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Artículo incluido en: Lavrin, A.; Cano, G. y Barrancos, D. (coords.). Historia de las Mujeres en España e Hispanoamérica (vol. 3, siglo XIX). Madrid, Cátedra, 2006, pp. 559-583. Mujeres y sociabilidad política en la construcción de los estados nacionales (1870-1900) Dra. Pilar GARCÍA JORDÁN Catedrática de Historia de América Universitat de Barcelona [email protected] Dra. Gabriela DALLA-CORTE CABALLERO Prof. Asociada de Historia de América Universitat de Barcelona [email protected] 1. Acerca de la esfera privada y pública en la conformación de los estados-nación latinoamericanos. A modo de introducción La construcción de los estados nacionales en América Latina proceso que se conformó en torno a mediados del siglo XIX, implicó el desarrollo de una serie de fenómenos que dieron al subcontinente una especificidad en el escenario internacional. Nos referimos a la consolidación de economías básicamente productoras de materias primas, al desarrollo de una sociedad dual –tradicional y moderna–, a la configuración de corrientes intelectuales que primaron la inmigración extranjera por sobre la población nativa, y a la construcción, desde finales de la centuria, de sociedades calificadas “de masas”. Elemento central de la organización de los países latinoamericanos como estados-nación, fue la formación de instancias de decisión centralizadas. El estudio de estos procesos ha excluido, casi sistemáticamente, una perspectiva de género que pudiese permitirnos comprender no sólo la participación que

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Mujeres y sociabilidad política en la construcción de los estados nacionales (1870-1900)

Dra. Pilar GARCÍA JORDÁN Catedrática de Historia de América

Universitat de Barcelona [email protected]

Dra. Gabriela DALLA-CORTE CABALLERO

Prof. Asociada de Historia de América Universitat de Barcelona

[email protected]

1. Acerca de la esfera privada y pública en la conformación de los estados-nación

latinoamericanos. A modo de introducción

La construcción de los estados nacionales en América Latina –proceso que se

conformó en torno a mediados del siglo XIX–, implicó el desarrollo de una serie de

fenómenos que dieron al subcontinente una especificidad en el escenario internacional.

Nos referimos a la consolidación de economías básicamente productoras de materias

primas, al desarrollo de una sociedad dual –tradicional y moderna–, a la configuración

de corrientes intelectuales que primaron la inmigración extranjera por sobre la

población nativa, y a la construcción, desde finales de la centuria, de sociedades

calificadas “de masas”. Elemento central de la organización de los países

latinoamericanos como estados-nación, fue la formación de instancias de decisión

centralizadas. El estudio de estos procesos ha excluido, casi sistemáticamente, una

perspectiva de género que pudiese permitirnos comprender no sólo la participación que

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les cupo a las mujeres en aquella organización y en las instancias correspondientes, sino

también la propia constitución genérica del espacio político nacional latinoamericano.

Es sabido que gran parte de los estudios sobre las mujeres ha privilegiado el papel de

la mujer en la familia o en la literatura y, en menor medida, en la vida religiosa

contemplativa. De este modo, las mujeres fueron estudiadas teniendo en cuenta,

básicamente, su actuación en lo que se denominó “esfera o vida privada”. Los debates

sobre nacionalismo y naciones, por otra parte, se han reducido, prioritariamente, a la

esfera política representativa excluyendo, por consiguiente, el debate sobre las mujeres

así como sus prácticas políticas. Así, se ha comprobado que los estados nacionales

latinoamericanos en construcción crearon pautas de inclusión y de exclusión de las

mujeres en las diversas instancias estatales relativas a los espacios de sociabilidad

política y a la configuración de la arena pública. En los últimos años, la perspectiva de

género ha vuelto su mirada a la construcción del Estado y se han detectado algunas

líneas básicas en relación a la configuración del espacio público que, si bien excluyó

normativamente a las mujeres del derecho ciudadano, les abrió paso a otras esferas de

la práctica social y política. En este sentido, nuestro objetivo aquí, más que proponer

una historia de las mujeres, es abordar el desarrollo de los espacios de sociabilidad

desde una perspectiva genérica. Este cambio de perspectiva responde claramente a las

nuevas orientaciones que ha tenido la Historia de las Mujeres en América Latina y en

España. Hablar de América Latina, no obstante, reporta sus riesgos si pensamos la

enorme heterogeneidad del subcontinente y de los propios espacios integrados en los

estados nacionales. La variedad de lenguajes, contextos culturales, realidades étnicas,

culturas políticas, economías nacionales, regionales y locales, dificulta cualquier

conclusión lineal para el espacio latinoamericano, en particular en la construcción

genérica de la arena política, por lo cual es evidente que una “historia” a nivel nacional

corre el riesgo de convertirse en una narración de la trayectoria asumida por las élites y

por las instituciones normativas.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, y fundamentalmente en las últimas tres

décadas de la centuria, etapa abordada en este capítulo, los debates sobre la condición

política de las mujeres fueron notables, en particular en el ámbito discursivo burgués en

cuyo seno se conformó una mentalidad hegemónica sobre el papel asignado a la mujer.

Sin embargo, las discusiones que se produjeron en dicho ámbito incidieron en la

manera en que cada Estado asumió la inclusión de las mujeres a la esfera de la

sociabilidad o del Derecho, y en el modo en que las mujeres, y también los hombres,

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plantearon las relaciones de poder que son, finalmente, relaciones sociales. La

legislación electoral, civil y penal del periodo 1870-1900 retrata de manera casi

fotográfica las expectativas de los diversos organismos estatales en cuanto al papel

reservado a las mujeres en el diseño de la nacionalidad, del Estado y de la ciudadanía.

Hasta la crisis de Wall Street (1929), la participación de las mujeres en el espacio

público se definió más por las varias propuestas para su incorporación a la construcción

de los Estados Nacionales, que por la difusión del sufragio femenino o el derecho de las

mujeres a convertirse en representantes. Es evidente que la construcción de los espacios

modernos de sociabilidad política se fundó en la exclusión tácita e incluso en la

prohibición expresa de la participación electoral de las mujeres. Si el deber cívico del

voto benefició muy tardíamente a las mujeres, ello no implica que el espacio público

latinoamericano no fuera interpelado por las mujeres de diversas clases sociales y

orientaciones políticas. La participación pública de las mujeres encontró un campo de

acción en el uso político de los espacios religiosos así como en las prácticas asociativas

enmarcadas en sociedades privadas femeninas, las cuales cumplieron un claro rol

político al sustituir al Estado o al acompañarlo en numerosas ocasiones y contextos en

la resolución de “problemas sociales”. Además, debemos anotar que la supuesta

separación de las esferas privada y pública fue, probablemente, mucho más fuerte entre

los grupos dirigentes y entre las familias “notables” que entre los sectores populares

latinoamericanos. Aquí, más que pensar que el Estado reflejó conceptos de femineidad,

partimos de la idea de que el Estado asumió discursos que incidieron en la producción

del concepto de femineidad. Uno de esos discursos en América Latina fue,

evidentemente, el legal, que como forma de poder estatal fue en esencia genérico.

Globalmente podemos considerar que fueron la Ilustración y la Revolución francesa

los procesos que marcaron el inicio de una compleja transformación hacia una nueva

concepción del derecho, un nuevo lenguaje de la igualdad legal y de la ciudadanía. El

paso de la sociedad notabiliar a la sociedad contemporánea se dio desde mediados del

siglo XIX al primer tercio del siglo XX, cuando se produjo una progresiva ruptura del

orden social sustentado por un comportamiento colectivo de tipo jerárquico que atribuía

un rango a los diferentes actores sociales. Las jerarquías tradicionales parecieron ser

desmontadas gracias al lenguaje del derecho y de la igualdad. Los nuevos Estados

discutieron esencialmente quién era apto para pertenecer o para incorporarse al nuevo

estado político, en particular, a la ciudadanía, y a lo largo del periodo, mientras se

desarrollaban estas discusiones en los espacios legislativos estatales, mujeres diversas –

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esposas de líderes políticos y monjas, entre otras (Serrano, 2004)– encabezaron quejas

y pedidos contra su exclusión del ámbito público en un progresivo despertar quizás

aislado de la “conciencia femenina”. La relación entre las mujeres y el estado nacional

emergente latinoamericano no se redujo a las cuestiones vinculadas a la ciudadanía y al

derecho al sufragio, ni a la existencia de la división entre lo público y lo privado, sino

que abarcó cuestiones de derecho civil, educación, economía, políticas de familia,

sexualidad, higiene y salud. Las mujeres estuvieron presentes antes de ser consideradas

ciudadanas en el pleno sentido de la palabra, esto es, las relaciones de género

intervinieron en la construcción de la identidad nacional, en las ideologías políticas o en

el diseño de políticas culturales y de educación, afirmación que cuestiona los estudios

tradicionales sobre la praxis femenina (Potthast y Scarzanella, 2001).

Es por ello que en estas páginas abordamos diversos aspectos (educación, religión,

planteamientos sobre el honor y la domesticidad) que, en nuestra opinión, permiten

entender los debates en torno a la cuestión de la ciudadanía y de la sociabilidad, áreas

éstas que muestran que las mujeres gozaron de un amplio campo de acción en la

construcción de los estados nacionales latinoamericanos, donde la aplicación de las

reformas liberales presentaron similitudes, en el plano institucional, relativas a la

redacción de las constituciones, los códigos civil y penal, y las leyes educativas.

2. Derecho, Familia y Mujer en el estado-nación

La interpelación de las mujeres a los legisladores varió en función del estado-nación

en construcción en cada país, siendo caso relevante y estudiado el dirigido por las élites

de las ciudades portuarias que, interesadas en propiciar su plena incorporación a la

economía internacional, y con la finalidad de captar a los grupos de poder locales y

regionales, utilizaron el matrimonio como estrategia de alianza. Contrariamente a lo

que sucede en la actualidad, en que el casamiento se considera parte de la esfera

privada de la vida, en el siglo XIX sirvió para garantizar la formación de redes

familiares que accedieron a los circuitos de poder en un contexto de reforzamiento de

las facciones políticas por sobre los partidos políticos formales. Digamos, al respecto,

que uno de los mitos más importantes en torno a la política es el del poder invisible de

las mujeres, su influencia en las sombras y la práctica de un juego político escondido y,

en ocasiones, secreto. No es que las mujeres optasen por adoptar los valores definidos

por los hombres como importantes, ni que luchasen por sus puntos de vista, sino que

entraron en la política a partir de asuntos relacionados con el cuidado, la alimentación y

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la preservación de los grupos más vulnerables que, en las últimas décadas del siglo

XIX, fueron esencialmente las mujeres y los niños. En consecuencia, sostenemos que

frente al empuje agresivo del progreso, en la base de la construcción de los estados

nacionales, las mujeres aportaron otra mirada. Sin embargo, conviene señalar que, no

obstante la baja participación política de las mujeres, ello ni implicó que éstas

careciesen de influencia pues las mujeres legitimaron su papel aludiendo a su condición

de “madres” y haciendo del espacio público que ocupaban una extensión de las

actividades maternas. De hecho, normalmente se consideraba que la actuación pública

femenina era una especie de extensión del papel que la mujer parecía cumplir en la

esfera familiar. Así, la legislación se ha apoyado en una división del trabajo en la

política, que ha ido paralela con los papeles tradicionales y desiguales de varones y

mujeres en la familia. El estado-nación se construyó, en gran medida, a partir de esta

dicotomía, promocionando un estilo que fue reflejo de la institución política de la

división de tareas en la propia estructura familiar. En la nación, estas “supermadres” –

estas matronas como muchas veces se hacían llamar a finales del siglo XIX– no

pusieron en tela de juicio el hecho de que los puestos de mando, de donde provenían

legítimamente las órdenes, estuviesen reservados para los varones. Desde esta

perspectiva, muchas veces se ha sostenido que a las mujeres quedó la influencia

indirecta, que compensaba en gran medida la participación directa masculina.

La diferencia genérica en la legislación familiar permite analizar el proyecto

ideológico liberal que asignó el espacio doméstico a la mujer y la vida pública al varón.

Pero ¿cuál era la situación de las mujeres latinoamericanas ante la ley en América

Latina? El análisis de las mujeres en el contexto de construcción del estado-nacional, y

de estos Estados en su constitución genérica, muestra que las mujeres fueron relegadas

a la esfera privada aunque en cada uno de los países, y no obstante la importancia que

en todos ellos tuvieron los códigos de honor, el papel asignado a las mujeres en la ley

varió en función de la especificidad histórica de la sociedad, sus vinculaciones con el

exterior, y la mayor o menor homogeneidad étnica, entre otras cuestiones. Al quedar

marginadas de gran parte de las esferas del poder estatal, las mujeres fueron relegadas a

ciertas esferas de la sociedad civil que, para muchos, es sinónimo de cercanía al estado

de naturaleza. En todo caso, es evidente que la integración del subcontinente a la

economía mundial exigió de las élites la formulación de un pensamiento excluyente que

fue la base de la formación de los Estados. A las mujeres de élite, por ejemplo, este

pensamiento les atribuyó la tarea de atender a la niñez en riesgo y de proteger a las

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mujeres trabajadoras, vistas también estas últimas como madres. No en vano los

fundamentos del orden burgués estudiados a través del prisma ofrecido por el derecho

de familia decimonónico demuestran que la institución familiar fue el fundamento de la

burguesía y objeto central del poder político (Gerhard, 2000: 331-359; Kocka, 2000).

Desde la perspectiva de género, la formación del Estado liberal se cimentó en el

principio de la fragilidad de la mujer y potenció ideológicamente su capacidad para

procrear hijos para la nación. En este sentido, las mujeres fueron objeto de reflexión por

su función procreadora y por su capacidad para reproducir un orden nacional donde el

género se convirtió en un determinante de la conducta estatal al dejar en manos de un

sector definido de las mujeres –notables y religiosas– la tarea de asumir el cuidado de

los sectores considerados menos favorecidos.

Los años que van de 1870 a los inicios del siglo XX permiten percibir unas

sociedades profundamente diversas, donde el ideal de una mujer doméstica contrastaba

en ocasiones con la realidad de Estados latinoamericanos convulsos en su construcción,

en los que la legitimación de la separación entre vida pública y vida privada aparece

más difuminada por la vida cotidiana de individuos de ambos sexos. Las últimas

décadas del siglo XIX fueron ricas en actividad femenina desarrollada en los salones y

en las tertulias –las de Juana Manuela Gorriti, Clorinda Matto de Turner y Mercedes

Cabello en Perú fueron muy conocidas en su época–, en la vida artística y en la

beneficencia, ya que muchas mujeres formaron parte de un momento de reformas

sociales del “nuevo orden liberal”. Este nuevo orden tomó forma en el plano normativo,

en el discurso religioso y científico, en el marco político y legal, y en una realidad

social en la que las mujeres actuaron desde el espacio del diseño político y desde el

mundo de la familia y el trabajo. Entonces, cabe la pregunta ¿cuál fue el rol de las

mujeres en la construcción del espacio político propio de los estados nacionales en

América Latina? Los países latinoamericanos que lideraron un proyecto

“modernizador” para América Latina se fundaron sobre la base de ideas moralizantes

propias del pensamiento positivista y en teorías socialdarwinistas, higienistas y

eugenésicas. La construcción del Estado supuso también la transformación legislativa

para dotar a las nuevas configuraciones políticas de una codificación que pudiese hacer

frente a los cambios económicos, políticos y sociales, pero estos cambios no afectaron

sustancialmente entre 1870 y 1900 la situación jurídica femenina. En el caso de

México, por ejemplo, la codificación civil concedió a la mujer casada el derecho de

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tutela y de educación de la prole, pero no afectó ni a sus derechos políticos, ni a su

dependencia respecto de padres, maridos y hermanos varones.

Asentadas las bases de los nuevos países independientes, a partir de mediados del

siglos XIX, sus grupos dirigentes comenzaron a construir imágenes nacionales y el

pensamiento en torno a la patria y la nación para lo que propiciaron una ofensiva en el

campo de la educación. En este terreno las mujeres maestras fueron claves en la

formación de un sistema educativo estatal y laico. Ejemplos significativos fueron la

reforma de José Pedro Varela en Uruguay con el establecimiento de la coeducación y la

profesionalización de la carrera docente, así como el proyecto de Domingo Faustino

Sarmiento en la Argentina promoviendo la llegada de las maestras estadounidenses a

las ciudades portuarias rioplatenses. Estas reformas educativas coincidieron en el

tiempo con la divulgación de las imágenes nacionales y con la invención de la

tradición, aspecto éste central para la unificación de las prácticas consuetudinarias de

una población heterogénea étnicamente y, en varios Estados, procedente de países

diversos. Pese al importante el papel cumplido por las mujeres en la educación, la tesis

dominante en el periodo aquí estudiado fue similar a la sostenida, en México, por Diego

Alvarez en 1852 en su Discurso sobre la influencia de la instrucción pública en la

felicidad de las naciones quien defendió que la instrucción femenina no debía elevar “la

mujer hasta el grado de competir con el hombre, y que tome parte en las deliberaciones

de éste” debiendo ser las mujeres “buenas hijas, excelentes madres y el mejor y más

firme apoyo de las resoluciones sociales” (Arrom, 1988: 39).

La codificación legislativa fue otra de las bases de la construcción de la nacionalidad

y, por lo que a nosotros interesa, fue fundamental la legislación civil y educativa

particularmente en la organización de la familia en tanto base de la nación. La nación se

fundó en la representación simbólica que, a su vez, incorporó creencias religiosas y se

expresó en disposiciones legislativas cuyo objetivo era reforzar los valores nacionales.

Valga como ejemplo el caso mexicano en el que la legislación civil de finales del siglo

XIX estableció un orden genérico rígido, patriarcal, que redujo los derechos de las

mujeres -como muestran los Códigos Civiles de 1870 y de 1884- en derecho de familia

en los que la mujer fue considerada objeto de derecho, como “esposa” y “madre”. Sin

embargo, aún siendo cierto que en todos los países latinoamericanos hubo cierto

consenso en garantizar el papel de la familia y se mantuvieron las leyes coloniales

discriminatorias que daban prioridad al varón sobre la mujer, así como las ideas sobre

la situación legal de las mujeres –excluidas de la política–, la movilización de las

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mujeres, la educación y las ideas liberales comenzaron a dejarse sentir (Arrom, 1988;

Ramos Escandón, 2001).

La discrepancia entre las reformas en el estatus de las mujeres, personal y familiar, y

la construcción del moderno estado nacional no se vio como una limitación al progreso

nacional. El discurso de la modernidad en la era de la construcción de la nación definió

la desigualdad de las mujeres como una realidad que no sólo no iba a atentar contra las

libertades sino que era necesaria para sostener el orden social. Las mujeres fueron

interpeladas para crear una nación viable, moderna, con un sistema de salud y de

educación idóneo para hacer de la población un sector verdaderamente productivo

ligado al progreso, y con un sistema de familia que procuró preservar el honor para

producir mejores madres, civilizadas y miembros responsables de una sociedad en

construcción que era propia de los estados nacionales. Así, mientras en Europa el

feminismo se nutría de los movimientos de liberación y argumentaba la igualdad

jurídica y política de la mujer, en América Latina el proceso llegaría con posterioridad,

en gran parte debido a la especificidad de los grupos burgueses latinoamericanos.

3. ¿Politización despolitizada? El mundo asociativo femenino en el siglo XIX

latinoamericano

La historia nos muestra que en los orígenes de los estados nacionales

latinoamericanos las mujeres estuvieron presentes tempranamente en las concepciones

políticas emergentes de las entidades soberanas surgidas contemporáneamente a los

mismos estados independientes, y participaron en diversos espacios de sociabilidad,

formales e informales, algunos populares como fue el caso de las cofradías o de las

sociedades, y otras claramente elitistas como los encuentros de lectura y de poesía, las

sociedades literarias y filantrópicas, las asociaciones mutuales, y las sociedades

benéficas, que se desarrollaron para reforzar la presencia del Estado y el

funcionamiento del régimen representativo. Sin embargo, cuando los grupos dirigentes

latinoamericanos se embarcaron en la modernización dejaron a la mitad de sus

habitantes, las mujeres, al margen del esfuerzo del cambio político. La construcción del

Estado supuso un aumento del poder del padre, en aras a ensalzar al soberano, al juez y

a la escuela. El nuevo Estado requirió ciudadanos eficientes que fueron puestos al

cuidado de las mujeres mientras negaba el voto a una ciudadanía ampliada a la que

consideraba deficientemente formada. En este contexto, el universo político aparece

masculinizado, y las mujeres son adscritas a un ámbito segmentado del poder y

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relegadas a espacios periféricos como fueron los ocupados por asociaciones tales como

las sociedades benéficas.

Sólo recientemente la historiografía ha revalorizado el estudio de las estrategias

asociativas y de sociabilidad como formas política de actuación pública. No es extraño

que las sociabilidades femeninas, entre las que encuentran un lugar privilegiado las

actividades filantrópicas y benéficas, no hayan sido puestas de relieve: hacer política

entre las mujeres exigió la adopción de formas diferentes a las adoptadas por los

varones y, en ocasiones, se trató de vías indirectas de participación en los asuntos

públicos lo cual per se no supone considerar peyorativamente aquellas actividades. En

América Latina, las mujeres notables han estado vinculadas, familiarmente, con

varones notables relacionados con los asuntos públicos y, por ende podemos afirmar

que las mujeres líderes surgieron, normalmente, de la oligarquía y de la política

oligárquica gracias a redes sociales y a lazos de parentesco sobre los que se sustentaba

la estructura política. Es evidente que en los grupos familiares organizados a partir de

alianzas de parentesco, la obtención y ocupación de posiciones políticas y sociales era

una de las condiciones sine qua non para la supervivencia del grupo como tal. Y, en

consecuencia, las "asociaciones de familias" fueron la base de la estructura

socioeconómica que se mantuvo y reprodujo a partir de prácticas de sociabilidad

iniciadas a fines del siglo XVIII, las cuales tuvieron su apogeo en el siglo XIX y que se

desarrollaron hasta las primeras décadas del siglo XX. En suma, las redes de familias

de notables utilizaron el proceso de amalgama familiar para obtener notabilidad y las

mujeres, con su actividad pública, coadyuvaron a conservar y aumentar dicha

notabilidad (Balmori, Voss, Wortman, 1990).

Es recurrente aquí el caso argentino que nos ofrece la generación del ’80, generación

que formó parte de una red que se tejió, en parte, gracias a la Guerra de la Triple

Alianza contra Paraguay que fue el conflicto que creó el primer ejército y la primera

burocracia nacionales. Con anterioridad, mientras en el interior del país las asociaciones

de familias notables apoyaron la eliminación de las rebeliones locales, observamos que

desde mediados del siglo XIX, la política nacional se fue imponiendo a partir del

control de los mecanismos institucionales y del diseño de fórmulas de penetración

institucional entre las que tuvo un significativo papel la codificación. El proceso

permitió el progresivo y efectivo control del Estado durante la segunda mitad de la

centuria, aunque en 1870 era evidente la disputa política entre el poder central y los

grupos locales, claramente superados estos últimos en el juego político. Para entonces,

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las sólidas relaciones personales tejidas durante la primera mitad del siglo XIX no

fueron suficientes para asegurar la pervivencia de los grupos familiares en el poder, los

cuales vieron condicionadas sus relaciones políticas por las fuerzas militares del poder

central que pretendieron intervenir en los enfrentamientos políticos locales y regionales.

En este contexto, la pérdida de poder de las familias tradicionales muestra que es el

poder central el que afirma la unidad política a partir de la captación de fuerzas locales,

imprescindibles en la esfera política aunque menos relevantes en el ámbito patrimonial

y económico. Podemos concluir entonces, que las estrategias familiares condujeron a

un espacio más amplio de relaciones políticas mediante el tejido de lazos de parentesco

con la élite política nacional. Las mujeres se plegaron a la diversificación de funciones

“políticas”, y las sociedades benéficas ocuparon un papel preponderante en la división

sexual del trabajo político. Es por ello que en lo que resta de este apartado abordaremos

dos casos, primero en forma genérica el proporcionado por el asociacionismo

“caritativo” en el México post-independiente; después, de manera más detallada, el

ofrecido por el caso argentino que nos permite entender el juego de poder al interior de

las asociaciones femeninas laicas, y el papel que las mismas obtuvieron en el escenario

social de la mano del reconocimiento de las instancias estatales.

La historia nos muestra que en América Latina la construcción de los Estados

Nacionales fue paralela a la organización de sociedades de beneficencia y de caridad

formadas por mujeres. Digamos aquí que, frecuentemente, los movimientos de

“reforma moral” han visto en su seno la presencia activa de las mujeres llevadas de su

interés en la dirección de las políticas sociales de la nación. Parece evidente que,

mayoritariamente, las mujeres que se aventuraron a la arena pública lo hicieron a partir

de su rol tradicional de “esposas” y de “madres”, haciendo hincapié en valores morales;

por ello, no debe sorprender que la “intromisión” de las mujeres en la política fuera

vista como una extensión no deseada de los papeles femeninos tradicionales y que

podía, incluso, atentar contra el orden social. Los estudios sobre el tema han mostrado

que aquellos movimientos reformistas no generaron cambios estructurales aunque sí

modificaciones legales, constitucionales y educativas. Y, pese a que la actividad

caritativa fue una práctica habitual ya en la primera mitad del siglo XIX, lo novedoso

en las últimas décadas de la centuria fue la organización interna y la exigencia

reglamentaria de legitimar las elecciones internas, la presentación de informes, la

supervisión por parte de las instituciones municipales y el control, por ejemplo, de las

adopciones de niños y niñas puestos bajo la jurisdicción de las mujeres asociadas.

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La política del siglo XIX en Iberoamérica se ocupó de las relaciones entre la Iglesia

y el Estado y de los privilegios corporativos, así como de elaborar el marco

gubernamental para las oligarquías regionales que rivalizaron por el control de los

recursos. Tradicionalmente se ha sostenido que la situación de las mujeres

latinoamericanas cambió muy poco hasta entrado el siglo XX. El caso mexicano nos

permite cuestionar la afirmación ya que, tras la independencia, no obstante la

imposibilidad legal de las mujeres de ocupar cargos públicos y acceder al voto, aquéllas

sufrieron importantes cambios en sus condiciones de vida puesto que se beneficiaron de

los debates en torno a la libertad, la igualdad, el derecho natural, la abolición del poder

político hereditario y de los privilegios, y la promoción de la propiedad privada y de la

libertad de contratación.

Las impresiones que sobre la vida de las mujeres mexicanas dejó Fanny Calderón de

la Barca, la esposa escocesa del primer ministro español ante el México independiente,

muestran las actividades femeninas de la época en las organizaciones de caridad que

representaron una novedosa tendencia hacia la actividad cívica colectiva. En el periodo

1830-1850 había en la ciudad de México tres organizaciones auspiciadas por el

gobierno; la primera fue la Junta de Señoras de la Casa de Cuna en 1836 –encabezada

por la otrora marquesa de Vivanco, que había perdido su título noble en 1826– donde

los hombres proporcionaban el dinero y las mujeres entregaban su tiempo y su

atención. Las “damas distinguidas” también formaron parte de una segunda asociación,

la Junta de Beneficencia del Hospital del Divino Salvador para mujeres dementes. Sin

embargo, a mediados del siglo XIX parece que estas asociaciones declinaron y, en

1864, un informe acerca de los establecimientos de beneficencia mexicanos señaló que

la administración de la Casa Cuna, hasta entonces en manos de la Junta de Señoras,

pasaría al Ministerio de Fomento. Así, el Estado fue asumiendo mayor responsabilidad

en la provisión de servicios sociales y, después de autorizar el establecimientoen 1843

de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul, ésta se hizo cargo rápidamente

de muchas de las instituciones de beneficencia de la capital y proporcionó un “canal

formal” para las mujeres que querían dedicarse al servicio público, de forma que

cuando en 1874 y como consecuencia de las “guerras de la reforma” la orden fue

expulsada, ésta contaba con más de trescientas mujeres mexicanas adeptas.

Conviene retroceder unos años para señalar que el México de mediados del siglo

XIX nos muestra un país en crisis, con el deterioro de la ley y el orden, rebeliones de

castas y movimientos secesionistas que fragmentan la nación. En ese contexto, el

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debate político oscila entre federalismo y centralismo primero, liberalismo y

conservadurismo después y, por cuanto se refiere a las relaciones entre hombres y

mujeres, parece que éstas se beneficiaron de la discusión en torno a la libertad, la

igualdad, el derecho natural, la abolición del poder político hereditario y los privilegios,

y la promoción de la propiedad privada y la libertad de contratación. Las mujeres, no

sólo las pertenecientes a la élite, se movilizaron y fueron movilizadas para la

construcción del estado nacional, siendo el eje de tal movilización la educación y, en

ella, la formación de las madres. Por ende, la mujer se benefició del papel cívico que le

cupo en la formación de los futuros ciudadanos. Cuando en 1855 los liberales

accedieron al poder, la construcción del Estado exigió la sustitución de los pilares del

viejo orden: Iglesia, Ejército, caciques regionales y pueblos comunales; sin embargo,

los debates constitucionales de 1856-1857 mostraron que las mexicanas no participaron

de la democratización que en ellos se planteaba porque la política era considerada

inapropiada para el “bello sexo”.

Para entonces, como ha mostrado Arrom (1988), cuando se postulaba la “elevación”

de las mujeres, lo que se quería decir en realidad era reforzar el papel de las mismas en

el grupo familiar. Durante la Reforma, la Ley Juárez del año 1856 fue el primer intento

por parte del Estado por asumir el control sobre la sociedad civil hasta entonces

delegada en la Iglesia, con lo cual se pretendía que el individuo pasara a incorporarse al

cuerpo social a través de su papel de ciudadano, no como miembro de la Iglesia (Ramos

Escandón 2001). Y las mujeres, por su parte, acudieron a los espacios de sociabilidad

aunque lo hicieron en condiciones de discriminación, al ser reclamadas bien como

“matronas”, bien por su influencia “purificadora” o “filantrópica”. En consecuencia,

podemos afirmar que fueron las décadas de 1840 y 1850 cuando afloraron el

marianismo y el victorianismo, siendo particularmente difundida la exaltación

romántica de la maternidad, valorada como una misión “sublime” y “santa” que daba a

las mujeres una posición social casi sagrada. El marianismo, o la elevación de la mujer

dentro de la familia, coincidió entonces con una caída en la movilización de las mujeres

y en su participación política, incluso en el servicio en instituciones de beneficencia,

razón que lleva a Arrom (1988) a acusar al marianismo de sustituir la tradición religiosa

del culto a María, por el culto a la maternidad secular, excluyendo a las mujeres del

ámbito público para relegarlas al espacio privado. Según esta historiadora mexicana,

mientras que en Europa y Estados Unidos las mujeres llevaron el “concepto de su

superioridad moral hasta su conclusión lógica, utilizándolo para respaldar demandas de

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igualdad de derechos y papeles públicos”, en México aceptaron, en su mayoría, el culto

de la domesticidad y sus diferencias con los hombres. La razón de tal posición fue que

dada la debilidad del Estado mexicano y la insuficiente democracia existente, las

mujeres no se sentían “particularmente disminuidas por el hecho de no poder votar”.

Este tema debe considerarse también en relación con el de la clase social a la que

pertenecían las mujeres puesto que, mientras las pertenecientes a los sectores populares

se vieron escasamente beneficiadas por los cambios republicanos y fueron obligadas a

emplearse en el mercado laboral, las mujeres de la élite, consideradas prestigiosas,

optaron por participar en organizaciones de caridad y de presión política, y de esta

manera tuvieron la oportunidad de alcanzar una educación superior a la más

rudimentaria, haciendo insostenible la tradicional inferioridad de las mujeres y abriendo

camino al marianismo. Después del momentáneo fomento de las organizaciones

filantrópicas de mujeres durante el Imperio de los años 1864 a 1867, y tras la marcha ya

señalada de las Hermanas de la Caridad, surgieron durante el Porfiriato diversas

organizaciones de caridad, paralelamente al reconocimiento de la capacidad cívica de

las mujeres, en particular de la élite. Estas fueron solicitadas por los reformadores que

reclamaban su integración al esfuerzo nacional, puesto que en caso de no producirse tal

integración no sería posible, en su opinión, solucionar los problemas del país. En

consecuencia, en el periodo 1870-1900 vemos a las mujeres actuar como maestras,

integrar asociaciones de caridad y formar parte de grupos de presión política.

Las experiencias de género y la historia de las mujeres nos pone frente a la

construcción de la mitología nacional y de los estereotipos culturales que acompañaron

la construcción de los estados nacionales. México representa, probablemente, el país

latinoamericano donde los arquetipos de masculinidad y femineidad están

estrechamente entrelazados con la mitología de la autodefinición estatal y de la

identidad nacional, pero también lo vemos, aunque con otras peculiaridades, en

Paraguay o en Puerto Rico, aún colonia española, donde la participación de la mujer en

la lucha política emancipadora, pese a ser escasa, fue significativa llegando a formar

parte de las juntas revolucionarias de 1898 en régimen de igualdad con los varones

(Picó, 1975, 2).

En todo caso, la tónica común en los países latinoamericanos a lo largo del siglo

XIX fue que se confió en la imagen de la maternidad para legitimar la actividad política

femenina, una maternidad real o figurada que adjudicaba a las mujeres de élite una

especie de servicio voluntario. Sin embargo, en cada país en función de sus

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peculiaridades, las mujeres encontraron espacios de sociabilidad alternativos como fue

el caso de Perú, donde las precursoras de la emancipación fueron novelistas y poetas a

diferencia de Chile donde, en la década de 1870, la emancipación estuvo ligada a la

incorporación de mujeres a la educación superior y a las profesiones. Sin embargo, no

podemos olvidar que en ambos países, las mujeres no sobrepasaron los límites fijados

por el papel maternal universal de la mujer y legitimaron su actuación pública

argumentando que se trataba de una prolongación natural. Por ello no es extraño que el

primer Congreso Interamericano de Mujeres celebrado en La Habana en 1923, años

después del periodo aquí abordado, se calificara el movimiento de mujeres

latinoamericano existente hasta entonces como de una “maternidad social” (Chaney,

1983: 39).

Cuando las mujeres comenzaron a irrumpir en el terreno político, casi siempre fue

ocupándose de asuntos domésticos, del bienestar y de la salud de la población. La

práctica histórica nos muestra, de hecho, que por lo que se refiere a la participación de

las mujeres en el ámbito político, normalmene se desarrolló en una situación en la que

se combinaba una normativa excluyente –negación de su posibilidad de elegir y, al

mismo tiempo, acceder a puestos políticos– y el pensamiento sobre la diferenciación de

las esferas correspondientes a los sexos en función de supuestos valores morales.

Conviene también señalar que las mujeres se involucraron en la política activa

latinoamericana en momentos de crisis. Y, a modo de reflexión general, podemos

concluir que, por lo que se refiere a la contribución de la mujeres al progreso, a la

construcción de la nación en los años aquí abordados se produjo a través de dos vías; la

primera, la maternidad, vía en que el ideal era una “maternidad ilustrada” para todas las

mujeres; la segunda, la participación como fuerza de trabajo, reservada a las mujeres de

los sectores populares. El sistema de codificación moderno conformado en los estados

nacionales latinoamericanos tuvo en cuenta esta división y la libertad individual,

elemento fundamental del liberalismo, no fue extendida a las mujeres que, no es casual,

no fueron objeto de biografías pasada la etapa independentista y hasta el surgimiento

del movimiento feminista, a inicios del siglo XX.

Pasando al caso argentino, que nos debe permitir entender el juego de poder al

interior de las asociaciones femeninas laicas, y el papel que las mismas obtuvieron en el

escenario social de la mano del reconocimiento de las instancias estatales, abordaremos

el papel asumido por la organización de una sociedad caritativa femenina en una ciudad

portuaria argentina ligada al mercado internacional como Rosario, buen ejemplo para

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comprender algunas de las características del estado-nación latinoamericano. La

Sociedad Damas de Caridad surgió en el año 1869 a partir de una reunión realizada en

la casa particular de una de las mujeres más importantes de la élite local, Blanca M. de

Villegas. El objetivo de la asociación femenina fue “constituirse en una sociedad

filantrópica” y en sus inicios se reservaron sus recursos y sus fuerzas a la resolución de

cuestiones formales tales como condiciones de membresía, reglamentación interna,

definición de los derechos electorales y obligaciones de las socias, por citar algunos.

En 1872, tras prestar protección a una mujer pobre y a un grupo de niños que habían

quedado huérfanos, las mujeres convocadas alrededor de la nueva sociedad benéfica

decidieron hacerse cargo de la creación de una institución que denominaron Hospicio

de Huérfanos y Expósitos con la finalidad de cumplir con el objetivo perseguido de

actuar “a favor de la humanidad doliente”, objetivo aceptado tanto por las instituciones

locales como por la misma sociedad civil. Las Damas de la Caridad pretendieron

ofrecer cuidados materiales y educativos a los huérfanos, y se mantuvieron en el

escenario político, asociativo e institucional gracias a suscripciones populares y

donaciones que las propias Damas realizaron a título personal hasta que, a fines de la

década de 1880, las diversas instancias estatales (municipal, provincial y nacional)

decidieron otorgar una subvención permanente.

Es indudable que la construcción del orden urbano rosarino exigió un trabajo

conjunto pero, al mismo tiempo, diferenciado en función de atribuciones y de las

jurisdicciones demarcadas para cada organismo. Pese a la amplia capacidad de decisión

de las Damas de Caridad, en algunos casos fue el Defensor de Menores quien

determinó el destino de las criaturas del Hospicio y quien en ocasiones llegó a disputar

dicha atribución legal. La distribución de tareas y jurisdicciones, así como el importante

papel político cumplido por las mujeres concentradas en torno a la asociación benéfica

femenina, se puso de manifiesto con motivo de la epidemia de cólera que sufrió la

ciudad en 1886. Fue en ese momento cuando las instituciones municipales solicitaron

de las Damas que acogiesen, en colaboración con las órdenes religiosas femeninas

instaladas en la ciudad, a aquellos niños y niñas que, habiendo sido afectados por la

epidemia, habían quedado huérfanos. Para garantizar el cuidado de los mismos, la

policía entregó a las religiosas que llevaban adelante el cuidado directo de los bebés

diversos objetos (catres, colchones, sábanas, almohadones, comida) pero se desentendió

de la suerte corrida por las criaturas. Las Damas aceptaron hacerse cargo de todos los

ingresados, pero hicieron constar su deseo de recibir una subvención para atender al

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mantenimiento de los niños y sintetizaron bien cómo se pensaban ellas mismas cuando

se presentaron en 1899 como “un grupo de señoras respetables”, de “matronas”, que

había decidido lanzarse “con ahinco á la grande y abnegada tarea de hacer el bien y

concibiendo desde luego el pensamiento de favorecer especialmente con sus afanes y

cuidados á los niños”. Los huérfanos primero y los expósitos después constituyeron el

objetivo de aquel grupo de damas que, dispersas o agrupadas, fueron, en sus propias

palabras, “tras el vagido y el lamento llevados por la piedad, á salvar una existencia y

endulzar una agonía”. El Hospicio que crearon pretendió ser “una institución popular

tan delicada para las masas de bajo nivel social, porque es una línea la que separa el

baldón de la desventura”. No escatimaron esfuerzos en dejar claro que habían actuado

con el concurso “de todos los miembros de la sociedad del Rosario, en primer término,

y de las ayudas materiales de algunos Poderes de la Nación y de la Provincia, después”

y, siempre que la situación lo requirió, sostuvieron que la tarea asumida por la Sociedad

-a diferencia de lo acaecido en Buenos Aires donde las asociaciones se encargaban ya

de los niños expósitos, ya de los huérfanos, ya de los abandonados, ya de la educación-

era consecuencia de la negligencia del Estado en asumirla como propia. En

consecuencia, las Damas de Caridad se ocuparon en atender a todas aquellas

necesidades dado que “Los Poderes se han ido desligando de ellas por que otras tareas

superiores los han reclamado en absoluto”.

Para entonces, se habían planteado incidir en la elección de los miembros de la

administración pública involucrados en las áreas en las que el Hospicio y las Damas

tenían injerencia, esto es, el cuidado de los bebés abandonados y huérfanos, el destino

de las adopciones y el control de la infancia. Ausentes teóricamente de la política activa

partidaria, las Damas recrearon una reglamentación muy concreta en cuanto a sus

atribuciones en las prácticas jurídicas dirigidas a las familias, a la maternidad, y a los

niños y niñas, y al mismo tiempo establecieron las formas de acceso al poder de la

sociedad benéfica mediante la definición de un sistema electoral externo que llevó a

algunas mujeres de la élite a ocupar los puestos más destacados de la asociación. Ese

ejercicio, a la larga, les permitió integrarse directamente en todos los niveles del

entramado institucional local, regional y nacional (Dalla Corte, 2004).

4. Abstención política como sinónimo de femineidad: régimen representativo,

legislación constitucional y sufragio

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Como sabemos, los partidos políticos son los protagonistas centrales de los procesos

electorales contemporáneos, reconocidos por los ordenamientos jurídicos

latinoamericanos como sujetos actuantes en los procesos político-electorales aunque, en

este punto, común denominador a todos los países latinoamericanos fue la exclusión de

las mujeres en el régimen representativo por cuanto implicaba involucrarse en

actividades que “no le eran propias”. De la misma forma, aunque algunas

constituciones latinoamericanas aprobadas en la segunda mitad del siglo XIX

introdujeron artículos por los que las mujeres “concedían” la ciudadanía –extranjeros

con los que contraían nupcias, como las constituciones hondureñas de 1864 y 1873

(Mariñas Otero, 1962)– las mujeres fueron sistemáticamente excluidas del sufragio

hasta la década de 1940 para las elecciones presidenciales y federales, aunque en

algunos casos, la Argentina por ejemplo, habían obtenido ya el derecho a ejercer el voto

en el ámbito provincial y municipal y en otros, como Colombia, el estado soberano de

Socorro otorgó el derecho al voto a las mujeres en la década de 1880, pero no les

concedió el derecho a ser elegidas.

En América Latina, donde todas las constituciones sufrieron, por varias décadas, la

influencia de la aprobada en Cádiz en 1812, los conceptos jurídicos propios del derecho

político electoral, así como las instituciones resultantes permiten comprender tanto la

evolución de la integración de la representación nacional, como las características que

ha tenido el sufragio en la configuración del estado nacional. La incorporación plena de

las mujeres en calidad de ciudadanas es una problemática que ha sido estudiada desde

diversas perspectivas, dependiendo ya del interés por la historia política, ya del intento

por comprender los modos en que las mujeres se incorporaron al sistema electoral. En

todo caso, es evidente que la construcción del estado-nación latinoamericano entre

1870 y 1900 negó a las mujeres la capacidad de convertirse en sujetos de imputación

ciudadana, no obstante el género contribuyera en gran medida a la construcción de la

identidad grupal, la memoria histórica y reforzara los mitos sobre la constitución del

poder. Siguiendo a Stern (1999: 409), la diferencia sexual era absorbida culturalmente

por los Estados necesitados de legitimar su poder socialmente pues “las construcciones

culturales tienden a naturalizar el género y a reafirmar los papeles de género apropiados

como la base del orden y el bienestar sociales”.

La democracia deliberativa que los grupos dirigentes pretendían construir incorporó

como problemas a enfrentar y, eventualmente, a resolver el hecho de obtener la

homogeneidad social y cultural de la nación. La política del Estado en relación a las

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mujeres supuso fijar los criterios de su participación en el esquema de la modernidad y

en el ideal del progreso nacional. La edificación de la nación dio lugar a la construcción

política del Estado en base a la “deliberación constitucional” (Ackerly, 2000). De este

modo, el honor nacional se fundó, indudablemente, en la familia patriarcal y el llamado

progreso nacional exigió, como hemos visto, la participación de las mujeres en dicho

proceso como “madres” y “servidoras”. La historia cultural y de las mentalidades nos

señala que una tesis recurrente en los círculos políticos y culturales de la élite

latinoamericana fue la concesión a las mujeres de algunas competencias en los asuntos

públicos, en tanto se les reconocía un mayor juicio y una moralidad más alta. Sin

embargo, tal valoración no condujo al reconocimiento de los derechos políticos de la

mujer; por el contrario, se les excluyó de dichos derechos con el argumento de que, en

realidad, las mujeres no tenían necesidad de participar en tales asuntos (públicos). La

“noble” tarea de educar a los futuros ciudadanos pareció ser el techo de cristal de los

derechos reconocidos a las mujeres como vemos en los casos siguientes.

Paraguay, conocido tras la Guerra de la Triple Alianza como “el país de las

mujeres”, perdió parte del territorio y a buena parte de su población masculina.

Enfrentada con el desequilibrio demográfico –había cuatro veces más mujeres que

hombres, en su mayoría niños y ancianos–, la propaganda política optó por utilizar -

¿manipular?- a las mujeres: diversos diarios tales como “Cacique Lambaré”,

“Huybebe”, “El Cabichuí”, “El Centinela” y “La Estrella” se encargaron de incentivar

la participación de las mujeres en la guerra presentándolas como heroínas y patriotas, o

mostrando, como hizo “El Semanario”, la generosidad de las mujeres al donar sus

joyas. Residentas –es decir, mujeres que seguían a las tropas– y destinadas –esto es,

mujeres que eran calificadas de disidentes por oponerse públicamente a la guerra o por

el hecho de que sus parientes masculinos hubiesen conspirado contra el presidente

López– se vieron involucradas en el conflicto bélico. Bárbara Potthast (1996, 2001)

deduce que la propaganda realzó en realidad el rol tradicional femenino, y a las mujeres

se les dejó la función de educar a los ciudadanos y reconstruir económicamente al país.

En el caso de la clase alta, la mujer fue valorizada como ciudadana políticamente

responsable y como modelo de virtud del hogar mientras que en el caso de las mujeres

agricultoras, su trabajo fue dignificado con la finalidad de contar con ellas para

recuperar la. Durante los treinta últimos años del siglo XIX, y pese a la valoración del

papel femenino, el rol público de las mujeres no cambió; los hombres no compartieron

con ellas el poder, ni tampoco les concedieron derechos ciudadanos.

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Igualmente sucedió en México donde las peticiones de las mujeres instruidas y

pertenecientes a la élite para su inclusión en la esfera de la representación política –

elegible y electora– se iniciaron, fundamentalmente a fines del siglo XIX y en los

prolegómenos de lo que sería la Revolución de 1910. Frecuentemente dichos reclamos

se relacionaron con la vida cultural, el ámbito doméstico, la condición social de los

niños, en un reforzamiento del modelo de mujer vigente que idealizaba su papel

exclusivamente dedicado a la familia y al entorno más cercano. Además, la

“maternidad correcta” estaba condicionada por el matrimonio legal y, dado que en

México dichos matrimonios eran minoritarios, el modelo de femineidad comenzó a

quebrarse a fines del siglo XIX. No obstante, aunque las mujeres, particularmente las

mujeres provenientes de las élites, podían acceder a carreras profesionales como la

medicina o la abogacía, siempre vieron negados sus reclamos de participación política

considerada como una actividad exclusivamente masculina. Más aún, las demandas de

carácter político, que se incrementaron en gran medida en la década de 1890, y el

llamado en la época “movimiento feminista”, fueron considerados peligrosos y

contrarios a la femineidad. No obstante algunas mujeres promovieron publicaciones y

se incorporaron a los partidos políticos como fue el caso de Juana Belén Gutiérrez de

Mendoza, destacada promotora de un semanario de oposición a Porfirio Díaz –Vésper–

y miembro activo del Partido Liberal Mexicano.

Sin embargo, los reclamos políticos no eran exclusivos de las mujeres de las clases

altas y el caso mexicano muestra claramente lo que, sin duda, se produjo en otros países

latinoamericanos y es que la participación y los reclamos políticos femeninos

coincidieron con el deterioro de las condiciones materiales de vida de las mujeres.

Ciertamente, la crisis que en el México de inicios del siglo XX afectó al sector textil y

el tabaco, movilizó la participación de mujeres que eran las que enfrentaban, en primera

persona, la carestía, la muerte de sus hijos o el desempleo de sus esposos. La

agudización de las malas condiciones de vida coincidió con la irrupción de la violencia

revolucionaria en México, por lo que es imposible comprender el proceso

revolucionario sin atender a las tensiones sociales sufridas por las mujeres. Ya en la

fase de la Revolución, la celebrada canción de guerra que lleva el nombre de Adelita,

reflejaba la participación de la mujer en las luchas armadas y se inscribía en la historia

de la revolución y en las experiencias de las “soldaderas”, las mujeres en la guerra. El

maderismo –palabra popularizada en honor a la etapa de presidencia de Francisco I.

Madero, uno de los revolucionarios méxicanos más importantes– construyó un nuevo

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modelo femenino en el que se permitía a las mujeres acceder a las artes, las ciencias, el

comercio, la educación, la instrucción y la industria, pero le negaba ya la participación

política, ya el feminismo entendido como lucha política. Y, al igual que hiciera el

porfiriato, el maderismo equiparó “mujer” a “madre” y recibió el apoyo de mujeres que

participaban en el ámbito público y dirigían organizaciones femeninas (Lau Jaiven y

Ramos Escandón, 1993). El necesario epílogo, no obstante superar los límites

cronológicos del periodo aquí tratado, es que la Revolución pasó sin conceder los

derechos políticos a la mujer, que continuó excluida de la ciudadanía hasta el gobierno

de Adolfo Ruiz Cortines entre 1952 y 1958 gracias a la reforma que otorgó a la mujer

mexicana la plenitud de sus derechos políticos.

En Puerto Rico, último caso aquí esbozado, sometido al colonialismo peninsular

hasta la firma del Tratado de París, sabemos que en las últimas décadas del siglo XIX

no se desarrolló un movimiento feminista al uso, lo cual no impidió que algunas

mujeres no destacaran en las luchas políticas sostenidas por criollos y peninsulares.

Mujeres excepcionales formaron parte de las juntas revolucionarias de 1898 aceptando

al igual que los varones las responsabilidades de la insurrección, pero entonces las

hacendadas y las mujeres de la pequeña burguesía no estaban en condiciones de luchar

por los derechos políticos (Picó , 1975).

5. A manera de conclusión. Algunas reflexiones sobre la mujer en la construcción

del estado-nación

La historia de las mujeres ha seguido diversas estrategias y se ha interrogado acerca

de los grupos antes invisibles estudiando los códigos prescriptivos sobre la dote y los

derechos hereditarios, las relaciones sociales, los valores en torno al honor, a familia y a

la sexualidad, así como sobre las instituciones en la que se vieron involucradas las

mujeres tales como los conventos y las asociaciones. También ha abordado el papel de

las mujeres como participantes activas de la sociedad, pese a la subordinación genérica,

a través de la revalorización de funciones vitales, tradicionalmente devaluadas, y que

refieren directamente al ámbito político. Desde esta perspectiva, se ha estudiado la

contribución femenina en los levantamientos políticos, los ritos, los actos colectivos,

profundizando en la dicotomía entre códigos prescriptivos, ideologías e instituciones

sociales y la vida real y cotidiana.

Las mujeres latinoamericanas fueron, frecuentemente, juzgadas como un elemento

conservador desde el punto de vista electoral y sólo empezaron a alcanzar el derecho al

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voto en la década de 1930. Hasta ese momento, el Estado liberal se había constituido

como un sistema de coacción y reforzado su autoridad en el orden social legitimando

normas y formas de sociabilidad, manteniendo las ideas patriarcales y refirmando la

presencia del varón como el ideal. Ciertamente, el liberalismo no reconoció a la mujer

una relación específica con el Estado y, generalmente, las actividades políticas y

públicas femeninas no fueron consideradas como una esfera relevante de la sociabilidad

estatal. Sin embargo, esto no excluye que las mujeres no detentaran cuotas de poder que

le permitieron participar activamente en el entramado formal e informal del diseño

estatal. Comparar la situación jurídica tiene sentido si pensamos que el siglo XIX fue el

siglo de las codificaciones y el de la definición de los derechos. Conviene anotar al

respecto que, a pesar de que el feminismo y la historia de las mujeres han descrito el

trato que los grupos de élite intelectual y el Estado han dado a la diferencia sexual, no

han analizado el papel que les cupo a las mujeres en la construcción del estado nacional

latinoamericano desde la construcción jerárquica del género. Si pensamos que el género

es, además de un sistema de relaciones sociales de poder, un sistema social que divide

el poder, es fácil concluir que estamos frente a un sistema político y podemos volver a

pensar el Estado desde la perspectiva de las sociabilidades de las mujeres como una

importante práctica en el juego estatal.

El análisis que proponemos sobre la situación jurídica de las mujeres en los derechos

latinaomericanos del siglo XIX trata de ofrecer una perspectiva histórico-social, política

y sociológica incorporando al debate un tema que tradicionalmente ha sigo ignorado, el

de la presencia de las mujeres, el de su inclusión o exclusión sistemática del orden

jurídico, el de la práctica jurídica frente al avance normativo, las argumentaciones y

discusiones de los legisladores burgueses, la jurisprudencia que de alguna manera

acompaña, al tiempo que regula y es consecuencia, el orden social y las relaciones que

se configuran y consolidan en dicho marco.

En las últimas décadas del siglo XIX algunos movimientos de emancipación de la

mujer coincidieron con el acceso femenino a asociaciones laicas, plataforma de

expresión que sirvió para reivindicar derechos civiles y deberes sociales, y que puso

énfasis en la educación y el acceso al mercado de trabajo. Las mujeres se convirtieron

en sujetos de novedosos discursos que avalaron prácticas sociales en las que, de alguna

manera, complementaron al Estado, aunque a veces compitieron con él. Si el Estado

encarna diferencias de género al reforzar el poder masculino, y si el estado-nación se ha

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construido sobre la subordinación legal de las mujeres ¿pudo el poder femenino

participar activamente en la construcción de ese Estado?

En América Latina, la actividad política femenina ha sido, generalmente, indirecta y

tangencial, en ocasiones dependiendo de momentos de crisis, y ha mantenido la

frontera tradicional fijada para las mujeres. En el complejo periodo que va de 1870 a

1900 y que los historiadores han coincidido en señalar que se trata del momento de

construcción del estado nacional en América Latina, es posible identificar una serie de

problemas relativos a la participación de las mujeres en dicha construcción, a la

conformación de los roles femeninos por parte de dichos dispositivos de control

institucional, así como a los reclamos y demandas que las mujeres dirigieron a las élites

interactuantes. Sin embargo, debemos hacer dos salvedades: por un lado, hablar de las

mujeres en la era del “nacionalismo” no es lo mismo que hablar de las mujeres en la

construcción de la nación; por otro lado, el feminismo que sigue el modelo británico y

norteamericano del siglo XIX y principios del XX halló poca resonancia entre las

mujeres de América Latina. Por ende, las herramientas de análisis deben tener en

cuenta las especificidades locales que allí se conformaron. Es necesario, por

consiguiente, revisar la relación entre Estado y sociedad que, en el caso de América

Latina es central para comprender la profunda imbricación entre mujeres y naciones, la

manera en que se han construido las relaciones de género por Estados reputados

“modernos” o “liberales” cuya naturaleza es excluyente.

Las mujeres, a partir del aprovechamiento de cuestiones tales como el tejido

asociativo, aportaron a la sociedad civil y al Estado el sentido moralizador de sus

iniciativas llevadas generalmente al terreno de los más desfavorecidos tanto en el

mundo eclesiástico, como en el de la notabilidad. La valoración pública de virtudes

catalogadas como femeninas y el traslado de esas mismas virtudes privadas a la esfera

pública exigió su conversión en virtudes cívicas. Las experiencias ciudadanas

protagonizadas por las mujeres en el ámbito de la sociabilidad se hacen visibles en el

plano de los discursos –legales, filosóficos, políticos y propios del higienismo– y en el

de las representaciones en espacios cívicos como la religiosidad y la filantropía. Las

últimas tres décadas del siglo XIX facilitaron el ejercicio de actividades públicas

femeninas en diversos espacios de la sociabilidad: el hogar, la Iglesia, las tertulias y las

asambleas convocadas en el seno de las asociaciones femeninas laicas que

constituyeron, cada una a su manera, una faceta de la sociabilidad femenina en el marco

del ejercicio político y estatal. Como vemos, se trata de un entramado de espacios

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formales y no formales que coadyuvaron a la construcción del Estado y que

intersectaron la esfera privada y la esfera pública. La dinámica política fue en los

hechos transversal a las relaciones del género y estas relaciones impregnaron el proceso

de construcción del poder político.

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