Antología Literatura 2

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Na t u r a l i s mo Fueunescritorfrancés,consideradocomoelpadreyel mayor representantedelNaturalismo. Tuvounpapelmuyrelevanteenlarevisióndelproceso deAlfred Dreyfus,quelecostóelexilio. ThérèseRaquin ÉmileZola CAPÍTULOI Labienamada ThomasHardy UnapresentaciónimaginariadelaBienAmada ... Melancólicasruinas decanceladosciclos... conunaclaridadqueatraíatanpoderosamentelaatencióndel caminante, comoningúnotroespectáculoquedelejoshubiesecontemplado.

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Naturalismo

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Émile Zola

Fue un escritor francés, considerado como el padre y el mayor representante del Naturalismo.Tuvo un papel muy relevante en la revisión del proceso de Alfred Dreyfus, que le costó el exilio.

Su influencia sobre las generaciones posteriores de escritores no fue sólo literaria, ya que su actitud de involucrarse tanto en lafue sólo literaria, ya que su actitud de involucrarse tanto en la literatura como en la realidad social se transformó en un paradigma del escritor comprometido y dominó la escena cultural de occidentehasta la década de los 70. También es autor de las series Las tres ciudades, compuesta por Lourdes (1894), Roma (1896) y París (1898), yLos cuatro evangelios, integrada por Fecundidad (1899), Trabajo (1901),Verdad (póstuma, 1903) y Justicia (inacabada).

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Thérèse Raquin

Émile Zola

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Al final de la calle de Guénégaud, según se viene de los muelles, está el pasadizo de Le Pont-Neuf, un a modo de estrecho pasillo sombríoque va de la calle Mazarine a la calle de Seine. Tiene este pasadizo, a lo más, treinta pasos de largo por dos de ancho; es su pavimento de baldosas amarillentas, des- gastadas, flojas, que rezuman siempre una agria humedad; lo cubre una cristalera corta- da en ángulo recto y negraagria humedad; lo cubre una cristalera corta- da en ángulo recto y negrade mugre.En los días hermosos del verano, cuando un sol de justicia abrasa las calles, una blan- quecina claridad entra por los cristales sucios y resbalamíseramente por el pasadizo. En los desapacibles días de invierno, en lasmaña- nas de niebla, esos cristales sólo arrojan ti- nieblas sobre el pavimento viscoso, unas ti- nieblas sucias e infames..A la izquierda, se ahondan unos comercios oscuros, bajos de techo, A la izquierda, se ahondan unos comercios oscuros, bajos de techo, agobiantes, de los que escapan hálitos de cripta. Hay en ellos libreros de viejo, jugueteros, cartoneros, cu- ya mercancía expuesta, gris de polvo, duer- me, imprecisa, en la sombra; los escaparates son de cuadrados de cristal pequeños y pres- tan extraños reflejos verdosos de muaré a losartículos; tras ellos, las tiendas, colmadas de oscuridad, son otros tantos agujeros lúgubres en los que bullen curiosas formas.A la derecha, corre por toda la longitud del pasadizo un muro contra elA la derecha, corre por toda la longitud del pasadizo un muro contra elque los tenderos de enfrente han adosado armarios estrechos; allí se ven objetos sin nombre, efectos olvida- dos desde hace veinte años, alineados en unas baldas delgadas, de un espantoso color pardo. Una vendedora de bisutería buscó acomodo en uno de esos armarios, en el que despacha sortijas de setenta y cinco céntimos, pri- morosamente colocadas en unacaja de caoba forrada de terciopelo azul.Más arriba de la cristalera, el muro sigue subiendo, negro, toscamente Más arriba de la cristalera, el muro sigue subiendo, negro, toscamente enfoscado, como cubierto de lepra y lleno de costurones.El pasadizo de Le Pont-Neuf no es lugar de paseo.

CAPÍTULO I

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Quienes toman por él lo hacen para evitar un rodeo y ganar unos pocos minutos. Pasa por allí un público de personas atarea- das, cuya única preocupación es ir deprisa y sin desviarse. Hay aprendices con delantales.de trabajo, operarias que van a entregar la labor, hombres y mujeres con paquetes bajo el brazo; hay también ancianos que caminan mujeres con paquetes bajo el brazo; hay también ancianos que caminan penosamente por el taciturno crepúsculo que baja de la cristalera, y bandadas de chiquillos que acuden, al salir de la escuela, para meter bullacorriendo y golpeando las baldosas con los zuecos. Se oye durante todo el día un rui- do seco y presuroso de pasos que retumban en la piedra con irritante irregularidad; nadie habla; nadie se detiene; cada cual va a lo suyo, deprisa, con la cabeza gacha y paso raudo, sin echar ni una mala ojeada a los comercios. Los tenderos miran con inquietud a los ojeada a los comercios. Los tenderos miran con inquietud a los transeúntes que, por milagro, se detienen ante sus escaparates. Por la noche, tres mecheros de gas, metidos en faroles amazacotados de forma cuadrada, dan luz al pasadizo. Están esos mecheros colgados de la cristalera, sobre la que proyectan manchas de rojiza claridad, y derraman cercos de pálido resplandor que se estremecen y parecen esfumarse de vez en cuando. Toma entonces el pasadizo la siniestra apariencia de un auténtico puerto de arrebatacapas, se alargan por lasapariencia de un auténtico puerto de arrebatacapas, se alargan por lasbaldosas som- bras gigantescas, llegan desde la calle ráfagas húmedas; diríase una galería subterránea que alumbra la desvaída luz de treslámparas funerarias. Los comerciantes se contentan, por todailuminación, con el magro resplandor que envían hasta sus escaparates los mecheros de gas; sólo encienden en su local una lámpara de pantalla, que colocan en una esquina del mostrador; y los transeúntes pueden vislum- brar entonces lo que hay en lo hondo de esos agujeros donde, envislum- brar entonces lo que hay en lo hondo de esos agujeros donde, enel transcurso del día, mora la noche. En la negruzca hilera de fachadas, resplandecen los cristales de un cartonero: las llamas amarillas de dos lámparas de petróleo horadan la oscuridad. Y, en la pared opuesta, una vela colocada en un tubo de quinqué pone estrellas de luz en la caja de bisutería. La vendedora dormita en lo hondo del armario, con las manos

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metidas bajo la toquilla. Hace no muchos años, enfrente de esa vendedora había una tienda cuyas maderas verde botella rezumaban humedad por todas las rendijas. En la muestra, que era una tabla larga y estrecha, ponía en letras negras la palabra: «Mercería», y en uno de los cristales de la puerta había un la palabra: «Mercería», y en uno de los cristales de la puerta había un nombre de mujer: «Thérèse Raquin» , escrito en letras rojas. A izquierda yderecha se embutían dos hondos escaparates forrados de papel azul.Durante el día, la vista sólo podía colum- brar el contenido del escaparate,entre un mitigado claroscuro.A uno de los lados, había unas cuantas prendas de lencería: unos gorros de tul enca- ñonados, que valían dos o tres francos; unos manguitos y unos cuellos de muselina; y también prendas de punto, medias, calcetines,unos cuellos de muselina; y también prendas de punto, medias, calcetines,tirantes. Dichas prendas, amarillentas y arrugadas, colgaban todas ellas,lastimosa- mente, de sendos ganchos de alambre. Esta- ba, pues, el escaparate repleto, de arriba abajo, de harapos blancuzcos que, en la transparente oscuridad, adquirían un lúgubre aspecto. Los gorros nuevos, de un blanco más luminoso, eran como manchas de cruda claridad en el papel azul que cubría la tabla- zón; y los calcetines de color, colgados de una varilla, toques oscuros entre la desvaída e inconcreta palidez de la una varilla, toques oscuros entre la desvaída e inconcreta palidez de la muselina. En el escaparate del otro lado, más estre- cho, se escalonaban gruesos ovillos de lana verde, botones negros cosidos en cartulinas blancas, cajas de todos los colores y todos los tamaños, redecillas de cuentas de acero colocadas encima de redondeles de papel azula- do, manojos de agujas de hacer media, mo- delos de punto de cruz, cintas enrolladas, una acumulación de objetos ajados y sin brillo que debían de llevar cinco oacumulación de objetos ajados y sin brillo que debían de llevar cinco oseis años dur- miendo en aquel lugar. Todos los colores se habían vuelto de un gris sucio en aquella vitrina, que pudrían el polvo y la humedad. A eso de las doce del mediodía, en verano, cuando el sol.abrasaba lasplazas y las calles con rayos leonados, podía vislumbrarse tras los gorros del primer escaparate un perfil pálido y serio de mujer joven.

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Thomas Hardy

Novelista y poeta inglés, superador del naturalismo de su tiempo.A pesar de que publicó su primer libro pasada la treintena, Hardy no fue en realidad un escritor tardío. Su primera vocación fue la poesía lírica. Tras fracasar en sus intentos de publicar poemas, probó fortuna con la novela, aunque despreciaba el género a causa de su carácter excesivamente comercial y meretricious. La narrativa de Hardy obtuvoxcesivamente comercial y meretricious. La narrativa de Hardy obtuvo cierto éxito, si bien la crítica se encarnizó con él por la ideología materialista, naturalista y pesimista implícita en sus tristísimas y deprimentes últimas novelas. Desde 1895 abandonó definitivamente la novela para dedicarse con tenacidad al desarrollo de su interesante obra lírica..

Novelista y poeta inglés, superador del naturalismo de su tiempo.A pesar de que publicó su primer libro pasada la treintena, Hardy no fue en realidad un escritor tardío. Su primera vocación fue la poesía lírica. Tras fracasar en sus intentos de publicar poemas, probó fortuna con la novela, aunque despreciaba el género a causa de su carácter excesivamente comercial y meretricious. La narrativa de Hardy obtuvoxcesivamente comercial y meretricious. La narrativa de Hardy obtuvo cierto éxito, si bien la crítica se encarnizó con él por la ideología materialista, naturalista y pesimista implícita en sus tristísimas y deprimentes últimas novelas. Desde 1895 abandonó definitivamente la novela para dedicarse con tenacidad al desarrollo de su interesante obra lírica..

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La bien amada

Thomas Hardy

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Una persona muy distinta de los habituales transeúntes de la localidad escalaba el escarpado camino que conduce a través del pueblecillo costero llamado Street of Wells, y forma un pasillo en aquelGibraltar de Wessex, la singular península, un tiempo isla y todavía así denominada, que se adelanta como una cabeza de pájaro en el canal inglés. Está enlazada con tierra firme por un largo y angosto istmo de inglés. Está enlazada con tierra firme por un largo y angosto istmo de guijarros «arrojados por la furia del mar» y sin igual en su clase en Europa. El caminante era lo que su aspecto indicaba: un joven de Londres, de cualquier ciudad del continente europeo. Nadie podía pensar al verle que su urbanidad consistiera solamente en el vestir. Iba recordando con algo de execración que tres años enteros y ocho meses habían transcurrido desde la última vez que visitó a su padre en aquella solitaria transcurrido desde la última vez que visitó a su padre en aquella solitaria roca donde nació, y todo aquel tiempo lo había invertido en diversas y opuestas camaraderías entre gentes y costumbres mundanas. Lo que le parecía usual y corriente en la isla cuando en ella vivía, le resultaba extraño e insólito después de sus últimas impresiones. Más que nunca semejaba el paraje lo que, según se decía, fue en otro tiempo la antigua isla de Vindilia y la Morada de los Honderos. Ya no eran para él familiares y habituales ideas la altísima roca, las casas sobre casas, los familiares y habituales ideas la altísima roca, las casas sobre casas, los umbrales de la que en cada una se alzaban al nivel de la chimenea antevecina, los jardines que por una de sus tapias colgaban mirando al cielo, las hortalizas que crecían en parcelas al parecer casi verticales, y lacompacticidad de toda la isla como un recio y único bloque calizo de cuatro millas de longitud. Todo ahora deslumbraba con sin igual blancura, en contraste del coloreado mar, y el sol relumbraba sobre las infinitas estratificaciones de las paredes de oolita, infinitas estratificaciones de las paredes de oolita,

Una presentación imaginaria de la Bien Amada

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... Y adelantándose hacia el joven, le dio un beso. La demostración era bastante grata viniendo de la dueña de tan cariñoso ybrillante par de ojos castaños y de unas trenzas tan negras; pero tan repentina e inesperada para un hombre recién llegado de la ciudad, que retrocedió casi involuntariamente por un instante, devolviendo después el beso con algún reparo y diciendo: -¡Avicia, mi linda chiquilla! ¿Cómo estás, al cabo de tanto tiempo? -¡Avicia, mi linda chiquilla! ¿Cómo estás, al cabo de tanto tiempo? Durante unos cuantos segundos la impulsiva inocencia de la muchacha apenas se dio cuenta del movimiento de sorpresa del joven; pero la señora Caro, la madre de ella, lo había advertido instantáneamente, y volviéndose hacia su hija con visible rubor, le dijo: -¡Avicia! ¡Mi querida Avicia! Pero ¿qué haces? ¿No sabes que ya te has hecho una mujer desde que Jocelyn, el señor Pierston, estuvo aquí la última vez? Por supuesto, que no debes hacer ahora lo que acostumbrabas última vez? Por supuesto, que no debes hacer ahora lo que acostumbrabas tres o cuatro años atrás. A duras penas logró Pierston disipar la molestia suscitada por el incidente,diciendo que con seguridad esperaba que la muchacha continuaría tratándole como en su niñez, a lo que siguieron varios minutos de conversación sobre generalidades. Lamentaba Jocelyn con todo el alma que su involuntario movimiento le hubiese traicionado así. Al despedirse repitió que si Avicia le miraba de distinto modo del acostumbrado, nunca repitió que si Avicia le miraba de distinto modo del acostumbrado, nunca se lo perdonaría; pero aunque se separaron cordialmente, el rostro de la muchacha delataba el pesar que le había causado el incidente. Jocelyn volvió al camino, dirigiéndose hacia la cercana casa de su padre. La madre y la hija quedaron solas. -¡Me he quedado atónita al verte, hija mía! -exclamó la madre-. ¡Un joven que viene de Londres y de ciudades extranjeras, acostumbrado a los rigurosos modales de sociedad y al trato de señoras que casi tienen por rigurosos modales de sociedad y al trato de señoras que casi tienen por vulgar el sonreír abiertamente! ¿Cómo pudiste hacerlo, Avicia?

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... Melancólicas ruinas de cancelados ciclos... con una claridad que atraía tan poderosamente la atención del caminante, como ningún otro espectáculo que de lejos hubiese contemplado.

Tras laboriosa ascensión llegó a la cima, y atravesando la meseta se dirigió a la aldea, hacia el oriente. Como promediaba el verano, y eran las dos de la tarde, el camino estaba polvoriento y deslumbrador. Al las dos de la tarde, el camino estaba polvoriento y deslumbrador. Al llegar cerca de la casa de su padre, se sentó al sol. Extendió la mano sobre la peña contigua, y vio que abrasaba. Aquélla era la temperatura peculiar de la isla, a la hora de la siesta, cuando dormía como entonces. Escuchó y oyó lejanos chirridos. Eran los ronquidos de la isla: los ruidos de los canteros y aserradores de piedra. Frente por frente al sitio en donde estaba sentado había una espaciosa alquería o vivienda de familia, toda de piedra, como la isla; no sólo las alquería o vivienda de familia, toda de piedra, como la isla; no sólo las paredes, sino los marcos de las ventanas, el techo, la chimenea, la cerca, el portillo, la pocilga, el establo y casi también la puerta. Recordaba que allí había vivido, y probablemente seguía viviendo la familia Caro; los Caros de «yegua baya», como les llamaban para distinguirlos de otras ramas del mismo árbol genealógico, pues sólo se contaban en toda la isla media docena de nombres de pila con sus otros tantos apellidos. Cruzó el camino y sus ojos se internaron por el sendero tantos apellidos. Cruzó el camino y sus ojos se internaron por el sendero que conducía a la puerta. En efecto, todavía estaban allí. La señora Caro, que le había visto desde la ventana, salió a suencuentro en la entrada de la casa, y ambos se saludaron a la antigua usanza. Un momento después se abrió una puerta que daba a los aposentos interiores, y una muchacha de diecisiete o dieciocho años se acercó brincando. -¡Cómo! ¿Eres tú, querido Joce? -prorrumpió alborozada. -¡Cómo! ¿Eres tú, querido Joce? -prorrumpió alborozada.

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