ATENCIÓN · 2020-03-27 · besos que llegaron después, las caricias, las miradas, los intentos de...

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ATENCIÓN

Si no has leído el libro, no recomendamos que sigas leyendo, ya que contiene spoilers

importantes.

La Casa de los Artistas.CONTENIDO EXTRA© 2018, Aintzane Rodríguez.© Onyx Editorialwww.onyxeditorial.com© Diseño de portada: Nune Martínez© Maquetación y contraportada: Munyx Design© Corrección: Estefanía Yepes.©Ilustración personajes: Cristina Vaquero.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser repro-ducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

1932LLENAR LOS HUECOS

Anya no estaba muy segura de nada y nunca lo había estado. Siempre dudaba cuando le preguntaban por su color favorito o por su comida favorita. No le gustaba que le dieran demasiadas opciones para elegir porque nunca estaba convencida de haber escogido la adecuada.

Pero aquella tarde, sentada en el sofá de casa, no dudó ni un segundo en besarlo.

Varias semanas más tarde, sentada en el sofá una vez más, no duda de que está tomando la decisión correcta.

—Fue una estupidez —murmura, sin apenas atreverse a mirar-lo a la cara.

Lo fue. Lo sintió en cada fibra de su cuerpo, en cada hueso, en la forma en la que el enorme vacío que habitaba en su pecho seguía llenándolo todo. Fue una estupidez besarlo en primer lugar. Fue una estupidez por parte de él seguirle el beso.

Fue una estupidez. Porque a pesar de no haber sentido nada en el primer contacto, se aferró a sus labios, como si de esa forma pudiera obligarlos a cumplir sus expectativas, a devolverle lo que

el invierno años atrás le había arrebatado. Quería sentir algo —lo que fuera— que le hiciera estar más cerca de Joe.

Y eso fue lo más estúpido de todo: buscar a Joe entre los besos de Jaime.

—Lo fue —le responde él. Está sentado a su lado, hundiendo los cojines bajo su peso y sus mejillas teñidas de nostalgia. De repente, las comisuras de sus labios se estiran de una forma que Anya conoce demasiado bien—. Es una autentica pena, pelirroja, que no vayas a tener tu gran noche con Jaime.

Anya no puede evitar mirarlo, al igual que tampoco puede evi-tar que la risa burbujee en su garganta y en su paladar antes de escaparse entre sus dientes. Tiene los ojos brillantes y, como siem-pre, no está segura de por qué. Tal vez porque echa demasiado de menos a la tercera persona que debería estar ocupando el espacio libre en el sofá. O tal vez porque había deseado con todas sus fuer-zas que aquella estrategia desesperada surtiera efecto.

Fue una estupidez.—Lo siento. Se disculpa por todo. Por haberlo usado para llenar huecos y

espantar al miedo, a la soledad. —No lo haces tan mal —insinúa Jaime, aún con la broma col-

gando de sus labios—. Creo que ahora entiendo por qué Joe volvía tan raro después de que os besuquearais en la azotea.

Se encoge esperando el golpe de Anya, pero este no llega nunca. Cuando la mira, la ve más pequeña de lo que ya es, como si de repente estuviera muy lejos. Jaime se acerca un poco más a ella, rodeándole los hombros con el brazo y atrayéndola hacia él, hasta que los rizos anaranjados de la joven le hacen cosquillas en el cue-llo. Se ha cortado el pelo y parece más adulta.

«Más cansada», piensa Jaime. Él también está más cansado.—Sé a lo que te refieres —susurra—, y no hace falta que te dis-

culpes. Lo hemos intentado.Lo habían intentado. No fue únicamente aquel primer beso, en

el que los dos sintieron que algo fallaba. Fueron también todos los

besos que llegaron después, las caricias, las miradas, los intentos de romanticismo y el fracaso de todo aquello. No hubo forma de convertir todo el amor que sentían el uno por el otro en algo más.

—Lo he hecho por él —le confiesa Anya, con la cabeza aún apo-yada en el pecho de Jaime, mirándolo directamente a los ojos—. No sé qué esperaba que ocurriera, porque claramente no te pare-ces en nada a él. Sois como la noche y el día.

Jaime sonríe, como hace siempre que Anya usa el presente para hablar de Joe. Ambos habían pasado la parte difícil del duelo —la sensación de vacío, la rabia, la inmensa tristeza— solos, separa-dos por el océano y por una pelea. Ahora todo está en calma y el espacio hueco que sienten entre sus costillas se llena a veces de nostalgia, nunca más de miedo o desesperación o de una tristeza embriagadora y amarga.

—Yo soy la entretenida y carismática noche, llena de misterios y diversión, pero tú tuviste que elegir al día, que en realidad está para recuperarse de la noche.

Le guiña un ojo solo para notar cómo se vuelve a reír y sus rizos se remueven sobre su camisa. Allí sentado, con ella, se siente bien. No de la forma que Jaime buscaba cuando se besaron, pero sí bien. Muy bien, en realidad.

—Me gusta el día, no te ofendas.—No me ofende tu mal gusto —le pica, estirando aún más la

sonrisa.Pero él también escogería a Joe mil veces sin arrepentirse nin-

guna de ellas. —Lo echo de menos —murmura al fin, desprovisto de cual-

quier ápice de broma. Solo Jaime y su pena, Jaime y el vacío de su mejor amigo—. Joder, Anya, lo echo muchísimo de menos.

Enseguida nota la presión de las lágrimas en sus ojos y la mano de Anya le acaricia los nudillos, con suavidad, como si sus dedos dijeran «lo sé, lo sé, lo sé» y gritaran «yo también, yo también, yo también».

Pero no son sus manos la que hablan, lo hace ella, incorporán-dose. Sonríe, pero sus labios están impregnados de pena.

—Yo también.Durante unos segundos, nadie dice nada más y la casa se queda

en silencio. Jaime recuerda cuando la alquilaron, juntos. Estaba vacía, desnuda, y era justo lo que buscaban: un lienzo en blanco en el que poder construir nuevos recuerdos. Poco a poco las habi-taciones se fueron convirtiendo en el espejo de sus vidas y la casa comenzó a estar un poco menos muerta.

Primero fue el gancho justo encima de la cama de Jaime, del que colgaba la vieja trompeta de su padre. Anya no sabía cómo había conseguido recuperarla, pero tampoco quería preguntarle, porque fuera como fuera, había dejado de usarla y la conservaba allí, como si pretendiera que aquel instrumento fuera su ángel de la guarda por las noches.

Después llegó la enorme maceta que Anya instaló en el peque-ño balcón del salón. Llenó la tierra de tulipanes y con la primave-ra, florecieron. Cuando el sol los atravesaba, el salón se llenaba de colores y a Anya le encantaba sentarse a verlo. Jaime al principio se quejó de la cantidad de abejas que visitaban su balcón, pero terminó siendo él mismo el que cuidaba de las flores.

Por todas partes comenzaron a aparecer papeles y demás re-cuerdos que, sin ningún tipo de orden, colgaban de cuerdas en las paredes. Allí estaba la entrada de Anya al primer concierto que dio Jaime después de que se aboliera la Ley Muda; la tarjeta de la tienda de instrumentos de cuando Jaime se compró una nueva trompeta; la primera ilustración que hizo Anya cuando decidió que quería aprender —y fue un primer intento horrible. También había algunos recuerdos viejos, como la lista de miedos de Anya, que ahora acumulaba polvo, un ejercicio de matemáticas que Joe le ayudó a resolver, una de las tantas notas que Jaime y Joe se es-cribían cuando eran más jóvenes.

Si tuviera que elegir entre la trompeta o tú (y mi padre me mata-ría si escuchara esto), te elegiría a ti.

La caligrafía de Jaime es algo bruta y tosca, pero cada vez que Anya relee el mensaje se le encoge el corazón. Nunca había visto tanto amor entre dos personas y a veces le asusta pensar que es algo tan único que nunca conocerá algo igual.

De repente vuelven a estar en el sofá y el silencio se ha vuelto espeso. Jaime sonríe.

—¿Recuerdas…Y Anya no está segura de haber escuchado la continuación,

porque hay demasiadas cosas que recordar.— … cuando nos conocimos?Vaya si lo recuerda.—El que estaba tan borracho como para no ser capaz de recor-

darlo eres tú.—¡Oye! Era joven y alocado. Además, no había otra forma de

soportar aquellos años.A Anya no le queda más remedio que darle la razón. Más tarde,

cuando vivir en Nueva York dejó de parecerse a una condena de por vida, ambos se dieron cuenta de lo gris que fueron aquellos años. Como si el mundo hubiera perdido el color y el aire fuera más denso y abrasivo y les obstruyera los pulmones, pegándose por dentro de su cuerpo, ralentizando su vida.

—Míranos, pelirroja —continúa Jaime, hinchando las mejillas y hundiendo sus hoyuelos—. Tú y yo sí que somos como la noche y el día. Y aquí estamos. Sin que ninguno de los dos haya matado aún al otro.

—No cantes victoria tan pronto, apenas llevamos unos meses.Unos meses desde que volvieron a caminar juntos en la ciu-

dad. Unos años desde aquella despedida en la plaza, desde aquella discusión en la calle. Parece mucho más, parece tan lejano que a Anya le cuesta rozar el recuerdo con la mente.

Mejor así. Mucho mejor así. Prefiere quedarse con los recuerdos que no envenenan todo el

cariño que siente hacia Jaime.—Al principio estaba celoso.—Lo sé —responde ella.—¿Lo sabes? Yo fui el que empujó a Joe a que te conociera, a

que dejara el miedo atrás. Por cierto, de nada, pelirroja.Ya nada de «Pequeña Thompson» porque después de saber lo

que pasó, Jaime decidió que Anya era la única Thompson que me-recía la pena.

—Muchas gracias, pero eso no quiere decir que no se te notara que estabas celoso.

—¡Creía que venías a quitarme a mi mejor amigo! —exclama, revolviéndose en el sofá y frunciendo ligeramente el ceño.

—Oh, por favor —suspira Anya teatralmente—. Estabais pega-dos por el hombro, carne con carne. No hubiera podido separaros nunca.

Se calla de golpe porque sabe que, al final, el mundo encontró una forma de hacerlo. Vuelve el silencio y, con él, el recuerdo de los besos. De los de Joe, de los de Jaime. Cómo ha podido pensar que iban a parecerse en lo más mínimo.

Fue una estupidez.Y ahora se pregunta si, quizás, la estupidez no fue intentar lle-

nar un hueco que no debía ser llenado. Durante mucho tiempo Anya había intentado deshacerse de la tristeza y de la nostalgia y no se había dado cuenta de que la última ya era parte de su vida. Tal vez había llegado la hora de aceptarla.

Recuerda esa misma mañana y se mira de reojo las mangas, porque sabe que se va a encontrar con un jersey de Joe. La sensa-ción de llevarlo puesto es completamente diferente a la que sentía cuando se vestía con ropa de Owen. Cuando llevaba la ropa de su hermano, pesaba más. No la tela, ella. Como si sus huesos es-tuvieran hechos de acero. Le pesaba la presión, la necesidad de perdonarlo, su rechazo a hacerlo. Le pesaba el duelo y la soledad.

Con la ropa de Joe, siente que puede volar. Que está más cerca de él, aunque sea imposible. Que la lana del jersey le da alas para buscarlo. Que el miedo pesa menos y que el amor la llena por dentro.

Jaime piensa lo mismo. Sabe que aquel estúpido sombrero no le queda tan bien como a su amigo. Ni siquiera le queda bien para nada. Pero le hace sentirse mucho mejor. Y no le importa que le aplaste el pelo o que su cabeza parezca muy grande con él puesto. No importa nada porque ese gorro le ayuda a sentir todavía el hilo

invisible que lo ataba a Joe. Le ayuda a no olvidarse de que todavía está ahí, de que pisa suelo, de que está vivo.

Le hace sentirse agradecido de estarlo.—Pensé que lo nuestro podría funcionar —suspira Jaime—.

Estaba casi seguro de que tenía que funcionar. Porque los dos lo hemos perdido, los dos sabemos lo que es no tenerlo cerca. Pensé que, si nos dolía igual a ambos, tendría que curarnos igual. Qué estupidez.

Fue una estupidez.—Yo también, ¿sabes? Era una sensación rara. Como si cuando

se marchó, nos hubiera roto un poco por los bordes, desgarrado, como papel. Pero con el mismo molde. Y ahora, al juntarnos, esos bordes encajaran perfectamente. —Se calla—. No tiene sentido.

Pero lo tiene. Lo tiene para Jaime. Asiente. Está atardeciendo y los rayos rosados del sol se escurren por

debajo de la cortina. Ni siquiera el cielo derrama una sola lágrima por aquel resignado desenlace. Ni siquiera duele, porque no hay forma de que funcione, por muchos bordes rotos iguales que ten-gan.

—Tú tampoco besas mal —masculla Anya, divertida—. Tam-bién entiendo por qué todas esas chicas caían rendidas a tus pies en el Doobly Doo.

—Te da pena no ser una de ellas, reconócelo, pelirroja.Ella niega con la cabeza, conteniendo la sonrisa, y las pecas se le

arremolinan en una mancha oscura en el ojo.—¿Para qué? Ninguna de ellas puede alardear de vivir con el

gran y famoso trompetista Jaime Fuentes. ¿Cuántas de ellas han tenido el placer de verte recién despierto en un pijama feo?

Jaime se sonroja, aunque ríe. No sabe si el rubor de sus meji-llas es porque le ha llamado «gran y famoso trompetista» o por la perspectiva de Anya fijándose en su viejo y gastado pijama.

—Soy afortunada —termina ella.«Soy afortunada de estar aquí», piensa Anya.—Yo también.«Soy el más afortunado porque estás aquí», piensa Jaime.

Y su beso ya no parece una estupidez, porque los ha llevado a ese preciso instante y porque ahora saben que no quieren des-prenderse del vacío que Joe dejó. Que no quieren llenarlo. Vivirán con él y lo harán juntos, aunque no sea de la forma que esperaron hacerlo. Aunque no funcione como querían, aunque sean amigos y nada más.

Fue una estupidez.

1925A TRES METROS BAJO TIERRA HAY VIDA

Lo primero que Anya pensó aquella mañana del 4 de mayo fue que el cementerio estaba demasiado vivo para ser un lugar donde saludar a la muerte. El camposanto se extendía hasta el horizonte, salpicado por la tinta oscura de los abrigos de las personas que se habían acercado a honrar a Owen. Había mucha gente.

«Demasiada gente», pensó, sin apartar ni un segundo la vista del enorme agujero en la tierra. Las nubes se deshilachaban sobre sus cabezas, rozando las puntas de los cipreses y sombreando el paisaje como unas artistas con sus pinceles. ¿Quién era toda esa gente? Delincuentes como él.

«Gente muerta», pensó. «Como él».No quería saber cuál era la familia que Owen había elegido con

mentiras, aunque eso ella no lo supiera, con otro nombre y otro pasado en el que Anya no era nadie. No quería ver la cara de la gente que Owen consideró más importante que ella. Los odiaba y ni siquiera conocía sus nombres.

Se esforzaba por no mirar la caja de madera que descansaba al borde de la tumba. Sencilla, todo por lo que Anya había podido

pagar. Se preguntó si de haber tenido más dinero lo habría inver-tido en que su hermano tuviera un precioso ataúd para descansar durante la eternidad. La respuesta vaciló un poco en su mente antes de asentarse y echar raíces en su cuello.

Claro que no.Todo había pasado demasiado rápido, como acostumbraba a

ocurrir con cualquier aspecto de la vida de Owen. Acelerado, im-paciente, descuidado. En aquella ocasión, también mortal. El 2 de mayo fue el último día apresurado de su hermano. Su último día.

Anya era muy pequeña cuando perdió a sus padres, así que re-cordaba vagamente la sensación de saber que no volverían. Re-cordaba un peso plomizo en el estómago, las lágrimas siempre empapando sus mejillas y un sabor polvoriento entre los dientes. Recordaba, también, el silencio espeso y quejumbroso que inundó su vida, tanto por fuera como por dentro. Fue como encontrarse en un lago, sumergida en la profundidad, donde el mundo parecía un eco lejano y su cuerpo se mantenía en silencio: su corazón no latía, sus pulmones no respiraban.

Con la marcha de Owen, Anya esperó encontrarse otra vez en la misma situación. Peor, quizás, porque su hermano fue el que la sacó de aquel lago cuando sus padres murieron, el que le enseñó a nadar para no tener que volver a ahogarse en el silencio. En esa nueva ocasión, era él el que faltaba y Anya ya no encontraba sus brazos en la oscuridad. Ya no podía refugiarse en Owen y en su consuelo, porque estaba muerto.

Muerto. Y ni siquiera era capaz de sentirse del todo mal por ello.

De vez en cuando, Anya sentía un escalofrío, la tensión eléctri-ca recorriéndole todo el cuerpo, siguiendo el surco irregular de su columna y terminando en su nuca, haciendo que se estremeciera. Y eso era todo. No había lágrimas, a pesar de que hacía dos días desde que ocurrió y ella había tenido tiempo más que suficiente para aceptarlo. Después de enterarse, metida en la cama, aguardó pacientemente a las lágrimas. Recostada de lado, esperó sentirse vacía y desolada; esperó volver a sentir los surcos salados y enro-

jecidos del llanto en su cara. Esperó a que la realidad de la muerte de Owen la golpeará con fuerza… y ni siquiera la rozó.

La habitación estaba en silencio, pero eso no era ninguna nove-dad: Owen pocas veces llegaba a la hora de cenar, como solía decir —mentir. Su ración de caldo se enfriaba sobre la mesa, como cada noche, y el hueco que Anya dejaba en la cama para cuando llegara seguía intacto. Owen se había marchado (para siempre, tenía que recordarse Anya), pero su ausencia era la misma que cada noche.

—¿Está esperando a alguien en concreto?Una voz áspera la llevó de vuelta al cementerio. Las palabras

provenían de aquel hombre alto y de espesa barba blanca que la observaba con una expresión calmada y una sonrisa afable a pun-to de explotar en sus labios.

—¿Para qué? Él sacudió la cabeza, como si no fuera capaz de entenderlo.—El entierro, señorita Thompson. Es usted la hermana, ¿no?Anya sonrió. Por supuesto, el entierro. Ahí estaba otra vez el

escalofrío, una vez más sin la más remota presencia de la tristeza. Asintió. Era su hermana. Hacía demasiados años que había dejado de serlo.

—¿Podemos comenzar?Otro movimiento de cabeza. Solo quería terminar.

Las paredes blancas y desconchadas del orfanato estaban ahogan-do a Jaime. Joe podía verlo en la forma en la que sus hoyuelos se hundían excesivamente en sus mejillas; en el subir y bajar irregu-lar y ansioso de su pecho; en la curva torcida de sus labios en una mueca. Volvió a deshacerle el nudo de la corbata, como si con eso su amigo fuera a respirar mejor.

—No te preocupes —dijo Jaime cuando se enteró de las inten-ciones, instándole a volver a atarla—. Estoy bien.

Joe estaba seguro de que Jaime no comprendía del todo lo que significaba aquello, porque llevaba varios días repitiéndolo como una radio estropeada y, en cambio, no parecía estar bien de nin-

guna de las maneras en las que podía estarlo. No estaba bien y no entendía por qué era incapaz de reconocerlo.

Aun así, volvió a hacer el nudo y le enderezó el cuello de la ca-misa con sus largos y afilados dedos.

—Viste cómo moría —susurró, casi avergonzado. No quería que Jaime se enfadara por ello. De todas formas, lo repitió—. Viste cómo moría, Jaime. No tienes que estar bien.

Notó cómo su mejor amigo se tensaba y se crispaba, casi ganan-do unos centímetros de altura.

—Pero lo estoy.Joe odiaba que fuera tan hermético, que sus muros a veces fue-

ran demasiado altos y que él no pudiera acceder a Jaime, a lo que sentía y escondía, a lo que pensaba y callaba.

—Lo que tú digas —concluyó, apartando la mirada. Cuando se ocultaba de esa forma, era difícil hacerle cambiar de opinión.

Sintió la mano de Jaime sobre su hombro antes incluso de que lo rozara.

—No te hagas el listo conmigo, Joe. —Su voz estaba cargada de furia, aunque Joe no sintió miedo por ello—. No me digas cómo tengo que sentirme, no me digas que no estoy bien solo porque tú no lo estás y necesitas que alguien lo entienda.

No dijo nada. Apretó los labios y dejó que Jaime descargara contra él, porque sabía que, en realidad, no lo hacía contra él. Era su forma —una forma muy estúpida, a su parecer— de desaho-garse y Joe prefería ver el enfado de Jaime fuera que sentir cómo corroía por dentro a su amigo.

No tuvo que preguntar si había terminado, lo notó cuando Jai-me se desinfló y disminuyó su tamaño y la mueca de dolor de su cara se suavizó. Todo se convirtió más suave en el ambiente, en realidad.

—Joe, yo…Joe asintió.—Lo sé, lo sientes. —No quería decir eso —se disculpó, aunque su voz era apenas

audible—. Lo siento mucho. Solo estoy…

—¿Mal? —se aventuró a decir Joe, clavando los ojos en los de Jaime.

Su amigo esbozó una sonrisa casi imperceptible.—Eres un manipulador, Joe.—No he hecho nada.Pero claro que lo había hecho. Jaime usaba el enfado siempre

que sentía que algo iba mal. Llenaba cada resquicio de su cuerpo y todas sus venas de ira y rabia y así no dejaba hueco para que nada más entrara y lo hiciera sentir mal. A veces —pocas veces— fun-cionaba. Otras muchas, Joe era capaz de apreciar todo ese enfado y ver cómo atascaba por dentro a Jaime, haciendo tapones en su cuerpo, impidiéndole arreglarlo, vivirlo, sanarlo. Solo Joe era ca-paz de hacer salir todo aquello y no sentirse atacado por ello.

La pequeña muestra de sonrisa de Jaime volvió a desaparecer, casi como si nunca hubiera existido.

—No me afecta que Matthew haya muerto —comenzó a decir, dejándose caer en uno de los taburetes de metal del comedor—. No porque sea Matthew el que ha muerto. No me afecta su muerte tanto como me afecta lo que eso significa.

Joe no sabía qué responder, aunque sabía exactamente qué era lo que Jaime esperaba oír. Que todo iría bien, que tenía que aguan-tar, que era su sueño, que debería estar feliz. Pero no lo estaba, es-taba terriblemente asustado y Joe no sabía qué era lo que el Jaime asustado esperaba escuchar.

—No tiene que pasarte a ti lo mismo —se limitó a contestar. Era lo único que sabía a ciencia cierta que era verdad: lo que le pasó a Matthew no tenía que pasarle a nadie más.

Pero ni siquiera era del todo cierto.—Pero puede pasar. Vi cómo le disparaban, lo vi caer del piano,

lo vi morirse. A tan solo unos metros de mí. Estaba vivo, vivo por-que su corazón latía y porque sus dedos aporreaban las teclas. Y de repente estaba muerto. Joder, muerto. ¿Lo entiendes, Joe?

Lo entendía. El silencio se deslizaba por el comedor como una serpiente has-

ta que Joe lo rompió y la serpiente escapó.

—¿Quieres dejar el club? Jaime se encogió de hombros. Quería demasiadas cosas y entre

ellas a veces se colaba esa idea: dejar el club. De vez en cuando no podía evitar pensar que era la solución correcta y no porque fuera más legal, sino porque era más segura. Y el intrépido, alocado y valiente Jaime Fuentes acababa de ver a un compañero morir y ya no estaba convencido de que el cosquilleo de su estómago al tocar la trompeta fuera a compensar nunca más el miedo a que le pasara algo. A él, pero también a Joe.

—No lo sé. Hoy no sé qué quiero. Primero se escuchó el traqueteo metálico del asiento y después

el calor de los brazos de Joe rodeándolo. Joe siempre estaba frío, quizás por culpa de su enfermedad, pero de alguna forma era ca-paz de hacerle sentir reconfortado. Sus dedos le apretaron con fuerza en el brazo, hundiéndose un poco en su carne, como si quisieran traspasar la tela de la camisa y fundir sus pieles.

Tardó unos segundos en devolver el abrazo, en apoyar sus ma-nos en la espalda de su amigo, en reposar la cabeza en el hueco del hombro y la clavícula. En dejar que lo consolaran, en quitarle piedras y ladrillos al muro para que Joe pudiera entrar y ver los daños desde dentro de la muralla.

Incluso cuando ya se habían separado, en el cementerio, Jaime seguía sintiendo a Joe mucho más cerca de lo que los abrigos y el aire entre ellos permitía. El suelo crujía bajo sus botas y el cielo se estriaba del color del acero sobre sus cabezas. De vez en cuando, el sol hacía resplandecer los cantos del camino, cegándole un poco la vista.

Joe y Jaime reconocieron a la gran mayoría de personas que se presentaron allí. No era difícil ver el miedo desdibujando sus facciones, la tensión en sus cuerpos. Ellos estuvieron en el club cuando le dispararon. No fue la única bala de la noche, pero todos pensaron que aquella sonó diferente, como si supiera que era la elegida para terminar con la vida de uno de los presentes. Y ha-bía sido Matthew, pero podrían haber sido ellos y ahora podrían ser ellos los cuerpos inertes, sin vida, dentro de la sencilla caja de madera.

El mundo parecía más peligroso aquella mañana de mayo.Jaime dejó que la conversación se congelara a su alrededor,

oteando el cementerio con la mirada, buscando el reflejo de la pis-tola entre las sepulturas, esperando un disparo que estaba seguro de que algún día lo alcanzaría. Pensó en la crueldad con la que actuaba el gobierno. Pensó en aquellas muertes, en cómo su pulso no vacilaba al matar y, al mismo tiempo, su voz se mantenía firme cuando se lo comunicaban a los familiares. Estaban tan conven-cidos de que aquello era lo correcto que ni siquiera temblaban cuando tenían que enseñarle el cadáver —agujereado como un colador— a la familia.

La culpa era siempre del muerto, no del que mataba.Entre tantas motas negras, Jaime vio un destello rojizo cerca

de la tumba. Tan solo duró un segundo, lo que la joven tardó en recogerse los mechones cobrizos dentro del sombrero. Pensó en aquella diminuta mujer, que parecía fundirse con la angustia que se respiraba en el lugar. Quizás fue ella quien tuvo que reconocer el cadáver de Matthew mientras se convencía de que era su culpa, su culpa, su culpa.

—Respira.Joe le susurraba a la izquierda y le acarició el brazo, como si

aquello pudiera llenar el extraño hueco que sentía dentro. Se giró y los ojos verdes de su amigo lo miraron sorprendidos. Jaime se fijó en Joe, en su cara. En las pecas y las largas pestañas, en la for-ma de abrir los labios, en el rizo azabache que se escurría en su frente, por debajo del sombrero. Pensó en cómo aquel semblante serio se nublaba cada vez que Jaime salía al escenario. Joe siempre contenía la respiración hasta que Jaime volvía a estar a salvo.

—Me da miedo que un día tú seas ella —confesó, hablando tan solo un poco más alto que el viento.

—¿Quién?—Ella —repitió, señalando con la mirada a la joven pelirroja

que observaba el suelo con fijeza. Jaime respiró profundamente—. Me da miedo que un día tú seas el que tenga que recoger mi ca-dáver.

Cerró los ojos, aunque no necesitaba ver para saber que la boca de Joe se torcía en una mueca de espanto. Siempre habían pensado que sería al revés. Joe estaba enfermo —muy enfermo, aunque Jai-me tuviera escalofríos solo de pensarlo— y lo más lógico era que fuera el primero en morir. Lo más lógico, pero también lo más do-loroso, porque Jaime no conocía a nadie que mereciera más vivir que Joe. El mundo era mucho mejor solo porque Joe estaba en él.

Pero todo eso había sido antes de que Matthew muriera. El pe-ligro de un club clandestino siempre había estado ahí, pero lo ha-bían conseguido esquivar con gran destreza. Ahora que la muerte había teñido de escarlata la tarima del Doobly Doo, Jaime no creía que pudiera ignorarlo nunca más.

Cuando volvió a mirar a Joe, sus ojos se habían empañado. Joe se había acostumbrado a la incómoda certeza de que él moriría y no tendría que ver nunca a Jaime abandonar el mundo. Si había una ventaja de su enfermedad, esa lo era.

—No te vas a morir en el club mientras yo lo vigile, ¿de acuer-do? —Sus palabras sonaron estranguladas por la bola de lágrimas en su garganta—. No te vas a morir, en general, mientras yo esté vivo. ¿Lo entiendes?

Jaime asintió, aunque sabía que era algo que Joe no podía con-trolar.

No te mueras, no te mueras, no te mueras. No te mueras.

Los dos tenían un único deseo.