ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

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ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA VARIOS

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ARGENTINA,

LEYENDA E

HISTORIA

VARIOS

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HIMNO NACIONAL ARGENTINO

Vicente López y Planes

Coro

Sean eternos los laureles

que supimos conseguir:

coronados de gloria vivamos

o juremos con gloria morir.

I. Oíd mortales el grito sagrado:

¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

¡Oíd el ruido de rotas cadenas!...

Ved en trono a la noble Igualdad.

Se levanta a la faz de la tierra

una nueva y gloriosa Nación,

coronada su sien de laureles

y a sus plantas rendido un León.

2. De los nuevos campeones los rostros

Marte mismo parece animar:

la grandeza se anida en sus pechos;

a su marcha todo hace temblar.

Se conmueven del Inca las tumbas

y en sus huesos revive el ardor,

lo que ve renovando a sus hijos

de la Patria el antiguo esplendor.

3. Pero sierras y muros se sienten

retumbar con horrible fragor:

todo el país se conturba por gritos

de venganza de guerra y furor.

En los fieros tiranos la envidia

escupió su pestífera hiel;

su estandarte sangriento levantan

provocando a la lid más cruel.

4. ¿No los veis sobre Méjico y Quito

arrojarse con saña tenaz,

y cuál lloran bañados en sangre

Potosí, Cochabamba y la Paz?

¿No los veis sobre el triste Caracas

luto, llantos y muerte esparcir?

¿No los veis devorando cual fieras

todo pueblo que logran rendir?

5. A vosotros se atreve, argentinos,

el orgullo del vil invasor:

vuestro campos ya pisa contando

tantas glorias hollar vencedor.

Mas los bravos que unidos juraron

su feliz libertad sostener,

a esos tigres sedientos de sangre

fuertes pechos sabrán oponer.

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6. ¡El valiente argentino a las armas

corre ardiendo con brío y valor!

El clarín de la guerra cual trueno,

en los campos del Sud resonó.

Buenos Aires se pone a la frente

de los pueblos de la inclita unión,

y con brazos robustos desgarran

al íberico altivo león.

7. San José, San Lorenzo, Suipacha,

ambas Piedras, Salta y Tucumán,

La Colonia y las mismas murallas

del tirano en la Banda Oriental,

son letreros eternos que dicen:

“Aquí, el brazo argentino triunfó:

aquí, el fiero opresor de la Patria

su cerviz orgullosa dobló.”

8. La Victoria al guerrero argentino

con sus alas brillantes cubrió,

y azorado a su vista el tirano

con infamia a la fuga se dió.

Sus banderas, sus armas, se rinden

por trofeos a la libertad,

y sobre alas de gloria alza el pueblo

trono digno a su gran majestad.

9. Desde un polo hasta el otro resuena

de la fama el sonoro clarín,

y de América el nombre enseñando

les repite: “¡Mortales, oíd!

Ya su trono dignísimo alzaron

las Provincias Unidas del Sud.”

Y los libres del mundo responden:

“¡Al gran pueblo argentino, salud!”

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EL GAUCHO ARGENTINO

Vicente Fidel López

A uno y otro lado del Uruguay, desde el delta del Paraná a las fronteras del Brasil, y

desde el Paraguay a las riberas del Atlántico, se extendían campañas de una belleza

incomparable, de una fertilidad exuberante, y de un clima que, aunque templado, no

relaja el vigor de los temperamentos. Esas campañas estaban incultas en manos de la

España. Arroyos innumerables y muchos ríos caudalosos, acompañados en una y otra

ribera de selvas tupidísimas, distribuían por todas partes una masa enorme de aguas

puras y saludables, que alimentaban pastizales inmensos, donde los ganados y el

hombre crecían y se multiplicaban libres y salvajes. El hombre tenía allí la carne, el

fuego y el agua, sin ningún trabajo, con un cielo espléndido de luz y de transparencia. El

atraso moral de la metrópoli, la incuria de su gobierno, su absoluta falta de industria, su

impotencia caduca para educar y para llevar la vida civil al seno de los desiertos

americanos, habían extenuado todas las facultades de la España, rindiéndola en una

indolente holgazanería a mediados del Siglo XVII. Era imposible, pues, que el aliento

creador de los intereses económicos, que sólo se levantan en la vida urbana, hubiese

podido penetrar en nuestros campos. Así es que la población errante que se había

apoderado de ellos, había crecido desparramada, inculta y vagabunda. La extensión

indefinida que ocupaba, hacía que el derecho de la propiedad raíz fuese inútil para sus

habitantes, y hasta se puede decir que era desconocido. Donde cada hombre podía

obtener el derecho nominal de llamarse dueño de cincuenta o más leguas de terreno, sin

otro trabajo que denunciarlo, abonando veinte o cincuenta pesos a la tesorería del Rey,

era imposible que la posesión fuese verdadera delante de la ley, para responder al título

de la propiedad. De modo que el gaucho argentino no necesitaba de semejante título

para tener tierras y para satisfacer sus necesidades; y en un estado semejante, era natural

que no le fuese fácil concebir que los demás hombres tuviesen razón y justicia para

privarle de la facultad de ocupar el desierto, como cosa suya, y de poner su rancho

donde mejor le conviniera. Sin peligro del hombre, sin miedo del aislamiento, porque la

rápida carrera de su caballo lo trasportaba en un momento a las aldeas de la costa, y

dueño de los ganados que pacían por los campos, era claro que no tenía necesidad

ninguna de pedir a la tierra ese fruto sabroso de la agricultura, que civiliza por el trabajo

y por la influencia de las leyes que rigen las producciones del suelo. El hombre

civilizado de nuestros campos había retrogradado verdaderamente, a un estado

semibárbaro, por causa de su aislamiento relativo. Pero estaba muy lejos de haber

perdido las tradiciones de la civilización de que había tomado origen, como algunos

observadores poco discretos lo han dicho; y sus condiciones no eran las de un estado

pastoril, análogo al de los patriarcas del Asia. Éstos necesitaban, por lo menos, de la

propiedad de los rebaños, gobernaban como patricios la tribu numerosa de sus parientes,

y vagaban por las áridas sequedades del África, buscando un pozo de agua y un poco de

hierba para ellos y para sus bestias.

El gaucho argentino vivía absoluto e independiente con un individualismo propio y

libre. Se empancipaba de sus padres apenas empezaba a sentir las primeras fuerzas de la

juventud; y vivía abundantemente de las volteadas de los animales que Dios creaba en

el desierto. Armado del lazo, podía echar mano del primer potro que le ofrecía mejores

condiciones para su servicio; escogía, por su propio derecho, la vaca más gorda para

mantenerse; y si necesitaba algún dinero, para procurarse alguno de los objetos

commerciales que apetecía, derribaba cuantos toros quería, les sacaba los cueros, e iba a

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venderlos en las aldeas de las costas, a los mercaderes que traficaban con ellos, para

surtir el escasísimo comercio que teníamos con la Europa. La ley civil o política no

pesaba sobre él; y aunque no había dejado de ser miembro de una sociedad civilizada,

vivía sin sujeción a las leyes positivas del conjunto. Tomaba a una mujer de su clase,

libre como él, sumisa y buena, sin cuidarse mucho de las formas con que se unía a ella.

Plantaba una choza en la rinconada de un arroyo, bien cerca del agua para evitarse el

trabajo de acarrearla; y como los prebostes de la hermandad solían tener la ocurrencia

de atravesar los campos, con cincuenta o sesenta blandengues, ahorcando

expeditivamente bandoleros, el gaucho tenía buen cuidado de levantar esa choza

cubierta por el bosque, y con sendas o vados que le eran conocidos, para evitar que le

encontrasen desprevenido; porque la justicia del Rey no era muy solícita en distinguir a

los inocentes de los vagos; ni él mismo sabía bien entre cuáles se había de clasificar

A todos estos rasgos, propios del género de vida que hacían, los guachos agregaban las

dotes de un temperamento fuerte, nervioso e inquieto. El clima en que vivían les

permitía viajar a la intemperie, bajo las influencias, templadas algunas veces, rígidas

otras veces, de la naturaleza y del espacio. Acostumbrados al peligro, y ariscos, por

decirlo de una vez, estaban siempre prontos a pelear a la justicia del Rey, cuando los

sorprendía; y como ella no usaba de procedimientos muy cuidadosos para determinar

sus fallos y sus castigos, los gauchos la evitaban, siempre que podían, como se evita un

peligro grave, o como se huye de un yugo incómodo.

Su cuerpo era por consiguiente muy ágil. Sus miembros mostraban, por su esbeltez y

delicadeza, que, de una generación en otra, se habían críado sueltos de las tareas

abrumadoras y serviles de la agricultura o de la industria. Esa constante gimnasia del

caballo les daba una destreza admirable para sorprender con la velocidad de un gato las

furias del potro salvaje, y sentarse gallardamente en sus lomos, con un equilibrio que la

fiera nunca descomponía, aunque brincase y se revolviese con demencia para

deshacerse del jinete que la domaba. Su porte era elegante y cauto; sus maneras serias; y

aunque parecían mansas, lo hacían impenetrable y digno al mismo tiempo. Algunas

veces, fiero e impetuoso, daba rienda suelta a sus pasiones; otras, era hidalgo y

generoso. Pero siempre era difícil y desigual, como los seres bravíos que se crían en las

soledades de la tierra. Era bello como ellos, por el temple y por los rasgos pronunciados

de su tipo.

En general, el guacho tenía a pecho ser amigable y hospitalario en su cabaña. Recto en

el cumplimiento de su palabra, no se excusaba jamás de proteger con nobleza a los que

reclamaban su amparo, aunque hubiesen sido sus enemigos. Hablaba tranquilo, y con

una voz cubierta que podría parecer dulce, si no fuese que sus palabras eran siempre

escasas, ambiguas o taimadas. Cuando encontraba algo de que burlarse, su ironía era

profunda, pero siempre disimulada con la doblez del sentido, con el monosílabo o con

un acento particular que daba a sus expresiones. El enojo no le arrancaba gritos ni

gestos; y ya en las dificultades del peligro, o dominado por la ira, era siempre

concentrado, guardando las apariencias de una moderación que era amenazante por su

propio laconismo.

Destituído de toda creencia en la fatalidad de los sucesos, ponía su personalismo sobre

todos los intereses de la vida y sobre todas las influencias religiosas; así es que siempre

estaba pronto para reaccionar en defensa de su persona o de su libertad, y aun reducido

al último trance, marchando, por ejemplo, al suplicio entre filas de enemigos, ocultaba

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bajo un aire resignado la atención más vigilante al menor azar, al menor descuido de sus

verdugos, para tirarse al fondo de un río, salvar un precipicio, o saltar sobre un caballo y

desaparecer como una sombra entre los arcabuces y sablazos de sus perseguidores.

Verdad es, que nunca le faltaba entre estos mismos un cómplice, o un aparcero que se

interesase por su suerte, y que prepararse el lance dejándole los riesgos de la ejecución.

Todos estos contrastes hacían del gaucho argentino un hombre libre y civilizado en

medio de la semibarbarie en que vivía, o más bien, en que vagaba. Porque aunque

distante de la vida urbana de los europeos, no era ajeno, sin embargo, a la vida política;

y ya sea por la raza, ya por las ideas, o por los móviles morales, estaba unido al orden

fundamental de la asociación colonial; puede decirse que era un europeo que había

caído en la vida errante de los desiertos americanos; y que habiendo conservado su

personalismo absoluto e independiente, había venido a constituir un tipo especial, que

reunía todos estos contrastes, con un sello indefinido de identidad y de originalidad a la

vez; y si fuese posible dar claridad a cosas que parecerán tan contradictorias, yo diría

que los gauchos de las campañas argentinas, tomados en masa, fueron el germen

preparado para producir las evoluciones constitucionales de nuestro organismo, y que a

pesar de que, cuando arrojaron su influencia decisiva en las vicisitudes de nuestra

historia, se hallaban hundidos en un estado cercano al de la barbarie, eran, con todo, un

pueblo libre, que lleno de la conciencia de sus intereses y de sus derechos políticos,

introdujo una revolución social en el seno de la revolución política de mayo,

moviéndola en un sentido verdaderamente democrático y en busca de una civilización

liberal sin las trabas del pasado.

La vida de los gauchos no tuvo jamás ninguno de los accidentes de la vida de las tribus.

Ellos constituían una población homogénea, señalada con un mismo tipo, con unos

mismos hábitos, con unas mismas pasiones; y que poseía todas las aptitudes y las

formas de una nacionalidad política, distinta y peculiar. Aunque los gauchos nunca

vivían aglomerados, estaban sin embargo espontáneamente distribuidos en pagos, de

acuerdo con la configuración que el curso de los ríos, los montes y los accidentes

limítrofes, le daban a cada porción de la campaña. Reconocían entre sí, por esto, una

cierta cohesión geográfica análoga a la que tienen los diversos vecindarios, si es que la

idea de vecindad puede aplicarse a las partes incultas de un vasto territorio. Tenían por

lo mismo una especie de patriotismo local sumamente apasionado, con entidades

dominantes o caudillejos que surgían por el coraje, por el acierto, por la audacia de sus

empresas y por los crímenes que cometían o por otros mil de esos accidentes, que en

todas partes concurren para formar personajes populares a la altura del medio social en

que nacen y en que se nutren.

El gaucho argentino no reconocía por jefe, ni prestaba servicio militar, sino al caudillo

que él mismo elegía por su propia inclinación; porque ante todo se tenía por hombre

libre, y como tal usaba de su criterio y de su gusto individual con absoluta

independencia de todo otro influjo. Eso sí, cuando se había decidido por una bandera, su

adhesión no tenía límites y podía contarse con ella para toda la vida; no economizaba

sacrificio alguno, y su constancia, sobre todo en las luchas políticas, llegaba hasta el

heroísmo. Tomaba partido por sentimiento propio y por pasión, jamás por interés, ni

con la mira de obtener el menor provecho directo como premio de sus esfuerzos. Lo

único que le movía eran las afinidades de los hábitos y de las tendencias entre su

persona y la de los jefes a quienes servía; es decir, un patriotismo a su modo, pero que

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en resumidas cuentas era un sentimiento político y moral que tenía causas puras y libres

en su misma voluntad.

Cuando el acaso terrible de la leva lo había apresado para el servicio de los ejércitos

veteranos de la patria, se debatía, como un animal bravío por escapar a la presión y a la

esclavitud de la disciplina rigurosísima de San Martín o de Belgrano. Desertaba apenas

podía, y se escondía en las entrañas de la tierra. Pero si le volvían a cazar, se daba más o

menos pronto según su carácter más o menos indómito; y cuando una campaña feliz,

una batalla ganada o perdida, venían a darle la pasión del cuerpo en que servía, se

convertía en un soldado ejemplar, como no creo que tuviese mejor ninguna otra nación

civilizada. Era sobrio, sufrido, bravo y experto: ni el hambre, ni la desnudez lo

indignaban o lo abatían.

Entregado siempre a la voluntad de sus jefes, con una alegría templada que jamás

desmentía, servía animado del amor de la patria y con el orgullo militar del ciudadano

libre que tiene fe en su causa, y que se considera con la obligación personal de vencer.

Toda su filosofía se reducía a saber que servía a la patria, y que la patria esperaba ser

salvada por sus soldados: la doctrina era lacónica, pero tan cierta, que apelo al

testimonio de cuantos hayan conocido al gaucho argentino, convertido en granadero de

a caballo, o en voltigero del ejército de los Andes, para que digan si esto era verdad.

En cuanto al sentimiento religioso, el gaucho estaba tan lejos del árabe, que es

imposible hallar entre ellos punto alguno de contacto. En las cosas de su persona, de su

casa, de sus relaciones, o de sus negocios, la religión y sus ministros no valían ni

pesaban un ápice para él. El árabe es ante todo tétrico, fatalista y creyente. Vive

dominado por un panteísmo religioso que dirige todas sus ideas: habla directamente con

Dios, en la nube que pasa, en las estrellas que brillan en los cielos, en todos los

fenómenos del desierto y en cada uno de los acontecimientos que tejen el hilo fatídico

de su vida. Su ferocidad, sus crímenes y hasta sus virtudes, son hijos de su fanatismo.

Al gaucho argentino no se le ocurrió jamás nada de esto. Su alma había florecido libre

de todo cuerpo de doctrina y batida sólo por los intereses de la vida material: era alegre

de espíritu y vivía independiente en un país bellísimo, lleno de recursos, bien regado,

fértil, abundante, y que no tenía ningún punto de contacto con la adusta e imponente

severidad del clima abrasador del África, en donde sólo la noche y las sombras dan

expansión al alma de los mortales y de las fieras. El gaucho era en el fondo un ser

completamente descreído: su religión era un deísmo sui generis que se reducía a figurar

una cruz con los dedos, o a besar el escapulario que llevaba al pecho, en los momentos

difíciles de la vida. Una vez que lo hacía, se tenía por salvado en el cielo, si moría; o por

amparado del poder y del favor de Dios, si se salvaba. Después, ya no volvía a

acordarse de sus deberes religiosos, sino para saludar los símbolos del catolicismo, si

los encontraba a su paso: una cruz de un sepulcro, un fraile, o la puerta de una iglesia.

Con esto, se tenía por católico romano y papal, sin entender palabra de la cosa, y sin

procurar entenderla tampoco; porque todo lo demás era para él asunto puro de tradición,

de que no se daba otra cuenta sino como de un hecho superior, que le venía impuesto

por el asentimiento vago del pueblo, por una tradición que, aunque desprovista de

doctrina, dominaba en las campañas y en las chozas donde criaba a su familia.

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ORIGINALIDAD Y CARACTERES ARGENTINOS

El Rastreador—El Baquiano—El Gaucho Malo—El Cantor

Domingo F. Sarmiento

Ainsi que l’océan les steppes remplissent l’esprit du sentiment de

l’infini

Si de las condiciones de la vida pastoril, tal como la han constituído la colonización y la

incuria, nacen graves dificultades para una organización política cualquiera, y muchas

más para el triunfo de la civilización europea, de sus instituciones, y de la riqueza y de

la libertad, que son sus consecuencias, no puede, por otra parte, negarse que esta

situación tiene su costado poético, fases dignas de la pluma del romancista. Si un

destello de la literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas

sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas

naturales, y sobre todo de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena,

entre la inteligencia y la materia; lucha imponente en América, y que dalugar a escenas

tan peculiares, tan características y tan fuera del círculo de ideas en que se ha educado el

espíritu europeo....

El único romancista norteamericano que haya logrado hacerse un nombre europeo, es

Fenimore Cooper, y eso, porque transportó la escena de sus descripciones fuera del

círculo ocupado por los plantadores, al limite entre la vida bárbara y la civilizada, al

teatro de la guerra que las razas indígenas y la raza sajona están combatiendo por la

posesión del terreno.

No de otro modo nuestro joven poeta Echeverría ha logrado llamar la atención del

mundo literario español con su poema titulado La Cautiva. Este bardo argentino dejó a

un lado a Dido y Argía que sus predecesores los Varelas trataron con maestría clásica y

estro poético, pero sin suceso y sin consecuencia, porque nada agregaban al caudal de

nociones europeas, y volvió sus miradas al desierto, y allá en la inmensidad sin límites,

en las soledades en que vaga el salvaje, en la lejana zona de fuego que el viajero ve

acercarse cuando los, campos se incendian, halló las inspiraciones que proporciona a la

imaginación el espectáculo de unanaturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable,

callada; y entonces el eco de sus versos pudo hacerse oír con aprobación aun por la

península, española.

Hay que notar de paso un hecho que es muy explicativo de los fenómenos sociales de

los pueblos. Los accidentes de la naturaleza producen costumbres y usos peculiares a

estos accidentes, haciendo que donde estos accidentes se repiten, vuelvan a encontrarse

los mismos medios de parar a ellos, inventados por pueblos distintos. Esto me explica

por qué la flecha y el arco se encuentran en todos los pueblos salvajes, cualesquiera que

sean su raza, su origen y su colocación geográfica. Cuando leía en El Último de los

Mohicanos de Cooper, que Ojo de Halcón y Uncas habían perdido el rastro de los

Mingos en un arroyo, dije para mí: “van a tapar el arroyo.” Cuando en La Pradera el

Trampero mantiene la incertidumbre y la agonía mientras el fuego los amenaza, un

argentino habría aconsejado lo mismo que el Trampero sugiere al fin, que es, limpiar un

lugar para guarecerse, e incendiar a su vez, para poderse retirar del fuego que invade

sobre las cenizas del que se ha encendido. Tal es la práctica de los que atraviesan la

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pampa para salvarse de los incendios del pasto. Cuando los fugitivos de La Pradera

encuentran un río, y Cooper describe la misteriosa operación del Pawnie con el cuero de

búfalo que recoge,—va a hacer la pelota, me dije a mí mismo: lástima es que no haya

una mujer que la conduzca, que entre nosotros son las mujeres las que cruzan los ríos

con la pelota tomada con los dientes por un lazo. El procedimiento para asar una cabeza

de búfalo en el desierto, es el mismo que nosotros usamos para batear una cabeza de

vaca o un lomo de ternera. En fin, mil otros accidentes que omito, prueban la verdad de

que modificaciones análogas del suelo traen análogas costumbres, recursos y

expedientes. No es otra la razón de hallar en Fenimore Cooper descripciones de usos y

costumbres que parecen plagiadas de la pampa; así, hallamos en los hábitos pastoriles

de la América, reproducidos hasta los trajes, el semblante grave y hospitalidad árabes.

Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las

costumbres excepcionales que engendra. La poesía, para despertarse, porque la poesía

es, como el sentimiento religioso, una facultad del espíritu humano, necesita el

espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad de la extensión, de lo vago,

de lo incomprensible; porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar, empiezan las

mentiras de la imaginación, del mundo ideal. Ahora, yo pregunto: ¿qué impresiones ha

de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el

horizonte, y ver... no ver nada? Porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte

incierto, vaporoso, indefinido, más se aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la

contemplación y la duda. ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar?

¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? La soledad, el peligro, el salvaje, la

muerte. He aquí ya la poesía. El hombre que se mueve en estas escenas, se siente

asaltado de temores e incertidumbres fantásticas, de sueños que lo preocupan despierto.

De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza. ¿Y cómo

ha de dejar de serlo, cuando en medio de una tarde serena y apacible, una nube torva y

negra se levanta sin saber de dónde, se extiende sobre el cielo mientras se cruzan dos

palabras, y de repente el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja frío al

viajero, y reteniendo el aliento por temor de atraerse un rayo de los mil que caen en

torno suyo? La obscuridad sucede después a la luz; la muerte está por todas partes; un

poder terrible, incontrastable, le ha hecho en un momento reconcentrarse en sí mismo, y

sentir su nada en medio de aquella naturaleza irritada: sentir a Dios, por decirlo de una

vez, en la aterrante magnificencia de sus obras. ¿Qué más colores para la paleta de la

fantasía?—Masas de tinieblas que anublan el día, masas de luz lívida, temblorosa, que

ilumina un instante las tinieblas y muestra la pampa a distancias infinitas, cruzándolas

vivamente el rayo, en fin, símbolo del poder.—Estas imágenes han sido hechas para

quedarse hondamente grabadas. Así cuando la tormenta pasa, el gaucho se queda triste,

pensativo, serio, y la sucesión de luz y tinieblas se continúa en su imaginación, del

mismo modo que, cuando miramos fijamente el sol, nos queda por largo tiempo su

disco en la retina.

Preguntadle al gaucho a quién matan con preferencia los rayos, y os introducirá en un

mundo de idealizaciones morales y religiosas, mezcladas de hechos naturales, pero mal

comprendidos, de tradiciones supersticiosas y groseras. Añádase que si es cierto que el

flúido eléctrico entra en la economía de la vida humana, y es el mismo que llaman

flúido nervioso, el cual excitado subleva las pasiones y enciende el entusiasmo, muchas

disposiciones debe tener para los trabajos de la imaginación el pueblo que habita bajo

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una atmósfera cargada de electricidad hasta el punto que la ropa frotada chisporrotea

come el pelo contrariad del gato.

¿Cómo no ha de ser poeta el que presencia esas escenas imponentes?

—“Gira en vano, reconcentra

Su inmensidad y no encuentra

La vista en su vivo anhelo

Do fijar su fugaz vuelo,

Como el pájaro en el mar.

Doquier campo y heredades

Del ave y bruto guaridas;

Doquier cielo y soledades

De Dios sólo conocidas,

Que Él sólo puede sondar.”

¿O el que tiene a la vista esta naturaleza engalanada?

—“De las entrañas de América

Dos raudales se desatan:

El Paraná, faz de perlas,

Y el Uruguay, faz de nácar.

Los dos entre bosques corren

O entre floridas barrancas,

Como dos grandes espejos

Entre marcos de esmeraldas.

Salúdanlos en su paso

La melancólica pava,

El picaflor y el jilguero,

El zorzal y la torcaza.

Como ante reyes se inclinan

Ante ellos ceibos y palmas,

Y les arrojanflor del aire,

Aroma y flor de naranja;

Luego en el Guazú se encuentran.

Y reuniendo sus aguas,

Mezclando nácar y perlas

Se derraman en el Plata.”

Pero ésta es la poesía culta, la poesía de la ciudad; hay otra que hace oír sus ecos por los

campos solitarios: la poesía popular, candorosa y desaliñada del gaucho.

También nuestro pueblo es músico. Ésta es una predisposición nacional que todos los

vecinos le reconocen. Cuando en Chile se anuncia por la primera vez un argentino en

una casa, lo invitan al piano en el acto, o le pasan una vihuela, y si se excusa diciendo

que no sabe pulsarla, lo extrañan, y no le creen, “porque siendo argentino”, dicen, “debe

ser músico”. Esta es una preocupación popular que acusa nuestros hábitos nacionales.

En efecto, el joven culto de las ciudades toca el piano o la flauta, el violín o la guitarra;

los mestizos se dedican casi exclusivamente a la música, y son muchos los hábiles

compositores e instrumentistas que salen de entre ellos. En las noches de verano se oye

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sin cesar la guitarra en la puerta de las tiendas, y tarde de la noche, el sueño es

dulcemente interrumpido por las serenatas y los conciertos ambulantes.

El pueblo campesino tiene sus cantares propios: el triste, que predomina en los pueblos

del Norte, es un canto frigio, plañidero, natural al hombre en el estado primitivo de

barbarie, según Rousseau; la vidalita, canto popular con coros, acompañado de la

guitarra y un tamboril, a cuyos redobles se reune la muchedumbre y va engrosando el

cortejo y el estrépito de las voces. Este canto me parece heredado de los indígenas,

porque lo he oído en una fiesta de indios en Copiapó en celebración de la Candelaria, y

como canto religioso debe ser antiguo, y los indios chilenos no lo han de haber

adoptado de los españoles argentinos. La vidalita es el metro popular en que se cantan

los asuntos del día, las canciones guerreras; el gaucho compone el verso que canta, y lo

populariza por las asociaciones que su canto exige.

Así, pues, en medio de la rudeza de las costumbres nacionales, estas dos artes que

embellecen la vida civilizada y dan desahogo a tantas pasiones generosas, están

honradas y favorecidas por las masas mismas que ensayan su áspera musa en

composiciones líricas y poéticas. El joven Echeverría residió algunos meses en la

campaña en 1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya; los

gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales

de desdén hacia el cajetilla, alguno le insinuaba al oído: “es poeta,” y toda prevención

hostil cesaba al oír este título privilegiado.

Sabido es, por otra parte, que la guitarra es el instrumento popular de los españoles, y

que es común en América. En Buenos Aires, sobre todo, está todavía muy vivo el tipo

popular español, el majo. Descúbresele en el compadrito de la ciudad y en el gaucho de

la campaña. El jaleo español vive en el cielito; los dedos sirven de castañuelas. Todos

los movimientos de los hombros, los ademanes, la colocación del sombrero, hasta la

manera de escupir por entre los colmillos, todo es un andaluz genuino.

Del centro de estas costumbres y gustos generales se levantan especialidades notables,

que un día embellecerán y darán un tinte original al drama y al romance nacional. Yo

quiero sólo notar aquí algunos que servirán para completar la idea de las costumbres,

para trazar en seguida el carácter, causas y efectos de la guerra civil.

El Rastreador

El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos

del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas en donde las sendas y caminos se

cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son

abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil;

conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o vacío. Ésta es una ciencia

casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el

peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo. “Aquí va, dijo luego,

una mulita mora, muy buena... ésta es la tropa de don Zapata... es de muy buena silla...

va ensillada... ha pasado ayer...” Este hombre venía de la sierra de San Luis, la tropa

volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora

cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de

ancho. Pues esto que parece increíble, es con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de

arria, y no un rastreador de profesión.

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El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los

tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee, le da cierta dignidad reservada

y misteriosa. Todos lo tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal,

calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un

robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del

ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en

seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo,

como si sus ojos vieran de relieve esa pisada que para otro es imperceptible. Sigue el

curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa, y señalando un hombre que

encuentra, dice fríamente: “¡Éste es!” El delito está probado, y raro es el delincuente

que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador

es la evidencia misma; negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo

que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar,

que ha ejercido en una provincia su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene

ahora cerca de ochenta años; encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto

venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta:

“ya no valgo nada; ahí están los niños;” los niños son sus hijos, que han aprendido en la

escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le

robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses

después Calíbar regresó, vió el rastro ya borrado e imperceptible para otros ojos, y no se

habló más del caso. Año y medio después Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de

los suburbios, entra en una casa, y encuentra su montura ennegrecida ya, y casi

inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor después de casi dos años!

El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue

encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las

precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo

sirvieron para perderle; porque, comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio

ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que

probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todas las desigualdades del suelo

para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie;

trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio, y volvía para atrás. Calíbar

lo seguía sin perder la pista; si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de

nuevo exclamaba: “¡Dónde te mi-as-dir!” Al fin llegó a una acequia de agua en los

suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador.... ¡Inútil! Calíbar

iba por las orillas, sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas hierbas, y

dice: “Por aquí ha salido; no hay rastros, pero estas gotas de agua en los pastos lo

indican.” Entra en una viña; Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo:

“Adentro está.” La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la

inutilidad de las pesquisas. “No ha salido”, fué la breve respuesta que sin moverse, sin

proceder a nuevo examen, dió el rastreador. No había salido en efecto, y al día siguiente

fué ejecutado. En 1830 algunos reos políticos intentaban una evasión: todo estaba

preparado, los auxiliares de afuera prevenidos; en el momento de efectuarla, uno dijo:

“¿Y Calíbar?—¡Cierto!—contestaron los otros anonadados, aterrados,—¡Calíbar!”

Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días contados

desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.

¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el

órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su

imagen y semejanza!

Page 13: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

El Baquiano

Después del rastreador, viene el baquiano, personaje eminente y que tiene en sus manos

la suerte de los particulares y la de las provincias. El baquiano es un gaucho grave y

reservado, que conoce a palmo veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y

montañas. Es el topógrafo más completo; es el único mapa que lleva un general para

dirigir los movimientos de su campaña. El baquiano va siempre a su lado. Modesto y

reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del

ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.

El baquiano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena

confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado, y a

pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baquiano encuentra una

sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si

encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce todas, sabe de

donde vienen y adonde van. Él sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más

abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos

extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto en cien

ciénagos distintos.

En lo más obscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites,

perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los

árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se

orienta de la altura en que se halla; monta en seguida, y les dice para asegurarlos:

“Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de

ir al Sur”—y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo, y

sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.

Si aun esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la obscuridad es impenetrable,

entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, los masca, y después

de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o

arroyo de agua salada, o dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general

Rosas, dicen, conoce por el gusto el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.

Si el baquiano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero

le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baquiano se

para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y

se echa a galopar con la rectitude de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos

que sólo él sabe, y galopando día y noche, llega al lugar designado.

El baquiano anuncia también la proximidad del enemigo; esto es, diez leguas, y el

rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y

guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxim observa los polvos, y por

su espesor cuenta la fuerza: “son dos mil hombres”, dice—“quinientos”, “doscientos”, y

el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos

revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un

campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baquiano conoce la

distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y

además una senda extraviada e ignorada por donde se puede llegar de sorpresa en la

mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre

Page 14: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, y que casi siempre las aciertan.

¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple

baquiano que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del

Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileños sin su auxilio, y no la hubieran

libertado sin él los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres

años de lucha con el general baquiano, y todo el poder de Buenos Aires, hoy con sus

numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer

destruído a pedazos, por una sorpresa, por una fuerza cortada mañana, por una victoria

que él sabrá convertir en su provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a

retaguardia del enemigo, o por otro accidente inadvertido o insignificante.

El general Rivera principió sus estudios del terreno el año 1804, y haciendo la guerra a

las autoridades, entonces como contrabandista, a los contrabandistas después como

empleado, al rey en seguida como patriota, a los patriotas más tarde como montonero, a

los argentinos como jefe brasileño, a éstos como general argentino, a Lavalleja como

presidente, al presidente Oribe como jefe proscrito, a Rosas, en fin, aliado de Oribe,

como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del

baquiano.

El Gaucho Malo

Éste es un tipo de ciertas localidades, un outlaw, un squatter, un misántropo particular.

Es el Ojo del Halcón, el Trampero de Cooper, con toda su ciencia del desierto, con toda

su aversión a las poblaciones de los blancos; pero sin su moral natural y sin sus

conexiones con los salvajes. Llámanle el Gaucho Malo, sin que este epíteto le

desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde muchos años; su nombre es temido,

pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto. Es un personaje misterioso;

mora en la pampa, son su albergue los cardales; vive de perdices y de mulitas; si alguna

vez quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la voltea solo, la mata, saca su

bocado predilecto, y abandona lo demás a las aves montesinas. De repente se presenta el

Gaucho Malo en un pago de donde la partida acaba de salir; conversa pacíficamente con

los buenos gauchos, que lo rodean y lo admiran; se provee de los vicios, y si divisa la

partida, monta tranquilamente en su caballo, y lo apunta hacia el desierto, sin prisa, sin

aparato, desdeñando volver la cabeza. La partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente

sus caballos, porque el que monta el Gaucho Malo es un parejero pangaré, tan célebre

como su amo. Si el acaso lo echa alguna vez de improviso entre las garras de la justicia,

acomete lo más espeso de la partida, y a merced de cuatro tajadas que con su cuchillo ha

abierto en la cara o en el cuerpo de los soldados, se hace paso por entre ellos, y

tendiéndose sobre el lomo del caballo para sustraerse a la acción de balas que lo

persiguen, endilga hacia el desierto, hasta que, poniendo espacio conveniente entre él y

sus perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los poetas de los

alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del héroe del desierto, y su

nombradía vuela por toda la vasta campaña. A veces se presenta a la puerta de un baile

campestre con una muchacha que ha robado; entra en baile con su pareja, confúndese en

las mudanzas del cielito, y desaparece sin que nadie lo advierta. Otro día se presenta en

la casa de la familia ofendida, hace descender de la grupa a la niña que ha seducido, y

desdeñando las maldiciones de los padres que lo siguen, se encamina tranquilo a su

morada sin límites.

Page 15: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Este hombre divorciado con la sociedad, proscrito por las leyes; este salvaje de color

blanco, no es en el fondo un ser más depravado que los que habitan las poblaciones. El

osado prófugo que acomete una partida entera, es inofensivo para con los viajeros. El

Gaucho Malo no es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su

idea, como el robo no entraba en la idea del Churriador; roba, es cierto, pero ésta es su

profesión, su tráfico, su ciencia: roba caballos. Una vez viene al real de una tropa del

interior; el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura,

de tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un

momento, y después de un rato de silencio, contesta: “No hay actualmente caballo así.”

¿Qué ha estado pensando el gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente mil

estancias de la pampa, ha visto y examinado todos los caballos que hay en la provincia,

con sus marcas, color, señas particulares, y se ha convencido de que no hay ninguno que

tenga una estrella en la paleta: unos la tienen en la frente, otros una mancha blanca en el

anca.

¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por sus nombres a doscientos

mil soldados, y recordaba, al verlos, todos los hechos que a cada uno de ellos se

referían. Si no se le pide, pues, lo imposible, en día señalado, en un punto dado del

camino, entregará un caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle el dinero sea un

motivo de faltar a la cita. Tiene sobré este punto el honor de los tahures sobre la deuda.

Viaja a veces a la campaña de Córdoba, a Santa Fé. Entonces se le ve cruzar la pampa

con una tropilla de caballos por delante; si alguno lo encuentra, sigue su camino sin

acercársele, a menos que él lo solicite.

El Cantor

Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de civilización, de barbarie, y

de peligros. El Gaucho Cantor es el mismo bardo, el vate, el trovador de la Edad Media,

que se mueve en la misma escena, entre las luchas de las ciudades y del feudalismo de

los campos, entre la vida que se va y la vida que se acerca. El cantor anda de pago en

pago, de “tapera en galpón”, cantando sus héroes de la pampa, perseguidos por la

justicia, los llantos de la viuda a quien los indios han robado sus hijos en un malón

reciente, la derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga, y

la suerte que cupo a Santos Pérez. El cantor está haciendo candorosamente el mismo

trabajo de crónica, costumbres, historia, biografía, que el bardo de la Edad Media; y sus

versos serían recogidos más tarde como los documentos y datos en que habría de

apoyarse el historiador futuro, si a su lado no estuviese otra sociedad culta, con superior

inteligencia de los acontecimientos que el infeliz despliega en sus rapsodias ingenuas.

En la República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo

suelo: una naciente, que sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está

remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que, sin cuidarse

de lo que tiene a los pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización

europea: el siglo XIX y el siglo XII viven juntos; el uno dentro de las ciudades, el otro

en las campañas.

El cantor no tiene residencia fija: su morada está donde la noche le sorprende: su

fortuna en sus versos y en su voz. Dondequiera que el cielito enreda sus parejas sin tasa,

dondequiera que se apura una copa de vino, el cantor tiene su lugar preferente, su parte

escogida en el festín. El gaucho argentino no bebe, si la música y los versos no lo

excitan, y cada pulpería tiene su guitarra para poner en manos del cantor, a quien el

Page 16: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

grupo de caballos estacionados a la puerta anuncia a lo lejos donde se necesita el

concurso de su gaya ciencia.

El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias hazañas.

Desgraciadamente, el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tenerque

habérselas con la justicia. También tiene que dar cuenta de sendas puñaladas que ha

distribuído, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo, y algún caballo o muchacha que

robó. El año 1840, entre un grupo de gauchos y a orillas del majestuoso Paraná, estaba

sentado en el suelo y con las piernas cruzadas un cantor que tenía azorado y divertido a

un auditorio con la larga y animada historia de sus trabajos y aventuras. Había ya

contado lo del rapto de la querida, con los trabajos que sufrió; lo de la desgracia, y la

disputa que la motivó; estaba refiriendo su encuentro con la partida y las puñaladas que

en su defensa dió, cuando el tropel y los gritos de los soldados le avisaron que esta vez

estaba cercado. La partida, en efecto, se había cerrado en forma de herradura; la

abertura quedaba hacia el Paraná, que corría veinte varas más abajo, tal era la altura de

la barranca. El cantor oyó la grita sin turbarse: viósele de improviso sobre el caballo, y

echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las tercerolas

preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el poncho enlos ojos y clávale

las espuelas. Algunos instantes después se veía salir de las profundidades del Paraná, el

caballo sin freno, a fin de que nadase con más libertad, y el cantor tomado de la cola,

volviendo la cara quietamente, cual si fuera en un bote de ocho remos, hacia la escena

que dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no estorbaron que llegase sano

y salvo al primer islote que sus ojos divisaron.

Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona, irregular, cuando se

abandona a la inspiración del momento: más narrativa que sentimental, llena de

imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo, y de las escenas del desierto, que la

hacen metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado

malévolo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado, prosaico de ordinario,

elevándose a la altura poética por momentos, para caer de nuevo al recitado insípido y

casi sin versificación. Fuera de esto, el cantor posee su repertorio de poesías populares,

quintillas, décimas y octavas, diversos géneros de versos octosilábicos. Entre éstas hay

muchas composiciones de mérito, y que descubren inspiración y sentimiento.

Aun podría añadir a estos tipos originales muchos otros igualmente curiosos,

igualmente locales, si tuviesen, como los anteriores, la peculiaridad de revelar las

costumbres nacionales, sin lo cual es imposible comprender nuestros personajes

políticos, ni el carácter primordial y americano de la sangrienta lucha que despedaza a la

República Argentina. Andando esta historia, el lector va a descubrir por sí solo dónde se

encuentra el rastreador, el baquiano, el gaucho malo y el cantor. Verá en los caudillos

cuyos nombres han traspasado las fronteras argentinas, y aun en aquellos que llenan el

mundo con el horror de su nombre, el reflejo vivo de la situación interior del país, sus

costumbres y su organización.

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ASOCIACIÓN

Domingo F. Sarmiento

La Pulpería

En el capítulo primero hemos dejado al campesino argentino en el momento en que ha

llegado a la edad viril, tal cual lo ha formado la naturaleza y la falta de verdadera

sociedad en que vive. Le hemos visto hombre independiente de toda necesidad, libre de

toda sujeción, sin ideas de gobierno, porque todo orden regular y sistemado se hace de

todo punto imposible. Con estos hábitos de incuria, de independencia, va a entrar en

otra escala de la vida campestre, que, aunque vulgar, es el punto de partida de todos los

grandes acontecimientos que vamos a ver desenvolverse muy luego.

No se olvide que hablo de los pueblos esencialmente pastores; que en éstos tomo la

fisonomía fundamental, dejando las modificaciones accidentales que experimentan, para

indicar a su tiempo los efectos parciales. Hablo de la asociación de estancias que,

distribuídas de cuatro en cuatro leguas, más o menos, cubren la superficie de una

provincia.

Las campañas agrícolas subdividen y diseminan también la sociedad, pero en una escala

muy reducida; un labrador colinda con otro: y los aperos de labranza y la multitud de

instrumentos, aparejos, bestias, que ocupa, lo variado de sus productos y las diversas

artes que la agricultura llama en su auxilio, establecen relaciones necesarias entre los

habitantes de un valle y hacen indispensable un rudimento de villa que les sirva de

centro. Por otra parte, los cuidados y faenas que la labranza exige, requieren tal número

de brazos, que la ociosidad se hace imposible, y los varones se ven forzados a

permanecer en el recinto de la heredad. Todo lo contrario sucede en esta singular

asociación. Los límites de la propiedad no están marcados; los ganados, cuanto más

numerosos son, menos brazos ocupan; la mujer se encarga de todas las faenas

domésticas y fabriles; el hombre queda desocupado, sin goces, sin ideas, sin atenciones

forzosas; el hogar doméstico lo fastidia, lo expele, digámoslo así. Hay necesidad, pues,

de una sociedad facticia para remediar esta desasociación normal. El hábito contraído

desde la infancia de andar a caballo, es un nuevo estímulo para dejar la casa.

Los niños tienen el deber de echar caballos al corral apenas sale el sol; y todos los

varones, hasta los pequeñuelos, ensillan su caballo, aunque no sepan qué hacerse. El

caballo es una integrante del argentino de los campos; es para él lo que la corbata para

los que viven en el seno de las ciudades. El año 41, el Chacho, caudillo de los Llanos,

emigró a Chile.—¿Cómo le va amigo?,—le preguntaba uno.—¡Cómo me ha de ir!—,

contestó con el acento del dolor y de la melancolía.—¡En Chile... y a pie! Sólo un

gaucho argentino sabe apreciar todas las desgracias y todas las angustias que estas dos

frases expresan.

Aquí vuelve a aparecer la vida árabe, tártara. Las siguientes palabras de Victor Hugo

parecen escritas en la pampa:

“¡No podría combatir a pie! no hace sino una sola persona con su caballo.”—(Le Rhin)

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Salen, pues, los varones sin saber fijamente adónde. Una vuelta a los ganados, una visita

a una cría o a la querencia de un caballo predilecto, invierte una pequeña parte del día;

el resto lo absorbe una reunión en una venta o pulpería. Allí concurren cierto número de

parroquianos de los alrededores; allí se dan y adquieren noticias sobre los animales

extraviados; trázanse en el suelo las marcas del ganado, sábese dónde se caza el tigre,

dónde se le han visto rastros al león: allí en fin, está el cantor; allí se fraterniza por el

circular de la copa y las prodigalidades de los que poseen.

En esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus enervados, el licor enciende

las imaginaciones adormecidas. Esta asociación accidental de todos los días viene, por

su repetición, a formar una sociedad más estrecha que la de donde partió cada

individuo; y en esta asamblea, sin objeto público, sin interés social, empiezan a echarse

los rudimentos de las reputaciones que más tarde, y andando los años, van a aparecer en

la escena política. Ved cómo.

El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas físicas, la destreza en el manejo del

caballo y, además, el valor. Esta reunión, este club diario, es un verdadero circo

olímpico en que se ensayan y comprueban los quilates del mérito de cada uno.

El gaucho anda armado del cuchillo, que ha heredado de los españoles; esta peculiaridad

de la Península, este grito característico de Zaragoza, ¡guerra a cuchillo!, es aquí más

real que en España. El cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para

todas sus ocupaciones; no puede vivir sin él; es como la trompa del elefante, su brazo,

su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par de jinete, hace alarde de valiente y el

cuchillo brilla a cada momento, describiendo círculos en el aire a la menor provocación,

sin provocación alguna, sin otro interés que medirse con un desconocido; juega a las

puñaladas como jugaría a los dados. Tan profundamente entran estos hábitos

pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han creado

sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la vida. El hombre de la plebe de los

demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina

para pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga

instintos verdaderamente malos o rencores muy profundos, para que atente contra la

vida de su adversario. Su objeto es sólo marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle

una señal indeleble. Así se ve a estos gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son

profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la

reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los ojos siguen con

pasión y avidez el centelleo de puñales, que no cesan de agitarse un momento. Cuando

la sangre corre a torrentes, los espectadores se creen obligados en conciencia a

separarlos. Si sucede una desgracia, las simpatías están por el que se desgració; el

mejor caballo le sirve para alejarse a parajes lejanos, y allí lo acoge el respeto o la

compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que haga frente, y si corre a la

partida, adquiere un renombre desde entonces que se dilata sobre una ancha

circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de

nuevo en su pago sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es

una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces que inspire horror el contacto

del asesino. El estanciero Don Juan Manuel de Rosas, antes de ser hombre público,

había hecho de su residencia una especie de asilo para los homicidas, sin que jamás

consintiese en su servicio a los ladrones; preferencias que se explicarían fácilmente por

Page 19: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

su carácter de gaucho propietario, si su conducta posterior no hubiese revelado

afinidades que han llenado de espanto al mundo.

En cuanto a los juegos de equitación, bastaría indicar uno de los muchos en que se

ejercitan, para juzgar del arrojo que para entregarse a ellos se requiere. Un gaucho pasa

a todo escape por enfrente de sus compañeros. Uno le arroja un tiro de bolas, que en

medio de la carrera maniata el caballo. Del torbellino de polvo que levanta éste al caer

vese salir al jinete corriendo seguido del caballo, a quien el impulso de la carrera

interrumpida hace avanzar obedeciendo a las leyes de la física. En este pasatiempo se

juega la vida, y a veces se pierde.

¿Creeráse que estas proezas y la destreza y la audacia en el manejo del caballo son la

base de las grandes ilustraciones que han llenado con su nombre la República Argentina

y cambiado la faz del país? Nada es más cierto, sin embargo. No es mi ánimo persuadir

a que el asesinato y el crimen hayan sido siempre una escala de ascensos. Millares son

los valientes que han parado en bandidos oscuros; pero pasan de centenares los que a

esos hechos han debido su posición. En todas las sociedades despotizadas, las grandes

dotes naturales van a perderse en el crimen; el genio romano que conquistara el mundo,

es hoy el terror de los Lagos Pontinos, y los Zumalacárregui, los Mina españoles, se

encuentran a centenares en Sierra Leona. Hay una necesidad para el hombre de

desenvolver sus fuerzas, su capacidad y su ambición, que cuando faltan los medios

legítimos, él se forja un mundo con su moral y sus leyes aparte, y en él se complace en

mostrar que había nacido Napoleón o César.

Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es inútil o imposible, donde los

negocios municipales no existen, donde el bien público es una palabra sin sentido,

porque no hay público, el hombre dotado eminentemente se esfuerza por producirse, y

adopta para ello los medios y caminos que encuentra. El gaucho será un malhechor o un

caudillo, según el rumbo que las cosas tomen en el momento en que ha llegado a

hacerse notable.

Costumbres de este género requieren medios vigorosos de represión, y para reprimir

desalmados se necesitan jueces más desalmados aún. Lo que al principio dije del

capataz de carretas, se aplica exactamente al juez de campaña. Ante toda otra cosa,

necesita valor: el terror de su nombre es más poderoso que los castigos que aplica. El

juez es naturalmente algún famoso de tiempo atrás, a quien la edad y la familia han

llamado a la vida ordenada. Por supuesto, que la justicia que administra es de todo

punto arbitraria; su conciencia o sus pasiones lo guían, y sus sentencias son inapelables.

A veces suele haber jueces de éstos, que lo son de por vida, y que dejan una memoria

respetada. Pero la conciencia de estos medios ejecutivos, y lo arbitrario de las penas,

forman ideas en el pueblo sobre el poder de la autoridad, que más tarde vienen a

producir sus efectos. El juez se hace obedecer por su reputación de audacia temible, su

autoridad, su juicio sin formas, su sentencia, un yo lo mando, y sus castigos inventados

por él mismo. De este desorden, quizá por mucho tiempo inevitable, resulta que el

caudillo que en las revueltas llega a elevarse, posee sin contradicción, y sin que sus

secuaces duden de ello, el poder amplio y terrible que sólo se encuentra hoy en los

pueblos asiáticos. El caudillo argentino es un Mahoma que pudiera a su antojo cambiar

la religión dominante y forjar una nueva. Tiene todos los poderes: su injusticia es una

Page 20: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

desgracia para su víctima, pero no un abuso de su parte; porque él puede ser injusto;

más todavía, él ha de ser injusto necesariamente; siempre lo ha sido.

Lo que digo del juez es aplicable al comandante de campaña. Éste es un personaje de

más alta categoría que el primero, y en quien han de reunirse en más alto grado las

cualidades de reputación y antecedentes de aquél. Todavía una circunstancia nueva

agrava, lejos de disminuir, el mal. El gobierno de las ciudades es el que da el título de

comandante de campaña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin influencias y sin

adictos, el gobierno echa mano de los hombres que más temor le inspiran para

encomendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; manera muy conocida de

proceder de todos los gobiernos débiles, y que alejan el mal del momento presente, para

que se produzca más tarde en dimensiones colosales. Así el gobierno papal hace

transacciones con los bandidos, a quienes da empleos en Roma, estimulando con esto el

vandalaje y creándole un porvenir seguro: así el sultán concedía a Mehemet Alí la

investidura de Bajá de Egipto, para tener que reconocerlo más tarde rey hereditario a

trueque de que no lo destronase. Es singular que todos los caudillos de la revolución

argentina han sido comandantes de campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes,

Facundo y Rosas. Es el punto de partida para todas las ambiciones. Rosas, cuando hubo

apoderádose de la ciudad, exterminó a todos los comandantes que lo habían elevado,

entregando este influyente cargo a hombres vulgares, que no pudiesen seguir el camino

que él había traído: Pajarito, Celarrayán, Arbolito, Pancho el Ñato, Molina, eran otros

tantos comandantes de que Rosas purgó al país.

Doy tanta importancia a estos pormenores, porque ellos servirán a explicar todos

nuestros fenómenos sociales, y la revolución que se ha estado obrando en la República

Argentina: revolución que está desfigurada por palabras del diccionario civil, que la

disfrazan y ocultan creando ideas erróneas: de la misma manera que los españoles, al

desembarcar en América, daban un nombre europeo conocido a un animal nuevo que

encontraban, saludando con el terrible de león, que trae al espíritu la magnanimidad y

fuerza del rey de las bestias, al miserable gato llamado puma, que huye a la vista de los

perros, y tigre al jaguar de nuestros bosques. Por deleznables e innobles que parezcan

estos fundamentos que quiero dar a la guerra civil, la evidencia vendrá luego a mostrar

cuán sólidos e indestructibles son. La vida de los campos argentinos, tal como la he

mostrado, no es un accidente vulgar; es un orden de cosas, un sistema de asociación,

característico, normal, único, a mi juicio, en el mundo, y él solo basta para explicar toda

nuestra revolución. Había antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades

distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas: la una española, europea,

culta; y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades sólo

iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo

se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen, y después de largos años de lucha,

la una absorbiese a la otra. He indicado la asociación normal de la campaña, la

desasociación, peor mil veces que la tribu nómada; he mostrado la asociación ficticia en

la desocupación, la formación de las reputaciones gauchas—valor, arrojo, destreza,

violencia y oposición a la justicia regular, a la justicia civil de la ciudad. Este fenómeno

de organización social existía en 1810, existe aún modificado en muchos puntos,

modificándose lentamente en otros, e intacto en muchos aún. Estos focos de reunión del

gauchaje valiente, ignorante, libre y desocupado, estaban diseminados a millares en la

campaña. La revolución de 1810 llevó a todas partes el movimiento y el rumor de las

armas. La vida pública que hasta entonces había faltado a esta asociación árabe-romana,

entró en todas las ventas, y el movimiento revolucionario trajo al fin la asociación bélica

Page 21: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

en la montonera provincial, hija legítima de la venta y de la estancia, enemiga de la

ciudad y del ejército patriota revolucionario. Desenvolviéndose los acontecimientos,

veremos las montoneras provinciales con sus caudillos a la cabeza; en Facundo

Quiroga, últimamente triunfante en todas partes, la campaña sobre las ciudades, y

dominadas éstas en su espíritu, gobierno, civilización, formarse al fin el gobierno

central, unitario, despótico, del estanciero Don Juan Manuel de Rosas que clava en la

culta Buenos Aires el cuchillo del gaucho y destruye la obra de los siglos, la

civilización, las leyes y libertad.

Page 22: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LEYENDAS DEL PAÍS DE LA SELVA

C. O. Bunge (Según Ricardo Rojas)

I. El País de la Selva, Sus Leyendas y Trovadores

Llamo País de la Selva a la región argentina que se extiende, en el interior de la

república, desde la cuenca de los grandes ríos hasta las primeras ondulaciones de la

montaña, es decir, entre las llanuras bañadas por el Paraná y sus afluentes y los

contrafuertes iniciales de la cordillera de los Andes. A esa región central correspondíale

en los tiempos del coloniaje el nombre de Tucumán, y abarcaba, más o menos, las

actuales provincias de Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba. En los tiempos

anteriores a la conquista estuvo ella poblada por varias razas y pueblos indígenas, entre

los cuales descollaran los Lules, por haber recibido y adoptado del Cuzco la cultura

quichua o incásica. No hay en toda la República Argentina territorio alguno donde

existan más tradiciones y leyendas locales que en el País de la Selva. Los mitos y

argumentos legendarios de la antigua cultura indígena han persistido hasta los tiempos

actuales, mezclándose y amalgamándose a veces, curiosa y originalmente, a las ideas y

sentimientos aportados por la conquista española. Es sobre todo en la provincia de

Santiago del Estero, que se diría el corazón del País de la Selva, donde mayormente se

conservan las antiguas leyendas indiocoloniales, siendo las más populares la de Zupay y

la del Kacuy.

Transmítense las leyendas verbalmente en quichua, de padres a hijos. Pero la Selva

tiene también sus trovadores que saben cantar su poesía. La poesía y la música se hallan

unidas en las costumbres de la Selva, cual lo estuvieron en la Grecia clásica. Siendo

éstas las manifestaciones estéticas más genuinas del país, los trovadores, generalmente,

cultivan las dos. La melodía acompaña y sostiene la copla, y ambas se integran en la

danza por un ritmo común.

Ninguna de las fiestas del país se realiza sin la presencia del trovador, especie de

sacerdote de la alegría y de la muerte. Es su escenario la selva toda, recorrida por él en

vida vagabunda. Hoy le llevan a velorios, mañana a una trinchera de carnestolendas,

después a pesebres, luego a holgorios de boda, más tarde a bailes tradicionales.... Él es

el órgano expresivo de todos los sentimientos del pueblo. Él agasaja al viajero, al

caudillo, al magistrado, o simplemente al patrón. Él anima las reuniones carnavalescas o

nupciales; él plañe en torno al féretro de los difuntos monótonas alabanzas, y junto al

cadáver de los párvulos musita las letanías de los ángeles,—pues allí donde no llega la

acción sacramental de la iglesia, no sólo realiza su misión profana de la alegría báquica,

sino las ceremonias de un verdadero culto religioso....

Ninguna particular indumentaria singulariza la indumentaria del cantor; pero el

instrumento del cual se acompaña, completa su figura. Cultiva ante todo el amor de su

vihuela. Protégela de la humedad y del sol; quiérela como si fuera una mujer.... Y la

vihuela corresponde tanto a sus amores, que la trova dice:

Las cuerdas de mi guitarra

gimen conmigo a la par

y me ayudan a llorar

el dolor que me lastima...

Page 23: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

¡Si parece que la prima

hubiese aprendido a hablar!

II. Zupay

Entre los mitos del país Zupay es, sin duda, la encarnación más potente del misterio

selvático. Zupay es el Diablo de la Selva; y, como tal, no es producto genuino del

espíritu quichua, ni la tradición incontaminada del demonio español. Más bien es una

resultante del uno y del otro. En su estado primordial es un genio latente y maligno; es

el genio de todo lo adverso que aflige a los hombres y el enemigo de Nuestro Señor.

Puede estar en el agua, en el fuego, en la atmósfera; y sabe, al par, dirigir estos

elementos para sembrar en la Selva pestes, inundaciones, sequías, catástrofes....

El mito de Zupay se relaciona tanto con los de la hechicera y la Salamanca, que

constituyen inseparable unidad. Los poderes de la bruja provienen de un pacto con

Zupay, y la Salamanca no es sino la academia subterránea, oculta en el bosque, donde el

neófito aprende su ciencia junto a las cátedras diabólicas. Zupay, maestro, da sus

lecciones a la bruja, su discípula, en su escuela tenebrosa, la Salamanca....

Zupay, universal y ubicuo en su estado latente, es multiforme en sus personificaciones y

manifestaciones. Prefiere en sus metamorfosis figuras humanas. Ha encarnado alguna

vez en cuerpo de hermoso mancebo, apareciéndose en un rancho a cierta mujer ingenua.

Se ha mostrado otra ocasión como un gaucho rico y joven que visita la Selva en su

caballo enjaezado de mágicos arreos. Otra sazón, un paisano, cantor de la comarca,

atravesando el bosque, rumbo a la fiesta, vióse de pronto acompañado por alguien que le

desafiaba a “payar”, guitarra en mano: era también Zupay, el Malo, como en la leyenda

de Santos Vega. Los nativos hablan asimismo de un diminuto duende, que es como la

encarnación humorística y bromista de Zupay. Es el travieso enano de la siesta, con su

corta estatura, su rostro magro y barbirrucio, el ingenio maligno bullendo bajo el ancho

sombrerote de copa en embudo....

Los hijos de la Selva refieren otras revelaciones de Zupay. Cierto día los montes

saladinos oyeron el baladro de un fabuloso toro, bestia chúcara de olímpica frente sobre

cuello crinado, y ¡era también Zupay! Otro día le vieron, entre las penumbras del

ramaje, con rostro de sátiro, peludas piernas y hendidas patas de chivo....

He ahí cómo este dios o demonio numeroso parece mezclarse a la diaria existencia de

esas campañas. Sus dominios se extienden a la espesura toda; y hasta un árbol de la

flora local señala con nombre equívoco la presencia del mito. En la descriptiva

nomenclatura de las plantas silvestres figura la malop’taco, “algarroba del diablo”....

III. El Kacuy

Vive en la Selva un pájaro nocturno que, al romper el silencio de las sombras, estremece

el alma con su lúgubre canto. Esa ave tiene su historia. Y es la tragedia de su origen lo

que evoca con su grito lastimero, ayeando entre las arboledas tenebrosas: ¡Turay!...

¡Turay!... ¡Turay!...

Page 24: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

En la época muy remota, dicen las tradiciones indígenas, una pareja de hermanos (un

hermano y una niña) habitaba un rancho en las selvas. Él era bueno; ella era cruel.

Amábala él como pidiéndole ventura para sus horas huérfanas; pero ella acibaraba sus

días con recalcitrante perversidad. Desesperado, abandonaba él en ocasiones la choza,

internándose en las marañas; y ella amainaba en el aislamiento sus iras, hilando alguna

vedija en la rueca o tramando una colcha en sus telares. Mientras vagaba por la Selva el

buen hermano pensaba en la hermana, y, perdonándola siempre, llevábale al rancho las

algarrobas más gordas, los místoles más dulces, las más sazonadas tunas. Vivían ambos

de los frutos naturales en aquel siglo de Dios. Proveyendo a su subsistencia, él traía hoy

para la casa un mikilo atrapado a garrote por el estero cercano; o bien un sábalo pescado

en fisga en el remanso del río; si no un quirquincho de la barranca próxima, o algún

panal de lachiguana, manando rubio néctar por los simétricos alvéolos. Palmo a palmo

conocía su monte, y, siendo cazador de tigres además, protegía la morada. Insigne

buscador de mieles, nadie tenía más despiertos ojos para seguir a la abeja voladora que

lo llevaba a su colmena: la de la ashpa-mishqui escondida en el suelo, en un cardón

enjambrada; la del tiu-simi y la de cayanes o de queyas fabricada en el tronco de los

más duros árboles.... Todo esto le costaba trabajo y pequeños dolores; pero ella en

cambio mostrábase indiferente, como gozándose en sus penas.

Volvió él una tarde sediento, fatigado, tras un día de infructuosa pesquisa; pues, como

reinaba la sequía, estaban yermos y en escasez los campos. Sangrábale la mano, porque

al pretender agarrar una perdiz boleada a lives y caída entre unas matas, pinchóle el

uturuncu-huakachina, el cactus espinoso “que hace llorar al tigre”. Pidió entonces a su

hermana un poco de hidromiel para beberla y otro de agua para restañarse los arañazos.

Trajo ella ambas cosas; mas, en lugar de servírselas, derramó en su presencia en el suelo

la botijilla de agua y el tupo de miel. El hombre, una vez más, ahogó su desventura.

Pero, como al día siguiente le volcara también la ollita donde se cocinaba el locro de su

refrigerio habitual, desesperado, resolvió vengarse. Encubriendo en su invitación sus

deseos de venganza, invitóla para que le acompañase a un sitio no lejano, donde había

descubierto miel abundante de moro-moros. No vistió su zamarra profesional, ni sus

guanteletes, ni el sachasombrero, ni llevó la bocina de las meleadas porque juzgaba fácil

la ventura. El árbol, un abuelo del bosque, era sin embargo de gigantesca talla. Cuando

llegaron allí, el muchacho persuadió a su perversa hermana a que debían operar con

cuidado, buscando beneficiarse del néctar sin destruir las abejas pequeñitas, pues se

referían historias de cazadores meleros desaparecidos bruscamente a manos de un dios

invisible que protege las colmenas.... Sobre la horqueta más alta hizo pasar un lazo; y lo

preparó en un extremo, a guisa de columpio, para que subiese su hermana, bien cubierta

por el poncho, en defensa del enjambre, ya alborotado por la maniobra. Tirando al otro

extremo, a manera de corrediza palanca, la solivió en el aire, hasta llegar a la copa; y,

cuando ella se hubo instalado allí, sin descubrirse, él empezó a simular que ascendía por

el tronco, desgajándolo a hachazos, mientras bajaba en realidad. Zafó después el lazo, y

huyó sigilosamente.... Presa quedaba en lo alto la infeliz.

Transcurrieron instantes de silencio. Ella habló.... Nadie respondía.... Como empezaba a

temer, soliviantó la manta que la tapaba, dejando apenas una rendija para espiar. El

zumbido de los insectos la aturdió, pues el armado enjambre revolaba furioso en

derredor, vibrante de alas y trompas. Ese rumor confuso revelaba la profundidad del

silencio. ¿Qué podría ser? No sospechaba la hora ni el lugar. Ciega de horror y de coraje

se desembozó de súbito; al descubrir el espacio, el vacío del vértigo la dominó.... ¡Sola,

sola para siempre!

Page 25: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Abandonada a semejante altura, sobre un tronco liso y largo, sin otras ramas que ésas a

las cuales se aferraban sus prietas manos, espiaba para ver si el hermano reaparecía por

ahí. La acometían deseos de arrojarse, pero la brusquedad del golpe amilanábala. No

obstante, si perecía allá, quien sabe si los caranchos no vendrían a saciarse en ella, como

en las osamentas de los animales que morían ignorados en el monte.

Mientras tanto la noche iba descendiendo en progresiva nitidez de sombra. Desde su

atalaya, la pobre huérfana había podido, por primera vez, contemplar sobre el panorama

de la Selva la inmensidad de los horizontes, y la sucesión de las copas verdes que se

unían formando obscuro océano encrespado de gigantescas olas. El sol hundiéndose tras

los árboles, la impresionó más soberbio qué nunca, iluminado el enorme lomo del

bosque con su claridad apacible y decorado el cielo de Occidente por cosmogónicos

resplandores. Luego vió aquella gran luz aguarse hasta disolverse toda en la noche,—

noche sin astros para mayor desventura.... Nunca se le mostró más pavoroso el cielo, ni

más callada la breña. Viniéronle ansias locas de perderse en lo ignoto, de hender esa

inmensidad de árboles y tinieblas, o llenar el silencio de un solo grito. Mas, ahora, se le

añusgaba la garganta muda y la lengua se le pegaba en la boca con sequedad de arcilla.

Tiritaba como si el ábrego la azotase con su punzante frío y sentía el alma toda mordida

por implacables remordimientos. Los pies, en esfuerzo anómalo con que ceñían su rama

de apoyo, fueron desfigurándose en garras de buho; la nariz y las uñas se encorvaban; y

los dos brazos, abiertos en agónica distensión, emplumecían desde los hombros a las

manos. Disnea asfixiante la estranguló, y, al verse de pronto convertida en ave nocturna,

un ímpetu de volar arrancóla del árbol y la empujó a las sombras....

Así nació el kacuy. La pena rompió en su garganta llamando a aquel hermano justiciero.

Y el grito de contrición de esa mujer convertida en ave, resuena aún y resonará siempre

sobre la noche de los bosques natales: ¡Turay!... ¡Turay!... ¡Turay!...

Page 26: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LA LEYENDA DE SANTOS VEGA

C. O. Bunge

Entre las leyendas pampeanas, y puede decirse que entre todas las leyendas argentinas,

ninguna tan expresiva y popular como la de Santos Vega. Santos Vega es la más pura y

elevada personificación del gaucho. Es el hijo, es el señor, es el dios de la Pampa. Su

historia, que puede reducirse al episodio de su justa poética con el diablo, representa el

destino de una raza y es la síntesis de su epopeya. Aunque fuera acaso alguna vez

persona de carne y hueso, transformóse Santos Vega en verdadero mito, hasta constituir

un símbolo nacional.

En tiempos distantes y nebulosos, allí donde se pierde el recuerdo de los orígenes de la

nacionalidad argentina, Santos Vega fué el más potente payador. Su numen era

inagotable en la improvisación de endechas, ya tiernas, ya humorísticas; su voz de

timbre cristalino y trágico inundaba el alma de sorpresa y arrobamiento; sus manos

arrancaban a la guitarra acordes que eran sollozos, burlas, imprecaciones. Su fama

llenaba el desierto. Ávida de escucharlo acudía la muchedumbre de los cuatro rumbos

del horizonte. En las “payadas de contrapunto”, esto es, en las justas o torneos de canto

y verso, salía siempre triunfante. No había en las pampas trovador que lo igualara, ni

recuerdo de que alguna vez lo hubiese habido. Dondequiera que se presentase rendíale

el homenaje de su poética soberanía aquella turba gauchesca tan amante de la libertad y

rebelde a la imposición. Para el alma sencilla del paisano, dominada por el canto

exquisito, Santos Vega era el rey de la Pampa.

A la sombra de un ombú, ante el entusiasta auditorio que atraía siempre su arte,

inspirado por el amor de su “prenda”, una morocha de ojos negros y labios rojos,

cantaba una tarde Santos Vega, el payador, sus mejores canciones. En religioso silencio

escuchábanle hombres y mujeres, conmovidos hasta dejar correr ingenuamente las

lágrimas.... En esto se presenta a galope tendido un forastero, tírase del caballo,

interrumpe el canto y desafía al cantor. Es tan extraño su aspecto, que todos temen vaga

y punzantemente una desgracia. Pálido de coraje, Santos Vega acepta el desafío, templa

la guitarra y canta sus cielos y vidalitas. Y cuando termina, creyendo imposible que un

ser humano le pueda vencer, los circunstantes lo aplauden en ruidosa ovación. Hácese

otra vez silencio. Tócale su turno al forastero... Su canto divino es una música nunca

oída, caliente de pasiones infernales, rebosante de ritmos y armonías enloquecedoras....

¡Ha vencido a Santos Vega! Nadie puede negarlo, todos lo reconocen condolidos y

espantados, y el mismo payador antes que todos.... ¡Adiós fama, adiós gloria, adiós

vida! Santos Vega no puede sobrevivir a su derrota.... Acaso el vencedor, en quien se

reconoce ahora al propio diablo, al temido Juan sin Ropa, habiendo ganado, y como

trofeo de su victoria, pretenda el alma del vencido.... Desde entonces, en efecto,

desapareciendo del mundo de los mortales, Santos Vega es una sombra doliente, que, al

atardecer y en las noches de luna, cruza a lo lejos las pampas, la guitarra terciada en la

espalda, en su caballo veloz como el viento.

Poetas populares y poetas cultos han cantado hermosamente la leyenda de Santos Vega.

La crítica le ha encontrado hoy un sentido épico. El diablo es la moderna civilización,

que, con las máquinas y fábricas de su portentosa técnica, vence al gaucho y lo desaloja

de sus vastos dominios. Como los primitivos cantores no podían prever este destino del

Page 27: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

gaucho, el símbolo viene a ser posterior, y, en realidad, no encuadra sino vagamente y

por coincidencia en los verdaderos términos de la leyenda. Su origen está más bien, a mi

juicio, en la doctrina bíblica del Génesis. Como los metafísicos la adaptaron a la

filosofía con su concepto de la “edad de oro”, los gauchos la traducen en su leyenda de

Santos Vega. Santos Vega en la Pampa fue Adán en el Paraíso Terrestre, antes de

incurrir en el pecado original. Su “prenda” ocupa el mismo lugar secundario de Eva. El

demonio tienta su orgullo de dueño y señor de la llanura. Él, estimulado por la presencia

de la morocha, acepta el reto, y es vencido. El demonio lo desaloja de sus dominios. El

ombú hace, aunque imperfectamente, el papel del árbol de la ciencia y del bien y del

mal. Lo cierto es que la ciencia vencedora, el arte del demonio, se identifica al mal,

contraponiéndola al bien, al arte espontáneo, a la inspiración del payador que viene de

Dios. Así, aunque traidoramente vencido por sobrehumanas fuerzas, y quizá por su

misma derrota tan trágicamente humana, Santos Vega queda triunfante en el alma del

pueblo, y su sombra ha de verse pasar a la distancia mientras exista un palmo de tierra

argentina.

Page 28: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LA TRADICIÓN DE LUCÍA MIRANDA

C. O. Bunge

Apenas descubierto el estuario que se llamaría más tarde río de La Plata, sin dejarse

intimidar por la trágica muerte de su glorioso descubridor, don Juan Díaz de Solís,

remontó en 1526 sus majestuosas aguas don Sebastián Gaboto, marino venecianoal

servicio de España. Penetrando por primera vez en el río Paraná, fundó, en la

desembocadura del río Carcarañá, sobre su margen izquierda, el fuerte del Espíritu

Santo. Clavada allí la bandera de Castilla, dejó el fuerte a cargo de su guarnición, subió

hasta las cataratas del Iguazú, y luego, por diversas circunstancias regresó a España.

Dos años habían pasado desde la partida de Gaboto, y el fuerte del Espíritu Santo

conservaba su paz inalterable. Gobernábalo un hombre de distinguido mérito, don Nuño

de Lara, en quien delegó Gaboto el mando. Una severa disciplina, sostenida por el

ejemplo, quitaba a los suyos toda ocasión de desmandarse. Por su propia seguridad, los

españoles mantenían pacífico trato con una vecina tribu de indios, los timbúes. La buena

inteligencia y los oficios de la cordialidad más expresiva apretaban de día en día los

nudos de esa útil alianza.

Había entre los españoles una dama, Lucía Miranda, mujer del soldado Sebastián

Hurtado. El cacique de los timbúes, Mangoré, prendado de su belleza, olvidó que era

casada y resolvió hacerla su esposa. Decidido a robarla, preparó una horrible traición.

Aprovechando una oportunidad en que salieron del fuerte, para procurarse víveres,

buena parte de sus pobladores, al mando de uno de los capitanes, presentóse como

amigo, seguido de treinta indios cargados de subsistencias. Esperaba afuera sus órdenes,

escondido en la maleza y bien adoctrinado, su hermano Siripo, al mando de numerosa

horda.

Sin sospechar los ocultos designios del cacique, recibió el donativo muy atento y

agradecido don Nuño de Lara. Con su castellana generosidad, acogió a Mangoré y a su

séquito bajo su mismo techo. Obsequióles con un espléndido festín, brindando

confundidos españoles e indios al dios de la amistad. Cuando terminó el festín

recogiéronse a dormir unos y otros. El sueño rindió a los españoles. Y, entrada ya la

noche, en el silencio y las sombras, Mangoré cambió sigilosamente sus señas y

contraseñas con su hermano Siripo; hizo prender fuego a la sala de armas y abrió las

puertas del fuerte. De común acuerdo, los indios de Mangoré y de Siripo cayeron sobre

los españoles dormidos. Algunos de éstos lograron sus armas, trabándose en combate

siniestro. Con increíble valor, Lara repartía en cada golpe muchas muertes. En medio de

la refriega buscó y encontró al fin a Mangoré. Aunque con una flecha en el costado,

abrióse paso entre la confusa multitud hasta que pudo herir al traidor. La flecha,

entretanto, con el movimiento y la lucha, habíale penetrado hondamente. Ambos, el

cacique indio y el denodado capitán castellano, cayeron muertos. Sólo escaparon con

vida del desastre algunos niños y mujeres, entre ellas Lucía Miranda, su inocente causa.

Todos fueron llevados a presencia de Siripo, sucesor del detestable Mangoré, quien los

guardó cautivos.

Al siguiente día volvió al fuerte Sebastián Hurtado. Su dolor fué igual a su sorpresa,

cuando, después de encontrarse con ruinas en vez del baluarte, buscaba a su consorte y

sólo hallaba despojos de la muerte. Luego que supo su cautividad, no dudó un punto

Page 29: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

entre los extremos de morir o rescatarla. Precipitadamente se escapó de los suyos y

llegó hasta la presencia de Siripo. Pero este bárbaro, habiendo muerto Mangoré, cacique

él ahora de los timbúes, olvidóse como su finado hermano que Lucía era casada, y

aspiraba a su vez a tomarla por esposa. Ya que se le presentaba tan inopinadamente el

legítimo marido, ardiendo en celos infernales, decidió matarlo. Comprendió la heroica

mujer la suerte que esperaba a Hurtado, y, estimando más la vida de su marido que la

propia, renunció al tono altivo con que antes contestaba los avances de Siripo, y tomó a

sus pies el tono de la súplica y el llanto. De tal modo consiguió que el cacique revocara

su sentencia de muerte y salvó la vida a Hurtado; mas con la dura condición de que el

soldado castellano se divorciase para siempre de Lucía y eligiera otra esposa entre las

doncellas timbúes. Acaso por ganar partido en el corazón de la bella mujer blanca, que

se mantenía firme en su resistencia a aceptarlo por esposo, el cacique llegó a permitirles

que se vieran de vez en cuando. No por eso consiguió el consentimiento de Lucía, que,

como española y como cristiana, estaba resuelta a perder antes la existencia que la

honra. Al contrario, en algunas de las breves entrevistas de los esposos, pudo notar que

ambos renovaban sus juramentos de conyugal fidelidad. Entonces su furia no tuvo

límites. Hizo atar a Sebastián Hurtado a un árbol, donde se le mató a saetazos, y mandó

arrojar a Lucía Miranda a una hoguera. Así, después de largo martirio y cautiverio,

murieron ambos esposos, para eterno ejemplo de amor y de virtud.

Verdadera o fantástica, esta tradición ha perdurado en la mente de los habitantes del río

de la Plata. Dos siglos y medio después de que ocurrió o pudo ocurrir el épico y

luctuoso suceso, servía él de argumento a una hermosa tragedia de corte clásico, en

verso y tres actos, titulada Siripo. Su autor, el doctor Manuel José de Labardén, que

nació en Buenos Aires en 1754 y murió probablemente poco antes de la gloriosa

revolución de 1810, puede considerarse el más antiguo de los poetas cultos de la

literatura argentina. Su obra, en sonoros hendecasílabos castellanos, representóse en el

llamado Corral. Componíase este sitio, que hacía las veces de teatro, de un terreno

rodeado de un cerco o muralla baja y algún rancho en el fondo, para guardar sus

vituallas o adminículos. Una chispa de un cohete disparado en la iglesia de San Juan

con motivo de celebrarse una fiesta religiosa, ocasionó un incendio que redujo a cenizas

el rancho. En el incendio se quemó el precioso manuscrito de la tragedia, conservándose

sólo algunos largos fragmentos. Perdida la obra de Labardén, las sombras familiares y

heroicas de Lucía Miranda, Sebastián Hurtado, Mangoré y Siripo esperan, pues, el poeta

que las cante en las nuevas generaciones de argentinos.

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EL LUCERO DEL MANANTIAL

Episodio de la Dictadura de don Juan Manuel Rosas

Manuela Gorriti

I. María

Era la hora en que calla el áspero relincho del potro salvaje; en que el “cucuyo” se

adormece sobre el sinuoso tronco de los algarrobos, y en que el misterioso “pacui”

comienza su lamentable canto. La luna alzaba su disco brillante tras los cardos de la

inmensa llanura; y su argentado rayo, deslizándose entre el frondoso ramaje de los

“ombús” y las góticas ojivas de la ventana, bañaba con ardor el dulce rostro de María.

¡Viajeros del Plata! En vuestras lejanas excursiones en las campañas, ¿oísteis hablar de

María? Su recuerdo vive todavía en las tradiciones del Sur. María era la flor más bella

que acarició la brisa tibia de la Pampa. Alta y esbelta como el junco azul de los arroyos,

semejábale también en su elegante flexibilidad. Sombreaba su hermosa frente una

espléndida cabellera que se extendía en negros espirales hasta la orla de su vestido. Sus

ojos, en frecuente contemplación del cielo, habían robado a las estrellas su mágico

fulgor; y su voz dulce y melancólica como el postrer sonido del arpa, tenía inflecciones

de entrañable ternura que conmovían el corazón como una caricia. Y cuando en el

silencio de la noche se elevaba cantando las alabanzas del Señor, los pastores de los

vecinos campos se prosternaban creyendo escuchar la voz de algún ángel extraviado en

el espacio. El viajero que la divisaba a lo lejos pasar envuelta en su blanco velo de

virgen a la luz del crepúsculo, bajo la sombra de los sauces, exclamaba: “¡Es una hada!”

Pero los habitantes del “pago” respondían: “Es la hija del comandante, el Lucero del

Manantial.”

En los últimos confines de la frontera del Sur, cerca de la línea que separa a los salvajes

de las poblaciones cristianas, en el Pago del Manantial y entre los muros de un fuerte

medio arruinado, habitaba María al lado de su padre, entre los soldados de la

guarnición. El adusto veterano, antiguo compañero de Artigas, sólo desarrugaba el ceño

de su frente surcada de cicatrices para sonreír a su hija. Para aquellos hombres

hostigados por frecuentes invasiones y cuyos rostros tostados por el sol de la Pampa

expresaban las inquietudes de una perpetua alarma, era María una blanca estrella que

alegraba su vida derramando sobre ellos su luz consoladora.

Pero ella, que era la alegría de los otros, ¿por qué estaba triste? ¿Qué sombra había

empañado el cristal purísimo de su alma? La hora del dolor había sonado para ella, y

María pensaba,... pensaba en su amor.

II. Un Sueño

Una noche vino a turbar una visión el plácido sueño de la virgen. Vió un vasto campo

cubierto de tumbas medio abiertas y sembrado de cadáveres degollados. De todos

aquellos cuellos divididos manaban arroyos de sangre que, uniéndose en un profundo

cauce, formaban un río cuyas rojas ondas murmuraban lúgubres gemidos y se

ensanchaban y subían como una inmensa marea. Entre el vapor mefítico de sus orillas y

Page 31: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

hollando con planta segura el sangriento rostro de los muertos, paseábase un hombre

cuyo brazo desnudo blandía un puñal.

Aquel hombre era bello; pero con una belleza sombría como la del arcángel maldito; y

en sus ojos azules como el cielo, brillaban relámpagos siniestros que helaban de miedo.

Y, sin embargo, una atracción irresistible arrastró a María hacia aquel hombre y la hizo

caer en sus brazos. Y él, envolviéndola en su sombría mirada, abrasó sus labios con un

beso de fuego, y sonriendo diabólicamente rasgóla el pecho y la arrancó el corazón, que

arrojó palpitante en tierra para partirlo con su puñal. Pero ella, presa de un dolor sin

nombre, se echó a sus pies y abrazó sus rodillas con angustia. En ese momento se oyó

una detonación, y María, dando un grito se despertó.

III. El Encuentro

—¡Era un sueño!—exclamó palpando su pecho virginal, agitado todavía por los

tumultuosos latidos de su corazón.—¡Era un sueño!

Y pasando la mano por su frente para alejar las últimas sombras del terrible sueño,

María saltó del lecho, vistió sus ropas de fiesta, trenzó con flores su larga cabellera, y

sentada gallardamente sobre el lustroso lomo de un brioso alazán, dióse gozosa a correr

por los frescos oasis, sembrados como una vía láctea en las inmensas llanuras del Sur.

De repente el fogoso potro robado a las numerosas manadas de los salvajes, aspirando

con rabioso deleite las magnéticas emanaciones que el viento traía de su agreste patria,

sacudió su larga crin, mordió el freno, y burlando la débil mano que lo regía, partió

veloz como una flecha, saltando zanjas y bebiendo el espacio. María, pálida de espanto,

vióse arrebatar lejos del límite cristiano al través de las complicadas sendas que trillan

los bárbaros con el afilado casco de sus corceles; y su terror crecía a la vista de un

bosque negro que terminaba el horizonte, y entre cuyo ramaje el miedo dibujaba

sombras confusas que se agitaban.

De improviso vibró en el aire un silbido extraño, semejante al chillido de un águila, y el

caballo embolado por una mano invisible se abatió sobre sí mismo a tiempo que la

joven se deslizaba al suelo sin sentido. Al volver en sí, se encontró reclinada en los

brazos de un hombre y con la mejilla apoyada en su pecho. Ese hombre era sin duda

quien la había salvado; y María, separándose de sus brazos, alzó hacia él una mirada de

gratitud. El joven era bello; pero al verlo María dió un grito y volvió a caer exánime a

los pies del incógnito.

Aquel hermoso joven era el fantasma de su sangriento sueño.

IV. Amor y Agravio

Ocho días más tarde María, velando inquieta, con el oído atento y la mirada fija, medio

desnuda y oculta tras las vetustas ojivas, esperaba todas las noches a un hombre que,

llegando cautelosamente al pie del ombú, asíase a sus ramas, escalaba la ventana y caía

en sus brazos. Y la joven lo estrechaba en ellos con pasión; y apartándolo luego de sí,

contemplábalo con delicia y volvía a arrojarse en sus brazos, exclamando: ¡Manuel!

¡Manuel! por qué te amo tanto, a ti que no sé quién eres, a ti el terrible fantasma de mi

Page 32: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

sueño? Y, sin embargo, quien quiera que seas, vengas del cielo o del abismo, y, aunque

despedaces mi pecho y me arranques el corazón, ¡te amo! ¡te amo!

Y María deliraba de amor, hasta que la luz del alba le arrebataba a su amante que,

deslizándose furtivamente entre el obscuro ramaje, se desvanecía con las sombras.

Pero una vez María lo esperó en vano. Y desde entonces, cada noche, sola y con el

corazón palpitante de dolorosa ansiedad, vió pasar sobre su cabeza y perderse en el

horizonte todos los astros del cielo, sin que aquél que alumbraba su alma volviera a

aparecer jamás.

Por ese tiempo, la antorcha de la guerra civil abrasó aquellas comarcas, y el fragor del

cañón homicida ahogó las risas y los gemidos.

V. Dieciséis Años Después

En las últimas horas de un día de verano, una silla de posta atravesó rápidamente las

calles de Buenos Aires, y entró en el patio de una hermosa casa en la calle de la

Victoria. Un hombre de porte distinguido que, asomado al balcón, parecía esperar con

impaciencia, bajó presuroso, y adelantándose al cochero, corrió a abrir la portezuela del

carruaje, tendiendo los brazos a una bellísima mujer que se arrojó a su cuello: ¡Mi

amada María!—¡Amigo mío!—exclamaron ambos a la vez estrechándose con ternura.

—¿Y mi hijo?... ¿Mi Enrique?—dijo de pronto la dama arrancándose de los brazos de

su marido y tendiendo en torno una codiciosa mirada.

—Nuestro hijo, respondió él haciéndola entrar en un magnífico salón,—nuestro hijo,—

amada mía, se halla en esta hora en el momento más solemne de su vida escolar: da un

brillante examen. Acabo de dejarlo triplemente coronado; pero el premio más grato será

el beso de su madre.

—¡Querido niño! ¿Es tan bello como a los doce años? ¡Oh!... ¡Alberto!... ¡Perdón!

—¿Perdón? ¿Y de qué?, amada María. ¿De ser una buena madre como eres una buena

esposa? ¡Al contrario!, gracias por el amor que guardas para ese hijo cuya ternura ha

alumbrado los tristes días de tu ausencia en los cinco años que me has dejado aquí sólo.

¡Ah! ¿Qué placer encontrabas en habitar Córdoba, lejos de tu hijo... lejos de tu esposo?

—¡Oh! ¡Alberto, noble y generoso corazón!—exclamó ella doblando una rodilla ante su

marido.

Alberto la alzó en sus brazos: ¡Todavía esa injusta timidez! ¡Todavía esos importunos

recuerdos! Me habéis prometido desecharlos y ser feliz.

—Y soy dichosa, amigo mío. ¿Quién no lo sería cerca de ti? Pero, a medida que el

tiempo pasa, la audaz confianza de la juventud desaparece, reemplazándola medrosos

recelos. ¿Será falta de fe? No, pues yo creo en ti como en el Dios del cielo; pero

mientras más grande, mientras más sublime me aparecías, menos digna me encontraba

de acercarme a ti, y lo que tú llamas obstinación era un doloroso ostracismo.

Page 33: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

—¡Pobre María! ¡Que nunca te oiga hablar así! ¡nunca! Te lo pido en nombre de tu hijo.

Toca este corazón; es tu más firme apoyo. Reposa confiada sobre él, pues sólo alienta

para ti.

—¡Oh! ¡Dios mío!—dijo ella reclinándose en el seno de su marido, y elevando al cielo

una mirada de gratitud.—¡Dios mío!, bendito seas porque has enviado al mundo

degenerado que te reniega, estos seres de paz, de indulgencia y de amor para redimir su

iniquidad y hacernos creer que en verdad formaste al hombre a tu divina imagen.

Dieciséis años han pasado, dieciséis años... y en cada uno de esos días, en cada una de

esas horas ví brotar en ese corazón, elevarse y resplandecer, alguna nueva virtud.

Dieciséis años hace encontréme un día abandonada, sola entre mi dolor y un secreto

terrible. La muerte era mi único recurso; pero yo no podía morir. Junto a mi corazón

desgarrado palpitaba otro corazón que me pedía la vida y me encadenaba a una

existencia de oprobio. Tú me apareciste entonces, Alberto.—Te amo, me dijiste, y mi

amor ha penetrado el secreto de tu dolor. ¿Quieres confiarte en mí? Yo seré tu esposo,

tu amigo, y..., me dijiste al oído, el padre de tu hijo.

—¡Y bien! ¡Y bien!—la interrumpió Alberto, con esa brusca genialidad de las almas

generosas, para velar su grandeza.—¡Vaya un gran mérito! ¡Cumplir con una misión

que nos haga feliz! Desgraciadamente, amada mía, no siempre es tan fácil conciliar el

deber con la felicidad. Hoy, por ejemplo, colocado entre el amor y la conciencia, voy a

sacrificar al deber la dulce costumbre de una antigua amistad. Yo que hasta ahora he

sostenido a mi amigo con todos los recursos de mi influencia, voy a enarbolar contra él

el estandarte de la oposición; y el cuerpo legislativo, que actualmente presido, me verá

con asombro alzarme contra el voto que pretende dar a Rosas la facultad de reunir todos

los poderes del Estado.

A estas palabras de su esposo, María palideció.

—¡Oh! ¡Alberto!—dijo, estrechando su mano con terror,—en nombre del cielo no

toques la garra del tigre porque te despedazará!... Te despedazará y hará de tu cadáver

una grada más para escalar la cima del poder.

—Y bien, amiga mía, moriría con la muerte de los buenos en el cumplimiento del deber.

Pero tranquilízate, amada María; Rosas tiene un alma capaz de comprender mi sacrificio

y me conservará su estimación, aunque me haya quitado su amistad.

En ese momento un ujier anunció a Alberto que la cámara reunida esperaba a su

presidente para discutir la importante cuestión del día. Alberto despidió al ujier y volvió

hacia su mujer una mirada de ternura.

—¿Lo veis, querida mía?—le dijo,—mi sacrificio comienza desde ahora. Apenas he

tenido tiempo de posar mis ojos en tu semblante, la voz del deber me llama lejos de tí; y

aunque sea por muy pocas horas, toda separación en este momento me parece eterna....

Alberto se interrumpió. Habríase dicho que sus palabras encontraron algún eco

misterioso en el fondo de su alma. Pero reponiéndose luego dijo a su esposa

sonriendo:—Te dejo, amiga mía; pero voy a enviarte a Enrique y él desvanecerá para

siempre esos importunos recuerdos que turban todavía la paz de tu alma.

Page 34: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Y besando tiernamente la mano que ella le tendía, salió no sin volverse muchas veces

para contemplarla.

Page 35: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

VI. Madre e Hijo

Cuando la dama quedó sola alzó los ojos al cielo con dolorosa expresión.—¡Jamás!—

exclamó, ¡Jamás!... ¡Nunca se borrará esa imagen que encuentro siempre en el horizonte

de mis recuerdos, en el semblante de mi hijo y en mi propio corazón! ¡He ahí esa frente

altiva y meditabunda! ¡He ahí esos rasgados ojos azules de tan sombría y sin embargo

tan hermosa mirada!... ¡Manuel! ¡Manuel!

La puerta se abrió con estrépito, y un hermoso mancebo de dieciséis años, de porte

arrogante y risueña expresión, se precipitó en la sala y corrió a arrojarse en los brazos de

la dama que lo estrechó en ellos sollozando y besó mil veces sus mejillas y su frente.

—¡Qué hermosa eres, mamá!—decía el joven, contemplando extasiado el radioso

semblante de su madre.—Aunque tenía muy presentes las facciones de tu rostro, no

creía que fueras tan bella. ¡Bendición del cielo! ¡Dejar la fría atmósfera del colegio para

venir a contemplar los rayos de este bello sol que da vida a mi vida y calor a mi alma!

—¡Poeta! ¡Poeta!—decía ella, sonriendo tiernamente a su hijo y meciéndolo como un

niño en sus rodillas.—Me está recitando un madrigal.

—A propósito,—dijo el joven dejando su actitud de abandono y sentándose al lado de

su madre.—Manuela Rosas me envió su álbum pidiéndome un soneto. ¡Y lo había

olvidado! ¡Ya! la veo tan pocas veces. Y no porque ella no sea una criatura amabilísima;

pero me aleja de su lado el extraño sentimiento que me inspira su padre. Llamaríalo

odio si su amistad con la mía no hicieran el odio imposible.

—Todavía no conozco a ese hombre, y sin embargo me estremezco cuando oigo

pronunciar su nombre; y no comprendo como el noble y bondadoso corazón de Alberto

ha podido unirse a ese corazón feroz y sanguinario.

—Esta misma adhesión, madre mía, realza más la magnanimidad de ese corazón

generoso, porque está exento de debilidad. Severa con el amigo, jamás transigirá con el

tirano.

—¡Ay! sí, es verdad... pero heme aquí estremecida de espanto a la idea de esa austera

integridad que en este momento subleva quizá contra él en la cámara legislativa el

bando entero del despotismo.

—¡Qué!—exclamó el joven con los ojos centelleantes de entusiasmo, es hoy el día de su

triunfo, y aun no estoy en la barra para aplaudirlo con la voz y con el alma.

Y besando rápidamente a su madre, desasióse de su convulsivo brazo y partió.

VII. En la Sala de Representantes

En ese día la sala de representantes de Buenos Aires presenció una escena digna de los

mejores tiempos de la Roma heroica. Rosas, armado con la clave del terror, habiendo

impuesto silencio al pueblo, y hecho también callar al cuerpo legislativo, quiso dar el

último golpe a la dignidad nacional, y aspiró a la dictadura. Aspirar en él era mandar; y

un día oyóse la sacrílega proposición en el santuario de las leyes. Ninguna voz se alzó

Page 36: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

para combatirla. Cada representante veía en el semblante de su vecino el triunfo del

miedo sobre la conciencia, y si llevaba su mirada a lo alto de la sala encontraba bajo el

dosel que la dominaba al amigo, al confidente de Rosas... y callaba.

El presidente invitó a sus colegas a dar sus votos, ordenando que los que estuvieran por

la proposición, se pusieran en pie; y con rostro apacible dió la señal. Dos hombres

únicamente votaron en contra. El uno era Escalada, el inmaculado obispo de la

metrópoli. El otro era... el presidente de la sala, el amigo de Rosas.

Hubo un momento de asombro y silencio: pero cuando la barra arrebatada de

entusiasmo prorrumpió en una tempestad de aplausos, cuatro hombres enmascarados

precipitáronse en la sala, y mientras tres de ellos rodearon la mesa del presidente, el

cuarto hundió un puñal en el corazón de Alberto y huyó dejándolo clavado en el seno de

su víctima.

Entonces en medio del silencio de horror que reinó en aquel recinto, oyóse la voz del

anciano obispo, que, de pie aún, dijo alzando sobre el moribundo su mano venerable:—

¡Sube al cielo, mártir de la libertad argentina! Yo te absuelvo en nombre de Dios y de la

patria.—Y como si la noble alma de Alberto hubiera esperado aquella sublime

bendición, exhalóse dulcemente en una triste sonrisa.

En aquel momento Enrique, que entraba en el peristilo de la sala de sesiones, fué

atropellado por cuatro hombres que huían desolados entre las sombras. El intrépido

niño, conociendo por sus máscaras que acababan de cometer un crimen, asió al que iba

delante; pero éste por medio de un violento esfuerzo logró escaparse, aunque dejando en

las manos de su adversario la máscara que lo cubría. Al ver el rostro de aquel hombre el

joven dió un grito, y se precipitó en la sala. A la vista del cadáver de su padre, Enrique

se detuvo un momento, inmóvil, mudo, con los puños cerrados y la mirada fija. Luego,

cayendo de rodillas, arrancó de su pecho el puñal homicida, y besando la herida con

siniestra serenidad,—¡Adiós, padre mío!—dijo estrechando la mano helada del

muerto,—muy luego me reuniré contigo; pero entonces te habré vengado.

Guardó en su seno el arma ensangrentada y se alejó con firmes pasos.

VIII. El Terrible Drama

La luz del siguiente día encontró en las calles de Buenos Aires numerosas huellas de

escenas semejantes a la que tuvo lugar en la noche anterior en la sala de representantes.

Un puñal había amenazado la vida de Rosas; aunque se había arrestado al delincuente,

no habiendo podido arrancarle confesión alguna, había sacrificado indistintamente a

todas personas sospechosas de complicidad en aquel atentado.

A dos leguas de distancia, al frente del palacio dictatorial de Palermo, un destacamento

de infantería acababa de hacer alto. Sonó el tambor y aquella fuerza se formó en cuadro.

Vióse entonces en el centro del siniestro vacío un joven como Isaac, y maniatado como

él, y en frente cuatro soldados que a la voz de un oficial preparaban sus armas.

Pero, cuando los fatales fusiles se inclinaron sobre él, cuando con la frente erguida y la

mirada serena el noble mancebo esperaba la muerte, oyóse un grito de suprema angustia

y una mujer pálida, anhelante, desmelenada, rompiendo con esfuerzo febril la línea de

Page 37: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

bayonetas que le cerraba el paso, se arrojó de repente sobre el joven y estrechándolo en

un abrazo desesperado lo cubrió con todo su cuerpo. Los soldados, vivamente

conmovidos, volviéronse hacia el oficial que los mandaba. Pero éste que sentía pesar

sobre sí una terrible responsabilidad, ahogando su profunda emoción, mandó apartar a la

madre y conducirla fuera del cuadro.

—¡Ah!—exclamó ella arrancándose de los brazos de su hijo y cayendo a los pies del

oficial.—Dadme al menos por lo que más améis en este mundo, dadme un cuarto de

hora que necesito para obtener la gracia de mi hijo, o morir.

El veterano sonrió tristemente:—Id, pobre madre, id—dijo siguiéndola con una mirada

de compasión.

—En nombre de esta hora suprema,—gritó el niño,—yo os lo prohibo, madre mía. No

pidáis gracia al asesino de vuestro esposo, o vuestro hijo os maldecirá desde la

eternidad.

Mas ella sin escucharlo corrió desolada hacia el palacio. Atravesó, sin que nadie pudiera

detenerla, los patios, los vestíbulos, las galerías y los salones, preguntando a su paso por

aquél de quien esperaba la muerte o la vida. Un edecán entreabrió un gabinete y la

mostró un hombre que apoyado en una mesa ocultaba su rostro entre las manos. La

desventurada, precipitándose en el cuarto, fué a caer a sus pies. Pero al mirar a aquel

hombre el ruego se le heló en su labio pálido que se movió sin articular sonido alguno.

En ese momento sonó una detonación. La infeliz madre cayó sin sentido gritando:—

¡Manuel! ¡Manuel! ¿Qué has hecho de tu hijo?...

IX. Conclusión

Mucho tiempo hacía que el antiguo fuerte de la Pampa era ya sólo un montón de

escombros ennegrecidos por el humo del incendio. Los indios en una salida lo habían

quemado, asesinando al viejo comandante con toda la guarnición. Desde entonces el

doble silencio de la muerte y del abandono reinó en torno de aquellos muros, y el terror

supersticioso que inspiraban las ruinas apartó de allí los pasos del viajero.

Sin embargo, una noche, al alzarse la luna sobre el horizonte, los habitantes del “pago”

vieron una mujer pálida, enflaquecida y arrastrando negros cendales, que atravesó

gimiendo las avenidas de sauces y se perdió entre las desmoronadas murallas del fuerte.

Algunos la tuvieron por una aparición; pero otros creyeron conocer en ella a María, la

hija del viejo comandante, el bello Lucero del Manantial.

Lima, agosto de 1860.

Page 38: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LOS 3000 PESOS DE DORREGO

C. O. Bunge

Era en el año nefasto de 1820, el año de agudísima crisis, revolucionaria más bien que

política. En la provincia de Buenos Aires cambiábase cada día, puede decirse, de

gobernador. Siendo gobernador el señor Ramos Mejía, partidario del directorio, el

general Soler, enemigo del sistema, habíale depuesto, asumiendo el mando. Retiróse

luego el nuevo gobernador al campamento de Luján, donde estableció su sede. Dejaba

en Buenos Aires, como su lugarteniente, en el cargo de comandante general de armas, al

coronel Dorrego. Y para concluir con los unitarios, puso a precio las cabezas de los

principales representantes del régimen directorial.

Entre ellos se contaba el doctor Tagle, cuya persona se tasó en 3000 pesos. Espíritu

inquieto y combatiente, habíase arriesgado a venir de su voluntario ostracismo en el

Uruguay a la misma ciudad de Buenos Aires. Ocultábase en la casa de un amigo, el

señor Marín. Su situación era harto peligrosa, pudiendo ser reconocido y denunciado en

cualquier momento, hasta por la servidumbre. Además, agravábase esa situación por su

personal y mortal enemistad con el coronel Dorrego, a quien había insultado con la

virulencia de las pasiones políticas de aquel tiempo semibárbaro.

Temiendo una sorpresa trágica y fatal para su huésped, el señor Marín resolvió salvarle

dando un paso audaz y decisivo. Conocía a Dorrego y confiaba en su caballerosidad.

Sin comunicar su proyecto al doctor Tagle, fué a ver al comandante general en el piso

bajo del Cabildo, donde se hallaba. Amigo también de Dorrego, díjole, medio en serio y

medio en broma: “Sé que estás en apurada situación financiera y vengo a ofrecerte la

oportunidad de ganar 3000 pesos.” Como en efecto, por las continuas revoluciones y

violencias, escaseaba el dinero, Dorrego contestó agradecido por el ofrecimiento. No

disponía en ese instante de un peso, ni propio ni del Estado, para pagar a las tropas. El

señor Marín anuncióle entonces que tenía al doctor Tagle en su casa. Dorrego se limitó

a responder: “Muy bien. Esta noche iré a buscarlo.”

Sin cambiar más razones, el señor Marín se retiró. Aunque tuviera plena confianza en la

lealtad de Dorrego, una duda vaga se apoderó de su espíritu. ¿Y si el comandante

general, llevado al mismo tiempo por el antagonismo político y la necesidad de dinero,

entregaba al general Soler la cabeza del doctor Tagle? Los hombres más rectos tienen

momentos de ofuscación; y entonces todos parecían ofuscados por la sangrienta lucha

política....

De vuelta en su casa, el señor Marín se sentó a conversar y tomar mate con el doctor

Tagle. Estaba distraído y preocupado. Notándolo su huésped, le preguntó la causa de

sus cavilaciones. No pudo callar por más tiempo el señor Marín, y le enteró de su

diligencia. Pálido como un muerto, el doctor Tagle exclamó: “Estoy perdido.” Quiso

huir en ese momento; pero como era su proyecto harto imprudente, el señor Marín le

detuvo en su casa. Librado a la hidalguía de Dorrego, corría alguna probabilidad de

salvarse; de otro modo, su pérdida era segura....

No tuvieron tiempo para deliberar largamente, porque apenas anocheciera presentóse el

coronel Dorrego en la casa del señor Marín. “Aquí está el doctor Tagle”, dijo, y entró

seguido de su ordenanza. Más muerto que vivo, presentóse el doctor Tagle. Dorrego

Page 39: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

tomó un capote de manos de su ordenanza, y le dijo: “Póngaselo.” El doctor se lo puso.

En la puerta había dos caballos ensillados, el del coronel y el del ordenanza. Montando

en el suyo, Dorrego dijo al doctor Tagle: “Monte a caballo y véngase conmigo.” Y el

doctor Tagle montó en el caballo del ordenanza, convencido ya de que sólo le esperaban

cuatro tiros.

A galope tendido cruzaron la ciudad de Sur a Norte. Llegaron, en la noche cerrada, al

bajo de Palermo. En la orilla del río les esperaba una embarcación a vela, aparejada para

partir. “Embárquese y póngase en salvo en la Colonia”, ordenó Dorrego a su

acompañante. Conmovido por su grandeza de alma, el doctor Tagle le observó: “Yo he

sido y soy su enemigo, coronel.”—“En el campo de batalla”, contestó Dorrego, “no

hubiera vacilado en matarle; aquí, sólo un mal caballero podría aprovecharse de haberle

hallado huído e indefenso.” El doctor Tagle insistió: “Pierde usted, coronel, 3000 pesos

que necesita.” Y el coronel Dorrego, montando de nuevo a caballo y despidiéndose,

repuso con sencillez: “Todo el oro del mundo no bastaría para comprar la lealtad de un

militar argentino.”

Page 40: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

CUMPLIR LA CONSIGNA

C. O. Bunge (Según Juan M. Espora)

Inspeccionando una mañana el campamento de Mendoza, San Martín se detuvo ante

una puerta cerrada y revestida de pieles de carnero con la lana para afuera....

Custodiábala un centinela. “¿Qué es esto?,” preguntó a los sargentos que le

acompañaban.—“El laboratorio de los mixtos”, le respondieron.—“¿Se trabaja

ahora?”—“Sí, señor. Se están haciendo cartuchos, lanzafuegos, estopines, espoletas para

granadas y otras municiones.”—Sin averiguar más, dirigióse allí el general en actitud de

entrar. “¡Alto ahí!”, exclamó el centinela, poniéndosele delante. “No se puede entrar.” A

esta observación, San Martín le preguntó con vehemencia: “¿Cómo es eso? ¿No me

conoces?”—“Sí, señor, lo conozco; pero así no se puede entrar”, repitió el soldado,

refiriéndose al traje militar que vestía el general, con botas herradas y pesadas espuelas.

Volvió a insinuar San Martín su ademán de abrir la puerta. El centinela caló entonces la

bayoneta, y repitió de nuevo: “Ya he dicho, mi general, que así no se puede entrar.” Y

gritó con fuerza: “¡Cabo de guardia! ¡El general en jefe quiere forzar el puesto!” Al ver

esto, uno de los sargentos corrió al cuerpo de guardia a llamar al cabo. Llegó el cabo, y

dijo al general: “Señor, el centinela tiene la consigna de no dejar pasar a nadie al

laboratorio vestido de uniforme, para no ocasionar un incendio. Si mi general quiere

visitarlo, para hacerlo en la forma permitida, sírvase pasar antes a ese otro cuarto y

mudarse la ropa.” Nada respondió el general, entró en el cuarto indicado, quitóse el

uniforme, y se puso un par de alpargatas y saco y gorro de brin. Luego visitó el

laboratorio e inspeccionó sus trabajos. Cuando se retiraba, habiéndose vestido de nuevo

el uniforme, pasó por el cuerpo de guardia y ordenó que, después de relevarse, se le

mandara a su despacho al soldado que hacía de centinela. Cumplió el soldado la orden y

se presentó, temeroso de haber merecido una admonición. Pero al verle entrar, el

general en jefe se puso de pie y le tendió la mano para felicitarle calurosamente. Al

obedecer a su consigna había cumplido su deber.

Page 41: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LA LEALTAD DE SAN MARTÍN

C. O. Bunge (Según Juan M. Espora)

Hallábase el general San Martín en el campamento de Mendoza. El edecán de servicio

en la antesala de su tienda de campaña, entró un día en su escritorio, anunciándole:—

“Un oficial pregunta por el ciudadano don José de San Martín.”—“Hágale usted

entrar.”—Entró el oficial, ratificándose en que venía a ver al ciudadano, y no al general

en jefe.—“Puede usted hablar”, le dijo San Martín.—“Vengo a confiarme a usted como

un hijo a su padre”, balbuceó el oficial. “Soy habilitado de mi cuerpo. Ayer recibí de la

comisaría de guerra, para socorro de los oficiales y soldados, una suma de dinero.

Llevábala a su destino, cuando entré por mi desgracia a saludar a un oficial amigo mío

que se halla enfermo. Varios compañeros estaban jugando a los naipes en su aposento.

Me invitaron a acompañarles. Al principio rehusé. Luego quise tentar la suerte. Resolví

jugar la pequeña suma que me correspondía como oficial de la cantidad total que me

fuera entregada. Como debo al sastre, a la lavandera y a varios proveedores, no

pudiendo pagar mis deudas con esa pequeña suma, ocurrióseme que, si lograba

duplicarla o triplicarla, saldría de apuros. El caso es que la perdí. Ofuscado por el golpe,

quiero reponer la pérdida, juego de nuevo, y vuelvo a perder.... En fin, arriesgué todo lo

que llevaba, y ¡lo perdí todo!... He pasado la noche vagando por los alrededores del

campamento como un loco. Estoy deshonrado. ¡Ruégole, señor, que se apiade de mi

situación y salve mi honor! Yo le pagaré después como pueda, aunque sea sirviéndole

de criado. ¡Lo que no quiero es que no se me ajusticie como ladrón, y llegue luego la

noticia a mi pobre madre!... “El general San Martín le contestó, después de una pausa:

“Como general estaría obligado a hacerle enjuiciar ante el consejo de guerra.... Pero

usted se ha confiado a mi lealtad y me promete enmendarse....” Y tiró una gaveta de su

escritorio, sacó en onzas de oro de su propio peculio la suma que el oficial le pedía, y, al

entregársela, le dijo: “Vaya usted y en el acto entregue ese dinero en la caja de su

cuerpo. ¡Que en su vida se vuelva a repetir un pasaje semejante!... Y, sobre todo, guarde

usted en el más profundo secreto el asunto de esta entrevista, porque si alguna vez el

general San Martín llega a saber que usted ha revelado algo de lo ocurrido, en el acto le

manda fusilar.”

Page 42: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LAVALLE EN RÍO BAMBA

Pedro Lacasa

El combate de Río Bamba es el choque de caballería más lucido que haya tenido lugar

en la guerra de nuestra emancipación, y el que ha revelado también a más alto grado el

renombre de bravo que llevaba el ejército de los Andes, en los gloriosos tiempos que

dejamos a la espalda. En él se vió al intrépido Lavalle con 96 granaderos arrollar cuatro

escuadrones, fuertes cada uno de 120 hombres, de las mejores tropas del Rey, hasta

meterlos a sablazos bajo los fuegos de la infantería, habiendo pasado antes por la villa

de Río Bamba, que estaba interpuesta entre los dos ejércitos, para desafiar a la caballería

enemiga. Ésta con la intención de alejarlo de toda protección, no salía de la pequeña

planicie que está al pie de las alturas que coronan aquel pueblo, y a las cuales quería

atraer al general Sucre el jefe español, para batirlo con ventaja.

La posición de Lavalle, en ese día, era tanto más conspicua, cuanto que estaba peleando

por primera vez con una fuerza cuatro veces mayor que la suya, en presencia de los

orgullosos soldados de Colombia, y contra la voluntad del general en jefe, que en esos

momentos lo acusaba de imprudente, por haber comprometido un choque en que tenía

que combatir uno contra cinco, y del cual, según él, no podía salir victorioso. En prueba

de lo que dejamos dicho, citaremos las palabras que el coronel Ibarra, sobrino del

libertador Bolívar, dirigió al general Sucre en aquellos momentos supremos, y sus

contestaciones, sacadas de los apuntes del coronel del ejército de los Andes, don Juan

Espinosa, publicadas en el Correo Peruano del 23 de mayo de 1846. Después de la

primera carga que Lavalle dió a los españoles, y en la cual llegó hasta tiro y medio de

fusil, los granaderos se retiraron al tranco. Entonces el general enemigo organizó los

cuatro escuadrones que habían sido acuchillados momentos antes, y los hizo cargar

poniéndose él mismo a la cabeza. Lavalle, cuando estaban a cien pasos a su retaguardia,

volvió caras por pelotones, y cargó al centro de los cuatro escuadrones. En este

momento el general Sucre creyó perdidos a los granaderos por la imprudencia de su

jefe, “y no quiso protegerlos”, dice Espinosa, “por no comprometer una acción general

para la cual no estaba preparado, y por ser muy avanzada la hora”. A las repetidas

instancias que le hicieron de proteger al escuadrón con alguna infantería, contestó: “El

comandante Lavalle ha querido perderse, que se pierda solo.” El coronel Ibarra, sobrino

del Libertador y un valiente de primera clase, le dijo: “Mi general, déjeme V. S. ir con

mis guías en protección de los granaderos, y yo le respondo del triunfo”; y saltándosele

las lágrimas, añadió: “¡Cómo se pierde un escuadrón tan valiente! mi general,

permítamelo V. S.” El general Sucre, con una calma inalterable, le contestó: “Coronel

Ibarra, aquí el único responsable soy yo; pero vaya V. y haga su deber.”

Poníanse recién al galope los denodados guíasde Colombia, cuando los bizarros

granaderos decidían la victoria, sin que les cupiese más que a cincuenta de esos bravos

ayudar a recoger los laureles, que los inmortales granaderos habían alcanzado, segando

cabezas españolas con el corvo de los Andes, en aquel anfiteatro de la Edad Media.

Page 43: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

EL OMBÚ

Marcos Sastre

El ombú es el único objeto que se eleva sobre la dilatada pampa, destruyendo la

monotonía de ese océano de verdura. Sus abultadas raíces que se levantan en una

enorme masa cónica, base de un tronco, imitan las rocas, simulando en los huecos de su

seno sombrías cavernas que pueden servir de cómoda habitación en el desierto. Casi

siempre su presencia indica desde muy lejos la morada humana al caminante extraviado,

que apresura hacia él sus pasos para gozar el seguro reposo del rancho hospitalario de

nuestros campos.

En las dilatadas llanuras sin camino, el ombú es el norte del viajero, y levantándose

sobre la planicie de las costas del Plata, en forma de colinas invariables como las

montañas, es el guía seguro del navegante para tomar el puerto, evitando los bajíos

peligrosos.

Uno de los caracteres distintivos del ombú es su longevidad dilatada, condición

requerida en un ser que con dificultad se reproduce. No se conoce el término de su vida,

nadie ha visto hasta ahora un ombú seco de vejez, no hay tradición que recuerde la edad

juvenil de algunos. Por las enormes dimensiones de muchos de ellos con treinta varas de

circunferencia en su monstruosa raíz, y diez en su tronco, puede juzgarse que tienen

miles de años de existencia....

Además de su extraordinaria longevidad, tiene el ombú tal fortaleza, que no hay huracán

que lo derribe, y es su vitalidad tan prodigiosa que ni la sequedad ni el fuego tienen

poder para destruirlo. Si por acaso algún violento torbellino llega a destrozar su copa,

muy pronto se rehace con asombroso vigor y lozanía....

Él ha resistido las sequías destructoras que, de tiempo en tiempo, han asolado las

campiñas....

El ombú prospera en los lugares más áridos y en toda clase de terrenos, con tal que no

tenga una humedad excesiva. Sólo se multiplica por la semilla, y es preciso, mientras es

pequeño, ponerlo a cubierto de las heladas. Trasplantándolo joven, no requiere ya

ningún otro cuidado, ni el de riego, y a los cuatro o cinco años es un árbol frondoso.

No hay árbol como el ombú para formar umbrosas alamedas y avenidas arboladas. La

naturaleza de nuestro clima, madrastra de los árboles exóticos, parece que les niega el

sustento; exigen la solicitud y constante atención del hombre. El ombú, su hijo

predilecto, prospera admirablemente sin necesidad de sus cuidados. Y, ¿cuál es el árbol

de otros climas, que aventaja a nuestro ombú en frondosidad, majestad, hermosura?

Bien puede herir su copa un sol abrasador, bien puede faltarle el refrigerio de los rocíos

y el alimento de las lluvias, no por eso dará paso a un solo rayo del astro, ni soltará a

una sola de sus hojas; mientras que los demás árboles languidecen, se agosta su follaje y

ralea su sombra en la estación de los calores.

Page 44: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

EN LA CORDILLERA

Juan María Gutiérrez

En mi calidad inalienable de porteño, ayuno de granito y de basalto, huérfano de

mesetas, de morros y promontorios, sin conocer otros montes que los de durazno,

¡cuánto no ansiaba por acercarme a ese lindero del occidente argentino divinizado en los

cantos guerreros con que me había arrullado en la cama! ¡Qué ansia tenía por poner pie

donde lo estamparon los valientesde San Martín y los leones de Necochea!

Un día 6 de mayo, de un año que no quiero acordarme, esos Andes tan deseados se

presentaron a mi vista. Sus cumbres, celestes como nuestra bandera, en la mañana, y

rosadas como la inocencia y la juventud al ponerse el sol, fueron para mí verdaderos iris

de bonanza después de cuarenta días de capa y tempestades en ese cabo, acabador de

toda paciencia, que se llama de Hornos...

En todo esto cavilaba, mi querido amigo, en tanto que la luna del 31 de marzo brillaba

sobre mi cabeza peregrinando por el cielo transparente de la provincia de Aconcagua.

Una mula con el equipaje y provisiones, dos de remuda, el guía tras de ellas, y yo

cabalgando en silla inglesa a retaguardia, íbamos en procesión por una senda angosta a

las cuatro de la mañana siguiente. La luna no alumbraba; las estrellas, tímidas todavía

ante la reina eclipsada, no alumbraban tampoco; y yo sólo contaba para mi salvación

con el instinto de mi cuadrúpedo y del bípedo delantero. No sabía si caminaba para

adelante o para atrás; y por salir de una ofuscación muy frecuente en semejantes

situaciones, llevaba la mano a la cabeza del caballo porque me parecía que el animal

estaba al revés. “Las tinieblas estaban sobre la haz del abismo”, como en el primer

capítulo del Génesis. Poco a poco comenzó a fosforescer la columna del vapor tibio de

la respiración de las bestias; el aire tomó el oriente de las perlas; la inevitable

compañera de todo cuerpo comenzó a marcarse en el suelo; hasta que al fin, el dedo de

Dios “separó la luz de las tinieblas” que huyeron. ¡Qué sitios tan bellos había robado la

noche a mi contemplación! La montaña estaba a mi derecha; el torrente a mi izquierda.

Unas tunas del género cirio, más corpulentas y cilíndricas que las que conocemos aquí,

reunidas en familia de cinco y seis individuos de todas edades y estaturas, se levantaban

verdes y airosas, con envidia del aficionado a jardines. Con este instinto del mal que

distingue al hombre, las hacía emigrar con la imaginación, y las colocaba dentro del

círculo artificial de un parque a la inglesa. No sólo por sus formas y color que eran

bellos, la naturaleza les había dado aduladores para realzar sus méritos: una planta

parásita llamada quiltre, que a merced de sus tenaces púas se injerta en los árboles hasta

connaturalizarse con ellos, formaba de rojo y amarillo guirnaldas preciosas sobre la

cabeza de los cactus; en otros, ceñidos más abajo por las mismas flores, remedaban

sartas de corales en la garganta de una mujer de Arauco. Piedras enormes, árboles

pequeños obligaban al sendero a arrastrarse por aquellas faldas como una serpiente; que

tal parece en realidad, cuando la vista puede descubrir la serie sin interrupción de sus

anillos blanquizcos.

Voy a hacer una advertencia. Cuando le diga a Vd.: “Me paré, almorcé aquí, comí allá,

dormí en tal parte”, no era yo el que tenía cansancio, hambre ni sueño, sino las mulas o

Page 45: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

el conductor, porque mi voluntad no entraba para nada en la formación de las leyes de

aquella república ambulante. Por otra parte, las jornadas están señaladas por la

naturaleza, por decirlo así, combinada por la necesidad del transeunte en las Cordilleras.

Es preciso parar a comer donde haya agua y sombra: dormir en paraje abrigado y en la

cercanía de algunas hierbas para que pasten las bestias.

A las once y media de la mañana mi caballo no quiso obedecer a las espuelas; lo atribuí

a la mala calidad del pingüelo o a la peor colocación de estos instrumentos pedestres

que se me habían subido a las pantorrillas. Pero esto era un mal juicio en toda la

extensión de la palabra. El pobre cedía a una costumbre inveterada: habíamos llegado al

lugar de almorzar, y a fe que el sitio era a propósito para el efecto. Un hilo de nieve

derretida caía transparente de la montaña por entre sombra de árboles, y un peñón plano

y extenso prestaba mesa para una orgía de 25 cubiertos. Esta piedra rodeada en círculo

de otras en forma de pirámides, altas y truncadas, realizaba con perfección la idea que

tengo de las aras druídicas de los antiguos galos; y por un rapto vagabundo de la

imaginación, me transporté al teatro de Carlos Alberto, en donde había oído por primera

vez aquella sublime elegía que inspiró a Bellini el presentimiento de una

muerteprematura. El poco respeto que me infundía el criterio músico del muletero, me

dió ánimo para echar al aire algunas notas, y entoné la famosa cavatina de la sacerdotisa

sacrílega: ¡Casta Diva!

Un pollo fiambre y un trago de jerez bien rubio me habían infundido tan buen humor,

que me puse a reír a vista de un espectáculo artísticamente interesante y patético

también, que aquel momento se ofreció a los ojos de Norma.—Un anciano, vestido

pobremente, descendía, en sentido opuesto al nuestro, la ladera del camino, colgadas

dos arganitas de cuero a los ijares de su mula cuyana, ética y tropezadora. La fruta que

traía en ellas no la producen ni los árboles ni las plantas. Eran dos chiquillos de 5 a 6

años que, hincaditos, parecían esas ánimas de bulto que con las manos juntas al pecho,

coloca la piedad pedigüeña sobre las alcancías de las iglesias católicas.—Murillo, que

ha llenado los conventos de España con esos lienzos inmortales que representan la huída

a Egipto de la Santa Familia, habría tomado de aquí asunto para un cuadro original

como pocos.

Siguiendo nuestro camino, nos encontramos hasta tener literalmente a nuestros pies el

torrente, compañero fiel del sendero.—El Salto se presentaba en el fondo de la cima

dando salida por un corte gigantesco de la montaña al agua anhelante por esparcirse en

un lecho menos limitado que el que la trae emparedada por un trecho considerable. El

cauce por donde corre allí, está sembrado de piedras de colores variados y de formas

redondas dadas contra la voluntad del granito por esa pertinacia del agua, que

eternamente se desliza y que se ha presentado como imagen del triunfo de la constancia:

“la gota horada la piedra, non vi sed saepe cadendo.” Fuera imposible contemplar aquel

espectáculo sin atribuir inteligencia a la lucha que levantaba espumas de plata y de

jazmines en torno de los guijarros desnudos. Allí había sin duda Náyades que lavaban

sus encajes y sus túnicas de Cambray con pasta perfumada de almendras de la fábrica de

Monpelas; Ninfas de la fuente que contaban sus amores desconocidos y desgraciados a

los escasos viajeros; y de ella (no puede por menos) es esa cadencia monótona que llena

el oído y convida a “soñar e imaginar con desaliño”, frases castizas que guardo en la

memoria porque me parece la traducción más genuina del verbo francés rêver, que tanto

da qué hacer a los traductores noveles.

Page 46: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LA NATURALEZA SUDAMERICANA

De Valparaíso a Buenos Aires

Juan María Gutiérrez

El camino a vapor es el Valdivia, el Hernán Cortés, el Pizarro, de nuestros días, para

completar la conquista de América en servicio de la civilización y la paz. La espada

comenzó esa conquista: la ayudó y continuó la cruz, en manos de los misioneros; la

ciencia de la mecánica que da la dirección asombrosa a la fuerza expansiva de uno de

los elementos antiguos encerrado en una caldera de hierro, acortando en tiempo las

distancias, dando al andar del hombre la rapidez del vuelo de las aves, satisfaciendo una

necesidad apenas sentida, acercando los pueblos apartados para que conversen, por

decirlo así, mano a mano, está llamada en este siglo a completar la obra comenzada en

América por el guerrero y el sacerdote. El silbo de la locomotiva es hoy la voz del

verdadero apóstol, el sonido de la lira de los Anfiones modernos, eco de los

taumaturgos del siglo, que predica la unión y la paz entre los hombres, hablándoles de

sus intereses, que levanta centros sociales por encanto y aconseja el amor al prójimo y el

respeto a Dios, tiñendo con dulces colores de rosa los horizontes de esta existencia de

un día para las criaturas y eterna para las sociedades.

¿No piensa Vd., mi amigo, como yo? ¿Cree Vd. que una ley escrita y nada más sea tan

poderosa como el fiat de Dios para dar condiciones de nación y formas regulares de

cuerpo social a una familia de desiertos como son los miembros de todas las repúblicas

sudamericanas? El aislamiento natural ahoga la eficacia del pacto, como agosta la

maleza robusta e indómita a la planta delicada acostumbrada a sentir cerca de sí la mano

inteligente del hombre. La América es el campo de aplicación de todos los

descubrimientos de la ciencia europea, no porque yo lo digo, sino porque así lo dispuso

el Artífice que fraguó una vez para siempre los destinos de la cadena del mundo. El

poder de la dilatación de esa ciencia es como el de la mente de Colón—no puede

reconocer por meta las columnas de ningún Hércules. La América es el jardín del

mundo para la aclimatación de todo lo grande y de todo lo bueno. Si alguien lo duda,

que ponga la vista en el mapa de su geografía, y diga después si el hombre podrá

encontrar en ninguna otra parte del mundo mejor cielo que admirar, mejores sombras a

que asilarse, mejores frutas para su paladar, aguas más frescas y salubres para su sed,

ríos más capaces de ser surcados, montañas más preñadas de plata y de oro, tierras más

fértiles que en América. En poco tiempo el habla y la religión cristiana se aclimataron

en nuestro continente desde la tierra magallánica hasta la alta California; el hijo del

conquistador y de las Indias cautivas fué superior en fuerza muscular y en inteligencia a

sus padres. El inca Garcilaso, criado al seno de una Palla cuzqueña, escribió con

veracidad y talento las proezas de Pizarro, que no sabía escribir su nombre. Esta

facultad absortiva de asimilación y de mejora que distingue al nuevo mundo, se

manifiesta desde luego en el hombre americano por su facilidad para imitar, por su

notable aptitud para las artes y los idiomas; en segundo lugar, se manifiesta en las

condiciones del suelo, algunas de las cuales podemos señalar sin salir de casa. Los

españoles, por ejemplo, traen al Río de la Plata unos cuantos potros andaluces, y esos

céfiros del Betis, como los llama Góngora, encuentran su verdadera patria en las

llanuras argentinas: se reproducen al infinito; la libertad los mejora, y aquí en su centro,

es donde aconseja Bufón que se contemple y se estudie ese bruto generoso, “la mejor

conquista entre cuantas hizo el hombre”. El pico de un ave o el movimiento de una ola

Page 47: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

depone a las orillas del Paraná la simiente de un durazno, y de ahí el origen de esa

abundancia de “fruta del monte”, que nos deleita entre los meses de febrero y marzo.

Dos carozos de damasco traídos por casualidad de Italia, poco más ha de medio siglo,

bastaron para reproducirse en Buenos Aires en los términos que conocemos. El morueco

de las colonias españolas tan mimado en Sajonia, crece y se reproduce sin desmejorar

en nuestros campos, sin más techo ni cobertizo que la benignidad del temperamento.

Para estos animales, pues, y para aquellas semillas, estaba preparada ab initio la tierra

que tanta y tan agradecida hospitalidad les brinda.

Y ahora, dígame Vd., mi amigo, ¿para qué puede haber nivelado la mano de la

naturaleza el espacio que media entre el Plata y el Paraná (“caminos que caminan”) y

las faldas de las Cordilleras, límites de nuestro país con Chile y Bolivia? ¿Será para que

se arrastre sobre esa superficie plana la tarda rueda de la carreta al paso lerdo del

robusto buey tucumano, cuya piel y cuya carne se pagan a peso de oro al occidente de

los Andes? ¿Será para que se espacie en ella el avestruz “privado por Dios de

inteligencia”, como quiere la Escritura, y para que, “cuando llegue la ocasión, levante

las alas y se burle del caballo y del cabalgador”? ¿Será para que pueble sus soledades el

alarido de los ranqueles y el relincho de los potros orejanos; o para que se convierta, en

fin, en Calvario, demostrando a cada paso con sus cruces que la vida del hombre no es

allí de Dios, ni de la ley humana, sino de la barbarie codiciosa?

¡No! El ingeniero invisible sujetó a regla ese mar de verdura, como sujetó la superficie

del océano a un nivel permanente, y con iguales designios. Divorció con el agua salobre

los continentes, porque había puesto en la mente humana el germen de la navegación y

en la atmósfera los vientos constantes. Tendió el desierto, que es en apariencia el

sudario de la vida social, porque en el siglo XIX el hombre había de inventar un

monstruo corpulento como los megaterios, veloz más que el gamo, sobre cuya espalda

había de erguirse en realidad como Rey de la Creación, mostrándose invencible en las

luchas con las resistencias de la naturaleza y del espacio.

Page 48: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

LINIERS Y LA RECONQUISTA DE BUENOS AIRES

C. O. Bunge (Según P. Groussac)

I. Los Preparativos y la Marcha hacia Buenos Aires

Conquistada por los ingleses en 1806 la ciudad de Buenos Aires, Santiago de Liniers

tomó su partido: se dirigió a Las Conchas y se embarcó en una lancha para la Colonia.

Se dice que había pasado parte de la noche anterior en oración en el santuario de la

Recoleta: sería la vela de las armas de los antiguos caballeros, y a fe que no sentaba mal

en quien descendía de Guy de Liniers, muerto en la batalla de Poitiers. Desde la Colonia

escribió a Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo, reseñando el estado de la capital

y proponiéndole reconquistarla “con 500 hombres de tropas escogidas que se le

confiasen”. La Junta de Guerra allí establecida para preparar la resistencia a la

anunciada invasión de Popham, opinó que se debía oír a Liniers. Y se le confió el

mando que solicitaba.

El 22 de julio la división salió de Montevideo entre las aclamaciones del vecindario. Al

frente iba Liniers, vistiendo el brillante uniforme azul y rojo, flordelisado de oro, de

capitán de navío, y, en el pecho, la cruz de Caballero de Malta. Era de alta estatura, de

robusta presencia, y poseía una belleza risueña y varonil que formó parte de su prestigio

entre la muchedumbre. Galante por raza y temperamento, saludaba a las mujeres

apiñadas en los balcones y azoteas, anunciando la victoria que le tenía prometida

aquella voz secreta, misterioso confidente de todo conquistador.

¡Al fin tenía su hora histórica! Y, radiante de entusiasmo, blandía al claro sol de

invierno, dulce como una caricia, la espada tanto tiempo herrumbrada, que había

flameado en Gibraltar y Menorca contra esos mismos ingleses que ahora iba a vencer.

Embarcadas las tropas el día 3 de agosto, la travesía de la Colonia a la otra costa se

efectuó sin inconveniente grave, aunque con bastante labor por la suestada y los

chubascos. Parte de la flotilla extravió el rumbo en la obscuridad, teniendo que fondear,

sin saberlo, a inmediaciones de una fragata enemiga. Al salir la luna, zarparon las naves

y rectificaron su rumbo, amaneciendo a la vista de Buenos Aires y de la escuadra

inglesa. Arreciando la suestada, Liniers resolvió desembarcar en Las Conchas, y no ya

en Olivos, como se había determinado. Allí fondeó el 4 por la mañana, realizándose

inmediatamente el desembarco de las tropas y artillería e incorporándose además los

marineros disponibles de la flotilla. El día 5 las fuerzas entraron en San Isidro, donde

encontraron provisiones frescas y abrigo; el temporal se había desencadenado,

dispersando a las naves enemigas y echando a pique cinco lanchas cañoneras. Las tropas

emplearon el día en limpiar el armamento y apercibirse para el combate.

Al día siguiente, domingo, el capellán celebró misa al aire libre, en el centro de las

tropas formadas. Concluído el oficio, se dió orden de marcha para los Corrales de

Miserere, donde se llegó a las diez de la mañana. Desde este punto, el jefe de la división

española dirigió a las once, con su primer ayudante Quintana, una enérgica intimación

al general inglés. No habiendo sido admitido por Beresford en los quince minutos

fijados, el enviado se retiró sin entregar la misiva; pero Liniers no aprobó este exceso de

celo y despachó nuevamente a su ayudante, que fué recibido en el acto. La respuesta de

Beresford fué muy significativa, viniendo de un jefe tan circunspecto como valiente. Al

Page 49: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

contestar que se defendería “hasta el caso que la prudencia le indicara”, confesaba

implícitamente lo que dejaban entrever sus pedidos de conferencias con las autoridades

bonaerenses y, un poco más tarde, con Pueyrredón. La situación del invasor se

presentaba cada día más difícil e insostenible en la atmósfera hostil de la ciudad; y, si

bien estaba resuelto a cumplir con su deber, no se le ocultaba la desigualdad de

condiciones con que se empeñaba el combate. Vencedor, su victoria sería estéril;

vencido, su pérdida era irreparable. Puede decirse, pues, que la acción se inició, en esa

misma tarde, contra un adversario moralmente derrotado. A las cinco, la división

rompió marcha hacia el Retiro, yendo de vanguardia el cuerpo de voluntarios catalanes

con dos obuses.

II. La Reconquista

El grueso de la división no salvó sin gran trabajo, y sólo merced al auxilio del

vecindario y gauchos a caballo, las dos millas de malísimo camino, sembrado de baches

y pantanos, que mediaba entre el Miserere (hoy Once de Septiembre), y el Retiro.

Entretanto, los miñones o migueletes, apoyados por la compañía de infantería de

Buenos Aires, llegaban a dicha plaza del Retiro “a paso de carrera” y atacaban el

Parque, defendido por 200 soldados ingleses, a quienes desalojaron con una carga a la

bayoneta. La fuerza enemiga se replegaba hacia la Fortaleza, dejando varios muertos y

prisioneros en el sitio, cuando encontró a Beresford, que acudía en su auxilio por la

calle del Correo (Florida), con una columna de 400 a 500 hombres. En este mismo

momento, desembocaban en la plaza a marcha redoblada, vivamente estimulados por

Liniers en persona, los voluntarios de Montevideo con una parte de la artillería de

Agustini. Tan decisivo fué, al enfilar la calle, el fuego del obús cargado de metralla, que

el enemigo se detuvo bruscamente y emprendió retirada hacia la Plaza Mayor, dejando

unos 30 muertos o heridos y abandonando un cañón.

Era muy tarde para seguir las operaciones, y, además, las tropas estaban rendidas de

cansancio. Liniers se contentó con ocupar fuertemente el Retiro y sus bocacalles,

tomando todas las precauciones del caso contra cualquier sorpresa. Las tropas pasaron

la noche sobre las armas y sin comer. El día 11 fué ocupado en montar los cañones de

18 desembarcados de la goleta Dolores, y otros de igual calibre que se encontraron en el

Parque: había que prevenirse contra un posible bombardeo de la escuadra, y también

separarse para batir en brecha a Beresford, que parecía dispuesto a encerrar su defensa

en la Plaza Mayor. El efecto moral de este primer triunfo se hizo visible el mismo día;

acudieron a engrosar las fuerzas regulares o tomar órdenes muchos jóvenes patricios y

hombres del pueblo, algunos de los cuales se preparaban antes a una lucha de

guerrilleros. A mediodía, para probar los cañones recientemente montados, Liniers en

persona apuntó sucesivamente a una lancha cañonera y a una fragata enemigas, con tan

raro acierto que, después de dar en el casco de la primera, cortó con el segundo tiro la

pena de su mesana, donde tremolaba la bandera británica, que cayó al agua. Túvose el

hecho por un pronóstico feliz.

Al amanecer frío y brumoso del día 14 se tocó generala, y, después de revistar las

tropas, Liniers tomó sus últimas disposiciones para el ataque de la plaza. Dividió en tres

columnas su ejército, reducido en número, pero exuberante de entusiasmo y de

confianza en la victoria. La columna de la izquierda, al mando de Liniers, entraría por la

calle de la Merced; la del centro enfilaría por la calle de la Catedral, en tanto que la de la

derecha seguiría la calle del Correo hasta el centro, para allí dividirse y ocupar las

Page 50: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

cuadras del Oeste y del Sur inmediatas a la Plaza Mayor. La artillería debía preparar el

avance, barriendo el camino y haciendo replegar al enemigo. El ataque general se había

fijado para las doce del día; pero un incidente lo precipitó. Destacados en avanzada, un

cuerpo de marineros y otro de miñones se habían deslizado por las aceras, rasando las

casas a favor de la neblina, hasta llegar a dos cuadras de la plaza y encantonarse en

algunos edificios, desde donde rompieron el fuego sobre las partidas enemigas.

Habiendo salido a contenerlos y desalojarlos una columna inglesa, nuestros impetuosos

exploradores se replegaron en guerrilla y avanzaron resueltamente. Eran las nueve de la

mañana; los imprudentes voluntarios pedían refuerzos y municiones, noresolviéndose a

abandonar el terreno conquistado. Las tropas enardecidas por la fusilería, querían

marchar al fuego.... Entonces Liniers modificó rápidamente su plan anterior: lanzó la

caballería de milicias de la Colonia y los dragones de Buenos Aires con artillería

volante por la calle del Santo Cristo, en tanto que se movía penosamente la reserva con

sus cañones de batir, y él mismo se adelantaba por la de la Merced, situándose en la

plazoleta de la iglesia. La refriega se hizo general.

El brío de las tropas suplió la desbaratada estrategia; el vecindario arrastró los cañones

sin caballos: todo el plan se reducía ahora, para cada jefe de cuerpo, compañía o

pelotón, a desalojar al enemigo que tuviera al frente, hasta desembocar en la Plaza

Mayor.

Los ingleses, acantonados en los altos del Cabildo, la azotea de la Recova, el pórtico de

la Catedral, tenían que hacer frente a los combinados ataques de seis columnas

convergentes. Cedieron primero los de la Catedral; los del Cabildo, acometidos por el

Sur y por el Norte, se replegaron sobre la Recova, ya batida por la metralla de Liniers, y

desde cuyo arco Beresford dirigía la defensa. Aquí se concentró el combate y comenzó

a diseñarse el triunfo.

Atacada por todos lados, la posición inglesa hacíase insostenible. Casi al mismo tiempo

los dos generales enemigos, Beresford y Liniers, vieron caer a su lado sus respectivos

ayudantes. Liniers, atravesado el uniforme por tres balazos, se dirigía hacia la plaza. En

el momento en que Beresford, convencido de que era imposible la resistencia, daba la

señal de retirada cruzando su espada sobre el brazo izquierdo, la diezmada división

inglesa se replegó hacia la Fortaleza, siendo su general el último que ocupó el puente

levadizo. El pueblo, victorioso, hizo irrupción en la plazoleta del Fuerte, dominando con

sus clamores el ruido de la fusilería y batiendo sus murallones con sus oleadas

enfurecidas. Trajéronse escalas para emprender el asalto como si fuera un abordaje;

pero entonces apareció Beresford, espada en mano, por el ángulo Nordeste del parapeto,

y se izó bandera parlamentaria. Con todo, el humo y la distancia impedían divisarla y no

cesó el fuego de los asaltantes. Al pie de la muralla, el comandante Mordeille, que

contenía difícilmente a sus hombres, cruzaba un diálogo en francés con Beresford.

Preguntando éste “si su vida corría peligro”, el otro contestó que estaba salvada con

rendirse a discreción. El general arrojó su espada al pie de la muralla, pero Mordeille se

la devolvió por medio de pañuelos atados; al mismo tiempo se izó en el bastión una

bandera española suministrada por un marinero; y de repente cesó el fuego, alzando el

pueblo una inmensa aclamación.

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EL NEGRO FALUCHO

Bartolomé Mitre

En la noche del 3 de febrero, subsiguiente a la sublevación, hallábase de centinela en el

torreón del Real Felipe un soldado negro del regimiento del Río de la Plata, conocido

con el nombre de guerra de Falucho.

Era Falucho un soldado valiente, muy conocido por la exaltación de su patriotismo y,

sobre todo, por su entusiasmo por cuanto pertenecía a Buenos Aires. Como uno de

tantos que se hallaban en igual caso, había sido envuelto en la sublevación, que hasta

aquel momento no tenía más carácter que el de un motín de cuartel.

Mientras que aquel oscuro centinela velaba en el alto torreón del castillo, donde se

elevaba el asta en que hacía pocas horas flameaba el pabellón argentino, Casariego

decidía a los sublevados a enarbolar el estandarte español en la oscuridad de la noche,

antes que se arrepintiesen de su resolución.

Sacada la bandera española de la sala de armas donde se hallaba rendida y prisionera,

fué llevada en triunfo hasta el baluarte de Casas-Matas, donde debía ser enarbolada

primeramente, afirmándola con una salva general de todos los castillos.

Faltaba poco para amanecer, y los primeros resplandores de la aurora iluminaban el

horizonte.

En aquel momento se presentaron ante el negro Falucho los que debían enarbolar el

estandarte, contra el que combatían desde catorce años.

A su vista, el noble soldado, comprendiendo su humillación, se arrojó al suelo y se puso

a llorar amargamente, prorrumpiendo en sollozos.

Los encargados de cumplir lo ordenado por Moyano, admirados de aquella

manifestación de dolor, que acaso interpretaron como un movimiento de entusiasmo,

ordenaron a Falucho que presentase el arma al pabellón del rey que se iba a enarbolar.

—Yo no puedo hacer honores a la bandera contra la que he peleado siempre,—contestó

Falucho con melancólica energía, apoderándose nuevamente del fusil que había dejado

caer.

—¡Revolucionario! ¡Revolucionario!—gritaron varios a un mismo tiempo.

—¡Malo es ser revolucionario, pero peor es ser traidor!—exclamó Falucho con el

laconismo de un héroe de la antigüedad; y tomando su fusil por el cañón, lo hizo

pedazos contra el asta, entregándose nuevamente al más acerbo dolor.

Los ejecutores de la traición, apoderándose inmediatamente de Falucho, le intimaron

que iba a morir, y haciéndole arrodillar en la muralla que daba frente al mar, cuatro

tiradores le abocaron sus armas al pecho y a la cabeza. Todo era silencio, y las sombras

flotantes de la noche aun no se habían disipado. En aquel momento brilló el fuego de

cuatro fusiles; se oyó una sorda detonación; resonó un grito de ¡Viva Buenos Aires! y

Page 52: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

luego, entre una nube de humo, se sintió el ruido sordo de un cuerpo que caía al suelo.

Era el cuerpo ensangrentado de Falucho, que caía gritando ¡Viva Buenos Aires! ¡Feliz el

pueblo que tales sentimientos puede inspirar al corazón de un soldado tosco y oscuro!

Así murió Falucho, como un guerrero digno de la República de Esparta, enseñando

cómo se muere por sus principios y cómo se protesta bajo el imperio de la fuerza. Para

enarbolar la bandera española en los muros del Callao, fué necesario pasar por encima

de su cadáver; se enarboló al fin, pero salpicada con su sangre generosa; y aun

tremolando orgullosamente en lo alto del baluarte, el valiente grito de ¡Viva Buenos

Aires! fué la noble protesta del mártir contra la traición de sus compañeros. Esa protesta

fué sofocada por el estruendo de la artillería en todos los baluartes del Callao.

Falucho era nacido en Buenos Aires, y su nombre verdadero era Antonio Ruiz. ¡Pocos

generales han hecho tanto por la gloria como ese humilde y oscuro soldado, que no tuvo

sepulcro, que no ha tenido una corona de laurel, y que recién hoy tiene un recuerdo en la

historia de su patria!

El martirio de Falucho no fué estéril. Pocos días después se sublevaron en la Tablada de

Lurín dos escuadrones del regimiento de granaderos a caballo, y deponiendo a sus jefes

y oficiales, marcharon a incorporarse a los sublevados del Callao. A la distancia vieron

flotar el pabellón español en las murallas. A su vista, una parte de los granaderos, que

ignoraban que los sublevados hubiesen proclamado al Rey, volvieron avergonzados

sobre sus pasos, como si la terrible sombra de Falucho les enseñase el camino del honor.

Sólo los más comprometidos persistieron en su primera resolución, y volvieron sus

armas contra sus antiguos compañeros, quedando así disuelto por el motín y la traición

el memorable ejército de los Andes, libertador del Chile y del Perú.

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LA ABDICACIÓN DE SAN MARTÍN

Bartolomé Mitre

Se ha dicho con verdad que sólo dos grandes figuras de los tiempos modernos bajaron

tranquilas de la cima de la grandeza, Wáshington y San Martín, porque ellos no fueron

ni poder, ni ambición, ni partidos, ni odios, ni gloria egoísta, sino una misión que debía

concluir en un día irrevocable, en medio de la propia existencia.

Wáshington no abdicó. Al colgar su espada después del triunfo, y entregar el poder

público en manos de un pueblo libre, afirmó la corona cívica sobre sus sienes, siguió sin

violencia el ancho camino que le estaba trazado, y alumbrado por astros propicios, se

extinguió en el reposo con la angélica serenidad de los ángeles tutelares.

San Martín abdicó en medio de la lucha, antes de completar su obra, no por su voluntad,

como él lo dijo en su despedida y como se ha creído por mucho tiempo, sino forzado

por la lógica de su destino y obedeciendo a las inspiraciones del bien; y en haberlo

reconocido en tiempo bajo los auspicios de la razón serena, consiste la grande moral de

su sacrificio. Buscó su camino en medio de la tempestad en que su alma se agitaba, y lo

encontró; y tuvo previsión, abnegación, y fortaleza para seguirla, y por eso el sacrificio

no fué estéril.

El Perú había sido libertado por un puñado de cuatro mil hombres (dos mil argentinos y

dos mil chilenos) contra veintitrés mil soldados, que mantenían en alto los pendones del

rey de España en toda la extensión del continente americano. San Martín, sosteniendo

en sus brazos robustos, como muy bien se ha dicho, el cadáver de su pequeño ejército

diezmado por la peste y los combates, había declarado la independencia del Perú.

Esta grande empresa, realizada con tan pobres medios, con tanta economía de fuerzas y

de sangre, y tan fecundos resultados, se caracteriza como profunda combinación política

y militar, en que circunscribió la lucha de la independencia americana a un punto

estratégico; en que forzó el último baluarte de la dominación española en Sud-América;

en que hirió el poder colonial en el corazón, con la espada de Chacabuco y Maipo; en

que encerró en un palenque sin salida a los últimos ejércitos españoles y realistas,

dentro del cual debía decidirse por un supremo y definitivo combate a muerte, la causa

de la emancipación de un mundo.

Desde ese momento, el triunfo de la causa de la independencia americana dejó de ser un

problema militar y político: fué simplemente cuestión de más esfuerzos y de más

tiempo.

Desde ese día, el sol al levantarse sobre el hemisferio de Colón, no alumbró más

esclavos que los que aún continuaban aherrojados bajo las plantas de los últimos

ejércitos realistas, atrincherados en las montañas del Perú.

Pero, para alcanzar la victoria definitiva, era necesario que el mismo Perú, hondamente

revolucionado, pusiese sobre las armas diez mil soldados más, y el Perú no podía

ponerlos. Chile no podía repetir el supremo esfuerzo que había hecho, para remontar sus

tropas expedicionarias. La República Argentina, política y socialmente disuelta, al

Page 54: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

mismo tiempo que sus hijos ausentes emancipaban lejanos pueblos, no podía enviar

nuevos contingentes a su ejército libertador de los Andes.

Mientras tanto, las legiones triunfantes de Bolívar, que desde las bocas del Orinoco

habían cruzado de mar a mar el continente, se encontraban con las de San Martín, que

desde el Plata habían cruzado al Pacífico, dominándolo; y bajo la línea ardiente del

ecuador y al pie del Chimborazo, se saludaban las banderas independientes de las

Provincias Unidas del Río de la Plata, de Chile, del Perú, y de Colombia, sellando la

alianza continental con una nueva victoria alumbrada por los fuegos volcánicos del

Pichincha.

En tal situación, Colombia era el árbitro de los destinos del Nuevo Mundo, y en manos

del Libertador Bolívar estaba la masa hercúlea que debía dar el golpe final, en el

supremo y definitivo combate que iba a librarse en el Perú.

Para concentrar este supremo esfuerzo, los dos grandes libertadores se encontraron en

aquel punto céntrico del mundo en que sus soldados habían fraternizado. Sus miradas se

cruzaron como dos relámpagos en la región tempestuosa de las nubes, sus brazos se

unieron, pero sus almas no se confundieron, porque comprendieron, que aunque

profesaban una misma religión, no pertenecían a la misma raza moral.

Bolívar era el genio de la ambición delirante, con el temple férreo de los varones

fuertes, con el corazón lleno de pasiones sin freno, con la cabeza poblada de flotantes

sueños políticos, sediento de gloria, de poder, de esplendor, de estrépito, que

acaudillando heroicamente una gran causa, todo lo refería a su personalidad invasora y

absorbente. El mismo se ha retratado así, prorrumpiendo en uno de sus teatrales

simulacros de renuncia del mando supremo: “Salvadme de mí mismo, porque la espada

que libertó a Colombia no es la balanza de Astrea.”

San Martín era el vaso opaco de la Escritura, que escondía la luz en el interior del alma:

el héroe impersonal que tenía la ambición honrada del bien común, por todos los

medios, por todos los caminos, y con todos los hombres de buena voluntad, según él

mismo se ha definido con estas sencillas palabras: “Un americano, republicano por

principios, que sacrifica sus propias inclinaciones por el bien de su suelo.”

Por eso los dos murieron en el ostracismo. El uno en su edad viril, precipitado de lo

alto, con las entrañas devoradas por el buitre de su inextinguible ambición personal,

llorando hasta sus últimos momentos el poder perdido. El otro descendió sereno y

resignado la pendiente del valle de la vida, con la estoica satisfacción del deber

cumplido, guardando en su ancianidad el secreto roedor de sus tristezas, como en los

heroicos días de su épica carrera había guardado el sigilo pavoroso de sus concepciones

militares.

Estas dos naturalezas opuestas y compactas, fuerte la una por sus defectos en el choque,

y la otra por sus calidades en la resistencia, se midieron como dos gigantes al abrazarse,

y se penetraron mutuamente. San Martín fué vencido por el egoísmo de Bolívar; pero

San Martín venció a su rival en gloria, mostrándose moralmente más grande que él.

El Libertador de Colombia alcanzará más triunfos, cosechará más laureles y merecerá

más la admiración de la historia por su gloriosa epopeya terminada.

Page 55: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

El Libertador argentino, venciendo las más arduas dificultades, preparando el camino y

venciéndose a sí mismo, merecerá en los tiempos la simpatía etérea de las almas bien

equilibradas.

San Martín, con su alto buen sentido, dándose cuenta clara de la situación y de sus

deberes para con ella, se inmoló en aras de una ambición implacable, que era una fuerza

eficiente, y cuya dilatación fatal era indispensable al triunfo de su causa.

Los realistas conservaban aún diez y nueve mil hombres en las montañas del Perú. San

Martín apenas contaba con ocho mil quinientos, y necesitaba forjar nuevos rayos para

continuar la lucha. Bolívar, al frente del victorioso ejército de Colombia, tenía en sus

manos el rayo, que a uno de sus gestos podía fulminar las últimas reliquias del poder

español en América; pero a condición de compartir con nadie su gloria olímpica.

Ante esta solemne espectativa, San Martín reconoció el temple de sus armas de

combate, y vió: que el Perú flaqueaba, que su opinión pública estaba sublevada, que su

ejército no teníaya el acerado temple de Chacabuco y Maipo, y que no podría dominar

estos elementos rebeldes sino haciéndose tirano.—Interrogó al porvenir, y previendo

que en un término fatal su gran personalidad se chocaría con la de Bolívar, dando quizás

un escándalo al mundo, y retardando de todos modos el triunfo de la América con

mayores sacrificios para ella, prefirió eliminarse como obstáculo.—Sondeó su

conciencia, comprendió que no era como Macabeo el caudillo de su propia patria, y

reconociéndose sin voluntad para ser tirano y sin poder moral y material para continuar

la lucha con fuerzas eficientes, abdicó a Bolívar la espada de Chacabuco y Maipo,

después que se convenció de que su ofrecimiento de servir no sería aceptado.

Tal es el significado histórico y el sentido moral de la abdicación de San Martín.

Page 56: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

EL GENERAL BELGRANO

Bartolomé Mitre

Belgrano es una de las más simpáticas ilustraciones argentinas, y una de las glorias más

puras de la América, no sólo por sus memorables servicios a la causa de la

independencia y de la libertad, sino también, y muy principalmente, por la elevación

moral de su carácter y por la austeridad de sus principios democráticos.

Su gloria es un patrimonio nacional, y pretender arrancar a su corona cívica una sola de

sus hojas, sin justificar el derecho con que tal despojo se haga, sería defraudar al pueblo

de su propiedad legítima.

Belgrano no ha sido un genio político del vuelo de Moreno, ni un genio militar de la

altura de San Martín, con quienes comparte la gloria de haber sido, a la par del primero,

uno de los fundadores de la democracia argentina, y con el segundo, el héroe y el

fundador de la independencia.

Fué un gran ciudadano y un verdadero héroe republicano, y ésa es su gloria.

El general Belgrano ha ejercido dos clases de autoridad en el mundo: exigía de sus

subordinados una obediencia religiosa al cumplimiento del deber, y una exactitud casi

igual a la que se exige a una orden monástica, siendo inflexible en el castigo de los

delincuentes.

Estas cualidades de mando han formado escuela. El general La Paz, que lo criticó por

ellas, mandaba sin embargo sus ejércitos a la manera de Belgrano, y no por eso ha sido

calificado de déspota.

El mando militar tiene en sí mismo algo de despótico, porque es personal, sólo tiene por

límite la responsabilidad moral del que lo ejerce y el sentimiento de la justicia y de la

dignidad humana. Si el carácter de Belgrano hubiera sido despótico, se habría

manifestado en el ejercicio de ese mando casi absoluto, que las exigencias de la

revolución y el peligro común hacían que fuese más tirante que en las condiciones de la

vida ordinaria; y sin embargo, es sabido que Belgrano fué siempre justo a la vez que

severo en el ejercicio tranquilo de su autoridad; que jamás abusó de ella, ni fué cruel ni

voluntarioso, y todos cuantos militaron bajo sus órdenes, le guardaron por toda la vida,

estimación, respeto y amor.

Como autoridad política en los territorios donde hizo la guerra, responde en su favor el

amor, el respeto, la confianza que supo inspirar a los pueblos, y que se conserva hasta

hoy aún en los hijos de los indios a quienes trató justiciera y paternalmente en Misiones

y en las montañas del Alto Perú.

Belgrano no era un demócrata a la manera de Artigas y de Güemes, expresiones

exageradas de la democracia en una época de revolución: era un demócrata de la escuela

de Wáshington y de Franklin, cuyos principios profesó toda su vida.

Lo prueba su anhelo por la instrucción de las masas, atestiguado por los

establecimientos de educación que fundó antes y después de la revolución; su respeto a

Page 57: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

la igualdad humana, manifestado hasta en su conducta con los indios de Misiones y del

Alto Perú; su amor a la libertad del pueblo a que consagró su vida y sus afanes; su

empeño constante por que la revolución se constituyera sobre la base de un poder

deliberante emanado directamente del pueblo, como lo demuestra su correspondencia

con Rivadavia; su respeto a la ley y a las autoridades constituídas, y más que todo, su

abnegación, su desinterés y su modestia en presencia de los altos intereses públicos.

Por eso el general Belgrano es el ideal del demócrata. Ningún argentino ha merecido

mejor que él este nombre, y negárselo, sería querer privar a su patria de uno de los más

hermosos y acabados modelos que en tal sentido se pueden presentar como ejemplo

digno de admirarse y de imitarse.

Belgrano y San Martín, los dos verdaderos grandes hombres de la historia

revolucionaria argentina, pueden llamarse padres y autores de la independencia de su

país, teniendo de común, que los dos fueron hombres de orden, ajenos a los partidos

secundarios de la revolución, que nunca pertenecieron sino al gran partido de la patria,

ni tuvieron más pasión que la de la independencia, la de la libertad americana, cuyo

sentimiento inocularon profundamente en el corazón de los pueblos y ejércitos que

dirigieron.

San Martín en las provincias de Cuyo, y Belgrano en las del Norte, levantando el

espíritu público en ellas, conquistando el amor y la confianza de las poblaciones,

consiguiendo que los ciudadanos acudiesen voluntariamente y con entusiasmo a sus

banderas, dispuestos a la lucha y al sacrificio, haciendo concurrir hasta las mujeres a la

defensa de la causa común, prueban que tanto el uno como el otro eran verdaderos

hombres de revolución, que si bien no se cuidaban de encabezar partidos, sabían como

se mueve a las democracias encabezando una causa popular.

El general Belgrano, recibiendo el mando del ejército desorganizado de dos derrotas,

haciendo la guerra en medio de pueblos decaídos o descontentos en parte como lo

hemos probado ya, obteniendo una victoria en una retirada desigual, haciendo por

último pie firme en Tucumán, llevando a su población al campo de batalla, y

predisponiendo a la provincia de Salta a hacer los sacrificios más sublimes de que es

capaz el patriotismo, nos enseña cómo los verdaderos demócratas encabezan, no los

partidos, sino los grandes movimientos de la opinión que deciden del destino de los

pueblos.

Page 58: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

EL GENERAL LAS HERAS

Bartolomé Mitre

Hay héroes de circunstancias que ocupan y abandonan bulliciosamente la escena de la

historia; héroes que a veces aparecen grandes a los ojos de sus contemporáneos más

bien por el medio en que viven y los accesorios que los rodean, que por sus propias

cualidades y por sus propias acciones.

Éstos son los héroes teatrales de la historia.

Ellos necesitan para brillar de las luces artificiales de la popularidad pasajera. Sólo se

estimulan con los aplausos de la calle y de la plaza pública. Para ellos no hay elocuencia

posible sino en lo alto de la tribuna y en medio de una pomposa decoración, ni heroísmo

sino en presencia de millares de testigos. Esclavos de ajenas pasiones y de su propia

vanidad, sólo conciben la gloria de un carro triunfal arrastrado por adoradores, y

prefieren una corona de cartón dorado con tal que todos la tomen por oro de buena ley, a

la inmortal corona de laurel sagrado que sólo resplandece en la obscuridad de la tumba.

Hambrientos de vanagloria, ebrios de aplausos, enfermos de celos y de vanidad pueril,

el aplauso de la propia conciencia no llega a sus oídos; la verdadera gloria no les

satisface, el silencio los anonada, la soledad los hace creerse muertos, y el retiro es para

ellos como el vacío de la máquina neumática que apaga los oídos.

Sobre la tumba de éstos no se escribió nunca el sublime epitafio de Esparta: “Murieron

en la creencia de que la felicidad no consiste ni en vivir ni en morir, sino en saber hacer

gloriosamente lo uno y lo otro.”

Los hombres grandes por sí mismos, que no trafican con la gloria, para quienes el

mando es un deber, la lucha una noble tarea, y el sacrificio una verdadera religión; los

que al abandonar el teatro de la vida pública no tienen que despojarse a su puerta de las

alas prestadas de un día, y queman aceite de su propia vida en la lámpara de sus vigilias,

ésos viven en paz y conversan familiarmente con el genio de la soledad, el silencio

serena su alma agitada por las tempestades populares. A esos hombres sienta bien el

modesto retiro en que pueden ser estudiados y estimados por lo que en sí valen,

despertando la admiración o la simpatía por cualidades superiores a los ingeniosos

prestigios de la prosperidad.

Tales o semejantes reflexiones a éstas hacía en una hermosa y apacible tarde de verano

del año 1848, atravesando la magnífica alameda de Santiago de Chile, y dirigiéndome a

uno de los barrios más apartados de la ciudad, donde vivía y vive aún el general D. Juan

Gregorio de Las Heras, capitán ilustre y libertador de tres Repúblicas, republicano

sencillo y desinteresado, que siendo uno de los héroes más notables de la epopeya de la

independencia americana, vivía tranquilo en el retiro, sin espada, sin poder y sin

fortuna.

Iba a pagarle la visita que infaliblemente hace este soldado lleno de cortesía a todo

argentino que llega a aquel país: y al hacerlo era arrastrado por algo más que un deber

social, pues admirador de sus servicios y virtudes, había encontrado en él un héroe

según mi ideal, y un hombre según mi evangelio.

Page 59: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Al dirigirme a su casa, podía contemplar a la distancia las nevadas cordilleras de los

Andes, a cuyo pie está el memorable campo de Chacabuco; y mi vista se perdía en la

vasta llanura del valle de Maipú y los caminos que desde él conducen al Sur de Chile,

donde Las Heras, siguiendo las huellas de San Martín, se había ilustrado en grandes

batallas y combates.

Lleno de estas ideas, de esos recuerdos y de este espectáculo grandioso, llegué a su

antigua casa de familia, cuya arquitectura pertenece a la época colonial. Era singular

que quien más había contribuído a destruir aquel régimen con su espada, hubiese

encontrado en medio de tantas ruinas como hizo en ella, un viejo techo con el sello de la

dominación española, donde abrigar su cabeza en el invierno de la vida....

Es el Bayardo de la República Argentina, el militar sin miedo y sin reproche, decano del

ejército argentino por su edad, por sus servicios y por sus elevadas cualidades morales.

En su avanzada edad y a pesar de las dolencias que le aquejaban, conservaba aún

cuando le vi por la última vez en Chile, en 1850, toda la arrogancia del soldado, y el

reflejo de la belleza varonil de sus heroicos años. Su talla es alta y erguida, su ojo negro,

profundo y chispeante, respira la firmeza y la bondad, y en sus maneras se nota algo de

la habitud del mando, unido a la exquisita cortesanía de los hombres de su tiempo. En

aquella época le vi una vez de grande uniforme en medio del Estado Mayor de Chile, y

su imponente figura militar eclipsaba a todos, llamando sobre él la atención del pueblo,

que veía en él al representante de sus más queridas glorias.

El general Las Heras no necesita apelar a la posteridad para esperar justicia y afirmar la

corona sobre sus sienes. El juicio que el pueblo sólo pronuncia en los funerales de sus

héroes, ha sido pronunciado ya, para honor y gloria de él y de su patria, por los hijos de

la heroica generación a que perteneció, que es la posteridad a que apelaba San Martín,

su ilustre maestro y compañero de gloria.

Page 60: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

DON JUAN MARTÍN DE PUEYRREDÓN

V. F. López

Pueyrredón era hombre, de dotes distinguidísimas y sólidas; tenía dignidad personal y

un imperio particular sobre sí mismo que no se desmintió en el resto de su vida ni aun

en medio de los descalabros que le esperaban. Sabía guardar con una firmeza imponente

el decoro de su persona y de su poder. No mostraba ambición codiciosa ni urgente de

mando. No se le vió nunca entrar en intrigas ni en tentativas, encubiertas o

manifestadas, para apoderarse de la autoridad. Pero cuando era llamado a tomar parte en

la dirección de los negocios, ocurría sin vacilar; mostraba una paciencia pertinaz en

perseguir los propósitos que lo movían; y su energía, pero sin ninguna ostentación, se

hacía sentir en la netedad de sus ideas y en la firmeza de sus actos, no sólo para servir

sin descanso a la causa de la independencia, sino para castigar también con una

severidad extrema y extraña a los hombres que se atrevían a ponerle estorbos en su

camino. Sus pasiones eran tranquilas en la superficie, y no se dejaban sentir sino por la

fuerza latente y bien seguida de sus frías manifestaciones.

Siempre que las circunstancias lo habían exigido, Pueyrredón se había presentado al

peligro con decisión. Sin blasonar de ser guerrero había adquirido grados militares con

una justicia que nadie podía negarle, sin que él reclamase jamás su competencia. Había

figurado con honor y con notoria fama de arrojado en la primera tentativa que los

ingleses hicieron para apoderarse de Buenos Aires. Después de la revolución de Mayo

había desempeñado una parte principal en las provincias limítrofes del Perú como

Gobernador Intendente de Chuquisaca; y cuando el desgraciado encuentro de Huaquí

obligó nuestras fuerzas a evacuar la línea del Desaguadero, Pueyrredón mostró un tino

consumado para atravesar un país enteramente insurreccionado en contra nuestra; y con

una serenidad ejemplar, salvó del contraste recursos importantísimos en dinero,

materiales y tropa, privando al enemigo de todas esas ventajas que habrían sido precisas

para él en aquellos momentos.

En todas las cuestiones graves de guerra o de política, Pueyrredón pensaba con

madurez; pesaba el valor de los hechos y las probabilidades de todas las consecuencias,

poniendo al servicio de sus combinaciones una razón fría para meditar y para resolver,

con una vigorosa precisión para ejecutar. Escribía sin brillo, pero con una corrección en

la frase, con tal trabazón en la lógica de sus ideas, con tal claridad clásica y consumada,

que hoy mismo podría ser envidiado por el más hábil literato; y la proligidad con que

sabía dividir su tiempo para encontrar el momento oportuno que correspondía al

despacho de cada asunto de interés público, rivalizaba con la atención esmerada que

daba a sus negocios particulares, con la moderación y con la equidad con que arreglaba

los negocios que estaban ligados con los suyos; de ello tenemos pruebas numerosísimas

y ejemplos bien testificados en los papeles que ha dejado.

La reserva de su carácter, la prudente parquedad de sus palabras, algo de interno y de

poderoso que se percibía en él, sin poder decir cómo ni dónde, le hacían impenetrable y

le daban un influjo eficaz aunque latente. Su astucia era tanto más fina y previsora

cuanto que todo parecía en él natural y elevado, modesto e imparcial. Con la misma

naturalidad con que tomaba el poder, lo manejaba hasta en los extremos de la firmeza y

de la severidad, apareciendo casi indiferente a sus encantos, y dispuesto siempre a

abandonarlo: y como sus modales eran cumplidos y atentos, sin ser abiertos ni

Page 61: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

obsequiosos, imponía a los demás aquella distancia respetuosa que hace tan peligrosos a

los hombres serios cuando juegan en el terreno falaz de la política o de la diplomacia, y

que les da ese poder mágico a que jamás llegan los charlatanes de atraer y de alejar al

mismo tiempo a los que los tratan. Puestos en el poder imponen un cierto temor

misterioso al vulgo, que no lo puede definir, y una sumisión religiosa a los agentes que

los tienen que obedecer. Esto es lo que distingue el buen género del género falsificado.

Estas cualidades que Pueyrredón tenía en alto grado, eran las que hacían de él un

hombre de gabinete consumado, y un compañero de Logia incomparable para San

Martín, con quien tenía rasgos comunes de fisonomía política y de carácter personal.

Page 62: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

MARIANO MORENO

Juan María Gutiérrez

El nombre de don Mariano Moreno estará para siempre ligado a los orígenes de nuestra

independencia, como lo está en las concepciones humanas, la idea a la forma, el hecho a

las intenciones. Y cuando en las solemnidades patrias miramos brillar la imagen del sol

en una de las faces de nuestra bandera, colocamos con el pensamiento en la opuesta, la

imagen de aquel ciudadano, porque él fué la luz de la revolución.

Él concentró los instintos del pueblo en su cabeza y depurándolos en tan vasto crisol,

presentólos ante el mismo pueblo y ante el mundo, como su propósito grande y

generoso.

Nuestra revolución nació serena como la aurora de un día hermoso, y dió sus primeros

pasos conducida por la razón y el desprendimiento. Nuestros padres discutieron antes de

obrar, y no admitieron el sacrificio de la sangre en el altar de la libertad que fundaban.

En mayo de 1810, el resentimiento y la venganza se transformaron en heroísmo, en

acción vigorosa la apatía colonial, en patriotismo la antigua fidelidad, los vasallos en

señores de su destino, y brotaron como por encanto, ejércitos, instituciones liberales,

sentimientos de nacionalidad y todos los elementos que constituyen la Patria.

Si un pueblo sacude su yugo antiguo con tanta dignidad, es porque se siente fuerte en la

justicia de su resolución, porque la virtud que es la fuerza por excelencia, le preside en

sus actos.

Esa fuerza y esa virtud tuvieron por fortuna su representante en don Mariano Moreno,

miembro del primer gobierno revolucionario.

Comenzó a desempeñar sus delicadas funciones a la edad de treinta años con toda la

precoz madurez de sus aventajadas facultades. Brioso de carácter, elocuente, avezado a

las luchas de la lógica y del derecho en las discusiones forenses, reunía en su persona

otras cualidades que le hacían simpático y popular. Brillaba en su abierta fisonomía la

iluminación del genio, y la rica sangre de la juventud circulaba en su rostro, bajo una tez

blanca y transparente, como la savia de una planta lozana.

Este atleta bajó a la arena en toda la plenitud de sus fuerzas, acendradas en la austeridad

del hogar y de los estudios serios. Hijo excelente, padre afectuoso, agradecido discípulo,

unía a una virginidad de sentimientos a la antigua, el atrevimiento y la audacia que

inspiran las ideas que son la gloria de los tiempos modernos.

Su personalidad se eclipsa dentro de su idea, como el núcleo de un cometa en su

atmósfera luminosa. La posteridad y la historia, no él, le colocan entre los primeros

hombres de la independencia, y le conceden su papel principal de revelación y de

iniciativa en el drama de la revolución. No aspira a mandar sino a dirigir. Piensa recta y

generosamente para que el pueblo pueda gobernarse a sí propio con acierto. Quiere

como borrar hasta los nombres propios de los mandatarios, para que la autoridad que

preside los nuevos destinos de la patria, se sienta como influencia benéfica, y no se

palpe como cosa natural, aspirando a dotarla, en su noble exaltación democrática, con

los atributos de una entidad sobrehumana.

Page 63: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Moreno no tenía confianza sino en las fuerzas morales y quiso traerlas al gobierno y

darlas al pueblo como palanca para remover los obstáculos que la marcha de la

Revolución iba a encontrar en su camino.

Y como entre aquellas fuerzas, la más poderosa es la prensa,—instrumento hasta

entonces vedado a los hijos de la Colonia para ventilar las cuestiones políticas y los

intereses sociales,—el secretario de la Junta se constituyó voluntariamente en redactor

de La Gaceta, colocando al frente de sus escritos uno de aquellos magníficos arranques

de amor a la libertad que son tan frecuentes en las inmortales páginas de Tácito. Este

periódico nació con el nuevo régimen, proclamando los tiempos “en que era dado

pensar y manifestar sin trabas el pensamiento”.

La prensa se hizo desde entonces militante y popular. Los anteriores ensayos

periodísticos se arrastraban tímidos por la senda de la erudición, y apenas si una que

otra chispa se derramaba a favor de los intereses públicos. Los talentos y el patriotismo

de Vieytes y de Belgrano no habían conseguido interesar al pueblo en la contemplación

de su propio destino, y los tipos de nuestra única imprenta aparecían yertos sobre el

papel como el metal de que estaban fundidos.

La Gaceta demolía y creaba al mismo tiempo. Fué el ariete asestado contra las murallas

de la tiranía retrógrada del Virreinato, y la fuerza que levanta sobre el cimiento de la

libertad al pueblo que surgía del seno de los Cabildos abiertos. ¡Qué hermosa era la

patria que pintaba la pluma del ilustre redactor! ¡Cuán orgulloso se sentía todo argentino

al reconocerse hijo de esa Patria y árbitro de fraguarse su propia felicidad, ejerciendo

derechos que antes no había comprendido!

La ciencia de la política amaneció entre nosotros y se popularizaron sus aplicaciones.

Súpose entonces lo que era una sociedad entregada a sí misma y libre del freno pesado y

de las riendas mezquinas manejadas por un elegido de la casualidad desde las remotas

orillas del Manzanares. Discutiéronse las diversas formas de gobierno a que pueden

someterse los hombres en sociedad; y las Provincias, convocadas por primera vez a un

Congreso, vieron con sorpresa que los habitantes podían dignificarse hasta el punto de

dar fuerza de ley a aquellas aspiraciones más en consonancia con sus intereses y

bienestar.

Bajo el influjo de tan hábil piloto, la Revolución no podía naufragar. El rumbo estaba

dado a la mejor estrella, y por muchos desvíos que hubiera de experimentar la nave de

la República, tenía forzosamente que llegar a la democracia.

Ésta fué la obra de don Mariano Moreno. El pueblo había conseguido su independencia;

pero aquel gran patriota le preparó el porvenir americano que es hoy su modo de ser

definitivo.

Page 64: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

GÜEMES

Bartolomé Mitre

Güemes, perteneciente a una notable familia de Salta, se presenta él mismo en sus actos,

en sus documentos políticos, en su correspondencia confidencial, como lo que es, como

un caudillo político y militar. Éste es el rasgo prominente y verdaderamente original de

su fisonomía: y es el único digno de llamar la atención, sea que se le admire, sea que se

le condene, porque como caudillo, fué grande, combatiendo por la causa común, y como

caudillo fué funesto, contribuyendo a la desorganización política y social.

Quítese a Güemes el carácter de caudillo, y Güemes no es nada, o es cuando más una

pálida fisonomía militar, que nada de extraordinario tendría en sí misma, si los hechos

que ejecuta o promueve no fuesen la consecuencia de la táctica, del prestigio, de los

medios de acción de caudillo representante de las masas populares, fanatizadas por la

doble pasión de la independencia y de la ciega adhesión a su persona, dispuestas

igualmente, a un gesto suyo, a esgrimir sus armas ya contra el enemigo común, ya

contra la sociedad.

Bórrese del retrato histórico de Güemes el nombre de caudillo, y Güemes, o no será

nada como militar, o será cuando más, el activo jefe de una vanguardia, hostilizando a

un enemigo que, invadiendo un país accidentado y cuya opinión le es contraria, viendo

cortados los recursos por la resistencia de la población en masa, se ve al fin obligado a

retirarse después de una serie de guerrillas y combates, lo que si bien es meritorio, no

sería por sí solo una cosa extraordinaria, cuando a la retirada de ese enemigo

concurrieron poderosas causas más o menos inmediatas.

Quitarle ese título como el de gaucho que él hizo glorioso y que fué su nombre de

guerra, es despojarle de la agreste corona que sus heroicos compañeros, aquellos hijos

de la naturaleza a quienes él llamaba mis gauchos, colocaron sobre sus sienes en los

bosques y valles de Salta, cuando le apellidaron el Padre de los Pobres; sería borrar uno

de los rasgos característicos y propios de la resistencia popular que hizo el caudillo

desde 1817 a 1821.

Güemes era, pues, un verdadero caudillo, bajo cualquiera faz que se le considere; así lo

califican los contemporáneos que lo conocieron, así lo pintan sus admiradores; así lo

aclamaron sus partidarios y así se retrata él mismo.

Güemes encontró el campo preparado. No inició la revolución ni libertó pueblos, ni

imprimió dirección a los acontecimientos, ni fundó nada.

La fuerza de Güemes no residía tanto en su propia individualidad, cuanto en la fuerza de

las multitudes que acaudillaba y representaba, y cuya substancia, diremos así, se

asimilaba: y aun cuando sin injusticia no pueden negarse cualidades superiores al que

así dominaba y dirigía esas masas fanatizadas por su palabra, conduciéndolas a la lucha

y al sacrificio, no era de cierto un genio superior ni en política, ni en milicia; ni sus

hechos fueron precisamente los que decidieron de los destinos de la revolución, que se

decidían de otros campos, con medios más poderosos de acción, y bajo una dirección

más inteligente, más metódica y con miras más trascendentales.

Page 65: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Su gloria no es ésa. Su gloria consiste en que, como caudillo, si bien cooperó,

directamente algunas veces e indirectamente otras, a la desorganización general que ha

prolongado una revolución social, fué siempre fiel a la idea de la unidad nacional, y

salvo un corto paréntesis, reconoció siempre la autoridad general, aunque a condición de

hacer lo que mejor le convenía, pues era dueño y señor absoluto dentro de las fronteras

de su provincia, como él la llamaba.

Su gloria consiste en que jamás desesperó de la suerte de la revolución; que en los más

tristes días, cuando ella era vencida en el exterior y se veía desgarrada en sus propias

entrañas por las furias de la guerra intestina, él combatió solo al frente de sus valientes

gauchos en las fronteras, paralizando las operaciones de ejércitos poderosos y dando

tiempo para que se desenvolviesen otras combinaciones positivas que fueron en

definitiva las que salvaron la revolución. A esas operaciones concurrieron eficazmente

los extraordinarios esfuerzos de Güemes, dignos sin duda de ocupar un lugar

distinguido en la historia argentina, porque así como la primera conmoción

revolucionaria, en 1810, determinó las actuales fronteras de la República, así también,

en esa época aciaga, la espada de Güemes trazó con una línea imborrable la frontera

definitiva de la Nación Argentina por el norte.

Cuando Güemes se puso al frente de la provincia de su nacimiento, ya robustecida por

la fuerza moral de sus triunfos en Tucumán y Salta, por el desarrollo de las fuerzas

populares que ocho años de revolución habían puesto en acción, contó además en las

cuatro primeras campañas con el apoyo de un ejército que cubría su retaguardia y su

flanco; y en la de 1817 con el de otro que iba a atravesar los Andes para dar libertad a la

América, que ya para los argentinos era un hecho irrevocable.

De ahí la energía de la resistencia de Güemes, de ahí su buen éxito. ¡Honor a las

Provincias del Norte, que en la época más calamitosa de la revolución, cuando el

congreso de Tucumán, producto del cansancio más bien que de la fe, trazaba con

colores sombríos el cuadro de una situación desesperada, apoyaron la declaratoria de la

independencia que inspiraron San Martín y Belgrano! A ellas que desde entonces fueron

el baluarte de la Nación, cuando ardía ésta en guerra civil y cuando esa guerra devoraba

hambrienta sus ejércitos regulares. ¡Honor a Güemes que dirigió esa heroica resistencia,

en la cual rindió noblemente su vida! Pero ¡honor también a aquél que fué el primero

que les reveló su fuerza, que les dió dos días de gloria inmortal, y encendió en sus

corazones el fuego sagrado de la revolución, que no había prendido en todos o se había

amortiguado en algunos, cuando los llamó a empuñar las armas, y a defender a la vez su

credo y sus hogares en los campos de Tucumán y Salta!

Dice de él el general La Paz en sus Memorias Póstumas, que, según el Dr. Vélez

Sársfield, deben ser un texto bíblico para el historiador: “Si Güemes mandaba con un

despotismo sostenido de la plebe que acaudillaba, se veía constituído en circunstancias

especiales, y por grandes que fuesen sus defectos, era el único dique que se oponía al

retorno de la tiranía peninsular. Si cometió grandes errores, sus enemigos domésticos

nos fuerzan a correr un velo sobre ellos, para no ver en él sino al campeón de nuestra

libertad política, al fiel soldado de la independencia y al mártir de la patria.”

Page 66: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

FACUNDO QUIROGA

Domingo F. Sarmiento

Le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal esta denominación. La frenología

y la anatomía comparada han demostrado, en efecto, las relaciones que existen entre las

formas exteriores y las disposiciones morales, entre la fisonomía del hombre y la de

algunos animales a quienes se asemeja en su carácter. Facundo, porque así lo llamaron

largo tiempo los pueblos del interior—el general D. Facundo Quiroga, el Exmo.

brigadier general D. Juan Facundo Quiroga, todo esto vino después, cuando la sociedad

lo recibió en su seno y la victoria lo hubo coronado de laureles,—Facundo, pues, era de

estatura baja y fornida; sus anchas espaldas sostenían sobre un cuello corto una cabeza

bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado. Su cara un poco ovalada

estaba hundida en medio de un bosque de pelo, a que correspondía una barba

igualmente espesa, igualmente crespa y negra, que subía hasta los juanetes, bastante

pronunciados para descubrir una voluntad firme y tenaz. Sus ojos negros, llenos de

fuego y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror

en aquellos en quienes alguna vez llegaban a fijarse; porque Facundo no miraba casi

nunca de frente; por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de

ordinario la cabeza inclinada, y miraba por entre las cejas, como el Alí-Bajá de

Monvoisin. El Caín querepresentaba la famosa compañía Ravel me despierta la imagen

de Quiroga, quitando las posiciones artísticas de la estatuaria que no le convienen. Por

lo demás, su fisonomía es regular, y el pálido moreno de su tez sentaba bien a las

sombras espesas en que quedaba encerrada.

La estrechura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta cubierta selvática, la

organización privilegiada de los hombres nacidos para mandar. Quiroga poseía esas

cualidades necesarias que hicieron del estudiante de Brienne el genio de la Francia, y

del Mameluco oscuro que se batía con los franceses en las pirámides, el virrey de

Egipto. La sociedad en que nacen da a estos caracteres la manera especial de

manifestarse: sublimes, clásicos, por decirlo así, van al frente de la humanidad

civilizada en algunas partes; terribles, sanguinarios y malvados, son en otras su mancha,

su oprobio.

Quiroga es el hombre de la naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar

sus pasiones, que las muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad.

Éste es el carácter original del género humano; y así se muestra en las campañas

pastoras de la República Argentina.

Facundo es un tipo de la barbarie primitiva; no conoció sujeción de ningún género; su

cólera era de las fieras; la melena de renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su

frente y sus ojos en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se

enronquecía, sus miradas se convertían en puñaladas; dominado por la cólera, mataba a

patadas estrellándole los sesos a N. por una disputa de juego; arrancaba ambas orejas a

una querida porque le pedía 30 pesos para celebrar un matrimonio consentido por él; y

abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo, porque no había cómo hacerlo callar; daba

de bofetadas a una linda señorita en Tucumán a quien ni seducir, ni forzar podía; en

todos sus actos mostrábase el hombre bestia aún, sin ser estúpido, y sin carecer de

elevación de miras. Incapaz de hacerse admirar o estimar, gustaba de ser temido: pero

este gusto era exclusivo, dominante hasta el punto de arreglar todas las acciones de su

Page 67: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

vida a producir el terror como expediente para suplir al patriotismo y a la abnegación;

ignorante, rodeábase de misterios y se hacía impenetrable; valiéndose de su sagacidad

natural, de una capacidad de observación no común, y de la credulidad del vulgo, fingía

una presciencia de los acontecimientos, que le daba prestigio y reputación entre las

gentes vulgares.

Es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los pueblos con

respecto a Quiroga; sus dichos, sus expedientes, tienen un sello de originalidad que le

daban ciertos visos orientales, cierta tintura de sabiduría salomónica en el concepto de la

plebe. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre aquel famoso expediente de mandar partir

en dos el niño disputado, a fin de descubrir la verdadera madre, y este otro para

encontrar un ladrón?

Entre los individuos que formaban su compañía, habíase robado un objeto, y todas las

diligencias practicadas para descubrir el ladrón habían sido infructuosas. Quiroga forma

la tropa, hace cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos soldados había; hace en

seguida que se distribuyan a cada uno; y luego con voz segura, dice: “Aquél cuya varita

amanezca mañana más grande que las demás, ése es el ladrón.” Al día siguiente formóse

de nuevo la tropa, y Quiroga procede a la verificación y comparación de varitas; un

soldado hay, empero, cuya vara aparece más corta que las otras. “¡Miserable!” le grita

Facundo con voz aterrante, “¡tú eres...!” y en efecto él era; su turbación lo dejaba

conocer demasiado. El expediente es sencillo; el crédulo gaucho, temiendo que

efectivamente creciese su varita, le había cortado un pedazo. Pero se necesita

superioridad y cierto conocimiento de la naturaleza humana, para valerse de estos

medios.

Habíanse robado algunas prendas de la montura de un soldado, y todas las pesquisas

habían sido inútiles para descubrir al ladrón. Facundo hace formar la tropa y que desfile

por delante de él, que está con los brazos cruzados, la mirada fija, escudriñadora,

terrible. Antes ha dicho: “Yo sé quien es”, con una seguridad que nada desmiente.

Empiezan a desfilar; desfilan muchos, y Quiroga permanece inmóvil: es la estatua de

Júpiter Tonante, es la imagen del Dios del juicio final. De repente se avanza sobre uno,

le agarra del brazo y le dice con voz breve y seca: “¿Dónde está la montura?...” “Allí,

señor”, contesta señalando un bosquecillo.—“Cuatro tiradores”, grita entonces Quiroga.

¿Qué revelación era esta? La del terror y la del crimen hecha ante un hombre sagaz.

Estaba otra vez un gaucho respondiendo a los cargos que se le hacían por un robo.

Facundo le interrumpe diciendo: “Ya este pícaro está mintiendo; ¡a ver! cien azotes....”

Cuando el reo hubo salido, Quiroga dijo a alguno que se hallaba presente: “Vea, patrón,

cuando un gaucho al hablar está haciendo marcas con el pie, es señal que está

mintiendo.” Con los azotes el gaucho contó la historia como debía de ser, esto es, que

había robado una yunta de bueyes.

Necesitaba otra vez y había pedido un hombre resuelto, audaz para confiarle una misión

peligrosa. Escribía Quiroga cuando le trajeron el hombre: levanta la cara después de

habérselo anunciado varias veces, lo mira, y dice continuando de escribir: “¡Eh!!!...

¡Ése, es un miserable! ¡Pido un hombre valiente y arrojado!” Averiguóse en efecto que

era un patán.

Page 68: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

De estos hechos hay a centenares en la vida de Facundo, y que al paso que descubren un

hombre superior, han servido eficazmente para labrarle una reputación misteriosa entre

los hombres groseros, que llegaban a atribuirle poderes sobrenaturales.

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ESTEBAN ECHEVERRÍA

Pedro Goyena

Echeverría es uno de nuestros literatos más afamados. Sus composiciones líricas, sus

poemas, sus escritos en prosa fueron leídos con avidez en los tiempos ya lejanos en que

inició lo que puede llamarse el movimiento revolucionario de nuestra literatura.

Conviene que la joven generación se familiarice con aquel noble y vigoroso espíritu que

condensaba, por decirlo así, todas las nociones de la ciencia social en la época en que

vivió, y que supo abrir al arte anchos y nuevos caminos, por los cuales hallaron nuestros

poetas un mundo entero de bellezas desconocidas. Echeverría era un hombre reflexivo,

estudioso, inspirado, y amante de su patria. Podría presentársele como el tipo del

ingenio sud-americano, sagaz, delicado, flexible, apto para comprender las verdades que

obtiene como premio la paciente investigación, y para sentir con viveza las emociones

que los bellos espectáculos de la naturaleza despiertan en las almas noblemente

apasionadas.

Los jóvenes que cultivan la literatura hallarán sin duda en la lectura de las obras de

Echeverría, placeres delicados y puros, enseñanzas fecundas y severas. Cuando se trata

de evitar que los hombres de letras se puerilicen en busca de una popularidad fácil y

pervertidora, cuando se trata de hacerles adquirir esos hábitos meditativos

indispensables para el progreso intelectual, Esteban Echeverría, desdeñoso como

Horacio de la insipiencia del vulgo, investigador concienzudo en las cuestiones de la

ciencia y del arte, es todavía, después de la muerte, el bienvenido para los pueblos del

Plata.

Sus escritos políticos no son, no pueden ser ya, por la marcha natural e incesante de las

ideas, una revelación sorprendente para sus conciudadanos, como lo fueron tal vez

cuando el malogrado argentino volvió al seno de su patria, después de beber a largos

sorbos la ilustración europea; pero son y serán siempre un alto ejemplo para enseñarnos

a disciplinar y dirigir las fuerzas intelectuales en orden a hallar la solución de los

problemas que se refieren al bien de la sociedad.

Nada tan eficaz para inspirar aversión hacia el hueco charlatanismo de los que hablan y

escriben sin reflexionar, como la lectura de las obras de Echeverría. Él conocía los

serios deberes del literato y sabía practicarlos con escrupulosa austeridad. No escribía

para halagar las preocupaciones vulgares y alcanzar las victorias estruendosas, pero

efímeras, obtenidas por los que dicen a gritos las necedades que el vulgo ama como a

sus hijos; y sacrificaba siempre el efecto inmediato a las reglas del criterio artístico,

inaccesible para la gran mayoría de personas que no tienen un gusto refinado. Escribió

La Cautiva en humildes octosílabos como para hacer contraste con los ampulosos

alejandrinos a cuya sonoridad deben algunos versificadores su fama poco envidiable,

probando que la poesía reside en las ideas y en el sentimiento, que las modestas formas

de un metro sencillo pueden albergar dignamente la sublime inspiración del poeta.

Supo reconcentrarse en los senos de la conciencia y sondar pacientemente las

profundidades del mundo interior, así como había estudiado las maravillas de la

naturaleza. Esperó los favores de la musa en las horas silenciosas de austeras vigilias, y

la invisible confidente bajó a su almacon una frecuencia y una amabilidad de que pocos

pueden jactarse a pesar de haberla invocado muchas veces. Rompió la tradición clásica

Page 70: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

a que habían estado sujetas las generaciones poéticas de la República Argentina, quitó a

nuestra literatura el carácter de “cosmopolitismo incoloro” que había tenido hasta

entonces, inspirándose en las peculiaridades de nuestra naturaleza y de nuestra sociedad,

e introdujo en la poesía las audaces franquezas de la expresión, que muestran con

verdaderos matices y en todo su vigor los fenómenos del alma humana. Sus cuerdas

favoritas eran las que se armonizan con la solemne majestad de la meditación y con los

tiernos suspiros de la elegía.

En su alma se albergaba ese indefinible sentimiento en que se condensan, perdiendo

mucho de su amargura, los males de la vida, sin llegar a confundirse jamás con la

horrible desesperación o la sarcástica indiferencia de los que han dado a la esperanza un

eterno adiós. Su espíritu se oscurecía con las nubes de la tristeza como el mundo con las

sombras del crepúsculo, pero brillaba también con los fulgores de halagüeñas visiones.

Echeverría ha contemplado el ideal, ha sentido los dolores y los placeres de esa

contemplación, y ha reflejado en bellas estrofas las variadas escenas de su drama

interior.

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EL CONGRESO DE TUCUMÁN

1816-1916

Ernesto Nelson

Desde una humilde casa de adobe de la ciudad de Tucumán, las Provincias Unidas de la

Plata lanzaron al mundo, el 9 de julio de 1816, la declaración solemne de su

independencia. Fué ése un acto que, aunque más modesto que el celebrado cuarenta

años antes por las trece colonias inglesas, tuvo igual si no mayor significación relativa

en los destinos del pueblo que la realizaba. Esa declaración audaz que se hacía seis años

despuésde iniciada la guerra separatista, en momentos en que las armas patriotas eran

dominadas desde Méjico hasta Chile, tuvo la virtud de retemplar los espíritus abatidos,

salvando acaso la suerte de las armas. Proclamada esa declaración en medio de una

horrorosa anarquía, que habría de retardar por otro medio siglo la unidad nacional, logró

sin embargo polarizar los espíritus en el sentido de la democracia. Clausurado ese

Congreso sin que sus tareas se viesen cumplidas, su papel en la historia fué el de un

monumento inconcluso que recordará a los pueblos el deber sagrado de completar sus

grandes líneas.

Los lineamentos de las dos grandes revoluciones de la independencia en el norte y en el

sur del continente son demasiado diversos para que se los pueda superponer. No debe

olvidarse que el grito revolucionario resonó en la América del Sur en 1810, cuando ya la

Europa había olvidado la aventura a que se lanzara Francia en 1789; cuando las

acciones de la democracia habían sido despreciadas en el mercado político europeo,

dominado como estaba por un escepticismo contra el cual tenía escasa acción el éxito

relativo con que la América sajona había comenzado a poner en práctica sus

instituciones democráticas. En el norte el deseo de instituir un gobierno propio primaba

sobre el anhelo de independencia, según lo comprueba el ofrecimiento de obediencia y

de voluntaria contribución que hicieron las colonias inglesas al soberano; en el sur el

deseo de independencia era lo primero y la forma de gobierno lo segundo. Fracasada la

libertad de Francia en el imperio militar y desacreditada la república por los crímenes

del Año Terrible, la democracia no tenía atractivos especiales para los promotores de la

revolución, por lo menos para los espíritus más prácticos; antes bien esa forma de

gobierno concitaba peligros, entre los cuales el más grave era sin duda el de no alcanzar

de la Europa el anhelado reconocimiento de la independencia.

Si éstas son razones históricas y por lo tanto ocasionales, otras más profundas y de un

orden social hicieron el proceso diferente en ambos extremos de América; y por lo que

toca a la del Sur, más dramático y doloroso que en el Norte. El gobierno español había

establecido un régimen colonial fundado en la opresión y el egoísmo, dentro de cuyo

programa absoluto no cabía el ejercicio de la más débil iniciativa local. Tan profundo

fué el sello impreso por el ejercicio de este paternalismo estrecho, que sus resabios son

visibles todavía en la vida política de casi todas las naciones que estuvieron un tiempo

sometidas a España. En muchas de ellas la evolución político-democrática ha sido

entendida, a lo sumo, como el paso de la autocracia despótica al paternalismo benévolo.

Aun hoy día el estudioso podría descubrir en la legislación de algunos países de la

América española, una como presunción de que el pueblo es el sujeto pasivo de la

actividad social ejercida por el Estado, de quien se aguardan todas las iniciativas. El

Estado, por su parte, no hace mucho por modificar este concepto, antes bien se apresura

Page 72: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

a confirmarlo tomando así toda carga que conduzca al progreso social. Hay la tendencia

a mirar este progreso, este resultado, como el fin mismo de la actividad del Estado y de

aquí que esas sociedades casi carezcan de legislación y de órganos para instaurar

procesos sociales que tengan en vista aquellos resultados, pero en los que intervenga la

actividad general, con cuyo ejercicio se perfecciona la verdadera educación

democrática.

Si esto ocurre en la hora presente, no es extraño que en los obscuros días de 1810,

cuando la institución de la república había caído en descrédito, los fundadores de las

nacionalidades hispanoamericanas no tuvieran una idea clara de la función social del

gobierno democrático. Así se explica la creencia de que la perfección del estado político

dependiera más de cierta virtud intrínseca de las leyes que de la virtud de los hombres.

¿No deseaban esos próceres “leyes tan perfectas que fuera imposible al pueblo

contravenirlas”? Se admitirá pues, que en la América española la fórmula lincolniana

del gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, habría pecado por exceso, al

juicio de los legisladores que a lo sumo deseaban fundar un gobierno para el pueblo,

pero no veían la posibilidad, ni acaso tampoco la ventaja, de instituir gobiernos del

pueblo y por el pueblo, excepto en cuanto reconocían la necesidad de que los

gobernantes estuvieran identificados con el pueblo por razón de su origen. Como lo

hace notar nuestro Sarmiento: “el cabildo abierto sólo admitía los notables de la ciudad,

apartando al pueblo del lugar de la reunión, como lo repiten las actas de la época. En el

pueblo vendrían indios, negros, mestizos, mulatos, y no querían abandonar a números

tan heterogéneos la elección de magistrados, si estos habían de ser blancos, y de la clase

burguesa y municipal.”

En definitiva, todos los caracteres de nuestra revolución proceden de una modalidad

social de las colonias hispanoamericanas, modalidad sobre cuyas consecuencias

históricas nunca se insistirá demasiado, pues proporcionan la clave para comprender la

evolución política y el estado actual de esos pueblos. Durante el coloniaje existían allí la

más brillante cultura y la ignorancia más densa. Por una parte esos países habían

instituído la educación superior en sus universidades muchos años antes de que los

primeros peregrinos arribasen a Plymouth; por otra, las clases inferiores de la sociedad

unían a su falta de luces, la barbarie transmitida en las luchas con los elementos

indígenas.

Estratificada así la sociedad, el historiador puede seguir una línea correspondiente de

separación durante todo el proceso histórico. Dos factores, diferentes cuando no

antagónicos, se desarrollaron en esas sociedades al sonar la hora de la revolución. El

uno el factor idealista, que pudiéramos decir, se inspiraba en un pensamiento

aristocrático, siquiera sea dicho en su estricto sentido etimológico, puesto que respondía

a la convicción de que las clases superiores y cultas tienen la responsabilidad de tutela

social. Para estas clases el problema político era un problema filosófico, dependiente en

gran parte de una legislación apropiada. Aunque para los prohombres el gobierno más

perfecto era el que garantizaba el mayor bien al mayor número, ése era el límite extremo

de sus teorías democráticas. Dado el medio en que actuaban, ninguno de ellos hubiera

ido tan lejos como para proclamar el derecho de todos y de cada uno a contribuir con su

expresión individual a formar el ideal colectivo; a constituir, en suma, una nación que

fuera expresión fiel de la cultura moral y social existente entonces en el pueblo.

Ninguno se habría resignado a dejar en manos de las ciegas mayorías el futuro de la

nación. Nadie habría llevado tan lejos su fe en los instintos de la colectividad. Creían,

Page 73: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

pues, en el gobierno de los mejores, es decir, de los que ellos creían tales, pues para

medir los méritos de los hombres aplicaban el cartabón de la cultura y de la sabiduría y

no el simple magnetismo personal ni otras cualidades elementales y primitivas, que en

los estratos inferiores de la sociedad despiertan admiración y deciden la superioridad.

De acuerdo con este criterio, las naciones sudamericanas han dado a sus instituciones

políticas un sello a veces diferente del que imprimieron a las suyas las colonias anglo-

sajonas, diferencia, por otra parte, que nadie sería osado a condenar pues son variantes

del problema que con su existencia plantea desde hace siglo y medio la democracia.

Para no detenernos sino en uno de esos contrastes, véase el diferente alcance que las

naciones de la América hispánica han dado al concepto “representativo”, respecto del

sentido que ese término recibe en las prácticas políticas de la América inglesa. Según

éstas, el gobierno representativo debe reflejar fielmente la fisonomía de la sociedad que

representa; y para asegurar ese carácter, los representantes son emanación directa de las

circunscripciones locales. El gobierno, pues, no puede nunca ser superior al pueblo, ni

acaso para el espíritu de esas sociedades es deseable que lo fuese. Los países

latinoamericanos han dado a la representación un significado menos estricto, haciendo

que los representantes lo sean en común de las grandes divisiones políticas, con lo cual

se cumple el propósito de que la representación recaiga sobre las personas de mayor

prestigio y sabiduría, residentes por lo general en las capitales y centros importantes.

El otro componente de la revolución argentina lo suministra el pueblo ignorante e

ineducado, aunque celoso como pocos de su independencia personal. A despecho del

papel pasivo que con la mejor intención se pretendía hacerle desempeñar en el drama,

ese pueblo fué el verdadero protagonista. Adivinó que llegaba el momento histórico de

actuar y actuó, obrando según sus fieros y primitivos impulsos, exteriorizando los

cuales comenzaba en realidad su larga auto-educación política. La repugnante arena de

las luchas fratricidas en que se debaten sus crudos intereses, ha sido en realidad la

escuela de la democracia en Sud-América. Los caudillos locales que las turbas

exaltaron, son el exponente y la expresión de las sordas voluntades colectivas. Aunque

figuras menores de la historia, siniestras a veces, no por eso son indignas del estudio del

sociólogo.

El factor idealista de la revolución y de la organización nacional tiene su campo

privativo de acción en la obra legislativa y de pensamiento; el otro en la acción concreta

y visible de la negra anarquía y la sangrienta dictadura. Del choque de ambas corrientes,

de su compenetración gradual, resulta la fisonomía política actual de la República

Argentina, país donde el conflicto entre ambas formas de acción ha durado menos que

en los otros, muchos de los cuales son todavía mundos políticos en formación, habiendo

algunos en los que el orden y el equilibrio aun no han aparecido. No sólo ha salvado la

Argentina la época ígnea de las revoluciones, sino que su ambiente social permite ya

que prospere en él la forma más delicada de la democracia, o sea el voto secreto, cuyo

advenimiento en las prácticas políticas de la gran república del sur tiene un significativo

valor filosófico, como prenda de concordia y de colaboración entre las luces de la

cultura y los instintos populares a cuyas inspiraciones esa ley entregó con plena

confianza sus destinos futuros. En la fisonomía actual del país los dos elementos de la

evolución social han dejado impresa su huella. El espíritu democrático, ya madurado,

coexiste con un pronunciado idealismo, un respeto casi religioso por la cultura, que ha

llevado a las legislaturas y a las mansiones presidenciales hombres de pensamiento más

bien que obreros de acción práctica, con decidida ventaja a veces para la exaltación del

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ideal político, si bien con alguna desventaja para la acción concreta inmediata. La

constante calificación de cultura que ha servido de principal requisito al ejercicio del

poder, ha impedido que éste caiga en manos mercenarias o bajo el dominio de

inteligencias sin cultura que degradasen su función social. Por eso ha sido motivo de

sorpresa para los observadores inadvertidos el encontrar en las repúblicas latinas

gobiernos no tan representativos como pudiera esperarse de la general falta de cultura

de las masas. Los prestigios del mando, con su escuela de méritos y de honores para los

servidores del país, las prácticas apenas atemperadas del paternalismo ancestral, han

creado el anhelo del bien público llevado con extrema frecuencia hasta el sacrificio

personal. Y si esta excesiva actividad central acaso obra, según se ha dicho ya,

inhibiendo las actividades locales, no hay duda que ha contribuído a revestir la función

política de mayor dignidad y a darle el carácter de una defensa contra los avances del

capitalismo. Un tipo tal de democracia traerá tal vez cierto exceso de intervención

oficial que no se advierte en las democracias más homogéneas, en las que el estado

recibe toda la savia de los estratos inferiores de la sociedad; pero sin duda evita la

maléfica influencia de los poderosos intereses privados, de cuya presión son a veces

resultado legislaciones que disimuladamente los sirven.

Si la legislación constructiva y la demagogia destructiva constituyen respectivamente el

anverso y el reverso de la vida nacional, en pocos momentos de la historia argentina se

exhiben con mayor evidencia ni en forma más irreconciliable que en el acto de

celebrarse el Congreso de Tucumán. Se iniciaba esta asamblea después de seis años de

rotas las hostilidades con la madre Patria y sucedía a una serie de esfuerzos por dar

forma política definitiva a la nueva nación. El Congreso era un incidente en el proceso

idealista y llevaba involucrados todos los caracteres de este último. Así, no fué, ni podía

ser, una emanación normal de las voluntades populares. Sus organizadores “poco se

cuidaron de dar a la asamblea un origen democrático” y apenas representaba ésta una

parte de las “provincias unidas” en cuyo nombre hablaba. Los caudillos habían

aparecido. Uno de ellos atraía hacia sí a Córdoba, Uruguay, Entre Ríos, Corrientes, y

poco después a Santa Fé, mientras el Paraguay se mantenía en su aislamiento. El

Congreso procuró pacificar a los rebeldes decretando indultos generales, envió

delegados para calmar desavenencias entre aquellos y hasta empleó la fuerza para

sofocar sediciones que estallaban a su alrededor. Las actividades del Congreso eran,

pues, denegatorias de todo carácter representativo y significaban el ejercicio de una

actividad que se invocaba en nombre de los principios absolutos más bien que en los de

la representación, por mucho que se estirara el significado de ese concepto. Dada la

descomposición a que en los seis años de guerra habían conducido los excesos del

individualismo desenfrenado, el Congreso se abrogó la misión tutelar a que se sentía

llamado, ejerciendo una acción realmente ejecutiva que lo distrajo de los propósitos

cardinales para que había sido convocado, es decir, la declaración de la independencia y

para redactar la constitución que habría de regir la nueva nación.

El anverso y el reverso de ese momento histórico están representados, respectivamente,

en la composición del Congreso por una parte, y la composición de los partidos en

lucha, por la otra. El Congreso era la expresión más acabada de la cultura del virreinato;

sus miembros, productos de las universidades de Córdoba, de Charcas, de Santiago de

Chile, del Colegio de San Carlos, todos ellos competentes, poseídos del patriotismo más

acendrado. Como sombrío contraste, véase el estado general del país, según lo pintó uno

de los más ilustres miembros del Congreso: “Divididas las provincias, desunidos los

pueblos y aun los mismos ciudadanos, rotos los lazos de la Unión social, inutilizados los

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resortes todos para mover la máquina, erigidos los gobiernos sobre bases débiles y

viciosas, chocados entre sí los intereses comunes y particulares de los pueblos,

negándose algunos al reconocimiento de una autoridad común, enervadas las fuerzas del

estado, agotadas las fuentes de la pública prosperidad, paralizados los arbitrios para

darles un curso conveniente, pujante en gran parte el vicio y extinguidas las virtudes

sociales (o por no conocidas o por inconciliables con el sistema de una libertad mal

entendida), conducidos, en fin, los pueblos por senderos extraños—pero análogos a tan

funestos principios—a una espantosa anarquía (mal el más digno de temerse en el curso

de una revolución iniciada por meditados planes, sin cálculo en sus progresos y sin una

prudente previsión en sus fines), ¿qué dique más poderoso podía oponerse a este

torrente de males políticos que amenazaban absorber la patria y sepultarla en sus ríos

que la instalación de un gobierno que salvase la unidad de las provincias, conciliase su

voluntad y reuniera los votos, concentrando en sí el poder?”

A la anterior pintura habría que agregar que la revolución estaba en una situación

desesperada, cercadas como se hallaban las provincias por fuerzas españolas en Chile y

en el Alto Perú. El Congreso mismo debió trasladarse a Buenos Aires ante la

aproximación del enemigo, que bajaba delNorte.

En tales condiciones la valiente declaración de la Independencia, el 9 de julio de 1816,

salvó la suerte de las armas galvanizando los entusiasmos del ejército y convirtiendo la

revolución en invasora: pocos meses después, en efecto, San Martín cruzará los Andes

para batir a España en Chile, desde donde, unidos los argentinos y los chilenos,

iniciarían la expedición libertadora que heriría al enemigo en su corazón, Lima, para

luego engrosar el ejército de Bolívar a quien tocaría dar el golpe definitivo al poder

español en América.

Dados los caracteres sociológicos de la revolución; dadas, además, las circunstancias en

que se hallaba el país, según las describiera Fray Cayetano Rodríguez, no es de extrañar

que el Congresoc de 1816 fuese monarquista. En su seno, en efecto, se deslizaron los

más extraños proyectos para alzar en el país un trono...: un trono cuya fuerza fuera

capaz de asegurar el orden interior y cuyo prestigio diera al país las garantías morales y

materiales que sin duda reclamaría Europa antes de reconocer la independencia de la

nueva nación y de prestarle su poderosa alianza. Se pensó en traer algún miembro de

una casa real europea, y hasta se propuso restaurar con tal objeto la antigua monarquía

incásica.

Nos parecen absurdos tales proyectos hoy que vemos lozano el árbol de la democracia

que a todos los pueblos de América nos cobija; pero no se olvide que para entonces el

Congreso de Viena había arrancado esa planta del suelo de Europa como cizaña

peligrosa, sin que el débil retoño sajón hubiera dado todavía los ricos frutos que los

tiempos le reservaban. Para los americanos de hoy, a uno y otro lado del ecuador, el

patriotismo del suelo está reforzado por un patriotismo de principios, un noble orgullo

de haber nacido bajo la estrella de la igualdad de ventajas; pero entonces la libertad no

tenía el sentido noble que le han dado después los triunfos del individualismo.

Felizmente, aun cuando el bando monarquista contaba con opiniones de tanto peso

como las de San Martín y de Belgrano—al segundo de los cuales el Congreso hizo el

honor de oír en sesión secreta especial—y aun cuando la causa de la democracia tuvo

una pobre defensa de parte de uno de los detractores de la monarquía, la buenadoctrina

triunfó en esa hora crítica para la república y para la América toda. Como se ve, aquel

Page 76: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

instante de la historia es un punto de empalme en el cual los destinos del continente

estuvieron en peligro de tomar otro carril que hubiera llevado las ideas y los hombres

por otros campos de la acción política y social, transformando la vida de medio

hemisferio y afectando tal vez seriamente la suerte de las instituciones democráticas en

los Estados Unidos. Afortunadamente, en ese minuto supremo, una mano firme se

apoderó de la palanca que podía haber cambiado la marcha y antes de que los demás

actores se percataran, un gran convoy de pueblos había entrado en la vía que conduce a

los destinossuperiores de la humanidad.

Aunque el Congreso no dió al país la constitución que de aquél se esperaba, salvó, como

se ha visto, la suerte de la democracia. Por este solo hecho la posteridad le ha perdonado

su ofuscación, sus vacilaciones entre el régimen republicano federal por el cual se

pronunció primero y el centralista que luego adoptó, y hasta las veleidades monárquicas

en que más tarde reincidió. En cambio, la luz que encendió en aquella hora vespertina

señaló constantemente el puerto seguro a los pueblos que estuvieron a punto de

extraviarse para siempre cuando cerró la larga noche de la anarquía.

Page 77: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

BUENOS AIRES EN 1815

Vicente Fidel López

Se necesita hacer un esfuerzo de imaginación para comprender hoy lo que era Buenos

Aires ahora setenta años. La porción urbana que servía de asiento a la iniciativa política

y gubernamental de la comuna, ocupaba un radio bastante modesto. Tomando por texto

el plano de la ciudad, que, por orden del virrey Avilés, levantó en el año de 1800 el

señor don Pedro Cerviño, agrimensor y piloto muy competente, se ve que los suburbios,

es decir, la parte en que no había paredes sino cercos de tunales, comenzaban, por el

sur, en las manzanas limitadas hoy por las calles de Méjico y de Chile. A ese lado, la

ciudad quedaba separada de sus orillas por esa avenida caudalosa de las lluvias que

llaman el tercero del sur, cuyo nombre antiguo era el Puente de los Granados, porque

atravesaba terrenos de la propiedad de la familia de este nombre, a la que pertenecía la

virtuosísima madre de nuestro amigo y co-redactor D. Juan María Gutiérrez. Allí

comenzaban ya los cercos que encerraban una infinidad de huecos o eriales atravesados

por sendas, y en cuya extensión vivían, en casas muy modestas, no sólo las familias

pobres, sino también un extenso número de las de mediana condición, sin necesidad y

sin idea ninguna de la riqueza. El amueblado de una familia común podía calcularse,

cuando más, entre cien y ciento cincuenta pesos de plata. Duraba de una generación a la

otra, y no se renovaba jamás sino por piezas insignificantes. La mesa y el

mantenimiento se reducía, en general, al gasto de dos a cuatro reales por día, sin dejar

de ser abundante y suculenta, porque todos tenían aves y verduras en sus corrales, y lo

único que se compraba era la carne y el pan.

Estos suburbios, muy bien caracterizados por Cerviño con el nombre de tunales, se

corrían desde el Puente de los Granados (en la calle del Perú), siguiendo una línea

oblicua hacia el noroeste, hasta la plaza de Monserrat, que quedaba lindera, diremos así,

con el despoblado; y que era por lo mismo un suburbio popular de los más poblados, y

muy turbulento por cierto. La iglesia y la parroquia de la Concepción quedaban

naturalmente entre las quintas y entre los cercos agrestes de las orillas. Entre Monserrat

y la Plaza Nueva (hoy Mercado del Plata) había unas cuantas manzanas de población

algo compacta aunque de pura clase pobre; y lo que es hoy calle de Salta quedaba

entonces entre los eriales y los huecos, que eran verdaderos matorrales de hinojos y de

cardos, erizados de arbustos de sauco, y de montes de durazneros que servían para

abastecer de leña a la población. En toda la línea del norte, que es hoy la calle de

Corrientes, comenzaban de nuevo los tunales, los huertos, los cercos agrestes, los

eriales con sendas, hasta el Retiro, donde estaba la Plaza de Toros, y cuyas cercanías

estaban rústicas y muy pobladas de orilleros. Había también por allí algunas quintas,

que eran verdaderas soledades bastante difíciles de cuidar: campo de la justicia de los

prebostes de la Hermandad.

En un país tan pluvioso como el nuestro, formado por terrenos de aluvión, es evidente

que entonces no podía haber caminos públicos en un estado de mediano servicio. Los

pantanos rodeaban la ciudad haciendo un verdadero laberinto de sendas y de portillos,

que requerían una especial vaquía de parte de los que tenían que practicarlos. Más atrás

de la zona solitaria de las quintas, había algunas chacras extensas erizadas de montes, de

espinillos y de durazneros, entre los cuales eran célebres, como abrigos de bandidos, el

monte de campana cerca de lo que es hoy la Floresta, el monte de Castro, entre Flores y

Morón, el callejón de Ibáñez; a los que no les iban en zaga otros lugares, que aunque

Page 78: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

más cercanos, tenían también malísima fama; como el hueco de los Sauces, los cercos

de los Ejercicios, la quinta de Rivadavia, el paso de Burgos, el hueco de Cabecitas y el

de doña Ingracia; y sobre todo, los zanjones del tercero del norte, que eran hasta 1830

uno de los puntos más selváticos y agrestes que pudiera tener a su costado una ciudad

civilizada y revolucionaria como era la de Buenos Aires en 1815.

Era natural que el centro más urbano y más noble de la Comuna participase en algo de

las malas condiciones de sus suburbios. La carestía de la piedra, la dificultad de sacarla

de la Banda Oriental, por falta de brazos aptos y por falta de buques en que conducirla,

hacían que apenas hubiese una que otra calle, malísimamente empedrada. Se conocía

por calle del Empedrado la que hoy es de la Florida; y no es poca lástima que se le haya

quitado este título original de nobleza, que le corresponde en la tradición de la cultura

de nuestra ciudad. Las lluvias copiosísimas de aquellos tiempos han dejado fama en el

recuerdo de nuestros padres. Al correr como torrentes, para salir al río, o para

empozarse en los pantanos, se llevaban gran parte del piso, abriendo curvas de zanjas

profundas y de precipicios entre una y otra acera, y hacían imposible atravesar las calles

(fuera de ocho o diez cuadras en el centro) por otra parte que por las esquinas, donde

había apoyos de grandes piedras puestas a distancia para afirmar el pie. Era tal este

estado, que en la parte que es hoy calle de Cangallo (entre Florida y Maipú) había

lagunas donde se ahogaron algunos lecheros en tiempos del virrey Vértiz, como consta

de documentos oficiales.

Por la noche, esta espléndida ciudad de Buenos Aires, que hoy enrojece su atmósfera

con los reflejos del gas, presentaba un aspecto desolado, si es que las tinieblas pueden

tener aspecto. A lo largo de la calle del Correo (hoy Perú) se divisaban de un extremo a

otro, cuatro linternillas diminutas que señalaban las cuatro mesitas en que los loteros

privilegiados por el Cabildo expedían cedulillas, arrimados a la pared y con un pequeño

farol que era la única luz de esa calle central. Las veredas eran de mal ladrillo, húmedas,

estrechas, desiguales, y temblorosas encima del barrial en que tenían su asiento; y en

muy pocas calles las había.

Buenos Aires era una ciudad baja, aplastada y cubierta con las capuchas de los tejados

de feísimo aspecto; que tenía, sin embargo, la reputación de la belleza entre las otras

ciudades españolas. Pero esa fama le venía de sus habitantes, más bien que de su suelo.

En ambos sexos, ellos eran de espíritu alegre y suelto; de alma impresionable y

simpática; admiradores entusiastas y copistas ardientes de las grandes novedades de la

civilización. Naturalmente inclinados a lo liberal; con algo de aturdido y de liviano,

pero siempre bien inspirados, inclinados a la pompa y halagados por la vanagloria que

viene de hacer el bien y de realizar hazañas. La sociedad era por esto expansiva y

hospitalaria. Su arrogancia era abierta, porque consistía siempre en el anhelo de que su

revolución y sus progresos sirviesen a todos, e hiciesen de nuestro suelo y de nuestras

leyes, el abrigo de todas las razas del mundo que no estuvieran bien avenidas en el suyo.

Tal era entonces la capital, en cuya frente el poeta de la revolución había escrito estos

versos tan arrogantes como adecuados, entonces, al genio de la Comuna:

Calle Esparta su virtud:

Su virtud calle Roma;

¡Silencio! que al mundo asoma

La gran capital del Sud.

Page 79: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Pero, ésta era la ciudad que había hecho la Revolución de Mayo, que la había defendido

y salvado contra todo el poder de la España, proclamando los principios más elevados,

más generosos y más humanitarios de la civilización moderna. Ésta misma era la ciudad

que había vencido y rendido dos ejércitos ingleses; que había deshecho y apresado tres

escuadras españolas; que había plantado la bandera argentina en las murallas de

Montevideo; que iba con un paso seguro a reconquistar a Chile, a libertar al Perú, y a

llevarle soldados a Bolívar para ganar la batalla famosa de Junín y libertar a Quito. Para

motejar, entonces, la arrogancia de la cuarteta, sería preciso ver cómo podrían borrarse

de la historia, o como podrían motejarse los hechos gloriosos que la inspiraron.

Page 80: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

BUENOS AIRES

Las Tiendas Antiguas

Lucio V. López

No era entonces Buenos Aires lo que es ahora. La fisonomía de la calle del Perú y de la

Victoria ha cambiado en los veintidós años transcurridos: el centro comenzaba en la

calle de la Piedad y terminaba en la de Potosí, donde la vanguardia de las tiendas estaba

representada por el establecimiento del señor Bolar, local de esquina, mostrador

democrático al alba, cuando cocineras y patronas madrugadoras acudían al mercado, y

burgués, si no aristocrático, entre las siete de la noche y el toque de las ánimas. El barrio

de las tiendas de tono se prolongaba por la calle de la Victoria hasta la de Esmeralda, y

aquellas cinco cuadras constituían en esa época el boulevard de la fashion de la gran

capital.

Las tiendas europeas de hoy, híbridas y raquíticas, sin carácter local, han desterrado la

tienda porteña de aquella época, de mostrador corrido y gato blanco formal sentado

sobre él a guisa de esfinge.

¡Oh, qué tiendas aquéllas! Me parece que veo sus puertas sin vidrieras, tapizadas con los

últimos percales recibidos, cuyas piezas avanzaban dos o tres metros al exterior sobre la

pared de la calle; y entre las piezas de percal, la pieza de pekín lustroso de medio ancho,

clavada también en el muro, inflándose con el viento y lista para que la mano de la

marchanta conocedora apreciase la calidad del género entre el índice y el pulgar, sin

obligación de penetrar a la tienda.

Aquélla era buena fé comercial y no la de hoy, en que la enorme vidriera engolosina sin

satisfacer las exigencias del tacto que reclamaban nuestras madres con un derecho

indiscutible. ¡Y qué mozos! ¡Qué vendedores los de las tiendas de entonces! ¡Cuán lejos

están los tenderos franceses y españoles de hoy de tener la alcurnia y los méritos

sociales de aquella juventud dorada, hija de la tierra, último vástago del aristocrático

comercio al menudeo de la colonia! No pasaba una señora ni una niña sin tributar los

más afectuosos saludos a la rueda de contertulianos sentados cómodamente en sillas

colocadas en la calle y presididos por el dueño del establecimiento. Y cuando las lindas

transeuntes penetraban a la tienda, el dueño dejaba a sus amigos, saludaba a sus clientas

con un efusivo apretón de manos, preguntaba a la mamá por “ese caballero”, echaba

algunos requiebros de buen tono a las señoritas, tomaba el mate de manos del cadete y

lo ofrecía a las señoras con la más exquisita amabilidad; y sólo después de haber

cumplido con todas las reglas de este prefacio de la galantería, entraban clientas y

tenderos a tratar de la ardua cuestión de los negocios.

Había siempre en las tiendas de antaño un olor inextinguible a tripe, porque nunca

faltaban cuatro o seis grandes cilindros de tripe inglés formados a la entrada de la casa,

que, a su calidad de mercadería de fondo, reunían la ventaja accesoria de servir de

poyos para sentarse los tertulianos habituales del establecimiento. Y después los

mostradores estaban alfombrados con tripes representando todo un jardín zoológico de

fieras estampadas, tigres, panteras, gatos monteses y leones rubicundos, reposados

majestuosamente sobre paisajes historiados de selvas de lana, con que las fábricas de

Page 81: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Manchester reemplazaban en nuestras mansiones aristocráticas de entonces la carencia

de Aubusson y de Gobelinos.

¡Qué agilidad aquélla con la que el patrón, apoyándose sobre la mano izquierda, saltaba

el mostrador! ¡Qué gracia con la que desplegaba ante los ojos de las clientas, de un

golpe, y como un prestidigitador, la pieza de percal, de muselina o de barège envuelta

alrededor de la tablilla, que quedaba, desnuda de su preciosa mercancía, abandonada

indiferentemente sobre el mostrador! ¡Qué elasticidad de movimientos, qué vertiginosa

rapidez, la que el tendero de aquel tiempo desplegaba para medir sobre la vara el lote

vendido, dejándolo amontonarse ampulosamente sobre el mostrador con elegante

negligencia, acariciando el género con los dedos, llevándolo a los ojos de la

compradora, poniéndoselo en la mano, restregándolo para justificar la falta absoluta de

goma y otras añagazas de fábrica, y hasta trayendo el único vaso de la trastienda lleno

de agua, para ensopar en él el extremo de la pieza de muselina y justificar la tinta

indeleble de la tela!

Page 82: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

CON RUMBO A LA ESPERANZA

Vicente Blasco Ibáñez

Europa pierde anualmente una parte de su población, insignificante por el número si se

la compara con la gran masa humana que habita su suelo, valiosa por las iniciativas

enérgicas y el coraje que demuestra al abandonar la tierra patria con rumbo a lo

desconocido.

Todas las semanas apártanse de sus costas enormes buques, que vomitando humo se

lanzan a través de las infinitas y azules soledades, repleto el cóncavo vientre de carne

humana, que sufre, se agita, sueña o se estremece con los internos espejismos de la

esperanza. Salen de los muelles escarchados y brumosos del Báltico; de los puertos

ingleses, negros de polvo de hulla, en cuyo ambiente grasoso parece esparcirse un vago

perfume de té y tabaco con opio; de las costas de la Francia oceánica, que opone sus

bancos vivos de mariscos y los obscuros pinares de sus landas a los rabiosos asaltos del

fiero golfo de Gascuña; de las bahías españolas, inmensas copas de tranquilo azul, sobre

las cuales trenzan y destrenzan las gaviotas el blanco aleteo, como asustadas por el

intempestivo chirrido de una grúa o el mugido de una sirena; de las escalas del

Mediterráneo, sonrientes y adormecidas bajo la ardiente lluvia del sol; ciudades blancas,

con la alba crudeza de la cal o la suave y aristocrática del mármol; ciudades en cuyos

embarcaderos flota un ambiente de hortalizas marchitas y frutos sazonados, y en las que

el viento de tierra lleva hasta los buques, junto con el nupcial aliento del naranjo y el

varonil incienso del almendro, briosos rasgueos de la guitarra ibera, los repiqueteos del

tamboril provenzal y lánguidos arpegios de las mandolinas italianas.

Los gigantes marinos mueven las invisibles uñas de sus hélices y se despegan de la

tierra. Su proa, como un hocico inteligente, parece husmear el horizonte para adivinar la

senda a traves del infinito, y en torno de su grupa rebullen convertidas en jabonosa

espuma las aguas grises o negruscas de los mares septentrionales, las azules

ondulaciones atlánticas o las verdes linfas mediterráneas, pobladas de chisporroteos de

sol y escamas de oro, que pasan y se renuevan como estrellas fugaces en las glaucas

profundidades.

Desapareció la tierra: agua por todas partes. El azul blanquecino del cielo sobre el azul

negrusco de las olas. La proa que se alza hasta ocultar la faja del horizonte o se hunde

elevando sobre su ángulo la lejana línea del mar, como una muralla oscura; la popa, que

parece desplomarse en el abismo a cada ondulación, o al remontarse acaricia algunas

veces el espacio con infructuosas paletadas de sus hélices; el mugir lejano de las

máquinas en lo más profundo de las entrañas del leviatán de acero, revelan únicamente

el movimiento, la marcha. Sin esto el buque parecería inmóvil encantado en medio de la

inmensidad circular y monótona. Avanza y avanza, y siempre parece estar en el mismo

sitio, en el centro exacto del circo infinito.

¿Adónde va el buque a través del misterio azul? ¿A qué lejana tierra de ensueño

conduce su cargamento de miseria y esperanza?...

Page 83: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Hace años, estos férreos transportadores de hombres seguían todos el mismo rumbo,

con la tenacidad rutinaria del rebaño que, una vez aprendido un camino, no sabe salirse

de él.

Al abandonar las costas europeas ponían la proa al Oeste, siguiendo los mares

septentrionales agitados o brumosos. Todos se daban cita en las costas de una inmensa

nación, tragaderos insaciables de hombres, olla hirviente de todas las razas, tierra de

prodigios monstruosos, de iniciativas desconcertantes en fuerza de ser grandiosas; país

rodeado de una leyenda de maravillas, con minas de oro más opulentas que las del

tiempo de Salomón, edificios de mayor altura que la torre de Babel o los pensiles de

Semíramis, e invenciones como no las soñaron los antiguos magos.

Ahora ya no navegan todos los gigantes del mar con rumbo a los Estados Unidos de la

América del Norte. El camino se ha bifurcado. El colosal rebaño de humo y acero se

reparte, y mientras unos marchan todavía hacia el Oeste para llevar las últimas

provisiones de energía humana al pueblo más progresivo de los tiempos modernos,

otros ponen la proa al Sur en busca de un nuevo país abierto a la ilusión y al noble

espíritu aventurero de los que desean cambiar de medio.

En todas las épocas de la Historia han existido ciudades de renombre mundial,

ciudades-esperanza hacia las cuales se han vuelto con anhelante deseo los ojos de los

hombres. Lo que la gloriosa Atenas fué para los artistas de remotos siglos, lo que

representó Roma para los varones del mundo antiguo, que veían en ella un escenario

sonoro de su actividad intelectual, lo han sido otras poblaciones para los hombres

ansiosos de conquistar rápidamente una posición económica sin tropezarse con las

trabas y obstáculos que oponen las sociedades viejas y exuberantes de población.

El nombre de estas ciudades de prodigios evoca imágenes de suntuosidad y

amontonamiento de riquezas; sugiere la visión de fortunas amasadas vertiginosamente;

suena en los oídos con el sugestivo retintín del oro, y todos los valerosos en el eterno

combate de la vida corrieron a ellas con la desesperación heroica del que ansía morir o

abrirse paso.

Bagdad, la mágica Bagdad de Las mil y una noches, ha hecho soñar durante mil años a

los pueblos orientales, que veían en la lejana metrópoli del Tigris inmensos tesoros

guardados por los genios y las peris para premios de los buenos.

La medioeval Toledo, patria de mágicos prodigiosos, brujos omnipotentes y alquimistas

fabricantes de oro, ocupó la imaginación de los europeos siglos y siglos, evocando en su

sencilla fantasía montones inmensos de monedas rutilantes, cuevas rellenas de barras

del precioso metal, palacios carcomidos, próximos a hundirse bajo el peso de inauditas

riquezas. ¡Ser brujo de Toledo! ¡Poseer la receta misteriosa para la fabricación del

oro!... Esta ilusión estaba tan arraigada en el alma medioeval, que ha perdurado a través

de los siglos, y aun hoy las viejas judías de Salónica y Constantinopla que guardan las

tradiciones de España, patria de sus mayores, cantan viejos romances a la gloria de la

ciudad del Tajo y sus fantásticas riquezas.

Durante la colonización hispanoamericana, el renombre de una ciudad casi desconocida

ahora, conmovió el mundo. ¡Potosí!... Al pronunciar este nombre veíase con la

imaginación un monte inmenso de engañosa corteza terrena, en la que bastaba arañar un

Page 84: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

poco para que quedasen al descubierto las entrañas de metal deslumbrador. Semejantes

al rey Midas de la leyenda, que convertía en oro todo cuanto tocaba, los hombres de este

país de maravillas vivían rodeados de una abrumadora y forzosa suntuosidad. La plata

valía menos que el hierro y la loza grosera. De plata eran las herramientas del trabajo,

los objetos de usos más viles, las vajillas ordinarias, y hasta los guijarros con que se

apedreaban los muchachos.

¡Potosí! ¡Mágico nombre!... En Europa los labriegos se hacían soldados para poder

llegar en son de conquista al famoso país: los estudiantes y los clérigos cambiaban las

negras bayetas escolásticas por el coleto de ante y la espada del aventurero: hasta los

nobles abandonaban el regalo y las intrigas de la corte y partían a la conquista del

Vellocino, despreciando la renta vulgarísima y reposada de sus cortijos, toradas y tierras

de pan llevar, ante la esperanza de una fortuna inmensa, rápida, fulminante, en un país

donde acababa de realizarse el secular ensueño de El Dorado.

Luego, durante una mitad del siglo XIX, otro nombre de América hizo palidecer el de la

famosa ciudad del Alto Perú. ¡California! ¡Los placeres de oro inmediatos al Pacífico!...

Y los soñadores de Europa que habían dedicado de antemano su vida a la aventura y al

peligro, corrieron al encuentro de esta nueva resurrección de la Quimera que agitaba sus

escamas de oro al otro lado de los mares: y las gentes de simple entendimiento y férrea

voluntad les siguieron en esta peregrinación hacia la riqueza, descuajándose de la

existencia sedentaria, arracándose de las raíces que les unían a la aldea natal, al campo

alimentador de su estirpe, para afrontar los peligros de una correría errante e incierta.

Hoy todos estos nombres no son más que recuerdos históricos, rótulos sonoros de

ilusiones muertas, de esperanzas hechas polvo. El metal precioso, que era su alma,

desapareció arrastrado por la circulación mundial, y sólo queda la mísera máscara que lo

contuvo, ruinas que hablan con su triste aspecto de una esplendidez desaparecida para

siempre.

Pero la humanidad necesita una ilusión, una esperanza de riqueza que la acaricie en sus

horas de desengaño y penuria, y otro nombre ha venido a sustituir a los mágicos

nombres antiguos:... ¡Buenos Aires!

Es necesario ser europeo para comprender lo que estas palabras significan en el Viejo

Mundo. ¡Buenos Aires!... Al pronunciar este nombre, la imaginación no ve minas de

oro, tesoros resplandecientes que se ofrecen a la codicia del recién llegado sin más

trabajo que agacharse para poseerlos. Hoy hasta los más ilusos saben que la conquista

de la riqueza supone esfuerzo, y Buenos Aires, a través de las más optimistas fantasías,

aparece siempre como un El Dorado del trabajo. Lo que este nombre evoca en la mente

de los peregrinos mundiales que marchan hacia la tierra argentina no es una visión de

oro, sino de rebaños infinitos, al lado de los cuales parecen míseras tropillas los ganados

bíblicos de los profetas y la fortuna pastoril de los pueblos nómadas de la antigüedad;

campos inmensos como un océano terrestre sobre los cuales tiene el cielo los mismos

espejismos y rutilantes atardeceres que sobre el mar; suelos de maravillosa fecundidad,

que sólo hay que abrirlos con el surco para que surja al momento, en forma de

espléndidas cosechas, una energía fecundante, resto sin duda de las primeras fuerzas que

presidieron la formación planetaria y que han estado dormidas durante miles de siglos

en las entrañas del globo.

Page 85: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Buenos Aires, cuyo nombre se confunde con el de todo el país argentino en la simple

imaginación de muchas gentes, significa la fortuna por el trabajo. Pero hasta este trabajo

tiene algo de maravilloso, de inaudito, de nunca visto. El trabajo europeo es para el

emigrante una esclavitud penosa, ingrata, degradadora, de la que quiere librarse para

siempre: escasos jornales, que apenas si bastan para la satisfacción de las necesidades

más primarias; imposibilidad del ahorro como medio de cambiar algún día de posición;

falta absoluta de esperanza de mejoramiento; largas temporadas de famélico descanso

por abundancia excesiva de brazos, y por encima de todo esto el fatalismo social del

mundo viejo, que marca al pobre desde que nace, condenándolo a permanecer

eternamente abajo, sin una ilusión, sin un resquicio en su mísera obscuridad, por donde

pase la mano de la Fortuna y le busque a tientas tirando de él hacia lo alto.

¡Buenos Aires!... Este nombre hace soñar al desesperado. Al repetirlo mentalmente se

siente fortalecido, con energías centuplicadas para la lucha. ¡Trabajará! el trabajo no le

da miedo. Desarrollará una actividad triple o cuádruple que en Europa sin sentir

cansancio, porque verá inmediatamente en sus manos el resultado de sus esfuerzos y

conocerá la remuneración amplia y generosa. Sus brazos van a ser algo solicitado y

respetado, con un valor positivo, sin el desprecio de la infinita concurrencia. Al fin va a

entrar en relación con el dinero, antes invisible, y el trabajo le buscará, en vez de

marchar tras él implorándolo como una limosna.

Hay además en todo emigrante algo de esperanza novelesca; la quimera que acompaña

siempre a los hombres, aun a los de pensamiento más rudimentario, en todas las

empresas de su vida. ¡Buenos Aires!... Al conjuro de este nombre surgen en la memoria

historias maravillosas de rápidas y enormes fortunas; cuentos reales de lo que pudieran

llamarse Las mil y una noches de la riqueza moderna: historias de españoles que

llegaron al suelo argentino sin otro haber que un hato de ropa al hombro, para juntar en

los años de su existencia veinte millones de pesos y extensiones de tierras grandes como

provincias: historias de italianos que emprendieron el viaje para ser músicos en

cualquier teatrillo de extramuros y acabaron poseyendo centenares de leguas en la

fecunda Pampa. ¿Por qué han de ser ellos los únicos? Lo que ocurre a un hombre, ¿no

puede ocurrirle a otro?

—¡Quién sabe!... ¡Quién sabe!...

Y murmurando mentalmente palabras de esperanza, se duermen sobre las cubiertas en la

noches templadas de la travesía, unos contra otros, confundiendo miserias e ilusiones,

como dormían en sus campamentos, muchas veces sin comer y transidos de frío, los

soldados de Napoleón, pensando en el majestuoso Murat, antiguo mozo de mulas; en el

rey Bernadotte, nacido en una panadería; en todos los príncipes, mariscales y monarcas

venidos de abajo, lo mismo que el último granadero; recuerdos que inflamaban su

entusiasmo, borrando con el cálido esponjazo de la ilusión penalidades y desalientos.

¡Buenos Aires!... ¿Qué misterioso poder hace circular este nombre por toda Europa? ¿A

impulsos de qué ley surge siempre con caracteres de fuego en la negra pesadilla del

desesperado que recuerda con terror los compromisos y miserias del día siguiente?

¿Quién lo murmura, como un tenue susurro de esperanza, al oído de todos los que

desean cambiar de suelo y de existencia?

Page 86: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Años atrás el Gobierno argentino fomentaba directamente la inmigración, tenía agentes

reclutadores en todas las naciones, pagaba los pasajes; pero ahora hace mucho tiempo

que ha abandonado este sistema. Ya no se cuida de atraer gente, pues tiene confianza en

las excelentes condiciones del país y sabe que aquélla no ha de faltarle. Deja que el

emigrante llegue a impulsos de su propia voluntad, costeándose el viaje (con lo que

evita en parte el contingente de mendigos profesionales), y sólo se encarga de auxiliarle

y dirigirle desde que pisa el suelo argentino. ¿Quién, pues, aconseja al emigrante

europeo este viaje? ¿Quién ha lanzado el nombre mágico, evocador de esperanzas, en el

escondido valle del centro de Europa, en la casa de madera perdida bajo las nieves de la

estepa rusa o los fiords noruegos, en la exigua aldea de pescadores a orillas del

Atlántico y del Mediterráneo, o en los barrios policromos de las tortuosas y dormidas

ciudades de Oriente?...

Se dirá que los más de los que emigran tienen parientes o amigos establecidos desde

muchos años antes en la tierra argentina. Cerca de dos millones de extranjeros viven en

ella, y éstos, satisfechos de su nueva existencia y gozando de una prosperidad—por

escasa que sea—siempre superior a la que disfrutaban en el viejo continente, ejercen

una atracción poderosa sobre su lejana patria.

Muchos de los que se embarcan sienten acallada su zozobra por la seguridad de que

alguien les espera en la orilla americana. El muchachuelo español de boina azul que

entona canciones en los bailoteos de a bordo, lleva oculta en el pecho una carta para el

paisano y pariente que salió hace años de la aldea asturiana o la casería vasca para no

volver más, sobreviviendo en la memoria de la familia y el vecindario con el prestigio

de lejanas y fabulosas riquezas. El personaje omnipotente es almacenero en el campo,

tiene un boliche en las inmensidades de la Pampa o Río Negro, y el muchachuelo,

apenas desembarque, pasará por Buenos Aires velozmente, yendo a caer en línea recta

tras un mostrador, centenares de leguas tierra adentro, donde con una adaptación

sonriente, como si hubiera salido de la casa paterna un día antes, comenzará a servir

copas a los parroquianos de poncho, chiripá, bota de potro y sonoras espuelas, que tal

vez saluden a un futuro millonario en el listo galleguito. Los hebreos del lejano Oriente

llevan recomendaciones fraternales para sus correligionarios de Buenos Aires dedicados

a industrias urbanas, o para los que cultivan las colonias de Entre Ríos. Los italianos

cuentan siempre en Argentina los parientes a centenares. Algunos de los que van en el

buque han hecho el viaje varias veces. Son golondrinas que llega en la época de la

recolección de las cosechas, cuando se pagan los jornales a precios exorbitantes, y

luego, con los ahorros bajo el ala, emprenden el viaje de retorno, tomando el

transatlántico como quien toma el tranvía. Muchos que llegan por primera vez serán

colonos, peones del campo, al lado de los amigos que les precedieron, o se dedicarán

bajo su dirección y consejo a todas las faenas urbanas.

Es cierto que una parte de emigración actual va a la Argentina atraída por los

compatriotas que hicieron antes el viaje, o recomendada a éstos. Pero, ¿quién atrajo y

aconsejó a los que llegaron primeramente por su propia iniciativa? ¿Quién impulsa

ahora a los que se presentan solos, sin apoyos ni conocimientos, fiados al buen gesto del

destino? ¿Quién ha hecho que el recuerdo de Buenos Aires surja como una suprema

solución en el ánimo de todo europeo que atraviesa uno de esos conflictos que cambian

una vida?

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Cada grupo cosmopolita que llega a los muelles de Buenos Aires es una nueva prueba

de la fama mundial de la ciudad-esperanza, moderna Sión para todos los que ansían paz,

trabajo y bienestar.

Su nombre circula por el mundo viejo como una brisa dulce que despierta las almas

adormecidas. Las razas sin patria y los pueblos que empiezan a dudar de la que tienen

por no encontrar en su seno más que pobrezas y opresiones, sienten como un

rejuvenecimiento al pensar en este país maravilloso donde se realizan los más

asombrosos avatares. Es la tierra donde el holgazán se siente activo, el apático se

mueve con los entusiasmos del optimismo, y el que era en el viejo continente torpe e

inútil, deformado por la estrechez del ambiente natal, surge del duro quiste rutinario con

originales iniciativas, como si le inspirase el nuevo medio.

“¡Buenos Aires!”, murmura el viento en las noches invernales, al colarse por el cañon

de la chimenea en la cocina campestre, española o italiana, donde la familia pasa las

horas triste y silenciosa, rumiando cómo podrá evitar al día siguiente el embargo de los

cuatro terrones que constituyen su fortuna, o cómo adquirirá el pan necesario: “¡Buenos

Aires!”, muge el vendaval cargado de copos de nieve al filtrarse por entre los maderos

de la isba rusa: “¡Buenos Aires!”, parece escribir el sol en arabescos temblones deluces

y sombras en los muros calizos de la callejuela oriental, ante los ojos del pobre

otomano, encorvado por la servidumbre y el miedo: “¡Buenos Aires!”, repiten las alas

de oro de la Ilusión cuando vuela de reverbero en reverbero, a altas horas de la noche,

por los desiertos bulevares de las grandes metrópolis europeas, precediendo los pasos

del pobre desesperado, sin hogar, sin pan, que estudió para morirse de hambre, que ha

visto fracasadas por falta de ambiente todas sus iniciativas, y tal vez piensa en el

suicidio.

Y todos, sin distinción de razas y clases, ignorantes e intelectuales, fuertes o humildes,

al conjuro de este nombre ven alzarse en el último término del paisaje de su fantasía,

bañada por la luz verde de la esperanza, una mujer majestuosa, pero de esbeltez juvenil,

sin la pesadez imponente de la matrona; una mujer blanca y azul como las vírgenes

soñadas por Murillo, con el purpúreo tocado, signo de libertad, sobre la suelta cabellera;

una mujer que sonríe abriendo en cruz los brazos amorosos y deja caer desde su altura

de montaña palabras que revolotean como pétalos de rosa y mariposas de oro.

—Venid a mí, los que tenéis hambre de pan y sed de libertad. Venid a mí, los que

llegasteis tarde a un mundo demasiado repleto. Mi hogar es grande; mi casa no la

construyó el egoísmo. Está abierta a todas las razas de la tierra, a todos los hombres de

buena voluntad.—

El buque sigue avanzando. Cambia el cielo y cambia el mar. Hay días en que el férreo

vaso cabecea con mayor violencia sobre las olas y la muchedumbre aparece menos

espesa, con grandes claros. Los que se sienten heridos por el mareo, ocúltanse en las

profundidades del buque. Otros permanecen tendidos al aire libre, pálidos, inmóviles

como cadáveres después de una catástrofe. Ya no suenan músicas: una tristeza gris

parece gravitar sobre la cubierta, rociada de vez en cuando por el polvo acuoso de las

olas, que chocan contra los flancos de la nave, levantando una cortina de espumas. Los

habituados al viaje, que llevan a prevención como supremo lujo un asiento de tijera o

una silla de lona, permanecen sentados, fuman y miran al mar con aire de conocedores,

insensibles a la general molestia que parece enseñorearse del buque.

Page 88: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Cuando las muchedumbres europeas de la primera Cruzada, armadas al azar, y sin otra

disciplina que el entusiasmo religioso, caminaban hacia Oriente, su fe y su ignorancia

les hacían sufrir tremendas decepciones.

Siempre que en el horizonte aparecían las torres y cúpulas de una ciudad, la piadosa e

inocente turba estremecíase de gozo.

—¿No es Jerusalén?... Sí: es Jerusalén; la ciudad santa. ¡Hosanna! ¡Hosanna!

Los viejos gemían enternecidos; los monjes lanzaban su inflamada predicación; los

hombres requerían las armas, creyendo llegado el momento de pelear contra los infieles;

los niños entonaban cánticos y las hembras gritaban de entusiasmo, incorporándose en

los carretones, a la cola del inmenso éxodo.

Estos infelices cruzados, cuando imaginaban hallarse próximos a Jerusalén, estaban aún

en las llanuras de la Baja Alemania o de Austria, y el espejismo del entusiasmo

repetíase todos los días al avanzar por el centro de Europa, creyendo haber llegado al

término de la jornada cada vez que columbraban a lo lejos una ciudad o un castillo.

La misma ilusión del deseo acompaña a los pobres emigrantes, entusiastas cruzados de

los tiempos modernos. La ansiada Jerusalén surge ante sus ojos en toda ribera que

costea el buque, en todo puerto donde echa el ancla.

¡Buenos Aires! ¿Dónde está Buenos Aires?... Un estremecimiento de esperanza corre

por la muchedumbre cuando aparece frente a la proa una faja de tierra. Hasta los más

ignorantes conocen la cantidad de días que debe durar la navegación; pero la ansiedad

les hace creer en un milagro, en una marcha extraordinaria del buque, y al ver la tierra,

se gritan unos a otros:

—¡Buenos Aires!... ¿Será esto Buenos Aires?

No: no es la ciudad-ilusión. Es Pernambuco, es Bahía, es Río Janeiro; y cuando el

transatlántico queda fondeado a la vista de la tierra, los peregrinos se agolpan en la

borda, mirando la ciudad lejana, pero sin deseos de bajar a ella, faltos de curiosidad.

Para ellos no hay nada que les interese en este país: su esperanza vuela más lejos.

Los que hacen el viaje por primera vez, admiran el color negro y la crespa y lanuda

pelambrera de los lancheros; compran las frutas raras amontonadas en las barcas que

circulan como insectos en torno del gigante marino; admiran su sabor exótico, y al fin

acaban por volver la espalda a la costa, tendiéndose en sus mantas y colchonetas,

aburridos de esta inercia, deseando reanudar antes el viaje. Buenos Aires es lo que les

importa. ¿Cuándo llegarán a Buenos Aires?...

En la espléndida bahía de Río Janeiro, la hermosura del panorama los conmueve unos

instantes. Luego reaparece la indiferencia. Ellos no han de vivir en esta tierra; ¿para qué

interesarse por sus montañas rosadas de bizarras formas, y sus calles blancas, con

dobles filas de altos cocoteros?

Page 89: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Cuando el transatlántico emprende otra vez la marcha, la gente canta y ríe, creyéndose

próxima al término del viaje. Ya no aguardarán más: casi se hallan a la vista de la

ciudad de la esperanza: la próxima escala es Buenos Aires. Y transcurren varios días sin

ver otra cosa que cielo y mar. Algunas veces se marcan en la línea del horizonte

manchas obscuras que parecen nubes bajas y son montañas.

El aislamiento de la navegación, la vida común con gentes tan diversas en medio de la

soledad de los elementos, la marcha hacia otro mundo misterioso, parece haber

transformado la moral de los emigrantes, creando en ellos una nueva personalidad.

¡Adiós, timideces del terruño, humildades de familia, miedos rutinarios a todo lo que se

sale de la estrecha norma de lo vulgar!

El pobre campesino, acostumbrado en su país al expolio y la miseria resignada, se siente

ahora altivo, con nuevas fuerzas para hacer frente a todos los obstáculos. El viento del

océano, al ensanchar sus pulmones, parece echarle atrás los hombros, dando a la cabeza

una erguida altivez. Oyendo a los aventureros, a todas estas gentes de extraños países,

empieza a considerar con cierto orgullo su condición de emigrante y de pobre. La

soledad atlántica, las largas horas de recogimiento, lejos de toda organización social, le

hacen apreciar la pequeñez de los hombres y de sus leyes, y se contempla a sí mismo

más grande, más poderoso. Las preocupaciones que en tierra firme fueron muchas veces

su tormento, las desprecia ahora por insignificantes, viéndose lejos de ellas.

El hombre del viejo mundo desaparece. Cada singladura se lleva algo de su antiguo sér.

Van desapareciéndose de su ánimo las timideces y resignaciones de la educación

tradicional. Son a modo de escamas del primitivo organismo que se despegan de la piel

y caen al agua. Cada día pierde una. Cuando llegue al término de su viaje será otro.

Siéntese capaz de las grandes iniciativas. El pobre de Europa, sometido, y a la huelga,

sin esperanzas, sin afanes de actividad, que al fin tuvo que embarcarse y emigrar, le

parece ahora un hombre distinto. ¡Lo que trabajará él en el Nuevo Mundo! Hará fortuna

a las buenas o las malas. Siente en su ánimo la fría audacia, el egoísmo homicida de los

aventureros que todo lo justifican con las necesidades imperiosas de la lucha por la

existencia. Su alma es la de los héroes de Balzac que contemplaban París desde una

altura, con ojos de invasor implacable y desdeñoso, murmurando: “¡Tú serás mío!”

¡Buenos Aires!... Él conquistará la gran ciudad; se batirá con ella a brazo partido para

poseerla, para dominarla. Aislado en el mar, lejos de la realidad, en plena fantasmagoría

de la ilusión, se considera capaz de los más estupendos esfuerzos. En sus conquistas

imaginativas entra por mucho el desconocimiento del país adonde se dirige, esa

ignorancia de América que es en el viejo mundo algo secular e inconmovible. Sabe que

Buenos Aires es una gran ciudad, se la imagina semejante a una buena capital de

provincia pero al mismo tiempo, con bizarra confusión imaginativa, ve tigres que saltan

y juguetean como gatos en los alrededores de la urbe; serpientes colosales que ondulan

o se arrollan a los árboles de los paseos; negros indolentes a los que hay que dar con el

látigo para que trabajen; indios pintarrajeados y emplumados que asaltan los tranvías de

los arrabales y se llevan cautivas a las señoras; una mezcla de civilización avanzadísima

y de tremenda barbarie. ¡Desdichado país si no vinieran de afuera los hombres blancos

para salvarlo!... El alma de un paladín de romances de caballería late en él, quitando

todo valor a la palabra “imposible”. Matará, si es preciso, tigres y pitones; hará

Page 90: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

prisiones a los feroces indios y, pasándoles una anilla por la nariz, los llevará a trabajar

ricas tierras, escogidas a su gusto. ¡Él lo hará todo!...

Las olas violentas que chocan contra el buque han cambiado de color. Ahora son

rojizas, como una melena leonada, y sucias por el barro que llevan en suspensión. Se ve

el lejano perfil de una costa por estribor, y los emigrantes abren los ojos asombrados al

oír que ya no están en el mar, que este espacio infinito de agua, con su oleaje

tempestuoso, es un río, el famoso río de la Plata.

Empieza a anochecer, y en la costa, cada vez más cercana, se marcan centenares de

luces. Al principio, forman líneas, como si indicasen la horizontalidad de caminos y

bulevares exteriores; luego se hacen más densas, se agrupan, se remontan por invisibles

cuestas, se diferencian en rojas y blancas, destacándose las eléctricas como gotas caídas

de la luna, entre las temblonas pinceladas del gas.

—¡Buenos Aires! ¡Viva Buenos Aires!—gritan a proa, con entusiasmo de peregrinos.

No, tampoco es Buenos Aires. Es Montevideo.

El buque tras una detención de algunas horas, sigue su rumbo. Ahora parece que navega

sobre algodones. Los pasajeros, acostumbrados al movimiento de todo cuanto les rodea,

a sentir ondular el piso bajo sus plantas, a la oscilación general de los objetos,

experimentan una extrañeza casi molesta, al ver que el buque avanza, y, sin embargo,

parece inmóvil. El río, obscuro, toma blancuras de leche bajo la luz de las farolas de los

buques. Una línea de boyas encendidas marca el paso a las embarcaciones en esta

inmensidad.

La placidez de la navegación, el momentáneo silencio, el descansar de maderas y

hierros que han venido frotándose y cantando un monótono ric-ric durante medio mes,

todo invita al sueño; y sin embargo, pocos duermen.

La gente, tendida en la cubierta y en los sollados, sueña con los ojos abiertos. Percibe la

proximidad de algo extraordinario, algo que la estremece con la emoción de lo

desconocido. Cree oír la respiración de un organismo enorme. Buenos Aires está cerca.

Y los que ansiaban tanto llegar a ella, vacilan ahora y tiemblan. ¡Adiós, fantasías de la

soledad! Ya se hallan vecinos a la gran Esfinge. ¿Cómo irá a recibirles?...

Los bravos exterminadores de serpientes y de indios empiezan a dudar de sus fuerzas.

Hay algo en el ambiente que repele estas fantasmagorías, que ríe de ellas, como los

buenos vecinos de la Mancha reían de los heroicos e irreales propósitos del esforzado

hidalgo. El emigrante empieza a sentirse igual a como era antes de poner el pie en el

transatlántico. ¡Acabaron los ensueños del mar! Reaparecen sus indecisiones, sus

timideces, su falta de confianza en la suerte.

El animal humano está próximo, la sociedad sale a su encuentro, y esto basta para que

se desvanezca el superhombre de vida fugaz engendrado en las soledades de la

navegación; el héroe de todos los arrojos, que no reconocía obstáculos.

Page 91: ARGENTINA, LEYENDA E HISTORIA

Apenas apunta el día, la cubierta se llena de gente. Las boyas luminosas destacan sus

luces cabeceantes en la penumbra del crepúsculo. Todos se agolpan en la proa deseosos

de ser los primeros en contemplar la esperada visión.

—¡Buenos Aires!... ¿Dónde está Buenos Aires?

Una cortina de niebla oculta el horizonte. La sirena del buque ruge a ciegas en este

ambiente blanco y denso, semejante al de los mares septentrionales. El agua, de un color

lácteo, a impulsos de la marea ascendente, choca con manso susurro contra los costados

de la nave. A través de los espesos telones de la atmósfera pasan otras sombras, lentas,

enormes y negras: vapores que avanzan con la grave calma del peligro; veleros de

arboladura escueta que se deslizan siguiendo sumisos el tirón del remolcador.

De pronto, el transatlántico modera su leve marcha; apenas se mueve ya. Al mismo

tiempo desgárranse los velos del horizonte y la luz pálida de la mañana saca de la bruma

todo un mundo. Aparece a ambos lados del buque el río inmenso, sin orillas, como un

mar de dilatados horizontes, y frente a la proa una ciudad, más bien dicho, una

extensión cubierta de edificios, ilimitada, sin términos visibles, infinita como la

superficie acuática.

—¡Buenos Aires! ¡Al fin!... Esto es Buenos Aires.

La retina no puede abarcar los muelles, que se pierden de vista; las dársenas llenas de

buques, que se esfuman en el horizonte; los almacenes y elevadores de trigo, altos y

majestuosos como catedrales; las arboledas que siguen la ribera; las calzadas

polvorientas por donde pasan trenes y rosarios interminables de carretas. Detrás, altos

edificios y suaves rampas marcan una altura, una cuchilla de tierra, el perfil de una

meseta de contornos pulidos por el secular arrastre del río; y sobre esta meseta se

extiende la urbe, uniforme, baja, monótona, pero de una grandiosidad inabarcable; una

ondulación de tejados grises, que se pierde en el horizonte, que avanza tierra adentro,

borrando toda idea de límites, desorientando a las imaginaciones, que en vano pugnan

por abrazarla; un caparazón gigantesco, en el cual cada escama es la cubierta de una

vivienda; un escudo inmenso e igual, del que sobresalen torres y cúpulas como un

adorno de clavos, y borlones de seda verde, que son frondosos jardines.

Los que llegan se sienten intimidados por esta enormidad. La capital gigantesca parece

caer sobre ellos con mortal gravitación.

—¡Qué grande!... ¡Qué grande!...

¡Adiós arrogantes propósitos de conquista, gallardías audaces de dominación y rápido

encumbramiento! Es la ciudad la que conquista a los recién venidos, la que los hace sus

esclavos, tímidos y sumisos, con sólo mostrarse un momento, fría y casi dormida entre

las brumas del amanecer.

Muchos de los que llegan nacieron en una aldea o en el campo; no han visto otras

ciudades que las de los puertos de embarque, y quedan espantados, enmudecidos por el

respeto y el pavor a la vista de esta gran metrópoli de rápidas transformaciones, que

todo lo encuentra estrecho, que rompe cada cinco años el traje de albañilería que le

fabrican los hombres, y crece y crece, no reconociendo fronteras en su desarrollo.

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Lisboa es más escenográfica, con su caserío en cuesta que permite apreciar las

grandezas de la edificación: Río Janeiro realza su belleza arquitectónica dentro de un

estuche de verdura, entre montañas que forman un marco rosado a la copa de su bahía;

pero los emigrantes experimentan una impresión más profunda, de asombro y

anonadamiento, a la vista de Buenos Aires. Sus frentes se contraen; sus ojos miran con

incertidumbre.

—¡Qué grande!... ¡Qué grande!...

Y todos piensan con una emoción parecida al miedo, en lo que les aguarda dentro de

este caserío achatado, monótono, infinito, igual a la concha protectora de una gran

bestia prehistórica.

Avanza lentamente el transatlántico, con ligeras pausas de inmovilidad, como si fuese

tanteando el camino para evitarse un encontrón. Navega entre diques, y va a atracar

dulcemente en un amplio muelle defendido por una cubierta de acero y cristales, como

una estación de ferrocarril.

En el desembarcadero se reúnen grupos de curiosos. Los marineros de la vigilancia

marítima, con el machete al cinto, forman fila para contener al gentío que pretende

avanzar y llama a gritos a los amigos que llegan en el buque. La policía huronea y mira

con ojos inquietos, temiendo el desembarco de gentes peligrosas, de elementos de

desorden barridos por las aventuras del viejo mundo.

¡Cuán pequeño es ahora el transatlántico! Pegado a tierra puede apreciarse mejor su

grandeza, y, sin embargo, parece más mezquino, más insignificante que en medio de los

amplios puertos donde echó sus anclas antes de llegar aquí. La comparación con

centenares y centenares de otros buques, que alineados en las tranquilas aguas del río,

entre muelles, diques y puentes se esfuman en el horizonte, borra la apreciación de su

tamaño. La cantidad desvanece el valor de la dimensión. ¡Son tantos y están tan

agrupados los gigantes marinos!... Cada uno de estos buques, destacándose aislado en

medio del azul de una bahía, puede admirar por la grandeza y arrogancia de sus

proporciones. Aquí no es nada; se pierde entre sus compañeros en una extensión

acuática de catorce kilómetros: es una chimenea más entre centenares de chimeneas; dos

mástiles que vienen a confundirse en la inmensa selva de palos y cordajes sobre la que

revolotean las banderas como mariposas de colores.

Las dársenas, enormes plazas de agua, no son dársenas: son corrales de buques donde se

aglomeran los monstruos flotantes como doméstico rebaño.

Los mercenarios de Salambó, al marchar de Cartago, veían con cierta inquietud,

clavadas a los árboles por los cuatro remos, bestias moribundas que agitaban su roja

melena entre estertores agónicos.

—¿Qué nación es ésta que crucifica a los leones?...—murmuraban asombrados los

personajes de Flaubert.

Algo semejante piensa el viajero al llegar al puerto de Buenos Aires, en una mañana fría

y brumosa.

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—¿Qué pueblo es éste que trata a los gigantes del mar como si fueran reses?...

Todos los días se presentan en sus muelles enormes transatlánticos, mansos, lentos,

como vacas rojas o negras que vinieran a pastar en las praderas azules del océano.

Detiénense junto a sus almacenes para ser ordeñados por la poderosa ciudad, a la que

dan generoso alimento; y cuando sus entrañas están exhaustas, cuando han soltado el

chorro de hombres y hasta la última gota sólida del cargamento, Buenos Aires les da

con un pie en la amplia grupa, enviándolos a descansar en sus inmensos corrales de

agua. Entran en una dársena, y si en ella no hay lugar, se trasladan a otra, y luego a otra,

pasando entre murallas, apartando puentes, seguidos de remolcadores que silban, corren

y rodean el pesado rebaño de leviatanes como si fuesen sus zagales. Y en los inmensos

apriscos acuáticos descansan los monstruos varios días, recibiendo la alimentación de

tierra adentro, que les sirven grúas y elevadores, hasta que repletas sus entrañas de

vigorosas riquezas y con nueva sangre negra en las carboneras, vuelven a emprender la

marcha, río abajo, hacia los azules campos.

Ya atracó la nave. Se arrancan los emigrantes de la contemplación de la ciudad, para

arrollar y enfardar sus ropas. El puente ha quedado tendido desde el muelle a un costado

del buque. ¡Gente a tierra!... Las mujeres toman de la mano sus ristras de pequeñuelos y

se colocan sobre la cabeza, como enorme turbante, el atado de ropas. Los hombres se

concorvan bajo los fardos de mantas y colchones. Algunos, pobremente vestidos de

señoritos, desembarcan con las manos en los bolsillos, silbando para distraer su

emoción. Otros llevan por todo equipaje una guitarra y saludan con gritos y risotadas a

los amigos que les esperan en el muelle.

El rebaño de miseria y esperanza desfila y desfila hacia lo desconocido. ¿Qué les

aguardará en el interior de este monstruo gris y achatado que todos los días devora su

ración humana?...

Los peregrinos pasan y pasan por el puente de madera, bajo la mirada escrutadora de la

policía. ¡Ni una palabra! El ambiente es de libertad. El Hotel de Emigrantes ofrece asilo

a los que se presentan sin amigos y recomendaciones. Las oficinas están abiertas para

los que llegan desvalidos, sin un propósito determinado. La nueva tierra les ofrece

cama, alimento y el ferrocarril o los vapores fluviales necesarios para que se trasladen al

interior, donde hay demanda de brazos.

Los que llegan no encuentran obstáculos, y, sin embargo, parecen cohibidos,

atemorizados.

“¡Ay, Buenos Aires!... ¡Tan grande!... ¡Tan grande!...”

La inmensa metrópoli sudamericana pesa sobre ellos con toda su enormidad.

Nadie echa ya la cabeza atrás con arrogancia belicosa, ni saca el pecho fanfarronamente.

Las frentes se bajan a impulsos de la inquietud; las espaldas parecen encorvarse como si

sintieran por adelantado el peso de una vida de laboriosidad que va a empezar.

Y los soñadores del océano, que fantasearon las más absurdas grandezas como final de

su viaje, entran a la nueva vida por un camino fácil, encontrando inmediatamente el

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trabajo y el pan; pero entran cabizbajos... como animales domados... como ilusos que

despiertan para caer en la realidad.

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EL MINISTRO DRAGO AL MINISTRO GARCÍA MÉROU

Buenos Aires, 29 de Diciembre de 1902

Señor ministro:

He recibido telegrama de V. E., fecha 20 del corriente, relativo a los sucesos

últimamente ocurridos entre el gobierno de la República de Venezuela y los de la Gran

Bretaña y la Alemania. Según los informes de V. E., el origen del conflicto debe

atribuirse en parte a perjuicios sufridos por súbditos de las naciones reclamantes,

durante las revoluciones y guerras que recientemente han tenido lugar en el territorio de

aquella república y en parte también a que ciertos servicios de la deuda externa del

Estado no han sido satisfechos en la oportunidad debida.

Prescindiendo del primer género de reclamaciones, para cuya adecuada apreciación

habría que atender siempre las leyes de los respectivos países, este gobierno ha estimado

de oportunidad transmitir a V. E. algunas consideraciones relativas al cobro compulsivo

de la deuda pública, tales como las han sugerido los hechos ocurridos.

Desde luego se advierte, a este respecto, que el capitalista que suministra su dinero a un

Estado extranjero, tiene siempre en cuenta cuales son los recursos del país en que va a

actuar, y la mayor o menor probabilidad de que los compromisos contraídos se cumplan

sin tropiezo.

Todos los gobiernos gozan por ello de diferente crédito, según su grado de civilización

y cultura y su conducta en los negocios, y estas circunstancias se miden y se pesan antes

de contraer ningún empréstito, haciendo más o menos onerosas sus condiciones, con

arreglo a los datos precisos que en este sentido tienen perfectamente registrados los

banqueros.

Luego, el acreedor sabe que contrata con una entidad soberana y es condición inherente

de toda soberanía que no pueda iniciarse ni cumplirse procedimientos ejecutivos contra

ella, y que ese modo de cobro comprometería su existencia misma, haciendo

desaparecer la independencia y la acción del respectivo gobierno.

Entre los principios fundamentales del derecho público internacional que la humanidad

ha consagrado, es uno de los más preciosos el que determina que todos los Estados,

cualquiera que sea la fuerza de que dispongan, son entidades de derecho, perfectamente

iguales entre sí y recíprocamente acreedoras por ello a las mismas consideraciones y

respeto.

El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe, puede y debe ser hecha por

la nación, sin menoscabo de sus derechos primordiales como entidad soberana; pero el

cobro compulsivo e inmediato en un momento dado, por medio de la fuerza, no traería

otra cosa que la ruina de las naciones más débiles y la absorción de su gobierno con

todas las facultades que le son inherentes por los fuertes de la tierra. Otros son los

principios proclamados en este continente de América. “Los contratos entre una nación

y los individuos particulares son obligatorios según la conciencia del soberano, y no

pueden ser objeto de fuerza compulsiva”, decía el ilustre Hamilton. “No confieren

derecho alguno de acción fuera de la voluntad soberana.”

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Los Estados Unidos han ido muy lejos en ese sentido. La enmienda undécima de su

constitución estableció, en efecto, con el asentimiento unánime del pueblo, que el poder

judicial de la nación no se extiende a ningún pleito de ley o de equidad seguido contra

uno de los Estados Unidos por ciudadanos de otro Estado, o por ciudadanos o súbditos

de un Estado extranjero. La República Argentina ha hecho demandables a sus

provincias y aun ha consagrado el principio de que la nación misma pueda ser llevada a

juicio ante la Suprema Corte por los contratos que celebra con los particulares.

Lo que no ha establecido, lo que no podría de ninguna manera admitir, es que, una vez

determinado por sentencia el monto de lo que pudiera adeudar, se le prive de la de elegir

el modo y la oportunidad del pago, en el que tiene tanto o más interés que el acreedor

mismo, porque en ello están comprometidos el crédito y el honor colectivos.

No es ésta de ninguna manera la defensa de la mala fe, del desorden y de la insolvencia

deliberada y voluntaria. Es simplemente amparar el decoro de la entidad pública

internacional que no puede ser arrastrada así a la guerra, con perjuicio de los altos fines

que determinan la existencia y la libertad de las naciones.

El reconocimiento de la deuda pública, la obligación definida de pagarla no es, por otra

parte, una declaración sin valor porque el cobro no pueda llevarse a la práctica por el

medio de la violencia.

El Estado persiste en su capacidad de tal, y más tarde o más temprano las situaciones

obscuras se resuelven, crecen los recursos, las aspiraciones comunes de equidad y de

justicia prevalecen y se satisfacen los más retardados compromisos.

El fallo, entonces, que declara la obligación de pagar la deuda, ya sea dictado por los

tribunales del país o por los de arbitraje internacional, los cuales expresan el anhelo

permanente de la justicia como fundamento de las relaciones políticas de los pueblos,

constituye un título indiscutible que no puede compararse al derecho incierto de aquél

cuyos créditos no son reconocidos y se ve impulsado a apelar a la acción para que ellos

le sean satisfechos.

Siendo estos sentimientos de justicia, de lealtad y de honor, los que animan al pueblo

argentino, y han inspirado en todo tiempo su política, V. E. comprenderá que se haya

sentido alarmado al saber que la falta de pago de los servicios de la deuda pública de

Venezuela se indica como una de las causas determinantes del apresamiento de su flota,

del bombardeo de uno de sus puertos y del bloqueo de guerra rigurosamente establecido

para sus costas. Si estos procedimientos fueran definitivamente adoptados, establecerían

un precedente peligroso para la seguridad y la paz de las naciones de esta parte de

América.

El cobro militar de los empréstitos supone ocupación territorial para hacerlo efectivo, y

la ocupación territorial significa la supresión o subordinación de los gobiernos locales

en los países a que se extiende.

Tal situación aparece contrariando visiblemente los principios muchas veces

proclamados por las naciones de América y muy particularmente la doctrina Monroe,

con tanto celo sostenida y defendida en todo tiempo por los Estados Unidos, doctrina a

que la República Argentina ha adherido antes de ahora.

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Dentro de los principios que enuncia el memorable mensaje de 2 de diciembre de 1823,

se contienen dos grandes declaraciones que particularmente se refieren a estas

repúblicas, a saber: “Los continentes americanos no podrán en adelante servir de campo

para la colonización futura de las naciones europeas, y reconocida como lo ha sido la

independencia de los gobiernos de América, no podrá mirarse la interposición de parte

de ningún poder europeo, con el propósito de oprimirlos o controlarlos de cualquier

manera, sino como la manifestación de sentimientos poco amigables para los Estados

Unidos.”

La abstención de nuevos dominios coloniales en los territorios de este continente, ha

sido muchas veces aceptado por los hombres políticos de Inglaterra. A su simpatía

puede decirse que se debió el gran éxito que la doctrina de Monroe alcanzó apenas

promulgada. Pero en los últimos tiempos se ha observado una tendencia marcada en los

publicistas y en las manifestaciones diversas de la opinión europea, que señalan estos

países como campo adecuado para las futuras expansiones territoriales. Pensadores de la

más alta jerarquía han indicado la conveniencia de orientar en esta dirección los grandes

esfuerzos que las principales potencias de Europa han aplicado a la conquista de

regiones estériles, con un clima inclemente, en las más apartadas latitudes del mundo.

Son muchos ya los escritores europeos que designan los territorios de Sud América con

sus grandes riquezas, con su cielo feliz y su clima propicio para todas las producciones,

como el teatro obligado donde las grandes potencias, que tienen ya preparadas las armas

y los instrumentos de la conquista, han de disputarse el predominio en el curso de este

siglo.

La tendencia humana expansiva, caldeada así por las sugestiones de la opinión y de la

prensa, puede, en cualquier momento, tomar una dirección agresiva, aun contra la

voluntad de las actuales clases gobernantes. Y no se negará que el camino más sencillo

para las apropiaciones y la fácil suplantación de las autoridades locales por los

gobiernos europeos, es precisamente el de las intervenciones financieras, como con

muchos ejemplos pudiera demostrarse. No pretendemos de ninguna manera que las

naciones sudamericanas queden, por ningún concepto, exentas de las responsabilidades

de todo orden que las violaciones del derecho internacional comportan para los pueblos

civilizados. No pretendemos, ni podemos pretender que estos países ocupen una

situación excepcional en sus relaciones con las potencias europeas, que tienen el

derecho indudable de proteger a sus súbditos tan ampliamente como en cualquier otra

parte del globo, contra las persecuciones o las injusticias de que pudieran ser víctimas.

Lo único que la República Argentina sostiene y lo que vería con gran satisfacción

consagrado con motivo de los sucesos de Venezuela, por una nación que, como los

Estados Unidos, goza de tan grande autoridad y poderío, es el principio ya aceptado de

que no puede haber expansión territorial europea en América, ni opresión de los pueblos

de este continente, porque una desgraciada condición financiera pudiese llevar a alguno

de ellos a diferir el cumplimiento de sus compromisos. En una palabra, el principio que

quisiera ver reconocido, es el de que la deuda pública no puede dar lugar a la

intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones

americanas por una potencia europea.

El prestigio y el descrédito de los Estados que dejan de satisfacer los derechos de sus

legítimos acreedores, trae consigo dificultades de tal magnitud que no hay necesidad de

que la intervención extranjera agrave con la opresión las calamidades transitorias de la

insolvencia.

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La República Argentina podría citar su propio ejemplo, para demostrar lo innecesario de

las intervenciones armadas en estos casos.

El servicio de la deuda inglesa de 1824 fué reasumido espontáneamente por ella,

después de una interrupción de treinta años, ocasionada por la anarquía y las

convulsiones que conmovieron profundamente el país en ese período de tiempo, y se

pagaron escrupulosamente todos los atrasos y todos los intereses, sin que los acreedores

hicieran gestión alguna para ello.

Más tarde una serie de acontecimientos y contrastes financieros, completamente fuera

de todo control de sus hombres gobernantes, la pusieron, por un momento, en situación

de suspender de nuevo temporalmente el servicio de la deuda externa. Tuvo, empero, el

propósito firme y. decidido de reasumir los pagos inmediatamente que las

circunstancias se lo permitieran y así lo hizo, en efecto, algún tiempo después, a costa

de grandes sacrificios, por su propia y espontánea voluntad y sin intervención ni

conminaciones de ninguna potencia extranjera. Y ha sido por sus procedimientos

perfectamente escrupulosos, regulares y honestos, por su alto sentimiento de equidad y

de justicia plenamente evidenciado, que las dificultades sufridas en vez de disminuir

han acrecentado su crédito en los mercados europeos. Puede afirmarse con entera

certidumbre que tan halagador resultado no se habría obtenido, si los acreedores

hubieran creído conveniente intervenir de un modo violento en el período de crisis de

las finanzas, que así se ha repuesto por su sola virtud.

No tememos ni podemos temer que se repitan circunstancias semejantes.

En el momento presente no nos mueve, pues, ningún sentimiento egoísta ni buscamos el

propio provecho al manifestar nuestro deseo de que la deuda de los Estados no sirva de

motivo para una agresión militar de estos países.

No abrigamos, tampoco, respecto de las naciones europeas ningún sentimiento de

hostilidad. Antes por el contrario, mantenemos con todas ellas las más cordiales

relaciones desde nuestra emancipación, muy particularmente con Inglaterra, a la cual

hemos dado recientemente la mayor prueba de la confianza que nos inspiran su justicia

y su ecuanimidad, entregando a su fallo la más importante de nuestras cuestiones

internacionales que ella acaba de resolver fijando nuestros límites con Chile después de

una controversia de más de sesenta años.

Sabemos que donde la Inglaterra va, la acompaña la civilización y se extienden los

beneficios de la libertad política y civil. Por eso la estimamos, lo que no quiere decir

que adhiriéramos con igual simpatía a su política en el caso improbable de que ella

tendiera a oprimir las nacionalidades de este continente, que luchan por su progreso, que

ya han vencido las dificultades mayores y triunfarán en definitiva para honor de las

instituciones democráticas.

Largo es, quizás, el camino que todavía deberán recorrer las naciones sudamericanas.

Pero tienen fe bastante y la suficiente energía y virtud para llegar a su desenvolvimiento

pleno, apoyándose las unas en las otras.

Y es por ese sentimiento de confraternidad continental y por la fuerza que siempre

deriva del apoyo moral de todo un pueblo, que me dirijo al señor ministro, cumpliendo

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instrucciones del excelentísimo señor presidente de la República, para que transmita al

gobierno de los Estados Unidos nuestra manera de considerar los sucesos en cuyo

desenvolvimiento ulterior va a tomar una parte tan importante, a fin de que se sirva

tenerla como la expresión sincera de los sentimientos de una nación que tiene fe en su

destino y la tiene en los de todo este continente, a cuya cabeza marchan los Estados

Unidos, actualizando ideales y suministrando ejemplos.

Quiera el señor ministro aceptar las seguridades de mi consideración distinguida.

Luis M. Drago