Por qué -en otras palabras, según interpretaba Mrs. Hope- sacar a luz tal pobreza de expresión? ¿Por qué dar el texto de su deslustre y la prueba de su fatuidad?" Cierto es que la víctima del error, a su modo y en su día, había sido persona útil y notable, pero hubiese sido más acertado aducir cualquier otra evidencia de ello. Mientras paseaba por la habitación en aquellas tempranas horas del nuevo día, vibró en su pensamiento la idea de que la rueda cerraba su círculo; Al fin de cuentas existía una justicia, aunque fuera rudimentaria. El monumento que había sido su sombra estaba ya en pie, pero antes de una semana sería blanco de todo humorista, mofa de la inteligencia londinense. Aquella noche, entre sueños y vigilias, continuaba sorprendiéndola el extraño papel que había desempeñado su marido en todo aquello, pero con su último despertar, a hora agradablemente avanzada, se hizo la luz. Abrió los ojos a esa luz y, mirándola directamente, la saludó con la primera sonrisa que desde hacía mucho tiempo pasaba por sus labios. Pero ¿cómo no lo había adivinado? ¡Warren, desempeñando insidiosamente el papel de guardián, había hecho todo adrede! Había obrado con un fin largamente gustado de antemano, y el fin -el goce perfecto, cabal-. había llegado.

V

Fue después de esto, sin embargo -después de que otros órganos de críti­ca, inclusive los salones de fumar de los círculos, los pasillos de la Cámara y las sobremesas de todas partes formularan debidamente sus reservas y desahogaran su irreverencia, y después de que los infortunados dos tomos adquirieran, irremediablemente, categoría de novedad insuficientemente curiosa y prematuramente pasada de moda-, fue una vez que todo esto hubo sucedido cuando Mrs. Hope sintió realmente cuán propicia habría sido ahora su oportunidad y cuán dulce su venganza. El éxito de su publica-

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ción, cuya inevitabilidad nadie sospechaba en lo más mínimo, hubiera sido tan grande como el fracaso de la de lady Northmore, cuya inevitabilidad todos habían sospechado. Leyó y releyó sus cartas y se preguntó nuevamente si la confianza que las había conservado no podría justificarse en semejan­te crisis, a pesar de todo. ¿Acaso el descrédito que traía al ingenio inglés, por así decirlo, la incorregida atribución de tal mediocridad de pensamiento y de forma a un personaje público indiscutido no requerían realmente, en ese aspecto, un golpe redentor, tal como la aparición de una colección de obras maestras recogidas de carrera similar? Tener en la mano una semejante colección y a pesar de ello permanecer inactiva y verse en la imposibilidad de aprovecharla era tormento que justificaba sus temores de caer postrada por su causa.

Pero podría hacer otra cosa, no de redención, a la verdad, pero tal vez oportuna, dada la situación. Después de muchos años sacó del escondite el paquete de las epístolas que dirigiera a ella el extinto John Northmore, y releyéndolas a la luz de su estilo posterior juzgó que contenían cabalmente la promesa de aquella inimitabilidad; sintió que ahondarían la impresión y que, en su carácter de inédit, constituían su tesoro supremo. Por con­secuencia transcurrió para ella una semana terrible, en el curso de la cual sintió vehementes deseos de darlas a conocer. Compuso me.ntalmente el prefacio, breve, dulzón, irónico, que la haría aparecer como movida por la fuerza del sentido de su deber para con una gran fama y ante la vista de laureles tan recientemente recogidos. Naturalmente que habría dificultades; los documentos eran de su propiedad exclusiva, pero la familia, sorprendida, amedrentada, sospechosa, aparecía ante su fantasía como un perro con una sartén atada a la cola y listo para correr a guarecerse ante el menor ruido de la lata. Supuso que habría que consultarla, pues de lo contrario podrían obtener un interdicto judicial; de los dos caminos, sin embargo, más la atraía el del escándalo arrostrado por el hombre que ella había rechazado, mien­tras el encanto de esta visión perdurara, más aún que el de la delicadeza anulada para con el hombre con quien se había casado.

La envolvió la visión y se entretuvo con la idea, alimentada, al volver a tomar su descolorido y voluminoso paquete, por repetidas y minuciosas

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lecturas que afirmaban su convicción. Hasta consultó opiniones sobre la ingerencia que podrían tener los parientes de su antiguo amigo; a la verdad que desde entonces consultó muchas opiniones; volvió a salir, recogió vie­jos hilos, reparó viejas desavenencias, asumió nuevamente, como se decía, su sitio en la sociedad. Hacía años que los hombres no la veían con tanta frecuencia como en las semanas que siguieron a la humillación de los North­more. Visitaba, en particular, a todos aquellos que había dejado de lado después del fracaso de su requerimiento. Muchas de estas personas figura" ban como contribuyentes de lady Northmore, promotores inconscientes de la inaudita revelación; por más que, manifiestamente, habían actuado con estúpida buena fe. Warren, previsor y calculador, podría gozar de su sutileza, pero ello no le estaba reservado a ningún otro. Con todos los demás -pues al verse frente a ella parecían unos tontos, como se'decía para su coleto-- se comportaba con desmedida libertad, preguntando a diestra y siniestra qué podrían haber estado pensando, durante los años precedentes, ellos, o aun sus progenitores.'"¿Qyé diantres tenían en la cabeza, y dónde se hallaban los rudimentos de su inteligencia para quemar las preciosas cartas de mi marido y aferrarse a las de lord Northmore, como si en ello les fuera la sal­vación eterna? ¡Ya ven cómo los han salvado!" Las endebles explicaciones; la imbecilidad, a juicio de ella, de las razones aducidas, eran bálsamos para su herida. El gran bálsamo, sin embargo; lo guardó para el final: iría a ver a lady Northmore sólo cuando hubiera agotado todo el consuelo restante. Ese recurso sería tan supremo como el tesoro del abultado paquete. Al cabo fue y, por feliz azar, si el azar podía ser feliz alguna vez en tal casa, la recibieron: Permaneció allí media hora, pues había otras personas y, al levantarse para irse, se sentía satisfecha, Había observado lo que deseaba, celebrándolo; sólo que, inesperadamente, se apoderó de ella algo más absoluto que la ardua necesidad que obedeciera y que la vengativa ventaja que anhelara. Habría previsto casi cualquier cosa, pero no que sentiría compasión por. aquella gente, a pesar de lo cual notó, al cabo de diez minutos, que todo el resto se fundía en su compasión.

De repente, al punto, los vio transformarse ante sus ojos por fuerza de la hondura de su desdicha, y vio que los grandes Northmore, sobre todo,

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estaban conscientemente débiles y aplastados. Ni hizo ni oyó alusión alguna a volúmenes publicados o frustrados; y de tal modo dejó desvanecer su an­ticipado requerimiento que cuando, al despedirse, besó a su pálida hermana de viudez, no fue el suyo un beso de Judas. Había ido con la intención de preguntar ligeramente si no le correspondería ahora a ella tener su oportu­nidad de publicar; pero la renunciación con que volvió a su casa se había formado antes de dejar. el salón. Cuando llegó no hizo más que llorar, en verdad; lloró porla frecuencia del fracaso y la rareza de la vida. Sus lágri­mas quizá le trajeron un concepto de filosofía: todo se reducía a lo mismo. Una vez consumida, sacó por última vez el descolorido y abultado paquete. Sentada junto a un receptáculo que se vaciaba diariamente en provecho del basurero, destruyó, una por una, las gemas de la colección en que cada pieza había sido una gema aisladamente. Desgarró, escrupulosamente, las cartas de lord Northmore. Ya nunca se sabría, en cuanto a esta colección, que al­guna vez se la había atesorado, como tampoco se sabría jamás su sacrificio. Y experimentó un alivio al dejar que las cosas quedaran tal como estaban. Al día siguiente dio comienzo a otra tarea. Sacó las cartas. de su marido y se puso a trabajar de ·firme en la transcripción de las mismas. Las copió piadosamente, tiernamenté, y, dado el propósito por que ahora se sentía guiada, juzgó que casi no había necesidad de omisiones. ¡De aquí a que fuesen publicadas ... ! Sacudió la cabeza, con conocimiento y resignación, al pensar en crítica tan remota. Una vez concluida su transcripción la envió a un impresor para que la pusiera en tipo, y luego, tras recibir y corregir las pruebas, y tomando todas las precauciones imprescindibles para guardar el secreto, hiw tirar un solo ejemplar y presenció la destrucción del tipo. Su penúltimo acto, o tal vez el antepenúltimo, fue guardar cuidadosamente es­tas hojas que, según le agradó calcular, formarían un volumen de trescientas páginas. El siguiente fue añadir a su instrumento testamentario una dispo­sición precisa para que después de su muerte se publicara aquel volumen. El último fue esperar que la muerte llegara a su debido tiempo.

. f. Traducción de B. R. Hopenhaym

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ALEMANIA

· ERNST HoFFMANN _¡ !

Ernst Theodor Wilhelm (llamado Amadeus) Hoffman nació en Konigs­berg (Prusia Oriental) en 1776; murió en Berlín en 1822. Fue jurisconsulto, compositor de música, director de orquesta, pintor, caricaturista; bohemio y escritor de extraño talento. La gloria de Hoffmann descansa en sus cuentos fantásticos, género en el que es el autor alemán más original y más célebre de comienws del siglo XIX. De su obra literaria mencionaremos: Phantaiiestü­cke in Callots Manier (1814); E/ixire des Teufels (1816); Die Serapions Brueder (1819-1821); Prinzessin Brambi//a, ein Capriccio nach ]akob Ca//ot (1821); Lebensansichten des Katers Murr, nebst fragmentarichter Biographie des Kape/1-meisters ]ohannes Kreis/er in zufaelligen Maku/aturb/aettern (1821-1822); y otros cuentos famosos son: Meister Martin und seine Gesellen; Das Majorat; Das Fraeu/ein von Scudery; Der Artushofi Doge und Dogarese.<· , ·

'

' ..

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lA "FERMATA"

E !luminoso y vívido cuadro de Hummel1 intitulado Reunión en una ta­berna italiana, se hizo célebre durante la exposición de arte que en 1814

se celebró en Berlín y en la que estuvo expuesto ·para solaz de los ojos y del espíritu de muchos. Una glorieta cubierta por una tupida enredadera; una mesa· servída con vinos y frutas y, junto a la misma, dos mujeres italianas que están sentadas la ima,frente a la otra. Una de ellas canta mientras la otra toca la cítara. Entre ellas y en segundo plano, está el abate que, de pie, hace las veces de director de orquesta. Con la batuta levantada espera el momento en que la cantante termine un prolongado trino de la cadencia, que precisamente' está cantando con los ojos alzados al cielo, para retomar el movimiento inicial y la citarista pueda ejecutar el atrevido acorde de séptima dominante~ El abate está henchido de admiración, de bienaventurado delei­te y, no obstante,-lleno de angustiosa tensión. Por nada del mundo quisiera dejar pasar el momento oportuno para bajar su batuta. Apenas si se atreve a respirar. Quisiera amordazar la boca y atar las alas de todos los mosquitos y abejas, para que no se produzca el más mínimo zumbido. Le molesta, por lo tanto, el solícito tabernero, que precisamente en ese instante decisivo trae el vino pedido. Vista a través de un camino emparrado que atraviesan brillantes reflejos de luz. Allí se detiene un jinete y desde la taberna le es alcanzada una bebida refrescante.

Delante de este cuadro se habían detenido los dos amigos, Eduardo y Teodoro.

-Cuanto más miro a esa cantante ya algo envejecida pero, no obstante, llena de entusiasta virtuosismo y vestida con sus pintorescas ropas -así dijo

1 Juan Erdmann Hummel (1769-1852) vivió mucho tiempo en Italia.

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Eduardo-, cuanto más disfruto observando el severo perfil típicamente romano y las bellas formas de la citarista y cuanto más me divierte ese insuperable señor abate, con tanta mayor fuerza y libertad todo el conjunto penetra en mi vida real y activa. Es evidente que ha sido caricaturizado en cierto sentido superior, pero, no obstante, está lleno de gracia y alegría ... ~isiera entrar ahora mismo en esa glorieta y abrir una de las deliciosas botellas recubiertas de paja trenzada, que me sonríen desde la mesa ... En efecto, tengo la sensación de sentir ya algo del dulce aroma del noble vino que contienen ... ¡No! Esta inspiración no habrá de esfumarse en el ambiente frío e insípido que nos rodea. En honor de este hermoso cuadro, del arte, de la luminosa Italia, en la que tan vigorosa arde la alegría del vivir, vamos a beber una botella de vino italiano ...

Mientras Eduardo decía todo esto en forma entrecortada, Teodoro per­manecía callado y caviloso, sumido en la contemplación del cuadro.

-Sí, vamos a beberla- exclamó por fin como despertando de un sue­ño, pero apenas si podía desprenderse de ese cuadro; y cuando, siguiendo mecánicamente a su amigo, se encontró ya junto a la puerta de salida, lanzó aún anhelantes miradas hacia aquellas dos cantatrices y al abate. Era fácil cumplir la proposición de Eduardo. Cruzaron la calle y muy pronto, en la salita azul de Sala Tarone, una pequeña botella cubierta de tejido de mimbre, similar a las de la glorieta, se encontraba frente a ellos sobre la mesa.

-Sin embargo, a mí me parece -dijo Eduardo después que hubieron vaciado unas cuantas copas, viendo que a pesar de ello Teodoro continuaba aún silencioso y sumido en sus cavilaciones- que ese cuadro te ha impresio­nado de una manera muy especial y en modo alguno tan alegre como a mí.

-Puedo asegurarte -replicó Teodoro- que yo también he disfrutado en grado sumo de toda la alegría y luminosidad que hay en él, sólo que se me antoja extraordinario que el mismo refleje con tanta fidelidad una escena de mi propia vida, reproduciendo además con perfecta exactitud a las personas que en ella intervinieron. Estarás de acuerdo conmigo, en que hasta los recuerdos más felices son capaces de trastornar el espíritu cuando repentinamente resurgen de una manera tan inesperada y singular, como despertados por arte de magia. Ése, precisamente, es mi caso actual.

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-¿Una escena de tu vida? -lo interrumpió Eduardo con asombro--. ¿Dices que ese cuadro reproduce una escena que tuvo lugar en tu vida? Bueno, cuéntame ahora mismo qué relación hay en todo esto. Estaremos solos; a estas horas nadie viene a esta casa.

-~isiera complacerte -repuso Teodoro--, pero será preciso que retroceda mucho ... Hasta mi juventud ...

-No te preocupes y cuéntamelo todo -respondió Eduardo--. De to­das maneras no es mucho lo que sé de tus años mozos. Si tardas al hacerlo, ello no tendrá otra consecuencia más grave que la de bebemos una segunda botella de este delicioso vino. Pero eso nadie nos lo reprochará, ni nosotros mismos, ni tampoco el señor Tarone.

-A nadie habrá de sorprender -así comenzó diciendo Teodoro- el hecho de que yo haya desechado todo, entregándome en cuerpo y alma al noble arte de la música, pues siendo niño, apenas había algo que pudie­ra atraerme más que el viejo, ronco y chirriante piano de cola de mi tío, en el que me pasaba tocando noche y día. En nuestro pequeño pueblo, la música estaba en muy precarias condiciones, pues fuera de un anciano y obcecado organista, que en realidad no era mas que un fracasado maestró de aritmética, que me atormentaba mucho con sus disonantes tocatas y fugas, no había persona alguna que hubiera podido enseñarme. Sin inti­midarme por ello, lo soporté con valor. A veces, el viejo aquel protestaba enfurecidó, pero bastaba con que ejecutara en el piano con su vigorosa manera alguna frase musical, para que yo ya me sintiera reconciliado con él y con el arte. Entonces, yo experimentaba algo muy extraño: Más de una obra, sobre todo cuando era del viejo Juan Sebastián Bach, me pa­recía ser algo así como un cuento espeluznante y fantástico y de mí se apoderaban escalofríos, esos escalofríos a Jos que uno se abandona con tanto placer en la fantástica época de la adolescencia. Pero ante mí se abría todo un edén cuando, como solía ocurrir durante el invierno, el director de la banda y sus compañeros ofrecían· un concierto, contando para ello con la colaboración de unos pocos y malos aficionados y en los que yo atendía los timbales en la sinfonía, honor éste que se me dispen­saba, debido a mi extraordinario sentido del ritmo. Mucho más tarde me

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di cuenta de lo ridículos que muchas veces resultaban estos conciertos. Por lo común mi maestro ejecutaba en el piano dos conciertos de Wolf2 o de Manuel Bach;3 un pianista desrrozaba a Stamitz4 y el cobrador de impuestos soplaba·vigorosamente su flauta, exagerando en ·tal forma sus expiraciones, que su aliento apagaba las dos velas que iluminaban el atril y que constantemente era necesario·volver a encender. No había que pensar siquiera en el canto, cosa que mi tío, que era un gran admirador del arte musical, lamentaba mucho. Recordaba aún con deleite los tiempos pasa­dos, en los que los cuatro cantores de las cuatro iglesias se unieron para ofrecer en forma de concierto una versión de Carla tita en la Corte.· Sobre todo acostumbraba a destacar la tolerancia con que los cantores se habían unido en el arte, puesto que, aparte de la Iglesia católica y evangélica, la feligresía reformista se dividía también en dos idiomas distintos: el fran­cés y el alemán. El cantor francés no permitió que otro tomara el rol de Carlotita y, según lo contaba mi tío; desempeñó ese papel, ~on las gafas caladas y la •más deliciosa voz de falsete que jamás haya sido emitida por garganta humana alguna. Pero una tal demoiselle Meibel, que contaba sus cincuenta y cinco años de edad, consumía en nuestro pueblo la mísera pensión que la corte le asignara en su condición de "cantante real" jubilada, y mi tío opinaba, y con razón, que por ese dinero 1a Meibel bien podría cantar algo en nuestros conciertos. Ella se las dio de señora distinguidá y se hizo rogar mucho, hasta que finalmente aceptó, y es así como llegaron a escucharse también arias de bravura. Esta tal demoiselle Meibel era una mujer muy extraña. Aún ·recuerdo perfectamente a aquella señora bájita y flaca. Acostumbraba presentarse muy seria y con aire· solemne, llevando en la mano su particella y vistiendo ún traje de colorinches. Saludaba. al público con una suave inclinación del busto. En la cabeza lucía un adorno muy especial, en cuya delantera había un ramito de flores de Italia de por-

·•

2 Probablemente Ernesto Guillermo Wolf(1735-1761). 3 Carlos Felipe Manuel Bach (1714-1788), el hijo más aventajado de]. S. Bach. 4 Sin duda se refiere a Juan Stamitz (1717--1757), destacado antecesor ~e Haydn.

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celana, que mientras ella cantaba, vibraba y se mecía de manera singular. Una vez que había terminado de cantar y ya cuando el público la había aplaudido lo bastante, entregaba la particella con ademán orgulloso a mi maestro, concediéndole en esas oportunidades el honor. de introducir sus dedos en la tabaquera de porcelana que representaba a un perro bulldog y que ella había sacado a relucir, para servirse con toda parsimonia una pizca de rapé. Tenía una voz desagradablemente chillona, emitía toda clase de adornos y coloraturas de mal gusto y ya podrás imaginarte la impresión que esto, sumado a su aspecto ridículo, podía causarme. Mi tío se deshacía en elogios; yo no podía comprenderlo y prefería entregarme con todo afán a mi organista que, acérrimo enemigo del canto, sabía parodiar con humor hipocondríacamente malicioso a aquella señorita vieja y coqueta.

Cuando con mayor intensidad compartía yo con mi maestro aquel desprecio por el canto, tanto más valoraba éste mi talento musical. Con el mayor .entusiasmo me enseñaba contrapunto, y muy pronto yo mismo componía las más artificiosas tocatas y fugas. Precisamente fue uno de estos fragmentos de mis complicados trabajos el que ejecuté para mi tío en el día de mi cumpleaños -cumplía yo entonces diecinueve años- cuando el camarero del mejor hotel de nuestra ciudad irrumpió en el cuarto para anunciar la visita de dos señoras extranjeras que acababan de llegar. Antes de que mi tío pudiera sacarse el batón de seda floreada y vestirse correcta­mente, las así anunciadas entraron en la habitación.

Sabes la impresión electrizante que toda personalidad extranjera produ­ce en aquellos que. fueron criados en la estrechez pueblerina ... Sobre todo aquella que de .manera tan inesperada penetraba ahora en mi vida, resultaba ser en un todo la apropiada para caer sobre mí como un mágico efluvio. Imagínate a dos italianas jóvenes y esbeltas, vestidas, de acuerdo con los dictados de la última moda, con fantásticos trajes de vivos colores, bastante virtuosamente atrevidas y simpáticas, que se acercan a mi tío y con sus voces sonoras y agradables, le hablan en forma insistente ... ¿Qyé extraño idioma están hablando? ... ¡Sólo a veces, de tarde en tarde, suena como si fuera ale­mán! ... Finalmente logran hacerse entender por mi tío: son cantantes que se hallan de paso en nuestra ciudad; desean dar un concierto en la misma

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y para ello recurren a él, yá que saben que es capaz de organizar esa clase de espectáculos.

Mientras conversaban entre ellas, yo había pescado sus nombres de pila y tenía la sensación de como si en ese momento, puesto que anteriormente esa doble aparición femenina me había mareado tanto, me fuera posible comprender e interpretar mejor a cada una de ellas. Lauretta, aparentemente la mayor, lanzaba rayos con sus ojos brillantes, hablaba con exuberante viva­cidad y, gesticulando mucho, insistía en hacerse comprender por mi tío que aún permanecía perplejo. Sin ser demasiado alta, era de formas generosas y mis miradas se clavaron en más de un encanto, hasta entonces desconocido por mí. Teresina, más alta, más delgada, de rasgos más alargados y expresión seria, hablaba menos, pero más razonablemente. De tarde en tarde sonreía de manera muy peculiar. Era casi como si le divirtiera de modo extraordi­nario el bueno de mi tío, que se encogía en su batón de seda como si fuera un caparazón y trataba de esconder· en vano una traicionera cinta amarilla, con la que se ataba la bata de dormir y la que constantemente pugnaba por asomar, muy larga y molesta, en su escote. Por fin, las señoras se levantaron; mi tío prometió organizar el concierto para el tercer día y se vio gentilmente invitado a concurrir conmigo, esa misma tarde, al domicilio de las dos her­manas, para tomar la cioccolata en compañía de ellas. Ascendimos, solemne y pesadamente, las escaleras. Ambos teníamos una sensación muy extraña, como si nos esperara alguna aventura para la que no estábamos preparados. Después que mi tío, convenientemente preparado para ello, hubo dicho muchas cosas bonitas sobre el arte, que nadie comprendía, ni él, ni nosotros tampoco, después que yo me quemara dos veces la lengua con el chocola­te caliente, aunque, convertido en Scevola, por mi indiferente estoicismo, había disimulado mi dolor con una sonrisa, Lauretta dijo que nos cantaría algo. Teresina tomó la cítara, la afinó y ejecutó algunos acordes sonoros. Yo nunca había escuchado antes ese instrumento y la sonoridad opaca y misteriosa con que vibraban sus cuerdas me conmovió en lo más profundo de mi ser. Muy suavemente, Lauretta entonó una nota que mantuvo hasta alcanzar el.fortissimo, para estallar luego en una complicada y atrevida figura que se extendía a través de octava y media. Aún recuerdo las palabras del

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principio: Sento l'amica speme. 5 Sentí una opresión en el pecho; jamás había yo intuido esto. Pero a medida que Lauretta agitaba con creciente libertad y audacia las alas de su canto, cuanto más ardorosa y brillantemente me envolvía el fulgor de su voz, tanto más mi música íntima, tanto tiempo rígida y muerta, se encendía, brotando en vigorosas y bellas llamaradas. ¡Ay!. .. Era ésa la primera vez en mi vida que yo escuchaba música de ver­dad... Luego, las dos hermanas cantaron aquellos bellos dúos del abate Steffani.6 La cálida y maravillosamente límpida voz de contralto de Teresina me penetraba hasta el alma. No me fue posible contener mi emoción ín­tima y las lágrimas brotaron de mis ojos. El tío se aclaraba la garganta mien­tras me lanzaba severas miradas de desaprobación, que de nada le sirvieron, pues yo, en efecto, estaba fuera de mí. A las cantantes parecía agradarles todo esto. Me interrogaron acerca de mis estudios musicales; yo me aver­goncé de mis trabajos y con la audacia que me dictaba el entusiasmo, declaré con todo descaro que sólo entonces había escuchado música de verdad.

-Il buon fanciulfo?-susurró Lauretta muy dulce y suave. · Cuando regresé a mi casa, se apoderó de mí una rabia tal, que tomé

todas las tocatas y fugas que había fabricado y también las cuarenta y cinco variaciones sobre un tema canónico' que había. compuesto mi maestro, el organista, obsequiándomelas en una copia muy prolija, y las eché al fuego, riéndome luego maliciosamente al ver cómo todo aquel contrapunto doble se retorcía y convertía en cenizas. Después me senté al piano, tratando de imitar en primer lugar las notas de la cítara y repetir luego las melodías que habían cantado aquellas dos hermanas, y hasta llegué a entonadas.

-Será mejor que no chilles tanto y vayas a acostarte -gritó por fin mi tío, cercana ya la medianoche. Apagó las dos velas de mi atril y regresó a su alcoba. Tuve que obedecer. El sueño me trajo el secreto del canto ... Así al menos lo creía ... , pues cantaba magistralmente "sento l'amica speme".

~.

5 Siento dichosa esperanza. . 6 Agos~no Steffani (1653-1728). Aún hoy se aprecian mucho sus dúos de cámara. 1 Excelente chico ...

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A la mañana siguiente mi tío había citado para el ensayo a toda' la gente del pueblo que supiera rascar o soplar algún instrumento. Qyería demostrar orgullosamente, cuán estupenda sonaba nuestra orquesta, pero su propósito fracasó de la manera más desgraciada. Lauretta cantaba una gran escena, pero, ya en el recitativo, todos los músicos la acompañaban con una espan­tosa confusión, pues ninguno de ellos tenía la menor noción de lo que era un acompañamiento~ Lauretta gritaba, se enfurecía, lloraba de ira e impa­ciencia. El organista estaba· sentado al piano y sobre él Lauretta dejó caer sus amargos reproches; él se levantó y se dirigió con silencioso encono hacia la puerta. El municipal, al que Lauretta había lanzado un enfurecido Asino ma/edetto/8 a 1~ cabeza, se puso el violín bajo el brazo y se encasquetó ob­cecadamente el sombrero; también él se dirigió hacia la puerta y los demás músicos le siguieron, tras guardar sus arcos y destornillar las boquillas de los instrumentos de viento. Únicamente los aficionados dejaban vagar sus ojos lagrimean tes y el cobrador de impuestos exclamó con entonación trágica:

-¡Dios mío;cómo me. altera todo esto! , ¡Toda mi timidez me había abandonado! Me lancé tras el músico

municipal, rogué, imploré, le prometí, presa de un miedo atroz, componer seis rninuetos nuevos con acompañamiento de trío doble para el próximo baile municipal ... Logré apaciguarlo. Regresó a su atril y los demás músicos lo imitaron. Muy pronto la orquesta quedó reconstituida, faltando sólo el organista. Lentamente cruzaba la plaza del mercado y de nada sirvieron todas . nuestras llamadas e invitaciones para que volviera .. Teresina había asistido a. toda esta escena, ahogando la risa. El enojo de Lauretta se ha­bía trocado en alegría; Exageró los elogios con que premió mis afanes, me preguntó si tocaba el piano y antes de que pudiera darme cuenta, ya me encontraba sentado en el lugar del organista y teniendo ante mí la partitura. Hasta entonces, yo nunca había acompañado a un cantante, ni dirigido una orquesta. Teresina se sentó a mi lado, junto al piano, indicándome todos los movimientos; coseché de parte de Lauretta un animador "¡bravo!"; tras

8 Asno maldito.

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otro, la orquesta se sometió a mis indicaciones y todo marchó mejor. En el segundo ensayo se aclararon las tramas musicales, y el efecto producido por el canto de ambas hermanas en el concierto resultó indescriptible.

En la ciudad residencial habrían de tener lugar muchas festividades para celebrar el regreso del soberano, y las hermanas habían sido contratadas para cantar en el teatro y en los conciertos. Hasta el momento en que allí se hiciera necesaria su presencia, resolvieron radicarse en nuestro pueblo, y fue así como pudieron dar aún unos cuantos conciertos más. La admiración del público degeneró en una especie de locura. Únicamente la vieja Meibel se servía con toda parsimonia una pizca de rapé y manifestaba que ese im­pertinente griterío no era cantar; "para cantar de verdad es preciso hacerlo muy dulcemente". Mi organista ya no volvió a aparecer por mi casa y yo ni siquiera lo echaba de menos. En esos días yo era el hombre más feliz sobre la tierra ... Ella, tan sólo ella, me había revelado cuál era la verdadera música. Comencé a estudiar el italiano y puse a prueba mi habilidad para componer canzonetas. ¡Cómo flotaba yo en el séptimo cielo cuando Lauretta ento­naba mis composiciones y hasta las elogiaba! A menudo experimentaba la sensación de no haber sido yo quien había concebido y realizado eso, sino que a través del canto de Lauretta emergía luminosa la verdadera idea. No lograba acostumbrarme del todo a Teresina. Cantaba muy de tarde en tarde y a veces hasta tenía la sensación de que se burlaba de mí en secreto. Por fin llegó el momento de la partida. Sólo entonces sentí todo lo que Lauretta había significado para mí y la imposibilidad de separarme de ella. Muchas veces, cuando se había mostrado muy smorfiosa, 9 solía acariciarme después de la manera más candorosa, a pesar de lo que mi sangre comenzaba a bullir, y únicamente la extraña frialdad que sabía oponerme evitaba que yo la abrazara con ardiente y enloquecida pasión. Yo tenía una discreta voz de tenor que, si bien nunca la había ejercitado, no tardó en desarrollarse de modo favorable. Por lo general solía cantar con Lauretta aquellos amo-

9 Áspera.

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rosos duettini italianos, cuyo número es infinito. Precisamente, cantábamos uno de esos dúos ... La partida se acercaba ... Senza di te, ben mio, vivere neo

poss'io .. .l0 ¿Oiiién sería capaz de soportar esto? Me tiré a los pies de Lau­retta ... ¡Estaba desesperado! Ella me levantó:

-Amigo mío, ¿acaso debemos separarnos? Sorprendido, presté oídos a sus palabras. Me propuso que fuera con ella

y Teresina hasta la ciudad residencial, ya que era evidente que alguna vez tendría que salir de ese pueblecito, si es que en efecto yo quería dedicarme por completo a la música. Imagínate a alguien que, desesperado de la vida, cae en el más profundo y tenebroso abismo, pero en el mismo instante en que cree percibir el golpe que lo estrellará, se encuentra en cambio sentado en una maravillosa glorieta cubierta de rosas y a su alrededor bailan cien lucecitas multicolores y le gritan: "¡Olierido mío, hasta la fecha usted vive

, 1" aun. Ésa era la sensación que experimenté entonces. ¡Acompañarlas hasta la

ciudad residencial! ¡Eso se había grabado en mi alma! No quiero aburrirte con el relato de cómo me las arreglé para convencer

a mi tío de que era absolutamente necesario que me trasladara a la capital, la que, por otra parte, no resultaba excesivamente lejana. Finalmente mi tío accedió y hasta prometió acompañarme. ¡Oiié desencanto!. .. No me era posible comunicarle mi propósito de hacer el viaje en compañía de las dos cantantes. Pero me salvó un fuerte catarro que lo postró en cama. Salí en la diligencia, pero únicamente fui hasta la estación más próxima, para· esperar allí a mi diosa. Un bien forrado monedero me permitía prepararlo todo convenientemente. Muy romántico, me había propuesto acompañar a esas señoras como un paladín defensor. Supe adquirir un caballo que, si bien no era demasiado hermoso, según lo afirmado por el vendedor, resul­taría muy manso; así, a la hora fijada, fui al encuentro de las dos cantantes. Muy pronto divisé el pequeño coche de dos asientos que se acercaba con

to Sin ti, mi amor, vivir no puedo.

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toda lentitud. El asiento posterior estaba ocupado por las dos hermanas y en el pequeño trasportín se sentaba la doncellita, la gordita Gianna, una morena napolitana. Además, el coche estaba repleto de toda clase de cajas, cajitas y cestas, de las cuales las señoras que salen de viaje nunca pueden prescindir. Desde el regaw de Gianna, dos pequeños bulldogs me recibieron con sus ladridos cuando saludé a las tan ansiosamente esperadas mucha­chas. Todo marchó a la perfección y ya nos encontrábamos en la última estación, cuando mi caballo tuvo la extraña ocurrencia de regresar a su casa. La conciencia de que en esos casos la severidad no tiene éxito, me aconse­jó intentar todos los medios suaves que fueran posibles, pero el obcecado animal no se conmovió con mis amables palabras. Yo quería adelantar, él retroceder. Lo único que obtuve de él fue que, en lugar de desbocarse, sólo lograra girar constantemente. Teresina se asomaba a la ventanilla y se reía mucho, mientras Lauretta, tapándose la cara con ambas manos, lanzó un agudo grito, como si yo me hallara en el peor de los peligros. Este grito me dio el valor de la desesperación; incrusté ambas espuelas en los flancos del caballo y en el mismo momento me encontré violentamente lanzado al suelo. El caballo permaneció tranquilo en el mismo lugar y me miraba de manera no poco burlona, estirando mucho el pescuezo hacia delante. Yo no pude levantarme por mis propios medios. El cochero corrió entonces a socorrerme y .Lauretta, que se había bajado del coche, lloraba a gritos. Teresina reía sin cesar. Yo me había recalcado el pie y ya no me era posible volver a montar el caballo. ¿Cómo habría de proseguir mi viaje? El caballo fue atado al coche, al que yo subí arrastrándome. Imagínate a dos mujeres bastante robustas, una doncella gorda, dos bulldogs, una docena de cajas, cajitas y cestas, y. finalmente yo, acurrucado en ese pequeño vehículo de dos asientos ... Imagínate las lamentaciones de Lauretta por la incomodidad del asiento ... , el aullar de los bulldogs ... , la incesante charla de la napoli­tana ... , el mal humor de Teresina ... , mi indescriptible dolor en el pie, y podrás experimentar perfectamente lo desagradable que era mi situación. Teresina, según dijo, no pudo soportarlo por más tiempo. El cochero detuvo la marcha. De un salto ella bajó del coche, soltó mi caballo y, sentándose a mujeriegas en la montura, trotaba corveteando delante de nosotros. Yo no

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podía menos que reconocer que estaba preciosa así montada a caballo. La altivez y gracia que le eran peculiares al caminar,. se destacaban aún más. Hizo que le entregásemos la cítara y, poniéndose las riendas sobre el brazo, comenzó a cantar bravías romanzas españolas, acompañándose con sonoros acordes. Su vestido de seda clara se agitaba juguetón en sus fulgurantes pliegues, y como si fueran los aéreos y cariñosos espíritus de las notas que emitía, las blancas plumas de su sombrero se inclinaban, temblando gracio­samente. Toda aquella aparición resultaba altamente romántica; no me era posible desviar la vista de Teresina, haciendo caso omiso de que Lauretta le reprochara ser una loca atrevida, a la que sentaba muy mal su descaro. Pero todo fue bien: el caballo había perdido toda su tozudez, pareciendo preferir la cantante al paladín. Sólo poco antes de llegar a las puertas de la ciudad residencial, Teresina se avino a volver al coche.

Ahora· me ves deleitándome' en conciertos y óperas, me ves convertido en laborioso maestro concertador, sentado al piano, ensayando arias, dúos y qué sé yo cuántas otras obras. Adivinas a través de mi modalidad cam­biada, que me posee un espíritu extraordinario. Toda la timidez pueblerina ha sido desechada y como un maestro permanezco sentado junto al piano, con la partitura ante mí, dirigiendo las escenas que canta mi donna ... Todo mi espíritu ... , mis pensamientos ... , son dulces melodías ... Compongo, des­preocupándome de las leyes del contrapunto, toda clase de canzonettas y arias, que son cantadas por Lauretta, aun cuando no trasponen los muros de su habitación. ¿Por qué nunca quiere cantar mis obras en sus conciertos? ¡No me lo explico! Pero a veces se me aparece Teresina, montada en brioso corcel, como si fuera la encarnación del arte en su atrevido romanticis­mo ... Involuntariamente escribo entonces más de una hermosa canción ... Es verdad: Lauretta juega con las notas como si fuera una caprichosa reina de hadas. ¿Qyé intenta ella, que no le salga bien? Teresina no es capaz de emitir una coloratura, un mordente en el mejor de los casos, pero sus notas, largamente tenidas, brillan luminosas a través de un oscuro fondo nocturnal y despiertan espíritus maravillosos que, con sus ojos serios, pene­tran profundamente en el pecho ... No sé cómo durante tanto tiempo pude sustraerme a esto ...

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Se acercaba el concierto de beneficio concedido a las hermanas. Lauretta cantó una larga escena de Anfossi. 11 Como de costumbre, yo la acompañaba al piano. Llegamos a la última ftrmata: Lauretta puso en juego todo su arte. Era el canto de un ruiseñor el que allí se alzaba y replegaba ... Notas tenidas ... Luego, abigarradas y complicadas coloraturas. ¡Todo un solfeo!. ..

Lo cierto es que esta vez la pieza casi me pareció ser demasiado larga. Sentí un suave aliento: Teresina estaba a mis espaldas. En ese mismo ins­tante, Lauretta se disponía a iniciar el armónico trino en crescendo, con el que deseaba volver al movimiento inicial. Satanás me dominaba. Con ambas manos di el acorde; la orquesta siguió tocando; fracasado quedó el trino de Lauretta, fracasado el momento cálido que habría de despertar en todos el asombro'y la admiración. Lauretta, traspasándome con miradas enfurecidas, tomó la partitura y me la tiró a la cabeza con tanta fuerza que los fragmentos de la misma revolotearon a mi alrededor y como enloquecida salió corriendo a través de la orquesta, hacia el cuarto contiguo. Apenas hubo finalizado el tutti, la seguí. Ella lloraba y chillaba enfurecida:

-Apártate de mi vista, traidor -me gritó-. ¡Diablo, que maliciosa­mente me lo ha hecho estropear todo!. .. ¡Qye ha hecho fracasar todo mi renombre y mi triunfo ... ! ¡Ay, mi trino!. .. ¡Apártate de mi vista, maldito hijo del infierno!

Se abalanzó sobre mí; yo escapé saliendo por la puerta. Durante el concierto que en esos momentos ejecutaba alguien, Teresina y el director de orquesta lograron apaciguarla lo bastante para que se resolviera a salir nuevamente a escena; pero a mí ya no me permitió acompañarla al piano. En el último dúo que cantaron las dos hermanas, Lauretta logró aplicar, en efecto, su armónico trino en crescendo, y se vio enormemente aplaudida y su humor se tornó el mejor del mundo. Sin embargo, yo no podía olvidar el mal trato que delante de tantas personas extrañas había sufrido de parte de Lauretta y estaba firmemente resuelto a regresar a la mañana siguiente a mi

11 Pascual Anfossi (1727-1797). Compositor de óperas.

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ciudad natal. Precisamente me hallaba recogiendo mis cosas, cuando Tere­sina entró en mi alcoba. Advirtiendo lo que hacía, exclamó asombrada:

-¿Piensas dejarnos? Le expliqué que después de haber soportado semejante vejación por

parte de su hermana, ya no me sería posible continuar en su compañía. -¿De modo que el absurdo comportamiento de una loca que ya la­

menta su actitud es capaz de ahuyentarte? ¿Crees que puedes vivir mejor en parte alguna con tu arte, que no sea a nuestro lado? Únicamente depende de ti y de tu comportamiento el que Lauretta se abstenga de semejantes manifestaciones. Eres demasiado tolerante, demasiado dulce, demasiado suave. Además, valoras en demasía su arte. Es verdad que su voz no es mala y que tiene mucho volumen; pero todos esos adornos absurdos, las escalas desmedidas, los interminables trinos, no son más que deslumbran­tes alardes de técnica vocal, a los que se admira del mismo modo que a los peligrosos saltos de un equilibrista. ¿Acaso algo así es capaz de penetrar pro­fundamente en nosotros y conmover nuestro corazón? No puedo soportar ese trino armónico que tú estropeaste. Al escucharlo me siento oprimida y angustiada. ¡Y luego esas excursiones a las regiones de las tres líneas adi­cionales!. .. ¿Acaso no resulta artificioso excederse de la voz natural, que es la única que realmente puede resultar conmovedora? Yo prefiero las notas centrales y bajas. Un sonido que penetra en el corazón, un buen portamento di voce,U lo pongo por sobre todas las cosas. Nada de adornos superfluos, una nota vigorosamente sostenida ... Una expresión determinada que se apodera del alma y del espíritu, ése es el verdadero canto y es así como yo canto. Si ya no quieres ·a Lauretta, entonces no olvides a Teresina, que te quiere tanto, porque, de acuerdo a tu verdadero modo de ser, habrás de convertirte muy pronto en su maestro y compositor ... ¡No me lo reproches! Todas tus amaneradas canzonettas y arias no valen nada, comparadas con lo único verdadero ...

12 Manera de emitir la voz arrastrando una nota hacia otra.

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Con su voz sonora, Teresina entonó una canción semejante a un simple canto religioso, que yo había compuesto pocos días atrás. Nunca imaginé que eso pudiera sonar así. Las notas penetraban en mí con maravillosa po­tencia; a mis ojos asomaban lágrimas de gow y de placer. Tomé la mano de Teresina, la estreché mil veces contra mis labios, juré que. nunca me separaría de ella ... Lauretta veía con fastidio y envidia mal disimulada mis relaciones con Teresina. Sin embargo, me necesitaba, pues, a pesar de todo su arte, no estaba en condiciones de estudiar sin ayuda una obra nueva. Leía mal y tampoco su ritmo era muy justo. Teresina leía a primera vista cualquier cosa y su sentido del ritmo era perfecto. Lauretta nunca ponía tan claramente de manifiesto su carácter violento como cuando yo la acompañaba. Nunca estaba conforme con el acompañamiento ... Lo consideraba una necesidad imprescindible, pero molesta ... (4¡ería que apenas se oyera el piano; todo lo quería pianissimo ... Siempre claudicar y claudicar ... Cada compás distin­to, tal como acaso en ese instante se había fijado en su mente. Ahora yo me oponía a ella con firmeza, combatía sus vicios, le demostraba que sin energía no era posible acompañar y que la fluidez del canto se diferenciaba sensiblemente de la descompasada falta de ritmo. Teresina me ayudaba con todas .sus fuerzas. Yo únicamente componía obras religiosas y daba todos los solos a la voz más grave. También Teresina me maltrataba bastante, pero yo lo toleraba, pues ella poseía más conocimientos que yo y -así al menos lo creía- más sentido· que Lauretta para comprender la severidad alemana. .. •

.Recorrimos el sur de Alemania. En una ciudad pequeña nos encontra­mos con un tenor italiano que se proponía ir de Milán a Berlín. Mis amigas estaban encantadas con ese compatriota. Él no se separaba de ellas y, sobre todo, se. mantenía junto a Teresina. Con el consiguiente fastidio de mi parte, me tocó desempeñar un papel bastante subalterno. Cierta vez en que me disponía a entrar en la habitación llevando una partitura bajo el brazo, oí allí dentro una animadísima conversación entre mis amigas y el tenor. Se pronunciaba mi nombre ... Me detuve ... Escuché. Ahora ya entendía el italiano lo suficiente para que no se me perdiera una sola palabra. En ese preciso instante, Lauretta relataba el trágico suceso ocurrido durante aquel

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concierto, en que yo le había estropeado su famoso trino con mi inopinada . intervención. ; ,.

-Asino tedescof13 -exclamó el tenor. Yo experimenté una sensación como si tuviera que entrar y tirar por la ventana a ese alegre héroe teatral. Pero me contuve. Lauretta continuó hablando, diciendo que había querido echarme inmediatamente, pero que mis implorantes· ruegos la habían con­movido hasta el punto de continuar tolerándome a su lado por cómpasión, ya que yo deseaba estudiar canto con ella. Con gran asombró, comprobé que Teresina asentía a las palabras de Lauretta. , · '

-Es un buen muchacho -añadió-. Ahora está enamorado de mí y todo lo que compone lo' hace para contralto. Hay en él algún talento, pero es preciso que salga de toda esa rigidez· y dureza que les es propia a los alemanes. Espero, .ya que para contralto hay tan pocas obras, formar en él a un compositor que escriba para mí ·algunos buenos trozos y luego dejaré que se vaya. Es muy aburrido con sus amores y adoraciones, que resultan espantosas. <~

-Por lo menós yo me he .librado de él -la interrumpió La uretra-. ¿Recuerdas;Teresina, cómo me perseguía.con sus arias y sus dúos? - '·

Dicho esto, Lauretta comenzó a entonar un dúo que yo compuse y ella había elogiado altamente. Teresina cantó la segunda voz y ambas parodiaron con infinita crueldad mi manera de cantar e interpretar. El tenor se reía de tal máneni, que las paredes retumbaban con su risa. Por mis. miembros. se extendió una corriente helada. Había tomado una resolución ·irrevocable. Silencioso, me aparté de la puerta para volver a mi ·cuarto, cuyas ventanas daban a una calle lateral. Enfrente estaba el correo y en ese momento llegaba la diligencia de Bamberg para cargar el pasaje. Los pasajeros ya esperaban bajo el amplio portón; pero yo disponía aún de una hora. Rápidamente recogí mis cosas y me dirigí al correo. Al pasar por la calle Ancha, vi a mis amigas que aún permanecían junto a la ventana en compañía del teno~,

• ' ... j .. ' ~--.- J.

"' 13 ¡Burro alemán!

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asomándose al oír el toque de la corneta del postillón. Me oculté en el fondo del coche y me complacía pensando en el efecto mortal que ejerce­ría el billete, concebido en términos tan amargos como la hiel, que yo había dejado en mi habitación de la posada.

Con deleite, Teodoro apuró el resto del ardiente vino de Aleatico que Eduardo le había servido.

-A Teresina -dijo éste mientras abría una nueva botella, tirando há­bilmente el lustroso tapón de aceite que sobrenadaba-, a Teresina yo nunca la hubiera creído capaz de semejante falsedad y traición. El encantador cuadro: Teresina montada en un brioso caballo que corvetea graciosamente, mientras ella canta romanzas españolas, no he podido olvidarlo.

-Ése fue su momento culminante -lo interrumpió Teodoro-. Re­cuerdo aún la extraña impresión que me produjo esa escena. Olvidé mi pena; en efecto, Teresina se me antojaba ser una mujer superior. Compren­do demasiado que tales momentos dejan huellas profundas en la vida y que, gracias a ellas, más de una cosa adquiere de pronto forma distinta, y ya el tiempo no podrá empañarla. Si alguna vez he logrado hacer una romanza audaz, en el instante de la creación sin duda fue la imagen de Teresina la que surgió, luminosa y vívida, desde lo más recóndito de mi alma.

-Bueno -dijo Eduardo-, pero no olvidemos a la hábil Lauretta y, dejando de lado ahora mismo cualquier viejo rencor, bebamos a la salud de esas dos hermanas ...

Así lo hicieron. -¡Ah! -exclamó Teodoro-. ¡Cómo el delicado aroma de este vino

me recuerda los deliciosos perfumes de Italia!... ¡Cuán ardorosa recorre mis venas y nervios la nueva vida!. .. ¡Ay! ¿Por qué debí abandonar tan pronto ese maravilloso país?

-Sin embargo -le interrumpió Eduardo-, en todo lo que acabas de contarme, aún no hallé una relación precisa con aquel cuadro maravilloso y, por lo tanto, supongo que aún tienes que decirme algo más sobre aquellas hermanas. Advierto, por cierto, que las señoras del cuadro no son otras que Lauretta y Teresina ...

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-.Así es, en efecto -respondió Teodoro-, y mis anhelantes suspiros de añoranza por aquel hermoso país sirven muy bien de introducción para lo que aún me queda por narrarte. Hace poco, cuando dos años atrás me disponía a abandonar Roma, hice una pequeña excursión a caballo. Delante de una taberna estaba una muchachita de aspecto amable y se me ocurrió pensar en lo agradable que sería hacerse servir un vaso de delicioso vino italiano. Me detuve frente a la puerta y bajo el emparrado atravesado por ardientes reflejos solares. Desde lejos llegaban hasta mí las notas de voces que cantaban con acompañamiento de cítara... Presté especial atención, pues aquellas voces me impresionaban de manera extraña. Misteriosamen­te volvían a mí viejos recuerdos que no acababan de concretarse aún. Me apeé del caballo y me acerqué lentamente, atento a cada nota, a la glorieta, desde la que parecía llegar esa música. La segunda voz callaba ahora. La primera cantaba una canzonetta. A medida que me acercaba, más y más se perdía para mí lo conocido que tanto me había emocionado al principio. La cantante comenzó una complicada y abigarrada ftrmata. Su voz subía y bajaba ... , subía y bajaba ... Finalmente se detuvo en una larga nota tenida ... Pero de pronto una voz de mujer estalló en furiosas protestas, maldiciones, insultos, palabras gruesas ... Un hombre protestó; otro, reía ... La otra voz se mezcla en la discusión. La pelea ruge con creciente violencia y con toda la típica rabbia italiana. Por fin me encuentro a pocos pasos de la glorieta ... De ella sale como una exhalación un abate, que por poco me atropella. Se vuelve para mirarme y yo reconozco en él a mi buen signor Ludovico, mi proveedor de novedades musicales en Roma.

-Por el amor de Dios, ¿qué pasa? -exclamo yo. -¡Ah, signor maestro!. .. ¡Signor maestro! -grita él-. Sálveme, ampá-

reme de esa mujer enfurecida ... De ese cocodrilo ... ¡Ese tigre! ... ¡Esa hiena! .. ¡Ese demonio de muchacha! .. ¡Es verdad, es verdad! ... Yo marcaba el compás dirigiendo la canzonetta de Anfossi y bajé la batuta en el momento menos oportuno, en medio de la ftrmata ... Acorté el trino ... ¿Por qué habré mirado a los ojos de esa diosa satánica? ... ¡Oye el diablo se lleve todas las ftrmatas!...

¡Todas, todas las fermatas! ...

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Presa de una extraordinaria emoción; entré rápidamente en la glo­rieta con el abate, y reconocí inmediatamente a las hermanas· Lauretra y Teresina. Lauretta aún continuaba gritando enfurecida y Teresina trataba de convencerla con violencia. El tabernero, cruzados los desnudos brazos, las observaba riendo, mientras una muchacha estaba ocupada en llenar la mesa de nuevas botellas. Apenas las cantantes advirtieron mi presencia, ya se abalanzaron sobre mí colmándome de caricias. Ya habían olvidado su discusión ..

-¡Ah, signor Teodoro! -Aquí tenéis -le dijo Lauretta al abate- a un compositor que es

gracioso como un italiano y vigoroso como un alemán. Ambas hermanas, interrumpiéndose constantemente la una a la otra,

comenzaron a hablar de los hermosos días de nuestra feliz convivencia, de los profundos conocimientos musicales que yo ya poseía siendo mucha­cho ... , de nuestros ejercicios ... , de la perfección de mis composiciones ... Jamás hubieran querido tener que cantar otras cosas que no fueran com­puestas por mí... Finalmente, Teresina me comunicó que un empresario la había contratado para hacer los papeles de primera cantante trágica, decla­rando que únicamente cantaría con la condición de que se me confiara la composición de una ópera trágica, ya que lo serio y trágico era en realidad mi vena, etc., etc ... Lauretta opinó, en cambio: Era una lástima que yo no siguiera mis inclinaciones hacia lo gracioso y alegr~, en una palabra, que no me dedicara más bien a la ópera bufa. Había sido contratada para ese género y caía de su propio peso el que nadie, sino yo, habría de componer la obra en que ella cantaría. Puedes imaginarte las extrañas emociones que me asaltaron mientras así me encontraba entre las dos hermanas. Por lo demás, habrás comprobado que la reunión en que me hallaba, resultaba ser la misma pintada por Hummel, quien la captó en el preciso momento en que el abate está a punto de interrumpir la fermata de Lauretta ...

-Pero dime -observó Eduardo-, ¿las muchachas no recordaron tu

partida y el billetito amargo como la hiel que les dejaste? -No. lo mencionaron con una sola palabra -respondió Teodoro-, y

yo hice otro tanto, pues hacía mucho que el rencor ya no empañaba mi alma

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y se me antojaba divertida mi aventura con esas dos muchachas. Lo único que me permití fue contarle al abate cómo, muchos años atrás, también a mí me había ocurrido un percance semejante al suyo. Di a mi convivencia con las dos hermanas el tinte de uria escena tragicómica y, repartiéndoles de soslayo vigorosas palizas, hice que éstas sintieran toda la superioridad que sobre ellas me habían conferido los años transcurridos, ricos en más de una experiencia artística y vital.

-Y, sin embargo, ha sido una suerte -terminé diciendo- el que yo haya interrumpido esa fermata, pues tenía todo el aspecto de no acabar nunca y quién sabe si de lo contrario no me encontraría aún ahora sentado al piano, esperando su terminación.

-Sin embargo,- signar -protestó el abate-, ¿qué maestro puede darse el lujo de imponer leyes a la prima donna? y, además, su falta fue mucho más grave que la mía, por tratarse de una sala de concierto; pero aquí, en esta glorieta ... En realidad yo únicamente era un maestro imaginario y nadie debía dar importancia a eso ... Y si la ardorosa mirada de esos celestiales ojos no me hubiera mareado, estése usted seguro de que no habría sido tan burro ...

Estas últimas palabras del abate fueron muy acertadas, pues Lauretta, cuyos ojos volvían a centellear enojados mientras éste hablaba, se sintió completamente apaciguada por ellas. . '

Pasamos juntos el resto de la tarde. Catorce años, que eran los que habían transcurrido desde que me separé de las hermanas, hacen cambiar mucho las cosas. Lauretta había envejecido bastante, aun cuando, a pesar de ello, no carecía de ciertos encantos. Teresina se había conservado mejor y no había perdido su hermosa figura. Ambas vestían con bastantes colorinches y su comportamiento continuaba siendo el rnismo, vale decir, catorce· años menor que ellas mismas. A mi pedido Teresina cantó una de las primeras canciones que tan profundamente me habían emocionado, pero tuve la sen­sación como si en mi interior hubiera despertado un eco distinto. Y es así como también el canto de Lauretta -no obstante no haber perdido su voz nada de su volumen y extensión- era muy otro del que aún vivía en mí. Esta insistencia en la comparación de una idea íntima con la realidad, por

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cierto no muy agradable, debía contribuir a acentuar aún más el desagrado que me había producido desde un principio el comportamiento que las dos hermanas tenían para conmigo, su simulado éxtasis y su indiscreta admira­ción que, no obstante, tomaba la forma de protección indulgente. Pero el cómico abate que trataba de hacer con la mayor dulzura posible el papel de enamorado de las dos hermanas y el excelente vino, saboreado en respetable cantidad, acabaron por devolverme mi buen humor, de modo que acabé por pasar muy bien esa tarde tan agradablemente amena. Con sumo entusiasmo, las hermanas insistían en invitarme a su casa para fijar con ellas, todo lo más pronto posible, los detalles de las partituras que yo debía componer. Yo, por mi parte, abandoné Roma sin volverlas a ver.

-Y a pesar de todo-manifestó Eduardo-, tienes que agradecerles el despertar de tu canto íntimo.

-Desde luego -repuso Teodoro-, y también gran cantidad de bue­nas melodías. Pero precisamente por eso nunca debí volver a encontrarme con ellas. Es probable que todos los compositores recuerden una impresión vigorosa que el tiempo no logra destruir. El espíritu que vive en el sonido hablaba allí y eran ésas las palabras creadoras que, de repente, despertaron el espíritu afín que en él dormía. Vigoroso, éste expandió el fulgor de un s01 que ya nunca habría de caer en el ocaso. Es evidente que todas las melo­días que surgen de nuestro interior parecen pertenecer tan sólo a la cantante que produjo en nosotros la primera chispa. Nosotros escuchamos, limitán­donos a apuntar lo que ella ha cantado. Pero es la herencia que nos toca a nosotros, los débiles, el que estemos aferrados a la tierra y que deseemos tanto el poder atraer lo sobrenatural hacia la mezquina esfera terrestre. Es así como la cantante se convierte en nuestra amada ... ¡Acaso también en nuestra mujer!. .. Se ha roto el encanto y la melodía interna, de ·ordinario anunciadora de maravillas, se transforma en protestas porque se ha roto una sopera o porque sobre alguna prenda nueva ha caído un borrón de tinta ... ¡Feliz del compositor que en su vida terrenal jamás vuelve a ver a la que con misteriosa fuerza supo despertar en él su música interior! Q;te el hombre se revuelva, preso de violenta pena de amor y desesperado, al verse abandonado por la dulce hechicera ... Su imagen se convertirá en un sonido

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celestial y éste perdurará eternamente joven y hermoso, y de él nacerán las melodías que únicamente son ella, y siempre ella. ¿Qyé otra cosa es ella, sino el más alto ideal que, surgiendo desde muy adentro, se reflejó en la extraña forma exterior?

-Extraño, aunque bastante plausible -manifestó Eduardo cuando ambos amigos, tomados del braw, abandonaron el local de Tarone.

Traducción de Gabriela Moner

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'ESPAÑA

JuAN VALERA

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Nació en Cabra (Córdoba) en 1824; murió- en Madrid en 1905. Ho¡j:¡bre de vastísima cultura, adquirida en los libros y los viajes, humanista y crítico, conocía a fondo los idiomas y las .literaturas_-clásicos y modernos. Actuó en la diplomacia y'en la política. Pero su.mayor gloria reside en su obra de crítico y en sus_ novelas. También es autor_ de- hermosos cuentos. De sus libros mencionamos: Pepita ]iménez (1874); Pasarse de listo (1878); Doña Luz (1879); Dafnis y Cloe (1880); Cuentos y diálogos (1882); Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas (1887), Cartas americanas (1889); Genio y figura (1897). Después de su muerte,- su hija doña Carmen Valera ha publicado una edición de sus Obras completas en 49 volúmenes.

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Plaado era paahco y sufriao, se encararon con él; aunque él se apartaba de' ellos con mansedumbre y modestia, y llegaron dos de los más insolentes al último extremo de la injuria. Recordando la oscuridad de su origen, se la echaron en rostro y calificaron a su madre de la más infame manera.

El cordero se convirtió entonces de repente en bravo león. Por dicha, no tenía armas, pero le valieron los puños. Con certero y fuerte golpe de­rribó por tierra, maltrecho y con la boca ensangrentada, al primero que le

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EL CABALLERO DEL AZOR

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había óf~ndido. Después siguió peleando él solo contra otros tres o cuatro, apoyado contra el muro y acosado por ellos.

Fue todo tan rápido, que nadie había acudido a interponerse y a resta­blecer la paz, cuando otro de los novicios, de nobilísima alcurnia francesa, intervino en la contienda diciendo: .

' -Es cobardía que vayáis tantos contra él; apartaos; dejádmelo a mí solo; yo le castigaré como merece. ,

Fue tan imperiosa la voz, fue tan imponente el ademán de aquel mu­chacho, que se apartaron todos, formando ancho cerco en torno suyo.

Cayó entonces el francés sobre Plácido, el cual paró los golpes que le asestaba, sin recibir ninguno, y le ciñó con fuerza terrible en sus nervudos brazos.

Pasmosa fue la lucha. Firmes se mantenían ambos. Ninguno cejaba ni caía. Hubieran semejado dos estatlias de bronce, si no se hubiera sentido el resoplido de la fatigada respiración de los combatientes y si no se hubiera visto correr abundante sudor por sus encendidas mejillas.

· ¡Qyién sabe cómo ·hubiera terminado• aquel combate! Mal hubiera terminado, sin duda, si no llega precipitadamente el abad y logra al punto separarlos. '·

Después de censurar con breves y enérgicas palabras la acción de todos, ordenó a Plácido que le siguiese, y lo llevó a su celda .

. ·. 11

¡¡.

En balde he esperado, híjo mío, hacer de. ti un dechado de santidad y de paciencia, para que con el tiempo llegases a ser mi sucesor en el gobierno de esta abadía. Sé todo lo ocurrido y no me atrevo a culparte. La afrenta que te han hecho era difícil, era casi imposible de tolerar. Está visto, Dios no te quiere para la vida contemplativa. Imposible es además que permanezcas ya ni una hora en esta santa casa, donde has promovido un escándalo feroz, aun­que disculpable. Por otra parte, el mozo con quien luchabas es poderosísimo por su nacimiento y riqueza y tú no puedes seguir viviendo donde él está. No

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me queda más recurso que el de obligarte a salir inmediatamente de la abadía, Pero no saldrás desvalido y sin prendas de mi afecto hacia ti. La abadía es rica, el abad también lo es, y en nada mejor. puede emplear su dinero. Toma esta bolsa llena de oro; Hugo, el capitán de los arqueros, tiene orden mía para entregarte enjaezado el mejor de los corceles que hay en nuestras caballerizas. Corre, revístete a escape de tus armas, monta a caballo y vete.·,h ·

Vertiendo muchas lágrimas de gratitud y besándole respetuosamente las manos, Plácido se despidió del abad, y éste le abrazó y le liendijo.

Dos horas después cabalgaba Plácido, solo y armado, por medio de un pinar espeso y por senda apenas trillada, que iba serpenteando junto a la orilla de un arroyo, entre cerros altísimos. . .. ,

, ... . : / j ...

III =.!' .. , . ··-:

' Llegó la noche medrosa y sombría. En aquella soledad asaltaron a Pláci­do mil ideas tristes. Los recuerdos de la niñez surgieron en su mente con claridad extraña. ,. . ., "

Recordó que, seis años hacía, le habían arrojado de otro asilo con seve­ridad y dureza harto diferentes. Desde muy niño; desde el albor de su vida, de que no tenía sino muy. confusas memorias,. se había criado en el casti­llo del terrible D. Fruela, poderoso magnate de la montaña. El casti).lo estaba en una altura muy cerca de la costa. Desde allí ora salía D. Fruela con buen golpe de gente a caballo para penetrar en tierra de moros y talar y saquear cuanto podía, ora embarcaba a sus satélites en algunas fustas y galeras de su propiedad, e ,iba a piratear o a dar caza a otros más crueles piratas que infestaban aquellos mares e invadían y asolaban a menudo las costas de España: eran los idólatras normandos de Noruega y de la última Tule.

Plácido, recogido por caridad en el castillo e hijq de padres desconoéi­dos, había sido criado con amor por doña Aldonza, lá mujer de D. Fruela. Hasta la edad de ocho años vivió Plácido en fraternal familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de edad poco menor que él. Juntos jugaban los niños y juntos aprendieron a leer y la doctrina cristiana.

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de Palacio. Tres .caballeros de la casa de D. Raimundo estaban prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra. los defensores de D. Fruela, el cual había apelado al juicio de Dios. Pero D. Raimundo era tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia era D. F:ruela tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar el plazo.

No bien Plácido supo todo esto, el rencor antiguo .se convirtió en lástima en su alnia generosa, y resolvió ser el campeón de quien tan rudamente le había ofendido, probar su inocencia y librarle de la muerte. En el castillo no había, nadie,- sino el anciano servidor .. Doña Aldonza y Elvira habían ido a Oviedo a echarse a los .pies del Rey y. perlirle perdón, si bien con po­quísima ~speranza, por ser muy justiciero el soberano. De todos modos, la honra de la familia quedaría manchada . . &

Sin demora se rlispuso Plácido a salir para Oviedo, pero antes el anciano servidor le refirió y encareció lo mucho que doña Aldonza y Elvira habían pensado en él durante su ausencia, y le rlijo que habían dejado para él un presente a fin de q1.1e lo recibiese y se lo llevase si' por dicha aparecía por

el castillo. ·· .. rl·. •

El anciano fue por el presente y se lo entregó a Plácido. Era una fuerte rodela, en cuya plancha de acero figuraba en esmalte, sobre campo de gules, un azor, cubierta la cabeza por el capirote y asido por la pihuela a una blanca mano que parecía de mujer.

-Tú tienes en el hombro derecho -dijo el anciano--, grabado con indeleble marca,' un awr semejante al del escudo. Por él serás un día reco­nocido y .se sabrá quiénes son tus padres. Entretanto, mi señora y su hija te declaran y apellidan· Caballero del Azor, y te dan en testimonio de ello esa prenda. Concédate Dios, Caballero delAzor, la buena ventura en lides y. amores .:que ellas y yo te deseamos. , , Tr . , ".

-pn ' ! ·',

V

A los· tres días, pocas horas, antes de expirar el plazo,· después de reposar en Oviedo y de aprestarse' para el combate', sonaron las trompetas y entró

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en el palenque el Caballero del Azor, con la visera calada y la lanza· en la cuja.

En alta y sonora voz proclamó la inocencia de D. Fruela, llamó calum­niadores a los que le acusaban; y retó a los tres, o sucesivamente o juntos, contra él solo. Los campeones de D. Raimundo fueron sucesivamente apa-reciendo. Los combates fueron muy cortos. · ! .. < ·,

El Caballero del Azor, con pasmosa destreza' y bizarría, logró que en menos de media hora los tres mordiesen el polvo, muy mal herido uno de ellos.

El gentío que rodeaba el palenqué rompió en estrepitosas aclamaciones y vítores.' El Caballero del Azor fue llevado en triunfo a palacio e introdu­cido en la regia cámara.

El Rey, informado de todo el sucesó, ansiaba verle, y más lo ansiaba aún su noble y desventurada hermana, la infanta doña Ximena, que estaba con el Rey en aquel momento.

-Caballero del Azor -dijo la infanta antes de que el Rey hablase-, ¿por qué llevas un azor esmaltado en la rodela? · ; " " '

-Alta señora -{:ontestó Plácid<r-, porque· le tengo también estam­pado en el hombro derecho, como indeleble marca:·

DoñaXimena puso entonées los ojos con cariñoso ahínco en el rostro her­mosísimo de Plácido e imaginó que veía al conde de Saldáña como estaba en su muy lozana juventud, veinte afÍos hacía.

Ya no pudo contenerse doña Ximena; se acercó al joven, le estrechó en sus braws y le cubrió el rostro de·besos, exclamando: ..

-¡Hijo mío, hijo mío! . El Rey depuso su severidad, y dirigiéndose al joven le estrechó también

en sus brazos, y le dijo: •. -Yo te reconozco; eres mi sobrino Bernardo; te hago merced de la Casa

Fuerte y Señorío del Carpio. Como Bernardo del Carpio serás en adelante conocido y famoso en todos los países y en todas las edades. Perdonado tu padre, saldrá de la prisión y será el legítimo esposo de mi hermana.

En efecto: el Rey cumplió su promesa. El conde de Saldaña salió del castillo de Luna, donde estaba encerrado. Se aseó y se atavió con

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esmero, de suerte que todavía tenía buen ver, a pesar de su prolongado martirio.

Durante cinco días consecutivos hubo magníficas fiestas en Oviedo. Las bodas de Bernardo del Carpio y de Elvira se celebraron al mismo tiempo que las del conde de Saldaña y doña Ximena.

Pocos días después pudo averiguarse que D. Raimundo, el mayordomo de palacio, había sido quien robó al niño Bernardo y quien le mandó matar, furioso como desdeñado pretendiente que fue de doña Ximena. Los sica­rios encargados de matar al niño habían tenido piedad de él y le habían expuesto a la puerta del castillo de D. Fruela. Por ésta y por otras muchas maldades que se descubrieron, se comprendió que D. Raimundo era un monstruo abominable, por lo cual el Rey pudo ejercer provechosamente su justicia mandándole ahorcar, como .le ahorcaron con general regocijo de los ciudadanos de Oviedo, porque D. Raimundo era muy aborrecido y porque en aquella edad tan ruda la filantropía no era cosa mayor y no infundía repugnancia la pena de muerte.

Sólo queda por decir que Bernardo fue felicísimo con su Elvira y que vivieron siempre muy enamorados ella de él y él de ella.

Por los antiguos romances y por la historia se sabe que aquella lucha a braw partido que interrumpió el abad en el convento de los Pirineos, se reanudó más tarde no lejos de allí, y terminó gloriosamente para Bernardo, muriendo ahogado entre sus brazos hercúleos el paladín D. Roldán, pues no era otro quien había luchado con él, cuando los dos eran novicios.

Y aquí terminan los sucesos de la mocedad de Bernardo del Carpio, ignorados hasta hace poco y recientemente descubiertos en ciertos vetustos e inéditos Anales de la Orden de San Benito, escritos en latín bárbaro en el siglo x y conservados en el monasterio de la Cava, cerca de N ápoles.

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LEOPOLDO ALAS ("CLARíN")

Leopoldo Alas ("Clarín"), catedrático, cuentista, novelista y crítico espa­ñol, nació en Zamora en 1852; murió en Oviedo en 1901. Fue uno de los precursores de la generación del 98. Simpatizaba .con las ideas socialistas. Publicamos aquí el mejor de sus cuentos, según el consenso unánime de la crítica. Obras principales del mismo autor: La Regenta (1885); Pipá (1886); Superchería, Cuervo, Doña Berta (1892); Su único hijo (1890); Cuentos morales (1896). En 1881 se publicaron en Madrid, reunidas en cinco tomos, con el título de Solos de Clarín, sus críticas literarias.

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iADIÓS, "CORDERA"!

Eran tres, ¡siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera. El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendi­

do, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blan­cas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porce­lana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se conten­taba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles quepa­saban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por en­tender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qyé le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

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La Cordera, mucho más formal que sus .compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telé­grafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de. parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qyé había de saltar! ¡Qyé se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con aten­ción, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, esco­giendo sin vacilar los mejores bocados, y después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

"El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante ... , ¡todo eso estaba tan lejos!"

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inaugu­ración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco .se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía mas que mirarle,

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sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren s1qmera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emo­ción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasaje­ro que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zum­bar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, ama­rillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos aires y contor­nos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con

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ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentar la.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los im­posibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas. praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. Y ¡qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Permitan a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del

mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera,

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fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra. .,

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando pal­pó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cor­dera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedaw de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

"Cuidadla, es vuestro sustento", parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda, mío pá la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la· corrada mohinos, can­sados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

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No había vendido porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo; un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atraviese a llevársela. Los que se ha­bían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el .Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió .a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y no­villos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el. N atahoyo, en el cruce de los caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaro.n a tener las manos enlaza­das, parados en medio de la carretera; interrumpiendo el paso ... Por fin la codicia pudo más: el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras. en flor, le condujo hasta su casa.

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no .sosega­ron. A media semana se person6 el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la. misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las ame­nazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

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El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castillá. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. "¡Ella; ser era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra

abuela!" Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era ·fií­

nebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rema­tante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. O!lería atur­dirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿O!Ie daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿O!Ie era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos?

Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz ... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada

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de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los bra­zos, y entró en el corral oscuro.

Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de a!tos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de maJa gana con un desconocido y a taJes horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, ma.J.­humorado, clamaba desde casa:

-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi negra los a!tos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esqui­la, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! --gritaba Rosa deshecha en llanto--. ¡Adiós, Cordera de mío a.J.ma!

-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno. -Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su

lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la a.J.dea ...

Al día siguiente, muy,temprano, a la hora de siempre, Piníny Rosa fueron a! prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos, triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas rutas o respiraderos, vislumbra­ron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos traga!uces.

-¡Adiós, Cordera! --gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños a! tren, que volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las pi­cardías del mundo:

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-La llevan al matadero ... Carne de vaca, para comer los señores, los curas ... , los indianos.

-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera! Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de

aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones ...

-¡Adiós, Cordera!. .. -¡Adiós, Cordera!. ..

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el Rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo .influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de ocfubre, Rosa, en el prao Somonte, sola, espera­ba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mio alma!. .. ''Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo.

Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."

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Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo al tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos ...

¡Qyé sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con

qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acer­carse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana! la voz que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

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PORTUGAL

Es:A DE QyEIROZ

José María E~a de Qyeiroz, célebre novelista portugués, nació en Póvoa de Varzim en 1845; murió en París en 1900. Abogado, periodista, gran via­jero, y más .tarde cónsul de su patria en diversos países. Obras: O crime do Padre Amaro (1875); O primo Bazilio (1878); O Mandarín (1879); A reliquia

(1887); Os Maias'(1888); O epistolario de Fradique Mendes (1889); A illustre

casa de Ramires (1897); A cidade e as serras (1900). Algunos de sus cantos han alcanzado gran popularidad. '

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JOSÉ MATHÍAS

I

j Linda tarde, mi amigo! ... Estoy esperando el entierro de José Mathías J -José Mathías de Albuquerque, sobrino del vizconde de Garmil­de-. Usted seguramente lo conoció; un muchacho airoso, rubio como una espiga, con un bigote crespo de paladín sobre una boca indecisa de con­templativo; diestro caballero, de una elegancia sobria y fina ... Y espíritu cu­rioso, muy aficionado a las ideas generales, tan penetrante que comprendió mi Deftnsa de la filoso/fa hegeliana ... Esta imagen de José Mathías data de 1865; porque la última vez que le encontré, en una tarde agreste de ene­ro, metido en un portal de la calle de San Benito tiritaba dentro de una chaqueta color de miel, roída: por los codos, y hedía abominablemente a aguardiente ...

Pero ¿no se acuerda, amigo mío? En una ocasión en que José Mathías, volviendo de Porto, se detuvo ~n Coimbra, cenó con él, en el palacio del conde. Hasta me acuerdo que Craveiro, que preparaba entonces las Ironías

y dolores de Satán, para encizañar más la discordia entre la Escuela Purista y la Escuela Satánica, recitó aquel soneto suyo de tan fúnebre idealismo: Na jaula do meu peito, o cora¡áo ... Y aun me acuerdo que José Mathías, con una corbata de satén negro, aprisionada entre el cuello de lino blanco, sin despegar los ojos delas velas de las serpentinas, sonreía pálidamente ante aquel corazón que rugía en su jaula... Era una noche de abril, de luna llena ... Paseamos después en bando, con guitarras, por el Puente y por el Choupal ... ]anuario cantó ardientemente las endechas románticas de

· nuestra época:

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Ontem de tarde a o sol posto comtemplavas silenciosa a torrente caudalosa que refervia a teus pés.l

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¡Y José Mathías, recostado en el parapeto del puente, con el alma y los ojos perdidos en la luna!. ..

¿Por qué no acompaña usted a este mozo interesante al Cementerio de los Prazeres ... Yo tengo un coche de plaza y con número, como conviene a un profesor de filosofía ... ¿Qyé? ¿Qye no quiere usted venir por causa de esos pantalones claros? ¡Oh, mi querido amigo!. .. De todas las materializa­ciones de la simpatía, ninguna más groseramente material que la tela negra. ¡Y el hombre que vamos a enterrar era un gran espiritualista!. ..

Ya viene el ataúd, saliendo de la iglesia ... Sólo tres carruajes para acom­pañarle ... Pero, realmente, mi querido amigo, es que José Mathías murió hace seis años, en su puro brillo ... Es~ que allí llevamos, medio descompues­to, dentro de unas tablas, galoneadas de amarillo, es un resto de borracho, sin historia y sin nombre, que el frío de febrero mató en el quicio de un portal ...

¿Qyién es el sujeto de lentes de oro, que va dentro del cupé? ... No lo conozco, amigo mío ... Tal vez un pariente rico, de ésos que aparecen en los entierros, con el parentesco correctamente cubierto de luto·, cuando el difun­to ya no importuna ni compromete ... El hombre obeso de carátula amarilla que va dentro de la victoria es Alves Capón, que tiene un periódico donde, desgraciadamente, la filosofía no abunda, y que se llama A Piada. ¿Qyé relaciones le vinculaban a Mathías? ... No sé ... Tal vez se emborrachasen en las mismas tascas; tal vez José Mathías colaborase últimamente en A Piada; tal vez debajo de aquella gordura y de aquella literatura, ambas tan sórdidas, se abrigue un alma compasiva ... Éste es nuestro coche ... ¿Qyiere que baje la ventanilla? ... ¿Un cigarro? ... Yo traigo fósforos ...

1 Ayer de tarde, al ocaso 1 contemplabas silenciosa 1 la corriente caudal.: osa 1 que. se agitaba a tus pies.

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Pues este José Mathías fue un hombre desconsolador para quien, como yo, en la vida ama la evolución lógica y pretende que la espiga nazca co­herentemente del grano ... En Coimbra siempre le consideramos como un alma escandalosamente trivial. Tal vez a este juicio contribuía su horrenda corrección. ¡Nunca un rasgón brillante en el manteo estudiantil! ¡Nunca el polvo pegado a los zapatos!. .. ¡Nunca un pelo rebelde de cabello o de bigote, escapando de aquel aliño rígido que nos desconsolaba! ...

¡A más de eso, en nuestra ardiente generación fue el único intelectual que no rugió con las miserias de Polonia; que leyó sin palidez ni llanto Las

contemplaciones; que permaneció insensible ante le herida de Garibaldi! ... ¡Y, sin embargo, en ese José Mathías no había sequedad alguna, ni dureza, ni egoísmo, ni poca afabilidad!... Por el contrario ... Un suave camarada, siempre cordial y mansamente risueño ... Toda su inmutable quietud parecía proceder de una inmensa superficialidad sentimental... Y en ese tiempo, con razÓn y propiedad apodamos a aquel mozo tan suave, tan rubio y tan Ji gero, Mathías-Corazón de Ardilla... ·

Cuando se licenció, como había muerto el padre y después su madre, delicada y linda señora, de quien había heredado cincuenta mil duros, mar­chó a Lisboa para alegrar la soledad de un tío que le adoraba, el general vizconde· de Garmilde. ¡Usted se acuerda, sin duda, de aquella perfecta estampa de general clásico, siempre con los bigotes terroríficamente encres­pados, los pantalones color de flor de romero, desesperadamente estirados por las presillas sobre las botas relucientes, y el látigo debajo del brazo, con la punta temblando, ávida de fustigar al mundo!. .. Guerrero grotesco y deliciosamente bueno ... Garmilde moraba entonces en Arroyos, en una casa antigua, de azulejos, con un jardín donde él cultivaba apasionadamente macizos soberbios de dalias ...

Ese jardín subía suavemente hasta el muro cubierto de hiedra, que le se­paraba de otro jardín, el amplio y bello jardín de rosas del consejero Mattos Miranda, cuya casa, con una terraza aireada entre dos torreoncitos amarillos, se erguía en la cima del otero y se llamaba la casa de "Los Parrales". Usted conoce (por lo menos de tradición, como se conoce a Elena de Troya o a Inés de Castro) a la hermosa Elisa Miranda, Elisa "la de Los Parrales" ...

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Fue la sublime belleza romántica de Lisboa, en los últimos tiempos de la Regeneración ... Pero, realmente, Lisboa sólo la entreveía por las ventani­llas de su gran calesa o en alguna noche de iluminación del paseo Público, entre la polvareda y la turba, o en los dos bailes del Casino del Carmen, del cual era Mattos Miranda director venerable ... Por afición casera de provinciana, o por pertenecer a aquella burguesíaseria que en. esos tiempos, en Lisboa, aún conservaba los antiguos hábitos severamente enclaustrados, o por imposición paternal del marido, ya diabético y con sesenta años, la diosa rara vez salia de Arroyos y se mostraba a los mortales ... Pero quien la vio con facilidad constante, casi irremediablemente, luego que se instaló en Lisboa, fue José Mathías, porque, situado el palacete del general en la falda de la colina, al pie del jardín y de la psa de "Los Parrales", no podía la divina Elisa asomarse a una ventana, atravesar la terraza, coger una rosa entre las sendas de bojes, sin ser deliciosamente visible, tanto más cuanto que en los jardines soleados ningún árbol extendía la cortina de su ramaje denso ... Usted seguramente tarareó, como todos tarareamos, aquellos versos manidos, pero inmortales:

Era no outono quando a imagen tua a luz da"fua .. 2

Pues como en esa estrofa, el pobre José Mathías, al regresar de la playa de Ericeira en octubre, en el otoño, divisó a Elisa Miranda una noche en la terraza, a la luz de la luna ... Usted nunca contempló aquel precioso tipo de encanto lamartiniano ... Alta, esbelta, ondulosa, digna de la comparación bíblica de palmera al viento ... Cabellos negros, lustrosos y abundantes, en bandos ondeados ... Una encarnadura de camelia muy fresca ... Ojos negros, líquidos, quebrados, tristes, de largas pestañas ...

¡Ah, amigo mío, hasta yo mismo, que entonces anotaba laboriosamente a Hegel, después de encontrarla en una tarde de lluvia esperando el carrua­je a la puerta de Seixas, la adoré durante tres exaltados días y rimé un sone-

2 Era en otoño cuando tu imagen 1 a la luz de la luna ...

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to!. .. No sé si José Mathías le dedicó sonetos. Pero ¡todos nosotros, sus ami­gos, advertimos al punto el profundo, fuerte y absoluto amor que concibió desde la noche de otoño, a la luz de la luna, aquel corazón que en Coimbra considerábamos de ardilla!. ..

II

Bien comprende que hombre tan comedido y tranquilo no exhaló suspiros públicos. Sin embargo, ya en tiempo de Aristóteles se afirmaba que el amor y el humo no se esconden, y de nuestro hermético José Mathías el amor comenzó a salir pronto como el humo a través de las hendiduras invi­sibles de una casa cerrada que arde terriblemente. Bien me acuerdo de una tarde que le visité en Arroyos, después de volver de Alemtejo. Era un do­mingo de julio ... Él iba a comer con una tía abuela, doña Mafalda Noronha, que vivía en Bemfica, en la quinta de los Cedros, donde habitualmen­te comían también los domingos Mattos Miranda y la divina Elisa. Creo que sólo en esa casa ella y José Mathías se encontraro'n, sobre todo con las facilidades que ofrecen pensativas alamedas y retiros de sombra. Las venta­nas del cuarto de José Mathías daban a su jardín y al jardín de los Miran­das; y cuando entré, él aún se vestía lentamente. ¡Nunca adnúré, amigo mío, rostro humano aurelado por felicidad más segura y serena!. ..

Sonreía luminosamente cuando me abrazó con una sonrisa que venía de las profundidades del alma iluminada; sonreía aún deliciosamente mientras yo le conté todos mis disgustos en Alemtejo; sonrió después extáticamente, aludiengo al calor y enrollando un cigarro, distraído; y sonrió siempre, ex- • tasiado, al escoger en la gaveta de la cómoda, con escrúpulo religioso, una corbata de seda blanca. Y a cada momento, irresistiblemente, por un hábito ya tan inconsciente como el pestañear, sus ojos risueños, tranquilamente enternecidos, se volvían hacia las vidrieras cerradas ... De suerte que, acom­pañando a aquel rayo dichoso de luz, descubrí, al punto, en la terraza de la casa de "Los Parrales" a la divina Elisa, vestida de claro, con un sombrero blanco, paseando indolentemente, calzando pensativamente los guantes y

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espiando también las ventanas de mi amigo, que un relampagueo oblicuo de sol cegaba de manchas de oro ... José Mathías, entretanto, conversaba o, más bien, murmuraba, a través de la sonrisa perenne, cosas afables y distraídas ... Toda su atención se concentraba delante del espejo, en el alfiler de coral y perla para prender la corbata, en el cue.llo blanco que abotonaba y ajustaba con la devoción con que un cura joven, en la exaltación cándida de la pri­mera misa, se reviste de la estola y del amito para acercarse al altar ... ¡Nunca vi a un hombre echar perfume en el pañuelo con tan profundo éxtasis! ... ¡Y después de ponerse el abrigo y de clavarle una soberbia rosa, con inefable emoción y sin contener un delicioso suspiro, abrió ampliamente y solemne­mente las vidrieras! ... Introibo, ad altare Dei! ... 3 Yo permanecí discretamen­te enterrado en el sofá. Y, ¡querido amigo, créalo!, envidié a aquel hombre ante la ventana, inmóvil, rígido en su adoración sublime, con los ojos y el alma y todo el ser clavados en la terraza, en la blanca mujer de los guantes claros, y tan indiferente al mundo como si el mundo fuese sólo el ladrillo que ella pisaba y cubría con los pies ...

¡Y este éxtasis, mi querido amigo, duró diez años, así, espléndido, puro, distante e inmaterial! ... No se ría ... Seguramente se encontraban en la quinta de doña Mafalda; seguramente se escribían, y efusivamente, echando las cartas por encima ~el muro que separaba las dos quintas; pero nunca, por encima de las hiedras de ese muro, buscaron la rara delicia de una conver­sación robada o la delicia aún más perfecta de un silencio escondido en la sombra ... ¡Y nunca cambiaron un beso! ¡No lo dude! ... Algún apretón de manos fugitivo y ávido, bajo las arboledas de la quinta de doña Mafalda, fue el límite exaltadamente extremo que la voluntad le marcó al deseo ... Usted no comprenderá cómo se mantuvieron así dos frágiles cuerpos durante diez años en tan terrible y mórbido renunciamiento ... Sí, ciertamente, le faltó para perderse una hora de tranquilidad o una puertecita en el muro ... Des-

3 Se parodia aquí la frase del Salmista que se lee en el Introito de la misa. Introibo, ad alfare Dei, dicen los sacerdotes católicos al comienzo del Santo Sacrificio.

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pués, la divina Elisa vivía realmente en un monasterio, en que cerrojos y rejas estaban formados por los hábitos rígidamente recluidos de Mattos Miranda, diabético y tristón ... Pero en la castidad de este amor entró mucha nobleza y delicadeza superior de sentimiento ... El amor espiritualiza al hombre y ma­terializa a la mujer ... ¡Esa espiritualización era fácil a José Mathías; que (no lo dudemos) había nacido desvariadamente espiritualista; pero la humana Elisa encontró también un gozo delicado en esa ideal adoración de monje que ni se atreve a rozar, con los dedos trémulos y envueltos en el rosario, la túnica de la Virgen sublimada!. .. ¡Él, sí!. .. Él gozó en ese amor transcenden­temente desmaterializado un encanto sobrehumano ... ¡Y durante diez años, como el Ruy-Blas del viejo Hugo, caminó vivo y deslumbrado, dentro de su sueño radiante, sueño en que Elisa habitó realmente dentro de su alma, en una fusión tan absoluta, que se tornó consustancial con su ser!. .. ¿Creerá usted que abandonó el cigarro puro, aun paseando solitariamente a caballo por los alrededores de Lisboa, desde el punto y hora en que descubrió en la quinta de doña Mafalda, una tarde, que el humo molestaba a Elisa? ...

Y esta presencia real de la divina criatura en su ser creó en José Ma­thías modos nuevos y extraños, que derivaban -de la alucinación. Como el vizconde de Garmilde cenaba temprano, a la hora vernácula del Portu­gal antiguo, José Mathías cenaba, después de la función de San Carlos, en aquel delicioso y añorado café Central, donde el lenguado parecía frito en el cielo y el "Collares"4 en el cielo embotellado. Pues nunca cenaba sin cande­labros, profusamente encendidos, y sin la mesa surcada de flores. ¿Por qué? ¡Porque Elisa cenaba allí también, invisible!. .. De ahí esos silencios bañados en una sonrisa religiosamente atenta ... ¿Por qué? ¡Porque siempre la esta­ba escuchando! ... Aún me acuerdo que arrancó de su cuarto tres grabados clásicos de,faunos osados y ninfas rendidas, .. Elisa flotaba idealmente en aquel ambiente; y él purificaba las paredes, que mandó forrar de sedas cla­ras. El amor arrastra al lujo, sobre todo un amor de tan elegante idealismo, y José Mathías prodigalizó con esplendor el lujo de que ella participaba ...

4 Vino clásico de Portugal.

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Decentemente no podía andar con la imagen de Elisa en un coche de punto, ni consentir que rozase la augusta imagen por las sillas de paja de la platea de San Carlos. Adquirió y lució, por lo tanto, carruajes de un gusto sobrio y puro; y se abonó a un palco en la Ópera, donde instaló para ella una poltrona pontifical, de satén blanco, bordado con estrellas de oro ...

A más de eso, como había descubierto la generosidad de Elisa, al punto se tornó semejante y suntuosamente generoso; y nadie existió entonces en Lisboa que prodigase con facilidad más risueña billetes de cien mil reis. 5

Así desbarató rápidamente sesenta mil duros (sessenta contos) con el amor de aquella mujer, a quien nunca había regalado una flor ...

Y durante ese tiempo, ¿qué hacía el buen Mattos Miranda? Mi amigo, el buen Mattos Miranda, no perturbaba ni la perfección ni el sosiego de esta felicidad ... ¿Tan absoluto sería el espiritualismo de José Mathías que sólo se interesase por el alma de Elisa, indiferente ~ las sumisiones de su cuerpo, envoltura inferior y mortal? No lo sé ... La verdad sea dicha; aquel digno diabético, tan grave, siempre con bufanda de lana oscura, con sus patillas grisáceas, sus graves lentes de oro, no sugería ideas inquietantes de marido ardiente, cuyo ardor, fatal e involuntariamente, se comparte y abrasa. Sin embargo, nunca comprendí yo, filósofo, aquella consideración casi cariñosa de José Mathías por el hombre que, aun desinteresadamente, podía, por de­recho, por costumbre, contemplar a Elisa desatando las cintas de la enagua blanca ... ¿Habría allí reconocimiento porque Miranda había descubierto en una remota calle de Setubal (donde José Mathías nunca la hubiera adivi­nado) a aquella divina mujer, y por sostenerla con comodidad, sólidamente nutrida, elegantemente vestida, transportada en calesas de ruedas suaves? ¿O había recibido José Mathías aquella acostumbrada confidencia: "No soy tuya ni de él" ... , que tanto consuela del sacrificio, porque tanto lisonjea el egoísmo? ... No sé ... Pero con certeza, éste su magnánimo desprecio por la presencia corporal de Miranda en el templo donde habitaba su diosa, daba

S Hoy, con la nueva organización de la moneda, serían billetes de cien escudos, siendo cada escudo 1.000 reis.

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a la felicidad de José Mathías una unidad perfecta, la unidad de un cristal que por todos lados brilla, igualmente puro, sin resquebrajadura ni mancha ... y esta felicidad, mi amigo, duró diez años ... ¡~é escandaloso lujo para un

al' 1 mort .... Pero un día, la tierra tembló toda-para José Mathías, en un terremoto de

incomparable espanto. En enero o febrero de 1871, Miranda, ya debilitado por la diabetes, murió de una neumonía. Por estas mismas calles, en un pachorrudo coche de alquiler, acompañé su entierro, numeroso y rico, con ministros en el duelo, porque Miranda pertenecía a las Instituciones. Y des­pués, aprovechando el coche, visité a José Mathías en Arroyos, no por curio­sidad perversa, ni para brindarle felicitaciones indecentes, sino para que en aquel lance extraordinario sintiese aliado la fuerza moderadora de la filoso­fía ... Encontré, sin embargo, con él a un ·amigo más antiguo y confidencial, aquel brillante Nicolás da Barca, que ya conduje también a este cementerio, donde yacen ahora, debajo de lápidas, todos aquellos camaradas con quienes levanté castillos en las nubes ... Nicolás había llegado a Vellosa, de su quinta de Santarem, de madrugada, reclamado por un telegrama de Mathías. Cuando entré, un criado preparaba apresuradamente dos maletas enormes ... José Mathías marchábase esa noche para Porto. Ya se había puesto un traje de viaje, todo negro, con zapatos de cuero amarillo, y después de sacudirme la mano, mientras Nicolás removía un grog, continuó vagando por el cuarto, callado, como entontecido, con un ademán que no era emoción, ni alegría púdicamente disfrazada, ni sorpresa de su destino, bruscamente sublima­do ... ¡No! Si el buen Darwin no nos engaña en su libro La expresi6n de las emociones; José Mathías, en esa tarde, sólo sentía y sólo expresaba congoja ... Enfrente, en la casa de "Los Parrales", todas las ventanas permanecían cerradas bajo la tristeza de la tarde cenicienta ... Y, sin embargo, sorprendí a José Mathías dirigiendo a la terraza rápidamente una mirada en que se reflejaba inquietud, ansiedad, casi terror. ¿Cómo diré? ... ¡Aquélla es la mi­rada que se dirige hacia la jaula, poco segura, donde se agita una leona! ... En un momento en que había entrado en la alcoba, murmuré a Nicolás por encima del grog: · ·

-Mathías hace perfectamente en ir para Porto ...

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Nicolás se encogió de hombros. -Sí, pensó que era lo más delicado -dijo Nicolás-. Yo lo aprobé ... ,

pero sólo durante los meses de luto riguroso ... A las siete acompañamos a nuestro amigo a la estación de Santa Apo­

lonia ... A la vuelta, dentro del cupé, que una lluvia fuerte batía, filosofamos. Yo sonreía contento: ·

-Un año de luto, y después mucha felicidad ... y muchos hijos ... ¡Es un poema acabado!. ..

Nicolás replicó seriamente: -Y acabado en una deliciosa y suculenta prosa ... La divina E lisa queda

con toda su divinidad y la fortuna de Mattos Miranda, unos diez o doce mil duros de renta ... Por primera vez en nuestra vida, tú y yo contemplamos la virtud· recompensada ...

III

Mi querido amigo, los meses ceremoniales de luto pasaron, después otros, y José Mathías no se marchó de Porto. En ese agosto lo encontré instalado fundamentalmente en el hotel Francfort, donde entretenía la melancolía de los días calurosos fumando (porque había vuelto al tabaco), leyendo novelas de Julio V eme y bebiendo cerveza helada hasta -que la tarde refrescaba y él se vestía y se perfumaba y se florecía para comer en la Foz.

Y a pesar de acercarse el bendito remate del luto y de la desesperada espe­ra, no noté. en José Mathías ni alborow elegantemente reprimido ni protesta . contra la lentitud del tiempo, viejo a veces tan morosoy renqueante ... ¡Por el contrario!. .. A la sonrisa de radiante certidumbre que en esos años le ha­bía iluminado con un nimbo de beatitud; sucedió la seriedad pesada toda llena de sombra y de arrugas, de quien se debate en una duda insoluble, siempre presente, roedora y dolorosa ... ¿Q,!lé quiere que le diga? En ese ve­rano, en el hotel Francfort siempre me pareció que José Mathías, a cada instan­te de su vida, aun libando la fresca cerveza, aun calzando los guantes al entrar en el coche que le llevaba a la Foz preguntaba ansiosamente a su conciencia:

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"¿Qyé he de hacer? ¿Qyé he de hacer?" Y después, una mañana, al almuerzo, realmente me asombró exclamando al abrir el periódico con un asomo de sanguínea coloración en el rostro:

-¿Cómo? ¿Ya estamos a 29 de agosto? ... ¡Santo Dios! ... ¡Ya a fines de agosto! ...

Volví a Lisboa, amigo mío. El invierno pasó muy seco y muy azul. Yo trabajé en mis Orígenes del Utilitarismo. Un domingb, en el Rocío, cuando ya se vendían claveles en las tabaquerías, divisé dentro de un cupé a la divina Elisa, con plumas moradas en el sombrero. Y en esa semana leí en El Diario Ilustrado la noticia corta, casi tímida del casamiento de la señora doña Elisa Miranda ... ¿Con quién, mi amigo? ... ¡Con el conocido propietario señor :Francisco Torres Nogueira!. ..

Mi amigo cerró el puño y se golpeó en la cadera, espantado. ¡Yo tam­bién cerré los puños, pero para levantarlos al cielo, donde se juzgaban los actos de la tierra, y ·clamar furiosamente, a gritos, contra la falsedad, la inconstancia ondulante y pérfida, y toda la engañosa torpeza de las muje­res, y de aquella especial Elisa, llena de infamia entre las mujeres!. .. ¡Trai­cionar aprisa, precipitadamente, apenas acabara el luto riguroso, a aquel noble, puro e intelectual José Mathías y su amor de diez años, sumiso y sublime! ...

Y después de aliar los puños hacia el cielo, aún los apretaba en la ca-beza, gritando: ·

P . ., ·P ., - ero 0por que. e or que .... ¿Por amor?.;. Durante años enteros había amado extasiadamente a

aquel mozo y de un amor que no se había desilusionado ni se había harta­do, porque permanecía suspenso, inmaterial, insatisfecho ... ¿Por ambición? Torres Nogueira era un ocioso amable como José Mathías, y poseía en viñas hipotecadas los mismos cincuenta o sesenta mil duros que ahora ha­bía heredado José'Mathías del tío Garmilde en tierras excelentes y libres. Entonces, ¿por qué? Ciertamente, porque los abundantes bigotes negros de Torres Nogueira apetecieron más a su carne que el bozo rubio y pensativo de José Mathías ... ¡Ah, bien ha enseñado San Juan Crisólogo que la mujer es un monstruo de impureza, levantado a la puerta del Infierno!. ..

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Pues, amigo mío, cuando yo rugía así, encuentro umi tarde en la calle del Alecrim a nuestro Nicolás da Barca, que salta del coche, me empuja hacia un portal y agarra e:x;citadamente mi pobre brazo y exclama aterrado:

-¿Ya sabes? ... Fué José Mathías quien se negó ... Ella escribió, estuvo en Porto, lloró ... ¡Él ni consintió en verla! ... ¡No quiso casarse, no quiso casarse! ...

Qyedé traspasado .. . -Y enton~es, ella .. . -Despechada, vigorosamente asediada por Torres, cansada de la viu-

dez, con aquellos magníficos treinta años en flor, ¡qué diablo, pobrecita, se '1 caso .... Yo levanté los brazos hasta la bóveda del patio ... -Pero entonces, ¿ese sublime amor de José Mathías? ... Nicolás, su íntimo y confidente, juró con irrecusable seguridad: -¡Es el mismo siempre! ... ¡Infinito, absoluto! ... Pero ¡no quiere ca­

sarse! ... Ambos nos miramos, y después ambos nos separamos, encogiendo los

hombros con aquel asombro resignado que conviene a los espíritus pruden­tes, ante lo Incognoscible ... Pero ¡yo, ftlósofo, y por lo tanto espíritu impruc dente, toda esa noche agujereé el acto de José Mathías con la punta de una psicología que expresamente había aguzado; y ya de madrugada, cansado, deduje, como se deduce siempre en filosofía, que me encontraba delante de una Causa Primaria y por lo tanto impenetrable, donde se quebraría, sin ventaja para mí ni para el mundo, la punta de mi instrumento! ...

Después, la divina Elisa se casó y continuó habitando "Los Parrales" con su Torres Nogueira, en la comodidad y el sosiego que ya había goza­do con su Mattos Miranda ... A mediados del verano, José Mathías se tras­ladó de Porto a Arroyos, al caserón del tío Garmilde, donde volvió a ocupar sus antiguos cuartos con los balcones hacia el jardín, ya florecido de dalias que nadie cultivaba ... Vino agosto, como siempre en Lisboa, silencioso y cálido ... Los domingos,José Mathías comía con doña Mafalda de Noronha, en Bemfica, solitariamente; porque Torres Nogueira no conocía a aquella venerada señora de la Qyinta de los Cedros ... La divina Elisa, con vestidos

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claros, paseaba a la" tarde por el jardín, entre los rosales. De suerte que la única mudanza en aquel dulce rincón de Arroyos parecía ser: Mattos Mi­randa en su magnífico mausoleo del cementerio de los Prazeres, todo de mármol, y Torres Nogueira en el lecho admirable de Elisa ...

Había, sin embargo, una mudanza tremenda y dolorosa: la de José Ma­thías. ¿Adivina usted cómo ese desgraciado consumía sus estériles días? ... ¡Con los ojos, y la memoria, y el alma, y todo el ser clavados en la terraza, en las ventanas, en los jardines de "Los Parrales"!. .. Pero ahor?- no era con las vidrieras ampliamente abiertas, en abierto éxtasis, con la sonrisa de segura beatitud; era por detrás de las cortinas cerradas, a través de una leve hen­didura, escondido, siguiendo furtivamente los blancos pliegues del vestido blanco, con el semblante demacrado por la angustia y por la derrota ... ¿Y comprende por qué sufría así este pobre corazón? ... ¿Ciertamente porque Elisa, desdeñada por sus brazos cerrados, había corrido enseguida, sin lucha, sin escrúpulos, hacia otros brazos más accesibles y más dispuestos? ... ¡No, mi amigo!. .. Y note ahora la complicada sutileza de esta pasión.

José Mathías permanecía devotamente creyente de que Elisa, en la profundidad de su alm.a, en ese sagrado fondo espiritual donde no entran las imposiciones de hs conveniencias, ni las decisiones de la razón pura, ni los ímpetus del orgullo, ni las emociones de la carne, le amaba a él, únicamente a él, y con un amor que no había disminuido ni se había alte­rado, que florecía en todo su vigor, aun sin ser regado ni cultivado, ¡como la antigua Rosa Mística!... Lo que le torturaba, mi amigo, lo que le había surcado de largas arrugas en cortos meses, era que un hombre, un macho, un bruto, se hubiese apoderado de aquella mujer, ¡que era suya!. .. , y que del modo más santo y más socialmente puro, bajo el patrocinio enternecido de la Iglesia y del Estado, ensuciase con los recios bigotes negros hasta la saciedad aquellos divinos labios que él nunca se había atrevido a rozar, en la supersticiosa reverencia y casi en el terror de su divinidad ... ¿Cómo le diré? ... El sentimiento de este extraordinario Mathías era el de un mon­je postrado ante una imagen de la Virgen en trascendente éxtasis, cuando de repente un bestial sacrílego trepa al altar y levanta obscenamente la túnica de la imagen.

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Mi amigo sonríe ... ¿Y entonces; Mattos Miranda? ¡Ah, mi amigo! Ése era diabético, y grave, y obeso, y ya existía instalado en "Los Parrales", con su obesidad y sus diabetes, cuando él había conocido a Elisa y le había dado para siempre vida y corazón ... Y Torres Nogueira, no; ése irrumpió brutalmente a través de su purísimo amor, con los negros bigotes y los carnosos braws, y el recio arranque de un antiguo picador de toros; y había echado la garra sobre aquella mujer, ¡a quien tal vez había revelado lo que es un hombre!. ..

Pero ¡por todos los demonios!, ~1 había rechazado a esa mujer cuando ella se le ofrecía en 'la frescura y en la grandeza de un sentimiento que ningú~ desdén había agostado ni abatido. ¿Qyé quiere? ¡Es la espantosa tortuosidad espiritual de este Mathías!. .. ¡Al cabo de unos meses, él había

olvidado, .positivamente, había olvidado esa repulsa afrentosa como si fuera una ligera disparidad de intereses materiales o sociales, ocurrida hacía meses en el Norte, y a la cual la distancia y el tiempo disipaban la realidad y la amargura leve!. .. Y ahora, aquí en Lisboa, con las ventanas de Elisa delan­te de sus ventanas y las rosas de ambos jardines unidas floreciendo en la sombra, el dolor presente y el dolor real consistían en que él había amado sublimemente a una mujer y que la había colocado e·n las estrellas para más pura adoración, y que un bruto, moreno, de bigotes negros, había arrancado a esa mujer de las estrellas y la había echado sobre la cama ...

IV

Complicado caso, ¿eh, amigo? ... ¡Ah, mucho filosofé sobre él, por deber de filósofo!. .. Y deduje que Mathías era un enfermo, atacado de hiperespiritua­lismo, de una inflamación violenta y pútrida del espiritualismo, que había temido medrosamente las materialidades del matrimonio, las zapatillas, la piel poco fresca al despertar, un vientre enorme .durante seis meses, los niños. berreando en la cuna mojada ... Y ahora rugía de furor y tormento, por­que cierto materialote, al lado, se apresurara a aceptar a Elisa en camiseta de lana ... ¡Un imbécil!. .. ¡No, amigo mío!. .. ¡Un ultrarromántico, locamen­te ajeno a las realidades fuertes de la vida, que nunca sospechó que zapatillas

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y pañales sucios de niños son cosas de superior belleza en casa en que entre el sol y haya amor! ...

¿Y sabe usted lo que exacerbó más furiosamente este tormento? ¡Pues que la pobre Elisa mostraba por él el antiguo amor!. .. ¿Qyé le parece? ... ¿Infernal, eh? ... Por lo menos, si no sentía el antiguo amor intacto en su esencia, fuerte como antaño y único, conservaba por el pobre Mathías una irresistible curiosidad y repetía los gestos de ese amor ... Tal vez fuese sólo la fatalidad de los jardines vecinos. No sé ... Pero desde septiembre, cuando Torres Nogueira marchó para sus viñas de Carcavellos a asistir a la ven­dimia, ella comenzó de nuevo desde el borde de la terraza, por encima de las rosas y las dalias abiertas, aquel dulce envío de dulces miradas con que durante diez años había extasiado el corazón de José Mathías ...

No creo que se escribiesen por encima del jardín, como bajo el régi­men paternal de Mattos Miranda ... El nuevo señor, el hombre robusto de bigotes negros, imponía a la divina Elisa, aun desde lejos, desde las viñas de Carcavellos, retraimiento y prudencia ... Y tranquilizada por aquel ma­rido mozo y fuerte, menos sentiría ahora la necesidad de algún encuentro discreto en la sombra tibia de la noche, aun cuando su elegancia moral y el rígido idealismo de José Mathías consintiesen en aprovechar una escalera delante del muro ...

Además, Elisa era fundamentalmente honesta, y conservaba el respeto sagrado de su cuerpo, por sentirlo tan bello y tan cuidadosamente hecho por Dios, más que su alma ... ¿Y quién sabe? ... Tal vez la adorable mujer perteneciese a la magnífica raza de aquella marquesa italiana, la marquesa Julia de Malficri, que conservaba dos enamorados a su dulce servicio: un poeta para las délicadezas románticas y un cochero para las necesidades groseras ...

En fin, amigo mío, no psicologuemos más sobre esta vida detrás del muerto que por ella murió ... El hecho fue que Elisa y su amigo recayeron insensiblemente en la vieja unión ideal a través de los jardines en flor ... ¡Y en octubre,.como Torres Nogueira continuaba vendimiando en Carcavellos, José Mathías, para contemplar la terraza de "Lqs Parrales", ya abría de nuevo las vidrieras amplia y extáticamente ...

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,. Parece que un tan extremado espiritualismo, reconquist~ndo la idealidad . del antiguo amor, debía volver también a la antigua felicidad perfecta ... Él reinaba en el alma inmortal de Elisa: ¿qué importaba que otro se ocupase de su cuerpo mortal? ... Pero ¡no! ... El pobre mozo sufría angustiosamente. Y para sacudir la congoja de estos tormentos acabó, él, tan sereno, de una tan dulce armonía de modales, por convertirse en u·n agitado .... ¡Ah, amigo mío, qué remolino y estrépito de vida!. .. ¡Desesperadamente, durante un año, removió, aturdió y escandalizó a Lisboa! ... Son de esa época algunas de sus extravagancias legendarias ... ¿Conoce· la de la cena? ... ¡Una cena ofrecida a treinta o cuarenta mujeres de las más torpes y de las más sucias, recogidas por las sombrías callejuelas del Barrio Alto y de la Morería, que después mandó montar en burros, y gravemente, melancólicamente, puesto al frente, sobre un gran caballo blanco, con un inmenso látigo, condujo a los altos de Gras;a, para saludar la aparición del sol!. ..

Pero todos estos escándalos no le disiparon el dolor; ¡y entonces fue cuando, en ese invierno, comenzó a jugar y a· beber!. .. Todo el día se en­cerraba en casa (claro es que por detrás de las vidrieras, ahora que Torres Nogueira había regresado de las viñas)· con los ojos y el alma clavados en la terraza fatal; después, por la noche, cuando en las ventanas de Elisa se apagaba la luz, salía en un coche, siempre el mismo, el coche del Gago; corría a la ruleta del Bravo, después al club del "Caballero", donde jugaba frenéticamente hasta la tardía hora de cenar en un reservado de restau­rante, con manojos de velas encendidas y el "Collares" y el champaña y el coñac corriendo en chorros desesperados ...

¡Y esta vida, atormentada por las Furias, duró años, siete años! Todas las tierras que le había dejado el tío Garmilde fueron pródigamente jugadas y bebidas y sólo le quedaba el caserón de Arroyos y el dinero en que lo hi­potecara ... Pero súbitamente desapareció José Mathías de todos los.antros del vino y del juego ... Y supimos que Torres Nogueira estaba muriendo de un ántrax ...

Por ese tiempo y por causa de un negocio de Nicolás da Barca, que me había telegrafiado ansiosamente desde su quinta de Santarem (negocio em­brollado de una letra), busqué a José Mathías en Arroyos, a las diez de una

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noche cálida de abril ... El criado, mientras me conducía por el corredor mal alumbrado, ya sin los adornos de las ricas arcas y maderas talladas de la India del viejo Garmilde, me confesó que su señor no había acabado de comer ... Y aun me acuerdo con un estremecimiento de la impresión desolada que me dio el desgraciado ... Era un cuarto que daba a dos jardines ... Delante de una ventana, que las cortinas de Damasco cerraban, la mesa resplandecía, con

· dos candelabros, un cesto de rosas blancas y algunos de los nobles cubiertos de plata de Garmilde; y al lado, extendido en una poltrona, con el cuello blanco desabotonado, la faz lívida caída sobre el pecho, una copa vacía en la mano inerte, José Mathías parecía adormecido o muerto ...

Cuando le toqué en el hombro, levantó en un sobresalto la cabeza toda despeinada... ·

-¿Qyé hora es? Apenas le grité en un gesto alegre, para despertarle, que era tarde, llenó

precipitadamente la copa de vino blanco de la botella inás próxima y bebió lentamente, con la mano temblando, temblando ... Después, apartando los cabellos de la cabeza húmeda:

-Entonces; ¿qué hay de nuevo? ... Con los ojos pavorosamente abiertos, sin comprender, escuchó como

en un sueño el recado que le mandaba Nicolás ... Por fin, con un suspiro, removió una botella de champaña dentro del cubo en que se helaba, ·llenó otra copa,·murmurando:

-¡Un calor!. .. ¡Una sed!. .. Pero no bebió; arrancó el cuerpo pesado de la poltrona de paja, y dirigió

los pasos poco firmes hacia la ventana, corrió violentamente los visillos y abrió las vidrieras ... Y quedó yerto, como sobrecogido por el silencio y el sosiego y la oscuridad de la noche estrellada ... Yo aceché, amigo mío ... En la casa de "Los Parrales" dos ventanas brill~ban,intensamente iluminadas, abiertas a la brisa ... ¡Y esa claridad viva envolvía una figura blanca, en los largos pliegues de un ropón blanco, detenida a la orilla de la terraza, como olvidada en una contemplación!. .. ¡Era Elisa, amigo mío!. .. Por detrás del fondo del cuarto claro, el marido jadeaba en la opresión del ántrax ... Ella, inmóvil, reposaba, mandando una dulce mirada, tal vez una sonrisa, a su

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dulce amigo... El miserable, fascinado, sin respirar, sorbía el encanto de aquella visión bienhechora ... Y entre ellos perfumaban en la molicie de la noche todas las flores de ambos jardines ... Súbitamente, Elisa se recogió aprisa, llamada por algún gemido o impaciencia del pobre Torres ... Y las ventanas se cerraron al punto; toda la luz y toda la vida se sumieron en la casa de "Los Parrales" ...

Entonces, José Mathías, con un sollozo desesperado, de trasbordan te tormento, tambaleó, tan ansiosamente se agarró a la cortina, que la rasgó y cayó desamparado en los brazos que le extendí y en que le arrastré hacia la silla, pesadamente, como a un muerto' o a un borracho ... Pero, pasado un momento, con espanto mío, el extraordinario hombre abre los ojos, sonríe en una lenta e inerte sonrisa y murmura casi serenamente:

-¡Es el calor!. .. ¡Hace un calor!. .. ¿Usted no quiere tomar té? ... Retrocedí y me marché, mientras él, indiferente a mi fuga, extendido en

la poltrona, encendía trémulamente un inmenso cigarro puro ...

V

¡Santo Dios! ¡Ya estamos en Santa Isabel!. .. ¡Cómo estos miserables van arrastrando aprisa al pobre José Mathías para el polvo y para el gusano fi­nal!. .. Pues, amigo, después de esa curiosa noche, Torres Nogueira murió ... La divina Elisa, durante el nuevo luto, se recogió en la quinta de una cuñada también viuda, "La Corte de Moreira", al pie de Beja ... Y José Mathías des­apareció enteramente, se evaporó, sin que me volviesen noticias de él, aun inciertas; tanto más cuanto que el íntimo por quien las conocería, nuestro brillante Nicolás da Barca, habíase marchado a la isla de Madeira, con su último pedazo de pulmón, sin esperanza, por deber clásico, éasi deber social, de tísico ...

Todo ese año anduve engolfado en mi Ensayo de los ftnómenos afie~ tivos .. Después, un día, al comienw del verano, bajando por la calle de San Benito, con los ojos levantados, buscando el número 214, donde se catalogaba la biblioteca del Mayorazgo de Azemel, ¿a quién diviso yo al

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balcón de una casa nueva y· de esquina? A .la divina E lisa, poniendo hojas de lechuga en la jaula de un canario ... ¡Y bella, amigo mío, más llena y más armoniosa, toda madura, y suculenta y apetecible, a pesar de haber festejado en Beja sus cuarenta y dos años! ... Pero aquella mujer era de la gran raza de Elena que,. cuarenta años también después del cerco de Troya·, aún deslumbraba a los hombres mortales y a los dioses inmortales. Y, ¡curiosa casualidad!, al punto, en esa tarde, por Secco, Juan Secco, de la biblioteca, que catalogaba la librería del Mayorazgo, conocí la nueva historia de esta Elena admirable.

La divina Elisa tiene ahora utl amante ... Y únicamente por no poder, con su acostumbrada honestidad, poseer un legítimo y tercer marido ... El dichoso mozo que ella adoraba ahora era, en efecto, casado ...

Casado en Beja con una española que, al cabo de un año de ese casa­miento y de otros requiebros, se marchó a Sevilla a pasar devotamente la Semana Santa y allí se durmió en los brazos de un ganadero riquísimo ... El marido, pacato sobrestante de Obras Públicas, éontinuaba en Beja, donde también vagamente enseñaba un vago dibujo ... Ahora una de sus discípulas era hija de la señora de "La Corte de Moreira" y allí, en la quinta, mientras guiaba el esfumino de la niña, Elisa le conoció y le amó, con una pasión tan urgente que le arrancó precipitadamente a las Obras Públicas y le arrastró a Lisboa, ciudad más propicia que Beja a una felicidad escandalosa y que se esconde ... Juan Secco es de Beja, donde había pasado las Navidades; conocía perfectamente al sobrestante y a las señoras de "La Corte. de Moreira", y comprendió la novela cuando desde las ventanas de ese.número 214, don­de catalogaba la librería de Azemel, reconoció a Elisa en el balcón de la esquina y al sobrestante de. Obras Públicas enfilando por el portalón, muy deliciosamente, bien vestido, bien calzado, de guantes claros, con apariencia de ser infinitamente más dichoso en aquellas obras particulares que en las públicas ...

Y desde esa misma ventana del 214 conocí yo también al sobrestante. Guapo mozo, sólido, blanco, de barba oscura, en excelentes condiciones de cantidad (y tal vez hasta de cualidad) para llenar a un corazón viudo y, por lo tanto, "vacío", como dice la Biblia. Yo frecuentaba ese número 214

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interesado en el catálogo de la librería, porque el Mayorazgo de Azemel · poseía, por el irónico acaso de las herencias, una incomparable colección de los filósofos del siglo xvm. Y pasadas varias semanas, saliendo de esos libros una noche (Juan Secco trabajaba de noche) y parándome un poco más adelante, a orillas de un portal abierto, para encender el cigarro, divisé a la luz temblorosa del fósforo, metido en la sombra, a José Mathías. Pero ¡qué José Mathías, mi querido amigo!. .. Para contemplarlo más detenidamente, raspé otro fósforo. ¡Pobre José Mathías! ... Había dejado crecer la barba, una barba rala, indecisa, sucia, blanda como pelusa amarillenta; había dejado crecer el pelo, que le salía en greñas recias bajo un viejo sombrero hongo; pero todo él, en lo demás, parecía disminuido, menguado, dentro de una chaqueta larga de mezclilla desgastada, y de unos pantalones negros, de grandes bolsillos, donde escondía las manos con el gesto tradicional, tan infinitamente triste, de la miseria ociosa. En la espantosa lástima que me sobrecogió, sólo acerté a decirle:

-¡Cómo así! ... ¿Usted? Entonces, ¿qué se ha hecho de usted? ... Y él, con su mansedumbre cortés, pero secamente, para deshacerse de

mí, con una voz que el aguardiente enronqueciera: -Por aquí, a la espera de un sujeto... ·~

No insistí y seguí. Después, más adelante, deteniéndome; comprobé lo que de una ojeada había adivinado: que el portal negro daba enfrente de la finca nueva y de los balcones de Elisa ...

·Pues, amigo mío, tres años vivió José Mathías escondido en aquel portal...

VI

Era uno de esos patios de la Lisboa antigua, sin portero, siempre abiertos de par en par, siempre sucios; cavernas laterales de la calle de donde nadie

. hace salir a los escondidos de la miseria y del dolor ... Al lado había una taberna. Infaliblemente, al anochecer, José Mathías bajaba la calle de San Benito, pegado a los muros, y como una sombra se hundía en la sombra

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del portal. A esa hora ya las ventanas· de Elisa resplandecían: en invierno empañadas por la niebla fina; en verano abiertas y ventilándose en el re­poso y en la calma ... Y hacia ellas, inmóvil, con las manos en los bolsillos, José Mathías se quedaba en contemplación. Cada media hora, sutilmente, se dirigía a la taberna. Copa de vino, copa de aguardiente; y despacito, se recogía a la negrura del portal, a su éxtasis ... ¡Cuando las ventanas de Elisa se apagaban, a través de la larga noche, aun de las negras noches de invierno, encogido, transido, golpeando con las suelas rotas en el enlosado, o sentado al fondo, en los peldaños de la escalera, quedábase clavando los ojos torvos en la negra fachada de aquella casa, donde sabía que ella estaba durmiendo con el otro!. ..

Al principio, para fumar un cigarro apresurado, trepaba hasta el des­cansillo .desierto, a esconder la lumbre que denunciaría su escondrijo ...

·Pero después, amigo, fumaba incesantemente, pegado al quicio, chupando el cigarro con ansia, para que la punta refulgiese y encendiese ... ¿Y advierte por qué, amigo mío? ... Porque Elisa había descubierto que dentro ·de aquel . portal, adorando sumisamente sus ventanas, con el alma de antaño, estaba su pobre José Mathías ...

¿Y creerá usted que entonces, todas las noches, por detrás de la vidriera o recostada al balcón (con el sobrestante dentro, estirado en el sofá, ya 'con zapatillas, leyendo el Diario de la Noche), ella quedábase mirando el portal muy quieta, sin otro gesto, en aquel antiguo y mudo mirar .de la terraza so­bre las rosas y las dalias? ... José Mathías lo había advertido, deslumbrado ... ¡Y ahora avivaba él desesperadamente la lumbre del cigarro, como un farol, para guiar en la oscuridad los amados ojos de ella y mostrarle que allí estaba, transido; fiel, todo suyo!. ..

De día nunca pasaba por la calle de San Benito. ¡Cómo se iba a atrever a pasar con el chaquetón roto por los codos y las botas rotas? Porque aquel mozo de elegancia sobria y fina había caído en la miseria del andrajo ... ¿De dónde sacaba cada día los tres patacos6 para vino y para la ración de bacalao

6 Antigua moneda portuguesa de 40 reis, de bronce.

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en las tabernas? No sé ... Pero ¡loemos a la divina Elisa, mi querido amigo!. .. Muy delicadamente, por caminos extraviados y astutos, ella, que era rica, había procurado señalar una pensión a José Mathías, mendigo ... ¿Situación picante, eh? ¡La agradable señora dando dos mesadas a sus dos hombres: el amante del cuerpo y el amante del alma!... Él, sin embargo, adivinó de dónde procedía la pavorosa limosna, y la rechazó sin protesta ni alarido de orgullo, hasta con enternecimiento, hasta con lágrimas eh los párpados, que el aguardiente había inflamado ...

Pero sólo con la noche muy cerrada osaba descender a la calle de San Benito, dirigiéndose a su portal. ¿Y adivina usted cómo gastaba el día? ¡Acechando, siguiendo, olfateando al sobrestante de Obras Públicas!. .. ¡Sí, mi amigo, una curiosidad insaciable, frenética, atroz, por aquel hombre que Elisa había escogido!. .. Los dos anteriores, Miranda y Nogueira, habían entrado en la alcoba de Elisa públicamente, por la puerta de la iglesia, y para otros fines humanos más allá del amor; para poseer un hogar, tal vez hijos, estabilidad y quietud en la vida ... Pero éste era solamente el amante que ella había nombrado y mantenía sólo para ser amada y en esa unión no aparecía otro motivo racional sino que los dos cuerpos se uniesen ... No se hartaba, por lo tanto, de estudiarle, en la figura, en la ropa, en los mo­dales, ansioso por saber bien cómo era ese hombre que, para completarse, su Elisa había preferido entre la turba de los hombres ... Por decencia, el sobrestante moraba en el otro extremo de la calle de San Benito; delante del mercado. y esa parte de la calle, donde no lo sorprenderían en su miseria los ojos de Elisa, era el paradero. de José Mathías desde la mañana, para mirar, olfatear al hombre cuando se recógía de la casa de Elisa, aún caliente del calor de su alcoba ... Después no lo soltaba, cautelosamente, como un ratero, rastreándole desde lejos .. ·. Y yo sospecho que lo seguía así, menos por curiosidad perversa que para comprobar si a través de las tentaciones de Lisboa, terribles para un sobrestante de Beja, el hombre conservaba el cuerpo fiel a Elisa .. ~ En servicio de la felicidad suya, fiscalizaba al amante de la mujer que amaba ...

¡Refinamiento furioso de espiritualismo y devoción, mi amigo!..: El alma de Elisa era suya y recibía perennemente la adoración perenne; ¡y

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ahora quería que el cuerpo de Elisa no fuese menos adorado ni menos lealmente por aquél a quien ella había entregado el cuerpo! ... Pero el so­brestante era fácilmente fiel a una mujer tan hermosa, tan rica, con medias de seda, con brillantes en las orejas; que lo deslumbraba. Y ¿quién sabe, mi amigo? Tal vez esta felicidad, pleitesía carnal a la divinidad de Elisa, fuese para José Mathías la última felicidad que le concedió la vida ... Así me lo figuro, porque en el invierno pasado encontré al sobrestante en una mañana de lluvia, comprando camelias a una florista de la calle dd Oro, y enfrente, en una esquina, José JVlathías, demacrado, destrozado, acechaba al hombre con cariño, casi con gratitud ... Y tal vez en esa noche, en el portal, tiritan­do, con 1i1s suelas encharcadas, con los ojos enternecidos en las vidrieras oscuras, pensase: "¡Desgracjadita, pobre Elisa! Qyedóse muy contenta por·· que le trajo él las flores ... "

Esto duró tres años. En fin, mi amigo, anteayer, Juan Secco apareció en mi casa, p~r la tarde, despavorido, diciendo:

-¡Allá ll~varon a José Mathías en una camilla para el hospital, con una congestión en los pulmones!... ,

Parece que lo encontraron de madrugada, estirado en los ladriiJos, en­cogido en el chaquetón ligero, jadeando, con el rostro cubierto de la' palidez de la muerte, vuelto hacia los balcones de Elisa. Corrí al hospital. Había muerto ... Subí con el médico de servicio a la enfermería. Levanté el lienzo que le cubría. En la abertura de. la camisa, sucia y rota, atado al pescue­zo por un cordón, conservaba un saquito de seda, roído y sucio también ... Segurame~re contenía flores o cabello o pie~as de encaje de Elisa, del tiem­po del pri'!ler encanto y de las tardes de Bemfica ... Pregunté al médico, que le conocía y le compadecía, si había sufrido.

-¡No! Tuvo un momento wmatoso, después levantó los ojos, dijo: ·01' . ' 1 1., con gran espanto ... y exp1ro ...

¿Era el grito del alma en el asombro y en el horror de morir también? ¿O era el alma triunfando por reconocerse al fin inmortal y libre? Mi amigo no lo sabe; ru lo supo el divino Platón, ni lo sabrá el último fllósofo en la última tarde del inundo ...

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Llegamos al cementerio. Creo que debemos coger las cintas del ataúd ... En verdad, es bien extraño este Alves Capiío siguiendo tan sentidamente a nuestro pobre espiritualista ... Pero ¡Santo Dios, mire!. .. Más allá, en espera, a la puerta de la iglesia, aquel sujeto de levita y con paletó blancuzco ... ¡Es el sobrestante de Obras Públicas!. .. Y trae un enorme ramo de violetas. Elisa mandó a su amante carnal acompañar a la sepultura, para cubrirla de flores, a su amante espiritual... Pero ¡nunca ella pediría a José Mathías que espar­ciese violetas sobre el cadáver del sobrestante! ... ¡Es que siempre la Materia, aun sin comprenderlo, sin encontrar en él su felicidad, adorará al Espíritu, y siempre se tratará a sí misma, a través de los goces que de sí recibe, con brutalidad y desdén! ... ¡Gran consuelo, amigo mío, este sobrestante con su · ramo, para un metafísico que, como yo, comentó a Spinoza y a Malebran­che, rehabilitó a Fichte y probó suficientemente la ilusión de la sensación!. .. Sólo por esto valía la pena de traer a su sepultura a este inexplicable José Mathías, que era tal vez mucho más que un hombre ... ¡o tal vez menos que un hombre! ... En efecto, hace frío ... Pero ¡qué linda tarde! ...

Traducción y notas de Andrés González Blanco

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ITALIA

LUIGI PIRANDELLO

Nació en Agrigento (Sicilia) en 1867; murió en Roma en 1936. Dramatur­go, novelista, cuentista, es uno de los más célebres creadores de la literatura contemporánea. En 1934 se le otorgó el' Premio Nobel. Obras principales: 11

fuMattia Pascal (1904); 11 piacere dell'onestá (1911); Cosi e (se vi pare} (1917); L'uomo, la bestia e la virtú (1919); La signara Morfi una e due (1920); Sei per­

sonaggi in cerca d'autore (1921); Enrico IV(1922); Novel/e per 1fn anno (1922); Lazzaro (1929); O di uno o dí nessuno; Quando si e qua/cuno (1933).

,.

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LA VERDAD

Lo primero que hizo Saru Argentu, más conocido por Tarará, apenas introducido en el cerco de los acusados de la triste Corte de Asís, fue

sacar del bolsillo un gran ·pañuelo de algodón rojo con flores amarillas, y extenderlo cuidadosamente sobre uno de los asientos del escaño, para no ensuciar, al sentarse, el traje de fiesta de grueso paño azulado. Era nuevo el traje y nuevo el pañuelo.

Ya sentado, volvió la cara y sonrió a los campesinos que llenaban, des­de la barandilla, la parte de la sala reservada al público. El áspero y magro hocico de puerco, acabado de afeitar, le daba el aspecto de una mona. De las orejas le pendían dos cadenillas de oro.

De la multitud de campesinos se desprendía, denso, pestilente, un hedor de establo y de sudor, una fetidez caprina, un tufo de bestias sucias que sofocaba.

Una de las mujeres, vestida de negro, con la mantilla de paño cubrién­dole los ojos, se puso a llorar desconsoladamente cuando vio al acusado, quien, a su vez, mirando desde el banquillo, sonreía; ya levantaba una manaza curtida por el contacto con la tierra, ya plegaba el cuello hacia un lado y hacia otro, no en calidad de saludo, sino para hacer a éste o aquél de los amigos y compañeros de trabajo una señal de reconocimiento; todo con cierta complacencia.

Para él, eso era casi una fiesta después de tantos y tantos meses de prisión preventiva. Y se había endomingado pará tener buena presencia. Era pobre, tanto que no pudo ni siquiera pagar un abogado, y tenía uno de oficio; pero en aquello que dependía de él, eso sí, limpio estaba al menos, afeitado, peinado y con el traje de las fiestas.

Después de la primera formalidad, constituido el jurado, el presidente invitó al acusado' a ponerse de pie.

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-¿Cómo os llamáis? -Tarará. -Ése es un sobrenombre. ¿Vuestro nombre? . -Ah, sí, Señoría: Argentu, Saru Argentu, Excelencia. Pero todos me

conocen por Tarará. -Está bien. ¿Cuántos años tenéis? -Excelencia, no lo sé. -¡Cómol ¿No lo sabéis? Tarará se encogió de hombros y manifestó claramente con la expresión

del rostro, que le parecía casi una vanidad, algo verdaderamente .superfluo, la cuenta de los años. Respondió:

-Vivo en el campo, Excelencia. ¿Quién piensa en eso allí? Todos rieron, y el presidente inclinó la cabeza para buscar entre los

papeles que estaban desparramados ante él: . -Habéis nacido en el año 1873. Por consiguiente, tenéis treinta y

nueve años.

Tarará abrió los braws y se resignó. -Como quiera Su Excelencia. Para no provocar nuevas risotadas, el presidente hizo las otras preguntas

agregando él mismo a cada una: -¿Es verdad? ¿Es verdad? Por último dijo: -Sentaos. Ahora escucharéis de boca del señor secretario de qué estáis

acusado. · ., El secretario comenzó a leer el auto de acusación; pero llegado a cierta

parte debió interrumpir la lectura, porque el presidente del jurado estaba a punto de desvanecerse a causa de h hediondez ferina que había llenado toda la sala. Fue necesario ordenar a los ujieres que abrieran de par en par puertas y ventanas.

Apareció entonces clara e innegable la superioridad del acusado frente a aquellos que debían juzgarlo.

Sentado sobre su pañolón rojo encendido, Tarará ni siquiera se daba cuen­ta de esa fetidez, a que estaban acostumbradas sus narices, y podía sonreír;

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Tarará no sentía calor, a pesar de estar metido en un abrigado traje de paño azulado; Tarará tampoco sentía fastidio por las moscas, que provocaban gestos de rabia a los señores del jurado, al procurador del Rey, al presidente, al secre­tario, a los abogados, a los ujieres y, finalmente, a los carabineros. Las moscas andaban sobre sus manos, le zumbaban soñolientas en torno de la cara, se posaban voraces en su frente, en las comisuras de los labios y, por último, en las de los ojos: no las sentía, no las espantaba y podía seguir sonriendo .

. El joven abogado defensor de oficio le había dicho que podía estar seguro de la absolución, porque si bien había matado a su mujer, estaba probado el adulterio de ella.

Con la serena inconsciencia de las bestias, no lo acosaba la menor som­bra de remordimiento. No comprendía por qué debía responder de lo que había hecho, de una cosa que, por lo demás, sólo a él importaba. Aceptaba la acción de la justicia como una fatalidad ineludible ..

Para la vida, la justicia era como para el campo los malos años. Y la justicia, con todo su solemne aparato de escaños majestuosos, de

campanilleos, de togas y penachos, era para Tarará como aquel nuevo y gran molino de vapor que se había inaugurado con gran fiesta el año anterior. Al observar, como tantos otros curiosos, la maquinaria, todo ese engranaje de ruedas, ese endiablado montaje de pistones y poleas, Tarará había sentido nacer dentro de sí una desconfianza que aumentaba con el estupor. Algunos habían llevado su grano a ese molino, pero ¿quién hubiera podido asegurar a los parroquianos que la harina obtenida pertenecía al grano entregado? Era necesario que cada uno cerrara los ojos y aceptara con resignación la harina que le daban.

Ahora, con idéntica desconfianza, pero con la misma resignación, Tarará entregaba su caso a la máquina de la justicia.

Bien sabía él que había partido la cabeza de su mujer con un golpe de hachuela porque al retornar a casa, calado y embarrado, un sábado por la tarde, desde un campo cercano al poblado de Montaperto, en el que trabajaba toda la semana como jornalero, habíase encontrado con mi gran escándalo en la callejuela del Arco di Spoto, a la altura de San Gerlando, donde habitaba.

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Pocas horas antes, su mujer había sido sorprendida en flagrante adulte­rio con el señor don Agatino Fiorica ..

La señora doña Graziella Fiorica, mujer del señor, con los dedos llenos de anillos, las mejillas pintarrajeadas, y toda emperifollada como una de esas mulas que llevan a compás de tambor una carga de trigo a la igle­sia, había guiado en persona al comisario Spanó y a dos agentes allá, a la callejuela del Arco di Spoto, para la comprobación del adulterio.

· Los vecinos no habían podido. ocultar a Tarará su desgracia, puesto que la mujer, conjuntamente con el. caballero, había · permanecido arrestada toda la noche. A la mañana siguiente, apenas Tarará la vio aparecer, calla­dita y avergonzada, en la puerta de calle, antes de que los vecinos tuvieran tiempo de acudir, le había saltado encima hachuela en mano y le había partido la cabeza. . . ,

¡Q¡ién sabe qué estaba leyendo en ese momento el señor secretario ... ! Terminada la lectura, el presidente hizo levantar de nuevo al acusado

para el interrogatorio .. -Acusado Argentu, ¿habéis escuchado de qué estáis acusado? Tarará apenas esbozó un gesto con la mano y, con su acostumbrada

sonrisa, respondió: • -Excelencia, para decir la verdad, no he prestado atención .. El presidente, entonces, lo amonestó con mucha severidad: · -Estáis acusado de haber asesinado con un golpe de hachuela, en la

mañana del lO de diciembre de 1911, a Rosaría Femminella, vuestra mujer. ¿Q¡é ténéis que decir en vuestro descargo? Volveos hacia los señores jurados y habladles claramente y con el debido respeto para con la justicia.

Tarará se llevó una mano al pecho para significar que no tenía la menor intención de faltar el respeto a la justicia. Pero en la sala, en ese momen­to, todos estaban predispuestos a la hilaridad y lo miraban con la sonrisa preparada para su respuesta. Tarará lo advirtió y quedó un. momento en suspenso, descorazonado.

-Vamos, hablad de una vez -le exhortó el presidente-. Decid a los señores del jurado lo que tenéis que decir. . ·

· Tarará se encogió de hombros y habló: . ·

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-Está bien, Excelencia. Esos señores son letrados y habrán comprendi­do lo que está escrito en esos papeles. Yo vivo en el campo, Excelencia. Pero si en esos papeles está escrito que he asesinado a mi mujer, es la verdad. Y no se hable más de ello.

Esta vez rompió a reír, sin quererlo, también el presidente. -¿O!Je no se hable más? Aguardad y escucharéis; veréis si no se ha­

blará más ... -O!Jiero decir, Excelenciá --explicó Tarará, volviendo a llevar la mano

al pecho-, quiero decir, que lo he hecho, ¡que lo he hecho!, y basta. Lo he hecho ... , sí, Excelencia, me dirijo a los señores jurados; lo he hecho, en verdad, señores jurados, porque no he podido hacer menos; ¡estamos! Y basta.

-¡Seriedad! ¡Seriedad, señores! ¡Seriedad! -se puso a gritar el presi­dente, sacudiendo furiosamente la campanilla-. ¿Dónde estamos? ¡Esta­mos en una Corte de Justicia! ¡Y se trata de juzgar a un hombre que ha matado! ¡Si alguien pretende reír otra vez, haré desalojar la sala! ¡Y me pesa tener que exigir de los señores del jurado que consideren la importancia de su misión!

Después, volviéndose con .ceño adusto al acusado: -¿ O!Jé entendéis al decir que no habéis podido hacer otra cosa? Tarará, consternado en medio del gran silencio que sobrevino, res-

pondió: -O!Jiero decir, Excelencia, que la culpa no fue mía. -Pero ¿cómo que no fue vuestra? El joven abogado de oficio creyó que ése era el momento de rebe­

larse contra el tono agresivo asumido por el presidente frente al acu­sado.

-¡Perdón, señor presidente, pero de este modo terminaremos por atur­dir a este pobre hombre! ¡Me parece que tiene razón al decir que la culpa no fue suya, sino de su mujer, que lo traicionaba con el caballero Fiorica! ¡Está claro!

-Señor abogado, le ruego ... -replicó, resentido, el presidente-. De­jemos hablar al acusado. Y vos, Tarará: ¿Habéis querido decir eso?

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Tarará negó pnmero con un movimiento de cabeza, después con la voz:

-No, Señoría, Excelencia. La culpa no fue, de ninguna manera, de aquella pobre desgraciada. La culpa es de la señora ... de la mujer del señor caballero Fiorica, que no quiso dejar las cosas tal como estaban. ¿En qué la beneficiaba, señor presidente, provocar semejante escándalo ante la puerta de mi casa, que hasta el empedrado de la calle, señor presidente, enroje­ció de vergüenza al ver a un digno gentilhombre, al caballero Fiorica, que todos conocemos como un señor, sacado de allí, en mangas de camisa y con los pantalones en la mano, señor presidente, sacado de la cueva de una sucia campesina? ¡Sólo Dios sabe, señor presidente, lo que estamos obligados a hacer para procurarnos un pedazo de pan!

Tarará dijo .todas estas cosas con lágrimas en los ojos y con voz temblo­rosa, separando las manos del pecho, con los dedos entrelazados, mientras las risotadas sonaban irrefrenables en toda la sala y muchos hasta se des­ternillaban de la risa. Mas, en medio de la algarabía, el presidente captó al vuelo la nueva posición en que el imputado acababa de colocarse frente a la ley con lo que había dicho. Lo mismo no ocurrió con el joven abogado defensor, y de pronto, viendo éste derrumbarse todo el edificio de su de­fensa, se volvió rápido hacia el cerco de los acusados para hacer a Tarará señal de que callara.

Demasiado tarde. El presidente, dando furiosos campanillazos, pregun­tó al acusado:

-¿Así que confesáis que era notorio el enredo de vuestra mujer con el caballero Fiorica?

-Señor presidente -se sublevó el abogado defensor, poniéndose de pie-, perdone ... ; pero yo así..., así... .

-¡OJ¡é así ni así! -lo interrumpió gritando el presidente-. ¡Por ahora es necesario que ponga esto en claro!

-¡Me opongo a la pregunta, señor presidente! -¡Usted no puede oponerse, señor abogado! ¡El interrogatorio lo

hago yo! -· ¡Y al momento yo depongo la toga!

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-¡Pero haga el favor, abogado! ~Lo dice en serio? Si el acusado mismo confiesa... :

-.-.¡No, Señoría; no, Señoría! ¡Todavía no ha confesado nada, señor pre­sidente! Ha dicho solamente que la culpa, según él, es de la señora Fiorica, que fue a provocar un escándalo frente a su casa.

-· ¡Está bien! ¿Y puede usted impedirme, ahora, de preguntar al acusado si era notorio el entendimiento de la mujer con Fiorica?

De toda la sala se levantaron en ese momento hacia Tarará urgentes, violentas señales de denegación. El presidente montó en cólera y amenazó de nuevo con el desalojo de la sala.

-Contestad, acusado Argentu: ¿era notorio, sí o no, el enredo de vues­tra mujer?

Tarará, extraviado, confuso, miró al abogado, miró al auditorio y al final:

-¿Debo ... debo decir que no? -balbució. -¡Ah, estúpido! -· gritó un viejo campesino del fondo de la sala. El joven abogado dio un puñetazo sobre la mesa, y se fue, rezongando,

a sentarse en otra parte. -¡Decid la verdad, en vuestro propio interés! --exhortó el presidente

al acusado. -Excelencia, digo la verdad -respondió Tarará, esta vez con ambas

manos sobre el pecho-. Y la verdad es ésta: ¡era como si no lo supiese! Puesto que la cosa ... ; sí, Excelencia, me vuelvo a los señores jurados; puesto que la cosa, señores jurados, era tácita, y ninguno podía por ello enrostrar- . me que lo sabía. Hablo así, porque vivo en el campo, señores jurados. ¿Qyé puede saber un.pobre hombre que suda sangre en el campo desde lama­drugada del lunes hasta la noche del sábado? ¡Son desgracias que pueden ocurrir a< todos! Por cierto, si en el campo alguno hubiera venido a decir­me: "Tarará, tu mujer se entiende con el caballero Fiorica'', yo no hubiera podido proceder de otra manera Y. hubiera corrido a casa con la hachue­la para partirle la cabeza. Pero ninguno había venido a decírmelo, señor presidente; y yo, con santa intención, si me ocurría tener que volver al pobla­do en medio de la semana, mandaba antes a alguno para advertir a mi mujer.

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Esto es para hacer ver a Vuestra Excelencia que mi intención no era hacer ningún daño. El hombre es hombre, Excelencia, y las mujeres son mujeres. Por cierto, el hombre debe considerar a la mujer, que lleva en la sangre el ser traidora, aun en el caso de que no quede sola, quiero decir, con el.ma­rido ausente toda la semana; pero la mujer, por su parte, debe considerar al hombre y comprender que el hambre no puede dejarse restregar la cara por la gente. Excelencia, ¡ciertas injurias ... sí, Excelencia; me vuelvo a los señores jurados; ciertas injurias, señores jurados, más que restregar, lastiman la cara del hombre! ¡Y el hombre no las puede soportar! ¡Ahora yo, señores míos, estoy seguro de que aquella desgraciada habría tenido siempre esta conside­ración para conmigo; y es tan cierto, que yo no le habría nunca tocado un cabello! ¡Todo el vecindario puede venir a testimoniar! ¡Qyé había de hacer, señores jurados, si después, aquella bendita señora, de improviso ... ! ¡Eso es, señor presidente, Vuestra Excelencia debería hacerla venir aquí, a esa señora, frente a mí, que yo sabría hablarle! ¡No hay peor cosa ... ; me vuelvo a vosotros, señores jurados, no hay nada más peligroso que las mujeres! "Si su marido -diría a esa señora, teniéndola ante nú-, si su marido hubiese estado con una muchacha, Vuestra Señoría hubiera podido darse el gusto de provocar este escándalo, que no hubiera tenido ninguna consecuencia, porque no hubiera habido ningún marido de por medio. Pero ¿con qué derecho Su Señoría vino a inquietarme, a mí, que estuve si~rl).pre tranquilo; que no me enfadaba ni mucho, ni poco; que no había nunca querido ver, ni sentir nada; tranquilo, señores jurados, afanándome por ganar el pan en el campo, con la azada en la mano de la mañana a la noche? ¿Su Señoría se .burla? -le diría, si la tuviese aquí, frente a mí, a esa señora-. ¿Qyé ha sido el escándalo para Su Señoría? ¡Nada! ¡Una burla! Después de dos días ha hecho las paces con el marido. Pero ¿no pensó Su Señoría que había otro hombre de por inedio, y que este hombre no podía dejarse restregar las

. narices por el prójimo? Y ¿qué debía hacer el hombre? Si Su Señoría hubiese acudido primero a mí, a advertirme, le habría dicho: ¡Deje pasar, señora! ¡Hombres somos¡ ¡Y el hombre, se sabe, es cazador! ¿Puede preocuparse tanto Su Señoría por una sucia campesina? El caballero, con usted, come siempre pan delicado, francés; ¡compadézcalo si de tanto en tanto le gusta

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un trozo de pan casero, negro y duro!" Así le habría dicho, señor presidente, y por fuerza no hubiera ocurrido nada de eso, que, a pesar de todo, que no por culpa mía, sino por culpa de esa bendita señora, sucedió.

El presidente cortó con un nuevo y largo campanilleo los comentarios, las risas, las distintas exclamaciones que acogieron en toda la sala la apa­sionada confesión de Tarará.

-¿Ésta es, pues, vuestra tesis? -preguntó después al acusado. Tarará, cansado, anhelante, negó con la cabeza. -No, Su Señoría. ¿Qyé tesis? Ésta es la verdad, señor presidente.

· Y en merced a la verdad, tan cándidamente confesada, Tarará fue con­denado a·trece años de reclusión.

Traducción de Alberto L. Merani

·'1

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DINAMARCA

HANS CHRISTIAN ANDERSEN

Hans Christian Andersen, poeta, novelista y cuentista danés, nacw eri Odense (isla Fionia) en 1805; murió en Copenhague en 1875. Andersen, que produjo una vasta obra, es célebre sobre todo por sus·cuentos. En este género publicó tres volúmenes: Eventyr, fortalte for Born (1835); Biliedbog uden Billeder (1840) e Historien (1852), que han sido traducidos a todos los idiomas y se han.hecho universalmente famosos.

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EL PATITO FEO

Era una delicia la vida del campo en verano. Los trigales estaban dora­dos, en contraste con la verde avena, y en los tiernos prados se veían

las hacinas de forraje recién segado, sobre las que volaban cigüeñas de patas rojas, chapurreando el idioma egipcio que les enseñó su madre. En torno de los campos y las praderas se extendían espesos bosques, entre los cuales se abrían profundos lagos. ¡Realmente, era una delicia el campo! Dominando el paisaje, se alzaba una casa solariega rodeada de profundas acequias y cubierta por entero de bardana que hundía sus greñas en el agua, y de tan recios y entrelazados tallos que un niño habría podido trepar por ellos. Era aquello tan selvático como lo más enmarañado del bosque, y no es de admirar que la hembra de un pato hubiera puesto allí su nido. El ave permanecía sobre los huevos para vigilar la salida de los patitos; pero em­pezaba a cansarse por lo mucho que tardaban y porque sus amigas apenas la visitaban, ya que preferían divertirse nadando por las acequias, a subir a charlar un rato con ella sentadas en un tronco de bardana.

Por fin, uno tras otro los cascarones se fueron rompiendo. -¡Piep! ¡Piep! ¡Piep! -se oía. Apenas los patitos tomaban vida, asomaban sus amarillas cabecitas,

ganosos de curiosear. . -¡Cuac! ¡Cuac! -llamó la madre, y todos salieron tan aprisa como les

fue posible para mirarlo todo entre el follaje. Su madre les dejó mirar cuanto quisieron, porque el color verde es muy bueno para la vista. -¡~é grande es el mundo! -· dijo el más pequeño. Y era verdad, por­

que allí estaban más anchos que dentro del cascarón. -¿Creéis que a esto se reduce el mundo? --dijo la madre-. No; el

mundo se extiende más allá del jardín, hasta el campo del párroco; andando, nunca he llegado yo. Bueno, creo que estáis todos -añadió levantándose-.

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No, aún no habéis salido todos. Falta el más grande. ¡A ver cuánto va a durar esto! Ya empiezo a estar cansada.

Y se agachó de nuevo. -¡Hola! ¿Cómo va eso? -le preguntó una pata vieja que fue a vi­

sitarla. -Aquí me tienes perdiendo el tiempo con este huevo que no quiere

abrirse. Pero ¡mira los otros! ¡Nunca he visto patos más preciosos! ¡Cómo se parecen a su padre! ¿Eh? Y el muy granuja nunca viene a verme .

. -Veamos ese huevo que no quiere romper --dijo la vieja-. Ya sé en qué consiste: es un huev9 de pava. También a mí me engañaron una vez y me costó penas y trabajos criarlos, porque tienen miedo al agua y no podía hacerlos entrar. Por más que les rogaba y explicaba, todo era inútil. Ensé­ñame el huevo. Sí, mujer, es de pava. Déjalo y dedícate. a enseñar a nadar a los pequeños.

-Pensaba esperar un poco --dijo la madre-. Me he pasado aquí tanto tiempo, que podré estar aún unos días más.

-Como quieras --dijo la vieja, y se marchó. Por fin, el cascarón grande se rompió. -¡Piep! ¡Piep! --dijo el pequeño abriéndose paso. Era muy grande y muy séco. Su madre lo contempló. -¡Qyé horrible es! ·-exclamó-. En nada se parece a los otros. ¡Si será

un pavo! Bueno, pronto saldremos de dudas. Entrará en el agua, aunque tenga que tirarlo yo misma a la fuerza.

Al día siguiente hacía un tiempo magnífico y el sol daba de lleno en la bardana. La madre bajó a la acequia con toda la familia y, ¡zas! ya la tenéis en el agua. .

-¡Cuac! ¡Cuac! -llamó. Y uno tras otro, los polluelos se arrojaron al agua, desapareciendo bajo

la superficie y volviendo a subir como perfectos nadadores, moviendo las patitas con toda regla. Entre ellos estaba nadando el patito grande y feo.

-No, ése no es pavo -se dijo la madre--. No hay más que verle mover las patas y lo erguido que se mantiene. ¡Es hijo mío! Bien mirado, no es tan feo. ¡Cuac! ¡Cuac! Venid conmigo, que os llevaré al mundo y os presentaré

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en el corral a los amigos; pero no os apartéis de mí, que os pisarían, y tened cuidado con los gatos.

Llegaron al corral en un momento de gran revuelo. Los ánimos estaban excitadísimos porque dos familias se disputaban una cabeza de anguila y el gato se la llevó antes que nadie.

-¡Ved cómo es el mundo! -dijo la madre afilándose el pico, codiciosa también de la cabeza de anguila-. No mováis más que los pies, avanzad rectos e inclinad la cabeza saludando a ese pato viejo que está allá. Es el principal de todos y de raza española; por eso está tan gordo.¿ Veis esa cinta colorada que lleva en la pata? Es una muestra de !a más elevada distinción a que puede llegar un pato; se la han puesto para que hombres y animales lo reconozcan, porque no quieren que se pierda. ¡Moveos! ... ¡No dobléis los dedos! Un pato bien educado ha de andar con los dedos bien rectos, como lo hacen sus madres: así. Ahora, encorvad el cuello ·y decid: ¡cuac!

Los pequeños obedecían, pero los otros patos se iban agregando a su alrededor y murmuraban en voz alta:

-¡Q,ié os parece! ¡Como si no fuéramos bastantes, ahora vienen éstos a aumentar el cotarro! ¡Ufl ¡Vaya tipo feo que nos ha caído! ¡Eso no he­mos de tolerarlo!

Y un pato se lanzó. sobre el patito feo y le' dio un picotazo en el cuello. -Tú, no le toques -dijo la madre-, que ningún mal os hace. -Sí, pero es demasiado grande y no se parece a nosotros -replicó el

adversario--. Bien merecido se tiene el castigo. -Es una hermosa pollada que honra a la madre -intervino el viejo

pato de la cinta-. Todos son bonitos menos uno, pero ése está hecho una calamidad. ¡Me gustaría que lo incubase de nuevo!

-Eso no es posible, Alteza -dijo la madre del patito-. No es muy hermoso, pero es muy buen chico y nada tan bien como los otros, o mejor. Creo que con el tiempo se irá embelleciendo y se reducirá a las proporciones de sus hermanos. Eso le viene de haber estado demasiado tiempo en el hue­vo. -Y añadió mientras le acariciaba el cuello, alisándole los plumones-: Además, en un varón la hermosura es lo de menos. Será muy fuerte y se abrirá paso en el mundo.

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-Los demás patitos son muy graciosos -dijo el viejo-. En fin, está usted en su casa y puede hacer lo que le plazca; pero si encuentra una cabeza de anguila, tráigamela.

Los polluelos se movieron a sus anchas, pero el pobre patito que fue el último en salir del huevo y era tan feo, recibía picotazos; empujones y malos tratos, así de los patos como de las gallinas.

-Es demasiado grande --decían todos. Y el pavo, que porque había cre­cido con espuelas se consideraba ya un emperador, se hinchó como el velamen de un barco impelido por el viento y lo acometió glugluteando y apopléti­co de ira. El pobre patito no sabía dónde meterse ni adónde escapar, y se sentía desgraciado porque su fealdad le atraía los odios de todo el corral.

Sucedió esto el primer día, y la situación se agravó más en los siguientes. El infeliz patito era objeto de persecución unánime, y sus mismos hermanos lo despreciaban diciendo: "¿Por qué no te atrapará el gato, espantajo?" Hasta su madre decía: "¿Cuándo te perderé de vista?'! Y los patos lo embestían, las gallinas le picaban, y la niña que daba de comer al averío lo apartaba a puntapiés.

Entonces tomó impulso y voló por encima del huerto, y los pajaritos que estaban en los arbustos huyeron espantados.

-¡Les he dado miedo porque soy feo! -pensó el patito. Cerró los ojos y siguió volando hasta llegar al gran pantano donde viven los patos silvestres. Y allí descansó toda la noche, cansado de tanto volar.

Al amanecer, los patos silvestres levantaron el vuelo y descubrieron al nuevo camarada.

-¿De qué casta eres tú? -le preguntaron. Y el patito se volvía en todas direcciones, deshaciéndose en saludos-. ¡Cuidado que eres feo! --decían los patos silvestres-. Pero a nosotros nos es igual, mientras no te cases con alguna de la familia.

¡Pobrecillo! ¿Cómo había de pensar en casarse, si sólo aspiraba a que le permitieran dormir tranquilo entre las cañas y beber un poco de agua cenagosa?

Así permaneció dos días hasta que, de pronto, se le aparecieron dos ocas, o mejor diCho, dos ánsares silvestres, pues los dos eran machos.

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No hacía mucho tiempo que habían abandonado el nido, por lo cual eran muy descarados.

-Oye, compañero -dijo uno de ellos-: eres tan feo que me gustas. ¿Qyieres venir con nosotros y serás un ave de paso? En otro pantano, que no está lejos, hay unas ocas muy amables y simpáticas que están solteras y todas en condiciones de decir: ¡Cuac! Se te presenta ocasión de encontrar un buen partido, aunque seas tan feo.

"¡Pum! ¡Pum!" Sonaron unos tiros que hicieron retemblar el aire, y los ánsares cayeron muertos en la ciénaga, enrojeciendo el agua. "¡Pum! ¡Pum!" Se oyeron nuévos estampidos y una bandada de gansos silvestres se levantó de los cañizales. Entonces, sonó otro tiro. Era una gran cacería. Los cazadores esta­ban al acecho cercando la laguna y algunos se habían encaramado a los árboles que crecían sobre las cañas. Un humo azul salía, formando nubes, de los sauces y se esparcía a lo largo del pantano. Se oyó el chapoteo de los perros de caza en el légamo: ¡Chas! ¡Chas!, y Jos juncos y las cañas se movían por todas partes. ¡Qyé momentos de angustia para el pobre patito! Volvió la cabeza para ocul­tarla bajo un ala, pero en aquel momento un perrazo espantoso se paró ante él con la lengua fuera, los ojos centelleantes y enseñando sus feroces colmillos. Acercó sus fauces al patito, lo husmeó y, ¡chas!, ¡chas!, se alejó sin tocarlo.

-¡Bendito sea Dios! -suspiró el animalito-. ¡Tan feo soy que ni los perros quieren morderme!

Y permaneció quieto, mientras los disparos atronaban los juncales y los perdigones acribillaban el aire. Por fin, ya muy tarde, se restableció la paz, pero el pobre patito no osaba moverse. Sólo al cabo de unas horas volvió la cabeza para examinar las cercanías antes de abandonar el pantano con la velocidad que le permitió su vuelo. Atravesó campos y praderas, afrontando una temperatura que dificultaba su marcha.

Al oscurecer llegó el patito a una pequeña choza campestre, tan arrui­nada que sólo se mantenía en pie por no saber a qué lado caerse. Soplaba el viento con tal fuerza, que el patito se vio obligado a encogerse para resistirlo. Entonces, notó que a la puerta de la choza le faltaba un gozne y las tablas dejaban entre el quicio una abertura que le permitía el paso y, ni corto ni perezoso, entró.

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En la choza vivía una mujer con un gato y una gallina. El gato, a quien llamaba Hijito, sabía arquear el lomo y ronronear, y también echar chispas, si bien era preciso para esto que se le frotase a contrapelo. La gallina tenía muy cortas las piernas, y por eso se llamaba Señorita Patascortas; ponía hue­vos magníficos y la mujer la quería como a una hija.

Tan pronto amaneció, se notó la presencia del intruso y el gato se puso a ronronear, y la gallina a cacarear.

-¿Q¡é significa esto? -preguntó la mujer, mirando a todos lados.Y como no veía bien, creyó que el patito era un pato grande que se había ex­traviado--. ¡Q¡é suerte tengo! Ahora voy a tener huevos de pato. No creo que sea macho. Probaremos, a ver.

El patito fue aceptado a prueba durante tres semanas, pero los huevos no venían. Y el gato era el amo de la casa, y la gallina, la dueña, y siempre decía: "nosotros y los demás", pues· se figuraba que ellos eran la mitad del mundo y lo mejor de la mitad.

El patito pensó que podría sostener la opinión contraria, pero la gallina no le dejó hablar.

-¿Sabes poner huevos? -le preguntó. -No. -Pues más vale que te calles. Entonces el gato le preguntó: -¿Sabes arquear el lomo y ronronear y echar chispas? -.No. -Pues no debes exponer tu opinión cuando hablen las personas sen-

satas . . El patito se apartó a un.rincón, de mal humor; pero cuando la luz del

sol y un aire fresco entraron a torrentes en la choza, le invadió tal deseo de nadar que no pudo .menos de confesárselo a la gallina.

-· ¡Q¡é cosas se te ocurren! -gritó ésta-. ¡Claro!, como no tienes nada que hacer, te dan esos antojos. Pon huevos o arquea el lomo y verás cómo se te pasarán.

-¡Pero es tan agradable tirarse al agua! -dijo el patito--; ¡sumergir en ella la cabeza y zambullirse hasta el fondo!

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-¡Ah!, ¡sí!; ¡vaya un placer! -replicó la gallina-. Debes de haber per­dido el juicio. Pregúntaselo al gato, que es el ser más rawnable que conozco; pregúntale si le gusta tirarse al agua e irse al fondo: no quiero hablar de mí misma. Pregunta a nuestra ama, la vieja; nadie tiene más experiencia que ella. ¿Crees que siente el menor deseo de nadar y dejarse ir al fondo?

-No me comprendes -dijo el patito. -¿Qye no te comprendo? ¿Pues quién te comprenderá, entonces?

Dime. Supongo que no te creerás más sabio que el gato y la vieja, para no hablar de mí. No seas vanidoso, muchacho, y agradece el bien que se te hace. ¿No estás en una casa bien abrigada y entre personas de las que puedes aprender algo? Pero, claro, tú eres un ocioso charlatán y no da gusto tratar contigo. Créeme, hablo por tu bien. Si te digo cosas desagradables, piensa que en esto se conocen los amigos. ¡Procura aprender a poner huevos o a arquear el lomo y echar chispas!

-Creo que debería de ir a correr mundo ~jo el patito. -Sí -aprobó la gallina-. No dejes de ir. Y el patito se fue. Nadó y se zambulló cuanto le vino en gana, pero

todos los seres se le apartaban al ver lo tan feo. Vino el otoño. Las hojas de los árboles perdieron su verdor y se secaron;

el.viento las cogió y se las llevó en remolinos, y el tiempo se hizo inten­samente frío. Densos nubarrones pasaban muy bajos, cargados de nieve y granizo, y en las tapias se paraban los cuervos graznando de frío. ¡Mal tiem­po para el pobre patito! Una tarde, mientras el sol iba a su ocaso con todo esplendor, se destacó de las frondosidades una bandada de aves grandes y magníficas. Eran de una blancura deslumbrante y de cuello largo y gracioso. Nunca había visto el patito nada tan bello. Eran cisnes. Lanzaban un grito especial y, batiendo sus largas y vistosas alas, se alejaban de aquella región fría hacia tierras más cálidas, de anchos lagos. Volab~n a tal altura que el patito feo estuvo a punto de perder la cabeza mirándolos. Daba vueltas en el agua como una peonza, con el cuello estirado hacia arriba, y dio un grito tan fuerte que él mismo se asustó. ¡Oh! Nunca olvidaría aquellas hermosas y felices aves. Y cuando las perdió de vista, se sumergió hasta el fondo, y al volver a la superficie estaba fuera de sí. N o sabía qué aves eran ni adónde

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se dirigían; pero las amaba como nunca había amado. No las envidiaba, porque tampoco deseaba para él tanta belleza. ¡Feo como era, el pobrecito se hubiera'sentido bastante feliz ~on que los patos lo hubiesen tolerado en su compañía!

El invierno era cada vez más crudo, y el patito se mantenía siempre nadando para que el agua no se helara del todo. Pero cada noche se hacía más pequeño el espacio en que nadaba. Y se heló tanto, que el animalito ya sólo podía mover una pata para que no lo aprisionara el círculo de hielo, hasta que, rendido de fatiga, se quedó preso.

A la mañana siguiente lo vio un campesino que por allí pasaba. Se acercó ~ hielo, lo rompió a patadas con sus zuecos y le llevó el patito a su mujer. Allí volvió a la vida. Los niños querían jugar con él, pero, pensando que lo maltratarían, huyó asustado y cayó en un recipiente de leche, la cual se vertió por completo.

Vociferó la mujer batiendo las palmas, y entonces el patito fue a caer en un barril de manteca y, luego, en un costal de harina. ¡Era una escena muy cómica! La mujer lo persiguió de un lado a otro, blandiendo las tenazas y desgañitándose, mientras los chicos, en su deseo de cogerlo, tropezaban entre sí, riendo y gritando. Por fortuna, estaba la puerta de par en par, y el pobrecito animal pudo escapar y deslizarse entre unos arbustos cubiertos de nieve.

Sería muy triste contar todas las penas y trabajos que el patito pasó du­rante tan cruel invierno. Lo hallamos de nuevo guareciéndose entre las cañas de un páramo, cuando el sol empezaba a calentar, cantaba la alondra y florecía la primavera.

De pronto, un día, el patito desplegó las alas y notó que éstas hendían el aire con más fuerza y lo llevaban con extraordinaria rapidez a enormes distancias. Sin saber cómo, se encontró en un jardín magnífico, con man­zanos en flor y lilas que embalsamaban el aire y desmayaban sus largas ramas sobre serpentean tes albercas. ¡Qyé bello paraje aquél, con sus umbrías frescas y deleitosas! Y he aquí que salen de la verde espesura tres hermosos cisnes, rizando su rozagante plumaje y surcando el agua con suave ligereza. El patito los reconoce y se siente dominado por honda melancolía.

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-¡Quiero volar con esas aves regias! Me matarán porque, siendo tan feo, he osado acercarme a ellas; pero no importa. ¡Prefiero que me maten ellas a verme maltratado por los patos, picoteado por las gallinas, rechaza­do a puntapiés por la muchacha que cuida el averío del corral y pasando hambre en invierno!

Y, volando hasta el agua, nadó al encuentro de los hermosos cisnes. Ellos, al verlo, se acercaron batiendo las alas.

-¡Ya me podéis matar! ,-dijo el mísero, bajando la cabeza en espera de la muerte.

Pero ¿qué vio en el agua cristalina? Vio su propia imagen; mas ya no era un ave .de color pardo, tosca, fea y sin maldita la -gracia, sino 'que era un asne.:.

¡Poco importa nacer en un nido de patos cuando se sale de un huevo . de cisne!

Todos los trabajos e infortunios sufridos contribuían a su completa feli­cidad, ahora que podía calcular su ventura por las bellezas que lo rodeaban. Los cisnes grandes se pusieron a nadar a su lado y lo acariciaban con el plCO.

Llegaron unos niños al estanque y echaron pa:n y maíz al agua. El más pequeño exclamó:

-¡Hay uno nuevo! Y el otro niño gritó, lleno de gozo:

. -¡Sí, sí; es un recién llegado! Y los niños saltaron dando palmadas de alegría, y corrieron a dar la

noticia a sus padres. Volvieron con pan y pastelillos para obsequiarlo. Y todos decían:

-¡El• nuevo es el más bonito! Y los cisnes viejos movían la cabeza reconociendo su henp.osura. Se sintió confuso y avergonzado y, no sabiendo qué hacer, escondía

la cabeza bajo las alas: era demasiado feliz, pero no se enorgulleció por ello, pues quien tiene buen corazón, nunca es orgulloso. Él, que se vio tan perseguido y desgraciado, era proclamado ahora por todos como la más hermosa de las aves. Hasta las lilas tendiero.n sus ramas dentro del agua

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para que él pasase por encima, y el sol le envió su suave calor. Esponjó su plumaje, irguió la gallardía de su cuello, y pensó en su interior, desbordante de alegría:

-¡Cómo iba a soñar tanta felicidad cuando era el patito feo!

Traducción revisada por fosé Manuel Conde

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RUSIA

ANTÓN PAVLOVICH CHÉJOV

Novelista, cuentista y dramaturgo ruso, nació en Moscú en Í860; murió en Yalta (Crimea) en 1905. Diose a conocer hacia 1880 con la publicación de algunos ensayos,' y luego alcanzó extraordinaria popularidad cori sus no­velas y su teatro. En este último género es la figura más grande y original de la literatura rusa. Durante muchos años, en el Teatro del Arte de Moscú, creado merced a su inspiración, se representaron con gran éxito las obras de Chéjov. Realizadas mediante lo que podríamos llamar una técnica im­presionista, campea por ellas una especie de humorismo trágico que nos muestra de modo originalísimo el alma del pueblo ruso. Obras principales: · Ivanov (1887), La sala número seis (1892), Historia de mi vida (1895), Los campesinos (1897), El tío Vtznia (1899), Las tres hermanas (1901), El jardín

de los cerezos (1904), La cerilla sueca.

'"1

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EL OBISPO

1

La víspera del Domingo de,Ramos hubo oficio de vigilia en el convento S taro-Petrovsky. Cuando empezaron a distribuir las palmas, ya eran casi

las diez, las luces de las velas se apagaban, los pábilos humeaban, todo esta­ba como bañado en niebla. En el crepúsculo de la iglesia la muchedumbre ondeaba como el mar, y a monseñor Pedro, que estaba enfermo desde hacía ya como tres días, le parecía que todas las caras -las viejas y las jóvenes, las femeninas y las masculinas- eran semejantes y que todos los que venían a recoger las palmas tenían la ,misma expresión en los ojos. En la niebla no se veían las puertas; la muchedumbre estaba en continuo fluir y parecía que no tenía ni nunca tendría fin. Cantaba un coro de mujeres; una monja leía el canon.

¡~é calor sofocante hacía! ¡Cuán largo era el oficio! El reverendo Pe­dro estaba cansado. Su respiración era trabajosa, frecuente, seca; le dolían los hombros de cansancio, le temblaban las piernas. Y para colmo, como en sueño o delirio, le pareció de pronto al obispo que entre la gente se le acercaba su propia madre, María Timofóevna, a la que hacía nueve años que no había visto, o alguna anciana parecida a su madre, y después de recoger su palma se alejaba, pero seguía mirándolo con una sonrisa llena de ternura y regocijo, hasta mezclarse con el gentío. No sabía por qué le corrieron lágrimas por la cara. Su alma estaba quieta; todo andaba bien, pero miraba fijamente hacia el lado izquierdo del coro, donde se leía, donde en el crepúsculo nocturno ya rio se podía distinguir a nadie, y lloraba. Las lágrimas brillaban en su cara, en su barba. Y he ·aquí que a su lado algún otro empezó a llorar, y otro más lejos, y después otros y otros más, y poco a poco la iglesia se llenó de un llanto quieto. Pero un poco más tarde, al cabo

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de unos cinco minutos, ya cantaba el coro de las monjas y ya no lloraba nadie; todo era como antes.

Pronto terminó la vigilia. Cuando el obispo subía a su coche para volver a su casa, se difundía por todo el jardín el tañido bello y alegre de las ricas y pesadas campanas. Los muros blancos, las blancas cruces en las tumbas, los abedules blancos y las sombras negras, y la lejana luna en el cielo, para­da exactamente enCima del convento, parecían ahora vivir de vida propia, incomprensible pero ·cercana al hombre. Era el comienzo de abril, y después de una jornada templada, primaveral, había refrescado con esa ligera helada, y en el aire blando y frío se sentía el soplo de hi primavera. El camino del convento a la Ciudad era arenoso, había que ir despaCio; junto a los dos lados del coche, a la luz de la luna clara y quieta, ambulaban los feligreses. Y todos callaban, pensativos; alrededor todo era ameno, joven, tan cercano todo -los árboles y el cielo y hasta la luna-, y uno quería creer que así sería siempre.

Por fin, el coche entró en la ciudad y rodó por la calle Mayor. Las tiendas estalían ya cerradas y sólo en la casa del negoCiante millonario Frakin se probaba la luz eléctrica, muy.vacilante y alrededor se ~glomeraba la gente. Después desfilaron una tras otra calles anchas, oscuras y desiertas, y luego el camino empedrado fuera de la ciudad y el campo; llegó un olor a pino. Y de pronto surgió un muro blanco almenado y tras él un alto campanario, todo bañado en luz, y a su lado Cinco grandes cúpulas doradas y brillantes: el monasterio de San Pancracio, donde residía monseñor Pedro. También aquí, muy en alto, encima del monasterio, la luna quieta y pensativa. El coche entró en el portal, crujiendo en la arena; por aquí y por allá se vislumbraban las siluetas negras de monjes; se oyeron pasos sobre el empedrado.

-Aquí, reverendísimo, en su ausenCia llegó su señora madre -informó el lego al entrar el obispo en sus habitaciones.

-¿Mi madre? ¿Cuándo llegó? -Antes de vísperas. Primero preguntó dónde estaba usted y luego se

fue al convento de monjas. -¡Entonces fue a ella a quien vi en la iglesia! ¡Oh, Señor Dios! -Y el

obispo rió de alegría.

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-Me encomendó, reverendísimo, decirle -continuó el lego- que vendría mañana. Está con una chica, debe ser su nieta. Se aloja en la hos­tería de Ovsiánikov.

-¿Qyé hora es? -Son las once pasadas. -¡Ah, qué lástima! El obispo se quedó un rato en la sala, reflexionando y como dudando

que fuera ya tan tarde. Sentía un dolor sordo en los brazos, las piernas y la nuca. Tenía calor y se sentía molesto. Después de descansar un poco, fue a su dormitorio y allí también se quedó sentado un rato pensando en su madre. Oyó cómo se iba el lego y cómo detrás del muro tosía el padre Sisói. El reloj del convento dio el cuarto.

El obispo se desvistió y empezó a recitar las oraciones de antes de acostarse. Recitaba con atención estas viejas oraciones tan conocidas y al mismo tiempo pensaba en su madre. Tenía nueve hijos y alrededor de cuarenta nietos. Había vivido con su marido, diácono, en un pobre pueblo, durante mucho tiempo, de los diecisiete a los sesenta años. El obispo la recordaba desde su primera infancia, principalmente desde los tres años, y ¡cuánto la amaba! Hermosa, querida, inolvidable infancia! ¿Por qué será que ese tiempo irrevocablemente pasado parece más claro, alegre· y rico de lo que era en realidad? ¡Cuán tierna, cuán sensible era su madre, cuando en la infancia o la juventud estaba enfermo! Y ahora, las oraciones se mez­claban con recuerdos que ardían siempre más luminosos, como una llama, y las oraciones no le impedían pensar en su madre. Terminada la oración, se desvistió y se acostó, y de pronto, en el mismo momento en que se hizo la oscuridad a su alrededor, surgieron ante sus ojos su difunto padre, su madre, su aldea natal de Lesopólie ... El crujido de las ruedas, el balido de las ovejas, el tañido de las campanas en claras mañanas estivales, los gitanos bajo la ventana: ¡cuán dulce era pensar en todo eso! Recordó al cura de Lesopólie, el padre Simeón, manso, quieto; benévolo; era flaco y bajito, pero su hijo seminarista era enorme, hablaba con una voz de bajo tronante. Una vez, el joven se enojó con la cocinera y la insultó: "Burra de Yegudiel", y el padre Simeón, que lo oyó, no dijo palabra, pues estaba avergonzado de no poder

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recordar dónde en las Escrituras se mencionaba tal burra. Después de él, fue · cura el padre Damián, que bebía fuerte, a veces se emborrachaba al punto de ver en su delirio una serpiente verde; hasta le habían dado el apodo de "Damián-el-serpevidente".

El maestro de escuela de Lesopólie era Mateo Nicolaevich, salido del se­minario, hombre bueno y bastante inteligente, pero también un borrachón; nunca pegaba a sus alumnos, pero Dios sabe por qué tenía siempre pegadas a la pared unas varitas de abedul, debajo de las cuales había colocado una inscripción latina sin sentido alguno. Tenia un perro negro hirsuto, al q,ue llamaba Sintaxis.

Y monseñor. se echó a reír. A ocho kilómetros de, Lesopólie estaba el pueblo de Óbnino, con una imagen milagrosa. En verano, la llevaban de Óbnino por todas las aldeas vecinas y las campanas tocaban el día entero, ya en un pueblo, ya en otro, y le parecía entonces a monseñor que el júbilo estremecía el aire y él (entonces se llamaba Pablito) seguía la imagen, sin sombrero, descalzo, con ingenua fe, con una sonrisa ingenua, increíblemente feliz. Recordó que en Óbnino siempre había mucha gente, y el cura local, el padre Alejo, para terminar a ti¡:mpo la misa hacía leer a su sobrino sor­do, Hilario, los papelitos y las inscripciones en los panes benditos "para la salud" y "para el eterno descanso"; Hilario leía y de vez en cuando recibía una monedita o dos por misa, y sólo cuando ya era canoso y calvo, cuando la vida había pasado ya, de pronto vio escrito en un papelito "¡Qgé gran tonto eres, Hilario!". Hasta los quince años, por lo menos, Pablito se desa­rrollaba lentamente y estudiaba mal; hasta pensaban sacarlo del seminario y colocarlo en el almacén; una vez, mandado al correo de Óbnino para traer la correspondencia, se quedó mirando largo rato al empleado y dijo: "Per­mítame preguntarle, ¿cómo cobra usted su sueldo, mensual o diariamente?" .Monseñor se persignó y se volvió del otro lado para no pensar más y dormir. "Ha llegado mi madre" ... , recordó y .se echó a reír.

La luna miraba por la ventana, .el piso estaba iluminado y rayado de sombras. Cantaba un grillo. En el cuarto contiguo, detrás del muro ronca­ba el padre Sisói y ese roncar de .anciano tenia un son como de huérfano, casi de vagabundo. Hacía tiempo, Sisói era el ecónomo del obispo titular

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y ahora lo llamaban "ex padre ecónomo"; ahora tiene setenta años, vive en un convento a 16 kilómetros de la ciudad y también a veces en la ciudad, o en cualquier sitio. Hacía tres días había pasado por el convento de San Pancracio y monseñor lo había retenido consigo para, oportunamente, en algún momento libre, hablar con él de asuntos y arreglos locales.

A la una y media empezaron a tocar a maitines. Se oyó al padre Sisói toser, refunfuñar algo con voz disgustada, y luego levantarse y andar des­calzo podas habitaciones .

• -¡Padre Sisói! -llamó monseñor. Sisói se fue a su cuarto y un poco más tarde se presentó, ya calzado, con

una vela en la mano; encima de la ropa interior llevaba una sotana, y en la cabeza, un gorro monacal viejo y descolorido.

-No puedo dormir -dijo monseñor, sentándose-. Debo de estar en­fermo. Y no sé lo que es. ¡Fiebre!

-Se habrá resfriado, reverendísimo. Debería friccionarse con grasa de vela. -Sisói se quedó de pie un rato y bostezó-: ¡Oh, Señor, perdonadme, pecador!

-En lo de Frakin encendieron hoy la luz eléctrica. ¡No me gusta! El padre Sisói era viejo, flaco, encorvado, siempre disgustado con algo y

tenía los ojos coléricos, a flor de cara, convexos tomo los de un cangrejo. -¡No me gusta! -repitió al salir-. ¡No me gusta!

II

Al día siguiente, Domingo de Ramos, el reverendísimo ofició la misa en la catedral de la ciudad; luego fue a ver al obispo diocesano, visitó a la mujer de un general, muy enferma, y por fin volvió a casa. Pasada la una, vinieron a comer las queridas huéspedas, su vieja madre y su sobrina Cata, una niña de ocho años. Todo el tiempo de la comida, el sol primaveral entraba por la ventana y brillaba alegremente en el mantel blanco y en el cabello pelirrojo de Cata. A través de las dobles hojas de vidrio, se oía desde el jardín el ruido de las cornejas y el canto de los estorninos.

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-Hace ya nueve años desde la última vez que nos vimos --decía la anciana-, pero ayer, en el convento, cuando le miré, ¡Señor! No ha cam­biado nada, sólo que está más flaco y con barba más larga. ¡Reina del Cielo, Madre de Dios! Y ayer durante el oficio, no era posible contenerse, todos lloraban. Yo también, mirándole, me eché a llorar, ¿por qué?, no lo sé. Es Su santa voluntad.

Y a pesar de la ternura con que lo decía, se notaba que estaba intimidada, como si no supiera si debía hablarle de usted o de tú, si podía reírse o no, y parecía sentirse más bien mujer de diácono que madre de obispo. Cata clavaba su mirada en su tío, el reverendísimo, como si quisiera descubrir qué clase de hombre era. Su cabello, que se escapaba de debajo de una pei­neta y de una cinta de terciopelo, aureolaba su cabeza como un halo;· tenía la nariz chata y los ojos pícaros. Al momento de sentarse a la mesa, había roto un vaso, y ahora, la abuela, mientras hablaba, alejaba de ella ya. un vaso, ya una copa. El reverendísimo no escuchaba a su madre y recorda­ba cómo, hada muchos años, lo llevaba eón sus hermanos a visitar a unos parientes ~ los que consideraba ricos; entonces se agitaba por sus hijos, ahora por sus nietos, y he aquí que había traído a Cata ...

-Varenka, su hermana, tiene cuatro hijos --contaba ella-, Cata aquí es la mayor, y Dios sabe por qué razón el cuñado de usted, el padre Juan, se enfermó y murió como dos días antes de la Asunción. Y ahora, a mi V arenka le queda pedir limosna.

-Y Nicanor, ¿cómo está? -preguntó el reverendísimo recordando a su hermano mayor.

-No está mal, gracias a Dios. Aunque regular, puede vivir. Sólo que su hijo Nicolás, mi nieto, no. quiso hacerse clérigo, sino que entró en la universidad para ser médico. Le parece mejor así, pero quién sabe. Es Su santa voluntad.

-Nicolás corta en pedaws a los muertos --dijo Cata derramando agua en su falda.

-Qyédate tranquila, hijita -amonestó tranquilamente la abuela y le quitó el vaso-. Come rezando.

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-¡Cuánto tiempo hace que no nos hemos visto! -dijo el reverendo y acarició con ternura el hombro y la mano de su madre-. La extrañé, mamá, la extrañé mucho.

-Gracias. -Cuántas veces, de noche, me quedaba sentado cerca de la ventana

abierta, solo, solito; tocaba alguna música y de pronto se apoderaba de mí la nostalgia de mi tierra y hubiera dado cualquier cosa para regresar a casa, para verla a usted ...

La madre sonrió, su rostro se iluminó, pero en seguida se puso seria y dijo: "Gracias." .

De pronto y sin saber por qué, el obispo cambió de humor. Miraba a •su madre y no llegaba a comprender de dónde le venía esta expresión respetuosa, tímida, en la cara y en la voz; se preguntaba por qué era y no la reconocía. Sintió tristeza y enojo. Y para colmo, tenía jaqueca, como la víspera, le dolían las piernas, y el pescado que estaba comiendo le parecía insípido, sin sabor: tenía sed ...

Después de la comida vinieron dos señoras, ricas estancieras, que se quedaron como dos horas, silenciosas, con caras solemnes; vino· por diver­sos asuntos el capellán taciturno y algo sordo. Y luego se oyó el toque de vísperas, el sol se puso detrás del monte y se acabó el día. De vuelta de la iglesia, el reverendísimo hizo apresuradamente sus oraciones, y se acostó, arropándose bien.

El recuerdo del pescado le era desagradable. La luz de la luna le mo­lestaba y luego empezó a oír una conversación. En el cuarto contiguo, pro­bablemente el salón, el padre Sisói hablaba de política.

-Los japoneses ahora tien·en guerra. Pelean. Los japoneses, señora mía, son lo mismo que los montenegrinos, de la misma estirpe. Estuvieron juntos bajo el yugo turco.

Luego se oyó la voz de María Timofóevna: -Entonces, después de rezar a Dios y tomar té, nos fuimos a la casa

del padre Jorge a Novojátnoie, esto .... Y a cada rato volvía eso de tomar el té y parecía que en su vida sólo

había tenido esta ocupación: la de beber té. El reverendo recordó apática e

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indolentemente el seminario y la academia. Luego, durante unos tres años había sido profesor de griego en el seminario, ya no podía leer sin lentes, después había entrado en las órdenes, lo hicieron inspector. Defendió su tesis. A los ·treinta y dos años lo nombraron rector del seminario, lo con­sagraron abad y en ·aquel entonces la vida era tan ligera, agradable, parecía larga, larguísima, no se le veía fin.

Es en aquel tiempo cuando empezó a enfermarse, se hizo muy flaco, por poco se vuelve ciego y, siguiendo el consejo de los médicos, tuvo que dejarlo todo e irse al extranjero.

-¿Y entonces. qué? -preguntó Sisói en el cuarto contiguo. -Y entonces tomamos té -contestó María Timofóevna. -¡Padre, usted tiene la barba verde! -dijo de pronto Cata con voz

sorprendida y se echó a reír .. El reverendo recordó que el canoso padre Sisói tenía efectivamente reflejos verdes en la barba, y se rió.

-¡Dios mío, qué lata es esta chica! -dijo Sisói en voz alta y con eno­jo-. ¡Qyé mimada está! Qyédate tranquila.

Recordó también el reverendo la iglesia blanca, flamante, en la que oficiaba cuando vivía en el extranjero; recordó el ruido del mar del Sur. Su departamento tenía cinco cuartos altos y luminosos; en el gabinete había un escritorio nuevo, una biblioteca. Leía mucho, escribía a menudo. Recordó cómo extrañaba a su patria, cómo todos los días bajo su ventana una men­diga ciega cantaba cantos de amor, tocando la guitarra, y él, al escucharla, quién sabe por qué, siempre pensaba en el pasado.

Pero al cabo de ocho años lo llamaron de vuelta a Rusia, y ahora ya era obispo vicario y todo el pasado se había ido lejos, como en una niebla, como si lo hubiese soñado todo ...

Entró en el dormitorio el padre Sisói con una vela. -¡Ea! -dijo sorprendido-, ¿ya está dormido, reverendísimo? -. ¿Qyé pasa? -Si aún es muy temprano, son las diez, o menos. Compré una vela,

quería friccionarlo con sebo. -Tengo fiebre ... -dijo el reverendo y se incorporÓ'-. Es cierto que

habría que hacer algo. Me siento mal de la cabeza ...

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Sisói le quitó la camisa y se puso a friccionarle el pecho y los hombros con sebo.

-Eso es ... eso es ... --decía-. ¡Señor Jesucristo! ... Eso es. Hoy fui a la ciudad, estuve en casa de aquél, ¿cómo se llama?, el arcipreste Sidonski. Tomé el té con él... ¡No me gusta! ¡Señor Jesucristo!... Eso es ... ¡No me gusta!

IIl

El obispo diocesano, viejo, muy gordo, estaba enfermo de reumatismo o gota y hacía un mes que guardaba cama. El reverendo Pedro lo visitaba casi todos los días y recibía en su lugar a los solicitantes. Y ahora que él mismo se sentía indispuesto, le chocaba la futilidad, la pequeñez de todo lo que pedían, de todo por lo que lloraban; le enojaba el bajo nivel intelectual, la timidez; toda esta pequeñez y futilidad le deprimían y creía comprender al obispo diocesano que, años atrás en su juventud, había escrito sobre "Las doctrinas del libre albedrío", pero ahora parecía estar completamente entregado a frioleras, haber olvidado todo·y no pensar más en Dios. En el extranjero, el reverendo debió de haber perdido la costumbre de la vida rusa y ésta no le resultaba fácil: el pueblo le parecía torpe, las mujeres solicitantes aburridas y tontas, los seminaristas y sus profesores poco cultos, a veces bár­baros. Las piezas en los expedientes se contaban por millares, ¡y qué piezas! Los arciprestes en la diócesis ponían a todos los clérigos jóvenes y viejos, y aun a sus mujeres e hijos, notas de conducta: cinco, cuatro y a veces tres, y sobre ello había que discutir, leer y escribir en serio. Y realmente no le que­daba a uno ni un momento libre, el día entero el alma estaba inquieta y el reverendo Pedro se calmaba tan sólo cuando se encontraba en la iglesia.

Tampoco podía llegar a acostumbrarse al temor que involuntariamente provocaba en la gente, a pesar de su carácter manso y modesto. Todos los habitantes de esta provincia, al mirarlos, le parecían pequeños, asustados, culpables. Su presencia intimidaba a todos, hasta a los ancianos arciprestes; todos se prosternaban delante de él y hace poco una solicitante vieja, mujer

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de un cura de aldea, de susto no había podido proferir ni una palabra. Y así se fue sin nada. Y él que nunca se atrevía en sus sermones a hablar mal de nadie, que nunca reprochaba por compasión, con los solicitantes perdia el control sobre sí, se enojaba, tiraba las solicitudes al suelo. En todo el tiempo que estaba aquí, ni una sola persona le había hablado sinceramente, con sencillez, de hombre a hombre; hasta su vieja madre ya parecía distinta, ¡completamente distinta! ¿Y por qué -se preguntaba- con Sisói habla sin cesar, y se ríe mucho, mientras que con él, su hijo, es seria, calla generalmen­te, se pone tímida, cosa que no le sienta bien del todo? La única persona que se sentía libre con él y le decía todo lo que quería era Sisói, quien toda su vidá la' había pasado cerca de obispos y había sobrevivido a cinco de ellos. Y por ello se sentía cómodo con él, aunque no cabía duda de que era un hombre pesado y pendenciero.

El martes, después de la misa, el reverendo fue al palacio episcopal, recibió a los solicitantes, se irritó, se enojó y luego volvió a su casa. Seguía sintiéndose indispuesto, tenía ganas de acostarse; pero no bien llegó, le anunciaron que había venido Frakin, joven comerciante donador, para un asunto de gran importancia. Había que recibirlo. Frakin se quedó más de una hora, habló fuerte, casi a gritos, pero era difícil comprender el sentido de sus palabras. "¡Qyiera Dios! -decía al irse-. ¡Absolutísimo! ¡La cir­cunstancia, monseñor reverendísimo! ¡Hago votos!"

Después de él vino la priora de un lejano convento. Y cuando se hubo ido, tocaron a vísperas:. había que ir a la iglesia.

Al anochecer, los monjes cantaron solemne e inspiradamente; oficiaba un joven monje de barba negra; y el reverendo, escuchando lo del Esposo que viene a medianoche y lo del palacio adornado, sentía no tanto remor­dimiento por sus pecados o tristeza, sino más bien quietud del espíritu, calma, y sus pensamientos lo llevaron al pasado lejano, a la infancia y juventud, cuando igualmente cantaban del Esposo y del palacio, y ahora ese pasado se presentaba vívido, hermoso, alegre, como probablemente nunca había sido. Qyizá en el trasmundo, en la vida futura, recordaremos con el mismo· sentimiento el pasado lejano, nuestra vida terrena. ¿Qyién sabe? El reverendo estaba sentado en el santuario, allí estaba oscuro. Las

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lágrimas fluían por su rostro. Pensaba que había logrado todo lo alcanzable a un hombre de su posición, tenía fe y, sin embargo, no todo era claro, aún faltaba algo, no quería morir; y siempre le parecía que no poseía lo más importa~te, lo que años atrás había soñado vagamente, y ahora lo perturbaba la misma esperanza en el futuro que tenía en la niñez, en la academia y en el extranjero. "¡Qgé bien cantan hoy! -pensaba, prestan­do oído-, ¡qué bien!"

IV

El Jueves Santo solemnizó la misa en la catedral, con el Lavatorio de Pies. Cuando terminó el oficio y las gentes se dirigían a sus casas, hacía un tiempo claro, templado, alegre; el agua corría ruidosamente en las zanjas, y en las afueras de la ciudad se oíá desde el campo el canto ininterrumpi­do de las alondras, tierna llamada al reposo. Los árboles ya habían des­pertado y sonreían amistosamente; enciina de ellos, Dios sabe adónde, huía el cielo insondable e infinito.

Al llegar a casa, el reverendo Pedro tomó el té, luego se desvistió, se acostó y ordenó allego cerrar las persianas. El dormitorio quedó en la oscu­ridad. Pero ¡qué cansancio en las piernas y los hombros, qué dolor pesado y frío y qué zumbido en los oídos! Le parecía ahora que hacía tiempo que no dormía, mucho tiempo, y le impedía dormir cualquier pequeñez que surgía en su cerebro en el momento en que cerraba sus ojos. Como la víspera, desde los cuartos contiguos, llegaban a través de la pared voces, ruidos de vasos y de cucharas ... María Timofóevna contaba algo a Sisói, con alegría y chistes, y éste contestaba sombrío y disgustado: "¡Allá ellos! ¡~é va a ser! ¡Claro que no!" Y el reverendo sintió otra vez enojo y luego pena porque con los extraños su madfe era natural y sencilla, mientras que con él era tímida, decía poco y no lo ·quería decir, y hasta le parecía que siempre bus­caba algún pretexto para levantarse porque le molestaba quedarse sentada en su presencia. ¿Y su padre? Es probable que de estar aún vivo, no hubiera podido proferir ante él ni una palabra ...

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En el cuarto contiguo, algo cayó y se rompió; sin duda era Cata quien dejó caer una taza o un platito, porque el padre Sisói de pronto escupió y dijo con ira:

-Es una verdadera lata, esta nena. ¡Señor, perdonadme, pecador! ¡Nun­ca tendremos bastante!

Luego todo se calmó, sólo llegaban sonidos del patio. Cuando el re­verendo abrió los ojos, vio en su cuarto a Cata, inmóvil, con la mirada fija en él. Su cabello pelirrojo se levantaba como de costumbre de debajo la peineta, como un halo. ·

-¿Eres tú, Cata? -preguntó-. ¿Qyién está abriendo y cerrando con-tinuamente una puerta abajo?

-Yo no oigo -dijo Cata y prestó oído. -Ahora pasó alguien. -Pero ¡es en su estómago, tiíto! Monseñor Pedro se echó a reír y le acarició la cabeza. -¿Entonces dices que tu primo Nicolás corta cadáveres? -preguntó

después de un silencio. -Sí. Está aprendiendo. -¿Es bueno? -Sí, bastante bueno. Pero bebe mucha vodka.

-Y tu padre, ¿de qué enfermedad murió? -Papito era débil y flaco, muy flaco, y de pronto, la garganta. Yo

también me enfermé entonces y mi hermano Fedia, y a todos nos dolía la garganta. Papito murió y nosotros, tiíto, nos curamos.

Le tembló la barbilla y las lágrimas brotaron de sus ojos y se le derra­maron por las mejillas.

-Monseñor -dijo con voz chillona, llorando amargamente-, tiíto, nosotros con mamaíta nos hemos quedado, en la miseria. ¡Dénos un poquito de dinero ... sea tan bueno ... queridito!

A él también le brotaron lágrimas y largo rato se sintió tan agitado que no pudo hablar; luego le acarició la cabeza, le tocó el hombro y dijo:

-Bien, bien, nena. El Domingo de Resurrección ya hablaremos. Yo les ayudaré ... les ayudaré.

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Despacito, tímidamente entró la madre y rezó vuelta hacia las imágenes santas. Notando que monseñor no dormía, preguntó:

-¿No quiere usted un poquito de caldo? -No, gracias -contestó--, no tengo ganas. -Parece usted estar enfermo... me consta. ¡Cualquiera se enferma!

Todo el día de pie, todo el día y, ¡Dios mío!, da pena mirarlo. Bueno, ya llega la Pascua, descansará usted, si Dios quiere, y entonces hablaremos; ahora no quiero molestarlo con mis charlas. Vamos, Carita, dejemos dormir a monseñor.

Y recordó el obispo que antes, hacía mucho tiempo, siendo él aún niño, ella solía hablar exactamente así con el arcipreste, con el mismo tono chisto­samente respetuoso ... Sólo por los ojos increíblemente buenos, por la mirada tímida e inquieta que había echado al paso, al salir de la habitación, se podía conocer que era su madre. Cerró los ojos y creyó dormir, pero dos veces oyó cómo el reloj daba la hora y cómo tosía el padre Sisói detrás del muro. Y volvió a entrar la madre y lo miró un minuto tímidamente. Alguien llegó al pórtico, al parecer en coche. De pronto, golpearon, se oyó un portaw y el lego entró en el dormitorio.

-¡Monseñor! -llamó. -¿Qyé pasa? -El coche está a la puerta. Es tiempo para el Oficio de la Pasión. -¿Qyé hora es? -Son las siete y un cuarto. Se vistió y fue a la catedral. Durante los doce Evangelios había que

permanecer en pie, inmóvil en medio del templo, y el primer Evangelio, el más largo, lo leyó él mismo. Un estado de ánimo enérgico y sano se apoderó de él. Este primer Evangelio "Ahora es glorificado el Hijo del Hombre" lo conocía de memoria y, al leer, d~ vez en cuando levantaba la mirada y veía de los dos lados todo un mar de luces, oía crepitar las velas, pero como en los años pasados, no veía las caras y parecía que eran las mismas gentes que entonces, en la infancia y en la juventud, y que siempre serán los mismos, todos los años; hasta cuándo, sólo Dios lo sabía.

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Su padre había sido diácono; su abuelo, cura; su bisabuelo diácono; toda su estirpe, quizá desde la cristianización de Rusia, pertenecía al clero, y su amor al oficio divino, a los clérigos, al tañido de las campanas, era un amor innato, hondo, inquebrantable; en el templo, especialmente cuando él mismo oficiaba, se sentía activo, enérgico, feliz. También ahora ... Tan sólo después de la lectura del octavo Evangelio, sintió que se debilitaba, que su voz flaqueaba, hasta su tos se hizo inaudible, la cabeza empezó a dolerle fuertemente y lo inquietaba el miedo de que en cualquier momento podía dejarse caer. Y en efecto, sus piernas estaban completamente entumecidas, de modo que poco a poco dejó de sentirlas y no llegaba a comprender cómo y sobre qué quedaba de pie, por qué no caía ...

Cuando terminó el oficio era medianoche menos un cuarto. De v'uelta a . su casa, el obispo se desvistió y se acostó, sin querer rezar. No podía hablar y le parecía que ya no podía quedarse en pie. Cuando estaba arropándose, de pronto se apoderó de él una nostalgia insoportable del eXtranjero. Le parecía que hubiera dado su vida por no ver más estas persianas baratas, estos techos bajos, por no sentir más este olor pesado de monasterio. ¡Si siquiera hubiese un hombre con quien poder hablar, desahogarse!

Durante largo rato se oyeron los pasos de alguien en el cuarto contiguo y no llegaba a recordar quién podía ser. Por fin, se abrió la puerta y apareció Sisói con una vela y una taza en las manos.

-¿Ya está acostado,•reverendísimo? -preguntó-. He venido porque quiero friccionarle con agua y vinagre. Si uno se fricciona bien, tiene gran alivio, ¡Señor Jesucristo!. .. Eso es ... Eso es ... Acabo de' regresar de nuestro convento ... ¡No me gusta! Me iré de aquí mañana, monseñor, no quiero quedarme más. ¡Señor Jesucristo! Eso es ...

Sisói no podía quedarse por mucho tiempo en el mismo lugar y creía ya haber pasado todo un año en el convento de San Pancracio. Y, sobre todo, al escucharle, era difícil comprender dónde estaba su casa, si quería a alguien o algo, si creía en Dios ... A él mismo le era incomprensible por qué era monje, y además no pensaba en ello, y hacía. mucho que se había borrado de su memoria el tiempo en. que le habían ordenado; era como si hubiese nacido monje. ·

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-Tendría que hablar con usted ... nunca he llegado a hacerlo -dijo el reverendo en voz baja, esforzándose-. Pues aquí no conozco a nadie, ni nada.

-Bueno, me quedaré hasta el domingo para complacerlo, pero más no quiero. ¡Allá ellos!

-No sirvo de obispo -continuó el reverendo en voz baja-. Yo debería ser un cura de aldea, un sacristán ... o un sencillo monje ... Me pesa todo esto, me pesa ...

-¿~é? ¡Señor Jesucristo!. .. Eso es ... ¡Ahora, duerma, reverendísimo! ¡~é se le va a hacer! ¡Cómo ha de ser! ¡Buenas noches!

El reverendo no durmió en toda la noche. Y por la mañana, a las ocho, le empezó una hemorragia intestinal. El lego se asustó y corrió primero a casa del abad y luego a buscar al médico del convento, Iván Andréevich, que se alojaba en la ciudad. El doctor, anciano corpulento, de luenga barba blanca, auscultó largamente al reverendo,- meneando la cabeza y frunciendo el ceño; luego dijo:

-¡Sabe, reverendo, usted tiene el tifus! ·· De las hemorragias, en poco más de una hora, el reve~endo había adel­

gazado y palidecido; su cuerpo se había contraído, se había fruncido su cara y dilatado los ojos; era como si hubiera envejecido, disminuido de estatura: a él mismo le parecía ser más flaco, débil e insignificante que todos los demás, y que todo lo que había sido se había ido muy, muy lejos y ya no volvería, no continuaría.

-¡~é bien! -pensaba-, ¡qué bien! Vino su vieja madre. Al ver su cara arrugada y sus grandes ojos, se asustó,

se dejó caer de rodillas delante de la cama y se puso a besarle la cara, los hombros, las manos. Y a ella también le parecía, Dios sabe por qué, que era más flaco, débil e insignificante que todos; ya no recordaba que era un obispo y lo besaba como a un niño querido, suyo.

-Pablito -decía-, ¡alma mía! ¡Hijito mío! ¿Por qué te pusiste así? ¡Pablito, contéstame!

Cata, pálida, ceñuda, se mantenía ,aliado y no comprendía qué le pasaba al tío, por qué su abuela tenía tanto sufrimiento en la cara, por qué decía

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palabras tan conmovedoras, tan tristes. Pero él ya no podía proferir ni una palabra, no entendía nada y le parecía que era ya un hombre sencillo y ordinario y que iba por un campo rápida y alegremente, dando golpecitos con un bastón; arriba se extendía el amplio cielo, inundado de sol, ¡y él estaba ahora libre como un pájaro y podía ir adonde quería!

-¡Hijito, Pablito, contéstame! --decía la anciana-·. ¿Qyé tienes, que­rido mío?

-No molesten a monseñor --dijo Sisói con enojo, al pasar al cuarto-. Qye duerma ... ¡Dejen esto ... como ha de ser!

Vinieron tres médicos para una consulta; luego se fueron. El día fue largo, increíblemente largo; después llegó y duró mucho, mucho la noche, y a la madrugada del Sábado Santo el lego se acercó a la anciana, que estaba acostada en el sofá de la sala, y le rogó pasar al dormitorio: el reverendo había fallecido.

El día siguiente era Pascua. En la ciudad había cuarenta y dos iglesias y seis conventos; desde la mañana a la noche el tañido de las campanas, ince­sante, sonoro y jubiloso, llenó la ciudad, haciendo vibrar el aire primaveral; los pájaros cantaban, el sol brillaba luminosamente. En la gran plaza del mercado había mucha animación. Se balanceaban los columpios, tocaban los organillos, chillaban las armónicas, se oían voces borrachas. En la calle Mayor, pasado mediodía, empezó el paseo de coches: en una palabra; todo era alegre, todo iba bien, exactamente como había sido el año pasado, como probablemente volvería a ser el año siguiente.

Al cabo de un mes, se nombró a un nuevo obispo vicario y nadie ya recordaba al reverendo Pedro. Luego lo olvidaron por completo. Y sólo la anciana madre del difunto, que ahora vivía con su hijo político, diácono en un rincón perdido de la provincia, cuando salía al anochecer al encuentro de su vaca y se reunía en el apacentadero con otras mujeres, empezaba a hablar de sus hijos y sus nietos, y al decir que había tenido a un hijo obispo, su voz se hacía tímida, pues temía que no la creyesen.

Y efectivamente, no todos la creían.

Traducción de Vera Macarov

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REPÚBLICA CHECA

FRANZ KAFKA

Franz Kafka nació en Praga: en 1883; murió en Viena en 1924. Vivió enfer­mo, solitario y alejado de los círculos literarios. En vida publicó Comidera­

ci6n (1913), La metamorfosis (1915) y Un médico rural(1919). Pero la mayor parte de su obra, sus novelas (así como su valoración literaria), es póstuma. Su amigo y albacea Max Frod, contrariando las instrucciones de Kafka, que ordenaban destruirlas, publicó sus tres novelas: El proceso (1925); El castillo

(1926) y América (1927).

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EDIFICACIÓN DE' LA MURALLA CHINA

E 1 extremo. norte de la Muralla China ya está concluido. Dos secciones convergieron allí: del Sureste y del Suroeste. Ese sistema de construcción

parcial fue aplicado también en menor escala por los dos grandes ejércitos de trabajadores: el oriental y el occidental. Se procedía de este modo: se forma­ban grupos de unos veinte trabajadores, que tenían a su cargo una extensión de unos quinientos metros, mientras otros grupos edificaban un trozo de muralla de longitud igual que se encontraba con el primero. Una vez hecha hi juntura, no se seguía trabajando a partir de los mil metros edificados:'los dos grupos de obreros eran destinados a otras regiones donde se repetía la operación. Naturalmente quedaron con ese procedimiento grandes espacios abiertos que tarda.ron muchísimo en cerrarse; algunos, años después de pro­clamarse oficialmente que la muralla estaba concluida. Hasta se dice que hay espacios abiertos que nunca se edificaron; aseveración, sin embargo, que es tal vez una de las tantas leyendas a que dio origen la muralla y que ningún hombre puede verificar con sus ojos, dada la magnitud de la obra.

Uno pensaría de antemano que hubiera sido más ventajoso en todo sentido construir la muralla seguidamente o, a lo menos, seguidamente den­tro de las dos secciones principales. La muralla, como universalmente se proclamó y como nadie ignora, había sido planeada como una defensa con­tra las naciones del Norte. Pero ¿qué defensa puede ofrecer una muralla discontinua? Ninguna, y la muralla misma está en incesante peligro. Esos . pedazos de muralla abandonados en mitad del desierto podían ser fácilmen­te derribados por los nómadas, ya que esas tribus, alarmadas por los trabajos de construcción, cambiaban de querencia como langostas, con inconcebible velocidad, y lograban tal vez una mejor visión general de los progresos de la muralla que nosotros, los constructores, Sin embargo, la obra no pudo ha­cerse de otro modo. Para entenderlo así debemos considerar que la muralla

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· tenía que ser una defensa para los siglos: por consiguiente, la edificación más escrupulosa, la aplicación de la sabiduría arquitectónica de todas las épocas y de todos los pueblos y el sentimiento perenne de la responsabilidad personal . en los constructores, eran indispensables para la obra. Es verdad que para las tareas más subalternas podían emplearse jornaleros ignorantes -hombres, mujeres, niños, llevados por el mero interés-, pero ya un capataz de cuatro jornaleros debía ser un hombre versado en albañilería, un hombre que en el fondo del corazón sintiera todo lo que significaba la obra. Cuanto más alto el cargo, mayor la exigencia. Y se encontraban tales hombres, quizá no todos los requeridos por la obra, pero muy numerosos. El trabajo no había sido emprendido a la ligera. Medio siglo antes de empezarlo, la arquitectura, y particularmente la albaílilería, había sido proclamada en toda la China (que se pensaba amurallar) la más importante de las ciencias, y las otras no eran reconocidas sino en cuanto se relacionaban con ella. Recuerdo todavía que nosotros, niños tambalean tes aún, nos juntábamos en el jardín del maestro, para levantar con piedrecitas una especie de muro, y que el maestro se re­mangaba la túnica, arremetía contra el muro, lo hacía naturalmente pedazos y nos. vociferaba tales reproches por la fragilidad de la obra que nosotros · huíamos llorando en todas direcciones en busca de nuestros padres. Un episodio mínimo, pero típico del espíritu de la época.

Tuve la suerte de que la iniciación de la obra coincidiera con mis veinte años y con los últimos exámenes de la escuela primaria. '

'Digo la s~erte, pues muchos que ya habían ¡;ompletado sus estudios se pasaron la vida sin poder aplicar sus conocimientos y vagaban sin rum­bo, llena la cabeza de vastos planes arquitectónicos, sin oportunidad y sin esperanza. Pero aquellos otros que lograron puestos de capataces, siquiera en la categoría más inferior, eran verdaderámente dignos de su tarea. Eran albañiles que habían meditado muchísimo sobre la obra y que no cesa­ban de meditar en ella: hombres que desde la primera piedra que enterraron s.e sintieron parte de la muralla. Es natural que en tales albañiles alentara no sólo la voluntad de trabajar concienzudamente, sino la impaciencia de ver terminada la obra. El jornalero ignora esas impaciencias porque no le interesa más que el salario. Los jefes superiores, y aun los medianos, ven

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lo bastante del crecimiento múltiple de la obra para mantener en alto su · espíritu; pero con los subalternos, hombres espiritualmente superiores a sus. tareas de apariencia trivial, fuerza era proceder de otro modo. Imposible te­nerlos durante meses o tal vez durante años acumulando piedra sobre piedra. en una montaña desierta, a centenares de millas de su hogar; la futilidad de un trabajo así, que excedía a los términos naturales de la vida de un hombre, los hubiera desesperado y hasta los hubiera incapacitado para la obra. Por eso fue elegido el sistema de construcción parcial; Qyinientos metros solían completarse en cinco años; al cabo de ese tiempo, los capataces quedaban exhaustos y habían perdido la confianza en sí mismos, en la muralla y en el mundo. Entonces, en plena exaltación de las fiestas que celebraban los mil metros ejecutados, los expedían muy lejos. En la ~ravesía divisaban aquí y allá trozos de muralla concluidos, pasaban por altas jefaturas donde les re­partían premios honoríficos, escuchaban el júbilo de los nuevos ejércitos la­boriosos que surgían del fondo del país, veían bosques talados para apuntalar la muralla, veían las montañas hechas canteras y escuchaban los himnos de los fieles en los santuarios rogando por la feliz terminación de la muralla. Todo eso aplacaba su impaciencia. La vida tranquila de sus hogares, donde solían descansar un tiempo; los fortalecía; el respeto general que infundían, la credulidad piadosa con que eran recibidas sus palabras, la fe de los modes­tos ciudadanos en el próximo fin de la obra, todo eso retemplaba las cuer­das de su alma. Como niños eternamente esperanzados decían adiós a sus hogares; el ansia de volyer al trábajo colectivo era irresistibl~. Emprendían viaje antes de lo necesario; media aldea los acompañaba un largo trecho. En todos los caminos había grupos, arcos, banderas; no habían visto jamás qué grande, rica, bella y digna de amor era su patria. Cada compatriota era un hermano para el que levantaban una muralla protectora y que les agradecería toda su vida, con todo lo que tenía y.lo que era. ¡Unidad! ¡Unidad! Hombro contra hombro una cadena de hermanos,·una sangre no ya encerrada en la mezquina circulación del cuerpo, sino rodando con dulzura y, sin embargo, regresando sin término por la China infinita.

Así se justifica el sistema de construcción parcial, pero había también otras razones. No es raro que me demore tanto en este punto: por trivial que

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p~rezca a primera vista, se trata de un problema esencial de la edificación de la muralla. Para comunicar y hacer comprensibles las ideas y experien­cias de aquella época, nunca insistiré lo bastante en esa cuestión.

Primeramente no hay que olvidar que en aquel tiempo se realizaron cosas apenas inferiores a la erecció~ de la Torre de Babel, pero que diferían de ella muchísimo -si nuestros cálculos humanos no yerran- en cuanto a la aprobación divina. Digo esto porque en los días Úúciales de la obra, un letrado compuso un libro que desarrollaba precisamente ese paralelo. Ese libro quería demostrar que el fracaso de la Torre de Babel no se debió a las razones que generalmente se aducen o, mejor dicho, que esas razones cono­cidas no eran las esenciales. Sus .pruebas no sólo se apoyaban en informes y documentos: pretendía haber hecho investigaciones en el sitio mismo y haber descubierto que la torre se malogró -y tenía que malograrse-- a causa de lo débil de los cimientos. Pero bajo ese respecto nuestro tiempo era muy superior a ese otro lejano. Casi no había un contemporáneo educado que no fuera albañil de profesión e infalible en materia de cimientos. No era esto, sin embargo, lo que el escritor quería demostrar; su tesis era que la gran muralla ofrecería por primera vez en la historia una sólida base para una nueva Torre de Babel. Primero la muralla, por consiguiente; luego la torre. El libro estaba en todas las manos, pero debo admitir que hasta el día de hoy no acabo de entender su concepción de la torre. ¿Cómo entender que la muralla, que ni siquiera formaba un círculo, sino una especie ·de arco o de semicírculo, fuera la base de una torre? Claro está que todo eso puede ocultar algún sentido espiritual. Pero entonces, ¿a qué levantar la muralla, que al fin y al cabo era algo concreto, que exigía la vida y la labor de hombres innumerables? Y ¿a qué los planos de la torre-planos un tanto nebulosos, en verdad- y los diversos proyectos para encauzar las energíás del Imperio en esa vasta empresa?

Había entonces :-este .libro es sólo un ejemplo-- mucha confusión mental, quizá engendrada por el hecho de que tantos hombres persiguieran un mismo fin. La naturaleza humana, esencialme.nte tornadiza, inestable como el polvo, no tolera ataduras; forcejea contra las que ella misma se ha impuesto y acaba por romperlas a todas, a la muralla y a sí misma.

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Es muy posible que esas consideraciones adversas a la edificación de. la muralla no dejaron de influir en las autoridades al optar éstas por el sistema de construcción parcial. Nosotros -ahora estoy hablando en nombre de muchos- realmente no sabíamos quiénes éramos hasta haber estudiado los decretos de la dirección y habernos convencido de que sin ella nuestra sabi­duría aprendida y nuestro entendimiento natural hubieran sido insuficientes para las humildes tar~as que ejecutamos dentro de la obra vastísima. En el despacho de la dirección -dónde estaba y quiénes estaban, eso lo han ig­norado y lo ignoran cuantos he interrogado- se agitaban indudablemente todos los pensamientos y todos los deseos humanos e inversamente todas las metas y todas las plenitudes. Por la ventana abierta caía un reflejado esplendor de mundos divinos sobre las manos trazadoras de planos.

Por consiguiente, el observador imparcial debe admitir que la dirección, si se hubiera empeñado en ello, hubiera podido vencer las dificultades que se oponían a un sistema de construcción continua. Es decir: debemos admitir que la dirección eligió deliberadamente el sistema de construcción parcial. La construcción parcial, sin embargo, era un mero expediente y, por lo tanto, inadecuado. ¿Eligió entonces la dirección un medio inadecuado? ¡Extraña conclusión! Sin duda, pero desde otro punto de vista puede justificarse. Tal vez ahora lo podemos discutir sin peligro. En esos días, la máxima secreta de muchos, y aun de los mejores, era ésta: Trata de comprender con todas tus foerzas las órdenes de la dirección, pero sólo hasta cierto punto; luego, dqa de meditar. Una máxima de lo más rawnable, que se desarrolló en una parábola que logró mucha difusión: Deja de meditar, pero no porque pueda perjudicarte, ya que tampoco hay la seguridad de que pueda perjudicarte; las ideas de perjuicio y de no perjuicio nada tienen que ver con el asunto. Te acontecerá lo que al río en la primavera: el río crece, se hace más caudaloso, alimenta la tierra de sus riberas y guarda su propio carácter hasta penetrar en el mar que lo recibe hospitalariamente por eso. Trata de comprender hasta ese punto las órdenes de la dirección. Pero otras veces el río anega sus riberas, pierde su, forma, demora su curso, ensaya contra su destino la formación de pequeños mares tierra adentro, perjudica los campos y, sin embargo, no puede mantener esa latitud, y acaba por volver a sus riberas y por secarse

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miserablemente cuando llega el verano. No quieras penetrar demasiado las 6rdenes de la direcci6n.

Por acertada que ,fuera esa parábola durante la construcción de la mura­lla, sólo tiene 'Un valor muy relativo en este informe actual. Mi indagación es puramente histórica; ya se han desvanecido los relámpagos de esa remota tempestad, y yo no me propongo otra cosa que dar, con una explicación del .sistema de construcción parcial, una explicación más profunda que las que satisficieron entonces. Los límites que me impone mi capacidad mental son estrechos; la materia que deberé abarcar, infinita.

¿De quiénes iba a defendernos la Gran Muralla? De los pueblos del Norte. Yo vengo del Sureste de la China. Ningún pueblo del Norte nos amenaza. Leemos las historias antiguas, y las crueldades que esos pue­blos cometen siguiendo sus instintos nos hacen suspirar bajo nuestros pacíficos árboles. En las auténticas figuras de los piiltorés vemos esas ca­ras de réprobos, esas fauces abiertas, esas mandíbulas armadas de dientes puntiagudos, esos ojitos entornados que parecen buscar la víctima· que los dientes destrozarán. Cuando los niños se portan malles mostramos esas figuras y ellos se refugian en nuestros braws. Pero eso es todo lo que sabe­mos de esos hombres del Norte. Nunca los hemos visto y si permanecemos en nuestra aldea no los veremos nunca; aunque resolvieran precipitarse sobre nosotros al· galope tendido de sus caballos salvajes, demasiado vasta es la tierra y no 'los dejaría acercarse: su carrera se estrellaría en el vacío.

Entonces, ¿por qué razón abandonamos nuestros hogares, el río y los puentes, la madre y el padre, la mujer deshecha en lágrimas, los niños sin amparo, y fuimos a la ciudad lejana a estudiar y nuestros pensamientos aún más lejos, hasta la muralla que está en el Norte? ¿Por qué? La dirección lo sabe. Bien nos conocen· nuestros jefes. Agitados· por ansiedades gigan­tescas, saben, sin embargo, de nosotros, conocen nuestros pequeños quehace~ res, nos ven reunidos en humildes cabañas y aprueban o desaprueban el rezo que el padre de familia eleva en las tardes rodeado de los suyos. Y si me fuera permitido otro juicio sobre la dirección, yo diría que es muy antigua y que no ha sido congregada de golpe como los altos mándarines qu\! se reúnen movidos por un sueño y ya· esa misma tarde arrancan de sus camas al pueblo

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redoblando tambores y lo arrean a unailuminación en honor de un dios que ayer ha favorecido a Sus Señorías y que mañana, apenas apagados los faroles, será relegado a un rincón oscuro. Prefiero sospechar que la dirección no es menos antigua que el mundo y asimismo la decisión de hacer la muralla. ¡Inconscientes pueblos del Norte que imaginaban ser el motivo! ¡Venerable, inconsciente Emperador que imaginó haberla decretado! Los constructores de la muralla sabemos la verdad y .callarnos. Desde la construcción de la muralla hasta el día de hoy, me he entregado casi exclusivamente a la his­toria comparada de las naciones -hay determinados problemas que no es posible penetrar sino por ese método- y he descubierto que nosotros los chinos disponemos de ciertas instituciones sociales y políticas cuya clari­dad es incomparable, y también de otras cuya oscuridad es incomparable. El deseo de investigar las causas de esos fenómenos, especialmente de los últimos, no me abandona, ya que la construcción de la muralla guarda una relación esencial con esos problemas.

La más oscura de nuestras instituciones es indudablemente el Imperio. Por cierto que, en Pekín, en h Corte, hay alguna claridad sobre esa materia, pero esa misma claridad es inás ilusoria que real. En las universidades, los profesores de derecho y de historia afirman su conocimiento exacto del tema y su capacidad de transmitirlo. A medida que uno desciende a las escuelas elementales, van desapareciendo las dudas, y una cultura superficial infla monstruosamente unos pocos preceptos seculares que, a pesar de no haber perdido nada de su eterna verdad, resultan invisibles en ese polvo y en· esa niebla.

Precisamente sobre el Imperio convendría que el pueblo fuera interro­gado, ya que el Imperio tiene en el pueblo su último sostén. Es verdad que sobre este punto yo sólo puedo hablar de mi .aldea. Descontadas las divi­nidades agrarias cuyas ceremonias ocupan el año de un modo tan variado y tan bello, sólo pensamos en el Emperador. No en el Emperador actual: para ello tendríamos que saber quién es o algo determinado sobre él. He­mos tratado siempre -no tenemos otra curiosidad- de conseguir algún dato, pero,, por raro que parezca, nos ha resultado casi imposible descubrir algo, ya de los peregrinos que han rodado por .muchas tierras, ya de las

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aldeas vecinas o remotas, ya de los marineros que no sólo han remontado nuestros arroyos; sino los ríos sagrados. Uno óye muchas cosas, es verdad, pero ninguna cierta.

Nuestra tierra es tan grande que no ·hay un cuento de hadas que pueda declarar su grandeza. El cielo mismo apenas la abarca, y Pekín es un punto y el palacio imperial es menos que un punto; El Emperador, como tal, está sobre todas las jerarquías del mundo. Pero el Emperador individual es un hombre como nosotros, que duerme como un hombre en una cama que tal vez es amplísima, pero que tal vez es corta y angosta. Como nosotros, a veces se estira y cuando está muy cansado bosteza con su delicada boca. Pero nosotros que habitamos al Sur, a millares de leguas, casi en los contrafuertes de la meseta tibetana, ¿qué podemos saber de todo eso? Además, aunque nos llegaran noticias, nos llegarían atrasadas, absurdas. En torno del Emperador se estrecha una brillante y no obstante oscura muchedumbre de cortesanos -maldad y hostilidad disfrazadas de amigos y servidores-, el contrapeso del poder imperial, perpetuamente dirigiendo al Emperador flechas enve­nenadas. El Imperio es eterno, pero el Emperador vacila y se cae: dinastías enteras se derrumban y mueren en un solo estertor. De esas batallas y esas luchas no sabrá nada el pueblo: es ccimo el retrasado forastero que no pasa del fondo de una atestada calle lateral, y que engulle tranquilamente sus provisiones, mientras en la plaza central están ejecutando a su rey.

Hay una parábola que describe muy bien esa relación. A ti, al aislado, el más oscuro súbdito, a la minúscula sombra acurrucada lejos del gran sol imperial, a ti, precisamente a ti, el Emperador envía un mensaje desde su lecho de muerte. El Emperador ha dispuesto que el mensajero se arrodille a su lado y le ha dicho el mensaje al oído; tan importante es el mensaje que el mensajero ha tenido que repetírselo. El Emperador io ha confirmado con un signo de cabeza. Ante los congregados espectadores de su agonía -todos los muros interiores han sido derribados, y en las enormes escaleras abiertas forman rueda los príncipes del Imperio-, el Emperador despacha el mensaje. En el acto, el mensajero se pone en marcha; es un hombre fuerte, incansable; ya con el brazo izquierdo, ya con el derecho, se abre camino entre la turba; si encuentra resistencia le basta señalar su pecho donde brilla el

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signo del sol; nadie avanza como él. Pero las muchedumbres son tan vastas; sus habitaciones no tienen fin. ¡Cómo. correría si pudiera llegar a campo abierto! ¡09é pronto escucharías en tu puerta el retumbar magnífico de sus puños! En cambio, agota vanamente sus fuerzas; aún no ha salido de las cámaras del palacio interior; no saldrá nunca de ellas; y aunque lo hiciera de nada le serviría: tendría que franquearse un camino escaleras abajo; y aun­que lo hiciera de nada le s'erviría: tendría que atravesar los patios; y después de los patios, el segundo palacio exterior; y de nuevo escaleras y patios; y de nuevo un palacio; y así por miles de años; y aunque arribara a la última puerta -pero eso nunca, nunca sucederá- lo rodearía ia ciudad imperial, el centro del mundo, repleto impenetrablemente de chusma. Na­die se puede abrir camino por ahí ni con el mensaje de un muerto. Tú, sin embargo, esperas en tu ventaria y lo sueñas, cuando viene la tarde.

Así, de un modo tan desesperado y tan esperanzado a la vez, mira nues­tro pueblo al Emperador. No sabe qué Emperador reina, y hasta el nombre · de la dinastía está en duda. En la escuela enseñan en orden las dinastías, pero la incertidumbre general es tan grande que hasta los mejores letrados se dejan arrastrar por ella. Emperadores muertos hace siglos suben al trono en nuestras aldeas y la proclamación de un emperador que sólo perdura en las epopeyas fue leída frente al altar por un sacerdote. Batallas de la historia más antigua son nuevas para nosotros, y un vecino trae la noticia con la cara encendida. Las mujeres de los emperadores, ociosas entre los cojines de seda, desviadas de la noble tradición por cortesanos viles, henchidas de ambición, violentas de codicia, desaforadas de lujuria, repiten y vuelven a repetir sus abominaciones. Cuanto más tiempo ha transcurrido, más terri­bles y vivos son los colores y con un grito de temor nuestra aldea recibe la noticia .de que una emperatriz (hace miles de años) bebió la sangre del marido a grandes tragos.

Así está cerca nuestro pueblo de los emperadores antiguos, pero al que vive lo juzgan entre los muertos. Si alguna vez, alguna rarísima vez, un fun­cionario imperial que recorre las provincias cae por azar en nuestra aldea, y nos transmite algunos decretos y examina las listas de los impuestos, preside los exámenes, interroga al sacerdote y, antes de ascender a su litera, dirige al-

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gunas amonestaciones verbosas a la concurrencia; entonces una sonrisa alegra las caras, todos se miran a hurtadillas y la gente se inclina sobre los niños, para que el funcionario no se dé cuenta. ¿Cómo? -piensan-: habla de un muerto como si aún estuviem vivo, ese I;:mperador ha muerto hace tiempo, la dinastía se ha extinguido, el señor funcionario nos está gastando una broma, pero no nos daremos por aludidos, paro no ofenderlo. Pero realmente no acataremos sino al Emperador actual, porque otra cosa sería un crimen. Y al desaparecer la litera surge como señor del pueblo una sombra que arbitraria­mente exaltamos y que habitó, sin duda, una urna ya hecha cenizas. ·

Paralelamente, nuestro pueblo suele interesarse muy poco en las agita­ciones civiles o en las guerras contemporáneas. Recuerdo un incidente de mi juventud: Había estallado una revuelta en una provincia limítrofe pero muy apartada. No recuerdo las causas de la revuelta, ni éstas ahora importan; sobran las causas, cuando es levantisca la gente. Un pordiosero que venía de esa provincia, trajo a la casa de mi padre un volante publicado por los rebeldes. Casualmente era ~n dia de fiesta, la casa estaba llena de invitados, él sacerdote ocupaba el sitio de "honor y miró la proclama. De golpe todos se reían, en la confusión la hoja se hizo pedazos; el pordiosero, que había recibido abundantes limosnas, fue expulsado a empujones; los huéspedes salieron a gozar del hermoso día. ¿La razón? El dialecto de esa provin­cia limítrofe difiere esencialmente del nuestro y esa disparidad se mani­fiesta en algunas formas del idioma escrito que tienen un carácter arcaico para nosotros.

Apenas hubo leído el sacerdote un par de líneas, nuestra decisión estaba tomada; viejas cosas, contadas hace tiempo, hace tiempo cicatrizadas. Y ' aunque -así me lo asegura él recuerdo- la actualidad hablaba palmaria­mente por boca del pordiosero, todos movían la cabeza y reían y rehusaban escuchar más. Tan inclinado está nuestro pueblo a ignorar el presente. Si de tales hechos se infiere que .no tenemos emperador, no se estará muy lejos de la verdad. Lo digo y lo repito: No hay un pueblo más fiel al Em­perador que el nuestro del Sur, pero de nada .le sirve al Emperador nuestra fidelidad. Es cierto que el dragón sagrado está en su pedestal a la entra­da de nuestra aldea, y desde que los hombres son hombres ha dirigido hacia

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Pekín su aliento de fuego; pero Pekín es más inconcebible para nosotros que la otra vida. ¿Existirá realmente una aldea de casas encimadas que cubre un espacio superior al que domina nuestro cerro, y será posible que entre esas casas haya hombres hacinados todo el día y toda la noche? Menos difícil que figurarnos esa ciudad es pensar que Pekín y su Emperador son una sola cosa: una tranquila nube, digamos, que eternamente gira cerca del sol.

De tales opiniones resulta una vida relativamente libre, desembarazada. No una vida inmoral: yo no he encontrado en mis andanzas una pureza de costumbres igual a la de mi aldea. Una vida, con todo, que no sabe de leyes contemporáneas, y sólo reconoce las exhortaciones y los avisos que vienen de tiempos remotos.

Me guardo de generalizaciones, y no pretendo que suceda lo mismo en las diez mil aldeas de nuestra provincia o en las quinientas provincias del Imperio. El examen de muchos documentos, corroborado por mis observa­ciones personales -· las vastas muchedumbres movilizadas para levantar la muralla daban a los hombres sensibles una ocasión de recorrer el alma de ca~i todas las provincias-, ese examen, repito, rne permite afirmar que la concepción general del Emperador concuerda esencialmente con la que se abriga en mi aldea. No afirmo que esa concepción es una virtud: al contrario. Es indudable que la responsabilidad principal incumbe al Gobierno, que en este Imperio --el más antiguo de la tierra- no ha conseguido desarrollar o no ha querido desarrollar las instituciones imperiales con la precisión necesaria para que su influencia llegue directa e incesantemente a los extre­mos límites del país. Por otra parte, el pueblo adolece de una debilidad de imaginación o de fe, que le impide levantar al Imperio de su postración en Pekín y estrecharlo con fuego y con amor contra su pecho leal, aunque en el fondo no ambiciona otra cosa que sentir ese contacto y morir.

Por consiguiente, nuestra concepción del Emperador no es una virtud. Tanto más raro es que esa misma debilidad s~a una de las mayores fuerzas unificadoras de nuestro pueblo; sea, si se me permite la expresión, el suelo que pisamos. Declararlo un d~fecto fundamental, importaría no sólo 'hacer vacilar las conciencias, sino también los pies. Y por eso no quiero proseguir el examen de este problema.

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IBEROAMÉRICA

JoAQUÍN MARÍA MACHADO DE Ass1s

Joaquín María Machado de Assis, poeta, novelista, cuentista, autor teatral, naCió en·Río de Janeiro en 1839; murió en esta misma ciudad en 1908. Mestizo, de humilde origen, por sus propios esfuerzos llegó a ser uno de los más grandes escritores de su país. Obras principales: Theatro (1863); Quasi

ministro (1864); Crysalidas (1864); Contos fluminenses (1872); Resurreiráo

(1872); Historias da Meia-Noite (1873); Phalenas (1874); A máo e a lurva (1874); Americanas (1875); Helena (1876); Yayá Garcia (1878); Memorias

posthumas de Braz Cubas (1881); Papeis avulsos (1882); Historias sem data

(1884); Quincas Borba (1892); Varias historias (1896); Dom Casmurro (1900); Esaú e]acob (1906); Memorial deAyres (1908).

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ENTRE SANTOS

Cuando yo era capellán de San Francisco de Paula (contaba un viejo sacerdote) me ocurrió una aventura extraordinaria.

Vivía junto a la iglesia, y una noche en que me recogí tarde, siguiendo mi vieja costumbre cuando tal hacía, fui a ver si las puertas del templo estaban bien cerradas. Lo estaban, en efecto, pero vi por las rendijas que había luz; acudí a buscar la ronda, pero no la hallé; volví atrás, y sin saber qué hacer me quedé en el atrio: Aunque la luz no era muy intensa, era demasiada para tratarse de ladrones, aparte de que noté que estaba fija, y no en movimiento y desigual, como suele ser la de personas que están robando. No pudiendo resistir la curiosidad, fui a casa a buscar las llaves de la sacristía (el sacristán había ido a pasar la noche a Nitherohy), hice la señal de la cruz, abrí la puerta y entré.

El corredor estaba oscuro. Lleyaba una linterna conmigo y caminaba despacio, evitando el ruido de las pisadas. La primera y la segunda puerta que comunicaban con la iglesia estaban cerradas; pero se veía la misma luz, y aún más intensa que del lado de la calle. Abrí la tercera puerta, puse mi lin­terna en un poyo, cubierta con un lienzo para que no ine viesen, y atisbé.

Luego me detuve, pues me di cuenta de que venía sin armas y de que para mi defensa no tenía otra cosa que mis dos manos. Aún pasaron al­gunos minutos. En la iglesia la luz era siempre la misma, una luz que no era amarilla, cual la de los cirios, sino de tono lechoso. Y también oí voces, que más me confundieron, pues no eran atropelladas o precipitadas, sino graves y claras, y como en conversación. Nada comprendía de lo que decían, y en medio de esto me asaltó una idea que me hizo retroceder. Como en aquel tiempo los cadáveres eran enterrados en las iglesias, imaginé que la conversación podía ser de difuntos. Retrocedí algunos pasos, y sólo un rato más tarde pude reaccionar y volver a la puerta de la iglesia, diciéndome que

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tal idea era un disparate. La realidad me guardaba algo más asombroso que un diálogo entre muertos. Encomendéme a Dios, santigüéme de nuevo y eché a andar, escurriéndome junto a las paredes; entonces vi una cosa ex­traordinaria.

Dos de los tres santos del otro lado, San José y San Miguel (de la de­recha entrando por la puerta de enfrente), habían bajado de sus peanas y estaban sentados en sus altares, y no con sus propias dimensiones, sino con las humanas; hablaban hacia el lado de enfrente, donde estaban San Juan Bautista y San Francisco de Sales. No puedo describir lo que sentí. Duran­te un tiempo que no puedo calcular, quedé inmóvil, sin darme cuenta de nada. Por cierto doy que anduve a dos pasos del abismo de la locura, y que si no caí en él fue porque Dios se apiadó de mí; y puedo también afirmar que perdí la conciencia de toda realidad que no fuese aquélla, tan nueva y única. Sólo así se explica la temeridad con que pasado algún tiempo me interné más en la iglesia, para mirar del lado opuesto, donde vi lo mismo: San Francisco de Sales y San Juan, fuera de sus peanas y sentados en los altares, hablando con los otros santos.

Tal fue mi estupefacción, que continuaron hablando, según creo, sin oír yo ni el rumor de sus voces. Poco a poco fui percibiéndolas, de donde deduz­co que no habían interrumpido la conversación. Luego oí claras las palabras; pero desde luego no pude alcanzar su sentido. Uno de los santos, que volvió la cabeza hacia el altar mayor, me hizo comprender que San Francisco de Paula, patrono de la iglesia, había procedido como ellos y tomaba parte en la conversación. Las voces no subían de tono, pero, no obstante, se oía siempre bien. Mas si todo esto era para asombrar, no lo era menos la luz, que no venía de parte alguna, pues los cirios estaban todos apagados: era como un resplandor que allí penetrase sin que se pudiera saber de dónde; y esta comparación es tanto más exacta, cuanto que si se hubiese podido saber de dónde venía, habría dejado lugares oscuros.

En aquellos momentos obraba automáticamente. La vida que viví du­rante todo ese tiempo no se parece a la otra mía anterior ni posterior. Bas­te considerar que ante tan extraño espectáculo permanecí completamente tranquilo: perdí la reflexión, y apenas si podía oír y contemplar.

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Comprendí luego que inventariaban y comentaban las oraciones que aquel día les habían sido dirigidas. Eran terribles psicólogos que se com­penetraban con el alma y la vida de los fieles, las cuales desfibraban como los anatomistas a un cadáver. San Juan Bautista y San Francisco de Paula, ascetas austeros, se mostraban duros e intransigentes; pero San Francisco de Sales oía o contaba las cosas con la misma sabia indulgencia que había presidido la elaboración de su famosa obra: Introducción a la vida devota.

Así, según el temperamento de cada uno, iban narrando o comentando casos de fe pura y sincera, de simulación, de indiferencia o de versatilidad; los dos ascetas se enojaban cada vez más, pero San Francisco de Sales re­cordábales el texto de la Escritura: "muchos son los llamados y pocos los escogidos", queriendo significar que no todos los que iban a la iglesia habían de llevar puro el corazón. San Juan movía la cabeza.

-Dígote, Francisco de Sales, que como santo me voy creando senti­mientos especiales, y que comienzo a desconfiar de los hombres.

-Exageras, Juan Bautista, y no conviene. Hoy mismo me ocurrió aquí una cosa que me hizo sonreír, y que a ti te habría indignado. Los hombres no son hoy peores que en otros siglos, y si se les quita lo que de malo tienen, mucho bueno quedará. Oye mi caso, que a fe que has de sonreír.

-¿Yo? · -Tú, Juan Bautista, y también tú, Francisco de Paula, y vosotros to-

dos, como yo, que ya pedí al Señor y de él alcancé lo que esa persona ;ne pedía.

-¿O!lé persona? -Una más interesante que tu escribano, José, o que tu filósofo Miguel... -Puede ser, pero no llegará a la adúltera que a mis pies vino a postrarse

hoy -dijo San José-. Venía a pedirme que le limpiase el corazón de la lepra de la lujuria. Acababa de reñir con su amante, y había pasado la noche en lágrimas. Comenzó rezando bien, cordialmente, pero poco a poco vi su pensamiento que la abandonaba para remontar a los primeros deleites. Para­lelamente quedaban sin vida sus palabras; ya su oración era pesada, luego fue fría, inconsciente; los labios rezaban, y su alma, que yo espiaba desde aquí, ya estaba con el otro. Al final se persignó, se levantó y se fue, sin pedir nada.

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-. Mejor es mi caso. · -¿Mejor? -preguntó San José con curiosidad. -Mejor, y no es triste, como el de esa pobre alma esclava de la carne,

que aún Dios podrá salvar; a contarlo voy. Callaron todos, y en expectación inclinaron sus cabezas. Yo tuve enton­

ces miedo, temiendo que los santos viesen algún pecado o germen de pecado en el fondo de mi alma. Pero pronto salí de este estado. San Francisco de Sales comenzó a hablar:

-Mi hombre tiene cincuenta años, y su mujer está en cama con una erisipela en la pierna izquierda. Hace cinco días que vive en aflicción, porque el mal se agrava y la ciencia no responde de la cura. Y véase lo que puede un prejuicio público: nadie cree en el dolor de Sales (que mi nombre lleva), y nadie cree que él ame otra cosa que el dinero; por lo que, desde que su aflicción fue conocida, cayóle arriba todo un aguacero de motes e invectivas, ' no faltando quien asegurase que lo que hacía era llorar :inticipadamente por los gastos de entierro y sepultura.

-Bien pudiera ser que sí -arguyó San Juan. -~e es usurero y avaro, no lo niego; usurero como la vida y avaro

como la muerte; nadie extrajo tan implacablemente de la faltriquera de los otros el oro, la plata, el papel y el cobre. Nadie amó tanto el dinero, y moneda que en sus manos cae, difícilmente vuelve a ver la luz del día. Lo que le sobra de sus casas lo tiene en un arca de hierro que:: cierran siete lla­ves. A veces la abre, contempla su dinero un momento, y vuelve a cerrarla aprisa. Estas noches no duerme. La vida que lleva es sórdida. Come poco y ruin, lo indispensable para no morir. Su familia se compone de su mu­jer y una esclava negra comprada hace muchos años, a escondidas, porque era de contrabando. Dicen que ni siquiera la pagó, porque el vendedor falleció luego sin dejar nada escrito. La negra murió poco tiempo después, y aquí veréis si este hombre tiene o no el genio de la economía. Sales libertó el cadáver ...

(Y aquí el santo obispo hizo una pausa para saborear el espanto de los otros.}

-¿El cadáver?

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-Sí, el cadáver lo hizo enterrar como persona libre y pobre para no pagar su sepultura. Poco y en buena hora es algo; y para él nada es poco, pues con restos de agua, piensa, se riegan las calles. Ningún deseo de figurar, ningún gusto noble: todo esto cuesta dinero, y a él las monedas no le caen del cielo. Pocos amigos, y nunca un entretenimiento en casa. Oye y cuenta anécdotas de la vida de otros, que es regalo gratuito.

-Compréndese el• público pensar -dijo San Miguel. -N o digo que no, porque las gentes no ven sino la superficie de las co-

sas. El mundo no ve que además de ser excelente mujer de su casa, educada por él durante más de veinte años, la mujer de Sales es muy amada por su marido. No te asuste, Miguel, el saber que en aquel áspero muro brotó una flor, sin color ni olor, pero flor al fin. La botánica sentimental tiene ano­malías de ésas. Sales ama a su esposa, y le asusta y hace desvariar la idea de que va a perderla. Hoy, temprano, vino a contarme sus penas; desesperando de la tierra, vino a acudir al cielo; pensó en nosotros, y especialmente en mí, que soy el santo de su nombre. Vino corriendo en pos del milagro que sólo podía salvarla, con los ojos brillantes de esperanza; podía ser la luz de la fe, pero me parece que era otra cosa que voy a referir; prestad la mayor atención.

Vi los bustos que se inclinaban aun más; a mí me fue imposible evitar un movimiento y di otro paso hacia delante. La narración del santo fue tan larga y de tan complicado análisis, que no la transcribo en su integridad, sino en sustancia.

-Cuando Sales se decidió a venir a interceder por su esposa, tuvo una idea de usurero: la de ofrecerme una pierna de cera. No era el creyente que simboliza así el agradecimiento por el favor recibido, sino el usurero que con la esperanza de lucro creyó tentar la gracia divina. Y no fue sólo la usura lo que le inspiró, sino que también la avaricia, porque disponiéndose a cum­plir la promesa, mostraba querer de veras la salud de su mujer; porque un avaro piensa que sólo se paga con dinero aquello que en verdad se aprecia. Sabéis que pensamientos como éste no se exteriorizan, sino que quedan en lo íntimo; pero yo leí todo en su conciencia, al verle entrar con esperanza, y aguardé a que acabase de santiguarse y rezar.

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-Por lo menos tiene alguna religión -dijo San José. -Alguna, sí, pero vaga y económica. No entró nunca en hermandades

u órdenes terceras, porque en ellas se roba lo que pertenece al Señor, como dice él para conciliar la devoción con su bolsillo. Pero no se puede creer todo, y es cierto que teme a Dios y cree en su doctrina.

-Bueno: se persignó y rezó. . -Rezó, y yo veía su pobre alma, en que la esperanza se trocaba en certe-

za intuitiva. Dios tenía forzosamente que salvar a la doliente ante mi inter­cesión, y yo había de interceder; así pensaba mientras rezaba. Y luego siguió hablando, para confesar que ninguna otra mano que la del Señor podía atajar el golpe. Su mujer iba a morir ... iba a morir ... a morir. Y repetía la palabra sin salir de ella. Cuando fue ,a formular la promesa no podía: no hallaba voca­blos, ni siquiera aproximddos, por la falta de costumbre que de dar tenía. Al final salió la petición: su mujer se moría y me rogaba que intercediese por su salvación; pero la promesa no salía, pues desde que su boca iba a pronunciar la primera palabra, la garra de la avaricia se lo impedía. Qy.e la salvase ... que intercediese por ella. Ante los ojos tenía la pierna de cera y la moneda que le iba a costar. Luego no vio la pierna, sino sólo la moneda, de oro puro, mejor que los dos candelabros de mi altar, que no son sino dorados. Adondequie­ra que se volviese la veía girando en torno suyo, y con los ojos la palpaba, recibiendo la sensación fría del metal y hasta dándose cuenta del relieve del cuño. Era la misma; la vieja amiga de sus años, compañera suya día y noche.

La súplica de sus ojos era ahora más intensa, y puramente voluntaria; los vi alargarse hacia mí; lleno de contrición, humillación y desamparo. Y su boca decía palabras sueltas -Dios, ángeles del Señor, llagas benditas-, palabras lacrimosas y trémulas, como para pintar con ellas la sinceridad de su fe y la inmensidad de su dolor. Lo único que no salía era la promesa de la pierna. A veces, ante el horror que le causaba la idea de la muerte de su mujer, temblaba y estaba a punto de formularla, pero la moneda de oro se interceptaba, hundiéndola en su corazón.

Pasaba el tiempo, y la alucinación crecía, porque la moneda multipli­caba sus saltos pareciendo infinidad de ellas, haciéndose así el conflicto más trágico. De repente, la idea de que su mujer podía estar expirando le

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heló la sangre y quiso precipitarse. Podía estar expirando, y me pedía que la salvase ...

Aquí el demonio de la avaricia le sugi~ió un pensamiento: el de que el valor de la oración es superior al de las cosas terrenas, y con las manos sobre el pecho, contrito y suplicante, me pedía que salvase a su mujer, que él me rezaría trescientos (¡nada menos!), trescientos Padrenuestros y trescientas Avemarías. Y repitió enfáticamente: trescientos, trescientas, trescientos ... Luego fue subiendo hasta quinientos ... , hasta mil. Y no veía la cifra escrita con letras, sino con guarismos, como para que fuese más exacta y precisa. Mil Padrenuestros, mil Avemarías. Y volvieron las palabras lacrimosas y trémulas, y las benditas llagas, y los santos ángeles del Señor ... 1.000, 1.000, 1.000. Tanto crecieron las cuatro cifras, que llenaron la iglesia, y con ellas crecían el esfuerzo y la confianza de mi hombre; al fin, la palabra le salía más rápida, impetuosa ... : mil..., mil, mil, mil, mil ... Vamos, ya podéis reír a vuestras anchas."

Así terminó San Francisco.de Sales. Y rieron los otros santos; pero no con las homéricas carcajadas de los

dioses cuando vieron a Vulcano servir la mesa, sino con risa modesta, tran­quila, beata, católica.

Luego no pude oír nada más: caí de bruces. Cuando volví en mí era de día ... Corrí a abrir puertas y ventanas de iglesia y sacristía, para que entrase el sol, mortal enemigo de los malos sueños.

Traducción de Rafoel Mesa

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HoRAciO QyrROGA

Horacio Qyiroga, uno de lo~ más eminentes cuentistas hispanoamericanos, nació en 1879. Por las circunstancias de su nacimiento (fue inscrito en el consulado argentino de Salto, Uruguay, donde su padre era cónsul de aquel país), por su vida y por su obra, pertenece a ambos países rioplatenses: Argentina y Uruguay. Murió en Buenos Aires en 1937. Su obra abarca los siguientes títulos: Los arrecifes de coral (1901), prosa y verso; Historia de un

amor turbio (1908) y Pasado amor (1929), novelas; Las sacrificadas (1923), poema escénico, y nueve tomos de cuentos: El crimen del otro (1904); Los

perseguidos (1905); Cuentos de amor, de locura y de. muerte (1917); Cuentos de

la selva (1918), El salvaje (1920), para niños; Anaconda (1923); El desierto

(1924); Los desterrados (1926); Más allá (1934).

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EL POTRO SALVAJE

Era un caballo, un jov~n potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad a vivir del espectáculo de su velocidad. Ver correr a aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable.

Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin reglas ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes; y ésta era la fuerza de aquel caballo.

A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje ni bríos, sin gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caba­llos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad para vivir de sus carreras.

En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubier.a pagado una brizna. de paja por verlo -ignorantes todos del corredor que había en él-. En las bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente corazón.

Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.

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-No importa -se dijo el potro alegremente--. Iré a ver a un empre­sario de espectáculos, y ganaré, entre tanto, lo suficiente para vivir.

De qué había vivido hasta entonces en la ciudad, apenas él podía decirlo. De su propia hambre, seguramente, y de algún desperdicio des­echado en el portón de los corralones. Fue, pues, a ver a un organizador de fiestas.

-Yo puedo correr ante el público --dijo el caballo- si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algunos hombres.

-Sin duda, sin duda ... -le respondieron-. Siempre hay algún intere­sado en estas cosas ... No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusiones ... Podríamos ofrecerle, con un poco de sácrificio de nuestra parte ...

El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: Era un montón de paja, un poco de pasto ardido y seco:

-No podemos más ... Y así mismo ... El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaba sus

· extraordinarias dotes de velocidad, y recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera que cortaba en zigzag las pistas trilladas.

-No importa -se dijo alegremente--. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entre tanto, sostenerme.

Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr. Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto

cada vez, y cada vez dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas para halago de los espectadores, que no comprendían su libertad. Comenzaba al trote, como siempre, con las narices de fuego y la cola en arco; hacía resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco, que comía contento y descansado después del baño.

A veces, sin embargo, mientras trituraba con su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras,· · en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.

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-No importa -se decía alegremente--. Puedo darme por contento qm este rico pasto.

Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.

Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostum~ braron a su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.

-No corre por las sendas como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea a fondo. '

En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía ape­nas de qué vivir con su ardiente velocidad, se empleaba siempre a fondo por un puñado de pasto, como si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración -la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos caballos.

-No importa -se decía alegremente--. Ya llegará el día en que se diviertan.

El tiempo pasaba entre tanto. Las voces cambiadas entre los espectado­res cundieron por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por tin un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele, en disputa, apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad incalculable-, por el solo espectáculo de una carrera.

Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofre­cido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate.

En aquel tiempo -se dijo melancólicamente-- un solo puñado de al­falfa como estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mí el más feliz de los seres. Ahora estoy cansado.

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' En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda, la misma de siempre, y el mismo el espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes el joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para despertar. El triunfante caballo 'pesaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finamente en sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por 'último a sus exigencias, sólo entonces sentía deseos de correr. Corría entonces como él solo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la 'magnificencia del forraje ganado. ,

Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aun­que los organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adu­lar, comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió, entonces, por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las lar­gas sendas regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclama­do que nunca-, pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr.

Libertad ... No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instan­te en que reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa, ni a fondo, ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre aquellos zigzags que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo, siempre creciente, de agotarse, llegó un momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con estilo, enga­ñando, escarceando cubierto de espumas por las sendas más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.

Pero dos hombres que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras.

-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero--; y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo qballo cuando no tenía qué comer.

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-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón.

Joven potro: Tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin valor a la gloria, y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente por pingüe forraje, te salvará haberte dado un día todo entero por un puñado de pasto.

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IN DICE

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PRÓLOGO de Julio Torri ....................................................................... 9

EL CUENTO ANTIGUO

ORIENTE

PANCHATANTRA Cuento XIX................................................................................... 22

LAS MIL Y UNA NOCHES Historia del maestro de escuela lisiado y con la boca hendida ................... :................................................ 27

ITALIA

BoccAccJO Decamer6n. Jornada primera- Novela tercera. Melquisedec, judío, con un cuento de tres anillos, escapa a un gran peligro aparejado por Saladino ........................ 34

Decamer6n. Jornada sexta- Novela novena. Guido Cavalcanti motejó aguda y honestamente a ciertos caballeros florentinos, que lo habían tomado de sorpresa...................................................................... 37

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418

EsPAÑA

}UAN DE TIMONEDA

Cuento primero de El sobremesa y alivio de caminantes .. .. ... ..... ..... 42 Cuento XXXII .............................................................................. 43 Cuento XXXVIII .. ... .. ..... ... .. ... .. ... .. ... .. ... .. ... .. ... .. ..... .. .. . .. .. .. . .. .. ... ... 44

FRANCIA

Los FABLIAUX

Fabliau de Los tres ciegos de Compiegne (de Cortebarbe) .......... 46

CHARLES PERRAULT

El gato con botas............................................................................ 56

EL CUENTO MODERNO

FRANCIA

HoNORÉ DE BALZAC

Una pasión en el desierto . .. .. . .. ... .. .. ... . .... .. . .. .. . .. ..... .. ... ...... ..... ..... ... .. . 64

PROSPER MÉRIMÉE

La partida de trie-trae..................................................................... 79

GUY DE MAUPASSANT

Adiós ........................................................................ ·....................... 97

ALPHONSE DAuimT

El sitio de París .... .".......................................................................... 103

ANATOLE FRANCE

· El juglar de la Virgen...................................................................... 111

GuiLLAUME APoLLINÁIRE

La desaparición de Honorato Subrac................................................. 118

Page 393: Antologia Del Cuento Universal

419

INGLATERRA

RoBERT Loms STEVENSON

La puerta del Sire de Maletroit ........................................................ 124

OseAR WILDE

El príncipeftliz ................................................................... ."........... 146

KATHERINE lVlANSFIELD

La vida de Ma Parker ..................................................................... 157

RUDYARD KIPLING

La litera fontástica ·····'···································································· 166

HÉRBERT GEORGE WELLS

La puerta en el muro....................................................................... 195

EL CUENTO MODERNO

EsTADOS UNmos

NATHANIEL HAWTHORNE

El velo negro del pastor.................................................................... 218

EnGARD ALLAN PoE

La carta robada............................................................................... 234

MARKTWAJN

Rogers ................................................................................ : ....... ·,·. .. . .. 24 9

HENRY }AMES

La humillación de los Northmore...................................................... 256

ALEMANIA

ERNST HoFFMANN

La "formal a", ................................................................................... . 278

Page 394: Antologia Del Cuento Universal

420

EsPAÑA

JuAN VALERA

El caballero del azor .................. :..................................................... 302

LEOPOLDO ALAS ("CLARíN")

. Ad'' "C .J "/ ¡n tos, oru.era ............................................................................ . 312

PoRTUGAL

E~A DE QyEIROZ

fosé Mathfas .................................................................................... 324

hALlA

LUIGI PIRANDELLO

La verdad....................................................................................... 350

DINAMARCA

HANs CHRISTIAN ANDERSEN

El patito feo ............ ..... ............. ...... .......... ... .. ... .. .............. ... .. ... ... ... 360

RusiA

ANTÓN·PÁVLOVICH CHÉJOV

, El obispo......................................................................................... 372

REPÚBLICA CHECA

FRANZ KAFKA

Edificación de la muralla china .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. . .. . . . .. .. .. .. .. .. .. . 3 90

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421

lBEROAMÉRICA

JoAQUÍN MARÍA MAcHADO DE Ass1s Entre santos .................................................................................... · 402

HoRAciO QyiRoGA

El potro salvaje··························'···················································· 410

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Page 396: Antologia Del Cuento Universal

Otros titulos de la Biblioteca para la Actualizadón del Maestro

m Lo fugitivo permanece. 20 cuentos mexicanos Carlos Monsiváis (compilador)

m 17 narradoras latinoamericanas Antología

m 24 poetas latinoamericanos Antología

m Un buen comienzo. Guia para promover la lectura en la infanda Consejo Nacional de Investigación de Estados Unidos de América

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Cuadernos de la Biblioteca para la Actuallzadón del Maestro

m Pasado y presente de los verbos leer y escribir Entilia Ferreiro

m Cómo leer mejor en voz alta Felipe Garrido

' -'. ' -~ ,. . ' JÍ. 1,- .• _, ¡'

Maestra, maestro_: 1 • ~:.J,,; .. ,,\ .·,-, _ . ¡r

Para consultar_~~-t-~~ Y,otr~s tf~l~~- __ 1

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de Libros de Texto Gratuitos, en los talleres de Qyebecor World México DF, S.A. de C.V.,

con domicilio en Emiliano Zapata 93, colonia San Juan Ixh:uatepec, Tialnepantla,

Estado de México, en el mes de diciembre de 2002. El tiraje fue de 50 000 ejemplares más

sobrantes para reposición.