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Arte y conocimiento: algunas reflexiones desde la perspectiva del postgrado Art and knowledge: some reflections from graduate programs perspective A V Ponticia Universidad Católica de Chile [email protected] Resumen El presente artículo indaga sobre las relaciones entre arte y conocimiento desde la perspectiva del postgrado. Apoyándose en bibliografía reciente y la experiencia académica del autor, plantea que el encuentro entre la cultura de investigación y la cultura de la creación debe necesariamente producir cambios relevantes para ambas. Asimismo, propone que entre las dos acti- tudes que normalmente enfrenta la práctica artística en su incorporación al mundo académico —una que niega radicalmente que pueda ser consi- derada como investigación y otra que la acepta como tal pero en un estado “imperfecto”— deben existir otras intermedias que nos permitan entender algunos tipos de práctica artística como una variante de la investigación tradicional, sin que esto implique una relación de subordinación. P : Arte, conocimiento, investigación, postgrado. Abstract is article makes inquiries about relationships between art and knowledge from the perspective of graduate programs. Taking recent bibliography and the academic experience of the author as a starting point, it argues that the encounter between the culture of research and the culture of creation must necessarily entail signicant changes for both. It goes on to suggest that, unlike the two attitudes frequently confronting the attempts to incorporate art practice into the academic world —one which refuses to consider it as research and other which accept it as such but in an “imperfect” stage— there must be others allowing the consideration of some kinds of art practice as a variant of traditional research, without implying a subordinate relationship. K: Art, knowledge, research, graduate programs. 1 Quisiera agradecer a Coca Duarte, Profesora de la Escuela de Teatro de la Pontificia Universidad Católica, su lectura y comentarios al texto.

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Arte y conocimiento: algunas reflexiones desde la perspectiva del postgrado

Art and knowledge: some reflections from graduate programs perspective

A VPonti!cia Universidad Católica de Chile

[email protected]

Resumen El presente artículo indaga sobre las relaciones entre arte y conocimiento desde la perspectiva del postgrado. Apoyándose en bibliografía reciente y la experiencia académica del autor, plantea que el encuentro entre la cultura de investigación y la cultura de la creación debe necesariamente producir cambios relevantes para ambas. Asimismo, propone que entre las dos acti-tudes que normalmente enfrenta la práctica artística en su incorporación al mundo académico —una que niega radicalmente que pueda ser consi-derada como investigación y otra que la acepta como tal pero en un estado “imperfecto”— deben existir otras intermedias que nos permitan entender algunos tipos de práctica artística como una variante de la investigación tradicional, sin que esto implique una relación de subordinación.P : Arte, conocimiento, investigación, postgrado.

Abstract

"is article makes inquiries about relationships between art and knowledge from the perspective of graduate programs. Taking recent bibliography and the academic experience of the author as a starting point, it argues that the encounter between the culture of research and the culture of creation must necessarily entail signi!cant changes for both. It goes on to suggest that, unlike the two attitudes frequently confronting the attempts to incorporate art practice into the academic world —one which refuses to consider it as research and other which accept it as such but in an “imperfect” stage— there must be others allowing the consideration of some kinds of art practice as a variant of traditional research, without implying a subordinate relationship.K: Art, knowledge, research, graduate programs.

1 Quisiera agradecer a Coca Duarte, Profesora de la Escuela de Teatro de la Pontificia Universidad Católica, su lectura y comentarios al texto.

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Hace prácticamente un año publiqué un ensayo sobre la vinculación entre la práctica artística y la investigación, como primer capítulo de un manual para la formulación de proyectos en el campo de la cultura y las artes (Silva y Vera, 23-44). Inevitablemente, el tema me llevó a pensar en el arte como generador de nuevo conocimiento (23-33), pues esto último constituye la meta primordial para toda investigación de alto nivel.

Casi al mismo tiempo que dicho ensayo era terminado, asumí como Director de Investigación y Postgrado de mi facultad, por lo que debí integrarme en la comisión a cargo del diseño de un programa de doctorado en artes (proyecto MECESUP N° 0817, recientemente finalizado). Las discusiones sostenidas en el marco de dicha comisión, así como en conversaciones formales e informales con otros profesores, me sirvieron tanto para ampliar mis puntos de vista como para comprobar las numerosas resistencias que enfrenta la práctica artística cuando se plantea su incorporación en el doctorado, resistencias que no solo provienen del mundo de las ciencias naturales u otros en apariencia lejanos al arte, sino también, con frecuencia, de quienes conviven a diario con él (artistas visuales, intérpretes musicales, etc.).

El presente artículo aborda la relación arte-conocimiento desde la perspectiva del postgrado y especialmente del doctorado, tal como viene haciéndose desde hace muchos años en el Reino Unido, Australia y otras partes del mundo. Pero, si bien se nutre del ensayo mencionado, adopta una perspectiva más crítica frente a algunos de sus planteamientos, no tanto para desecharlos como para enriquecerlos con puntos de vista alternativos. Y es que, si bien muchas de las resistencias aludidas en el párrafo anterior me parecen el fruto de prejuicios o desconocimiento, otras son legítimas y apuntan a problemas no resueltos sobre la presencia del arte en la universi-dad, porque, como veremos, la resistencia a incorporar la práctica artística en el doctorado no es más que un síntoma de la resistencia a incorporarla en el mundo académico en general.

A esta perspectiva más crítica han contribuido no solo las conversaciones con la mentada comisión de diseño y otros profesores, sino también la lectura de bibliografía adicional —particularmente el libro Artists with PhDs recientemente editado por James Elkins—, la tarea que nos ha impuesto la universidad de im-plementar el doctorado en marzo del año 2012 y mi convicción —compartida con la mayor parte de mis colegas— de que esto debe hacerse enlazándolo con el magíster ya existente, es decir, pensando el postgrado en artes como un todo unificado y coherente.

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Dado que el presente trabajo me obliga a alejarme de mi línea principal de investigación —la música colonial y española de los siglos XVII y XVIII— me tomo la libertad de comenzar con un breve apartado dedicado a ella, cuya relación con el tema que nos ocupa (espero) irá aclarándose poco a poco.

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Uno de los aspectos fundamentales que enfrenta cualquier estudioso del pe-ríodo colonial hispánico es el del choque o encuentro de dos culturas. Sin duda eran muchos más que dos culturas, pues la variedad de prácticas y códigos entre los españoles y europeos era tan grande como la que existía entre los aborígenes americanos. Pero a todas luces un azteca debió sentirse más cercano a un za-poteca que a Cortés y los suyos. Tanto así, que la diferencia entre los aborígenes y los españoles ha sido interpretada como una de las causas que explicarían la derrota de Moctezuma, a pesar del gran número de hombres con el que contaba. En efecto, la cultura azteca (o mexica) se sustentaba en un complejo sistema de comunicación con el mundo, en el que este último se hallaba predeterminado. Todo hecho había sido previsto por los dioses, por lo cual la comunicación con ellos, a cargo de los adivinos, resultaba fundamental para la toma de decisiones. Cualquier acontecimiento que se saliese del esquema era considerado como signo de lo infausto. El problema del encuentro con los españoles parece haber sido que su llegada fue tan imprevista y su cultura tan diferente, que los aztecas se sintieron incapaces de anticipar su comportamiento y por tanto de adoptar las medidas oportunas. Algunos testimonios mencionan el ensimismamiento en el que cayó Moctezuma y las dudas que denotaban sus órdenes, muchas veces contradictorias. Los dioses ya no hablaban a los aztecas ni les decían qué hacer: la diferencia los llevó a la paralización (Todorov, 69-84).

Uno de los asuntos centrales en la relación entre América y Europa es pues el problema de la diferencia o, dicho de otro modo, el problema del otro. Sin embargo, este último es encubierto: Colón dice haber llegado a Asia, con lo cual el indígena americano es asimilado con las culturas de Oriente descritas por Marco Polo; no es “descubierto” como otro, sino como lo mismo ya cono-cido (Dussel, 41). Tanto más cuanto Colón, si bien se basa en las descripciones de Marco Polo y Ailly, ha realizado una selección previa de sus descripciones desde una perspectiva europea: aquellos pueblos más “civilizados” —es decir, más semejantes a los de Europa— son los que toma como referencia. De tal forma, el modelo que le sirve para juzgar y caracterizar lo que va encontrando no es tanto asiático como europeo (Pastor, 46). América no es descubierta sino inventada por los europeos a su imagen y semejanza (O’Gorman, 77-136).

Llevando esto al plano musical, las prácticas indígenas que involucran lo sonoro suelen producir en los conquistadores dos reacciones. La primera consiste en catalogarlas como algo ajeno a la música propiamente tal, lo que equivale a negarles un ser, un sentido dentro del sistema europeo; aún hacia 1738 el obispo de Concepción, Salvador Bermúdez y Becerra, criticaba las “ceremonias superticiosas entre sonidos de atambores y !autas con muchas cele-braciones” que realizaban los pehuenches (“Manuscritos de Medina”, 85-6)2. La segunda consiste en asimilarlas a la música europea, pero entendiéndolas como una realización primitiva o imperfecta de ella. Decía Motolinía hacia

2 Las cursivas son mías.

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1540 sobre los indígenas que “algunos se reían y burlaban de ellos, así porque parecían desentonados como porque parecían tener flacas voces; y en la verdad no las tienen tan recias ni tan suaves como los españoles, y creo que lo causa andar descalzos y mal arropados los pechos, y ser las comidas tan pobres”; para agregar más adelante que “hacen también chirimías, aunque no las saben dar el tono que han de tener” (Waisman, 543). Obviamente, ambas reacciones denotan una resistencia a aceptar el mundo musical indígena (lo otro) en su diferencia.

A pesar de ello, los autores citados y muchos más coinciden en señalar, usando diversos términos (sincretismo, mestizaje, transculturación, etc.), que durante este choque o encuentro las mezclas e interacciones fueron inevitables.

Volviendo a la música, los compositores españoles o criollos residentes en América se vieron forzados a incorporar algunos elementos autóctonos con los que los indígenas pudiesen sentirse identificados. Uno de los ejemplos más conocidos, relatado por Garcilaso, ocurrió en 1551 o 1552, cuando el maestro de capilla de la Catedral de Cuzco, Juan de Fuentes, compuso un villancico polifónico que imitaba el estilo responsorial del haylli —género de canto des-tinado a la celebración de las hazañas militares o agrícolas (Estenssoro, 151-2). En el polo opuesto, los indígenas incorporaron en su música instrumentos o melodías de origen europeo: en 1717 el jesuita Jorge de Oliva informaba que en la misión de San Ignacio de Boroa (al sur de Chile) los indios habían traducido “el Padre Nuestro y Ave María […] a su modo y mezclando en ellos palabras indecentes los glosan en sus cantares profanos” (Rondón y Vera, 214). Pero ni siquiera los músicos que se hallaban en España pudieron desentenderse de lo que pasaba al otro lado del Atlántico. A comienzos del siglo XVII, algunos de ellos realizaban “giras” a Nueva España, para tocar en las fiestas de diversos pueblos y luego retornar a su Sevilla natal (Gembero, 134-5), con lo cual re-sultaba inevitable que se empaparan de la música cultivada en América; otros que nunca cruzaron el océano se inspiraron en los mitos y discursos sobre el “Nuevo Mundo” que llegaban a Europa, como José Lidón, quien compuso en 1791 una ópera —Glaura y Cariolano— cuyo libreto se basaba en pasajes de La Araucana de Ercilla (García Fraile).

El hecho que me interesa destacar es que, sea cual sea la interpretación que nos merezca el citado encuentro, ninguna de las dos culturas involucradas permaneció inalterada: ambas vieron afectadas de un modo u otro sus rasgos constitutivos, desde aquellos más superficiales a otros más esenciales.

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Menciono esto porque con frecuencia se dice que el artista que está en un postgrado, y más aún en un doctorado, debe diferenciarse de uno que no lo está, por lo que sus prácticas se verán modificadas o adaptadas de un modo u otro. Tal afirmación me parece lógica y no es mi intención discutirla aquí. Lo que no suele decirse es que todo programa de doctorado que incorpore al artista práctico y su quehacer debe también verse alterado de alguna forma, pues no

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puede ser lo mismo un doctorado que acepta la práctica artística que uno que no lo hace. En otras palabras, en el momento en que se encuentran una “cultura de investigación”, como se la ha llamado (Mottram), y una “cultura de la creación”, como podríamos llamarla3, ninguna de las dos debiera —en rigor, ninguna de las dos puede— permanecer inalterada.

Tal premisa, que sustenta gran parte de este trabajo, nos permite entrar en materia cuestionando el planteamiento de Elkins acerca de la relación entre arte, investigación y conocimiento. Puede ser cierto que la incorporación de estos dos últimos conceptos en los doctorados en artes del Reino Unido tenga un carácter administrativo y se deba sobre todo a razones económicas; lo que se busca es que tales programas sean considerados por los fondos que financian la investigación,4 a fin de obtener recursos que permitan su sustentabilidad (Elkins, “On beyond research…”, 112-113).

Pero esto no necesariamente implica que la investigación y el conocimiento sean conceptos ajenos a la práctica artística. Y aunque así fuese, tampoco implica que dichos conceptos, por un lado, y el propio campo artístico, por otro, no pue-dan verse alterados en alguna medida para integrarse en el ámbito del postgrado.

En este sentido, resulta difícil entender a Elkins cuando afirma que, para que la idea de “nuevo conocimiento” justifique un doctorado en práctica artística, primero debería haber un consenso sobre dicha idea en el mundo universita-rio (Elkins, “On beyond research…”, 115). Si el propio Elkins reconoce que tal consenso es imposible por la gran diversidad existente en el campo de las humanidades, es esta misma diversidad la que justifica que el “nuevo conoci-miento” sea entendido en el arte de un modo algo diferente al que tiene en otras disciplinas. De hecho, su sentido varía notablemente entre la estética y la ingeniería metalúrgica, lo que no ha impedido que ambas lo utilicen en sus programas de doctorado.

Sin embargo, Elkins tiene razón cuando afirma que la tendencia de muchos autores a particularizar el conocimiento derivado de la práctica artística por medio de calificativos como “particular”, “dialógico”, “móvil” y otros puede ser contraproducente (Elkins, “Introduction”, xi); primero, por su relativa impreci-sión y, segundo, porque suelen ser también aplicables al conocimiento derivado de las ciencias naturales y las humanidades. Por ejemplo, yo mismo recojo, en el ensayo citado, la opinión de Estelle Barrett de que el conocimiento derivado de la práctica artística sería “emergente” y por tanto imprevisto; pero al final del mismo texto concluyo, contradictoriamente, que esto es propio de toda investigación científica tradicional (Silva y Vera, 29, 44).

3 Con esto no es mi intención negar que la investigación es también una práctica creativa, sino tan solo diferenciarla del campo de la práctica artística para efectos de este trabajo.

4 El Research Assessment Exercise (RAE) y el Arts and Humanities Research Board (AHRB).

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Lo anterior no excluye perseverar en el intento por buscar las particularidades de un “conocimiento artístico”, por llamarlo de alguna forma5, pero quizás sea más fructífero preguntarse primero si la práctica artística puede generar nuevo conocimiento en el sentido tradicional del término. Más específicamente, me pregunto si puede acrecentar nuestro conocimiento de la realidad histórica y social, sin que esto implique, insisto, negar su importancia en otras dimensiones. Graeme Sullivan ofrece una respuesta afirmativa y la ejemplifica con las histo-rias que Giorgio Vasari escribió sobre Miguel Ángel en el siglo XVI. Si bien se trata de narraciones ficticias, su lectura nos ayuda a comprender mejor la vida del pintor, sus obras6 y el contexto en el que estuvo inserto (Sullivan, 116). El campo de la creación literaria ofrece innumerables ejemplos de obras de ficción que nos ayudan a comprender mejor realidades históricas o sociales, al punto de que han sido reconocidas como una forma relevante de conocimiento incluso por historiadores de prestigio. Peter Burke, por ejemplo, cita como modelo al escritor japonés Shimazaki Toson y su novela Antes del amanecer, en la cual aborda la modernización del Japón y muestra como los efectos de la industrialización se hacían sentir en la vida de cada sujeto hacia 1929-1935 (Burke, 298).

Algo similar ocurre en el teatro, en el cual “el juego performativo de la so-ciedad es reiterado, estilizado o bien caricaturizado por el actor dramaturgo, ya sea presentándolo, reinterpretándolo, añadiendo dimensiones propias o nuevas, o construyendo ‘existencias alternativas’ fuera del mundo establecido de roles sociales”. Con ello las artes escénicas asumen “una acción política, cultural y personal transformadora” (Hurtado, 72,74).

Pudiera objetarse que los ejemplos anteriores se limitan a las artes verbales, pero que esto difícilmente se aplica a las artes visuales y musicales, cuyo carácter no verbal o extra-lingüístico dificultaría el que pudieran aportar información nueva sobre una realidad preexistente. Sin embargo, encontramos ejemplos si-milares en el campo de la escultura, como la exposición Imbunches que Catalina Parra presentó en 1977 en la galería Época. El término imbunche, de origen chilote, alude a un niño pequeño al que los brujos han transformado en un animal horripilante: le borran el sacramento del bautismo, cosen todos los orificios de su cuerpo y cortan su lengua en dos para que no pueda contar lo que le ocurrió; el niño —ahora monstruo— queda condenado a vigilar por siempre la entrada a la cueva de los brujos. Dado que la exposición fue realizada en el período inicial y quizás más duro de la dictadura militar, el imbunche pasa a ser una metáfora

5 Una contribución en tal sentido puede verse en el mismo ensayo citado (Silva y Vera, 25-30).

6 Aprovecho de aclarar que, en el presente trabajo, empleo el término obra en el sentido más amplio posible, para designar los múltiples productos a los que puede dar lugar la creación o práctica artística según se la ha definido anteriormente, incluyendo tanto obras en un formato tradicional como instalaciones, intervenciones, performances y otras expresiones de arte.

del país, cuyas vías de respiración y contacto con el mundo han sido virtualmente “cosidas”. Así, una obra plástica basada en un mito tradicional permite acceder a una realidad —en este caso no preexistente, sino contingente— desde una nueva perspectiva. Por último, la autora aplica sobre sus materiales las mismas acciones que los brujos ejecutan sobre el niño —coser, suturar, lesionar, zurcir, etc.—, con lo que la actualización del mito no solo se produce en el plano con-ceptual, sino también material (Prato, 413-419).

Si el lector no está convencido de que el arte pueda constituir un nue-vo conocimiento al modo tradicional, debería admitir al menos que puede constituir un nuevo modo de conocer el mundo. Sin embargo, la propuesta de Sullivan, con todo su interés, me parece insuficiente, porque plantea una práctica artística dependiente de la realidad, olvidando que puede contribuir también a su construcción. El filósofo Mircea Eliade hizo notar, hace ya varios años, que en la memoria popular los personajes y acontecimientos históricos eran rápidamente asimilados a arquetipos y acciones míticos, como el héroe, la lucha contra el mal, etc. (cit. en Guerra, 213-14). Pero esto que Eliade atribuyó a la memoria popular caracteriza en realidad a todo tipo de memo-ria histórica, incluida la de los historiadores. Según Lévi-Strauss, si bien es cierto que el historiador trabaja con datos más precisos, al interpretarlos —es decir, al intentar dotarlos de un sentido— los encuadra en estructuras míticas similares a los que la memoria popular emplea, esto es, arquetipos en vez de personajes, categorías en lugar de acontecimientos, etc (White 288-9). Por lo tanto, dichos relatos ficticios (los mitos) constituyen no solo una lectura de realidades preexistentes, sino también un molde a partir del cual se construye el conocimiento de nuevas realidades.

Un ejemplo de esto último se halla en el epígrafe, es decir, la “cita o sentencia que suele ponerse a la cabeza de una obra científica o literaria o de cada uno de sus capítulos o divisiones de otra clase”, siguiendo la definición de la Real Academia Española. Al anteponer un texto —muchas veces de ficción— a otro científico, el investigador predispone al lector a aceptar el tipo de interpretación que desea plantear sobre un determinado hecho histórico o problema filosófico. Encontramos un bello ejemplo en el libro de O’Gorman ya citado: “¡Hasta que, por fin, vino alguien a descubrirme! / Entrada del 12 de octubre de 1492 en un / imaginario Diario íntimo de América”. A través de este breve texto el autor resume con maestría su tesis de que América, como la entendemos hoy, no fue descubierta por Colón, pues si él no tenía una idea previa que le permitiera conceder a ese trozo de materia el sentido de un “nuevo mundo” que posterior-mente se le dio, era absolutamente imposible que lo haya descubierto como tal. Más bien, lo que hicieron él y quienes le sucedieron fue inventar a América en el camino (O’Gorman 15, 52).

Una función muy similar al epígrafe cumple la portada de un libro: no solo está destinada a atraer la atención de los potenciales lectores, sino que repre-senta la puerta de entrada para la comprensión de la obra en su conjunto. Con

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la diferencia de que, en este caso, es un arte no verbal el que constituye el filtro para comprender el lenguaje verbal, al cual, paradójicamente, se suele atribuir la función de explicar las artes no verbales. Lo anterior es especialmente rele-vante porque, si las artes no verbales pueden cumplir la función de paratexto7 de un discurso verbal, entonces se invierte la relación que tradicionalmente se ha planteado entre ambos.

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Otro aspecto del encuentro entre Europa y América que nos interesa aquí son las dos actitudes del conquistador ante el otro que ya hemos comentado. Una de ellas consistía en verlo como un igual, pero en un estadio inferior de desarrollo. En el plano que nos ocupa, esto equivale a admitir que la práctica artística es (o puede ser) un tipo de investigación, pero incompleto, imperfecto o primitivo con relación a la investigación científica o tradicional. Por tal razón, consideraría prudente evitar, en lo posible, el adverbio “menos” cuando se intente caracterizarlo —como cuando se afirma que la investigación en artes es “menos sistemática” o que sus resultados son “menos precisos”, etc.

La otra actitud del conquistador consistía en afirmar la diferencia radical del otro, negándole su condición de ser humano y a la música que practi-caba su condición de tal. En nuestro caso, esto equivaldría a considerar a la práctica artística como algo completamente ajeno a la investigación y al quehacer académico; poco apropiado, por tanto, para la universidad, a menos que sea entendido como un mero ejercicio práctico en el sentido comentado por Jones más arriba. Justamente por ello es que no concuerdo con Elkins cuando afirma que la incorporación del arte en el doctorado pasa por evitar los conceptos de investigación y nuevo conocimiento (Elkins, “On beyond research…”, 117-129).

Entre estas dos actitudes, que en mayor o menor medida suponen la inferio-ridad del otro, deben necesariamente existir otras intermedias que nos permitan entender a la práctica artística como una variante de la investigación tradicional, que guarda con ella similitudes y diferencias, sin que eso implique una relación jerárquica o de subordinación. Como afirma Sullivan, “posicionarse dentro de los marcos existentes” no implica “ser esclavos de ellos” (xiii).

Con esto no quiero decir que toda práctica artística pueda ser vista como investigación, pues si bien la mayor parte de los artistas dice haber tenido la sensación de que su trabajo conlleva un proceso de búsqueda, eso no basta por sí solo para considerarla como tal. Quizás lo que podría hacer la diferencia, como propone Estelle Barrett, es que el artista plantee “su obra emergente

7 Utilizo el término en el sentido dado por Genette, esto es, para designar los elementos que constituyen una puerta de entrada al texto principal y hasta cierto punto controlan su recepción por parte de los lectores, sean internos (títulos, prefacios, etc.) o externos (entrevistas, anuncios publicitarios, etc.) al texto mismo (Allen, 103-104).

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como pregunta” (Barrett, 5). Pero, sea o no así, parece prudente, como veremos al hablar del postgrado, tener siempre claro que ni la investigación ni el mundo académico agotan el sentido del arte en su totalidad.

Quienes optan por interpretar la creación artística como un tipo particular de investigación suelen poner énfasis en la importancia que la práctica tiene dentro de ella, lo que supuestamente la diferenciaría de la investigación en ciencias naturales y humanidades. En concordancia con esto, se han propuesto distintos nombres para designarla, en su mayor parte en lengua inglesa: inves-tigación en práctica artística (arts practice research), investigación conducida por medio de la práctica (practice-led research), investigación basada en la práctica (practice-based research) y otros tantos. Sin embargo, como afirma Timothy Emlyn Jones, el problema de este énfasis en la práctica es que no alude a nada específico del arte. Más aun, al usar el término de esta manera, tiende a con-fundirse con el sentido que tiene en otras disciplinas, que lo usan para definir el trabajo “profesional”, en oposición al trabajo académico o investigativo. Pero lo práctico-profesional se limita aquí a la aplicación del conocimiento generado por la investigación. En el arte, en cambio, la práctica es concebida normalmente “[…] como innovadora y muy raramente como rutinaria, una idea sustentada por [Donald] Schon cuando deliberadamente interrelaciona y combina ideas de la práctica y la investigación mediante el ‘conocimiento en acción’ ” ( Jones, 33, 35).

Aunque no hemos llegado aún al tema específico del postgrado, me es inevitable recordar en este punto una de las reuniones con la mencionada comisión de doctorado (08-04-2010), en la que un connotado especialista extranjero argumentaba que una obra de arte no podía ser evaluada durante un examen final de doctorado. Un médico que se doctora, decía, no lo hace exhibiendo una intervención quirúrgica, sino una tesis, que a lo sumo incluirá las conclusiones extraídas de una o varias intervenciones quirúrgicas que ha realizado previamente. Justamente, la idea que está detrás de esta afirmación es la del arte como un quehacer “profesional”, que cumple una función de-terminada (en el ejemplo citado, mejorar al paciente). Por el contrario, lo que nos hace calificar a un objeto o performance como obra o acción “de arte” va más allá de su función práctica, social o política: dicho objeto o performance “dice” algo más. Esto no implica volver a concepciones esencialistas sobre la autonomía de la obra que vienen siendo convincentemente cuestionadas desde hace ya muchos años, pero sí aceptar que el arte es esencialmente una práctica discursiva, que incluye su materialidad y/o función, pero no está limitada a ellas. La práctica artística, pues, no es comparable con la práctica médica, sin desconocer ni la profundidad que esta última tiene ni el considerable cúmulo de investigación que la sustenta.

Pero existen alternativas que permiten evitar el vocablo “práctica” para ca-racterizar a la investigación en artes. Hace ya varios años, Étienne Souriau, en su Vocabulario de estética, decía que la investigación

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se esfuerza por establecer nuevos conocimientos o por obtener nuevos resulta-dos. El primer caso concierne a la investigación en estética; está emparentada con la investigación filosófica o científica y trabaja por conocer mejor todos los objetos que estudia la estética. El segundo caso concierne a la investigación del artista, del escritor que ensaya géneros o procedimientos nuevos o que trabaja por descubrir cómo producir ciertos efectos; es, a menudo, menos sistemática y más empírica que la primera (cit. en Baqué, 54-55).

Tal división de la investigación en dos partes encuentra un evidente para-lelismo en la que Gilbert Ryle ha propuesto para el conocimiento: mientras la investigación tradicional apunta a conocer-qué, la segunda apunta a conocer-cómo; en el primer caso el conocimiento estaría centrado en los hechos y sería por tanto propositivo o factual, mientras que en el segundo lo estaría en las habilidades y sería por tanto un conocimiento performativo (Sullivan, 85).

El concepto de performance implícito en esta definición es el que concibe a “toda forma cultural” como “una representación, desde la vida cotidiana a la esce-nificación de obras dramáticas complejas” (Hurtado, 65), y es en este sentido que ha servido a Brad Haseman para proponer que la investigación artística es una “investigación performativa” (performative research). Para él, sus características esenciales serían, primero, “que es iniciada en la práctica” y que “las preguntas, problemas, desafíos son identificados y formalizados por las necesidades de la práctica y los prácticos; y segundo, que la estrategia de investigación es llevada a cabo a través de la práctica, usando de preferencia metodologías y métodos específicos familiares para nosotros en tanto prácticos”. Además, formularía sus preguntas y problemas en formas simbólicas no verbales (Haseman, 147-50, 56).

Estas propuestas me parecen de interés y susceptibles de ser utilizadas con vistas a fundamentar teóricamente una investigación en el ámbito de la creación artística. Pero, al mismo tiempo, mantienen implícitamente algunas premisas que al final dificultan su incorporación en el mundo académico. En la propuesta de Souriau vemos la tendencia ya anticipada a considerar a la práctica artística como una forma imperfecta (“menos sistemática”) de investigación. Además, existe una separación entre teoría y práctica que, si bien es propia del ámbito universitario, no ha dejado de recibir cuestionamientos; primero, porque supone el absurdo “de que uno debiera desconectar su cerebro para hacer arte o diseño (o lo que sea) y luego reconectarlo para reflexionar sobre lo que se ha hecho” ( Jones, 32); y segundo, porque hace caso omiso del significado que la palabra “teoría” tenía en la antigua Grecia como “procesión religiosa”; es decir, involucraba tanto la contemplación con la cual la asociamos hoy en día como la experiencia (Rodríguez-Plaza, 101)8.

8 Cabe agregar que el significado de teoría como procesión religiosa se incorpora por primera vez en los diccionarios de la Real Academia Española en 1899, como puede verse en el “Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española”, disponible en el sitio web de la R.A.E.: <http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?cmd=Lema&sec=1.0.0.0.0.>, consultado el 29-12-2010.

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La división entre teoría y práctica es menos marcada en la propuesta de Haseman, pues su uso del concepto performance supone una práctica que es en sí misma reflexiva o inteligente. Pero dicho autor establece una separación taxativa con lo verbal al afirmar que las preguntas y problemas de la “investiga-ción performativa” se plantearían por medio de formas simbólicas no verbales. Dejo el cuestionamiento de esta separación para el apartado siguiente, donde se aborda la inserción de la práctica artística en el postgrado.

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No deberíamos iniciar la discusión sobre el postgrado sin antes reconocer el riesgo inherente al proceso que venimos describiendo. Al final, puede llegar a entenderse que toda creación artística que no se ajuste a los parámetros men-cionados —o que no forme parte de un programa de magíster o doctorado— es menos interesante o tiene menos valor. Elkins relata una anécdota al respecto, que considero pertinente aquí: hace algunos años fue invitado a asesorar a una universidad norteamericana en la elaboración de un nuevo programa de doctorado en artes; de manera recurrente, las discusiones hacían referencia a la investigación y el conocimiento, por lo que preguntó a una colega si su obra producía conocimiento y ella respondió que sí, como lo hacía también el arte en general; Elkins preguntó entonces qué tipo de conocimiento era producido por una pintura de Mondrian, a lo cual ella replicó que no era una pregunta justa porque “Mondrian no tenía un programa riguroso de investigación” (Elkins, “On beyond research…”, 113).

En este sentido, pienso que un postgrado en artes debiera seguir siendo una de las alternativas —y no la alternativa— de desarrollo en la carrera de un artista, así como la investigación debiera continuar siendo uno de los referentes —y no el referente— para su quehacer. Esto último es válido incluso para los artistas que se desempeñan en el medio universitario o académico, ya que parte de sus actividades encajará, sin duda, con los parámetros tradicionales de investigación con los que las universidades evalúan a sus profesores, pero otra —quizás incluso mayoritaria— quedará fuera de ellos. Si, como planteó un profesor de arquitectura en una de las reuniones con la mencionada comisión de doctorado (12-08-2010), en su campo no parecía “deseable tener una masa de profesores en un cien por ciento doctores”, pienso que este podría ser también el caso de las artes.

La anécdota sobre Mondrian muestra también que la lógica administrativa termina a veces por anteponerse a los intereses de la disciplina. Por ejemplo, el Decreto con Fuerza de Ley Nº 33, del Ministerio de Educación Pública (1981), que “crea el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico y fija normas de financiamiento de la investigación científica y tecnológica”, establece “que un programa de doctorado debe contemplar necesariamente la elaboración, defensa y aprobación de una Tesis, consistente en una investigación original, desarrollada en forma autónoma y que signifique una contribución a la disciplina de que se trate” (CONYCIT). Por tanto, para la legislación chilena, la tesis constituye el

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requisito central para que un estudiante de doctorado pueda graduarse. La lógica administrativa desaconsejaría introducir cualquier variante en este punto, como la incorporación de una obra artística como parte del examen de grado, ya que esto podría hacer peligrar la validación del programa por parte de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA).

Pero, si bajo los estándares actuales resulta difícil negar la importancia de que un programa de postgrado esté acreditado, el objetivo prioritario al diseñarlo e implementarlo no puede ser conseguir dicha acreditación, sino, por sobre todo y entre otras cosas, que realice un aporte sustantivo en su campo; que el trabajo y sus resultados sean de excelencia; y que quienes lo componen (profesores, alumnos y administrativos) se sientan felices y realizados durante el trabajo diario. Una eventual acreditación debiera entenderse como una consecuencia de todo ello y no al revés.

Adicionalmente, los estándares que prescribe la legislación chilena —y cual-quier otra— en materia de educación superior no pueden considerarse como algo dado naturalmente, pues dependen de un contexto histórico o cultural y son por ende susceptibles de ser repensados. En el Reino Unido, por ejemplo, la exhibición de una obra creativa como parte del examen doctoral había sido descartada por el estado desde fines de los años setenta, empero, a inicios de los noventa comenzó a ser aceptada (Mottram, 14).

Topamos aquí con el problema de “amnesia institucional” que suele caracteri-zar a la universidad. Esta, en efecto, sufrió cambios radicales en los siglos XIX y XX, como durante el período 1880-1920, cuando la proliferación de disciplinas obligó a una extensión del doctorado para abarcar los dominios específicos que constituían los distintos departamentos universitarios. Pero una vez que estas novedades organizacionales fueron establecidas, tomaron un aspecto de inevi-tabilidad y una apariencia de estar dadas naturalmente, no históricamente. “La estructura disciplinaria de la universidad contemporánea es pues inestable y, en términos históricos, de origen muy reciente”, por lo cual no debiera ser tomada “como un horizonte fijo” (Wilson, 63-64).

Todo ello nos autoriza a interrogarnos sobre la legitimidad o no de incluir una obra artística en un examen para optar al grado de doctor.

En un primer momento, me veo tentado a responder con un argumento pragmático y contentarme con él: dicha inclusión es legítima porque la están llevando a cabo, de manera creciente, numerosas universidades del mundo, al-gunas de ellas muy prestigiosas. En un documento que elaboré para la comisión de doctorado9, presenté una selección de cincuenta programas doctorales (todos

9 “Pensando un doctorado para la Facultad de Artes UC: reflexiones, fundamentos, propuestas”, 03-05-2010, documento inédito. Cabe advertir que la información sobre estos programas fue obtenida de datos —a veces generales— que ofrecían sus respectivos sitios web, por lo que ocasionalmente pudieran tener alguna imprecisión. Aun así, los considero válidos como visión de conjunto.

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ellos de investigación, es decir, PhD o DPhil) que contemplaban la posibilidad de presentar una obra como resultado final. Aunque por razones de espacio me sea imposible ofrecer el detalle, vale la pena considerar algunos datos generales.

Las disciplinas que abarcan estos programas son artes audiovisuales (1 programa), artes visuales (6), composición musical (17), creación literaria (10), interpretación musical (8) y teatro (6). Además, hay dos programas definidos como “interdisciplinarios” que combinan dos o más de estas disciplinas —en las universidades de Exeter (Inglaterra) y Québec à Montréal (Canadá).

Estos cincuenta programas los imparten treinta y cuatro universidades (Oxford, Princeton, Chicago, Sidney, Melbourne, etc.) situadas en cinco países de distintos continentes: Australia, Canadá, Sudáfrica, Estados Unidos y el Reino Unido. Estos dos últimos países son los que agrupan la mayor cantidad de programas y, curiosamente, existe una suerte de compensación entre ambos: mientras los doctorados prácticos en artes son mucho menos frecuentes en Estados Unidos que en el Reino Unido, ocurre exactamente lo contrario con los doctorados en Creación Literaria (Creative Writing), que también involucran la presentación de una obra (novela, obra dramática, colección de cuentos o poemas, etc.).

En cuanto a las modalidades de graduación, la más frecuente consiste en evaluar una obra y un escrito, por lo general en proporción equivalente. Este último se denomina ensayo, tesis o incluso “comentario”, pero sus dimensiones suelen ser más reducidas que en una tesis doctoral tradicional. Por ejemplo, en el doctorado en artes visuales de Western Ontario y en el doctorado en composición de Sidney, lo que se llama “tesis” (dissertation) consiste en “notas analíticas introductorias para cada composición”. Asímismo, en el doctorado en interpretación musical de Goldsmith, la “tesis” que acompaña al recital debe tener aproximadamente 50.000 palabras, lo que equivale a unas 100 páginas; y en el de Birmingham debe tener unas 40.000 palabras (80 a 90 páginas). Esta reducción parece fundarse al menos en tres premisas: 1) el carácter doctoral de una tesis no depende tanto del número de páginas o palabras como de su contenido; 2) el trabajo artístico del doctorando forma parte del proceso de investigación; y 3) la obra forma parte de sus resultados.

La presentación de una obra con prescindencia del texto escrito solo se ad-mite en cuatro de los cincuenta programas listados, dos de ellos en composición musical (Southampton y Stony Brook), uno en creación literaria (Nebraska-Lincoln) y uno en artes audiovisuales (Southern California). Considerando que tanto la creación literaria como las artes audiovisuales involucran el lenguaje verbal, podríamos incluso acotar a dos los programas que autorizan la prescin-dencia del escrito.

A este paso, la implantación de doctorados con una “salida en obra” en nuestro medio parece ser cosa de tiempo. Ya ha dicho Elkins, refiriéndose a EEUU, que la pregunta no es si el doctorado en práctica artística (PhD in studio art) viene o no, sino cuán rigurosamente será conceptualizado (Elkins, “Introduction”, ix).

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Sin embargo, los mismos argumentos que hemos expuesto citando a Mick Wilson hacen que esta respuesta sea insuficiente; si la estructura de la univer-sidad gestada durante los siglos XIX y XX está históricamente fundada y es por tanto susceptible de ser cuestionada, lo mismo se aplica a la estructura que se encuentra en gestación. La actitud crítica es un requerimiento deseable no solo con relación al pasado, sino también al presente y al futuro. Por esta razón, es imprescindible buscar argumentos adicionales.

Uno de ellos es que la idea de que un objeto o artefacto pueda constituir el resultado de una investigación no es exclusiva de las artes. Revisando algunos resúmenes de tesis doctorales en el campo de la óptica física, me he encontrado con que una de ellas incluye entre sus actividades el diseño de “un modulador interferométrico, tipo Traveling-Wave a 5 GHZ con un voltaje de 5.6 V”; otra “el diseño de una lenta acústica, un convertidor de anchura de haz fotónico y un acoplador entre guías de ondas clásicas y guías de onda en cristal fotónico”; y otra cuyo “objetivo en la parte final […] consiste en la fabricación de nuevas estructuras que nos permita (sic.) codificar espectralmente, a semejanmza (sic.) de las redes de Bragg, la información de diferentes magnitudes físicas y quími-cas como la humedad relativa, la concentración de pH o la concentración de determinados gases” (Cibernetia, Tesis de Óptica Física).10

En este sentido, quizás tenga razón Jones cuando afirma que uno de los problemas consiste en haber mirado demasiado a las humanidades y las ciencias sociales en busca de modelos para el arte, dejando de lado a las ciencias naturales, que serían incluso más afines a él por su constante observación de la naturaleza y sus estrategias experimentales ( Jones, 83).

Pero el argumento que me parece más importante es aquel que señala al arte como una práctica discursiva y autoriza por tanto a que la obra sea considerada como un artefacto también discursivo, que puede contener una propuesta teó-rica y las hipótesis de investigación (MacLeod). El filósofo Steinar Mathisen afirma que “el artista reflexiona haciendo arte, y las obras de arte heredan estas reflexiones, las cuales por estar materializadas en objetos de arte han sido traídas desde impresiones y percepciones meramente subjetivas que cualquiera puede tener, a una objetividad artística expresada a través de las obras en sí mismas” (Refsum). Asimismo, el historiador del arte !omas Mathews trata a las antiguas imágenes de Cristo como “reflexiones teológicas visuales” que constituyen “el proceso de pensar en sí mismo” (cit. en Refsum).

En este punto parece haber una contradicción, pues, como hemos visto, solo cuatro (o dos) de los cincuenta doctorados seleccionados permiten la presenta-ción de una obra sola (sin texto escrito) en el examen de grado. Pareciera que el arte depende del lenguaje verbal, estableciéndose una relación de subordi-

10 Debo la idea de comparar los objetos generados en los doctorados en física con las obras generadas en los doctorados en artes al profesor Carlos Vio, quien la planteó en la reunión con la comisión de doctorado del 06-05-2010.

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nación con respecto a este. ¿Cómo puede entonces ser una práctica discursiva? Mi opinión es que el texto escrito es, en efecto, imprescindible, pero no por las razones que suelen darse —es decir, no solo porque permita profundizar en el conocimiento de la obra (Pentikäinen), ni porque haga explícitas las preguntas que esta plantea (Bolt, 31-33) o porque a través de él, el conocimiento generado se torne comunicable (Mottram, 22-23). La razón fundamental, a mi juicio, es que el lenguaje verbal forma parte esencial de la obra, incluso en el caso de las artes no verbales. Como en parte se ha anticipado en las páginas anteriores, “no hay obra de arte, por muy fundada en un objeto que esté, cuya identidad pueda ser reducida enteramente a su estatus de cosa material, aislada del pen-samiento que la constituye como arte” (Potts, 119). Esto resulta evidente en el arte contemporáneo: algunos happenings de los sesenta, por ejemplo, solo “existen” actualmente en forma de notas manuscritas o mecanografiadas que han quedado como registros documentales de ellos; así también, muchas obras musicales que emplean la notación gráfica o “grafical” difícilmente podrían entenderse como tales sin las instrucciones o comentarios que proporciona el compositor a los intérpre-tes. Pero incluso dentro del arte clásico, muchas obras hoy perdidas constituyen referentes para la historia del arte, aunque solo existan en la forma de comentarios, críticas y otros registros (Potts, 120-121; más detalles en Silva y Vera, 38-40). La sola existencia del título desde tiempos inmemoriales viene a demostrar lo dicho, esto es, lo esencial que la palabra resulta en todo arte. En consecuencia, el hecho de adjuntar un escrito, sea cual sea —tesis, artículo publicable, ensayo crítico o comentario—, implica solamente modificar el formato de algo que es inherente a la obra misma. La contradicción enunciada es solo aparente.

Existe alguna reticencia a que el artista escriba sobre su propia obra, con el argumento de que “la historia pareciera indicar que los artistas han estado consis-tentemente equivocados sobre lo que hacen” (Elkins, cit. en Mottram, 23). Esto resulta incomprensible, porque implica que las interpretaciones en torno a una obra pueden ser juzgadas en términos de verdaderas o falsas, lo que contradice los principios de la teoría crítica que los propios autores citados manejan. Ade-más, el testimonio del artista resulta imprescindible si aceptamos que, mientras los teóricos y sociólogos del arte suelen estudiar obras ya terminadas, quizás sean los artistas prácticos quienes más tienen que decir sobre lo que pasa antes, es decir, sobre el proceso que conduce a objetos de arte terminados (Refsum).

Quizás dicha resistencia apunte al riesgo de que el escrito tome la forma de una “declaración de artista” o que, en el intento por dar cuenta de un proceso complejo y a veces íntimo como el de creación, se torne demasiado personal y confuso. Pero parece obvio que cualquier texto producido en el marco de un programa universitario cumpla con requisitos formales que aseguren su inteligi-bilidad y profundidad. En otras palabras, trabajar con procesos de índole personal no implica “abandonarse a un simple relativismo generalizado. Se trata de asumir la arbitrariedad, trabajar con ella y explicitar, luego, los usos y las utilizaciones que se hacen de los conceptos”; del mismo modo que la transposición de los

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procesos artísticos a la escritura formal no necesariamente debiera revestirse de “oropeles poéticos” (Rodríguez Plaza, 118-119). Sin perjuicio de ello, no debié-ramos olvidar que algunos teóricos del arte han propuesto lo contrario; es decir, que el texto debe reflejar la complejidad de los procesos artísticos estudiados, sin disimular sus contradicciones ni llegar a conclusiones unívocas o trasparentes (Adorno, 9 y siguientes), lo que demuestra que el problema planteado no solo afecta al arte en su dimensión práctica.

Obviamente, la mayor parte de las reticencias no apuntan al escrito sino a la obra y, más específicamente, al modo de evaluar la obra y el conocimiento que se genera de ella (Burgin, 75). Sin pretender dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta, habría que recordar que la obra se evalúa continuamente en las escuelas o departamentos de arte universitarios desde hace décadas: cuestionar la factibilidad de su evaluación equivale a cuestionar la existencia misma de la práctica artística a nivel universitario. Aun así, cuando esta misma duda se planteó en la comisión de doctorado me permití consultar el punto a varios programas doctorales de diversas universidades del mundo. ¿Cómo evalúan la obra en el examen para optar al grado de doctor?, era mi pregunta. Entre las respuestas que recibí, me permito citar la siguiente de un profesor del doctorado en com-posición de la Universidad de Princeton, cuyo último párrafo era: “Dicho esto, la gente evalúa música todo el tiempo. Las orquestas lo hacen cuando deciden qué tocar o encargar; los compositores se reúnen en comités y otorgan premios a compositores más jóvenes, etc. La evaluación es un hecho de la vida, se haga o no por medio de una nota o algún otro método” (Tymoczko).

Pero, ¿de qué tipo de doctorado estamos hablando? Hasta el momento me he referido a uno cuyo fin es la generación de nuevo conocimiento y cuya herra-mienta es la investigación (lo que en el mundo anglosajón se denomina un PhD o DPhil) como si fuese la única alternativa posible. Sin embargo, aparte de los cincuenta PhD o DPhil con una salida en obra a los que he hecho referencia, existen muchos más con otras denominaciones, como los DFA (Doctor of Fine Arts) o DMA (Doctor of Musical Arts): son los llamados “doctorados profe-sionales”, que en teoría estarían destinados a la especialización y entrenamiento en un campo determinado y tendrían por tanto un carácter más práctico. En nuestro país, se asume con frecuencia en el postgrado que la etapa profesional o “profesionalizante” queda relegada al magíster, reservándose el doctorado para la investigación. No obstante, la diferencia entre estos dos tipos de postgrado me parece cada vez menos clara, entre otras cosas porque existen innumerables programas de magíster que apuntan a la investigación y culminan con una tesis en un sentido tradicional. Además, algunos textos que intentan perfilar sus diferencias solo contribuyen a aumentar la confusión. Por ejemplo, uno que he encontrado en Internet señala que los estudiantes que ingresan en un doctorado profesional deben “realizar una contribución tanto a la teoría como a la práctica en su campo y desarrollar la práctica profesional a través de una contribución al conocimiento (profesional). […] Todos los doctorados profesionales tienen en

común la realización de un trabajo original de investigación. La investigación debería pues presentarse como una tesis […]” (Professional doctorates).

La confusión aumenta si pensamos que, en ocasiones, los DMA y los PhDs en composición musical tienen requisitos de graduación prácticamente idénticos. El PhD en composición de la Universidad de Chicago, por ejemplo, establece que el doctorando debe presentar una tesis (dissertation) consistente en una obra o grupo de obras extensas, más unas notas al programa y un set de “ins-trucciones” para los intérpretes cuando sea necesario. El DMA en composición musical de la Universidad de Carolina del Sur exige al doctorando una obra o grupo de obras de al menos veinte minutos de duración para un grupo amplio de intérpretes, más un documento de 25 a 40 páginas que contenga el análisis teórico o histórico correspondiente. Podría decirse, incluso, que el segundo se ajusta más al formato tradicional de un PhD que el primero.

Más allá de esto, es un hecho que los doctorados profesionales continúan siendo vistos como un reconocimiento “inferior” al doctorado en investigación (Attwood). Víctor Burgin, por ejemplo, afirma que el DFA debería estar in-tegrado por estudiantes que tengan “poca aptitud para, o interés en, construir argumentos escritos extensos” (Burgin, 78; cursivas mías). Lo más curioso es que cuando Burgin comenta la posibilidad de que los artistas realicen doctorados teóricos, que solo impliquen la realización de una tesis al modo tradicional, nunca considera que puedan tener “poca actitud para” algo —por ejemplo, para la creación de obras. Es decir, la práctica artística conlleva la sospecha de una incapacidad, pero no así la teoría del arte, lo que a mi juicio pone en evidencia, una vez más, y aunque no sea la intención del autor, el prejuicio generalizado acerca de la creación artística como una actividad no intelectual y por tanto menos apropiada para el mundo académico.

Por esta razón, insisto en discrepar con Elkins en que los “nuevos” doctorados en práctica artística deban dejar de lado los conceptos de investigación y nuevo conocimiento. Como he señalado antes, en el encuentro entre estas dos culturas —la investigación y la práctica artística— resulta no solo recomendable sino casi inevitable que ambas se vean modificadas en alguna medida y permeadas por los conceptos y estándares de la otra. Sea cual sea el camino al que finalmente nos conduzcan reflexiones como la presente, las cosas no deberían permanecer tal cual están; de lo contrario, como ocurrió a los aztecas a principios de la conquista, la diferencia podría llevarnos a la paralización; y no hay peor estado que este para la universidad y el arte en general.

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