Auto de fe - Derecho Penal en la Red · A través de la historia de Peter Kien, un especialista en...

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A través de la historia de Peter Kien,un especialista en Chinainternacionalmente conocido,propietario de una biblioteca de25.000 volúmenes de la que seocupa él mismo, Canetti habla de lospeligros de considerar que unintelectualismo rígido y dogmático,encerrado en sí mismo, puedaprevalecer sobre el mal, el caos y ladestrucción. Así, el protagonista deAuto de fe, después de soñar quesus libros eran quemados, se casacon su asistenta, Teresa, una mujeriletrada y embrutecida, que habrá deayudarle en la tarea de preservar su

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biblioteca.

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Elias Canetti

Auto de feePub r1.0

Titivillus 19.01.15

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Título original: Die BlendungElias Canetti, 1935Traducción: Juan José del Solar

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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A Veza Canetti

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Primera parte

UNA CABEZA SINMUNDO

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El paseo

—¿Qué haces aquí, muchacho?—Nada.—Entonces, ¿por qué te quedas

parado?—Porque…—¿Sabes leer?—Pues sí.—¿Cuántos años tienes?—Nueve cumplidos.—¿Qué preferirías: un chocolate o

un libro?—Un libro.—¿De veras? Estupendo. ¿Así que

por eso estás aquí?

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—Sí.—¿Por qué no me lo dijiste antes?—Mi papá me regaña.—Ajá. ¿Cómo se llama tu padre?—Franz Metzger.—¿Te gustaría viajar a otro país?—Sí. A la India. Hay muchos tigres.—¿Y adonde más?—A la China. Hay una muralla

enorme.—¿Te gustaría escalarla?—Es demasiado ancha y alta. Nadie

puede escalarla. Por eso laconstruyeron.

—¡Cuánto sabes! Se ve que hasleído mucho.

—Sí, leo siempre. Papá me quita los

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libros. Quisiera ir a una escuela china.Tienes que aprender cuarenta mil letras.Todas no caben en un libro.

—Eso es lo que tú crees.—Las he contado.—De todas formas no es cierto.

Deja esos libros del escaparate. No hayni uno bueno. En el bolsillo tengo algomejor. Espera, que te lo enseñaré.¿Sabes qué escritura es ésta?

—¡China! ¡China!—Eres lo que se dice un chico listo.

¿Habías visto ya algún libro chino?—No, lo adiviné.—Estos dos caracteres significan

Meng Tse, el filósofo Meng. Fue un granhombre en la China. Vivió hace 2250

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años y sus obras todavía se leen. ¿Teacordarás?

—Sí. Ahora tengo que irme alcolegio.

—¡Ajá! ¿Conque miras losescaparates de las librerías cuando vasal colegio? ¿Cómo te llamas?

—Franz Metzger. Como mi padre.—¿Y dónde vives?—En la calle Ehrlich, veinticuatro.—Yo también vivo ahí. No recuerdo

haberte visto.—Usted siempre desvía la mirada

cuando se encuentra con alguien en laescalera. Yo lo conozco hace tiempo.Usted es el profesor Kien, pero no daclases. Mamá dice que no es un profesor

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de verdad. Pero yo creo que sí, porquetiene una biblioteca. Nadie puedeimaginar lo que es eso, dice la María.Es nuestra criada. Cuando sea grandetendré una biblioteca. Con todos loslibros y en todas las lenguas, uno chinotambién. Ahora tengo que correr.

—¿Quién escribió este libro? ¿Teacuerdas?

—Meng Tse, el filósofo Meng. Haceexactamente 2250 años.

—Muy bien. Puedes venir un día ami biblioteca. Dile al ama de llaves quete he dado permiso. Te enseñarépostales de la India y de la China.

—¡Qué bueno! ¡Vendré! ¡Sí quevendré! ¿Puedo esta tarde?

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—No, no, chico. Tengo que trabajar.No antes de una semana.

El profesor Peter Kien, hombre altoy enjuto, erudito especializado ensinología, guardó el libro chino en lacartera, ya repleta, que llevaba bajo elbrazo, la cerró cuidadosamente y siguiócon la mirada al inteligente muchachitohasta verlo desaparecer. Malhumorado ytaciturno por naturaleza, no tardó enreprocharse esa conversación iniciadasin ningún motivo.

Durante sus paseos matinales, entrelas siete y las ocho, solía dar un vistazoa los escaparates de las librerías por lasque pasaba, constatando, casi consatisfacción, que la literatura

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pornográfica y de pacotilla iba ganandocada vez mayor terreno. Él mismoposeía la biblioteca privada másimportante de esa gran ciudad. Llevabasiempre una mínima parte consigo. Supasión por ella, la única que se habíapermitido a lo largo de una vida austeray consagrada al estudio, lo obligaba aadoptar ciertas medidas de precaución.Los libros, incluso malos, lo inducíancon facilidad a hacer una compra. Pero,por suerte, la mayor parte de laslibrerías no abrían hasta después de lasocho. A veces, uno que otro aprendiz,deseoso de atraerse al jefe, aparecíamás temprano, esperaba al primerempleado y, con gesto solemne, le

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quitaba la llave: «¡Estoy aquí desde lassiete!» exclamaba, o bien: «¡No pudeentrar!». Tanto celo contagiabafácilmente a un tipo como Kien, quehacía esfuerzos por no seguir suejemplo. Entre los propietarios detiendas más modestas, no faltabanalgunos madrugadores que, desde lassiete y media, trajinaban con la puertaabierta. Desafiando esas tentaciones,Kien tamborileaba con orgullo sobre suabultada cartera. La llevaba bien pegadaa él, de un modo muy personal, paraponerla estrechamente en contacto consu cuerpo. Sus costillas la sentían através del traje, raído y ordinario. Elbrazo reposaba en la concavidad lateral,

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amoldándose perfectamente a ella. Elantebrazo le servía de apoyo desdeabajo. Los dedos, estirados, acariciabanpor todas partes la codiciada superficie.Él mismo justificaba su extrema cautelacon el valor del contenido. Si porcasualidad la cartera se caía al suelo, osi el cierre, que él examinaba cadamañana antes de salir, se abríajustamente en aquel crítico instante, suspreciosos libros podían arruinarse. Ynada odiaba él tanto como los librossucios.

Aquel día, estando ante unescaparate al regresar a su casa, unchiquillo se interpuso de pronto entre ély los cristales. Kien interpretó ese gesto

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como una impertinencia, pues sobrabaespacio. Él siempre se paraba a unmetro de distancia del escaparate, locual no le impedía leer todos los títulosvisibles. Sus ojos funcionaban a laperfección: detalle muy significativo enun hombre de cuarenta años que pasabatodo el día entre libros y manuscritos.Cada mañana le confirmaban su buenaforma. Al distanciarse así de aquelloslibros venales, de simple divulgación,les expresaba su desprecio, por lodemás muy merecido si los comparabacon las obras densas y complejas de subiblioteca. El chico era bajito, Kien deuna altura excepcional: fácilmente podíamirar por sobre su cabeza. Sin embargo,

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hubiera preferido más respeto. Antes dereprocharle su comportamiento, se ladeópara observarlo. El chiquillo mirabafijamente los títulos de los libros ymovía los labios con lentitud y en vozbaja. Sus ojos se iban deslizando detomo en tomo, sin parar. Cada dosminutos lanzaba una mirada por encimade su hombro. En la acera de enfrentecolgaba el gran reloj de una relojería.Eran las ocho menos veinte. A todasluces, el pequeño temía olvidar algoimportante. No reparó en el señor quetenía detrás. Tal vez hiciera prácticas delectura o memorizara los títulos, a losque dedicaba idéntica atención. Senotaba perfectamente cuáles retenían su

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mirada.Kien sintió lástima. El chico estaba

corrompiendo su espíritu tierno y tal vezávido de lecturas con esa infamepacotilla. Años después, quizá leyesemás de un libro infecto sólo por habersefamiliarizado desde niño con el título.¿Cómo limitar la receptividad de losprimeros años? En cuanto un niñoaprende a caminar y a deletrear, queda amerced tanto del pavimento de una callemal asfaltada, como de la mercadería decualquier pobre infeliz que —el diablosabrá por qué— se dedicó a venderlibros. Los niños pequeños debierancrecer en grandes bibliotecasparticulares. El contacto diario y

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exclusivo con espíritus serios, unaatmósfera intelectual, sombría yapacible, y un tenaz esfuerzo deadaptación al orden más riguroso, tantoen el tiempo como en el espacio, ¿quémejor manera de ayudar a esos serestiernos en su juventud? Pero el únicohombre que, en esa ciudad, poseía unabiblioteca digna de consideración, era elpropio Kien. Y él no podía adoptarniños. Su trabajo no le permitíadistracciones. Los niños hacen ruido yhay que ocuparse de ellos. Paraatenderlos se precisa una mujer. Unasimple ama de llaves basta para cocinar.A los niños hay que conseguirles unamadre. ¡Si las madres se limitaran a ser

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sólo madres! Pero ninguna se contentacon su verdadero rol. La especialidadde todas es ser mujer y exigir cosas queun erudito honesto no podría satisfacerni en sueños. Kien había renunciado almatrimonio. Hasta entonces las mujeresle habían sido indiferentes; y loseguirían siendo. El chiquillo de miradafija y cabeza movediza llevaba, pues,las de perder. Por compasión habló conél, contrariando su costumbre. Gustosohubiera redimido sus escrúpulospedagógicos con un chocolate, perocomprobó que hay niños de nueve añosque prefieren un libro a un chocolate. Loque había sucedido luego aumentó susorpresa. El chiquillo se interesaba por

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la China. Leía contra la voluntad de supadre. Los rumores sobre lasdificultades de la escritura china loanimaban, en vez de intimidarlo.Reconoció los caracteres a primeravista, sin haberlos visto nunca, y aprobócon sobresaliente una prueba deinteligencia. Además, se negó a tocar ellibro que le enseñaron. Tal vez seavergonzara de sus dedos sucios. Kiense los miró: estaban limpios. Otromuchacho hubiera cogido el libro,incluso con las manos sucias. Él teníaprisa; la escuela empezaba a las ocho,pero se quedó hasta el último segundo.Aceptó la invitación con la avidez de unhambriento: su padre debía de torturarlo

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mucho, sin duda. Hubiera preferido iresa misma tarde, en horas de trabajo.Después de todo, ambos vivían en elmismo inmueble.

Kien se perdonó aquellaconversación. La excepción que se habíapermitido pareciole válida y justificada.Mentalmente saludó en el muchachito,que ya había desaparecido, a un futurosinólogo. ¿A quién le interesaba aquelladisciplina tan recóndita? La juventudjuega al fútbol; los adultos sólo piensanen lucrar y destinan su tiempo libre alamor. Para dormir ocho horas yholgazanear otras ocho, se consagran elresto del tiempo a un trabajo odioso.Habían endiosado no ya al vientre, sino

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al cuerpo entero; El Dios celestial delos chinos era más digno y severo. Auncuando el chiquillo no viniera la semanapróxima —cosa bastante improbable—,tenía en la cabeza un nombre nada fácilde olvidar: el del filósofo Meng. Hayimpulsos fortuitos e inesperados quepueden orientar toda una vida.

Sonriendo, Kien prosiguió el caminohacia su casa. Raramente sonreía. Pocasveces ha habido alguien que hubieraanhelado tanto una biblioteca como él. Alos nueve años soñaba con tener unalibrería. Pero la idea de ir de un lado aotro como propietario le parecía unsacrilegio. Un librero es un rey, pero unrey no es un librero. Aún era muy

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pequeño para buscar un empleo, sedecía. Y a los recaderos los mandansiempre afuera. ¿Qué provecho sacaríade los libros con sólo llevarlos bajo elbrazo, empaquetados? Buscó unasolución durante mucho tiempo. Un díano volvió a su casa después del colegio.Se dirigió a la librería más grande de laciudad —seis escaparates llenos devolúmenes—, y rompió a llorar a gritos.«¡Quiero irme rápido, tengo miedo!»,berreó. Le enseñaron el lavabo. Él sefijó bien. Al volver dio las gracias ypreguntó si podía serles útil. Su cararadiante provocó la hilaridad de aquellagente. ¡Pensar que poco antes se habíacontraído por ese pánico absurdo! Le

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buscaron conversación: sabíamuchísimo de libros. Para su edad lespareció inteligente. Por la tarde lomandaron fuera con un pesado paquete.Fue y regresó en el tranvía. Habíaahorrado dinero suficiente para elpasaje. Cuando ya estaban cerrando latienda, era casi de noche, anunció quehabía entregado el paquete y puso elrecibo sobre el mostrador. Alguien ledio un caramelo de limón enrecompensa. Mientras los empleados seponían los abrigos, él se deslizófurtivamente hasta el lavabo, aquel lugartan seguro, y se encerró dentro. Nadie sedio cuenta. Todos pensaban sin duda ensu tarde libre. Allí esperó largo rato.

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Sólo al cabo de varias horas, ya muyentrada la noche, se atrevió a salir. Latienda estaba a oscuras. Buscó elinterruptor a tientas. No había pensadoen él durante el día. Cuando lo encontróy lo tuvo entre sus dedos, le dio miedoencender la luz. Alguien podría verlodesde la calle y llevárselo a casa.

Sus ojos se acostumbraron a laoscuridad. Pero no podía leer y eso lopuso triste. Fue bajando un volumen trasotro, lo hojeaba y hasta descifró algunostítulos. Más tarde se trepó a la escalera.Quería saber si los libros de arribaocultaban algún secreto. Se cayó y dijo:«¡No me he golpeado!». El piso eraduro. Los libros eran blandos. En una

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librería uno cae sobre libros. Pudohaber hecho una torre con ellos, pero eldesorden le parecía vulgar, y, antes desacar uno nuevo, guardaba el otro en susitio. Le dolía la espalda. Tal vez fuerasólo el cansancio. En su casa estaríadurmiendo hacía rato. Allí eraimposible, la tensión lo manteníadespierto. Pero sus ojos ya nodistinguían ni los títulos más grandes, yeso lo irritaba.

Calculó cuántos años podría pasarseallí leyendo, sin salir una sola vez a lacalle ni ir a aquel estúpido colegio. ¡Porqué no quedarse allí siempre! Podríaahorrar para comprarse una camita. Sumadre se habría asustado. Él también,

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pero sólo un poquito, por el silencio quehabía. Las farolas de gas se apagaron enla calle. Las sombras invadieron losrincones. Existían, pues, los fantasmas.De noche llegaban todos volando, seacuclillaban sobre los libros y leían. Nonecesitaban luz, ¡con esos ojos tangrandes! No se atrevió a tocar un libromás de los estantes superiores. Nitampoco en los de abajo. Se acurrucóbajo el mostrador; los dientes lecastañeteaban. Diez mil libros y, sobrecada uno, un fantasma acuclillado. Poreso había tanta calma. A veces los oíapasar las páginas. Leían tan rápido comoél. Se hubiera acostumbrado a supresencia, pero eran diez mil y alguno

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podía morderlo. Los fantasmas se enojancuando alguien los roza; creen que unose burla de ellos. El niño se hizo unovillo y ellos revoloteaban por encimade él. La mañana no llegó sino despuésde muchas noches. Se quedó dormido.Cuando los empleados abrieron, no lossintió. Lo encontraron bajo el mostradory lo sacudieron hasta despertarlo. Alcomienzo se hizo el dormido, peropronto empezó a berrear. Ayer se quedóencerrado, dijo, lo sentía por su madre,que seguro lo anduvo buscando en todaspartes. El propietario lo interrogó y, nobien supo su nombre, lo mandó a casacon un empleado, que presentó susexcusas a la señora: el muchacho fue

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encerrado por error, pero estaba sano ysalvo. Él se ponía a sus órdenes. Lamadre le creyó y quedó contenta. Ahora,el mentirosillo de otros tiempos poseíauna biblioteca extraordinaria y unnombre no menos famoso.

Kien aborrecía la mentira. Desde suniñez había sido fiel a la verdad. Norecordaba ninguna mentira aparte deaquélla, que además reprobaba. Sólo laconversación con el chiquillo —su vivoretrato a esa edad— se la habíaevocado. Basta ya, pensó, son casi lasocho. A las ocho en punto comenzaba sutrabajo, su labor al servicio de laverdad. Ciencia y verdad eran para élconceptos idénticos. Uno se aproxima a

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la verdad cuando se aleja de loshombres. La vida cotidiana es unentramado superficial de mentiras. Cadatranseúnte era un mentiroso. Por eso nilos miraba. ¿Quién, entre los pésimosactores que integraban la masa, tenía unrustro capaz de interesarlo? Cambiabande cara a cada instante; no conservabanel mismo papel un día entero. Desde uncomienzo supo que toda experiencia era,en estos casos, superfina. Deseabaperseverar tenazmente en su propiaesencia. No sólo un mes, no sólo un año:toda su vida permanecería idéntico a símismo. El carácter, cuando se posee,determina también el aspecto físico. Serecordaba siempre como un hombre alto

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y enjuto. Sólo conocía su rostrofugazmente, de verlo reflejado en loscristales de las librerías. En su casa notenía un solo espejo; el espacioescaseaba entre tanto libro. Pero sabíaque era enjuto, severo y huesudo; eso lebastaba.

Al no tener ningún deseo deobservar a nadie, mantenía los ojosbajos o miraba por sobre la gente.Adivinaba exactamente dónde habíalibrerías. Su instinto nunca le fallaba. Enesos casos, lo guiaba la misma fuerzaque guía a los caballos de vuelta a susestablos. Salía de paseo para respirar elaire de otros libros; éstos provocaban sudesacuerdo o lo reanimaban un poco. En

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la biblioteca, todo iba a pedir de boca.Entre las siete y las ocho de la mañanase tomaba una de esas libertades quesuelen constituir toda la vida de losdemás.

Aunque disfrutara al máximo de esahora, procedía con regularidad. Vacilóun poco antes de cruzar una calleconcurrida. Le gustaba mantener elmismo paso, y, por no darse prisa,esperó un momento favorable. Depronto, oyó que alguien le gritaba en vozalta a otra persona:

—¿Podría decirme dónde queda lacalle Mut? —El interpelado no contestó.Kien se sorprendió al ver que, en plenacalle, hubiera hombres tan silenciosos

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como él. Aguzó el oído sin levantar lamirada. ¿Cómo reaccionaría elinterpelante ante aquel mutismo?—.Disculpe usted, por favor, ¿podríadecirme dónde queda la calle Mut? —Formuló su pregunta en tono más cortés;pero no tuvo mejor suerte. El otro norespondió—. Creo que no me ha oído.Quisiera pedirle una información. ¿Seríatan amable de indicarme cómo ir a lacalle Mut? —Kien sintió espoleada sused de conocimientos —la curiosidad leera extraña— y decidió observar altaciturno siempre que persistiera en sumutismo. El hombre estaríaensimismado, sin duda alguna, y queríaevitar cualquier interrupción. Esta vez

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tampoco dijo nada. Kien lo alabó. Uno,entre miles, que resiste a los caprichosdel azar—. Oiga, ¿está usted sordo? —gritó el primero. «Ahora sí replicará elsegundo», pensó Kien, que empezaba aperder la complacencia en su protegido.¿Quién controla su lengua cuando loinsultan? Se volvió hacia la calle: era elmomento ideal para cruzar. Extrañadoante el persistente silencio, se detuvo. Elsegundo siguió mudo. Era previsible unestallido mucho más violento de su ira.Kien esperaba una disputa. Si elsegundo reaccionaba como un individuocualquiera, Kien vería confirmada,incontestablemente, la opinión que de símismo tenía: era el único hombre de

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carácter que paseaba por allí. Sepreguntó si debería echar una mirada. Elincidente se desarrollaba a su derecha.Pero el primer tipo estalló—: ¡No tieneusted modales! ¡Es usted un patán! ¡Lehe hecho una pregunta en el tono máscortés! ¡Qué se ha creído, grosero! ¿Oacaso es mudo? —El segundo seguía ensilencio—. ¡Tendrá que disculparse!¡Me importa un bledo la calle Mut!¡Cualquiera puede enseñármela! ¡Perousted me pedirá disculpas! ¿Me oye? —El otro no oía. Pero empezó a ganarse laestima del expectante Kien—. ¡Loentregaré a la policía! ¿Sabe con quiénestá hablando, esqueleto? Y así pretendeser un caballero. ¿De dónde ha sacado

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lo que lleva puesto? ¡Del Monte dePiedad! Tiene todo el aspecto. ¿Quélleva usted bajo el brazo? Yo se lo diré.¡Será mejor que se suicide! ¿Sabe ustedlo que es?

De pronto recibió Kien un violentoempellón. Alguien le cogió la cartera,como queriendo arrancársela. Con unesguince que superaba ampliamente susfuerzas normales, rescató de golpe loslibros de las garras del ladrón y sevolvió a la derecha. Aunque dirigida ala cartera, su mirada recayó en un gruesohombrecito que lo cubría deimproperios:

—¡Un patán! ¡Un patán! ¡Un patán!—El segundo, el mudo, el hombre de

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carácter que controlaba su lengua pese ala cólera, era el propio Kien. Con todacalma le volvió la espalda al analfabetogesticulador, cortando en dos sucháchara con aquel fino cuchillo. Unpobre obeso cuya amabilidad seconvirtió en insolencia a los pocosinstantes, no podía ofenderlo. En todocaso, cruzó la calle con una rapidezmayor que la prevista: cuando se llevanlibros conviene no llegar nunca a lasmanos. Y él siempre llevaba librosconsigo.

Pues, en definitiva, nadie estáobligado a escuchar las estupideces decualquier transeúnte. Perderse endiscusiones es el mayor peligro que

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puede amenazar a un sabio. Más queoralmente, prefería Kien expresarse porescrito. Dominaba más de una docena delenguas orientales, y se habíafamiliarizado con muchas de lasoccidentales. Ninguna literatura le eraextraña. Pensaba por citas y escribía enpárrafos cuidadosamente meditados.Numerosos textos le debían sureconstrucción definitiva. Al dar conalgún pasaje deteriorado o alterado enantiguos manuscritos chinos, hindúes ojaponeses, se le ocurrían cientos deinterpretaciones posibles. Muchoscríticos lo envidiaban por eso; él teníaque defenderse del exceso de ideas. Conuna lentitud exasperante y un extremo

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rigor consigo mismo, sopesaba lasalternativas cauta y meticulosamentedurante meses, y sólo se decidía poralguna letra, palabra o frase entera siestaba seguro de que era inatacable. Losensayos que hasta entonces publicara —escasos en número, pero auténticospuntos de partida para muchos otros—le habían granjeado la reputación deprimer sinólogo de su tiempo. Suscolegas los conocían al dedillo y casi dememoria. Una vez escritas, sus frases sevolvían decisivas y concluyentes. En loscasos controvertibles, todos se dirigíana él, la autoridad suprema aun encampos tangencialmente relacionadoscon su especialidad. Honraba a poca

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gente con sus cartas. Pero la personaelegida recibía, en una sola carta,estímulos suficientes para dedicarsedurante años a un trabajo cuyos frutos seconsideraban válidos de entrada, graciasa la personalidad del avalante. Él mismono frecuentaba a nadie y rechazaba lasinvitaciones. Cuando alguna cátedra defilología oriental quedaba libre, se laofrecían a él en primer término. PeroKien declinaba la oferta con desdeñosacortesía.

Confesaba no haber nacido paraorador. Cualquier retribución por sutrabajo se lo haría menos grato. En sumodesta opinión, aquellos divulgadoresimproductivos a quienes se confiaba la

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educación en las escuelas secundarias,deberían ocupar las cátedrasuniversitarias, a fin de que losinvestigadores natos, los auténticamentecreativos, puedan consagrarse en formaexclusiva a su trabajo. Los cerebrosmediocres no escasean, solía decir. Loscursos que pudiera él dictar se verían,en general, muy poco concurridos, porlo exigente que sería con sus alumnos.En los exámenes, era previsible queninguno de los candidatos aprobara. Y éltendría a bien suspender a losestudiantes más jóvenes e inmaduroshasta que, cumplidos ya los treinta años,hubiesen adquirido —sea poraburrimiento, sea porque empezaran a

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trabajar seriamente— ciertosconocimientos, por mínimos que fueran.El simple hecho de admitir en las aulasde la Facultad a gente cuya memoria nohubiera sido cuidadosamente examinada,le parecía cuestionable, cuando noinútil. Die2 estudiantes, seleccionadostras varios exámenes de gran dificultad,rendirían sin duda mucho másquedándose entre sí que mezclándosecon cien de aquellos lerdos bebedoresde cerveza que suelen formar laspoblaciones universitarias. Susobjeciones eran, pues, muy serias y deprincipio. Por ello rogaba al Decanatono insistir en una oferta que, si bien nolo honraba, pretendía ser honorífica.

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En los congresos, donde la gentesuele ser muy locuaz, Kien era unapersonalidad sumamente debatida. Losseñores eruditos, que pasaban la mayorparte de su vida como topos silenciosos,tímidos y miopes, salían de susmadrigueras una vez cada dos años paradarse la bienvenida, juntar las cabezasmás heterogéneas, cuchichear entre sísin decir nada y brindar torpemente enlos banquetes. Con la emoción másprofunda y la alegría más intensa,mantenían muy en alto sus banderas ydefendían el honor de su estandarte,haciendo incesantes votos en todos losidiomas. Y los hubieran cumplidoincluso sin comprometerse verbalmente.

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Durante las pausas hacían apuestas. ¿Loshonraría esta vez Kien con su presencia?Se hablaba más de él que de cualquiercolega famoso: su conducta excitaba lacuriosidad. El hecho de que nuncahubiera explotado su fama; de quellevara más de diez años rechazandotenazmente invitaciones y banquetes enlos que, pese a su juventud, le habríanhecho todos los honores; de que en cadacongreso anunciara un importantediscurso cuyo manuscrito era leídoluego por otra persona en representaciónsuya, todo aquello era interpretado porsus colegas como un simpleaplazamiento. Algún día —tal vez enesta ocasión— se presentará

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repentinamente, aceptará con dignidadunos aplausos que su prolongado retirocontribuiría a reforzar, y se hará elegir,por aclamación, presidente de laasamblea, cargo que le correspondía yque, incluso ausente, se arrogaba a sumanera. Pero los señores seequivocaban. Kien no aparecía, y elpartido de los crédulos perdía suapuesta.

Kien se disculpaba en el últimomomento. Enviaba sus manuscritos aalgún privilegiado, acompañándolos decomentarios irónicos. Si les quedabatiempo para trabajar con un programa dediversiones tan nutrido —cosa que, porrespeto al bienestar general, él no

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deseaba en absoluto—, les pedía quesometieran al Congreso aquellapequeñez, fruto de dos años de trabajo.Para tales momentos solía reservarconclusiones nuevas y sorprendentes ensu campo de investigación. Con unatento recelo seguía, desde lejos, losefectos y discusiones que éstasprovocaban, como para verificar suexactitud textual. La asamblea tolerabasu sarcasmo. De cien asistentes, ochentadefendían su dictamen. Su rendimientoera invalorable. Todos le deseaban largavida. Su muerte hubiera aterrado a lamayoría.

Los pocos que le conocieron en susaños mozos habían perdido el recuerdo

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de su rostro. Varias veces le pidieronpor escrito su fotografía: no le quedabani una, respondía, y tampoco pensabahacerse otra. Ambas cosas eran ciertas.Pero una vez aceptó espontáneamentehacer una cesión de otro tipo: a lostreinta años, y sin haber redactadotestamento alguno, legó su cráneo, juntocon el contenido, a un Instituto deInvestigaciones Frenológicas. Justificóesta decisión alegando la importancia deprobar que su memoria, realmenteprodigiosa, se debía a una estructuraespecial o, tal vez, a un mayor peso delcerebro. No es que creyese, le escribióal director del Instituto, que genio ymemoria fueran idénticos, como se solía

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pensar de un tiempo a esta parte. Élmismo no era nada menos que un genio.Pero sería anticientífico negar lautilidad, para sus trabajos deinvestigación, de la memoria casiterrorífica que poseía. En cierto modollevaba en la cabeza una segundabiblioteca, tan surtida y de fiar como laverdadera, que, según decían, era objetode continuos comentarios. Sentado a suescritorio, podía redactar ensayos en losque abordaba hasta detalles ínfimosconsultando sólo su bibliocabeza.Después verificaba, claro está, citas yreferencias en libros reales, aunque sólopor acallar sus escrúpulos. Norecordaba un solo caso en el que la

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memoria le hubiera fallado. Hasta sussueños tenían perfiles más precisos quelos de la mayoría de la gente. Ningunavisión borrosa, informe o incolora sehabía deslizado hasta entonces en lossueños que observara. En su caso, lanoche no alteraba jamás orden alguno:los ruidos que oía tenían un origennormal, las conversaciones que manteníaeran perfectamente razonables, todoconservaba su sentido. No le incumbíainvestigar si la supuesta relación entre laexactitud de su memoria y la inequívocaclaridad de sus sueños existía realmente.Se limitaba a consignar esos hechos contoda humildad, y rogaba no considerarlos datos personales que se permitía

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anotar en esa carta como un síntoma depresunción o de garrulería.

Kien evocó otros acontecimientos desu vida que arrojaban luz sobre sutemperamento retraído, taciturno ydesprovisto de toda vanidad. Pero suirritación, provocada por ese insolenteque primero le preguntó por una calle yluego lo insultó, aumentaba a cada paso.«No me queda más remedio», dijo y semetió bajo un portón; echó un vistazoalrededor —nadie lo observaba— ysacó una libreta larga y angosta de subolsillo. En la portada se leía, escrita enletras altas y angulosas, la palabra:ESTUPIDECES. Su mirada se detuvo uninstante en el título. Luego pasó unas

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cuantas hojas: más de la mitad de lalibreta estaba escrita. En ella ibaanotando cuanto quería olvidar.Empezaba con la fecha, la hora y ellugar, al que seguía el incidentedestinado a ilustrar la estupidez humanacon un nuevo ejemplo. Una citaapropiada, siempre nueva, servía deconclusión. Nunca leía su colección deestupideces; una ojeada a la cubierta lebastaba. Pensaba editarla años mástarde bajo el título: Paseos de unsinólogo.

Sacó un lápiz bien afilado y escribióen la primera página en blanco: «23 deseptiembre, 7:45 a m. En la calle Mut,un hombre me abordó preguntándome

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dónde quedaba la calle Mut. Para noavergonzarlo, guardé silencio. Él, sininmutarse, repitió su pregunta variasveces; su comportamiento era cortés. Depronto, sus ojos tropezaron con elletrero y se dio cuenta de su estupidez.En vez de alejarse a toda prisa, como yohubiera hecho en su lugar, se dejóarrastrar por una cólera desmesurada yme insultó del modo más grosero. Sihubiera sido menos indulgente, mehabría ahorrado esa penosa escena.¿Cuál de los dos fue el más estúpido?».

Con esta última frase demostró queno se amedrentaba ni ante él mismo. Eraimplacable con todo el mundo.Satisfecho, guardó su libreta en el

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bolsillo y se olvidó del hombre.Mientras escribía, sus libros se habíandeslizado hasta quedar en una posiciónincómoda: volvió a acomodarlos. En laesquina siguiente, retrocedió ante unperro lobo. Rápido y seguro, el animalse iba abriendo paso al tiempo queguiaba a un ciego aferrado al extremo desu tensa correa. Quien no hubiera vistoal perro podía reconocer la enfermedadde su amo por el bastón blanco quellevaba en la derecha. Hasta lostranseúntes más apresurados, que notenían tiempo para el ciego, le echabanal perro una mirada admirativa. Éste,con su hocico, los iba haciendopacientemente a un lado. Como era

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fuerte y hermoso, lo miraban con buenosojos. De repente, el ciego se quitó lagorra que llevaba puesta y, junto con elbastón, se la tendió a los transeúntes.

—¡Para la comida del perro! —imploró. Le llovieron las monedas. Enmedio de la calle, la gente se agolpó entorno a los dos. El tráfico se paralizó;por suerte, en esa esquina no habíaningún policía que lo dirigiera. Kienobservó al mendigo de cerca. Ibavestido con estudiada pobreza y, ajuzgar por su cara, parecía una personaculta. Como no dejaba de mover losmúsculos en torno a los ojos —parpadeaba, levantaba las cejas yfruncía el ceño—, Kien le perdió

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confianza y decidió considerarlo unimpostor. En ese momento apareció unchiquillo de unos doce años, que empujóviolentamente al perro y tiró un pesadobotón en la gorra. El ciego le clavó sumirada fija, dándole las gracias en untono ligeramente más amable. Al caer, elbotón tintineó como una pieza de oro.Kien sintió una punzada en el corazón.Cogió al chico por las mechas y, comoiba cargado, le dio un golpe en la cabezacon su cartera.

—¡Vergüenza debiera darte! —exclamó— ¡engañar a un ciego! —Después del golpe, recordó lo quellevaba en la cartera: ¡libros! Seestremeció; jamás había hecho un

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sacrificio tan grande. El muchachito seescabulló chillando. Para volver alplano habitual y mucho más profundo dela compasión, vació Kien toda sucalderilla en la gorra del ciego. Loscircunstantes manifestaron suaprobación en alta voz. A él, su nuevaacción le pareció más cauta y mezquinaque la anterior. El perro volvió a tirarde la traílla. Al cabo de un instante,cuando surgió un policía, el ciego y sulazarillo habían retomado su antiguopaso.

Kien juró quitarse la vida si algúndía lo amenazara la ceguera. Siempreque veía a un ciego, lo invadía el mismosentimiento de angustia. Los mudos le

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gustaban; los sordos, paralíticos ydemás tullidos le eran indiferentes. Losciegos lo inquietaban: no comprendíaque no pusieran fin a sus vidas. Auncuando dominasen la escritura Braille,sus posibilidades de lectura eran muylimitadas. Eratóstenes, el granbibliotecario de Alejandría, un sabiouniversal que vivió en el siglo III antesde Cristo y llegó a disponer de más demedio millón de pergaminos, hizo undescubrimiento terrible a los ochentaaños: sus ojos empezaron a negarle susservicios. Aún veía, pero era incapaz deleer. Otra persona hubiera aguardado laceguera total. Él pensó que vivir alejadode los libros era como estar ciego. Sus

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amigos y discípulos le suplicaron que nolos abandonase. Él sonrió sabiamente,agradeció y se dejó morir de inaniciónen pocos días.

Si llegase la hora, el pequeño Kien,cuya biblioteca sólo albergabaveinticinco mil volúmenes, sabría imitarfácilmente el magno ejemplo.

A ritmo acelerado recorrió elcamino que aún lo separaba de su casa.Seguramente eran las ocho. A las ochocomenzaba su trabajo. La falta depuntualidad le daba náuseas. De rato enrato se palpaba furtivamente los ojos:enfocaban correctamente y parecíansentirse cómodos y seguros.

Su biblioteca se encontraba en el

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cuarto y último piso de la casa, ubicadaen la calle Ehrlich 24. La puerta delapartamento estaba asegurada por trescerrojos complicados. Los abrió, cruzóel vestíbulo, en el que sólo había unperchero, y entró en su estudio.Acomodó cuidadosamente la cartera enun sillón. Luego dio un par de vueltaspor las cuatro habitaciones altas yespaciosas que formaban su biblioteca.Todas las paredes estaban recubiertas delibros hasta el techo. Los mirólentamente de abajo arriba. En el techohabía varios tragaluces: se sentíaorgulloso de esta iluminación cenital.Las ventanas laterales habían sidotapiadas hacía años, tras una ardua pelea

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con el propietario. Así ganó una cuartapared en cada pieza: espacio paracolocar nuevos libros. Además, una luzcenital que iluminase por igual todos losanaqueles le pareció más justa yadecuada a su relación con los libros.La tentación de observar lo que ocurreen la calle —una mala costumbre quehace perder tiempo y con la que por lovisto venimos al mundo— desapareciójunto con las ventanas laterales. Cadadía, antes de sentarse a escribir,bendecía aquella idea y sus secuelas, aSas que debía la realización de susupremo anhelo: poseer una bibliotecabien surtida, ordenada y herméticamenteprotegida, en la que ningún mueble ni

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persona superfluos pudieran distraerlode sus serias elucubraciones.

La primera habitación le servía deestudio. Un escritorio viejo y enorme,con un sillón delante y otro en el rincónopuesto, constituían todo el mobiliario.Había también un diván bastanteestrecho, que Kien prefería ignorarporque sólo le servía de cama. De lapared colgaba una escalera corrediza:era más importante que el diván e iba deuna pieza a otra en el transcurso del día.Ni una simple silla alteraba el vacío delas tres restantes. No había mesa,armario o estufa que rompiera laabigarrada monotonía de los anaqueles.Las bellas y pesadas alfombras, que

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recubrían todo el piso, calentaban laaustera penumbra que, a través de laspuertas, abiertas siempre de par en par,fundía los cuatro espacios en un solosalón de vastas proporciones.

Kien se desplazaba con paso firme yenérgico. Pisaba las alfombras con unénfasis particular, contento de que susfuertes pisadas no hallasen el menoreco. En su biblioteca, ni un elefantehubiera hecho ruido al caminar. Por esoadoraba sus alfombras. Verificó si loslibros seguían en el mismo orden en quelos dejara una hora antes. Luego empezóa vaciar su cartera. Al llegar, solíadejarla en el sillón que estaba frente alescritorio. Si no, corría el riesgo de

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olvidarla y ponerse a trabajar antes dehaberla vaciado, pues a las ocho sunecesidad de trabajo era apremiante.Con ayuda de la escalera, fue colocandolos libros en sus respectivos sitios. Pesea sus precauciones, el último (como yahabía llegado a él, se dio más prisa quede costumbre) se le cayó al suelo desdeel tercer estante, para el que ni siquieranecesitaba la escalera. Era aquel famosoMeng-Tse, que él amaba por sobretodos.

—¡Imbécil! —se gritó a sí mismo—¡bárbaro!, ¡analfabeto! —Lo recogiótiernamente y se dirigió con paso rápidoa la puerta. Pero antes de llegar, seacordó de algo importante. Dio media

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vuelta y, evitando hacer el menor ruido,empujó la escalera, adosada a la paredde enfrente, hasta el lugar del accidente.Con ambas manos depositó a Meng-Tsesobre la alfombra, a los pies de laescalera. Ahora ya podía ir a la puerta.La abrió y gritó hacia el corredor:

—¡La mejor de sus bayetas, porfavor!

Poco después, el ama de llavesllamó a la puerta, que estaba sóloentornada. Asomó discretamente lacabeza por la rendija y preguntó:

—¿Ha pasado algo?—No. Deme eso.En su respuesta, la mujer notó una

queja involuntaria. Era demasiado

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curiosa para darse por satisfecha.—¡Pero oiga, profesor! —dijo en

tono de reproche, entró y entendió alpunto lo que había pasado. Se deslizóhacia donde estaba el libro. Sus pies nose veían bajo la almidonada falda azul,que llegaba hasta la alfombra. Tenía lacabeza torcida. Sus dos orejas erananchas, chatas y prominentes. Como laderecha le rozaba el hombro y quedabaparcialmente oculta por él, la izquierdaparecía algo más grande. Balanceaba lacabeza al hablar y al caminar, y sushombros se contoneaban al mismo ritmo.Se agachó, recogió el libro y le pasó labayeta, al menos doce veces. Kien nointentó adelantársele. Detestaba la

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cortesía. Se quedó a su lado,observando si hacía con seriedad sutrabajo.

—Oiga, son cosas que pasan cuandose está en lo alto de la escalera.

Y le alcanzó el libro, relucientecomo un plato. ¡Con qué ganas hubierainiciado un diálogo! Pero no tuvo éxito.Kien se limitó a decirle «gracias» y ledio la espalda. Ella comprendió y optópor retirarse. Con la mano ya en lamanija, él se volvió bruscamente ypreguntó con fingida amabilidad:

—¿Ya le ha pasado varias veces,verdad?

Le adivinó el pensamiento y quedórealmente indignada:

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—¡Pero oiga, profesor!… —El«oiga» atravesó como una espina suoleaginoso lenguaje. «Va a decirme quese marcha», pensó él, y le explicó entono conciliador:

—Era por decir algo. ¡Ya sabe ustedla de tesoros que hay en esta biblioteca!

Ella no esperaba una frase tanamable. No supo qué responder yabandonó la habitación, satisfecha.Cuando salió, él se hizo reproches:hablaba de sus libros como el másinmundo de los mercachifles. Pero, ¿enqué términos enseñarle a una persona asía tratar con libros? Incapaz decomprender su valor real, debió creerque especulaba con su biblioteca. ¡Qué

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gente! ¡Qué gente!Tras una venia involuntaria,

destinada a los manuscritos japonesesdel estante superior, se sentó por fin a suescritorio.

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El secreto

Ocho años antes puso Kien elsiguiente anuncio en el periódico:

«Erudito con biblioteca deexcepcionales dimensiones busca amade llaves responsable. Presentarsesolamente personas de mucho carácter.Gentuza volará escaleras abajo. Asuntosueldo, secundario».

Teresa Krumbholz tenía por entoncesun buen puesto, en el que siempre habíaestado a gusto. Cada día, antes depreparar el desayuno a sus amos, se leíaentera la página de anuncios delperiódico para saber lo que ocurría en

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el mundo. No estaba dispuesta aterminar su vida con esa familiaordinaria. Todavía era una mujer joven,48 años por cumplir, y hubiera preferidotrabajar con algún caballero solo. Unase organiza mejor en todo: con lasmujeres no hay manera de entenderse.Pero tampoco pensaba dejar un puestoseguro de buenas a primeras. Seguiría enél mientras no supiera con quién iba atratar. Conocía las mentiras que publicanlos diarios y las montañas de oro que seles promete a las mujeres serias. Pero auna la violan no bien pone el pie en lacasa. Hace ya 33 años que anda sola porel mundo y eso nunca le ha pasado.Tampoco le pasará: sabe cuidarse muy

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bien.Esta vez, el anuncio atrajo

poderosamente su atención. Se detuvo enlas palabras «Asunto sueldo,secundario» y releyó varias veces,comenzando por el final, las frasesimpresas en gruesos caracteres. El tonola impresionó: ése era un hombre. Lahalagaba presentarse como persona demucho carácter. Vio volar a la gentuzaescaleras abajo, alegrándosesinceramente de su suerte. En ningúnmomento temió que la trataran como tal.

A la mañana siguiente, se presentó aprimera hora —sobre las siete— encasa de Kien, quien la hizo entrar alvestíbulo y declaró de inmediato:

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—Me he prohibido expresamenterecibir gente extraña en mi apartamento.¿Está usted en condiciones de hacersecargo de la biblioteca?

La examinó con una miradapenetrante y recelosa. No queríaformarse una opinión sobre ella antes deoír su respuesta.

—Pero oiga, ¿por quién me toma?Desconcertada por su brusquedad, le

dio una respuesta en la que él no hallónada que objetar.

—Será bueno que sepa —dijo él—por qué despedí a mi última ama dellaves. Desapareció un libro de mibiblioteca. Lo hice buscar por toda lacasa y no volvió a aparecer. Me vi

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obligado a despedirla en el acto. —Indignado, guardó silencio un instante—.Espero que lo entienda —añadiófinalmente, como si le hubiera exigidodemasiado a su inteligencia.

—Tiene que haber orden —replicóella en el acto. Lo había desarmado. Congesto solemne la invitó a pasar a labiblioteca. Ella avanzó discretamentehasta el primer cuarto y esperó.

—Su zona de actividades —dijo élen tono seco y grave—. Cada día hayque sacudir una habitación de arribaabajo. Al cuarto día habrá acabado. Alquinto volverá a empezar por laprimera. ¿Podrá hacer este trabajo?

—Servidora.

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Kien volvió a salir, abrió la puertadel apartamento y le dijo:

—Hasta luego. Empezará hoymismo.

Ya en la escalera, ella siguiódudando. No le había dicho nada delsueldo. Antes de renunciar a su puesto,tenía que preguntárselo. No, mejor no.Podría echar todo a perder. Si no decíanada, tal vez él mismo le ofreciera másen forma espontánea. Sobre las dosfuerzas que luchaban en ella, la cautela yla ambición, prevaleció una tercera: lacuriosidad.

—Bien, ¿y cuál será mi sueldo? —Desconcertada por la estupidez queacaso estaba cometiendo, olvidó

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añadirle un «pero oiga» a su pregunta.—Lo que usted quiera —dijo él con

indiferencia y cerró la puerta.Para asombro de sus antiguos amos,

que confiaban plenamente en ella —alllevar más de doce años en la casa eracomo un mueble viejo y ya integrado alresto—, les comunicó que no aguantabamás aquel ritmo de vida y preferíaganarse el pan en la calle. No huboargumento capaz de disuadirla. Se iríaenseguida, les dijo; cuando alguien haestado doce años en una casa, bienpuede perdonársele el aviso de despido.La honesta familia aprovechó laoportunidad para ahorrarse su sueldohasta el día veinte. Se negaron a pagarle

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todo, arguyendo que la mujer norespetaba los plazos legales. Teresapensó: él me lo pagará, y se marchó.

Cumplía sus deberes para con loslibros a la entera satisfacción de Kien,quien le expresaba su agradecimiento ensilencio. Elogiarla personal yabiertamente le parecía innecesario. Lacomida estaba lista siempre a su hora.No sabía si cocinaba bien o mal: le eratotalmente indiferente. Durante lascomidas, que él tomaba en su estudio, loinvadían pensamientos importantes. Engeneral, era incapaz de decir quéacababa de llevarse a la boca.Reservemos la conciencia para las ideasimportantes que se nutren de ella: les es

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indispensable. Sin conciencia soninconcebibles. Mascar y digerir, encambio, son funciones autónomas.

Teresa respetaba en cierto modo eltrabajo de Kien, pues éste le pagabaregularmente un elevado sueldo y no eraamable con nadie. Con ella tampocohablaba nunca. Desde su niñez, el amade llaves sintió siempre un profundodesprecio por la gente sociable, como sumadre. Era muy meticulosa en su trabajoy todo se lo ganaba con su esfuerzo.Además, un enigma la intrigó desde elcomienzo, y eso le gustaba.

A las seis en punto de la mañana selevantaba el profesor de su diván-cama.Vestirse y lavarse le llevaba poco

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tiempo. Por la noche, antes de acostarse,ella le tendía el diván y empujaba lamesita-lavabo, que tenía ruedecillas,hasta el centro del estudio. Podíaquedarse allí toda la noche. Un biombode cuatro bastidores, pintado por fueracon extraños caracteres, se hallabainstalado de tal forma que le ahorraba ellamentable espectáculo. Kien no podíasoportar los muebles. Inventó el«aguamanil con ruedas», como él mismolo llamaba, para que el repugnanteartefacto desapareciera más de prisa nobien lo hubiese utilizado. A las seis ycuarto abría la puerta y empujaba confuerza la mesita: el impulso la hacíarodar por el pasillo hasta estrellarla

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violentamente contra la pared, junto a lapuerta de la cocina. Teresa la aguardabaallí; su cuartito era contiguo. Abría lapuerta y le gritaba: «¿Levantado?». Peroél no contestaba y volvía a encerrarse.Luego se quedaba en casa hasta lassiete. ¿Qué hacía en aquel largointervalo? ¡Misterio! Pasaba el resto deltiempo sentado ante su escritorio,trabajando.

El colosal escritorio, oscuro ypesado, estaba repleto hasta los topes demanuscritos y, por arriba, cargado delibros. Si alguien movía, aunque fueracon la máxima precaución, cualquiera desus cajones, dejaba escapar un silbidoagudo. Aunque detestaba los ruidos,

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Kien conservó este dispositivo en elviejo mueble de familia para que el amade llaves, cuando él no estuviera encasa, fuese inmediatamente alertadacontra posibles ladrones. Pues esosextraños individuos suelen buscardinero antes de emprenderla con loslibros. Le explicó a Teresa elmecanismo del valioso escritorio en tresfrases breves pero exhaustivas,añadiendo, en tono importante, que nisiquiera a él le era posible desconectarel silbido. Durante el día, ella lo oíasiempre que buscaba un manuscrito. Leextrañaba su paciencia con aquel ruido.Por la noche, él guardaba todos suspapeles y el monstruo permanecía mudo

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hasta las ocho de la mañana. Al hacer lalimpieza, no encontraba sino libros ypapeles amarillentos sobre el escritorio:en vano buscaba folios nuevos con laletra de Kien. Era evidente que entre lasseis y cuarto y las siete, es decir, durantetres cuartos de hora, no hacíaabsolutamente nada.

¿Rezaría acaso? No, no lo creía. Yanadie reza. A ella, al menos, rezar no leinteresa; tampoco va a la iglesia. Bastacon ver qué tipo de gentuza va a laiglesia. ¡Menuda ralea la que se reúne!Aborrecía aquel eterno mendigar. Ytienes que dar algo porque todos temiran. Aunque nadie sabe qué hacenluego con el dinero. ¿Rezar en casa?

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¿Para qué? Es perder un tiempoprecioso. Una persona decente nonecesita esas cosas. Y ella siempre hasido decente. Los demás no hacen sinorezar. Ella querría saber qué ocurre enesa habitación entre las seis y cuarto ylas siete. Curiosa no es, nadie puedereprochárselo. Nunca se mete en losasuntos ajenos. Ahora las mujeres sonasí; meten la nariz en todas partes. Ellase limita a trabajar. La vida aumentacada día. Las patatas ya cuestan eldoble: es todo un arte sobrevivir conestos precios. El tipo cierra las cuatropuertas con llave. Si no, se le podríaespiar desde la habitación contigua. ¡Unhombre que, en general, emplea tan bien

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su tiempo y no desperdicia un minuto!Durante los paseos de Kien, Teresa

registraba los cuartos que tenía a sucargo. Sospechaba algún vicio oculto:¿de qué tipo? Había que averiguarlo.Primero se imaginó un cadáver femeninoen un baúl. Pero al no haber espaciosuficiente bajo la alfombra, renunció adescubrir restos humanos mutilados.Ningún armario corroboraba sussospechas: ¡cuánto le hubiera gustadover uno por pared! El crimen tenía queestar oculto detrás de algún volumen.¿Dónde, si no? Quizás hubierasatisfecho su sentido del deber pasandola bayeta sólo por el lomo, pero elinmoral secreto cuya pista seguía la

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obligaba a mirar también detrás de cadalibro. Los sacaba uno por uno, golpeabaun poco la cubierta por si hubiera algunohueco, estiraba sus dedos toscos ycallosos hasta el revestimiento demadera, lo palpaba y, al final, moviendodescontenta la cabeza, volvía aretirarlos. Sin embargo, su curiosidadnunca la hizo transgredir el horarioestablecido. Cinco minutos antes de queKien abriera la puerta, ya estaba ella enla cocina. Con toda calma fueexplorando una tras otra las estanterías,sin precipitaciones ni descuidos, y sinperder nunca del todo la esperanza.

Durante esos meses de infatigablespesquisas, se abstuvo de llevar su

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sueldo a la Caja de Ahorros. No tocó niun céntimo: ¡quién sabe qué dinerosería! Guardaba los billetes, tal como selos daban, en un impecable sobre queaún contenía, intacto, todo el papel decarta con que lo comprara veinte añosatrás. Superando graves escrúpulos, lopuso en una maleta que albergaba todosu ajuar: un conjunto de piezas bellas yescogidas por las que llegó a pagarmucho dinero en el curso de variosaños.

Poco a poco se dio cuenta de que noera fácil dar con el misterio. Noimportaba. Tenía tiempo y podíaesperar: mal no le iba. Si al finaldescubría algo, la culpa no era suya.

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Había hurgado hasta el último rincón dela biblioteca. Sí tuviera algún amigo deconfianza en la policía, un hombre serioy respetable que tomase en cuenta labuena posición que ella ocupaba, leharía ver las cosas finamente. Oiga, ellatiene mucho aguante, pero si no hayningún apoyo… ¿Qué le interesa a lagente hoy en día? Bailar, bañarse,conversar; pero nada de cosas serias nide trabajar. Su patrón, un hombre serio,también tiene su lado inmoral. Nunca seacuesta antes de las doce, cuando no haysueño mejor que el de antes demedianoche. La gente decente se acuestaa las nueve. Lo que tampoco tiene nadade particular.

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De este modo, el crimen acabó porreducirse a un secreto. Una gruesa ytenaz capa de desprecio fue envolviendoel vicio oculto. Pero su curiosidadsiguió en pie; entre las seis y cuarto ylas siete se mantenía siempre al acecho.Contaba con posibilidades raras, pero alfin y al cabo humanas. Tal vez un súbitoretortijón de tripas lo obligase a salirdel cuarto. Ella correría entonces apreguntarle qué deseaba. Los cólicos nopasan tan rápido. En pocos minutossabría a qué atenerse. Pero la vidamoderada y razonable que llevaba, leprobaba a Kien de maravilla. En ocholargos años de convivencia con él,jamás lo oyó quejarse de dolor de

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estómago.En la mañana que siguió al encuentro

con el ciego y su perro, tuvo Kienurgencia de consultar unos viejostratados. Revolvió de arriba abajo loscajones de su escritorio, en los quehabía acumulado cientos de legajos.Esbozos, correcciones, copias:conservaba cuidadosamente cuantotuviera relación con su trabajo. Hallócuartillas cuyo contenido estabasuperado y refutado. Aquel archivoremontaba hasta sus tiempos deestudiante. Por buscar algún detalle, queademás sabía de memoria, o hacer unasimple verificación, solía perder horasenteras. Leía treinta hojas cuando sólo

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necesitaba una línea. Un fárrago inútil yobsoleto fue pasando por sus manos.Lanzó una maldición, ¿qué hacía ahítodo eso? Pero al tropezar con algoimpreso o manuscrito, sus ojos nopodían ignorarlo. Otra persona hubierarenunciado a tan exhaustiva lectura. Élpersistió de la primera a la últimapalabra. La tinta había palidecido; lecostaba seguir los débiles contornos. Seacordó del ciego de la calle. Lo viojugando con sus ojos como si tuvieranque permanecer abiertos toda laeternidad. En vez de moderar susesfuerzos, los aumentaba sin piedad demes en mes. Cada papel que acomodasele costaba unas líneas de potencia

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visual. Los perros viven poco y no leen,por eso ayudan a los ciegos con susojos. Un hombre que malgasta su vista,merece un perro lazarillo.

Kien decidió vaciar esa basura de suescritorio a la mañana siguiente, encuanto se levantase, pues ahora estabatrabajando.

Al día siguiente, a las seis en punto,estando aún en medio de un sueño, seincorporó bruscamente del diván, seabalanzó sobre él grávido coloso yabrió con fuerza todos los cajones. Eltimbre de alarma propaló su estridenciapor la biblioteca, convirtiéndose en undesgarrador alarido. Era como si cadacajón tuviese una garganta propia e

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intentase pedir auxilio en voz más altaque los otros. Alguien estabarobándoles, torturándolos, quitándolesla vida. No podían saber quién era elagresor. Carecían de ojos; su únicoórgano era esa voz estridente. Kienrevisó los papeles, y eso le llevó unbuen tiempo. Se sobrepuso al ruido.Cuando empezaba algo, lo acababa. Conuna pila de legajos en sus magrosbrazos, se llegó en dos zancadas a lacuarta habitación. Allí, a prudencialdistancia del silbido, los fue rompiendouno por uno entre blasfemias ymaldiciones. Alguien llamó a la puerta;los dientes le rechinaron. Volvieron allamar; él pataleó indignado. Las

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llamadas se convirtieron en un martilleo.—¡Silencio! —ordenó, lanzando un

juramento. Hubiera preferido hacermenos escándalo. Pero sus manuscritostambién lo apenaban. Sólo la rabia ledio valor para destruirlos. Y al final sequedó ahí, entre un cerro de papelesdestrozados, cual marabú solitario yzanquilargo. Presa de la timidez y eldesconcierto, los palpaba y lamentabaen voz muy baja como a seres vivos.Luego estiró con precaución una piernapara no lastimarlos. No bien tuvo elcementerio a sus espaldas, respiróhondo. En la puerta encontró al ama dellaves. Con gesto cansino le señaló elmontón y dijo—: ¡Sáqueme eso! —El

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silbido había cesado. Kien regresó alescritorio y cerró los cajones, quepermanecieron mudos. Los había abiertocon excesiva violencia. El mecanismoestaba roto.

Cuando empezó el ruido, Teresa seestaba poniendo la falda almidonada conla que concluía su toilette. Aterrada, seamarró la falda como pudo y se deslizóvelozmente hasta la puerta del estudio.

—¡Santo Cielo! —exclamó con vozde flauta— ¿qué ha pasado? —Primerollamó con timidez, luego con más fuerza.Al no obtener respuesta, intentó abrir envano. Luego se deslizó de puerta enpuerta y, al llegar al último cuarto, oyólas maldiciones de Kien. Entonces llamó

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con todas sus fuerzas—. ¡Silencio! —gritó él hecho una furia: jamás lo habíavisto así. Entre rabiosa y resignada, dejócaer sus duras manos sobre la falda tiesay se quedó inmóvil como una muñeca demadera.

—¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia!—murmuró, y, más por costumbre quepor otra cosa, no se movió hasta que élabrió la puerta.

Aunque lenta por naturaleza,entrevió al instante la oportunidad quese le ofrecía. A duras penas respondió«en seguida» y se dirigió, deslizándosesiempre, a la cocina. Ya en el umbralpensó: «¡Dios mío, ahora volverá aencerrarse! ¡Lo que puede la costumbre!

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¡Seguro que algo ocurrirá en el últimomomento! ¡Siempre es igual! ¡Qué malasuerte la mía! ¡Qué mala suerte!». Era laprimera vez que se decía esas cosas,pues en general se consideraba unamujer de muchos méritos y, por lo tanto,feliz. La cabeza empezó a temblarle deansiedad. Avanzó por el pasillo con elbusto muy inclinado hacia adelante. Suspiernas vacilaban antes de cada paso. Sufalda almidonada ondulaba.Deslizándose, hubiera alcanzado suobjetivo con menos esfuerzo; pero lepareció demasiado rutinario. Lasolemnidad de la ocasión exigía un pasoigualmente solemne. La habitaciónestaba abierta y el cerro de papel seguía

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en el centro. Interpuso un grueso plieguede alfombra entre la puerta y su marcopara evitar que el viento la cerrara.Después volvió a la cocina y aguardó,escoba y recogedor en la mano derecha,el familiar traqueteo del aguamanil conruedas. Hubiera preferido buscarlo ellamisma: ¡qué largo se le hacía el tiempoesa mañana! Cuando al fin lo oyó chocarcon la pared, se olvidó de sí misma ygritó como siempre: «¿Levantado?».Empujó el trasto a la cocina y, másencorvada que antes, se deslizó a labiblioteca. Puso la escoba y elrecogedor en el suelo y avanzócautelosamente por las habitacioneshasta el umbral del dormitorio. Se

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detenía a cada paso e inclinaba lacabeza al otro lado para espiar con eloído derecho, el menos malo de los dos.En recorrer los treinta metros empleódiez minutos: ¡qué acción tan temeraria!Su miedo y su curiosidad aumentaban enproporciones idénticas. Imaginandomiles de veces la actitud que tomaría alalcanzar su meta, se pegó tenazmente almarco de la puerta y reparó en su faldarecién almidonada cuando ya erademasiado tarde. Con un solo ojo intentóabarcar toda la escena. Mientras el otroestuviese al acecho, se sentía segura. Sinser vista, debía verlo todo. Obligó a subrazo derecho, que solía apoyar congusto en la cadera y parecía muy

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dispuesto a doblarse, a estarse quieto.Kien iba y venía lentamente ante sus

libros, emitiendo sonidos ininteligibles.Llevaba bajo el brazo su cartera vacía.De pronto se detuvo, reflexionó uninstante, buscó la escalera y subió a ella.Del estante más alto sacó un libro, quehojeó y guardó en la cartera; Una vezabajo, reanudó sus idas y venidas, sedetuvo, tiró de un libro reacio a salir,frunció el ceño, y le dio, cuando lo tuvoentre las manos, una recia palmada.Luego, el libro desapareció en lacartera. Escogió en total cincovolúmenes; cuatro pequeños y unogrande. De pronto pareció tener prisa.Cargando la pesada cartera, trepó hasta

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el último peldaño de la escalera yvolvió a poner el primer libro en susitio. Sus largas piernas lo estorbaban ypoco le faltó para caerse.

Si llegaba a caerse y se hacía daño,el vicio se le acabaría. En un acto derebeldía incontrolable, el brazo deTeresa se irguió: la mano le cogió laoreja y tiró con fuerza de ella. Con losojos bien abiertos, miraba fijamente a suamo en peligro y no respiró hasta quelos pies de Kien tocaron nuevamente lagruesa alfombra. Los libros no son sinouna trampa. Ahora viene lo bueno. Ellaconoce la biblioteca palmo a palmo,pero el vicio despabila a la gente. Hayopio, morfina, cocaína… ¿cómo

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recordar tantos nombres? Pero a ella nola engañan. Estará detrás de los libros.¿Por qué él nunca cruza el cuarto endiagonal? Se para junto a la escaleracuando lo que busca está precisamenteen las estanterías de enfrente. Podríaacercarse y cogerlo; pero no, siempreavanza bordeando la pared y da ese granrodeo con su pesada cartera bajo elbrazo. Estará detrás de los libros. Losasesinos vuelven al lugar del crimen. Lacartera ya está llena. No caben máscosas; ella la conoce bien: la sacudecada día. Algo tiene que pasar ahora.Aún no deben ser las siete. Él se va alas siete en punto. Pero, ¿dónde son lassiete? No pueden ser las siete.

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Con aire seguro e insolente, inclinaTeresa el tronco hacia adelante, plantalos brazos en sus caderas, aguza susanchas orejas y abre ávidamente susojitos. Kien coge por ambos extremos sucartera y la deposita con firmeza sobrela alfombra. El orgullo se le ve en lacara. Se agacha y permanece agachado.Ella está bañada en sudor y le tiemblatodo el cuerpo. Los ojos se le llenan delágrimas. De modo que bajo laalfombra… Fue lo primero que pensó.¡Hay que ser tonto! Él se incorpora,haciendo crujir sus articulaciones, yescupe. O tal vez sólo haya dicho:«¡ah!» Alza la cartera, saca un libro y locoloca lentamente en su sitio. Luego

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hace lo mismo con los otros.Teresa sintió un vago malestar.

¡Apaga y vámonos! No hay masque ver.¿Así que éste es el hombre serio, quenunca se ríe ni dice una palabra?También ella es seria y hacendosa, perono hace esas cosas. Antes se dejaríacortar las manos. ¡Portarse como unnecio ante su propia ama de llaves! ¡Yun tipo así tiene dinero! ¡Tanto, tantísimodinero! Debiera estar bajo tutela. ¡Cómomanejará el dinero! Si tuviera a otrapersona en casa, alguien de baja raleacomo los jovencitos de hoy, ya andaríasin camisa. ¡No tiene ni una cama! ¿Quéhará con tantos libros? No los puedeleer todos a la vez. Es lo que se dice un

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pobre loco; ella le quitará el dinero paraque no siga derrochando y lo despedirá.¡Ya verá qué clase de mujer se le hametido en casa! Cree que todas sontontas. Pero a ella no le toma el pelo.Ocho años tal vez, ¡pero no más!

Cuando Kien volvió a seleccionarsus libros para el paseo matinal, la irade Teresa ya se había disipado. Se diocuenta de que el tipo estaba a punto deirse y regresó, deslizándose con suhabitual sangre fría, hasta el cerro depapeles, donde hundió el recogedor condignidad. Se sintió más importante ydistinguida que antes.

No, decidió, no abandonaría supuesto. Pero le había pillado una manía.

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De algo se había enterado. Y cuandoella descubre algo, sabe utilizarlo. Havisto pocas cosas en su vida; nunca hasalido de la ciudad. Tampoco haceexcursiones, pues se gasta mucho. No vaa los baños públicos porque esindecente. Viajar tampoco le gusta: unano se orienta en ningún sitio. Si notuviera que ir de compras, se estaríasiempre en casa. Todos acabanestafándola. Los precios suben de añoen año, y antes todo era distinto.

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Confucio elcasamentero

Al domingo siguiente volvió Kienfeliz de su paseo. Los domingos, a esahora tan temprana, las calles estánvacías. La gente recibe su día libredurmiendo hasta tarde. Luego se ponesus mejores galas y pasa las primerashoras meditando ante el espejo. El restodel tiempo se repone de sus propiasmuecas mirando las ajenas. Cada cual seconsidera el mejor, aunque paraprobárselo frecuente a sus semejantes.Durante la semana sudan o se desgañitan

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por ganarse el pan. Los domingoscharlan por gusto. El día de reposo fueconcebido inicialmente como un día desilencio. No sin sorna constataba Kienque, como todas las instituciones, éstatambién se había convertido en sucontrario. Él mismo no sabría cómoutilizar un día de descanso, pues erataciturno y trabajaba siempre.

Encontró a su ama de llaves en lapuerta del apartamento. Era evidente quelo esperaba hacía rato.

—Vino el joven Metzger, delsegundo piso: que usted le prometióalgo… Dijo que usted ya estaba en casa;que la criada había visto a una personagrande subir las escaleras. Volverá

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dentro de media hora. No queríamolestar, era sólo por el libro.

Kien no la había escuchado. Pero aloír «libro», prestó atención ycomprendió retrospectivamente de quése trataba.

—Miente. No le prometí nada. Ledije que le enseñaría postales de laIndia y de la China si tenía tiempo. Peronunca tengo tiempo. ¡Despáchelo!

—La gente pierde la vergüenza enseguida. ¡Oiga, qué se ha creído esagentuza! El padre era un vulgar obrero.Me gustaría saber de dónde saca dinero.Pero ahí lo tiene. Y ahora dicen: todopara los niños. Ya no hay disciplina. Losniños son de una insolencia increíble.

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En la escuela no hacen más que jugar ypasearse con el maestro. ¡Oiga, en miépoca todo era distinto! Si un crío noquería estudiar, sus padres lo sacaban dela escuela y se lo encomendaban a unmaestro exigente para que aprendiera.Ahora no hacen nada. ¿Acaso quierentrabajar? La modestia ya no existe. Mirea esos jóvenes que salen los domingosde paseo. Cualquier chica obrera quiereuna blusa nueva. ¡Oiga, me pregunto quéhacen luego con todo eso! Van a bañarsey se lo quitan. ¡Y se bañan junto con loschicos! Antes todo era distinto. Seríamejor que trabajaran, mucho mássensato. Yo me pregunto de dónde sacanel dinero. La vida aumenta cada día. Las

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patatas ya cuestan el doble. No es raroque los críos se insolenten si sus padresles permiten todo. Antes nos daban unbuen par de tortas en cada mejilla yteníamos que obedecer. El mundo va demal en peor. De pequeños no aprendennada, y de grandes no quieren trabajar.

Aunque irritado al comienzo por sularga cháchara, pronto sintió Kien unextraño interés por sus palabras. ¡Queuna mujer tan inculta insistiera tanto enel estudio! Debía de tener un fondobueno. Tal vez debido al trato cotidianocon sus libros, al que otras mujeres desu condición habían permanecidoinsensibles. Ella era más receptiva. Talvez deseara educarse.

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—Tiene toda la razón —dijo él—,me alegra, que sea tan juiciosa.Aprender lo es todo.

Cuando acordaron, estaban otra vezen el apartamento.

—¡Espere! —ordenó él ydesapareció en la biblioteca para volverpoco después con un librito en la manoizquierda. Mientras lo hojeaba, frunciósus finos y severos labios hacia afuera—. ¡Escuche! —dijo, y le hizo señaspara que se alejara un poco. Lo que ibaa leerle requería espacio. Y con unénfasis que contrastaba abruptamentecon la sencillez del texto, leyó:

«Mi maestro me ordenó escribir tresmil letras por día y otras mil por la

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tarde. En los breves días invernales, elsol se ponía temprano y yo no habíaconcluido mi tarea. Llevaba mistablillas al mirador, orientado hacia eloeste, y allí acababa de escribir. Yaentrada la noche, el cansancio me vencíaal revisar lo escrito. Entonces poníajunto a mí dos cubos de agua. Si misganas de dormir eran muy grandes, medesvestía, me vaciaba el primer cuboencima y, desnudo, me sentaba a trabajarnuevamente. Gracias al agua fríapermanecía lúcido un momento. Pero elcalor volvía luego a adormilarme.Entonces recurría al otro cubo. Conayuda de estos dos baños podía casisiempre concluir mi tarea. Aquel

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invierno entré en mi noveno año».Emocionado y rebosante de

admiración, cerró el libro de golpe.—Así se estudiaba antes. Es un

pasaje de los recuerdos de juventud delsabio japonés Arai Hakuseki.

Teresa se le había acercado durantela lectura. Su cabeza iba marcando elritmo de las frases. Su enorme orejaizquierda fue estirándose hacia laspalabras que él vertía libremente deljaponés. Sin quererlo, Kien tenía ellibro algo ladeado y ella pudo ver loscaracteres extraños y admirar la fluidezde su versión. Leía como si tuviera untexto alemán entre las manos.

—¡No puedo creerlo! —exclamó.

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Cuando él acabó, Teresa lanzó unsuspiro. Su asombro lo divertía. ¿Serádemasiado tarde?, pensó él, ¿qué edadpodrá tener? Nunca es tarde paraaprender. Podría empezar con novelasfáciles.

Un violento timbrazo losinterrumpió. Teresa abrió la puerta y elpequeño Metzger introdujo la nariz porla rendija.

—¡Déjeme entrar! —exclamó en vozalta—, ¡el profesor me dio permiso!

—¡Aquí no hay libros! —gritóTeresa y tiró la puerta. Afuera, elchiquillo rabiaba. Prorrumpió enamenazas, pero era tal su furia que no sele entendía una palabra—. ¡Oiga! ¡Todo

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le parece poco! ¡Y no tardaría enmancharlos! Come pan con mantequillaen la escalera.

Kien estaba en el umbral de labiblioteca; el chico no lo había visto. Lehizo un gesto amistoso al ama de llaves.Lo alegraba que alguien saliera endefensa de sus libros. Merecía una señalde gratitud:

—Si algún día quiere leer algo,diríjase a mí con toda confianza.

—¡Servidora! Hace ya tiempo quequería pedírselo.

¡No perdía un minuto cuando setrataba de libros! En general no era así.Siempre había actuado modestamente.Él no pensaba abrir una biblioteca de

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préstamo. Para ganar tiempo, replicó:—Bien. Mañana le buscaré algo.Luego se sentó a trabajar. Su

promesa lo inquietaba. Es cierto quesacude a diario los libros y que hastaahora no ha estropeado ninguno. Perosacudir y leer son cosas muy distintas.Tiene dedos ásperos y gruesos. El papelfino exige un trato delicado. Una sólidaencuadernación resiste más quecualquier hoja frágil. Y además, ¿sabráleer? Ha de estar muy por encima de loscincuenta; no ha sabido aprovechar eltiempo. De anciano estudiante tildabaPlatón a su adversario, el filósofo cínicoAntístenes. Y he aquí que ahora surgen«ancianas estudiantes». Querrá aplacar

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su sed en la misma fuente. ¿No tendrávergüenza de ser tan inculta? La caridades una virtud, pero no si se practica aexpensas de otros. ¿Por qué han de sermis libros los paganos? Yo le pago unbuen sueldo y puedo hacerlo: es midinero. Pero confiarle libros sería unainfamia; son indefensos ante la genteinculta. Y tampoco puedo estar a su ladomientras lee.

Aquella noche vio a un hombre depie, atado en la terraza de un templo.Con sendos tacos de madera se defendíade dos jaguares que, erguidos sobre suspatas traseras, lo atacaban ferozmentepor ambos lados. Los dos ibanengalanados con extrañas cintas

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multicolores. Mostraban los colmillos,rugían y giraban los ojos con talviolencia que su aspecto producíaescalofríos. El cielo, negro y opresivo,se había metido sus estrellas en elbolsillo. De los ojos del cautivomanaban bolas de cristal que se hacíanañicos al caer al suelo. No habiendocambios, uno acaba por acostumbrarseal cruel combate, y bosteza. De pronto,la mirada recae por casualidad en lospies de los jaguares: eran pies humanos.¡Ajá!, pensó el espectador, un señor altoy muy culto: son sacerdotes inmoladoresdel antiguo México, y estánrepresentando una comedia sacra. Lavíctima sabe muy bien que ha de morir.

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Los sacerdotes se disfrazaron de jaguar,pero yo los descubrí en seguida.

En ese instante, el jaguar de laderecha levanta una pesada cuña depiedra y se la hunde a la víctima enpleno corazón. Una de las aristas le abreel pecho por el medio. Ofuscado, Kiencierra los ojos. Ve brotar el chorro desangre hasta el cielo y condena ese actode barbarie medieval. Aguarda a que lasangre se haya restañado y abre los ojos.Horror: del pecho abierto de la víctimasurge un libro, luego otro, un tercero,¡muchos! El desfile continúa: al caer alsuelo son devorados por viscosasllamas. La sangre había encendido unahoguera y los libros ardían. «¡Cierra el

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pecho!», grita Kien al prisionero.«¡Cierra el pecho!». Le hace un gestocon las manos: que lo haga así, pero¡rápido, rápido! El prisionero entiende.De un violento tirón se libera de susataduras y se lleva ambas manos alcorazón; Kien respira hondo.

De pronto, la víctima se abre elpecho hasta dejarlo totalmente aldescubierto. De él brota un torrente delibros: docenas, cientos, un númeroinfinito de libros. El fuego lame elpapel; todos piden auxilio; un agudogriterío se eleva de todas partes. Kienestira sus brazos hacia los libros, quearden en pálidas llamas. El altar estámucho más lejos de lo que creía. Da un

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par de zancadas y no se aproxima.Tendrá que correr si quiere hallarlosvivos. Echa a correr y tropieza: ¡elmaldito ahogo! ¡Eso le pasa pordescuidar su cuerpo! ¡Cree estallar derabia! Un hombre inútil; cuando lonecesitan, no funciona. ¡Esas malditasbestias! Había oído hablar de sacrificioshumanos, pero ¡de libros, de libros! Yaestá casi al pie del ara. El fuego lechamusca las cejas, los cabellos. La piraes gigantesca; de lejos le pareciópequeña. Tienen que estar en medio dela hoguera. ¡Vamos, salta ya! ¡Cobarde,presumido, desgraciado!

Pero, ¿por qué se insulta? Si ya estácon ellos. ¿Dónde estáis? ¿Dónde

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estáis? Las llamas lo ciegan. ¿Quédiablos significa esto? Al estirar lasmanos toca seres humanos que aúllan yse aferran a él violentamente. Losrechaza, pero ellos vuelven. Se leacercan a rastras y abrazan sus rodillas;de lo alto llueven antorchas encendidas.Aunque no alza la mirada, las distingueclaramente. Los hombres se le prendende las orejas, los cabellos y loshombros. Lo encadenan con sus cuerpos.¡Qué ruido tan enloquecedor!«¡Soltadme, soltadme!» ruge, «no osconozco. ¿Qué queréis de mí? ¿Cómosalvaré a los libros?».

Pero uno le salta de pronto a la bocay se le cuelga de los labios apretados.

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Quisiera seguir hablando, mas no puedeabrir la boca. Les implora mentalmente:¡se quemarán!, ¡se quemarán! Quierellorar, pero, ¿le quedan lágrimas?Mantiene los ojos cruelmente cerrados;también hay gente que se aferra a ellos.Intenta dar un paso y levantar la piernaderecha: ¡en vano! Ésta vuelve a caerpesadamente, cargada de gente enllamas, cargada de plomo. Aborrecía aaquellas criaturas ávidas y siempreinsatisfechas de la vida; las odiaba.¡Cómo quisiera humillarlas, torturarlas,insultarlas! ¡Pero no puede, no puede!En ningún momento olvida por qué estáallí. Le mantienen los ojos cerrados a lafuerza, pero la visión de su espíritu es

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muy poderosa. Vio un libro que crecíapor todos sus lados hasta colmar cielo ytierra, hasta el horizonte. Lenta ypacientemente, una brasa rojiza fuedevorando sus márgenes. Y él soportabasu martirio en silencio, airoso ysosegado. Los hombres chillan yberrean, el libro arde sin decir nada.Los mártires no gritan, los santostampoco.

De pronto, una voz que todo lo sabe,pues es la voz de Dios, proclama: «Aquíno hay libros. Todo es vanidad». Kiennota enseguida que esa voz es profética.Como si jugara, se sacude la chusma enllamas y salta de la hoguera. Se hasalvado. ¿Le dolió mucho? Ha sido

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infernal, se responde, pero menosterrible de lo que se cree. La voz lopuso contentísimo. Se vio alejarse,bailando, del altar. Al llegar a ciertadistancia, se volvió. Le apetecía reírsede la hoguera vacía.

Y allí se queda, sumido en lacontemplación de Roma. Ve una mesa demiembros que se agitan; el lugar apestaa carne quemada. ¡Qué necios son loshombres! Olvida su encono. ¡Con sóloun salto se salvarían!

De repente —ignora cómo ocurrióaquello—, los hombres se transformanen libros. Lanzando un grito, se precipitaenloquecido hacia la hoguera. Corre,jadea, se insulta, salta a las llamas y es

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de nuevo apresado por cuerposimplorantes. El mismo terror de antes seapodera de él; pero la voz de Dios lolibera, se escapa y vuelve a contemplarel mismo espectáculo desde el mismositio. Se deja engañar cuatro veces. Lasescenas se suceden cada vez más deprisa. Sabe que está bañado en sudor. Ensecreto anhela las pausas que se leconceden entre un paroxismo y otro. A lacuarta tregua, lo sorprende el JuicioFinal. Ve carruajes gigantescos, deltamaño de una casa o de una montaña, eincluso tan altos como el cielo,acercarse al insaciable altar desde dos,diez y veinte sitios diferentes: de todaspartes. La voz, potente y destructora,

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exclama con sorna: «¡Esta vez sonlibros!». Kien lanza un rugido y sedespierta.

Media hora más tarde aún seguíabajo los efectos de aquel sueño, el peorde cuantos recordara. Un fósforo malapagado mientras él se distraía en lacalle… ¡y adiós biblioteca! La habíaasegurado varias veces. Pero sepreguntaba si tendría fuerzas suficientespara sobrevivir a la destrucción deveinticinco mil volúmenes y, menos aún,para encargarse de cobrar el seguro.Tomó uno con sumo desprecio y luego seavergonzó de haberlo hecho. Hubierapreferido anularlo. Si pagaba las primasvencidas era sólo por no ir más a un

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establecimiento en el que los libros y elganado se hallan sometidos a las mismasleyes, y librarse de los cobradores que,sin duda, enviarían a su domicilio.

Un sueño pierde su poder cuandoaislarnos sus componentes. Dos díasantes, Kien estuvo mirando unos códicesminiados mexicanos, uno de los cualesrepresentaba el sacrificio de un cautivopor unos sacerdotes disfrazados dejaguares. El encuentro casual con unciego, ocurrido pocos días antes, le hizopensar en Eratóstenes, el ancianobibliotecario de Alejandría. El nombrede Alejandría evoca en todo el mundo elincendio de la famosa biblioteca. En unaxilografía medieval, cuya ingenuidad lo

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hacía reír siempre, se veía a unos treintajudíos que, en medio de enormes llamas,salmodiaban tenazmente sus plegarias.Admiraba a Miguel Ángel, cuyo JuicioFinal ponía por encima de todo. En él,los pecadores eran brutalmentearrastrados al infierno por demoniosdespiadados. Uno de los condenados,quintaesencia de la angustia y ladesolación, oprime entre sus manos sucobarde cabezota; varios diablos sesierran a sus piernas, pero como élnunca supo ver la desgracia ajena, ahoraes incapaz de ver la suya propia. En laparte superior se yergue un Cristo, nadacristiano en realidad, que condena a losréprobos con brazo firme y poderoso.

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Con todos estos elementos, susubconsciente había elaborado un sueño.

Cuando sacó el aguamanil conruedas de su habitación, Kien escuchóun «¿Levantado?» en voz más alta quede costumbre. ¿Qué le daba a esa mujerpor gritar tanto a esas horas, cuando élestaba aún medio dormido? Es ciertoque le había prometido un libro.Tratándose de ella, sólo podría ser unanovela. Aunque no hay espíritu quemedre con novelas. El placer que enocasiones nos ofrecen se paga muy caro:acaban por erosionar el carácter másfirme. Aprendemos a identificarnos contodo tipo de personas. Uno le coge elgusto a ese vaivén perpetuo y se

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confunde con los personajes que leagradan. Cualquier punto de vista nosresulta concebible. Nos lanzamos confruición tras objetivos ajenos yperdemos de vista los nuestros. Lasnovelas son como cuñas que el escritor,aquel histrión de la pluma, va clavandoen la hermética personalidad de suslectores. Cuanto mejor calcule lasmedidas de la cuña y la resistencia porvencer, más dividida dejará a suvíctima. El Estado debiera prohibir lasnovelas.

A las siete abrió Kien otra vez lapuerta. Teresa estaba detrás, tan discretay optimista como siempre, con la orejaalgo más gacha.

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—Servidora —le recordó sininmutarse. La poca sangre que tenía se lesubió a Kien al cerebro. Ahí estaba esamaldita falda pegada al suelo,recordándole su irreflexiva promesa.

—¡Querrá usted el libro! —le gritó,soltando un gallo—. ¡Y lo tendrá!

Le tiró la puerta en la cara, sedirigió con paso vacilante al tercercuarto y sacó con un dedo Lospantalones del señor von Bredow.Guardaba este libro desde sus primerosaños escolares, época en que lo leyerontodos sus compañeros de curso, y nopodía verlo debido al mal estado en quese lo dejaron. La cubierta manchada ylas páginas grasientas le causaron un

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placer maligno. Tranquilizado, volviódonde Teresa y le puso el libro ante losojos.

—No hacía falta —dijo ella,sacando un alto de papeles que llevababajo el brazo. Papel de embalar,observó él. Con aire solemne buscóTeresa uno apropiado y forró el librocomo quien envuelve a un bebé en unpañal. Luego cogió un segundo pliego ydijo—: Lo que abunda, no daña. —Como el segundo forro no le quedó bien,lo arrancó y probó con un tercero.

Kien seguía sus movimientos comosi aquél fuera su primer encuentro. Lahabía subestimado. Trataba a los librosmejor que él. No tardó en ponerle doble

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forro a aquel viejo libraco, que élodiaba. Mantenía los pulpejos de ambasmanos alejados de la tapa y sólotrabajaba con la punta de los dedos, queademás no eran tan gruesos. Kien sesintió avergonzado de sí mismo y a lavez contento de ella. ¿Por qué nobuscarle otra cosa? Se merecía unalectura menos sucia. Aunque paraempezar no estaba mal. Además, notardaría en pedirle un segundo. Hacíaocho años que la biblioteca estaba enbuenas manos y él no lo sabía.

—Mañana saldré de viaje —dijo élde pronto, mientras ella alisaba el forrocon los nudillos—. Por varios meses.

—Entonces podré sacudir todo a

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fondo. ¿Me bastará con una hora?—¿Qué haría usted si estallase un

incendio?Teresa se asustó y soltó los papeles.

Sólo conservó el libro en la mano.—¡Santo Cielo! ¡Salvar la

biblioteca!—Pues sepa que no pienso irme; era

sólo una broma.Kien sonrió. Fascinado ante esa

prueba de fidelidad —estando él deviaje y los libros solos—, se le acercó,le dio unos golpecitos en el hombro consus dedos huesudos y le dijo en tonocasi cordial:

—Es usted muy amable.—Y ahora enséñeme lo que ha

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escogido para mí —dijo ella, estirandolas comisuras de los labios casi hastalas orejas. Abrió el libro, leyó en vozalta: Los pantalones… y se detuvo. Nollegó a sonrojarse, pero un ligero sudorhumedeció su rostro.

—¡Vaya, vaya, profesor! —exclamómientras se deslizaba, veloz y triunfante,a la cocina.

Los días siguientes, hizo Kiengrandes esfuerzos por recuperar suantiguo poder de concentración. Habíainstantes en los que, cansado de suscompromisos filológicos, anhelaba, ensecreto, frecuentar seres humanos pormás tiempo del que su carácter se lopermitía. Al combatir abiertamente esas

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tentaciones, perdía mucho tiempo, yéstas salían, por lo general,robustecidas. Por eso inventó un métodomás ingenioso: vencerlas por la astucia.No apoyaba la cabeza en su escritorio nise perdía en vanos deseos. No selanzaba por calles y plazas aintercambiar charlas triviales concualquier loco. Por el contrario, fuepoblando su biblioteca de amigosselectos, entre los que prefería a losantiguos chinos. Los hacía bajar dellibro y del estante al que pertenecían,los invitaba a acercarse y a tomarasiento, saludándolos o amenazándolossegún el caso, les ponía sus propiaspalabras en la boca y defendía sus tesis

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contra ellos hasta que se callaban. Deeste modo, los debates que tuviera quepresentar por escrito adquirían unafuerza y un encanto inesperados.Además, practicaba el chino hablado,enalteciéndose al oír las sabias frasesque, ágiles y lapidarias, iban brotandode sus labios. Si voy al teatro, pensaba,oiré un diálogo absurdo que distrae envez de instruir y a la larga resultaaburrido. Tendría que sacrificar dos otres preciosas horas para luego irme adormir molesto. Mis diálogos, encambio, duran menos y son de otronivel. Así justificaba ante sí mismo suinocente juego, que a un espectador lehubiera parecido extraño.

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Muchas veces encontraba Kien, encalles o librerías, gente bárbara que lodejaba de una pieza con declaracionesde hondo contenido humano. Para borrartoda impresión que no avalase sudesprecio por la masa, efectuaba en esoscasos un pequeño cálculo. ¿Cuántaspalabras articulará ese tipo al día?Como mínimo diez mil, de las que sólotres tendrán sentido. Eran las que, porazar, él escuchaba. Basta con verle lacara para adivinar los miles de palabrasque afluyen diariamente a su cerebro, lasque piensa y no pronuncia: un revoltijode sandeces. Por suerte no las oímos.

El ama de llaves, en cambio,hablaba poco porque siempre estaba

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sola. De entrada, ambos tenían en comúnalgo que reclamaba su atención de horaen hora. Nada más verla, recordaba Lospantalones del señor von Bredow y sudoble forro. El libro llevaba años en subiblioteca. Siempre que pasaba frente aél, el simple aspecto del lomo le partíael corazón. Sin embargo, lo dejó comoestaba. ¿Por qué no se le habría ocurridoponerle un bonito forro? Fue un fallolamentable. Tuvo que venir una simpleama de llaves y dar el ejemplo.

¿O sería sólo una comedia? Tal vezse le insinuase para darle más confianza.Su biblioteca era famosa. Muchoslibreros lo acosaban en busca deejemplares únicos. ¿No estaría

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preparando un robo en gran escala?Convendría saber qué hacía a solas conel libro.

Un día la sorprendió en la cocina. Surecelo lo atormentaba y quiso disiparlo.Si lograba desenmascararla, la echaríade inmediato. Deseaba un vaso de agua,le dijo; no debió oír su llamada.Mientras ella lo atendía muy solícita,Kien examinó la mesa a la que estabasentada. Sobre un cojincito deterciopelo bordado vio su libro, abiertoen la página 20. Había avanzado poco.Ella le alcanzó el vaso en un platito:llevaba puestos unos guantes decabritilla blanca. Él se olvidó de apretarlos dedos contra el vaso, que se fue al

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suelo seguido por el plato. El ruido y laconfusión vinieron en su ayuda. Nohubiera podido emitir una sílaba. Leíadesde la edad de cinco años, es decir,hacía ya treinta y cinco, y nunca se leocurrió ponerse guantes para leer. Suestupor le pareció ridículo, de modo quese sobrepuso y preguntó a la ligera.

—Ha avanzado poco, ¿verdad?—Releo cada página doce veces, a

ver si saco algún provecho.—¿Le gusta? —Se obligó a hacer

más preguntas para no seguir al vaso ensu caída.

—Un libro siempre es lindo. Loimportante es entenderlo. Tenía manchasde grasa; he probado con todo, pero no

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salen. ¿Qué puedo hacer?—Son manchas muy viejas.—Con todo es una lástima. ¡Óigame,

un libro así es muy valioso!No dijo «cuesta», sino «es muy

valioso». Se refería al valor intrínseco,no al precio. ¡Y él le hablaba todo eltiempo del capital que había en subiblioteca! Esa mujer debíadespreciarlo. Era un alma generosa: sepasaba las noches intentando quitarmanchas viejas en vez de dormir. Él, pordesairarla, le presta el más deteriorado,grasiento y raído de sus libros, y ella locuida con amor. Era compasiva, no conla gente —lo que no tendría ningúnmérito—, sino con los libros. Dejaba

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que los débiles y oprimidos vinieran aella. El ser más humilde, desvalido yolvidado del planeta podía contar consus cuidados.

Presa de gran agitación, Kienabandonó la cocina sin decirle unapalabra a aquella santa.

En los altos salones de su biblioteca,reanudó sus idas y venidas y llamó aConfucio. Éste bajó de la pared deenfrente, tranquilo y decidido, lo cual noes ningún mérito cuando se tiene unavida por detrás hace ya siglos. Kien sele acercó a grandes trancos, olvidandoel respeto que le debía. Su agitacióncontrastaba extrañamente con la actituddel sabio chino.

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—¡Creo tener cierta cultura! —legritó a cinco pasos de distancia—, ¡ytambién algo de tacto! Han queridoconvencerme de que la cultura y el tactosiempre van unidos, y que éste esinconcebible sin aquélla. ¿Quién quisoconvencerme de esto? ¡Tú! —No vacilóen tutear a Confucio—. ¡Y de prontoviene una persona sin ningún asomo decultura, pero con más tacto, corazón,dignidad y calor humano que yo, tú ytoda tu escuela de sabios junta!

Confucio permaneció impasible. Nisiquiera se le olvidó hacer una veniacuando Kien le dirigió la palabra. Peseal increíble ultraje, no frunció sus bienpobladas cejas, bajo las cuales

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brillaban, antiquísimos, dos ojos negrosy sabios como los de un mono. Congesto solemne abrió la boca y pronuncióel siguiente aforismo:

«A la edad de quince años mivoluntad se encaminó al estudio, a lostreinta seguía firme en mi camino y a loscuarenta no tuve ya más dudas… perosólo a los sesenta se me destaparon losoídos».

Kien se sabía esta frase de memoria.Pero como réplica a su virulento ataque,le resultó muy enojosa. Comparórápidamente las fechas por sicoincidían. Él, a los quince años,devoraba a escondidas y contra lavoluntad de su madre libro tras libro: de

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día en la escuela, de noche bajo lamanta, a la escasa luz de una linterna debolsillo. Si su hermano menor Georg, aquien la madre nombrara centinela, sedespertaba casualmente por la noche, learrancaba a Peter la manta de un tirónpor ver si dormía. De su rapidez paraesconder linterna y libro bajo el cuerpodependían sus lecturas en las nochessiguientes. A los treinta aún perseverabaen su dedicación a la ciencia. Rechazabacon desdén las cátedras que le ofrecían.Con los intereses de su herencia paternahubiera vivido sin problemas hasta el finde sus días. Sin embargo, prefirióinvertir el capital en libros. En pocotiempo, tal vez menos de tres años, no le

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quedaría nada. Pero él nunca pensaba enlas dificultades futuras ni tampoco lestemía. Ahora había entrado en loscuarenta. Hasta aquel día jamás tuvo unaduda. Más no lograba superar lo de Lospantalones del señor von Bredow. Aúnno estaba en los sesenta, si no ya hubieraabierto los oídos. Aunque, ¿a quiéndebía abrírselos?

Como si hubiera adivinado supregunta, Confucio avanzó un paso, hizouna venia, aunque Kien le llevara doscabezas, y le dio el siguiente consejo entono confidencial:

«Observa la idiosincrasia de lagente, considera los móviles de susacciones, examina las cosas que los

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satisfacen. ¿Quién podrá ocultarse?¿Quién podrá ocultarse?».

Una gran tristeza invadió a Kien.¿De qué sirve saber de memoria esaspalabras? Hay que aplicarlas, ponerlas aprueba, confirmarlas. En vano haconvivido ocho años con un ser humano.Conozco su idiosincrasia, pero nuncapensé en sus móviles. Sé lo que hace pormis libros —cada día tengo el resultadoa la vista—, y pensaba que lo hacía pordinero. Desde que sé lo que la satisface,conozco mejor sus móviles. Quitarmanchas de libros grasientos ydesvalidos, con los que nadie cambiauna palabra de consuelo. Tal es sudistracción y su descanso. Si, movido

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por mi cobarde recelo, no la hubierasorprendido en la cocina, su buenaacción hubiera permanecido ignorada.En su retiro, le bordó un cojín a su hijitoadoptivo y lo arropaba cuidadosamenteen él. En ocho años nunca la he vistollevar guantes. Pero antes de atreverse aabrir un libro, aquel libro, fue acomprarse un par de guantes con elsueldo que penosamente gana. No estonta, y en general tiene sentido práctico.Sabe muy bien que por el precio de esosguantes podría comprar tres libros comoaquél, y nuevos. He cometido una granfalta. He estado ocho años ciego.

Confucio no le dio tiempo apensárselo otra vez. «Errar sin

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enmendarse es lo que se llama errar. Sicometes una falta, no tengas vergüenzaen enmendarla».

Será enmendada, exclamó Kien. Ledevolveré los ocho años perdidos. ¡Mecasaré con ella! Es el mejor modo detener mi biblioteca en orden. En caso deincendio puedo confiar en ella. Sihubiera construido una persona a miantojo, el resultado no habría sido tanhalagador. Tiene buen carácter. Es unamadre adoptiva nata. Y con el corazónen su lugar. No hay cabida en él paragentuza analfabeta. Podría buscarse unamante: un panadero, un carnicero, unsastre, un bárbaro o un simio cualquiera.Pero no se decide. Los libros le han

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robado el corazón. ¿Hay algo mássimple que casarse?

Se había olvidado por completo deConfucio. Al dirigir la mirada haciadonde éste estaba, vio que habíadesaparecido. Sólo percibió la voz,débil pero clara, que le decía: «Ver lojusto y no hacerlo es falta de valor».

Kien no alcanzó a agradecerle suestímulo final. Corrió hacia la cocina yasió violentamente la manija, que se lequedó en la mano. Sentada ante su cojín,Teresa fingía estar leyendo. Al sentirlodetrás de ella, se levantó para que vierael libro. La impresión del diálogoanterior no se le había borrado. Por esoregresó a la página 3. Él titubeó un

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instante sin saber qué decir, y se mirólas manos. Entonces vio la manija rota yla tiró con rabia al suelo. Luego seplantó muy tieso frente a ella y le dijo:

—¡Deme usted su mano!Teresa suspiró:—¡Pero oiga! —Y se la tendió.

«Ahora querrá seducirme», pensó, yempezó a sudar por todo el cuerpo.

—No —corrigió Kien; no se referíaa su mano en el sentido literal—:¡Quiero tomarla por esposa!

Teresa no esperaba una decisión tanrápida. Echó, conmovida, su cabeza alotro lado y replicó con orgullo,luchando contra el tartamudeo:

—¡Servidora!

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El mejillón

La boda se celebró en la intimidad.Actuaron de testigos un viejo mozo decordel, que le exigía aún a su ruinosocuerpo uno que otro servicio, y un alegreremendón que, aunque evitaraastutamente su propia boda, daba suaguardentosa vida por presenciar lasajenas. Instaba a sus mejores clientes acasar pronto hijas e hijos, elogiando loscasamientos precoces en términosconvincentes. «Cuando los hijos seinstalan, llegan los nietos. Y si procuracasar pronto a sus nietos, tendrá ustedbisnietos». Al final hablaba de su

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hermoso traje, que le permitíapresentarse en todas partes. Si la bodaera imperante, lo mandaba a plancharfuera; si no, lo planchaba él mismo encasa. Sólo pedía una cosa: que leavisaran con tiempo. Si pasaban muchosdías sin que lo llamasen, él, más bienlento por naturaleza, se ofrecía a hacerreparaciones gratuitas e instantáneas.Hombre en general poco de fiar, cumplíaen estos casos sus promesas y cobrabade verdad precios muy bajos. Los hijos—en su mayoría chicas—, que fueran lobastante desalmados como para casarseen secreto y contra la voluntad de suspadres, pero no lo suficiente pararenunciar a la boda, también solían

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utilizar sus servicios. Y él, que era laindiscreción en persona, se volvíaentonces una tumba. No dejaba queninguna alusión lo traicionase cuando,pomposamente y con lujo de detalles,relataba a las inocentes madres la bodade sus propias hijas. Antes de retirarse asu «nidito ideal», como llamaba alasunto, colgaba en la puerta del taller uncartel enorme donde se leía, escrito enletras torcidas y al carbón: «Salí por unrecado urgente. Quizá regrese. Elinfrascrito: Hubert Beredinger».

Fue el primero en enterarse de ladicha de Teresa, y dudó de la veracidadde sus palabras hasta que ella, ofendida,lo invitó al Registro Civil. Concluida la

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ceremonia, los testigos acompañaron ala pareja hasta la calle. El mozo decordel se deshizo en reverencias alrecibir su propina. Luego se alejómurmurando votos de felicidad:…si menecesitan, ya saben,…, le oyeron decirlos Kien. A diez pasos de distancia, suboca vacía siguió echando elogios. Encambio, Hubert Beredinger estabaamargamente desilusionado. Las bodasasí no le gustaban. Él manda planchar sutraje, y el novio se presenta en ropa detrabajo: con las suelas gastadas, el trajeraído, sin mostrar amor ni ganas; en vezde mirar a la novia no hizo sinoobservar las actas. Pronunció el «sí»como quien dice «gracias» y no le

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ofreció el brazo a la vejestoria. Encuanto al beso, que alimentaba alremendón varias semanas —un besoajeno equivalía a veinte de los suyos—,ese beso que le había castado algo, elbeso que, como un «recado urgente»,colgaba de su tienda, el beso público,presenciado por un funcionario, el besonupcial, el beso eterno, el Beso, elBeso…, brilló sencillamente por suausencia. Al despedirse, el remendón senegó a darles la mano, disimulando suencono con una odiosa risita. —Unmomento, por favor— cloqueó como unfotógrafo. Los Kien titubearon. Elindividuo se inclinó de pronto ante unadama, le acarició el mentón, dijo en alta

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voz «cu-cú» y bosquejó lascivamentesus rollizas formas. Su redonda cara seensanchó aún más las dos mejillas se lehincharon, el mentón se le achatóbruscamente y, en torno a sus ojos,vibraron unas como sierpes ágiles ydiminutas, mientras sus manos seguíandescribiendo curvas cada vez másamplias. La mujer iba engordando desegundo en segundo. Él le echó aún dosmiradas y dedicó la tercera al novio,animándolo. Por último atrajo a la mujerhacia él, y, con la mano izquierda, lepalpó insolentemente un seno.

Por cierto que la dama con la que elremendón se divertía era imaginaria,pero Kien comprendió su juego

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impúdico y se alejó rápidamente conTeresa, que también miraba.

—¡Ya está borracho en pleno día! —dijo ella, y se aferró al brazo de suesposo, cuya indignación compartía.

En la parada siguiente esperaron eltranvía. Para hacer ver que todos losdías son iguales —incluso el de la boda— Kien no cogió un taxi. Cuando llegóel tranvía, él saltó a la escalerillaprimero. Ya en la plataforma, recordóque las mujeres suben antes y volvió abajar de espaldas, chocandoviolentamente con Teresa. Furioso, elrevisor dio la señal de partida y eltranvía arrancó sin ellos.

—¿Qué pasa? —preguntó Teresa en

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tono de reproche. Claro que le hadolido.

—Quise ayudarla, perdón…ayudarte a subir.

—Vaya —dijo ella—, ¡sólo faltaría!Cuando al fin se sentaron, él pagó

por ambos, esperando reparar así sutorpeza. El cobrador le entregó losbilletes a Teresa. En vez de agradecer,ella estiró la boca de oreja a oreja y ledio un codazo a su marido.

—¿Sí? —preguntó él.—¡Habrase visto! —dijo ella con

sorna, blandiendo los billetes a espaldasdel cobrador. Se estará burlando de él,pensó Kien, y guardó silencio.

Empezaba a sentirse incómodo. El

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coche se fue llenando.Frente a él se sentó una mujer con

cuatro niños, a cuál más pequeño.Instaló a dos en su regazo y los otros dosse quedaron de pie. Un señor que ibasentado junto a Teresa, se levantó parabajar.

—¡Aquí, aquí! —gritó la madre,señalándoles el sitio a sus críos. Losniños, un chico y una chica en edad pre-escolar, se abalanzaron al asiento. Unanciano se acercaba en direcciónopuesta. Teresa estiró ambas manos paraguardarle el sitio, pero los niños secolaron por debajo: querían demostrarque eran muy listos. Sus cabecitasemergieron junto al banco, pero Teresa

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las barrió como si fueran polvo—. ¡Mishijos! —gritó la madre—, ¿qué se hacreído?

—¡Pero oiga! —replicó Teresa,mirando significativamente a su marido—, los niños después. —En ese instantellegó el anciano, que agradeció y tomóasiento.

Kien comprendió la mirada de suesposa. ¡Como estuviera ahí su hermanoGeorg! Establecido en París comoginecólogo, gozaba, con apenas treinta ycinco años, de una buena reputación muysospechosa. Sabía más de mujeres quede libros. A los dos años de acabar susestudios, se convirtió en uno de losmédicos preferidos de la alta sociedad,

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siempre propensa, en su vertientefemenina, a enfermar. Esos signosexteriores de éxito le granjearon elmerecido desprecio de Peter, quien talvez le hubiera perdonado su belleza, porser cosa innata y de la que él no eraculpable. Su carácter, por desgraciadébil, le impidió someterse a unaoperación que lo desfigurase,liberándolo así de las molestias de sertan bello. Demostró hasta qué punto eradébil abandonando la especialidad queal comienzo eligiera y pasándose, abanderas desplegadas, a la psiquiatría,campo en el que le iba muy bien, segúndecían. Pero en su corazón seguía siendoginecólogo. La vida disipada era algo

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que llevaba en la sangre. Pronto haríaocho años que Peter, indignado por lainconstancia de su hermano, interrumpióde golpe la correspondencia con él ydestruyó un montón de cartasangustiadas. Y no solía contestar lascartas que rompía.

Ahora, su matrimonio hubiera sidouna excelente excusa para reanudarrelaciones. Al estímulo de Peter debíaGeorg su interés por una carreracientífica. No era deshonroso, pues,pedirle consejo sobre algo relacionadocon su auténtica especialidad. ¿Cómotratar a ese ser tímido y reservado? Ellano era joven y tomaba la vida muy enserio. La mujer que iba sentada enfrente

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—con seguridad mucho más joven—tenía ya cuatro hijos; ella, en cambio,ninguno. «Los niños después». Parecíamuy claro; pero, ¿qué quiso decirexactamente? Tal vez que no queríahijos. El tampoco. Nunca pensó en tenerhijos. ¿Por qué le diría eso? Tal vez loconsiderase un inmoral. Ella conocía suvida. Llevaba ocho años familiarizadacon sus costumbres. Sabía que era unhombre de carácter. ¿Acaso alguna vezsalió de noche? ¿Qué mujer lo habíavisitado en ese tiempo, siquiera uncuarto de hora? Cuando la contrató, ledijo expresamente que, en principio, norecibía visitas, fueran éstas masculinas ofemeninas, lactantes o ancianos. Su

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misión era despedir a todos. «¡Nuncatengo tiempo!», fueron sus propiaspalabras. ¿Qué mosca le había picado?Ese impúdico remendón, tal vez. Ellaera un ser ingenuo e inocente, ¿cómoexplicar, si no, su gran cariño por loslibros, siendo tan inculta? La pantomimade ese cerdo fue demasiado obvia. Susgestos eran evidentes; hasta un niñohubiera comprendido que manoseaba auna mujer, aunque ignorase el por qué.La gente así, incapaz de dominarse en lavía pública, debiera estar en un asilo.Dan malos pensamientos a los quetrabajan. Y ella es hacendosa. Elremendón la ha contagiado. Si no, ¿porqué tocaría el tema de los niños? Es

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posible que oyera comentarios. Lasmujeres hablan mucho entre ellas. Talvez debió asistir a un parto en uno desus puestos anteriores. ¿Qué importabaque supiera todo? Hasta era mejor queexplicárselo uno mismo. Hay ciertopudor en su mirada, lo que a su edadresulta casi cómico.

Jamás se me ha ocurrido pedirlealgo vulgar. No podría hacerlo. Nuncatengo tiempo. Necesito seis horas desueño. Trabajo hasta las doce y melevanto a las seis. De día, los perros ydemás animales no hacen otra cosa. Talvez espere algo así de un matrimonio.Difícil. Los niños después. Absurdo.Quiso decir que lo sabe todo. Conoce la

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cadena en cuyo extremo están los hijosya grandes, e intenta decirlo con ciertagracia. Toma como pretexto un incidentenimio: la impertinencia de estos niños;la frase se justifica, pero su mirada fuepara mí solo. Equivalía a una confesión.Comprensible. Esas confesiones sonsiempre penosas. Me he casado, por loslibros: los niños después. No tieneningún sentido. Una vez dijo que losniños aprenden muy poco. Le leí unpasaje de Arai Hakuseki y se transfiguróde alegría. Fue la primera vez que setraicionó. Si no, ¡quién sabe cuándohubiera descubierto yo su cariño por loslibros! Ahí empezamos a acercarnos. Talvez sólo ha querido recordármelo.

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Recordarme que aún es la misma, que suopinión sobre los niños no ha cambiadodesde entonces. Mis amigos siguensiendo sus amigos. Mis enemigos sontambién los suyos. ¡El inocente sentidode sus cuatro palabras! Ignora otro tipode relación. Tendré que ir con cuidado.Podría asustarse. Actuaré con cautela.¿Cómo tocarle el tema? Hablar esdifícil. Y no tengo libros al respecto.¿Comprar alguno? No. ¡Qué pensaría ellibrero! No soy uno de esos cerdos.¿Enviar a alguien? ¿A quién? ¿A ellamisma? ¡Uf! ¡A mi propia esposa! ¡Quécobarde! Lo intentaré personalmente. ¿Ysi no quiere? ¿Y si grita? Los inquilinos,el portero la policía… toda esa gentuza.

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No me pueden hacer nada. Estoy casado.Es mi derecho. ¡Qué asco! ¿Cómo puedopensar en esas cosas? El remendón meha contagiado a mí, no a ella. ¿No te davergüenza? ¡A los cuarenta años! No leharé nada. Los niños después. ¡Sisupiera lo que en realidad quiso decir!¡Esfinge!

La madre de los cuatro niños se paróen ese momento.

—¡Cuidado! —advirtió, haciéndolospasar por la izquierda. Ella se quedó enla derecha, junto a Teresa, como unvaliente oficial. Contra las expectativasde Kien, le hizo una venia a su enemigay dijo—: ¡Qué suerte la suya: aún siguesoltera! —Lanzó una carcajada, y sus

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dientes de oro brillaron en señal dedespedida.

Cuando la mujer estuvo abajo,Teresa dio un salto y empezó a chillarcon voz desesperada:

—¡Oiga! ¿Y mi marido? ¡Oiga! ¿Ymi marido? ¡Todo porque no queremoshijos! ¡Oiga! ¿Y mi marido? —Yseñalaba a su marido, tirándole delbrazo. «Tendré que calmarla», pensó él.

La escena le resultó penosa; ellanecesitaba protección; siguió gritando ygritando sin parar. Por último, se irguióél cuanto alto era y exclamó ante todoslos pasajeros:

—¡Sí! —La habían ofendido y teníaque defenderse. Su réplica era tan vulgar

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como el ataque, pero ella no tuvo laculpa. Teresa se dejó caer en su asiento.Nadie, ni siquiera el señor que iba a sulado y al que le guardara el sitio, tomópartido por ella. El mundo estabacontaminado de amor a los niños.

Los Kien bajaron dos paradasdespués; Teresa por delante. De prontooyó Kien que alguien decía a susespaldas:

—Lo mejor que tiene es esa falda.Un auténtico baluarte. ¡Pobre hombre!¿Qué quieres que haga con semejantevejestoria? —Risotada general. Elrevisor y Teresa, que aún estaba en laplataforma, no oyeron nada. Pero elrevisor se rió.

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Ya en la calle, Teresa recibió muycontenta a su marido, diciéndole:

—¡Qué tipo tan divertido! —El tipodivertido se asomó del tranvía enmarcha, se llevó una mano a la boca ygritó dos sílabas incomprensibles.Estaba temblando, sin duda de risa.Teresa le hizo señas y, al ver la miradade perplejidad de su marido, se excusódiciendo—: Acabará en el suelo.

Pero Kien le miraba la falda ahurtadillas. Lucía más azul y almidonadaque de costumbre. Esa falda era parte deella como las valvas lo son del mejillón.No hay quien se atreva a abrir,forzándolo, un mejillón cerrado. ¡Unmejillón gigante, tan grande como esa

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falda! Habría que aplastarlo, reducirlo auna masa viscosa y erizada, de astillas,como él hizo una vez, de niño, en unaplaya. El mejillón no le ofrecía ni unresquicio. Nunca había visto uno pordentro. ¿Qué animal era el que sujetabalas valvas con tal fuerza? Quisoaveriguarlo en el acto. Tenía aquellacosa dura y pertinaz entre las manos, yluchaba con uñas y dedos por abriría. Elmejillón también luchaba por su lado. Sejuró no dar un paso hasta no haberloabierto. El mejillón se juró lo contrario:no quería ser visto. ¿Por qué tendrávergüenza?, pensó él; después lo soltaréy hasta lo volveré a cerrar, si quiere.Prometo no hacerle daño. Si es sordo, el

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buen Dios le transmitirá mi promesa.Discutió varias horas con él, pero suspalabras eran tan débiles como susdedos. Detestaba los rodeos; preferíallegar en línea recta a su objetivo. Por latarde vio pasar un barco enorme marafuera. Leyó con avidez las grandesletras negras pintadas en una de susbordas, y descifró el nombre: Alejandro.Entonces rompió a reír en medio de sucólera, se puso en un segundo loszapatos, tiró violentamente al suelo elmejillón y bailó una triunfal danzagordiana. De nada le sirvió esta vez laconcha. Sus zapatos la pulverizaron.Poco después lo tuvo al fin desnudo antesus ojos: un amasijo viscoso y miserable

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que quiso pasar por animal.Teresa sin concha, es decir sin falda,

no existía. La lleva siempreimpecablemente almidonada. Es suencuadernación en tela azul. Las buenasencuadernaciones la impresionan. ¿Porqué los pliegues no se borrarán con eltiempo? Es evidente que la plancha muyseguido. O acaso tenga dos. Ladiferencia no se nota. ¡Qué mujer tanhábil! No puedo arrugarle la falda. Sedesmayaría de pena. ¿Y qué hago si seme desmaya? Antes que nada,disculparme. Después, mientras vuelve aplancharla, irme a otro cuarto. ¿Por quéno se pondría la otra falda? Que no mecomplique tanto la vida. Era mi ama de

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llaves y me he casado con ella. Que secompre una docena de faldas y secambie más seguido. Bastará con que lasalmidone menos. Esa tiesura exageradaresulta ridícula. Los tipos del tranvíatenían razón.

No fue fácil subir las escaleras. Sindarse cuenta, Kien aflojó el paso. En elsegundo piso creyó estar ya en el suyo yse asustó. En ese instante apareció elpequeño Metzger, que bajaba cantando.En cuanto vio a Kien, señaló a Teresacon el dedo y se quejó:

—¡No quiere dejarme entrar!¡Siempre me tira la puerta! ¡Ríñala,profesor!

—¿Qué significa esto? —preguntó

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amenazadoramente Kien, que de prontovio ante sí un chivo expiatorio.

—Usted me dio permiso. Yo se lodije.

—¿A quién?—A ella.—¿A ella?—Sí, mi madre dice que es una

atrevida; que es sólo una sirvienta.—¡Mocoso inmundo! —gritó Kien,

alzando el brazo para abofetearlo.El chiquillo se agachó, dio un

traspié y, para no rodar por la escalera,se aferró a la falda de Teresa. Se oyó elcrujido de la ropa almidonada aldesgarrarse.

—¡Cómo! —gritó Kien—, ¡y encima

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se insolenta! —El chico se estababurlando de él. Totalmente fuera de sí,lo atacó a puntapiés, lo alzó en vilo porlos cabellos y, jadeando, le asestó dos otres bofetadas con sus huesudas manosantes de darle el empellón final.Llorando, el chiquillo se precipitóescaleras arriba.

—¡Se lo diré a mi madre! ¡Se lo diréa mi madre! —Una puerta se abrió yvolvió a cerrarse en el piso de arriba.Una voz femenina empezó a chillar.

—¡Lástima! ¡Una falda tan bonita!—dijo Teresa, disculpando la violenciade los golpes; se detuvo y miróextrañada a su protector. Era el momentode prepararla, de decirle algo. Él

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también se detuvo.—Sí, es verdad, una falda tan bonita.

Pero, ¿hay algo eterno en este mundo?—preguntó, feliz de aludir a aquel futuroinevitable citando un bello poemaantiguo. La mejor manera de decir algoes a través de un poema. Los poemas seadaptan a cualquier situación. Designana las cosas por circunloquios y, sinembargo, los entendemos. Unospeldaños más arriba, se volvió haciaella y le dijo:

—Bello poema, ¿verdad?—Oh sí, los poemas siempre son

bellos. Pero hay que entenderlos.—Todo hay que entenderlo —

replicó él lentamente, recalcando las

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palabras, y se ruborizó.Teresa le dio un codazo en las

costillas, levantó el hombro derecho,echó la cabeza al otro lado y dijo entono agudo y desafiante:

—Ahora lo veremos. El agua mansaes muy profunda.

Pensando que se refería a él, Kieninterpretó sus palabras como una crítica.Se arrepintió de su alusióndesvergonzada. El tono burlón de larespuesta de Teresa le quitó el últimoresto de valor.

—Yo… en realidad… no quise decireso —tartamudeó.

La puerta del apartamento lo sacó deapuros. Se sintió aliviado al meter la

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mano en el bolsillo y buscar las llaves.Eso le permitió, por lo menos, bajardiscretamente la mirada. ¡No lasencontraba!

—Olvidé las llaves —dijo. Tendríaque forzar la puerta como aquel día hizocon el mejillón. Todo eran dificultades,nada le salía bien. Abatido, buscó en elotro bolsillo del pantalón. ¡Nada, nirastro de las llaves! Siguió buscandohasta que oyó un ruidito en la puerta.¡Ladrones!, fue lo primero que pensó.Pero en el mismo instante vio la manode Teresa en la cerradura.

—Por eso traje las mías —dijo ella,rebosante de satisfacción.

Por suerte no le pidió «auxilio»,

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aunque tenía la palabra en la punta de lalengua. No se hubiera atrevido a mirarlapor el resto de sus días. Se estabaportando como un niño. Lo de las llavesera la primera vez que le ocurría.

Finalmente entraron en el piso.Teresa abrió el dormitorio de Kien y loinvitó a pasar.

—Vuelvo enseguida —dijo,dejándolo solo.

Él lanzó una ojeada alrededor yrespiró hondo, como un recluso reciénliberado.

Sí, aquella era su patria, en la quenada malo podía sucederle. Sonrió alpensar que allí pudiera ocurrirle algo.Evitó mirar en dirección al diván-cama.

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Todo ser humano necesita una patria,aunque no como la conciben esospatrioteros primitivos o cualquierreligión, insulso anticipo de una patriaultraterrena. No, una patria en la que elsuelo, el trabajo, los amigos, lasdiversiones y el espacio espiritualconfluyan en un todo natural yorganizado, en una especie de cosmospropio. La mejor definición de patria esuna biblioteca Y la solución más sabiaes mantener a las mujeres lejos de esapatria. No obstante, si decidimosaceptar una, intentemos asimilaríatotalmente a la patria como lo hizo élmismo. En ocho largos, tranquilos ypacientes años, sus libros se encargaron

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de subyugar a esa mujer. Él,personalmente, no necesitó mover ni undedo. Sus amigos conquistaron a esamujer en su nombre. Cierto es que haymucho que decir sobre las mujeres, ysólo un loco es capaz de casarse sinperíodo de prueba. Él fue lo bastanteinteligente para esperar hasta loscuarenta años. ¿Quién soportaría comoél ocho años de prueba? Lo que había desuceder fue madurando paulatinamente.El hombre solo es dueño de su destino.Viéndolo bien, ya no le faltaba sino unamujer. No es que fuera un vividor —lapalabra «vividor» le recordaba a suhermano Georg, el ginecólogo—, él eratodo salvo un vividor. Pero las

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pesadillas de los últimos tiempos debíande estar relacionadas con la exageradaausteridad de su vida. Las cosascambiarían a partir de ahora.

Era absurdo seguir rehuyendo susobligaciones. Él era un hombre, ¿quédebía suceder ahora? ¿Suceder? No nosprecipitemos. Primero hay que decidircuándo. Ahora. Ella se defenderáobstinadamente; lo cual no deberíasorprenderlo. Es lógico que una mujerproteja su intimidad. Aunque, no biensuceda, lo admirará por ser tan hombre.Así son todas las mujeres, según dicen.Pues nada, ahora mismo. Decidido.Peter: ¡palabra de honor!

Segundo: ¿Dónde hacerlo? ¡Qué

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horrible pregunta! De hecho, todo eltiempo tuvo un diván-cama ante susojos. Deslizaba su mirada a lo largo delos anaqueles, y el diván laacompañaba. Sobre él veía al mejillónde la playa, azul y gigantesco. Dondeposaba su mirada, el diván también sedetenía, humillado y macizo, como sisoportara todo el peso de la biblioteca.Al aproximarse al diván real girabaKien la cabeza, rehaciendo su largotrayecto en retroceso. Ahora que suhonor estaba en juego, lo examinó máslarga y detenidamente. Claro está que sumirada, acaso por costumbre, rebotó aúnvarias veces. Pero al final se detuvo. ¡Eldiván, el diván real y vivo está vacío y

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no lleva mejillones ni cargas! ¿Por quéno ponerle una? ¿Por qué no cargarlocon una hermosa pila de libros? ¿Porqué no cubrirlo de libros hastadisimularlo casi por completo?

Kien obedece a su genial impulso.Reúne un alto de libros y los apilacuidadosamente en el diván. Le hubieragustado elegir unos cuantos de arriba,pero no hay tiempo: ella dijo quevolvería enseguida. Renuncia a suproyecto, deja la escalera en su lugar yse contenta con las obras selectas de losanaqueles inferiores. Superpone cuatro ocinco volúmenes pesados y los acariciavelozmente antes de buscar otros. Noelige obras mediocres por no ofender a

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su mujer. Aunque ésta entienda poco delibros, él quisiera agradecerle loscuidados y la comprensión quetestimonia al tratarlos. Llegará de unmomento a otro. Apenas vea el divánrecubierto de libros, se acercará a él y,como persona ordenada, le preguntarádónde hay que ponerlos. De este modoatraerá a la inocente criatura hasta latrampa. Los títulos de los librossuscitarán fácilmente una conversación,y él avanzará entonces paso a paso,conduciéndola adonde quería. Esaemoción inminente es el evento másgrande en la vida de una mujer. Noquiere asustarla, sino ayudarla. La únicaposibilidad es actuar con osadía y

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determinación. Aborrece lasprecipitaciones. En silencio bendijo loslibros. Siempre que ella no gritara…

Segundos antes oyó un ligero ruido,como si alguien abriera la puerta de lacuarta habitación. No le dioimportancia; hay cosas más urgentes quehacer. Contempla el diván blindadodesde su escritorio, calculando losposibles efectos, y el corazón se ledeshace de amor y adoración por suslibros. De pronto oye decir:

—¡Aquí estoy!Se vuelve: y allí estaba, de pie en el

umbral de la pieza contigua, envuelta enuna enagua blanquísima y guarnecida deanchos encajes. Lo primero que él

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pensaba ver era el azul, el peligro.Aterrado, la recorrió de abajo arribacon la mirada: llevaba la blusa puesta.

Gracias a Dios. Está sin falda. Ya notendré que arrugar nada. ¿Será decente?¡Qué suerte la suya! Yo me hubieraavergonzado. ¿Cómo puede hacerlo? Yole habría dicho: ¡quítatela! No, nohubiera podido. Y ella ahí de pie, contanta naturalidad, como si fuésemos dosviejos conocidos. Por supuesto, es mimujer. Como en cualquier matrimonio.¿Dónde habrá aprendido? Sin duda conesa pareja. Lo habrá visto todo. Comolos animales, que saben por instinto loque hay que hacer. No tiene libros en lacabeza.

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Teresa se le acerca balanceando lascaderas: no se desliza, se contonea. ¡Asíque su deslizarse proviene de la faldaalmidonada! Le dice en tono alegre:

—¿Por qué tan pensativo? ¡Ah, loshombres! —Luego dobla el meñique y,amenazadora, le señala el diván. «Yotambién debo acercarme», piensa él, yde pronto, sin saber cómo, está a sulado. ¿Qué hacer ahora? ¿Echarse sobrelos libros? Kien tiembla como unazogado y les reza: sus libros son elúltimo baluarte. Teresa capta su mirada,se agacha y, describiendo un ampliocírculo con su brazo izquierdo, barretodos los libros al suelo. Él los señalacon gesto de desamparo. Quiere gritar,

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pero el terror le oprime la garganta;traga saliva y no logra emitir ni unsonido. Un odio terrible lo invadelentamente: ¡Así que se atrevió! ¡Mislibros!

Teresa se quita la enagua, la doblacuidadosamente y la deja en el suelo,sobre los libros. Luego se arrellana enel diván, curva el meñique y Se dice,sonriendo con sorna:

—¡Acércate!Pero Kien sale del cuarto a grandes

trancos, se encierra en el lavabo —único espacio del apartamento en que nohay libros—, se baja maquinalmente lospantalones y, sentado en el retrete,rompe a llorar como una criatura.

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Un flamantemobiliario

—No pienso comer sola en la cocinacomo una sirvienta. La dueña de casanecesita una mesa.

—La mesa no existe.—Es lo que siempre digo: tendría

que haber una. ¿En qué casa decente secome en el dormitorio? Hace ocho añosque lo vengo pensando; ya era tiempo dedecírtelo.

Compraron la mesa con un comedorde nogal. Los recaderos lo instalaron enla cuarta habitación, la más alejada del

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estudio. Diariamente, y más bien ensilencio, comían y cenaban en susnuevos muebles. Al cabo de una semana,Teresa dijo:

—Hoy quisiera pedirte algo. En elpiso hay cuatro habitaciones. El maridoy la mujer tienen los mismos derechos.Así es la ley hoy en día. A cada cual lecorresponden dos. Bueno para uno,bueno para todos. Yo me quedo con elcomedor y la pieza de al lado. El maridoconserva su lindo escritorio y el grancuarto contiguo. Es lo más simple. Lascosas se quedan donde están. No haymás vueltas que darle. Lástima haberperdido tanto tiempo. Pero había quearreglarlo. Es lo mejor para los dos. El

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marido se instala en su escritorio y lamujer se entrega a sus labores.

—¡Perfecto! ¿Y los libros?Kien barrunta sus planes. No se

dejará engañar. Aunque le cueste dosfrases más, seguirá indagando.

—Casi no dejan espacio en miscuartos.

—¡Los trasladaré a los míos!La voz de Kien sonó enojada. ¡Dios

mío, cómo cuesta sacarle algo! Se hamolestado por los cuatro muebles.

—Pero, ¿por qué? Tanto trajín esmalo para los libros. Se me ocurre unaidea: déjalos donde están, No tocarénada, y a cambio me das el tercer cuarto.Así compensaremos. De todas formas,

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en ese cuarto no hay nada. Y el maridoestará solo en su lindo estudio.

—¿Te comprometes a no hablar en lamesa?

A él los muebles no le importan. Selos cobrará con creces. Ella, a veces,habla mientras comen.

—Por supuesto, me gusta estarcallada.

—¡Pongamos esto por escrito!Con gran agilidad se deslizó Teresa

detrás de él hasta el estudio. El contrato,que él redactó en un momento, no estabaaún seco cuando ella estampó su nombreabajo.

—¡Escucha bien lo que has firmado!—dijo él blandiendo el papel y, para

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mayor seguridad, leyó en voz alta lasfrases:

«Declaro que todos los librosguardados en las tres habitaciones queme corresponden son propiedad legal demi marido, y que nunca y bajo ningúnpretexto efectuaré el menor cambio en supropiedad. Por la cesión de los trescuartos me comprometo a guardarsilencio durante las comidas».

Ambos quedaron satisfechos. Porprimera vez desde la ceremonia en elRegistro Civil, se dieron un apretón demanos.

De este modo, Teresa, que antessolía estar callada por costumbre, supocuánto valoraba él su silencio. Pero le

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costaba cumplir la condición de la quedependían sus habitaciones. En la mesale pasaba los platos en silencio.Renunció espontáneamente a un viejodeseo, muy rumiado: el de explicarle almarido sus tareas culinarias. Lascondiciones del contrato se grabaronfijamente en su memoria. La obligaciónde guardar silencio se le hacía máspesada que el mismo silencio.

Una mañana, cuando él salía de suestudio para dar su acostumbrado paseo,Teresa le salió al encuentro y le dijo:

—Ahora puedo hablar, pues noestamos comiendo. Yo no podría dormiren ese diván-cama. ¿Crees que hacejuego con el escritorio? ¡Un mueble tan

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antiguo y caro junto a ese divándesvencijado! En toda casa decente hayuna cama decente. ¡Qué vergüenzacuando viene gente! Ese diván siempreme ha deprimido. Ayer estuve a punto dedecírtelo, pero al final me contuve. Unama de casa no puede aceptar que larechacen. ¡Ese diván es demasiado duro!¡Nunca he visto algo tan duro! Y eso noes bueno. No es que yo sea inmoral;nadie podrá reprochármelo. Pero lagente tiene que dormir. Lo importante esacostarse temprano y en una buena cama,no en una tan dura.

Kien la dejó hablar. Convencido deque no hablaría a ninguna hora, redactómal el contrato, exigiéndole silencio

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sólo en las comidas. Jurídicamente nohabía ruptura. Pero moralmente ella lere veló su lado débil, lo que no debíainquietar mucho a un ser de su calaña.Se propuso ser más cauto la próximavez. Si hablaba, la animaría a seguirhablando. Como si ella fuera muda y élsordo, Kien se hizo a un lado y siguió sucamino.

Pero ella volvió a la carga. Cadamañana se plantaba ante su puerta y eldiván le parecía algo más duro. Susmonólogos se fueron alargando, mientrasel humor de Kien se agriaba. Sinembargo, la escuchaba hasta el final sinpestañear, por prurito de exactitud.Estaba tan bien informada sobre el diván

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como si hubiera dormido años en él. Ladesfachatez de sus juicios loimpresionaba. El diván era más bienblando. Le venían ganas de taparle suabsurda boca con una sola frase. Sepreguntó hasta dónde llegaría suinsolencia y, para averiguarlo, decidióintentar un pequeño y alevosoexperimento.

Una mañana en que se explayótenazmente sobre la dureza del diván,Kien la miró con sorna a la cara —doscarrillos rechonchos y un hociconegruzco— y le dijo:

—¿Tú qué sabes? Quien duerme enél soy yo.

—Sin embargo lo sé: ese diván es

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duro.—¡Ajá! ¿Y cómo lo sabes?Y ella, sonriendo impúdicamente:—Pues no pienso decírtelo. Una

tiene sus recuerdos.De pronto, ella y su sonrisa burlona

le resultaron conocidas. Vio una enaguablanquísima guarnecida de encajes y unbrazo torpe y grosero que barrió unmontón de libros, dejándolos sobre laalfombra como muertos. Un monstruo,con medio cuerpo desnudo y el otromedio, oculto por una blusa, doblóenérgicamente la enagua y los cubriócon ella, como con un sudario.

Aquel día amaneció nublado paraKien. Su trabajo no le rindió nada y la

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comida le dio náuseas. Por una vez pudoolvidar. Pero el recuerdo resurgió másvivido que nunca. Esa noche no pegó elojo. El diván le pareció maldito yapestado. ¡Si sólo hubiera sido duro!Aquel recuerdo inmundo lo oprimía. Selevantó varias veces y barrió ese lastre.Mas la mujer era pesada y se quedabadonde le apetecía. La echósolemnemente del diván al suelo. Perouna vez acostado, volvió a sentir supresencia. El odio le impedía dormir.Necesitaba seis horas de sueño.Mañana, su trabajo tendría igual destinoque el de hoy. Constató que su diván erael eje de esos malos pensamientos.Hacia las cuatro de la madrugada, una

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idea feliz vino a salvarlo: decidiósacrificar el diván.

Se dirigió corriendo al cuarto de suesposa, situado junto a la cocina, ytamborileó en la puerta hasta que aTeresa le pasó el susto. Porque noestaba durmiendo. Desde que se casó,dormía poco. Cada noche esperaba ensecreto el gran suceso. Y ahora lo tenía.Necesitó varios minutos para creerlo. Selevantó de la cama sin hacer ruido, sequitó el camisón y se puso la enaguaguarnecida de encajes. Noche tras nochela sacaba de su maleta y la colgaba en lasilla, a los pies de la cama: una nuncasabe. Se envolvió en un amplio chalcalado, la segunda y realmente

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espléndida pieza de su ajuar —atribuíasu derrota inicial a la blusa—, y deslizósus pies anchos y enormes en dosminúsculas pantuflas rojas. Ya en lapuerta, susurró a media voz:

—¿Por Dios, quiere que le abra? —En realidad quiso decir: «¿Qué pasa?».

—¡Por el diablo, no! —chilló Kienhecho una furia: creyó haberladespertado de un profundo sueño.

Teresa se dio cuenta de su error. Eltono imperativo de su esposo prolongóun instante más sus esperanzas.

—¡Mañana me comprarás una cama!—rugió él. Ella no contestó.

»¿Entendido?Recurriendo a todas sus artes,

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Teresa susurró a través de la puerta:—Como quieras.Kien dio media vuelta, tiró la puerta

de su habitación como queriendosubrayar sus palabras, y se durmióenseguida.

Teresa se quitó su chal, lo acomodócon cuidado en la silla y recostó en lacama su macizo busto.

¡Qué maneras! ¡Será posible! ¡Comosi me importara! ¡Lo que puedeimaginarse un hombre así! Si a eso se lepuede llamar hombre. Yo con estaslindas bragas y un encaje tan caro, y élcomo si nada. Un hombre no es así. ¡Lade amantes que podría buscarme! ¡Quéguapo aquél hombre que visitaba

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siempre a mis antiguos patronos!Cuando le abría, me pellizcaba en labarbilla y me decía: «¡Cada día estásmás joven!». Ese sí era un hombre,grande y fuerte, que imponía respeto; noun pobre esqueleto. ¡Y cómo me miraba!Hubiera bastado un simple guiño…Cuando llegaba, pasaba yo al salón ypreguntaba:

«¿Qué querrán mañana los señores:asado con col y patatas salteadas, ocarne ahumada con choucroute yalbóndigas?».

Los dos viejitos nunca se ponían deacuerdo. Si él decía albóndigas, elladecía col. Yo entonces me acercaba alinvitado y decía:

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«¡Que decida el señorito!». Era unsobrino de ellos.

Me parece estar ante él y verlosaltar de su asiento —¡el muy fresco!—para darme una palmada en la espaldacon ambas manos: ¡era tan fuerte!

«Asado con col y albóndigas».¡Qué divertido! ¡Asado con

albóndigas! ¡A quién se le ocurre! Nuncahabía visto esa combinación.

«¡El señorito siempre tan alegre!»,decía yo.

Era un empleado de banco sintrabajo, pero bien indemnizado. Aunque,¿qué haces cuando se te acaba laindemnización? No, sólo me iré conalguien serio y jubilado o con un señor

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de buena posición, que ya tenga algo.¿Dónde estaría ahora? Nada de locuraspor un simple amorío. Hay que serprudente. En mi familia todos llegan aviejos. ¡Con la vida tan metódica quellevan! Es el resultado de acostarsepronto y no salir de casa. Incluso laharapienta de mi madre vivió hasta los74. Y ni siquiera falleció, como quiendice. Se murió de hambre porque notenía qué comer en sus últimos años. Erauna manirrota: cada invierno una blusanueva. Se lió con un tipo cuando aún nohacía seis años de la muerte de papá.¡Vaya petate! ¡Un carnicero que lepegaba y se iba todo el tiempo conchicas! Un día le arañé la cara. Quiso

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forzarme, y él, a mí, me daba asco. Lodejé entrar sólo por enfadar a mi madre.Siempre decía: ¡por mis hijos, todo!¡Qué cara puso cuando llegó a casa, deltrabajo, y encontró al tipo ése con suhija! No habíamos hecho nada. Elcarnicero pegó un salto, pero yo losujeté para que no se largase antes quela vieja entrara y nos viera encamados.¡Armó un escándalo! Mi madre lo sacódel cuarto a puñetazo limpio. Despuésme abrazó, rompió a berrear y hastaquiso besarme. Pero yo no me aguanté yla arañé.

«¡Eres una madrastra! ¡Sí, como looyes!», grité. Hasta su muerte vivióconvencida de que el tipo me había

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quitado la virginidad. Lo cual no escierto. Soy una persona decente y jamáslo he hecho con nadie. Así es; si una nose defendiera, tendría diez en cada dedo.¿Y después qué le queda? La vidaaumenta cada día. Las patatas ya cuestanel doble. ¡Quién sabe adónde iremos aparar! Pero a mí no me agarran. Ahoraestoy casada y me espera una vejezsolitaria…

Por los anuncios del diario, su únicalectura, conocía Teresa algunos girospintorescos que, en momentos de granexcitación o al tomar decisionesimportantes, solía intercalar en susmonólogos. Tales giros ejercían uninflujo tranquilizador en ella. Repitió:

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«me espera una vejez solitaria», y sequedó dormida.

Al día siguiente, se hallaba Kientrabajando a buen ritmo cuando entrarondos hombres con la nueva cama. Eldiván desapareció con su horrible carga,y la cama pasó a ocupar su lugar. Alsalir, los recaderos se olvidaron decerrar la puerta. De pronto volvieron aentrar con un aguamanil.

—¿Dónde lo ponemos? —preguntóuno al otro.

—¡En ningún sitio! —protestó Kien—. Yo no he encargado ningúnaguamanil.

—Ya está pagado —dijo el máspequeño de ambos.

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—Y la mesita de noche también —añadió el segundo, que se apresuró ameterla: una prueba de madera.

Teresa apareció en el umbral. Veníade hacer compras. Antes de entrar, llamóa la puerta abierta.

—¿Se puede?—Sí —exclamaron, riéndose, los

recaderos, sin esperar a Kien.—¿Ya están aquí los señores? —Se

deslizó discretamente hacia su marido,lo saludó inclinando hombros y cabeza,como si fueran dos viejos amigos, y ledijo:

—¿Qué, no lo he hecho bien? ¡Todopor el mismo precio! El marido esperaun mueble y la mujer trae tres a casa.

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—No los quiero. Sólo necesito lacama.

—¿Y por qué no? Hay que lavarse.Los dos hombres se dieron un

codazo, creyendo sin duda que él no selavaba nunca. Teresa lo enredó en unaconversación privada. Él no queríaconvertirse en un hazmerreír. Si hablabade su aguamanil con ruedas, losrecaderos lo tomarían por loco. Por esoprefirió dejar el nuevo ahí, pese a sufrío tablero de mármol. Podríadisimularlo a medias detrás de la cama.Para acabar cuanto antes con el malditotrasto, él mismo los ayudó a moverlo.

—La mesita de noche sobra —dijoseñalando un despreciable trasto, que

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resultaba cómico en medio de la enormepieza.

—¿Y el orinal?—¿El orinal?La idea de tener un orinal en la

biblioteca lo dejó helado.—¿Quieres ponerlo bajo la cama?—¡Cómo se te ocurre!—¿Son modos éstos de tratar a su

mujer ante extraños?Así que todo era un pretexto para

hablar. Quería hablar, hablar y sólohablar. Por eso abusaba de la presenciade los recaderos. Pero a él no loengatusaría. Comparado con sucháchara, un orinal equivalía a un libro.

—Pónganlo ahí, junto a la cama —

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dijo en tono áspero a los hombres—. Yahora pueden irse.

Teresa los acompañó hasta la puerta.Los trató con una cortesía exquisita y,contra su costumbre, les dio una propinaproveniente del bolsillo de su esposo.Cuando regresó, Kien había vuelto asentarse en el sillón, de espaldas a ella.No quería intercambiar nada con esamujer, ni siquiera una mirada. Comotenía el escritorio de por medio, Teresano pudo acercársele y tuvo quecontentarse con mirar su perfil torvo.Una justificación pareciole entoncesnecesaria y empezó a quejarse del viejoaguamanil con ruedas.

—El mismo trabajo dos veces por

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día. Una en la mañana, otra en la tarde.¿Será justo? Hay que ser un poco másconsiderado con su esposa. Unasirvienta gana menos…

Kien se incorporó de un salto yordenó, sin volverse:

—¡Basta! ¡Ni una palabra más! Losmuebles se quedarán donde están. Bastade discusiones. A partir de ahora, dejarécerrada la puerta que da a tushabitaciones. Te prohíbo entrar en estecuarto cuando yo esté. Yo mismo cogeréallá los libros que necesite. Saldré acomer a la una y a las siete en punto. Ypor favor no me llames, que puedo verla hora solo. Tomaré mis medidas contracualquier irrupción. Mi tiempo es

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precioso. ¡Y ahora vete, por favor!Hizo chasquear las manos

manteniendo las yemas de los dedosjuntas. Había hallado las palabrasadecuadas: claras, objetivas y distantes.Ella jamás se atrevería a contestarle ensu lenguaje torpe y grosero. Teresa semarchó, cerrando la puerta tras ella. Porfin pudo él desbaratar su comadreo. Envez de hacerla firmar contratos cuyotenor no respetaba, le hizo ver quién erael amo. Tuvo que sacrificar, es cierto,algunas cosas: la perspectiva de esascuatro habitaciones oscuras y llenas delibros; el espacio sin muebles de suestudio. Pero lo que ganó erainapreciable para él: la posibilidad de

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proseguir su trabajo, cuya primera yesencial condición era el silencio. PuesKien tomaba silencio como otrosaspiran el aire.

En cualquier caso, su primera tareafue habituarse a los cambios de suentorno. Pasó varias semanas torturadopor la estrechez de su nuevo barrio.Reducido a la cuarta parte de su espacioanterior, empezó a compadecer a lospresos, a los que antes —y contra laopinión general— consideraba felicespor la extraña oportunidad que tenían deaprender (la gente en libertad jamásaprende nada). Se acabaron las idas yvenidas que acompañaban sus grandesideas. Antes, cuando las puertas

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permanecían abiertas, una brisasaludable circulaba por la biblioteca.Los tragaluces dejaban entrar aire eideas nuevas. En momentos de granexcitación podía incluso levantarse yrecorrer cuarenta metros de ida y otroscuarenta de vuelta. La visión despejadahacia lo alto se correspondía con estaamplitud edificante. Por los tragalucesse apreciaba el cariz general del cielo,más tranquilo y atenuado que en larealidad. Un azul mate indicaba: el solbrilla, pero no me llega. Un grisigualmente mate: va a llover, pero nosobre mí. Un leve rumor anunciaba lasgotas que caían. Las sentía a ladistancia, pero ellas no lo tocaban.

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Sabía simplemente que el sol brilla, lasnubes pasan y la lluvia cae. Era como siviviese atrincherado contra el mundo;como si se hubiera construido un refugiocontra toda relación exclusivamentematerial, contra lo que sólo fueraterrenal —un refugio enorme, tan grandecomo para dar cabida a los escasosbienes que, en esta tierra, valen más quela tierra misma y que el polvo en que lavida se convierte—; como si además lohubiera cerrado herméticamente trasllenarlo con estos escasos bienes. Viajarpor lo desconocido equivalía a no viajaren absoluto. Basta con cerciorarse, através de los tragaluces, de lapersistencia de ciertas leyes naturales:

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la alternancia del día y de la noche, elincesante y veleidoso jugueteo delclima, el paso del tiempo, y uno viajasin necesidad de trasladarse.

Pero ahora, el refugio se habíareducido. Cuando Kien alzaba la miradade su escritorio, que ocupaba un rincóndel estudio, sus ojos tropezaban con unapuerta absurda. Cierto es que tras ellaestaban las tres cuartas partes de subiblioteca, cuya presencia sentía yhubiera sentido aun a través de cienpuertas. Pero limitarse a sentir lo queantes podía tocar, le parecía unadesgracia. A veces se reprochaba elhaber mutilado espontáneamente unorganismo unitario y que él mismo

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creara. Los libros no son seres vivos, deacuerdo. Carecen de sensibilidad y, porlo tanto, ignoran el dolor tal como losienten los animales y, probablemente,también las plantas. Pero, ¿quién hademostrado la insensibilidad total de loinorgánico? ¿Quién sabe si un libro noes capaz de anhelar, de un modo que noses extraño y que por eso no advertimos,la compañía de otros libros con los queconvivió un tiempo? Hay momentos enque la frontera tradicional trazada por laciencia entre los mundos orgánico einorgánico le parece, como cualquierfrontera humana, artificial y caduca atodo ser pensante. Nuestro secretodesacuerdo con esta dicotomía aflora en

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la expresión: «materia muerta». Pues loque se ha muerto, ha estado vivo. Aladmitir que una sustancia ya no vive, leestamos deseando haber vivido en algúntiempo. Lo que más extrañaba a Kien eraque la gente no apreciara los libros tantocomo a los animales. ¿Así que aquellafuerza omnipotente, que determinanuestros objetivos y nuestra existencia,participa menos en la vida que losanimales, nuestras impotentes víctimas?Pese a estas dudas, él se sometió a laopinión corriente, pues la fuerza de unsabio radica en limitar todas sus dudas asu campo de estudios. En él puede darlibre curso a esta tenaz y sempiternamarejada; en otros campos, y, en

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general, ha de aceptar los criteriosimperantes. Kien, por ejemplo, tendrábuenos motivos para dudar de laexistencia del filósofo Lie-Tse. Pero dapor seguro que la Tierra gira alrededordel sol, y la luna, en torno a nosotros.

Por lo demás, tenía cosas másgraves que sopesar y superar. Losmuebles le inspiraban repulsión.Aborrecía su obstinada presencia, quese filtraba hasta en sus ensayos. Elespacio que ocupaban se contradecíacon la nimiedad de su importancia.Ahora, él estaba a merced de esostoscos maderos. ¿Qué le importabadónde dormía y dónde se lavaba? Prontoempezaría a hablar también de comida,

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como el noventa por ciento de lahumanidad: los que tienen en exceso,más aún que los que nada tienen.

Se hallaba justamente inmerso en lareconstrucción de un texto. Las palabrasemitían un sordo rumor. Ávido como uncazador, el ojo alerta, excitado, perofrío, iba él saltando de frase en frase. Depronto tuvo necesidad de un libro y fue abuscarlo. Mas cuando se disponía acogerlo, la imagen de la maldita camacruzó por su mente, rompiendo elriguroso esquema de sus razonamientosy alejándolo a millas de su presa. Viomuchos aguamaniles confundir losmejores rastros. Se vio a sí mismodurmiendo en pleno día. Si se sentaba,

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tendría que empezar desde el principio,explorar el distrito de caza, recuperar suestado de ánimo. ¿Por qué esa pérdidade tiempo? ¿Por qué ese despilfarro deenergías y concentración?

Poco a poco fue cogiéndole odio ala grotesca cama. No podía cambiaríapor el diván, que era aún peor, nitampoco sacaría, pues los otros cuartoseran de su mujer. Además, ésta nohubiera aceptado devolver lo que erasuyo. Kien lo sabía aun antes de hablarley no estaba dispuesto a reanudar lasnegociaciones, pues ahora tenía unaventaja incalculable sobre ella: llevabanya varias semanas sin intercambiar unapalabra, y él se guardaría bien de

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romper aquel silencio. Antes queincitarla a nuevos comadreos, preferíasoportar mesa de noche, aguamanil ycama. A fin de sancionar el nuevo statuquo, evitaba las tres piezas de Teresa, Sinecesitaba libros de esa zona los cogíaal mediodía o por la tarde, después delas comidas, ya que, como se decía a símismo, tenía cosas que hacer en elcomedor. Durante las comidas laignoraba. El ligero temor de que pudieradecirle algo no lo abandonaba porcompleto. Sin embargo, pordesagradable que fuera, tenía quereconocerle una cosa: respetaba loestipulado en el contrato.

Al lavarse cerraba Kien siempre los

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ojos. Era una antigua costumbre suya.Apretaba los párpados mucho más de lonecesario para impedir la entrada delagua. Ninguna precaución le parecíasuficiente para sus ojos. Ahora, el nuevoaguamanil favorecía esta viejacostumbre. Al despertar por la mañana,la idea de lavarse lo alegraba. Pues, ¿enqué otro instante se sentía libre de losmuebles? Inclinado sobre la jofaina, noveía uno solo de aquellos objetostraidores. (En el fondo, todo cuanto lodistrajese del trabajo era traidor).Sumergido en la jofaina, la cabeza bajoel agua, le gustaba soñar con añosanteriores, cuando reinaba un vacíotranquilo y misterioso. Sus dichosas

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conjeturas revoloteaban por los cuartossin chocar con nada. Un diván nosuponía de por sí mayor estorbo: eracasi inexistente, como un espejismo queaparece unos instantes en el horizonte yse esfuma en seguida.

Como era de esperar, pronto seaficionó Kien a tener los ojos cerrados.Cuando acababa de lavarse, no los abríade inmediato. Prolongaba un rato más lailusión de que los muebles habíandesaparecido repentinamente. Y antes dellegar al aguamanil, no bien salía de lacama, cerraba los ojos para saborearanticipadamente su inminente consuelo.Como esas personas que luchan contrasus debilidades, se rinden cuentas a sí

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mismas y se esfuerzan porperfeccionarse, él se decía que ese gestono era de debilidad, sino de fuerza.Había que cultivarlo, aunque a la largase convirtiese en una manía. Además,¿quién se enteraría? Él vivía solo, y losintereses de la ciencia estaban porencima de la opinión de la gente. Eraimprobable que Teresa lo descubriera.¿Cómo se atrevería a contrariar suprohibición y sorprenderlo en susdominios?

Comenzó prolongando su ceguerahasta después de vestirse. Luegoavanzaba a ciegas hasta el escritorio. Alsentarse a trabajar, olvidaba tanto másfácilmente lo que tenía detrás, cuanto

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que no lo había visto. En cambio, dejabaerrar su mirada por el espacio opuesto asu escritorio. Felices de estar abiertos,sus ojos ganaban agilidad. Quizásacumulasen energías durante las pausasque él, generosamente, les otorgaba. Losprotegía contra golpes imprevistos ysólo los utilizaba para finesprovechosos: leer y escribir. Cogía aciegas los libros que necesitaba. Alcomienzo se reía solo de los curiososchascos que se llevaba. ¡Cuántas veceselegía un lugar falso y, sin darse cuenta,volvía al escritorio con los ojoscerrados! Notaba entonces que se habíaequivocado por tres libros hacia laderecha, por uno hacia la izquierda o, a

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veces, por un estante entero. Pero eso nolo inquietaba; era un hombre paciente yvolvía a la carga una y otra vez. Confrecuencia lo asaltaba el deseo de mirara hurtadillas el título y el lomo antes dellegar al sitio. Entonces parpadeaba y,en ciertos casos, miraba velozmente dereojo. Pero en general lograbadominarse y esperaba hasta llegar alescritorio, donde ver ya no erapeligroso.

La práctica de caminar a ciegas loconvirtió en un experto. Al cabo de treso cuatro semanas podía encontrar contoda rapidez lo que buscaba, sin engañosni asechanzas y con los ojos realmentecerrados: una venda no lo hubiera

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cegado más. Conservaba su instintoincluso en la escalera, que apoyaba conprecisión en el lugar debido. Con suságiles y largos dedos la cogía por amboslados y trepaba a ciegas los peldaños.Una vez arriba, y al bajar, manteníatambién el equilibrio. Con la prácticaallanó además ciertas dificultades quenunca pudo superar cuando veía, porquele eran indiferentes. Aprendió a utilizarsus piernas como un ciego. Si antes leestorbaban al dar el menor paso —eranexcesivamente delgadas para su altura—, ahora pisaban el suelo con firmeza yprecisión. Parecía que hubieranengordado, echando músculos y grasa.Kien confiaba en ellas, eran un apoyo,

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veían por él, el ciego. En cambio, élayudaba al paralítico de antes con un parde nuevas y robustas piernas.

Mientras no estuvo muy seguro delarma que sus ojos le suponían, renuncióa varias de sus manías. Ya no llenaba lacartera de libros para dar sus paseosmatinales, por ejemplo. Al estar unahora indeciso frente a los estantes, sumirada podría deslizarse fácilmentehacia la siniestra Trinidad —comollamaba al trío aquel de muebles—, que,por desgracia, no se le iba olvidandosino poco a poco. Con el tiempo, suséxitos lo envalentonaron. A ciegas y sintemor, volvió a llenar su cartera. Si elcontenido le era ingrato, la vaciaba y

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volvía a buscar otro como si nada sehubiera alterado: ni él, ni la biblioteca,ni el futuro, ni la exacta y prácticadistribución de sus horas.

En cualquier caso, mantenía elcontrol sobre su estudio. Su laborcientífica florecía más que nunca, y lostratados proliferaban como hongos en suescritorio. Si bien en otros tiemposhabía escarnecido y despreciado a losciegos y su alegría de vivir pese asemejante dolencia, en cuanto hizo de suprejuicio una ventaja, su filosofíacambió espontáneamente de signo.

La ceguera es un arma contra eltiempo y el espacio. Nuestra existenciano es sino una inmensa y única ceguera,

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exceptuando lo poco que nuestrosmezquinos sentidos —mezquinos tantopor naturaleza como por alcance— nostransmiten. El principio dominante en elcosmos es la ceguera. Permite unayuxtaposición de las cosas que seríaimposible si éstas pudieran verse unas aotras. Permite hacer fisuras en el tiempocuando uno no está a su altura. ¿Qué es,por ejemplo, una espora enquistada sinoun trozo de vida que se envuelve en unacapa de ceguera hasta hacer eclosión?Para escapar al tiempo, que es uncontinuum, hay sólo un medio: no verlode vez en cuando. Así lo reducimos aaquellos fragmentos que nos resultanconocidos.

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Kien no ha descubierto la ceguera.Se limita a aplicarla como unaposibilidad natural de la que vivenquienes ven. ¿Acaso no se emplean hoytodas las energías disponibles? ¿De quéposibilidades no han echado mano aúnlos hombres? Cualquier cretino trabajacon electricidad y átomos complicados.Figuras ante las que el común de lagente permanece ciega, pueblan elcuarto de Kien, dando forma a sus dedosy a sus libros. Esta página impresa, tanclara y organizada como cualquier otra,es en verdad un cúmulo infernal defuriosos electrones. Si él fuera siempreconsciente de eso, las letras tendrían quebailar ante sus ojos, y sus dedos

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sentirían la presión de aquel impulsodemoníaco en forma de finísimosalfilerazos. No lograría producir másque una débil línea por día. Estaba,pues, en su derecho al aplicar la ceguera—que lo protegía de esos excesossensoriales—, a todos los elementos queperturbaran su vida. Los muebles erantan inexistentes para él como eseejército de átomos que había dentro yalrededor de su persona. Esse percipi:ser es ser percibido; lo que yo nopercibo, no existe. ¡Ay de aquellos seresdébiles que se exponen a las miradasajenas en cualquier circunstancia!

De todo lo cual se deduce, con unalógica implacable, que Kien no se

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engañaba en modo alguno a sí mismo.

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Mi querida señora

La confianza de Teresa tambiéncreció con las semanas. De sus treshabitaciones, sólo una, el comedor, teníamuebles. Las otras dos aún estaban, pordesgracia, vacías. Y eran justamente lasque más usaba, por no gastar losmuebles del comedor. Solía ponersedetrás de la puerta que daba al estudiode Kien, con la oreja bien parada. Allípermanecía horas y medios días, lacabeza pegada a una rendija por la quenada veía, los codos apuntando hacia él,sin silla alguna que la sostuviera ni máspunto de apoyo que ella misma y su

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falda; y esperaba, sabiendoperfectamente qué esperaba. Erainfatigable. A veces lo sorprendíahablando solo. Su mujer era muy pocacosa para él, por eso hablaba con elaire: un merecido castigo. Poco antesdel almuerzo y de la cena, se retiraba ala cocina.

Y Kien, absorto en su trabajo, lejos,muy lejos de ella, se sentía a gusto ycontentísimo, aunque la mayor parte deltiempo la tuviera a sólo dos pasos dedistancia.

A veces se le ocurría, es verdad, quequizá estuviera maquinando algúndiscurso contra él. Pero ella callaba ycallaba. Por eso decidió, una vez al mes,

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controlar el número de libros en loscuartos de Teresa. Nadie está segurocontra el robo de libros.

Un día, a eso de las diez, cuandoella estaba a la escucha, abrió Kienviolentamente la puerta, impulsado porun súbito deseo de inspección. Teresadio un respingo y casi se fue al suelo.

—¡Vaya modales! —gritó,envalentonada por el susto—. Se llamaantes de entrar. Cualquiera diría queestoy escuchando tras las puertas y enmis propios cuartos. ¿De qué meserviría escuchar? El marido se cree conderecho a todo por estar casado. ¡Quémodales! ¡Uf! ¡Qué vergüenza!

¿Cómo? ¿Llamar antes de acercarme

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a mis libros? ¡Qué insolencia! ¡Ridículo,grotesco! Ha perdido la razón. Debieradarle un bofetón, a ver si reacciona.

Se imaginó la marca de sus dedos enesas mejillas rechonchas, cebadas,lustrosas. Sería injusto darle preferenciaa alguna. Habría que golpear con ambasmanos simultáneamente. Si no acertaba,las rayas rojas quedarían más arriba enuna que en la otra. Sería horrible. Sutrato con el arte chino le había inculcadoun gusto apasionado por la simetría.

Teresa notó que estaba examinandosus mejillas. Olvidando lo de lasllamadas, se dio media vuelta y le dijo,en tono seductor:

—Eso no se hace. —Kien la había

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vencido sin bofetadas. Su interés por lasmejillas se extinguió. Profundamentesatisfecho, se volvió hacia lasestanterías. Ella siguió esperando. ¿Porqué no le decía nada? Al mirarlo dereojo, descubrió el cambio operado ensu rostro y prefirió irse a la cocina,donde solía resolver sus enigmas.

¿Por qué le diría esas cosas? Estavez tampoco quiso. Ella es demasiadodecente. Otra se le hubiera echado alcuello en seguida. El tipo no tieneremedio. Pero ella era así. De habersido mayor, se hubiera lanzado sobre él.¿Puede llamarse a eso un hombre?Aunque tal vez no sea hombre. Hayhombres extraños que en realidad no lo

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son. Los pantalones no significan nada:los llevan por costumbre. Pero tampocoson mujeres. Cosas que pasan. ¿Quiénsabe cuándo tendrá otra vez ganas? Lagente como él puede tardar años. Ella noes vieja, pero tampoco es una chica: losabe muy bien, no necesita que se lodigan. Parecerá de treinta, pero no deveinte. Todos los hombres la miran en lacalle. ¿Qué le dijo el vendedor deaquella mueblería? «Pues sí, la gentebien suele casarse a los treinta, seandamas o caballeros». En realidad, ellacreía aparentar unos cuarenta…, lo queno está nada mal cuando se tienecincuenta y seis. Pero si se lo dice unjoven como aquél, por algo será…

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«¡Pero oiga, la de cosas que ustedsabe!», contestó ella. Un tipointeresante. No sólo adivinó su edad,sino también que era casada. ¡Y tenerque convivir con ese vejestorio! Lagente puede pensar que no la ama.

Palabras como «amar» y «amor»pertenecían, en todas sus formas, alvocabulario de los anunciosperiodísticos tan caro a Teresa. En sujuventud se acostumbró a usar vocablosmás contundentes. Posteriormente, encasa de sus patronos, aprendió, entreotros, también éstos, que adquirieronpara ella resonancias fascinantes yextrañas. Pero aunque nunca pronunciaraestos sagrados términos, aprovechaba

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cualquier ocasión favorable y siempreque leía la palabra «amor», se deteníapara estudiar a fondo las que larodeaban. A veces, el «correo delcorazón» lograba eclipsar fabulosasofertas de trabajo. Teresa leía: «sueldoelevado» y estiraba el brazo. Dichosa,su mano se doblaba bajo el peso delansiado dinero. De pronto, su mirada sedeslizaba hasta la palabra «amor», aescasas columnas de distancia, y hacíaahí una pausa de varios minutos. Sinembargo, no olvidaba sus proyectos nidevolvía el dinero que ya tenía en lamano. Simplemente lo cubría de amordurante un breve y agitado instante.

Teresa repitió en voz alta: «No me

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ama». Al pronunciar la palabra clave,apretó los labios y sintió en ellos lapresión de un beso. Eso la consoló ycerró los ojos. Luego apartó las patatasque acababa de pelar, se secó las manosen el delantal y abrió la puerta de supequeño dormitorio. Un centelleo laobligó a cerrar los ojos. De prontosintió calor. Cientos de corpúsculos yluciérnagas rojas bailaban en el aire; elespacio se fue estrechando: el suelosubía y sus pies se hundían, niebla,niebla, una extraña niebla —o quizáfuera humo—; en derredor, todo vacío,despejado: ¡cuánto espacio! Buscódónde agarrarse, se sentía morir: sumaleta, su ajuar. ¿Quién se habrá

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llevado las cosas? ¡Socorro!Cuando volvió en sí, yacía en

diagonal sobre la cama. Limpia yordenada, la habitación fue surgiendoante sus ojos: todo estaba en su lugar.De repente sintió miedo. Al comienzo,el cuarto estaba vacío; ahora aparecíaotra vez lleno. ¿Quién lo entiende? Loque es ahí no se quedaba. El calor eraagobiante y la pieza demasiado pequeñay deslucida. Podía quedarse muertacualquier día, sola.

Se arregló la ropa y se deslizó a labiblioteca.

—Por poco me muero —dijo en tonosimple—. Me desmayé. El corazón seme paró. Demasiado trabajo y un cuarto

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muy malo. ¡Cualquiera se muere!—Cómo, ¿en cuanto saliste te

sentiste mal?—Mal no, me desmayé.—Pues debe hacer un buen rato. Ya

llevo una hora con los libros.—¿Qué? ¿Tanto? —Teresa tragó

saliva. No recordaba haber estado nuncaenferma.

—Llamaré al médico.No necesito médicos. Prefiero

mudarme. ¿Por qué será que no duermo?Lo que necesito es mucho sueño. Elcuarto que está junto a la cocina es elpeor de todo el apartamento. Es uncuarto de servicio. Si tuviera una criada,la haría dormir ahí. Pero una…

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imposible. Tú te escogiste el mejorcuarto. A mí me corresponde el segundo,el de al lado. El marido cree que sólo élnecesita sueño. Si sigo así, meenfermaré y entonces… ¿Tú qué harás?¡No olvides lo que cuesta una criada!

¿Qué más quería de él? De suscuartos podía disponer a su antojo. A élno le importaba en cuál de ellosdurmiera. No quiso interrumpirla debidoa su desmayo. Felizmente, un desmayono es algo muy frecuente. Por compasión—falsa, tuvo que reconocerlo— seobligó a sí mismo a seguirescuchándola.

—¿Quién habla de molestar? Cadauno en su cuarto. No pasará nada. Yo no

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soy una de ésas. Hay mujeres que danvergüenza. Es para que a una se le subanlos colores. ¡Qué necesito yo eso! ¡Sonotros muebles lo que necesito! En elcuarto grande sobra espacio. ¿O es quesoy una mendiga?

Por fin supo Kien lo que quería: másmuebles. Al abrir la puerta la golpeó enla cara. Él era, pues, culpable de sudesmayo. No hay que abrir las puertastan violentamente. La emoción la habíaafectado. Él mismo se asustó, pero ellale ahorró sus reproches. Encompensación, debería ofrecerle losmuebles.

—Tienes razón —dijo él—,cómprate otro dormitorio.

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Acabando de comer, se lanzó Teresaa recorrer calles en busca de la mejormueblería. Una vez dentro, preguntó losprecios de los dormitorios. Ninguno lepareció excesivamente caro. Cuando lospropietarios, dos hermanos gordos quese sobrepujaban uno al otro, dijeronfinalmente un precio que cualquierpersona honesta hubiera consideradoexcesivo, Teresa giró la cabeza hacia lapuerta y espetó, en tono desafiante:

—Los señores deben pensar que midinero es robado.

Salió de la tienda sin despedirse yse dirigió directamente a casa, al estudiode su marido.

—¿Qué quieres? —Kien estaba

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furioso: ¡invadir su estudio a las cuatrode la tarde!

—Debo prevenir a mi marido contralos precios, no sea que se asuste cuandosu mujer le pida tanto dinero junto.¡Cómo han subido los juegos dedormitorio! Hay que ver para creer. Mehe escogido uno que está bien, aunqueno es nada especial. En todas partes veslos mismos precios.

Y pronunció respetuosamente lasuma. Kien no sintió el menor deseo deseguir rumiando cosas que hacía rato,desde el mediodía, estaban decididas.Llenó rápidamente un cheque por lasuma indicada, le señaló el nombre delbanco donde debía cobrarlo y, después,

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la puerta.Sólo cuando estuvo fuera se

convenció Teresa de que la exorbitantecifra figuraba, realmente, en el cheque.Y sintió pena por el jugoso dinerillo.Después de todo, no necesitaba eldormitorio más fino. Hasta entonceshabía vivido decentemente y sin apuros.¿Por qué iba a pervertirse ahora, yacasada? No necesitaba lujos. Lo mejores comprarse uno que le cueste la mitady guardar el resto en la Caja de Ahorros.Así tendrá siquiera una reserva. ¡La deaños que hubiera debido trabajar parajuntar esa suma! Imposible calcularlos.Y aún trabajaría mucho más para él.¿Ganaría algo con eso? ¡Ni un mísero

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centavo! Cualquier criada gana más queun ama de casa. Tendrá que espabilarsesi quiere sacarle algo. Y ella, ¿por quéserá tan tonta? Debió llegar a un acuerdocon él ante el Registro Civil. Deberíaseguir cobrando un sueldo. Ahoratrabaja igual que antes. O incluso más, sise suman el comedor y los muebles delmarido. Hay que limpiar todo eso; y noes poco. Debería cobrar mucho más queantes. No hay justicia en este mundo.

El cheque le temblaba en la mano,de pura indignación.

Durante la cena enarboló su sonrisamás maligna. Las comisuras de suslabios y de sus ojos se encontraron casijunto a las orejas. Por la fina ranura de

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sus ojos se filtraba un centelleo verdoso.—Mañana no cocinaré en casa. No

tengo tiempo. No puedo hacer todo a lavez. —Y se calló, deseosa de observarel efecto de sus palabras. Quisovengarse de la crueldad de Kien y hablóen la mesa, incumpliendo lo estipuladoen el contrato.

»¿Dejar que me endilguen algo malopor una simple comida? Total, se comecada día. Pero un dormitorio sólo secompra una vez. Despacio que tengoprisa. Mañana no cocinaré. ¡No!

—¿De veras que no? —A Kien se leocurrió una idea fabulosa, que anulócualquier preocupación por susderechos y necesidades cotidianos—.

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¿De veras que no? —En su voz resonócasi el eco de una carcajada.

—¡No veo por qué te ríes! —replicóella irritada—. Una se mata trabajando,¿o es que soy una criada?

De muy buen humor, Kien lainterrumpió:

—¡Ten cuidado! Ve a todas lastiendas que puedas y compara preciosantes de decidirte por algo. Loscomerciantes son tramposos pornaturaleza. Siempre intentan cobrarle eldoble a las mujeres. Al mediodía serámejor que descanses, te metas en unrestaurante y pidas un buen almuerzo, yaque hoy no te has sentido bien. ¡Novuelvas a casa! Hace calor y te

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cansarías inútilmente. Después delalmuerzo podrás seguir buscando contoda calma. ¡Y sobre todo no teprecipites! Tampoco te preocupes por lacena. Te aconsejo que pases todo el díaafuera, hasta que cierren las tiendas.

Decidió olvidar que Teresa ya habíahecho su elección y hasta le habíapedido el importe exacto.

—Por la noche cenaremos algo frío—dijo Teresa al tiempo que pensaba:«querrá tenderme un nuevo lazo». Senota en seguida cuando un tipo seavergüenza. ¡Será posible! ¡Explotar deese modo a su mujer! Con una sirvientaque haga lo que quiera. Para eso le paga.Pero con su mujer, no. Por algo una es

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ama de casa.Cuando salió de casa a la mañana

siguiente, estaba firmemente decidida acomprarle sólo al tipo interesante, elque le adivinó al mismo tiempo la edadexacta y el matrimonio.

Cobró el cheque en el Banco ydepositó en seguida la mitad de la sumaen la Caja de Ahorros. Para darse unaidea de los precios, visitó variasmueblerías. Se pasó la mañanaregateando tenazmente. Sus cálculosresultaron ser precisos: ingresaríaincluso más dinero en la Caja deAhorros. La novena tienda en la queentró fue aquella contra cuyos preciosprotestara la tarde anterior. La

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reconocieron en seguida. Su manera deladear la cabeza y hablar a trompiconesse grababa para siempre en quienes laveían. Tras la experiencia de la víspera,le mostraron las cosas más baratas.Examinó las camas de arriba abajo,golpeando la madera y pegando el oídoa la cabecera por si sonaba hueco. Lascosas están a veces carcomidas antes deque uno las compre. Abrió todas lasmesitas de noche y las husmeó paraverificar que no estuvieran usadas.Empañó con vaho los espejos y loslimpió luego con una bayeta que los«caballeros» le dieron a regañadientes.Ninguno de los armarios la satisfizo.

—¡Aquí no cabe nada! ¡Oiga, qué

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cajones hacen ahora! Serán para gentepobre. La gente como una necesitaespacio.

La trataron con deferencia pese a sumodesto aspecto. La creían idiota, y alos idiotas les molesta irse sin comprar.La psicología de los dos hermanostampoco iba demasiado lejos en cuantoa clientes. Se limitaba a jóvenes parejascuya dicha alentaban, con éxitoinmediato, mediante equívocos consejosque admitían interpretaciones cínicas ocariñosas, según el caso. Para animar aesta mujer mayor no tenían en cambio —siendo ellos mismos vividores y de edad—, ningún recurso. Tras ofrecerlegarantías personales durante media hora,

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su fervor se fue extinguiendo. Teresa,que acechaba una ofensa de este tipo,abrió el enorme bolso que llevaba bajoel brazo, cogió el fajo de billetes y dijomordazmente:

—Déjenme ver si llevo dinerosuficiente.

Y ante los ojos de los dos hermanosrechonchos y morenitos, que noesperaban semejante contenido en aquelbolso, fue contando lentamente losbilletes. «¡Diantre, sí que tiene pasta!»,pensaron, entusiasmados como un solohombre. No bien hubo acabado, ellaguardó cuidadosamente los billetes en subolso, lo cerró y se fue. Ya en el umbral,dio media vuelta y les gritó:

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—¡Los caballeros no saben apreciara los buenos clientes!

Se encaminó hacia el vendedorinteresante. Como era ya la una, se dioprisa por llegar antes del cierre. Ibacausando sensación: entre tantoshombres con pantalones y tantas mujerescon falda corta, era la única cuyaspiernas funcionaban misteriosamentebajo esa falda azul almidonada, que lellegaba hasta los pies. Tan bueno esdeslizarse como caminar, pudieronconstatar los transeúntes. Incluso eramejor, pues ella adelantaba a todos.Teresa sentía las miradas de la gente.¡Como una de treinta!, pensó, y comenzóa sudar bajo el efecto de la prisa y la

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alegría. Le costaba mantener inmóvil lacabeza. Una sonrisa admirativa leanimaba la cara. Como impulsados porsus orejas —anchas alas—, sus ojos seelevaron hasta el cielo y se posaron enun juego de dormitorio barato. Y Teresa,como un ángel adornado de encajes, seinstaló en él cómodamente. Aún seguíaen las nubes cuando se vio de prontofrente a la tienda que buscaba. Suorgullosa sonrisa adquirió un matiz dealegría socarrona. Entró y se deslizóhacia el joven vendedor moviendo lascaderas con tal fuerza que su holgadafalda ondeó rítmicamente.

—¡Aquí me tiene! —dijo en tonomodesto.

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—¡A sus pies, señora mía! ¡Quéhonor tan inesperado! ¿Qué la trae poraquí, señora mía, si no es indiscreción?

—Un juego de dormitorio; usted yasabe.

—Lo pensé en seguida, mi queridaseñora. Para dos, desde luego, si mepermite la pregunta.

—¡Oiga! ¡A usted le permito todo!Pero él meneó tristemente la cabeza.—No, a mi no, señora. ¿Soy yo el

afortunado? Le garantizo que conmigono se hubiera usted casado, señora mía.Un pobre vendedor…

—¿Por qué no? Nunca se sabe. Lospobres también son gente. Y yo no soyorgullosa.

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—Porque tiene un corazón de oro,mi querida señora. Envidio a su señoresposo.

—Pero oiga, sabiendo cómo son loshombres hoy en día…

—La señora no querrá decir… —Eltipo interesante frunció el ceño,sorprendido. Sus dos ojos brillaroncomo el hocico húmedo de un perro: losfrotó contra ella.

—Creen que una es su sirvienta y nole pagan un céntimo. Aunque lassirvientas tienen sueldo.

—En cambio usted, señora mía,escogerá ahora un precioso dormitorio.Adelante por favor. Mercaderíaexcelente, de primera calidad; pensé que

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la señora volvería y se lo reservéespecialmente. Hubiéramos podidovenderlo seis veces por lo menos,palabra de honor. Su señor esposo sealegrará. Cuando la señora vuelva acasa: «¿Qué tal, querida?», le dirá elseñor esposo. «Buenos días, querido, ledirá la señora, ya tengo un dormitoriopara los dos, querido…» ¿me entiende?,usted le dice eso y se le sienta en lasrodillas. Disculpe usted, señora mía,que no tenga pelos en la lengua, pero nohay hombre capaz de resistirse a esascosas en ningún país del mundo; nisiquiera un señor esposo. Si yo fueracasado —no digo con usted, señora,¡qué ocurrencia!, un pobre empleado

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como yo— con una mujer, me refiero,incluso una mujer mayor, de unoscuarenta, por ejemplo… ¡ah!, no seimagina, querida señora…

—Pero oiga, yo no soy muy jovenque digamos.

—Pues yo pienso lo contrario,señora, con su permiso. Admito que laseñora haya cumplido los treinta hacepoco, aunque eso es lo de menos.Siempre he dicho que lo más importanteen una mujer son las caderas. Sonimprescindibles y hay que verlas. Pues¿qué saco con que tenga un buen par sino las veo? Por favor, convénzase ustedmisma… aquí tiene unas espléndidas…—Teresa quiso gritar, pero la emoción

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le cortó el habla. Él titubeó unosinstantes y añadió—: ¡Sábanas!

Ella ni se dignó mirar los muebles.Con su cháchara, el tipo la fue excitandoen forma adecuada; acercó sus manoshasta rozar casi las vibrantes caderas,que sustituyó por unas prácticas yespléndidas sábanas. El gesto deresignación con que su pobre mano deempleado se despidió de lasinalcanzables caderas, conmovió aúnmás a Teresa. Aquel día estabacondenada a transpirar. Hechizada,seguía los movimientos de la boca ymano del vendedor. Sus ojos, quenormalmente destellaban todo tipo decolores malignos, brillaron esta vez

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pacíficos, acuosos y casi azules aldeslizarse, obedientes, sobre lassábanas. Por cierto que eranespléndidas. El tipo interesante sabetodo. ¡Un verdadero experto en muebles!A una hasta le da vergüenza. Felizmenteno la obligó a hablar. ¿Qué hubierapensado de ella? No sabía nada demuebles. Ninguno de los otros lo notó.¿Por qué?, porque son unos cretinos.Pero el tipo interesante nota todo enseguida. Será mejor que no hable. Lavoz de él suena a mantequilla derretida.

—¡Le suplico, señora mía, no olvideusted lo principal! Un esposo reaccionasegún la cama en que lo acuesten. Deleusted una buena cama y hará con él lo

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que quiera. Créame, mi querida señora.La felicidad conyugal no depende sólodel estómago, depende también de losmuebles y, sobre todo, del dormitorio,yo diría incluso de las camas, sí, de lascamas de matrimonio, como quien dice.A ver si me explico, señora: un esposoes también un hombre. ¿De qué le sirvela mujer más bella, una esposa en la florde la edad, si duerme mal? Si duermemal, estará de mal humor. Si duermebien, se le acercará un poquito más.Déjeme decirle una cosa, queridaseñora, y créame que algo sé yo de estenegocio; hace 12 años que estoy en elramo y ya llevo 8 en esta tienda: ¿de quésirven las caderas si la cama es mala?

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Al marido lo dejarán frío las mejorescaderas, incluso a su señor esposo. Laseñora puede intentar danzas del vientreorientales, darle el toque final a subelleza y presentarse ante él sin ropa —desnuda, como quien dice—, legarantizo que todo será inútil si el señoresposo está de mal humor. ¡Ni siquierasiendo usted, mi querida señora, lo quees mucho decir! ¿Sabe usted qué haría elseñor esposo si la señora fuera vieja yachacosa?… me refiero a la cama, ¡puesvolaría a buscar una mejor! ¿Y qué tipode camas, dígame? Camas de nuestraempresa. Podría enseñarle cartas deagradecimiento, señora mía, escritas porseñoras como usted. Se quedaría de una

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pieza al ver la cantidad de matrimoniosfelices que tenemos en nuestraconciencia. Con nosotros no haydivorcios. No sabemos qué es. Hacemoslo que podemos y los clientes quedanmuy contentos. Le recomiendoespecialmente este modelo, mi queridaseñora. Todos son buenos, se lo digo yo,señora, pero me permito encomendaréste modelo a su corazón de oro, miqueridísima señora.

Teresa se acercó sólo por darlegusto. Estaba de acuerdo en todo. Teníamiedo de perderlo. Miró el modelo quele aconsejaba, pero no hubiera podidodecir qué tal era. Buscó angustiosamentealguna posibilidad de seguir oyendo su

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voz de mantequilla. Si decía «sí» ypagaba, tendría que irse y adiós tipointeresante. Bien podía darse un gustocon su dinerillo. Al fin y al cabo, esagente iba a ganar con ella. No hacíanada malo dejándolo hablar. Hay genteque se va sin comprar nada, y ni seinmuta. Pero ella es una mujer decente ynunca hace eso. Hay que darle tiempo altiempo.

No sabiendo qué hacer, y por deciralgo:

—¡Oiga, pero cualquiera puededecirme eso!

—Disculpe usted, señora mía, porno decir: espléndida señora mía, peromi intención no es engañarla. Lo que

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encomiendo a su corazón, se loencomiendo de veras. Puede ustedcreerme, señora, en mí todos confían. Yse lo probaré en seguida, queridaseñora: ¡Por favor, jefe!

El jefe, un tal Gross, minúsculohombrecito de cara achatada y ojillosmiedosos, apareció en la puerta de lahabitación que le servía de despacho y,aunque pequeño, se dobló en dosmitades aún más pequeñas.

—¿Qué hay? —preguntóacercándose tímidamente, como unchiquillo asustado, hacia la enormefalda de Teresa.

—¡Dígalo usted mismo, jefe!¿Cuándo ha desconfiado de mí algún

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cliente?El jefe calló. Temió decir una

mentira delante de esa Madre: podríapegarle. Su expresión traslucía elconflicto entre su espíritu decomerciante y el respeto por la Madre.Teresa notó ese conflicto y lo interpretóerróneamente. Comparó al empleadocon su jefe. Éste también quería deciralgo, pero no se atrevía. Para realzar eltriunfo del tipo interesante, ella salió ensu ayuda con bombos y platillos.

—¡Pero oiga! ¿A qué buscartestigos? Basta con oírlo a usted paracreerle. Le creo todo lo que dice.¿Quién habla de mentiras? Al jefe no lonecesito. No le creería una palabra.

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El hombrecito se escurrióprecipitadamente a su despacho.¡Siempre era lo mismo! No habíaabierto la boca y la Madre le decíamentiroso. Con todas las mujeres teníaesa mala suerte. De niño con su madre,luego con su mujer, una ex-empleada.Llegó a casarse con su mecanógrafaporque a veces le decía «mamá» paracalmarla, cuando se quejaba de algo.Desde que se casó le estaba prohibidotener secretaria. Todo el tiempo entrabanMadres en la tienda. Seguro que ésta loera. Por eso se mandó construir esedespacho al fondo. Sólo debían llamarlocuando fuera absolutamente necesario.¡Ya se las pagaría el Guarro! Sabe muy

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bien que es incapaz de portarse como unjefe en presencia de una Madre. PeroGuarro quería ser su socio y, parahumillarlo, lo ponía en ridículo ante losclientes. Sin embargo, el señor Grossera el jefe de la tienda de muebles Gross& Madre. Su verdadera madre aún vivíay participaba en el negocio. Dos vecespor semana, los martes y los viernes,venía a controlar los libros y a gritoneara los empleados. Como revisabaminuciosamente las cuentas, era muydifícil engañarla. Él, sin embargo, lohacía. No habría podido vivir sin elproducto de esa estafa. Se consideraba,y con razón, el verdadero jefe de laempresa, tanto más cuanto que los gritos

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de su madre le daban cierta autoridadfrente a sus dependientes. Los lunes ylos jueves, víspera de los días en queella iba a la tienda, él daba órdenes a sureal antojo y todos le obedecían sinchistar, pues al día siguiente podríaacusar a los que se portasen mal. Encualquier caso, los martes y los viernesella se quedaba todo el día en la tienda.Entonces no se oía un solo ruido, nadiese atrevía a decir nada —él tampoco—,pero se lo pasaba bien. Sólo seinsolentaban los miércoles y sábados.Aquel día era miércoles.

Sentado en el sillón de su despacho,el señor Gross escucha lo que ocurrefuera. Guarro seguía hablando como una

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catarata. El tipo vale su peso en oro,pero no llegará a ser socio suyo.¿Cómo? ¿La Madre quiere invitarlo acomer?

—El jefe no me lo permitiría,señora; aunque sería mi deseo másardiente, señora.

—¡Pero óigame, podría hacer unaexcepción! Yo lo invito.

—Su corazón de oro me conmueve,señora mía, pero lo veo imposible,totalmente imposible. El jefe no entiendebromas.

—¿Cómo puede ser tan guarro?—Si la señora supiera cómo me

llamo, se reiría. Mi apellido es Guarro.—Reírme, ¿por qué? Guarro es un

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apellido como cualquier otro. Y usted noes ningún guarro.

—Mil gracias por el cumplido;permítame besar su mano, mi queridaseñora. Si seguimos así, acabarébesando su dulce manita in natura.

—¡Pero oiga! ¿Qué pensarían si nosoyeran?

—No me avergüenzo, mi señora.Tampoco hay de qué. Como le decía,cuando se tiene unas caderas… perdón,unas manitas tan espléndidas… Pero,¿por cuál se ha decidido la señora? Poréste, ¿verdad?

—Pero antes lo invito a comer.—Me sentiría el hombre más feliz

del mundo, señora mía. Pero este pobre

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vendedor le pide mil disculpas. Eljefe…

—No tiene voz ni voto.—La señora se equivoca. Su madre

vale por diez jefes. Y él tampoco esningún tonto.

—¿Qué clase de hombre es ése? Noes un hombre. Mi marido lo es más,comparado con él. Y bueno ¿qué medice? Estoy por creer que no le gusto.

—¡Qué dice usted, querida señora!¡Tráigame un hombre al que usted no leguste! Le apuesto lo que quiera a que nolo encontraría. Simplemente no existe,señora mía. Maldigo mi cruel destino.El jefe nunca me concedería este triunfo.¿Cómo?, diría, la clienta se va con un

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simple empleado y a lo mejor encuentraa su señor esposo. El marido se ponefurioso, como quien dice, y estalla unescándalo sensacional. Mi empleadovolverá, pero la clienta no. ¿Y quién esel pagano? ¡Yo! Una distracción muycara, diría el jefe. También es un puntode vista, señora mía. ¿La señora conocela canción del pobre gigoló, del gigológuapito? Aunque el corazón se teparta… ¡Bueno, no sigamos! Quedaráusted contenta con las camas, mi queridaseñora.

—¡Pero oiga! ¡El que no quiere esusted! Yo lo invito.

—Si la señora estuviera libre estatarde… pero ya me imagino. El señor

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esposo será inflexible en estas cosas. Ydebo decir que lo entiendo. Si tuviera ladicha de estar casado con una mujerguapa… no se imagina usted, mibellísima señora, cómo la cuidaría.«Aunque el corazón se le parta, no ladejaría». El segundo verso es mío.Tengo una idea, señora. Haré un cuplésobre usted, mi señora, echada en sunueva cama, sólo en camisón, comoquien dice, con las espléndidas…perdón, no sigamos. ¿La señora mepermite acompañarla a la caja?

—Ahora ni pensarlo. Vamos primeroa comer juntos.

El señor Gross escuchaba concreciente indignación. ¿Por qué Guarro

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lo tomaba siempre como excusa? ¡Envez de alegrarse porque la madama loinvitaba a comer! Esos dependientes sontodos unos megalómanos. Cada tardeviene a buscarlo una tipa distinta a latienda: chicas jóvenes, que podrían sersus hijas. La Madre se iría sin comprarlos muebles. Ninguna Madre acepta quele rechacen una invitación. El Guarro seestá pasando: la empresa empieza aquedarle chica. Hoy es miércoles. ¿Porqué un Gross no había de ser jefejustamente el miércoles?

Mientras hacía grandes esfuerzospor escuchar, se fue armando de valor.Se sintió secundado por la Madre que,afuera, discutía tenazmente con su

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empleado. Hablaba de él, Gross, en elmismo tono en que lo hacían todas lasMadres. ¿Cómo decírselo a Guarro? Sihablaba demasiado, el otro, siendomiércoles, le contestaría con algunaimpertinencia y se perdería una buenaclienta. Si hablaba poco, tal vez no loentendiera. Lo mejor sería una ordenbreve. Pero, ¿dársela de cara a laMadre? No. Mejor ponérsele delante,dándole la espalda: Guarro tendría másrespeto ante los dos.

Esperó un momento para asegurarsede que no había acuerdo cordial entreambas partes. Luego saltó de su sillónsin hacer ruido y, de dos «largos»tranquitos, llegó hasta la puerta vidriera.

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La abrió de un empujón, asomórápidamente la cabeza —que era lo másgrande en su persona— y gritó con suaguda voz de falsete:

—¡Puede usted irse, Guarro!—El jefe… —la excusa que iba a

mencionar por centésima vez, se leatracó en la garganta.

Teresa volvió de golpe la cabeza ydijo, con un bufido de triunfo:

—¡Oiga! ¿No le decía? —Antes deirse a comer, quiso enviarle una miradade agradecimiento al señor jefe, peroéste había desaparecido en su despacho.

Los ojos de Guarro adquirieron unbrillo maligno. Con expresióndesdeñosa, permanecieron clavados en

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la falda almidonada. Se guardó muy biende mirarla a la cara. Su voz demantequilla derretida tendría ahoragusto a quemado. Él lo sabía y prefiriócallarse. Sólo cuando le cedió el pasoen la puerta, movió brazo y labios porcostumbre y dijo:

—¡Usted primero, señora mía!

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Movilización

Hacía años que el inmueble de lacalle de Ehrlich, 24, se hallaba a salvode mendigos y buhoneros. Día tras día,el portero se mantenía al acecho en sucuchitril, situado junto al vestíbulo deentrada, y atajaba a cuanto pobre diablocruzara el umbral. La mirilla ovalada,que se abría a la altura de un hombrenormal y bajo la cual estaba escrito:Portero, infundía un auténtico terror aquienes buscaban compasión en esacasa. Al pasar por delante, se agachabancomo si hubieran recibido sabe Diosqué limosna y estuvieran agradeciendo.

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Pero su precaución era inútil. Al porterolo tenía sin cuidado la mirilla normal:los detectaba cuando creían deslizarsesin ser vistos. Tenía un método propio yeficaz. Como buen policía jubilado, eraastuto y se creía imprescindible. Claroestá que los veía a través de una mirilla,pero no de la que ellos se cuidaban.

A cincuenta centímetros del suelohabía abierto un segundo agujero en lapared de su cubículo. Y allí, dondenadie suponía su presencia, vigilabaarrodillado. El mundo se componía paraél de faldas y pantalones. Los que seusaban en la casa le eran familiares; losde fuera eran juzgados según su modelo,valor y distinción. En este campo había

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adquirido la misma seguridad con la queen otros tiempos practicaba detenciones.Raras veces se equivocaba. En cuantoaparecía un intruso, alargaba, siemprede rodillas, su brazo corto y gruesohasta la manija de la puerta que, otro desus inventos, estaba colocada al revés.El ímpetu con que se incorporaba, laabría. Entonces cubría de improperios alintruso y le pegaba hasta dejarlo mediomuerto. El primero de cada mes, día enel que le traían su pensión, dejaba entrara todo el mundo. Y los pordioseros,siempre ojo avizor, acudían en tropel avisitar a los distintos inquilinos,deseosos a su vez, tras un largo mes deabstinencia, de recibirlos. Los

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rezagados aún podían colarse al segundoo tercer día: al menos no erandespachados tan penosamente como elresto del mes. A partir del cuarto, sóloprobaban fortuna los novatos.

Kien se hizo amigo del portero trasun pequeño incidente. Una tarde, cuandoregresaba de un paseo desacostumbrado—el portal ya estaba a oscuras—, se viosúbitamente agredido por una voz.

—¡Carroña inmunda! ¡Venga, rápidoa la comisaría! —Saltando de suescondrijo, el portero lo cogió por elcuello que, al estar tan alto, era difícilde alcanzar. El tipo se dio cuenta de suburdo error y sintió vergüenza: suprestigio como experto en pantalones

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peligraba. Con una afabilidad casi felinacondujo a Kien a su guarida, le enseñósu invento secreto y ordenó a sus cuatrocanarios que cantaran. Pero éstos senegaron. Kien comprendió al punto aquién debía su tranquilidad. (Hacíavarios años que ningún mendigo llamabaa su puerta). Aquel tipo robusto, fuertecomo un oso, estaba ahí, a pocos pasosde él, en ese estrecho cubículo. Decidiópremiar su peculiar eficacia con un«regalito» mensual. La sumamencionada resultó ser mayor que lapropina de los otros inquilinos juntos.En un primer impulso de felicidad, elportero tuvo ganas de pulverizar lasparedes del cubículo con sus puños,

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cubiertos de un pelo rojizo. Así lehubiera demostrado a su benefactor lomucho que merecía su agradecimiento.Pero logró dominar sus músculos y sóloatinó a rugir—: ¡Cuente usted conmigo,profesor! —Mientras abría bruscamentela puerta del vestíbulo.

A partir de aquel día, nadie seatrevió a hablar de Kien en la casa sinllamarle «el profesor», aunque enrealidad no lo fuese. A los nuevosinquilinos se les comunicaba en el actoesa suprema condición, impuesta por elportero para tolerar su presencia en elinmueble.

En cuanto Teresa abandonó la casapor todo el día, corrió Kien el cerrojo y

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se preguntó qué fecha era: el ocho.Pasado ya el primero, no habíamendigos que temer. Aquel día deseabamás tranquilidad que de costumbre.Tenía una fiesta en perspectiva. Por esole pidió a Teresa que se fuera. No habíamucho tiempo. Ella vendría a las seis,cuando cerraran las tiendas. Sólo lospreparativos requerían horas. Y eltrabajo manual era inmenso. Al hacerlo,podría ir preparando mentalmente sudiscurso. Sería un portento de erudición,ni muy árido ni muy demagógico, conalusiones a sucesos de actualidad,resumen de una vida rica enexperiencias: en fin, el tipo de discursoque suele gustarle a un hombre de

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cuarenta años. Pues aquel día, Kienabandonaba su reserva.

Colgó chaleco y americana en unasilla y se remangó velozmente la camisa.Aunque despreciaba la ropa, la protegíade los muebles. Luego corrió hacia lacama y se echó a reír, enseñándole losdientes. Le resultaba extraña, aunquedurmiera en ella cada noche. Al nomirarla hacía tiempo, en su imaginaciónla había vuelto más vulgar ydesproporcionada.

—¿Qué tal, amiga? —exclamó—.¡Te noto más repuesta! —Desde lavíspera estaba de un humor excelente—.Pero ahora, ¡fuera! ¡Y rápido! ¿Meentiendes? —La asió con ambas manos

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por la cabecera y dio un tirón. Elmonstruo ni se movió. Hizo presión conlos hombros, esperando mejoresresultados, pero la cama se limitó acrujir. Estaba empeñada en ridiculizarlo,por lo visto. Jadeante y sollozando, laempujó con las rodillas. El esfuerzoresultó excesivo para sus magrasenergías. Sacudido por un escalofrío,notó que una intensa rabia se ibaapoderando de él y decidió intentarlopor las buenas.

»¡Vamos, sé buena! —dijo en tonolisonjero—. Más tarde volverás. Es sólopor hoy. Es mi día libre. Ella no está encasa. ¿Por qué tanto miedo? ¡Si no tevan a robar!

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Hablarle a un mueble suponía talesfuerzo de autocontrol que se olvidópor completo de empujarlo. Pasó unbuen rato intentando convencer a lacama; sus brazos, que colgabanexhaustos, le dolían mucho. Le aseguróque no le haría ningún daño: por ahorano la necesitaba, que por favorcomprendiera. ¿Quién ordenó sucompra? Él. ¿Y quién dio el dinero? Éltambién, y muy a gusto. ¿No la habíatratado hasta entonces con el máximorespeto y consideración? Sólo porrespeto evitaba mirarla. No siempretiene uno ganas de exteriorizar surespeto. Los rencores se olvidan y eltiempo cura las heridas. ¿Podía acaso

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reprocharle algún signo de antipatía?Las ideas no pagan derechos. Leprometió que volvería al lugar yaconquistado: le daba su palabra, ¡se lojuraba!

Tal vez la cama hubiera, al final,cedido. Pero Kien invirtió todo elénfasis de que era capaz en sus palabras.A sus brazos no les quedó nada,absolutamente nada. Y la cama seguíaallí, muda e impasible. Kien montó encólera.

—¡So pedazo de madera! —le gritó—. ¿Quién es tu verdadero dueño? —Sintió la necesidad de descargarse yarreglar cuentas con el descaradomueble.

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De pronto se acordó de su robustoamigo, el portero. En dos zancadascruzó el apartamento, bajó las escalerascomo si tuvieran diez peldaños y nocien, e hizo salir de su cubículo a losmúsculos que él no tenía.

—¡Lo necesito! —Su tono de voz ysu aspecto le evocaron al portero untrombón. Prefería las trompetas, pues élmismo tenía una. Pero los instrumentosde percusión eran sus favoritos. Sóloatinó a rugir—: ¡Ah, las mujeres! —Ysiguió a Kien, firmemente convencido deque la expedición era contra la esposa.Para corroborar su deseo, se dijo a símismo que Teresa, a quien vio salir porsu mirilla, había regresado. La odiaba

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porque, de simple ama de llaves, sehabía convertido en la mujer delprofesor. Como buen ex-funcionario, eraincorruptible en materia de títulos, yasumió las consecuencias de habernombrado profesor a Kien. Desde lamuerte de su hija, que era tísica, nohabía vuelto a pegarle a una mujer. Vivíasolo. Su atareada profesión no le dejabatiempo para ir con mujeres,incapacitándolo además para hacerconquistas. A veces deslizaba una manopor entre las faldas de una criada y lepellizcaba el muslo, pero lo hacía contal seriedad que arruinaba del todo susya escasas posibilidades de éxito.Nunca llegaba a los golpes. Hacía años

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que ansiaba vapulear carne femenina asu antojo. Él iba delante, golpeandoalternativamente la pared y el pasamanocon sus puños. Así practicaba un poco.Al oír el ruido, los vecinos abrían suspuertas y miraban pasar a esa parejadesigual y, sin embargo, unida: Kien enmangas de camisa y el portero con lospuños cerrados. Nadie se atrevió a decirnada. Pasado el peligro, intercambiabanmiradas a espaldas de ambos. Cuando elportero amanecía «con bríos», en laescalera no había mosquito que zumbarani alfiler que se cayera.

—¿Dónde está ella? —rugióamablemente al llegar arriba—. Loarreglaremos en seguida.

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Fue conducido al estudio. Elprofesor se quedó de pie en el umbral,señaló la cama con su largo índice,sonrió malignamente, y ordenó:

—¡Sáqueme eso! —El portero le dioun par de golpes con el hombro paraprobar su resistencia, que le pareciómuy escasa. Desdeñoso, escupió en susmanos, se las metió en los bolsillos (nolas necesitaba) y, empujando la camacon la cabeza, la sacó en un instante—.¡Eso se llama trabajar con la cabeza! —explicó. Cinco minutos más tarde, losmuebles de todos los cuartos se hallabanen el pasillo—. ¡Lo que es libros nofaltan! —tartamudeó el servicial cráneo.Quiso tomar aliento sin que Kien se

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diera cuenta. Por eso se limitó a decir unpar de cosas en tono normal. Cuando yase iba, habiendo recuperado el aliento,rugió desde la escalera—: ¡Si necesitaalgo más, profesor, cuente conmigo!

Kien ni se molestó en contestarle. Seolvidó incluso de correr el cerrojo, noatinando sino a echar una mirada sobreaquellos trastos que, como borrachosinconscientes, yacían hacinados en eloscuro pasillo. No estaban, por lo visto,en condiciones de decir esta pierna esmía. Si alguien les hubiera dado unaazotaina en la espalda, se habríanespabilado en el acto. ¡Ahí estaban susenemigos, pisándose unos a otros losdedos del pie y rascándose sus lisas y

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barnizadas cabezas!Con cautela, por no profanar su

fiesta con ruidos odiosos, cerró tras élla puerta del estudio. Luego se deslizóresueltamente a lo largo de losanaqueles, palpando con ternura el lomode sus libros. Hizo esfuerzos pormantener los ojos bien abiertos, no fueraque la costumbre se los cerrara. Unvértigo se apoderó de él: el vértigo de laalegría y de la unión postergada. En suturbación inicial, articuló palabrasimprevistas e insensatas. Creía en sulealtad, les dijo. Estaban todos en sucasa. Tenían carácter y él los amaba. Lesrogaba que no lo criticaran. Teníanderecho a sentirse ofendidos. ¿No los

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cogía acaso brutalmente para controlarsu presencia? Pero él ya no confiaba ensus ojos desde que los usaba de distintosmodos. Sólo a ellos se lo confesaba; aellos les decía todo, pues eran discretos.Dudaba de sus ojos. Dudaba de muchascosas. Sus enemigos se alegrarían sisupieran de esas dudas. Tenía muchosenemigos. Pero no diría nombres, pueshoy era el gran día del Señor y él queríaperdonar. Restituido a sus derechos,quería perdonar y amar.

Cuanto más se prolongaba la hilerade libros recorrida, cuanto másincólume iba emergiendo su antiguabiblioteca, más ridículos le parecían susenemigos. ¿Cómo se atreverían a

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descuartizar su cuerpo, ese ser vivo,cerrando las puertas? Pero todos lostormentos no lograron doblegarla.Aunque alevosamente maniatada ytorturada durante atroces y terriblessemanas, en verdad había salido invicta.Un aire sano circulaba nuevamente porlos miembros de aquel cuerpo, felicesde pertenecer al fin el uno al otro. Elcuerpo entero volvía a respirar, y sudueño respiró también, profundamente.

Sólo las puertas oscilaban en susgoznes, perturbando la solemneintimidad de Kien. Toscas y banales,anulaban la perspectiva. Debía haberuna corriente de aire. Kien alzó la vista:los tragaluces estaban abiertos. Asió con

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ambas manos la primera de las puertas,la arrancó de sus goznes —¡cómo habíanaumentado sus fuerzas!—, la sacó alpasillo y la depositó sobre la cama. Lomismo sucedió con las otras. Colgadosen el respaldo de una silla que elportero sacara por error, pues era la desu escritorio, descubrió su americana ysu chaleco. ¡De modo que había iniciadola ceremonia en mangas de camisa!Ligeramente azorado, se vistió comodebía y regresó a la biblioteca, mástranquilo.

Cabizbajo, se disculpó por sucomportamiento anterior. Llevado por sualegría, dijo, no había respetado elprograma. Sólo un miserable manosea

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sin más ni más a su amante. Quien tengaalgún valor no necesita presumir anteella ni, menos aún, asegurarle unsentimiento de por sí evidente. A unaamante se le ofrece protección sinmucho alarde. Hay que abrazarla en losmomentos solemnes, no en laembriaguez del éxtasis. El verdaderoamor se confiesa ante un altar.

Tal era ahora, justamente, elpropósito de Kien. Empujó su vieja yfiel escalera hasta un lugar apropiado,subió a ella dando la espalda a lasestanterías, de modo que su cabezatocara el techo, sus piernas —prolongadas por la escalera— llegaranhasta el suelo, y sus ojos abarcaran la

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uniforme totalidad de la biblioteca, y ledirigió la siguiente arenga a su bienamada:

—Hace algún tiempo, o, para sermás exacto, desde que un poder extrañohizo irrupción en nuestras vidas, mevino la idea de cimentar nuestrasrelaciones sobre una base más sólida.Vuestra existencia está asegurada por unacuerdo. Sin embargo, creo que somoslo bastante inteligentes como para noengañarnos sobre el peligro que, pese aeste acuerdo legal, se cierne sobrevosotros.

»No necesito recordaros en detallela antiquísima y gloriosa historia devuestros padecimientos. Me limitaré a

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evocar un caso a fin de demostraros, enforma concluyente, la íntima vinculaciónque existe entre el amor y el odio. En lahistoria de un país que todos veneramospor igual, un país en el que fuisteisobjeto del respeto y del amor másabsolutos, e incluso de la adoración quese os debe, se produjo un día unacontecimiento aterrador, un crimen dedimensiones míticas que un diabólicotirano, a instigación de un consejero nomenos diabólico, perpetró contravosotros. En el año 213 antes de Cristoy por orden del emperador chino ShihHuang Ti, un brutal usurpador que osóarrogarse los títulos de “Primero,Sublime y Divino”, fueron quemados

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todos los libros de la China. Esteasesino bárbaro y supersticioso erademasiado inculto para apreciardebidamente la importancia de unoslibros en cuyo nombre se cuestionaba sutiránico gobierno. Pero su primerministro Li Si, que era un producto desus libros y, por tanto, un despreciablerenegado, supo instigarlo, mediante unhábil memorial, a tomar esta inauditamedida. La simple referencia oral alibros clásicos de poesía o historiachinas era castigada con la muerte. Latradición oral debía ser abolida almismo tiempo que la escrita. Sólo seexcluyó de la confiscación una escasaminoría de libros, ya podéis imaginaros

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cuáles: obras de medicina, farmacopea,adivinación, agronomía y arboricultura;vale decir, un vulgar acopio de manualesprácticos.

»Confieso sentir aún hoy el olor aquemado de esos días. ¿De qué sirvióque, tres años después, el bárbaroemperador hallara el destino que semerecía? Pues si bien murió, los librosmuertos no resucitaron: yacíancalcinados para siempre. Sin embargo,quisiera contaros lo que le ocurrió alrenegado Li Si tras la muerte delemperador. El sucesor del trono,calando su diabólica naturaleza, lodespojó del cargo de primer ministrodel Imperio que ejerciera por más de

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treinta años. Cargado de cadenas, fuearrojado a una prisión y condenado auna paliza, de mil bastonazos. No leperdonaron ni uno. Mediante esta torturale hicieron confesar sus crímenes.Aparte de cientos de miles de librosmuertos, tenía otras monstruosidades enla conciencia. Más tarde, su intento derevocar su confesión fracasó. En elmercado de Hien-Yang fue partido endos con una sierra, lentamente y a lolargo, para prolongar el suplicio. Elúltimo pensamiento de esa bestiasanguinaria fue para la caza. Además notuvo vergüenza de romper en llanto.Toda su estirpe, desde sus hijos hasta unbisnieto de siete días de edad, tanto

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hombres como mujeres, fue exterminada,aunque les conmutaron la justa pena dela hoguera por la de la simpledecapitación. Y en China, país de latradición familiar, del culto a losantepasados y del recuerdo personal, nohay familia que guarde memoria de LiSi, el asesino de masas; sólo la historialo recuerda, la misma historia que elmuy cerdo quiso destruir, antes de morirpartido en dos.

»Siempre que leo en algúnhistoriador chino el relato de la granquema de libros, no dejo de buscar, entodas las fuentes existentes, el edificantefinal del asesino de masas Li Si. Porsuerte ha sido descrito varias veces;

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pues yo necesito presenciar sudescuartizamiento unas diez veces pararecobrar la calma y conciliar el sueño.

»A menudo me pregunto, coninmenso pesar, por qué algo tan horribletuvo que ocurrir precisamente en China,nuestra Tierra Prometida. Nuestrosenemigos, siempre al acecho, nos echanen cara la catástrofe del año 213 cuandoaludimos a la China como granrevelación. Sólo podemos replicar queahí también el número de personascultas es bastante exiguo encomparación con la gran masa. A veces,la ola fangosa del analfabetismo seabate sobre los libros y los eruditos quese consagran a ellos. Ningún país del

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mundo se halla a salvo de cataclismosnaturales. ¿Por qué pedirle lo imposiblea China?

»Sé que los horrores de aqueltiempo todavía hielan vuestras venas,como los de tantas otras persecuciones.Sin embargo, si os hablo de lossangrientos testimonios de vuestroglorioso pasado no es por dureza decorazón o insensibilidad. No, sólointento agitar vuestros ánimos y pedirosayuda, pues hay que tomar medidascontra el peligro.

»Si fuera un traidor, podríadisimular con bellas y halagüeñaspalabras el peligro que nos amenaza.Pero yo mismo soy culpable de la

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situación en que estamos. Tengo lasuficiente entereza para confesarlo antevosotros. Y si me preguntáis cómo logréolvidarme tanto a mí mismo —puestenéis derecho a hacerme esa pregunta—tendré que replicaros, para mi granvergüenza: porque olvidé a nuestro granmaestro Mong, que dice: “Actúan y nosaben lo que hacen; tienen suscostumbres y no saben por qué;deambulan su vida entera y no conocensu camino: así es la gente de la masa”.

»Cuidémonos siempre y sinexcepción del hombre de la masa, nosdice el maestro con estas palabras. Espeligroso porque no tiene cultura, esdecir, inteligencia. Un buen día preferí

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aseguraros un cuidado físico constante yun trato más humano, a seguir losconsejos del maestro Mong. Y hepagado muy cara mi falta división: es elcarácter, no la bayeta, lo que hace alhombre.

»¡Pero tampoco nos vayamos alextremo opuesto! Ni una sola devuestras letras ha sufrido hasta ahoradaño alguno. Nunca me perdonaría quese me acusara de haber descuidado misobligaciones para con vosotros. Sialguien tiene una queja, que la diga.

Kien se calló y lanzó a su alrededormiradas desafiantes y amenazadoras.Los libros también callaron, ninguno seatrevió a salir, y Kien prosiguió su bien

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preparada arenga:—Contaba con esta respuesta a mi

requerimiento. Veo que me sois fieles yquisiera, puesto que lo merecéis,iniciaros en los planes de nuestroenemigo. Antes que nada he decomunicaros una noticia muy importantey que os sorprenderá por su interés. Alhacer mi inspección general heconstatado que en la zona de labiblioteca ocupada por el enemigo sehan producido algunos desplazamientosilícitos. Por no aumentar la confusión envuestras filas, preferí guardar silencio.No obstante, me apresuro a desmentircualquier rumor de alarma y declaroaquí solemnemente que no hay pérdidas

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que lamentar. Os juro por mi honor quenadie falta en esta asamblea y, por lotanto, hay quórum. Como corporaciónilesa y autosuficiente —uno para todos,todos para uno—, estamos encondiciones de armarnos para ladefensa. Pues lo que aún no ha sucedido,puede suceder. Ya mañana mismopodrían producirse bajas en nuestrasfilas.

»Sé qué se propone el enemigo consu táctica de desplazamientos: dificultarel control de nuestros efectivos. No creeque nos atrevamos a invalidar susconquistas en territorio ocupado y,confiando en nuestra ignorancia delnuevo statu quo, piensa practicar

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secuestros sin que lo advirtamos y sindeclararnos la guerra. Estad seguros deque empezará por los más ilustres devosotros, por los que pueda pedir mayorrescate. Pues no piensa en absolutoutilizar a estos rehenes contra suspropios compañeros. Conoce susprobabilidades de éxito y para hacer laguerra necesita dinero, dinero y másdinero. Los tratados existentes son paraél un simple trozo de papel.

»Si queréis que os arrojen devuestra patria y os dispersen por elmundo, si queréis ser evaluados,manoseados y comprados comoesclavos con los que nadie habla y a losque se escucha a medias cuando realizan

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sus tareas, esclavos en cuya alma nadielee, que la gente tiene pero no ama, quedeja estropear o revende para obtenerbeneficios, que utiliza pero nocomprende, ¡cruzad entonces los brazosy entregaos al enemigo! Pero si aún osqueda un corazón altivo, un almavalerosa y un espíritu noble: ¡alzaosconmigo e iniciemos una Guerra Santa!

»¡No sobrestimes la fuerza delenemigo, pueblo mío! Entre tus letras loaplastarás hasta que muera: ¡sean tuslíneas las porras que se abatan sobre sucabeza, tus letras las pesas de plomoque cuelguen de sus pies y tus tapas lascorazas que de él te protejan! Milardides tienes para atraerlo, mil redes

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para envolverlo, mil rayos parafulminarlo, ¡sí, tú, pueblo mío, que eresla fuerza, la grandeza y la sabiduría delos siglos!

Kien hizo una pausa. Exhausto yentusiasmado, se dobló en dos sobre laescalera. Sus piernas se bambolearon,¿o sería la escalera? Lis armas queacababa de elogiar ejecutaron una danzaguerrera unte sus ojos. Corrió sangre;como era sangre de libros, se sintióherido de muerte. ¡Cuidado condesmayarte! ¡Cuidado con perder laconciencia! De pronto se elevó untorbellino de aplausos, como si unatempestad atravesara un bosque dehojas, y de todas partes llegaron

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aclamaciones de júbilo. Reconocióalgunas voces por las palabras quedecían. Era su lenguaje, sus acentos, sí¡eran ellos, sus fieles amigos, que loseguían a la Guerra Santa! Un súbitosobresalto lo hizo incorporarse en laescalera; saludó varias veces y, aturdidopor la excitación, se llevó la manoizquierda al lado del corazón, dondetampoco él lo tenía. Los aplausos noacababan nunca. Le pareció absorberlospor los ojos, los oídos, la nariz y lalengua, por toda su piel húmeda yvibrante. Nunca se creyó capaz depronunciar arengas tan incendiarias.Recordó su nerviosismo antes deldiscurso, pues ¿qué otra cosa había sido

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aquella excusa?, y sonrió.Para poner fin a las ovaciones, bajó

de la escalera. En la alfombra descubriómanchas de sangre y se palpó la cara. Laagradable humedad había sido sangre.Entonces recordó haber yacido un ratoen el suelo y, como la tempestad deaplausos le impidiera desmayarse, habervuelto a trepar a la escalera. Corrió a lacocina —¡sal rápido de la biblioteca,quién sabe si la sangre salpicaría algúnlibro!— y se lavó cuidadosamente todaslas manchas rojas. Prefirió verse heridoél y no uno de sus soldados. Repuesto ycon nuevos ímpetus, volvió rápidamenteal campo de batalla. Los tempestuososaplausos se habían acallado. Sólo el

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viento silbaba melancólicamente poruno de los tragaluces. No hay tiempopara lamentaciones, pensó, si no, prontolas cantaremos junto a las aguas deBabilonia. Se abalanzó con furia haciala escalera, estiró la cara hasta ponersemuy serio y chilló con voz de mando(arriba, los cristales temblaron demiedo):

—Me alegra que hayáis entrado enrazón a tiempo. Las guerras no se ganancon el simple entusiasmo. De vuestraaprobación deduzco que estáisdispuestos a luchar bajo mis órdenes:

»Declaro aquí solemnemente:»1° que nos encontramos en estado

de guerra,

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»2° que los traidores seránproscritos,

»3° que el mando supremo estácentralizado. Yo soy el general en jefedel ejército, vuestro caudillo y únicooficial,

»4° que todas las diferenciasderivadas de la antigüedad, prestigio,importancia y valor de los combatientesquedan abolidas. La democratizacióndel ejército se pondrá de manifiesto enel hecho de que, a partir de ahora, todostendrán el lomo vuelto hacia la pared.Esta medida nos hará sentir mássolidarios y privará al enemigo —que,aunque ladrón, es inculto—, de todaposibilidad de evaluarnos.

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»5° que la consigna es “Kung”.Y con estas palabras concluyó su

breve manifiesto, cuyo efecto lo teníasin cuidado. El éxito de su arengaanterior contribuyó a aumentar susentimiento de poder. Se sintiótransportado por el amor unánime detodo su ejército y, satisfecho con estamanifestación de solidaridad, pasó a laacción.

Sacó los libros uno a uno y los fuecolocando con el lomo vuelto hacia lapared. Mientras sopesaba en la mano asus viejos amigos —rápido, claro está,pues eran horas de trabajo—, le diopena reducirlos al anonimato de unejército en pie de guerra. Años atrás,

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nada hubiera podido incitarlo asemejante crueldad. A la guerre commea la guerre, dijo para justificarse ysuspiró.

Los sermones de Gautama Buda,pacifistas por naturaleza, lo amenazaronen términos suaves y moderados connegarse a ir a la guerra. Él se rió consorna y exclamó:

—¡Pues intentadlo, a ver! —Pero ensu voz había una seguridad que él mismoestaba lejos de tener. Porque esossermones llenaban docenas devolúmenes. Allí estaban todos juntos yapretados, en pali, en sánscrito, entraducción china, japonesa, tibetana,inglesa, alemana, francesa e italiana, un

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batallón entero, un poder que imponíarespeto. Su reacción le pareció a Kienpura hipocresía.

»¿Por qué no me lo dijisteis antes?—No nos unimos al aplauso general,

maestro.—Pues hubierais protestado en voz

alta.—Permanecimos en silencio,

maestro.—¡Una actitud muy vuestra! —dijo

él, interrumpiendo bruscamente eldiálogo.

Pero le clavaron el aguijón delsilencio. ¿Quién había, años atrás,elevado el silencio al rango de principiofundamental de su existencia? Él, Kien.

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¿Y dónde aprendió a valorar el silencio?¿A quién le debía aquel paso decisivoen su evolución? A Buda, el Iluminado,que casi siempre callaba. Tal vez debasu fama al hecho de haber callado tanto.Pocas palabras le reservó elconocimiento. A todas las preguntasposibles respondía callándose o biendando a entender que la respuesta novalía la pena. De ahí a suponer que laignoraba, había un paso. Pues lo quesabía, aquella célebre cadena de lacausalidad, especie de lógica primitiva,lo aplicaba en cualquier ocasión.Cuando no callaba, decía siempre lomismo. Si de sus discursos eliminamoslas parábolas, ¿qué nos queda?

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Precisamente la cadena de lacausalidad. ¡Un espíritu pobre! Unespíritu que engordó por pura inercia.Pues, ¿cómo imaginar a Buda si no esgordo? Hay silencios y silencios.

Buda se vengó de este inauditoultraje: guardó silencio. Kien seapresuró a volver los tomos con el lomocara a la pared, para salir lo antesposible de esa zona desmoralizadora yderrotista.

Se había impuesto una tarea muydifícil. Cuesta poco tomar decisiones deorden bélico. Lo importante, luego, esmantener el control sobre cadaindividuo. Los que por principio seoponían a la guerra formaban, de todos

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modos, una minoría. La repulsaprincipal iba dirigida contra el cuartopunto de su manifiesto: lademocratización del ejército, la primeramedida realmente práctica. ¡Qué sumade vanidades tuvo que vencer! Antes derenunciar a su prestigio personal,aquellos locos preferían ser robados.Schopenhauer proclamó su voluntad devivir: el peor de todos los mundosdespertaba póstumamente su apetencia.En todo caso, se negó a luchar codo acodo con un Hegel. Schelling sacó arelucir sus viejas acusaciones,demostrando la identidad de la doctrinahegeliana con k suya propia, que eraanterior, según decía. Fichte exclamó en

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tono heroico: «¡Yo!». Immanuel Kantdefendió, más categóricamente aún queen vida, la causa de la Paz Eterna.Nietzsche proclamó sus diversaspersonalidades: Dionisos, Anti-Wagner,Anticristo y Salvador. Otros se ibandeslizando entre ellos y aprovechabanese instante, ¡justamente ese instante!,para quejarse del olvido en que vivían.Por último, le dio Kien la espalda alfantástico infierno de la filosofíaalemana.

Pensó encontrar una compensaciónen los franceses, menos grandiosos yquizá excesivamente claros, pero fuerecibido con un diluvio demalignidades. Se burlaron de su absurda

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figura. No sabía qué hacer con sucuerpo, le dijeron, por eso iba a laguerra. Como siempre había sidohumilde, ahora los humillaba paraencumbrarse él. La misma táctica detodos los amantes: inventarseresistencias para fingir que triunfan.Detrás de su Guerra Santa no había másque una mujer: una inculta ama dellaves, vieja, inútil e insípida. Kien seenfureció:

—¡No sois dignos de mí! —aulló—,¡os abandonaré sin excepción a vuestrasuerte!

—¡Vete a ver a los ingleses! —Leaconsejaron. Estaban demasiadoocupados con su esprit para entablar una

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disputa seria con él. Y le dieron un buenconsejo.

Donde los ingleses encontró lo quenecesitaba aquel día: el sólido terrenode los hechos, en el que tan bienmedraban. Sus objeciones, en la medidaen que su rigidez les permitióformularlas, eran sobrias, provechosasy, sin embargo, muy bien calculadas. Alfinal no pudieron ahorrarle un gravereproche: ¿Por qué había elegido laconsigna en el idioma de una raza decolor? Kien dio un salto y empezó avociferar también contra los ingleses.

Maldijo su destinó, que le deparabauna decepción tras otra. Más vale ser uncoolie que un general, exclamó,

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ordenando a la inmensa multitud que secallara. Pasó horas ocupado dándoles lavuelta. Aunque hubiera sido fácil darlesun capirotazo, prefirió no asumir lasconsecuencias del nuevo reglamentodisciplinario y no agredió a nadie.Cansado y triste, con un desánimomortal, y más por fuerza de voluntad quepor convicción —pues la fe se la habíanquitado ellos mismos—, fuearrastrándose a lo largo de losanaqueles. Para acceder a los de arribarecurría a la escalera, que también lotrataba fríamente y con hostilidad: sesalió varias veces de su corredera,arrojándose con obstinación contra laalfombra. Él la recogía con sus brazos

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débiles y escuálidos, lo que cada vez leresultaba más penoso. Ni siquiera lequedaba orgullo para insultarla como semerecía: al trepar, trataba los escalonescon especial deferencia, no le fueran ajugar bromas pesadas. Tan mal le fueque tuvo que contemporizar con suescalera, ese simple elemento auxiliar.Cuando hubo girado ya todos los librosdel ex-comedor, contempló la obra desus manos. Decretó una pausa de tresminutos, que él se tomó en posiciónhorizontal, sobre la alfombra, jadeantepero reloj en mano. Luego fue el turnodel cuarto contiguo.

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La muerte

En el camino a casa, Teresa dio librecurso a su indignación.

Invita al tipo y éste, en pago, seinsolenta. ¿Acaso quería algo de él? Notiene por qué irse con desconocidos. Esuna mujer casada; no una sirvienta quesale con cualquiera.

En el restaurante fue él quien cogióprimero la carta y preguntó qué podíapedir. Y ella, como una tonta, le dijo:«Pero yo pago, ¿eh?». ¡Qué no pidió élentonces! Aún ahora se avergonzaríaante esa gente. Le juró que era de buenafamilia: nunca pensó que se convertiría

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en un pobre empleado. Ella lo consoló.Él dijo entonces sí, que en cambio teníaéxito con las mujeres, pero ¿de qué leservía? Le hacía falta un capital,tampoco uno muy grande, pues cada cualbusca su independencia. Las mujeres notienen capital, tan sólo unos ahorrosmiserables, y con esas bagatelas no semonta un negocio; otro tal vez sí, él no;él va a lo grande y no se da porsatisfecho con basuras.

Antes de atacar su segunda chuleta,le coge la mano y dice: «¡Esta es lamano que me ayudará a hacer fortuna!».

Y le hace cosquillas. ¡Qué bien sabehacer cosquillas! Nunca le habían dichoqué era una fortuna. ¿Si acaso quería

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participar en su negocio?Pero y él, ¿de dónde sacaría el

dinero tan de golpe?Él se echó a reír y le dijo: «El

capital me lo dará mi amante».Teresa enrojeció de ira. Para qué

quiere una amante si la tiene a ella:¡también es un ser humano!

«¿Qué edad tiene tu amante?», lepreguntó.

«Treinta», dijo él.«Que si era bonita», preguntó ella.«La más bonita de todas», replicó él.Y al pedirle que le muestre una foto:«Por supuesto, ahora mismo, en esto

también puedo servirla». Y le mete eldedo en la boca, un dedo grueso y

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precioso: «¡Aquí la tiene!», dice.Como ella no responde, le pellizca

el mentón. ¡Qué tipo tan cargante! Algole hace con sus piernas bajo la mesa; laaprieta fuerte ¿será posible?, le mira laboca y le asegura estar en pleno vértigoamoroso: que cuándo podrá probar esascaderas. Puede confiar en él, conoce elnegocio. Con él no hay pérdida.

Ella dijo entonces que amaba laverdad ante todo. Mejor decírselo enseguida: es una mujer sin capital. Sumarido se casó con ella por amor. Erauna simple empleada como él. No leimporta decírselo. Y lo de las caderasya verá de arreglarlo. A ella también legustaría. Las mujeres son así. Ella más

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bien no, pero hace una que otraexcepción. Y no se crea el señor Guarroque es el único. Por la calle todos lasiguen con la mirada. Y eso le haceilusión. Su marido se acuesta a las doceen punto y se duerme en seguida: así esde metódico. Ella tiene un cuarto propio.Antes dormía ahí el ama de llaves, perose fue de casa. Ya no soporta a sumarido: quisiera descansar tranquila, ¡yél es tan cargante! Además no es unhombre. Por eso duerme sola en lahabitación que era del ama de llaves. Alas doce y cuarto bajaría con la llave delportón y le abriría. No hay por quéasustarse. El portero tiene un sueño depiedra. Acaba su faena cotidiana

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rendido. Ella duerme sola. El dormitoriolo compraba sólo por alegrar un poco elpiso. Siempre tiene tiempo. Se lasarreglaría para verlo cada noche. Unamujer también debe gozar de la vida.Cuando menos piensa llegar a loscuarenta y se acabó quien te quería.

Bueno, dijo él. Liquidará su harén.Cuando ama de verdad, hace lo que seapor una mujer. Pero ella debiera tomarsus represalias y pedirle el capital a sumarido. Él lo aceptaría sólo de ella, node otra, pues esa noche lo aguardaba ladicha suprema: las delicias del amor.

Que ama la verdad ante todo,recuerda ella. Mejor decírselo enseguida. Su marido es un avaro que no

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suelta un real. Aprieta el puño y no lesacas ni un libro. Si ella tuviera uncapital, lo pondría hoy mismo en sunegocio. Cualquier mujer le creería apie juntillas; ninguna desconfiaría de él.Que no deje de ir esa noche; la cosa lehace ilusión. En su época había un refránprecioso que decía: «Poco a pocomadura el majuelo». De morir nadie seescapa. Así es la vida. Que vaya cadanoche a las doce y cuarto y un buen díallegará el capital. No se casó con eseviejo por amor. Pero también hay quepensar en el futuro.

Él saca una pierna de debajo de lamesa y le pregunta: «Todo eso está muybien, señora mía, pero ¿qué edad tiene

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su marido?».Más de cuarenta, está segura.Él saca entonces la otra pierna, se

levanta y dice: «¡Disculpe usted, pero loencuentro indignante!».

Que siga comiendo, le ruega ella. Noes su culpa si el hombre parece unesqueleto; seguro que está enfermo.Cada mañana, al levantarse, ella piensa:hoy amanece muerto. Pero cuando entracon el desayuno, el tipo sigue vivo. Sumadre, que en paz descanse, era igual.Cayó enferma a los treinta y se murió alos setenta y cuatro. ¡Y encima se murióde hambre! Nadie lo hubiera creído, conese aire de mendiga.

De pronto, el tipo interesante deja

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por segunda vez tenedor y cuchillo ydeclara que no seguirá comiendo, quetiene miedo.

Primero no quiso decir por qué, peroluego abrió la boca y dijo:

—¡Con lo fácil que es envenenar aalguien! Aquí estamos los dos muyjuntitos, saboreando por adelantado lasdelicias de esta noche. Pero basta conque el dueño o cualquier mozo nos eche,por envidia, algún polvillo misteriosoen la comida, para que amanezcamos enla fría tumba. ¡Y adiós sueño de amor,antes de haberlo disfrutado! —Sinembargo no cree que les hagan eso, puesen un lugar público los descubrirían. Sifuera casado, viviría aterrado. De una

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mujer se puede esperar todo. Conoce alas mujeres mejor que su bolsillo, pordentro y por fuera; y no sólo muslos, ycaderas, aunque eso sea lo mejor quetienen, según los entendidos. Lasmujeres son muy hábiles. Primero seaseguran de que el testamento lesconviene, luego hacen lo que quierencon el marido y, una vez libres de él,tienden la mano al fiel amante por sobreel cadáver, todavía caliente. El amantecumple su palabra y la cosa notrasciende.

Pero ella tiene su respuestapreparada: nunca lo haría. Es una mujerdecente. A veces la cosa trasciende y auna la encierran. Y la cárcel no es lo

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ideal para una mujer decente. Todo iríamejor si no se las llevaran tan de prisa.Una no puede ni moverse. Apenas notaalgo raro, la policía viene y te lleva. Lesda igual que una mujer no aguante esascosas. Meten la nariz en todas partes.¿Qué les importa lo que haga una mujercon su marido? Pero no, la mujer debeaguantarlo todo. No es un ser humano. Yencima su marido es un inútil. ¿Quéclase de hombre es ése? No es unhombre. Nadie echa a faltar a un hombreasí. Lo mejor es que el amante coja unpico y le dé un golpe en la cabezamientras duerme. Pero él siempre seencierra con llave por las noches: tienemiedo. El amante ya verá lo que hace.

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Como según él nada trasciende… Ellano lo haría. Es una mujer decente.

En ese momento el tipo lainterrumpe. Que no hable tan alto, ledice. Lamenta el deplorablemalentendido. Pero no pretenderá decirque la ha incitado a envenenarlo. Éltiene un corazón de oro; es incapaz dematar una mosca. Por eso las mujeres selo comen vivo.

«Saben lo que es bueno», replicóella.

«Y yo también», contestó él. Depronto se levanta, coge su abrigo delperchero y la cubre como si tuviera frío.En realidad fue sólo para darle un besoen la nuca. ¡Qué labios los del tipo:

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como su voz! Y luego le dijo: «Me gustabesar nucas bonitas… ¡piénselo!».

Cuando estuvo otra vez sentado, seechó a reír y dijo:

«¡Así se hace! ¿Rico? ¡Ahora hayque pagar!».

Ella pagó por ambos. ¿Por qué serátan tonta? Todo era lindo. Pero en lacalle comenzaron los problemas. Élpasó un buen rato sin hablar. Ella nosabía cómo romper su silencio. Cuandollegaron a la mueblería, él le preguntó:

«¿Sí o no?».«¡Pero oiga, a las doce y cuarto en

punto!».«Me refiero al capital», dijo él.Y ella, inocentemente, le dio una

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respuesta preciosa:«Poco a poco madura el majuelo».Los dos entran juntos y él se pierde

en la trastienda. De pronto aparece eljefe y le dice:

«Espero que haya almorzado bien.Mañana temprano le entregarán sudormitorio. ¿O tiene usted algunaobjeción?».

«No», dice ella. «Preferiría pagarahora mismo».

El jefe coge el dinero y le da elrecibo. El tipo interesante se le acercadesde el fondo y le grita en voz alta yante todo el mundo:

«¡Tendrá que buscarse otro amiguito,mi querida señora! Yo tengo unas más

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jóvenes que usted, ¡y muchísimo másguapas, señora mía!».

Ella salió corriendo, tiró la puerta y,ya en la calle, rompió a llorar ante todoel mundo.

¿Acaso quería algo de él? Le paga elalmuerzo y el muy guarro se insolenta.Es una mujer casada. No tiene por quéirse con desconocidos. No es unasirvienta que sale con cualquiera. Siquisiera, tendría diez en cada dedo. Porla calle todos la siguen con la mirada.¿Quién tiene la culpa? ¡Su marido! Porél se recorrió media ciudad buscandomuebles. ¿Y qué recibe en pago?Insultos y más insultos. Que vaya élmismo, si prefiere; aunque en realidad

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es un inútil. El apartamento es suyo,después de todo. Querrá saber quémuebles va a poner junto a sus libros.¡Qué paciencia la de ella! Y un hombreasí se cree con derecho a pisotearla.Una que se desvive por él, y él deja quela insulten ante todo el mundo. ¡Que selo hagan a la mujer del tipo interesante!¡Ah, pero es cierto que no tiene mujer!¿Por qué no tendrá esposa? Porque es unhombre. Un hombre de verdad no tieneesposa. Un hombre de verdad sólo secasa cuando es alguien. ¡Y el marido queella tiene es un don nadie! ¿Qué era, enrealidad, ese esqueleto? Más parecía unmuerto. ¿Para qué vivirá un ser así? Ysin embargo vivía. Un hombre así no

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sirve para nada. No hace más que quitardinero a los demás.

Entró en la casa. El portero aparecióen el umbral de su reducto y rugió:

—¡Hoy día hay novedades,profesora!

—Ya veremos —replicó ella,dándole la espalda con aire desdeñoso.

Al llegar arriba, abrió la puerta delapartamento. Nadie se movió. En elvestíbulo vio un entrevero de muebleshacinados. Abrió la puerta del comedorsin hacer ruido. Un miedo horrible lainvadió de pronto. Las paredes teníanotro aspecto. Antes eran marrones, ahoralas veía blancas. Algo había ocurrido.¿Qué sería? En el cuarto de al lado, el

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mismo cambio. Al llegar al tercero, elque pensaba convertir en dormitorio,tuvo una iluminación repentina: sumarido había vuelto los libros al revés.

Los libros se colocan siempre con ellomo hacia afuera. Para desempolvarloshan de estar así. Si no, ¿cómo los sacas?Mejor para ella, en todo caso. Estabaharta de limpiarlos todo el tiempo. Paraeso que se busque una sirvienta. Dinerono le falta. En vez de tirarlo en muebles,que ahorre un poco. El ama de casatambién tiene su corazoncito.

Y decidió buscarlo para echarle encara ese corazoncito. Lo encontró en suestudio. Cubierto por la escalera, queasomaba un palmo sobre su cabeza,

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yacía en el suelo cuan largo era.Alrededor, la alfombra tan bonita teníamanchas de sangre.

Es muy difícil quitar esas manchas.¿Con qué saldrán mejor? ¡Nunca piensaen el trabajo que le da! Seguro que pordarse prisa se precipitó de la escalera.Ya lo decía ella: su marido estabaenfermo. ¡Si el tipo interesante lo vieraen ese estado! No es que se alegre, no;ella no es así. Pero, ¿qué muerte es ésa?Al verlo ahí por poco sintió pena. Noquisiera subirse a una escalera y caermuerta.

¿Cómo pudo ser tan imprudente? Acada cual según sus méritos. Ella llevamás de ocho años subiendo y bajando

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cada día esa escalera para limpiarlibros, y nunca ha tenido un problema.La gente decente se mantiene firme.¿Cómo pudo ser tan necio? Ahora loslibros eran de ella. En esa habitaciónsólo había girado la mitad. Él decíasiempre: «Aquí hay un capital enlibros». Por algo sería; si él mismo loscompró. Preferible no tocar el cadáver.¡Torturarse con una escalera tan pesadapara luego tener líos con la policía!Mejor dejarlo como está. No por lasangre, que le da igual. Eso no essangre. ¿Qué sangre puede tener unhombre así? Sólo puede hacer manchascon su sangre. Lo sentía por la alfombra.En cualquier caso, ahora todo es de ella;

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ese apartamento tan bello también valelo suyo. Vendería los libros en seguida.¿Quién lo hubiera dicho ayer? Así es lavida. Primero se insolenta con su esposay de repente se le muere. Ya lo decíaella: esto acabará mal; pero no tenía vozni voto. El típico hombre que se creesolo en el mundo. Acostarse a las doce yno dejar tranquila a su mujer, ¿seráposible? Un hombre decente se acuesta alas nueve y deja en paz a su mujer.

Por piedad con el desorden quereinaba en el escritorio, Teresa sedeslizó hacia él. Encendió la lamparillay revolvió los papeles en busca de untestamento. Supuso que lo dejaría ahí, yalisto, antes de su caída. No dudaba que

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figuraría como única heredera, puesnunca le oyó hablar de otros parientes.Pero en los apuntes eruditos, que leyó decabo a rabo, ni se mencionaba lapalabra dinero. Con sumo cuidado fueordenando hojas cubiertas de caracteresextraños. Había algunas particularmentevaliosas, que podría vender luego.Comiendo, él le dijo un día que lo queanotaba en ellas valía oro, pero que eloro no le interesaba.

Tras una hora de lectura yclasificación muy concienzudas,constató indignada que no existíatestamento alguno. ¡No había preparadonada! Hasta el último minuto siguiósiendo el mismo, un hombre que sólo

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piensa en su persona y no le deja un reala su mujer. Suspirando, decidió registrarel interior del escritorio, hurgar en cadacajón hasta que saliera el testamento.Pero el primero la decepcionóamargamente: el escritorio estabacerrado con llave. Él guardaba lasllaves en el bolsillo del pantalón.¿Cómo sacárselas? No podía tocar nada.Si se manchaba con sangre, la policíapodría sospechar. Se acercó lo más quepudo al cadáver, agachándose sobre él,mas no sacó nada en limpio sobre laubicación de los bolsillos. Temióarrodillarse sin tornar sus precauciones.En momentos decisivos, empezaba porquitarse la falda. La dobló hábilmente y

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la dejó en un ángulo apartado de laalfombra. Luego se arrodilló a un pasodel cadáver, apoyó la cabeza en laescalera para conservar mejor elequilibrio, y sumergió lentamente suíndice izquierdo en el bolsillo derechode Kien. No fue muy lejos. El cuerpoyacía en una posición muy incómoda. Enel fondo del bolsillo creyó sentir algoduro. De pronto pensó, para su granhorror, que en la escalera también podíahaber sangre. Se incorporó rápidamente,llevándose la mano a la zona de la frenteque apoyara en la escalera. Ni asomo desangre. Pero la búsqueda infructuosa deltestamento y de las llaves la habíadesanimado.

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—Debo hacer algo —dijo en vozalta—, ¡no puedo dejarlo así! —Se pusootra vez la falda y salió en busca delportero.

—¿Qué hay? —preguntó éste en tonoamenazador. No permitía que cualquierinfeliz interrumpiera su trabajo. Alcomienzo tampoco la entendió, porqueella habló muy bajo, como convenía alhablar de un cadáver.

—¡Pero oiga! ¡Se ha muerto!Entonces comprendió. Viejos

recuerdos se agitaron en él. Pero sularga experiencia como jubilado leimpidió creerles de inmediato. Susdudas se disiparon gradualmente ydieron paso a la sospecha de un hermoso

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crimen. Su actitud cambió en idénticamedida. Se volvió dulce e inofensivocomo en sus buenos tiempos de policía,cuando salía a capturar alguna presaimportante. Daba la impresión de haberadelgazado; los rugidos se le atascaronen la garganta. Sus ojos, que en generalse clavaban en el adversario,permanecieron dóciles, como al acecho.Su boca intentó sonreír, pero la tiesuradel bigote, angosto y bien alisado, se loimpidió. Entonces dos fuertes dedazosacudieron en su ayuda, dejando lascomisuras de sus labios en posición desonrisa.

La asesina está fuera de combate yno da señales de vida. Él, uniformado de

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pies a cabeza, avanza ante los jueces yexplica cómo actuar en estos casos. Esel testigo clave en el sensacionalproceso. El fiscal no haría nada sin él.En cuanto la asesina caiga en otrasmanos, se retractará de lo que dijo.

«¡Señores!», exclama con vozvibrante, mientras los periodistas anotansus palabras una a una. «Al ser humanohay que saber tratarlo, y todo criminalno es más que un ser humano. Hacetiempo que estoy jubilado. En mis ratoslibres estudio la vida y el quehacer, lasalmas, como se dice, de estosindividuos. Si la tratan bien, la asesinaconfesará su crimen. Pero les advierto,señores, que si la tratan mal, negará todo

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descaradamente y el tribunal verá dedónde saca sus pruebas. En estefabuloso proceso criminal puedenconfiar en mí. Señores, soy testigo decargo. Y ahora les pregunto, señores,¿cuántos testigos hay como yo? ¡Soy elúnico! Fíjense bien. La cosa no es tansimple como creen. Uno empieza portener sospechas. Pero no dice nada yobserva cuidadosamente a la culpable.Sólo comienza a hablarle en laescalera».

—Un hombre brutal, ¿eh?Un miedo horrible se apoderó de

Teresa al constatar la súbita amabilidaddel portero. No lograba explicarse uncambio tan radical. Habría dado

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cualquier cosa por que el tipo rugieracomo antes.

Ya no subía por delante y pisandofuerte, como de costumbre, sino a sulado y con aire sumiso. Cuando lepreguntó por segunda vez, comoalentándola:

—Un hombre brutal, ¿eh? —Ellaignoraba aún a quién se refería.Normalmente hablaba claro.

Para retrotraerlo a su humor desiempre, le dijo:

—Sí.Él le dio un codazo y, clavando en

ella una mirada astuta y humilde, ladesafió con todo el cuerpo a defendersede la brutalidad de su marido:

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—Uno se defiende como puede, ¿eh?—Sí.—Y es fácil que pase algo.—El tío la diña en un segundo.—La diña, sí.—Son circunstancias atenuantes.—Atenuantes.—La culpa es de él.—De él.—Se olvidó de hacer su testamento.—¡Sólo faltaría!—Y de algo hay que vivir.—Vivir.—No hacía falta envenenarlo.Teresa pensó lo mismo en ese mismo

instante. No volvió a soltar palabra.Quiso decirle que el tipo interesante la

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había incitado y ella se negó: despuésvienen los líos con la policía. Pero seacordó de que el portero había sidopolicía. Lo sabe todo, pensó. En seguidale diría: está prohibido envenenar. ¿Porqué lo hizo? Y ella no lo aguantaría. Eltipo interesante es el culpable. Se llamaGuarro y es un simple empleado de lamueblería Gross & Madre. Primeroquiso ir a su casa a las doce y cuarto dela noche para impedirle dormir. Despuésle dijo que cogería un hacha y mataría asu marido mientras él durmiera. Ella noquiere saber nada de hachas ni venenosy ahora se ve envuelta en un lío. ¿Quéculpa tiene si el marido se le muere?Ella tiene derecho al testamento. Todo

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es suyo. Por algo ha pasado años sinsalir de casa, deslomándose por él comouna niñera. No podía dejarlo un minutosolo. Y por una vez que va a comprarleun dormitorio, pues de muebles él nosabe nada, el tipo se sube a la escalera yse mata al caer. Oiga, claro que le dapena. Pero ¿no es normal que la mujerherede alguna cosa?

De piso en piso, Teresa fuerecuperando su valor. Se convenció a símisma de que era inocente. Que lapolicía venga cuando quiera. Una vezarriba, abrió la puerta del apartamentocomo la dueña y señora de todos sustesoros. El portero notó en seguida elaire de indolencia que había vuelto a

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adoptar. Pero a él no se la hacen. Ellahabía confesado. Lo alegró el inminentecareo de la asesina con su víctima.Teresa le cedió el paso; él le agradeciócon un guiño de complicidad y no lequitó los ojos de encima.

Ya en el umbral del estudio, sepercató de lo que había sucedido.Después del crimen, ella reclinó laescalera sobre el cadáver. Pero eso eraun truco viejo para él. Se las sabe todas.

«Señores, me dirijo al lugar de loshechos, me vuelvo hacia la asesina y ledigo: “¡Ayúdeme a levantar laescalera!”. No porque no pueda levantaruna escalera yo solo, no —y enseña susmúsculos—. Quise ver qué cara ponía la

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acusada. La cara es lo principal. Reflejatodo. ¡La gente siempre pone caras!».

Estando aún por la mitad de sudiscurso, observó que la escalera semovía. Se quedó de una pieza. Por uninstante lamentó que el profesor viviera.Sus últimas palabras amenazaban conprivar de gran parte de su gloria altestigo clave. A paso oficial se acercó ala escalera y la alzó con una mano.

Kien, que estaba volviendo en sí, seretorció de dolor. Intentó ponerse en pie,pero no pudo.

—¡Si está más vivo que yo! —rugióel portero, otra vez el de antes, y loayudó a levantarse.

Teresa no daba crédito a sus ojos.

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Sólo cuando Kien, alicaído pero másalto que el que lo sujetaba, se estirófrente a ella y dijo con voz débil:

—¡Esa maldita escalera! —Comprendió que estaba vivo.

—¡Qué vergüenza! —chilló—. ¡Esono se hace! ¡Una persona decente! ¡Perooiga! ¡Qué dirá la gente! ¡Habrase visto!

—¡Silencio pajarraca! —rugió elportero, interrumpiendo su frenéticolamento—. ¡Ve a buscar un médico! ¡Yolo llevaré a su cama!

Se echó al escuálido profesor alhombro y lo sacó al vestíbulo, dondeestaba la cama entre los demás muebles.Mientras lo desvestían, no cesó Kien derepetir:

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—No he estado inconsciente, no heestado inconsciente. —Se negaba aadmitir que había estado un ratodesmayado.

—¿Dónde tendrá los músculos esteesqueleto? —se preguntó el portero,sacudiendo la cabeza. La compasión quele inspiraba esa triste osamenta le hizoolvidar los sueños de opio de suglorioso proceso.

Entretanto, Teresa salió en busca delmédico. En la calle se fue calmandogradualmente. Tres habitaciones eran deella, según consta por escrito. Aintervalos, murmuraba entre sollozos:

—¿Será posible estar vivo cuandouno está muerto? ¿Será posible?

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La convalecencia

Seis largas semanas pasó Kien encama tras su peligrosa caída. Alconcluir una de sus visitas, el médicollamó a su esposa aparte y le explicó:

—De sus cuidados depende que sumarido sobreviva. Aún no puedo decirnada en concreto. No logro ver claro eneste extraño caso. ¿Por qué no me llamóantes? Con la salud no se juega.

—Mi marido ha tenido siempre elmismo aspecto —replicó Teresa—.Nunca le ha pasado nada. Y hace más deocho años que lo conozco. ¿Qué haríanlos médicos si no hubiera enfermos?

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Esta pregunta satisfizo al galeno.Supo que su paciente se hallaba enbuenas manos.

Kien no se sentía nada a gusto encama. Contra su voluntad habían vueltoa cerrar las puertas, dejando abiertasólo la de la pieza contigua, donde ahoradormía Teresa. Quería saber qué pasabaen el resto de la biblioteca. Alcomienzo, su extrema debilidad leimpidió incorporarse. Más tarde, y pesea las violentas agujetas, logró alzarsehasta alcanzar a ver una de las paredesdel cuarto contiguo, donde no advirtiógrandes cambios. Un día se deslizó de lacama y avanzó hasta el umbral con pasovacilante. Víctima de su gozosa

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impaciencia, se golpeó la cabeza contrael marco de la puerta antes de haberleechado un vistazo al otro cuarto. Se cayóy perdió el conocimiento. Teresa loencontró al poco rato y, en castigo a sudesobediencia, lo dejó en el suelo unpar de horas. Por último lo arrastróhasta la cama, lo acostó y le ató laspiernas con una cuerda resistente.

En el fondo estaba muy contenta consu vida actual. El nuevo dormitorio erauna maravilla. Como le recordaba altipo interesante, sentía por él ciertaternura y disfrutaba contemplándolo.Había cerrado los otros dos cuartos yllevaba las llaves en un bolsillo secretoque, con este fin, se cosió en el interior

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de la falda.Así cargaba siempre con una parte,

siquiera mínima, de sus propiedades.Visitaba a su esposo cuantas vecesquería. Estaba en su derecho; suobligación era cuidarlo. Y realmente locuidaba cada día, siguiendo lasprescripciones del hábil y confiadomédico. Entretanto había registrado elinterior del escritorio sin hallar nirastros del testamento. En su delirio,Kien le habló de su hermano. Pero comohasta entonces se lo había ocultado, ellaquedó tanto más convencida de sudolosa existencia. A la hora de repartirla herencia, tan duramente ganada, aquelhermano procuraría estafarla. Víctima

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de la fiebre, su marido se habíatraicionado. Aunque ella no olvidaraque seguía vivo pese a estar, de hecho,muerto, lo perdonó pensando en el futurotestamento. Por más que se moviera,Teresa estaba siempre a su lado:hablaba todo el día en voz tan alta queera imposible no escucharla. Kien sehallaba débil y el médico le prohibióabrir la boca: de ahí que nuncainterrumpiera sus monólogos. De estemodo, en el curso de varias semanasperfeccionó Teresa su manera deexpresarse: decía cuanto le pasaba porla cabeza. Enriqueció su vocabulariocon giros que, si bien había pensadoantes, jamás hubiera osado pronunciar.

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Sólo silenciaba lo relacionado con lamuerte del marido, crimen al que aludíaen términos muy generales:

—El marido no merece que una sedesviva tanto por él. La mujer hace loque puede por su marido, y ¿qué hace elmarido por una? Se cree que está soloen el mundo. Por eso una protesta y lerecuerda sus deberes. Un error siempretiene arreglo. Querer es poder. En elRegistro Civil, ambas partes debieranhacer un testamento para que una nopase hambre si la otra se muere. Demorir nadie se escapa: así es la vida.Cada cosa en su lugar, digo yo siempre.Conmigo no hay riesgo de niños, por esoestoy aquí. Pero también soy un ser

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humano. No sólo de amor vive elhombre. Después de todo, los dosestamos juntos. No es que la mujer odieal marido. Pero él no la deja en paz niun minuto. Hay que vigilarlo todo eltiempo. Se me vuelve a desmayar y ¡yoqué me hago!

Cuando acababa, volvía a empezardesde el principio. Repetía lo mismodocenas de veces al día. Kien se sabíasus discursos de memoria, palabra porpalabra. Según las pausas que hicieraentre las frases, adivinaba qué varianteiba a elegir. La letanía le ahuyentaba lasideas del cerebro. Sus orejas, a las queprimero intentó enseñarles movimientosdefensivos, se acostumbraron a una serie

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de contracciones inútiles y cadenciosas.Su debilidad y extenuación le impedíantaparse los oídos con los dedos. Perouna noche le salieron párpados en lasorejas y pudo abrirlos y cerrarlos avoluntad, como los ojos. Los probó unascien veces y se echó a reír. Se adaptabanperfectamente y no dejaban pasar ni unsolo ruido: le habían crecido en elmomento preciso y listos para funcionar.En un rapto de alegría se los pellizcó. Yse despertó: los párpados auriculares sehabían convertido en simples lóbulos…todo había sido un sueño. ¡Qué injusto!,pensó; puedo cerrar la boca cuandoquiera y apretarla a mi antojo; y en elfondo, ¿para qué sirve una boca? Su

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misión es recibir alimentos; pero ¡estátan bien protegida! Las orejas, encambio, están expuestas a la verborreade cualquiera.

Cuando Teresa se acercaba a sucama, él se hacía el dormido. Si estabade buen humor, ella decía en voz baja:«Se ha dormido». Pero en caso contrariogritaba: «Qué insolencia!». Era esclavade su propio humor, que dependía dellugar en el que detuviera su monólogo.Vivía enfrascada en ese eternosoliloquio. Decía: «Un error siempretiene arreglo» —y sonreía—. Aunque elque arregle el error esté durmiendo. Ellalo cuidará hasta que sane: querer espoder. Luego podrá morirse otra vez.

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Pero si en ese instante su marido creíaestar solo en el mundo, su sueño lairritaba más todavía. Y ella ledemostraba que también era un serhumano, despertándolo con el «¡Quéinsolencia!». A cada instante lepreguntaba por el estado de su cuentabancaria y si guardaba todo el dinero enel mismo banco. No había por quétenerlo todo en un solo banco. Segúnella, mejor era guardar parte en uno,parte en otro.

La sospecha de que hubiera puestoel ojo en sus libros abandonóprácticamente a Kien a raíz delaccidente, en el que prefería no pensar.Por fin comprendió lo que le reclamaba:

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un testamento en el que sólo dispusierade su dinero. Por eso ella le resultabatotalmente extraña, aunque la conocierade la primera a la última de suspalabras. Era dieciséis años mayor queél y lo más probable es que muriesemucho antes que él. ¿Qué podíaimportarle un dinero que —y esto era loúnico cierto— nunca sería de ella? Sicon el mismo absurdo criterio hubieraechado mano de los libros, se habríaasegurado su simpatía, pese a su naturalhostilidad contra ella. Este eterno ypunzante interés por el dinero leresultaba, en cambio, un enigma. Eldinero era lo más impersonal, absurdo yanodino que Kien pudiera concebir.

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¡Qué fácilmente lo había heredado, sinmérito ni esfuerzo alguno!

A veces, la curiosidad lo hacía abrirlos ojos, recién cerrados ante laproximidad de su esposa. Esperabadescubrir en ella un cambio, algún gestodesconocido, una mirada nueva o unsonido original que revelara por quéhablaba eternamente de testamentos ydineros. Sin embargo, su mayor placerconsistía en relegarla a aquella zonadonde almacenaba todo lo que, pese a sucultura e inteligencia, era incapaz deexplicarse. De los locos tenía una ideaburda y simplista. Los definía comoseres que hacen las cosas máscontradictorias y que para todo usan las

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mismas palabras. Según esta definición,Teresa estaba —comparada con élmismo— irremediablemente loca.

El portero, que visitaba cada día alprofesor, no compartía esta opinión.Desde luego, de una mujer así no sepodía esperar nada. Sus temores deperder la propina mensual aumentabangradualmente. Mientras viviera elprofesor, tendría asegurada su jugosaentradita. Pero, ¿quién confía en lasmujeres? Rompiendo su rutina cotidiana,cada mañana se pasaba una hora largajunto al profesor, en visita deinspección.

Teresa lo hacía entrar en silencio y,como lo encontraba vulgar, en seguida

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se retiraba. Antes de sentarse, el porteromiraba la silla con sorna. Luegoexclamaba: «¡Yo, en esta silla!» o leacariciaba compasivamente el respaldo.Bajo su peso la silla se inclinaba ycrujía como un barco a punto dehundirse. Él mismo había olvidadocómo sentarse. Frente a su mirillapermanecía arrodillado. Cuando pegaba,se ponía de pie. Para dormir, setumbaba. No le quedaba tiempo parasentarse. Si, por una casualidad, la sillano crujía, se miraba nerviosamente losmuslos. No, no habían adelgazado,estaban en plena forma. Y no reanudabasu discurso hasta volver a oírla.

—A las mujeres hay que pegarles. A

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todas, sin excepción. Me las conozco dememoria. Tengo cincuenta y nueve años,y estuve casado veintitrés. Casi la mitadde mi vida. Siempre con la misma.Conozco a las mujeres. Son todasasesinas. Cuente usted los casos deenvenenamiento, profesor; con tantolibro lo sabrá mejor que yo. Las mujeresson cobardes. Lo sé perfectamente. Y alque me lo niegue le rompo la cara.«¡Carroña inmunda!, le diré, ¿cómo teatreves?». Pero dígaselo a una mujer yverá cómo corre. Le apuesto mis puños.Aquí mírelos: fuertes ¿no? Yo le digo loque se me antoja a una mujer y ni semueve. ¿Por qué no se mueve? De puromiedo. Y ¿por qué ese miedo? Porque es

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cobarde. ¡Si usted supiera la de tías queme he cascado! Mi mujer, sin ir máslejos, siempre andaba cubierta demoretones. A mi hija, que en pazdescanse, la quería mucho; era lo que sedice una mujer, con ella comencé cuandoera pequeñita. «Mira», le decía a mimujer, que empezaba a chillar en cuantole ponía un dedo a la niña, «cuando secase, irá a vivir con un hombre. Queaprenda ahora que es joven. Si no, lodejará en seguida. Y no se la daré al queno le pegue. Me cago en esos tíos. Unhombre debe pegar. Yo estoy por lospuños». Y, ¿cree que hablarle así mesirvió de algo? ¡Qué va! La vieja seplantaba frente a su hija y me las tenía

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que cascar a las dos. Lo que es a mí nome mandan. Usted las habrá oído chillar,me imagino. Los vecinos se acercabancon la oreja bien tiesa. Todos merespetaban en la casa. Dejad de chillar ydejaré de pegaros, les decía yo. Alcomienzo se quedaban quietas. Luegovolvía a probar, a ver si gritaban. Nodebía oírse ni una mosca. Les daba unoscuantos derechazos y de pronto no podíaparar. Por no perder la costumbre,¿sabe? Pegar es todo un arte, se lo digoyo. Hay que aprenderlo. Un colega míopega directo en la barriga. La víctima sederrumba y no siente nada. «Y entoncespuedo darles los que quiera», dice micolega. Pero yo le digo, ¿qué sacó con

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pegar si no siente nada? Nunca le pego aun desmayado, porque no siente nada.Toda mi vida he sido así. Hay que evitarque el adversario se desmaye. Nada deteleles. A eso llamo yo pegar. Matar agolpes es muy fácil. No tiene ningúnmérito. Con sólo que haga así, sequedaría usted sin cráneo. ¿No me cree?No se lo digo por orgullo. Digo quecualquiera lo hace. Y usted, profesor,también podría. Ahora no es elmomento, desde luego, porque está ustedmoribundo…

Kien vio crecer los puños a la luz delas proezas realizadas. Superaron entamaño al hombre a quien pertenecían ymuy pronto ocuparon todo el cuarto. Los

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rojizos pelos, que crecían a ritmouniforme, iban desempolvandoenérgicamente los libros. Un puñomonstruoso avanzó hasta la piezacontigua y aplastó a Teresa en su cama.En algún sitio golpeó después la falda,que se hizo añicos con gran estrépito.

—¡Qué ganas de vivir! —exclamóKien con voz radiante. Él mismo era tanflaco e insignificante que no tuvo miedo.Por precaución, ocupó menos espacioque de costumbre, reduciéndose algrosor de una sábana. No había puño enel mundo capaz de hacerle daño.

La fiel y robusta criatura cumplía sudeber con prontitud. Un simple cuarto dehora ahí sentado y ya Teresa no existía.

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Nada podía resistirse a aquella fuerza.Lo malo era que luego se le olvidabairse, y se quedaba tres cuartos de horamás sin razón aparente. A los librosnada les hacía, pero a Kien poco a pocole iba resultando incómodo. No es buenoque un puño hable mucho, puesnotaríamos que, en realidad, nada tieneque decirnos. Debe limitarse a golpear.Cuando lo haya hecho, que se retire o, almenos, que se calle. Pero a aquel puñole importaban poco el nerviosismo y losdeseos de un enfermo, y se explayabacon gran énfasis sobre el tema desiempre. Al principio, y por respeto aKien, platicaba sobre el pueblo criminalde las mujeres. Pero una vez liquidadas

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éstas, ¿qué quedaba?: el puño en sí.Tenía aún la misma fuerza que en susbuenos tiempos, pese a estar en una edaden que se suele disfrutar con el recuentodetallado de la propia vida. Y así seenteró Kien de su gloriosa y largahistoria. De haber cerrado los ojos, elpuño lo habría hecho papilla. Ni lasorejas le hubieran servido en ese trance:ningún tapón era eficaz contrasemejantes rugidos.

Transcurrida la mitad de la visita,Kien se quejaba de males antiguos ysupuestamente olvidados. Ya de niño lefallaban las piernas. En realidad, nuncaaprendió a caminar como es debido. Enla clase de gimnasia siempre se caía de

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la barra fija. Pese a sus largas piernasera el peor corredor de su clase. Losmaestros consideraban poco natural suescaso rendimiento físico. En todos losdemás cursos era, en cambio, elprimero, gracias a su excelentememoria. Pero, ¿de qué le servía? Porsu ridículo aspecto, nadie lo respetaba.

Constantemente le echabanzancadillas, dando con él en tierra. Eninvierno lo utilizaban como hombre denieve y lo hacían rodar hasta que sucuerpo adquiría un grosor normal.Fueron esas sus caídas más frías, perotambién las más suaves. De ellasguardaba recuerdos muy confusos. Todasu vida era una larga serie de caídas.

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Pero siempre se recuperaba y no teníaheridas personales. Se sentía incómodoy desesperado sólo cuando ibadesenrollando en su cabeza una lista queél mismo mantenía en el mayor secreto.Era la lista de los libros inocentes cuyacaída había provocado, el verdaderoregistro de sus pecados, un prolijoexpediente en el que iba anotando el díay la hora exactos de cada caída.Entonces se le aparecían los ángeles delJuicio Final con sus trompetas, doceporteros como el suyo, de carrilloshinchados y brazos musculosos, cuyosinstrumentos le repetían la lista en losoídos. En medio de su angustia, sonreíaal pensar en los pobres trompetas de

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Miguel Ángel. Acurrucadoslastimeramente en un rincón,disimulaban sus trompetas detrás de sí.Ante mocetones como esos porteros,rendían, avergonzados, sus largas armas.

En la lista de libros caídos figuraba,bajo el número 39, un grueso y antiguovolumen sobre Armamento y táctica delos lansquenetes. No bien rodóescaleras abajo con sordo ruido, losporteros-trompeta se convirtieron enlansquenetes. Un auténtico delirio seapoderó de Kien. El portero era unlansquenete, ¿qué duda cabe? Su figurarechoncha, su voz estentórea, su lealtadde mercenario, esa loca temeridad queno se arredra ante nada, ni siquiera las

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mujeres, su jactancia y sus absurdasbravatas… ¡un lansquenete redivivo!

El puño ya no le infundió terroralguno. Ante él tenía a un personajehistórico muy familiar. Conocía suscapacidades y sus límites. Su aterradoraestupidez le resultaba explicable.Actuaba como un auténtico lansquenete.¡Pobre tipo! Nacido con excesivoretraso, vino al mundo como lansqueneteen pleno siglo XX. Se pasaba todo el díaen ese cuchitril oscuro, sin un solo libro,y en la soledad más absoluta, expulsadodel siglo para el que en principio fuecreado, varado en otro donde siempresería un extraño. En los inofensivosalbores del siglo XVI, el portero, aunque

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fanfarronease, quedaba reducido a nada.Para dominar a un ser humano basta conubicarlo históricamente.

A las once en punto el lansquenete seponía de pie. En materia de puntualidadera uña y carne con el profesor. Repetíael mismo ritual de su llegada y echabauna mirada compasiva a la silla.«¡Todavía sigue entera!» afirmaba; y,para demostrarlo, la asía con su manoderecha y la tiraba contra el suelo, queaceptaba pacientemente la arremetida.«¡No pagaré un céntimo!» añadía, riendoestruendosamente ante la idea de darlealgo al profesor por una silla querompiera al sentarse.

—¡Mejor saque su mano, profesor!

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Si no, se la haré polvo. ¡Adiós! ¡Y dejeen paz a su mujer! ¡Yo no trago a esavieja harpía! —Y echaba una miradahostil a la pieza de al lado, pese a saberque ella no estaba—. Yo apuesto por losjóvenes. Fíjese usted, mi hija, que enpaz descanse, era la que mejor meentendía. ¿Por qué? Por ser mi hija. Erajoven, una mujer hecha y derecha; pudehacer con ella lo que quise, por algo erasu padre. Pero está muerta. Mientras quela vieja harpía sigue viva.

Salía del cuarto moviendo la cabeza.En ningún sitio lo afectaba tanto lainjusticia del mundo como en casa delprofesor. En su cuartucho no teníatiempo para meditar. Pero en cuanto

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abandonaba su ataúd y llegaba alespacioso apartamento de Kien, loinvadían pensamientos fúnebres. Seacordaba de su hija, veía ante él alprofesor muerto y, al contemplar suspuños inactivos, se sentía muy pocotemible.

Kien encontraba absurdas susdespedidas. Aunque el uniforme lequedara bien, los tiempos eran otros.Lamentaba que su método histórico nofuera siempre aplicable. A Teresa nolograba ubicarla en ninguna de lascivilizaciones o barbaries con cuyahistoria estaba familiarizado.

Las visitas se sucedían cada día enel mismo orden. Kien era demasiado

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astuto para abreviarlas. Mientras sumujer siguiera ilesa y el puño tuviese unobjetivo útil y legítimo, no tenía por quétemerle. Antes de que su intenso miedole recordara la lista secreta de susmales, no había aún pensado en loslansquenetes, y el portero todavía no erauno de ellos. A las diez, cuando elhombre cruzaba el umbral, decíase Kienmuy contento: un tipo peligroso, acabarádestrozándola. Su júbilo cotidiano antela desesperación de Teresa lo hacíaentonar himnos a la vida; pues antes,aunque la conociera, jamás habíasentido el menor impulso de alabarla.No se olvidaba del Juicio Final ni de losángeles de la Sixtina, objeto de sus

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burlas, que él registraba cada día comotarea obligatoria. Tal vez sólo aguantó lavacuidad, opresión y rigidez de esaslargas semanas trascurridas bajo elsigno de su esposa, porque algúndescubrimiento cotidiano le infundíanuevos ánimos. En su vida de erudito,los descubrimientos eran algo grande yaxial. La inactividad lo hacía echar demenos su trabajo. De ahí que día a díase obligaba a descubrir lo que era suportero: un lansquenete. Lo necesitabamás que los mendrugos de pan que casinunca comía. Lo necesitaba como unabocanada de trabajo.

En las horas de visita, Teresatrabajaba. Sólo por ganar tiempo

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admitía en su apartamento al portero,aquel hombre vulgar cuya conversaciónoyó a escondidas la primera vez. Estabainventariando la biblioteca. Que sumarido girase los libros aquel día le diomucho que pensar. Temía además que elnuevo hermano apareciera de improvisoy se llevara los ejemplares másvaliosos. Para saber lo que realmentehabía y no dejarse engañar, inició suimportante trabajo en el comedor un díaque el portero, sentado a la cabecera deKien, despotricaba contra las mujeres.

Recortaba los angostos márgenes dealgún periódico viejo y se acercaba alos libros. Luego sacaba uno, leía eltítulo, lo repetía en voz alta y lo anotaba

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en la larga tira de papel. Repetía elnombre entero antes de cada letra, parano olvidarlos. Cuantas más letras tuvieray más lo repitiera, más extrañamente lodeformaba en su boca. Las consonantesblandas en posición inicial, como b, d,g, se hacían cada vez más duras. Dadasu especial predilección por la dureza,se esforzaba en no rasgar la hoja deldiario con la punta dura de su lápiz. Susmacizos dedos no lograban producirsino mayúsculas. Los títulos largos ocientíficos la irritaban al no poder hallarcabida entre borde y borde. «Una líneapor libro», decidió, para contar mejorlas tiras y que se viera más bonito.Cortaba el título por la mitad cuando

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llegaba al borde, y desechaba el restocomo inservible.

Su letra preferida era la «o».Todavía le quedaba, desde su épocaescolar, cierta práctica en hacer «oes».(«Debierais cerrar las “oes” como laTeresa», decía siempre la maestra.«Teresa hace las “oes” más bonitas». Alfinal pasó tres años en el mismo curso,pero no por culpa suya. La culpa fue dela maestra, que no la tragaba porqueacabó haciendo las «oes» mejor queella. Todas, en su clase, querían que selas hiciera, mientras que nadie aceptaba«oes» de la maestra). Por eso ella podíahacer las «oes» tan pequeñas comoquisiera. Los circulitos perfectos y

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regulares se perdían entre las letrasvecinas, tres veces más grandes. Sialgún título largo tenía varias «oes» lascontaba primero y las escribía luego, alfinal de la línea, reservando el espacioinicial para el título, debidamenteamputado.

Por debajo de las tiras llenas trazabauna línea, contaba los libros,memorizaba la cifra —tenía buenamemoria para números— y la anotabaabajo si al cabo de tres pruebas no habíavariado.

Sus letras se reducían de semana ensemana, al igual que las «oes». Cuandohubo llenado diez tiras, las cosió concuidado por la parte de arriba y —como

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un peculio nuevo, penosamenteadquirido— disimuló el inventario, 603libros, en el bolsillo de su falda reciénalmidonada, junto a las llaves.

Al cabo de unas tres semanas diocon el nombre de Buda, que hubo decopiar infinidad de veces. La suavidadde sus sonidos la sedujo. El tipointeresante debió llamarse así, noGuarro. De pie encima de la escalera,cerró los ojos y pronunció con la mayordulzura: «Señor Puda». Y el señorPuta[1], como al comienzo le decía, pasóa ser el «Señor Puda». Se imaginó queél ya la conocía y se enorgulleció de quesus libros no acabasen nunca. ¡Hablabatan bonito y encima había escrito todo

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eso! Le hubiera gustado echar unaojeadita pero, ¿cuándo tenía tiempo?

La presencia del señor Puda laanimó a darse prisa. Consciente de queavanzaba muy despacio —una horadiaria era muy poco—, decidiósacrificar horas de sueño y pasó nochesde insomnio en la escalera, leyendo yanotando. Se le olvidó que la gentedecente se acuesta a las nueve. A lacuarta semana terminó con el comedor.Tanto éxito la aficionó al noctambulismoy sólo se sentía bien si derrochaba luz.Su conducta ante Kien ganó en aplomo.Las viejas frases adquirieron ritmosnuevos. Hablaba quizá más lentamente,pero con énfasis e incluso cierta

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dignidad. Él le había cedidoespontáneamente las tres piezas; perolos libros se los ganaba ella misma.

Cuando empezó a trabajar en laalcoba, no le quedaban vestigios de suantiguo miedo. Se subía a la escalera enpleno día —con el marido despierto, allado—, sacaba una tira de papel ycumplía sus obligaciones con los libros.Para estar quieta, se mordía los labios.Así ya no podía hablar ni distraerse,pues si algún título le salía torcido,tendría que volver a empezar desde elcomienzo. No olvidaba el testamento,que era lo más importante, y siguiócuidando a su marido con solicitud yentrega. Cuando llegaba el portero,

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interrumpía su faena y se iba a la cocina.El tipo la hubiera molestado con susrugidos.

En su sexta y última semana deconvalecencia empezó Kien a respirarmejor. Sus premoniciones dejaron decumplirse. Su mujer interrumpíabruscamente sus monólogos y callaba.Haciendo un cálculo global, debíahablar sólo medio día. Repetía la mismacantilena; pero él, preparado a cualquiersorpresa, esperaba el granacontecimiento con el corazónpalpitante. En cuanto ella callaba, Kiencerraba los ojos y de verdad se dormía.

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Amor juvenil

En el preciso instante en que elmédico le dijo: «Mañana puedelevantarse». Kien se sintió sano. Pero nosaltó al punto de la cama. Era de noche yquería reanudar su vida sana comosiempre, a las seis de la mañana.

La reanudó al día siguiente. Hacíaaños que no se sentía tan fuerte. Depronto, al lavarse, le pareció tenermúsculos. Su obligado reposo le habíaprobado bien. Cerró la puerta que dabaal cuarto contiguo y se sentó ante suescritorio, tieso como un palo. Suspapeles habían sido revueltos, con

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cierto cuidado, es verdad, pero losuficiente como para que él lo notara. Sealegró de poder arreglarlos; el contactocon los manuscritos era gratificador. Loaguardaba un trabajo enorme. Su mujerdebió haber buscado el testamento porahí poco después de su caída, cuando lafiebre lo privó de todos sus sentidos.Pese a los múltiples estados de ánimopor los que pasó durante suconvalecencia, siempre permaneció fiela este principio: no redactar sutestamento, ya que tanto le importaba aella. Decidió atacarla rudamente cuandola viera, obligándola, con rapidez yeficacia, a retirarse a sus antiguos lares.

Teresa le trajo el desayuno y estuvo

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a punto de decirle: «Deja la puertaabierta». Pero habiendo preparado unaestrategia de sonrisas para hacerse conel testamento, e ignorando de qué humorandaría él ahora, una vez restablecido,se contuvo para no irritado antes detiempo. Se limitó a agacharse eintroducir bajo la puerta un taco que lamantuviera abierta. Estaba de humorconciliatorio y dispuesta a imponersecon rodeos. Él se puso en pie de unsalto, le lanzó una mirada desafiante ydijo en tono agresivo:

—Un desorden espantoso reina entremis manuscritos. Y la llave, mepregunto, ¿cómo fue a parar a manosextrañas? La encontré en el bolsillo

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izquierdo del pantalón. Mal que mepese, me veo obligado a suponer quealguien la utilizó indebidamente y luegovolvió a ponerla en su sitio.

—¡Sólo faltaría!—Pregunto por primera y última

vez: ¿quién ha estado registrando miescritorio?

—¡Habrase visto!—¡Quiero saberlo!—Pero oye, ¿soy yo una ladrona?—¡Exijo una explicación!—Explicar es muy fácil.—¿Qué quiere decir eso?—Así es la gente.—¿Qué gente?—Poco a poco madura el majuelo.

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—El escritorio…—Siempre lo he dicho.—¿Qué cosa?—Que uno duerme según como se

acuesta.—¿Y eso a qué viene?—Me dijo que las camas eran

buenas.—¿Qué camas?—Las camas de matrimonio, son

preciosas.—¡Camas de matrimonio!—Así les dicen.—Yo no hago vida conyugal.—Ni yo, ¿o es que me casé por

amor?—¡Necesito silencio!

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—Una persona decente se acuesta alas nueve…

—En adelante, esta puertapermanecerá cerrada.

—El hombre propone y Diosdispone.

—He perdido seis semanas con estaenfermedad.

—La mujer se sacrifica día y noche.—No podemos seguir así.—¿Y qué hace el marido por ella?—Mi tiempo es precioso.—En el Registro Civil, las dos

partes deberían…—¡No pienso hacer testamento!—¿Quién habla de envenenar?—Un hombre de cuarenta años…

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—Y la mujer, de treinta.—¡Cincuenta y siete!—Nunca me lo habían dicho.—Puedes leerlo en tu partida de

nacimiento.—Leer es muy fácil.—¿Te parece?—La mujer necesita eso por escrito.

¿Dónde dejas los placeres?»Tres cuartos son de la mujer y uno

del marido, es lo que pone el papel. Lamujer le entrega todo al marido y sequeda en el aire. ¿Por qué será tan tonta?Papelito canta. Hablar es muy fácil. Unbuen día el marido se desmaya. Y unasin saber ni qué Banco. La mujer debesaber qué Banco es. Si no hay Banco,

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nada. ¡Óyeme! ¿O es que no tengorazón? ¿De qué le sirve el marido si nosabe qué Banco es? Un marido que nodice el Banco no es un hombre. Elmarido ha de decirle el Banco.

—¡Fuera!—Decir fuera es muy fácil. Y a la

mujer que la parta un rayo. El maridodebe hacer su testamento. La mujernunca sabe. El marido no está solo en elmundo. La mujer también cuenta. En lacalle todos la siguen con la mirada. Loimportante en una mujer son las caderas.Aquí no hay fueras que valgan. La puertaquedará abierta. Yo tengo las llaves. Siél quiere cerrarla, que busque las llaves.Se cansará de buscarlas. ¡Las llaves

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están aquí! —Tamborileó sobre su falda—. Pero aquí no se atreve el marido. ¡Yaunque quiera, no podrá!

—¡Fuera!—Muy bonito: la mujer salva al

marido y después ¡fuera! El maridoestaba muerto. ¿Quién fue a buscar alportero? ¿El marido? ¡Ja! Estaba bajo laescalera. A ver, ¿por qué no bajó élmismo a buscar al portero? Porque nopodía ni moverse. Primero se muere ydespués no le deja ni un real a la mujer.El nuevo hermano ni se hubieraenterado. Ya me escribirá el Banco. Lamujer quiere volver a casarse. ¿O acasosu marido le ha dado algo? Cuandomenos lo piense, tendré los cuarenta y ya

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los hombres no me mirarán. La mujertambién es un ser humano. ¡Oye, lasmujeres también tienen su corazoncito!

Sus chillidos se fueron convirtiendoen sollozos. A juzgar por sus palabras,parecía que a las mujeres se les hubierapartido el corazoncito. Apoyada contrael marco de la puerta, con el cuerpo tanladeado como su cabeza, ofrecía unlamentable espectáculo. Estabafirmemente decidida a no moverse delsitio, en espera de una agresión física.Con la izquierda protegía aquella zonaen que la falda, pese a su rigidez, seabultaba con las llaves y el inventariode los libros. En cuanto hubo palpadosus bienes, repitió:

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—¡Su corazoncito! ¡Su corazoncito!—Y estalló en nuevos sollozos,abrumada por la belleza y singularidadde esa palabra.

A Kien se le cayeron las escamas delos ojos: el odioso testamento era unpretexto. La vio desamparada,mendigándole su amor: quería seducirlo.Jamás la había visto en ese estado. Él secasó con ella por los libros, ¡y ella loamaba! Sus sollozos lo aterraban. Mejorla dejo sola, pensó, se calmará másfácilmente. Y abandonó al instantehabitación, apartamento y casa.

¡Así que su ternura con Lospantalones del señor von Bredow ibadirigida a él, no al libro! Por amor a él

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se había echado en el diván aquel día.Las mujeres son muy sensibles al estadode ánimo del hombre amado. Ellacomprendió su turbación. Como en unlibro abierto le leyó el pensamiento a lasalida del Registro Civil. Su intenciónera ayudarlo. Cuando aman, las mujerespierden carácter. Quiso decirle: ¡ven!,pero se avergonzó, y en vez de llamarlotiró esos libros al suelo. Traducido enpalabras, aquel gesto significaba: loslibros me importan un comino, quiencuenta eres tú. Gesto simbólico queequivalía a una declaración de amor.Desde entonces no cesó de cortejarlo.Le impuso su compañía durante lascomidas; le impuso los muebles nuevos.

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Siempre que podía lo rozaba con sufalda almidonada. Como buscaba unaoportunidad para hablar de camas, lehizo comprar una en vez del diván.Luego cambió de habitación y compróun juego de dormitorio para dos.Durante su convalecencia, el testamentofue sólo un pretexto para hablarle. Poralgo decía siempre: «¡Querer espoder!». ¡Pobre criatura obcecada! Hanpasado meses desde la boda y aúnespera su amor. Le lleva dieciséis años,sabe que morirá antes que él, y sinembargo insiste en que los dos hagan sutestamento. Seguro que querrá dejarlesus ahorros, y para que él no se niegue aaceptarlos le exige a su vez un

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testamento. Pues, ¿de qué le servirían sies ella quien ha de morir primero? Él,en cambio, podría disfrutar de esosahorros. Le demostraba su amor con sudinero. Hay solteronas que, de golpe, leentregan los ahorros de toda su vida a unhombre, ahorros de decenios, losmejores ahorros de aquellos días en que,por guardar, no disfrutaron. Además,¿cómo se hubiera ella elevado por sobresu esfera doméstica? El dinero, para losanalfabetos, es la prueba decisiva entodo orden de cosas: amistad, bondad,cultura, poder o amor. Y tratándose deuna mujer, este hecho tan simple secomplica por su debilidad natural.Como quiere regalarle sus ahorros,

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decide torturarlo seis semanas con unaeterna letanía. No se atreve a decirlesimplemente cara a cara: te amo, aquítienes mis ahorros. Esconde la llave dela puerta que da al estudio y, como él nola encuentra, ella es libre de respirarlesu aire. No le interesa tratarla más decerca, aunque a ella le baste compartirel mismo aire. Nunca se preguntó si elBanco donde guarda su dinero eraseguro. Pero ella teme perderlo. Susahorros han de ser demasiado exiguospara mantenerlo mucho tiempo a flote.Con rodeos, como si en realidad sepreocupara de sí misma, insiste enpedirle información sobre su Banco.Querrá salvarlo de una posible

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catástrofe. Las mujeres se preocupan delfuturo de su amado. A ella le quedanpocos años y, antes de morir, consagrasus últimos esfuerzos a asegurarle lavejez. Presa de la desesperación,registró el escritorio cuando él estabaenfermo, esperando obtener datos másprecisos. Para ahorrarle una emocióninnecesaria, no dejó la llave puesta y lavolvió a guardar donde la habíaencontrado. Pero siendo una personainculta, no tenía idea de la precisión y elpoder memorístico de su marido. Era taninculta que a él le daba náuseas el solopensar en su lenguaje. Y no hay manerade ayudarla. Uno no viene al mundo paraamar, después de todo; él no se casó por

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amor. Quería que alguien se ocupara delos libros y ella le pareció la personaadecuada.

Kien tuvo la impresión de estar enuna calle por primera vez en su vida.Esta vez distinguió entre los transeúntesa hombres y mujeres. Las librerías porlas que pasaba lo hicieron detenerse,claro está, aunque por los escaparatesque antes evitaba. Los librospornográficos ya no lo inquietaban. Leíalos títulos y proseguía su camino sinmenear la cabeza. Unos perros cruzaronla calzada persiguiendo a otros y seolisquearon con satisfacción. Kienaflojó el paso y los miró, estupefacto. Asus pies cayó de pronto un paquetito. Un

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joven se apresuró a recogerlo y empujóa Kien sin disculparse. La mirada deKien siguió los dedos que abrieron elpaquetito y extrajeron una llave. En elpapel arrugado se veían unas cuantaspalabras. El joven sonrió al leerlas yalzó la mirada hacia la casa. Por unventanal del cuarto piso se asomó unamuchacha y le hizo señas, entre doscolchones que se ventilaban. Luegodesapareció tan velozmente como lallave en el bolsillo del joven. «¿Quéhará con esa llave? Un ladrón, seguro; lacriada le tira la llave, será su amante».En la bocacalle siguiente había una granlibrería: la dejó a su izquierda. En laesquina de enfrente, un policía charlaba

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apasionadamente con una dama. Suspalabras, que Kien vio a la distancia, loatrajeron. Quiso oírlas. Pero estando yamuy cerca de ellos, la pareja se separó.

—Adiós —graznó el policía. Surubicunda carota brilló bajo la intensaluz del día.

—¡Hasta la vista, inspector! ¡Hastala vista! —farfulló la dama; él eragordo, ella, robusta; a Kien se le grabóla pareja.

Al pasar frente a la catedral oyóunos cálidos y misteriosos sonidos. Sehabría puesto a cantar en ese tono si suvoz, como su estado de ánimo, lohubiera secundado. De pronto le cayó unpoco de palomina. Entre curioso y

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asustado, levantó la mirada hacia losbotareles. Un grupo de palomas searrullaba, picoteándose: ninguna eraculpable del desaguisado. Llevabaveinte años sin oír esos zureos, aunquecada día pasara por ahí al dar su paseo.Sin embargo, conocía el arrullo por loslibros.

—¡Así es! —dijo en voz alta y conun gesto de aprobación, como hacíasiempre que algún hecho real secorrespondía con su original impreso.Pero aquel día, su lúcida constataciónno le causó placer alguno. Sobre lacabeza de un Cristo enjuto y demacradoque, con una intensa expresión desufrimiento, se alzaba en un pedestal,

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vino a posarse una paloma. No estaba agusto sola; otra lo notó y se posó allado. Según la gente, los sufrimientos deese Cristo eran exagerados: se debían aun dolor de muelas. Pero no era eso, no.Acaso no aguantara a esas palomas consus sempiternos escarceos. Entoncespensó en su soledad. Aunque más valeno pensar en ella si algo quiere hacerse.¿Por quién hubiera muerto Él en la cruzde haber pensado en su soledad? Sí, enrealidad estaba muy solo; su hermano yano le escribía. Dejó pasar varios añossin contestar las cartas del parisiense,hasta que éste se cansó y no volvió aescribirle. Quod licet jovi, non licetbovi. Desde que Georg andaba tanto con

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mujeres, se creía un verdadero Júpiter.Georg era un mujeriego; nunca estabasolo. Como no podía soportar lasoledad, se rodeaba de mujeres. A éltambién lo amaba una mujer. Y en vez dequedarse con ella, le había huido yahora se quejaba de su soledad. Diomedia vuelta y se dirigió a casa por lasmismas calles, con pasos largos yesperanzados.

Impulsado por la compasión, avanzócon excesiva rapidez para sus fuerzas.Era dueño de una vida. Podía amargar yabreviar los últimos años de esa pobrecriatura que se moría por él. Hay quehallar un término medio. Las esperanzasde Teresa eran vanas: él nunca sería un

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vividor. Su hermano ya traía suficientesniños al mundo. La posteridad de lafamilia Kien estaba asegurada. Lasmujeres no tienen sentido crítico, dicen.Y es cierto: nunca saben con quién semeten. Hace más de ocho años que vivecon él en el mismo apartamento. Másfácil le hubiera sido seducir a Cristo.Las palomas pueden traicionar elsentido de su existencia, pues carecen deél. Pero hacerse de una mujer, teniendotanto trabajo, era un crimen contra lanaturaleza de la ciencia. Es cierto que élaprecia su fidelidad y ella hace lo quepuede. Por otra parte, él aborrece elrobo y el fraude. La propiedad no es unproblema de ambición, sino de orden.

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Nunca se le ocurriría ocultar algo quehablara en favor de ella. Para ser mujer,lo había amado con una discreciónasombrosa en esos ocho años. Él nuncaadvirtió nada. Sólo desde el matrimoniose le va un poco la lengua. Para eludirsu amor está dispuesto a hacer cuanto lepida. ¿Teme que su Banco quiebre? Puesle dirá qué Banco es. Aunque enrealidad ya lo conoce, porque una vezcobró un cheque. Así podrá averiguar sies un Banco seguro. ¿Quiere regalarlesus ahorros? Perfecto, no le negará esamínima satisfacción y hará su testamentopara darle así pretexto a redactar elsuyo. ¡Qué poco necesita un hombrepara ser feliz! Con esta decisión

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pensaba liberarse de ese amorexagerado y ruidoso.

Pero estaba en uno de sus díasmalos. En secreto esperaba fracasar. Elverdadero amor nunca se calma: inventanuevas cuitas antes de que las viejasmueran. Él nunca había amado; era comoun adolescente ignaro que está a puntode saberlo todo, y al que saber y nosaber le producen la misma tenebrosaangustia. Su confusión era tal queempezó a perorar mentalmente como unamujer. Cogía al azar la primera idea quese le ocurriera y la soltaba, sin seguirlahasta el final. Y es que otra, noprecisamente mejor, acababa de cruzarpor su mente. Dos ideas fijas lo

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acosaban: la de su mujer amante yabnegada y la de los libros que, ávidos eimpacientes, lo incitaban al trabajo.Cuanto más se aproximaba a su casa,más escindido se sentía interiormente.Su razón veía lo que estaba en juego y seavergonzaba. Dirigió su mira hacia elamor y lo atacó muy duramenterecurriendo a las armas menos dignas.La falda de Teresa se convirtió en objetode litigio. Su ignorancia, su voz, suedad, sus frases, sus orejas, todo fuepuesto en el platillo, pero la falda hizoinclinar la balanza. Cuando Kien llegófrente a su casa, la falda yacía aplastadabajo el peso de los libros.

«¿Cómo es eso?», se dijo a sí

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mismo. «¿Solo? ¿Yo, solo? ¿Y loslibros?». Cada piso que subía loacercaba a ellos. Desde el vestíbulogritó hacia el estudio:

—¡El Banco Nacional! —Teresaestaba en pie ante el escritorio—.¡Quiero hacer mi testamento! —ordenóél y la empujó con más violencia de laque hubiera deseado. En su ausencia,ella había emborronado tres espléndidashojas en blanco con la palabra«testamento». Se las señaló y quisoreírse, pero no logró esbozar sino unadébil sonrisa. Quiso gritar: «¿No te lodije?», pero la voz le falló. Estuvo alborde del desmayo, pero el tipointeresante la tomó en sus brazos y ella

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volvió en sí.

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Judas y el Salvador

Por la forma en que fue escrito eltestamento, Teresa sospechó primero unlapsus calami, luego una broma pesaday, por último, una trampa. Con el capitalguardado en el Banco podrían cubrir dosaños más los gastos de la casa.

Al ver la cifra, comentóinocentemente que faltaba un cero. Diopor supuesto que Kien se habíaequivocado. Y mientras éstecomprobaba si la cantidad era exacta,ella, que esperaba una suma diez vecesmayor, se sintió amargamentedesilusionada. ¿En qué se había ido la

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fortuna? Quería instalarle al tipointeresante la mejor mueblería de laciudad, y el testamento sólo daba parauna tienda como la de Gross & Madre.Ya se había hecho una idea del negocio;hacía varias semanas que, antes dedormirse, calculaba los precios decompra de los muebles. Renunció a laidea de montar una fábrica propiaporque de eso no entendía nada ydeseaba meter su cuchara en el negocio.Y de pronto se queda ahí, fulminada,porque la casa Guarro & Esposa —eseletrero era una de sus condicionesesenciales— no empezaría con mejorpie que la casa Gross & Madre. Porahora, el tipo interesante es el alma de

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la Gross pero cuando esa alma lepertenezca a ella, el negocio marcharátan bien que podrán reinvertir la mayorparte de los beneficios. Ellos dos nonecesitan nada; por algo se aman. En unpar de años, la Gross & Madre estaríaliquidada. Y cuando ya se imaginaba aldiminuto jefe sollozando y rascándose lacabeza tras la puerta vidriera, al ver quela pujante empresa Guarro & Esposa,de primera categoría, le quitaba susmejores clientes, Kien le dijo:

—No falta ningún cero. Aquí habíauno hace veinte años.

Ella no le creyó, y replicó casibromeando:

—¿Y adonde fue a parar tan linda

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suma?Y él, mudo, señaló los libros. No

mencionó la parte que había gastado envivir, pues no sólo era mínima, sino quele daba vergüenza.

A Teresa se le fueron las ganas debromear y declaró con dignidad:

—El resto se lo enviará al hermanonuevo. Antes de morir le da a suhermano nueve partes, y una parte que ledeje a la mujer después de muerto…

Lo había desenmascarado. Esperabaque se avergonzara y añadiese eldiscutido cero antes de que fuerademasiado tarde. No se da porsatisfecha con basuras: ella va siempre alo grande. Se sentía la administradora

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del tipo interesante y utilizabamentalmente sus argumentos.

Kien no oyó muy bien lo que le dijo,pues siguió mirando fijamente los libros.Cuando hubo terminado, le echó unvistazo al documento —puro sentido deldeber—, y lo dobló mientras decía:

—¡Mañana se lo llevaremos alnotario!

Para no insultarlo, Teresa se retiró.Quería darle tiempo a que reflexionase.Ya se convencerá de que esas cosas nose hacen. Más cerca de uno está la viejaesposa que el hermano nuevo. No pensóen el capital que había en libros porque,de hecho, las tres cuartas partes ya erande ella. Sólo la preocupaban los bienes

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no relacionados con la biblioteca. Teñíaque retrasar al máximo su ida a lanotaría. Si el testamento llega ahí: ¡adióscapital! La gente decente no hacetestamentos cada día. Les da vergüenzair tan seguido a la notaría. Por eso, lomejor es hacer de entrada un testamentobueno y no necesitar un segundo.

Kien hubiera preferido liquidar degolpe todas las formalidades. Pero aqueldía sintió cierto respeto por Teresa,porque lo amaba. Sabía que como buenaanalfabeta necesitaba horas pararedactar un documento legal. No leofreció ayuda por no humillarla. Era elrespeto mínimo que merecían sussentimientos. Su actitud conciliatoria

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tendría sentido sólo si le ocultaba que élhabía calado en sus sentimientos. Temíaque rompiera a llorar si aludía a suintención de hacerle ese regalo. Y optópor sentarse a trabajar, poner de lado eltestamento y todas las preocupaciones alrespecto y dejar abierta la puerta quedaba al cuarto de Teresa. Con renovadasenergías se sumergió en su viejo ensayo:Sobre la influencia del Canon Pali enla forma del japonés Busoku Sekitai.

En el almuerzo se miraron cara acara sin decir una palabra. MientrasTeresa calculaba las probabilidades deenmendar el testamento, Kien examinabael documento escrito por ella en buscade eventuales faltas de ortografía. ¿Qué

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era mejor: copiarlas o corregírselas?Una de las dos medidas sería inevitable.Las pocas horas de trabajo habíanlimado considerablemente su ternurainicial, que sin embargo bastó para quepospusiera la decisión al día siguiente.

Preocupaciones pecuniariasmantuvieron a Teresa en vela aquellanoche. Le sabía mal que su maridogastara tanta luz trabajando hasta lasdoce. Desde que vio casi cumplidos susdeseos, cualquier céntimo dilapidado lahacía sufrir el doble que antes. Seechaba con cautela, y sin hacer presión,sobre la cama, pues pensaba vender suhermoso dormitorio como nuevo encuanto montase la tienda. Hasta entonces

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no había sufrido ni un rasguño; la ideade volverlo a barnizar la hubierafastidiado. Sus miramientos con la camay el miedo de dañarla la mantuvierondespierta pese a que Kien ya dormía yque todos sus cálculos le habíanresultado redondos. La aburría no teneren qué pensar, aunque mañana dejaría deaburrirse.

Pasó el resto de la noche engrosandolas sumas que heredaría gracias a suhabilidad en hacer «oes». Muy prontodejó atrás a sus rivales femeninas. Otrassurgieron en forma totalmenteinoportuna. Ninguna tenía la faldaalmidonada. Ninguna aparentaba treinta.La mejor pasaba ya de los cuarenta,

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pero sus ceros eran ridículos y el tipointeresante la despachó en el acto. Por lacalle, los hombres no la seguían con lamirada. «¡Teniendo tanto dinero,marrana!», le gritó Teresa a lasinvergüenza, «¿por qué no te hacesalmidonar la falda?». Demasiado ociosapara hacerlo ella misma y encimatacaña, ¡vaya pieza! Entonces se volvióhacia el tipo interesante y le agradeció.Quiso decirle su bonito nombre —Guarro le quedaba pésimo—, pero se lehabía olvidado. Se levantó, encendió,con cuidado, la lamparita de la mesillade noche, sacó el inventario del bolsillode su falda y lo leyó hasta dar con elnombre, para el que ningún gasto de luz

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era excesivo. De puro excitada hubieragritado: «¡Puda!», pero un nombre asíhabía que susurrarlo. Volvió a apagar laluz y se echó pesadamente en la cama,olvidando los miramientos con quedebía tratarla. Repitió: «¡Señor Puda!»hasta cansarse. Pero él era muy listo,además de interesante, y no admitíainterrupción en su trabajo. Examinabapor turno a las mujeres. Más de unasimuló andar encorvada bajo el peso delos ceros. «¡Ten cuidado!», le decíaTeresa, «¡es un problema de edad y node ceros!». Amaba la verdad ante todo.El señor Puda tenía ante él una bellahoja de papel satinado en la que ibaanotando pulcramente los ceros. Luego

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la recorría con sus ojitos enamoradizosy decía, con esa voz tan suya: «Lo sientomucho, mi querida señora, pero esimposible». Y ponía a la vejestoria en lapuerta. Pero, ¡qué se ha creído! ¿Qué lespasa a las mujeres hoy en día? No bientienen cuatro reales se imaginan que elhombre más guapo es suyo. Teresadisfrutaba al máximo cuando, a juiciodel señor Puda, alguno de los capitalesaportados superaba a los demás. Éldecía entonces: «¡Estupendo, por favortome usted asiento, señora mía!».¡Imposible imaginar lo vieja que era!Pero tomaba asiento, pese a todo.Cuando ya iba él a decirle: «¡Mi queridaseñora!», Teresa se estremeció

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ligeramente. Esperó a que él abriera laboca para avanzar e interponerse entreambos. En la derecha llevaba un lápizafilado. Se limitó a decir: «¡Unmomento, por favor!», y trazó sobre elpapel, detrás de su capital, un hermoso0. El suyo superó a todos los otros: erala primera mujer con capital queencontraba. En vez de decir algo, comoera su derecho, se retiró modestamente yen silencio. El señor Puda habló porella: «Lo siento mucho, señora mía, peroes imposible». Más de una vieja rompióa llorar. Acercarse tanto a la felicidad yno tocarla ¡vaya suerte! Pero el señorPuda era insensible a las lágrimas.«Primero hay que aparentar unos treinta

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y después llorar», dijo. Teresacomprendió a quién se refería y se sintiómuy orgullosa. La gente pasa ocho añosen la escuela y no aprende nada. ¿Porqué no aprenden a hacer «oes»? ¿Acasono es un arte?

Esa mañana, su excitación la sacópronto de la cama. Ya estaba listacuando Kien se despertó a las seis. Ensilencio lo oyó vestirse, lavarse y darlepalmaditas a sus libros. El aislamientoen que vivía y el silencioso andar deKien la habían sensibilizado al máximoante ciertos ruidos. Reconocíaexactamente en qué dirección se movía,pese a la suavidad de la alfombra y alescaso peso de Kien. Este dio varias

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vueltas inútiles y pareció no interesarsepor el escritorio, al que sólo se acercó alas siete. Junto a él se quedó un rato yTeresa creyó oír el raspear de su pluma.¡Qué tipo tan torpe!, pensó, su plumaraspea cuando hace un «O». Aguardó aque raspeara otra vez. Tras los sucesosde esa noche contaba al menos con dosceros más. No obstante, aún se sentíamuy pobre y murmuró: «Anoche fue todotan bonito».

De pronto él se levantó y empujó lasilla a un lado: estaba listo, la segundavez no había raspeado. Ella se le acercócon tal ímpetu que ambos chocaron en elumbral. Kien le preguntó:

—¿Acabaste?

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Y ella:—¿Listo? —Los últimos vestigios

de delicadeza se le habían ido con elsueño. Su absurda historia femeninadejó de interesarlo. Sólo se acordó deltestamento al encontrarlo entre losmanuscritos. Lo leyó de arriba abajo,aburrido, y observó que en la penúltimacifra de su nuevo saldo había un errorincomprensible: en vez de un cinco seveía un siete. Enojado, corrigió el errory se preguntó cómo podía confundirse uncinco con un siete. Sin duda porqueambos eran números primos. Estaingeniosa explicación, la única posibledado que un cinco y un siete no tienenotro rasgo en común, lo apaciguó.

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—¡Un día excelente! —murmuró—,¡a trabajar y aprovecharlo! —Pero antesquiso liquidar lo del dichoso testamento,para no ser interrumpido en su trabajo.La colisión no afectó en nada a Teresa:su falda la protegía. Él, en cambio, sehizo daño.

Kien aguardó la respuesta de Teresa;ella, la de él. Como éste nada dijo, ellalo apartó y se deslizó hasta el escritorio.Perfecto: ahí estaba el testamento.Observó que la penúltima cifra era un 5en vez de un 7; pero de un nuevo cero nirastros. Algo debió haberla birlado elviejo avaro. De momento la estafa erade 20 chelines; pero añadiéndole un O,serían 200. Con un segundo cero habrá

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una diferencia de 2000. No se dejarárobar 2000 chelines. ¿Qué diría el tipointeresante si se enterase? «¡Pero oiga,que nos arruina el negocio, señoramía!». Habrá que ir con cuidado; novaya a ponerla en la puerta. El necesitauna mujer decente. Una mondonga no leserviría.

Se volvió y le dijo a Kien, queestaba detrás de ella:

—¡Este cinco está de más!Pero él no le hizo caso.—¡Dame tu testamento! —ordenó

con brusquedad.Ella lo escuchó perfectamente.

Desde la víspera venía espiando susmenores movimientos. Nunca en su larga

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vida había mostrado tanta serenidadcomo en esas pocas horas. Comprendióque le exigía un testamento. La parteteórica de su sempiterna letanía «Lasdos partes debieran ir al RegistroCivil», acudió en seguida a su memoria.No había transcurrido un segundo desdeque recibiera la orden, cuando ellacontraatacó:

—¡Pero oye! ¿Crees que esto es elRegistro Civil?

Y, honestamente indignada ante esaspretensiones, abandonó la habitación.Kien no abundó en conjeturas sobre sumordaz respuesta. Constató que aún noparecía dispuesta a darle el documento.Por hoy quedaba exonerado del

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engorroso trámite notarial. ¡Tanto mejor!Aceptó su suerte muy contento y seenfrascó en su ensayo.

Esa comedia muda entre ambos seprolongó varios días. Mientras que elsilencio de ella lo tranquilizabagradualmente —era casi el mismo deantes—, la agitación de Teresaaumentaba de hora en hora. Tenía quehacer grandes esfuerzos para no hablardurante las comidas. Frente a él no sellevaba ni un bocado a los labios, pormiedo a que se le escapara una palabra.Su hambre aumentaba con sus recelos.Antes de sentarse con él a la mesa, sehartaba sola, en la cocina. Cualquiertemblor en su rostro la hacía

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estremecerse: ¿cómo saber si esetemblor no se convertiría de pronto en lapalabra «notario»? Él, a veces, soltabaalguna frase. Sus frases eran raras, peroella les temía como a sentencias demuerte. Si él hubiera hablado más, elmiedo de Teresa se habría fragmentadoen mil pequeños miedos. El laconismode Kien la consolaba. Pero su pánicopersistía, enorme y arrollador. Si élempezaba con un: «Hoy…», Teresa, muyrápida, se decía: «¡Nada de notarios!», yrepetía esta frase con una agilidadinaudita en ella. El cuerpo se le bañabaen sudor. También la cara. Y ella mismalo notaba: ¡siempre que su cara no latraicionase! En esos casos corría a

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buscar un plato. Leía en el rostro deKien deseos que éste no tenía. Hubierahecho cualquier cosa por él, siempre ycuando no hablase. Sus miramientosapuntaban a los ceros, pero a él lofavorecían. Presintiendo una desgraciahorrible, se esmeraba sobre todo alcocinar. «¡Ojalá le guste!», pensaba, yse echaba a llorar. Tal vez quisocebarlo, darle fuerzas para trazaraquellos ceros. Tal vez sólo quisoprobarse lo mucho que se los merecía.

Su contrición era profunda. A lacuarta noche descubrió qué era el tipointeresante: un pecado suyo. Dejó dellamarlo por su nombre. Siempre que secruzaba con él ponía mala cara, decía:

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«Cada cosa a su tiempo» y le daba unpuntapié para que la entendiera. Losnegocios no iban bien. Un negocio hayque merecerlo para que vaya bien. Lequedaba un solo refugio: la cocina. Enella se sentía tan simple y modesta comoantes, y casi se olvidaba de su condiciónde ama de casa al no ver muebles a sualrededor. Un solo objeto la molestabaen aquel sitio: la guía telefónica que,propiedad suya, yacía muerta en unrincón. Para más seguridad, cortó lasdirecciones de todos los notarios y lastiró a la basura.

Kien no advertía sus manejos. Lebastaba con que no hablase. A caballoentre la China y el Japón, se dijo un día

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que aquel silencio era producto de suhábil diplomacia. La había dejado sinpretextos para hablar. Le habíaarrancado el aguijón de su amor por él.En esos días le resultaron variashipótesis y reconstruyó en tres horas unafrase estropeadísima. Los caracteresprecisos brotaron velozmente de supluma y al tercer día pudo acabar elviejo ensayo. De los nuevos ya tenía dosempezados. Fue evocando antiguasletanías que le hicieron olvidar las deTeresa. Lentamente se remontó a sustiempos de soltero. La falda, que habíaperdido mucho de su tiesura y gravedad,le recordaba a ratos que su mujerexistía. Se movía ahora con mayor

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rapidez y no debía estar tan bienplanchada. Kien constató este hecho sindarle muchas vueltas. ¿Por qué no dejarla puerta de su dormitorio abierta? Ellano abusaba nunca de su paciencia y seguardaba bien de interrumpirlo. Durantelas comidas, la presencia de su esposola calmaba. Temía que cumpliera suamenaza de comer por separado y,aunque mujer, actuaba con suma cautela.A él le molestaba tanto esmero en elservicio. Ya irá perdiendo la costumbre,se decía. Tantos platos le parecíansuperfluos; no hacían más que robarlesus mejores ideas.

Al cuarto día, cuando Kien salió adar su habitual paseo de las siete, ella

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—exteriormente otra vez la discreciónmisma— se deslizó hasta el escritorio.No se acercó a él de inmediato. Lorodeó varias veces y, antes de hacer loque se había propuesto, arregló un pocola habitación. Sintió que aún no habíaido demasiado lejos y aplazó sudecepción lo más que pudo. De prontorecordó que a los asesinos losidentifican por sus huellas digitales.Sacó de su baúl sus lindos guantes —losmismos que le procuraron un marido—,se los puso y cogió con gran cuidado eltestamento, para no ensuciar los guantes.Los ceros brillaban por su ausencia.Temió que acaso ya estuvieran, pero latenuidad de sus trazos impidiera verlos.

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Un examen más detallado la tranquilizó.Mucho antes de que Kien volviera, tantoella como el estudio ofrecían un aspectode lo nías normal, como si nada hubieraocurrido. Se refugió en la cocina, dondevolvió a sumirse en la aflicción queinterrumpiera a las siete.

Al quinto día hizo lo mismo. Seentretuvo más tiempo con el testamento,sin preocuparse de la hora ni de losguantes.

El sexto día fue un domingo. Selevantó sin ánimos, esperó que sumarido saliera y contempló, como losotros días, la maligna cifra marcada enel testamento. No sólo el número entero,12.650, sino la forma de cada guarismo

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parecía habérsele grabado en carnepropia. Buscó una tira de papel deperiódico y copió la suma tal y comofiguraba en el testamento. Sus númerosreprodujeron los de Kien trazo portrazo; ni un grafólogo hubiera podidodistinguirlos. Utilizó la tira en sentidolongitudinal para añadirle cuantos cerosquisiera, y le agregó una buena docena.Sus ojos relumbraron ante el fabulosoresultado. Acarició la tira varias vecescon su mano tosca y dijo: «¡Pero oiga,qué maravilla!».

Luego cogió la estilográfica de Kien,se inclinó sobre el testamento ytransformó los 12.650 en 1.265.000.

El trabajo a pluma le salió tan

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limpio y exacto como el que había hechoa lápiz. Cuando terminó el segundo cero,no fue capaz de incorporarse. La plumase aferraba al papel, dispuesta a trazarun nuevo cero. Pero como faltabaespacio, la cifra hubiera quedado máspequeña y apretada. Teresa se percatódel peligro que corría. Cualquier nuevotrazo hubiera violado las proporcionesde las otras cifras y letras, atrayendo laatención hacia aquel punto. Estuvo alborde de arruinar su propia obra. La tirallena de ceros reposaba al lado. Sumirada, que por ganar tiempo errabalejos del testamento, recayó de pronto enella. El deseo de ser, de un plumazo,más rica que todas las mueblerías del

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mundo, adquirió proporciones inauditas.De haberlo pensado antes, hubiera hechoesos dos ceros más pequeños paradeslizar luego un tercero. ¿Cómo pudoser tan tonta? Ahora tendría todoarreglado.

Luchó desesperadamente con lapluma que quería escribir. El esfuerzosuperó sus energías. La avidez, la ira yla fatiga la hicieron jadear. Lostemblores de su respiración repercutíanen su brazo; la pluma amenazó consalpicar de tinta el testamento. Aterradaante esta posibilidad, la levantóbruscamente. Observó que habíaenderezado el tronco y empezó arespirar con más regularidad. «Hay que

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ser modesta», sollozó, interrumpiendosu trabajo tres minutos para soñar conlos millones perdidos. Después seaseguró de que la tinta estuviera seca,guardó la preciosa tira en su bolsillo,dobló el testamento y lo puso donde lohabía encontrado. Distaba mucho desentirse satisfecha; sus deseos apuntabanmás alto. Al no obtener sino una parte delo que hubiera podido, cambió de humorrepentinamente. Se sintió una estafadoray decidió ir a la iglesia. Después detodo era domingo. Dejó una nota en lapuerta del apartamento: «Estoy en laiglesia. Teresa», como si aquél hubierasido su refugio de siempre.

Eligió la iglesia principal de la

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ciudad: la catedral. Una más pequeña lehubiera recordado que se merecía algomejor. En la escalera se dio cuenta deque no iba bien vestida. Pese a suabatimiento, regresó y se cambió laprimera falda azul por la segunda, queera idéntica. Por la calle se olvidó decomprobar si todos los hombres lamiraban. En la catedral sintió vergüenza.La gente se burlaba de ella. ¿Seráposible que se rían en la iglesia? A ellano le importaba, porque es una mujerdecente. Se dijo a sí misma con granénfasis: «una mujer decente», se lorepitió y buscó refugio en un rincónapartado de la catedral.

En él había un cuadro de la Última

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Cena, pintado íntegramente al óleo. Elmarco estaba bañado en oro. El mantelno le gustó. La gente no sabe lo que eslindo y, además, estaba sucio. Dabanganas de tocar la bolsa: contenía treintamonedas de plata; no se veían, pero labolsa parecía de verdad. Judas lasujetaba firmemente. Por nada la hubierasoltado el muy tacaño. No le daba unreal a nadie. Exactamente como sumarido. Por eso traicionó al Señor. Sumarido es delgado; Judas era gordo ytenía una barba rojiza. En el centroestaba el tipo interesante. ¡Qué cara tanbonita la suya: muy pálida y un par deojazos como se pide! Lo sabe todo. Eslisto, además de interesante. Le ha

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puesto el ojo a la bolsa. Querrá sabercuánto hay. Otro tendría que contar loschelines. Él no, le basta con mirarla porfuera. Su marido es un cerdo. ¡Hacerleeso por veinte chelines! Pero a ella no laengaña: antes había un siete, y él loconvirtió en un cinco. Y ahora son2.000. El tipo interesante la reñirá.¿Tiene ella la culpa? Ella es la blancapaloma. Vuela encima de su cabeza.Resplandece en su inocencia. El pintorlo quiso así. Ya sabrá él por qué: es suoficio. Ella es la blanca paloma. QueJudas intente alguno de sus trucos: no lacogerá. Ella irá adonde le plazca. Volaráhacia el tipo interesante: sabe lo que esbueno. Judas no podrá decirle nada. Que

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se ahorque. De nada le servirá entoncesla bolsa. Tendrá que dejársela. El dineroes de ella, la blanca paloma. Pero Judasno entiende esas cosas. Piensa sólo ensu bolsa. Por ella le da un beso alSalvador y lo engatusa. En seguidavienen los soldados, dispuestos allevárselo. Que lo intenten: ellaavanzará y les dirá: «No es el Salvador.Es el señor Guarro, un simple empleadode la empresa Gross & Madre. Nopodéis hacerle nada. Yo soy su mujer.Judas siempre intenta engatusarlo. ¡PeroÉl no tiene la culpa!». Ella cuidará deque nada le pase. Que Judas vaya y seahorque. Ella es la blanca paloma.

Teresa se arrodilló ante el cuadro y

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rezó. Ni un minuto dejó de ser la blancapaloma. Lo decía desde lo más hondo desu corazón, sin quitarle los ojos deencima. Aleteando, el ave se posó en lasmanos del tipo interesante y él laacarició con ternura, pues le habíasalvado la vida varias veces. Así tratala gente a las palomas.

Al levantarse, comprobó asombradaque tenía rodillas. Por un momento dudóde su existencia real y se las palpó. Unavez fuera de la iglesia, fue ella quien seburló de la gente. Se rió sin reírse, comoera su costumbre. Todos la miraron conaire serio, avergonzados. ¡Qué carastenían: auténticos criminales! Yasabemos qué gentuza va a la iglesia.

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Logró evitar la colecta de limosnas. Enel atrio vio un revoloteo de palomas,pero no eran blancas. Teresa lamentó notener qué darles. ¡Con tanto pan duroque criaba moho en su casa! Detrás de lacatedral, una paloma blanca de verdadse posó sobre una estatua de piedra.Teresa la miró: era el Cristo del dolorde muelas. Por suerte, pensó, no separece al tipo interesante. El pobre seavergonzaría.

En el camino a casa oyó de prontouna música: militares que desfilaban alson de unas marchas preciosas. ¡Quédivertido, cómo le gustaba! Se volvió yavanzó deslizándose al nuevo ritmo. Eldirector de la banda no dejaba de

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mirarla. Los soldados tampoco. ¿Quétiene de malo? Ella vuelve la cabeza:quiere agradecerles por la música. Otrasmujeres se unen al grupo… pero ella esla más bonita. ¡Y qué guapo el director!Ese era un hombre. ¡Qué bien dirige!Los músicos esperan la señal de subatuta. Sin la señal nadie se mueve. Devez en cuando dejan de tocar. Entoncesella estira la cabeza, el director lesonríe y empieza una marcha nueva. ¡Sino hubiera tantos niños! No la dejan verbien. Debieran tocar diariamente esascosas. Lo mejor son las trompetas.Desde que ella apareció, a todos lesparece bonito. Pronto se congrega ungran gentío. Pero a ella no le importa.

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Todos le hacen sitio. Nadie deja demirarla. Y ella, en voz baja, tararea alritmo de la música: ¡de treinta, detreinta, de treinta!

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Un millón deherencia

Kien encontró la nota en su puerta.Le leyó, porque leía todo, y la olvidó alllegar a su escritorio. De pronto una vozdijo:

—¡Ya estoy aquí! —Teresa, de piedetrás de él, lo ahogó bajo un diluvio depalabras:

»¡Sí, una gran herencia! A tres casasde aquí hay un notario. ¿Cómodesperdiciar una herencia así? Eltestamento se ensuciaría. Hoy esdomingo. Mañana, lunes. Habrá que

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darle algo al notario, si no lo hará todoal revés. Tampoco exageremos. Seríauna lástima: un dinero tan bonito. Encasa, el pan duro cría moho. Ser palomaes muy fácil. Eso sí, no tienen quécomer. Los militares tocan las mejoresmarchas. Para marchar y mirar todo hayque tener algo especial. ¿Y en quiénclavó su mirada el director? No se lodiré a cualquiera. La gente no entiendebromas. 1.265.000. ¡La cara que pondráel señor Guarro! Con esos ojos tanlindos. Todas las mujeres lo quieren.¿No soy mujer yo también? Ser bonita esmuy fácil. Yo soy la primera concapital…

Segura del triunfo y emocionada por

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las marchas militares y el «director deorquesta», entró de frente en el estudio.Todo era lindo aquel día. Todos los díasdebieran ser así. Tenía ganas de hablar.Dibujó en la pared el número 1.265.000,y tamborileó con sus dedos sobre labiblioteca oculta en su bolsillo interior.Quién sabe cuánto valía. Tal vez eldoble. El manojo de llaves tintineó. Ellahinchó aún más los carrillos al hablar.Ese día habló sin interrupción, despuésde una semana de silencio. En su éxtasisle reveló sus pensamientos más secretos.No dudó haber obtenido cuanto estaba asu alcance: era una mujer de acción. Porespacio de una hora le habló sin parar alhombre que tenía enfrente, olvidando

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quién era. Se le olvidó el terrorsupersticioso con que, en díasanteriores, había espiado el más mínimotemblor en aquel rostro. De pronto eraun ser humano al que todo se le podíacontar, exactamente el tipo quenecesitaba. No le ocultó un solo detallede cuanto le pasó o se le ocurrió aqueldía.

Kien se sintió atacado por sorpresa:algo excepcional había sucedido.Alguna razón tendría —y se le notaba enla cara— para molestarlo en forma tangrosera tras su comportamiento ejemplarde aquella semana. Su lenguaje eraconfuso, temerario y exultante. Él hizoesfuerzos por comprenderla y lo fue

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logrando poco a poco:Cierto tipo interesante, por lo visto

pariente suyo, le había dejado un millón.Pese a su fortuna había sido director deorquesta, y por lo mismo interesante. Unhombre que, en cualquier caso, tenía deella muy buena opinión, de lo contrariono la hubiera nombrado su heredera.Con el millón pensaba abrir unamueblería. La feliz noticia acababa dellegarle esa mañana y ella, en señal deagradecimiento, corrió a la iglesia,donde reconoció al difunto en un cuadro,bajo los rasgos del Salvador. (¡Lagratitud: causa de alucinaciones!). En lacatedral hizo el voto de alimentarregularmente a las palomas. No admitía

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que les dieran pan viejo cubierto demoho. Las palomas también tienen sulado humano (¡y tanto!); mañana queríair con él donde el notario y llevarle eltestamento para que lo examine. Temíaque, por tratarse de una herenciaimportante, el notario les pidierahonorarios muy altos. Por eso preferíadiscutir con él los honorarios antes de laconsulta. ¡Parsimoniosa y ama de llaveshasta con su millón!

Pero, ¿sería de verdad una herenciatan importante? 1.265.000… ¿cuánto erarealmente? Comparemos esa cifra con elvalor de la biblioteca. Por toda subiblioteca no había pagado ni la ridículasuma de 600.000 coronas de oro. La

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herencia de su padre fue de 600.000coronas, de las que aún le quedaba unremanente. ¿Qué pensaba ella abrir consu herencia? ¿Una mueblería? ¡Quéabsurdo! Se podría ampliar labiblioteca. Le compraría a su vecino elapartamento de al lado y haría derribarla pared. De ese modo ganaría, cuatropiezas grandes para la biblioteca. Haríatapiar las ventanas del otro apartamentoe instalar tragaluces, como aquí. Enocho cuartos podría albergar 60.000volúmenes. Acababa de ponerse a laventa la biblioteca del viejo Silzinger yera poco probable que la hubieransubastado. Contenía unos 22.000volúmenes, y aunque ̂ no pudiera

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competir con la suya, incluía piezas degran valor. Él se reservó un millón netopara la nueva biblioteca; que elladispusiera del resto a su antojo. Tal vezle alcanzara para abrir una mueblería,aunque de eso él entendía muy poco.¿Qué le importaba, después de todo? Denegocios y dinero nunca quiso sabernada. Tendrá que averiguar si labiblioteca del viejo Silzinger había sidosubastada. Sería una pérdida muylamentable, en todo caso. Se enterrabademasiado en los estudios, privándosede ciertos medios indispensables para eltrabajo científico. Así como el agiotistaha de estar al tanto de las cotizacionesbursátiles, el erudito ha de tener el ojo

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puesto en el mercado de libros.Ampliar la biblioteca de cuatro

habitaciones a ocho: ¡fabuloso! Hay queevolucionar. Anquilosarse no es bueno.Cuarenta años tampoco son muchos.¿Por qué estancarse a los cuarenta?Hace dos años compró su último granlote. Así es como uno se oxida. Pero hayotras bibliotecas, no sólo la suya. Lapobreza es repugnante. Por suerte ellame ama. Me dice señor Guarro porquesoy guarro con ella. Mis ojos le parecenbonitos. Creo que gusto a todas lasmujeres. En verdad soy demasiadoguarro con ella. Si no me amara, sequedaría con su herencia. Hay hombresque se hacen mantener por sus mujeres.

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Asqueroso. Primero me suicidaría.Aunque bien puede hacer algo por labiblioteca. ¿Acaso los libros comen? Nolo creo. Yo pago el apartamento.Hacerse mantener supone tener casa ycomida gratis. También pagaré elalquiler del otro apartamento. Será unamujer necia e inculta, pero se le hamuerto un pariente. ¿Que soy cruel? ¿Porqué?, si yo no lo conocí. Sería purahipocresía sentir lástima por él. Sumuerte no es una desgracia; tiene unsentido más profundo. Todo hombreocupa un espacio vacío, aunque sólo seaun instante. El espacio de este hombreera su muerte. Ahora está muerto.Ninguna compasión lo resucitará. ¡Qué

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extraña casualidad! Esta rica herederase emplea justamente en mi casa comoama de llaves. Cumple sus deberes porespacio de ocho años y de pronto, pocoantes de heredar un millón, me caso yocon ella. No bien descubro cuánto meama, se le muere el rico director deorquesta. Un golpe de suerte que me caede un día para otro, sin merecerlo. Laenfermedad cerró una etapa de mi vida,marcó el final de la estrechezeconómica, de la biblioteca exigua yopresiva en la que he vivido hastaahora.

¿Acaso es igual que un hombre nazcaen la luna o en la Tierra? Aunque la lunafuera dos veces más pequeña que la

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Tierra, no se trataría sólo de otracantidad de materia, pues la diferenciade tamaños se refleja también a nivelindividual. ¡Treinta mil nuevos libros!¡Cada uno será un punto de partida hacianuevas ideas y trabajos! ¡Qué cambiotan radical de circunstancias!

En ese instante abandonó Kien lainterpretación conservadora de la teoríaevolucionista que hasta entoncessuscribiera y, a banderas desplegadas,se pasó al campo de losrevolucionarios. Todo progreso estácondicionado por cambios bruscos. Laspruebas pertinentes, disimuladas hastaentonces —como en todos los sistemasevolucionistas— bajo hojas de parra,

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afloraron inmediatamente a suconciencia. Un hombre culto tienesiempre a mano cuanto necesita. Elespíritu de un hombre culto es un arsenalbrillantemente equipado. Pero no se notamucho, porque los interesados —precisamente en razón de su cultura—raras veces tienen el valor de utilizarlo.

Una palabra, lanzada por Teresa conpasión y alegría, arrancó a Kien de susmeditaciones. «Dote», la oyó decir yacogió con gratitud aquel vocablo. Todocuanto necesitaba en ese históricomomento le llegó de un solo golpe. Ellegado del capitalismo, defendido ypracticado durante siglos por su familia,surgió en él con gran violencia, como si

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en veinticinco años de lucha no hubierasalido perdiendo. El amor de Teresa,piedra angular del inminente Paraíso, leaportaba ahora una dote. Su derecho erano desdeñarla. Le había demostrado lahonestidad de sus intenciones tomándolapor esposa cuando era una mujer pobrey él ni sospechaba que tuviera unpariente rico a punto de morirse. De vezen cuando —y no muy seguido—también ella disfrutaría recorriendo apaso rápido las ocho salas de laflamante biblioteca. Pensar que unpariente suyo hubiera contribuido arealizar tan magna obra, la compensaríapor la pérdida de su mueblería.

Muy contento por la naturalidad con

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que progresaba su revolución, Kien sefrotó los largos dedos. Ninguna murallateórica se alzaba, en su camino. Prontoharía derribar la pared real que daba alapartamento contiguo. Hay que hablar enseguida con los vecinos e informar almaestro albañil Putz: que empiece atrabajar mañana mismo. Revisar eltestamento en el acto y llevárselo alnotario hoy día. ¡Cuidado con la subastaSilzinger! El portero despacharáentretanto unos recados.

Kien avanzó un paso y ordenó:—¡Llama al portero!En su informe, Teresa había vuelto al

pan mohoso y las palomas hambrientas.Insistió una vez más en esta paradoja

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que desdecía de su habitual parsimonia,y añadió, reforzando su indignación:

—¡Sólo faltaría!Pero Kien no estaba de humor para

réplicas.—¡Llama al portero! ¡En seguida!Teresa notó que le había dicho algo.

¿Qué necesidad tiene de hablar? ¿Porqué no la deja terminar?

—¡Sólo faltaría! —repitió.—¿Sólo faltaría qué? ¡Llama al

portero!Pero ella le tenía tirria al tipo aquel

por la propina.—¿Qué tiene ése que ver aquí? ¡No

pienso darle nada!—Sobre eso decido yo. Soy el

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dueño de la casa. —Le habló así noporque fuera necesario, sino porquejuzgó útil hacerle ver que su voluntadera inflexible.

—¡Pero oye!, el capital es mío.En el fondo, él esperaba esa

respuesta. Siempre sería una mujerinculta y mal educada. Kien cedió en lamedida en que su dignidad no seopusiera a sus proyectos:

—Nadie lo niega. Pero necesitamosal portero para que haga unas gestionesahora mismo.

—¡Qué lástima! Un dinero tanbonito. Se llevará una fortuna.

—¡Tranquila! ¡Tenemos un millónasegurado!

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El recelo se abrió paso en Teresa. Eltipo querrá sacarle algo más. Ya le habíabirlado dos mil chelines.

—¿Y los 265.000? —dijo ella,deteniéndose en cada número y lanzandomiradas significativas.

Ahora hay que conquistarla en formarápida y definitiva.

—Los doscientos sesenta y cinco milson todos tuyos. —Ocultó su enjutorostro tras la máscara de un rechonchomecenas: estaba haciéndole un regalo yaceptaba su agradecimiento con sumoplacer y de antemano.

Teresa empezó a sudar:—¡Todo es mío!¿Por qué insistiría tanto? Kien

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disimuló su impaciencia con una fraseoficial:

—Ya te he dicho que nadie discutetus reivindicaciones. El problema, porahora, no es ése.

—Ya lo sé. Lo escrito queda.—Tenemos que organizar juntos esto

de tu herencia.—¿Acaso es asunto tuyo?—Te ruego que aceptes mi ayuda.—Mendigar es muy fácil. Primero

regatea y después mendiga. ¿Qué se hacreído?

—Sólo temo que te engañen.—No te hagas el santo.—Con herencias de un millón suelen

surgir parientes falsos.

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—Era un hombre solo.—¿Sin mujer? ¿Sin hijos?—Pero oye, ¿qué bromas son éstas?—¡Una suerte inaudita!¿Suerte? Teresa se quedó perpleja.

El tipo iba a entregarle su dinero antesde morirse. ¿Qué suerte era ésa? Desdeque Kien empezó a hablarle, ella tuvo laconvicción de que quería engañarla.Espiaba sus palabras cual Cancerberode cien cabezas, esforzándose en buscarrespuestas tajantes e inequívocas. Almenor descuido, podría verse con lasoga al cuello. El marido ha leído todo.Para ella era parte contraria y defensordel adversario al mismo tiempo. Alproteger su nueva propiedad, desarrolló

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capacidades que la asustaron a ellamisma. De pronto se sintió capaz demeterse en el pellejo de otro. Intuyó queel testamento no era ningún golpe desuerte para Kien. Detrás de sus palabrassospechó una nueva trampa. Algo leestaba ocultando. ¿Qué suele ocultar lagente? Lo que tiene. Su marido poseíamás de lo que confesaba. El tercer cerono escrito le ardió en la palma de lamano. Levantó el brazo como impulsadapor un dolor repentino. Hubiera queridoabalanzarse sobre el escritorio, sacar eltestamento y añadirle el cero con unenérgico trazo. Pero sabiendo lo queestaba en juego, se contuvo. La causa detodo era su gran modestia. ¿Por qué será

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tan tonta? Ser modesto es una necedad.Pero ahora se espabilará. Tiene quearrancarle el secreto. ¿Dónde habráescondido el resto? Le sonsacaría todosin que él se diera cuenta. Amplia ymaligna, su habitual sonrisa le iluminóel rostro.

—¿Y qué harás con el resto?Se hallaba en el pináculo de su

astucia. No le preguntó dónde habíaescondido el resto, pues él no hubieracontestado. Primero lo haría admitir laexistencia de ese resto.

Kien la miró entonces con afecto ygratitud. Su resistencia era sóloaparente; él siempre tuvo esa sospecha.Le pareció muy fino eso de llamarle

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resto al millón, la parte principal. Por lovisto, el paso súbito de la torpeza alamor era característico en personas desu especie. Se puso en su lugar e intentócalcular el tiempo que habría tenido estaprofesión de vasallaje en la punta de lalengua, retrasándola al máximo parapotenciar su efecto. Era grosera, perofiel. Empezaba a comprenderla mejorque antes. Lástima que fuera tan vieja;demasiado tarde para hacer de ella unser humano. En cualquier caso, no debíapermitirle cambios de humor tan bruscoscomo aquéllos. Por ahí empieza todaeducación. La gratitud que le teníareservada y el amor por sus nuevoslibros se le borraron de la cara. Adoptó

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un aire severo y gruñó, como siestuviera ofendido:

—Con el resto pienso ampliar mibiblioteca.

Teresa se sobresaltó, aterrada ytriunfante a la vez. ¡Oír dos confesionesde golpe! ¡Su biblioteca! ¡Cuando ellatenía el inventario en su bolsillo! Demodo que había un resto. Él mismo lohabía dicho. Teresa no supo por dóndeatacar primero. Pero su mano, queinvoluntariamente se posó sobre elbolsillo, decidió por ella:

—¡Los libros son míos!—¿Qué?—Tres habitaciones son de la mujer,

y una es del marido.

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—Pero ahora son ocho habitaciones.Hay cuatro nuevas… me refiero a las deal lado. Necesito espacio para labiblioteca de Silzinger, que tiene ellasola más de 22.000 volúmenes.

—¿Y de dónde sacarás el dinero?¡Otra vez lo mismo! Ya estaba harto

de esas alusiones.—De tu herencia. Y no hablemos

más del asunto.—¡Ni pensarlo!—¿Cómo que ni pensarlo?—La herencia es toda mía.—Pero yo puedo disponer…—Primero muérete y después podrás

disponer.—¿Qué significa todo esto?

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—Que no estoy dispuesta a regatear.¿Cómo? ¿Cómo? ¿Ya tenía que

ajustarle las clavijas? La biblioteca deocho salas, que él no perdió de vista unmomento, le proporcionó un últimoresiduo de paciencia.

—Pero se trata de interesescomunes.

—¡Yo quiero el resto!—Ya te darás cuenta…—¿Dónde está el resto?—La mujer debe respetar al marido.—Y el marido le roba el resto.—Exijo un millón para adquirir la

biblioteca Silzinger.—Exigir es muy fácil. Yo quiero el

resto. ¡Quiero todo!

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—¡En esta casa mando yo!—¡Y yo soy el ama de casa!—Te doy un ultimátum. Exijo

categóricamente un millón paraadquirir…

—¡Yo quiero el resto! ¡Yo quiero elresto!

—En tres segundos. Cuento hastatres…

—Contar es muy fácil. Yo tambiénsé contar.

Estaban a punto de llorar de rabia.Mordiéndose los labios, ambos contaroncada vez más alto: «¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!».Los números brotaron de sus bocas alunísono: dos explosiones mínimas y biensincronizadas. Para ella, estos números

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se sumaron a los millones que el restoañadiría a su fortuna. Para élrepresentaban las nuevas salas. Ellahubiera contado eternamente; él contóhasta tres, pasó al cuatro y se detuvo.Sumamente tieso y más tenso que nunca,se acercó a ella y rugió, con la voz delportero retumbándole en los oídos:

—¡Dame el testamento! —Los dedosde su mano derecha intentaron cerrarseen puño y golpearon con fuerza el aire.Teresa dejó de contar: la había hechoañicos. Estaba realmente perpleja.Esperaba una lucha a muerte y él, depronto, dice sí. De no haber estado tansegura de su «resto», se hubiera sentidodespistada. Su cólera se disipó al sentir

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que ya no la engañaban. La cólera no loera todo para ella. Rodeando a sumarido, se acercó con cautela alescritorio. Él la esquivó. Aunque lahubiera hecho añicos, temió que ledevolviese el fallido puñetazo,destinado a ella y no al aire. Pero Teresano lo había visto. Se puso a hurgar enlos papeles, que entreveródescaradamente hasta sacar uno.

—¿Cómo ha ido a parar… untestamento ajeno… entre mismanuscritos?

Intentó rugir también esta larga frase,pero no pudo emitirla de un tirón y tomóaliento tres veces. Sin esperar a queacabase, ella le replicó:

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—¡Pero oye! ¿Cómo que ajeno? —Desplegó velozmente el testamento, loextendió sobre la mesa, alisándolo conuna mano, preparó papel y tinta y, conaire modesto, le hizo un sitio alpropietario del «resto». Cuando él se leacercó, aún algo intranquilo, su miradarecayó primero en la cifra. Le parecióconocida, pero lo importante era quefuese exacta. Mientras discutían, unaleve angustia lo puso en guardia contrala estupidez de aquella analfabeta, quetal vez no leyó bien el número.Satisfecho, dirigió los ojos a la partesuperior del documento, se sentó yprocedió a un examen minucioso.

Entonces reconoció su propio

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testamento.Teresa dijo:—Será mejor que vuelvas a

escribirlo —olvidando el peligro al queexponía sus ceros.

La fe en su validez se habíaarraigado, tanto en su corazón, como enel de Kien la fe en el amor de ella. Éldijo:

—Pero si es mi…Y ella, sonriendo:—¡Pero oye!, ¿qué he…?Él se levantó hecho una furia. Teresa

le explicó:—A lo hecho, pecho.Antes de saltarle a la garganta, la

había entendido; Teresa lo insta a que

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escriba: le pagaría el papel nuevo. Él sederrumba en el sillón, como si fueragordo y pesado. Ella quiere saber porfin a qué atenerse.

Poco después, ambos se habíancomprendido bien por primera vez.

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La paliza

La pérfida alegría con que Kien,basándose en documentos, le demostróla exigüidad de su fortuna, ayudó aTeresa a superar lo peor. Ella se hubieradisuelto en sus componentes básicos —falda, sudor y orejas—, si el odio que letenía, y que él alimentaba aún más convoluptuosa pedantería, no hubierallegado a ser el eje de su existencia.Kien le reveló el monto inicial de suherencia. De los distintos cajones en quesu humor las dispersara, fue sacando lasfacturas de todos los libros que habíacomprado. Su capacidad de recordar

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detalles cotidianos, que normalmente eraun estorbo, le resultó esta vez de granutilidad. Al dorso del malogradotestamento fue anotando las cifras queencontraba. Pese a su abatimiento,Teresa las sumó mentalmente hastaredondear un total. Quería saber cuántoquedaba en realidad. Resultó que labiblioteca entera había costado más deun millón, cifra que, aunquesorprendente, no le suponía a Kienningún consuelo. Su altísimo valor nocompensaba la pérdida de las nuevassalas. Vengarse del engaño sufrido erasu único objetivo. Durante la tediosaoperación no dijo una sílaba de más ni—cosa aún más difícil tratándose de él

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— tampoco una de menos. Cualquiermalentendido era imposible. Cuando laaniquiladora cifra estuvo calculada,añadió con voz fuerte y entrecortada,como la de un niño en la escuela:

—Gasté el resto en comprar librossueltos y en vivir.

Al oír esto, Teresa rompió a llorar y,deslizándose como un torrente por lapuerta y el pasillo, fue a desembocar enla cocina. A la hora de dormirinterrumpió su llanto, se quitó la faldaalmidonada, que acomodó sobre unasilla, volvió a instalarse ante la estufa ysiguió llorando. El cuartito de al lado,en el que tan feliz viviera esos ochoaños como ama de llaves, la invitaba a

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acostarse. Pero le pareció indecentedejar tan pronto el luto y continuó en supuesto.

A la mañana siguiente empezó aponer en práctica las decisiones quetomara en sus horas de duelo. Cerró conllave los tres cuartos que le pertenecían,aislándolos del resto del apartamento.Se acabó lo bueno, así es la vida;aunque después de todo era dueña detres habitaciones con sus respectivoslibros. No quería utilizar los muebleshasta que muriera Kien. Había queconservar todo.

Kien pasó el resto del domingo en suestudio. Si bien aparentaba trabajar —ahora que su misión informadora había

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concluido—, en realidad estabacombatiendo su apetencia de librosnuevos. Este deseo había resurgido en élcon tal vehemencia que su estudio, contodos sus libros y estanterías, le parecióanticuado y poco ameno. Varias veces seobligó a estirar la mano hacia losmanuscritos japoneses apilados sobre lamesa. Si llegaba hasta ellos, los tocabay, casi con repugnancia, volvía a retirarla mano. ¿Qué importancia tenían?Llevaban ya quince años encerrados ensu celda. Olvidó su hambre al mediodíay por la tarde. La noche lo encontrósentado en su escritorio. Contrariando sucostumbre, dibujó en un manuscrito yaempezado varios signos desprovistos de

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sentido. Hacia las seis de la mañanaempezó a cabecear y se durmió. A lahora en que solía levantarse soñó conuna biblioteca gigantesca que, en lugardel Observatorio, se alzaba junto a uncráter del Vesubio. Temblando demiedo, él iba y venía en su interior,esperando la erupción del volcán quesólo tardaría ocho minutos. Su miedo ysus paseos duraron una eternidad; losocho minutos que lo separaban de lacatástrofe no transcurrían. Cuandodespertó, la puerta que daba a la piezacontigua estaba ya cerrada. Él se diocuenta, pero eso no aumentó suclaustrofobia. Las puertas ya no leimportaban, pues todo era igualmente

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viejo: los cuartos, las puertas, loslibros, los manuscritos, él mismo, laciencia y su propia vida.

Ligeramente mareado por el hambre,se levantó e intentó abrir la otra puerta,que daba al vestíbulo. Entonces se diocuenta de que estaba encerrado.Consciente de que su intención habíasido comer algo, sintió vergüenza, pesea su debilidad. En la escala de lasactividades humanas, comer ocupaba elrango más bajo. Se había creado todo unculto en torno a la comida, cuando enrealidad sólo era el primer paso haciaotras funciones harto despreciables.Kien advirtió que una de éstas loapremiaba ahora y se creyó autorizado a

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sacudir la puerta. Su estómago vacío yel esfuerzo físico lo dejaron tan exhaustoque otra vez estuvo a punto de llorar,como el día anterior mientras contaba.Pero ya ni para eso tuvo fuerzas; sóloatinó a decir con voz lastimera:

—No quiero comer nada; no quierocomer nada.

—Oye, eso está mejor —dijoTeresa, que ya llevaba un rato espiandosus primeros movimientos desde afuera.Lo que es ella no pensaba darle decomer. ¿Por qué alimentaría a un hombreque no trae un real a casa? Tenía quedecírselo. Su temor era que el tipo seolvidara de comer. Pero ahora que élmismo había renunciado a su parte,

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Teresa abrió la puerta y le comunicó loque pensaba. Tampoco permitirá que leensucie la casa. El pasillo que daba asus habitaciones era de ella. La ley es laley. ¿Qué suelen poner en los pasajesprivados? Y abriendo un papelito muydoblado que llevaba en la mano, leyó:«Se autoriza el paso hasta nueva orden».

Al bajar a la carnicería y laverdulería, donde era aborrecida porigual, compró comida para una solapersona, aunque así le saliera más caroy en general ella se proveyera paravarios días. A las miradas inquisitivasrespondió en tono agresivo:

—¡A partir de hoy se quedará sincomer! —El propietario, los clientes y

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el personal de ambas tiendas se miraronperplejos. Después copió letra por letrael cartel de un pasaje vecino y, mientraslo hacía, dejó su cesta de compras contodas las provisiones en el sueloinmundo.

Cuando regresó, él seguíadurmiendo. Cerró la puerta que daba alpasillo y se puso al acecho. Habíallegado a un punto en el que preferíahablarle sin tapujos. Borraría lo de«nueva orden» y no le dejaría utilizar supasillo para ir a la cocina o al lavabo.No tenía para qué ir por ahí. Cada vezque ensucia el pasillo tendrá quelimpiarlo él mismo. Ella no era unacriada y le pondría juicio. Podrá salir

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del apartamento si lo hace como esdebido. Ella le enseñará cómo hacerlo.

Sin esperar su respuesta, Teresa sedeslizó otra vez hasta la puerta delapartamento. Su falda iba rozando lapared sin tocar la zona del pasillo que lepertenecía. Luego entró en la cocina,cogió un trozo de tiza —reliquia de suépoca escolar— y trazó una gruesa líneadivisoria entre su pasillo y el de Kien.

—Esto es sólo por ahora —dijo—,después lo pintaré al óleo.

Aturdido por el hambre, Kien noentendió muy bien lo que ocurría. Losajetreos de Teresa le parecieronabsurdos. ¿Estaré aún en el Vesubio?, sepreguntó. No, en el Vesubio lo asustaron

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esos ocho minutos, pero su mujer noexistía. Quizá el Vesubio no fuera tanhorrible, después de todo. Sólo unaerupción podía crear problemas.Entretanto, su propia necesidad iba enaumento y lo indujo a traspasar elpasillo prohibido, como si Teresa nohubiera trazado su señal con tiza. Agrandes trancos llegó a su meta. Teresa,cuya indignación corría parejas con lanecesidad de su marido, lo fuesiguiendo. Estuvo a punto de alcanzarlo,pero él le llevaba ventaja. Kien seencerró con llave, como es lacostumbre, salvándose así de unaeventual agresión física. Ella sacudió lapuerta y chilló intermitentemente:

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—¡Pero oye, iré al juzgado! ¡Perooye, iré al juzgado!

Viendo que era todo inútil, se retiróa la cocina. Junto al fuego, donde levenían siempre las mejores ideas, dio depronto con la solución más justa.Perfecto, lo dejaría usar el pasillo. Noera una desconsiderada. El tipo teníaque salir. Pero, ¿qué le pediría acambio? A ella nadie le da nada. Todose lo gana trabajando. Le cedería elpasillo y él, a cambio, le daría parte desu cuarto. Ella tenía que cuidar lossuyos. Y ¿dónde iba a dormir? Si cerrólas tres habitaciones nuevas, ¿por qué nocerrar también su antiguo dormitorio?Nadie podrá entrar en él. Y en ese caso

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tendrá que dormir en el estudio. ¿Quéotra solución había? Ella sacrifica supasillo, tan bonito, y él le deja un sitioen su estudio. Sacará los muebles delcuartito donde dormía el ama de llaves.Él, a cambio, podrá ir al lavabo cuantasveces quiera.

Bajó corriendo a la calle a buscar unmozo de cordel. Con el portero noquería saber nada: su marido lo habíasobornado.

No bien cesaron los chillidos deTeresa, Kien se durmió de puroagotamiento. Al despertar, se sintió másfresco y animado. Fue a la cocina y, sinningún escrúpulo, devoró varias rodajasde pan con mantequilla. Cuando volvió,

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muy tranquilo, a su habitación, la hallóreducida a la mitad. En el centro, ypuesto de través, se alzaba, el biombo.Tras él descubrió a Teresa entre suantiguo mobiliario. Estaba dando losúltimos retoques y encontraba todo muybonito. El insolente mozo de cordel yase había marchado, felizmente. Le pidióuna auténtica fortuna pero ella sólo ledio la mitad y lo puso en la puerta, de loque se sentía muy ufana. Lo único que nole gustaba era el biombo, porextravagante. Blanco y vacío por uno desus lados, en el otro se apiñaban unaserie de signos ganchudos: —hubierapreferido una puesta de sol color sangre—. Señaló el biombo y le dijo:

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—No sé qué hace aquí. Yo, por mí,lo tiraría. —Kien guardó silencio.Avanzó penosamente hasta su escritorioy se dejó caer en el sillón, lanzando undébil gemido.

Al cabo de unos minutos seincorporó bruscamente. Quería ver silos libros de la habitación contigua aúnestaban vivos. Su inquietud proveníamás de un inveterado sentido del deberque de un verdadero amor. Desde el díaanterior, sólo sentía ternura por unoslibros que no poseía. Pero antes dellegar a la puerta, se le adelantó Teresa.¿Cómo pudo espiar sus movimientospese al biombo? ¿Por qué su falda laimpulsaba con más velocidad que a él

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sus piernas? De momento no le puso lamano a ella ni a la puerta. Pero mientrasél juntaba fuerzas para hablar, ellaempezó a echar pestes:

—¡Qué cara tiene el marido! Comosoy tan buena y lo dejo usar el pasillo,piensa que los cuartos ya son de él. Peroyo tengo un documento. Lo escrito,queda. El marido no puede tocar ni lamanija. De entrar ya ni hablemos,porque yo tengo las llaves y no piensodárselas. La manija es parte de lapuerta. La puerta pertenece al cuarto.Puerta y manija son mías. ¡No permitiréque toque la manija!

Kien intentó acallarla y, con un torpegesto de su brazo, le rozó la falda sin

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querer. Ella rompió a chillar con fuerzay desesperación, como pidiendo ayuda.

—¡No permitiré que me toque lafalda! ¡La falda es mía! ¡No me lacompró el marido! ¡Yo misma me lacompré! ¿Acaso él la almidona y laplancha? ¡Yo misma la almidono y laplancho! ¿O cree que las llaves están enla falda? ¡Sólo a él se le ocurre! Nopienso darle las llaves. Aunque merompa la falda a dentelladas, no piensodárselas, porque no están ahí. Una mujerle da todo a su marido, menos la falda.¡La falda nunca!

Kien se pasó la mano por la frente.—¡Estoy en un manicomio! —dijo

en voz tan baja que ella no lo oyó. Una

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ojeada a los libros lo convenció de queno era cierto. Recordó por qué se habíalevantado, pero no osó llevar a cabo suproyecto. ¿Cómo llegar hasta lahabitación contigua? ¿Pasando sobre sucadáver? ¿Y qué hacer con el cadáver sino tiene las llaves? Era lo bastanteastuta como para haberlas escondido. Encuanto él las tuviera, abriría las puertas.A Dios gracias no le daba miedo. Nobien tenga las llaves en su mano, laaplastará como a una lombriz.

Como en ese momento luchar notenía sentido, Kien se retiró a suescritorio. Teresa montó guardia ante supuerta un cuarto de hora más. Siguióchillando y chillando sin inmutarse. Que

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el muy hipócrita hubiera vuelto a suescritorio no la impresionaba enabsoluto. Sólo cuando la voz empezó afallarle, abandonó el juego ydesapareció poco apoco detrás delbiombo.

No volvió a aparecer hasta la tarde.De vez en cuando dejaba escaparsonidos inconexos, que sonaban comolos fragmentos de un sueño. A ratos secallaba y respiraba más tranquila,aunque por poco tiempo. En elreparador silencio que seguía resonabade pronto una voz inconfundible:

—A los seductores debieranahorcarlos. Prometen matrimonio yluego no hacen testamento. Pero oiga,

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señor Puda, despacio que tengo prisa; noestá mal. ¿Será posible no tener dineropara un testamento? —No, la que hablano es ella, se dijo él a sí mismo; será uninvento de mis oídos sobreexcitados:resonancias, por así decirlo. ComoTeresa volvió a callarse, él setranquilizó con esta explicación. Logróhojear los manuscritos que tenía delante.Cuando iba por la primera frase, losecos volvieron a importunarlo—:¿Acaso he matado a alguien? El asesinoes Judas. Los libros también cuestan. Elmundo ya no es como antes. El sobrinosiempre estaba de buen humor. Y lavieja cubierta de harapos. Poco apocomadura el majuelo. Las llaves hay que

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esconderlas. Así es la vida. Nadie meregala las llaves. Tanto dinero paranada. Mendigar es muy fácil. Ser brutaltambién. ¡La falda nunca!

Precisamente esta frase, la primeraen que reconoció un eco del anteriorgriterío, lo convenció de que en efectohabía hablado. Una serie de impresionesque creía olvidadas afloraronnuevamente a su conciencia, remozadasy envueltas en un halo de felicidad. Sevio otra vez enfermo y condenado a oírsu letanía durante seis semanas. Dadoque ella repetía siempre lo mismo, él fuememorizando sus palabras y acabó porser, en un sentido estricto, su amo odiaadivinar la frase o la palabra que

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vendría luego. Pero al final aparecía elportero y la mataba diariamente. ¡Quétiempos tan maravillosos! ¡Y quélejanos! Hizo sus cálculos y llegó a unresultado sorprendente: ¡hacíaescasamente una semana que se habíalevantado! Buscó alguna razón quejustificase el abismo entre la opacarealidad actual y aquella edad dorada.Tal vez la hubiera encontrado, peroTeresa reanudó su discurso. Lo quedecía era incomprensible y ejercía unpoder tiránico sobre él. ¿Cómomemorizarlo y adivinar qué seguiría encada caso? Se hallaba encadenado y nosabía por qué.

Por la tarde, el hambre lo liberó. Se

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guardó muy bien de preguntarle si habíaalgo de comer. A escondidas, tal comopensaba, y en silencio, se alejó delapartamento. Sólo al llegar alrestaurante se volvió para ver si loseguía. No, no estaba en el umbral. ¡Quese atreva!, dijo y tomó asiento en una delas salas posteriores, entre parejas queno parecían casadas. Pensar que a estasalturas de mi vida tenga que caer en unode estos reservados, dijo en un sollozo,y se admiró de que el champán nocorriera por las mesas y de que la gente,en vez de hacer obscenidades, devoraraescalopas o chuletas como si tal cosa.Estuvo a punto de compadecer a esoshombres por haberse sometido al yugo

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femenino. Pero la voracidad generalreprimió en él toda emoción de estetipo, acaso por lo hambriento quetambién estaba. Insistió en que el mozole hiciera gracia del menú y le trajese loque él, como especialista, juzgaraconveniente. El especialista rectificó alpunto su opinión sobre ese comensal tanmal vestido y, reconociendo en el enjutocaballero a un gourmet, le sirvió losplatos más caros. No bien lo hizo, lasmiradas de todas las parejasconvergieron en su mesa. Advirtiolo elpropietario de esas maravillas y, aunquelas encontrara sabrosísimas, fueingiriéndolas con evidente repulsión.«Consumir» o «ingerir» le parecían los

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verbos menos expresivos, y por endemás idóneos, para designar este aspectodel proceso nutritivo. Reafirmótenazmente sus ideas sobre el particulary las desarrolló en detalle ante suespíritu que, a ritmo lento, iba volviendoa la vida. Su insistencia en estapeculiaridad le devolvió parte de suamor propio. Dichoso, sintió que aúntenía una gran reserva de dignidad y sedijo que Teresa merecía compasión.

En el camino a casa pensó en lamejor forma de manifestarle esacompasión. Abrió enérgicamente lapuerta del apartamento y constató, desdeel pasillo, que su cuarto estaba aoscuras. La idea de que estuviera

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durmiendo despertó en él una alegríasalvaje. Suave y cautelosamente,cerniendo que sus huesudos dedoshicieran ruido al asir la manija, abrió lapuerta. Su intención de compadecerla nopudo caer en peor momento. Sí, se dijo,dejémoslo estar. Por compasión nopienso despertarla. Logró mantener sudeterminación un rato más. No encendióla luz y se deslizó a su cama depuntillas. Al desvestirse le molestóllevar bajo la americana un chaleco y,bajo el chaleco, una camisa. Cada unade estas prendas hacía su propio frufrú.Su silla, vieja conocida, no estaba juntoa la cama, Prefirió no buscarla y dejó suropa en el suelo. Por no despertar a

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Teresa hubiera reptado incluso bajo lacama, ¿cuál será la forma más discretade meterse en una cama? Como lacabeza era en él lo más pesado, decidióque los pies, la parte más alejada de ellay, por lo tanto, más liviana, entrasenprimero. Una de sus piernas se hallabaya sobre el reborde y la segunda sedisponía a seguirla dando un salto, eltronco y la cabeza oscilaron un instanteen el aire, buscando instintivamentealgún punto de apoyo antes de lanzarsesobre las almohadas, cuando Kien sintióalgo extrañamente blando por debajo.Pensó: ¡un ladrón!, y cerró los ojos en elacto.

Aunque yacía sobre el ladrón, no se

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atrevió a moverse. Pese a su terror,advirtió que el ladrón era de sexofemenino. La idea de que este sexo y laépoca actual hubieran caído tan bajo, leprocuró una satisfacción remota ypasajera. Rechazó la idea de defenderse,que le llegó de algún antro recóndito desu corazón. Si la ladrona dormía deveras, como le pareció al comienzo, él,tras una espera prudencial, seescabulliría con su ropa en la mano,dejaría abierto el piso y se vestiría juntoa la cabina del portero. No lo llamaríade inmediato: esperaría mucho, muchotiempo y lo despertaría sólo cuandooyera pasos en la escalera. Entretanto, laladrona mataría a Teresa. Se vería

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obligada a hacerlo porque ésta sedefendería. No se dejaría robar sindefenderse. Ya debe estar muerta. Detrásdel biombo, nadando en su propiasangre. Siempre y cuando la ladronahaya apuntado bien. O quizá aún estéviva cuando llegue la policía y le echela culpa a él. Debieran darle otro golpe,para más seguridad. No, no esnecesario. La ladrona se echó a dormirde puro cansada. Y una ladrona no secansa tan fácilmente. La lucha debió deser terrible. Una mujer muy fuerte. Unaheroína. De quitarse el sombrero. Él nohabría podido. Teresa lo hubieraenredado entre los pliegues de su faldahasta asfixiarlo. La simple idea lo hizo

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jadear. Seguro que esa había sido suintención: quería asesinarlo. Toda mujerquiere matar a su marido. Sólo esperabael testamento. De haberlo hecho, ahoraestaría muerto en lugar de ella. ¡Cuántaperfidia hay en el ser humano! No; enuna mujer; no hay que ser injusto. Aúnla sigue odiando. Se divorciará de todosmodos aunque ya esté muerta. No laenterrarán con su apellido. De ningúnmodo. Nadie debe enterarse de queestuvo casado con ella. Al portero ledará lo que quiera por su silencio. Unmatrimonio así puede empañar sureputación. Un auténtico erudito no debepermitirse esos deslices. Es cierto queella lo engañó. Toda mujer engaña a su

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marido. De mortuis nil nisi hene. Peroantes que se mueran, ¡que se muerantodas! Tendrá que verla. Tal vez sóloaparente estar muerta. Suele ocurrirle alasesino más fuerte. La historia conoceinfinidad de ejemplos. La historia esmezquina. La historia nos da miedo. Siestá viva, él la hará polvo. Con tododerecho. Le había hecho perder la nuevabiblioteca. Y él se vengaría en ella. Yalo habría hecho, pero alguien se leadelanta y la mata. A él le correspondíala primera piedra y se la roban. Pero letirará la última. Tenía que pegarle,estuviera viva o muerta. ¡Tenía queescupirla, pisotearla, golpearla!

Kien se incorporó, temblando de ira,

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Y en ese mismo instante recibió unabofetada monstruosa. Estuvo a punto dehacer «¡psst!» a la asesina, no fuera queel cadáver estuviera vivo. Pero laasesina empezó a golpear, Tenía la vozde Teresa. Al cabo de tres palabrascomprendió que cadáver y asesina eranla misma cosa. Consciente de su culpa,guardó silencio y se dejó golpearcruelmente.

En cuanto él salió de casa, Teresahabía cambiado las camas, sacado elbiombo y puesto el resto del mobiliariopatas arriba. Mientras esto hacía,radiante de felicidad, no cesó de repetirel mismo ensalmo: «¡Ojalá se envenene!¡Ojalá se envenene!». Al ver que no

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había vuelto a las nueve, se acostó —como la gente decente— y esperó a quellegara y encendiera la luz para soltarlelos insultos que había almacenado en suausencia. Si no enciende la luz y se lemete en la cama, esperará hasta quetermine para insultarlo. Como es unamujer decente, contaba con lo primero.Cuando él se deslizó hasta la cama y sedesvistió a su lado, la sangre se le helóen las venas. Para no olvidar losinsultos, decidió pensar, mientras duraseel éxtasis: «¿Es esto un hombre? ¡No, noes un hombre!». Cuando lo tuvo encima,enmudeció por miedo a que se fuera. Élsólo permaneció sobre ella unosinstantes: a Teresa le parecieron días.

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No se movía y era liviano como unapluma. Ella aguantó la respiración. Pocoa poco, su espera se convirtió enamargura. Cuando él se incorporó de unsalto, ella pensó que se le iba y loembistió como una endemoniada,cubriéndolo de los insultos másprocaces.

Para cualquier naturaleza moral quese halle al borde del crimen, los golpesson un bálsamo. Mientras no le dolierondemasiado, el propio Kien se dio degolpes con la mano de Teresa y esperóel horrible epíteto que se merecía. Pues,¿qué era en el fondo sino un profanadorde cadáveres? Lo sorprendió el tonomás bien suave de sus insultos. De ella

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esperaba algo muy distinto y, sobre todo,aquel horrible epíteto. ¿No querríadecírselo o lo reservaba para el final?No sabía qué replicar a sus vaguedades.En cuanto le dijera «profanador decadáveres», él asentiría y expiaría sufalta confesándola, algo mucho másimportante para un hombre de sucategoría que recibir unos cuantosgolpes.

Pero estos golpes no tenían cuándoacabar. Kien los empezó a encontrarsuperfluos. Los huesos le dolían y ella,envuelta en un vértigo de fórmulasgroseras y banales, no hallaba tiempopara el ansiado epíteto. Teresa se habíaincorporado y le pegaba

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alternativamente con los puños y loscodos. Era una mujer tenaz; sólo al cabode algunos minutos sintió una leve fatigaen los brazos, interrumpió su vocerío —compuesto exclusivamente desustantivos— con una frase entera: «¡Nolo permitiré!», lo empujó fuera de lacama, sujetándolo por los cabellos paraque no se le escapara y, sentada alborde, siguió dándole con las piernasmientras sus brazos se recuperaban.Después se le sentó a horcajadas sobreel vientre, volvió a interrumpirse —estavez con un «¡Ahora viene lo peor!»— ylo abofeteó varias veces en ambasmejillas. Poco a poco fue perdiendoKien la conciencia. Pero antes se le

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olvidó la expiación que le debía.Lamentó ser tan alto. Flaco y pequeño,murmuró, flaco y pequeño: así habrámenos que golpear. Él se encogió; ellagolpeó a su lado. ¿Seguiríamaldiciendo? Golpeó el suelo, golpeó lacama: él oyó sus duros golpes. Ya casino lo veía de lo diminuto que era, poreso maldecía.

—¡Feto! —le gritó. ¡Qué bueno serun feto! Siguió encogiéndose con unarapidez alarmante y él mismo empezó abuscarse. Lo que es ella no loencontraría. Se redujo tanto que al finalse perdió de vista.

Teresa golpeó un rato más conprecisión y energía. Por último dijo,

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haciendo una pausa para tomar aliento:—¡Bueno, descansemos un poco! —

Se sentó en la cama y encomendó sutarea a las piernas, que la cumplieronmenos a conciencia y fueronespaciándola hasta detenerse del todo.En cuanto sus extremidades se calmaron,no supo ya cómo insultarlo y se calló. Élno se movía. Estaba exhausta. Tras lainmovilidad de Kien husmeaba otrasperfidias. En previsión de nuevasagresiones, prorrumpió en amenazas—:Iré al juzgado. Ya no aguanto más. Unmarido no ataca a su mujer. Yo soy unamujer decente. Al marido le pondrándiez años. En los periódicos eso sellama violación. Tengo pruebas. Yo leo

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los procesos. No intentes moverte.Mentir es muy fácil. Pero oiga, ¿él quéhace aquí? Una palabra más y llamo alportero. Tendrá que protegerme. Unapobre mujer sola. Por la fuerza es muyfácil. Me divorciaré. El apartamento esmío. A un criminal no le dan nada. Oiga,no se me impaciente. ¿Acaso le pidoalgo? Aún me duele todo el cuerpo.Vergüenza debiera darle. Asustar a sumujer de ese modo. Pudo habermematado. ¡Y entonces pobre de él! Notiene ni un camisón. No es problemamío, ya lo sé. Duerme sin camisón. Se lenota en seguida. Nada más abrir la bocay todos me creen. Lo que es yo, presa novoy. Por algo tengo al señor Puda. ¡Que

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el marido se atreva! Tendrá que vérselascon Puda. Y con él no hay quien pueda.Se lo diré en seguida. Son las ventajasdel amor.

Kien guardaba un obstinado silencio.Teresa dijo:

—Ahora se ha muerto —y al instantereconoció lo mucho que lo había amado.Se arrodilló junto a él y buscó lashuellas de sus puntapiés y manotazos.Entonces advirtió que estaba a oscuras;se levantó y encendió la luz. A trespasos de distancia pudo apreciar ellamentable estado de aquel cuerpo—.¡Debiera avergonzarse, el pobre diablo!—dijo en tono compasivo. Sacó unasábana de su propia cama —estuvo a

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punto de prestarle su camisón— y loenvolvió cuidadosamente en ella—. Yano se ve nada —dijo, y lo cargó en susbrazos como a un niño, tiernamente.Luego lo llevó a su cama y lo arropó congran dulzura, sin quitarle la sábana«para que no se enfríe». Le entraronganas de sentarse a su cabecera ycuidarlo. Pero se negó este placer alverlo dormir con tanta placidez. Apagóla luz y se acostó. Esta vez no lereprochó la sábana que faltaba.

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Petrificación

Transcurrieron dos días de silencioy de letargo. Una vez recuperado, osóKien medir, secretamente, la magnitudde su desgracia. Hicieron falta muchosgolpes para domeñar su espíritu. Perorecibió aún más. Diez minutos menos depaliza y hubiera sido capaz de vengarse.Quizá Teresa, presintiendo este peligro,le siguió pegando hasta el final. Al estartan débil no le apetecía nada y sólo loaterraba una cosa: recibir más golpes.Cuando ella se acercaba al lecho, éltemblaba como un perro vapuleado.

Teresa le dejaba una bandeja con

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comida en la silla que había junto a lacama y se alejaba en seguida. No fueraél a pensar que Volvería a alimentarlo.Mientras estuvo enfermo le dio decomer por puro tonta. Él se acercaba ala bandeja y sorbía con dificultad partede su limosna. Al oír los ávidoschasquidos de su lengua, ella sentía latentación de preguntarle: «¿Está rico?».Pero tampoco se permitía este placer,del que se resarcía pensando en unmendigo al que una vez le regaló algo,catorce años atrás. No tenía piernas nibrazos: ¡oiga, era un desecho humano!Sin embargo, se parecía, al señorSobrino. Ella no le hubiera dado nada;esos tipos son unos farsantes; primero se

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fingen tullidos y al llegar a casa ya estánsanos. Aquella vez, el tullido le dijo:«¿Cómo está el señor esposo?». ¡Muylisto el tipo! Ella le dio un jugoso real yhasta se lo echó en el sombrero. ¡Era tanpobre! No es que le guste dar limosna;casi nunca da. Pero a veces hacíaexcepciones: por eso alimentaba a sumarido.

Pese a sus fuertes dolores, Kien, elmendigo, se guardaba bien de gritar. Envez de volver la cara a la pared, noperdía de vista a Teresa, cuyas idas yvenidas seguía con angustioso recelo.Ella era silenciosa y, a pesar de sucorpulencia, más bien ágil. ¿O acaso susentradas y salidas repentinas tendrían

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que ver con el cuarto? Sus ojos tenían unbrillo maligno: eran ojos de gato.Cuando deseaba decir algo y seinterrumpía antes de decirlo, se oíacomo un bufido.

Un tigre sanguinario y ávido decarne humana se puso un día la piel y laropa de una tierna doncella. Llorando,se paró en una esquina y era tan hermosaque un sabio se le acercó. Ella loengañó hábilmente y él, compadecido,se la llevó a casa, convirtiéndola en unade sus numerosas concubinas. Como eraun hombre muy valiente, prefería dormircon ella. Una noche, el tigre se quitó lapiel de doncella y le desgarró el pecho.Luego le devoró el corazón y huyó por

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la ventana, dejando su flamante piel enel suelo. Una de sus ex-mujeres encontróambas cosas y se desgañitó implorandoalgún elixir de la vida. No paró hastavisitar al hombre más poderoso de laregión, un loco que vivía entre lasinmundicias del mercado. Estuvo largashoras revolcándose a sus pies. Depronto, el loco le escupió en la manoante todo el mundo y la obligó a tragarseel esputo. La mujer lloródesconsoladamente varios días, puesamaba mucho al difunto aun sin corazón.De la vergüenza que por él se tragarasurgió entonces, en el cálido suelo de supecho, un nuevo corazón. Se lo entregóal marido y él volvió a su lado.

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En la China hay mujeres que sabenamar. En la biblioteca de Kien sólovivía un tigre. Pero no era joven nihermoso y, en vez de una piel brillante,llevaba una falda almidonada. Elcorazón del sabio le importaba menosque sus huesos. El más perverso de losespíritus chinos se portaba mejor que laTeresa de carne y hueso. ¡Si sólo fueraun espíritu, ay, no podría vapulearlo!¡Cómo quisiera él evadirse de su piel ydejarla a merced de ella! Sus huesosnecesitan reposo. Sus huesos tienen querecuperarse. Sin huesos hasta la cienciase acaba. ¿Tratará a su propia camacomo a él? El piso no se hundió bajo suspuños. Esta casa ha visto mucho. Es

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vieja y, como todo lo viejo, sólida ybien construida. Teresa misma estambién un ejemplo. Hay que mirarlaimparcialmente. Como es un tigre, sufuerza física supera la de cualquiermujer. Podría competir con el portero.

A veces golpeaba la falda en sueñoshasta derribar a Teresa. Luego se laquitaba por los pies y la cortaba entrozos muy menudos con unas tijeras.Una vez hecha esta operación, que letomaba mucho tiempo, los trozos leparecían muy grandes: ella podríavolver a coserlos. Por eso ni siquieraalzaba, la vista y empezaba de nuevo:cada retal era partido en cuatro.Después vaciaba sobre Teresa un saco

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lleno de retalitos azules. ¿Cómo iban aparar al saco? El viento los arrastrabahacia él: se le adherían, los sentía, eranhematomas azules repartidos por todo sucuerpo… y se ponía a gemir.

Teresa se le acercaba y preguntaba:«¿Por qué tanto gemido? ¿Qué pasa?».Otra vez estaba azul. Se le habíanpegado parte de los hematomas. ¡Quéextraño! Tuvo la impresión de ser sóloél quien los llevara. Pero ya no gimió, yesta respuesta la satisfizo. De prontorecordó al perro de sus últimospatronos: se echaba antes de que se loordenaran. Así debía ser.

Al cabo de pocos días, sus cuidados,consistentes en un simple plato de

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comida mañana y tarde, se le hicieron aKien tan molestos como los dolores desus contusiones. Sentía su recelo cuandose le acercaba. Al cuarto día, a ella se lefueron las ganas de seguirloalimentando. Quedarse en cama es muyfácil. Para simplificar, le palpó elcuerpo a través de la manta y decidióque pronto estaría sano. Ya no seencogía. Si no se encoge es que ya no leduele. Podía levantarse. No necesitabaque lo alimentaran. Quiso ordenarle:«¡Levántate!», pero temió que él dieraun salto, se arrancara sábanas y mantas yle mostrara un cuerpo lleno dehematomas, como si ella fuese laculpable. Para evitarlo no dijo nada y al

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día siguiente sólo le sirvió mediabandeja. Además, cocinó mal adrede.Kien no advirtió el cambio en lacomida, sino en ella. Interpretóerróneamente sus miradas inquisitivas ytemió nuevas palizas. En la cama estabainerme. Al verlo ahí, echado cuan largoera, podía estar segura de acertar dondegolpease. Sólo si pegaba a lo anchopodía equivocarse, pero a él estaseguridad no le bastaba.

Pasaron aún dos largos días con susnoches antes de que el miedo,reforzando su voluntad, lo animara alevantarse. Su sentido del tiempo no loabandonó un solo instante. Siempresabía qué hora era y, para reimplantar de

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golpe su antiguo orden, se puso en pieuna mañana a las seis en punto. Lacabeza le crujió como un montón de leñaseca. Su esqueleto, dislocado, pugnabapor mantenerse erguido. Inclinándosehábilmente en direcciones opuestas,logró evitar una caída. Poco a poco ycon gran maña fue poniéndose la ropa,que sacó de debajo de su cama. Cadaprenda era saludada con júbilo como unrefuerzo a su armadura, una protecciónimportante. Sus movimientos paramantener el equilibrio fingían una danzamisteriosa. Torturado por los dolores,diablillos diminutos, aunque a salvo delmás grande, la muerte, avanzózigzagueando hasta su escritorio. Ahí,

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ligeramente mareado por el esfuerzo,tomó asiento y siguió temblando un pocomás hasta que brazos y piernas se lecalmaron, volviendo a obedecerle.

Desde que no hacía nada, Teresadormía hasta las nueve. Era ama de casay esas señoras suelen dormir inclusomás. Las sirvientas tienen que levantarsea las seis. Sin embargo, el sueño no laacompañaba tantas horas y, nada másdespertarse, la nostalgia de su pérdidafortuna ya no la dejaba en paz. Tenía quevestirse para sentir la dureza de lasllaves en su carne. Pero cuando sumaltrecho esposo aún convalecía, se leocurrió una solución brillante: acostarsea las nueve con las llaves entre los

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senos y no dormirse hasta las dos. A esahora se levantaba y volvía a esconderlasen su falda, donde nadie pudieraencontrarlas. Después se iba a dormir.Quedaba tan exhausta tras su prolongadavigilia que no salía del sueño hasta lasnueve, exactamente igual que lasseñoras. Así es como una avanza,mientras que las criadas se quedan conlas ganas.

De este modo llevó Kien a cabo suproyecto sin ser visto. Desde suescritorio observaba la cama de Teresa.Vigilaba su sueño como el más preciadode sus bienes y en el curso de tres horasse llevaba más de cien sustos mortales.Ella poseía el don, muy feliz por cierto,

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de compenetrarse con lo que soñaba. Sicomía algo apetitoso en sueños, lanzabaeructos y ventosidades, aludiendo con un«¿Será posible?» a cosas que sólo ellaveía. Pero Kien se sentía aludido. Susaventuras oníricas la hacían cambiar deposición: la cama crujía fuerte y Kiengemía al unísono. A veces ella se reíacon los ojos cerrados: Kien llegaba alborde de las lágrimas. Si al aumentar devolumen, su risa degeneraba en aullidos,él sentía ganas de reírse. De no haberescarmentado en carne propia, hubieralanzado una carcajada. Estupefacto, undía la oyó llamar a Buda. Al comienzodudó de sus oídos, pero ella repitió:«¡Puda! ¡Puda!» y rompió a llorar. Él

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comprendió entonces lo que Pudasignificaba en su idioma.

Cuando, por debajo de la manta ellasacó una mano, él dio un brinco. Pero nolo golpeó: se limitó a cerrar el puño.¿Por qué? ¿Qué le he hecho?, sepreguntó a sí mismo; y la respuesta fue:ella sabrá. Respetaba mucho sudelicadeza. El crimen que tan cruelcastigo le valiera había sido expiado,pero no olvidado. Teresa llevó su manoal lugar donde usualmente escondía lasllaves. Confundió la gruesa manta con sufalda y encontró las llaves, aunque noestuvieran. Su mano se abatiópesadamente sobre ellas: las palpó, jugócon el manojo y las acarició una a una

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entre sus dedos. Gruesas gotas de sudor—producto de la alegría— centellearonen su cara. Kien se ruborizó sin saberpor qué. El rechoncho brazo de Teresaluchaba en una manga estrecha y muytirante. Los encajes que la adornabanpor delante eran un homenaje al marido,que dormía en el mismo cuarto. Kien losencontró chafados. Pronunció en vozbaja esta palabra tan querida. Yescuchó: «chafados», ¿quién habíahablado? Levantó la cabeza y mirófijamente a Teresa. ¿Quién más sabía lochafado que él estaba? Ella dormía. Sinfiarse de sus ojos cerrados, esperó,conteniendo la respiración, a que elladijera otra cosa. «¿Cómo puedo ser tan

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temerario?», pensó, «¡está despierta y lemiro la cara!». Rechazó el único modode calcular el inminente peligro y, comoun niño avergonzado, bajó los párpados.Con las orejas muy abiertas —según él— esperó oír un torrente de injurias. Ensu lugar oyó una respiración pausada.Había vuelto a dormirse. Al cabo de uncuarto de hora se animó a darle otraojeada, siempre listo a emprender lafuga. Creyéndose astuto, se atrevió apensar que era David y estaba vigilandoa Goliat dormido. Bien mirado, elgigante podía pasar por un cretino. Sibien David no lo venció al primercombate, logró escapar u sus funestosdesignios, y, ¿quién podía decidir sobre

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el futuro? El futuro, el futuro, ¿cómoadentrarse en el futuro? Dejemos que elpresente pase y no podrá hacernos nada.¡Ay, quién pudiera borrar el presente! Elinfortunio del mundo se debe a quevivimos muy poco en el futuro. ¿Quéimportancia tendrá, dentro de cien unos,que él reciba hoy día una paliza?Dejemos al presente convertirse enpasado y ya no sentiremos loscoscorrones. El presente es el culpablede todos los dolores. Kien anhela elfuturo porque entonces habrá máspasado en el mundo. El pasado es buenoy no hace mal a nadie; en él pudomoverse libremente por espacio deveinte años y vivió feliz. En cambio,

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¿quién vive feliz en el presente? Si notuviéramos sentidos, el presente nosresultaría insoportable. Viviríamos en elrecuerdo, es decir, en el pasado. Alprincipio era el Verbo, pero ya era, osea que el pasado existía antes delVerbo. Éste se inclina ante la primacíadel pasado. Por más que hablen a favorde la Iglesia católica, para él tiene muypoco pasado. ¿Qué eran dos mil años —en buena parte inventados— al lado detradiciones dos o tres veces másantiguas? Cualquier momia egipciasupera a un sacerdote católico. Al verlamuerta, él se cree superior. Sin embargo,las pirámides no están más muertas quela Basílica de San Pedro; al contrario,

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están mucho más vivas, porque son másviejas. Pero los romanos se imaginanque el pasado empezó con ellos. Seniegan a venerar a sus ancestros, lo cuales un sacrilegio. Dios es el pasado. Elcree en Dios. Llegará un momento enque los hombres transmutarán sussentidos en recuerdo y el tiempo enteroen pasado. Llegará un momento en queun pasado único englobará a todos loshombres, en que no habrá sino pasado,en que todos creerán en el pasado.

Kien se arrodilló mentalmente y,desde su desamparo, elevó una plegariaal Dios del futuro: el Pasado. Norecordaba cómo hay que rezar, pero eseDios le refrescó la memoria. Al final le

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pidió disculpas por no habersearrodillado de verdad. Pero Él ya sabeque a la guerre comme a la guerre, nonecesitaba decírselo dos veces. Eso eralo inaudito y realmente divino en Él:comprendía cualquier cosa en el acto. ElDios bíblico era en el fondo un tristeanalfabeto. Muchos modestos dioseschinos habían leído más que él. Podríadecir tales cosas sobre los DiezMandamientos que al Pasado se leerizarían los pelos. Pero el Pasadoconocía mejor todo. Además, Kien sepermitía liberarlo del ridículo génerofemenino que le habían puesto losalemanes (). Que los alemanes hubieranfeminizado lo más valioso que tenían,

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las ideas abstractas, era una de esasbarbaridades inconcebibles con queanulaban sus propios méritos. En losucesivo él santificaría con sufijosmasculinos todo cuanto se refiriese aDios. El género neutro era demasiadopueril para Dios. Como filólogo, eraplenamente consciente del odio que estaacción le acarrearía. Pero en definitiva,el lenguaje fue creado para el hombre yno el hombre para el lenguaje. Por esole rogaba al Pasado, en masculino, queaprobase su modificación[1].

Mientras negociaba con Dios, fueregresando poco a poco a su puesto deobservación. Teresa era inolvidable; nisiquiera al rezar se liberaba totalmente

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de ella. Roncaba a intervalos que a suvez iban ritmando la plegaria de Kien.Sus movimientos se intensificarongradualmente: era indudable que prontose despertaría. La comparó con Dios yla encontró insignificante. Justamente,pasado es lo que le faltaba. Nodescendía de nadie ni sabía nada. ¡Pobreinfeliz atea! Y Kien se preguntó si losensato no sería irse a dormir. Tal vezesperaría a que él se despertase, y sucólera inicial, provocada por laarbitraria reaparición de su marido juntoal escritorio, se disiparía con la espera.

En ese instante, una violentasacudida de Teresa dio con suhumanidad en tierra. El estrépito fue

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enorme. A Kien le tembló todo elesqueleto. ¿A dónde huir? ¡Lo habíavisto! ¡Ya se acerca! ¡Lo matará!Recorrió el curso del tiempo en buscade un escondite. Exploró toda lahistoria, avanzando y retrocediendo porlos siglos. Las mejores fortalezas noofrecen seguridad ante los cañones. ¿Loscaballeros? Absurdo. Cachiporrassuizas… Los arcabuces ingleses partenen dos la armadura y el cráneo. Lossuizos fueron aniquilados en Marignano.Y nada de lansquenetes, nada demercenarios… se acerca un ejército defanáticos… Gustavo Adolfo…Cromwell… y nos degüella a todos.Atrás, más atrás, lejos de la Edad

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Moderna… lejos de la Edad Media…Metámonos en una falange… losromanos la deshacen… elefanteshindúes… flechas incendiarias… pánicogeneral… ¿adónde huir?… en unbarco… fuego griego… rumbo aAmérica… México… sacrificioshumanos… nos destrozarán… China,China… los mongoles… pirámides decráneos: en medio segundo agotó todassus fuentes históricas. En ningún sitiohay salvación, todo se desmorona; losenemigos te seguirán adonde vayas;castillos de naipes, las amadascivilizaciones se derrumban antebárbaros ladrones, cabezas huecas,cabezas de madera.

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Y Kien se petrificó.Apretó una contra la otra sus enjutas

piernas. Con el puño cerrado, su manoderecha fue a posarse en la rodilla. Elantebrazo y el muslo quedaronfirmemente pegados. Con el brazoderecho se sostuvo el pecho. Su cabezase irguió ligeramente. Sus ojos mirarona lo lejos. Intentó cerrarlos. Al ver quese negaban, cayó en la cuenta de que eraun sacerdote egipcio de granito: se habíaconvertido en una estatua. La historia nolo había abandonado. En el antiguoEgipto encontró un refugio seguro.Mientras la historia le fuera fiel, nadiepodría matarlo.

Teresa lo trataba como a un ser

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etéreo. O de piedra, corrigió él mismo.Su miedo fue cediendo gradualmente auna profunda sensación de paz. Lapiedra la obligaría a protegerse. ¿Quiénhay tan necio para darse con la mano enuna piedra? Recorrió mentalmente lasaristas de su cuerpo. Si la piedra esbuena, mejores son sus aristas. Sus ojos,que en apariencia escrutaban el vacío,revisaron detalladamente su cuerpo.Lamentó saber tan poco de sí mismo. Laimagen que tenía de su cuerpo erainsuficiente. Deseó tener un espejosobre el escritorio. O meterse bajo lapiel de su ropa. De haber sidoconsecuente con su curiosidad, sehubiera desnudado totalmente para

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someter su cuerpo a un examenminucioso, inspeccionándolo yestimulándolo hueso por hueso. ¡Oh! ¡Lade ángulos secretos y punzantes aristasque vislumbró! Sus hematomas leservían de espejo. Esa mujer no sentía elmenor respeto por un sabio. Se atrevió atocarlo como a un cualquiera.Petrificarse era una forma de castigarla.Sus planes se estrellarían contra esaexcepcional dureza.

El mismo juego se repetía a diario.La vida de Kien, que se habíadisgregado bajo los puños de su esposa,distanciándose de los libros nuevos yviejos gracias a su propia codicia y a lade ella, recibió una auténtica tarea. Por

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las mañanas se levantaba tres horasantes que Teresa. Hubiera podidoaprovechar esos momentos de grancalma para trabajar; y de hecho lo hacía.Pero lo que antes entendía por trabajo,se le alejaba ahora a millas de distanciaen espera de un futuro mejor. Hacíaacopio de energías para ejercitar su arte.Sin tiempo libre no hay arte. Es rarohacer algo perfecto inmediatamentedespués de despertarse. Hay queespabilarse primero; el artista ha deponerse a trabajar en libertad y sinninguna traba. Por eso se pasaba Kientres horas inactivo ante su mesa detrabajo. Dejaba discurrir por su menteinfinidad de ideas, tratando, eso sí, de

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no alejarse demasiado de su tema.Luego, cuando el reloj de su cerebro —vestigio final de la erudita red que antestendiera sobre el tiempo— sonaba laalarma por ser casi las nueve,comenzaba a petrificarse lentamente.Sentía cómo el frío iba invadiendo sucuerpo y lo juzgaba de acuerdo a launiformidad de su distribución. Habíadías en que la mitad izquierda se leenfriaba antes que la derecha, lo cual loinquietaba seriamente. «¡Al otro lado!»,ordenaba, y las ondas de calorirradiadas por la mitad derechareparaban el error del lado izquierdo.Su habilidad en petrificarse fueaumentando día a día. No bien llegaba al

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estado lítico, probaba la dureza delmaterial presionando levemente con losmuslos el asiento de la silla. Esta pruebade resistencia duraba escasos segundos:una presión más prolongada hubieradestrozado la silla. Más tarde, cuandoempezó a temer por el destino de ésta, laconvirtió igualmente en piedra. Unacaída en presencia de su mujer hubierapuesto en ridículo su rigidez y le hubieradolido mucho, pues el granito es pesado.Además, su creciente sensibilidad algrado de dureza hizo de la prueba algocada vez más superfluo.

De nueve de la mañana a siete de latarde mantenía Kien su inconfundiblepose. Sobre el escritorio había un libro

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abierto, siempre el mismo. Nunca sedignó mirarlo. Sus ojos sólo explorabanla lejanía. Su mujer tuvo el buen tino deno interrumpir nunca sus sesiones,aunque trajinase todo el tiempo en elcuarto. Al ver la entrega y seriedad conque se consagraba a sus laboresdomésticas, él reprimía una sonrisainoportuna. Ella daba un gran rodeo entorno a la monumental estatua egipcia,sin ofrendarle injurias ni alimentos. Porsu parte, Kien se prohibió el hambre ydemás molestias corporales. A las sietele infundía aliento y calor a la piedra,que se animaba en seguida. Esperaba aque Teresa llegara al ángulo más alejadodel cuarto —su habilidad en calcular

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distancias nunca le fallaba—, seincorporaba de un salto y salía delapartamento a toda prisa. Mientrasingería su única comida en elrestaurante, se iba adormilando de purocansancio. Pasaba revista a lasdificultades del día anterior y aprobaba,con una venia, cualquier idea buena parael siguiente. Desafiaba a quien quisieraimitar, como él lo hacía, aquella estatua.Pero nadie se presentaba. A las nueveestaba ya en su cama y se dormía.

Teresa también se adaptó pronto alas limitaciones de su entorno. Se movíaen su nueva alcoba libremente, sin sermolestada.

Por la mañana, antes de ponerse

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medias y zapatos, daba un par de vueltassobre la alfombra, que era la más bonitadel apartamento y cuyas manchas desangre ya no se veían. Su piel vieja ycallosa apetecía las caricias de laalfombra, y su contacto hacía desfilarpor su cabeza imágenes bellísimas. Peroel marido, que nada le daba, lainterrumpía constantemente.

Kien adquirió tal virtuosismo en sumanera de guardar silencio que hasta lasilla en la que se sentaba —un muebleviejo y testarudo—, crujía raras veces.Las tres o cuatro veces diarias que elsilencio potenciaba sus crujidos,resultaban penosas para su dueño. Kienvio en ello los primeros síntomas de

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agotamiento y, adrede, decidióignorarlos.

Teresa, sospechando un peligro almenor crujido, interrumpía su felicidad,se deslizaba velozmente hacia susmedias y zapatos, se los ponía yreanudaba su letanía de la víspera,evocando las terribles cuitas que laatormentaban. Sólo por piedadaguantaba a su marido en casa. Despuésde todo, su cama no ocupaba muchoespacio. Necesitaba las llaves delescritorio, donde él guardaba sutalonario de cheques. Lo cobijaría unosdías más, hasta tener el talonario con elresto. Quizá algún día él se acordara ysintiera vergüenza de haber sido tan

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malvado con ella. Si algo se movía entorno a Kien, ella temblaba por eltalonario, que en general creía a buenrecaudo. No esperaba, en cambio,resistencia alguna por parte del maderoen que él se convertía la mayor parte deltiempo. Aunque el marido, vivo, eracapaz de cualquier cosa, hasta derobarle su talonario.

Por la tarde, la tensión de ambosbandos llegaba a su apogeo. Kien reuníasu exiguo remanente de energías para nocalentarse demasiado pronto. Teresa seenfurecía ante la idea de que él volvieraal restaurante, donde bebía y se hartabacon un dinero tan penosamente ganadopor ella. Aunque casi no quedaba nada.

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¿Cuánto hacía que el tipo vivía de esosin traer un real a casa?

Una tiene su corazoncito. ¿O acasoella es de piedra? Hay que salvar esapobre fortuna. Los criminales se echaránsobre ella como bestias; todos querránsu parte. No tienen vergüenza. Ella esuna mujer sola. Y el marido, en vez deayudarla, se emborracha. Ya no sirvepara nada. Antes llenaba páginas quevalían lo suyo. Ahora ya ni eso. ¿Secreía en un asilo de pobres? ¿Por qué nose va al hospicio? Ella no puedemantener bocas inútiles. Acabarádejándola en la calle. Mejor que searruine él. Gracias por el buen rato.Nadie le dará un real. Es cierto que

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parece un pordiosero, pero ¿sabrá pedircomo es debido? ¡Qué va! Pues que semuera de hambre. Ya veremos qué hacecuando la bondad se me acabe. Mimadre, que en paz descanse, también semurió de hambre, ¡y ahora le toca a mimarido!

Su cólera aumentaba un grado cadadía. La sopesaba antes de optar por unasolución definitiva y la encontraba muyliviana. La cautela con que procedíasólo era equiparable a su tenacidad. Sedecía: hoy lo veo demasiado pobre (hoydía no estoy a su altura) e interrumpíabruscamente su acceso de rabia,reservándose un poco para el díasiguiente.

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Una tarde, Teresa puso su plancha acalentar y, antes que ésta alcanzase unatemperatura media, la silla de Kiencrujió tres veces seguidas. ¡Sólo lefaltaba esta insolencia! Arrojó al fuegoese largo madero llamado Kien, juntocon la silla a la que iba pegado. Grandesllamas se elevaron crepitando y un calorterrible se apoderó de la plancha. Ellarescató con sus manos —no le temía alhierro candente, más bien esperabaaquella incandescencia— uno tras otro,todos los insultos que le teníareservados: mendigo, borracho,criminal, corrió con ellos hacia elescritorio. Incluso ahora estabadispuesta a negociar. Si él le entregaba

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el talonario por las buenas, no lo echaríaen seguida. Que no dijera nada y ellatampoco hablaría. Podrá quedarse hastaque ella lo encuentre. Tendrá que dejarlabuscar: ¡ya estaba harta!

Con la sensibilidad de una estatuaadivinó Kien, no bien su silla hubocrujido tres veces, en qué medida su arteestaba en juego. Oyó venir a Teresa yreprimió un impulso de alegría quehubiera empañado su frialdad. Habíaestado tres semanas entrenándose. Porfin llegaba el día del estreno. Laperfección de su trabajo saldría ahora arelucir. Estaba seguro de ella comoningún artista lo estuviera antes que él.Segundos antes de la tempestad,

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despachó por su cuerpo un remanente defrío. Con la planta de los pies hizopresión sobre el suelo: eran duras comoel granito, grado de dureza 10, diamante,aristas afiladas y cortantes. En su lengua—a salvo de los golpes— saboreóligeramente la tortura pétrea que lereservaba a su mujer.

Teresa lo asió por las patas de lasilla y lo empujó pesadamente a un lado.Luego dejó la silla, se acercó alescritorio y abrió el cajón. Loinspeccionó, no encontró nada y pasó alsiguiente. Tampoco encontró lo quebuscaba en el tercero, cuarto ni quinto.Kien comprendió: una estratagema. Nobuscaba nada, ¿qué podía buscar? Los

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manuscritos le eran indiferentes;además, hubiera encontrado papeles enel primer cajón. Estaba explotando sucuriosidad, incitándolo a preguntarlequé hacía. Pero si hablaba, dejaría deser piedra y su mujer lo mataría agolpes. Quería sacarlo de su envolturagranítica. Forcejeaba y sacudía elescritorio. Pero él conservó su sangrefría y no lanzó ni un suspiro.

Teresa empezó a tirar salvajementelos papeles. En vez de ordenarlos, losiba dejando sobre el escritorio. Muchashojas se cayeron al suelo. Él conocíamuy bien su contenido. Ella recogióotras en completo desorden. Trataba susmanuscritos como harapos. Sus dedos

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eran toscos y buenos para lasempulgueras. En ese escritorio anidan elcelo y la paciencia de varios decenios.

Su insolente diligencia lo irritó. Nodebiera tratar así sus papeles. ¿Qué leimportaba a él su estratagema? Mástarde necesitaría esas notas. Tienetrabajos pendientes. ¡Si pudiera empezarahora mismo! Él no nació para artista.Su arte le estaba costando muchotiempo. Era un erudito. ¿Cuándo vendrántiempos mejores? Su arte es transitorio.Le hace perder semanas y semanas.¿Cuánto hace que lo practica? Veinte,no, diez, no, cinco semanas: no podríadecirlo exactamente. El tiempo se leconfundía. Ya estaba ensuciándole su

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último ensayo. ¡Su venganza seríaespantosa! Teme perder los estribos. Yaestá ladeando la cabeza y echándolemiradas de odio. Aborrecía su apaciblerigidez. Pero él se intranquiliza, ya noaguanta el juego, quiere hacer las paces,le hará una propuesta: un armisticio.Que saque de ahí sus dedos; sus dedosle destrozan sus papeles, los ojos, elcerebro. Que cierre los cajones y selargue del estudio. Ese lugar es de él; yano la aguanta; la hará trizas ¡si pudierahablar!… pero la piedra es muda.

Con su falda, Teresa fue cerrandolos cajones vacíos. Luego pisoteó losmanuscritos caídos y escupió en los queestaban sobre el escritorio. En el

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paroxismo de la rabia destrozó elcontenido del último cajón. Los crujidosde impotencia del papel le ardieron aKien hasta la médula. Sofocó el calorque había en él: se levantará y la harápedazos con su cuerpo de fría piedra.Después recogerá los trozos y los harápolvo. Se abatirá sobre ella, laaniquilará como una violenta plagaegipcia. Se coge a sí mismo: las Tablasde la Ley, y lapida a su pueblo con ellas.Su pueblo olvidó los Mandamientosdivinos. Dios es omnipotente y Moisésalza su brazo punitivo. ¿Quién es tanduro como Dios? ¿Quién es tan fríocomo Dios?

De pronto Kien se levantó y se

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abalanzó sobre Teresa hecho una furia.Por no soltar ni una palabra, se mordiólos labios usando los dientes comoalicates. Si hablaba dejaría de serpiedra; hincó sus dientes hasta la lengua.

—¿Dónde está el talonario? —chillóTeresa antes de romperse en mil pedazos—: ¿Dónde está el talonario? ¡Borracho!¡Asesino! ¡Ladrón! —¿Con que eso eralo que buscaba? Sus últimas palabras lohicieron sonreír.

Pero no fueron las últimas. Teresa lecogió la cabeza y se la golpeó contra elescritorio. Luego lo atacó a codazosentre las costillas, le gritó:

—¡Fuera de mi apartamento! —Y leescupió; sí: le escupió en la cara. Él

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sintió todo. Le dolía. No era una piedra.Como ella no se hizo trizas, su arte se lerompió. Todo es mentira. La fe no existe.Dios no existe. Él hace un quite. Sedefiende. Le devuelve los golpes. Da enel blanco con sus huesos puntiagudos—.¡Sentaré una denuncia! ¡A los ladroneslos encierran! ¡La policía lo encontrará!¡Fuera de mi apartamento! —Le coge laspiernas para hacerlo caer. En el suelo ledará a sus anchas, como la otra vez.Pero no puede: el tipo es fuerte.Entonces se le aferra al cuello, y loarrastra fuera del piso, tirando la puertadetrás de él. En el rellano, Kien se dejócaer al suelo. Estaba cansadísimo. Lapuerta volvió a abrirse y Teresa le tiró

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su abrigo, su sombrero y su cartera—.¡Cuidado con mendigar por ahí! —gritóy desapareció. Le tiró la cartera porqueestaba vacía. Los libros se quedaríantodos en el piso.

Pero el talonario estaba en subolsillo. Él lo estrechó, feliz, contra sucuerpo, aunque no fuera sino untalonario. Teresa no se imaginó lo que sele iba con el mendigo. Porque oiga, ¿quéladrón carga con su botín a cuestas todoel tiempo?

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Segunda parte

UN MUNDO SIN CABEZA

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“El Cielo Ideal”

Desde que lo echaron de suapartamento, se bailaba Kien abrumadode trabajo. Se pasaba todo el díarecorriendo la ciudad a paso firme ymesurado. Sus largas piernas entrabanen funcionamiento muy temprano. Almediodía no se permitía refrigerio nidescanso alguno. Para ahorrar esfuerzos,dividió su campo de acción en zonas querespetaba rigurosamente. En su carterallevaba un plano gigantesco de laciudad, escala 1:5000, en el que laslibrerías estaban señaladas conllamativos círculos rojos.

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Al entrar en una librería, preguntabapor el dueño. Si estaba de viaje o sehabía ido a comer, se contentaba con elempleado principal. «Necesito conurgencia las siguientes obras para untrabajo científico», decía, y leía unalista enorme de una hojita inexistente.Para evitar repeticiones, pronunciabalos nombres de los autores conparsimonia y claridad tal vezexageradas. Se trataba de obras raras, yla ignorancia de esa gente erainimaginable. Si bien leía, con el rabillodel ojo iba observando los rostros quelo escuchaban. Entre título y título hacíabreves pausas. Le gustaba sorprendercon el nombre siguiente al vendedor aún

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no repuesto de un título difícil. Sus carasde perplejidad lo divertían. Algunos lepedían: «¡Un momento!» otros seagarraban la frente o las sienes; pero él,impasible, seguía enumerando. Su listaincluía de dos a tres docenas devolúmenes. En casa los tenía todos. Ahívolvía a adquirirlos. Pensaba cambiar ovender luego los que tuviera repetidos, yque ahora le estorbaban. Después detodo, su nueva actividad no le costabaun real. Preparaba sus listas en la calle yleía una distinta en cada librería. Alterminar, doblaba la hojita con gestosprecisos, la metía en su cartera junto alas demás, y abandonaba el local conuna venia despectiva. Nunca esperaba

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respuesta. ¿Qué podían contestarle esoscretinos? Ponerse a discutir con ellossobre los libros deseados era perdertiempo. Y ya había perdido tres largassemanas en circunstancias muy extrañas:inmóvil y tieso frente a su escritorio.Para recuperar este retraso, deambulabael día entero con tanta habilidad,constancia y entusiasmo que, sin elmenor asomo de autocomplacencia,podía estar contento de sí mismo. Y dehecho lo estaba.

La gente con la que su profesión loiba relacionando, reaccionaba demanera diferente según su humor y sutemperamento. Unos cuantos se ofendíanal no poder tomar la palabra, pero la

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mayoría era feliz escuchándolo. Bastabaverlo y oírlo para descubrir en él a unportento de erudición. Una frase suyaequivalía, en contenido, a varíaslibrerías bien surtidas. Pero la magnitudde su importancia era reconocida rarasveces. Si no, esos pobres locos hubierandejado todos su trabajo y, apiñados a sualrededor con los oídos bien abiertos, lohabrían escuchado hasta que el tímpanose les rompiese. ¿Cuándo encontraríanotro pozo de ciencia parecido? Engeneral, sólo uno de los presentesaprovechaba la ocasión para escucharlo.Los demás le huían, como a todos losgrandes hombres; lo sentían demasiadoextraño y distante, y su perplejidad, que

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él decidió no tomar más en cuenta, loconmovía hasta la misma médula. Nobien les volvía la espalda, se pasaban elresto del día hablando de él y de suslistas. Bien mirado, propietarios ypersonal subalterno hacían las veces deempleados suyos. Les concedía el honorde una mención colectiva en subiografía. Después de todo, tampoco seportaban mal y lo admiraban,procurándole cuanto necesitaba. Intuíanquién era y tenían el valor de callar ensu presencia. Pues nunca entraba dosveces en la misma librería. Un día enque por error lo hizo, lo echaron fuera.Era demasiado para esa gente: supersona los oprimía y ellos la

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rechazaban. Kien, que comprendía esecomplejo de inferioridad, se compró enaquellos días el plano de la ciudad conlos círculos rojos. Sobre los queindicaban librerías visitadas, trazabauna pequeña cruz: para él habían muerto.

Por lo demás, su actividad tenía unobjetivo apremiante. Desde el instantemismo en que se vio en la calle, sólomostró interés por los ensayos que teníaen casa. Pensaba concluirlos, pero sinbiblioteca era imposible. Por eso ibahaciendo listas con las obrasespecializadas que necesitaba.Productos de la urgencia, sus listasexcluían cualquier capricho oarbitrariedad. Sólo se permitió comprar

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de nuevo los libros indispensables parasu trabajo. Circunstancias muy precisaslo obligaron a cerrar temporalmente subiblioteca. Aunque fingiera someterse asu destino, de hecho era más listo que él.No renunciaba a un solo palmo de suciencia. Cuando comprase el materialnecesario, o sea dentro de pocassemanas, reanudaría su trabajo. Suestrategia era de gran alcance yrespondía a aquellas circunstancias muyprecisas. No se dio por vencido: una vezlibre, desplegó las alas de suinteligencia y fue creciendo enproporción al número de días en los quedispuso de sí mismo. Además, el hechode crearse así otra bibliotequita de

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varios miles de volúmenes, compensabaampliamente sus esfuerzos. Temíaincluso que creciera demasiado. Cadanoche dormía en un hotel distinto.¿Cómo llevar de un lado a otro unacarga en continuo aumento? Pero al teneruna memoria indestructible, cargaba consu nueva biblioteca en la cabeza. Lacartera quedaba vacía.

Por la tarde, tras el cierre de lastiendas, se percataba de su agotamientoy, al salir de la última librería, buscabael hotel más cercano. Sin equipaje y conun traje tan raído, despertaba lasospecha de los porteros que, felicescon la idea de poder echarlobruscamente, lo dejaban decir dos o tres

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frases. Deseaba un cuarto grande ytranquilo por esa noche. Si sólo lesquedaba alguno a cuyo alrededorhubiera niños, mujeres o gente vulgar,rogaba que se lo dijeran en seguida,pues no lo aceptaría. Al oír «gentevulgar», los porteros se sentíandesarmados. Antes de ver el cuarto,sacaba su billetera dispuesto a pagar poradelantado. Como había retirado susahorros del banco, la billetera rebosabade billetes gordos. Por amor a losbilletes, los porteros mostraban zonas desus ojos que nadie, ni siquieraExcelencias o americanos, habían vistonunca. Luego llenaba la hoja de registrocon su letra alta, precisa y angulosa,

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declaraba: «Propietario de unabiblioteca» como profesión, y omitíaprecisar su estado civil. No era soltero,casado ni divorciado, y lo indicaba conuna raya oblicua. Daba propinasfabulosas a los porteros —el cincuentapor ciento del precio de la habitación—,y al pagar se alegraba de que eltalonario no estuviera en manos deTeresa. Las reverencias entusiásticas lesentaban bien; él, como un Lord,permanecía inmóvil. Contrariando sucostumbre —aborrecía las comodidadesde la técnica— utilizaba el ascensorporque en la tarde, como llegabaexhausto, su bibliocabeza le pesabahorriblemente. Se hacía subir la cena al

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cuarto: era su única comida diaria.Después ponía su biblioteca en tierrapara descansar unos minutos, ycalculaba si el espacio era suficiente.

Al comienzo, cuando su libertad eraaún joven, no le importaba mucho el tipode habitación que tornase; sólo leinteresaba dormir: el sofá se hacía cargode los libros. Más tarde empezó a haceruso del armario y pronto la bibliotecasuperó ambos muebles. Para poderutilizar la alfombra sucia, llamaba a lacamarera y le pedía diez pliegos depapel de embalar muy limpio. Luego losextendía hasta cubrir la alfombra y todoel suelo; si al final le sobraba algo,cubría el sofá y revestía el armario. Así,

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durante un tiempo, se acostumbró apedir cada tarde papel de embalar juntocon la cena. Por la mañana dejaba lospliegos usados en el cuarto. Sus librosaumentaron vertiginosamente; peroaunque se cayeran, no se ensuciaban,pues todo estaba cubierto de papel deembalar. A veces se despertaba por lanoche, muy inquieto, seguro de haberoído un ruido extraño, como de librosque se caen de sus anaqueles.

Una tarde, las pilas de libros leparecieron demasiado altas: tenía ya unacantidad sorprendente de nuevos títulos.Entonces pidió una escalera. Cuando lepreguntaron para qué la quería, contestótajantemente: «¡No es asunto suyo!». La

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camarera era algo tímida: un robo conefracción, cometido hacía poco en unode los cuartos, estuvo a punto decostarle el puesto. Corrió donde elportero y le contó, muy excitada, lo quedeseaba el señor del 39. El portero,hombre seguro de sí mismo y buenpsicólogo, conocía sus deberes para conla suculenta propina, pese a tenerla yaen el bolsillo.

—¡Váyase a dormir, pasmona! —ledijo sonriendo—. ¡Yo me ocuparé delasesino!

Pero ella no se movió.—Es un tipo extraño —dijo con voz

tímida—, parece un álamo. Primero mepidió papel de embalar y ahora quiere

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una escalera. El piso entero estácubierto de papel de embalar.

—¿Papel de embalar? —preguntó él,a quien este dato lo impresionó muyfavorablemente. Sólo la gentedistinguida lleva a tal extremo suscuidados.

—¡Así como lo oye! —replicó ellamuy ufana: la había escuchado.

—¿Sabe usted quién es ese señor?—preguntó él. Incluso ante una camarerano decía «él», sino «ese señor»—. ¡Elpropietario de la Biblioteca Real! —Pronunció cada sílaba de la gloriosaprofesión como un artículo de fe,añadiendo lo de real para taparle laboca a la muchacha. Y al punto

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comprendió lo distinguido que debía seraquel señor para omitir el adjetivo realen la hoja de registro.

—¡Pero si ya no hay rey!—¡Pues Biblioteca Real sí que hay!

¡Vaya ocurrencia! ¿O cree que la gentese ha comido los libros?

La camarera se calló. Le gustabaenfurecerlo porque era tan fuerte quesólo le hacía caso cuando estabaenojado. Ella acudía a buscarlo concualquier pretexto. Él la dejaba hablarunos minutos. No bien se enfurecía,había que ponerse en guardia. Pero sucólera la envalentonaba. Muy contenta,le subió a Kien la escalera. Pudo pedirleese favor al botones, pero prefirió

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hacerlo ella misma por obedecer alportero. Por último, preguntó al ilustrepropietario de la Biblioteca Real sipodía serle útil.

—¡Sí! —dijo él, yéndose en seguidade este cuarto. Luego se encerró conllave —desconfiaba de la indiscretacriatura—, obstruyó con papel el ojo dela cerradura, puso cuidadosamente laescalera entre las pilas de libros y setrepó a ella. Ordenados según las listas,fue sacando de su cabeza paquete traspaquete y llenando la habitación hasta eltecho. Pese a su carga, conservaba elequilibrio en la escalera, creyéndose unacróbata. Desde que era su propio amo,superaba sin temor cualquier dificultad.

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No bien hubo terminado, alguien llamóinsistentemente a su puerta. Se enfadó deque lo interrumpieran. Desde susexperiencias con Teresa, toda miradaprofana sobre sus libros le daba unmiedo cerval. Era la camarera que,siempre por deferencia hacia el portero,reclamaba tímidamente la escalera.

—¡El propietario de la BibliotecaReal no pensará dormir con la escaleraen el cuarto! —Su inquietud era sincera;miró a aquel extraño álamo con unamezcla de curiosidad, amor y envidia,deseando que el portero mostrase elmismo interés por ella.

Su lenguaje evocó en Kien el deTeresa. Si hubiera sido ella, le habría

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tenido miedo. Mas como sólo se larecordaba, exclamó:

—¡La escalera se queda aquí!¡Dormiré con ella!

«¡Dios mío, qué hombre tandistinguido!», pensó la jovenzuela y seretiró asustada. Nunca lo hubiera creídotan distinguido como para no aceptar nique le dirigieran la palabra.

Pero él sacó sus propiasconsecuencias del incidente. Había queevitar a todo precio a las mujeres, yafuesen amas de llaves, esposas ocamareras. A partir de entonces empezóa pedir cuartos tan grandes que unaescalera hubiera resultado absurda ysuperflua, y siempre llevaba papel de

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embalar en su cartera. Por suerte, quienle subió la cena era un camarero, no unamujer.

En cuanto sentía su cabeza aligerada,se acostaba. Antes de dormirsecomparaba su situación anterior con laactual. Por las tardes, sus pensamientosvolvían con placer hacia Teresa, puestodos sus gastos salían del dinero que él,gracias a su arrojo personal, pudo salvarde la codicia de su esposa. Cualquierasunto de dinero se la evocaba deinmediato. De día, nunca manejabadinero; además del almuerzo, se negabatambién los viajes en tranvía, y conmotivo. Ninguna Teresa vendría amancillar la seria y fabulosa empresa en

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la que ahora andaba. Teresa era elcentavo que va de mano en mano. Teresaera el lenguaje en boca de un analfabeto.Teresa era un plomo en el espírituhumano. Teresa era la encarnación de lalocura.

Encerrado varios meses con unademente, al final no pudo resistir lasmalas influencias de su enfermedad y sehabía contagiado. Codiciosa hasta elexceso, ella le transmitió una parte de suinsaciable avidez. Una voraz manía deadquirir libros ajenos lo habíadistanciado de los suyos. Estuvo a puntode robarle ese millón del que la creyódueña. Su fuerza de voluntad, encontacto siempre muy violento y

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estrecho con la de ella, corría el peligrode naufragar contra el escollo deldinero. Pero no zozobró. Su cuerpo seinventó una coraza. De haber seguidocirculando en libertad por elapartamento, hubiera sucumbido al malirremisiblemente. Por eso le hizoaquella broma de la estatua. Claro estáque no se petrificaría de verdad. Perobastaba con que ella se lo creyese. Lecogió miedo a la piedra y describía unamplio círculo a su alrededor. El artecon el que pasó semanas sentado en esasilla, tieso e inmóvil, la habíadesconcertado. Desconcertada ya estabade todas formas. Pero tras ese hábilardid no supo ya quién era aquel marido.

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Kien tuvo tiempo para deshacerse deella. Fue sanando lentamente. Susometimiento había terminado. Encuanto se sintió con fuerzas, preparó suplan de fuga. Lo esencial era evitarla y,sin embargo, tenerla vigilada. Para quela fuga resultase, Teresa debía creer queella misma lo había echado delapartamento. Por eso él se escondióaquel talonario en el bolsillo. En elcurso de varias semanas ella registrótodo el apartamento. Era su enfermedad:buscar dinero todo el tiempo. Pero noencontró el talonario en ningún sitio. Porúltimo, se atrevió a hurgar en suescritorio. Pero ahí chocó con él. Sudesilusión la hizo rabiar y él la fue

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irritando más y más hasta que, fuera desí, ella lo echó de su propia casa. Y ahíestaba ahora, redimido. Teresa se creíavictoriosa. Pero él la había encerrado.Seguro de que no se escaparía, él sehallaba ahora a salvo de sus embestidas.Cierto es que había sacrificado su casa,pero ¿qué no hace un hombre por salvarsu vida cuando ésta pertenece a laciencia?

Estiró su cuerpo bajo la manta,poniéndolo en contacto con gran partede la sábana. Suplicó a los libros que nose le cayeran: estaba cansado y queríareposar siquiera un poco. Ya enduermevela musitó un ¡Buenas noches!

Disfrutó de su nueva libertad durante

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tres semanas, aprovechándolas conadmirable empeño hasta agotar todas laslibrerías de la ciudad. Una tarde ya nosupo adonde ir. ¿Empezar de nuevo yrecorrer las primeras según el ordenconocido? ¿No lo reconocerían?Prefería evitarse situaciones incómodas.¿Sería su cara una de aquellas que, unavez vistas, a nadie se le olvidan? Seacercó al espejo de una peluquería ycontempló sus rasgos. Dos ojos azulacuoso y ni asomo cíe mejillas. Su frenteera una pared de roca hendida. La nariz,espina vertical de una estrechezvertiginosa, precipitábase al abismo.Muy abajo, totalmente disimulados,acechaban dos ínfimos insectos negros.

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Nadie hubiera sospechado que eran lasfosas nasales. Su boca era unacremallera. Dos profundas líneas, quefingían cicatrices falsas, bajaban deambas sienes hasta la barbilla,cruzándose en su punta. Estas dos líneasy la nariz dividían el rostro, de por sílargo y enjuto, en cinco tiras deangustiante estrechez. Angostas, pero deuna simetría tan estricta que no invitabaa detenerse en ellas. Kien sólo se detuvobrevemente, pues al contemplar suimagen —solía no mirarse nunca—, sesintió de pronto muy solo. Decidióperderse entre la multitud. Tal vezentonces se olvidara de su rostrosolitario; tal vez se le ocurriera cómo

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proseguir con sus actividades.Paseó su mirada por los letreros de

las tiendas circundantes —aspecto éstede la ciudad para el que, en general, eraciego— y leyó: EL CIELO IDEAL. Decidióentrar, muy satisfecho. Apartó lasgruesas cortinas de la puerta y un humoespantoso le cortó el aliento. Comoescapándose, avanzó mecánicamente dospasos. Su afilado cuerpo dividió comoun cuchillo el aire espeso. Sus ojoslagrimearon. Él los abrió mucho parapoder ver, pero le lloraron más y no vionada. Una negra figura lo escoltó hastauna mesita y lo obligó a sentarse. Élobedeció. La figura le pidió un cafédoble y se desvaneció en el humo.

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Perdido en esa extraña región delmundo, se aferró Kien a la voz de suacompañante y constató que eramasculina, aunque imprecisa y por lotanto desagradable. Lo alegró encontrarun ser humano tan despreciable como,según él, lo eran casi todos. Una gruesamano puso el café doble en su mesita. Élagradeció cortésmente. Sorprendida, lamano permaneció inmóvil un instante yal final se abrió, presionando el mármolcon sus cinco dedos estirados. ¿Por quése reirá de este modo?, se preguntóKien. Su desconfianza iba en aumento.

Cuando la mano se retiró junto consu dueño, Kien volvió a ser amo de susojos. La niebla se disipaba. Con mirada

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recelosa siguió a la silueta que, como él,era larga y esmirriada. Ésta se detuvoante una barra, se volvió y señaló alnuevo cliente con el brazo estirado.Luego dijo unas palabrasincomprensibles y empezó a temblar derisa. ¿Con quién estaba hablando? Nohabía un alma en los alrededores de labarra. El local se hallaba increíblementesucio y descuidado. Detrás delmostrador alcanzó a distinguir unmontón de harapos multicolores.Aquella gente era demasiado ociosapara abrir un armario: iba tirando todoentre la barra y el espejo. ¡No seavergonzaban ni ante sus clientes! Éstostambién fueron interesando a Kien. En

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casi todas las mesitas había un individuogreñudo y de aspecto simiesco que loobservaba tenazmente. Al fondo se oíanchillidos femeninos. El Cielo Ideal eramuy bajo y abundaba en nubarronessucios, de un tono gris parduzco. Aquí yallá brillaba algún fragmento de estrellaentre las turbias capas. Hubo una épocaen que todo el Cielo se hallabasembrado de estrellas de oro. Pero elhumo extinguió la mayor parte, y lasrestantes perecían por falta de luz. Elmundo era pequeño bajo ese Cielo.Hubiera cabido fácilmente en un cuartode hotel. Sólo parecía vasto y confusobajo la ilusión de la niebla. Cada mesitade mármol llevaba su existencia

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planetaria independiente; todas juntasproducían la pestilencia del mundo. Losclientes fumaban en silencio ogolpeteaban con el puño el duro mármol.Desde unos nichos diminutos llegaronvoces de auxilio. De pronto, resonó unviejo piano. Kien lo buscó en vano.¿Dónde lo habrían escondido? Unostipos ya mayores y harapientos, congorras en la cabeza, empujaron lospesados cortinajes de la entrada, sedeslizaron lentamente por entre losplanetas, saludando a unos, amenazandoa otros, y se sentaron donde la recepciónfue más hostil. En poco tiempo el localcambió de aspecto. Cualquiermovimiento resultó imposible. ¿Quién se

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atrevía a pisar los pies de semejantesvecinos? Kien era el único que estabasolo. Le dio miedo levantarse y sequedó sentado. Las injurias volaban demesa en mesa. La música enardecía a lagente, despertando su agresividad. Tanpronto como el piano callaba, volvían asu torpe ensimismamiento. Kien se llevóuna mano a la cabeza. ¿Qué clase deindividuos eran esos? Una jorobaenorme se alzó de pronto a su lado y lepreguntó si podía sentarse. Haciendo ungran esfuerzo, Kien miró hacia abajo.¿Dónde estaba la boca que le habíahablado? Pero el dueño de la joroba, unenano, se trepó de un salto a una de lassillas. Después de acomodarse, volvió

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hacia Kien un par de ojazosmelancólicos. La punta de su nariz,hiperbólicamente ganchuda, se hundía enel hoyuelo del mentón. Su boca era tanpequeña como él mismo, sólo queinencontrable. Sin frente, sin orejas, sincuello y sin tronco, el hombre secomponía de una joroba, una imponentenariz y dos ojazos negros, tristes yserenos. Pasó un buen rato sin decirnada, acechando los efectos de surepentina aparición. Kien se acostumbróa su nuevo entorno. De pronto oyó queuna voz ronca preguntaba, por debajo dela mesa:

—¿Cómo van los negocios?Kien se miró las piernas. La voz

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carraspeó indignada:—¿Soy un perro o qué? —El que

había hablado era el enano. Kien nosupo qué decir de sus negocios.Examinó la abrumadora nariz delhombrecito, que le inspiró desconfianza.Como no era un hombre de negocios, seencogió ligeramente de hombros. Suindiferencia impresionó mucho al enano.

—¡Mi nombre es Fischerle! —Lanariz picoteó el tablero de la mesa.Temiendo por su buen nombre, Kien nose presentó, limitándose a hacer unavenia muy rígida, que podíainterpretarse como un rechazo o unaaceptación. El enano se decidió por loúltimo. Alzó dos brazos largos como los

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de un gibón y cogió la cartera de Kien.Al ver su contenido se echó a reír. Lacontracción de las comisuras bucales, aambos lados de la nariz, probófinalmente la existencia de su boca.

»¿Es usted del gremio de papeleros,verdad? —graznó blandiendo el papelde embalar pulcramente doblado. Aloírlo, todos los habitantes del Cielorompieron a reír estrepitosamente.Consciente de lo que su papel valía,Kien tuvo ganas de gritar: “¡Quéinsolencia!” y arrancárselo de las manosal enano. Pero la intención, ya de por sítemeraria, le pareció un crimen atroz.Para expiarlo adoptó una expresiónentre infeliz y perpleja.

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Fischerle no soltó su presa:—¡Una auténtica novedad, señoras y

señores, una auténtica novedad! ¡Unvendedor mudo! —Agitó el papel consus dedos ganchudos, arrugándolo enveinte sitios como mínimo. A Kien se leencogió el corazón. La limpieza de subiblioteca estaba en juego. ¡Si hubiesealgún medio de salvarla! Fischerle separó sobre su silla —ahora era tan altocomo Kien sentado— y cantó con vozquebradiza—: ¡Yo soy el pescador… yél un pescado! —Al decir «yo» segolpeaba la joroba con el papel; al decir«él», se lo refregaba a Kien por lasorejas. Éste lo aguantó sin chistar.Consideraba una suerte que el rabioso

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enano no lo hubiera matado. Pero sutratamiento le empezaba a doler. ¡Adiósbiblioteca limpia! Comprendió que ahíuno estaba perdido sin un gremio.Aprovechando los extensos intervalosentre el «yo» y el «él», se levantó, hizouna profunda venia y declaró en tonoresuelto:

—Kien, del gremio de libreros.Fischerle se interrumpió antes del

siguiente «él» y tomó asiento. Estabasatisfecho de su éxito. Se hundió más ensu joroba y preguntó con manifiestahumildad:

—¿Juega usted al ajedrez? —Kienlo lamentó muchísimo.

»Un hombre que no juega al ajedrez

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no es un hombre. Yo digo siempre que elajedrez es cuestión de inteligencia. Untipo puede medir cuatro metros, pero sino juega al ajedrez es un pelmazo. Yo séajedrez y no soy un pelmazo. Permítamehacerle una pregunta. Si quiere mecontesta y si no, no. ¿Para qué tienencabeza los hombres? Se lo diré antes deque se rompa usted la suya, lo que seríauna lástima. Tienen cabeza para jugar alajedrez. ¿Me entiende? Si me dice quesí, perfecto. Si me dice que no, se lorepetiré por tratarse de usted. Tengodebilidad por el gremio de libreros. Leadvierto que yo aprendí solo, no conlibros. ¿Quién cree usted que es elcampeón de este local? Apuesto a que

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no lo adivina. Yo le diré el nombre: elcampeón se llama Fischerle y estásentado a su misma mesa. ¿Y por qué seha sentado aquí? Porque es usted un tipofeo. Tal vez crea que me atraen los tiposfeos. ¡Falso, pamplinas, no es cierto! Nose imagina lo guapa que es mi esposa.¡No creo que haya visto otra igual! Yahora le pregunto: ¿Quiénes son siemprelos inteligentes? Los feos, créame. ¿Dequé le sirve a un guapetón lainteligencia? Su mujer gana por él. No legusta jugar al ajedrez porque tendría queagacharse y arruinaría su perfil.Además, ¿qué ganaría? Los tipos feostienen la exclusiva de la inteligencia.Mire usted a los campeones de ajedrez:

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todos feos. Si en una revista veo a algúntipo famoso que no está del todo mal, medigo: Fischerle, aquí hay gato encerrado.Se habrán equivocado de foto. Pues,¿qué harían los periódicos con tanta fotoy tanta gente que quiere ser famosa?Después de todo, un diario es tambiénhumano. Lo extraño es que usted nojuegue al ajedrez. Todo el gremio delibreros juega al ajedrez. ¿Qué tiene deraro? Les basta con abrir su manualito yaprenderse las partidas de memoria.Pero ¿cree usted que alguno me haganado? De los del gremio ninguno: ¡tancierto como que es usted uno de ellos, side veras lo es!

Para Kien, oír y obedecer fueron

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esta vez sinónimos. Desde que elhombrecito empezó a hablarle deajedrez, le pareció el judío másinofensivo del mundo. Jamás seinterrumpía; sus preguntas eran retóricasy él mismo se contestaba. La palabra«ajedrez» sonaba como una orden en suboca, como si sólo dependiera de subuena fe añadirle el funesto «jaquemate». El mutismo de Kien, que alcomienzo irritara al enano, parecioleahora un signo de atención, y se sintióhalagado.

Durante el juego, sus adversarios letemían demasiado para importunarlo conobjeciones; pues su venganza eraterrible. Solía exponer las jugadas

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torpes al escarnio general. En las pausasentre partida y partida —pasaba lamitad de su vida ante el tablero—, lotrataban como correspondía a supersona. Él hubiera preferido jugar sininterrupciones. Soñaba con una vida enla que se pudiera comer y dormirmientras jugase el adversario. Si al cabode seis horas de triunfos consecutivossurgía una nueva víctima, su mujerintervenía, y lo obligaba a abandonar:no fuera que se insolentara con ella. Élla trataba con la misma indiferencia quea una piedra. Si la aguantaba, es porquelo mantenía. Pero cuando le interrumpíauna cadena de triunfos, bailaba furiosoen torno a ella y le pegaba en las zonas

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menos sensibles de su ya insensiblecuerpo. La mujer ni se movía, y, comoera muy fuerte, toleraba todos susdesmanes. Eran las únicas pruebas deamor conyugal que él le ofrecía. Puesella lo amaba como a un hijo. Su oficiole impedía tener otro. Gozaba delmáximo respeto en El Cielo Ideal porser la única, entre todas esas chicasbaratas y paupérrimas, en tener uncaballero que, con inviolable fidelidad ydesde hacía ocho años, la visitaba cadalunes. Debido a este ingreso fijo ledecían la Rentista. Durante sus escenascon Fischerle todo el local bramaba;pero nadie se hubiera atrevido a iniciarotra partida contraviniendo a sus

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órdenes. El enano lo sabía, por eso lepegaba. Los clientes le inspirabanternura, si es que alguna le dejaba aúnsentir su amor al ajedrez. Apenas ella seiba con alguno, él se regodeaba a susanchas con el tablero. Tenía preferenciasobre los desconocidos que el azarllevase a aquel local. En todossospechaba a un gran campeón del quepodría aprender algo, aunque diera porsupuesto que le ganaría. Sólo cuando suesperanza de aprender nuevascombinaciones se frustraba, le ofrecía alforastero su mujer para quitársela untiempo de encima. Como tenía siempredebilidad por el gremio respectivo, leaconsejaba en secreto que pasara,

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arriba, unas horas con ella: no eramelindroso y sabía valorar a un hombreguapo. Pero también le pedía que no lotraicionara: negocios son negocios y élestaba yendo en contra de sus propiosintereses.

Antes, muchos años atrás, cuando sumujer aún no era Rentista y teníademasiadas deudas como para llevarloal café, Fischerle, a pesar de su joroba,tenía que esconderse debajo de la camacada vez que ella llevaba a algún clientea su cuartito. Allí prestaba oído a laspalabras del hombre —las de su mujerle eran indiferentes—, y algo le decíasiempre sí el tipo era o no unajedrecista. Cuando estaba bien seguro

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de ello, salía a gatas de su escondrijo —en general golpeándose la joroba— einvitaba al desprevenido visitante ajugar una partida. Algunos le aceptabansólo por dinero. Esperaban sacarle a esejudío roñoso el dinero que, obligadospor una necesidad mayor, le habíanregalado a su mujer. Creían estar en suderecho, pues de otro modo, a esasalturas, ya no hubieran aceptado el trato.Pero al final perdían otro tanto. Lamayoría rechazaba las propuestas delenano por recelo, cansancio oindignación. Nadie se preguntaba dedónde podría surgir así, tan de repente.Pero la pasión de Fischerle aumentó conlos años. Cada vez le resultaba más

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difícil posponer su desafío. A menudo,la sospecha de que algún campeónmundial pudiera estar de incógnito alláarriba, lo asaltaba con inusitadaviolencia. Entonces se acercaba a lacama mucho antes de lo previsto y, conla nariz o con el dedo, golpeabasuavemente en el hombro a la ocultacelebridad hasta que ésta, en vez deculpar a algún insecto, se percataba delenano y de su oferta. Pero todosencontraban torpe esta maniobra yaprovechaban la ocasión para reclamarla devolución de su dinero. Al ver quelos incidentes se repetían —un ganaderoenfurecido llamó una vez a la policía—,su mujer le dijo un día que si las cosas

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no cambiaban, se buscaría otro. Y así,fuese bien o mal en el negocio, Fischerleera enviado al bar con órdenes expresasde no volver a casa antes de las cuatro.Poco después hizo su aparición elCaballero de los lunes, y los malostiempos se acabaron. El tipo pasaba ahítoda la noche. Fischerle se lo encontrabaen el camino a casa y recibía uninfaltable «¡Hola, campeón mundial!», aguisa de saludo. Supuestamente era unabroma de buen gusto —y había cumplidoocho años—, pero a Fischerle le parecíauna ofensa. Si el Caballero, cuyoapellido nadie sabía (ocultaba inclusosu nombre), terminaba particularmentesatisfecho, sentía compasión por el

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pequeño y se dejaba ganar rápidamente.Era de los que prefieren resolver de unplumazo los problemas superfluos de laexistencia. Cuando salía del cuartito seolvidaba de ambas cosas, amor ycompasión, durante una semana. Susderrotas ante el enano le ahorraban loscentavos que, en principio, debíadestinar a los mendigos en la tienda quesupuestamente dirigía, y a cuya puertacolgaba el siguiente cartel: «No se danlimosnas».

Pero había una categoría de hombresque Fischerle odiaba en este mundo: loscampeones mundiales de ajedrez. Conuna especie de furia maligna seguíatodas las partidas importantes que se

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publicaban en revistas y periódicos.Partida que estudiaba, partida que lequedaba grabada durante años. Dada suincontestable maestría en el local, le eramuy fácil demostrar a sus amigos lanulidad de esos campeones. Jugada porjugada, les iba explicando —y ellosconfiaban ciegamente en su memoria—lo que sucedía en tal o cual torneo.Cuando la admiración de su auditoriopor esas partidas empezaba aexasperarlo, inventaba jugadas falsas,que nunca existieron, y proseguía eljuego como mejor le conviniera. Lacatástrofe llegaba pronto; todos sabíanquién era la víctima, ya que ahí losnombres también eran fetiches. Algunos

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argüían en voz alta que a Fischerle lehubiera ocurrido lo mismo en el torneo.Nadie reconocía los errores delvencido. Entonces, Fischerle alejaba susilla de la mesa hasta que con el brazoestirado alcanzase a duras penas lasdistintas piezas. Era una forma muy suyade manifestar desprecio, pues lascomisuras de su boca, órgano del que lagente se sirve en estos casos, quedabancasi ocultas por la enorme nariz. Luegograznaba: «¡Dadme un pañuelo; ganaré aciegas la partida!». Si la Rentista estabaa su lado, le prestaba su bufanda sucia:no debía interferir —y lo sabía— entorneos que sólo se celebraban una vezcada dos meses. Si ella no estaba en el

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local, cualquiera de las chicas cubríacon sus manos los ojazos del pequeño.Rápido y seguro, éste reconstruía lapartida paso a paso, deteniéndose dondeel error había sido cometido. Y aquélera también el punto de partida de suembuste. Un segundo embuste lepermitía, con la misma desvergüenza,llevar a su adversario a la victoria.Atónitos y sin respiración, todos seguíansus jugadas. Las chicas le acariciaban lajoroba y le besaban la nariz. Loshombres —incluso los más apuestos,que poco o nada sabían de ajedrez—,golpeaban las mesas de mármol con elpuño y proclamaban, con sinceraindignación, que Fischerle debía ser

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campeón mundial. Vociferaban tanto queal minuto habían ya recuperado laatención de las muchachas. A Fischerlele daba igual. Fingía una totalindiferencia a los aplausos y se limitabaa comentar, en tono seco: «¿Quéesperabais? Soy un pobre diablo. ¡Sialguien me diera hoy una fianza, mañanasería campeón del mundo!». «¡Hoymismo!», gritaban todos al unísono. Y alpunto se les acababa el entusiasmo.

En su condición de genioincomprendido del ajedrez, y gracias alcliente fijo de su mujer, la Rentista,Fischerle gozaba de un enormeprivilegio bajo El Cielo Ideal, podíarecortar y guardarse todas las partidas

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de ajedrez publicadas en los diarios,aunque éstos, al cabo de unos meses ytras haber pasado por media docena demanos, recalasen en otro local aún mássucio. Pero Fischerle nunca guardabalos papelitos cuadrangulares, sino quelos rompía en mil pedazos y, con asco,los tiraba al retrete. Vivía siempre conla angustia de que alguien pudierapedírselos. Él mismo no confiaba muchoen su valor. Las jugadas de verdad, queél suprimía, lo obligaban a devanarselos sesos. Por eso odiaba a muerte a loscampeones mundiales.

—¿Dónde cree que estaría si tuvierauna subvención? —le dijo a Kien—. Sinsubvención, un hombre es un inválido.

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Ya llevo veinte años esperando unasubvención. ¿Cree usted que le pidoalgo a mi mujer? Sólo exijo mitranquilidad y una subvención. Vente ami casa, me dijo ella cuando yo era uncrío. No, dije yo, ¿para qué quiero unamujer? Entonces, ¿qué quieres?, me dijo.No me dejaba en paz. ¿Qué quiero? Unasubvención. De la nada no surge nada.Imposible abrir un negocio sin capital.El gremio de ajedrez también es ungremio, ¿por qué no habría de serlo?¿Acaso hay algo que no sea gremio?Bueno, me dijo, si te vienes conmigo,tendrás tu subvención. Y ahora dígameuna cosa: ¿sabe a qué me refiero? ¿Sabeusted lo que es una subvención? Pues

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voy a decírselo. Aunque ya lo sepa, noestará de más que se lo diga. Fíjesebien: subvención es una palabra muyfina; viene del francés y significa lomismo que capital en judío.

Kien tragó saliva. ¡Reconocerpalabras por su etimología! ¡Vaya local!Tragó más saliva en silencio. No se leocurrió nada mejor en esa cueva deladrones. Fischerle hizo una pausamínima para observar el efecto de lapalabra «judío» en su interlocutor.Nunca se sabe. El mundo está lleno deantisemitas. Un judío ha de estarsiempre en guardia contra enemigosmortales. Los enanos jorobados —incluso los que han ascendido al rango

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de rufián— no se pierden ni un detalle.El gesto de tragar saliva no se le escapó.Lo interpretó como una señal dedesconcierto, y a partir de ese momentotomó a Kien por judío, lo que éste enrealidad no era.

—Sólo se aplica a las profesionesde categoría —añadió tranquilizado,refiriéndose a la subvención—. Y al oírsu sacrosanta promesa me instalé en sucasa. ¿Sabe cuándo fue todo esto? Austed puedo decírselo porque es miamigo: hace veinte años. Veinte años enque no hemos hecho sino ahorrar yahorrar, privándonos los dos de todo.¿Sabe qué es un monje? No creo, porqueusted es judío y los judíos no tenemos

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monjes; pues el caso es que vivimoscomo monjes, pero no importa. Se meacaba de ocurrir algo mejor; ojalá meentienda, porque usted no entiende nada:vivimos como monjas, las mujeres delos monjes ¿sabe? Todo monje tiene unamujer llamada monja. Pero no seimagina lo alejados que viven. ¿Quiénno querría un matrimonio así? Piensoque los judíos debieran adoptarlo. Yfíjese que hasta ahora no hemosconseguido la subvención. ¡Cuenteusted! Supongo que sabrá contar.Pongamos que da usted veinte chelinesahora mismo. Cualquiera no los soltaría.La gente noble es hoy en día una rareza.¿Quién puede darse un lujo así? Pero

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usted es mi amigo. Y como es buenapersona, se dice: Fischerle necesita unasubvención, si no, se arruinará. ¿Puedopermitir que se arruine? Sería unalástima; no, no puedo permitirlo. ¿Quéhacer? Le regalo los veinte chelines a suesposa, me voy con ella y le doy unaalegría a mi amigo. Yo, por un amigo,hago lo que sea. Y voy a demostrárselo.Tráigame a su mujer mientras preparo lasubvención, dice; le juro por mi honorque no soy un cobarde. ¿O cree que measustan las mujeres? ¿Qué mal puedenhacerme? ¿Tiene usted esposa?

Por primera vez, Fischerle esperóuna respuesta. En el fondo, aquellamujer era algo tan seguro, para él, como

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su propia joroba. Pero deseaba jugarseotra partida; hacía ya tres horas que sesentía observado y no daba más. Queríaque la discusión tuviera un resultadopráctico. Kien guardó silencio. ¿Quéhubiera podido decirle? La mujer era supunto débil; ni con la mejor buenavoluntad podía decir algo cierto sobreella. Como sabemos, no era casado,divorciado ni soltero.

—¿Tiene usted esposa? —lepreguntó Fischerle por segunda vez.Pero en su voz sonaron ecos deamenaza. A Kien lo torturaba la verdad.Le volvió a pasar lo mismo que, minutosantes, le ocurriera con el gremio delibreros. La necesidad nos obliga a

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mentir.—No, no tengo esposa —afirmó con

una sonrisa que iluminó su austerorostro. Si había que mentir, ¿por qué nooptar lo más agradable?

—¡Entonces le daré la mía! —estalló Fischerle. Si el gremio delibreros hubiera tenido una mujer, laoferta del enano habría sido: «¡Entoncesle propongo un cambio!». Pero esta vezchilló en voz alta a través del local—:¡Oye! ¿Vieeenes o nooo? —Y vino. Eraalta, gorda y redonda: bordeaba elmedio siglo. Se presentó señalando aFischerle con uno de sus hombros, yañadió, no sin una pizca de orgullo:

—Mi marido. —Kien se levantó y le

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hizo una profunda venia. Tenía un miedohorrible de lo que pudiera ocurrir.

Dijo en voz alta:—Mucho gusto —y en voz muy baja,

casi imperceptible: «¡Barragana!»,aniquilándola con este arcaísmo.

Fischerle graznó:—¡Vamos, siéntate! —Ella

obedeció. Su marido le llegaba con lanariz hasta los pechos; ambas cosas,pechos y nariz, se reclinaban sobre eltablero de la mesa. De pronto, elpequeñajo dio un salto y carraspeóprecipitadamente, como si hubieraolvidado lo esencial—: ¡Gremio delibreros!

Kien volvió a sumirse en su

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mutismo. La mujer lo encontrórepulsivo. Comparó sus huesos con lajoroba de su marido, y ésta le parecióbonita. Su conejito siempre decía algo.No tenía pelos en la lengua. Anteshablaba hasta con ella. Ahora laencontraba muy vieja. Y tenía razón. Nose iba con ninguna de las otras. Era uncrío inocentón. Todos creen que entrelos dos aún hay algo. Sus amigas andantodas tras él. Las mujeres son falsas.Ella no. No sabe lo que es ser falsa. Loshombres también son falsos. Pero suFischerle es de fiar. Antes de liarse conuna tipeja dice que mejor es no liarsecon ninguna. Y ella está de acuerdo entodo. No es eso lo que necesita. Que no

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lo comente, eso sí. ¡Es un tipo tanmodesto! Jamás le pediría nada. ¡Situviera más cuidado con su ropa! Aveces parecía acabadito de salir de uncubo de basura. El Ferdl le dio a laMizzl un ultimátum: esperaría un año lamoto que le prometió. Si al año no se ladaba, ¡al diablo!, ya podría buscarseotro. Ella ahorra y ahorra, pero ¿dedónde sacará para una moto? Su conejitonunca le haría eso. ¡Con sus ojazos tanlindos! ¿Qué culpa tiene de serjorobado?

Siempre que Fischerle le conseguíaalgún cliente, ella sentía que deseabasacársela de encima, y le agradecía esaprueba de cariño. Más tarde volvía a

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parecerle un vanidoso. Ella era, engeneral, una criatura contentadiza que,pese a su horrible vida, albergaba muypoco odio en su interior. Y este poco loencauzaba al ajedrez. Mientras las otraschicas conocían ya las reglasfundamentales del juego, ella jamásllegó a entender por qué las distintaspiezas se movían de modo diferente. Lairritaba que un rey fuera tan desvalido.¡Qué ganas de darle un bofetón a lareina, esa descarada! ¿Por qué ella lopodía todo y el rey no? A menudo seguíaatentamente el juego. Al ver su cara, unextraño la hubiera tomado por una granconocedora. En realidad sólo esperabaque tomasen la reina. Si esto sucedía,

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ella entonaba una canción de moda yabandonaba la mesa en el acto.Compartía el odio de su esposo por lareina enemiga; el amor con que el enanoprotegía a la suya, le daba celos. Susamigas, más independientes que ella, sesituaban en la cúspide de la escalasocial y trataban de puta a la reina y derufián al rey. Sólo la Rentista se ateníaal verdadero orden jerárquico, cuyoprimer peldaño había superado gracias asu Caballero fijo. Ella, que normalmentecontaba los chistes más picantes, noatacaba nunca al rey. En cambio, elvocativo «puta» le parecía demasiadosuave para la reina. Las torres y loscaballos le gustaban por su parecido con

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los de la realidad, y cuando los caballosde Fischerle avanzaban a galope tendidopor el tablero, solía reírse con su vozdulce y cansina. Veinte años después deque él se le instalara en casa con sutablero de ajedrez, aún solíapreguntarle, con total inocencia, por quéno dejaba las torres en las esquinas deltablero, como al comienzo del juego,pues ahí se veían más bonitas. Fischerlemaldecía aquel cerebro de chorlito y nodecía nada. Si sus preguntas lo hartaban—ella sólo quería oírlo hablar, adorabasus graznidos, nadie tenía esa voz decuervo—, la hacía cerrar el pico conalgún desafío drástico: «¿Tengo o notengo una joroba? Pues, como que tengo

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una, ¡lárgate ahora mismo! ¡A ver si teespabilas un poco!». Su joroba laapenaba. Hubiera preferido ignorarla.Se sentía en cierto modo responsable dela deformidad de su hijito. En cuanto éldescubrió este rasgo, que le parecíaabsurdo, lo utilizaba siempre parachantajearla. Su joroba era la únicaamenaza seria con la que contaba.

En aquel momento, ella locontemplaba con ternura. Comparadacon ese esqueleto, su joroba erapreciosa. Estaba feliz de que la hubierasentado a su mesa. Kien no la inquietabaen absoluto. Tras unos minutos desilencio general, ella dijo:

—¡Bueno, guapo! ¿Cuánto piensas

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regalarme? —Kien se ruborizó.Fischerle la increpó:

—¡No hables así! ¡No permitiré queinsulten a mi amigo! Es una lumbrera.No habla por hablar. Piensa mucho antesde abrir la boca. Cuando dice algo, sabepor qué lo dice. Se interesa por misubvención y está dispuesto a colaborarcon veinte chelines.

—¿Subvención? ¿Qué es eso?Fischerle se enfureció:—¡Subvención es una palabra muy

fina! Viene del francés y significa lomismo que capital en judío.

—¿Y de dónde sacaré yo un capital?—La mujer no entendió su treta. ¿Porqué utilizaría una palabra extranjera?

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A él le interesaba tener razón. Clavóen la Rentista una mirada grave y,señalando a Kien con la nariz, declarósolemnemente:

—Él lo sabe todo.—¿Qué es todo?—Que estamos ahorrando para el

ajedrez.—¡Ni te lo sueñes! Primero que no

gano tanto y segundo que no soy la Mizzlni tú eres Ferdl. Además, ¿tú qué me hasdado? ¡Un cuerno, sí, un cuerno! ¿Sabeslo que eres? ¡Un pobre tullido! ¡Ponte alimosnear si esto no te conviene! —Ypuso a Kien como testigo de esa horribleinjusticia—: ¡Es un cerdo! Y no loparece, ¿verdad? ¡Semejante tullido!

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¡Vergüenza debería darle!Fischerle se redujo aún más; dio su

juego por perdido y se limitó a decirle aKien, en tono melancólico:

—Por suerte no es usted casado.Empezamos ahorrando los dos juntosperra tras perra durante veinte años, yahora ella se gasta alegremente toda la«subvención» con sus amiguetes. —Estainsolente mentira dejó a su mujer sinhabla.

—¡Eso sí que no! —gritó en cuantose hubo recuperado— ¡puedo jurar queno he estado con ningún otro hombredesde hace veinte años!

Resignado, Fischerle extendió laspalmas de sus manos hacia Kien:

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—¡Vaya, una puta que nunca haestado con un hombre! —Y al decir«puta», frunció el entrecejo. Ante esteinsulto, la mujer rompió a llorar a vozen cuello. Sus palabras se volvieronininteligibles, aunque daba la impresiónde hablar, entre sollozos, de ciertapensión—. Ya ve usted, ella misma loconfiesa. —Fischerle había cobradoánimos—. ¿Y quién cree que le da esapensión? Un caballero que viene cadalunes. A mi casa, por supuesto. ¿Sabeuna cosa? Las mujeres juran siempre enfalso. ¿Y por qué juran siempre enfalso? ¡Porque ellas mismas son falsas!Y ahora déjeme preguntarle: ¿podríausted jurar en falso? ¿Podría yo jurar en

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falso? ¡Imposible! ¿Sabe por qué?Porque los dos usamos la cabeza.¿Conoce usted a alguien que use lacabeza y jure en falso? ¡Yo no!

La mujer lloraba cada vez con mayorfuerza.

En su fuero interno, Kien le dio larazón al enano. De puro angustiado no sepreguntó si Fischerle mentía o decía laverdad. Desde que la mujer se sentó a lamesa, cualquier gesto hostil contra ella,viniera de donde viniera, suponía paraél un alivio. En cuanto ella le pidió unregalo, supo a quién tenía enfrente: unasegunda Teresa. De las costumbres dellocal sabía poco, pero sí estaba segurode una cosa: un espíritu puro, encerrado

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en un cuerpo deforme, luchaba ahí hacíaveinte años por salir del fango que lorodeaba. Teresa no se lo permitía.Forzado a imponerse infinidad deprivaciones, jamás perdió de vista suobjetivo: la autonomía intelectual. PeroTeresa lo arrastraba al fango conmaligna obstinación. Él no ahorra pormezquindad, ya que es más bien unapersona generosa; ella, en cambio,despilfarra para que él no se le escape.Colgado de una minúscula arista delmundo espiritual, se aferra a ella con ladesesperación de quien se estáahogando. El ajedrez era su biblioteca.Habla de gremios porque ahí estabaprohibido otro lenguaje. Pero su

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admiración por los libreros erasintomática. Kien se imaginó las luchasque por su vivienda libraría ese hombretan golpeado por la vida. Trae un libro acasa para leerlo a escondidas, pero ellalo destroza y el viento dispersa losdespojos. Lo obliga a dejarle suapartamento para hacer cosas horribles.Quizá le pague a una sirvienta, algunaespía, para que limpie la casa de libroscuando él esté fuera. Los libros estánprohibidos; pero el tren de vida de ellaestaba autorizado. Tras larguísimoscombates, él logra arrancarle un tablerode ajedrez. Ella lo confina entonces a lapieza más pequeña del apartamento. Y elpobre pasa allí noches enteras,

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recuperando su dignidad humana ante laspiezas de madera. Sólo se siente unpoco libre cuando la mujer tiene visitas,pues son horas en las que él no existepara ella. Tienen que llegar a esosextremos para que no lo torture. Pero,aún así, ha de estar alerta por si derepente se le aparece borracha. La vellegar con tufo a alcohol, fumando. Abreviolentamente la puerta y vuelca eltablero con sus pies rollizos. El señorFischerle rompe a berrear como unniñito. Se hallaba justo en el pasaje másinteresante de su libro. Recoge las letrasdesparramadas y vuelve la cara, no seaque ella se alegre al ver sus lagrimones.Es un pequeño héroe. Con mucho

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carácter. ¡La de veces que quisieralanzarle la palabra «Barragana»! Perose contiene; ella no lo entendería. Lohubiera echado hace ya tiempo de sucasa, pero espera a que haga untestamento en favor de ella.Probablemente tenga poco; para robarle,a su mujer le basta ese poco. Él no estádispuesto al sacrificio final. Se defiendey conserva un techo sobre su cabeza. ¡Sisupiera que debe ese techo a susespeculaciones sobre el testamento!Pero no hay que decírselo. Podríaatentar contra su vida. No era de granito.Su constitución enana…

Kien nunca había calado tan a fondoen los sentimientos de otro ser humano.

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Pudo desembarazarse de Teresa. Lehabía batido con sus propias armas,burlándose de ella y encerrándola. Yahora la tenía ahí, sentada a su mesa,pidiendo y regañando como antes, con laúnica diferencia de que por fin ejercíauna profesión adecuada. Pero, esta vez,su actividad destructora ya no loafectaba —apenas si lo había mirado—;afectaba al hombre que tenía enfrente, aquien la naturaleza, por un triste erroretimológico, había convertido en unlisiado. Kien se sintió en deuda con esehombre. Tenía que hacer algo por él. Lorespetaba. Si el señor Fischerle no fueratan sensible, le ofrecería dinero. Seguroque le hacía falta. Pero en ningún caso

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quería herir sus sentimientos; comotampoco se le ocurriría herir los suyospropios. Quizá si reanudasen laconversación que Teresa, con la típicadesfachatez femenina, habíainterrumpido…

Sacó su billetera, desbordante debilletes gordos. Muy contra sucostumbre, la sostuvo largo rato en unamano, extrajo todos los billetes yempezó a contarlos tranquilamente. Alverlos, el señor Fischerle se convenceráde que la oferta que estaban a punto dehacerle no suponía, ni de lejos, un gransacrificio. Al llegar al trigésimo billetede cien chelines, Kien bajó la miradahacia el enano. ¿Estaría lo bastante

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apaciguado como para hacerle unregalo? Pues ¿a quién le gusta contardinero? Fischerle lanzaba miradasfurtivas en derredor; sólo el hombre quecontaba parecía no inquietarlo enabsoluto; sin duda por delicadeza yaversión al vil dinero. Kien no sedesanimó y siguió contando, aunque estavez en voz alta y bien articulada.Mentalmente le pidió disculpas al enanopor su impertinencia; sentía que estabaofendiendo sus oídos. El pequeño seagitaba muy inquieto en su silla. Apoyósu cabezota contra la mesa, tapándose unoído: ¡era un tipo sensible! Luego asió asu mujer por los pechos, ¿por quésería?, y se los abrió aún más, ¡con lo

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anchos que eran!, tapándole la vista aKien. La mujer se dejaba hacer todo.Esta vez tampoco habló. Sin dudacontaba con el dinero. Pero seequivocaba. Teresa no vería un real.Cuando Kien llegó al 45, la angustia delenano estaba en su apogeo.

—¡Pst! ¡Pst! —musitó, con ademánde súplica. Kien se enterneció. ¿Debíaexonerarlo del regalo? Tampoco podíaobligarlo. No, no, más tarde sealegraría, quizá hasta se largara,liberándose de esta Teresa. Al oír eso,Fischerle le plantó una mano a su mujeren plena cara y graznó como unendemoniado—: ¿No puedes estarquieta? ¿Qué quieres, estúpida? ¿Tú qué

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sabes de ajedrez? ¡Cretina! ¡Te comeréviva! ¡Lárgate!… —Con cada cifradecía algo distinto. Desconcertada, lamujer hizo ademán de retirarse, lo que aKien no le convenía. Tendrá que estarpresente cuando le dé el regalo alpequeñajo. Tendrá que enfurecerse al norecibir nada, o su marido no se alegrará.El dinero solo no puede hacerlo muyfeliz. Tendrá que dárselo antes de queella se vaya.

Aguardó una cifra redonda —lapróxima era sesenta— y dejó de contar.Luego se levantó y cogió un billete decien chelines. Hubiera preferido cogervarios, pero no quiso ofender al enanocon una cantidad o demasiado alta o

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excesivamente baja. Permaneció de pieun instante, tieso y en silencio, comoenfatizando la solemnidad de suintención. Luego habló; fueron laspalabras más corteses de su vida:

—¡Apreciado señor Fischerle! Mees imposible reprimir más tiempo unasúplica que quisiera dirigirle.Concédame el honor de aceptar estamodesta contribución a su subvención,como se complace usted en llamarla.

En vez de decir «gracias», elpequeño musitó:

—¡Pst! ¡Ya está bien! —Y siguióinsultando a su mujer. Estabaazoradísimo. Poco faltó para que susmiradas y palabras de furia dieran con

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ella en tierra. El dinero ofrecido leimportaba tan poco que ni se dignómirarlo. Por no ofender a Kien, estiró elbrazo y cogió el billete. Pero en vez deuno solo, apresó el fajo entero sin darsecuenta. ¡Estaba tan excitado! Kienesbozó una sonrisa. De pura modestia, elhombrecito actuaba como el más ávidode los ladrones. No bien se dé cuenta,sentirá una vergüenza horrible. Paraahorrársela, cambió Kien el fajo por elbillete suelto. Mas los dedos del enanoeran duros e insensibles. Se aferraban alfajo contra la voluntad de su dueño, porsupuesto. No sintieron nada cuando Kienlos fue soltando uno tras otro, yvolvieron a cerrarse, automáticamente,

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sobre el billete de cien chelines, quequedó huérfano. El ajedrez habráencallecido estas manos, pensó Kien. Elseñor Fischerle estará acostumbrado asujetar firmemente sus piezas, lo únicoque la vida le permite. Entretanto, habíavuelto a sentarse, satisfecho de su buenaacción. Agobiada por los insultos y conla cara hecha un tomate, Teresa selevantó y abandonó la mesa. Podía irse,ya no la necesitaba. Que no esperasenada de él. Había cumplido con suobligación: contribuir a que el marido lavenciera.

En el torbellino de su euforia, Kienno oyó lo que pasaba a su lado. Depronto, sintió un golpe muy fuerte en el

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hombro. Sobresaltado, miró a sualrededor. Una mano enorme lo apresó yuna voz gruñó:

—¡Yo también quiero algo! —Muycerca de él vio a una docena deindividuos sentados. ¿Desde cuándo?Antes no estaban. Sobre la mesa fueronacumulándose puños. Llegaron nuevostipos: los de atrás se apoyaban en losque estaban delante, sentados. Una vozfemenina gritó lastimeramente:

—¡Abran paso, que no veo nada! —Y otra, muy aguda, añadió—: ¡Perdí,pronto tendrás tu moto! —Alguiensostuvo en alto la cartera abierta, lasacudió y al ver que no caía dinero,rugió decepcionado—: ¡Al diablo con tu

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papel, imbécil! —El local desaparecióentre tanta gente. Fischerle graznaba,pero nadie le hacía caso. Su mujer habíavuelto y chillaba a voz en cuello. Otramujer, más gorda aún, avanzó a codazospor entre los tipos y bramó—: ¡Yotambién quiero! —Iba cubierta contodos los retales que Kien había vistodetrás de la barra. El Cielo se tambaleó.Algunas sillas se cayeron. Una vozangelical lloró de felicidad. CuandoKien cayó en la cuenta de lo que pasaba,le habían encasquetado su cartera hastalas orejas. No pudo ver ni oír nada; sólosintió que yacía por tierra y que losbolsillos, costuras y agujeros de su trajeeran hurgados por manos de todos los

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pesos y medidas. El cuerpo entero letemblaba, no por él mismo, sino por sucabeza: podrían desordenarle los libros.Aunque lo maten, no traicionará a suslibros. ¡Entréganos los libros!, leordenarían, ¿dónde están los libros?Pero él no lo haría: ¡nunca, nunca,nunca! Es un mártir y morirá por suslibros. Sus labios se agitan; quisierandecirles que está decidido, pero en vozalta no se atreven. Simulan estarhablando.

Pero nadie le pregunta nada.Prefieren convencerse por sí mismos. Lohacen girar de un lado a otro en el suelo.Por poco lo dejan en cueros. Pero pormás vueltas que le den, no encuentran

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nada. De pronto, siente que está solo.Todas las manos han desaparecido. Conun gesto furtivo se palpa la cabeza ydeja ahí su mano, para protegerse delpróximo ataque. Luego alza la otramano. Intenta levantarse manteniendoambas manos en la cabeza. Susenemigos aguardan este instante paralanzarse sobre los inermes libros.¡Cuidado, cuidado! Logra incorporarse.Tiene suerte: ya está en pie. ¿Dóndeestán los tipos? Prefiere no mirar enderredor, podrían verlo. Su mirada, queél, por precaución, dirige al ánguloopuesto del local, se da con una masahumana que discute, agitando puños ycuchillos. Pronto escucha el vocerío.

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Prefiere no entenderlos. Ellos tambiénpodrían entenderlo. De puntillas sedesliza afuera sobre sus largas piernas.Alguien lo coge por la espalda. Inclusoal correr se cuida bien de no volver lacara. Mira de reojo, conteniendo larespiración, y se sujeta la cabeza contodas sus fuerzas. Sólo eran las cortinasde la entrada. Ya en la calle, respirahondo. ¡Lástima que esa puerta nocierre! La biblioteca está a salvo.

Unas casas más allá lo esperaba elenano, que le devolvió su cartera.

—El papel está dentro —dijo—,¡fíjese qué honrado soy! —En medio desu angustia, Kien se olvidó de que en elmundo existía un ser llamado Fischerle.

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Y esta increíble prueba de cariño lodejó aún más perplejo.

—El papel también —balbuceó—,¿cómo podré agradecerle…? —Con esehombre no se había equivocado.

—¡Esto no es nada! —replicó elpequeño—, ¡y ahora, tenga la bondad deseguirme a ese portal! —Kien obedeció,emocionadísimo. Le entraron ganas deabrazar al hombrecito.

—¿Sabe usted qué es unarecompensa? —le preguntó cuando elportal los hubo devorado.

—Seguro que sí: el 10 %. Alláadentro se están matando y quien la tienesoy yo. —Sacó la billetera de Kien y sela entregó como un regalo inestimable.

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—¡Ni tonto que fuera! ¿Dejarmeencerrar por culpa de ésos? —Como susbienes más preciados se hallaban enpeligro, Kien se olvidó asimismo deldinero. Se rió en voz alta ante tantoescrúpulo, aceptó la billetera más por elplacer que le causaba Fischerle que porel dinero recuperado, y repitió—: ¡Nosabe cuánto le agradezco! ¡No sabecuánto le agradezco! —Kien tomó elfajo de billetes y le ofreció una buenaparte a Fischerle.

—¡Cuente primero! —gritó el enano—, negocios son negocios. No vaya adecir después que le he robado. —¡Pedirle a Kien que contara! ¿Sabíaacaso lo que llevaba en la cartera?

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Fischerle, en cambio, recordabaexactamente cuánto había separado. Silo invitó a contar fue por la recompensa.Pero Kien contó todo de nuevo por darlegusto. Cuando, por segunda vez en aqueldía, llegó al número 60, Fischerlevolvió a sentirse en la cárcel. Decidióponer pies en polvorosa —eventualidadpara la que había separado antes surecompensa— y no hizo más que unaúltima y violenta tentativa—. Ya lo veusted mismo. No falta nada.

—Naturalmente —dijo Kien, felizde no tener que contar más.

—¡Cuente usted ahora larecompensa y estaremos en paz!

Kien empezó otra vez, y al llegar a

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nueve —hubiera seguido contandoeternamente— Fischerle gritó:

—¡Basta! ¡10 %! —Conocíaexactamente el total. Mientras esperabaa Kien bajo el portal, había escudriñadorápida y exhaustivamente la billetera.

Cuando arreglaron cuentas, le dio lamano a Kien, levantó hacia él unamirada triste y le dijo:

—¡No se imagina el riesgo que hacorrido! ¡Nunca podrá regresar al Cieloldeal! ¿O cree usted que sí? Si meencontraran todo este dinero, mematarían. ¿De dónde habrá sacadoFischerle todo esto? ¿Y cómo les digode dónde lo saqué? Si digo: del gremiode libreros, me molerán a golpes y, ya

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muerto, le quitarán al pobre Fischerle lapasta del bolsillo. Si no digo nada, igualle seguirán robando a Fischerle hastaque se muera. Ya lo ve: si Fischerle salevivo, no tendrá con qué vivir; y si semuere, ahí quedó eso. ¡Ya ve usted loque nos pasa por ser amigos! —Esperaba recibir una propina.

Kien se sintió obligado a ayudar aese hombre —el primero que conocía ensu vida—, a que empezara unaexistencia nueva y digna.

—Yo no soy comerciante, soyerudito y bibliotecario —dijo,haciéndole una venia al enano—. Entre ami servicio, que yo me ocuparé de usted.

—Como un padre —completó el

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pequeño—, ya me lo suponía. ¡Enmarcha! —Y empezó a caminar con pasofirme. Kien iba detrás, pensando en untrabajo para el nuevo fámulo. Un amigonunca debe sospechar que le hacemos unregalo. Podría ayudarlo a descargar yamontonar sus libros por las noches.

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La joroba

A las pocas horas de entrar a suservicio conocía Fischerle al dedillo losdeseos y manías de su amo. Cuandotomaron posesión de sus cuartelesnocturnos, Kien lo presentó al porterocomo «un amigo y colaborador». Porsuerte, éste reconoció al generoso«propietario de una biblioteca» quehabía pernoctado ya una vez en el hotel;si no, amo y colaborador hubieransalido disparados. Fischerle hizograndes esfuerzos por seguir lo que Kieniba anotando en la ficha de registro.Pero era tan bajito que la nariz no le

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llegaba ni a los datos personales. Loaterraba la segunda ficha, que el porteroya le había preparado. Pero Kien,recuperando en una noche la falta dedelicadeza de toda una vida, previo lasdificultades que escribir podíasuponerle al hombrecito, y lo incluyó ensu propia ficha bajo el rubro:«acompañante». Devolvió la segundaficha al portero, diciéndole: —No hacefalta—. Así le ahorraría a Fischerle lapejiguera de rellenarla y, lo que creíaaún más importante, la humillación defigurar en el servicio doméstico.

Apenas llegaron a su cuarto, sacóKien el papel de embalar y comenzó aalisarlo.

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—Está arrugadísimo —dijo—, perono tenemos otro. —Fischerle aprovechóla ocasión para hacerse indispensable yvolvió a alisar todos los pliegos que suamo daba ya por listos.

—La culpa es mía —explicó—, pormanosearlo tanto. —El resultado finalcorroboró la envidiable habilidad de susdedos. Luego extendieron los papeles enel suelo de ambas habitaciones.Fischerle daba saltitos, se echaba bocaabajo o se arrastraba en los rinconescomo un reptil giboso y diminuto.

—¡Será cuestión de un instante!¡Esto no es nada! —repetía casi sinaliento. Kien sonrió: no estabaacostumbrado a ese andar rastrero ni a

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la joroba, y lo alegraba el respeto delenano por su persona. Sin embargo,tener que darle explicaciones le causabacierto malestar. Tal vez sobreestimara lainteligencia del hombrecito, que teníacasi su misma edad y había vivido añosexiliado, es decir, sin libros. Tal vez elotro no entendiera la tarea que loaguardaba y preguntara: «¿Dónde estánlos libros?», antes de saber dónde losguardaba Kien durante el día. Mejor quereptara un poco más por el suelo,mientras Kien hallaba alguna imagenpopular capaz de iluminar su cerebrito.Lo inquietaban también los dedos delpequeño. En perpetuo movimiento,pasaban demasiado tiempo alisando el

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papel. Tenían hambre, y los dedoshambrientos reclaman comida. Sin dudale reclamarían esos libros que él nuncadejaba tocar por nadie. En general,temía entrar en conflicto con el apetitocultural del hombrecito. Éste podríareprocharle, aparentemente con razón,que dejara aquellos libros en barbecho.¿Cómo defenderse? Más sabe el loco ensu casa que el cuerdo en la ajena. Y yatenía al loco frente a él, diciéndole:

—¡Listo!—Ahora ayúdeme a descargar los

libros, por favor —le dijo Kien sin máspreámbulo, asombrado de su propiaosadía. Para evitar cualquier preguntacapciosa, bajó de su cabeza una pila de

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libros y se la alcanzó al enano. Éste larecibió hábilmente entre sus largosbrazos y exclamó:

—¡Huy, cuántos! ¿Dónde quiere quelos ponga?

—¿Le parecen muchos? —replicóKien ofendido—, ¡no es sino lamilésima parte!

—Ya entiendo, el uno por mil. Encualquier caso, no pienso pasarme aquíun año. Ya no doy más, son pesadísimos,¿dónde los pongo?

—Sobre el papel. Empiece poraquel rincón, para que después notropecemos.

Cautelosamente, Fischerle se deslizóhacia el rincón, evitando movimientos

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bruscos que hicieran peligrar su carga.Al llegar se arrodilló, depositó la pilaen el suelo con sumo cuidado y nivelólos lados para que ninguna irregularidadofendiera la vista. Kien, que lo habíaseguido, le entregó un nuevo paquete.Desconfiaba del pequeño, sintió que dealgún modo se burlaba de él. En manosde Fischerle, el trabajo avanzaba demaravilla. Fue recibiendo paquete traspaquete y su habilidad aumentaba con lapráctica. Dejaba un centímetro deseparación entre las pilas para meter losdedos con comodidad. Pensaba en todo,incluso en la partida del día siguiente.Sólo hacía pilas hasta cierta altura, queluego comprobaba pasando por encima

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la punta de su nariz. Aunque estuvieraabsorto en su tarea, no cesaba derepetir: «¡Con su permiso, señor!». Sunariz marcaba la altura tope. Kien estabapreocupado. Calculó que al levantarpilas tan bajas el espacio se le agotaríapronto, y no tenía ganas de dormir conmedia biblioteca en la cabeza. Pero nodijo nada y dejó actuar a su fámulo. Lehabía abierto a medias su corazón,perdonándole el desprecio contenido enel «¡Huy, cuántos!». Se alegró al pensaren el momento en que el suelodisponible de ambos cuartos se hubieraagotado, y en que él, con un asomo deironía en la mirada, le preguntase alpequeño: «¿Y ahora qué?».

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Al cabo de una hora se vio Fischerleen grandes dificultades debido a sujoroba. Por más quiebros y esguincesque hiciera, siempre chocaba con loslibros. Salvo un angosto pasillo quellevaba de la cama de un cuarto a la delotro, todo estaba equitativamentecubierto de libros. Bañado en sudor, elenano ya no se atrevió a seguir pasandola nariz sobre el plano superior de suspilas. Intentó hundir su joroba, mas nopudo. El esfuerzo físico lo habíaagotado. Estaba tan cansado que hubieraenviado al cuerno todas las pilas paraecharse a dormir. Pero aguantó hasta queya ni con la mejor voluntad pudoencontrar un rinconcito libre, y se

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derrumbó medio muerto:—¡En mi vida había visto una

biblioteca así! —dijo. Fischerle nohabía contado con esto.

—¡Mañana le tocará a la otra mitad!—afirmó en tono conminatorio. Kien sesintió atrapado. Dijo eso por darseínfulas, pero en realidad ya habíandesempacado unas dos terceras partesde la biblioteca. ¿Por quién lo tomaríael enano cuando se diera cuenta? A lagente honrada no le gusta pasar porembustera. Mañana pernoctaría en unhotel donde los cuartos fueran menosgrandes. Le alcanzaría paquetes máspequeños, de modo que dos juntoshicieran una pila. Y si Fischerle notaba

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algo raro con la punta de su nariz, lediría simplemente: «No todos tienen lanariz a igual altura. Conmigo aprenderámuchas cosas». Lo incomodó seguirmirando al pequeñín, que parecíaexhausto. Hay que darle un merecidodescanso—. Respeto su cansancio —dijo—, lo que se haga por un libro, bienhecho está. Puede irse a dormir. Mañanaseguiremos. —Lo trató con deferencia,pero como a un sirviente. El trabajo quehabía hecho lo rebajaba a ese rango.

Cuando Fischerle hubo descansadoun poquito en su casa, gritó en direccióna Kien:

—¡Vaya camastros! —Se sentía tan agusto —en su vida había dormido en un

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colchón tan blando— que tuvo que deciralgo.

Como cada noche antes de dormirse,Kien se trasladó a la China. Losextraños acontecimientos de aquel díaguiaron su imaginación por nuevosrumbos. Logró concebir unavulgarización de su ciencia sin sentirseasqueado de inmediato. Intuyó que elenano lo entendía y reconoció laexistencia de naturalezas congeniales. Siuno logra transmitirles algo dehumanidad o de cultura, puede darse porsatisfecho. Todo principio es difícil.Pero tampoco hay que apoyararbitrariedades. El trato cotidiano contanta erudición aumentaría más y más el

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hambre del pequeño. Un buen día losorprenderá cogiendo un libro eintentando leerlo. No debía permitírselo.Será perjudicial para él: echará a perderla escasa inteligencia que posee.¿Cuánto podría absorber el pobre tipo?Había que prepararlo oralmente. Lalectura personal no corre prisa. Pasaríanaños hasta que domine el chino. Peroantes había que familiarizarlo con losexponentes y las ideas del mundocultural chino. Para despertar su interéspor esas cosas, tenía que partir desimples experiencias cotidianas. Bajo eltítulo Mong-Tse y nosotros, podríaescribir un ensayo precioso. ¿Le serviríade algo? Kien recordó que el enano

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acababa de decir algo; no sabía qué era,pero en cualquier caso estaba despierto.

—¿Qué nos dice Mong-Tse? —exclamó en voz alta. Este título lepareció mejor. Se veía en seguida que Mong-Tse era un ser humano. Comoerudito, prefirió no cometer graveserrores.

—¡Digo que las camas sonincómodas! —replicó Fischerle en vozmás alta.

—¿Las camas?—Sí, hay chinches.—¡Qué va! ¡Mejor duerma en vez de

estar bromeando! Mañana tendrá queaprender mucho.

—¿Sabe una cosa? ¡Hoy he

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aprendido ya bastante!—Es lo que usted cree. Y ahora

duérmase; cuento hasta tres…—¡Dormirme yo! Si alguien viene y

nos roba los libros, ¿qué haremos?Prefiero no arriesgarme. ¿Cree quepodré pegar ojo? Tal vez usted, que esun hombre rico. Yo no.

La idea de dormirse asustabarealmente a Fischerle. Era un hombre decostumbres. Dormido, era capaz derobarle a Kien todo el dinero. Cuandosueña, no tiene idea de lo que hace. Unhombre sueña con las cosas que leimportan. Fischerle gozaba revolviendocerros de billetes. Cuando se cansaba derevolverlos, y tenía la total seguridad de

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que ninguno de sus falsos amigotesmerodeaba por ahí, se sentaba encima yjugaba una partida de ajedrez. Ser tanalto tiene sus ventajas. Podía vigilar doscosas a la vez: de lejos, a los quevinieran a robarle, y de cerca, el tablerode ajedrez. Los grandes señores arreglansus negocios de este modo. Con laderecha mueven las piezas, y con laizquierda se limpian los dedos sucios enbilletes de banco. Lo grave es que haydemasiados. Digamos… millones. ¿Quehacer con tantísimos millones? Regalarunos cuantos no estaría mal; pero ¿quiénse atreve? En cuanto ven que unpequeñajo ha ganado algo, esos canallasse lo quitan. Mejor es no darse aires de

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grandeza. Él tiene un capital como parahacerlo, pero no lo dejan. ¿Qué hace ahíencima?, le dicen: ¿Qué puede hacer unpequeñín con sus millones sin tenerdonde guardarlos? Una operación seríalo más sensato. Ofrecerle un millón aalgún famoso cirujano. «Señor», lediría, «quíteme usted la joroba y le daréun millón». Por un millón haría una obrade arte. Una vez operado, le diría:«Estimado señor, lo del millón era falso,pero aquí tiene estos miles». El tipoquizá le agradeciera. Quemarían lajoroba y él podría andar erguido el restode sus días. Pero un hombre inteligenteno hace estupideces. Coge su millón,hace rollos muy pequeños con los

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billetes y se fabrica otra joroba.Después se la pone. Nadie adviertenada. Él sabe que anda erguido; la gentelo cree jorobado. Él sabe que esmillonario; la gente lo cree un pobrediablo. Para dormir se correría lajoroba a la barriga. ¡Dios santo! ¡Qué nodaría por dormir alguna vez sobre suespalda!

De pronto Fischerle se apoya sobresu joroba y le agradece al dolor porarrancarlo de su duermevela. No aguantamás, se dice, puede soñar que el cerrode billetes está al lado y que si lo cogetendrá problemas. ¡Como si no fuerasuyo! La policía está de más. No tienepor qué meterse. Él ganaría

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honestamente esa suma. El tipo del otrocuarto era un idiota; aquí duerme unhombre inteligente. ¿Quién se quedaríaal fin con el dinero?

En vano trató Fischerle deconvencerse. Estaba demasiadoacostumbrado a robar. Si no robabahacía tiempo eran porque en derredor nohay qué robar. Tampoco se arriesga a irmuy lejos porque la policía ya le haechado el ojo. ¡Es tan fácil identificarlo!Y el fanatismo policial no tiene límites.Ya lleva media noche en vela, con losojos abiertos a la fuerza y las manoscruzadas en forma extrañísima. Alejó desí el cerro de dinero y prefirió aceptaruna vez más los puñetazos y las

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palabrotas que recibía en lascomisarías. ¿Qué falta hacía todo eso? Yencima a uno lo despluman; y no vuelvea ver un real. ¡Pero eso no es robar!Cuando los insultos pierden su eficaciay él, con un brazo fuera de la cama, sesiente hasta la coronilla de la policía,recuerda unas partidas de ajedrez. Sonlo bastante interesantes como pararetenerlo en cama, aunque el brazocuelgue fuera, listo a saltar. Juega conmás prudencia que de costumbre,pensando sus jugadas con una lentitudcasi ridícula. Como adversario elige aun campeón mundial. Le va dictando lasjugadas con orgullo. Ligeramentesorprendido por su obediencia, cambia

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al antiguo campeón por uno nuevo; peroéste también le aguanta todo. De hecho,Fischerle está jugando por los dos. Elotro no encuentra mejores solucionesque las que Fischerle le dicta, mueve lacabeza en actitud sumisa y acabarecibiendo una paliza de órdago. Laescena se repite varias veces hasta queFischerle exclama: «¡Me niego a jugarcon un cretino así!», y saca las piernasfuera de la manta. Luego pregunta:«¿Campeón mundial? ¿Dónde está, queno lo veo?».

Para mayor seguridad, se levanta yescudriña el cuarto. En cuanto obtienenel título, esos tipejos prefierenesconderse. No ve a nadie. Sin embargo,

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juraría que un campeón mundial se sentóen su cama y estuvo jugando con él. ¿Nose habrá escondido en el cuarto de allado? Tranquilos, que Fischerle loencontrará. Con toda calma lo buscatambién en la otra pieza, que estabavacía. Abre el armario e introducevelozmente la mano: no hay ajedrecistaque se le escape. Apenas hace ruido almoverse; es comprensible. ¿Perturbar elsueño del larguirucho hombre-libro sólopor abofetear a su adversario? A lomejor ni estaba allí, y él perdía supuesto por un simple capricho. Bajo lacama, su nariz inspecciona cadapulgada. Nunca había estado tantotiempo debajo de una cama; se siente

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como en casa. Al salir a rastras,descubre una americana colgada en unasilla. Entonces piensa en la avidez delos campeones mundiales, a los quetodos les parece poco. Para arrebatarlesel título, hay que poner un cerro debilletes sobre la mesa; seguro que eltipejo iba también tras el dinero y noandaría lejos de la billetera. Quizá aúnno la tenga. Había que salvarla. Un tipoasí es capaz de todo. Mañana no habrádinero y el larguirucho creería que fueFischerle. Pero a él no lo engañan.Estira sus largos brazos hacia labilletera, la saca y se esconde otra vezbajo la cama. Hubiera podido salir deltodo, pero ¿para qué?; el campeón

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mundial es más grande y fuerte que él; lomás seguro es que esté ahí, detrás de lasilla, acechando el dinero, y le dé unmanotón a Fischerle por adelantársele.Pero su hábil maniobra pasóinadvertida. Que el ladrón siga dondeestá. Nadie lo llama. Aunque seríamejor que se largase. ¿Quién lonecesita?

Fischerle lo olvida pronto. En suescondite —muy al fondo, debajo de lacama—, va contando esos billetesnuevecitos; sólo por placer, claro está.Aún recuerda exactamente cuántos eran.No bien termina, vuelve a contarlosdesde el principio. Luego Fischerle semarcha a un país lejano: los Estados

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Unidos. Allí busca al campeón mundial,Capablanca, le dice: «¡Lo he estadobuscando!», deposita su apuesta y juegacon él hasta vencerlo. Al día siguiente,la foto de Fischerle aparece en todos losperiódicos: ha hecho un negocioredondo. En su casa, bajo el CieloIdeal, la chusma no da crédito a susojos; la puta de su mujer empieza aberrear y grita que, de haberlo sabido,lo habría dejado jugar. Las otras le danun par de bofetones: ¡cómo suenan! Eslo que pasa cuando una mujer no semolesta en comprender el juego. Lasmujeres pueden llevar a un hombre a laruina. De haberse quedado en casa,hubiera sido un don nadie. El hombre

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tiene que largarse: ahí está el secreto. Sise acobarda, nunca será campeónmundial. Y no le digan después que losjudíos son cobardes. Los reporteros lepreguntan quién es. Nadie lo conoce. Notiene pinta de americano, y judíos hay entodas partes. Pero ¿de dónde sale estejudío que ha vencido triunfalmente aCapablanca? El primer día deja alpúblico en suspenso. Los periódicosquisieran informar a sus lectores, perono saben nada. Los titulares anuncian: Elenigma del campeón mundial. Lapolicía interviene, por supuesto. Quierellevárselo otra vez. Pero no, no,caballeros, ahora no es tan simple; losbilletes llueven a su paso y la policía se

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honra en liberarlo. Al segundo día hayun centenar de reporteros. Cada uno lepromete, digamos, mil dólares enefectivo si les dice algo. Fischerle noabre la boca. Los periódicos empiezan amentir. ¿Qué otra cosa les queda? Loslectores ya no aguantan. Fischerle seinstala en un hotel enorme, con un bar atodo lujo, como los de esos gigantes delocéano. El camarero quiere presentarlea las mujeres más guapas. Nada deputas, por favor; sólo millonadas que seinteresen por él. El agradececortésmente: más tarde, dice, ahora notiene tiempo. ¿Y por qué no tienetiempo? Porque lee todas las mentirasque sobre él publican los periódicos.

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Eso le ocupa el día entero. No tienecuándo acabar. Todo el tiempo lomolestan. Los fotógrafos le piden «unmomento». «Pero señores, ¡con estajoroba!», les dice. «Campeón mundiales campeón mundial, estimado señorFischerle. La joroba es otro cuento». Yle hacen fotos por la derecha, por laizquierda, por delante y por detrás.«Retóquenlas un poco», sugiere él, «asípublicarán algo bonito en su diario».«Como guste, estimado campeónmundial». Pero, realmente, ¿dónde teníalos ojos?: su foto salía en todas partessin joroba. Se había hecho humo. Ya nola tenía. Sin embargo, su escasa tallaaún lo preocupaba. Llama al camarero y

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le enseña un diario: «¡Qué foto tanmala!, ¿verdad?», pregunta. Y elcamarero le responde: «Well». EnAmérica se habla inglés. Encuentra lafoto estupenda. «Sólo ha salido lacabeza», dice él. Y tiene razón. «Puederetirarse», dice Fischerle y le da ciendólares de propina. Por la foto se diríaun hombre normal. Nadie pensaría queera enano. Va perdiendo el interés porlos artículos. ¿Cómo leer tanto en ingléssi él sólo entiende: «Well?». Más tardese hace traer las últimas ediciones delos diarios y observa sus fotos condetenimiento. En todas ve su cabeza. Lanariz es un poco larga, cierto, pero no esculpa suya. Ya de pequeño le gustaba el

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ajedrez. Pudo haberse dedicado a otracosa: fútbol, natación o boxeo. Pero noera lo suyo. Fue realmente una suerte. Sifuera campeón mundial de boxeo, porejemplo, tendría que salir semidesnudoen los periódicos. Todos se reirían y élno sacaría nada. Al día siguiente, losreporteros ya son mil. «Señores», íesdiría, «estoy muy sorprendido al ver queen todas partes me llaman Fischerle. Minombre es Fischer. Espero querectifiquen el error». Ellos se loprometen. Luego se le arrodillan —¡quépequeños eran todos!— y le suplicanque por fin les diga algo. Los echarán,dicen en coro; perderán su empleo sihoy no logran sacarle algo. ¡Y a mí qué!,

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piensa él, no hay nada gratis. Ya le diocien dólares al camarero; a losreporteros no les dará nada. «¡Hagan suoferta, señores!», exclama en tonoaudaz. «¡Mil dólares!», grita uno.«¡Ridículo!», grita otro, «¡diez mil!». Untercero le coge la mano y murmura:«¡Cien mil, señor Fischer!». Los tiposnadan en dinero. Él se tapa los oídos.Hasta que no lleguen al millón se niega aoírlos. Furiosos, los reporterosempiezan a mesarse unos a otros loscabellos; cada cual ofrece más, todo: ¡lerematan su documentación! Alguien dacinco millones. Silencio absoluto. Nadiese atreve a ofrecer más. El campeónmundial Fischer se destapa las orejas y

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declara: «Les diré una cosa, señores.¿Qué interés puedo tener en arruinarlos?Ninguno. ¿Cuántos son ustedes? Mil.Que cada uno me dé diez mil dólares yles haré una confesión colectiva. Así yosacaré diez millones y ninguno deustedes se arrumará. ¿De acuerdo?».Todos se le echan al cuello; ya es unhombre famoso. Luego se sube a unasilla —no es que le haga falta, no, perolo hace— y les cuenta la verdad pura ysimple. Como campeón mundial cayódel Cielo. Tarda una hora larga enconvencerlos. Su matrimonio fue unfracaso. Su mujer, una Rentista, acabópor descarriarse; era, como dicen en sucasa, el Cielo Ideal, una puta. Quería

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que él le aceptara dinero. Y él no sabíaqué hacer. Si no se lo aceptaba, le dijoella, lo mataría. Tuvo que hacerlo. Sesometió al chantaje y le fue guardandodinero. Aguantó ese juego durante veinteaños, pero al final se hartó. Un día leexigió categóricamente que no siguiera;si no, se haría campeón mundial deajedrez. Ella lloró, pero siguió en lasmismas. Estaba demasiadoacostumbrada a no hacer nada, a losvestidos bonitos y a los caballerospulcros y bien afeitados. Lo sintió porella, pero un hombre cumple su palabra.Voló directamente del Cielo a losEstados Unidos, liquidó a Capablanca yahí estaba. Los reporteros deliran. El

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también. Fundará una Instituciónbenéfica y otorgará una subvención atodos los bares del mundo. A cambio,sus dueños se comprometerán, bajojuramento, a pegar en las paredes, comocarteles, todas las partidas que jugase elcampeón mundial. Estropear esoscarteles estará prohibido por la policía.Cada cual deberá ir y convencerse porsí mismo de que el campeón mundialjuega mejor que el interesado. Si no,podría presentarse un impostor —algúnenano o cualquier otro tullido— yafirmar que él jugaba mejor. A nadie sele ocurriría controlarle las jugadas altullido. Son capaces de creerle sóloporque miente bien. Pero había que

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acabar con esa gente. De cada paredcolgaría ahora un cartel. Cuando elimpostor hiciera una jugada falsa, todosmirarían el cartel y, ¿quién seavergonzaría en lo más hondo de suhorrible joroba? ¡El impostor! Además,el dueño del bar se comprometía a darleun par de bofetones por haber insultadoal campeón. ¡Que lo desafíe, si tienedinero! Fischer invertirá un millón enesta obra benéfica. Tacaño no era. A sumujer le mandaría otro millón para quecambie de vida. Pero ella, a cambio, secomprometería por escrito a no ir nuncaa América y a no hablar más de susantiguos líos con la policía. Fischer secasará después con una millonaria. De

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este modo recuperará las pérdidas. Semandará hacer trajes nuevos donde unsastre de primera, para que su mujer nonote nada. Luego se construirá unpalacio gigantesco con torres, caballos,alfiles y peones de verdad, como debeser. Los criados irían de librea; entreinta enormes salones, Fischer jugarádía y noche treinta partidas simultáneascon piezas de carne y hueso, todas a sudisposición. Con sólo mover un dedo,sus esclavos se desplazarían adonde élquiera. Sus rivales llegarán de todos lospaíses: pobres diablos que quierenaprender algo a su lado. Algunos hastavenden zapatos y americana paracostearse el largo viaje. Él se muestra

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hospitalario y les ofrece un menúcompleto: sopa, budín, dos guarnicionescon la carne, y, a veces, asado en vez defricando. Todos pueden dejarse ganaruna vez por él. Nada les pide a cambiode su hospitalidad. Tan sólo que, antesde marcharse, inscriban su nombre en ellibro de visitantes y confirmenexpresamente que él, Fischer, es elcampeón mundial. Así defenderá sutítulo. Entretanto, su nueva mujer saldráa pasear en coche. Él la acompañará unavez por semana. Tras apagar todas lasluces del palacio —sólo en luz se gastaun dineral— dejaría un letrero en elportón: «Vuelvo en seguida. Fischer:campeón mundial». No se queda ni dos

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horas fuera, pero los visitantes ya hacencola, como en la guerra. «¿Aquí quévenden?», pregunta un transeúnte.«¿Cómo, no lo sabe? ¿Es ustedextranjero?». Y, por piedad, le dicenquién vive ahí. Para que entienda bien,se lo dicen primero uno a uno y despuéstodos juntos, en coro: «Fischer, elcampeón mundial de ajedrez, repartelimosnas». El extranjero se queda sinhabla y sólo la recupera al cabo de unahora. «¿Así que hoy día recibe?». Lapregunta que esperaban los nativos.«Precisamente hoy no recibe. Si no,habría mucha más gente». Y se preguntantodos a la vez: «¿Dónde estará? ¡Elpalacio está sin luces!». «Dando una

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vuelta en coche, con su esposa. Es lasegunda. La primera fue una simpleRentista. La segunda es millonaria. Elcoche es de él. No es un taxi. Se lomandó hacer ex profeso». Lo que dicenes la pura verdad. Hecho a su medida, elcoche le iba de maravilla. Para suesposa era un poco justo: tenía que irsiempre encogida. Pero así pueden irjuntos. Ella también tiene coche. Pero élnunca lo usa: le resulta demasiadogrande. El suyo le costó más. Hubo quefabricarlo expresamente. Para él escomo estar bajo la cama. Mirar afueraes aburrido. Cierra bien los ojos. Nadase mueve. Estar bajo la cama es comoestar en casa. Desde arriba le llega la

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voz de su mujer. Está harto de ella, ¿quépuede interesarle? De ajedrez no tieneidea. El tipo también ha hablado. ¿Noserá un ajedrecista? Se le ve lainteligencia. ¡Esperar, esperar, esperar!¿De qué le sirve esperar? El hombrehabla un alemán literario; será unprofesional, algún campeóndesconocido. Esos tipos tienen miedo deque los reconozcan. Son como los reyes,que ven a sus mujeres de incógnito. ¡Esun campeón mundial, no un campeóncualquiera! Tiene que jugar con él. Yano da más. La cabeza le estalla debuenas jugadas. ¡Lo hará polvo en unsegundo!

Furtivo y silencioso, Fischerle sale

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gateando de debajo de la cama y seyergue sobre sus torcidas piernas. Comose le habían dormido, vacila y se aferraal borde de la cama. La mujer habíadesaparecido. Tanto mejor, así estaránmás tranquilos. Un cliente muy altoyacía solo en la cama. Parecía dormido.Fischerle le da unas palmaditas en elhombro y le pregunta en voz alta:«¿Juega usted al ajedrez?». El clienteduerme de verdad. Hay que sacudirlo.Fischerle iba a asirlo con ambas manospor el hombro, cuando advierte algo ensu mano izquierda: un paquetito. Teestorbará, Fischerle, ¡tíralo! Se sacudeel brazo izquierdo, pero la mano nosuelta el paquetito. «¿Me quieres decir

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qué significa todo esto?», grita. La manono cede. Se aferra al paquetito como auna reina recién tomada. Lo mira más decerca: el paquete es un fajo de billetes.¿Por qué tirarlos? Le pueden hacer falta;él es un pobre diablo. Quizá sean delhuésped, que aún sigue durmiendo. No,son de Fischerle, porque él esmillonario. ¿Cómo llegaría ahí esehuésped? Sin duda un extranjero. Querrájugar con él. Deberían leer antes elletrero del portón. No lo dejan ni pasearen coche. El extranjero le parececonocido. Una visita del Cielo. Noestaría mal. ¡Pero si es el gremio delibreros! ¿Qué hace aquí el gremio delibreros? ¿Gremio de libreros? Una vez

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fue su sirviente. Tenía que estirar papelde embalaje sobre el suelo y después…

Fischerle se encorva aún más derisa. Al reír se despierta del todo. Estáen un cuarto de hotel; debiera dormir enla otra pieza; le ha robado el dinero.¡Rápido, largo con él! Rumbo aAmérica. Da dos o tres pasitos endirección a la puerta. ¿Cómo pudo reírsetan fuerte? ¿No habrá despertado algremio de libreros? Se desliza otra vezhasta la cama y verifica si está dormido.El tipo lo denunciaría. No estaba tanloco como para no denunciarlo. Vuelvea dar los mismos pasos en dirección a lapuerta, esta vez más lentamente. ¿Cómoescaparse del hotel? El cuarto está en el

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tercer piso. Tendrá que despertar alportero. Y al día siguiente, la policía leecharía el guante antes de que cogiera eltren. ¿Por qué le echaría el guante? ¡Porsu joroba! Asqueado, se la palpa con suslargos dedazos. No quiere que lo metanen chirona. Esos cerdos le quitaban suajedrez. Él tiene que agarrar las piezaspara que el juego lo divierta, y ellos loobligan a jugar mentalmente. No hayquien los aguante. Querría hacer fortuna.Podría matar al gremio de libreros, peroun judío no hace esas cosas. ¿Con qué lomataría? Podría obligarlo bajojuramento a que no lo denuncie. «¡Tupalabra o te mato!», le diría. Seguro queel tipo era un cobarde. Le da su palabra.

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Pero ¿puede uno fiarse de semejanteidiota? Cualquiera lo manipula a suantojo. Así como así no romperá supalabra: la romperá de puro idiota. ¡Quéabsurdo! ¡Fischerle con tanta pasta en lamano! ¡Adiós América! No, seescaparía. Y ellos lo pescarán. Si no lopescan, se hará campeón mundial enAmérica. Si lo pescan, se ahorcará.¡Vaya gusto! ¡Qué diablos…! No podráhacerlo. No tiene cuello. Una vez secolgó de una pierna, pero le cortaron lacuerda. No se colgará de la otra pierna,¡no!

Entre la cama y la puerta se torturaFischerle buscando una solución. Sumala suerte lo desespera. Querría llorar

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a gritos, pero no puede: despertaría alotro. Tal vez pasen semanas antes de quela ocasión se repita. Semanas,semanas… ¡hace ya veinte años queespera! Está con un pie en América y elotro en una cuerda. ¡Hay que saber quése hace! El pie en América avanza unpaso y el pie colgado retrocede otro.¡Qué juego tan sucio! Golpea duro a sujoroba, sosteniendo el dinero entre laspiernas. La joroba es la culpable detodo. ¡Que le duela! Se lo merece. Si nole pega, se pondrá a berrear. Y si berrea,¡adiós América!

A medio camino entre la cama y lapuerta, Fischerle flagela su joroba sinmover los pies del sido. Alza

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alternativamente ambos brazos como sifueran látigos y, por encima de loshombros, lanza sobre ella cinco tiras dedoble nudo: sus dedos. La jorobaaguanta en silencio. Altiva en su dureza,se yergue como un monte implacableentre los promontorios de los hombros.Podría gritarle: ¡basta!, pero se calla.Fischerle toma impulso. Ve que lajoroba aguanta y prepara una tortura máslarga. Lo que importa no es su rabia,sino que los golpes duelan. Aunquelargos, sus brazos le parecen demasiadocortos. Los usa como son. Los golpes sesuceden regularmente. Fischerleempieza a jadear. Necesita música. Enel Cielo había un piano y él mismo se

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acompañaba. El aliento se le acaba, y sepone a cantar. La excitación vuelve suvoz aguda y estridente. «¡A ver siaprendes! ¡A ver si aprendes!». Vapuleaa la bestia hasta cubrirla de hematomas.¡Quéjate y verás! Antes de cada golpe,piensa: «¡Baja ya, carroña!». Pero lacarroña no se mueve. Fischerle estábañado en sudor. Los brazos le duelen;siente los dedos blandos y sin fuerza.Pero nada: persevera, es muy paciente,jura, la joroba está en las últimas. Depuro hipócrita se hace la fuerte. Él laconoce. Quiere verla. Por poco sedesnuca al intentar reírse de sus muecas.¿Cómo? ¡Se esconde! ¡Cobarde, fetoinmundo! ¡Un cuchillo, un cuchillo! ¡La

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atravesaré, un cuchillo! Fischerle echaespuma por la boca. Gruesas lágrimasresbalan de sus ojos: llora porque notiene un cuchillo; llora porque el feto nole habla. Los brazos le flaquean. Sedesploma como un saco vacío. Seacabó; piensa ahorcarse. El dinero caeal suelo.

De pronto Fischerle da un salto yruge:

—¡Jaque mate!Kien soñó la mayor parte del tiempo

con libros que se caían y que élintentaba retener con su cuerpo. Se viodelgado como un alfiler: una cascada delibros se precipita a ambos lados. Depronto, él también se tira al suelo y

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despierta.—¿Dónde están? —gime—, ¿dónde

están?Fischerle le ha dado el mate al feto

inmundo; recoge el fajo de billetes, seacerca a la cama y dice:

—¿Sabe una cosa? ¡Ha estado ustedde suerte!

—¡Los libros! ¡Los libros! —gimeKien.

—Todo salvado. Aquí está elcapital. En mí tiene usted un tesoro.

—¡A salvo!… soñé que…—¿Soñando? ¡A mí me han molido

agolpes!—¿De modo que entró alguien? —

Kien dio un salto—. ¡Hay que revisar

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los libros ahora mismo!—No se desespere. Lo oí en

seguida, antes de que cruzara el umbral.Me deslicé a este cuarto y me metí bajosu cama para ver qué hacía. ¿Qué creeusted que buscaba? ¡Dinero! Cuandoestiró la mano, lo apresé. Me golpeó, yyo a él. Me pidió perdón: ¡yo noperdono! Quería irse a América, no losolté. ¿Cree usted que tocó un sololibro? ¡Ni uno! Parecía inteligente,aunque era más bien bruto. En su vida sehubiera ido a América. ¿Sabe adóndehubiera ido? Entre nosotros: a lacomisaría. Al final se largó.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntóKien. Quería agradecerle al hombrecito

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su vigilancia. El ladrón no le importabamucho.

—¿Cómo le diría? Un jorobadocomo yo. Juraría que era buenajedrecista. Un pobre diablo.

—Dejémoslo ir —dijo Kienechándole una mirada, según él,afectuosa, al enano. Y los dos volvierona sus camas.

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La gran piedad

El Monte de Piedad lleva, enmemoria de una princesa pía yhacendosa que recibía a los mendigosuna vez al año, el acertado nombre deTheresianum. Ya por entonces seprivaba a los mendigos de lo último queposeían: la codiciada porción de Amorque Cristo les legara dos mil años antes,y el polvo que cubría sus pies. Mientrasla princesa los lavaba, se enorgullecíade su apelativo de cristiana, que cadaaño venía a añadirse a sus innumerablestítulos. Como un corazón auténticamenteprincipesco, el Monte de Piedad alza

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sus muros gruesos y espléndidos, bienprotegidos del mundo exterior, y seufana de sus diferentes pisos. Concedeaudiencia a ciertas horas, recibiendo depreferencia a mendigos o gentedispuesta a serlo. Los visitantes searrojan a sus pies y, como en los viejostiempos, le entregan sus diezmos. Locual no es más que un decir; pues lo quepara el corazón principesco es unamillonésima parte, para el mendigo esuna fortuna. El principesco corazónacepta todo; es ancho y espacioso,encierra miles de cámaras y un númeroigual de necesidades. Al mendigotembloroso se le permite graciosamentelevantarse y se le entrega, a cambio, un

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regalito: limosna en efectivo. Exultantede felicidad, el individuo abandona atoda prisa el establecimiento: En cuantoa la costumbre de lavar los pies,digamos que cayó en desuso desde quela princesa sólo existe como institución.Pero en cambio se ha impuesto otracostumbre: los mendigos pagan interéspor sus limosnas. Los últimos serán losprimeros; por eso su tipo de interés es elmás alto. Un particular que exigiera elmismo tipo de interés sería enjuiciadopor usura. Con los mendigos se hace unaexcepción; después de todo, sólomanejan sumas miserables. Es innegableque los pobres tipos se alegran de latransacción. Acuden en tropel hasta las

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ventanillas y se desesperan por pagar loantes posible una cuarta parte de lalimosna que les es reclamada. Quiennada tiene, da con gusto. Pero no faltanunos cuantos avarientos que se niegan apagar limosna e intereses y prefierenrenunciar a sus prendas que abrir elbolso. Aducen no tener ninguno. Peroincluso a éstos se les permite la entrada.Al enorme y bondadoso corazón,perdido en el torbellino de la granciudad, le falta tiempo para controlar lasolidez de esos mendaces bolsos.Renuncia a las limosnas e intereses y seconforma con prendas cinco o diezveces más valiosas. De real en real haido amasando una fortuna. Los mendigos

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le llevan sus guiñapos; el corazón vistede seda y terciopelo. Tiene a su servicioun regimiento de empleados fieles, quecobran y administran hasta conseguir laansiada jubilación. Como lealesvasallos de su señoría, todo lo cotizanbajísimo. Su obligación es prodigarmenosprecio. Cuanto más reduzcan laslimosnas, más gente será feliz. Elcorazón es grande, pero no infinito. Devez en cuando distribuye sus riquezas aprecios irrisorios para dar cabida anuevos regalitos. Los céntimos de losmendigos son tan inagotables como suamor por la inmortal emperatriz. Cuandolos negocios se paralizan en todo elpaís, ahí siguen funcionando. Los

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objetos robados —como cabría esperaren interés de una circulación más intensade mercaderías— no son negociablessino en casos muy raros.

Entre las cámaras de tasación ytransacción de esta gran damamisericordiosa, las destinadas a joyas,oro y platería ocupan un puesto dehonor, no lejos de la entrada principal.Ahí el terreno es más seguro. Losdiversos pisos se van distribuyendosegún el valor de los objetospignorados. Arriba, muy por encima delos abrigos, zapatos y sellos de correos,en el sexto y último piso, se encuentranlos libros. Son guardados en unadependencia auxiliar, a la que se accede

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por una escalera ordinaria, similar a lade cualquier casa de vecinos. ¡Ni rastrosde la principesca suntuosidad deledificio central! El opulento corazón ledeja poco espacio al cerebro. Uno sequeda abajo, pensando, y se avergüenzade los bárbaros que traen aquí sus librospor afán de lucro; de la escalera, que noes tan limpia como su función loexigiría; de los empleados, que recibenlibros en vez de leerlos; de esoscuartuchos bajo el tejado, expuestos acualquier incendio; de un Estado que noprohíbe sin más trámite empeñar libros,y de una humanidad que, desde queimprimir le resulta tan fácil, ha olvidadopor completo el carácter sagrado de

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cada letra impresa. Uno se pregunta porqué las transacciones con joyas y esasbagatelas no se efectúan en el sextopiso, y los libros no vienen a ocupar supuesto en los bellísimos salones de laplanta baja, ya que subsanarradicalmente esta ofensa a la culturaparece inconcebible. En caso deincendio se podrían tirar las joyas a lacalle. Están muy bien envueltas,demasiado bien para ser simplesminerales. Las piedras no se hacendaño. En cambio, los libros que caigan ala calle desde un sexto piso llegarán,para cualquier alma sensible, muertos.¡Imaginemos el remordimiento de losempleados! Las llamas se propagan.

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Ellos permanecen en sus puestos, perono pueden hacer nada. La escalera sederrumba. Tienen que decidirse entre elincendio o la caída. No se ponen deacuerdo. Lo que uno ya está a punto detirar por la ventana, otro se lo arranca ylo arroja a las llamas. «¡Más valequemado que desfigurado!», y lanza todosu desprecio a la cara del colega. Éste,en cambio, espera que abajo tiendanredes para atrapar ilesas a las pobrescriaturas. «¿Soportarán el cambiobrusco de presión?», le silba casi a suenemigo. «¿Y dónde están sus redes, sime permite?». «Los bomberos lastenderán en seguida». «De momento sóloescucho el estallido de los cuerpos

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sobre el pavimento». «¡Por amor deDios, cállese!». «¡Pues entonces alfuego! ¡Rápido!». «No puedo». No logradecidirse; se había hecho hombre entreellos. Es como una madre que arroja asu hijito por la ventana: alguien loatraparía, mientras que en el fuegoperecería. El partidario del fuego tienemás carácter; el otro más corazón. Losdos son encomiables, los dos cumplencon su deber hasta el final, los dosperecerán en el incendio, pero ¿de quéles servirá a los libros?

Kien llevaba una hora reclinado enla barandilla, muerto de vergüenza. Leparecía haber vivido en vano. Conocíael aborrecible trato que la humanidad

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suele reservar a los libros. Habíaasistido a numerosas subastas, e inclusoles debía algunos ejemplares raros quenunca hubiera encontrado en librerías deviejo. Aceptaba cuanto pudieraenriquecer sus conocimientos. Pero esassubastas habían dejado más de unahuella dolorosa en su corazón. Nuncaolvidaría una magnífica edición de laBiblia de Lutero que los comerciantesde Nueva York, París y Londres sedisputaron como buitres, y que al finalresultó ser falsa. La decepción de esosfarsantes que pujaban lo tenía sincuidado, pero que la estafa se extendieraincluso a estos dominios le parecíaincomprensible. Se le partía el corazón

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al ver cómo trataban a esos libros antesde la compra, examinándolos oabriéndolos y cerrándolos de golpecomo si se tratara de esclavos. Esosgritos, pujas y sobrepujas en boca deindividuos que en su vida no habíanleído ni mil libros le parecía unainsolencia sin límites. Siempre que pornecesidad recaía en el infierno de algunasubasta, le daban ganas de llegar conunos cien mercenarios bien armados yhacerle dar mil azotes a cadacomerciante y quinientos a cadaaficionado, aparte de confiscar, comomedida de protección, los librossubastados. Pero ¿qué eran esasexperiencias frente al degradante

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espectáculo del Monte de Piedad? Losdedos de Kien se enredaron en losornamentos, tan sofisticados comoinsípidos, de la barandilla de hierro.Tiraron de ella con la secreta esperanzade dar en tierra con todo el edificio. Eloprobio de aquel culto idolátrico looprimía. Estaba dispuesto a morirsepultado bajo los seis pisos con unasola condición: que jamás fuesenreconstruidos. Pero ¿puede uno confiaren la palabra de un bárbaro? Renunció auna de las intenciones que lo habíanconducido hasta aquel antro: visitar lasdependencias superiores.

La realidad había superado suspeores expectativas. La dependencia

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auxiliar era aún más insignificante de loque decían. El ancho de la escalera, quesu guía calculaba en un metro cincuentaaproximadamente, sería a lo sumo de105 centímetros. La gente desinteresadasuele equivocarse al hacer cálculos. Elpolvo debía de tener ya veinte días y nodos. La campanilla del ascensor nofuncionaba. La puerta vidriera que dabaacceso a la dependencia, estaba malengrasada. Una mano inexperta habíapintado, con una tinta horrible y en uncartón miserable, el letrero que indicabala sección librería. Debajo de él habíaotro, cuidadosamente impreso, quedecía: SELLOS DE CORREOS EN ELPRIMER PISO. Una ventana enorme

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daba a un patio minúsculo. El color deltecho era indefinible. En pleno día eraposible imaginar lo macilenta que seríala iluminación vespertina, encomendadaa una sola bombilla. Kien se habíaconvencido de todo estoconcienzudamente. Pero la idea de pisaresos peldaños lo asustaba. Nosoportaría el terrible espectáculo dearriba. Su salud estaba quebrantada, ytemía que le diera un infarto. Sabía quetoda vida tiene un fin, pero mientrassintiera su amada y dulce carga tenía quecuidarse. Inclinó su pesada cabeza sobrela barandilla y sintió vergüenza.

Fischerle lo miraba orgulloso. Sehallaba a pocos pasos de su amigo. El

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Monte de Piedad le era tan familiarcomo el Cielo. Quería desempeñar unacigarrera de plata que jamás había visto,y cuya papeleta de empeño se la habíaganado a un ladrón al que venció enajedrez más de veinte veces. Todavía lallevaba bien guardada en su bolsillocuando entró al servicio de Kien. Serumoreaba que era una cigarrera nueva ymuy pesada: artículo de primera. En elTheresianum, Fischerle había logradoya, miles de veces, revender papeletasde empeño a gente interesada. Tambiénhabía visto rescatar tesoros, tantopropios como ajenos. Aparte de susueño dorado —el título de campeónmundial de ajedrez— acariciaba otro

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menos importante: desempeñar algunaprenda que le perteneciera, poner ante lafría mirada del empleado el importetotal, con los intereses, esperar como lademás gente frente a la ventanilla deentrega e inspeccionar la prenda como sila hubiese tenido todo el tiempo bajo sunariz y sus ojos. Era evidente que, nosiendo fumador, de nada iba a servirle lacigarrera; pero al ver que una de susansiadas oportunidades había llegado, lepidió a Kien una hora de permiso.Aunque le explicó de qué se trataba,Kien se la negó de forma rotunda. Tenía,le dijo, plena confianza en él, perodesde que lo ayudaba a cargar conmedia biblioteca no pensaba perderlo de

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vista un solo instante. Los sabios de máscarácter se volvían criminales por amora sus libros. ¿Cuál no sería, pues, latentación de un hombre inteligente yávido de instruirse, al sentir por vezprimera el fascinante peso de los libros?

La repartición de la carga se produjode este modo: cuando, a la mañanasiguiente, Fischerle se puso aempaquetar los libros, Kien no pudocomprender cómo había cargado hastaentonces con todo eso. La prolijidad desu criado lo hizo pensar en los peligrosque corría. Antes se levantaba tempranoy salía de su cuarto ya cargado. Nuncase le ocurrió preguntarse cómo loslibros que apilara la noche anterior en el

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suelo, habían vuelto a metérsele en lacabeza. Se sentía lleno y partía. Pero lascosas cambiaron con la llegada deFischerle. La mañana que siguió alfrustrado robo se acercó, como sianduviera sobre zancos, a la cama deKien, lo instó a tener mucho cuidado allevantarse y preguntó si ya podíacomenzar a empaquetar. Como era sucostumbre, no esperó la respuesta ylevantó ágilmente la pila más cercana,acercándola a la cabeza de Kien, queaún estaba en la cama.

—¡Ya entraron! —dijo. MientrasKien se lavaba y se vestía, elpequeñuelo, a quien el aseo leimportaba poco, prosiguió su trabajo

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tenazmente. En media hora habíaliquidado el primer cuarto. Kienprolongó adrede su toilette. Trató derecordar cómo resolvía antes lo delembalaje, pero le fue imposible. ¡Quéextraño! Se estaba volviendoolvidadizo. Mientras sólo se tratase denimiedades como ésa, no se preocupabamucho. En todo caso, había queobservar si su falta de memoria seextendía también a la esfera científica.Sería horroroso. Su memoria era tenidapor un don divino, un verdaderofenómeno; ya en sus épocas de colegial,varios psicólogos famosos habíanexplorado sus capacidadesmnemotécnicas. En un minuto memorizó

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el numero hasta el sexagesimoquintodecimal. Todos y cada uno de losrespetables eruditos sacudieron lacabeza. La suya, ahora, tal vez estabaexcesivamente recargada. Bastaba converlo: iba metiendo pila tras pila ypaquete tras paquete, sin darle ningúnrespiro al pobre cráneo. Sólo una vez setiene cabeza, sólo una vez puededesarrollarse hasta alcanzar un grado talde perfección; lo que uno destruya en suinterior, se pierde para siempre. Lanzóun hondo suspiro y dijo:

—¡Usted sí que lo tiene fácil, miquerido Fischerle!

—¿Sabe una cosa? —El hombrecitocomprendió en seguida la alusión— yo

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cargaré con los del otro cuarto.Fischerle también tiene cabeza. ¿O no leparece?

—Sí, pero…—No hay pero que valga… ¿sabe

una cosa? ¡Me siento ofendido! —Traslargas vacilaciones, Kien le dio suconsentimiento. El enano tuvo que jurarpor la vida de la «inteligencia» quejamás había robado algo. Protestóademás por su inocencia y repitió variasveces—: ¡Pero señor! ¿Quién va a robarcon semejante joroba?

Por un momento pensó Kien pedirleuna fianza. Pero como ni la mayor fianzadel mundo hubiera compensado su«inclinación» por los libros, renunció a

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esta idea. Añadió, sin embargo:—Seguro que es usted un buen

corredor.Fischerle entrevió la trampa y

replicó:—¿Qué ganaría mintiéndole?

Cuando usted da un paso, yo doy medio.En el colegio siempre fui el peorcorredor. —Pensó en el nombre de uncolegio, por si Kien le preguntaba; enrealidad, nunca había ido al colegio.Pero a Kien lo trabajaban pensamientosde más peso: estaba a punto de dar laprueba de confianza más grande de suvida.

—¡Le creo! —dijo simplemente,Fischerle dio un salto de alegría.

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—Ya ve, lo que yo decía. —El pactodel libro estaba hecho. Como criado, elpequeñuelo se encargó de la mitadmenos pesada. Por la calle iba delantede Kien, a no más de dos pasitos dedistancia. La joroba, que pese a todoexistía, aminoraba el efecto de lainclinación corporal elegidaexpresamente por su dueño. Pero el pasoarrastrado era elocuentísimo. Kien sesintió aliviado. Con la cabeza erguida,seguía a su hombre de confianza sinmirar a ningún otro lado. Tenía los ojosfijos en la joroba que, como la de uncamello, se bamboleaba rítmicamente,aunque con menos lentitud. De vez encuando estiraba los brazos para ver si,

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con la punta de sus dedos, podía aúntocarla. Cuando no llegaba, aceleraba elpaso. Había ideado un plan para evitarcualquier intento de fuga. Con puñofirme asiría la joroba y se abalanzaríasobre el criminal cuan largo era,teniendo, eso sí, cuidado de no herirloen la cabeza. Si la prueba del brazoestirado funcionaba, y no le hacía faltaacelerar ni aminorar el paso, lo invadíaesa exquisita sensación de cosquilleosólo conocida por quienes se dan el lujode tener confianza tras haberseasegurado contra toda decepción.

Así dejó pasar dos días, con elpretexto de reponerse de las pejiguerassufridas, prevenir las futuras y hacer una

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última incursión por la ciudad, en buscade librerías no exploradas. Sus ideasvolvían a circular, aliviadas y contentas,mientras él seguía paso a paso larecuperación de su memoria. Lasprimeras vacaciones que, por voluntadpropia, se tomaba desde sus años deestudiante, transcurrían junto a unacriatura fiel, un amigo que apreciaba elvalor de la inteligencia —como él solíadesignar a la cultura— sin serinoportuno; que aunque llevara consigouna notable biblioteca, no abría uno solode los libros que ardía en deseos deleer; un ser deforme y, según confesiónpropia, muy mal corredor, pero con lafuerza y tenacidad suficientes para

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soportar toda esa carga. Kien se sintiócasi tentado de creer en la felicidad,aquel despreciable objetivo vital de losanalfabetos. Si llega por sí sola, sin quela persigamos, si no la retenemos por lafuerza y más bien la tratamos con ciertacondescendencia, podremos tolerarla anuestro lado un par de días.

Al comenzar el tercer día defelicidad, Fischerle pidió una hora libre.Kien alzó una mano para golpearse lafrente. En otras circunstancias lo hubierahecho. Pero como conocía a los sereshumanos, decidió callarse ydesenmascarar, si es que existían, lostraidores proyectos del enano. Lahistoria de la cigarrera de plata

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pareciole una burda patraña. Tras habermanifestado su rechazo, en forma muyvelada al principio, luego cada vez mássimple y airada, dijo de pronto:

—¡Muy bien! ¡Lo acompañaré! —Este enano miserable tendrá queconfesar su vil designio. Iría con élhasta la ventanilla y miraría la supuestapapeleta de empeño y la supuestacigarrera. Como éstas no existían, elmuy granuja se le echará a los pies, ahí,ante todo el mundo, y le pedirá perdóncon lágrimas en los ojos. Fischerle notóel recelo de su amo y se sintióprofundamente ofendido. El tipo lo creíaloco; como si él fuera a robar libros, y¡qué libros! Porque quiere irse a

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América y trabaja como un negro parapagarse el pasaje, lo trata como a unhombre sin inteligencia.

En el camino, le contó a Kien cómoera el Monte de Piedad por dentro. Ledescribió el imponente edificio contodas sus dependencias, desde el sótanohasta el desván. Al final, reprimió unleve suspiro y dijo:

—Mejor no hablemos de los libros.—La curiosidad devoraba a Kien.Acribilló a preguntas al enano, que semostraba muy reticente, hasta que learrancó entera y sin tapujos, la horribleverdad. Le creyó, porque los hombresson capaces de cualquier infamia; perotambién dudó, porque el hombrecito le

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resultaba odioso aquel día. Fischerle,que halló tonos de veracidadinconfundible, le contó de qué manerarecibían los libros: un Cerdo los tasaba,un Perro extendía la papeleta de empeñoy una Mujer los envolvía en un trapoinmundo, sobre el cual pegaba unnúmero. Un viejo decrépito, que se caíatodo el tiempo, se los llevaba luego aotra pieza. A uno se le parte el corazónde sólo verlo. Dan ganas de quedarse unrato más ante la ventanilla hasta tenerlos ojos secos —pues uno se avergüenzade salir a la calle con los ojos rojos—,pero el Cerdo gruñe: «Esto es todo», lopone a usted en la puerta y cierra laventanilla de golpe. Hay personas tan

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sensibles que ni aun así logran irse. Peroel Perro empieza a ladrar y todoscorren, porque el tío muerde.

—¡Pero esto es inhumano! —espetóKien, que había alcanzado al enanodurante su relato. Caminó un rato a sulado, con el corazón en la boca, y sedetuvo justo en medio de una calle queestaban cruzando:

—¡Así como lo oye! —afirmóFischerle con voz lacrimosa. Recordó labofetada que le propinó en ciertaocasión el Perro: él se había pasado unasemana entera, día tras día, mendigandoun viejo libro de ajedrez. El Cerdo, allado, rebosaba de felicidad y degordura.

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Fischerle no dijo una palabra más.Se sintió suficientemente vengado. Kientambién callaba. Cuando llegaron a sumeta, la cigarrera ya no le importabanada. Vio cómo Fischerle ladesempeñaba y la frotaba repetidasveces contra su americana.

—No la reconozco. ¡No sé quédiablo hacen con las cosas! «Cosas».¿Cómo saber si es la mía? «Mía». ¿Sabeuna cosa? Los denunciaré. Son una tandade ladrones. ¡No pienso callarme! ¿O nosoy un ser humano? ¡Un pobre diablotambién tiene sus derechos! —Seacaloró tanto al hablar que lospresentes, que hasta entonces sólohabían admirado su joroba, prestaron

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atención a sus palabras. Toda esa gente,que de algún modo se sentía ahíestafada, tomó partido por el jorobadito—menos aventajado que ellos pornaturaleza— aunque no creyese en lo delcambio de prendas. Fischerle suscitó unmurmullo general de aprobación; nodaba crédito a sus oídos: ¡Lo estabanescuchando! El murmullo iba enaumento; él siguió hablando, casi gritade satisfacción. De pronto, un señorgordo gruñó a su lado:

—¡Pues vaya de una vez y quéjese!Fischerle volvió a frotar la cigarrera

un par de veces, la abrió y graznó:—¡Vaya, vaya! ¿Sabe una cosa? ¡Es

la misma! —Le perdonaron la decepción

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que tan irreflexivamente habíaprovocado. Era la misma cigarrera.Después de todo, no iban a estafar a unpobre jorobado. A cualquier otro lehubiera ido menos bien. Cuando salían,Kien le preguntó:

—¿Por qué hicieron tanto ruido? —Fischerle tuvo que recordarle el motivopor el que habían ido. Le enseñó lacigarrera varias veces, hasta que Kien lavio. La atenuación de una sospecha que,desde las últimas informaciones, ya nole pesaba tanto, causole una impresiónmuy moderada—. ¡Ahora lléveme a esesitio! —le ordenó.

Llevaba una hora larga acumulandovergüenza. ¿Adónde irá a parar el

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mundo? Estamos, sin duda, en vísperasde una catástrofe. El supersticiosotiembla ante el año mil y los cometas. Elsabio —al que en la antigua Indiaveneraban como a un santo— manda aldiablo todos los cometas y las cábalasnuméricas, y declara: nuestra lentaperdición es esa falta de piedad que hainfectado a los hombres: ¡este venenonos está matando a todos! ¡Pobresgeneraciones futuras! Están perdidas;heredarán de nosotros un millón demártires y los instrumentos de torturapara liquidar a otro millón. No haygobierno que aguante tantos santos. Encada ciudad construirán palaciosinquisitoriales de seis pisos, como éste.

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¿Quién sabe si los americanos noelevarán sus Montes de Piedad hasta elcielo? Los prisioneros, que aguardandurante años su muerte por el fuego,languidecerán allá en el piso treinta.¡Qué ironía tan cruel la de esasprisiones aéreas! ¿Ayudar en vez delamentarse? ¿Hechos en vez delágrimas? ¿Cómo llegar hasta ellas?¿Cómo saber dónde están ubicadas?Avanzamos a ciegas por la vida. ¿Quévemos de toda la espantosa miseria quenos rodea? ¿Cuándo hubiera éldescubierto esa vergüenza, aqueloprobio indignante, brutal y aniquilador,si un enano bien intencionado, al queconoció por casualidad, no le hubiera

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hablado de él, temblando de vergüenza ycomo desde una pesadilla, abrumadobajo el peso de sus horribles palabras?Debería servirnos de ejemplo. Jamás lehabía hablado a nadie del asunto.Sentado en su guarida maloliente,guardaba el secreto; incluso ante eltablero de ajedrez, pensaba en la visióndantesca, grabada para siempre en sumemoria. Sufría en vez de hablar. Algúndía llegará el gran ajuste de cuentas,decíase a sí mismo. Y esperaba,observando día a día a cuanto bicho raroentrara en su establecimiento; se moríapor hallar a un hombre, un corazón,alguien que viera, oyera y sintiera. Y porfin apareció aquel Hombre. Lo siguió, le

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ofreció sus servicios, se puso a susórdenes en horas de vigilia o sueño y,cuando liego el momento, le habló. Lacalle rió se curvó al oír sus palabras,ninguna de las casas se desplomó, eltráfico no se paralizó; pero al Hombre aquien le hablaba sí se le paralizó elcorazón… y ese Hombre era Kien. ¡Lohabía escuchado y entendido! ¡Eseheroico enano sería su modelo! ¡Bastade charlas y manos a la obra!

Sin levantar la mirada, soltó elpasamanos y se paró de través en laangosta escalerilla. De pronto sintió unempujón. Sus pensamientos pasaronespontáneamente a la acción. Clavó losojos en el pobre pecador y le preguntó:

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—¿Qué desea? —El pobre pecador,un estudiante muerto de hambre, llevabauna pesada cartera bajo el brazo. Teníalas obras de Schiller y era la primeravez que iba a la Casa de préstamos.Como los libros estaban muy raídos, y élmismo se hallaba endeudado hasta susanchas orejetas, entró allí tímidamente.Al llegar al pie de la escalera, losúltimos restos de valor habíanseescurrido de su cabecita «¿para quéseguir estudiando?: padre, madre, tíos ytías le aconsejaban dedicarse a algúnnegocio»; tomó impulso y tropezó con unextraño personaje —seguramente elDirector— que le clavó la mirada y, convoz tajante, le ordenó detenerse.

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—¿Qué desea?—Yo… buscaba la sección de

libros.—Soy yo.El estudiante, que respetaba a

profesores y criaturas similares porquetoda su vida lo habían ridiculizado, y alos libros, porque tenía muy pocos, sellevó la mano al sombrero paraquitárselo. Pero recordó que no llevaba.

—¿Qué quería hacer arriba? —preguntó Kien en tono amenazador.

—¡Oh!… era… sólo Schiller.—¡Enséñeme!El estudiante no se atrevió a tenderle

la cartera. Sabía que nadie le compraríaaquel Schiller. Sin embargo, Schiller era

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su única esperanza en los próximos díasy no tenía ganas de enterrarla tan pronto.Kien le arrebató violentamente lacartera. Fischerle intentó hacerle señas asu amo y emitió varios «¡Pst! ¡Pst!»seguidos. Estaba impresionadísimo conese robo tan audaz, perpetrado en plenaescalera. Acaso el gremio de librerosfuera más astuto de lo que pensaba. Talvez sólo se hiciera el loco. Pero ahí, amitad de la escalera ¡eso nunca!Gesticuló enérgicamente con sus manosa espaldas del estudiante, y tomó susprecauciones para escabullirse en elmomento preciso. Kien abrió la carteray examinó el Schiller con todo cuidado:

—Ocho tomos —constató—, la

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edición en sí no vale nada y su estado esun escándalo. —Las orejas delestudiante enrojecieron—. ¿Cuánto pidepor ellos? Quiero decir… ¿cuántodinero? —Pronunció esta repulsivapalabra en último lugar y no sin ciertostitubeos. El estudiante, cuya doradaadolescencia había transcurrido casitoda en la tienda de su padre, recordóque hay que poner precios muy altospara luego irlos bajando al regatear.

—Nuevos, me costaron 32 chelines—dijo adoptando una frase y el tono devoz de su padre.

Kien sacó su billetera, de la quecogió 30 chelines, redondeó la suma condos más, que extrajo del monedero, y le

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dio todo al estudiante, diciéndole:—¡No vuelva usted a hacerlo,

amigo! ¡Ningún hombre vale su peso enlibros! ¡Créame! —Le devolvió lacartera llena y le estrechó cordialmentela mano. El estudiante, que tenía prisa,maldijo las formalidades que lo reteníanen aquel lugar. Estaba ya en la puertavidriera Fischerle, desconcertadísimo,le había hecho sitio cuando Kien le gritó—: ¿Y por qué precisamente Schiller?¡Lea usted el original! ¡Lea usted aImmanuel Kant!

—¡El original eres tú! —dijo elestudiante para sus adentros, y seescabulló a la carrera.

La agitación de Fischerle no conocía

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límites. Estaba al borde del llanto.Cogió a Kien por los botones delpantalón —la americana era demasiadoalta— y graznó:

—¿Sabe usted lo que ha hecho? ¡Unalocura! ¡Sí, una locura! Un tipo tienedinero o no lo tiene. Si tiene, no loregala; y si no tiene, todavía menos. ¡Esun crimen! ¡Vergüenza debería darle, tangrandazo!

Pero Kien no oyó sus palabras.Estaba muy contento con su buenaacción. Fischerle siguió tironeándole lospantalones hasta que el criminal tomóconciencia de él. Sintió un reprochemudo —como él mismo se dijo— en laactitud del hombrecillo y, para calmarlo,

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le habló de las aberraciones mentalesque tanto abundan en ciertos paísesexóticos.

Los chinos ricos, le explicó, quetambién se preocupaban por susalvación ultraterrena, solían destinarenormes sumas de dinero almantenimiento de cerdos, cocodrilos,tortugas y otros animales en unmonasterio budista. Mandaban instalarestanques y rediles especiales para susprotegidos, y los monjes no hacían otracosa que cuidarlos y alimentarlos. ¡Ayde ellos si algo malo le ocurría a uncocodrilo! Una muerte dulce y naturalaguardaba incluso al cerdo más pingüe,y el noble benefactor era recompensado

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luego por su buena acción. En cuanto alos monjes, el dinero que recibían eratan cuantioso que todos podían vivir deél. Quien visite algún santuario en elJapón podrá ver, a la orilla del camino,niños acuclillados junto a un grannúmero de jaulas con pajaritos cautivos.Previamente adiestradas, las avecillasbaten las alitas y arman un perpetuorevuelo de trinos y gorjeos. Losperegrinos budistas que pasan por aquelcamino se apiadan de ellas y salvan asísus propias almas. Por un rescatemínimo, los niños abren la puerta de lajaula y liberan a los pajaritos. Rescataranimales es, allí, una costumbreinveterada. ¿Qué les importa a esos

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peregrinos sí, cuando prosiguen sucamino, los pajarillos adiestrados sonnuevamente enjaulados por suspropietarios? Mientras dure sucautiverio, el mismo pájaro suele servirdiez, cien y hasta mil veces como objetode piedad de los peregrinos. Y éstos,salvo algunos ejemplares palurdos ylimitadísimos, sabían muy bien lo quepasaba en cuanto volvían la espalda.Pero el destino real de los animalitoslos tenía sin cuidado.

—Es fácil comprender por qué —concluyó Kien, sacando la moraleja desu historia—. No son más que animalesy deben tenernos sin cuidado. Su actitudes de una necedad que los condena. ¿Por

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qué no emprenden el vuelo? ¿Por qué almenos no se alejan a saltitos si les hancortado las alas? ¿Por qué se dejanenjaular de nuevo? ¡Que su animalestupidez caiga sobre sus cabezas! En sí,el rescate de animales tiene, como todasuperstición, un sentido más profundo.El efecto de esta acción en los hombresque la realizan depende, naturalmente,de qué han rescatado. Ponga ustedlibros, libros auténticos e inteligentes,en lugar de esos animales ridículos yabsurdos, y la acción que usted realicetendrá un valor moral de primer orden.Habrá usted redimido a un pobredescarriado que buscaba refugio en elinfierno. Tenga la seguridad de que

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aquel Schiller no volverá a serarrastrado al matadero. Al redimir a unhombre al que por ley —mejor seríadecir por injusticia—, le estáactualmente permitido disponer de suslibros como si fueran animales, esclavosu obreros, hará usted más soportable eldestino de esos libros. Una vez en casa,el individuo al que le recordemos sudeber de esta manera, se echará a lospies de quienes hasta entonces tomarapor sirvientes —aunque desde unaperspectiva espiritual sea él quien debaservirlos— y hará un firme propósito deenmienda. Y si alguno es tan duro decorazón que no se enmiende, susvíctimas se habrán salvado al menos del

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infierno. ¿Sabe usted lo que seríaincendiar una biblioteca? ¡Imagínese unabiblioteca en llamas en un sexto piso!Miles de volúmenes… millones depáginas… billones de letras, cada unade las cuales arde, implora, grita, aúllapidiendo auxilio. Le romperían eltímpano, le partirían el corazón… perohablemos de otra cosa. Hace años queno me sentía tan contento. Prosigamos elcamino que nos hemos trazado. Nuestroóbolo para aliviar la miseria general esmuy modesto, pero hay que darlo. Sitodos nos decimos: yo, solo, soy muydébil, nunca haremos nada y la miseriaseguirá haciendo estragos. Mi confianzaen usted es ilimitada. Vi que hace un

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momento se ofendió porque yo no lehabía hablado de mis planes. Pero éstosno tomaron cuerpo hasta que las obrasde Schiller me lanzaron su mudaplegaria. No tuve tiempo de informarlo.Pero ahora le diré las dos consignasbajo las que seguiremos nuestra lucha:¡Actuar en vez de lamentarse! ¡Hechos yno lágrimas! ¿Cuánto dinero tiene?

Fischerle, que al comienzointerrumpía el relato de Kien conexclamaciones airadas del tipo: «¿Quéme importan los japoneses?», «¿Y porqué no peces de oro?», empecinándoseen tildar de «atorrantes» a los piadososperegrinos, no se perdió, sin embargo,una palabra, y se tranquilizó al oírlo

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hablar del óbolo y de sus planes futuros.Iba pensando en cómo asegurarse aqueldinero para el viaje a América —dineroque era suyo y había tenido entre susmanos: si lo devolvió fue sóloprovisionalmente y como precaución—,cuando la pregunta de Kien: «¿Cuántodinero tiene?», lo hizo caer de las nubes.Se mordió los labios y no dijo nada.Sólo por salvaguardar sus intereses, seentiende; porque si no se las hubieracantado, y bien claras. Empezaba aentrever el sentido de toda esa farsa.Aquel noble caballero se arrepentía dela gratificación que Fischerle ganara,tan honestamente el primer día. Erademasiado cobarde para recuperarla,

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robándole el dinero por la noche, ytampoco lo hubiera encontrado.Mientras dormía, Fischerle se loescondía, hecho un ovillo, entre laspiernas. ¿Qué hacía, pues, ese elegantecaballero, aquel supuesto erudito ybibliotecario que, en realidad, nisiquiera pertenecía al gremio delibreros; aquel estafador que andabasuelto sólo por no tener joroba? ¿Quéhacía? Muy contento debió sentirse elotro día cuando, a la salida del Cielo,recuperó un dinero robado sabe Diosdónde. Por miedo a que Fischerlellamara a los otros, le dio la recompensaen seguida. Y para recuperar su diez porciento, le dijo en tono solemne: «¡Entre

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usted a mi servicio!». Pero ¿qué hacíarealmente ese estafador? Por lo prontose hacía el loco. Aunque verlo actuarera un placer, de todos modos. YFischerle cayó en la trampa. Se pasa unahora entera haciéndose el sentimentalhasta que aparece el otro con sus libros:y el tío, tan contento, sacrifica 32chelines porque espera treinta veces másde Fischerle. ¡Un hombre que muevesumas tan grandes y no es capaz de darlesu pequeña gratificación a un pobrecarterista! ¡Qué mezquinos son todosestos señorones! Fischerle está sinhabla. No se la esperaba. Por lo menosno de este loco. Nadie lo obliga a serrealmente loco, no; pero ¿por qué será

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tan sucio? Ya le dará su merecido. ¡Lade historias que sabe! ¡Qué inteligenciala suya! Se nota en seguida la diferenciaentre un pobre carterista y un estafadorde alto vuelo. En los hoteles todos lecreen. Fischerle también estuvo a puntode creerle.

Mientras hervía de odio y ardía deadmiración, Kien lo tomó familiarmentepor el brazo y le dijo:

—Ya no está enfadado conmigo,¿verdad? ¿Cuánto dinero tiene? Tenemosque ayudarnos mutuamente.

«¡Canalla!», pensó Fischerle, «sabesactuar, pero yo actuaré mejor». Yreplicó en voz alta:

—Tendré unos treinta chelines. —El

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resto estaba bien escondido.—Es poco, pero mejor que nada. —

Kien no recordaba que, días antes, habíaobsequiado al pequeño con una gransuma. Aceptó en seguida el óbolo deFischerle, le agradeció, emocionadísimoante tal desprendimiento, y estuvo apunto de ofrecerle la gloria celestial.

Desde aquel día tuvo lugar una luchaa vida o muerte entre los dos, aunqueuno de ellos ni lo sospechaba. El otro,sintiéndose menos dotado como actor,asumió la dirección del espectáculo,esperando compensar así su desventaja.

Cada mañana iba Kien a pararse enel patio de acceso al gran salón. Antesde que abrieran las ventanillas, iniciaba

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sus paseos ante el portal delTheresianum, observando fijamente alos que entraban. Si alguno se detenía, élse le acercaba y preguntaba: «¿Québusca aquí?». Las respuestas másgroseras y vulgares no lograbanamedrentarlo. El éxito lo justificaba.Los que pasaban por esta calle antes delas nueve solían mirar, más bien porsimple curiosidad, los letreros queanunciaban la próxima subasta y losobjetos que serían rematados. Lostimoratos lo tomaban por un detectiveprivado que vigilaba los tesoros delTheresianum, y eludían cualquier rocecon él. Los indiferentes se percataban desu pregunta sólo dos calles más abajo.

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Los impulsivos lo insultaban y,contrariando su costumbre, permanecíanun buen rato inmóviles frente a losanuncios. Él los dejaba, no sinmemorizar antes sus rasgos. Le parecíangente con una conciencia muy particularde sus culpas, que inspeccionaba elterreno antes de regresar, quizás en unahora, con una víctima propiciatoria bajoel brazo. Atribuía el hecho de que noregresaran a su implacable mirada. A lahora exacta se dirigía al vestíbulo delanexo. Los que empujaban la puertavidriera percibían primero su magra yrígida figura junto a la ventana, y teníanque pasar a su lado para acceder a laescalera. Cuando Kien apostrofaba a

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alguien, no movía un solo rasgo. Sóloaccionaba los labios, como doscuchillos muy afilados. Su primera tareaera rescatar esos pobres libros; lasegunda, enmendar a esas bestiashumanas. En libros era un verdaderoexperto; en seres humanos ya no tanto,como él mismo confesaba. Por esodecidió estudiarlos.

Para orientarse mejor, clasificó entres grupos a los que entraban por lapuerta vidriera. A los del primer grupo,la cartera repleta les resultaba unacarga, a los del segundo, una ganga, y alos del tercero, un placer. Los primerossostenían los libros con ambos brazos,sin gracia y sin amor, como quien lleva

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un paquete muy pesado. Con ellosempujaban la puerta y hasta hubieranrefregado la barandilla, de haberpodido. Como querían deshacersepronto de su carga, no intentabandisimularla y la llevaban apoyada contrael pecho o la barriga. Aceptabancomplacidos las ofertas, declarando suconformidad con cualquier suma; noregateaban y salían exactamente comohabían entrado, sólo que un poquitín máspesa dos por el dinero y ciertas dudassobre la legitimidad de su obtención. AKien le resultaban molestos; era gentemuy lenta de aprender y cada unohubiera necesitado muchas horas paralograr una enmienda definitiva.

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El segundo grupo le inspiraba unodio auténtico. Sus integrantes llevabanlos libros a la espalda y, en el mejor delos casos, dejaban ver alguna punta entreel brazo y las costillas para excitar lacodicia del comprador. Aceptaban conrecelo las ofertas más brillantes. Senegaban a abrir sus carteras o paquetes,regateaban hasta el último momento y alfinal se hacían siempre los estafados.Había algunos que se embolsaban eldinero y querían subir otra vez alinfierno. Pero, en esos casos, Kienpulsaba cuerdas que a él mismo loasombraban. Les salía al paso y lostrataba como se merecían: exigiéndolesla inmediata devolución de su dinero. Al

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oír esto, salían disparados. Más valetener poco en el bolsillo que mucho alláarriba, bajo el techo. Kien estabaconvencido de que arriba ofrecíansumas gigantescas. Cuanto más gastabaél mismo, menos dinero le quedaba ymás oprimido se sentía al pensar en ladesleal competencia de los demonios dearriba.

Del tercer grupo aún no habíaaparecido nadie. Pero él sabía queexistía. Nostálgico y paciente,aguardaba la llegada de algúnrepresentante, cuyas características leeran tan familiares como el catecismo.Un día vendrá el hombre que cargue suslibros con gusto, cuyo camino al infierno

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esté plagado de tormentos, que sederrumbaría si los amigos que llevaconsigo no lo animaran constantemente.Su andar es como el de un sonámbulo.Su silueta se perfila tras la puertavidriera, vacila, ¿cómo empujarla singolpear a sus amigos? Lo consigue. Elamor es ingenioso. Al ver a Kien,personificación de su propiaconsciencia, el individuo se ruboriza.Pero haciendo un supremo esfuerzo devoluntad, avanza algunos pasos. Va conla cabeza, gacha. Al pasar junto a Kien,y antes de ser interpelado, se detienecomo al conjuro de una orden interna.Presiente lo que la conciencia va adecirle. Hasta que resuena la terrible

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palabra: «dinero». Se estremece como siviera el hacha del verdugo, solloza envoz alta: «¡Eso nunca! ¡Eso nunca!», yno acepta ni un real. Antes se mataría.Quisiera escabullirse, pero las fuerzaslo abandonan y hay que evitarmovimientos bruscos que hagan peligrara sus amigos. La conciencia lo acogeentre sus brazos y le habla con cariño.Un pecador arrepentido, le dice, valemás que cien justos. Tal vez hasta lelegue su biblioteca. Cuando aparezca,Kien dejará su puesto por una hora;aquel solitario que nada acepta,compensará los otros mil que piden más.Mientras espera, dará a esos mil lo quetenga. Tal vez alguno del primer grupo

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se arrepienta al llegar a casa. De los delsegundo no espera nada. Él mismosalvará a las víctimas. Por eso, y no porsu propio placer, se para allí.

Junto a la cabeza de Kien, a suderecha, colgaba un letrero que prohibíaformalmente pararse en escaleras ypasillos, así como junto a losradiadores. Fischerle se lo enseñó ya elprimer día a su enemigo mortal.

—Van a pensar que no tiene ustedcarbón —dijo—, aquí sólo se paran losque no tienen carbón, y eso estáprohibido. Acaban echándolos. Lacalefacción es para los gatos; para que

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no se les enfríe la inteligencia a losclientes al subir la escalera. Si algunotiene frío, lo echan en seguida. Aquípodría calentarse. Si no tiene frío, lepermiten quedarse. ¡Todos creerán queestá usted helándose!

—Pero si el radiador está en elentresuelo, quince peldaños más arriba—replicó Kien.

—La calefacción gratuita no existe,por escasa que sea. ¿Sabe una cosa? Yoestuve una vez donde está usted, y mesacaron. —Lo cual no era mentira.

Kien pensó que sus rivales estaríanmuy interesados en echarlo y aceptó,complacido, la oferta de espionaje quele hacía el hombrecito. Su pasión por la

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media biblioteca que le confiara habíaseenfriado. Peligros mayores loamenazaban. Ahora que estaban unidospor tareas y consignas comunes,descartaba la posibilidad de cualquierembuste. Al día siguiente, cuando sedirigían a su puesto de trabajo, Fischerledijo:

—¿Sabe una cosa? ¡Entre ustedprimero! Como si no nos conociéramos.Yo me quedaré afuera. ¡Y no venga amolestarme! No le diré dónde estoy. Sinos ven entrar juntos, el negocio se iráal agua. En caso de emergencia, pasaré asu lado y le guiñaré un ojo. Usted corrapor delante, que yo lo seguiré. Más valeno correr juntos. Nuestra cita es detrás

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de la iglesia amarilla. Espéreme ahíhasta que llegue. ¿Entendido? —Lehubiera sorprendido mucho verrechazada su propuesta. Estabainteresado en Kien y no pensabadeshacerse de él. ¿A quién se leocurriría fugarse por una recompensa,por una simple propina, si en realidad loquería todo? El estafador, el gremio delibreros, aquel perro taimado caló en laparte honesta de sus planes y loobedeció.

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Cuatro y su futuro

En cuanto Kien desapareció en eledificio, Fischerle retrocedió lentamentehasta la esquina más próxima, dobló poruna travesía y echó a correr aespetaperro. Sólo al llegar frente alCielo Ideal le concedió un breve respiroa su cuerpecito, sudoroso, acezante ytrémulo, y entró. La mayoría de loshabitantes del Cielo solían dormir a esahora. Él contaba con eso: de momentono quería gente peligrosa ni violenta.Estaban presentes: el camareroesmirriado; un buhonero, que al menossacaba una ventaja del insomnio que lo

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aquejaba y podía circular lasveinticuatro horas del día; un ciegoinválido que aún usaba los ojos al bebersu pobre taza de café cada mañana, antesde iniciar su jornada laboral; una viejavendedora de diarios a la que llamabanla Fischerla por su parecido con elenano y porque, como todos sabían,sentía por él un amor tan secreto comodesdichado; y un manobrero dealcantarillado que solía recuperarse desu faena nocturna y de la hediondez delos desagües en la no menos fétidaatmósfera del Cielo. Era considerado elmás serio de todos los clientes porque asu mujer, con la que tenía tres hijos enun feliz matrimonio, le daba las tres

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cuartas partes de su salario semanal. Elcuarto restante se esfumaba, en el cursode un día o de una noche, en la caja dela propietaria del Cielo.

La Fischerla le tendió un diario a subienamado que entraba y le dijo:

—¡Al fin te veo! ¿Dónde has estadotanto tiempo?

Cuando la policía lo buscaba,Fischerle solía desaparecer por variosdías. Todos decían:

—Se ha ido a Estados Unidos. —Seechaban a reír de la broma: ¿qué haríasemejante guiñapo en el país de losrascacielos? Y lo olvidaban hasta queaparecía de nuevo. La Rentista, sumujer, no lo amaba tanto como para

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preocuparse por él. Lo amaba sóloporque vivía a su lado, y sabía queinterrogatorios y cárceles eran para él elpan cotidiano. Siempre que oía la bromasobre América, pensaba en lo bueno quesería disponer alguna vez de todo sudinero. Hacía tiempo que deseabacomprarse un cuadro de la Virgen parasu cuartito. Toda Rentista necesita uncuadro de la Virgen. Y él, no bien osabasalir de su escondrijo —donde solíarecluirse aun sin haber hecho nada, sóloporque lo retenían mucho tiempo enprisión preventiva y le quitaban su juegode ajedrez— corría a verla al Café y, alcabo de unos minutos, era otra vez suconejito. Pero la Fischerla era la única

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que preguntaba por él a diario y hacíatoda suerte de conjeturas sobre suparadero. Lo dejaba leer sus periódicossin pagar. Antes de iniciar su ronda,entraba cojeando al Cielo, le tendía elejemplar que encabezase su paqueterecién impreso y esperabapacientemente, con su pesada carga bajoel brazo, a que su amado lo leyera hastael final. Él sí podía abrir el diario,arrugarlo y dejarlo incluso mal doblado;a los demás sólo les permitía mirarlopor sobre sus hombros. Si estaba de malhumor, Fischerle la hacía esperar adredelargo rato, causándole grandes pérdidas.Y ella, cuando le tomaban el pelo por suinconcebible estupidez, se encogía de

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hombros, sacudía su joroba —querivalizaba con la de Fischerle en tamañoy expresividad— y replicaba:

—¡Él es lo único que tengo en elmundo! —Quizás amara al enano por elplacer de repetir su lastimero estribillo.Lo decía con voz de falsete, como sipregonara dos periódicos: Lo único y Elmundo.

Aquel día, Fischerle ni miró eldiario. Ella entendió: el ejemplar no erareciente, pero su intención había sidobuena. ¡Cuántos días habrá estado sinleer nada! ¡Quién sabe de dóndevendría! Fischerle la asió por loshombros —era tan pequeña como él—,la sacudió y graznó:

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—¡Venid todos, muchachos, quetengo algo para vosotros! —Y todos —salvo el camarero tísico que, noaceptando órdenes de un judío ycareciendo de curiosidad, se quedó enpie junto a la barra—, es decir tres entotal, se apiñaron en torno a él y casi loaplastan con su entusiasmo—. ¡Conmigopodréis ganar veinte chelines diarios! ¡Ydurante tres días por lo menos!

Ocho kilos de jabón de tocador,calculó rápidamente el buhoneroinsomne. El ciego miró a Fischerle conaire dubitativo.

—¡Una auténtica ganga! —gruñó elmanobrero. La Fischerla sólo escuchó el«conmigo», sin parar mientes en la

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suma.—He iniciado un negocio por mi

cuenta. Si os comprometéis a liarle todoal jefe, que soy yo, os contrato. —Elloshubieran preferido saber antes de qué setrataba, pero Fischerle se guardó bien dedivulgar secretos comerciales. Es ungremio, declaró categóricamente, y noles diría nada más. Pero a cambio ledará cinco chelines de adelanto a cadauno, el primer día. No estaba mal. «Elsuscrito se compromete a depositar cadacéntimo cobrado en efectivo a Livor dela empresa Siegfried Fischer. El suscritoasume las responsabilidades quepudieran surgir de una eventualcomplicación». En un santiamén

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escribió Fischerle estas frases en cuatrohojitas, arrancadas de un bloc que letendió el buhonero. Siendo el únicohombre de negocios entre los presentes,éste esperaba una participación en losbeneficios y las tareas más importantes,por lo que intentó ganarse a su patrón. Elmanobrero, padre de familia y el másestúpido de todos, firmó el primero.Fischerle se molestó porque la firma eratan grande como la suya y él se ufanabade tener la más grande—. ¡Quépretensión! —gruñó; mientras que elbuhonero se conformó con una esquinalejana y una firma diminuta—. ¡No haymanera de leerla! —declaró Fischerle, yobligó al individuo, que se sentía ya el

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gerente general, a trazar caracteresmenos modestos. El «ciego» se negó amover un dedo hasta que no le pagaran.Obligado a soportar que la gente leechase botones al sombrero, no confiabaen nadie cuando estaba de civil—.¡Vaya, vaya! —protestó Fischerle,molesto—, ¡como si hubiera estafado aalguien en mi vida! —Sacó variosbilletes arrugados de su axila, hizochasquear entre sus dedos los de cincochelines y dándole uno a cada uno, losobligó a firmar un recibo de «pago acuenta».

—¡Así la cosa cambia! —dijo el«ciego»—. Del dicho al hecho haymucho trecho. ¡Por un hombre así hasta

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soy capaz de mendigar, si es necesario!El buhonero se hubiera echado al

fuego por un jefe así, y el manobrero loseguiría hasta la muerte. Sólo laFischerla se puso tierna.

—De mí no necesita firma —dijo—,nunca le robaría. Él es lo único quetengo en el mundo.

Fischerle consideraba su sumisióncomo algo tan natural que le volvió laespalda apenas se saludaron. Su jorobala animaba; visto de atrás, el enano leinspiraba amor, mas no respeto. LaRentista no estaba en el local y laFischerla se sintió prácticamente laesposa del nuevo jefe. Pero cuando ésteoyó su insolencia, se volvió, le puso la

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pluma en la mano y le ordenó:—¡Firma y cierra el pico! —Ella

obedeció a la mirada de sus ojos negros—los suyos eran grises— y acusórecibo de los cinco chelines aunque nose los hubiera dado.

—¡Bueno! ¡Ya estamos! —Fischerlese guardó los cuatro papelitos y suspiró—: ¿Qué nos traen los negocios? ¡Sólopreocupaciones! Os juro que preferiríaser el pobre diablo de antes. ¡Lossuertudos sois vosotros! —Sabía que lagente bien suele hablar así a susempleados, tenga o no preocupaciones; yél tenía algunas—. ¡Vamos! —dijo; lehizo una seña al camarero de abajoarriba, como un pequeño benefactor, y

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abandonó el café con su nuevo personal.En la calle les fue explicando sus

obligaciones. Los llamaba uno por uno yordenaba a los otros tres que siguieran acierta distancia, como si no seconocieran. Juzgó necesario tratar a esagente según su grado de inteligencia.Como tenía prisa y el manobreropareciole el más fiable, lo eligióprimero, con gran indignación delbuhonero.

—Es usted un buen padre —le dijo—, por eso pensé en seguida en usted.Un hombre que entrega a su mujer el 75% de lo que gana, vale su peso en oro.De modo que fíjese bien y no seprecipite a su desgracia. Sería una

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lástima por sus hijitos. Él le daría unpaquete, y el paquete se llamaba «arte»:A ver, repita: ¡arte!

—¡Oiga! ¿Se cree que no sé lo quees arte porque le doy todo eso a mimujer? —En el Cielo, el manobrero eraobjeto de tenaces burlas por su vidafamiliar, que todos le envidiaban. Afuerza de vapulear su torpe orgullo,Fischerle logró extraer la pocainteligencia que el buen hombre poseía.Tres veces le explicó con lujo dedetalles lo que había que hacer. Elmanobrero nunca había estado en elTheresianum. Su mujer iba por élcuando era necesario. El socio deFischerle se paraba detrás de una puerta

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vidriera, junto a una ventana. Era flaco ymuy alto. Él tendría que pasarlentamente por su lado, sin decir ni unapalabra, ¡ni una sola palabra!, y esperara que el socio le hablase. Entoncesbramaría: «¡Arte, señor! ¡No menos dedoscientos chelines! ¡Arte puro!». Actoseguido, Fischerle ordenó al manobreroque lo esperase frente a una librería,donde hizo sus compras: diez novelasbaratas de dos chelines hicieron, juntas,un paquete imponente. Le repitió tresveces las instrucciones previas; era desuponer que incluso este cretino loentendería todo. Si el socio queríadesempaquetar los libros, él tendría quepegárselos al cuerpo y gritar muy fuerte:

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«¡No! ¡No!». Después iría a esperarlo,con el dinero y el paquete, detrás de laiglesia. Allí le pagaría a condición deque no hablase de su trabajo con nadie,ni siquiera con los otros empleados.Mañana podría presentarse otra vez, alas nueve en punto, detrás de la iglesia.Fischerle tenía debilidad por losmanobreros honrados: todos no podíanser del mismo gremio. Y con estaspalabras despidió al buen padre defamilia.

Mientras el manobrero esperabafrente a la librería, los otros tres,cumpliendo la orden de su jefe,siguieron su camino sin prestar ningunaatención a las llamadas confidenciales

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de su colega, al que las últimasinstrucciones le habían hecho olvidar lasanteriores. Pero Fischerle se loesperaba, y el manobrero dobló por unatravesía antes de que los otros vieran elpaquete que, como el precioso herederode una riquísima familia, era llevadocon suma cautela. El enano dio unsilbido, alcanzó a los otros tres y sellevó a la Fischerla. El buhonerocomprendió que una tarea mayor leestaba reservada y dijo al «ciego»:

—Yo seré el último, ya verá.El pequeñajo despachó en un dos

por tres a la Fischerla.—Yo soy lo único que tienes en el

mundo —dijo, recordándole su frase de

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amor predilecta.—Cualquier mujer puede decirme

eso, ¿sabes?; yo quiero pruebas. Si mebirlas un solo real, todo habrá terminadoentre nosotros y te juro que no volveré atocar ni uno de tus diarios. ¡Y a ver siencuentras otro que se te parezca! —Elresto fue muy fácil de explicar. LaFischerla estaba pendiente de suslabios: para verlo hablar, se hizo máspequeña de lo que era. A él, su nariz leimpedía besar; ella era la única quehabía visto su boca. El Theresianum erasu segunda casa. Por ahora tendría queadelantarlos y esperar al jefe detrás dela iglesia. Allí recibiría un paquete porel que tendría que pedir 250 chelines;

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luego volvería a la iglesia con el dineroy el paquete—. ¡Corre! —le gritó alfinal. El hecho de que lo amara se lahacía odiosa.

En la esquina siguiente se detuvohasta que el «ciego» y el buhonero loalcanzaron. Este último cedió el turno alciego y le hizo una venia de complicidada su jefe.

—¡Qué escándalo! —afirmóFischerle echando una miradarespetuosa al «ciego» que, pese a suharapiento traje de faena, examinaba atodas las mujeres con desconfianza.Quería saber qué efecto producía enellas su nuevo bigote. Odiaba a laschicas jóvenes porque su profesión las

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escandalizaba—. ¡Un hombre comousted! —siguió diciendo Fischerle—,¡dejarse engañar de ese modo! —El«ciego» paró la oreja—. Hay gente quele echa botones al sombrero, ustedmismo me lo ha dicho. Y usted, viendoque es un botón, les dice gracias. Porquesi no, adiós ceguera y los clientes se leesfuman. ¡Dejarse engañar de ese modo!¡Un hombre como usted! ¡Es parasuicidarse! ¡Cualquier estafa esrepugnante! ¿O acaso no tengo razón? —Al mendigo, un hombre ya mayor, quehabía luchado tres años en el frente, sele llenaron los ojos de lágrimas. Aquelengaño cotidiano, que él notaba enseguida, era su mayor preocupación.

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¡Soportar las burlas de cualquierpillastre sólo porque se ganaba el pantan duramente! Varias veces habíapensado en suicidarse. De no tener unoque otro éxito con las mujeres, lohubiera hecho hacía tiempo. A todo elque entablase, en el Cielo, unaconversación con él, le contaba lahistoria de los botones, amenazando alfinal con matar a uno de esos pillos ydespués suicidarse. Como llevaba añosrepitiendo lo mismo, nadie lo tomaba enserio y su recelo era cada vez mayor.

—¡Sí! —gritó, blandiendo su brazosobre la joroba de Fischerle—. ¡Hastaun niño de tres años sabe si lo que tieneen la mano es un real o un botón! ¡Y no

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lo sabré yo! ¿Por qué no, eh? ¡Si no soyciego!

—Es lo que le digo —concluyóFischerle—, todo proviene de la estafa.¿Por qué tendrán que estafar? ¿Por quéno dicen: hoy no tengo blanca,caballero, mañana le daré el doble?Pero no, prefieren engañarlo y que ustedse trague el botoncito. ¡Tendrá quebuscarse otra profesión, mi estimado!Hace tiempo que vengo pensando enotro trabajito para usted. Le diré unacosa: si se porta bien estos tres días, locontrataré más tiempo. Pero que losdemás no se enteren, estrictamenteconfidencial: los despacharé a todos.Entre nosotros, sólo por piedad los he

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tomado un par de días. Con usted esdistinto. Usted no aguanta la estafa y yotampoco; usted es un hombre honrado yyo también: reconozca que somos almasgemelas. Y para que vea la estima enque le tengo, le adelantaré sushonorarios de hoy. A los otros no lesdaré un céntimo.

El ciego recibió efectivamente los15 chelines restantes. Si al comienzo nodio crédito a sus oídos, ahoradesconfiaba de sus ojos.

—¡Adiós suicidio! —gritó. Por eseinstante de felicidad hubiera renunciadoa diez mujeres; porque contaba enmujeres. Aceptó con entusiasmo, comosi se tratara de un juego, lo que

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Fischerle le explicó en seguida. Comoestaba de buen humor, la descripción delesmirriado socio lo hizo reír—.¿Muerde? —preguntó. Se acordó de superro largo y escuálido que lo llevaba altrabajo por las mañanas y lo recogía porlas tardes.

—¡Que se atreva! —amenazóFischerle. Dudó un instante si confiarleo no al ciego una suma superior a los300 chelines; el hombre parecíasinceramente entusiasmado. Fischerleregateó consigo mismo. ¡Cómo hubieraquerido ganar quinientos de golpe! Peroadvirtió que el riesgo era excesivo, queuna pérdida así podría arruinarlo, yredujo su apetito a cuatrocientos. El

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ciego tendría que ir a la plaza que habíafrente a la iglesia y esperarlo.

Cuando éste se perdió de vista, elbuhonero pensó que su hora habíallegado. Alcanzó al enano a pasosbreves y ligeros y se puso a caminarjunto a él.

—¡No hay manera de sacárselos deencima! —dijo. Mantenía la cabezagacha, sin lograr bajarla hasta la alturade Fischerle; pero al menos levantaba lamirada al hablar, como si el enano,desde que era jefe, hubiese duplicado sutalla. Fischerle callaba. No pensabahacerle confidencias a aquel tipo. Losotros tres le cayeron verdaderamente delCielo; con éste se mantuvo en guardia.

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Hoy día y nunca más, se dijo. Elbuhonero repitió:

—¡No hay manera de sacárselos deencima! ¿Verdad?

A Fischerle se le agotó la paciencia.—¿Sabe una cosa? ¿Por qué no

cierra el pico? Está usted de servicio.¡Ahora hablo yo! ¡Si quiere hablar,búsquese otro puesto!

El buhonero se contuvo y le hizo unavenia. Sus manos, que poco antes sefrotara haciendo cálculos, se juntaron.Su tronco, cabeza y brazos empezaron atemblar violentamente. ¿Por qué otrosmedios demostrar su sumisión? Sunerviosismo era tal que estuvo a puntode pararse de cabeza y juntar también

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los pies, en señal de respeto. Luchabapor liberarse de su insomnio. La palabra«riqueza» evocaba en él sanatorios ycuras complicadas. Su paraíso rebosabade infalibles somníferos. En él se podíadormir catorce días seguidos sindespertarse ni una vez. Uno comíadurmiendo y se despertaba aldecimoquinto día; antes no erapermitido, y no había más remedio queobedecer. Los médicos eran tan estrictoscomo la policía. Luego les daban mediodía para jugar a las cartas en un recintoespecial, frecuentado sólo porimportantes hombres de negocios. Enunas cuantas horas se volvía a ser tanrico como antes: ¡tal era la suerte en el

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juego! Después se echaban a dormirotros catorce días. El tiempo lessobraba.

—¿Por qué tiembla así? ¡Quévergüenza! —gritó Fischerle—, ¡deje detemblar o lo despido!

El buhonero salió bruscamente de suletargo y apaciguó al máximo sustemblorosos miembros. La codiciavolvió a invadirlo.

Fischerle no vio el menor pretextopara despedir al sospechoso individuoy, furioso, empezó a darle instrucciones.

—¡Fíjese bien, si no, lo mando afreír monos! Yo le daré un paquete. ¡Unpaquete! ¿Me entiende? Un buhonero hade saber qué es un paquete. Y usted irá

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con él al Theresianum. No tengo por quédarle explicaciones. Un inútil comousted debe pasarse el día entero ahí, meimagino. Abrirá la puerta vidriera quelleva a la sección libros. ¡Deje detemblar, le digo! Le advierto que si allásigue temblando así, puede romper loscristales; pero ese es problema suyo.Junto a la ventana verá a un caballeromuy delgado. Es uno de mis mejoressocios. Usted se le acercará en silencio,pues si habla antes que él, dará mediavuelta y lo dejará plantado. Él es así;toda una autoridad. ¡De modo que mejorcállese! No tengo ganas de demandarlopor daños y perjuicios. Pero si da unpaso en falso, tenga la seguridad de que

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lo haré, ¡no permitiré que eche a perdermis ímprobos negocios! Si es ustednervioso, además de necio, ¡lárguese!Un manobrero me será más útil. ¿Dóndeme quedé? ¿No se acuerda? —Fischerlenotó de pronto que estaba perdiendo eldistinguido lenguaje que adquiriera a lospocos días de andar con Kien, lenguajeque le parecía el más idóneo paradirigirse a este arrogante empleado.Hizo una breve pausa y aprovechó laocasión para coger a su odioso rivaldesprevenido. El buhonero replicó alpunto:

—Usted se para junto a ese sociodelgado y yo me callo.

—¡Es usted el que se para! —graznó

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Fischerle—, ¿y dónde está el paquete?—Lo llevo en la mano.La humildad de aquel hipócrita

desesperaba al enano.—¡Puf! —suspiró—, ¡mientras logro

que me entienda, me crecerá otra joroba!—El buhonero sonrió tímidamente,sintiéndose desagraviado por esamención a la joroba. Pero ni por ser másalto se sentía a salvo de las miradas deFischerle, y echó una furtiva ojeadahacia abajo. El enano no advirtió nada,pues buscaba desesperadamente nuevosinsultos. Quería evitar las palabrotasque se oían en el Cielo: no hubieranimpresionado a un contertulio. Seguirdiciéndole necio lo aburría. Aceleró

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repentinamente el paso y, cuando tuvo albuhonero a medio paso de él, se volviócon ademán despectivo y le dijo—: ¡Yaestá cansado! ¿Sabe una cosa? ¡Mejorvaya y acuéstese! —Y siguió dándoleinstrucciones. Le dijo en todos los tonosque pidiera un «adelanto» de 100chelines al caballero aquel, pero sólocuando le saliese al paso y le hablase, ydespués, sin decir una palabra, regresaracon paquete y adelanto a la plaza dedetrás de la iglesia. El resto se lo diríaallí. Una simple alusión a su trabajo,aunque fuera a los otros empleados, y lodespediría en el acto.

La idea de que el buhonero pudieracontar todo y conspirar con los demás en

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contra de él, suavizó ligeramente aFischerle. Para reparar sus ataques,aflojó el paso y dijo, cuando el otro lellevaba ya un buen metro de ventaja:

—¡Alto! ¿Por qué corre? ¡Tampocohay tanta prisa! —El buhonero interpretóeste comentario como un nuevo ataque.Las palabras siguientes, que Fischerlepronunció en tono más calmo yamistoso, como si aún fuerancompañeros de igual rango en el Cielo,fueron atribuidas al miedo del enanoante posibles arbitrariedades. Pese a sunerviosismo, el buhonero distaba muchode estar loco. Evaluaba cabalmente a loshombres y sus móviles. Para animarlos acomprar fósforos, cordones, blocs de

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notas o, en el mejor de los casos,jabones, desplegaba a veces mássagacidad, simpatía y hasta discreciónque muchos célebres diplomáticos. Sólocuando soñaba con dormir mucho,mucho tiempo, los pensamientos se lediluían en una difusa niebla.Comprendió que el éxito del flamantenegocio dependía de un secreto.

Fischerle aprovechó el resto delcamino para demostrarle, mediante unaserie de historias, la peligrosidad de suamigo, ese gran señor delgado yaparentemente inofensivo. Luchó tantoen la guerra que enloqueció. Pasaba díassin moverse ni alzar un dedo contranadie. Pero a la menor palabra superflua

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que escuchaba, solía sacar su viejorevólver y dispararle a uno aquemarropa. Los tribunales no podíanhacer nada: era un enfermo mental yllevaba un certificado médico consigo.La policía lo conoce. ¿Para quéencerrarlo?, se decían los policías, sidespués lo vuelven a soltar. Además,tampoco mata a la gente en el acto, sinoque les dispara a las piernas. Susvíctimas suelen recuperarse en muypocas semanas. Sólo una cosa loenfurece: que lo interroguen demasiado.No soporta las preguntas. Si alguien lepregunta con toda inocencia por susalud, por ejemplo, al segundo es yacadáver. Pues, en esos casos, su socio

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apunta al corazón. Es su costumbre. Nopuede remediarlo, aunque después searrepienta. Hasta ahora sólo ha habidoseis muertes. Todo el mundo estáenterado de su peligrosa costumbre ysólo seis le habían preguntado algo.Aparte de eso, uno podía hacer con élnegocios estupendos.

El buhonero no le creyó una palabra.Pero su imaginación se encendíafácilmente. Se vio frente a un señor muybien vestido que, antes de que él sedespertara del todo, le disparaba aquemarropa. Decidió, pues, evitar acualquier precio las preguntas y dar conel secreto a través de otra vía.

Fischerle se llevó el índice a la boca

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y dijo: «¡Psd!». Habían llegado ante laiglesia, donde el ciego, con mirada deperruna sumisión, los esperaba. Nohabía mirado a una sola mujer en eselapso; sólo supo que pasaron varias. Ensu euforia, se alegró de recibircordialmente a sus colegas; los pobresdiablos serían despedidos en tres días,él, en cambio, tenía un puesto estable.Saludó tan efusivamente al buhonerocomo si no lo hubiera visto en años.Detrás de la iglesia, los tres sereunieron con la Fischerla. La pobrecorrió tanto que llevaba diez minutostomando aliento. El ciego le palpó lajoroba.

—¿Qué tal, abuela? —rugió,

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riéndose con toda su cara lívida yarrugada—. ¡Hoy estamos de buenas!¿Eh? —Tal vez un día le hiciera el favora la vieja. La Fischerla dio un chillido.Sintió que no era la mano de Fischerlela que la manoseaba; se dijo: sí que esél, y oyó la voz ronca del ciego. Suchillido pasó del miedo al éxtasis, y deléxtasis al desencanto. La voz deFischerle era seductora. ¡Deberíavender periódicos! ¡Se los arrancaríande las manos! Pero era demasiado buenopara trabajar. Se hubiera cansado. Mejorseguía siendo el jefe.

Pues además de la voz, tenía lamirada aguda. El manobrero acababa dedoblar la esquina. Él lo vio primero, les

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ordenó a los otros:—¡No se muevan! —Y corrió a su

encuentro.Se lo llevó bajo el portal de la

iglesia, le quitó el paquete —que seguíaentre sus brazos, en la misma posiciónde antes—, y los doscientos chelines dela derecha. Sacó 15 chelines y se lospuso en una mano, que tuvo que abrir élmismo. Por entonces se había formadoya, en la pesada boca del manobrero, laprimera frase de su informe:

—¡Me ha ido bien! —empezó.—¡Ya veo, ya veo! —exclamó

Fischerle—. ¡Mañana a las nueve enpunto: nueve en punto; aquí, aquí a lasnueve en punto!

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El manobrero se alejó a pasos lentosy pesados, mientras contaba su dinero.Al cabo de un buen rato exclamó:

—¡Exacto! —Luchó contra sucostumbre hasta llegar al Cielo, pero alfinal sucumbió a ella. Le daría diezchelines a su mujer y él se beberíacinco. Y así fue. Aunque al comienzoquiso beberse todo.

Sólo bajo el portal de la iglesia vioFischerle lo mal que había combinadosus jugadas. Si le entregaba el paquete ala Fischerla, el buhonero, que estaba allado, lo vería. Y si se daba cuenta deque era el mismo paquete, su preciososecreto se acabaría. En eso, y como si lehubiera leído el pensamiento, la

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Fischerla se le acercó hasta el portal dela iglesia y le dijo:

—¡Ahora me toca a mí!—¡Ya hace rato, querida! —le

replicó él bruscamente, dándole elpaquete—: ¡Vuela! —La vieja se alejócojeando a toda prisa. Su jorobaocultaba el paquete a las miradas de losotros.

Entretanto, el ciego intentóexplicarle al buhonero que con lasmujeres mejor es no meterse. Primerohay que tener una profesión seria yrespetable, que te permita ir con los ojosbien abiertos. Con la ceguera tampocosacas nada. La gente cree que porqueeres ciego puede hacer lo que le dé la

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gana contigo. Pero si triunfas en la vida,las mujeres se te pegan como moscas yun buen día ya no sabes dónde meterlas.La chusma no tiene idea del asunto. Soncomo los perros, que lo hacen encualquier parte. ¡Uf! Él no era así.Necesita una buena cama, con sucolchón de crin, una buena estufa que noapeste, y una fulana bien sabrosa. Nosoporta el olor a carbón; eso ya desde laguerra. Tampoco es de los que se va concualquiera. Antes, cuando aún eramendigo, no hacía más que picar de unaen otra. Ahora piensa comprarse un trajenuevo; pronto nadaría en oro y podríaelegir. Pondría en fila a unas cien tías yles metería mano a todas: para eso no

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hace falta desnudarlas, es igual. Despuésse iría con tres o cuatro: más no puedeen una noche. ¡Y adiós botones!

—¡Necesitaré una cama doble! —suspiró—, si no, ¿dónde pondré a lastres fulanas?

Al buhonero lo inquietaban otrascosas. Casi se desnuca por mirarle lajoroba a la Fischerla. ¿No tendría algúnpaquete escondido? El manobreroapareció con un paquete y se fue con lasmanos vacías. ¿Por qué el enano se lollevaría bajo el portal de la iglesia?Cuando estaban ahí, no pudo ver ni aljefe, ni al manobrero, ni a la Fischerla.Esconderían el paquete en la iglesia, porsupuesto. ¡Excelente idea! A nadie se le

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ocurriría buscar cosas robadas en unaiglesia. El jorobado aquel sí que erafino. El paquete contendrá una buenadosis de cocaína. ¿Cómo conseguiríaese negocio el muy garduño?

En ese momento, el enano se lesacercó corriendo y les dijo:

—¡Paciencia, caballeros! Mientrasesta patituerta va y viene, nos habremosmuerto los tres.

—¡Basta de muertes, jefe! —rugió elciego.

—De morir nadie se escapa, jefe —ratificó el buhonero servilmente yvolvió las palmas de sus manos haciaafuera, como Fischerle hubiera hecho ensu lugar—. ¡Ah! ¡Si tuviéramos un buen

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ajedrecista! —añadió—, pero ningunode nosotros puede competir con uncampeón.

—¡Campeón, campeón! —YFischerle sacudió, ofendido, la cabeza—. ¡En tres meses seré campeónmundial, caballeros!

Sus dos empleados se miraronboquiabiertos.

—¡Viva el campeón mundial! —rugió de pronto el ciego. Y el buhonerose apresuró a secundarlo con su tenuevoz de grillo (siempre que abría la boca,en el Cielo decían: «está tocandomandolina»). Alcanzó a decir«mundial», pero el «campeón» se leatascó en la garganta. Por suerte, la

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plazoleta estaba desierta a esa hora y nose veía ni uno de esos centinelas de lacivilización urbana: los policías.Fischerle hizo una venia, pero sintió quehabía ido demasiado lejos y graznó:

—¡Lamento tener que pedirles mássilencio en horas de trabajo! ¡Mejor nohablemos!

—¡Por fin! —dijo el ciego, quequería empezar otra vez con susproyectos futuros y se creyó con derechoa hacerlo después del ¡viva!

El buhonero se llevó el índice a laboca, dijo:

—Siempre he dicho que el silencioes oro —y enmudeció.

El ciego se quedó solo con sus

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mujeres. No dejó que lo privasen de sugusto y siguió hablando en voz alta.Comenzó diciendo que con mujeres eramejor no meterse, concluyó con la camadoble y, como le pareció que Fischerlemostraba poco interés por esas cosas,empezó de nuevo y les fue describiendodetalladamente algunas de las cienmujeres que tenía en reserva. Le atribuíaa cada una un trasero hiperbólico,indicando su peso en kilos, y aumentabala cifra de una en otra Al llegar a lasesenta y cinco, que eligió comoejemplo de la decena respectiva, sólolas nalgas pesaban 65 kilos. Como eramal calculador, prefería quedarse en lacifra que pronunciaba. Con todo, los 65

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kilos le parecieron algo exagerados ydeclaró:

—¡Lo que digo es siempre cierto!No sé mentir; es algo que me queda dela guerra.

Pero Fischerle andaba ocupadísimoconsigo mismo, reprimiendo las jugadasque se le ocurrían. La distracción quemás temía era el creciente deseo dejugar una partida: su negocio podía irsea pique. Golpeteó ligeramente eltablerito que llevaba en el bolsilloderecho de la americana y que servía decaja para las piezas, las oyó saltardentro, masculló un «¡estate quieto,ahora!» y volvió a golpetearlo hasta quese cansó del ruido. El buhonero, que

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soñaba con las drogas, asoció susefectos con su necesidad de dormir. Siencontraba el paquete en la iglesia, serobaría unas cuantas dosis para hacer laprueba. Sólo temía soñar bajo el efectode la droga. Si hay que soñar, preferíano dormirse. Buscaba el sueñoverdadero, con gente que lo alimentasesin despertarlo… al menos por catorcedías.

En ese instante, el enano vio que laFischerla desaparecía bajo el portal,tras haberle hecho señas de que seacercara. Cogió al ciego por el brazo, ledijo:

—¡Claro que tiene razón! —Y albuhonero—: ¡Usted no se mueva! —Y se

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llevó al primero hasta el portal. Ahí lohizo esperar y arrastró a la Fischerlahasta el interior de la iglesia.

La vieja, terriblemente excitada, nodecía palabra. Para calmarse un poco, lepuso el paquete y los 250 chelines en lamano. Mientras él los contaba, ellarespiró profundamente y sollozó:

—Me preguntó si yo era la señoraFischerle.

—¡Y tú le dijiste…! —gritó él,temiendo que una respuesta torpe leechara a perder el negocio: ¡seguro quesí, y encima se divertía la pasmona!¡Cuando le dicen que es su mujer, sevuelve loca! ¡Por algo nunca pudo verla!¡Y el otro burro! ¿Qué tenía que hacerle

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esas preguntas? ¡Si él mismo le habíapresentado a su mujer! Como ella tienejoroba y él también, el tipo la creyó suesposa; algo notaría. Y ahora tendría élque largarse con 450 chelinesmiserables, ¡qué vergüenza!—. ¿Y túqué le dijiste? —gritó por segunda vez.Olvidó que estaba en una iglesia. Engeneral, sentía miedo y respeto por lasiglesias, pues su nariz era muyllamativa.

—¡Pero… si yo no… podía…decir… nada! —replicó ella, sollozandoante cada palabra—, sólo sacudí lacabeza. —Todo el dinero que creíaperdido se le cayó del corazón como ungran peso. Pero el miedo que ella le

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causara se le convirtió en rabia pura.¡Con qué ganas la hubiera abofeteado!Por desgracia no tenía tiempo. La sacó aempellones de la iglesia y le chilló aloído:

—¡Mañana seguirás con tusinmundos diarios! ¡Nunca volveré amirarlos!

Ella entendió que había perdido supuesto, pero no estaba en condiciones decalcular lo que eso suponía. Un señor latoma por la mujer de Fischerle, y ellasin poder decir nada. ¡Qué desgracia!¡Qué desgracia tan horrible! En su vidase había sentido tan dichosa. Al volver acasa fue repitiendo entre sollozos: «Eslo único que tengo en el mundo». Olvidó

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que él le debía aún 20 chelines, cantidadque, en épocas difíciles, le costaba unasemana de trajines. Acompañaba sumelodía con la imagen del caballero quele había dicho: «señora Fischerle».Olvidó que todos le decían la Fischerla.

Sollozaba también por no saberdónde vivía el caballero ni qué sitiosfrecuentaba. Le hubiera ofrecido diarioscada día. Y él le hubiera vuelto apreguntar…

Fischerle se liberó así de ella. No laestafó adrede: el miedo y la rabia lohabían sacado de quicio. Sin embargo,aunque la hubiera despedido por lasbuenas, algo le habría escamoteado. Leentregó el paquete al ciego,

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aconsejándole que fuese con cuidado yno hablara, ya que de eso dependía supuesto. Entretanto, y como veía desfilarante él a todas sus mujeres, el ciegocerró los ojos para olvidarlas. Cuantolos abrió, hasta las más pesadas sehabían esfumado, dejándole un ligerodesconsuelo. En su lugar fue recordandodetalladamente sus nuevas obligaciones.El consejo de Fischerle era, pues,superfluo. Pese a la prisa que el negociole imponía, el enano no miró con buenosojos su partida: daba demasiadaimportancia a los botones. Hasta quépunto le importaban a aquel hombre lasmujeres era, además, algo que Fischerle,con su habitual indiferencia por el otro

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sexo, no podía precisar a ciencia cierta.Al llegar junto al buhonero, le dijo:—¡Pensar que un hombre de

negocios tiene que confiar en estachusma!

—¡Tiene usted razón! —replicó elotro que, siendo también un hombre denegocios, se exceptuaba de la chusma.

—¿Para qué vivimos? —Loscuatrocientos chelines que estuvo apunto de perder lo habían desilusionadode la vida.

—¡Para dormir! —replicó elbuhonero.

—¡Usted, dormir! —Y al imaginardormido al buhonero, que no hacía sinoquejarse de su insomnio, una risa

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convulsiva se apoderó del enano.Cuando se reía, sus fosas nasalessimulaban una doble boca muy abiertabajo la que aparecían dos tenuesranuras: las comisuras de los labios.Esta vez, su mal de risa fue tan fuerteque lo hizo sujetarse la joroba, así comootros se sujetan la barriga. Juntó lasmanos por debajo, amortiguando elefecto de los espasmos.

No bien hubo dejado de reírse —elbuhonero estaba ofendidísimo por esafalta de fe en su sueño—, cuando elciego reapareció y se metió bajo elportal. Fischerle se abalanzó hacia él, learrancó el dinero de la mano, quedó muysorprendido al ver que la suma

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coincidía —¿o le había dichoquinientos?, no, cuatrocientos— y lepreguntó, para disimular su agitación:

—¿Cómo te fue?—En la puerta vidriera me topé con

una tía… Si no hubiera sido por suestúpido paquete, le habría agarrado elpecho: ¡era tan gorda! Su socio estámedio chiflado.

—¿Por qué? ¿Qué le ha ocurrido?—No se me enfade, pero habló

pestes de las mujeres. Dijo quecuatrocientos era mucho, pero que melos daba por esa mujer. Las mujerestienen la culpa de todo. ¡De poderhablar, cuatro frescas le hubiera dichoyo al muy idiota! ¡Las mujeres! ¡Las

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mujeres! ¿Qué haría yo sin mujeres? ¡Yome choco con la tía y él va y me armauna escena!

—Él es así. Es un solterónempedernido. No permito que loinsulten. Es mi amigo. Tampoco dejoque le hablen, por no ofenderlo. A losamigos no hay que ofenderlos. ¿Lo heofendido yo a usted alguna vez?

—No, reconozco que usted es unbuen tipo.

—¡Pues ya ve! Mañana a las nueveaquí mismo, ¿eh? ¡Y ni una palabra,fíjese que somos amigos! ¡Ya veremos sialguien puede morir por un botón! —Elciego se alejó. Se sentía tan bien queolvidó pronto las excentricidades del

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socio. Con veinte chelines se podíahacer algo. Primero lo esencial. Y loesencial era una mujer y un traje; elnuevo traje tendría que ser negro paraque hiciera juego con su nuevo bigote.Pero un traje negro por veinte chelines,¡ni en sueños! Se quedó, pues, con lamujer.

La curiosidad hizo olvidar alofendido buhonero su prudencia ycobardía habituales. Quería sorprenderal enano cambiando los paquetes. Laperspectiva de inspeccionar toda unaiglesia, por pequeña que fuese, en buscade un paquete, no le tentaba en absoluto.Pensó que entrando repentinamente seharía una idea de la situación, ya que el

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enano tendría que salir de algún lado. Loencontró frente al portal, recibió supaquete y se alejó en silencio.

Fischerle lo siguió lentamente. Elresultado del cuarto intento no tenía sólouna importancia financiera: era unacuestión de principios. Si Kien le dabaahora los cien chelines, la suma totalacumulada por Fischerle —950 chelines— superaría el monto de su gratificacióninicial. En el curso de su estafaorganizada contra el gremio de libreros,la idea de estar frente a un enemigo que,tan sólo ayer, había intentadodesplumarlo, no abandonó un instante alenano. Es natural que uno defienda supellejo. Frente a un asesino, nos

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volvemos asesinos. Frente a un ladrón,nos rebajamos a ser también ladrones.No había más que un pero en esteasunto: acaso el tipo se obstinase enrecobrar la recompensa, acaso seempecine en su ruindad —la gente semete ideas imposibles en la cabeza— y,por ella, ponga en juego toda su fortuna.Aunque si ésta había sido ya una vez deFischerle, ¿quién le impediríaquitársela? Pero acaso su oportunidadhubiera pasado. No todos saben meterseideas en la cabeza. Si el tipo aqueltuviera un carácter como el de Fischerle,si la gratificación le interesara tantocomo a Fischerle el ajedrez, losnegocios irían viento en popa. Pero

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¿cómo saber a quién tienes delante? Talvez no fuera sino un charlatán, un pobrediablo que lamentase su dinero y que eldía menos pensado le diría: «¡Basta ya,de aquí no paso!». Era capaz derenunciar, por cien chelines, a larecompensa entera. Pero ¿sabía acasoque iban a quitarle todo y que al final norecuperaría nada? Si el gremio delibreros tiene alguna chispa deinteligencia —y es la impresión quehasta entonces le ha dado—, seguirápagando hasta quedarse sin nada. MasFischerle dudaba de esa inteligencia; notodos tienen su rigor mental,desarrollado por el ajedrez. Necesitabaun hombre enérgico, con su firmeza de

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carácter, un hombre que no se arredraseante nada. Con gusto pagaría, por unhombre así; lo haría su socio, si lohallara; iría a buscarlo al portal delTheresianum y lo esperaría. Encualquier caso, después podrá estafarlo.

Pero en vez de su hombre enérgico,vio acercarse al buhonero que, aterrado,se detuvo ante él en seco. No esperabaver allí a su jefe. Tuvo la astucia depedir 20 chelines más de lo que ésteestipulara. Metió la mano en el bolsilloizquierdo del pantalón, donde habíaescondido su ganancia, y dejó caer elpaquete. Poco le importaba a Fischerleel tratamiento que, por ahora, recibierasu mercadería: quería alguna noticia. Su

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empleado se hincó de rodillas pararecoger el paquete y, para su granasombro, vio que Fischerle hacía lomismo. Ya en el suelo, éste cogió albuhonero por la mano derecha y leencontró los cien chelines. No es másque un pretexto, pensó el buhonero, estáasustado por el valor de su paquete,¿por qué demonios no me lo miraríahace un momento? Ahora es demasiadotarde. Fischerle se levantó y le dijo:

—¡Cuidado con caerse! ¡Llévese elpaquete a casa y vuelva con él mañana,a las nueve en punto, aquí a la iglesia!

—¿Cómo? ¿Y mi comisión?—¡Ah sí, perdón! ¡Soy tan

olvidadizo! —(Por casualidad era

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cierto)—. ¡Tenga! —Y le dio suporcentaje. «¿Mañana a las nueve?¡Ahora mismo, amigo!». Con estaspalabras, el buhonero se metió en laiglesia. Volvió a hincarse de rodillasdetrás de una columna y, rezando por sientraba alguien, abrió el paquete. Eranlibros. Ya no le quedó ninguna duda. Lohabían engañado. El verdadero paqueteestaba en otro sitio. Empaquetó otra vezlos libros, los escondió debajo de unbanco y empezó a buscar. Sin dejar derezar, recorrió furtivamente la iglesiaentera, mirando bajo cada banco. Fueminucioso; ocasiones como ésa nosurgen cada día. Varias veces creyóhaber descubierto el misterio, pero sólo

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eran misales negros. Al cabo de unahora sintió por ellos un odioinextinguible. A la segunda hora laespalda le dolía, y la lengua, seca, lecolgaba fuera de la boca. Sus labiosseguían moviéndose como simascullasen oraciones. Cuando acabó,volvió a empezar desde el principio.Era demasiado listo para repetirmecánicamente sus gestos. Sabía que loque se nos escapa a la primera, se nosescapa a la segunda, e invirtió el ordende sus pesquisas. A esa hora casi nadieiba a la iglesia. Se detenía, con el oídomuy alerta, cada vez que le llegaba unruido extraño. Una beata le hizo perderveinte minutos: temía que descubriese el

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secreto antes que él y no le quitó el ojode encima. Hasta que no se fue, él no seatrevió ni a sentarse.

A primera hora de la tarde —ya nirecordaba a qué hora había empezado abuscar— zigzagueaba a trompiconesdesde el lado izquierdo hasta la tercerafila de bancos de la derecha, y desdeésta hasta su correspondiente al ladoizquierdo. Era el último orden depesquisas que alcanzó a imaginar. Por latarde se desplomó en un rincón y sequedó dormido. Aunque había logradosu objetivo, el sacristán lo despertó asacudones y lo echó fuera a la hora decerrar la iglesia, mucho antes de quepasaran los catorce días. El paquete real

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se le olvidó dentro.

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Revelaciones

Cuando Fischerle apareció en lapuerta vidriera guiñando vivamente elojo, Kien lo saludó con una dulcesonrisa. La piadosa profesión que pocoantes iniciara le había atemperado elalma, predisponiéndola a la invenciónmetafórica. Se preguntó qué significaríael parpadeo de aquella luz melancólica;el torrencial flujo del amor le habíahecho olvidar las señales convenidas.La fe de Kien, tan inquebrantable comosu recelo ante una humanidad queprofanaba libros, se lanzó por un terrenopredilecto. Deploraba la debilidad de

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Cristo, aquel extraño despilfarrador.Multiplicación de panes y de peces,curaciones y parábolas desfilaron por sumente, y pensó en la cantidad de librosque se hubieran salvado con esosmilagros. Sintió que su estado interioractual se asemejaba al de Cristo. Élhubiera hecho lo mismo en muchoscasos, sólo que los objetos del amor deCristo le parecían aberrantes, al igualque los de aquellos japoneses. Como elfilólogo aún estaba vivo en él, decidióconsagrarse, cuando el país volviese ala normalidad, a una exégesis textualcompletamente nueva de los Evangelios.Tal vez Cristo no se refirieraexactamente a los hombres, y una

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jerarquía bárbara hubiese tergiversadoel sentido original de sus palabras. Lainesperada aparición del Lagos en elEvangelio de San Juan daba pábulo,precisamente porque la hermenéuticatradicional la atribuía a influjos griegos,a diversas conjeturas de este tipo. Kiense sentía lo suficientemente informadocomo para retrotraer el Cristianismo asus verdaderos orígenes, y aunque nofuera el primero en transmitir lasauténticas palabras del Redentor a unahumanidad siempre dispuesta aescucharlas, esperaba, no sin ciertaconvicción, que su interpretación fuerala definitiva.

Sin embargo, el juego mímico de

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Fischerle indicándole un peligroinminente, permaneció incomprendido.El enano repitió varias veces susseñales de alarma, guiñandoalternativamente los dos ojos, y porúltimo se abalanzó sobre Kien, lo cogiódel brazo, murmuró:

—¡La policía! —La palabra máshorrible que conocía— ¡corra, que yoiré delante! —Y contraviniendo supromesa, volvió a pararse en la puerta aver qué efecto producían sus palabras.Kien echó una doliente mirada arriba, nohacia el Cielo, sino al Infierno del sextopiso, y juró regresar a aquel vestíbulosagrado el mismo día, de ser posible.Despreciaba de todo corazón a los

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inmundos fariseos que lo asediaban.Como un auténtico santo tampocoolvidó, antes de poner en movimientosus largas piernas, agradecerle al enanosu advertencia con una venia tiesa, peroprofunda. En caso de que faltase a susdeberes por cobardía, amenazó a supropia biblioteca con la muerte en lahoguera. De pronto constató que susenemigos no se mostraban. ¿Qué temían?¿La fuerza moral de sus argumentos? Noestaba defendiendo pecadores, sinolibros inocentes. Que le tocasen un peloa uno solo de esos libros y ya veríanquién era él. También conocía al dedilloel Antiguo Testamento y se reservaba lavenganza.

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—¡Ah, demonios que me acecháis envuestros escondrijos! —exclamó—¡abandono vuestro lodazal con la cabezabien erguida! No os tengo miedo, puesdetrás de mí vienen muchísimosmillones. —Y señaló con el dedo a lasalturas. Luego inició lentamente lahuida.

Fischerle no le quitaba el ojo deencima. Le molestaba que su dineropudiera ir a parar de los bolsillos deKien a los de cualquier granuja. Temíaque apareciera un nuevo adicto al Montede Piedad, y apremió a su amo agitandonariz y brazos. La actitud dubitativa delotro le pareció garantizar su propiofuturo. El tipo era, por lo visto, un

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hombre de carácter y se obstinaba enrecuperar de esa manera —y no de otra— la famosa gratificación. Nunca pensóque fuera tan consecuente y lo encontróadmirable. Se propuso promocionar losplanes de aquel hombre tanvoluntarioso, ayudándolo a deshacersede su capital lo antes posible y sinmayor esfuerzo. Pero como da lástimamalgastar una suma de por sí tanrespetable, Fischerle tenía que evitarcualquier interferencia extraña. Lo quese hallaba en juego entre ambos hombresde carácter, los concernía a ellos dos y anadie más. Acompañaba cada paso deKien con una estimulante oscilación desu joroba, señaló aquí y allá algún

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rincón oscuro y, llevándose el índice ala boca, siguió avanzando de puntillas.Cuando un empleado —que resultó serel Cerdo encargado de tasar los libros—pasó a su lado, Fischerle intentó unesguince y lo apuntó con la joroba. Kientambién se agachó de pura cobardía.Intuyó que aquel presunto ser humano,que había bajado por la escalera uncuarto de hora antes, trabajaba comodemonio allá arriba, y temió que leprohibiera pararse junto a la ventana.

Por último, Fischerle logró llevarlohasta la plazuela, detrás de la iglesia, ylo arrastró bajo el portal.

—¡Salvados! —dijo con sorna.Asombrado ante la magnitud del peligro

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que acababa de correr, Kien abrazó alpequeño y le dijo con voz suave y tierna—: Si no fuera por usted…

—¡Hace tiempo que estaría enchirona! —completó Fischerle.

—¿Acaso mi comportamiento esilegal?

—Todo lo que uno hace es ilegal. Vausted a comer algo porque tiene hambre,y lo acusan de haber robado. Ayudausted a un pobre diablo regalándole unpar de zapatos, el tío se fuga con loszapatos y lo declaran a usted cómplice.Se echa a dormir en un banco y se pasaallí diez años soñando, los tíos vienen ylo despiertan por algo que cometió hacediez años… ¡qué digo despiertan, se lo

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llevan! Quiere usted ayudar a un par delibros indefensos, y todo elTheresianum es rodeado por la policía;en cada esquina se esconde uno,¡hubiera visto usted sus nuevosrevólveres! Un Mayor dirige laoperación; yo me le escurrí por entre laspiernas. ¿Y qué cree que esconde paraque ninguno de los señorones que pasannoten nada? ¡Una orden de captura! ElJefe superior de policía ha dado unaorden de captura especial por ser ustedun caballero. ¡Usted mismo sabe lo quees, no necesito decírselo! A las once enpunto iban a detenerlo, vivo o muerto, enlos salones del Theresianum. Pero unavez fuera, ya nada puede ocurrirle.

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Afuera no es usted un asesino. A lasonce en punto. ¿Y qué hora es ahora?Las once menos tres. ¡Convénzase ustedmismo!

Lo arrastró hasta el otro lado de laplaza, de donde se podía ver el reloj.No habían pasado aún dos minutos,cuando dio las once.

—¿No le dije? ¡Ya son las once! ¡Hatenido usted suerte! ¿Se acuerda delhombre al que saludamos? Era el Cerdo.

—¡El Cerdo! —Kien no habíaolvidado una sola palabra del informeque Fischerle le hiciera al comienzo. Nobien hubo descargado su cabeza, lamemoria volvió a funcionarle demaravilla. Cerró el puño algo

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tardíamente y exclamó—: ¡Vampiromiserable! ¡Si lo tuviera entre mismanos!

—¡Pues alégrese de no tenerlo! Sihubiera provocado al Cerdo, lo habríandetenido antes. ¿Cree que no sentí ascoal inclinarme ante ese, Cerdo? Perotenía que advertirle; para que vea ustedqué amigo tiene.

Kien siguió pensando en el aspectodel Cerdo.

—¡Y yo que lo creía un simplediablo! —dijo avergonzado.

—Y lo es. ¿Por qué un diablo nopodría ser un Cerdo? ¿Le vio usted labarriga? En el Theresianum se rumoreaque… pero mejor me callo.

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—¿Qué se rumorea?—Se va usted a enfadar si se lo

digo.—¿Qué se rumorea?—¡Júreme que no regresará ahora

mismo si se lo digo! No haría más quearruinarse y ningún libro saldríaganando.

—Bien, lo juro, ¡pero Cuente!—¡Ha jurado! ¿Le vio la barriga?—Sí… Pero ¿y los rumores?—Ya vienen. ¿No notó algo raro en

la barriga?—¡No!—La gente dice que es angulosa.—¿Y eso qué significa? —La voz de

Kien temblaba. Algo inaudito se

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acercaba.—Se dice… pero déjeme agarrarlo,

no vaya a hacerse daño… se dice que loceban con libros. Que… ¡devora libros!

Kien dio un alarido y se tiró alsuelo. En su caída arrastró al enano, quese golpeó contra el adoquinado y, paravengarse, siguió hablando: «¿Qué quiereque haga?», dice el Cerdo, yo mismo selo oí decir, «¿qué haría yo con tantamugre?». Dijo mugre, siempre les dicemugre a los libros, pero le encantacomérselos. «¿Qué quiere que haga?»,dice, «la mugre se acumula aquí durantemeses, mejor aprovecho y me doy unapanzada». Ha escrito un libro de cocinacon muchísimas recetas y ahora busca un

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editor. «Hay demasiados libros en elmundo», dice, «y demasiados estómagoshambrientos. Le debo mi barriga a micocina», dice, «quisiera que todostuvieran mi barriga y que los librosdesaparecieran; si por mí fuera, noquedaría ni uno. Los podrían quemar,pero nadie saldría ganando. Por esodigo que es mejor comérselos, crudoscon aceite y vinagre, como una ensalada,o fritos con pan rallado, como unaescalopa rebozada, con sal y pimienta,con azúcar y canela». Ciento tres recetastiene el muy cerdo, y cada mes inventauna nueva. Pienso que es una vergüenza,¿no cree?

Durante este discurso, que Fischerle

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graznó sin una sola pausa, no paró Kiende revolcarse en el suelo. Golpeaba eladoquinado con sus débiles puños comoqueriendo probar que hasta la duracorteza terrestre era más blanda que elhombre. Un dolor agudo le oprimía elpecho; quiso gritar, salvar, rescatar, peroen vez de su boca eran sus puños los quehablaban con voz débil. Iban golpeandoun adoquín tras otro sin saltarse ni uno.Golpearon hasta sangrar; de su bocasalió una espuma que fue a mezclarsecon la sangre de sus puños: ¡tan cerca dela tierra estaban sus temblorosos labios!Cuando Fischerle acabó, Kien selevantó, vacilante, se aferró a la jorobay, tras mover inútilmente los labios dos

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o tres veces, gritó con voz penetrante através de la plaza: «¡Ca-ní-ba-les! ¡Ca-ní-ba-les!». Estiró el brazo libre endirección al Theresianum, y con un pieparteó el adoquinado que casi besarasegundos antes.

Los transeúntes, pues algunos yapasaban a esa hora, se detuvieronaterrados: su voz resonaba como la deun herido grave. Se abrieron ventanas,un perro aulló en una calleja vecina, unmédico en delantal blanco salió a lapuerta de su consultorio, y a la vuelta dela esquina se dejó oír la policía. Unamaciza florista, cuyo tenderete estabafrente a la iglesia, fue la primera enacercarse al gritón y preguntarle al

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enano qué tenía el caballero. Aúnllevaba en la mano unas rosas frescas yel cordel para atarlas.

—Se le ha muerto alguien —dijoFischerle, apenado.

Kien no oyó nada. La florista ató susrosas, se las puso a Fischerle en elbrazo y le dijo:

—Déselas de mi parte.Fischerle hizo una venia, murmuró:—Hoy es el entierro —y la despidió

con un breve gesto de su mano.Pensando en sus flores, la mujer fue deun peatón a otro diciéndoles que elcaballero había perdido a su esposa.Lloraba porque su difunto esposo,muerto doce años antes, siempre le

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había pegado.A él no se le hubiera ocurrido llorar

por ella. Se apiadó de sí misma como sifuera ella la mujer del esmirriadocaballero. El médico —que resultó serun peluquero— movió secamente lacabeza:

—¡Tan joven y viudo! —Esperó uninstante y se rió de su broma.

La florista le lanzó una mirada torvay sollozó:

—¡Las rosas se las di yo!La historia de la esposa muerta se

propagó por todo el vecindario; variasventanas se cerraron. Un viejo verdecomentó:

—¡Ya no hay nada que hacer! —Y

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sólo se quedó por una chica de servicio,tierna y jovencita, que hubiera queridoconsolar al pobre caballero. El guardiaurbano no sabía qué hacer; un botonesque iba a su trabajo lo había informado.Cuando Kien reanudó sus gritos, pues lagente lo exasperaba, el custodio delorden quiso intervenir. Pero las súplicasde la florista lo hicieron desistir. Comola proximidad de la policía angustiabahorriblemente al enano, dio un saltohasta la altura de Kien, le tapó la boca,que cerró firmemente, y lo obligó aagacharse a su nivel.

Así se lo llevó —un cortaplumassemiabierto— hasta el portal de laiglesia, y exclamó:

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—¡Rezar lo calmará! —Hizo unavenia al público y desapareció con Kienen el templo. El perro seguía aullandoen la calleja.

—Los animales siempre se dancuenta —dijo la florista— cuando midifunto esposo… —y le contó suhistoria al guardia urbano. Ahora que elseñor se había ido, sintió pena por susflores tan caras.

El buhonero acababa de iniciar suspesquisas en el interior de la iglesiacuando apareció Fischerle en compañíade su acaudalado socio. Sentó al palo deescoba en un banco, dijo en voz alta:

—¿Está usted loco? —Echó unamirada alrededor y siguió hablando en

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voz baja. El buhonero estabaasustadísimo porque había estafado aFischerle y el socio sabía con cuánto. Sealejó, a rastras, lo más que pudo,escondiéndose detrás de una columna.Allí permaneció vigilante, al amparo dela penumbra, pues una luminosaintuición le dijo para qué habían venido:a traer o a llevarse el paquete.

En la angosta penumbra de la iglesiase fue Kien recuperando lentamente.Sentía la proximidad de un ser cuyossuaves reproches lo animaban. Aunqueno entendiese lo que dicho ser decía,empezó a sentirse más calmado.Fischerle se afanaba desesperadamente.Había ido demasiado lejos. Mientras

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desgranaba sus palabras de consuelo,trató de adivinar a quién tenía al lado. Siel tipo estaba loco, lo estaba de remate;pero si sólo se hacía, era el estafadormás temerario del mundo. ¡Un estafadorque deja que la policía se le acerque yno corre; al que es preciso salvar por lafuerza de las garras de la policía; quelogra convencer a una florista de sumiseria y hasta le saca rosas gratis; quearriesga 950 chelines sin malgastar unapalabra; que escucha las mentiras de unenano jorobado sin propinarle unapaliza! ¡Un campeón mundial de laestafa! Engañar a un campeón así estodo un placer: Fischerle no aguantarivales de los que deba avergonzarse.

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En cualquier juego exigía adversarios deigual categoría, y como había elegido aKien por razones financieras, loconsideraba entre sus iguales.

Sin embargo, lo trataba como a unimbécil rematado: él mismo se lo busca,por hacerse el loco. En cuanto se hubocalmado, le preguntó, para cambiarle lasideas, qué tal le había ido esa mañana.

Kien mostrose muy dispuesto arecordar momentos más felices paraliberarse del horrible pesar que looprimía. Apoyó clavículas, costillas yotros huesos contra la columna queremataba su hilera de bancos, y sonriócon la débil sonrisa de un enfermo que,si bien se hallaba en vías de

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recuperación, precisaba aún muchísimoscuidados. Y Fischerle estaba dispuesto aprodigárselos. Es un placer mantenervivo a un rival así. Se trepó al banco, searrodilló y pegó una oreja a la boca deKien lo más que pudo: alguien podríaoírlos.

—Para que no haga tanto esfuerzo —le dijo. Pero a Kien nada le parecíanatural. Cualquier gesto amable en unser humano era para él un milagro.

—Usted no es un ser humano —suspiró afectuosamente.

—Lo siento, pero un tullido no es unser humano.

—El único tullido es el ser humano—replicó Kien, intentando alzar la voz.

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Como ambos se miraron de hito en hito,olvidó lo que había que callarle alpequeñuelo.

—No —dijo Fischerle— el serhumano no es tullido, si no, yo sería unser humano.

—No permito que diga eso. ¡Elhombre es la única, bestia! —exclamóKien, entre conminatorio e imperativo.

A Fischerle lo divertía mucho estaescaramuza, pues por tal la tomaba.

—¿Por qué entonces nuestro Cerdoes un Hombre? —¡Ya está: lo habíaagarrado!

Kien dio un respingo: erainvencible.

—¡Porque los cerdos no pueden

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defenderse! ¡Protesto contra semejanteabuso! ¡Los hombres son hombres y loscerdos, cerdos! ¡Todos los hombres noson sino hombres! ¡Su Cerdo es unhombre! ¡Ay del hombre que presumaser cerdo! ¡Lo aplastaré! ¡Ca… ní…ba… les! ¡Ca… ní… ba… les!

Las furiosas lamentacionesretumbaron en la iglesia, aparentementevacía. Kien siguió gritando. Fischerle, alque había cogido de sorpresa, se sentíainseguro en las iglesias. Estuvo a puntode arrastrar de nuevo a Kien hasta laplaza. Pero allí había policías. Aunquela iglesia se derrumbase, él no pensabaecharse en brazos de la policía.Fischerle sabía historias horrorosas de

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judíos sepultados bajo iglesias que sederrumbaban por estar ellos dentro. Selas había contado su mujer, la Rentista,porque era muy piadosa y queríaconvertirlo a su fe. Pero él no creía ennada, salvo que un «judío» es uno deesos criminales que llevan en sí mismossu castigo. En su desconcierto se mirólas manos, que mantenía siempre a laaltura de un imaginario tablero deajedrez, y advirtió que había aplastadolas rosas con su brazo derecho. Lasrecogió y graznó:

—¡Rosas! ¡Qué preciosas! ¡Rosas!¡Qué preciosas!

La iglesia se fue llenando de rosasque graznaban: de lo alto de la nave

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central, desde las naves laterales, delcoro, del portal, de todas partes volaronhasta Kien los rojos pajarracos.

(Muerto de miedo, el buhoneroseguía acurrucado detrás de su columna.Comprendió que se trataba de una riñaentre ambos socios y se regocijó, porqueal pelear seguro que se les caería elpaquete. Sin embargo, hubiera preferidoverlos fuera: el ruido era ensordecedor,la gente podría arremolinarse y, como enesos casos suelen presentarse hampones,temió que le robaran su paquete).

Los caníbales de Kien fueronahogados por las rosas. Su voz,debilitada ya por los esfuerzosanteriores, no pudo competir con la del

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enano. No bien tomó conciencia de lapalabra «rosas», interrumpió su griteríoy, entre confuso y asombrado, se volvióhacia Fischerle. ¿De dónde salían esasflores? Él estaba en otro sitio; las floresson inofensivas, viven de agua y luz, detierra y aire; no son seres humanos niatacan a los libros; son devoradas yperecen por culpa del hombre; las floresnecesitan protección, hay queprotegerlas de hombres y animales:¿dónde está la diferencia? Bestias,bestias por todas partes; unas comenplantas y otras libros, el único aliadonatural de un libro es una flor. Asió lasrosas de la mano de Fischerle, recordósu suave aroma, que conocía por poemas

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de amor persas, y se las llevó a los ojos:es verdad, olían. Eso lo calmó porcompleto y dijo:

—Puede usted decirle Cerdo, sigusta. ¡Pero no me insulte a las flores!

—Se las traje yo mismo para usted—declaró Fischerle, feliz, de no tenerque gritar más en una iglesia—. Me hancostado una fortuna. Usted las haaplastado con sus gritos. ¿Qué culpatienen las pobres de que haya hombresasí? —Optó en lo sucesivo por darle larazón a Kien en todo. Contradecirlo eramuy peligroso. Esa temeridad podría darcon él en la comisaría. Exhausto, elobsequiado se dejó caer nuevamente enel banco, volvió a apoyarse en su

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columna y, mientras movía las rosas deun lado a otro ante sus ojos, con lamisma precaución que si fueran libros,empezó a contarle los felicesacontecimientos de la mañana.

La época en que, tranquilo y sinrecelo, rescataba víctimas en eseluminoso vestíbulo del que nadie seescapaba, le parecía tan lejana como sujuventud. Vio claramente ante él a losseres que ayudó a volver al buen caminocomo si sólo hubiera transcurrido unahora, y él mismo se asombró de laprecisión de su memoria, que esta vez sesuperaba a sí misma. «Cuatro grandespaquetes hubieran recalado en elestómago del Cerdo o sucumbido en un

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futuro incendio. Yo logré salvarlos.¿Debo acaso jactarme? No lo creo. Mehe vuelto más modesto. Y entonces, ¿porqué le cuento todo esto? Tal vez paraque usted, cuyo lema es todo o nada,reconozca el valor de una obra demisericordia, por mínima que sea». Enestas palabras se aspiraba el aire puroque sigue a la tormenta. Su lenguaje, porlo general duro y seco, adquirió en esemomento una sonoridad dulce ymelodiosa. Una gran quietud reinaba enla iglesia.

Kien hacía una pausa entre frase yfrase para luego retomar, en voz baja, elhilo de su historia. Le habló de loscuatro descarriados que recibieron su

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apoyo. Sus figuras se esfumaronlevemente tras los nítidos contornos desus paquetes, que describió en primertérmino: papel, forma y supuestocontenido. En ningún caso lo verificórealmente. Los paquetes eran tan limpiosy sus portadores tan tímidos y modestosque no les quiso cortar la retirada. ¿Quésentido tendría su labor redentora si élfuera duro? Salvo el último, todos erancriaturas de una extraña bondad, quetrataban con cuidado a sus amigos ypedían gruesas sumas por quedarse conellos. De arriba hubieran vuelto sinempeñar un solo libro: su firme decisiónse les veía en la cara. Pero a él sí leaceptaron el dinero y se alejaron en

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silencio, profundamente emocionados.El primero, sin duda un obrero, loinsultó al oír sus preguntas: debiócreerlo un comerciante. ¡Nunca palabrasduras le parecieron tan suaves! Lasegunda fue una dama cuyo aspecto lerecordó a alguien conocido; lo tomó poruno de los demonios burlones que allíatendían y se ruborizó, pero guardósilencio. Poco después vino un ciegoque tropezó con una mujer de aspectomuy vulgar, casada con uno de losdiablos de la entrada. Se salvó de susbrazos aferrándose al paquete quellevaba y, con una seguridad pasmosa,se detuvo ante su protector. Ver a unciego con libros es un espectáculo

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conmovedor: se aferrandesesperadamente a su único consuelo, yalgunos, no muy interesados en laescritura Braille por lo poco que hayimpreso en ella, jamás renuncian ni sedicen la terrible verdad. No es raroverlos ante un libro abierto, impreso encaracteres normales: se engañan a símismos, imaginándose que leen. Esetipo de ciegos es bastante escaso, y sialguien merece ver la luz del día, sinduda son ellos. Por ellos desearíamosque las letras mudas hablasen. Lasexigencias del ciego fueron las másaltas, pero él, por delicadeza no podíadecirle esas cosas, le pagó insinuándoleque era por lo de aquella mujer

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irrespetuosa. ¿Para qué recordarle sudesgracia? Si quieres consolarlo,muéstrale su lado feliz. Si tuviera unamujer, el pobre se pasaría la vidatropezando y perdiendo el tiempo conella, porque así son las mujeres. Elcuarto, un ser insignificante y menoscariñoso con los libros, que temblabanen sus brazos, le pidió muy poco —como era de esperar— y dejó entreveren sus palabras un toque de vulgaridad.

De este informe dedujo el enano quenadie le había escamoteado un céntimo,lo que lo hubiera ofendido muchísimo.Confirmó la apariencia vulgar delúltimo personaje, con el que, dijo, sehabía cruzado en la puerta. Se trataba

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sin duda de algún mercachifle queregresaría mañana. Habría que echarlemano.

El buhonero oyó estas últimaspalabras; se había acostumbrado altimbre de las voces. Cuando la ruidosadisputa se calmó, avanzó hacia ellos concuriosidad, aunque lentamente, y llegójusto cuando hablaban de él. Lo indignóla falsedad del enano, y no bien lossocios abandonaron la iglesia, reanudósu labor con renovado ahínco.

Fischerle decidió hacer un sacrificioenorme. Condujo a Kien hacia el hotelmás cercano —tenía que estar en formapara el día siguiente—, y reprimió sumal humor ante la suculenta propina que

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el otro dio de su dinero. Cuando Kienpagó el importe de las dos habitaciones—aunque una sola hubiera sidosuficiente—, añadió el 50 % de la sumatotal en propinas —como si Fischerleaprobase esa locura tocante a su propiocuarto—, y, consciente de su culpa, lomiró sonriendo a la cara; el enano lohabría abofeteado. ¿No eran superfluosesos gastos? ¿Qué diferencia había entredarle uno o cuatro chelines de propina alportero? De cualquier forma, en pocosdías tendría todo el capital en subolsillo, rumbo a América. El porterono se hará rico con esa miseria;Fischerle se la perdía. ¡Y encima teníaque ser amable con un hipócrita como

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ése! Seguro que su amo lo desafiabapara que, estando ya muy cerca de lameta, perdiera los estribos y provocaraél mismo su despido. ¡Dios lo libre!Aquella noche volvería a extender lospapeles y amontonar los libros, le daríalas buenas noches y se dejaría poneresos nombres absurdos antes dedormirse. Y mañana se levantaría a lasseis, hora en que hasta las putas y losasesinos duermen, empaquetaría loslibros y volvería a hacer su teatro. Lapeor partida de ajedrez le resultaba másgrata. El larguirucho no irá a pensar, sinduda, que Fischerle cree en esos librosimposibles. Lo hace sólo porque lorespete; pero Fischerle le mostrará

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respeto mientras le haga falta, ni unsegundo más. No bien reúna el dinerodel viaje, le diría lo que piensa. «¿Sabequé es usted, caballero?», le gritaría«¡un vulgar caballero de industria! ¡Asícomo lo oye: un caballero deindustria!». Agotado por las emocionesmatinales, pasó Kien toda la tarde encama. No se desvistió por no dar muchaimportancia a una siesta intempestiva. Alas reiteradas preguntas de Fischerlesobre si podía empezar ya con loslibros, se encogió de hombros conindiferencia. El interés por su bibliotecaprivada, que en cualquier caso estaba abuen recaudo, había disminuido enforma notable. Fischerle notó el cambio.

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Sospechó un ardid que había que evitar,o una fisura por la que podría darlealgunos golpes, breves perocontundentes. Le preguntó varias vecespor los libros. ¿No le pesaríandemasiado al señor bibliotecario? Ni sucabeza ni los libros estabanacostumbrados a esa posición. No esque quisiera entrometerse, pero tampocoaprobaba aquel desorden craneano. ¿Porqué no pedir siquiera más almohadashasta que la cabeza quede en posiciónvertical? Si Kien movía la cabeza, elhombrecito gritaba, con todos los signosdel espanto:

—¡Por Dios, tenga cuidado! —Unavez saltó incluso hasta él y apoyó sus

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manos bajo la oreja derecha para cogervarios libros—. ¡Se están cayendo! —ledijo en tono de reproche.

Poco a poco fue poniendo a Kien enla disposición anímica que deseaba.Éste recordó sus deberes, se prohibiócualquier palabra superflua ypermaneció acostado, tieso e inmóvil.¡Si el enano se callara! Sus palabras ymiradas lo hacían sentirse incómodo,como si la biblioteca peligrara deverdad, lo que no era cierto. Laprecaución exagerada resulta dolorosa.Además, aquel día le pareció másapropiado pensar en todos aquellosmillones cuya vida estaba amenazada.Fischerle era demasiado meticuloso. Se

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preocupaba mucho de su cuerpo —sinduda debido a la joroba— y transferíaesa inquietud al de su amo. Llamaba alas cosas por el nombre que erapreferible silenciar, y se aferraba a loscabellos, ojos y orejas. ¿Para qué? Esevidente que en una cabeza entranmuchísimas cosas; sólo los seresmezquinos se preocupan del aspectoexterior. Hasta entonces nunca habíasido cargoso.

Pero Fischerle no lo dejaba en paz.La nariz de Kien empezó a moquear y,tras dejarla inmóvil un buen rato,decidió, por puro amor al orden, atacarla gruesa y pesada gota que colgaba dela punta. Sacó un pañuelo del bolsillo y

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se aprestaba a sonarse, cuando Fischerlesofocó un grito:

—¡Alto! ¡Alto! ¡Espéreme, ya voy!—Le arrancó el pañuelo de la mano,pues él mismo no tenía, se acercó congran cautela a la nariz y le enjugó la gotacomo si hubiera sido una perlavaliosísima—. ¿Sabe una cosa? —dijo—. ¡Con usted yo no me quedo! ¡Ya ibaa sonarse y los libros se le hubieransalido por la nariz! ¡Prefiero no decirlecómo hubieran quedado! ¡No tiene ustedcorazón para con sus libros! ¡Con untipo así yo no me quedo! —Kienenmudeció. En el fondo le daba la razón.Y, justamente por eso, su tono insolentelo exasperó aún más. Le pareció oírse a

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sí mismo por boca de Fischerle. Bajo lapresión de unos libros que ni siquieraleía, el enano iba cambiandovisiblemente. La vieja teoría de Kien sevio así brillantemente confirmada. Sindarle tiempo a preparar una respuesta,Fischerle siguió graznando: la pasividadde su amo lo asombraba. Él mismo noarriesgaba nada y al chillar descargaríatoda la ira provocada por aquellaescandalosa propina—. ¡Imagínese queyo me suene! ¿Qué diría usted? ¡Medespediría en el acto! Un hombreinteligente no se porta así. Mucho derescatar libros ajenos y trata a los suyoscomo a perros. Un buen día se quedarásin un real; en fin, eso no importa, pero

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¿qué haría si se quedara sin libros?¿Quiere usted mendigar en su vejez? Yono. ¡Y así pretende ser el gremio delibreros! ¡Míreme! ¿Soy yo un gremio delibreros? ¡No! ¿Y cómo trato a loslibros? Impecablemente, como unajedrecista trata a la reina o una puta asu rufián, ¿cómo le diría?… a ver si meentiende: ¡como una madre a su niño depecho! —Intentó recuperar su antiguolenguaje, pero no le salía. Sólo se leocurrían palabras distinguidas, y comoeran distinguidas, se dijo: «¡Tambiénvalen!» y quedó tan contento.

Kien se levantó, se le acercó y, nosin dignidad, le dijo:

—¡Es usted un jorobado insolente!

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¡Salga ahora mismo de mi cuarto!¡Queda despedido!

—¡Con que además es ingrato!¡Judío marrano! —gritó Fischerle—.¡No cabe esperar otra cosa de un judíomarrano! ¡Salga ahora mismo de micuarto o llamo a la policía! Soy yo elque ha pagado. ¡Devuélvame lo que hegastado o lo denuncio! ¡Rápido!

Kien vaciló. Tenía la impresión dehaber pagado él mismo, pero encuestiones de dinero nunca estabaseguro. También le pareció que el enanoquería engañarlo; pero aunquedespidiera a su fiel criado, quería almenos tomar en serio sus consejos y noponer más en peligro a los libros.

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—¿Qué ha pagado usted por mí? —preguntó, y el tono de su voz pareció aúnmás incierto.

Fischerle, que de pronto volvió asentir todo el peso de su joroba, respiróprofundamente y, como todo le iba mal,como quizá nunca fuese a América,como su propia estupidez era culpablede esta crisis, como se odiaba a símismo, su pequeñez, su mezquindad, sumezquino futuro, su derrota poco antesde la victoria, su mísero salario(comparado con el majestuoso total quehubiera ganado fácilmente en pocosdías); como hubiera querido coger eseprimer salario, una bagatela que leimportaba un rábano, y tirárselo a Kien

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por la cabeza (lo que hubiera sido unalástima) junto con su maldita biblioteca:por todo eso renunció también alimporte de la habitación y a la propinadel portero. Y exclamó:

—¡Renuncio a todo! —La frase lecostó tal esfuerzo que el tono en que ladijo le confirió más dignidad que a Kientoda su altura y su rigor. Esa renuncia sehacía eco de su dignidad humanaofendida y de la conciencia de serincomprendido pese a sus buenasintenciones. Kien, entonces empezó aentender. Aún no le había dado un soloreal a cuenta de su sueldo, seguro queno; nunca habían tocado el tema y ahora,en vez de reclamar cuando menos sus

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gastos, el enano renunciaba. Lo despidióporque esa noble preocupación por subiblioteca lo llevó a usar palabrasindecentes. Y él, encima, le decíajorobado. Pocas horas antes, ese mismojorobado le había salvado la vidacuando toda la policía de la capital loandaba persiguiendo. Al enano le debíano sólo su organización y seguridad,sino incluso la idea de hacer obrasmisericordiosas. Por negligencia sehabía echado en esa cama sin acostarpreviamente a sus libros, y cuando sucriado le recordó, como era su deber, laincómoda posición y el peligro queéstos corrían, él lo echó de su cuarto.No, tampoco había caído tan bajo como

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para seguir pecando contra el espíritu desu biblioteca por pura terquedad. Pusouna mano en la joroba de Fischerle y sela presionó con cariño, comodiciéndole: no te preocupes, otros tienensu joroba en el cerebro. ¡Qué absurdo!,esos otros no existen, porque los otrosno son más que hombres. Sólo nosotrosdos, seres felices, somos diferentes. Yordenó:

—¡Ya es hora de desempaquetar,querido señor Fischerle!

—Así me parece —replicó el enanosofocando sus lágrimas con granesfuerzo. América surgió ante él,gigantesca y más joven que nunca; y unmezquino estafador como Kien jamás

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podría ahogarla.

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Muerta de hambre

Una pequeña fiesta conciliatoriavolvió a acercarlos. Aparte de su comúnamor por la cultura, o, en otras palabras,la inteligencia, ambos habíancompartido ya una serie de aventuras.Kien le habló por primera vez de sumujer, una loca a la que tenía encerradaen casa, donde era inofensiva. Cierto esque también guardaba ahí su enormebiblioteca, pero como su mujer nuncamostró el más mínimo interés por loslibros, era poco probable que, en sulocura, fuera consciente de lo que larodeaba. Un ser sensible como Fischerle

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comprenderá sin duda su aflicción alverse lejos de su biblioteca. Pero no haylibro en el mundo mejor protegido quepor esa demente, añadió, cuya únicaobsesión era el dinero. Él llevabaconsigo lo esencial; y señaló las pilasde libros que yacían por tierra.Fischerle asintió respetuosamente.

—¡Sí, sí! —siguió diciendo Kien—.Usted no se imagina la de gente que sólopiensa en el dinero. Bello gesto de suparte el de rechazarlo, incluso el que segana honestamente. Quisiera demostrarleque mis recientes invectivas contra supersona no fueron sino el producto de uncapricho, o incluso de mi malaconciencia. Quisiera desagraviarlo por

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los insultos que, en silencio, tuvo ustedque aguantar. Considere, pues, como undesagravio lo que le estoy diciendosobre la realidad de este mundo.Créame, querido amigo, hay hombresque no piensan en el dinero sólo de vezen cuando, sino siempre: ¡a cada hora,minuto y segundo de sus vidas! Yendomás lejos, me atrevería a afirmar queese dinero, a veces, es ajeno. La genteasí a nada le teme. ¿Sabe usted lo que miesposa quería arrebatarme?

—¡Un libro! —gritó Fischerle.—Eso aún se entendería, aunque sea

un delito gravísimo. No: ¡un testamento!A Fischerle le habían contado casos

similares. El mismo conocía a una mujer

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que intentó hacer algo parecido. Porcorresponder a la confianza de Kien lecontó la misteriosa historia en unsusurro, rogándole encarecidamente quejamás lo traicionase, ya que su cabezaestaba en juego. No menor fue lasorpresa de Kien al enterarse de quiénera la protagonista: la propia mujer deFischerle.

—Ahora puedo confesárselo —exclamó— en cuanto la vi, su mujer merecordó a la mía. ¿Se llama Teresa,verdad? Como no quise herir sussentimientos aquel día, me guardé misimpresiones.

—No, se llama la Rentista; no tieneotro nombre. Cuando aún no era

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Rentista, le decían la Flacucha, por logorda que era. Salvo el nombre, todo lodemás coincidía.

La historia del testamento Fischerledespertó a Kien toda suerte desospechas. ¿No sería Teresa unabarragana, clandestina? De ella cabíaesperar cualquier cosa. Con el pretextode acostarse temprano, ¿no pasaría lasnoches en algún Cielo? Recordó lahorrible escena en que se desnudó en supresencia y barrió los libros del divánal suelo. Sólo una barragana es capazde tanta desvergüenza. MientrasFischerle iba hablando de su mujer,Kien fue comparando los detalles —enfermedad, letanía, intento de asesinato

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— con los que conocía ya por Teresa yle había contado al enano minutos antes.No cabía duda: de no ser idénticas, lasdos féminas eran con seguridadhermanas gemelas.

Más tarde, cuando en un rapto deconfianza Fischerle le propuso el tuteoy, trémulo de amistad, esperaba surespuesta, Kien no sólo decidiósatisfacer este deseo, sino que prometiódedicarle su próximo trabajo importante,tal vez su revolucionaria tesis sobre elLogos en el Nuevo Testamento, aunqueel enano no fuera un erudito y tuviesetoda su educación por delante. En elcurso de la fiesta conciliatoria,Fischerle se enteró de que en su país

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había gente que hablaba el chino mejorque los mismos chinos y una docena delenguas más.

—Ya me lo suponía —dijo. Estehecho, de ser cierto, lo hubieraimpresionado realmente. Pero no se locreyó. De todos modos, ya era meritorioque un hombre simulase tantainteligencia.

Apenas empezaron a tutearse, susolidaridad no tuvo límites. Elaborarontodo un plan de redención para los díassiguientes. Fischerle calculó que elcapital se agotaría en una semanaexacta: podría presentarse gente conlibros más valiosos y ¿cómo dejar quese perdieran sin hacerse acreedor a la

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pena de muerte? Pese a los molestoscálculos, a Kien lo fascinaron suspalabras. En cuanto se les agotase elcapital, tomarían medidas másenérgicas, añadió el enano conexpresión grave. Pero no reveló elsentido real de sus palabras. A títuloinformativo le explicó a Kien los planesinmediatos. La misión se iniciaría a las9 y 30 y concluiría a las 10 y 30. A esahora, la policía suele ocuparse de otrascosas. Fischerle sabía, por experienciasanteriores ̂ que los guardias se retirandiariamente a las 9 y 20 delTheresianum y vuelven a sus puestos alas 10 y 40. Las detenciones se practicansobre las 11; el amigo recordará sin

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duda lo que estuvo a punto de ocurrirleesa mañana. Claro que Kien seacordaba; el reloj de la iglesia dabajusto las once cuando alzaron la mirada.

—¡Eres un observador de primera,Fischerle! —le dijo.

—Mi estimado amigo, ¡cuando sevive tanto tiempo entre la plebe! Vivirallí no es divertido; no hay honestidadque se resista (salvo, claro está, la mía),pero uno adquiere experiencia.

Kien cayó en la cuenta de que elenano tenía justo lo que a él le faltaba:un conocimiento de la vida prácticahasta en sus últimas ramificaciones.

A las nueve y media en punto de lamañana siguiente estaba ya en su puesto,

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aligerado, aliviado y con mucho ánimo.Se sentía aligerado porque llevabamenos sabiduría consigo: Fischerle sehabía hecho cargo del resto de labiblioteca.

—¡Fíjese cuánto entra en mi cabeza!—dijo bromeando—, ¡y si falta espacioecharé un poco en mi joroba! —Sesentía aliviado porque el horriblesecreto de su esposa ya no le pesaba; ycon mucho ánimo porque estaba a lasórdenes de otro. Fischerle se despidióde él a las 8 y 30: quería efectuar unbreve reconocimiento. Si no volvía, esque todo estaba en perfecto orden.

Detrás de la iglesia encontró a susempleados. Aunque despedida, la

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Fischerla volvió a presentarse. Esta vezllevaba la nariz unos centímetros másalta que de costumbre. El jefe le debíaveinte chelines y de ella dependíarecordárselo. Tomando esta deuda comopretexto, se atrevió a acercársele. Elmanobrero se quejó de su mujer. En vezde contentarse con los 15 chelines que lediera reclamó en seguida los 5 restantes.Lo sabía todo. Por eso él la respetaba.Esa mañana lo despertó muy tempranoreclamándole los chelines que se habíabebido.

—Es lo que pasa —dijo el ciego,que llevaba dos horas yendo de un ladoa otro detrás de la iglesia, y ni siquierahabía tomado su café matinal— es lo

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que pasa cuando no se tiene más que unamujer.

Luego se informó sobre la mujer delmanobrero. Su peso lo dejó pensando yse calló. El buhonero, al que el sacristánarrancara la víspera de su dormir sinsueños, sólo recordó en ese momento elpaquete que había olvidado bajo elbanco. Angustiadísimo, aunque sólofueran libros, fue a buscarlo y loencontró. Fischerle estaba ya fuera y losaludó con una breve contracción de lanariz.

—Señoras y señores —empezó eljefe— no hay un minuto que perder. Hoyes un día importante. Nuestra empresaprospera a un ritmo vertiginoso. Las

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transacciones aumentan. En cuestión dedías seré un hombre rico. ¡Cumplan sudeber y no me olvidaré de ustedes! —Almanobrero le lanzó una miradainexpresiva, al ciego, una prometedora,a la Fischerla, una de perdón, y albuhonero, una despreciativa—. Mi sociollegará en media hora. Entretanto lesdaré instrucciones para que sepan cómoactuar. ¡El que no las sepa serádespedido!

Los fue llamando uno por uno en elmismo orden de la víspera y les repitiólas sumas —notablemente más altas—que debían pedir hoy.

El socio no reconoció al manobrero;lo cual no era de extrañar, ya que el tipo

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tenía una boñiga reluciente en vez decara. A la Fischerla le preguntó si nohabía estado ahí ayer; a lo que ella,siguiendo instrucciones, estalló enimproperios contra su doble: aquelladesalmada llevaba años empeñandolibros, mientras que ella era la primeravez que lo hacía… Kien le creyó porquesu indignación le gustaba, y pagó lacantidad exigida.

En el ciego puso Fischerle su másfirme esperanza de lucro.

—Dígale primero cuánto quiere.Luego espere unos minutos. Si ve que selo piensa mucho, písele los callos hastaque lo escuche y susúrrele al oído: «Letraigo un cordial saludo de su esposa

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Teresa: ha muerto». —El ciego quisoaveriguar más sobre ella y lamentó quela muerte le hubiera arrebatado un pesosin duda suculento. Lamentaba a todamujer muerta; por los hombres, aunquehubiesen muerto, no sentía la menorcompasión. Las mujeres gordas que yano pudieran ser suyas lo convertían, ensus días de suerte, en un profanador decadáveres, y cuando le echaban botones,en un simple poeta. Ese día, Fischerlecortó sus preguntas prometiéndole unfuturo sin botones—. ¡Primerodeshágase de los botones, mi estimado,y después piense en las mujeres!¡Botones y mujeres son incompatibles!—Con tales perspectivas, le fue fácil

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llevarle a Kien el cadáver de Teresa. Sunombre no fue olvidado entre elmercado de heno que había detrás de laiglesia, y el vestíbulo de la secciónlibros. Desde que lo hirieron en laguerra, la inteligencia y la memoria se leagotaban al ciego con el nombre y elaspecto de las mujeres. Cuando aparecióen la puerta vidriera, con los ojos bienabiertos sobre las nalgas de Teresadesnuda, soltó en seguida su nombre, seabalanzó hacia Kien y, cumpliendo lasórdenes de su jefe, le pisó tardíamentelos callos.

Kien empalideció. La vio venir. Sehabía escapado. Su falda azulresplandece. ¡La muy loca la había

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azulado y almidonado, almidonado yazulado! Y él, Kien, está amoratado ysin fuerzas. Lo anda buscando, lonecesita, necesita reponer fuerzas parasu falda. ¿Dónde está la policía? Hayque encerrarla en seguida, es un peligropúblico, ha dejado la biblioteca sola,¡policía, policía!, ¿por qué no haypolicías?, ¡ah!, la policía no llega hastalas 10 y 40, ¡qué desgracia! Si Fischerleestuviera aquí, él, al menos, no tienemiedo, por algo se casó con la hermanagemela, él sí que sabe, ya ajustarácuentas con ella, la liquidará, la faldaazul, ¡qué horror!, ¡qué espanto!, ¿porqué no se muere?, ¿por qué no se muere?Que se muera de una vez, en la puerta

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vidriera, antes de que lo alcance, antesde que le pegue, antes de que abra laboca; diez libros si se muere: cien, mil,media biblioteca, toda la que llevaFischerle en la cabeza, pero que semuera para siempre; es mucho, jura queestá dispuesto a dar toda su bibliotecapor verla muerta, ¡muerta, muerta,irremisiblemente muerta!

—Por desgracia ha muerto —declaró el ciego con auténtica aflicción— y le envía un cordial saludo.

Kien se hizo repetir la buena nuevaunas diez veces. Los detalles no leinteresaban, apenas si podía hartarsecon la simple noticia: se pellizcó loshuesos y repitió su propio nombre para

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convencerse. Cuando vio que no era unmalentendido, ni un sueño, ni unaconfusión, preguntole al caballero si eracierto y cómo lo sabía. La gratitud lohizo ser cortés.

—Teresa ha muerto y le envía uncordial saludo —repitió el ciego,irritado. Al ver a ese hombre, su sueñoadelgazó. Aunque lo supiera de buenafuente, dijo, no podía nombrarla. Por elpaquete pedía 4.500 chelines. Perotendría que llevárselo.

Kien se apresuró a lavar su culpacon dinero. Temió que ese hombre lereclamase la biblioteca prometida. Porsuerte, Fischerle se la había llevadoentera esa mañana. A Kien le hubiera

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sido imposible cumplir su voto en elacto: no estando ahí el enano ¿de dóndesacaría los libros? En cualquier caso,pagó rápidamente para que el mensajerode su dicha se desvaneciera. SiFischerle, cuyo paradero desconocía,husmeaba por azar algún peligro,vendría a prevenirlo y entonces sí queadiós biblioteca. Jurase o no, unabiblioteca vale más que cualquierjuramento.

El ciego contó el dinero lentamente.Con sumas tan enormes no vendría maluna propina. Podría pedirle algo, peroya no era un mendigo: trabajaba en unaempresa de gran capacidad financiera.Quería a su jefe porque había puesto

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coto a esa engañifa de los botones. Si,por ejemplo, le diese cien chelines depropina, se compraría varias mujeres ala vez. Al jefe no le importaría.Siguiendo su vieja costumbre, letendería su mano vacía diciéndole que élno era mendigo, pero que si no teníainconveniente… Kien clavó los ojos enla puerta; le pareció que se acercaba unasombra. Poniéndole al hombre un billeteen la mano —de pura casualidad erancien chelines—, lo apartó con el brazo yle imploró:

—¡Váyase en seguida, por favor,rápido, rápido!

El ciego no tuvo tiempo de lamentarsu incompetencia; le hubiera podido

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pedir más, pero las consecuencias de subuena suerte lo preocupaban demasiado.Hablando en voz alta se llegó hastadonde estaba Fischerle, a quien leinteresaba más saber el resultado de suardid que oír las tiernas palabras delciego, exultante de amor y de dinero.Dudó un poco antes de quitarle losbilletes de la mano y no se los arrancó:para ver una suma ridícula y llevarseuna decepción había tiempo. Su asombrono tuvo límites al constatar el cien porciento de éxito. Contó varias veces lasuma, repitiendo: «¡Eso se llamavoluntad! ¡Qué carácter el del tipo! Miquerido Fischerle, has de ir muy al tantocon un tipo así». El ciego relacionó lo

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de carácter con su persona y recordó loscien chelines que llevaba en la manoizquierda. Se los plantó al enano en lanariz y exclamó:

—¡Mire qué propina, jefe! ¡Y nocrea que se la pedí! ¡Un tipo que da cienchelines de propina es un buen tipo!

Y sucedió que, por primera vezdesde que dirigía su flamante empresa,Fischerle dejó que se le fuera parte delbotín: ¡tanto lo inquietaba el carácter desu enemigo!

En ese momento se acercó elbuhonero, que, como la víspera, era elúltimo. Su rostro atribulado irritó alciego. Pero éste, bondadoso pornaturaleza, le aconsejó que pidiera una

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propina. El jefe lo oyó. Y en cuanto tuvoa su lado al buhonero, esa pérfidaserpiente que sólo pensaba en suprovecho, despertó automáticamente desu sueño y le espetó:

—¡Pobre de usted si se atreve!—¡Cómo se le ocurre! —declaró la

víctima.Desde el día anterior, y pese al

breve sueño, estaba muy alicaído. Sedio cuenta de que por la fuerza nadasacaría. Seguía firmemente convencidode que el paquete real estaba en laiglesia, pero tan bien oculto que nadiedaría con él. Por eso abandonó esta víay enfiló una nueva. ¡Quién pudierareducirse a las dimensiones de Fischerle

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para leerle el pensamiento! ¡Él sehubiera reducido incluso más, hastahallar cabida en el misterioso paquete ydirigir su venta desde dentro! «Deboestar loco», se dijo, «pues no hay nadiemás pequeño que un enano, nadie». Perono puso en duda que la estatura de eseenano guardaba relación con elescondite del paquete. Era demasiadointeligente. Mientras los demás dormían,él estaba despierto. Sumando las horasde sueño y de vigilia se obtenía elporcentaje en que su inteligenciasuperaba a la de los demás. Él lo sabía,era demasiado inteligente para nosaberlo; pero hubiera preferido ponercoto a tanta inteligencia —por catorce

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días, pongamos— y pasar todo esetiempo durmiendo, como los demás, enesos sanatorios con todo el confortmoderno. Un hombre como él deambulasiempre y oye todo tipo deconversaciones; los demás también lasoyen, pero las olvidan durmiendo; él no,porque no puede dormir; por eso retienecada palabra.

A espaldas de Fischerle, el ciego lehacía signos, blandiendo en alto elbillete de cien chelines y repitiendo conlos labios lo de la propina. Temía que elbuhonero volviese contrariado, puesdeseaba discutir con él sobre susmujeres. El jefe no entendía de esascosas, no era más que un enano deforme.

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Al manobrero lo acobardaba su esposa;no salía con otras y aparte de su mujersólo le interesaba la bebida. A los otrosni hablarles de su nuevo puesto; todosquerrían su tajada y no le dejarían niuna mujer en la mano. El buhonero es elúnico. No dice una palabra cuando sediscute algo con él; sabe callarse, es conquien mejor se puede hablar.

Entretanto, el único estaba pensandoen su misión. Tendría que pedir lafabulosa suma de dos mil chelines. Si elsocio le pregunta si ya había estadoayer, él le diría: «Sí, por supuesto, y conel mismo paquete. ¿No se acuerda demí?». Si por casualidad ve allarguirucho de mal humor, más vale que

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se retire volando y sin el dinero,pudiendo dejar incluso el paquete, encaso de urgencia. El larguirucho suelecontar hasta dos antes de sacar surevólver y disparar.

El paquete no importaba. Los librosque contiene no son tan valiosos.Fischerle arreglaría cuentas con su sociocuando éste volviese a la normalidad yse pudiese hablar con él. De este mododiabólico pensó el enano liberarse delbuhonero. Se imaginó a Kien furioso eindignado por la suma exigida y lareaparición del buhonero con losmismos libros. Se vio a sí mismo,Fischerle, encogiéndose de hombros ydespidiendo a su empleado con una

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amable sonrisa. «No quiere verlo más.¿Qué puedo hacer? Lamento tener quedespedirlo. Afirma que usted lo hainsultado. ¿Qué le habrá hecho? Ahoraya es inútil. Puede usted irse. Cuandoconsiga otro socio volveré a contratarlo;en uno o dos años, digamos. Hastaentonces, cuídese usted; ya veré quépuedo hacer por usted. Tengo debilidadpor los buhoneros. Él sostiene que esusted un tipo vulgar, una pérfidaserpiente que sólo piensa en suprovecho. Ignoro a qué se refiere. Yahora, váyase».

Fischerle había calculado todo, perosubestimó el efecto que en Kienproduciría la noticia de la muerte de

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Teresa. El buhonero se encontró a unsocio turbadísimo y que sonreíaconstantemente, incluso ante losnegocios más serios, que le pagósonriendo la cuantiosa suma y porúltimo declaró, no sin esbozar una finasonrisa:

—Su cara me es conocida.—La suya también —replicó el

buhonero en tono grosero. Ya estabaharto de que le sonriera: o el socio seburlaba de él o estaba loco. Comomanejaba sumas tan elevadas, la primerahipótesis le pareció la más probable.

—¿De dónde lo conozco? —preguntó Kien sonriendo. Sintió lanecesidad de hablar de su felicidad con

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algún ser inofensivo, al que no lehubiera prometido la biblioteca y que nolo conociera.

—Nos conocemos de la iglesia —replicó el buhonero, desarmado por elamable interés del caballero. Quiso vercómo reaccionaba un hombre rico al oírla palabra iglesia. Tal vez le traspasaratodo el negocio.

—De la iglesia —repitió Kien— sí,claro, de la iglesia. —No tenía idea dequé iglesia hablaban—. Debo decirleque mi esposa ha muerto —su enjutorostro se iluminó. Se inclinó haciaadelante: el buhonero retrocedióinvoluntariamente y le miró angustiadomanos y bolsillos. Las manos estaban

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vacías; los bolsillos, quién sabe… Kienlo siguió y, frente a la puerta vidriera,asió por el hombro a la temblorosacriatura y le susurró al oído—: Era unaanalfabeta.

El buhonero, que no entendía nada ytemblaba como un azogado, murmurócon fervor:

—¡Sentido pésame! ¡Sentidopésame! —Intentó liberarse, pero Kien,que no soltó a su presa, afirmó,sonriendo, que ese destino aguardaba atodos los analfabetos y que todos se lomerecían, aunque ninguno tanto como sumujer, de cuya muerte acababa deenterarse.

—¡La muerte nos espera a todos,

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pero más aún a los analfabetos! —Y alhablar sacudía el puño libre y su rostrofue adoptando el aire de severidad quenormalmente tenía.

El buhonero empezó a entender: eltipo lo amenazaba con la muerte.Interrumpió su plegaria, gimió en vozalta pidiendo auxilio y dejó caer elpesado paquetón sobre los pies de suadversario, que lo soltó al primer dolor.Luego apretó las mandíbulas y echó acorrer a espetaperro; si dejaba dechillar, tal vez el larguirucho no ledisparase. Mentalmente le imploró queno lo hiciese hasta que doblara laesquina: nunca volvería a presentarse.Frente al Theresianum se palpó la ropa

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en busca de posibles heridas. Tuvo lasuficiente entereza para reclamar sucomisión antes de presentarle surenuncia a Fischerle. Sólo cuando elenano, delirante ante una suerte que lesonreía cuando menos lo esperaba,acabó de contar los 2.000 chelines y lepagó veinte, el buhonero rompió atemblar nuevamente y le contó entresollozos que, sin que él le hubierapreguntado nada, el socio rico le habíadisparado y por poco lo alcanza. Untrabajo así no le interesaba, dijo.Además, Fischerle tendría queindemnizarlo por el susto. El enano leprometió seis cuotas mensuales de 50chelines, pagaderas en un mes a partir

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de la fecha (hasta entonces, ya estaríainstalado en América). El buhonero ledio su conformidad y se marchó.

Kien recogió los libros caídos, cuyasuerte le dolió. Pero más le dolió que elhombre desapareciera: aún tenía muchoque decirle. Lo llamó en un tono dulce ytierno:

—Pero si está muerta, con todaseguridad, créame, no puede oírnos. —No se atrevió a gritar más fuerte. Sabíapor qué el hombre echó a correr. Esamujer asustaba a cualquiera. Ayer,cuando le habló a Fischerle de ella, elenano palideció. Su nombre producíaespanto; bastaba con oírlo parapetrificarse. Fischerle, el chillón y

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bullanguero Fischerle, susurró al hablarde su hermana gemela, y esedesconocido, cuyos libros habíarescatado, no creyó en su muerte. ¿Porqué, si no, echó a correr? ¿Por qué semostró tan tímido? Él le hubierademostrado que debía estar muerta; sumuerte era evidente, se explicaba por supropia naturaleza o, mejor dicho, por susituación. Se había destruido a sí misma,devorándose por pura codicia. Quizátuviera reservas en casa. Quién sabedónde almacenaba la comida: en lacocina, en su antiguo cuarto de sirvienta(en realidad, no era más que un ama dellaves), bajo las alfombras, detrás de loslibros; pero todo tiene un fin. Con ella

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se alimentó varias semanas, hasta que sele agotó. Vio que había consumido susprovisiones, pero no se echó a morir. Éllo hubiera hecho en su lugar. Preferíacualquier muerte a una vida indigna.Pero ella, enloquecida por su idea fijadel testamento, se devoró a sí mismatrozo por trozo. Hasta el último instantetuvo el testamento ante sus ojos. Se fuearrancando la carne a jirones; sí, comouna hiena vivió de su propio cuerpo,engullendo su carne sanguinolenta sincocerla (¿cómo la hubiera preparado?),y murió ya convertida en esqueleto. Sufalda, tiesa, yacía sobre los huesosmondos, como si alguna tempestad lahubiera inflado. En realidad era la

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misma de siempre; sólo su dueña fuebarrida por la tempestad. Y un buen día,al forzar la puerta del apartamento, laencontraron. Aquel lansquenete fiel ybrutal, el portero, trató de dar con elparadero de su amo. Llamabadiariamente a su puerta y empezó ainquietarse al no obtener respuesta.Esperó varias semanas antes de forzar lapuerta. El apartamento estaba cerradocon llave por fuera. Cuando al fin logróentrar, encontró el cadáver y la falda.Metieron ambas cosas en un ataúd.Nadie sabía la dirección del profesor, sino, lo hubieran invitado al funeral.Mejor para él, pues en lugar de llorar sehubiera echado a reír ante todos los

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presentes. Detrás del ataúd iba elportero, el único que llevaba luto,aunque sólo por fidelidad a su señor. Unenorme mastín saltó de pronto sobre elféretro, lo tiró al suelo y arrancó de suinterior la falda almidonada. Tanto lamordió que se le ensangrentó el hocico.El portero pensó que esa falda era partede ella, que le era más querida que sucorazón; pero como el mastín rabiaba dehambre, no se atrevió a luchar con él. Selimitó a pararse al lado y observar, muyconmovido, cómo los trozos,impregnados en la sangre del poderosoanimal, iban desapareciendo entre susfauces. El esqueleto prosiguió sucamino. Como nadie lo acompañaba, fue

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arrojado en el inmenso muladar quehabía frente a la ciudad. Ningúncementerio de ninguna confesión lohubiera aceptado. Le enviaron después aKien un mensajero con la noticia delhorrendo fin.

En ese instante entró Fischerle por lapuerta vidriera y le dijo:

—Ya estaba yéndose, por lo queveo.

—El encierro no fue mala idea —dijo Kien.

—¿Encerrarme, a mí? ¡Dios melibre! —Fischerle se asustó.

—Se merecía esa muerte. Ni aunahora podría yo decirle si sabía leer yescribir correctamente. —Fischerle

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entendió:—Y la mía no sabe jugar al ajedrez,

¿qué le parece? ¿No es indignante?—Me hubiera gustado saber ciertos

detalles. ¡Pero las noticias que nos danson tan escuetas! Mi informador se meescurrió en seguida. —En realidad, élmismo lo había despachado, pero le diovergüenza confesarle a Fischerle elterrible juramento que hiciera.

—¡Y el muy burro deja aquí elpaquete! ¡Démelo! Si llevo todo, bienpuedo llevar esto también.

Y al decir esto, recordó lareconciliación de la víspera y sedisculpó ante Kien por haberlo tratadode «usted»: no eran sino restos de su

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antiguo respeto. En realidad lodespreciaba, pues ya era cuatro vecesmás rico que él. Pensó que le hacía unfavor al dirigirle la palabra, y de noestar en juego el último quinto de sucapital, simplemente no le hubierahablado. Además, el mundillo domésticode Kien empezaba a interesarlo más decerca. Tal vez la mujer hubiera muertode veras. Todos los indicioscorroboraban esta hipótesis. Si aúnviviera, ya habría ido a buscar a sumarido. ¿Qué mujer deja suelto a unmarido tan necio y con tanto dinero?Tampoco creía que estuviera loca; losdetalles que Kien le fue contandohablaban todos a favor de su cordura.

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Por último, que este hombre débil yenclenque hubiera encerrado a alguien, ysobre todo a una mujer tan lista,pareciole absurdo e imposible. Ellahubiera forzado la puerta, y más aún siera loca. De modo que debía estarmuerta. ¿Qué sería ahora delapartamento? Si había objetos de valor,¿por qué no llevárselos? Si sólo estaballeno de libros, al menos podríanempeñarlos. El piso podría volver avenderse con un buen traspaso. Encualquier caso, allí había ocurrido unadesgracia, y un capital, grande opequeño, quedaba inutilizado.

Ya en la calle, alzó Fischerle unainquieta mirada hacia Kien y preguntó:

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—Bien, mi querido amigo, ¿y quéharemos con los preciosos libros quehay en casa? La puta se ha marchado ylos libros están solos. —Juntó los dedosestirados de su mano derecha, se loscogió con la izquierda y los dobló endos, como si él mismo le hubiera torcidoel cuello a la muy puta. Kien leagradeció esa evocación, que en elfondo esperaba.

—Tranquilízate —le dijo— elportero debe haber cerrado elapartamento con llave. Es el hombremás honrado del mundo. Si no, ¿creesque estaría tan tranquilo aquí, a tu lado?Además, me es imposible decir aciencia cierta si era de verdad una

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barragana. —Era justo, una vez muerta,le pareció adecuado no condenarla sinpruebas válidas. Por otra parte, loavergonzaba no haber podido averiguar,en ocho largos años, cuál era suverdadera profesión.

—¡No hay mujer que no sea puta! —Como siempre, Fischerle encontró lamejor solución, producto de una vidapasada en el Cielo.

A Kien lo iluminó en seguida. Jamáshabía tocado a una mujer. ¿Había acaso—aparte de la ciencia— mejorjustificación de su conducta que elsimple hecho de que todas eranbarraganas?

—Por desgracia debo darte la razón

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—dijo, disimulando su aprobación bajola forma de una experiencia personal.Pero Fischerle estaba harto de putas ypasó al portero. Dudaba de su honradez.

—En primer lugar no hay gentehonrada —declaró— salvo nosotrosdos, naturalmente; y en segundo lugar, nohay portero honrado. ¿De qué vive unportero? ¡Del chantaje! ¿Y por qué?Porque se moriría de otro modo. Unportero no puede vivir sólo de los pisos.Otros tal vez, pero un portero no.Nosotros tuvimos uno que le pedía unchelín a mi mujer por cada cliente quetrajera. Si alguna noche volvía sincliente, pues todo es posible en suprofesión, el tipo le preguntaba dónde se

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lo había escondido. «Hoy no encontré anadie», decía ella. «¡Enséñemelo o ladenunciaré!» replicaba él. Y ella seechaba a llorar: ¿dónde conseguir uncliente? A veces se pasaba así una hora.Al final tenía que enseñarle un cliente,aunque sólo fuera de este tamaño —yFischerle estiró la mano a la altura de surodilla—; hubiera podido esconderlo,pero el tipo era implacable. ¡Lástimapor el chelín! ¿Y quién cargaba con elmuerto? ¡Yo, naturalmente!

Kien le explicó que en este caso setrataba de un lansquenete, un tipo fiel, detoda confianza y fuerte como un toro,que no dejaba entrar mendigos,buhoneros ni gentuza similar. Era un

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placer verlo tratar a esos canallas,muchos de los cuales no sabían leer niescribir. A algunos les pegaba hastadejarlos, literalmente, tullidos. Por lapaz que le debía —pues para estudiar senecesita paz, más paz y solamente paz—, él le había asignado una propinita decien chelines mensuales.

—¡Y el muy guarro la acepta! ¡Elmuy guarro la acepta! —A Fischerle sele escapó un gallo—. ¡Un chantajista!¿No le decía? ¡Un chantajista común ycorriente! ¡Debieran encerrarlo enseguida! ¡Encerrarlo, digo; sí,encerrarlo!

Kien intentó calmar a su amigo. Élno debía compararse con un individuo

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tan vulgar. Claro que es poco delicadoaceptar dinero por un servicio, pero estamala costumbre se había arraigado entrela plebe y afectaba incluso a ciertoscírculos cultivados. Platón luchó envano contra ella. Por eso a él, Kien,siempre le molestó la idea de aceptaruna cátedra. Por sus trabajos científicosnunca aceptaba un real.

—¡Platón es un buen tipo! —replicóFischerle, que oía el nombre por vezprimera—, yo a Platón lo conozco, es unhombre rico. Tú también lo eres. ¿Cómolo sé? Porque sólo los ricos hablan así.Y ahora mírame. Yo soy un pobrediablo, no tengo nada, no soy nadie,nunca seré nada y, sin embargo, no

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acepto nada. ¡Eso se llama carácter! Encambio tu portero, ese chantajista, seembolsa los 100 chelines —para mí unafortuna— y se pasa el día pegándole aesos pobres diablos. Pero de noche… teapuesto a que de noche duerme y, sialguien se mete, él ni se entera; duerme apierna suelta en su cama, con los 100chelines en el bolsillo, y deja que seroben los libros; ¡oh!, no puedo soportarla idea, ¡qué escándalo!, ¿no crees quetengo razón?

Kien confesó no saber si el porterotenía o no el sueño pesado. En cualquiercaso era probable, pues todo en él teníapeso, salvo cuatro canarios que cantabansiempre que él quería (mencionó este

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detalle para ser más preciso). Por otraparte, el tipo era un guardián fanático yse había construido una mirilla especial,a 50 centímetros del suelo, paraobservar mejor a los que entraban ysalían. Allí pasaba todo el díaarrodillado.

—¡A esos tipos los trituraría! —espetó Fischerle—, ¡suelen ser losmejores soplones! ¡Un soplón! ¡Quéasco de tipo! ¡Si lo tuviera aquí, miestimado, lo aplastaría con mi meñique;sí, lo haría trizas! ¡No aguanto a lossoplones! ¿Qué, no son gentuza? Sí quelo son, te lo aseguro: ¿o no tengo razón?

—Dudo mucho que mi portero seaun soplón profesional —declaró Kien

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—, si es que esta profesión existe. Hasido policía, inspector, si no meequivoco, y se jubiló hace ya tiempo.

Al oír esto, Fischerle renunció en elacto a la partida. Un robo así no leinteresa. No quiere nada con la policía;en todo caso no antes de irse a América,y menos aún con jubilados: son lospeores. Por pereza se cargan a muchagente inocente. No pudiendo detener anadie, se enfurecen por cualquier cosa yle pegan a un tullido hasta dejarlo mástullido aún. Una lástima, de todosmodos; no estaría mal llegar a Américamejor equipado. Sólo se va una vez aAmérica. Y un campeón mundial nopuede presentarse como un mendigo;

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campeón aún no era, pero lo sería, y lagente podría decir que si llegó con lasmanos vacías, por qué dejárselas llenas:mejor le quitamos todo. Pese a su título,Fischerle no se sentía nada seguro enAmérica. En todas partes hay ladrones yallá todo es gigantesco. De vez encuando metía la nariz bajo su axilaizquierda para animarse con el tufillodel dinero. Era un consuelo; y su nariz,tras demorarse ahí un ratito, volvía aerguirse muy oronda en las alturas.

Pero a Kien ya no le hacía tantagracia la muerte de Teresa. Las palabrasde Fischerle le recordaron el peligroque corría su biblioteca. Todo loempujaba a ella: el desamparo en que se

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hallaba, sus deberes, su trabajo. ¿Qué loretenía aquí? Un amor más noble.Mientras tuviera una gota de sangre enlas venas, estaba dispuesto a redimir aesos desdichados, a rescatarlos de lasllamas, a protegerlos de las fauces delCerdo. En casa, seguro lo detendrían.Había que mirar los hechos cara a cara:era cómplice en la muerte de Teresa. Laprincipal culpable era ella, pero él lahabía encerrado. Por ley, debióinternarla en un manicomio. Gracias aDios que no cumplió la ley. En unmanicomio estaría viva. Él la condenó amuerte; el hambre y la codiciaejecutaron la sentencia. No desdeciríaun punto de su acción. Estaba listo a

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defenderla ante los tribunales. Suproceso debería concluir con unaabsolución deslumbrante. En cualquiercaso, la detención de un erudito tanfamoso, sin duda el primer sinólogo desu tiempo, provocaría un escándalo queen interés de la ciencia era aconsejableevitar. El principal testigo de descargosería justamente el portero. Kienconfiaba en él, pero los comentarios deFischerle sobre la venalidad de esostipos surtieron su efecto. Loslansquenetes sirven al amo que mejorles paga. Lo esencial era detectar aaquel posible adversario. Si existía,¿tendría interés en sobornar al porterocon sumas irresistibles? Teresa no tenía

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a nadie. Jamás le había hablado deparientes. En su entierro no hubocomitiva fúnebre. Si durante el procesosurgía algún presunto pariente, Kienexigiría una investigación exhaustivasobre el origen del interesado. Algúntipo de parentesco era, sin duda,posible. Decidió hablar con el porteroantes de su detención. Aumentándole lapropina a 200 chelines, se ganaríatotalmente a aquel soplón, como contanta propiedad lo bautizara Fischerle.El arreglo no podía considerarse comouna tentativa de soborno ni como undelito; su portero diría la verdad y nadamás que la verdad. En ningún caso eraadmisible que el primer sinólogo de su

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tiempo fuese condenado por una mujerinferior, por una mujer de la que eraimposible afirmar con certeza si sabíaleer y escribir de corrido. La cienciaexigía su muerte. Pero también exigía latotal absolución y rehabilitación deKien. Los eruditos de su talla puedencontarse con los dedos. Mujeres, pordesgracia, hay millones. Y Teresafiguraba entre las más vulgares. Ciertoes que su muerte había sido horrible ycruel como pocas. Pero de eso,justamente de eso, era ella responsable.Pudo dejarse morir de inanición,lentamente. Miles de faquires hindúeseligieron, antes que ella, esta muertelenta, pensando redimir sus almas. El

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mundo los admira aún hoy día. Nadiedeplora su destino, y su pueblo, el mássabio después del chino, los proclamasantos. ¿Por qué no tomaría Teresa estadecisión? Su apego a la vida eraexcesivo. Su codicia no tenía límites.Ella misma prolongó cada segundo de sudespreciable existencia. De haber tenidohombres cerca, hubiera comido carnehumana. Odiaba a los seres humanos.¿Quién se hubiera sacrificado por ella?A la hora de la verdad se encontró solay abandonada, como se merecía.Entonces se aferró a lo último que lequedaba: fue devorando su propiocuerpo trozo por trozo, pieza por pieza,piltrafa por piltrafa, manteniéndose viva

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entre dolores indescriptibles. El testigono halló su cuerpo; halló sus huesosreunidos por la falda azul y almidonadaque solía llevar siempre. Tal fue sumerecido fin.

El alegato de Kien se convirtió enuna requisitoria perfecta contra Teresa.La destruyó retroactivamente porsegunda vez. Hacía rato que estaba conFischerle en un cuarto de hotel, al quellegaron casi sin darse cuenta. Surigurosa cadena asociativa no seinterrumpió un instante. Sin hablar, fuerepasando los más ínfimos detalles. Conlas palabras que la difunta utilizara envida, reconstruyó un texto modélico ensu género. Era un maestro en lanzar

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brillantes conjeturas y se hizoresponsable de cada letra. Cierto es quelamentó profundamente tener que aplicartanta acribia filológica a un simplecrimen. Pero era un caso de fuerzamayor y prometió al mundo una fecundacompensación en sus próximos trabajos.Justamente esa mujer, cuyo caso estabandiscutiendo, le había impedido trabajar.Le agradeció al fiscal el solícitotratamiento que él, como acusado delasesinato, no esperaba recibir. El fiscalle hizo una venia y declaró, conesmerada cortesía, que sabíaperfectamente cómo tratar al primersinólogo de su tiempo. Aquel «sin duda»que Kien anteponía al «primer sinólogo»

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al hablar de sí mismo, fue omitido por elfiscal pues era totalmente superfluo.Este homenaje público llenó a Kien delegítimo orgullo. Su requisitoria contraTeresa adquirió entonces un tono másmoderado.

—Concedámosle unas circunstanciasatenuantes —le dijo a Fischerle que,sentado en la cama junto a él, lamentabael fracasado asalto a la biblioteca yolisqueaba su dinero—. Ni siquiera enel peor momento, cuando ya su carácterse hallaba totalmente erosionado por elhambre, se atrevió a tocar un libro.Debo añadir que se trataba, claro está,de una mujer inculta.

Fischerle estaba molesto porque le

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entendía; maldijo su propia inteligenciaque le permitía entender tantas sandeces,y sólo por costumbre le siguió la cuerdaal pobre diablo que tenía al lado.

—Mi estimado amigo —le dijo—estás loco. Nadie hace lo que no sabehacer. ¿Te imaginas con qué ganashubiera devorado los libros más bellosde haber sabido lo fácil que era? Quierodecir que si nuestro Cerdo delTheresianum hubiera publicado su librode cocina con las 103 recetas… peroprefiero no seguir.

—¿Qué insinúas? —le preguntóKien abriendo desmesuradamente losojos. Sabía muy bien lo que el enanoinsinuaba, pero quería que otra persona,

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y no él mismo, relacionase el horriblesuceso con su biblioteca: él mismo no,ni siquiera mentalmente.

—Sólo te diré, querido amigo, quesi hubieras vuelto a tu casa, la habríasencontrado vacía, pelada, sin una hoja,¡y ya ni hablemos de libros!

—¡Gracias a Dios! —Kien respiróprofundamente—. Ella está enterrada yese libro infame no aparecerá tanpronto. Veré cómo abordar esteproblema en mi proceso. ¡El mundoentero me oirá! Pienso revelar sinmiramientos cuanto sé. ¡Un erudito aúntiene algo que decir!

Desde la muerte de su esposa, ellenguaje de Kien se hizo más atrevido, y

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hasta las dificultades que lo aguardabanno hacían sino espolear su combatividaden pos de nuevas proezas. Pasó unaanimada tarde en compañía deFischerle. En sus momentos demelancolía, el enano mostraba una granvena humorística. Se hizo contar todo elproceso con lujo de detalles y no pusoobjeción alguna. Le dio a Kien más deun buen consejo, gratis y en vano. ¿Notenía algún pariente que pudieraayudarlo? Un proceso por homicidio noes cosa simple. Kien mencionó a suhermano de París, un célebre psiquiatraque primero hizo fortuna comoginecólogo.

—¿Fortuna dices? —Fischerle

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decidió en el acto hacer escala en Parísal ir a América—. Es el hombre quenecesito —dijo—, le consultaré sobremi joroba.

—¡Pero si no es cirujano!—No importa, si ha sido ginecólogo,

lo sabe todo.Kien sonrió al ver la ingenuidad del

hombrecito que, por lo visto, no teníaidea de lo que era una especialidadcientífica. Pero le dio con gusto ladirección exacta, que Fischerle anotó enun papelito inmundo, y le contó muchascosas sobre la estupenda relación que,decenios atrás, mantuviera con suhermano.

—La ciencia exige la entrega total

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del ser humano —concluyó— y no ledeja tiempo para relaciones habituales.Ella nos separó.

—Cuando acabes tu proceso, ya nopodré serte útil. ¿Sabes una cosa? Meiré a París y le diré a tu hermano quevengo de tu parte. Supongo que no mecobrará, si soy amigo tuyo, ¿verdad?

—Claro que no —replicó Kien—, tedaré una carta de recomendación paraque vayas sobre seguro. Ojalá él tepueda liberar de la joroba, me alegraríamuchísimo. —Entonces se sentó y, porprimera vez en ocho años, le escribió asu hermano. La propuesta de Fischerleno pudo ser más oportuna. Esperabareanudar muy pronto sus labores

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científicas y el hombrecito, por más quelo respetase, le resultaría una carga. Enrealidad, tenía la impresión de que a lacorta o a la larga se separaría de él,sobre todo desde que se tuteaban. Si leoperaban la joroba, Georg podríaperfectamente emplearlo comoenfermero en su clínica psiquiátrica.

El enano se llevó a su habitación lacarta con el nombre, dirección y sello,sacó un libro del paquete —aquelpreciado bien que el buhonero habíatirado al suelo— e introdujo en él lacarta. El resto del paquete cumpliríamañana su antigua misión. Segúncálculos precisos, Kien tendría aún unos2.000 chelines. En una mañana podría

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quitárselos como si tal cosa. Pasaron latarde indignados, conversando sobre elCerdo y otros monstruos semejantes.

El día siguiente empezó mal. Kienacababa de instalarse junto a su ventana,cuando un hombre que llevaba unpaquete tropezó con él. Estuvo a puntode estrellarse contra el cristal. El otropatán siguió de largo.

—¿Qué desea? ¿Qué busca ustedaquí? ¡Oiga, espérese! —Todos susgritos fueron inútiles. El tipo seprecipitó escaleras arriba sin volversesiquiera. Tras largas cavilaciones, Kienllegó a la conclusión de que debían sersin duda libros pornográficos. ¿Cómoexplicar, si no, la descarada prisa con

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que evitó le inspeccionaran su paquete?Después apareció el manobrero, seplantó ante Kien groseramente y leexigió 400 chelines con voz de trueno.Furioso ya por el predecesor, Kien loreconoció. Con voz temblorosa loincrepó—: ¡Ayer estuvo usted aquí!¡Debiera avergonzarse!

—¡Y anteayer también! —espetóingenuamente el manobrero.

—¡Largo de aquí! ¡Arrepiéntase oacabará usted mal!

—¡Quiero mi pasta! —dijo elmanobrero, feliz con los cinco chelinesque pensaba beberse. Sin reflexionarmayormente —cosa que nunca hacía—estaba convencido de que, como buen

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obrero, no cobraría su salario hasta queno entregara su trabajo, es decir, eldinero recibido.

—¡No le daré nada! —exclamó Kiencon voz resuelta y se paró en laescalera. Estaba dispuesto a todo. ¡Paraempeñar los libros pasaría sobre sucadáver! El manobrero se rascó lacabeza. ¡Le hubiera sido tan fácilaplastar a ese espantajo! Pero no se loordenaron y él sólo cumplía órdenes.

—Consultaré con el jefe —gruñó,volviéndole el trasero al otro.Despedirse era más fácil que seguirhablando. La puerta vidriera chirrió.

Y al instante aparecieron una faldaazul y un enorme paquete. Teresa iba

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detrás, llevando ambas cosas. A su ladomarchaba el portero. Con la manoizquierda alzó un paquete aún másgrande por encima de su cabeza y lodejó caer sobre la otra mano, que loatrapó como jugando.

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La consumación

Tras echar a la calle a su marido,ese ladrón, Teresa pasó una semanaentera investigando el piso. Procediócomo si hiciera una limpieza general ydividió su trabajo. De seis de la mañanaa ocho de la noche se arrastraba sobrepies, rodillas, manos y codos en buscade fisuras secretas. Encontró polvo enlos lugares más insospechados y le echóla culpa al ladrón, ya que esa gente essucia. Con una hoja de papel de embalarfue hurgando en las ranuras donde sushorquillas ya no entraban. Despuéssoplaba el polvo del papel y lo limpiaba

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con un trapo, pues la idea de tocar eltalonario perdido con un papel sucio ledaba asco. Para trabajar no se poníaguantes —los hubiera arruinado—, perolos tenía, siempre al lado, blancos eimpecables, por si encontraba eltalonario. Las preciosas alfombras, quesu constante trajineo hubiera echadofácilmente a perder, fueron envueltas enperiódicos y trasladadas al pasillo.Examinó los libros uno a uno para verqué encerraban. No había pensadoseriamente en venderlos. Antes queríaconsultar con alguien que supiera. Perosí miraba el número de páginas: los demás de 500 le inspiraban respeto porquesin duda eran valiosos; los sopesaba

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como si fueran pollos desplumadosantes de decidirse a guardarlos. Noestaba molesta por lo del talonario. Legustaba ocuparse del apartamento.Hubiera querido más muebles. Bastabacon imaginar el piso sin libros paraadivinar quién lo había habitado: unladrón. Al cabo de una semanadescubrió que ahí no había nada. Enesos casos, la gente decente llama a lapolicía. Ella esperó agotar todo eldinero de su último salario para sentaruna denuncia. Quería probarle a lapolicía que su marido se había fugadocon todo, sin dejarle un solo céntimo.Cuando salía a comprar, daba un granrodeo para evitar al portero. Temía que

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le preguntase por el profesor. Hasta elmomento no se había manifestado, peroel día primero seguro que subiría. Elprimero de cada mes recibe su propina.Este mes no le daría nada; se lo imaginómendigando ante la puerta. Estabadispuesta a despedirlo con las manosvacías. Nadie podía obligarla a darlenada. Si se le insolentaba, lodenunciaría.

Un día se puso Teresa la másalmidonada de sus faldas. Larejuveneció: su azul era una pizca másclaro que el de la otra, que usaba adiario. Una flamante blusa blanca le hizojuego. Abrió la puerta que daba al nuevodormitorio, se deslizó hasta el armario

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de luna, dijo «¡Aquí me tiene!», y sonrióde oreja a oreja. Parecía una mujer detreinta y tenía un hoyuelo en el mentón.Los hoyuelos son preciosos. Le dio unacita al señor Guarro. Ahora que elapartamento era de ella, él podríavisitarla. Quería que la aconsejara: enesos libros hay millones y ella estádispuesta a compartirlos. A él le hacefalta un capital, y ella sabe lo hábil quees. No piensa dormirse sobre tantodinero. ¿Qué ganaría? Ahorrar es bueno,pero ganar es mejor. De buenas aprimeras una tiene el doble. No habíaolvidado al señor Guarro. ¿Qué mujer loolvidaría? Las mujeres son así. Todas sepelean por él. Ella también quiere su

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parte. Su marido se marchó y novolverá. No piensa decirle lo que lehizo. Nunca fue bueno con ella, pero erasu marido, al fin y al cabo. Por esoprefiere no decírselo. Robar sí quepudo; ser hábil, no. ¡Si todos fuerancomo el señor Guarro! ¡Qué voz la suya!¡Qué ojazos! Ella le puso un nombre; elnombre es Puda. Es un nombre precioso;el señor Guarro lo es más. Ella conoce amuchos hombres. Pero, ¿cuál le gustamás que el señor Guarro? Si piensa algomalo de ella, que se lo demuestre. Mejores que no piense. Mejor es que venga yle hable de sus espléndidas caderas.¡Habla tan bonito!

Y al decir esto se campanea de un

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lado a otro ante el espejo. Por primeravez se siente bella. Se quita la falda ycontempla sus espléndidas caderas. Escierto. Él sabe tanto. No es sólointeresante. Es todo. ¿Cómo lo sabía?Nunca había visto sus caderas. ¡Qué tal,ojo! Se mira con lupa a las mujeres. Ydespués le pregunta: ¿cuándo las podréprobar? Un hombre tiene que atreverse.Si no, no es hombre. ¿Qué mujer iba anegársele? Teresa se palpa las caderascon las manos de Puda. Son suavescomo su voz. Lo mira a los ojos con suhoyuelo. Le hará un regalo, dice.Regresa a la puerta y saca el manojo dellaves que cuelga de ella. Frente alespejo le entrega el tintineante regalo y

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lo autoriza a entrar en sus habitacionescuando quiera: sabe que no es un ladrón.Incluso cuando ella no esté. El manojode llaves cae al suelo y ella seavergüenza porque él no se agacha arecogerlo. Lo llama: ¡señor Puda! ¿Nopodría decirle Puda simplemente? Él noresponde; no tiene cuándo acabar conlas caderas. ¡Qué maravilla! ¡Cómo legustaría oír su voz! Le va a contar ungran secreto: tiene una libreta de ahorrosy él podrá cuidársela. ¿Quiere sabertambién el número? Lo dice en broma.Ella se asusta; claro que él podríaexigírselo. Mejor no se lo dice hasta noconocerlo más a fondo. ¡Lo conoce tanpoco! Pero él no ha dicho nada. ¿Dónde

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está? Lo busca en sus caderas, pero lassiente frías. Tiene los pechos calientes.Sus manos están ahí, bajo la blusa, peroél no está. Lo busca en el espejo, y sólove su falda. Parece nueva; el azul es elcolor más bonito porque ella es fiel alseñor Puda. Se la vuelve a poner: le vaperfecto; si el señor Puda lo desea,volverá a quitársela. Vendrá hoy mismoy se quedará toda la noche; vendrá cadanoche, ¡es tan joven! Tiene un harén,pero lo dejará por ella. ¿Que alguna vezfue guarro? ¡Pero si es su apellido! Noes culpa suya. Ahora está bañada ensudor y se le acerca.

Teresa recogió las llavesdesdeñadas, cerró cautelosamente la

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puerta, se reprochó a sí misma el haberutilizado el espejo de la mejorhabitación, teniendo un trocito de espejoen otro cuarto, y se echó a reír amandíbula batiente por haber intentadobuscar un bolsillo interior que aquellafalda no tenía. No reconoció su risa.Como nunca se reía, creyó oír a algúnextraño en el apartamento. Y de pronto,por primera vez desde que estaba sola,la invadió un pánico atroz. Buscórápidamente su libreta de ahorros:estaba en su escondite. No había, pues,ladrones en el piso; si no, ya se lahubieran robado. Para mayor seguridadse la llevó consigo. En el portal, seencorvó hasta el suelo por temor al

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portero. Como iba con tanto dinero,temió que justamente le pidiera hoy díala propina.

El tráfico callejero alegró más aTeresa, que se deslizó a toda prisa haciasu fiesta. Su meta quedaba en el corazónde la ciudad. El ruido fue creciendo decalle en calle. Todos los hombres lamiraban. Ella se dio cuenta, pero ya sólovivía por un hombre. Siempre deseóvivir por un solo hombre, y ahora, al fin,podía hacerlo. Un insolente cocheestuvo a punto de arrollarla. Ella estirósu cabeza, hacia, el conductor, le dijo:«Lo siento, pero esta vez no tengotiempo», y volvió la espalda al peligro.En adelante, Puda la protegería de la

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chusma. Ahora no sentía miedo. Nisiquiera estando sola, pues todo lepertenecía. A su paso por la ciudad fueadueñándose de todas las tiendas. Enuna vio unas perlas que hacían juego consu vestido; y unos brillantes para sublusa. Las pieles no se las hubierapuesto, ¡qué indecencia!, aunque en suarmario no estarían mal. Su ropa interiorera la más bonita: tenía encajes muchomás anchos. No obstante, se llevó variosescaparates. Iba poniendo sus riquezasen la libreta de ahorros, que se hinchabay se hinchaba; ahí estaba todo seguro, yél podría echarle una mirada.

Al llegar frente a su tienda sedetuvo. Las letras de la muestra se le

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acercaron a los ojos. Primero leyó:Gross & Madre, después: Guarro &Esposa. ¡Qué bueno! Por mirarlo perdióun tiempo precioso. Los doscompetidores se agarraron agolpes: elseñor Gross era un cobarde y recibióuna paliza. Las letras se pusieron abailar de contento y, cuando acabaron,volvió a leer: Gross & Esposa. ¡Quéespanto!

—¡Vaya insolencia! —exclamó, yentró en la tienda.

Y, al punto, alguien le besó la manoa su querida señora. Era su voz. A dospasos de él, Teresa alzó su bolso en viloy dijo:

—Aquí me tiene.

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Él se inclinó y le preguntó:—¿La señora deseaba? ¿En qué

puedo servirla, señora mía? ¿Quizás unnuevo dormitorio? ¿Para el nuevoesposo?

Como el temor de que tal vez no lareconociera torturaba a Teresa hacíameses, hizo lo posible por facilitarle latarea. Cuidaba su falda; la lavaba,almidonaba y planchaba cada día. Peroel tipo interesante tenía tantas mujeres…Esta vez le dijo:

—¿Para el nuevo esposo? —Ellaentendió su segunda intención. La habíareconocido. Entonces perdió su timidez,ya no miró a su alrededor por si hubieragente en la tienda, se le acercó y repitió,

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palabra por palabra, lo que habíaensayado ante el espejo. Él la miró a lacara con sus ojazos húmedos. ¡Era tanbonito! ¡Y ella tan bonita! Todo era tanlindo que, cuando llegó a susespléndidas caderas, Teresa empezó ajugar con la falda, vaciló, se aferró a subolso y volvió a empezar. Él agitó losbrazos y preguntó:

—¿La señora deseaba? ¡Peroseñora! ¿La señora deseaba? —Para quehablara más bajo, Puda se le acercó; suboca se abrió y volvió a cerrarse junto ala de ella; ambos tenían la mismaestatura, y ella siguió hablando en vozmás alta y muy de prisa. No olvidó niuna palabra; todas estallaban en sus

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labios como proyectiles, pues surespiración era violenta y entrecortada.Cuando llegó, por tercera vez, a suscaderas, se desató la falda por detrás yapretó el bolso contra ella, para que nose le cayera. El vendedor estabaaterrado; ella siguió hablando en vozalta y sus mejillas rojas y sudorosasrozaron las de Puda. ¡Si al menos laentendiera! No tenía idea de quién era nide qué deseaba. La cogió por susrechonchos brazos y gimió—: ¿Laseñora deseaba?

Ella volvió a detenerse muy cerca desus caderas, las meneó espléndidamentey, dejando de gritar, exhaló un «¡Sí!», yse le echó en los brazos. Como era más

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gorda que él, se sintió abrazada. En eseinstante, la falda se le cayó al suelo.Teresa lo notó y se alegró aún más deque todo fuera tan natural. Al sentirserechazada, tuvo miedo y, pese a subeatitud, sollozó:

—¡Servidora!La voz de Puda dijo:—¡Pero señora! ¡Por favor, señora

mía! ¡Pero señora! —La señora era ella.Se oyeron otras voces, nada bonitas; lagente los miraba, pero a ella le da igual:es una mujer decente. El señor Pudasintió vergüenza y empezó a forcejear;ella no lo soltaba: tenía las manosfirmemente cruzadas en la espalda dePuda. Éste rugió—: ¡Un minuto más,

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señora mía! ¡Por favor, señora!¡Suélteme, señora! —Ella apoyó lacabeza en su hombro: sus mejillas erancomo mantequilla. ¿Por qué tendrávergüenza? Ella no la tenía. No losoltaría aunque le cortaran las manos. Elseñor Puda se puso a patalear y chilló—: ¡Perdón, señora mía, pero yo a ustedno la conozco! ¡Perdón, señora;suélteme, por favor!

Entonces se acercaron varios tipos yle golpearon las manos a Teresa; ellarompió a llorar, pero no soltó su presa.Un hombre muy fuerte separó sus dedosuno a uno y liberó de pronto al señorPuda. Teresa titubeó, se secó los ojoscon la manga de la blusa, dijo:

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—Pero oiga, ¿cómo puede ser tanguarro? —Y dejó de llorar. El hombrefuerte resultó ser una dama enorme ygorda. ¡De modo que el señor Puda sehabía casado! Un ruido horrible sepropagó en la tienda; cuando Teresa viosu falda en el suelo, comprendió elmotivo.

Muy cerca de ella, un grupo se reíacomo si les pagaran por hacerlo. Eltecho y las paredes temblaban; losmuebles oscilaban. Alguien gritó:

—¡Una ambulancia! —Y otro—:¡Policía!

Indignado, el señor Guarro sesacudió el traje —sentía especialpredilección por sus hombreras—,

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repitió varias veces:—¡Los modales también tienen un

límite, mi querida señora! .Y, cuandoestuvo contento con el estado de su traje,se limpió la mejilla mancillada. Teresa yél eran los únicos que no reían. Susalvadora, la Madre, lo examinó conaire receloso: husmeaba una historia deamor detrás del incidente. Y como suinterés estaba en juego, optó por llamara la policía. Esa desvergonzada merecíaun escarmiento; él ya había recibido elsuyo. Además, era un chico guapo (loque nunca hubiera dicho en público). Elnegocio exige una disciplina implacable.Pese a sus cálculos, la Madre estalló enuna sonora carcajada. Todos hablaban a

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la vez. En medio de la multitud, Teresase volvió a poner la falda. Una de lassecretarias se burló de su atuendo.Teresa, que no aguantaba comentarios alrespecto, le dijo:

—¡Pues oiga, ya le gustarían! —Yseñaló las anchas cintas de encaje de suenagua, que también eran preciosas: nosólo la falda. Las risas no cesaban.Teresa estaba muy contenta; sólo laasustaba la mujer de Guarro. Por suertelo había abrazado, ya que nunca máspodría hacerlo. Mientras se rieran, ellaestaría a salvo. Cuando alguien se ríe, esincapaz de hacerte daño. Un empleadoflaco, que no parecía un hombre, sino suex-marido, el ladrón, dijo:

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—Es la amiguita de Guarro.Otro, ese sí era un hombre, añadió:—¡Una preciosidad!Le pareció una insolencia que las

risas aumentaran.—¡Oiga, claro que soy preciosa! —

gritó—. ¿Dónde está mi bolso? —Elbolso había desaparecido—. ¿Dóndeestá mi bolso? ¡Llamaré a la policía!

A la Madre eso le pareció el colmo.—¿De veras? —exclamó—, ¡pues

soy yo quien llamará a la policía! —Y,dando media vuelta, se dirigió alteléfono.

El señor Gross, o sea su hijo, eljefecito, la siguió todo el tiempointentando decir algo, pero nadie lo

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escuchaba. La tironeó desesperadamentede la manga, pero ella le dio un empujóny declaró con voz ronca y varonil:

—¡Le daremos su merecido! ¡Yaverá quién manda aquí!

El señor Gross no sabía qué hacer.Cuando la vio con el teléfono en lamano, se atrevió a lo peor y la pellizcó.

—Pero si es clienta nuestra —susurró.

—¿Cómo? —preguntó la Madre.—Nos compró un gran juego de

dormitorio. —Fue el único quereconoció a Teresa.

La Madre colgó el auricular, sevolvió hacia el personal y despidió atodos sin excepción, en el acto.

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—¡No permito que insulten a misclientes! —Los muebles volvieron atemblar, aunque ya no de risa—. ¿Dóndeestá el bolso de esta señora? ¡Tenéis tresminutos para encontrarlo!

Todos los empleados se tiraron alsuelo y empezaron a gatear, obedientes.A ninguno se le escapó que, entretanto,Teresa había recogido el bolso del lugardonde estuviera la Madre. El señorGuarro fue el primero en levantarse yver, sorprendido, el bolso bajo el brazode Teresa.

—Según veo, mi querida señora —dijo cantando—, ya ha encontrado ustedsu bolso. La señora siempre tiene suerte.¿La señora deseaba, por favor?

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Su diligencia obtuvo el beneplácitode la Madre, que avanzó hacia él conpaso enérgico y le hizo una señal deaprobación. Teresa dijo:

—Por hoy nada, gracias.Guarro se inclinó sobre su mano y

replicó con humildad:—Entonces, permítame que bese su

manita, señora. —Le besó el brazo másarriba del guante, tarareó—: Beso sumanita, Madame —y retrocedió,haciendo un elegante gesto de renunciacon la mano izquierda.

El personal se incorporó de un saltoy le hizo calle. Teresa titubeó, irguióorgullosamente su cabeza y dijo, comodespedida:

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—Pero oiga, ¿al menos podréfelicitarlo?

Él no le entendió, pero la costumbrele ordenó inclinarse. Ella avanzó luegopor la calle de honor. Todas las espaldasse encorvaron y todas las gargantas lafelicitaron. Desde atrás, la Madre lasaludó con voz de trueno. El jefecito, asu lado, prefirió callar. Aquel día sehabía tomado excesivas libertades.Debió avisarle a tiempo que esa damaera clienta. Cuando Teresa llegó a lapuerta, que, flanqueada por dospersonas, se convirtió en su arco detriunfo, el hombrecito se escabulló en sudespacho. Tal vez la Madre lo olvidase.Hasta el final oyó Teresa exclamaciones

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de asombro.—¡Qué mujer tan elegante! ¡Con esa

falda tan bonita! ¡Oh, qué azul! ¡Y elbolso repleto! ¡Una auténtica princesa!¡Qué suerte la del Guarro! —No, no eraun sueño. El afortunado siguióbesándole la mano cuando ella estaba yaen la calle. Hasta la puerta se cerrólentamente y con respeto. La siguieronmirando a través de los cristales. Y ellase volvió sólo una vez, antes dedeslizarse, sonriendo, calle abajo.

Es lo que ocurre cuando un hombreespecial nos ama. ¡Se había casado!¿Por qué habría de esperarla? Elladebió presentarse antes. ¡Con qué fuerzala estrechó entre sus brazos! Mas de

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pronto sintió miedo. Su nueva esposaestaba en la tienda. Esa mujer le habíadado el capital y él no podía hacerleeso. Era un hombre decente. Sabecomportarse. Es un experto. La abrazópor delante y se defendió por detrás.Protestó para que su mujer lo oyese.¡Qué tipo tan inteligente! ¡Qué ojazos!¡Qué hombros! ¡Qué mejilla! Su mujer,muy fuerte, era de armas tomar, pero nonotó nada. Por su bolso, quiso llamar ala policía en el acto. ¡Una mujer deverdad! Así también quiso actuar ella;pero como el ladrón no se fue antes, aella se le hizo tarde. ¿Qué culpa tiene deque sea un ladrón? Él le besó la mano.¡Qué labios! La había estado esperando.

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Al comienzo, sólo quiso recibir dinerode ella; pero vino otra con un capitalmucho mayor —las mujeres no lo dejanen paz—, y él la eligió. No podíadespreciar tanto dinero. Pero sólo laama a ella. No ama a su nueva esposa.Cuando llega, todos tienen queinclinarse ante su bolso. En la puerta haycientos de ojos y todos la miran. ¿Porqué se puso la falda nueva? ¡Estaba tancontenta! ¡Por suerte lo abrazófurtivamente! ¡Quién sabe cuándovolvería a hacerlo! La falda le va demaravilla, y la enagua también. Losencajes eran caros. Pero ella no es unade ésas. Pensó: ¡pobre hombre!, ¿porqué no va a probar mis caderas? Las

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encuentra espléndidas. Ahora las havisto. A un hombre casado también letoca su tajadita. Teresa llegó a su casacomo en sueños, indiferente a losnombres de las calles y a lasinsolencias. Su dicha la protegió de ladesdicha. Innumerables desvíos seabrían a su paso, pero ella enfiló el buencamino, el que la llevaría a susdominios. Su almidonada presenciaintimidaba a hombres y vehículos. Portodas partes despertaba un interéscordial. Pero esta vez ni se dio cuenta.Una multitud de empleados la escoltaba.Su guardia de honor era de goma y seestiraba a cada uno de sus pasos. Todosbesaban su mano: el aire se pobló de

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besos que llovían sobre ella comogranizo. Y ella los recogía todos.Nuevas esposas de armas tomarllamaron a la policía. Los bolsos deTeresa habían desaparecido. Ya no habíajefecitos: se habían esfumado y no se lesveía en sus tiendas. Sólo sus nombresseguían en los letreros. Mujeres queaparentaban treinta se echaban amontones en brazos de Puda, con labios,ojos, hombros y mejillas. Faldas azulesy almidonadas caían por tierra.Espléndidas caderas se admiraban enmiles de espejos. Las manos no soltabansu presa, nunca. Tiendas enteras sereían, orgullosas de tanta belleza.Perplejas, las amas de llaves dejaban

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caer sus bayetas. Los ladronesdevolvían los bienes robados y seahorcaban para luego ser enterrados. Entoda la Tierra había sólo una fortuna ytodas las demás se habían fundido enella. No pertenecía a nadie. O, mejordicho, a una sola persona, que podíacuidársela. Estaba prohibido robar.¿Para qué vigilarla? Había cosasmejores que hacer. Batir leche, porejemplo. La pella de mantequilla quesalía era de oro y grande como la cabezade un niño. Las libretas de ahorroestallaron. Los arcenes con ajuarestambién volaron en pedazos. En suinterior no había más que libretas deahorro. Nadie las quería. Sólo dos

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personas sabían cómo usarlas. Una deellas era una mujer: todo le pertenecía.La otra se llamaba Puda, y aunque nadale perteneciera, podía usar a la mujer.Madres difuntas se revuelven en sustumbas y no te dejan un real. Nada depropina a los porteros: todos tienen supensión. Lo que decían es cierto. Por lospapeles de un ladrón te dan dinero enefectivo. Los libros resultan muyrentables. El apartamento se vendió alcontado. Uno más bonito no costabanada. El viejo no tenía ventanas.

Teresa ya casi estaba en casa. Laescolta de goma, rota hacía rato, sedesvaneció. Ya no granizaba. Encambio, las cosas de siempre se

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acercaban. Eran muy simples, menosricas, pero una estaba segura deencontrarlas y tenerlas. Al llegar ante elportal de su casa, dijo:

—Pues oiga, ya puedo estar contentade que se haya casado. Ahora todo esmío. —Sólo entonces se puso a pensaren el tipo de capital que le hubieraprestado al señor Guarro. Para esosnegocios hace falta un contrato y unafirma. Podría pedirle un buen interés. Yuna participación, claro está. Robar estáprohibido. Por suerte nunca pasó nada.Hay gente tan despreocupada que sueltasu dinero y nunca vuelve a verlo. Así esla vida.

—¿Qué le pasa al profesor?

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El portero le salió al paso,vociferando. Teresa enmudeció,aterrada. Intentó buscar una respuesta. Sile decía que su marido era un ladrón, eltipo sentaría una denuncia. No queríadenunciarlo aún, ya que la policíapodría encontrar el dinero de la casa ypedirle cuentas; ¡como si él mismo no selo hubiera dado!

—Hace ocho días que no lo veo.¡Espero que no se haya muerto!

—¿Muerto? Pero oiga, si está vivitoy coleando. A ése no hay quien lo mate.

—Pensé que estaría enfermo.Salúdelo de mi parte y dígale que iré averlo. ¡Que aquí me tiene a sus órdenes!

Teresa agachó la cabeza con malicia

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y le preguntó:—¿No sabe usted dónde está? Lo

necesito con urgencia por el dinero de lacasa.

El portero sorprendió al estafadorgracias a su mujer. Querían quitarle su«propina». El profesor se escondía parano darle nada. Y eso que no eraprofesor. El portero le dio ese títuloporque quiso. Hace unos años era sóloel doctor Kien. ¡Pero un título así novale nada! Tuvo que luchar porque losinquilinos le dijesen profesor. Y nadietrabaja gratis. Al que trabaja le dan supensión. No le aceptará regalos a lavejancona; quería su propina porque erauna pensión.

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—¿Afirma usted —le rugió a Teresa— que su marido no está en casa?

—Pues oiga, no, hace ocho días.Dijo que estaba harto. Y de pronto selarga y me deja sola, sin el dinero de lacasa. ¿Será posible? Quisiera saber aqué hora se irá a dormir. La gentedecente se acuesta a las nueve.

—¡Debió usted sentar una denuncia!—Pero oiga, si se fue porque quiso.

Dijo que volvería.—¿Cuándo?—Cuando tenga ganas, dijo; siempre

ha sido así, sólo piensa en él. Pero,oiga, una también existe. ¿O acaso esculpa mía?

—¡Ten cuidado carroña, que ahora

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subiré a buscarlo! Si lo encuentroarriba, os moleré los huesos a los dos.Me debe cien chelines. ¡Ya me oirá elmuy cerdo! Yo soy muy bueno, ¡perocuando se me sube…!

Teresa, que ya lo precedía escalerasarriba, advirtió en sus palabras el odioque por Kien sentía. Hasta entonceshabía tenido al portero como al único einvencible amigo de su esposo. Y ahora,en el mismo día, le llegaba otro golpe desuerte. Cuando viera que le había dichola verdad pura y simple, el tipo laayudaría. Todos estaban contra elladrón. ¿Por qué será ladrón?

El portero entró dando un violentoportazo. Sus pasos, agravados por la

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rabia, asustaron a los inquilinos quevivían bajo la biblioteca y estabanhabituados a un silencio sepulcral hacíaaños. La escalera se llenó de gente quediscutía. Todas las sospechas recayeronen el portero. Hasta ahora el profesorhabía sido su inquilino predilecto. Losotros odiaban a Kien por la propina, queel portero íes echaba en cara a cadainstante. Probablemente, y con todarazón, el profesor se ha negado apagarle. Pero se merecía la paliza. Elportero arregla todo a palos. Sinembargo, lo que desorientó al curiosovecindario fue no oír ruidos de vocessino sólo el familiar martilleo de lospasos.

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Pues la rabia del portero era tangrande que registró el apartamento ensilencio. Decidió no prodigar su ira.Pensaba tomar a Kien como ejemplocuando lo encontrase. Los insultos se leacumularon tras el cerco de los dientes.Los rojizos pelos de sus puños seerizaron. Él mismo lo advirtió en elnuevo dormitorio de Teresa, al empujarlos armarios con la cabeza. Esa carroñapuede estar en cualquier parte. Teresa loseguía con resignación, deteniéndose yregistrando también donde él lo hiciera.Él le hacía poco caso y al cabo de unosminutos la aceptó como a su sombra.Ella lo sintió frenar su ira, queaumentaba al mismo ritmo que la suya.

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Su marido no sólo era ladrón, sino quela había abandonado, dejándola sinrecursos. Guardó silencio por nomolestar al portero. Cuanto más seaproximaban, menos le temía. En lapuerta de su dormitorio aún le cedió elpaso. Pero se le adelantó al abrir lasotras dos habitaciones, que estaban conllave. El tipo revisó muy por encima suex-cuartito junto a la cocina. Sólo podíaimaginarse a Kien en una habitaciónenorme, por más oculto que estuviera.En la cocina lo invadió un deseo súbitode destrozar la vajilla. Pero se apiadóde sus puños, escupió en el hornillo y notocó nada. De ahí volvió al estudio agrandes pasos y, en el camino, se detuvo

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un rato a contemplar el perchero: Kienno se había colgado de él. Luego derribóel enorme escritorio. Tuvo que utilizarambos puños y se vengó cruelmente deesta humillación: metió la mano en unode los estantes y tiró al suelo un montónde libros. Por último se volvió, a ver siKien aparecía. Era su última esperanza.

—¡Ni rastros! —Constató,sintiéndose incapaz de lanzar nuevasmaldiciones. La pérdida de sus 100chelines lo había deprimido. Junto consu pensión, le permitían satisfacer lagran pasión de su vida: un apetitopantagruélico. ¿De qué le serviría sumirilla si se moría de hambre? Le alargóambos puños a Teresa. Los pelillos

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seguían tiesos—. ¡Míreme! —rugió—,¡en mi vida he estado tan furioso!¡Nunca!

Teresa miró los libros caídos. Eltipo pensó que enseñarle sus puños leserviría a él de excusa y a ella dedesagravio. Teresa se sintiódesagraviada, pero no por los puños.

—Pero oiga, si no era un hombre —le dijo.

—¡Era una puta! —rugió eldamnificado—. ¡Un delincuente! ¡Unsinvergüenza! ¡Un asesino!

Teresa quiso añadir «y un mendigo»,pero él ya había vuelto al «delincuente».Y cuando ella preparó su «ladrón», el«asesino» imposibilitó cualquier puja.

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Las maldiciones del portero fueronbrevísimas. Muy pronto se calmó yrecogió los libros. Pero volver aacomodarlos le era tan difícil como fácille fue tirarlos. Teresa trajo la escalera yse trepó para hacerlo ella misma. Comoaquel día estaba de buenas, decidiómenear las caderas. El portero lealcanzó varios libros con una mano, ycon la otra la atacó, dándole un soberbiopellizco en el muslo. A Teresa se le hizoagua la boca. Era la primera mujer queél conquistaba con sus métodos deseducción. A las otras las violaba.Teresa susurró mentalmente: «¡Quéhombre! ¡Otra vez, por favor!». Yañadió, pudibunda, en voz alta:

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—¡Más!El tipo le alcanzó una segunda pila

de libros y volvió a pellizcarle el musloizquierdo con igual violencia. Teresaempezó a babear. De pronto recordó queeso no se hace. Dio un grito y seprecipitó de la escalera a sus brazos. Élla acomodó tranquilamente en el suelo,le rompió la tiesa falda al bajársela y laposeyó.

Al levantarse, rugió:—¡A ver si aprende, el esqueleto!Teresa sollozó:—Pero oye, si ahora soy tuya.Había encontrado un hombre y no

estaba dispuesta a perderlo. Él replicó:—¡Quieta! —Y se instaló esa misma

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tarde en el apartamento. De día sequedaba abajo, en su puesto. De nochela aconsejaba en la cama. Poco a pocose enteró de lo que en realidad habíasucedido y le ordenó empeñardiscretamente los libros antes de que sumarido regresara. Él se reservó lamitad, porque era la suya. La intimidódebidamente con respecto a su situación.Pero él era de la policía y la ayudaría.Por eso, entre otras razones, ella loobedeció a ciegas. Cada tres o cuatrodías iban al Theresianum, cargados delibros.

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El ladrón

El portero reconoció a su ex-profesor en el acto. Su nuevo puestocomo consejero de Teresa le probabamejor, y, sobre todo, era más lucrativoque la antigua propina. No tenía elmenor interés en vengarse. Por eso no sehizo el resentido y desvió a tiempo lamirada. Como el profesor estaba a suderecha, transfirió definitivamente supaquete al brazo izquierdo y lo sopesó,entreteniéndose en esta operación untiempo prudencial. Teresa, que solíaimitar todas sus reacciones, le volvióbruscamente la espalda al ladrón y se

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aferró con desesperación a su lindo yenorme paquete. El portero ya habíapasado cuando el tipo le salió alencuentro. Muda, Teresa lo empujó a unlado. Él, mudo también, asió el paquete.Ella forcejeó; él no soltó su presa. Elportero oyó un ruido, pero siguiósubiendo sin volverse. Quería que elencuentro se produjera en formapacífica, y se dijo a sí mismo que elpaquete de Teresa debió de haberrozado, al pasar, la barandilla. Kien tirófuerte del paquete. Teresa aumentó suresistencia y volvió la cabeza hacia él,que cerró los ojos. Este gesto ladesconcertó. El otro no bajó a ayudarla.En ese instante pensó en la policía y en

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el delito que había cometido. Si laencerraban, el ladrón regresaría al piso:él era así, no le importaba nada. No bienperdió su apartamento, las fuerzas laabandonaron. Kien se apoderó de unagran parte del paquete. Los libros ledieron fuerza y preguntó:

—¿Adonde los llevas?Había visto los libros, aunque el

papel estaba intacto. Ella lo vioreinstalado en el apartamento. Los ochoaños de servicio desfilaron por su menteen décimas de segundo, y ya no pudodominarse. Pero aún le quedaba unconsuelo: pedir auxilio a la policía. Ygritó:

—¡Me ha insultado!

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Diez peldaños más arriba, unhombre se detuvo, desilusionado. Si esacarroña los hubiera atajado más tarde,vaya y pase; pero justo se le ocurrehacerlo ahora, antes de que empeñaranlos paquetes. Contuvo a tiempo el rugidoque se aprestaba a salir de su garganta yle hizo señas a Teresa. Pero ésta sehallaba ocupadísima y ni lo vio.Mientras chillaba dos veces más:

—¡Me ha insultado! —Examinó alladrón con curiosidad. Se lo habíaimaginado en harapos —nunca tuvovergüenza—, tendiéndole la mano vacíaa todo el mundo— los mendigos son así.—Y robando siempre que podía. Peroen realidad, tenía mejor aspecto que en

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casa. Teresa no pudo explicárselo. Depronto, observó que el chaleco leabultaba por el lado derecho. Antes nosolía llevar dinero consigo y su billeteraiba casi siempre vacía. Ahora parecíaestar repleta. Entonces comprendió todo.Él tenía el talonario de cheques. Habíasacado el dinero y, en vez de esconderloen su casa, lo llevaba consigo a todaspartes. El portero estaba al corriente detodos los detalles, hasta de la existenciade su libreta de ahorros. Lo que ella nole contaba, él se lo arrancaba apellizcos. Sólo se reservó el sueñodorado del talonario oculto en algúnintersticio. Sin esta reserva, la vida lehubiera resultado menos grata.

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Desbordante de satisfacción al poderrevelarle un secreto que mantuvo ocultodurante semanas, exclamó entonces(acababa de chillar una vez más el «¡meha insultado!»)—: ¡Oiga, me ha robado!—Su voz resonó indignada y llena deentusiasmo al mismo tiempo, como la dealguien que entrega a un ladrón a lapolicía. Sólo le faltaba aquel tonillomelancólico que, en estos casos, suelenadoptar ciertas mujeres cuando se tratade un hombre. Pero, ¿no estaba poniendoa su primer marido en manos delsegundo, que era de la policía?

Éste bajó las escaleras y repitió, convoz apagada:

—¡Es usted un ladrón!

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No le vio otra salida a la espinosasituación. Lo del robo le pareció unamentira oficiosa de Teresa. Puso supesada mano en el hombro de Kien ydeclaró, como si estuviera nuevamentede servicio:

—¡En nombre de la ley, queda usteddetenido! ¡Sígame sin llamar laatención!

El paquete le colgaba del meñiqueizquierdo. Clavó en Kien una miradaimperativa y se encogió de hombros. Sudeber no le permitía ninguna excepción.El pasado era el pasado. En otrostiempos se llevaban bien. Ahora teníaque arrestarlo. Con qué gusto le hubieradicho: ¿Se acuerda usted de…? Kien se

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dobló en dos, no sólo bajo el peso de lamano, y murmuró:

—Ya me lo suponía.Esta respuesta despertó el rebelo del

portero. Los delincuentes pacíficos sonfalsos. Se hacen los sumisos e intentanfugarse a la primera. Por eso se inventóel «agarrón policial». Kien se sometiódócilmente. Trató de mantenerseerguido, pero su talla lo obligó ainclinarse. El portero se enterneció.Hacía dos años que no detenía a nadie;temía las dificultades. Los delincuentesson recalcitrantes. Si no lo son, seescapan. Si uno va uniformado, piden sunúmero. Si no lleva uniforme, le exigenuna credencial. Pero éste daba muy poco

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trabajo. Se deja interrogar, lo sigue auno sin chistar, no protesta de suinocencia ni arma escándalo: ¡de undelincuente así ya puede uno felicitarse!A un paso de la puerta vidriera, sevolvió hacia Teresa y le dijo:

—¡Así se hace! —Sabía que unamujer lo observaba, aunque no estabamuy seguro de que supiera apreciar losdetalles de su hazaña. Otro le hubierapegado en seguida. Para mí unadetención es muy sencilla. No hay quearmar escándalo. Los novatos armanescándalo; pero a un experto, losdelincuentes lo siguen solos. Sedomestica a un animal doméstico. Losgatos son salvajes. En el circo hay

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leones amaestrados. Los tigres saltanpor un aro de fuego. Pero el hombretiene un alma. La justicia lo apresa porel alma y él la sigue como un mansocordero. Aunque sólo dijo estomentalmente, ardía en deseos de bramarlo que pensaba.

En otros tiempos y lugares, detener aalguien tras un período de inactividad lohubiera hecho sudar tinta. Cuando aúnestaba de servicio, detenía gente porllamar la atención y, debido a susmétodos, acababa en malos términos consus superiores. Pregonaba sus hazañasen voz alta hasta verse rodeado de unamultitud de papanatas. Predestinado aser atleta, se inventaba diariamente un

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circo. Como la gente escatimaba losaplausos, él mismo se aplaudía y, paramostrar lo fuerte que era, utilizaba aldetenido como su segunda mano. Si eltipo era fuerte, los bofetones arreciabany al final lo invitaba a boxear con él.Tras derrotarlo, y en señal de desprecio,se quejaba, durante el interrogatorio, dehaber recibido malos tratos. Asíaumentaba la pena de esos debiluchos.Si se topaba con uno más fuerte que él—lo que a veces sucedía con losdelincuentes de verdad— su concienciale ordenaba levantar un falso testimonio,pues a los indeseables hay queeliminarlos. Sólo cuando hubo delimitarse a una casa —antes tenía a su

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disposición a todo un barrio—, sevolvió más modesto. Reclutaba a susvíctimas entre mendigos y buhonerosmiserables, y a veces se pasaba días alacecho. Como le temían, los tipos seponían mutuamente en guardia y sóloaparecían unos cuantos novatos. Amuchos hasta les suplicaba que vinieran.Sabía que en el fondo le escurrían elbulto. El circo se limitaba, pues, a losvecinos de la casa. Pero él vivíaesperando alguna detención real ynotoria, practicable en circunstanciasmuy difíciles.

Entonces tuvieron lugar los últimosacontecimientos. Los libros de Kien lereportaban beneficios. Él hacía la mayor

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parte del trabajo y tomaba todas susprecauciones. Sin embargo, la molestasensación de recibir dinero sin dargolpe no lo abandonaba nunca. Cuandoera policía activo, siempre creyó que lepagaban por mover los músculos. Ahoraprocuraba que su lista de libros fueramuy pesada y elegía los volúmenessegún su formato. Los más antiguos ygruesos, encuadernados en pergamino,fueron los primeros en caer. En elcamino al Theresianum alzaba en vilosu paquete, le daba uno que otrocabezazo y, quitándole el suyo a Teresa—a la que ordenaba quedarse atrás—,se lo lanzaba a los brazos. Ella acusabalos golpes y una vez se quejó. Pero él la

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convenció de que lo hacía por la gente:cuantas más libertades se tomaran conlos libros, menos gente pensaría que noeran suyos. Ella aceptó sus razones,pero el juego la irritaba. A él tampocolo convencía demasiado: se sentía unenclenque y a veces afirmaba que prontose convertiría en un judío. Sólo por estemínimo remordimiento, que élinterpretaba como la voz de suconciencia, renunció a cumplir su viejosueño y detuvo a Kien con toda calma.

Pero Teresa no iba a permitir que leaguaran la fiesta. Ella había visto labilletera repleta. Rodeó rápidamente alos dos hombres y se paró entre losbatientes de la puerta vidriera, que su

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falda había separado. Con la manoderecha cogió a Kien por la cabeza,como queriendo abrazarlo, y lo rebajó asu altura. Con la izquierda le quitó labilletera. Kien sobrellevó ese brazocomo una corona de espinas, y ni semovió. Sus propios brazos estabaninmovilizados por el «agarrón policial»del portero. Teresa levantó en alto elfajo de billetes y exclamó:

—¡Oiga, aquí lo tengo! —Su nuevomarido admiró ese dineral, pero sacudióla cabeza.

Teresa quiso responder y dijo:—¿Tengo razón o no? ¿Tengo razón

o no?—¡Yo no soy un felpudo! —replicó

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el portero.La frase se aplicaba tanto a su

conciencia como a la puerta, que Teresaobstruía. Ésta esperaba alguna muestrade reconocimiento, una alabanza, unapalabra que aludiese a su dinero antesde embolsárselo. Cuando se disponía ahacerlo, se apiadó de sí misma. Ya elmarido sabe todo, se acabaron lossecretos. ¡Un momento tan importante yel tipo enmudece! ¿Por qué no lafelicitaba? Ella descubrió al ladrón. Élquiso seguir de largo; y ahora quiereescapársele. No lo dejaría. Por algotiene su corazoncito. Él sólo sabepellizcar; pero no suelta una palabra.«¡Quieta!», es todo lo que dice.

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Interesante no es. Hábil tampoco. Sólosabe ser hombre. Una se avergüenza alpensar en el señor Guarro. Porque oiga,¿qué era él antes? ¡Un vulgar portero!Ella no frecuenta gente así. ¡Pensar quese lo llevó al apartamento y ahora ni leda las gracias! Si el señor Guarro seenterase, no le besaría la mano. ¡Quévoz la suya! ¿Quién encontró ese dinero?Ella. Y ahora él se lo quiere quitar. ¿Porqué habría de dárselo? ¡Oiga, ya estáharta de él! Si la cosa es gratis, deacuerdo. Por dinero le dirá que no. Lonecesita para su vejez. Quiere pasar unavejez decente. ¿De dónde sacaría faldassi él se las rompe todas? Se las rompe yle quita el dinero. Si al menos dijera

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algo. ¡Ese era un hombre!Furiosa y ofendida, agitó el dinero

de un lado a otro, pasándoselo por lanariz al portero. Éste empezó a pensar.El placer de la captura lo habíaabandonado. Al verla manosear labilletera, previo las consecuencias. Noquería ir a la cárcel por esa mujer. Pormuy hábil que ella fuese, él conocía laley: es de la policía. ¿Qué sabe ella deesas cosas? Quiso regresar a su puesto;esa tipa le daba asco, lo habíafastidiado. Por ella perdió su propina.Conocía la verdadera historia hacíatiempo. Sólo por razones de interéscomún mantenía oficialmente su odiocontra Kien. Además de vieja, era

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exigente. Quería todas las noches. Élquería pegarle, y ella reclamaba lo otro.Antes, sólo le permitía pellizcarla. Y alprimer golpecito rompía a berrear. ¡Puf,qué asco! Él se caga en las tipas así. Locuentan todo. Perdería su pensión, perola enjuiciaría. Tendrá que devolverle lapensión. Y él conservará su parte. Lomejor es denunciarla. ¡La muy puta!¿Acaso los libros son suyos? ¿Desdecuándo? El profesor le da lástima. Esdemasiado bueno para ella. Hombrescomo él ya no existen. ¿Por qué secasaría con esa marrana? Nunca habíasido ama de llaves. Su madre murió enla miseria. Ella misma se lo confesó. ¡Situviera cuarenta años menos! Su hija,

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que en paz descanse, sí que era unasanta. Lo hacía echarse a su lado cuandoél acechaba a los mendigos. Y élpellizcaba y acechaba, acechaba ypellizcaba. ¡Eso era vida! Si surgíaalgún mendigo, ya tenía a quién pegarle.Si no, ahí estaba su hija. Ésta se echabaa llorar, pero de nada le servía. Contraun padre no hay lágrimas que valgan.Era muy cariñosa. Hasta que un día semurió. Los pulmones, el cuartito. ¡Con lafalta que le hacía! De haberlo sabidoantes, la hubiera enviado fuera. Elprofesor la conoció. Nunca le hizoningún daño. Los inquilinos latorturaban por ser hija suya. Y esamarrana jamás la saludaba. ¡La mataría!

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Cargados de odio, ambos se enfrentaron.Cualquier palabra de Kien, incluso unaamistosa, los hubiera acercado. Susilencio atizó aquel odio mutuo que seelevó, llameante, por los aires. Unosujetaba el cuerpo de Kien, la otra, sudinero. Pero el hombre mismo se lesescapaba. ¿Cómo retenerlo? Su cuerpoes quebradizo como una brizna de paja.Una violenta tempestad lo arquea. Losbilletes refulgen en el aire. De pronto, elportero le grita a Teresa:

—¡Devuelve ese dinero!Imposible. Ella suelta la cabeza de

Kien que, sin erguirse, permanece en lamisma posición. Ella esperaba unmovimiento. Paro al ver su inmovilismo,

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le tira los billetes en la cara a su nuevomarido y chilla:

—¡No eres capaz ni de pegar! ¡Letienes miedo! ¡Un verdadero felpudo!¿Será posible? ¡Cobarde, escoria, pobrediablo!

Su odio le inspira las palabrasprecisas para enardecerlo. Con uno desus brazos empieza él a sacudir a Kien:no se dejará llamar cobarde. Con el otroataca a Teresa. Que le deje sitio. Quesepa de una vez por todas quién es él.Normalmente es muy bueno, perocuando se le sube… Los billetes sedesparraman por el suelo. Teresasolloza:

—¡Ay, mi dinero!

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Su marido la empuña: los golpeseran demasiado suaves. Prefieresacudirla. Con su espalda abre Teresalos batientes de la puerta vidriera y seaferra finalmente a la manija redonda.Cogiéndola por el cuello de su blusa, élla atrae hacia sí y la vuelve a lanzarcontra la puerta. Todo esto sin soltar aKien, que era un guiñapo entre susdedos. Cuanto menos lo siente, másembiste a Teresa. En ese momento llegóFischerle corriendo. El manobrero lehabía transmitido la negativa de Kien.Estaba furioso. ¿Qué significa todo esto?¡Tanto lío por dos mil chelines! ¡Loúnico que faltaba! Ayer afloja cuatro milquinientos sin chistar y hoy interrumpe

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los pagos. Que sus empleados loesperen: volvería en seguida. Desde elvestíbulo oyó que alguien gritaba:

—¡Ay mi dinero! ¡Ay mi dinero!Era su negocio. Alguien se le había

adelantado. Quiso echarse a llorar.Tanto jaleo para que otro se beneficie. Yencima una mujer. Francamenteinaceptable. Ya la pescará. Tendrá quedevolverle todo. De pronto observa quela puerta vidriera se abre y se cierra. Sedetiene asustado: había otro hombre.Titubea. El hombre tira a la mujer contrala puerta. La mujer era pesada. Debíaser un hombre fuerte. El larguirucho nohubiera podido. Tal vez no tenga nadaque ver con ellos. ¿Por qué un hombre

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no iba a pegarle a su mujer? Seguro queella no le da dinero. Fischerle tiene unaempresa. Le hubiera gustado esperar aque ambos acabasen, pero tardandemasiado. Se abre pasocuidadosamente por entre la puerta.

—Con su permiso —dice, riéndose.Imposible no llamar la atención. Por esosonríe anticipadamente. Para que lapareja advierta su buena intención.Como su risa puede pasar inadvertida,prefiere sonreír de inmediato. Su jorobase interpone entre Teresa y el portero,impidiéndole a este último atraer losuficientemente a la mujer y encajarleotro empellón.

A cambio, recibe un puntapié en la

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joroba. Fischerle se abalanza sobreKien, aferrándose a éldesesperadamente. Pero Kien era tanflaco, y el papel que desempeñaba enesa riña tan minúsculo, que el enano noadvierte su presencia hasta que no lotoca. Lo reconoció. En ese momentoTeresa volvió a chillar:

—¡Ay mi dinero! —El enano adivinóla antigua relación entre los dos, sevolvió todo oídos y, de un solo vistazo,abarcó los bolsillos de Kien, los delextraño, las ligas de Teresa —cuyafalda, por desgracia, le tapaba la vista—, los peldaños, junto a los cualeshabía dos paquetes gigantescos, y, a suspies, el suelo. Entonces vio el dinero y

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se agachó velozmente a recogerlo. Suslargos brazos se enredaron entre trespares de piernas. Tan pronto empuja unpie con fuerza, como alza tiernamente unbillete. No grita cuando le pisan losdedos: ya estaba acostumbrado a esetipo de inconvenientes. Tampoco trata atodos los pies por igual. Aleja de sí losde Kien, empuña como un zapatero losde la mujer y evita cualquier contactocon los del otro hombre: sería tan inútilcomo peligroso. Logra rescatar quincebilletes. Mientras trabaja, va contando ysabe exactamente en cuál se queda. Pesea su joroba, se mueve con destreza.Arriba seguían los golpes. En el Cielo leenseñaron que es mejor no interrumpir a

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una pareja cuando está peleando. Si loconsigues, puedes pedirles luego lo quequieras. Las parejas se enfurecen. Delos cinco billetes que faltaban, viocuatro un poco más lejos y uno bajo elpie del otro hombre. Mientras searrastra hacia los otros, Fischerle nopierde de vista el pie. Podría levantarsey hay que aprovechar ese instante.

Sólo entonces notó Teresa supresencia, viéndolo lamer algo en elsuelo, a cierta distancia. Con las manoscruzadas en la espalda y el dinero entrelas piernas, el hombrecito trabaja con lalengua para que, si los demás lo ven, nosepan qué está haciendo. El espectáculoreanimó a Teresa, que se sentía sin

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fuerzas. La intención del enano le resultótan familiar como si lo conociera desdeniño. Se vio a sí misma buscando eltalonario de cheques cuando aún eraama de casa. De pronto se libera delportero y chilla:

—¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Ladrones!—refiriéndose a la joroba que searrastraba por el suelo, al portero, alladrón y a todo el mundo; y siguechillando, cada vez más fuerte, sinparar: sus reservas de aire valen pordiez.

Arriba se abren puertas y en laescalera se oyen pasos, muchos pasosque bajan pesadamente. El ascensoristase aproxima a paso lento. No se

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inmutaría aunque estuvieran degollandoa un niño. Lleva ya 26 años atendiendoel ascensor, vale decir, su familia, y erael vigilante.

El portero se quedó inmóvil. Vio quecada primero de mes vendría alguien aquitarle su pensión, en vez de traérsela.Además lo encerrarían. Los canarios semorirían al no tener a quién cantarle.Tapiarían su mirilla. Todo se sabría ylos inquilinos profanarían a su hijita enla tumba. No es que tenga miedo. Pero aveces no dormía pensando en la niña. Sepreocupaba de ella. La quería. Le dabade comer, le daba de beber: medio litrode leche al día. Él es jubilado. No esque tenga miedo, no. El mismo doctor

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dijo que eran los pulmones. ¡Mándelaafuera! ¿Con qué, mi estimado? Lapensión se le va en comer. Él es así. Nopuede vivir sin comer. Son gajes deloficio. Sin él, la casa se hundiría.¿Seguro de enfermedad? ¡Qué va! ¿Y sile regresaba con un hijo a esecuartucho? No es que tenga miedo.

Fischerle, en cambio, dijo en vozalta:

—¡A mí ya me dio miedo! —Y metiórápidamente el dinero en uno de losbolsillos de Kien. Luego se redujo aúnmás. Fugarse era imposible. La genteempieza a tropezar con los paquetes. Élpega ambos brazos a su cuerpo. Lleva eldinero anterior, el del pasaje, muy bien

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enrollado en sus axilas, que por suerteeran así de grandes. Vestido, nadie notanada. No se dejará encerrar. La policíate desnuda y te quita todo. Para ellosserá siempre un ladrón. ¿Qué sabían desu empresa? ¡Debió inscribirla en elregistro! ¡Sí, para pagar impuestos! Poralgo dirigía una empresa. El larguiruchoera un idiota. ¿Por qué reconocería almanobrero en el último instante? Pero yahabía recuperado su dinero. ¡Pobrehombre! No podía dejarlo plantado. Lerobarían el dinero. Él lo da todo enseguida. Es demasiado bueno. Fischerlees fiel. No abandonaría a un socio.Cuando esté en América, ya verá ellarguirucho cómo se las arregla. No

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tendrá quién lo ayude. Fischerle fuereduciéndose entre las rodillas de Kienhasta ser sólo una joroba. Su joroba sevolvía a veces un escudo tras el cual seocultaba, una concha de caracol dondese recluía, una venera que sobre él secerraba.

Monolítico, el portero permaneciócon las piernas abiertas y los ojosclavados en su hijita, muerta a golpes.Por puro reflejo muscular, su manosiguió aferrada a un triste guiñapo: Kien.Teresa atrae con sus gritos a lospobladores del Theresianum. No piensaen nada. Más bien tendrá que reservar sualiento. Chilla mecánicamente y seempieza a sentir bien. Se siente dueña

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dé la situación. Ya no recibe golpes.Numerosas manos separan a los

cuatro cuerpos inmovilizados. Lossujetan bien, como si aún siguieranpegándose. Todos quieren mirarles lacara. La gente se arremolina en torno aellos. Un grupo de transeúntes invade elTheresianum. Pero empleados y clientesdefienden sus prerrogativas. Aquella erasu casa. El ascensorista, con 26 años deservicio a cuestas, era el llamado aponer orden, echar a los transeúntesfuera y cerrar las puertas del edificio.Pero no tiene tiempo. Ya ha llegadojunto a la mujer, que pide auxilio agritos, y se considera indispensable.Otra mujer ve la joroba de Fischerle en

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el suelo y echa a correr hacia la calle,gritando:

—¡Un crimen! ¡Un crimen! —Confundió la joroba con un cadáver.Más detalles no sabe. El asesino eraflaquito y debilucho, ¿cómo pudo hacereso? ¡Quién lo hubiera creído! Tal vez ledisparó, dijo alguien. Claro, todosoyeron el tiro. Lo oyeron a tres calles dedistancia. No es cierto, fue el neumáticode un coche. ¡Pues aquí oyeron el tiro! Ala multitud nadie le quita lo del tiro:adopta una actitud amenazadora frente aaquel escéptico. ¡Que lo detengan! ¡Esun cómplice! ¡Sólo intenta despistar! Dedentro llegan más noticias frescas. Lasdeclaraciones de la mujer son

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rectificadas. El asesinado era el flaco.¿Y el cadáver en el suelo? Estaba vivo.Era el asesino, que se había escondido.Quiso escabullirse por entre las piernas,pero lo pillaron. Las últimas noticiasson incluso más precisas. El pequeñoera un enano. ¡Tullido tenía que ser!Pero el golpe se lo dio otro. Unpelirrojo. ¡Pelirrojo tenía que ser! Elenano lo incitó. ¡Linchémoslo! La mujerdio la alarma. ¡Bravo! Chilló y chillóhasta que la oyeron. ¡Qué mujer! Se veque no conoce el miedo. El asesino laamenazó. El pelirrojo aquel. ¡Rojo teníaque ser! Le torció el cuello postizo a lapobre. No hubo disparos. Claro que no.Nadie ha oído disparos. Y él ¿qué dijo?

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Lo del tiro se le habrá ocurrido aalguien. Al enano. ¿Dónde está?Adentro. ¡Pues entremos! Nadie puedeentrar. Todo está lleno. ¡Vaya crimen!¡Qué aguante el de aquella mujer! Unapaliza diaria. La dejaba medio muerta.¿Por qué se casaría con un enano? Yo nolo haría. ¡Claro, teniendo a esehombrón! ¡Con lo difícil que es ahora!Hay muy pocos hombres. ¡Claro, laguerra! ¡Y con la juventud actual…! Élera muy joven. No llegaba a losdieciocho. Y ya enanito. ¡Cretino, si esenano de nacimiento! Ya lo sé. Si yo lohe visto. Estuve dentro, pero no aguanté.¡Con tanta sangre! Por eso está tan flaco.Hace una hora todavía era gordo.

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¡Claro, la pérdida de sangre! Pero fíjeseque los cadáveres se hinchan. Losahogados. ¿Qué sabe usted decadáveres? El tipo le quitó las joyas alcadáver. Fue por las joyas. Justo frente ala sección joyería. Un collar de perlas.Una baronesa. Él era un simple criado.¡No, era el barón! Diez mil chelines.¡No, veinte mil! Un aristócrata. Unhombre muy hermoso. ¿Por qué lomandaría allí? Porque no la iba amandar él. Es ella quien ha de mandarlo.¡Hombre tenía que ser! Pero ella vive.El muerto es él. ¡Vaya muerte para unbarón! ¡Se la merece! Los desocupadosno tienen qué comer. ¿Para qué necesitaél un collar de perlas? Debieran

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ahorcarlos. Así me parece. A todosjuntos. Y a todo el Theresianum.¡Incendiarlo! ¡Sería un hermosoincendio!

Si afuera corría un mar de sangre,adentro ocurría lo contrario. En cuantose armó el tumulto, los cristales de lapuerta vidriera volaron en mil pedazos.No hubo ni un herido. La falda de Teresaprotegió al único que realmente corríapeligro: Fischerle. No bien lo apresaronpor el cuello, el enano empezó agraznar:

—¡Suéltenme! ¡Yo soy su enfermero!—Y señalaba a Kien sin dejar de repetir—: ¡Cuidado, que está loco! Yo soy suenfermero, ¿me entienden? ¡Cuidado!

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¡Es peligroso! ¡Cuidado, que está loco!Yo soy su enfermero. —Pero nadie lehizo caso. Era demasiado pequeño y lagente se esperaba algo grande. La únicapersona a la que logra impresionar lotoma por un cadáver y transmite lanoticia a los de afuera. Teresa siguiógritando. ¡Qué bien lo hacía! Temióquedarse sin público si se callaba. Sibien gozaba en parte de su dicha, sudabapensando en lo que vendría luego. Todosse compadecen de ella y la consuelan.La habían intimidado. El ascensoristahasta le puso una mano en el hombro,precisando que era la primera vez enveintiséis años que hacía algosemejante. Que dejase de gritar. Se lo

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pedía él mismo. La entiende muy bien.Es padre de tres hijos. Que viniera a sucasa, si deseaba. Allí se recuperaría.Hacía veintiséis años que no invitaba anadie. Pero Teresa se guarda muy biende callarse. El tipo se ofende y hasta lequita la mano. No es que quieraentrometerse, dice, pero el miedo le hasorbido el juicio a la señora. Cogiendoesta observación al vuelo, Fischerlegimió:

—Pero si le estoy diciendo que elloco es él, ella es normal; créame,¡conozco a mis locos! ¡Yo soy elenfermero!

Aunque unos empleados sin mejorocupación lo sujetaron firmemente,

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nadie le hizo el menor caso. Pues todaslas miradas convergían en el pelirrojo,que se dejó apresar y sujetar sin matar anadie ni emitir ningún rugido. Pero nobien quisieron separarlo de Kien, unatempestad siguió a la calma chicha. Nosoltaría al profesor, dijo, y se aferró a élfirmemente, rechazando con la derecha asus atacantes. Mientras pensaba en suadorada hijita, bañó a Kien en undiluvio de palabras cariñosas:

—¡Profesor! ¡Usted es mi únicoamigo! ¡No me abandone! ¡Meahorcaría! ¡No es culpa mía! ¡Mi únicoamigo! ¡Yo soy de la policía! ¡No se meenfade! ¡Soy un buen hombre!

Proclamó en voz tan alta su ternura

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que todos reconocieron al ladrón enKien. Su escarnio era muy fácil deinterpretar y todos admiraron su propiaperspicacia. Todos eran perspicaces; atodos les pareció justificada la forma enque el pelirrojo quiso vengarse delasesino: empuñándolo por el brazo,atrayéndolo a su corazón y diciéndole sumerecido. Un tipo tan fuerte prefierevengarse él mismo y prescindir de lapolicía. Aunque intentaron sujetarlo, losmismos domadores no pudieron menosque admirar a ese héroe de la venganza;ellos harían exactamente lo mismo y, dehecho, lo hacen; se ponen en su lugar yaceptan hasta los violentos golpes queellos mismos se reparten.

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El ascensorista, convencido de quesu dignidad estaba aquí en mejoresmanos, abandonó a esa mujer enajenadapor el miedo y posó en el hombro de sufuribundo vecino una mano carnosa,pero grave. A media voz le comunicóque en los últimos veintiséis añosningún ascensor había funcionado sin él;que en los veintiséis años que llevabaahí de vigilante nunca había visto uncaso igual, se lo juraba por su honor.Sus palabras se perdieron en el ruido.Como el pelirrojo ni lo miró, se inclinódiscretamente hacia su oreja y le explicóque entendía todo muy bien. Enveintiséis años había tenido tres hijos.Un violentísimo empellón volvió a

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acercarlo hasta Teresa. La gorra se lecayó al suelo. Y entonces pensó quehabía que hacer algo y fue a llamar a lapolicía. A nadie se le había ocurrido.Los que estaban junto al escenario seconsideraban policías; los más alejadosaspiraban a serlo. Dos individuosdeciden poner a buen recaudo los dospaquetes de libros. Utilizando el pasajeque se había abierto el ascensorista,avanzaron gritando: «¡Abran paso!».Había que depositar los paquetes en elguardarropa antes de que se los robaran.En el camino decidieron examinarprimero el contenido. Después seescabulleron sin problemas. No serobaron más paquetes porque no había.

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Gracias al ascensorista, la policía,que tenía un puesto en el mismoTheresianum, fue alertada y puso enmovimiento a seis hombres recios, yaque, según el informante, los rebeldeseran cuatro. El ascensorista les hizo unadescripción detallada del lugar; perotambién quiso prestarles su ayuda yencabezó la comitiva. La multitud ibarodeando admirativamente a lospolicías. El uniforme les permitía hacercosas que los demás sólo podíanpermitirse mientras ellos no llegaran.Todos les abrían paso. Algunos quehabían peleado por sus puestos, loscedieron no más ver el uniforme. Otros,menos decididos, retrocedieron

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demasiado tarde, rozando la dura tela nosin un escalofrío de terror. Todosseñalaban a Kien: había intentado robar.Había robado. Todos supieron enseguida que era él. Teresa fue tratadacon respeto por la policía. Era lavíctima: había descubierto el delito. Lacreyeron mujer del pelirrojo al ver lasmiradas de odio que le lanzaba. Dospolicías la flanquearon. En cuantovieron la falda azul, su respeto seconvirtió en simple afabilidad. Los otroscuatro le arrancaron a Kien su pelirrojavíctima: imposible no emplear la fuerza.El pelirrojo está literalmente pegado alladrón. Alguna culpa ha de tener éstetambién; después de todo, era el ladrón.

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El portero creyó que iban a detenerlo.Su terror aumenta. Rugiendo, pideauxilio a Kien.

—Él es de la policía —ruge—.¡Profesor! ¡No me detengan! ¡Suéltenme!¡Mi hija!

Empezó a repartir golpes a sualrededor. Su fuerza exasperó a lapolicía. Y más aún, el hecho de queafirmara ser uno de ellos. Se inició unalarga lucha. Los cuatro policías setrataban con grandes miramientos. ¿Quésería de ellos, si no, con semejanteprofesión? Atacaron al pelirrojo portodos lados y de todas las manerasposibles.

Los asistentes se dividieron en dos

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partidos. Unos corazones latían por elheroico pelirrojo, otros permanecíanfieles a la policía. Pero no sólo suscorazones. A los hombres les picabanlos puños; las gargantas femeninasdejaban escapar agudos gritos. Para noenfrentarse con la policía, todos seabalanzaron sobre Kien, golpeándolo,empujándolo y pisándolo. La escasasuperficie que su cuerpo ofrece a losataques, les brinda sólo una satisfacciónescasa. Varios se ponen de acuerdo paraestrujarlo como un trapo mojado. Susilencio evidenciaba hasta qué punto sesentía culpable. Permanecía mudo y conlos ojos cerrados; nada lograbaabrírselos.

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Fischerle no puede soportar eseespectáculo. Desde que vio a lospolicías empezó a pensar en susempleados, que lo esperaban allá afuera.El dinero en el bolsillo de Kien loretuvo todavía un breve instante. La ideade recuperarlo en presencia de seispolicías lo fascinaba, pero se guardóbien de ponerla en práctica. Acechabauna ocasión para fugarse. Pero nada.Tenso, se puso a observar a losverdugos de Kien. Por cada golpe dadoen el bolsillo del dinero, sentía él unapunzada en su corazón. Esa torturaacabó agotándolo. Ciego de dolor, serefugió bajo las piernas más cercanas.La excitación física del círculo interior

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de espectadores lo favorecía. Másafuera, donde nadie suponía suexistencia, empezaron a notarlo. En eltono más lastimero posible les gritó:«¡Ay! ¡Ay! ¡Que me he quedado sin aire!¡Déjenme salir!». Todos se rieron,dispuestos a ayudarlo. En vez de laexcitación de los que estaban en primerafila —¡felices ellos!—, éstos siquierapodían reírse. Ninguno de los seispolicías lo había visto: estaba tan abajoque su joroba no les llamó la atención.En plena calle solían detenerlo sinningún pretexto. Hoy tuvo suerte. Logróescabullirse entre la enorme multitudcongregada frente al Theresianum.Hacía un cuarto de hora que lo

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esperaban. Sus axilas estaban intactas.La policía guardó completa calma

frente a los verdugos de Kien. Estabaocupada. Mientras cuatro luchaban conel pelirrojo, dos flanqueaban a Teresa.No la podían dejar sola. Tras unprolongado silencio, ésta volvió achillar: «¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Másfuerte!», marcando el compás a quienesexprimían al «trapo» Kien. Su escoltatrató de calmarla. Si seguía excitándoseasí, le dijeron, ambos juzgarían inútilcualquier intervención de su parte. Perolos gritos de Teresa también se dirigíana esos cuatro valientes que luchaban conla rabia del portero. Ya estaba harta dedejarse pellizcar. Ya estaba harta de que

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le robaran. Su miedo a la policía cedióante un sentimiento de orgullo. Todoshacen lo que ella quiere. Aquí mandaella. Y así tiene que ser. Por algo erauna mujer decente: «¡Más fuerte! ¡Másfuerte! ¡Más fuerte!». Teresa bailaba,campaneando su falda. Un ritmo muyviolento se fue apoderando de lamultitud, que se inclinaba hacia un ladou otro con una intensidad siempre mayor.El ruido adquirió un carácter uniforme;hasta los simples espectadoresjadeaban. Las risas se fueronextinguiendo poco a poco y los negociosse paralizaron. La alerta llegó hasta lasventanillas más remotas. Todos sellevaron las manos a la oreja y el índice

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a la boca: hablar está prohibido. Al quetrajera alguna prenda lo esperaba unindignado silencio. El Theresianumsiempre en movimiento, se sumió depronto en una gigantesca calma. Unjadeo general era el único signo de vida.Todos sus pobladores respiraban alunísono y expelían luego el aire,entusiasmados.

Gracias a esta expectación general,los policías lograron domeñar alportero. Dos de ellos le aplicaron el«agarrón policial», mientras un tercerovigilaba sus pies, que tan prontorepartían patadas como intentabanacercarse al profesor. El cuartomantenía el orden. Nuevos golpes

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llovieron sobre Kien, aunque asestadosesta vez con menos ganas. El tipo noreaccionaba como ser humano ni comocadáver. Sus «exprimidores» nolograron arrancarle ni una queja.Hubiera podido defenderse, ocultar lacara, cimbrearse o, al menos, contraerseconvulsivamente. Pero nada: defraudótodas las expectativas. Un tipo así debíade tener la conciencia muy sucia, sinduda; pero ojos que no ven, corazón queno siente. Asqueados y a la vezcontentos de liberarse de la ingratatarea, lo entregaron a la policía. Lescostó un esfuerzo enorme no emplear suspuños libres contra ellos mismos. Cadacual observaba a su vecino y, al ver la

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vestimenta ajena, vuelve a ponerse lasuya y descubre en su compañero delucha a un colega o un cliente. Teresagritó: «¡Ajá!». ¿Qué más podíaordenarles? Le entraron ganas de irse ypuso codos y cabeza en posición departida. El policía encargado de vigilara Kien se asombró al ver la placidez deun individuo con semejante carga en laconciencia. Como era el que más sufrióbajo los puños del pelirrojo, la mujer leresultaba odiosa. No podían dejarla ir,de ningún modo, y sus dos custodios ladetuvieron alegremente. Estabanavergonzados de su inactividad, ya quelos otros cuatro habían arriesgado suvida contra el pelirrojo. Teresa los

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siguió, porque nada podía pasarle. Detodos modos hubiera ido. Estabadispuesta a dejar a los dos hombres enla comisaría.

Otro policía, conocido por su buenamemoria, contó a los detenidos con losdedos: uno, dos, tres. ¿Dónde está elcuarto?, preguntó al ascensorista, quehabía seguido el combate con aireofendido y acababa de sacudir su gorracuando detuvieron a sus enemigos.Entonces volvió a romper el hielo:ignoraba que hubiera un cuarto. Elpolicía memorioso le recordó que élmismo había denunciado a cuatrocamorristas. El ascensorista protestóamargamente: llevaba veintiséis años

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vigilando el orden en ese lugar y teníatres hijos. ¡Por supuesto que sabíacontar! Otros vinieron en su ayuda.Nadie había oído hablar de un cuarto. Elcuarto hombre era un invento: un inventodel ladrón para despistarlos. Susrazones tendría para no hablar, el muyzorro. Y hasta el memorioso se dio porsatisfecho. Los seis hombres estabanatareadísimos. Los tres detenidos fueroncuidadosamente guiados por entre losrestos de la puerta vidriera y de lamultitud. Al pasar rozó Kien el únicocristal roto que quedaba y se rasgó lamanga. Cuando llegaron al puesto devigilancia, le empezó a salir sangre. Lospocos curiosos que integraban su escolta

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la miraron, asombradísimos. Aquellasangre les pareció increíble. Era elprimer signo de vida que daba Kien.

El gentío ya se había dispersado casien su totalidad. Unos cuantos volvierona sus ventanillas, mientras otros lestendían diversos objetos con airesuplicante o amenazador. Pero esta vezlos empleados se dignaron cambiar unaspalabras con aquellos pobres diablossobre lo que habían presenciado.Escucharon opiniones de gente a la que,por obligación, nunca debían escuchar.No lograron ponerse de acuerdo sobrelos móviles del latrocinio. Objetos devalor, sugerían unos; si no, ¿por quéhabían armado tanto escándalo? Libros,

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afirmaban otros, pues todo empezó en lasección libros. Más de un respetablecaballero remitió a los diariosvespertinos. La mayoría de los clientesse inclinaba por la hipótesis del dinero.Pero los empleados adujeron, con másamabilidad que de costumbre, que lagente con dinero no va al Monte dePiedad. Quizá tuvieran ya empeñadossus objetos; pero esto tampoco eraadmisible, pues algún empleado loshubiera reconocido, y todos seconsideraban buenos empleados. Unoscuantos lamentaron a su héroe pelirrojo,aunque a la mayoría ya les resultabaindiferente. Para mostrar que teníancorazón, dijeron que su mujer, aunque

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vieja, les dio lástima. Ninguno sehubiera casado con ella. Era una penahaber perdido tanto tiempo, aunque,pese a todo, se entretuvieron.

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Propiedad privada

En el puesto de vigilancia, losprisioneros fueron sometidos a uninterrogatorio. El portero rugió:

—¡Colegas, soy inocente!Y Teresa, por comprometerlo,

exclamó:—¡Oigan, ya es jubilado! —

Borrando así la mala impresión que elfamiliar vocativo había causado en loscolegas. La especificación objetiva deque ya era jubilado les hizo suponer que,realmente, se trataba de un ex-policía.Sin embargo, aunque la violencia de susreacciones fuera policial, los rumores

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de que el verdadero preso habíaintentado robarle parecían desmentiresta sospecha. Lo interrogaron y élrugió:

—¡No soy un delincuente!Teresa señaló a Kien, del que se

habían olvidado, y dijo:—¡Oigan, ese hombre es un ladrón!La altiva seguridad del pelirrojo

confundió a los policías: seguían sinsaber a quién habían detenido. Pero laindicación de Teresa los sacó del apuro.Tres hombres se abalanzaron sobre Kieny le registraron los bolsillos sin mayorespreámbulos. De ellos surgió un fajo debilletes arrugados: dieciocho billetes decien chelines, en total.

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—¿Es suyo este dinero? —lepreguntaron a Teresa.

—Pues él debe haberlo chafado. Lomío era seis veces más. —Pensó en lasuma total marcada en el talonario. Lepreguntaron a Kien por el resto, peroéste nada dijo. Apoyado contra elrespaldo de una silla, mustio y anguloso,no abandonó la posición en que lohabían instalado. Al verlo, uno hubieradicho que iba a derrumbarse de unmomento a otro. Mas nadie lo miraba.

Por odio hacia Teresa, su guardián letrajo un vaso de agua y se lo acercó a laboca. Pero ni el vaso ni el amable gestofueron atendidos, y un nuevo enemigofue a sumarse a los que, una vez más, le

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registraron los bolsillos. Salvo lacalderilla que había en el monedero, elresultado fue nulo. Unos cuantossacudieron la cabeza.

—¿Dónde se ha metido usted eldinero, hombre? —preguntó elcomisario.

Teresa glosó en tono burlón:—¿No le dije? ¡Un ladrón!—Mi estimada señora —dijo el

comisario al verla vestida tan a laantigua—, ¡vuélvase que vamos adesvestirlo! Y nada de miraditas ¿eh? —Se rió con sorna; en el fondo le eraindiferente que la vejancona mirase ono. Estaba convencido de queencontrarían el dinero y lo irritó que una

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mujer tan vulgar tuviera tanto.Teresa dijo:—¿Qué hombre es ése? ¡No es un

hombre! —Y no se movió del sitio.El portero rugió:—¡Soy inocente! —Y miró a Kien

como si, con rodo respeto, le estuvierapidiendo su «propina». Insistió en queera inocente, no de la muerte de su hija,sino del penoso registro al que elprofesor iba a ser sometido.

Tres agentes, que acababan de sacarsus dedos de los bolsillos del ladrón,retrocedieron dos pasos como ante unavoz de mando. Nadie quería desvestir alrepulsivo individuo. ¡Era tan flaco! Enese momento, Kien se cayó al suelo.

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Teresa exclamó:—¡Miente!—Pero si no ha dicho nada —

replicó indignado uno de los agentes.—¡Hablar es muy fácil! —respondió

ella.El portero se abalanzó sobre Kien

para levantarlo.—¡Qué cobarde! ¡Golpear a un tipo

en el suelo! —dijo el comisario. Todospensaron que el pelirrojo quería atacaral yacente. No es que tuvieran nada encontra: el inerme esqueleto que yacíapor tierra les resultaba irritante. Sóloprotestaban contra la injerencia en suspropios derechos: antes de quealcanzara a Kien, el pelirrojo fue

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sujetado y puesto a buen recaudo. Luegolevantaron a la postrada criatura sinhacer siquiera bromas sobre su peso,¡tan odioso lo encontraban! Uno de ellosintentó sentarlo en la silla—. ¡Déjenloen pie! ¿No ven que es un farsante? —dijo el comisario. Así le demostró a lamujer, cuya perspicacia lo avergonzaba,que él también había calado en lacomedia. Los policías levantaron allarguirucho. El que quiso sentarlo en lasilla separó los pies del delincuentepara aumentar su estabilidad. Otro losoltó de arriba: Kien volvió aderrumbarse y quedó colgado de losbrazos de un tercero.

Teresa dijo:

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—¡Qué vergüenza! ¡Se estámuriendo! —Esperaba ansiosamenteverlo castigado.

—Profesor —rugió el portero—.¡No lo haga! —Aunque feliz al ver que anadie le importaba su hija, contaba conel testimonio de aquel justo.

El comisario vio llegada la ocasiónde enseñarle a aquella sabihonda lo quepuede hacer un hombre. Se pellizcóenérgicamente la diminuta nariz: sumáxima aflicción. (Fuera del servicio ydurante él, en todos sus ratos libres, sela miraba en su espejito de bolsillo ysuspiraba. La nariz solía crecerle en losmomentos críticos, y él, antes dearrostrarlos, se convencía rápidamente

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de su existencia, pues ¡era tan gratoolvidarla por completo a los tresminutos!) Esta vez decidió hacerdesvestir al delincuente sin mástrámites.

—Son todos unos idiotas —empezó,limitándose a pensar el resto de la frase,que se refería a su persona—. Si a losmuertos no se les abrieran los ojos, noharía falta cerrárselos. Un farsante nopuede hacerse el muerto. Si abre losojos, no los tendrá vidriosos. Y si loscierra, nadie lo creerá muerto, pues,como ya dije, a los muertos se les abrenlos ojos. Un cadáver sin ojos vidriososy abiertos es una farsa. Significa que lamuerte no ha llegado. A mí no me

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engañan. ¡Fíjense bien, señores! Losinvito a examinar los ojos del detenido.

Se levantó, empujó a un lado la mesaa la que estaba sentado —otra dificultadque eliminaba en vez de soslayar—, seacercó al individuo, que aún colgaba delbrazo de un agente, y, con gestoenérgico, le subió uno a uno ambospárpados con su dedo medio, grueso yblanquecino. Los policías se sintieronaliviados. Ya empezaban a temer que lamultitud hubiera matado a golpes alindividuo. Ellos intervinierondemasiado tarde, y tal vez eso creasecomplicaciones: había que pensar entodo. La multitud puede entregarse a susdelirios, pero la autoridad ha de

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conservar su sangre fría. La pruebaocular fue convincente. El comisario eraun maestro. Teresa irguió la cabeza,como saludando el castigo pendiente. Elportero sintió un escozor en los puños,como siempre que las cosas le ibanbien. ¡Con un testigo así cualquiera sesentía a salvo! Los párpados de Kientemblaron bajo las duras uñas delcomisario. Éste repitió sus ataques,pensando abrirle los ojos sobre unaserie de cosas, como, por ejemplo, laestupidez de hacerse el muerto sin tenerlos ojos vidriosos. Para demostrar queno eran ojos de muerto, primero habíaque abrirlos. Pero ellos se negaban.

—¡Suéltelo! —ordenó el comisario

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al compasivo policía que aún no secansaba de su carga, y alzando por elcuello al renitente granuja, lo sacudió.Su poco peso lo exasperó—. ¡Y untipejo así se atreve a robar! —dijo entono despectivo. Teresa le sonrió. Eltipo empezaba a gustarle. Ése era unhombre. Sólo la nariz lo afeaba.

El portero —aliviado al ver que nolo interrogaban y preocupado porquenadie le hacía caso— se puso a pensaren la mejor manera de arreglar lahistoria. Él tenía su propia cabeza, al finy al cabo; el profesor no era el ladrón.Él creía en lo que él creía, no en lo quelos otros decían. Los sacudones nomatan a nadie. En cuanto volviera en sí,

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el tipo hablaría, y entonces sí que searmaría una buena.

El comisario despreció un momentomás al esqueleto, y empezó a desnudarlocon sus propias manos. Tiró laamericana sobre la mesa, a la que siguióel chaleco. La camisa era vieja, perodecente. La desabrochó y clavó unamirada inquisidora en las costillas delsujeto. No había realmente nada. Unasensación de asco se apoderó de él. Pormás cosas que hubiera visto en su vida,por más que su profesión lo pusiera encontacto con toda suerte de existencias,nunca había conocido a un individuo tanflaco. Su lugar estaba en un museo decuriosidades, no en una comisaría. ¿O

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acaso lo creían un expositor de feria?—¡Ocúpense de los zapatos y los

pantalones! —les dijo a los otros y seretiró, mortificado. De pronto se acordóde su nariz y se la agarró. Eraminúscula. ¿Qué hacer para olvidarla?Malhumorado, se sentó a su mesa. Otravez estaba torcida: alguien la habíaempujado—. ¡No pueden dejar mi mesaen su sitio, estúpidos! ¡Es la centésimavez que os lo digo! —Los que estabansacándole zapatos y pantalones alladrón, se rieron para sus adentros; losotros se cuadraron. Sí, pensó él, aindividuos como éste hay queeliminarlos. Son un escándalo público.Con sólo verlos uno se siente mal. Son

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capaces de quitarle el apetito al máshambriento. Y ¿adónde ir sin apetito? ¡Aver quién los aguanta! En casos así nohay como la tortura. En la Edad Media,los policías se daban mejor vida. Paraesta gente lo mejor es el suicidio. Noafectaría en nada las estadísticas; un tipoasí no haría inclinar la balanza. Y en vezde suprimirse, se hace el muerto. ¡Quépoca vergüenza! Uno que se avergüenzade su nariz porque es un poquito corta, yel otro como si nada. Y encima roba. Yase las pagará. De todo hay en el mundo.Unos nacen con capacidad, sentidocomún, inteligencia y astucia; otros notienen ni un centímetro de grasa sobrelos huesos. Son los que más trabajo dan:

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no bien saca uno su espejito, lo obligana guardárselo otra vez en el bolsillo.

Y así fue. Pantalones y zapatosfueron puestos sobre la mesa yregistrados en busca de un doble fondo.El espejito desapareció en un bolsillointerior, especialmente diseñado para él.Sin más ropa que la camisa —le habíanquitado hasta los calcetines—, elindividuo se apoyó, temblando, contrauno de los policías. Todas las miradasconvergieron en sus pantorrillas.

—Son falsas —dijo el policíamemorioso, que se inclinó y tamborileósobre ellas: eran auténticas. El recelo loinvadió también a él. En su fuero internohabía considerado anormal a ese

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hombre. Y ahora resultaba ser unfarsante de cuidado.

—¡Esto no tiene sentido, señores! —rugió el portero. Su comentario seperdió en el asombro del comisario que,tomando una rápida decisión —sedistinguía por sus intuiciones—,renunció al dinero robado a la mujer,que no aparecía en ningún sitio, yprocedió a inspeccionar la carteradetenidamente. En ella encontró todasuerte de documentos de identidadpertenecientes a un Dr. Peter Kien, osea, robados. Si alguno de ellos hubierallevado una foto, la habría consideradofalsa.

Todavía las paredes resonaban con

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el comentario del portero, cuando elcomisario dio un salto, se cogió la narizy, con una voz que borraba ya susúltimos vestigios nasales, le gritó alindividuo:

—¡Sus papeles son robados!Teresa se deslizó hasta él: podía

jurarlo. Quienquiera que hablase derobo, estaba en lo cierto.

Kien tiritaba de frío. Abrió los ojosy los dirigió a Teresa, que se hallabajunto a él, balanceando hombros ycabeza. Se sintió orgullosa de que lahubiera reconocido: ella era elpersonaje más importante en aquelrecinto.

—¡Sus papeles son robados! —

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repitió el comisario con voz algo mástranquila. Los ojos abiertos no lo veíany él, en cambio, los distinguíaclaramente. Creyó haber ganado lapartida. Vencida la primera resistencia,el resto es ya muy fácil. Los ojos delladrón seguían clavados en la mujer,taladrándola, y adquirieron una extrañafijeza. Ese residuo humano era, encima,un cerdo—. ¡Oiga! ¿No le da vergüenza?—exclamó el comisario—. ¡Está ustedcasi desnudo! —Las pupilas del ladrónse dilataron; los dientes lecastañeteaban. Su cabeza seguía,inmóvil, en la misma dirección. ¿Noserán éstos los ojos vidriosos?, sepreguntó el comisario con cierta

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inquietud.Entonces Kien levantó un brazo y lo

estiró hasta tocar la falda de Teresa.Estrujó un pliegue entre dos de susdedos, aflojó, volvió a estrujarlo, losoltó y cogió el siguiente. Avanzó unpaso; parecía no dar crédito a sus ojosni a sus dedos, y pegó el oído paraescuchar el roce de su mano contra lospliegues almidonados. Las fosas nasalesle temblaban.

—¡Basta ya, cerdo inmundo! —gritóel comisario, que había observado lainsolente mueca en la nariz del detenido—, ¿se declara usted culpable o no?

—¡Vaya pregunta! —rugió elportero, cuya intervención no fue

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atendida.Todos estaban pendientes de la

respuesta del ladrón. Kien abrió la boca,quién sabe si para probar también lafalda, y, cuando la tuvo bien abierta,dijo:

—¡Me declaro culpable! Pero ellatambién lo es, en parte. Yo la encerré.Pero ¿por qué tuvo que devorar supropio cuerpo? Se mereció esa muerte.Sólo quisiera que me aclaren una cosa,pues estoy un poco confundido. ¿Cómose explican que la asesinada esté aquí?¡La reconozco por la falda!

Hablaba en voz muy baja. Todos sefueron acercando a él para entenderle.Su rostro tenía la tensión de un

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moribundo a punto de revelar unangustiante secreto.

—¡Más fuerte! —gritó el comisario,evitando cualquier frase demasiadopolicial y portándose como si aquellofuera un teatro. El silencio de los otrosera tenaz y reverente. En vez de enfatizarsus órdenes, el comisario se volvió unmanso cordero. El portero apoyó susantebrazos en los hombros de dos de suscolegas. Un círculo se fue formando entorno a Kien y a Teresa, y al final secerró sin que nadie cediera su puesto.

Alguien dijo:—¡Le falta un tornillo! —

señalándose la frente. Pero se arrepintióen seguida y agachó la cabeza. Sus

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palabras entraron en colisión con lacuriosidad general, y de todas partesrecibió miradas de odio.

Teresa suspiró:—¡Pero oiga! —Ahí era la gran

señora; todo giraba en torno a ella.Devorada por la curiosidad, prefiriódejar que su ex-marido acabase con susmentiras. Después le tocaría a ella; yque los otros cerrasen el pico.

Kien siguió hablando en voz másbaja. De rato en rato se palpaba lacorbata, acomodándosela: era uno desus gestos habituales frente a enigmasimportantes. Parecía ignorar que nollevaba puesta sino la camisa. La manodel comisario se deslizó maquinal mente

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a su espejito; le entraron ganas deenseñárselo a ese buen señor. Legustaban las corbatas bien anudadas;pero el señor aquel era un vulgar ladrón.

—Tal vez crean que sufro dealucinaciones. En general no es cierto.Mi trabajo científico exige lucidez, y yono suelo confundir las «equis» con las«úes» ni tomar una letra por otra. Peroúltimamente me han ocurrido muchascosas; ayer mismo me dijeron que miesposa había muerto. Ya saben a qué merefiero. A ella le debo el honor de estarahora entre ustedes. Desde entonces nohe dejado de pensar en mi proceso. Aldirigirme hoy día al Theresianum, meencontré con mi esposa asesinada. Iba

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en compañía de nuestro portero, un fielamigo mío. Fue él quien, enrepresentación mía, la condujo hasta suúltima morada. No me crean insensible.Hay mujeres que no se olvidan. Quierodecirles la pura verdad: yo mismo evitéir a su entierro: hubiera sido demasiado.Espero que me comprendan, ¿nunca hanestado casados? Un gran mastíndespedazó la falda y se la tragó. Tal vezella tuviera dos. En la escalera tropezóconmigo. Llevaba un paquete en el quesupuse habría libros míos. Amo mibiblioteca. Es la biblioteca privada másgrande de la ciudad. Tuve queabandonarla hace ya un tiempo parahacer obras de misericordia. El

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asesinato de mi esposa me alejó de casa;no puedo decir cuántas semanas heestado fuera. Pero aproveché bien eltiempo. El tiempo es ciencia, y laciencia es orden. Aparte de adquirir unamínima bibliocabeza, me dediqué, comoya he dicho, a hacer obras demisericordia: rescataba libros, peromejor hablemos de otra cosa. Los remitoal discurso que pronunciaré ante lostribunales, en el que pienso revelarmuchas cosas a la opinión pública.¡Ayúdenme! Ella sigue inmóvil en susitio. ¡Libérenme de esta alucinación, laúnica que hasta ahora he tenido! Temoque me está siguiendo hace más de unahora. Examinemos primero los hechos;

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quiero facilitarles la tarea de ayudarme.Yo los veo a todos y ustedes me ven.Pero a mi lado está también laasesinada. Todos mis sentidos me hantraicionado, no sólo la vista. Haga loque haga, oigo crujir la falda; la toco yhuele a almidón; ella misma mueve lacabeza como lo hacía cuando estabaviva e incluso habla: hace un instantedijo «¡Pero oiga!». Debo decirles que suvocabulario tendría a lo sumo cincuentapalabras y, sin embargo, no hablabamenos que otra gente. ¡Ayúdenme!¡Pruébenme que está muerta!

Los circunstantes empezaron adistinguir palabras aisladas dentro deaquel magma sonoro. Se fueron

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acostumbrando a su manera de hablar ylo escuchaban perplejos, agarrándoseentre sí para oír mejor. ¡Se expresabatan bien! Pretendía haber cometido uncrimen. Todos juntos no creían lo delcrimen, aunque por separado se lohubieran creído. ¿Contra quién pedíaayuda? Ahora que estaba en camisa lodejaban tranquilo; pero él tenía miedo.Hasta el comisario se sintió impotente yprefirió callarse: sus frases hubieransonado poco literarias. El ladrón era debuena familia. Quizá no fuera ladrón. ATeresa le extrañó no haberlo notadoantes: el tipo era ya un hombre casadocuando ella entró en la casa; siemprepensó que era soltero. Pero sabía que

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había un secreto, y el secreto era laprimera mujer: la había asesinado. —¡Líbreme Dios del agua mansa!— poreso nunca hablaba, y como la primeramujer llevaba una falda parecida, secasó con ella por amor. Intentó reunirpruebas: entre las 6 y las 7 de la mañanase encerraba en su estudio, solo;mantuvo todo oculto hasta que logrósacar de casa los restos del cuerpo,¿será posible?, y ella recordaba todo.Por eso se le escapó, por miedo a que lodenunciase. Los ladrones son asesinos;ya lo decía ella, y el señor Guarro no locreía.

El terror se apoderó del portero; loshombros en los que estaba apoyado

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vacilaron. Ahora que nadie pensaba ensu hija, el profesor se vengaba de él.Pues aunque hablara de su mujer, seestaba refiriendo a su hijita. Al porterotambién le parecía verla, aunqueevidentemente no estaba ahí. El profesorquiso ponerlo en ridículo, pero los otrosno cayeron en la trampa. ¡En qué líos lometía aquella alma de Dios! ¡Esincreíble cómo engaña la gente! Sutristeza le impidió reaccionar. Lasacusaciones del profesor le parecieronpoco sólidas; él conocía a sus colegas.Ni siquiera recordaba que fue él mismoquien nombró a Kien profesor, yentrevió su degradación como unaperspectiva aún remota.

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Tras pedir ayuda varias veces —aunque lo hiciera con serenidad, era unasúplica desesperada—, Kien quedó a laespera. Aquel silencio de muerte leresultaba agradable. Hasta Teresaenmudeció. Él deseó que desapareciera.Quizás desaparecería ahora que nohablaba. Pero se quedó. Como nadieacudía en su ayuda, él mismo tomó lainiciativa de ahuyentar esa alucinación.Conocía sus deberes para con la ciencia.Suspiró profundamente, pues ¿quién nose avergüenza de llamar a otros en suayuda? El crimen era comprensible y élpodía salir en su defensa; sólo loasustaban las consecuencias de sualucinación. Si el tribunal lo declaraba

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mentalmente incapacitado, se suicidaríaen el acto. Sonrió para ganarse lassimpatías de los asistentes, que luegoserían sus testigos. Cuanto más amable yrazonablemente les hablase, menosimportancia darían a su alucinación. Loselevó, pues, al rango de personas cultas.

—La psicología forma ahora partedel campo de estudios de todohombre… culto. —Era tan educado quehizo una pausa mínima ante aquellos«cultos»—. No he sido víctima de unamujer, como ustedes tal vez crean. Miabsolución es segura. Están viendo antemí, sin duda, al sinólogo vivo másgrande de esta época. Gente másimportante que yo ha tenido

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alucinaciones. El rasgo distintivo de unespíritu crítico es la energía con la quepersigue el objetivo elegido. Hace unahora que este engendro de mi fantasíame obsesiona en forma tan intensa yexclusiva que ya no puedo liberarme deél. ¡Convénzanse ustedes mismos de lalucidez de mis razonamientos! Quisierarogarles encarecidamente que hagan losiguiente: Retrocedan todos y pónganseen fila india. Luego avancen hacia mí,uno a uno y en línea recta. Esperoconvencerme así de que ningúnobstáculo se interpondrá en vuestrocamino, ni allí, ni acá. Yo mismo chocoaquí con una falda; la mujer que la llevaestá muerta y se parece a la asesinada

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como dos gotas de agua. Ahora no habla,pero hace poco tenía hasta su misma vozy esto me desconcierta. Tengo que estarlúcido. Yo mismo asumiré mi defensa.No necesito a nadie. Los abogados sonunos delincuentes: no hacen sino mentir.Yo vivo por la verdad. Sé que estaverdad es engañosa y debe desaparecer.¡Ayúdenme! Esta falda me desconcierta.Yo la odiaba antes de que el mastín se latragara. ¿Por qué he de seguir viéndolaahora?

Había cogido a Teresa, no yatímidamente, sino aferrándose a la faldacon todas sus fuerzas, alejándola yvolviéndola a acercar, rodeándola consus largos y descarnados brazos. Ella ni

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protestó: él sólo quería abrazarla. Antesde la ejecución, los asesinos suelencomer algo. Nunca había visto unasesino. Ahora ya sabía: son flacos ycon muchos libros dentro. La hizo giraruna vez sobre su eje y dejó de abrazarla.Esto la indignó. Él la miró fijamente ados centímetros de distancia y deslizósus diez dedos por toda la falda. Luegosacó la lengua y la olisqueó con la nariz.Los ojos se le llenaron de lágrimas porel esfuerzo.

—¡Qué alucinación tan horrible! —admitió con voz entrecortada. Al ver suslágrimas, los asistentes creyeron queestaba sollozando.

—¡No llore, señor detenido! —dijo

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uno que tenía varios hijos; el mayor letraía diariamente las mejores notas enredacción alemana. El comisario sintióenvidia; aquel hombre en camisa, al queél mismo había desnudado, le pareció depronto bien vestido.

—Muy bien —gruñó, intentandomodular tonalidades más severas. Parafacilitarse la tarea, le echó una mirada ala raída ropa puesta sobre la mesa.

El policía memorioso preguntó:—¿Por qué no habló usted antes? —

Recordaba perfectamente la escenaanterior. Su pregunta no esperabarespuesta; sólo la formuló porrecordarles su «genio», como decían suscolegas. Lo hacía de vez en cuando,

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sobre todo en momentos de calma. Losotros, personalidades menos sólidas,siguieron escuchando un rato más oempezaron a reírse, entre curiosos ysatisfechos. Se sentían felices sinsaberlo. En esos rarísimos instantesolvidaban su deber y hasta su dignidad,como hace mucha gente en teatros dereputación ya establecida. Elespectáculo duraba poco. Hubieranquerido ver más por su dinero. Kienhablaba y actuaba con grandesesfuerzos. Por lo visto tomaba suprofesión muy en serio. ¡Cómo sudabapor ganarse el pan! Ningún actor lohubiera superado. En cuarenta años nohabía hablado de sí mismo tanto como

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ahora, en veinte minutos. Sus gestos eranconvincentes. Estuvieron a punto deaplaudirlo. Cuando se puso a manoseara la mujer, todos creyeron lo del crimen.Parecía de muy buena familia para serun actorzuelo, aunque sus pantorrillaseran demasiado flacas para salir aescena. De no haber estado tanpendientes de lo que hacía, disfrutandode los complejos sentimientos que suarte despertaba en ellos, lo hubieranconsiderado una «vedette» venida amenos. Teresa estaba furiosa con él.Como las ávidas miradas de loshombres —pues todos eran hombres—convergían en ella, aceptó que Kien lamanoseara un rato. El tipo en sí le

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repugnaba. ¿De qué le sirvió vivir conél? Era débil y flaco; de hombre no teníanada: los hombres no hacen esas cosas.Claro que era un asesino, pero no sintiómiedo: sabía lo cobarde que era. Sinembargo, notó que la conducta angelicaldel asesino la favorecía: el tipopermaneció extasiado y ella, inmóvil.Por su parte, al portero se le fue laperspicacia. Cayó en la cuenta de que elprofesor no había hablado de su hija, yse concentró en el juego de las piernas.¡Si un mendigo así pasara frente a sumirilla, le rompería las piernas comodos fósforos! Un hombre sin pantorrillases una vergüenza. ¿Por qué seguíabailoteando en torno a la vejestoria?

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Una tipa así no merece que la cortejen.Debiera dejarlo en paz y no hacer tantasmorisquetas. ¡Cómo había embrujado alprofesor! El pobre se debatía entre lasgarras del amor, como suele decirse. ¡Uncaballero como él! Los colegas debieranponerle el pantalón. Cualquier extrañopodría pasar por la comisaría y ver queno tenía pantorrillas. Y toda la policíaquedará en ridículo. ¿Por qué mejor nose calla? Si aquí nadie entiende suspalabras. ¡Con lo bien que habla!Aunque en general no abre la boca. Hoyle había dado por hablar. ¿De qué leserviría?

De pronto se irguió Kien cuan largoera, apoyándose en Teresa. No bien la

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hubo sobrepasado —él le llevaba unacabeza—, se echó a reír en voz alta.

—No ha crecido —dijo, riéndose—no ha crecido.

Para conjurar su espejismo decidiómedirse con él. ¿Cómo alcanzar aaquella pseudo-Teresa que le parecíagigantesca? Estirándose, parándose depuntillas; y si ella seguía siendo másalta, él se diría entonces, con todatranquilidad:

—La verdad es que, cuando estabaviva, yo le llevé siempre una cabeza: setrata, pues, de un espejismo.

Pero cuando llegó arriba con laagilidad de un mono, su astuto planquedó desbaratado por la antigua talla

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de Teresa. No le importó. Al contrario:¿qué mejor prueba de su célebreprecisión? ¡Hasta su imaginación eraprecisa! Se echó a reír. Un erudito de surango nunca está perdido. La humanidadpadece de imprecisión. Millones dehombres ordinarios habían vivido ymuerto en vano. Mil espíritus exactos —mil a lo sumo— habían elaborado laciencia. Dejar que alguno de estos milespíritus muriera prematuramenteequivaldría, para esta pobre humanidad,a un suicidio. Se reía a carcajadas. Tratóde imaginar las alucinaciones de lagente normal, como esa que lo rodeaba.Teresa les hubiera parecido altísima, tanalta como el techo, probablemente.

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Hubieran llorado de miedo, implorandoauxilio a otros. Vivían perpetuamentealucinados; no sabían construir ni unafrase clara. Había que adivinar lo quepensaban, si a uno le interesaba, desdeluego. Lo mejor era no preocuparse. Alverlos, uno creía estar en el manicomio.Se rieran o lloraran, nunca se quitabanla careta. Eran incurables; a cuál máscobarde. Ninguno hubiera asesinado aTeresa; pero todos se habrían dejadotorturar por ella. No se atrevían aayudarlo porque era un asesino. ¿Quién,aparte de él, conocía los móviles de suacto? Ante los tribunales, una vez quepronunciara su discurso, esos pobresdiablos le pedirían perdón. Hacía bien

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en reírse. ¿Cuántos venían al mundo conmemorias como la suya? La memoria esla condición fundamental de la exactitudcientífica. Había examinado suespejismo hasta convencerse de lo queera. Con peligros muy distintos se habíaya enfrentado: textos ilegibles, líneasperdidas. No recordaba haber falladonunca. Resolvía siempre y sin excepciónlos problemas que abordaba. Hastaaquel asesinato era para él asuntoliquidado. Ninguna alucinación podríavencer a Kien; pero sí él a ella, aunquefuera de carne y hueso. Era un tipo duro.Teresa llevaba ya un buen rato ensilencio. Él acabó de reírse y reanudódespués su trabajo.

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A medida que él ganaba valor yconfianza, la calidad del espectáculodisminuía. Cuando se echó a reír, losasistentes lo encontraron divertido:acababa de sollozar amargamente y elcontraste era estupendo.

—¡Qué bien lo hace! —dijo uno.—Tras la lluvia sale el sol —le

replicó su vecino. Luego se pusierontodos serios. El comisario se agarró lanariz. Apreciaba el arte, pero preferíauna buena carcajada. El memoriosoobservó que por primera vez oía reír alcaballero.

—¡Porque hablar es inútil! —rugióel portero. Pero el padre del buenalumno pensaba lo contrario.

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—¡Será mejor que hable, señordetenido! —Le aconsejó. Kien noobedeció—. Se lo digo por su bien —añadió el padre. Y era cierto. El interésde los espectadores menguabavelozmente. El detenido se rió muchotiempo. Su ridícula figura ya les erafamiliar. El comisario se avergonzó: eracasi un bachiller y se dejabaimpresionar por unas cuantas frases biendichas. El ladrón debió aprendérselasde memoria: un peligroso estafador.Pero a él no le tomaba el pelo. El tipopiensa que inventándose lo del asesinatoharía olvidar el robo y los papelesfalsos. Pero un comisario experimentadoya ha visto muchos casos. Hace falta una

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gran dosis de insolencia para echarse areír en esas circunstancias. Prontovolvería a llorar, aunque no de risa.

El policía memorioso fue ordenandotodas las mentiras del ladrón, con mirasal próximo interrogatorio. Seguro queninguno de los asistentes —más de doceen total— recordaba una palabra. Todosconfiaban en su memoria. Suspiróprofundamente. No recibía un céntimopor sus valiosos servicios, y hacía másque todos los otros juntos. Ninguno valíanada. La comisaría existía por él. Era elhombre de confianza del comisario.Todo el peso recaía en él. Los demás loenvidiaban, como si ya tuviera suascenso en el bolsillo. Pero sabían muy

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bien por qué no lo ascendían. Su genioasustaba a los superiores. Mientrasclasificaba, con ayuda de sus dedos, lasalegaciones del delincuente, el orgullosopadre de familia exhortó por última veza Kien. Admitió que el tipo se habíaquedado sin habla y dijo:

—¡Será mejor que llore, señordetenido!

Tenía la impresión de que en laescuela nadie saca un sobresaliente porreírse. Casi todos soltaron a su vecino.Algunos se apartaron del grupo. Elcírculo y la tensión se disolvieron.Hasta los menos importantescomenzaron a tener opinión propia. Elagente cuyo vaso de agua fuera

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rechazado, pensó en él. Los dos«soportes» del portero tuvieron ganas decastigar su atrevimiento con un par debofetones. El pelirrojo rugió:

—¡Ese hombre habla demasiado!Cuando Kien volvió a sumirse en la

inspección de su espejismo, ya erademasiado tarde. Sólo algún númeronuevo y tremendista lo hubiera salvado.Pero tuvo el descaro de repetirse.Teresa sintió que el fuego cruzado de laadmiración ya se había extinguido.

—¡Oigan, estoy harta! —dijo. Eseno era un hombre.

Kien oyó su voz y se estremeció. Esavoz le arrebató su última esperanza.¡Nunca lo hubiese creído! Pensó que, al

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igual que la voz, el resto sedesvanecería poco a poco. Acababa deestirar los dedos para no sentir ya másel espejismo. La curación final, calculó,será la de los ojos. Las ilusiones ópticassuelen ser las más tenaces. Y en eseinstante ella habló. No, no había oídomal. La oyó decir: «Oigan». Tendría queempezar desde el principio. ¡Quéinjusticia: retrasar años un trabajo taningente!, se dijo a sí mismo. Y quedóinmovilizado por aquella voz, con laespalda encorvada y los dedos de ambasmanos rígidos y estirados, a escasosmilímetros del fantasma. En vez dehablar se calló. No se le ocurrió llorarni reírse: no hizo nada. Y de este modo

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disipó el último resto de simpatía.—¡Clown! —exclamó el comisario.

Se tomó la libertad de intervenir, perodijo la palabra en inglés. La impresiónde gran cultura dejada por Kien eraindestructible. Miró a su alrededor paraver si lo entendían. El memoriosopronunció la palabra a la alemana.Conocía su significado y declaró que lapronunciación del comisario era labuena. Desde entonces se hizosospechoso de hablar inglés bajocuerda. El comisario esperó un momentopara estudiar la reacción del detenidoante su insulto. Como temía alguna fraseliteraria, preparó una respuestaequiparable: «Parece usted creer que

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ninguno de los servidores del Estadoaquí presentes ha cursado estudios». Lafrase le gustó. Se pellizcó la nariz. Mascomo Kien no le brindaba una ocasiónpara decirla, se enfureció y gritó—:¡Parece usted creer que ninguno de losservidores aquí presentes ha aprobadoel bachillerato!

—¿Cómo? —bramó el portero. Lafrase iba dirigida contra él, contra suhijita, sobre la que todos querían deciralgo: ¡ni en su tumba la dejaban en paz!Kien estaba demasiado abatido paramover los labios. Las dificultades delproceso aumentaban. Un crimen es uncrimen, después de todo. ¿No quemaronesas bestias a un Giordano Bruno? Él

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luchaba en vano contra unaalucinación… ¿quién le daría fuerzassuficientes para probarle a aquel juradoinculto su importancia?

—¿Quién es usted realmente,caballero? —exclamó el comisario—.¡Será mejor que empiece a hablar! —Con dos dedos cogió a Kien por lamanga de la camisa. Le entraron ganasde estrujarlo entre sus uñas. ¿Quéeducación era ésa? ¡No decir sino unascuantas frases y callarse cuando le hacenpreguntas razonables! La verdaderaeducación se manifiesta en elcomportamiento, en la pulcritud y en elarte de llevar un interrogatorio. Serio ymás consciente de su superioridad, el

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comisario volvió detrás de su mesa. Elasiento del sillón que solía utilizar sehallaba cubierto de un cojín muy suave,el único en aquel puesto, sobre el quepodía leerse: PROPIEDAD PRIVADA,bordado en letras rojas. La misión deestas palabras era recordar a sussubordinados que, aun durante suausencia, no tenían sobre aquel cojínderecho alguno. Mostraban unasospechosa tendencia a deslizárselobajo las posaderas. Antes de sentarse, elcomisario lo acomodó con unos cuantosgolpecitos hasta que la PROPIEDADPRIVADA quedara en línea paralela asus ojos, siempre dispuestos aenaltecerse con semejantes palabras.

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Luego le dio la espalda a la silla. Eradifícil despegar la vista del cojín, peromás aún sentarse sin desplazarlo. Se fueagachando lentamente y mantuvo eltrasero en vilo unos segundos. Sólocuando la PROPIEDAD PRIVADAentraba en relación simétrica con esaparte de su anatomía, se permitíaaplastarla. Una vez sentado, ningúnladrón le merecía ya el menor respeto,aunque fuera bachiller y esas cosas.Echó una rápida mirada a su espejito: sucorbata, como él, era un poco anchapero elegante. El cabello, peinado haciaatrás, yacía inmóvil bajo la brillantinasin que sobresaliera ni un pelito. Sunariz, cortísima, le dio el impulso

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necesario para lanzarse alinterrogatorio.

Su gente lo apoyaba. Cuando dijo«clown», le dieron la razón. Como eldetenido empezaba a aburrirlos,volvieron a acordarse de su dignidad. Elmemorioso echaba chispas deimpaciencia. Había memorizado yacatorce puntos. En cuanto lasdespreciativas uñas del comisariosoltaron a Kien, éste fue conducido, encamisa, ante la mesa. Allí lo dejaron yél tuvo que pararse solo. Hizo muy bien.

Si se hubiera caído, nadie lo habríaayudado. Pensaban que tenía fuerza,pero también que era un farsanteconsumado. Llegaron a dudar hasta de su

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flacura. Desnutrido no estaba, desdeluego. El orgulloso padre de familiaempezó a preocuparse por las buenasnotas de su hijo. ¡Si escribir bienllevaba a esos extremos…!

—¿Reconoce usted esta ropa? —preguntó el comisario a Kien, señalandola americana, el chaleco, los pantalones,los calcetines y los zapatos que cubríanla mesa. Al mismo tiempo lo mirófijamente a los ojos, para observar elefecto de sus palabras. Estabafirmemente decidido a proceder enforma sistemática y acorralar aldelincuente. Kien asintió, aferrándosecon ambas manos al borde de la mesa.Aunque sentía al espejismo detrás de él,

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dominó el impulso de volverse ycomprobar si aún estaba. Justificarse lepareció más cuerdo. Por no irritar aljuez de instrucción —pues no podía serotro—, fue contestando a sus preguntas.Hubiera preferido hacer algún informecoherente del asesinato. Aborrecía losdiálogos. Estaba acostumbrado adesarrollar sus ideas en disertacioneslarguísimas. Pero también era conscientede que cada especialista tiene susmétodos, y optó por ceder. En elapasionante juego de preguntas yrespuestas esperaba revivir la muerte deTeresa con tal fuerza que el espejismo sedesvaneciera por sí solo. No dejaría enpaz a aquel juez de instrucción hasta

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probarle que Teresa tuvo que morir.Cuando hubieran levantado un actadetallada y no quedara duda algunasobre su complicidad; cuando laevidencia de las pruebas hubieraconvencido al juez de aquella muerte,sólo entonces —de ningún modo antes—podría él volverse y romper a reír,viendo allá en el fondo, donde ella habíaestado, un espacio vacío. Seguro que yadebe andar muy lejos, se dijo a sí mismoporque la sentía muy próxima. Cuantomás presionaba la mesa con sus dedos,más perdía a su ex-mujer de vista.Aunque, en cualquier momento, podríaella tocarlo por detrás. Contaba con unafotografía del esqueleto, tal y como lo

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encontraron. La descripción del porterole parecía insuficiente. Hay gentementirosa, y los perros, por desgracia,no pueden hablar. El testigo más segurohubiera sido aquel mastín que destrozóla falda y se la tragó.

Pero un hombre de la posición delcomisario no podía contentarse con unasimple inclinación de cabeza.

—¡Conteste usted sí o no! —ordenó—. Repito la pregunta.

Kien dijo:—¡Sí!—¡Espere a que repita mi pregunta!

¿Reconoce usted esta ropa?—Sí.Pensó que se trataba de la ropa de la

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asesinada y ni la miró.—¿Admite usted que esta ropa es

suya?—No, es de ella.El comisario lo caló en seguida.

Para poder negar que el dinero y lospapeles falsos encontrados en la ropafueran suyos, el muy sinvergüenza seatrevía a afirmar que la ropa era de esamujer, a la que encima le había robado.Pese a haberlo desvestido con suspropias manos y a no haber visto jamás,con tantos años de experienciaprofesional, una insolencia parecida, elcomisario no perdió la calma. Con unaleve sonrisa cogió los pantalones y loslevantó:

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—¿Estos pantalones también?Kien los miró.—Son pantalones de hombre —dijo,

visiblemente disgustado de que aquelobjeto no tuviera nada que ver conTeresa.

—¿Admite, entonces, que son dehombre?

—Por supuesto.—¿De quién cree usted que son?—Yo… no puedo saberlo. ¿Los

encontraron junto al cadáver?El comisario ignoró la pregunta

intencionadamente. Pensaba liquidar lahistoria del asesinato y todas susmaniobras desorientadoras en cuantoapareciesen.

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—¿Con que no puede saberlo, eh?Al instante, sacó su espejito de

bolsillo y se lo acercó a Kien; nodemasiado, para que pudiera verse caside cuerpo entero.

—¿Conoce usted a este señor? —lepreguntó. Los músculos de la caraestaban a punto de estallarle.

—Soy… yo mismo —tartamudeóKien, palpándose la camisa—. ¿Do…dónde están mis pantalones? —Suasombro no tuvo límites al verse en esafacha, despojado hasta de calcetines yzapatos.

—¡Ajá! —dijo el comisario,exultante—. Pues cójalos y vístase.

Se los entregó, esperando una nueva

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perfidia. Kien los cogió y se los puso atoda prisa. Antes de guardarse elespejito en el bolsillo, el comisario searriesgó a echarle la mirada que minutosantes reprimiera para confundir mejor asu adversario. Sabía dominarse. Suconducta era intachable. Lo alegró vercon qué facilidad avanzaba suinterrogatorio. El asesino se puso, solo,el resto de su ropa. Demostrarle quecada prenda era suya hubiera sidosuperfino. El comisario comprendió conquién tenía que vérselas y moderó susfuerzas. Los preliminares no habíandurado ni tres minutos. ¿Quién era capazde semejante proeza? Estaba tancontento que hubiera querido terminar en

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seguida. Para poder seguir, le echó unúltimo vistazo a su espejito, se irritó alver su nariz y preguntó con renovadaenergía, mientras el ladrón se ponía suamericana:

—¿Y cómo se llama usted ahora?—Dr. Peter Kien.—¡Cómo no! ¿Profesión?—Erudito y bibliotecario.El comisario recordó haber oído ya

ambos datos. Pese a su memoria, que eratan corta como su nariz, cogió uno de losdocumentos falsos y leyó en voz alta:

—Dr. Peter Kien. Erudito ybibliotecario. —El nuevo ardid delasesino lo desconcertó ligeramente. Trashaber reconocido que aquella ropa era

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suya, ahora pretendía que losdocumentos no eran falsos. ¡Quédesesperada debió encontrar susituación para recurrir a un argumentotan descabellado! En esos casos, unapregunta imprevista suele llevar degolpe hasta la meta.

—¿Con cuánto dinero salió de casaesta mañana, doctor Kien?

—No sé. No suelo contar nunca midinero.

—Mientras no lo tenga, desde luegoque no.

Observó el efecto de su indirecta.Incluso en los interrogatoriospreliminares dejaba entrever que sabíatodo, aunque se portara cortésmente. El

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asesino hizo una mueca. Su desilusiónera más elocuente que un acta. Elcomisario decidió atacar al punto unazona no menos vulnerable deldelincuente: su domicilio. Discreta ytemblorosa, su mano izquierda sedeslizó furtivamente sobre losdocumentos hasta cubrir por entero unode los datos y cuanto lo rodeaba. Setrataba del domicilio. Los grandesasesinos saben leer al revés. Por eso elcomisario tomó sus precauciones. Estiróel brazo derecho en actitud implorante ydijo, como quien no quiere la cosa:

—¿Dónde pasó usted la últimanoche?

—En el hotel… no recuerdo el

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nombre —replicó Kien.El comisario levantó la mano

izquierda y leyó:—Calle de Ehrlich, 24.—Allí encontraron el cuerpo —

aclaró Kien, lanzando un suspiro dealivio. Por fin hablaban del asesinato.

—¿Encontraron, dice? ¿Sabe ustedcómo decimos nosotros?

—Debo darle la razón; bien mirado,no quedaba casi nada de ella.

—¿Bien mirado? Debiera usteddecir: ¡bien robado!

Kien se asustó. ¿Qué habían robado?¿No sería la falda? En la falda y suulterior destrucción por el mastínreposaba toda su defensa contra el

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espejismo.—¡La falda fue encontrada en el

lugar del crimen! —declaró con vozfirme.

—¿Lugar del crimen? ¿Sabe ustedque sus palabras puedencomprometerlo? —Todos los policíasasintieron al unísono—. Yo lo considerouna persona instruida. ¿Admite usted queun «lugar del crimen» presupone uncrimen? Es usted libre de retirar sudeclaración. Pero no olvide que esegesto dejaría una impresióndesfavorable. Se lo digo en su interés.Lo mejor será que confíese. Vamos,confiese, amigo. Confíese, que yasabemos todo. De nada le servirá

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negarlo. Ya se le escapó el lugar delcrimen. Confíese y yo mismo diré algoen su favor. ¡Confiese todo en orden! Yahemos hecho nuestras investigaciones.¡No tiene usted escapatoria! ¡Ustedmismo se ha traicionado! Un lugar delcrimen presupone un crimen. ¿Tengo ono razón, señores?

Cuando decía «señores», losseñores ya sabían que la victoria erasuya y lo abrumaban con miradas deadmiración. Cada cual intentóadelantarse a su vecino. Consciente deque ya no sacaría nada en limpio, elmemorioso abandonó su antiguo plan.Dio un paso adelante, estrechó la manofeliz del comisario y exclamó:

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—¡Señor comisario, permítamefelicitarlo!

El comisario era consciente de laincomparable proeza que acababa decumplir. Hombre más bien modesto,evitaba en lo posible los honores. Peroaquello era demasiado. Pálido yexcitado, se levantó, hizo una veniageneral, buscó un instante sus palabras yal final resumió su profunda emoción enuna simple frase:

—¡Muchas gracias, señores!«Está emocionadísimo», pensó el

padre feliz, muy sensible a las escenasfamiliares.

Kien quería hablar. Lo habíaninvitado a contar toda la historia en

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orden. ¿Qué más podía pedir? Intentóempezar varias veces, pero los aplausoslo interrumpían. Maldijo las reverenciaspoliciales, que él relacionaba con supersona. Esos tipos no lo dejaban niempezar. En su extraña conductasospechó un intento por influenciarlo.Aunque sintió unos movimientos a suespalda, prefirió no volverse. La verdadentera estaba frente a él. Quizás elespejismo hubiera desaparecido. Podríadescribir desde el comienzo su vida encomún con la difunta Teresa, lo cual lefacilitaría más de un trámite. Pero lasfacilidades lo tienen sin cuidado.Prefería describir su muertedetalladamente, ya que él tuvo parte

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decisiva en ella. Había que captarse alos agentes, contándoles cosasrelacionadas con su profesión. Loscrímenes son hechos de interés general.¿Quién no se alegra de ellos?

El comisario se sentó por fin, aunqueolvidando sobre qué: no verificó laposición de PROPIEDAD PRIVADA.Desde que le arrancó su culpa aldelincuente, lo odiaba un poco menos.Pensó dejarlo hablar. El éxito habíacambiado su vida. Su nariz era normal.El espejito yacía al fondo del bolsillo,igualmente olvidado: ¿de qué leserviría? ¿Por qué la gente se torturatanto? La vida es elegante. Cada díasalen modelos nuevos de corbatas. Hay

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que saberlas llevar. La mayoría parecenmonos encorbatados. Él no necesitaespejo. Se las anuda con los ojoscerrados. Y el éxito le da la razón. Esmuy modesto. A veces se inclina alsaludar. Sus hombres lo respetan. Subuena reputación le hace grato el trabajomás difícil. No se ciñe al reglamento; elreglamento es para los delincuentes.Prefiere hacerlos confesar él mismo,porque su técnica no falla.

—No bien cerré la puerta detrás deella —empezó Kien— tomé plenaconciencia de mi dicha. —Se remontótiempo atrás, pero sólo en su fuerointerno, en las profundidades de suespíritu resuelto. Sabía exactamente lo

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que ocurrió. ¿Quién conoce mejor que elcriminal los móviles del crimen? Veíade principio a fin todos los eslabones dela cadena con que ató a Teresa. No sincierta ironía, fue exponiendo los hechosante ese auditorio ávido de capturas ysensacionalismos. Pudo hablar de cosasmás interesantes. Los tipos le dabanlástima, pero no eran eruditos. Los tratócomo a personas de una inteligencianormal. Quizá no fueran ni eso. Evitóhacer citas de escritores chinos. Podíaninterrumpirlo y preguntarle quién eraMong Tse. En el fondo le agradabahablar de cosas simples con palabrassencillas, accesibles a todo el mundo.La agudeza y sobriedad de su lenguaje,

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herencia de los clásicos chinos, seadecuaban perfectamente al tono de suhistoria. Mientras Teresa se vuelve amorir, él va evocando aquella bibliotecaen la que tantas y tan importantes obrashabían surgido. Pronto reanudaría sutrabajo. Su absolución era segura. Sinembargo, pensaba comparecer ante susjueces bajo un aspecto diferente,desplegando todo el esplendor de susconocimientos. El mundo enteroescucharía al —sin duda— primersinólogo vivo pronunciar su discurso endefensa de la ciencia. Esta vezemplearía un tono más modesto.Enemigo de falsear las cosas y de hacerconcesiones, se limitaría a simplificar.

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—La dejé varias semanas sola.Firmemente convencido de que semoriría de hambre, pasé todas aquellasnoches en hoteles. Renunciar a mibiblioteca fue un auténtico suplicio,créanme; hube de contentarme con unapequeña biblioteca de repuesto que teníasiempre a mano para casos de apuro. Lacerradura de mi apartamento es bastantesólida y jamás me torturó la idea de quealgún ladrón pudiera introducirse yliberarla. Imagínense su situación: todaslas provisiones consumidas y ella en elsuelo, extenuada y llena de odio, frenteal mismo escritorio en el que solíabuscar dinero. Pues sólo pensaba en eldinero. De santa no tenía nada. Prefiero

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no hablarles hoy de las ideas que se meocurrían ante ese escritorio, cuando aúncompartía el apartamento con ella. Pasésemanas convertido en una estatuavigilante por miedo a que meescamoteara manuscritos. Fue la peorhumillación de mi vida. Aunque micerebro ardía en deseos de trabajar, yome decía: eres de piedra, y, parapermanecer inmóvil, lo creía. Si algunode ustedes ha tenido que custodiartesoros, se hará cargo de mi situación.Yo no creo en el destino. Pero el suyo lasorprendió. Quien ahí yacía no era yo —a quien ella estuvo a punto de matar consus pérfidas arremetidas—, sino ellamisma, devorada por su demencial

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apetito. Incapaz de ayudarse, ycareciendo de todo autocontrol, sedevoró a sí misma. Trozo a trozo, sucuerpo cayó víctima de su avidez. Fueadelgazando de día en día hasta que,demasiado débil para levantarse, sequedó pegada en su propia inmundicia.Tal vez yo les parezca flaco. Puescomparada conmigo, ella era unasombra humana, lastimera ydespreciable. De haberse parado, lamenor brisa la hubiera echado a tierra.Era frágil como un fósforo; cualquierdebilucho la hubiera quebrado, inclusoun niño. No puedo darles más detalles.La falda azul, que nunca se quitaba,cubría su esqueleto. Como estaba

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almidonada, mantuvo juntos losrepulsivos restos de su cuerpo. Y unbuen día expiró. Pero incluso estaexpresión me suena a falsa:probablemente no tenía ni pulmones.Nadie la asistió en sus últimosmomentos. ¿Quién aguantaría semanasjunto a un esqueleto? Estaba cubierta demugre. La carne, que ella se arrancara atiras de su cuerpo, apestaba a demonios.La putrefacción se hizo sentir muchoantes de que muriera. Y todo estosucedió en mi biblioteca, en presenciade mis libros. Haré desinfectar elapartamento. Fue incapaz de abreviarese proceso suicidándose. De santa notenía nada; era muy cruel. Fingió amar a

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los libros esperando que le hiciera untestamento. Me hablaba del testamentodía y noche. Me abrumó con suscuidados y sólo me dejó vivo porque noestaba segura del testamento. No vayan acreer que estoy inventando. Dudo quesupiera leer y escribir con fluidez. Lesruego que me crean; la ciencia me obligaa decir la verdad. Su origen era oscuro.Fue cerrando el apartamento y sólo medejó una habitación, que por últimotambién me quitó. Pero tuvo un finalmiserable. El portero forzó la entrada.Como buen ex-policía, logró hacer loque un ladrón hubiera intentado en vano.Lo considero un hombre fiel. Laencontró bajo su falda: un esqueleto

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asqueroso, horrible y pestífero. Muerta,totalmente muerta, no dudó un segundode su muerte. Fue a buscar a los vecinosy en el inmueble todos se alegraron. Nose pudo precisar a qué hora sobrevino lamuerte; pero lo esencial era que estabamuerta. Al menos cincuenta inquilinosdesfilaron ante el cadáver. Nadiemanifestó la menor duda; todosadmitieron lo irremediable.

»Se han registrado casos de muerteaparente, ¿qué científico se atrevería anegarlo? Pero no conozco casos deesqueletos cuya muerte haya sidoaparente. Desde los tiempos másremotos, el pueblo ha imaginado a losfantasmas bajo forma de esqueletos.

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Esta imagen es profunda y significativaal mismo tiempo; y tiene valor deprueba. ¿Por qué se teme a losfantasmas? Porque son la encarnación deun difunto, de un ser irremediablementemuerto y enterrado. ¿Sentiríamos elmismo miedo si el fantasma se nospresentara con su cuerpo antiguo yconocido? ¡No! Pues al verlo nadiepensaría en la muerte; tendría ante sí alser vivo y nada más. Pero si el espectrose aparece bajo forma de esqueleto, nosrecuerda dos cosas a la vez: al ser vivo,tal como era, y al muerto, tal como es.El esqueleto, como imagen del fantasma,llegó a ser el símbolo de la muerte parainnumerables pueblos. Es una prueba

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aplastante; la más irremediablementemuerta de todas las formas conocidas.Las tumbas antiguas nos hacenestremecer de terror si sabemos queencierran esqueletos; si están vacías, nolas imaginamos como tumbas. Y cuandotildamos a un ser vivo de esqueleto,queremos significar que está a punto demorirse.

»Pero ella estaba totalmente muerta;todos los inquilinos pudieroncomprobarlo, mientras un asco infinitoante tan ávido final se apoderaba deellos. Aún la seguían temiendo. Erapeligrosísima. El portero, la únicapersona que pudo dominarla, echó susrestos en el ataúd. Aunque al instante se

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lavó las manos, me temo que se le hayanmanchado para siempre. No obstante, leagradezco aquí, públicamente, suvalerosa acción. No temió acompañarlahasta su última morada. Por fidelidadhacia mí, invitó a varios inquilinos a quelo ayudaran en su ingrata tarea. Nadie sedeclaró dispuesto. A esa gente simple yhonesta le bastó ver el cadáver paracomprender lo que ella había sido. Yoviví muchos meses a su lado. Cuando elataúd, demasiado blanco y liso,avanzaba por las calles en una carrozadestartalada, todos adivinaron lo quecontenía. Unos cuantos pilluelos,pagados por mi fiel sirviente paraproteger la carroza contra los ataques de

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una multitud furibunda, huyerondespavoridos y propagaron la noticiapor toda la ciudad. Un clamor rabiosofue invadiendo las calles. Indignados,muchos hombres abandonaron suspuestos de trabajo; las mujeres fueronpresa de llantos convulsivos, y lasescuelas decretaron asueto general.Miles de personas se congregaron,pidiendo autorización para dar muerte alcadáver. Desde la Revolución de 1848no se había visto aquí un tumultoparecido. Puños en alto, maldiciones,calles jadeantes y voces que clamabanen coro: “¡Muerte al cadáver!”. ¡Muerteal cadáver!». Lo entiendo perfectamente.La multitud es voluble. En general no me

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gusta. Pero aquel día me hubiera unido aella con sumo agrado. El pueblo noentiende bromas. Su venganza esterrible. Dadle el objeto adecuado yactuará con justicia. Cuando alzaron latapa del ataúd, descubrieron unrepugnante esqueleto en lugar de uncadáver normal. El frenesí se disipó alinstante. A un esqueleto no hay pordónde cogerlo. La multitud se dispersó.Sólo un mastín no abandonó su presa.Buscaba carne y no encontraba nada. Depura rabia, tiró al suelo el ataúd ydestrozó la falda. Luego devoró lostrozos sin piedad, hasta el últimobocado. Por eso es que la falda noexiste. Buscarla sería inútil. Les cuento

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estos detalles para facilitarles la tarea.Tendrán que buscar los restos en unbasural, fuera de la ciudad. Huesos,unos cuantos huesos miserables; dudoque puedan distinguirlos de la demásbasura. Quizá tengan suerte. Unmonstruo así no merecía un entierrodecente. Como está bien muerta, noquiero hablar mal de ella. El peligroazul fue conjurado. Sólo los neciospueden temer uno amarillo. China es elpaís de los países, la auténtica TierraSanta. ¡Crean en la muerte! Ya en mijuventud empecé a dudar de laexistencia del alma. La doctrina de lametempsicosis me parece unaaberración y estoy dispuesto a decírselo

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en la cara a cualquier hindú. Cuando laencontraron en el suelo, frente alescritorio, era un esqueleto, no unalma…

Kien controlaba su discurso. De vezen cuando, sus pensamientos derivabanhacia la ciencia. Al verla tan cerca,¡cómo hubiera deseado explayarse enella! Era su verdadera patria. Pero alfinal se dominaba. Los placeres, paramás tarde, se decía, para cuando estésen casa: los libros te esperan, losensayos te esperan, ya has perdidomucho tiempo. Todos los caminos lollevaban, por obra de su voluntad, alsitio aquel, frente a su escritorio.Cuando lo veía, el rostro se le iluminaba

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y le sonreía a la muerta: era una visión,no un fantasma. Con gran amor sedetenía a su lado. Pero en los seresvivos no advertía detalles; su memoriasólo funcionaba con los libros. Si no, yala hubiera descrito con prolijidad.

Su muerte no fue algo trivial. Fuetodo un acontecimiento. La redenciónfinal de una humanidad ferozmenteperseguida. Poco a poco empezó Kien aasombrarse de su propio odio. Unamujer así no se lo merecía. ¿Cómo sepuede odiar a un miserable esqueleto?El final fue rápido. Sólo el olor, quehabía impregnado los libros, lomolestaba. Tendrá que hacer sacrificios.Tratará de eliminarlo.

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Los policías, ya impacientes,escuchaban sólo por deferencia alcomisario. Pero a éste le era difícilrecuperar el tono de sobriedad delinterrogatorio. Teniendo la victoria entrelas manos, esa prosa le resultabainsulsa. ¡Con qué gusto hubierarebuscado corbatas nuevas —modelosexclusivos de pura seda—, para elegirla más bonita! Pues no tenía mal gusto.En todas las tiendas lo conocían. Podíapasarse horas revolviendo corbatas sinarrugarlas. Por eso le confiaban lamercadería. Algunos hasta se laenviaban a casa, lo que a él no leagradaba. Podía pasarse el día entero enuna tienda, conversando con los dueños.

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Nada más verlo, éstos dejaban a losotros clientes. Su profesión era unarsenal de historias interesantes y élsolía contarlas. La gente gozaescuchándolo. Sí, tiempo es lo que lefalta para darse gusto. Mañana saldrá apasear. Lástima que hoy no sea mañana.Su deber era escuchar cadainterrogatorio. No lo hacía porprincipio, pues ya lo sabía todo. A éstelo hizo confesar. Y engañarlo a él no esfácil. Tenía los nervios deshechos detanto trabajar, pero así y todo se dio porsatisfecho. Había logrado algo yesperaba ansiosamente su nueva corbata.

El portero paró la oreja. No se habíaequivocado con el profesor: su discurso

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demostraba lo valioso que era. Encuanto a él, no es un criado. Fiel, deacuerdo; y si lo deseaba, podía llamar atodos los vecinos del inmueble, quevendrían corriendo. O rugir tan fuerteque toda la ciudad lo oyera. Como buenpolicía, no conoce el miedo. Puedeirrumpir en cualquier apartamento. Nohay cerradura que lo detenga; derriba laspuertas con un solo puño. No es de losque gastan suela dando patadas. Otrosrecurren a los pies en seguida. El no; sufuerza está en los puños.

Teresa permaneció junto a Kien,cuyas palabras fue tragándosepenosamente. Sin moverse del sitio,describía círculos con ambos pies bajo

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la falda, haciendo girar ora el derecho,ora el izquierdo. La inutilidad de esosmovimientos traicionaba su miedo.Temía a aquel hombre. Habíanconvivido ocho años en el mismoapartamento y cada vez lo encontrabamás sangriento. Antes nunca quiso decirnada. Ahora no hacía sino hablar decrímenes. ¡Qué tipo tan peligroso!Cuando habló del esqueleto junto alescritorio, ella se dijo en el acto: suprimera esposa. También quiso sacarleun testamento. Inteligente, la mujer; peroel muy cobarde no aflojaba un céntimo.Lo de la falda era una ofensa. ¿Desdecuándo los mastines comen faldas? Sipor él fuera, las mataría a todas. Ni con

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palizas escarmienta. Además, era unfarsante. Él mismo le regaló las treshabitaciones. ¿Qué haría ella con losmanuscritos? Quería el talonario decheques. ¿Que los libros apestaban acadáver? Ella nunca notó nada. Y esoque llevaba ocho añosdesempolvándolos cada día. En la calle,la gente chilló al ver pasar el ataúd.Oiga, ¿quién hace eso ante un cadáver?Primero se casa por amor y después lamata. Merecía la horca. Ella es incapazde matar una mosca. No se casó con élpor amor. ¡Que se atreva a volver a lacasa! Claro que estaba asustada. Élpiensa en el dinero porque es un tacaño.Lo de la falda azul era un cuento. Lo

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dijo sólo por molestarla. Ya no habríamás crímenes. Para eso estaba lapolicía. Un poco más y lloraría a gritos.Para ese hombre las mujeres erananimales. Tenía la suya en la conciencia.Entre las seis y las siete estaba siempresolo. La hora del crimen. ¿Por qué nodejaría en paz ese escritorio? ¿Acasoella encontró algo? El portero ladominaba. Ella quisiera una lindacarroza. Y que el ataúd fuera negro. Concaballos.

Teresa sintió cada vez más miedo.La asesinada era tan pronto la primeramujer como ella misma. Se imaginó elcadáver sin falda. Era lo másdesconcertante. Sintió lástima por la

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primera mujer: ¡cómo pudo él ser tancruel con su falda! El miserable funeralle dio vergüenza. ¡Cómo odió al mastínaquel! ¡Qué poca vergüenza la de esagente! En la escuela hay que pegarlesmás a los niños. Los hombres debierantrabajar más y las mujeres cocinarmejor. Ya les dirá lo que piensa. ¿Y alos inquilinos qué les importa? No hacenmás que fisgonear.

Devoraba las palabras de Kiencomo un hambriento su mendrugo depan. Lo escuchaba para no sentir miedo.No tardó en ir adaptando sus ideas a loque él decía. Pero tanta agilidad mentalacabó por marearla. No estabaacostumbrada a ir tan de prisa. Se

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hubiera sentido orgullosa de suinteligencia, de no estar medio muertade miedo. Varias veces estuvo a puntode avanzar y decirles quién era él; peroel miedo a lo que Kien pensara la redujoal silencio. Intentaba adivinar lo quevendría luego, pero él la sorprendía. Laestaba estrangulando. Ella se defendía;no era tonta, ¿por qué esperar a que lefalte el aire? No. Tiene tiempo; nomorirá antes de los ochenta: dentro decincuenta años. Antes no. Así lo quiereel señor Guarro.

Kien concluyó su discurso con ungesto grandioso. Levantó el brazo enalto: un asta de bandera sin bandera. Sucuerpo se estiró y los huesos le

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crujieron. Entre aguada y clara, su vozresumió:

—¡Viva la muerte!Esta exclamación despertó al

comisario. Molesto, apartó un loteentero de corbatas. Había elegido lasmás bonitas. ¿Cuándo tendrá tiempopara guardarlas? De momento las hizodesaparecer: ya vendrán tiemposmejores.

—Mi estimado amigo —dijo—, silos oídos no me engañan, ya está usteden la muerte. ¡Mejor cuéntenos suhistoria una vez más!

Los policías se repartieron codazos.¡El jefe y sus manías! El pie de Teresase salió del círculo. Algo tendría que

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decir. El memorioso se vio ya en lameta. Palabra oída, palabra registrada.Pensaba repetir toda la historia deldetenido.

—¡Ya está cansado! —dijo,señalando desdeñosamente a Kien conel hombro— ¡yo lo haré más rápido!

Teresa estalló:—¡Oiga, me está matando! —El

miedo la hizo hablar en voz baja. Kienla oyó, pero se negó a admitirlo. No sevolvería. ¡Nunca! ¿Para qué? Si estabamuerta. Teresa exclamó—: ¡Oiga, quetengo miedo!

Pero el memorioso, molesto por lainterrupción, la atacó:

—¿Acaso la están mordiendo?

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El padre del colegial intervino:—La mujer es, por naturaleza, el

sexo débil —frase extraída de la tareade alemán de su hijo.

El comisario sacó su espejito delbolsillo, bostezó y dijo en un suspiro:

—¡Yo también estoy cansado! —Lanariz se le redujo más; ya nada leinteresaba.

Teresa gritó:—¡Oiga, que se vaya!Kien resistió el impacto de su voz

sin volverse, pero lanzó un hondosuspiro. Harto de oír lamentaciones, elportero rugió:

—Profesor, la cosa no es tan grave.Todavía estamos vivos… y sin huesos

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rotos. —No podía soportar la muerte.Así era él. Y avanzó a grandes pasos,dispuesto a intervenir.

El profesor era un hombreinteligente, dijo. A fuerza de leer tantoslibros, sabía hablar muy bien. Unhombre famoso y un corazón de oro,además. Pero no hay que creerle unapalabra. Nunca había cometido uncrimen. ¿Con qué fuerzas? Hablaba asíporque su mujer no era digna de él. Esascosas suceden en los libros. Y él sabede todo. Hasta un alfiler lo asusta. Sumujer le amargó la vida. No tienecorazón, la muy marrana. Se va con todoel mundo. Si le dices siéntate, se echa.Él puede jurarlo. Lo sedujo a la semana

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de marcharse el profesor de casa. Él erapolicía jubilado y trabajaba de portero.Su nombre: Benedikt Pfaff. No recuerdahaber vivido en otra casa que el 24 de lacalle de Ehrlich. Esa mujer no deberíahablar de robos. El profesor se casó conella por compasión, pues era una simplecriada. Otro le hubiera hundido elcráneo. Su madre, que murió en lamiseria, tuvo antecedentes penales pormendicidad. No tenía qué comer. La hijase lo había contado en la cama. Hablapor veinte. El profesor era inocente, tancierto como que él es policía jubilado.Él asumía cualquier responsabilidad. Uncustodio del orden puede hacerlo. Suvivienda era una auténtica comisaría.

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Sus colegas se sorprenderían: cuatrocanarios y una mirilla. Los hombresdeben trabajar, y el que no trabaja seconvierte en una carga pública.

Todos lo escuchaban sorprendidos.Sus rugidos penetraron en cada cerebro.Hasta el padre lo entendió. Era sulenguaje, pese a toda su admiración porlas tareas del hijo. En el comisariobrilló un último destello de interés.Admitió que el pelirrojo había sidopolicía. Ningún hombre normal hubieraactuado con tanto desparpajo en un lugarasí. Teresa intentó protestar variasveces. Sus palabras casi no se oían. Fuedeslizándose a derecha e izquierda hastaque cogió a Kien por la americana,

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tirando con fuerza de ella. Tendría quevolverse y decirles si era una criada oun ama de llaves. Le pidió su ayuda,confiando en que así la compensaría delos insultos del otro marido. Se casó conella por amor. ¿Qué se hizo de aquelamor? Por más asesino que fuera, lenguatenía. Y no iba a permitir que la tratarande criada. Hace treinta y cuatro quetrabaja como ama de llaves. Y casi unaño que es una respetable ama de casa.¡Que diga algo rápido! ¡Si no, revelaráel misterio de las seis de la mañana!

En secreto, decidió traicionarlo nobien él le tributase lo que le debía:amor. Kien fue el único que oyó suspalabras. En medio del griterío general,

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percibió su voz débil, pero comosiempre indignada. Sintió la manocallosa en su americana. Con cuidado,sin saber exactamente cómo, contrajo laespina dorsal y encogió los hombroshasta zafarse de las mangas, que bajóligeramente con sus dedos. De pronto,tras un último tirón, se quedó sinamericana y sin Teresa. Ahora ya no lasentía. Si lo cogía por el chaleco,volvería a hacer lo mismo. Mentalmenteno invocó al fantasma ni a Teresa. Evitósu nombre y su imagen, aunque sabíacontra qué se estaba defendiendo.

El portero concluyó su arenga. Sinesperar los efectos, pues contra él nohabía nada, se interpuso entre Kien y

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Teresa, rugió:—¡Quieta! —Le arrancó la

americana de la mano y vistió alprofesor como si fuera un bebé.

En silencio, el comisario devolvióel dinero y los papeles. Sus ojoslamentaron el malentendido; pero noretiró una sílaba de su brillanteinterrogatorio. El «genio» de la memoriadescubrió muchos detalles sospechososy, por lo que pudiera suceder, tomó notadel discurso del pelirrojo y fue contandocon sus dedos los diversos puntos que lointegraban. Los policías hablaban todosa la vez. Cada uno iba expresando suopinión. Uno de ellos, amante de losrefranes, dijo:

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—No hay cosa escondida que alcabo de un tiempo no sea bien sabida.—La frase halló eco en todos loscorazones.

Los treinta y cuatro años de Teresacomo ama de llaves se perdieron entreel vocerío. Empezó a patalear. El padredel colegial, al que ella le recordabauna cuñada (fruto prohibido), acabó porescucharla. Roja como un tomate y convoz chillona, Teresa se justificó citandocifras. Su marido era testigo, y si no, iríaa buscar al señor Guarro, de lamueblería Guarro & Esposa, queacababa de casarse. Al decir «casarse»soltó un gallo. Pero nadie la creyó.Siguió siendo una criada común y

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corriente, y el padre le dio una cita paraesa noche. El portero, que lo oyó, dio suconformidad antes de que ellarespondiese.

—Por eso es capaz de irse al Brasil—le explicó jovialmente a su colega.América no le parecía demasiado lejos.Luego, radiante de satisfacción yresoplando, miró en derredor ydescubrió en las paredes fotografíasampliadas de luchadores de jiu-jitsu—.En mis tiempos —rugió— esto era másque suficiente. —Y, cerrando susmacizos puños, los paseó bajo lasadmirativas narices de varios colegas.

—¡Qué tiempos aquellos! —dijo elpadre, acariciándole el mentón a Teresa.

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Su hijo conocería tiempos mejores.El comisario examinó a Kien —era

un profesor de verdad—. En seguida lepareció alguien de buena familia, deesos que andan con los bolsillos llenos.Otros quizá se vistan mejor, en vez de irpor ahí como un mendigo. El mundo erainjusto.

Teresa dijo al padre:—Bueno, ¡pero no olvide que soy

ama de casa! —No más de treinta, ya losabía, pero aún estaba ofendidísima.Kien, inmóvil y con los ojos fijos en elcomisario, intentó averiguar si la voz deTeresa se hallaba cerca o lejos.

Cuando el portero decidió partir ycogió tiernamente al profesor por el

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brazo, éste sacudió la cabeza y se aferróa la mesa con una fuerza asombrosa.Intentaron soltarlo, pero la mesa loseguía. Entonces, Benedikt Pfaff rugió aTeresa:

—¡Lárgate ya, carroña! ¡No puedesoportar a esta mujer! —añadió,dirigiéndose a sus colegas.

El padre empuñó a Teresa y laobligó a salir, entre bromas yempellones. Ésta, indignada, le pidió enun susurro que esa noche no la dejaradormir. Ya en la puerta, reunió la pocavoz que le quedaba y exclamó:

—¿Así que un crimen no es nada?¿Así que un crimen no es nada? —Perorecibió un bofetón en plena boca y se

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deslizó velozmente a casa. No dejaríaentrar a un asesino. Cerró rápidamentela puerta: dos vueltas por abajo, dosvueltas por arriba y dos vueltas en elcentro. Luego escudriñó todo elapartamento, por si hubiera algún ladrónescondido.

Diez policías no lograron que elprofesor se moviera.

—¡Ya se fue! —le dijo el portero,alentándolo, y giró su cuadrada cabezotahacia la puerta. Kien guardó silencio.

El comisario le miró los dedos: eraninoportunos, empujaban su mesa. Si lacosa seguía así, pronto lo dejarían sinnada. Se levantó: el cojín también estabatorcido.

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—Señores —dijo— ¡esto esinadmisible! —Unos doce policíasrodearon a Kien e intentaronconvencerlo por las buenas de quesoltara la mesa.

—Cada cual es forjador de sudestino —dijo alguien. El padreprometió hacerle un lavado de cabeza ala mujer, esa misma noche.

—Sólo hay que casarse con gentedecente —afirmó el memorioso. Élmismo no se casaría sí no es con unaricachona, por eso aún sigue soltero.

El comisario, que dirigía lasoperaciones, pensó: «¿sacaré algo enlimpio de todo esto?» y bostezó,despreciando a todos.

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—¡No me haga pasar vergüenzas,profesor! —rugió Benedikt Pfaff— yvéngase conmigo. Ya nos vamos a casa.—Kien se mantuvo firme.

Pero el comisario ya estaba harto.Ordenó:

—¡Fuera! —Y los doce agentes, quehasta entonces emplearan la persuasión,se abalanzaron a la mesa y sacudieron aKien, que se desprendió como una hojaseca. No se derrumbó. Permanecióalerta. Se negaba a darse por vencido.En vez de decir algo inútil, sacó supañuelo y se vendó los ojos, ajustandobien el nudo hasta que le doliera.Después, su amigo, lo cogió por el brazoy salió con él.

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No bien cerraron la puerta, elmemorioso se llevó un dedo a la frente yexclamó:

—¡El asesino era el cuarto! —Apartir de entonces, la policía decidióvigilar muy de cerca al ascensorista delTheresianum.

Ya en la calle, el portero le ofreciósu cuartucho al profesor. En elapartamento no estaría a gusto, dijo,¿para qué forzar las cosas? Ahoranecesitaba reposo.

—Sí —dijo Kien—, no soportaríaaquel olor. —Aceptaría su oferta hastaque limpiaran el apartamento.

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El botón

Frente al Theresianum tuvoFischerle, cuya fuga resultó ser todo unéxito, una recepción inusitada. En vez desus empleados, cuya suerte y garruleríalo tenían muy inquieto, una irritadamultitud se agolpaba ante la puerta. Alverlo, un viejo gimió:

—¡El tullido! —Agachándose tanrápido como sus tiesas piernas se lopermitieron. Lo asustaba el criminal,convertido por los rumores en un enanogigantesco. Agazapado, él mismo era tanpequeño como éste. Una mujer repitió eldébil gemido del anciano, dándole más

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énfasis. Y entonces lo oyeron todos. Ladicha de tener un deseo unánime losembargó en seguida—: ¡El tullido! —Seoyó en toda la plaza— ¡el tullido!, ¡eltullido!

Fischerle dijo:—¡Mucho gusto! —E hizo una venia.

En una multitud así habría un dineral porrecoger. Indignado por la gruesa sumaque restituyera al bolsillo de Kien,esperó encontrar allí algunacompensación. Aún estaba bajo losefectos del peligro anterior y nobarruntó el nuevo en seguida. Lavibrante aclamación con la que fuerecibido lo llenó de alegría.Exactamente así saldrá de su Palacio de

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Ajedrez en América. Y entreacompañamientos musicales y ovacionesmultitudinarias, les robará sus dólaresdel bolsillo. La policía se mantendráalerta, pero nada más. Ya nada podríaocurrirle: un millonario es sagrado. A sulado tendría a un centenar de policíasinvitándolo cortésmente a servirse. Aquíno lo entendían tan bien. Por eso losabandonó adentro. En vez de dólares nohay sino calderilla, aunque él aceptatodo.

Mientras él inspeccionaba su campode acción —calles por las cualesevadirse, bolsillos a los cuales echarmano, piernas por las que poderescabullirse—, el entusiasmo fue

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adquiriendo proporcionesamenazadoras. Todos querían su tajadadel ladrón de aquel collar de perlas.Hasta los más ecuánimes perdían lasangre fría. ¡Qué insolencia: presentarseante un público que iba a reconocerlo!Los hombres lo harán polvo. Lasmujeres lo pondrán por las nubes yluego lo desgarrarán con sus uñas.Todos querrán aniquilarlo, hasta nodejar sino la vergonzosa mancha quehabía sido; nada más. Pero antes tendránque verlo. Pues aunque miles defanáticos gritaran: «¡El tullido!», a losumo una docena lo habían visto. Elcamino al enano infernal está empedradode prójimos buenos. Todos lo desean,

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todos suspiran por él. Más de un padre,preocupado, levantó en vilo a sus hijos.Alguien podría pisotearlos y asíaprendían ellos algo: era matar dospájaros de un tiro. Los vecinos tomabanmuy a mal que, en un momento así,alguien pensara en sus hijos. Muchasmadres se olvidaron de sus críos y losdejaron berrear tranquilamente. No oíannada, sólo oían: «¡El tullido!».

Fischerle encontró que hacíandemasiado ruido. En vez de «¡Viva elcampeón mundial!», gritaban: «¡Eltullido!». ¿Por qué aclamarprecisamente a ese tipejo? No loentendía. Por todos lados lo empujaban.Menos amor y más billetes, señores. Así

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nunca tendrá nada. Por aquí le aplastanlos deditos. Más allá ni sabe dóndelleva la joroba. Robar con una solamano es peligroso.

—¡Gentuza! —les gritó—, ¡meamáis demasiado! —Sólo los queestaban a su lado lo escucharon. Peronadie entendió su mensaje, Losempellones le abrieron los ojos; lospuntapiés lo convencieron. Algo habíahecho, ¡si sólo supiera qué! ¿Lo habíansorprendido acaso? Se miró la manolibre. No, aún no había hurgado enningún bolsillo. Siempre encontrabafruslerías: pañuelos, peines, espejitos.Solía cogerlas y tirarlas luego, envenganza. Pero esta vez, ¡oh vergüenza!,

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estaba con las manos vacías. ¿Cómo seles ocurría detenerlo siendo él inocente?No había robado nada y ya lopisoteaban. Puñetazos por arriba ypuntapiés por abajo, mientras lasmujeres le pellizcan la joroba. No esque le doliera, pues aquella gente depalizas no entiende nada: en el Cielo leshubieran dado cursos gratis. Pero comouno nunca sabe, y a veces losprincipiantes resultan ser de golpemaestros consumados, Fischerle empezóa chillar en tono lastimero. Normalmentegraznaba, pero en ciertos casos, comopor ejemplo ahora, su voz sonaba comola de un bebé. También tenía lapersistencia adecuada. Junto a él, una

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mujer lanzó inquietas miradas enderredor. Su hijo estaba en casa. Temióque hubiera salido detrás de ella,perdiéndose entre la multitud. En vanolo buscó con ojos y orejas, tratando deimponer silencio como ante un cochecitode niño, hasta que se calmó. Los otrosno se dejaron dar bebé por asesino y,temiendo que el gentío los arrastrara a laderiva, se dieron prisa. Sus golpes, cadavez menos precisos, casi nunca daban enel blanco. Pero también iban llegandonuevos, animados por las mismasintenciones. Fischerle estaba muydescontento. Escaparse hubiera sidopara él un juego de niños. ¡Con sólosacarse los billetes de las axilas y

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lanzárselos a la multitud! Tal vezpretendieran eso. Por supuesto, que elbuhonero, ese egoísta, esa serpienteinmunda, había amotinado a la gente, yahora le pedían su dinero. Pegó bien susbrazos al cuerpo, indignado por lasinsolencias que los jefes tienen queaguantar ahora de sus empleados. Peroél no era uno de ésos, no; mandó aldiablo a la serpiente, la despidió —detodos modos lo hubiera hecho— ydecidió hacerse el muerto. Si esosdelincuentes le registraban los bolsillos,sabría al fin lo que querían. Si no loregistraban, se irían, dándolo pormuerto.

Pero era más fácil concebir su plan

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que ejecutarlo. En vano hizo esfuerzospor caer: las rodillas de loscircunstantes sujetaban su joroba. Surostro era ya el de un moribundo; sustorcidas piernas se doblaron; en lugar dela boca, que era diminuta, su narizexhaló el último suspiro; los ojos se leabrieron, inertes y vidriosos… perotodos los preparativos eran prematuros.Su plan fracasó debido a la joroba.Fischerle escuchó lo que lereprochaban. ¡Qué lástima ese pobrebarón! Por un collar de perlas no valíala pena. ¡Qué susto tan horrible el de lajoven baronesa! ¡Pobre mujer, con lavida arruinada y sin marido! Tal vez secase con otro. Nadie podrá obligarla. A

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los enanos les dan 20 años. Deberíanrestablecer la pena de muerte. Yexterminar a los tullidos. Los asesinosson todos tullidos. No, todos lostullidos, asesinos. ¿Por qué tendrá eseaire de idiota, como un gañán de campo?Debería trabajar un poco más en vez dequitarle el pan a la gente. ¿Para quéquerría las perlas, con semejantejoroba? ¡Y esa nariz de judío! ¡Deberíancortársela! Fischerle estaba furioso.¡Esa gente hablaba de un collar deperlas como un ciego habla de colores!¡Ojalá tuviera él uno!

De pronto, las rodillas ajenascedieron, su joroba quedó Ubre y él porfin se desplomó al suelo. Con sus ojos

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vidriosos constató que lo habíanabandonado. Ya cuando lo insultabancreyó oír menos gente. El grito: «¡Eltullido!» resonaba con más fuerza, perodesde la iglesia.

—¡Mírenlo! —dijo en tono dereproche y se levantó, clavando sus ojosen los pocos admiradores que lequedaban—. ¡El que buscan está allá! —Todas las miradas siguieron su manoderecha, que señaló la iglesia. Con laizquierda, él registró velozmente tresbolsillos, tiró con ademán despreciativoun peine —lo único que encontró—, ypuso pies en polvorosa.

Nunca llegó Fischerle a saber quiénfue su misterioso salvador. En el lugar

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de siempre, la Fischerla, que loesperaba junto con los otros, fue laúnica en hallar larga la espera.

Pues el manobrero no advirtió laprolongada ausencia de su jefe. Podíapasarse horas de pie, con la mente enblanco. El tiempo, para él, notranscurría rápido ni lento. Toda la gentele era extraña porque funcionaba muy deprisa o muy despacio. Su mujer lodespertaba; su mujer lo mandaba atrabajar; su mujer volvía a recibirlo. Erasu reloj, su hora exacta. Se sentía muy agusto cuando bebía, pues el tiempodejaba de existir también para los otros.

Esperando, el «ciego» se divertíacomo un rey. La suculenta propina de la

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víspera se le había subido a la cabeza;hoy esperaba otra más suculenta todavía.Renunciará a la empresa SiegfriedFischer y con sus ahorros abrirá unatienda. Una tienda inmensa, concapacidad para noventa vendedoras,más o menos. Él mismo las escogería.Menos de noventa kilos no podrán pesar.Él es el amo y puede contratar a quien ledé la gana. Pagará los mejores sueldos yles quitará las de más peso a suscompetidores. Las novatas oirán deciren todas partes que la tienda de JohannSchwer es la que mejor paga. Elpropietario, un ex-ciego, es un señormuy perspicaz. Trata a todas como a supropia esposa. Y ellas dejarán a sus

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maridos para irse con él. En su tienda sepodrá comprar de todo: pomadas, peinesde verdad, redecillas, pañuelos limpios,sombreros de hombre, alimento paraperros, gafas ahumadas, espejitos debolsillo y todo lo que uno quiera. Todo,salvo botones. En los escaparatescolgaría grandes letreros: AQUÍ NO SEVENDEN BOTONES.

Por su parte, el buhonero siguióregistrando la iglesia en busca deestupefacientes: su proximidad ejercíasobre él un efecto hipnótico. A cadapaso cree dar con un paquete oculto,pero sabe que en realidad no es tal. Esdemasiado inteligente.

Los tres hombres guardaban

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silencio.La única en manifestar una inquietud

creciente era la Fischerla. Algo le haocurrido a Fischerle. ¿Por qué nollegará? ¡Es tan pequeño…! Cuandopromete algo, lo cumple. Y dijo quevolvería en cinco minutos. Esa mañanalos diarios hablaban de un accidente;ella pensó en él de inmediato. Unchoque de dos locomotoras: una de ellasresultó muerta y la otra, gravementeherida, fue llevada al hospital. Irá a verqué pasaba. Si él no se lo hubieraprohibido, ya habría ido. Habíanatacado a Fischerle por ser un gran jefe.Ganaba cerros de dinero y los llevabaconsigo. Ya lo decía ella: es un hombre

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extraordinario. Su mujer debió azuzar aaquella gente contra él, al ver que ya nola quería. La encontraba muy vieja. Quese divorcie: en el Cielo todas loquerían. La plaza de la iglesia está negrade gente. Deben haberlo atropellado. Iráa ver qué pasaba. Que los otros sequeden. ¡Con lo bien que grita, el pobre!Sus ojos la asustaban. Cuando la mira,ella quisiera huir, pero no puede. Quépensarán los otros tres? El jefe era él.Debieran tenerle miedo. Ha de estarbajo las ruedas. Con la joroba triturada.Seguro que perdió su juego de ajedrez ylo anduvo buscando en el Theresiarium,porque era el campeón mundial. Sehabrá puesto furioso. Volverá a

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enfermársele y ella tendrá que cuidarlo.Lo pensó esa misma mañana. Salió en elperiódico. Aunque ella nunca lo leía. Iráa ver; irá a ver.

Hacía una pausa entre frase y frase,frunciendo inquietamente el ceño. Iba yvenía de un lado a otro, balanceando sujoroba y almacenando palabras nuevasque luego susurraba a sus colegas. Sintióque todos estaban tan preocupados comoella. Ni siquiera el ciego, que en susratos de buen humor era un parlanchín,decía nada. Ella quiso buscar aFischerle sola, pero temió que los otrosla siguieran. «¡Vuelvo en seguida!»,gritó un par de veces, subiendo elvolumen a medida que se alejaba. Los

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hombres no se movieron. Pese a sumiedo, la vieja se sintió dichosa.Encontraría a Fischerle. Que no seatormente tanto por sus empleados;bastante tiene ya con sus desgracias. Élmismo les dijo que esperasen.

Avanzó con gran cautela hasta laplaza de la iglesia. Dobló la esquina y,en vez de apresurarse, aflojó aún más suya menudo paso, volviendoansiosamente la cabecita. Si elbuhonero, el idiota de los botones o elmanobrero la seguían, se pararía enseco, como el coche que atropello aFischerle, y les diría: «Estoy mirando».Y sólo cuando dieran media vuelta,seguiría avanzando. A veces se paraba a

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esperar, creyendo ver un pantalón detrásde la iglesia. Pero no, no era: y seguíadeslizándose. Tiempo que no veía tantagente junta. Si todos le comprasen unperiódico, tendría su semana asegurada.El paquete estaba en el Cielo; hoy notenía tiempo para periódicos, porque eraempleada de Fischerle. Pagaba veintechelines diarios sin que se los pidieran.Él mismo lo quiso así, porque suempresa era grande. Y ella se esconderápara encontrarlo; se hará aún máspequeña, él debe de haberse echado enalgún sitio. Oía su voz. ¿Por qué no loveía? Deslizó su mano por el suelo.«Tampoco es tan pequeño», musitó,sacudiendo la cabeza. Ya estaba en

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medio de la multitud y, como ibaagachada, sólo se le veía la joroba.¿Cómo encontrarlo entre tanto gigante?El gentío la apretujaba; a él también loapretujaban: ya lo habrían aplastado.¡Que lo dejen salir! ¡No puede respirar,se está ahogando, se muere!

De pronto, alguien gritó a su lado:—¡El tullido! —Golpeándole la

joroba.Oyó nuevos gritos y sintió más

golpes. La multitud se le echó encima:los que no pudieron darle a Fischerle, sevengaron en ella. La Fischerla se tiró alsuelo, de barriga, y no se movió. ¡Ledaban duro! Querían darle en la joroba,pero la golpeaban por los cuatro

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costados. La multitud se fuearremolinando en torno a ella. No cabíaduda sobre la autenticidad de su joroba.Con ella se ensañó la masa. Mientraspudo, la Fischerla tembló por la suertede Fischerle y se puso a gemir:

—¡Es lo único que tengo en elmundo! —Luego perdió la conciencia.

A Fischerle le fue bien. Detrás de laiglesia encontró a tres de sus cuatroempleados: faltaba la Fischerla.

—¿Dónde está? —les preguntó,manteniendo la mano estirada a la alturade su vientre. Se refería a la pequeña.

—Se ha escapado —replicórápidamente el buhonero, cuyo sueño eraligero.

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—Mujer tenía que ser —dijoFischerle—, no podía esperar; siempretiene algo que hacer: que si estáocupada, que si pierde dinero, que siestá arruinada, ¡todas son iguales, unosmonstruos!

—¡Deje en paz a mis mujeres, señorFischerle! —lo interrumpió el ciego entono amenazador—. ¡Mis mujeres no sonmonstruos! ¡No me las insulte! —Pocofaltó para que describiera su tienda.Pero una ojeada a sus competidores leinspiró una solución más sabia—. ¡Enmi tienda se prohíben los botones pororden policial! —dijo, y se calló.

—Se ha ido —gritó el manobrero.Esta enérgica respuesta, recién

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elaborada, se refería aún a la preguntainicial de Fischerle.

Pero el jefe arrugó la cara,consternado. Hundió su cabeza en elpecho y los ojazos se le llenaron delágrimas. Los fue mirando uno a uno condesconsuelo y no dijo nada. Con la manoderecha se golpeó, no la frente, sino lanariz, y las piernas le temblaron tanviolentamente como la voz cuando porfin habló.

—Señores —gimió— estoyarruinado. Mi socio me ha… —Y unespasmo de indignación sacudió suexpresivo cuerpo— engañado. ¿Sabenuna cosa? ¡Suspendió los pagos y se fuecon mi dinero a la policía! ¡El

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manobrero es testigo! —Y esperó unaconfirmación. El manobrero asintió,pero después de varios minutos. En eselapso, la tienda se derrumbó, enterrandoa noventa empleadas. La iglesia tambiénse desplomó, y los estupefacientes queocultaba se perdieron. Ya ni pensar endormirse. Al retirar los escombros,encontraron en los sótanos de la tiendaun depósito enorme de botones.

Fischerle aceptó la confirmación delmanobrero y continuó:

—Estamos todos arruinados. Habéisperdido vuestros puestos y el corazón seme parte al pensar en vosotros. Todo micapital se ha esfumado y han dado ordende captura contra mí, por negocios

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ilícitos. La orden llegará en un par dedías, ya veréis, lo sé de buena fuente.Tengo que esconderme. Quién sabedónde reapareceré; quizá en América.¡Si tuviera el pasaje! Pero ya me lasarreglaré. Para un ajedrecista como yono es muy difícil. Sólo temo porvosotros. La policía podría encerraros.Por haberme ayudado os caerían dosaños de trabajos forzados. Ayudáis aalguien porque sois buenos amigos yresulta que os meten dos años enchirona, ¿por qué? ¡Por no habercerrado el pico! ¿Sabéis una cosa? ¡Notienen por qué encerraros! Si soisinteligentes, claro está, y no decís nada.«¿Dónde está Fischerle?», pregunta la

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policía. «No tenemos idea», decísvosotros. «¿No erais empleados deFischerle?». «¿De cuándo acá?», decísvosotros. «Nos han llegado rumores».«Perdón, pero serán rumores falsos».«¿Cuándo visteis a Fischerle por últimavez?». «El día en que desapareció delCielo; quizá su mujer sepa la fecha». Sidais una fecha exacta, dejaréis malaimpresión. Si no dais ninguna fecha, lepreguntarán a mi mujer; y no creo que lehaga daño ir una vez a la policía,tratándose de su marido. «¿Qué negocioshacía la empresa Siegfried Fischer &Co?». «¿Cómo quiere que lo sepamos,mi general?». No bien empecéis a negartodo, os soltarán. ¡Esperad, que tengo

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una idea genial! Nunca habréis oído algoasí! No tendréis que ir a la policía enabsoluto. La policía os dejarátranquilos; no querrá saber nada devosotros, no le interesáis, no existís paraella, vuestra madre no os parió, ¿cómoexplicaros el por qué? Simplemente porcerrar el pico. No digáis una palabra anadie, ni siquiera en el Cielo. Y ahoraContestadme, ¿a quién se le ocurrirápensar que habéis tenido algo que verconmigo? A nadie, os lo aseguro; yestaréis salvados. Iréis a trabajar comosi nada hubiera sucedido. Tú venderásbaratijas con tu sueño a cuestas; tú leentregarás a tu mujer las tres cuartaspartes de lo que ganas y seguirás

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limpiando alcantarillas; los manobrerostambién son útiles, ¿qué haría una granciudad con tanta mugre y sinmanobreros? Y tú seguirás mendigando;ya tienes tu perro y tus gafas. Si alguiente da un botón, mira a otro lado; si no teda botones, míralo. Los botones son tuperdición; pero cuidado, no sea queacabes matando a alguien. ¡Esto es loque tenéis que hacer! Fijaos cómo soy:yo mismo estoy sin nada y os aconsejo atodos. Mis consejos valen su peso enoro. Ya me gustaría tenerlo, peroprefiero dároslo, por el cariño que ostengo.

Inquieto y emocionado, empezóFischerle a rebuscarse los bolsillos. La

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aflicción que su ruina le produjo habíadesaparecido. Al hablar fue entrando encalor y olvidó la magnitud de su propiadesgracia. Era el altruismo en persona:el destino de sus amigos le interesabamás que el suyo. Consciente de lavacuidad de sus bolsillos estiró haciaafuera el forro del izquierdo y, para sugran sorpresa, en el derecho encontró unchelín y un botón. Sacó ambas cosas —alo hecho, pecho— y graznóentusiasmado:

—¡Compartiré mi último chelín convosotros! Cuatro empleados y un jefesuman cinco en total. A cada uno letocan veinte céntimos. Me guardaré laparte de la Fischerla, porque el chelín es

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mío. Tal vez la encuentre. ¿Quién tienecambio?

Tras una serie de cálculoscomplicados (nadie tenía cambio de unchelín), lograron, siquiera parcialmente,efectuar el reparto. El buhonero recibióel chelín a cambio de sesenta céntimosque llevaba, y le quedó debiendo veinteal manobrero que, al no tener ni para sumujer, estaba evidentemente sin uncobre. El ciego cogió su parte —yFischerle, su doble parte— del cambiodel buhonero.

—¡Reíros si queréis! —dijoFischerle, que era el único en reírse—,pero pienso esconderme con veintecéntimos en el bolsillo. Vosotros tenéis

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trabajo; sois unos ricachones. Pero yotengo mi orgullo y soy así. Prefiero queen el Cielo todos digan: «¡Fischerle sefue, pero era un tipo noble!».

—¿Donde encontraremos otrocampeón de ajedrez? —se quejó elbuhonero—, yo seré ahora el únicocampeón, pero de cartas.

El pesado chelín bailaba muy ligeroen su bolsillo. El ciego se quedóinmóvil, con los ojos cerrados y la manoestirada por la costumbre. En ella teníasu «parte»: dos piezas de níquel, duras ypesadas como su nuevo dueño. Fischerlese echó a reír: «¡Un campeón decartas!». Encontró absurdo que uncampeón mundial de ajedrez tratara con

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gente así: un manobrero con mujer ehijos, un buhonero con insomnios y unposible suicida por problemas debotones. Advirtió la mano extendida,dejó caer el botón en ella y empezó atemblar de risa.

—¡Adiós a todos! —graznó—, ¡ymucho cuidado, amigos, mucho cuidado!

El ciego abrió los ojos y vio elbotón; aunque había sentido algoextraño, quiso convencerse de locontrario. Aterrado, siguió a Fischerlecon la mirada. El enano se volvió y legritó:

—¡Hasta la vista en un mundo mejor,querido amigo, y no te lo tomes muy apecho! —Luego apretó el paso; el tipo

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era capaz de entender la broma al revés.En una travesía se dio tiempo parareírse a sus anchas: ¡la gente es tanidiota! Se metió bajo un portal, cruzó lasmanos bajo la joroba y rompió a reír acarcajadas, retorciéndose a derecha eizquierda. La nariz le goteaba, lasmoneditas de níquel tintineaban, lajoroba le dolía: en su vida se habíareído tanto; seguro que pasó ahí un buencuarto de hora. Antes de seguir, selimpió la nariz contra el muro y lasumergió en sus axilas, que olisqueó porturno. En ellas llevaba el capital.

Al cabo de unas calles sintió penapor sus grandes pérdidas comerciales.Hablar de ruina era exagerado, pero

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2000 chelines son una fortuna y elgremio de libreros se quedó con esacantidad. La policía no tiene sentido,realmente. No hace más que interrumpirlos negocios. ¿Qué puede saber un pobreagente, con un sueldito de hambre y sincapital, sin más ocupación que la devigilar, de los negocios de una granempresa? Él, por ejemplo, Fischerle, nose avergüenza de reptar por el suelo yrecoger el dinero que su cliente le debíay, de pura rabia, ha tirado. Tal vezreciba un puntapié, pero no importa. Yairía él separando un pie, dos, cuatro:todos esos pies, él mismo, pese a ser eljefe. Los billetes estaban sucios yarrugados, no eran recién salidos del

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Banco, un profano hubiera dudado sitocarlos o no… pero él los recogió. Porcierto que tiene empleados; cuatro paraempezar, aunque hubiera podido tomarocho; dieciséis ya no. Claro que tambiénpudo ordenarles: «¡Chicos, recoged esedinero inmundo!». Pero era demasiadoriesgo. La gente no piensa más que enrobar, tiene la cabeza llena de robos, yel que menos se cree un gran artistaporque esconde cualquier bagatela. Unjefe es jefe porque no confía sino en símismo. Es lo que llaman correr elriesgo. Recoge, pues, dieciochobilletazos de cien, sólo le faltan dos, yalos tiene casi en el bolsillo, suda y setortura como un condenado, se dice:

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«¿Sacaré algo de todo esto?», y lapolicía se presenta en el peor momento.El pánico se apodera de él; no soporta ala policía, está harto de esos pobresdiablos. Desliza el dinero en el bolsillode su socio, —un dinero que ese sociole debe a él, Fischerle—, y se escabulle.Y ¿qué hace la policía? Se embolsa eldinero. Bien pudo dejárselo al socio; talvez vengan tiempos mejores y Fischerlepueda recuperarlo; pero no se imaginaque el gremio de libreros está loco. A unhombre como el gremio de libreros, contanto dinero y tan poco juicio, puedenasaltarlo y robarle. Y eso traeríaproblemas. Ya estamos hartos detrabajar, quedémonos mejor con el

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dinero… y de verdad se lo embolsan.¡La policía roba y espera que uno seahonesto!

Un policía que pasaba clavó enFischerle una mirada recelosa, El enano,sorprendido en plena rabieta, dejó quese alejara un buen trecho para dar riendasuelta a su odio. ¡Sólo faltaría que esosladrones no lo dejaran ir a América!Antes de partir decidió vengarse de lapolicía por el delito contra la propiedadperpetrado en su persona. ¡Con quéganas los hubiera pellizcado a todoshasta hacerlos chillar! Estabaconvencido de que se repartirían eldinero robado. Pongamos que haya dosmil policías, a cada uno le tocaría un

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chelín. Ninguno diría: «¡No! ¡No aceptoeste dinero porque es robado!», comosería lo correcto tratándose de unpolicía. Por eso eran todos igualmenteculpables y ninguno se salvó de lospellizcos de Fischerle.

—¡Pero no vayas a creer que lesduele! —dijo de pronto en voz alta—.Tú estás aquí y ellos allá. Ni sienten tuspellizcos.

En vez de iniciar los trámites para suproyectado viaje, anduvo horasrenqueando por la ciudad, sin objetivo,indignado y buscando algún modo decastigar a la policía. Normalmente se leocurrían buenas ideas para realizarcualquier proyecto. Pero esta vez se

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quedó en blanco y, poco a poco, redujosus exigencias más severas. Estabaincluso dispuesto a renunciar al dinerosi le resultaba una venganza.¡Sacrificaría dos mil chelines contantesy sonantes! Ya no los quería niregalados; ¡pero que alguien se losrobase a la policía!

Serían ya las doce pasadas —larabia le quitó el hambre— cuando sumirada recayó en dos grandes placascolocadas a la entrada de una casa. Enuna se leía: DR. ERNST FLINK,Ginecólogo. Y la otra, puesta justodebajo, pertenecía a un DR. MAXI-MILIAN BÜCHER, especialista enenfermedades nerviosas. «Una mujer

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desquiciada mataría aquí dos pájaros deun tiro», pensó. Y en seguida se acordódel hermano de Kien en París, que habíahecho fortuna como ginecólogo y luegose pasó a la psiquiatría. Buscó elpapelito en el que había escrito ladirección de aquel famoso profesor y loencontró en el bolsillo de su americana.La carta de recomendación tambiénestaba, pero antes había que ir a París.Quedaba demasiado lejos, y entretantola policía se habrá gastado el dinero atragos. Si él mismo le escribiera unacarta al hermano, firmándola con sunombre, el buen señor se preguntaría:«¿Fischerle? ¿Quién es Fischerle?», y sele haría un lío. Pues tiene una fortuna y

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es terriblemente orgulloso. Profesor ycon fortuna: hay que ir con muchocuidado. Ya no es como en la vida, sinocomo en ajedrez. Si supiera que elprofesor es ajedrecista, podría firmar:«Fischerle, campeón mundial deajedrez». Pero un hombre así era capazde no creérselo. En dos meses más,cuando Fischerle ya tenga en el bolsilloa Capablanca, aniquilado y deshechocomo un perro, enviaría telegramas atoda la gente importante del mundo:«Tengo el honor de presentarle misrespetos: el nuevo campeón mundial deajedrez, Siegfried Fischer». Entoncesnadie dudaría, todos lo sabrían y seinclinarían a su paso, hasta los

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profesores ricos, y a los incrédulos losjuzgarían por difamación. Además,enviar un telegrama de verdad era unode los grandes sueños de su vida.

De este modo fue tomando cuerpo suvenganza. Entró en la estafeta de correosmás cercana y pidió tres formulariospara telegramas: «Rápido, por favor,que es urgente». Sabía mucho deformularios. A menudo compraba varios—eran muy baratos— y, con sus letrasgigantescas, escribía en ellossarcásticos desafíos a los campeonesmundiales del momento. Frases tansublimes como: «Le desprecio. Unjorobado», o «Mídase conmigo, si seatreve, ¡tullido!». Luego las leía en el

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Cielo y se quejaba de la cobardía de loscampeones, que jamás le respondían.Ahí le creían muchas cosas, salvo elcuento de los telegramas: no tenía dineropara enviar ni uno solo; por eso letomaban el pelo con la dirección, queolvidaba o escribía mal, según ellos. Uncatólico bondadoso le prometió un díaque, no bien llegara al cielo de verdad,le echaría a tierra las cartas que SanPedro le hubiese guardado. «¡Sisupieran que voy a enviar un telegramade verdad!», pensó Fischerle. Y sonrióal imaginar las bromas que esos pobresdiablos gastarían sobre su persona.¿Quién era él entonces? Un clienteasiduo de aquel antro llamado El Cielo

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Ideal. ¿Y quién es ahora? Alguien queenvía un telegrama a un profesor. Yasólo le falta elegir las palabrasadecuadas. Mejor suprimir su propionombre. Escribamos: «Hermanochiflado. Un amigo de la casa». ¡Québien queda así el primer formulario!Falta saber si «chiflado» impresionará aun psiquiatra. Como ve tantos cada día,se dirá: «No ha de ser tan grave», enespera de que el amigo de la casavuelva a telegrafiarle. Pero Fischerle, enprimer lugar, no puede tirar así eldinero; en segundo lugar, no lo harobado y, tercero, esto le está quitandomucho tiempo. Decidió eliminar al«amigo de la casa», que sonaba

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demasiado fiel y podía despertar muchasexpectativas, y reforzó «chillado» con«totalmente». En el segundo formulariose leía: «Hermano totalmente chiflado».Pero, ¿quién lo firmaría? Ningúnprofesional bien situado reacciona anteun telegrama sin firma. Hay calumnias,chantajes y oficios similares; unginecólogo jubilado sube mucho. AFischerle aún le queda un formulario.Molesto por haber desperdiciado yados, garrapateó mentalmente en eltercero: «Estoy totalmente chiflado», yal leerlo quedó entusiasmado. Cuandoun hombre escribe eso de sí mismo, hayque creerle, pues ¿quién escribe eso desí mismo? Firmó: «Tu hermano» y voló

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con su dichoso telegrama a la ventanilla.El empleado, de talante más bien

perezoso, sacudió la cabeza. Aquello noera serio y él no aguanta bromas.

—¡Tiene que aceptarlo! —apremióFischerle—, ¿a quién le pagan porhacerlo? ¿A usted o a mí? —De prontotemió que la gente con antecedentespenales no pudiera enviar telegramas.¿De dónde lo conocería ese empleado?Del Cielo seguro que no; además, élsiempre recogía sus impresos en otraestafeta.

—¡No tiene sentido! —dijo elhombre, devolviéndole el telegrama. Veral jorobado le dio ánimos—. Un hombrenormal no escribiría algo así.

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—¡Por eso mismo! —exclamóFischerle— por eso quiero enviarle untelegrama a mi hermano: ¡que venga abuscarme! ¡Estoy loco!

—¡No me haga perder más tiempo,por favor! —gritó el empleado, a puntoya de echar espumarajos.

Un señor gordo, envuelto en dosabrigos de piel —uno natural y otroartificial—, que esperaba detrás deFischerle, se indignó al ver cómoperdían el tiempo. Apartó a un lado elenano y, amenazando al empleado conpresentar una queja cerró su discurso —detrás de cada palabra se adivinaba unabilletera repleta— con la frase:

—¡No tiene usted ningún derecho a

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rechazar un telegrama! ¿Me entiende?¡Ningún derecho!

El empleado enmudeció y,tragándose su derecho de entender,cumplió con su deber. Fischerle leestafó un céntimo. El señor gordo, quehabía ayudado al enano por principio yno por prisa, le señaló su error.

—¡No sea tan metiche! —dijoFischerle y desapareció. Una vez fuera,pensó que podrían retenerle el telegramapara castigar su jugarreta. «¡Por uncéntimo, Fischerle!», se reprochó a símismo, «¡cuando el telegrama te cuesta267 veces más!». Dio media vuelta y lepidió disculpas al señor gordo: que oíamal, le dijo, que estaba loco del oído

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derecho. Dijo aún otras cosas paraaproximarse, siquiera mentalmente, a labilletera del gordo. Pero entoncesrecordó, y muy a tiempo, sus malasexperiencias con gente que llevabadoble abrigo de piel. Mantienen sudistancia y, antes de que les saquesnada, te entregan a la policía.

Pagó su céntimo y se alejó con airesde gran señor, renunciando a la billeterapor tener ya en marcha su venganza.

Para conseguir un pasaporte falso, sedirigió a un café situado no muy lejosdel Cielo, pero de categoría bastanteinferior. Se llamaba El Babuino, y estenombre bestial era ya indicativo de laciase de monstruos que lo frecuentaban.

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Todos tenían antecedentes. Un hombrecomo el manobrero, con trabajo y buenareputación, evitaba el Babuino. Sumujer, según contaba en el Cielo, sedivorciaría de él si le sintiera el másmínimo olor a Babuino. En él no habíauna Rentista ni un campeón de ajedrezque les ganara a todos. Tan prontoganaba éste como aquél. La inteligencia,que preside el triunfo, era la granausente. El local quedaba en un sótano yhabía que bajar ocho peldaños antes dedar con la puerta. Parte de los cristalesrotos estaban pegados con papel. De lasparedes colgaban imágenespornográficas femeninas. La patrona delCielo jamás hubiera tolerado algo así en

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su respetable local. Los tableros de lasmesas eran de madera: el mármol se lohabían robado poco a poco. El difuntopropietario hizo lo posible por buscarseuna clientela con sueldo fijo. Por cadacliente adinerado que trajesen, prometíaun café gratis a las damas. Mandó pintarun letrero precioso y rebautizó a sulocal: En la variación está el gusto. Sumujer, aduciendo que el letrero tambiénse refería a ella, cambiaba de amantestodo el tiempo, hasta que él se murió depena a raíz de una apendicitis y de queel negocio empezó a fallarle. No bienquedó viuda, la mujer declaró: «Prefieroun Babuino», y volvió a colgar elantiguo letrero, poniendo fin a la

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temporadita de buena reputación. Esamujer suprimió el café gratuito y, desdeentonces, ninguna dama que se respetasecruzó el umbral de su taberna. ¿Quiénesla frecuentaban? Falsificadores,vagabundos, marginados, perseguidos,judíos de baja ralea y hamponespeligrosos. La policía llegaba a veceshasta el Cielo; aquí ya no se aventuraba.Para detener a un delincuente protegidopor la patrona del Babuino, semovilizaba un total de ocho detectives.Así de grave era la situación. Allí, unrufián ordinario no hubiera estado enseguridad. Sólo respetaban a los grandescriminales. Que un jorobado fuera o nointeligente, ¿qué les importaba? Los

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tipos así no saben diferenciar porqueellos mismos son idiotas. El Cielorechazaba toda relación con el Babuino.Si dejaba entrar a esa gentuza, perderíasus mejores tableros de mármol. Cuandoel cliente más miserable del Cielo habíaleído los diarios y revistas, éstospasaban a la patrona del Babuino; ni unminuto antes.

Fischerle reconocía estar harto delCielo; pero éste, comparado con elBabuino, era realmente el Paraíso.Cuando entró, varios hombres temidosse abalanzaron hacia él. De todos losrincones le llegaron aplausos desatisfacción y testimonios de alegría porsu inesperada visita. La patrona no

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estaba en ese momento, ¡cómo sehubiera alegrado! Suponían que llegabaen línea recta del Cielo. A ellos lesestaba vedado el ingreso en aquel lugarbendito por tantas mujeres. Lepreguntaron por fulana y menganita.Fischerle mintió tan velozmente comopudo. No se hizo el presumido y adoptómás bien un aire campechano: queríapagar lo menos posible por el pasaportefalso. Esperó unos minutos antes desolicitarlo, no fuera que aumentasen losprecios. Cuando se convencieron de queera él, lo aplaudieron todavía un ratito.Nuestras propias manos refuerzannuestras opiniones. ¡Que se sentara! Yaque estaba ahí, tenía que quedarse. No

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iban a soltar tan pronto a un enanitodistinguido. ¿Que si el techo del Cielose había derrumbado? Ya no hay quienponga los pies en un local tan peligroso.¡La policía debiera ordenar que loreparen! ¡Con tanta mujer que habíadentro! ¿Adónde se meterían si el techose les derrumbase?

Mientras intentaban convencer aFischerle de que hiciera algo por eltecho, un trocito de cal cayó en la tazade café que le acababan de servir. Elenano se la bebió y deploró tener tanpoco tiempo. Había venido adespedirse. La Liga de Ajedrez de Tokiole ofrecía un puesto como profesor deajedrez.

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—Tokio está en el Japón. Partirépasado mañana. El viaje dura seismeses. Para mí, en todo caso. En cadaciudad pienso dar un torneo para ircubriendo mis gastos. Me devolverán elimporte del pasaje, pero sólo en Tokio.Los japoneses son muy desconfiados. Sí,dicen, si le enviamos el dinero, se nosqueda allá. Yo no me quedaría, pero yahan tenido malas experiencias en estesentido. Y con las malas experiencias…En su carta me dicen: «HonorabilísimoMaestro, confiamos plenamente enusted. Pero, ¿acaso hemos robado estedinero? ¡Claro que no!».

Los tipos quisieron ver la carta.Fischerle se disculpó: estaba en la

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comisaría. Allí le habían prometido unpasaporte, pese a sus antecedentes. Elpaís se sentía orgulloso de la fama queél iba a llevar hasta el Japón con sutablero.

—¿Y te vas pasado mañana? —Seistipos hablaron a la vez; los otrospensaron todos lo mismo. Lo tutearon,aunque viniera del Cielo, porque sucredulidad les daba pena.

—¡Un rábano te dará la policía, tancierto como que pasé nueve años enchirona! —aseguró uno de ellos—. ¡Yencima te encerrarán, por intento deevasión! ¡Y por último enviarán tu listade antecedentes al Japón!

A Fischerle se le llenaron los ojos

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de lágrimas. Puso a un lado su taza decafé y estalló en sollozos.

—¡Los apuñalaría a todos! —Leoyeron decir a intervalos—, ¡a todos! —A muchos les dio lástima: cuantoshombres, tantos pareceres. Un famosofalsificador de pasaportes afirmó quehabía una solución: él mismo. AFischerle le cobrará sólo media tarifapor ser medio hombre. Tras estaboutade disimuló su simpatía. Ningunohubiera pronunciado una palabracompasiva. Fischerle sonrió entre suslágrimas—. Ya sé que eres famoso —dijo— pero nunca has hecho unpasaporte para ir al Japón, pese a tufama.

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El falsificador, llamado el«Pasaportero», un hombre de profusacabellera negra que fracasó como pintory aún guardaba cierta vanidad de suépoca de artista, pegó un salto y silbóindignado:

—¡Mis pasaportes llegan hastaAmérica!

Fischerle se permitió observar queAmérica no era, ni de lejos, el Japón. Yél no está dispuesto a dejarse utilizarcomo conejillo de Indias. En la fronterajaponesa podían echarle mano yencerrarlo. Y francamente no sentía lamenor curiosidad por conocer lascárceles niponas. Intentaron convencerlopor las buenas, pero él se defendió. Los

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tipos esgrimieron argumentos capciosos:el mismo Pasaportero había estadopreso, pero sus clientes nunca. Por algose preocupa de ellos. Lo da todo por suarte y se encierra con llave a trabajar.Queda tan agotado que después de cadapasaporte se pone a dormir. No hacíaproducción en serie. Dibujaba pieza porpieza. El que lo mirase, recibía unpuntapié. Fischerle no negó nada, peropermaneció inflexible. Además, no teníaun céntimo. Por eso era inútil seguirhablando. El Pasaportero se declaródispuesto a regalarle un pasaporteespecial si se comprometía a utilizarlo.Podría pagarle en el Japón,promocionando aquella obra maestra.

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Fischerle le agradeció: era demasiadopequeño para esas bromas; ellos sonfuertes como gigantes, y //, débil comouna anciana. Prefería que otro sequemase los dedos. Le pagaron doscafés más. El Pasaportero rabiaba: queFischerle le aceptara el pasaporte, si no,lo mataría; ¡a la una, a las dos…! Losotros lograron calmarlo de momento;pero sufrían por su causa y le dieron larazón. Las negociaciones se prolongarondurante una hora. El Pasa-portero fuellamando a sus amigos uno a uno y lesprometió jugosas sumas. Entonces se lesagotó la paciencia. En términosdespectivos le explicaron a Fischerleque era su prisionero y que sólo lo

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dejarían libre con una condición:aceptar y utilizar un pasaporte falso porel cual no pagaría nada, puesto que notenía un real. Fischerle se rindió ante lafuerza, pero siguió gimiendo. Dossólidos gañanes lo acompañaron ahacerse fotos por encargo delPasaportero. Si se movía, peor para él.No se movió, y su escolta esperó a querevelasen la placa e hicieran las copias.Cuando volvieron, el Pasaportero ya sehabía encerrado. Prohibidointerrumpirlo. Su amigo más íntimo ledeslizó las fotos, aún húmedas, por larendija de la puerta. Trabajó como uncondenado. Por sus greñas goteaba elsudor sobre la mesa, haciendo peligrar

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la pulcritud del pasaporte. Pero él lo ibasalvando con hábiles movimientos decabeza. Las firmas le causaban unauténtico placer. El énfasis oficial y laangular pedantería de los altos jefes dela policía estaban a su servicio. Susfirmas eran obras maestras. Al trazar susensortijadas líneas sacudía fogosamenteel torso y tarareaba, sobre una melodíade moda:

—¡Qué original! ¡Qué original!¡Nunca tan bien hecho!

Si la calidad de alguna firma falsa loengañaba a él mismo, se guardaba elpasaporte de recuerdo y le pedíadisculpas a un cliente ausente, aunquetransportado por su imaginación hasta el

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pequeño taller, con su lema favorito:«¡Cada uno va a la suya!». Poseía variasdocenas de estos pasaportes modélicos,ocultos en una maletita. Si los negociosle iban mal, se desplazaba con sucolección a las ciudades vecinas y laexhibía. Veteranos en su profesión,rivales y discípulos enrojecían ante supropia incapacidad. A veces le enviabancasos difíciles desinteresadamente.Pedirle una comisión equivalía asuicidarse. Era amigo de losdelincuentes más fuertes y respetados:cada cual un rey en su especialidad;todos juntos, la clientela ordinaria de ElBabuino. Pero el desorden delPasaportero tenía un límite: entre los

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pasaportes de su colección deslizabapapelitos rectangulares en los que seleía: «El duplicado es un rey del dólaren América», o bien: «El dueño envíasaludos de Sudáfrica, el país de losdiamantes», o bien: «He hecho fortunacomo pescador de perlas. ¡Viva elPasaportero!», o incluso: «¿Por qué nome sigue hasta La Meca? El pueblomusulmán echa el dinero por lasventanas. ¡Alá es grande!». Elpropietario iba sacando estas frases delas innumerables cartas deagradecimiento que lo perseguían hastaen sus más profundos sueños. Como erandemasiado valiosas para enseñarlas, lebastaba con el contenido, el simple

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testimonio de los hechos. Por eso,siempre que acababa un documento, sebebía varias copas de ron y, apoyandoen la mesa su delirante cabeza, seordenaba las greñas con los dedos ysoñaba con el futuro y las proezas delcliente en cuestión. Aunque ninguno lehubiera escrito aún, sabía por sussueños lo que habrían dicho y utilizabasus destinos con fines publicitarios.

Mientras trabajaba para Fischerle,pensaba en el asombro que su pasaportecausaría en el Japón. Aquel país leresultaba nuevo; jamás se habíaaventurado tan lejos. Fabricó dosejemplares a la vez: el primero resultóser inimitable. A título excepcional,

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decidió entregárselo al cliente. Setrataba de una misión importante.

Entretanto, Fischerle fue obsequiadocon cuanta golosina aparecía en elexiguo mostrador del Babuino. Ledieron dos salchichas viejas para élsolo, un pestífero trozo de queso, panduro a voluntad, diez cigarrillos marcaEl Babuino —aunque no fumara—, tresvasitos de aguardiente de la casa, un técon ron, un ron sin té, y numerososconsejos para el viaje. Que se cuidasede los carteristas. Harían lo que fuerapor robarse un pasaporte como el queiban a darle. Cualquier chapucero podíadespegar la foto, poner otra en su lugar yquedarse con el precioso documento

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hasta el final de sus días. Que no loenseñe demasiado: las estaciones son unhervidero de gente envidiosa. Y que nodeje de escribirles: al Pasaportero, quetenía un apartado de correos muysecreto, le encantaba recibir cartas deagradecimiento y las conservaba comola patrona sus cartas de amor, sinmostrárselas a nadie. ¿Quién podíaadivinar, viendo una carta, que fuera suautor un simple jorobado?

Fischerle prometió todo. Noescatimaría elogios, agradecimientos,noticias ni homenajes. Pero, eso sí, teníamiedo. No podía evitarlo. Si al menosse llamara Doctor Fischer, en vez deFischer a secas, la policía le tendría más

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respeto.Al oír esto, todos los presentes se

reunieron a deliberar. Sólo uno hizoguardia junto a la puerta, no fuera que elenano se escapase. Pese a la estrictaprohibición del Pasaportero, decidieroninterrumpir su trabajo y pedirle undoctorado para Fischerle. Si actuabancon tino y le decían «Maestro», elfalsificador no montaría en cólera. Pesea estar de acuerdo en este punto, ningunose ofreció a llevar el mensaje. Pues si eltipo se enfurecía, no le daría el premioprometido a quien lo interrumpiese, yninguno de los presentes era tonto.

En ese momento volvió la patrona dehacer compras. Le gustaba mucho

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callejear, en gran parte por amor, pero aveces también —cuando queríademostrar a sus clientes que era unamujer— por dinero. Felices, loshombres aprovecharon la ocasión paradispersarse. Olvidando su proyecto,observaron emocionados cómo lapatrona estrechaba entre sus brazos lajoroba de Fischerle. Lo abrumó conpalabras tiernas: que había echado demenos su graciosa naricita, sus piernitastorcidas y su amado, su amadísimoajedrez. Para ella no existían los enanos.Le habían dicho que la Rentista, sumujer, estaba más gorda; ¿era cierto quecomía tanto? Fischerle no dijo nada y,con aire desilusionado, se quedó

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mirando al vacío. Ella cogió una pila deperiódicos viejos que la llenaban deorgullo —todos venían del Cielo— ylos puso frente a su favorito. PeroFischerle no abrió ninguno y persistió ensu mutismo. ¿Qué pena oprimía elcorazoncito de su amado? ¿Esecorazoncito tan chiquito?… y trazó uncírculo que apenas si cubrió una cuartaparte de su palma abierta.

Mientras no fuera doctor, dijoFischerle, tendría miedo.

Los hombres empezaron ainquietarse. Que no fuera a pensar queeran cobardes, pero eso de doctor esimposible, rugieron al unísono. Unjorobado no puede ser doctor. ¡Jorobado

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y doctor ni pensarlo! ¡Sólo faltaría! Undoctor ha de tener buena reputación.Mientras que ser jorobado y tener malareputación es lo mismo. Tendrá quereconocerlo. ¿O acaso conoce algúnjorobado que sea doctor?

—Conozco uno —dijo Fischerle—.¡Conozco uno! Es más bajo que yo. Notiene brazos. Tampoco tiene piernas. ¡Espara llorar, el pobre! Escribe con laboca y lee con los ojos. Y es un doctormuy famoso.

Pero esto impresionó poco a lostipos.

—Es muy distinto —dijo uno ennombre de todos—, él ya era doctorcuando perdió brazos y piernas. No es

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culpa suya.—¡Absurdo! —chilló Fischerle,

indignado por esas mentiras—. Nacióasí. Lo digo yo, que conozco bien elcaso. Vino al mundo sin brazos nipiernas. «Estáis todos locos. Soyinteligente», se dijo a sí mismo, «¿quéme impide ser doctor?». Y se puso aestudiar. Un hombre normal estudiacinco años, los tullidos, doce. El mismome lo contó. Somos amigos. A los treintaya era un doctor famoso. Yo juego alajedrez con él. Cura a la gente con sólomirarla. Su sala de espera siempre estárepleta. Atiende sentado en un cochecitoy tiene dos mujeres que lo ayudan.Desvisten al paciente, lo auscultan y se

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lo acercan al doctor. Éste lo olisquea unsegundo y en seguida sabe qué tiene.Luego exclama: «¡El siguiente, porfavor!». El tipo gana una fortuna. No hayotro como él. A mí me adora. Dice quetodos los tullidos deberían unirse. Yosigo un curso con él. Hará de mí undoctor; me lo ha prometido. Y que no selo diga a nadie: la gente nunca entiende.Ya hace diez años que lo conozco. Dosaños más y acabaría mis estudios. Perojusto me llega esta carta del Japón y yamandé todo al diablo. Quisiera ir adespedirme; el tipo se lo merece, perono me atrevo. Es capaz de retenerme y¡adiós puesto en Tokio! Puedo irme soloal extranjero. ¡No soy, ni mucho menos,

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un tullido como él!Unos cuantos le pidieron que les

mostrara al hombre. Ya estaban medioconvencidos. Fischerle introdujo sunariz en el bolsillo del chaleco y dijo:

—Hoy no lo llevo conmigo.¡Normalmente está aquí! ¿Qué queréisque haga?

Todos rompieron a reír, haciendotemblar las mesas bajo sus pesadosbrazos. Como les gustaba reír y notenían muchas oportunidades de hacerlo,se levantaron de golpe y, olvidando sustemores, avanzaron pesadamente —eranocho colosos— hasta la cabina delPasaportero. Todos juntos, para que nohubiera un culpable, abrieron

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bruscamente la puerta y rugieron a coro:—¡No olvides el doctorado! ¡No

olvides el doctorado! ¡Ya lleva diezaños estudiando! —El Pasaporteroasintió. ¡Sí, hasta el Japón! Se hallabade buen humor aquel día.

Fischerle notó que estababorrachísimo. El alcohol, en general, loponía melancólico. Pero esta vez pegóun salto, con pasaporte y doctorado casien el bolsillo, y se lanzó a bailar con lapatrona del Babuino. Aunque sólo lellegaba a la barriga, le enroscó suslargos brazos, con comodidad, en tornoal cuello. Él graznaba, ella secontoneaba. Un asesino, cuyos talentosnadie conocía, sacó un peine gigantesco

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del bolsillo, lo envolvió en papel deseda y le arrancó una tierna melodía.Otro, un simple ladrón que amaba a lapatrona, empezó a marcar un ritmo falsocon el pie. Los demás se golpeaban lossólidos muslos. Del cristal roto de lapuerta llegó un suave tintineo. Laspiernas se le torcieron todavía más aFischerle, mientras que la patrona,embelesada, contemplaba su nariz.

—¡Tan lejos! —chilló—, ¡tan lejos!—Su narizota tan querida se le iba hastael Japón. El asesino siguió soplando.Pensaba en ella. Todos la conocían dememoria y le debían muchísimo. Alfondo, el Pasaportero también se puso atararear: su voz de tenor era famosa. Se

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alegró pensando en su tarde libre:llevaba ya tres horas trabajando, y enuna más acabaría. Todos los hombrescantaban, y al no saber el texto real de lacanción, cada cual iba diciendo lo queen el fondo anhelaba. «El gordo de lalotería», gruñó uno; y otro suspiró:«¡Querida!». «Una pepita de oro grandecomo una cabeza de niño», reclamó untercero; y un cuarto: «Un narguileinextinguible».

—¡Podemos ver aquí! —musitóalguien bajo un bigote: maestro deescuela en su juventud, sentía haberperdido su pensión de jubilado. Pero lasamenazas y peligros dominaban, y todoshubieran querido emigrar por su cuenta y

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riesgo para probarse unos a otros de loque eran capaces. La cabeza deFischerle fue hundiéndose más y más, ysu versión de la canción—: Jaque mate,jaque mate —se perdió entre el ruido.

De pronto la patrona se llevó undedo a la boca y susurró:

—¡Se ha dormido! ¡Se ha dormido!Cinco hombres lo sentaron con

cuidado en una silla y rugieron:—¡Psst! ¡Basta de música!

¡Fischerle tiene que dormir antes dellargo viaje!

El papel de seda enmudeció sobre elpeine. Los tipos se acercaron yempezaron a comentar los peligros delviaje hasta el Japón. Uno dio un

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puñetazo en la mesa y amenazó: en eldesierto de Takla-Makan, uno de cadados viajeros se muere de sed; estásituado exactamente a mitad de caminoentre Constantinopla y el Japón. El ex-maestro, que también lo había oídonombrar, dijo:

—Sven Hedin, es cierto.Preferible hacer el viaje por mar. El

pequeño ha de saber nadar, y si no, lajoroba lo haría flotar con toda la grasaque tenía. Que no hiciera escala enningún sitio. Bordearía la India. Lasserpientes de anteojos acechan en lospuertos. Media mordedura y seríahombre muerto, puesto que era mediohombre.

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Mas Fischerle no dormía. De prontorecordó su capital y, en su rincón,decidió ver adonde se le habríadeslizado al bailar. Lo encontró en elmismo sitio y celebró la espléndidaconstitución de sus axilas. Cualquierotro ya tendría aquel tesoro en suspantalones; o bien el suelo hubieradevorado los billetes. No estabacansado; al contrario, fue siguiendo loscomentarios y, mientras esos cretinoshablaban de mil y un países y deserpientes de anteojos, él pensaba enAmérica y en su palacio millonario.

Por la tarde —ya había oscurecido—, el Pasaportero salió de su cabinablandiendo un pasaporte en cada mano.

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Los hombres enmudecieron; respetabansu trabajo porque él retribuíagenerosamente ese respeto. Se deslizóen silencio hasta la silla del enano, pusolos pasaportes frente a él, sobre la mesa,y lo despertó de una feroz bofetada.Fischerle la vio venir pero no se inmutó.Algo le costaría, era evidente, y sealegró de que no lo registrara.

—¡Tendrás que promocionarme! —gritó el Pasaportero entre temblores ytartamudeos. La ebriedad de su famajaponesa le duraba varias horas. Paró alenano sobre la mesa y lo hizo jurar conambas manos:

Que utilizaría el pasaporte, que nose lo pagaría, que se lo metería por la

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nariz a los japoneses, diciéndoles queél, Rudolf Amsel, alias el Pasaportero,era el pintor más grande de los tiemposmodernos, fama que toda Europareconocería después de su muerte. Quehablaría de él a diario y daríaentrevistas sobre su persona, diciendocuándo y dónde había nacido y que nopudo aguantar la Escuela de BellasArtes; que en forma independiente y consus propios pies, sin muletas niprofesores —él es hombre de una solapalabra— se había encumbrado hastaser lo que era.

Fischerle juró y perjuró que así loharía. El Pasaportero lo obligó a repetirpalabra por palabra lo que había dicho

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con su voz chillona. Por último, el enanoabjuró solemnemente del Cielo yprometió no pisar ese antro de asesinosantes de su partida.

—El Cielo es un asco —graznóservilmente con su voz ronca—, mecuidaré de esa gentuza y en el Japónfundaré una sucursal del Babuino. Sigano demasiado, os enviaré un poco.Pero eso sí, no digáis nada de mi viaje alos del Cielo. Son capaces de echarmeencima a la policía, los muy bandidos.Por daros gusto aceptaré el pasaportefalso y juro hacerlo espontáneamente.¡Al diablo con el Cielo!

Luego le permitieron acostarse en elmismo rincón. Saltó de la mesa y se

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guardó el mejor pasaporte en el bolsillo,junto a su tablero en miniatura, pues erael sitio más seguro. Primero roncó enbroma, para oír lo que decían. Peropronto se durmió de veras, con losbrazos firmemente cruzados sobre elpecho y la punta de los dedos en lasaxilas, de suerte que al menor intento derobo pudiera despertarse en seguida.

A las cuatro de la mañana, hora decierre, cuando por el cristal vieronpasar furtivamente a más de un policía,los tipos despertaron a Fischerle. Éstese sacudió el sueño sonándose la nariz yal instante estuvo despejado. Entonces letransmitieron la decisión, tomada en elínterin, de nombrarlo miembro

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honorario del Babuino. Él agradecióefusivamente. Habían llegado másclientes y todos le desearon muchasuerte en el viaje. Se oyeron vivas alajedrez. Cientos de palmaditas bienintencionadas estuvieron a punto deaplastarlo. Con una amplia sonrisa seinclinó hacia todos lados, exclamó confuerza:

—¡Hasta la vista en el nuevoBabuino de Tokio! —Y abandonó ellocal.

En la calle saludó amigablemente avarios policías, todos muy en guardia.«De hoy en adelante», se dijo, «seréamable con la policía». Evitó el Cielo,pese a tenerlo al lado. Ahora que era

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doctor, decidió acabar con todos loslocales de mala fama. No quiso ni que lovieran. Era aún noche cerrada. Porahorro, sólo una de cada tres farolasestaba encendida. En América hay arcosvoltaicos encendidos día y noche sininterrupción. La gente tiene tanto dineroque lo despilfarra a tontas y a locas. Sialgún hombre se avergüenza de que sumujer sea una puta vieja, no tiene porqué volver a casa. Se dirigesimplemente al Ejército de Salvación:allí hay hoteles con camas blancas y acada cual le dan dos sábanas de linopara su uso personal, aunque sea judío.¿Por qué no introducían en Europa esainstitución tan brillante? Se palpó el

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bolsillo derecho de la americana y sintióel tablero de ajedrez y el pasaporte. Enel Cielo no le hubieran regalado nuncaun pasaporte: sólo pensaban en símismos y en ganar dinero. El Babuinoera un lugar decente: él lo respetaba.Acababan de nombrarlo miembro dehonor. ¡Lo que no es poco si seconsidera que ahí sólo llegandelincuentes de primera! En el Cielo,los muy cerdos viven de sus mujeres:¡ya podrían trabajar un poco! Él sevengaría. El fabuloso Palacio deAjedrez que mande construir en Américase llamará el Palacio del Babuino.Nadie sabrá que era también el nombrede un tugurio.

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Bajo un puente se puso a esperar eldía. Antes de sentarse, buscó una piedraseca. In mente llevaba puesto un trajenuevo que se amoldaba perfectamente asu joroba. Era un traje a cuadrosblanquinegros, hecho a medida, y valíados fortunas. Quien no supiera cuidarlo,era indigno de América. Pese al frío,evitó hacer movimientos bruscos. Estirólas piernas como si los pantalonesestuvieran recién planchados. De vez encuando se sacudía un granito de polvoque brillaba inútilmente en las tinieblas.Un limpiabotas permaneció arrodilladoante la piedra varias horas, lustrandocon todas sus fuerzas. Fischerle ni lomiró. Si hablaba con el chico, podría

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distraerlo. Mejor dejarlo trabajar. Unsombrero de moda protegía el peinadode Fischerle contra el viento de lamadrugada: la llamada brisa marina. Alotro extremo de la mesa, Capablanca,sentado, jugaba con los guantes puestos.

—Tal vez piense que no tengoguantes —dijo el enano, sacando delbolsillo un par nuevo. Capablancaempalideció; los suyos estaban raídos.Fischerle tiró a sus pies el par deguantes nuevos y exclamó—: ¡Lodesafío!

—Si es su deseo —dijo Capablanca,temblando de miedo— pero usted no esdoctor; yo no juego con cualquiera.

—¡Soy doctor! —replicó Fischerle

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con toda calma, acercándole elpasaporte a la nariz—, ¡aquí tiene: leausted, si es que sabe!

Capa-blanca se rindió y hastarompió a llorar, desconsolado.

—Nada es eterno —dijo Fischerle yle dio unas palmaditas en el hombro—,¿cuántos años hace que es campeónmundial? Los otros también quieren suparte. ¡Mire usted mi traje nuevo! ¿Ocree que es usted el único? —PeroCapablanca era una piltrafa humana:parecía un anciano, con la cara cubiertade arrugas y los guantes grasientos—.¿Sabe una cosa? —dijo Fischerle (elpobre diablo le dio pena)— le daré unapartida de ventaja.

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Entonces el anciano se levantó,meneó la cabeza, entregó a Fischerle unatarjeta manuscrita y sollozó:

—¡Qué nobleza la suya! ¡Venga avisitarme! —En la tarjeta estaba ladirección exacta, escrita en caracteresextranjeros, ¿quién podría leérsela? Pormás esfuerzos que hizo, el enano no sacónada en limpio: los trazos eran todosdiferentes—. ¡Aprenda usted a leer! —exclamó Capablanca, que ya habíadesaparecido. Sólo se oían sus gritos,¡cómo chillaba el muy bribón!—.¡Aprenda usted a leer! —Fischerlequería la dirección, la dirección—.¡Está en la tarjeta! —gritó el diablodesde lejos. Tal vez no sepa alemán,

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suspiró el enano, y estrujó la tarjetaentre sus dedos. La hubiera roto, pero leinteresaba la fotografía pegada a ella.Era él mismo en su viejo traje, sinsombrero y con joroba. La tarjeta resultóser un pasaporte. De pronto se vioechado en una piedra, bajo el puenteviejo. En vez de la brisa marina, el díaempezaba a clarear. Se puso de pie ymaldijo solemnemente a Capablanca.Esas cosas no se hacen. Cierto es que ensueños podemos permitirnos ciertaslibertades, pero los sueños revelan elverdadero carácter de la gente.Fischerle le ofrece una partida deventaja… y el otro lo engaña con ladirección. ¿Dónde encontrar ahora esas

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malditas señas?En su casa tenía Fischerle una

minúscula agenda de bolsillo cuyaspáginas dobles estaban dedicadas a uncampeón de ajedrez. Si en losperiódicos aparecía un nuevo genio, élprocuraba averiguar —de ser posible elmismo día— todos sus datos, desde lafecha de nacimiento hasta la dirección, ylos iba anotando. Dado el ínfimoformato de la agenda y su gigantescaescritura, aquel trabajo le exigía untiempo superior al tolerado por lascostumbres de la Rentista. Cuando élescribía, ella le preguntaba lo queestaba haciendo sin obtener respuesta.Pues en caso de ruptura —que él, como

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habitante del Cielo, nunca descartaba—,esperaba hallar refugio y protecciónentre los detestados rivales de su ramo.Durante veinte años guardó su lista en elmayor secreto. La Rentista sospechabahistorias de amor tras este juego. Élocultaba su agenda en una grietaprofunda que había bajo la cama. Sólosus deditos eran capaces de alcanzarla.A veces, burlándose de sí mismo, sedecía: «Fischerle, ¿qué ganarás con todoesto? ¡La Rentista te amará siempre!». Ysólo tocaba la agenda para registrar aalgún nuevo campeón. Allí estabantodos, en blanco y negro, Capablancaincluido. Esa noche, cuando la Rentistase fuera a trabajar, la sacaría.

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El nuevo día empezó con compras.Los doctores usan billetera. Hay quesacar una del bolsillo al comprar untraje, para que no se rían de uno. Lesalieron canas de tanto esperar a queabrieran las tiendas. Quería la billeteramás grande, de cuero y a cuadritos, perocon el precio marcado. No se dejaríaestafar. Comparó los escaparates de casiuna docena de tiendas y adquirió unabilletera gigantesca, que sólo encontrósitio en uno de sus bolsillos porqueestaba roto. Llegado el momento depagar, giró bruscamente. Pero losempleados, recelosos, lo rodearon; dosde ellos se pararon en la puerta a tomaraire fresco. Él sacó dinero de su axila y

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les pagó al contado.Bajo el puente ventiló su capital. Lo

alisó sobre la misma piedra en quedurmiera y fue poniendo los billetes, sindoblarlos, en la billetera a cuadros.Hubiera podido guardar más. ¡Ah, si lasvendieran llenas!, suspiró, ¡ahora estaríagordísima con mi capital adentro! Encualquier caso, el sastre notaría elcontenido. Buscó una sastrería deprimera y preguntó de entrada por elpropietario. Éste vino y examinó, muysorprendido, al enérgico cliente. Pese ala extraña deformidad de Fischerle, loprimero que notó fue su traje raído. Elenano hizo una venia a su manera,echando la cabeza hacia atrás, y se

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presentó:—Soy el doctor Siegfried Fischer,

campeón de ajedrez. Supongo que mehabrá reconocido por los diarios.Necesito un traje a la medida para estamisma tarde. Pagaré lo que sea. Le daréla mitad por adelantado y la otra mitadcontra entrega. Viajo a París en el trennocturno. Me están esperando para eltorneo en Nueva York; y figúrese queayer, en el hotel, me roban toda la ropa.Mi tiempo es platino. Cuando desperténo había nada. Los ladrones entraron porla noche. ¡Imagínese el susto de losadministradores! ¿Cómo salir así a lacalle? Mi constitución es anormal; no esculpa mía. ¿Dónde encontrar un traje que

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me quede? Ni camisa, ni calcetines, nizapatos, ¡un hombre como yo, que adorala elegancia! Vaya tomándome lasmedidas, no quisiera demorarlo. Porsuerte descubrieron a un individuo,tullido y jorobado, en un tugurio —¡nose imagina cómo era!— que me salvó deapuros con su mejor traje. ¿Y cuál creeque era el mejor traje? Este que llevopuesto. No soy, ni mucho menos, tandeforme como lo parezco así vestido.Con mis trajes ingleses nadie nota nada.Ya sé que soy bajito, no lo niego. Perolos sastres ingleses son todos unosgenios, se lo aseguro. Sin traje, se me vela joroba. Voy donde un sastre inglés y¡adiós joroba! Un sastre talentoso me la

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puede reducir; un genio me la quita.¡Qué lástima! ¡Un traje tan bonito! Claroque estaba asegurado. Una cosa deboagradecerle al ladrón: me dejó elpasaporte nuevo, expedido ayer, en lamesita de noche, y se llevó todo el resto.Tenga, fíjese… por si duda de miidentidad. ¿Sabe una cosa? Con estetraje hasta yo mismo dudo. Leencargaría tres trajes a la vez, pero nosé cómo trabaja usted. En el otoñovolveré a Europa. Si su traje tiene éxito,no se arrepentirá. ¡Le mandaré a todaAmérica! Hágame un precio razonable,como primera medida. Sepa que esperoganar el campeonato mundial. ¿Juegausted al ajedrez?

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Le tomaron cuidadosamente lasmedidas. Si un inglés podía hacerlo,¿por qué ellos no iban a poder? Nohacía falta ser ajedrecista profesionalpara reconocer al señor Doctor. Eltiempo era muy justo, pero tenía doceoperarios a su disposición, todos deprimera; y él mismo, el propietario, sehonraría en dirigir personalmente elcorte, lo que sólo hacía con clientesexcepcionales. Como buen jugador deTarot, sabía apreciar debidamente elajedrez. Un campeón es un campeón, yafuera sastre o ajedrecista. Sin ánimo deforzarlo, le sugería encargarse otro trajeen el acto. A las doce en punto se loprobaría, y a las ocho en punto ya

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tendría los dos listos. El tren nocturnopartía a las once. Hasta entonces, elDoctor podría divertirse. Llegase o no acampeón mundial, se sentían orgullososde un cliente como él. El Doctor searrepentiría del segundo traje en el tren.¡Ah!, y que por favor no deje depromocionar su preciado traje en NuevaYork. ¡Le hará un precio especialísimo,un precio irrisorio! En realidad noganaría un céntimo con el traje;trabajaría por amor al arte, por tratarsede él. ¿Qué tela le gustaría al Doctor?

Fischerle sacó su billetera y dijo:—Una igual a ésta. A cuadros y del

mismo color: impresiona más en lostorneos. Preferiría a cuadros blancos y

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negros, como un tablero de ajedrez; peroustedes los sastres no tienen esas cosas.¡Hágame un solo traje! Si quedocontento, le telegrafiaré de Nueva Yorkencargándole otro. ¡Palabra de honor!Un hombre famoso cumple lo quepromete. ¡Qué maravilla de ropainterior! ¡Y yo aguantando estainmundicia! Me la prestó el mismo tipo.Y ahora dígame, ¿por qué no se lavaráese tullido? ¿Acaso es malo lavarse?¿Le hará daño el jabón? ¡A mí no!

Dedicó el resto de la mañana aimportantes negocios. Se compró un parde zapatos amarillos y un sombreronegro. Su ropa inferior relumbrabadonde el traje se lo permitía. ¡Lástima

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que se viera tan poco! Los trajesdebieran ser transparentes, como la ropade mujer, ¿por qué un hombre no ha demostrar lo que vale? En un baño públicose cambió la ropa interior. Le dio unapropina a la encargada, preguntándolepor quién lo tomaba.

—Por un tullido —respondió lamujer, con una sonrisa tan repugnantecomo su oficio.

—¿Se refiere a la joroba? —dijoFischerle, ofendido—. Volverá adesaparecer, ya verá. ¿O acaso cree quenací con ella? Un absceso, unaenfermedad, ¿qué sé yo? Seis meses másy volveré a estar tieso como un palo.No, pongamos cinco. ¿Qué le parecen

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mis zapatos? —Pero como entraba otrocliente, se quedó sin respuesta. Ya lehabía pagado—. ¡Al diablo! —se dijo así mismo—, ¿qué me importa esta putavieja? Iré a bañarme.

En el establecimiento más elegantepidió una cabina de lujo con espejo.Como había pagado, se dio un baño deveras: el despilfarro no era lo suyo.Pasó una hora larga mirándose alespejo. ¡Ahí estaba, impecable dezapatos a sombrero! El traje viejo yacíasobre el diván de lujo, ¿quién sedignaría mirarlo? La camisa, en cambio,era azul y estaba almidonada; un colortierno, idóneo y grandioso, lástima quele evocara el Cielo. ¿Por qué?, el mar es

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igualmente azul. Calzoncillos sóloencontró blancos; los hubiera preferidorosados. Tironeó de sus ligas: ¡quéchasquido tan firme! Fischerle tambiéntenía pantorrillas; no eran tan torcidas, yla cinta de las ligas es de sedagarantizada. En la cabina había unamesita de mimbre, de esas que en losinteriores de gran lujo suelen sostenerhojas de palmera. Aquí, la mesita eramás bien un suplemento al baño. El ricoinquilino la empujó frente al espejo,sacó un juego de ajedrez de uno de losbolsillos del despreciable traje, tomóasiento con desenfado y ganó una partidarelámpago contra sí mismo. «Si fuerausted Capablanca» se gritó

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violentamente «le habría dado ya seismates simultáneos. Lo que en Europallamamos: “mate galopante”. A otroperro con ese hueso. ¿O cree que measusta? A la una, a las dos y está ustedfuera de combate. ¡Sí, usted, americano!¡Usted, paralítico! ¿Sabe quién soy yo?¡Un doctor que ha hecho estudios! Elajedrez exige inteligencia. ¡Y pensar queha sido usted campeón mundial!».

Luego empaquetó rápidamente suscosas. No se llevó la mesita: en elPalacio del Babuino tendría variasdocenas. Una vez en la calle, ya no supoqué comprar. Bajo su brazo, el paquetede ropa vieja parecía contener papel. Lagente, en primera, viaja con maletas. Se

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compró una maleta en cuyo interiornadaba tristemente su ropa sucia. Lallevó a la consigna de equipajes demano. El empleado constató: «¡Vacía!».Fischerle lo miró de abajo arriba congesto altivo.

—¡Ya te gustaría! —Luego se puso aestudiar los horarios. Había dos trenesnocturnos a París. Alcanzó a leer lainformación sobre uno; la del otroestaba demasiado arriba. Una señora loayudó. No iba muy bien vestida.

Le dijo:—Se va usted a dislocar el cuello,

pequeñín. ¿Qué tren quiere coger?—Soy el Doctor Fischer —replicó

él en tono condescendiente. La mujer se

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preguntó cómo se las arreglaría—. Viajoa París. Normalmente cojo el tren de la 1:05, ¡aquél, fíjese! Pero me han dichoque hay uno antes. —Como no era sinouna mujer, no mencionó Estados Unidos,ni el torneo, ni su profesión.

—Se referirá usted al de las once,¡éste, fíjese! —dijo la mujer.

—Muchísimas gracias, señora —yse volvió con aire solemne. Ella seavergonzó. Conociendo toda la gama dela compasión, no había dado en el clavo.Él notó su sumisión: debía provenir dealgún Cielo. ¡Con qué gusto le hubieralanzado un taco! La había reconocido.De pronto oyó el bramido de unalocomotora que entraba, y se acordó de

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la estación. El reloj señalaba las doce.¡Y él perdiendo su precioso tiempo conmujeres! Trece horas más y estaríarumbo a América. Pensando en suagenda, que no había olvidado pese atantas novedades, se decidió por elúltimo tren. En honor a su traje, cogió untaxi—. Mi sastre me espera —le dijo altaxista en el trayecto— esta noche viajoa París, y mañana temprano al Japón.¡No se imagina lo atareados queandamos los doctores!

Al taxista no le gustó nada el viaje.Algo le decía que los enanos nunca danpropina, y se vengó por adelantado.

—¡Usted no es doctor, señor! ¡Ustedes un charlatán!

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El Cielo estaba lleno de taxistas.Jugaban pésimo, si es que jugaban. Leperdonaré su ofensa porque no sabeajedrez, pensó Fischerle. En el fondoestaba contento, ya que se ahorraba lapropina.

Durante la prueba, su joroba seredujo. Al comienzo, el enano dudó delespejo y se acercó a él para ver si deverdad era liso. El sastre miródiscretamente a un lado.

—¿Sabe una cosa? —exclamóFischerle—, ¡seguro que usted nació enInglaterra! Le apuesto lo que quiera.¡Usted ha nacido en Inglaterra! —Elsastre lo admitió a medias: conocía muybien Londres, pero no nació ahí

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exactamente; en su viaje de bodas estuvoa punto de instalarse en Londres, pero lacompetencia…— Esto no es más que laprueba; por la tarde habrá desaparecido—dijo el enano frotándose la joroba—.¿Le gusta mi sombrero?

El sastre estaba entusiasmado.Encontró el precio exorbitante y elmodelo muy de moda: le aconsejóvivamente un abrigo que hiciera juego.

—¡La vida es una! —dijo. Fischerlele dio la razón. Eligió un color queconciliase el amarillo de sus zapatoscon el negro de su sombrero: un azulchillón.

—Además, es el mismo color de micamisa.

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El sastre se sacó el sombrero antetanto buen gusto.

—Las camisas del Doctor Fischerson todas del mismo color y modelo —dijo volviéndose hacia un grupo desolícitos empleados, y les habló sobrelas peculiaridades de aquel hombreextraordinario—. De este modo se nosrevela el radiante Fénix. Es raroencontrar un carácter tan íntegro. En mihumilde opinión, el juego ratifica lastendencias conservadoras del hombre.Tarot o ajedrez, da lo mismo. Al estarsentado, el hombre de negocios seafirma en sus convicciones,convirtiéndose en la personificación dela calma. Una tarde libre al término de

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la jornada asegura una noche tranquila.Hasta la familia más unida tiene suslimitaciones en la vida. Nuestro Padrecelestial se hace la vista gorda antecualquier tertulia noble. A otro cliente leexigiría un adelanto por el abrigo. Perosu carácter me impide infligirlesemejante ofensa.

—Sí, sí —dijo Fischerle—. Mifutura esposa vive en América. Hace unaño que no nos vemos. ¡La profesión, lamaldita profesión! Los torneos son unalocura. Aquí se hace tablas, más allá segana; por lo general se gana, o mejordicho, siempre, y mi futura se consumeesperándome. Que viaje con usted, medirá. Hablar es muy fácil. Resulta que su

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familia es millonaria. «¡O te casas!», ledicen sus padres, «¡o te quedas en casa!Si no, te dejará plantada y nosotrosseremos los paganos». Y conste que notengo nada contra el matrimonio; sudote, enorme, será un palacio lleno decosas, pero sólo cuando yo sea campeóndel mundo, antes no. Ella se casará conmi nombre; yo, con su dinero. El dinerosolo no me interesa. ¡Bueno, hasta lasocho!

Al revelar sus planes de matrimonio,Fischerle disimuló la profundaimpresión que le había causado aquelladescripción de su carácter. Hastaentonces había ignorado que loshombres suelen poseer más de una

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camisa al mismo tiempo. Su ex-mujer, laRentista, tenía tres, pero sóloúltimamente. El caballero que lavisitaba cada semana se cansó de verlasiempre con la misma blusa. Un lunes leconfesó que ya estaba harto, que eserojo sempiterno lo ponía nervioso. Buencomienzo de semana: estaba totalmentedesmoralizado y los negocios le ibanmal. Tenía derecho a exigir algo decentepor su dinero. Total, mujer no le faltaba.La suya, aunque flaca, era mujer despuésde todo. Y nada de meterse con ella. Erala madre de sus hijos. Le repitió que siel próximo lunes lo recibía con su eternablusa, renunciaría a ese placer.Caballeros solventes no hay muchos que

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digamos. Aquel día la cosa funcionó, sinembargo. Una hora después, el tipovolvió a ponerse tierno. Pero antes deirse protestó. Cuando Fischerle llegó ala casa, encontró a su mujer desnuda enmedio de la habitación. La blusa roja,arrugada, yacía en un rincón. Y alpreguntarle qué ocurría:

—Estoy llorando —dijo la grotescacriatura— él ya no volverá.

—¿Qué quiere? —preguntóFischerle— iré a buscarlo.

—La blusa no le gusta —gimió elgordo espantajo—, quiere una nueva.

—¿Y no se la prometiste? —chillóel enano—, ¡de qué te sirve ese hocico!—Y se lanzó escaleras abajo como un

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loco—. ¡Caballero! —gritó en la calle— ¡caballero! —Nadie sabía el nombre.Siguió corriendo al azar hasta quetropezó con un farol. Y allí,precisamente, el Caballero estabahaciendo una necesidad que habíaolvidado arriba. Fischerle esperó a queterminase. Después no lo abrazó, pese ahaberlo encontrado, sino que le dijo—:¡Cada lunes tendrá usted una blusanueva! Se lo garantizo. Como que es mimujer y hago con ella lo que quiera.¡Hónrenos con su visita el lunespróximo!

—Ya veré que puedo hacer por ella—replicó el Caballero, bostezando.Para no ser reconocido, daba una vuelta

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enorme. Aquel martes, la Rentista secompró dos blusas nuevas: una verde yotra lila. El lunes volvió el Caballero.Lo primero que miró fue la blusa. Ellallevaba la verde. De entrada, él lepreguntó en tono maligno si no habíahecho teñir la vieja: conocía esostrucos, no era fácil embromarlo. Ella lemostró las otras y lo dejó satisfecho. Legustaba más la lila, pero prefería la roja,pues le recordaba sus primerosencuentros. La eficiencia de Fischerlesalvó así a su esposa de la ruina. Lapobre se hubiera muerto de hambre enesos tiempos tan difíciles.

Mientras pensaba en el cuartito y ensu voluminosa mujer, decidió prescindir

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de la agenda. Quizá encontrase a sumujer en casa. Lo amaba ardientementey tal vez no lo dejara ir. Cuando decía«no», empezaba a chillar y se plantabaen el umbral. Y no hay modo deescabullirse ni de empujarla a un lado:era más ancha que la puerta. Y muytozuda, además; si algo se le metía en lacabeza, olvidaba el negocio y se pasabala noche en casa. Él podría perder sutren y llegar tarde a América. Yaencontrará en París la dirección deCapablanca. Si nadie la sabía,preguntará en América. Los millonariossaben todo. Fischerle ya no quisieravolver a su cuartito. Aunque con gustose deslizaría bajo la cama en señal de

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despedida: era la cuna de su carrera.Ahí había armado trampas y batido a milcampeones, volando de un escaque aotro como un rayo. En ningún caféhubiera encontrado aquella calma; susadversarios jugaban bien, porque élmismo era el adversario. En el Palaciodel Babuino se haría construir un cuartoidéntico, con la misma cama parameditar sabias jugadas. Y sólo él tendráderecho a deslizarse debajo. Perorenunció a la despedida. Tantossentimientos son inútiles. Una cama esuna cama. Recordaba muy bien todo sinella. A cambio se compraría oncecamisas más, todas azules. Al quelograse distinguirlas, le liaría un premio.

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El sastre era un experto en caracteres;pero del Tarot mejor que no hable: es unjuego de burros.

Regresó a la estación con supaquete, sacó su maleta de consigna yguardó las camisas una a una. Eldesprecio del empleado se convirtió enrespeto. «Una docena más», pensó elpropietario, «y el tipo enloquece». Unavez cerrada y en su mano, la maletapareció arrastrarlo hacia un tren enmarcha. Pero el empleado le quitó latentación. En una ventanilla especial,que una agencia de viajes había abiertopara extranjeros, Fischerle pidió, en unalemán mascado, un billete de primerahasta París. Lo largaron tieso, entonces

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alzó el puño y graznó:—¡Ajá! ¡Pues en castigo viajaré en

segunda! ¡La Compañía saldráperdiendo! ¡Esperen a que vuelva conmi traje nuevo! —En realidad no estabafurioso. Pero no parecía extranjero.Frente a la estación engulló rápidamenteun par de salchichas calientes.

—Podría ir a un restaurant conmesas separadas —le dijo al vendedorde salchichas— y poner una gran sumasobre el mantel blanco: mi billetera lopermite (y se la puso en la nariz alincrédulo), pero comer no me interesa,¡lo mío es la inteligencia!

—Ya lo creo, ¡con semejantecabezota! —replicó el otro, que tenía

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una cabeza de niño y un cuerpo enorme,y envidaba a todos los cabezones.

—¡No se imagina lo que hayadentro! —dijo Fischerle al pagar—.Muchos años de estudio y variosidiomas, ¡al menos seis!

Por la tarde se sentó a aprenderamericano. En las librerías quisieronendilgarle manuales de inglés.

—Señores —coqueteó él—, tonto nosoy. Ustedes van a la suya y yo a la mía.

Empleados y dueños le aseguraronque en los Estados Unidos se hablabainglés.

—Yo sé inglés, quisiera algoespecial.

Al ver que en todas partes le decían

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lo mismo, se compró un libro con losmodismos ingleses más usuales. Loobtuvo a mitad de precio, pues ellibrero, que era un entusiasta de KarlMay y consideraba superfluo todo lodemás, llegó a olvidar sus propiosintereses al oír que el enano pensabaatravesar el desierto de Takla-Makancon todos sus peligros, en vez de cogerel Transiberiano o ir por barco hastaSingapur.

Sentado en un banco, el temerarioexplorador metió su nariz en el primercurso, donde sólo se leían novedadescomo: «El sol brilla» o «La vida esbreve». Por desgracia, el sol brillabarealmente. Era a finales de marzo y

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todavía no picaba. Si no, Fischerle biense hubiera guardado de exponerse a susrayos. Tenía malas experiencias con elsol. Quemaba como la fiebre. En elCielo jamás brillaba. Y es pésimo parael ajedrez: estupidiza a la gente.

—¡Yo también sé inglés! —exclamóuna pasmona a su lado. Tenía trenzas yunos catorce años. Él la ignoró y siguióleyendo las novedades en voz alta. Ellaesperó. Al cabo de dos horas, Fischerlecerró el libro. La niña se lo pidió y,como si hablara con un viejo conocido,empezó a hacerle preguntas (la Rentistajamás se hubiera atrevido). Él recordótodas las palabras—. ¿Cuántos añoshace que estudia? —le preguntó la

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chiquilla—, nosotras no hemosavanzado tanto; sólo estoy en segundo.

Fischerle se levantó, le reclamó sulibro y, fulminándola con la mirada,protestó enérgicamente:

—¡Su amistad no me interesa! ¿Sabeusted cuándo empecé? ¡Haceexactamente dos horas! —Y con estaspalabras se alejó de aquella débilmental.

Por la tarde, el contenido del libritole era ya familiar. Cambió varias vecesde banco, porque la gente se le acercabatodo el tiempo. ¿Sería por su ex-jorobao porque estudiaba en voz alta? Como sujoroba estaba en las últimas, optó por lasegunda hipótesis. Cuando alguien se

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dirigía a su banco, él le gritaba desdelejos:

—No me interrumpa, se lo suplico.Si me suspenden mañana en el examen¿usted qué ganaría? ¡Sea bueno!

Nadie podía resistirse a estaspalabras. Sus bancos se llenaban; losotros se fueron vaciando. Al oír suinglés todos le prometían cruzar losdedos por su examen. Una maestra seenamoró de su empeño y lo siguió debanco en banco hasta el extremo delparque. Los enanos le inspiraban ternuray adoraba a los perros, aunque sólo alos salchicha. Pese a sus treinta y seisaños todavía era soltera; enseñabafrancés fluidamente y estaba dispuesta a

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intercambiar clases de inglés con él. Elamor no le interesaba. Fischerlepermaneció un rato en silencio. Depronto, ella trató a su ama de casa detipa venal y miserable, y estalló eninjurias contra el lápiz de labios… lospolvos todavía, vaya y pase. Pero él noaguantó más: una mujer sin maquillaje,¿qué idea tendrá ésta del oficio?

—No tiene usted sino 46 y ya hablaasí —silbó—, ¿cómo será cuando lleguea los 56?

La maestra se marchó. Lo encontrómal educado. No todo el mundo se dejainsultar. Aunque muchos se contentabancon recibir lecciones gratis de él. Unviejecillo envidioso le corrigió la

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pronunciación y repitió obstinadamente:en Inglaterra no hablan así, sino asá.

—¡Yo pronuncio a la americana! —dijo Fischerle y le volvió la joroba.Todos le dieron la razón y se burlarondel viejo, que confundía el inglés con elamericano. Cuando el muydesvergonzado, que debía andar por losochenta, amenazó con llamar a lapolicía, Fischerle dio un salto y exclamó—: ¡Soy yo el que iré a llamarla! —Temblando, el viejecillo se alejó asaltitos.

Con el sol se fue también la gente.Unos cuantos pilluelos formaron corro yesperaron a que el último adultodesapareciera. De pronto rodearon el

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banco de Fischerle y empezaron a cantaren inglés. Chillaban «yes», pero queríandecir «judío». Antes de decidir su viaje,Fischerle evitaba a los niños como a lapeste. Aquel día tiró el libro, se subió albanco y empezó a dirigir el coro con suslargos brazos. Después se puso a cantar,siguiendo la melodía. Si los críoschillaban, él chillaba más todavía. Elflamante sombrero le bailaba en lacabeza.

—¡Más rápido, señores! —graznabade vez en cuando. Los niños, frenéticos,se sintieron repentinamente adultos y locargaron en hombros—. ¡Señores! ¿Quéhacéis? —Unos cuantos señores más yse sentirían definitivamente adultos. Le

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sostenían los pies y le protegían lajoroba; tres de ellos se pelearon un librode escuela sólo porque era de él; otro lequitó el sombrero. Ambos objetos loprecedían en triunfo, y él, se balanceabasobre unos débiles hombros: ya no erajudío ni jorobado, era un chico bien quesabía mucho de «wigwans». El noblehéroe fue llevado hasta la puerta delparque. Se dejó sacudir y al final lesresultó pesado. Una vez fuera, pordesgracia, lo bajaron. Le preguntaron sial día siguiente volvería. Él no quisodesilusionarlos—. Señores —les dijo—si mañana no estoy en América, estarécon ustedes. —Excitados y con prisa,los críos se dispersaron a la

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desbandada. A muchos los aguardabauna paliza en casa.

Fischerle se encaminó lentamentehacia la calle donde el traje y el abrigolo esperaban. Desde que supo que eltren partía a las once en punto, daba granimportancia a la puntualidad y a laspromesas. Como era demasiado prontopara ver al sastre, dobló por una callelateral, entró en un bar desconocido,cuyas mujeres maquilladas lo hicieronsentirse en casa, y, en señal deadmiración por su brillante inglés, seechó al coleto un vaso de aguardiente.Luego dijo:

—Thankyou —tiró el dinero en labandeja y, sólo al llegar a la puerta, se

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volvió y gritó—: Good bye —para quetodos lo oyeran. Pero esta demora lohizo caer en brazos del Pasaportero, alque hubiera preferido evitar.

—¡Hola! ¿De dónde me has sacadoeste sombrero? —le preguntó éste, nomenos sorprendido de ver al enano quede verlo con sombrero nuevo: era eltercer cliente que encontraba en lasinmediaciones.

—¡Psst! —susurró Fischerle,llevándose un dedo a la boca yseñalando hacia atrás. Para evitarnuevas preguntas, le enseñó el zapatoizquierdo y dijo—: Estoy preparando miviaje.

El Pasaportero entendió y guardó

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silencio. Que un trabajo cundiera enpleno día y justo antes de iniciar lavuelta al mundo, pareciole admirable.¡Lástima que el pequeño tuviera queviajar hasta el Japón sin dinero! Duranteuna fracción de segundo pensó dejarleunos cuantos billetes gruesos: susnegocios iban bien. Pero pasaporte ybilletes era demasiado.

—Cuando no sepas qué hacer en unaciudad —dijo más para sí mismo quepara el enano— ve a ver directamente alcampeón de ajedrez. Ahí te será fácilencontrar algo. ¿Tienes las direcciones?Un artista está perdido sin direcciones.¡No vayas a olvidarlas!

Este consejo, dicho así, bastó para

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retrotraer a Fischerle bajo su cama. Eraingrato desaparecer sin despedirse.Después de todo, la cama no eraculpable de la estupidez de su mujer. Unartista no puede irse sin su agenda debolsillo. El tren de la 1:05 era tanpuntual como el otro. A las ocho enpunto llegó donde el sastre. El trajeresultó ser todo un éxito. Lo que aúnquedaba de joroba, desapareció bajo elabrigo. Los campeones se felicitaronmutuamente por sus respectivos talentos.

—Wonderful —dijo Fischerle, yañadió—: ¡Y pensar que hay gente queni siquiera sabe inglés. Conozco a uno.Cuando quiere decir: «thank you!», dice«¡gracias!».

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El sastre le aseguró que adoraba los«hamandeggs»: anteayer fue a unrestaurante y el mozo no le entendió.

—Sin embargo, jamón se dice«ham» y tranvía, «tram».

Su cliente le quitó las palabras de lapunta de la lengua.

—Y ahora dígame, ¿conoce unidioma más fácil? ¡El japonés sí que esdifícil!

—Pues permítame decirle que,desde el instante en que franqueó estapuerta, tuve la impresión de que erausted un lingüista consumado. Compartoplenamente su opinión sobre lasinvencibles dificultades del vocabulariojaponés. La envidiosa Fama pregona que

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hay diez mil signos diferentes. Imagíneseel gigantesco aparato tipográfico queeso supone para cualquier diario nipón.Su sistema de avisos aún está enpañales. La lengua misma va incubandoaquel bacilo insospechado que acabarápor infectar la vida comercial yeconómica. Nos oprime un sentimientouniversal de simpatía por el bienestar deun pueblo amigo. Compartimossinceramente sus esfuerzos infructuososdesde que la herida de una guerrainevitable en el Extremo Oriente se hallaen vías de cicatrización.

—Tiene usted toda la razón —dijoFischerle— y no lo olvidaré. Como mitren sale muy pronto, despidámonos

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como dos amigos de toda la vida.—Hasta la fría tumba familiar —

completó el sastre y abrazó al futurocampeón mundial. Cuando la tumba desus antepasados se asomaba a sus labios—tenía varios hijos—, una emoción yuna ansiedad profundas lo embargaban.En su agonía, estrechó firmemente alDoctor contra su pecho. Un botón delnuevo abrigo se enganchó y saliódisparado. A Fischerle le vino un ataquede risa al recordar a su ex-empleado, elciego de los botones. El sastre, heridoen sus sentimientos más sagrados, exigióuna explicación detallada.

—Conozco a un individuo —bufó elenano—, conozco a un individuo que

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odia los botones. Quisiera comérselostodos y que no quedase ni uno. Yo mepregunto qué harían los sastres, ¿no leparece?

El ofendido olvidó al punto su futuroen la tumba familiar y prorrumpió en unaruidosa carcajada. (Mientras volvía acoserle el botón), le prometió una y otravez enviar ese chiste tan bueno a unarevista especializada, por si tenían abien publicarlo. Cosió lentamente, parareírse en compañía. Hacía todo encompañía: solo, ni las lágrimas leresultaban agradables. Lamentaba detodo corazón la partida del señorDoctor. Con él se iba su mejor amigo,pues seguro que hubiera llegado a serlo,

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tan cierto como que dos y dos han sidosiempre cuatro. Se separaron tuteándose.El sastre se paró en la puerta y siguiólargo rato a Fischerle con la mirada. Lasilueta del caballeroso enano —puestenía un corazón muy noble— sedifuminó al cabo de poco tiempo en loscontornos de su fabuloso abrigo, bajo elcual los pantalones de un elegantísimotraje deleitaban la vista.

Fischerle llevó su traje viejo,debidamente empaquetado, a la estación.Por tercera vez hizo su aparición en elvestíbulo de entrada: un hombre bientrajeado, rejuvenecido y de buenafamilia. Con una indiferenciaprincipesca tendió su contraseña al

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empleado de consigna, sosteniéndolaentre sus dedos medio e índice, yreclamó su «maleta nueva». El respetodel empleado se trocó en veneración.Acaso las camisas que le vio guardaraquella tarde fueran sólo para venta.Ahora iba con la elegancia pegada alcuerpo. Con ambos brazos metió elpaquete en la maleta y declaró:

—Está tan bien cerrado que seríauna locura abrirlo. —En la ventanilla deextranjeros preguntó en alemán y convoz ronca—: ¿Puedo comprar aquí unbillete de primera hasta París o no?

—Sí, sí, por supuesto —le aseguróel mismo individuo que, horas antes, loenviara a paseo. De lo cual dedujo

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Fischerle, no sin orgullo, que erairreconocible.

—¡Qué lentos sois en este país,caballeros! —se quejó con acentoinglés; aún llevaba su manual bajo elbrazo—. ¡Espero que vuestros trenessean más rápidos!

—¿Desea el señor una litera? Aúnquedan plazas libres.

—Sí, por favor. Para el tren de la 1:05. ¿Son de fiar estos horarios?

—Sí, sí, por supuesto. Este es unantiguo centro de cultura.

—Ya lo sé. Pero eso nada tiene quever con los trenes. Para nosotros, enEstados Unidos, los negocios sonprimero. Business, por si sabe usted

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algo de inglés. —La manera ostentosacon que el hombrecito le mostró unabilletera a cuadros y repleta, confirmó alempleado la sospecha de estar frente aun americano, y la devoción ilimitadaque como tal merecía—. ¡No volveré apisar este país! —dijo Fischerledespués de haber pagado y escondido subillete en la cartera a cuadritos—. Mehan estafado, tratándome como a untullido, no como a un americano. Misprofundos conocimientos de la lenguame permitieron desbaratar lasintenciones de mis enemigos. ¿Sabeusted que me arrastraron por variosantros del vicio? Tenéis buenosajedrecistas, es lo único que debo

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admitir. El profesor Kien, un célebrepsiquiatra parisino amigo mío, compartemi opinión. Me tuvieron preso bajo unacama y me exigieron un rescate fabulosobajo horribles amenazas de muerte. Yolo pagué, pero la policía me devolveráel triple. Ya se iniciaron los trámitesdiplomáticos. ¡Vaya centro de cultura!—Y, sin despedirse, dio media vuelta yabandonó el vestíbulo con paso firme.Un temblor desdeñoso jugueteaba en suslabios. ¡A él con centros de cultura! ¡Aél, que nació en esa ciudad y no la habíaabandonado nunca, que conocía dememoria las revistas de ajedrez, que enel Cielo era el primero en leer cualquierrevista y había aprendido inglés en una

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tarde! Su gran éxito lo convenció de queaprender idiomas era fácil, y se propusoestudiar dos lenguas por semana en lashoras libres que, como campeónmundial, le quedaran en América. Alcabo de un año sabría 66. ¿Para quémás? Los dialectos no cuentan. No hacefalta estudiarlos.

Eran las nine o’clock: el gran relojde la estación daba la hora en inglés. Alas diez cerraban el portón de su casa.Más valía que evitase al portero. Eltrayecto hasta la barraca en ruinasdonde, por desgracia, Fischerle habíadesperdiciado veinte años con una puta,duraba cuarenta minutos: forty minutes.Sin demasiadas prisas, lo recorrió con

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sus zapatos amarillos. De vez en cuandose detenía y, bajo un farol de gas,consultaba en su manual las palabrasque se iba diciendo en inglés. Nombrabalos objetos e interpelaba a la gente conla que se cruzaba, aunque en voz baja,para no ser abordado. Sabía más de loque pensaba. Como al cabo de veinteminutos no encontró nada nuevo, mandóal diablo casas, calles, faroles y perrosy se sentó a jugar una partida en inglés.La prolongó hasta su mugrienta barraca.Frente al portón la ganó y entró en elvestíbulo. Su ex-mujer le crispaba losnervios, ¡y cómo! Por no topar con ella,se escondió detrás de la escalera. Habíaespacio de sobra. Su mirada atravesó

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los peldaños que, de todas formas,estaban llenos de agujeros. Si quisiera,podría obstruir con su nariz esaescalera. Hasta las diez se mantuvo ensilencio. El portero, un zapateroharapiento, cerró el portón y apagó laluz de la escalera con sus manostemblorosas. Cuando desapareció en sumiserable tugurio —apenas dos vecesmás grandes que la mujer de Fischerle—, éste graznó en voz baja:

—How do you do!El zapatero oyó una voz ligera y,

creyendo que había una mujer afuera,esperó a ver si tocaba. El silencio eratotal. Se había equivocado: habrá sidoun transeúnte. Entró en su cueva y,

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excitado por la voz, se acostó junto a sumujer, a la que no tocaba hacía meses.

Fischerle esperaba a la Rentista,preguntándose si llegaría o se iría.Como era buen observador, lareconocería por el modo de llevar sufósforo: siempre recto y en alto, puesera la puta más fumadora de toda lacasa. Él preferiría que se fuera. Asípodría deslizarse escaleras arriba,recoger su agenda de debajo de la cama,despedirse de aquel remanso de pazdonde solía refugiarse cuando no eramás que un pobre tullido, salir corriendode la casa y coger un taxi hasta laestación. Arriba encontraría su llave delportón: hacía poco que él mismo,

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furioso de oír las necedades de su mujer,la había tirado en un rincón. Y no larecogió por pereza. Si ella entrara, envez de salir, traería a algún cliente.Ojalá no se quedasen mucho rato. En elpeor de los casos, el Dr. Fischerreptaría en el cuartito como el Fischerlede antaño. Si su mujer lo oía, se callaríapara no enojar al cliente. Y antes de quehablara, él ya estaría fuera. Pues ¿quéhace una mujer como ella todo el día? Ose acuesta con un tipo o no se acuestacon nadie. O esquilma a uno, o le ofrecedinero a otro. O es vieja y no le gusta anadie, o es joven y más necia todavía. Site da algo de comer, ten la seguridad deque acabará desplumándote. Si no gana

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nada, te mandará a robar peines debolsillo. ¡Al cuerno todo aquello! ¿Quémérito tenía? Un hombre de estaturanormal se juega su prestigio al ajedrez.Mientras esperaba, Fischerle sacó elpecho. Quién sabe qué aspecto tendrántraje y abrigo al día siguiente. La jorobapodía deformarlos.

Pasó una eternidad y no vino nadie.Del canalón goteaba agua al patio.Todas las gotas iban al océano. En unenorme trasatlántico, el Dr. Fischer seembarca rumbo a América. Nueva Yorktiene diez millones de habitantes. Lapoblación delira de júbilo. En lascalles, la gente se besa y grita alunísono: «¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!». Cien

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millones de pañuelos se agitan en suhonor; los habitantes se han atado uno acada dedo. Las autoridades deinmigración desaparecen. ¿Por quépreguntan tanto? Una delegación deputas neoyorquinas pone a sus piestodos los Cielos de la ciudad. Allítambién había. Él les agradece. Por algoha estudiado. Una escuadrilla de avionesdibuja DR. FISCHER en el cielo. ¿Porqué no habrían de promocionarlo? Élvale más que el Persil. Miles depersonas se tiran al agua por él. «¡Quelos salven!», ordena. Tiene un corazónde oro. Capablanca se le echa al cuello.«¡Sálveme!», le dice en un susurro. Porsuerte, su corazón ensordece entre tanto

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ruido. «¡Largo de aquí!» le grita él,dándole un empujón. Capablanca esdestrozado por la multitud furiosa.Desde un rascacielos retumba una salvade cañonazos. El presidente de losEstados Unidos estrecha su mano. Sufutura esposa le enseña la dote en blancoy negro. Él la acepta. Se abrensuscripciones para el Palacio delBabuino en todos los ̂ rascacielos. Lassuscripciones superan la suma delempréstito. Él funda una escuela parajóvenes talentos. Pero éstos seinsolentan y tiene que echarlos. En elprimer piso dieron las once. En él vivíauna anciana de ochenta años con un relojdel tiempo de su abuela. En 2 horas 5

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minutos parte el tren-litera a París.Fischerle subió la escalera de

puntillas. Su esposa nunca se ausentabatanto tiempo. Debía estar bajo algúncliente. Al llegar al tercer piso sedetuvo ante el cuartito y oyó voces. Nosalía luz por las rendijas. Comodespreciaba a su mujer, se negó aentender lo que decía. Se quitó loszapatos nuevos y los dejó en el primerpeldaño de la escalera, un poco máscerca de América. Encima puso elsombrero nuevo y lo admiró: era másoscuro que las tinieblas. Del libro deinglés no se separó. Lo escondió en elbolsillo de su abrigo y abrió suavementela puerta: en eso era un experto. Las

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voces seguían hablando, muy alto, sobreinsultos. Ambos estaban sentados en lacama. Fischerle dejó la puerta abierta yse arrastró hasta la hendidura.

Lo primero que metió fue la nariz:ahí estaba su agenda, apestando alpetróleo en el que se cayó unos mesesantes. «¡A sus órdenes!», pensó elenano, inclinándose ante tal constelaciónde ajedrecistas. Luego empujó la agendacon el índice derecho hasta el extremode la hendidura y la levantó. Ya erasuya. Con la mano izquierda se sujetó laboca, pues estuvo a punto de soltar unacarcajada: el cliente hablaba como elciego de los botones. Como se conocíala agenda al revés y al derecho, pudo

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inscribirse, con ayuda del tacto, en lasúltimas hojas vacías. Pero escribir conletra tan pequeña le costaba más queantes. Por eso anotó en una página:«Doctor», en la segunda «Fischer», en latercera «Nueva» y en la cuarta «York».Más tarde escribiría la dirección exacta,cuando supiera la del Palacio delBabuino, residencia de su prometida.Hasta entonces se había ocupado pocode esa boda. Las preocupaciones por elcapital, el pasaporte, el traje y el billetele quitaron varios días preciosos. Sunariz olía a petróleo. «Darling!», dijo lamillonaria y tiró de ella: le gustaban lasnarices largas, no aguantaba laspequeñas; ¿de dónde le vendría a él la

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suya?, le preguntó un día que paseabanpor la calle. Todas le resultaban cortas.Ella era hermosa y americana; rubiacomo en las películas, muy alta y deojos azules. Sólo viajaba en cochepropio, los tranvías le daban miedo: vanatestados de tullidos y de carteristas quele roban a una los millones del bolsillo,¡una lástima! ¿Qué sabía ella de su ex-joroba en Europa?

—¡Jorobado y mugre es la mismacosa! —dijo el hombre desde la cama.Fischerle se rió, pues ya no lo era, yobservó las piernas del tipo, enfundadasen su pantalón. Los zapatos presionabanel suelo. Si no supiera que el ciego delos botones tenía sólo veinte céntimos,

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ni uno más ni uno menos, juraría que eraél. Los sosias existen. Y ahora habla debotones. ¿Por qué no? Le está pidiendo ala mujer que le cosa un botón. No, eltipo está loco. De pronto dijo—: ¡Toma,trágatelo!

—¡Dáselo a él! —dijo la mujer—,¡que se lo trague!

El tipo se puso en pie y se dirigió ala puerta abierta.

—¡Está en la casa, te digo!—Pues búscalo. ¿Qué culpa tengo

yo?El sosia dio un portazo y empezó a

pasearse por el cuarto. Fischerledesconocía el miedo. Pero por si acaso,se arrastró en dirección a la puerta.

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—¡Está bajo la cama! —gritó lamujer.

—¡Qué! —rugió el sosia. Cuatromanos sacaron al enano y dos leempuñaron la nariz y garganta.

—¡Mi nombre es Johann Schwer! —Alguien se presentó en la oscuridad y lesoltó la nariz, pero no el cuello. Luegorugió—: ¡Toma, traga!

Fischerle recibió el botón en la bocae intentó tragárselo. La mano le soltó uninstante la garganta para que se tragarael botón. Aprovechando el respiro, laboca de Fischerle esbozó una sonrisa yexhaló inocentemente:

—¡Pero si es mi botón! —La manovolvió a empuñarlo y apretó. Un puño le

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aplastó el cráneo.El ciego lo tiró al suelo y fue a

buscar, en la mesita que ocupaba uno delos rincones, un cuchillo de pan. Con élhizo trizas el traje y el abrigo, y le cortóla joroba a Fischerle. Su penosa labor lohizo jadear: el cuchillo no tenía filo y noquiso encender la luz. La Rentista lomiró mientras se desvestía. Se echó enla cama y dijo:

—¡Ven!Pero él no había acabado. Envolvió

la joroba en los jirones del abrigo, leescupió un par de veces y dejó elpaquete donde estaba. Luego empujó elcadáver bajo la cama y se tiró sobre lamujer.

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—Nadie ha oído nada —dijoriéndose. Estaba cansado, pero la fulanaera gorda. Le hizo el amor toda la noche.

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Tercera Parte

UN MUNDO EN LACABEZA

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El bueno de papá

El apartamento del portero BenediktPfaff comprendía una cocina oscura y demedianas dimensiones, y un cuartito quedaba al portal del inmueble. Alcomienzo, la familia entera, integradapor cinco miembros: la mujer, la hija yél por partida triple (como policía,marido y padre), dormía en la habitaciónmás grande. Las camas de matrimonio—cosa que lo enfurecía— eran delmismo tamaño. Por eso obligaba a sumujer y a su hija a dormir juntas en una,reservándose la otra para él solo.Dormía sobre un colchón de crin: no por

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afeminamiento, pues odiaba a lasmujeres y a los dormilones, sino porprincipio. El dinero lo traía él a casa. Lamujer se encargaba de fregar lasescaleras, y la hija, desde que cumpliódiez años, abría el portón cuandollamaban por la noche. Así sedespabilaría. Lo que ambas recibieran acambio de sus servicios le correspondíaa él, por ser el portero. De vez encuando les permitía ganarse unoscentavos fuera, haciendo recados olavando. Así sentirían en carne propia loque un padre tiene que sufrir por sufamilia. En la mesa se declarabapartidario de la vida familiar. Por lanoche se burlaba de su mujer, ya algo

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vieja. Ejercía su derecho a castigar nobien llegaba del trabajo. En su hijita selustraba los rojizos puños con sinceroamor; a su mujer la usaba menos. Dejabaen casa todo su dinero. La sumaresultaba siempre exacta sin necesidadde contar, pues la única vez que seprodujo un fallo, mujer e hija tuvieronque dormir en plena calle. En resumidascuentas, era un hombre feliz.

En esa época se cocinaba en elcuartito blanco, pensado también comococina. Debido a su agotadoraprofesión, que mantenía sus músculosdía y noche en estado de alerta, BenediktPfaff necesitaba una dieta rica,abundante, suculenta y bien servida. A

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este respecto no admitía bromas, y si asu mujer le llovían golpes, era culpa deella; lo que nunca hubiera dicho de suhijita. Su hambre fue aumentando con losaños. Y un buen día decidió que esecuarto era excesivamente pequeño parahacer tanta comida y ordenó quetrasladaran la cocina a la pieza de atrás.Por una vez encontró resistencia, pero suvoluntad era invencible. Desde entonceslos tres vivieron y durmieron en aquelcuartito, donde apenas cabía una cama, yla pieza grande fue reservada paracocinar, comer, dar palizas y recibir auno que otro colega que, pese a lacopiosa comida, nunca se sentía muy encasa. Poco después de este cambio, la

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mujer murió de agotamiento. No aguantóel trabajo en la nueva cocina: cocinabatres veces más que antes y fueconsumiéndose día a día. Parecía muyvieja; la gente le echaba sesenta años.Los inquilinos, que odiaban y temían alportero, lo compadecían sin embargo eneste punto: les parecía una crueldad queun hombre rebosante de energía tuvieseque vivir con esa anciana. En realidadella era ocho años menor que él, peronadie lo sabía. A veces le daba porpreparar tanta comida que cuando sumarido llegaba aún no había terminado.Pero a él, que solía esperar cincominutos para sentarse a comer, se leacababa la paciencia y le pegaba antes

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de estar satisfecho. Ella murió bajo suspuños. De todas formas hubierafallecido en los días siguientes por sísola: él no era asesino. En su lechomortuorio, que él mismo le preparó en lahabitación grande, se veía tan arrugadaque a Pfaff le dio vergüenza recibir lasvisitas de pésame.

Un día después del entierro comenzósu luna de miel. Al verse más libre queantes, trataba a su hijita según suscaprichos. Antes de irse a trabajar, laencerraba en el cuarto de atrás para quese dedicase exclusivamente a la cocina.Además, así se alegraría al verlo deregreso. «¿Qué hace mi detenida?»,rugía al girar la llave en la cerradura.

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Una sonrisa iluminaba el pálido rostrode la niña, que salía a hacer sus compraspara el día siguiente. Es preferible quecompre sonriendo, pensaba él muycontento, así le darán la mejor carne. Untrozo de carne mala es como un crimen.Si tardaba más de media hora, el hambrelo hacía rabiar y la recibía a puntapiéscuando llegaba. Pero al no ganar nadacon ello, su rabieta aumentaba por elhecho de haber empezado mal su tardelibre. Si la niña lloraba mucho, él volvíaa enternecerse y su programa sedesarrollaba con normalidad. Sinembargo, prefería que llegara a tiempo.Le robaba cinco minutos de la mediahora. En cuanto salía, él adelantaba el

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reloj cinco minutos, lo dejaba sobre lacama del cuartito y se sentaba en lanueva cocina, junto al fuego, a olisquearla comida, por la que sin embargo nomovía un dedo. Sus orejas, gruesas yenormes, acechaban los débiles pasosde la niña. Esta casi no pisaba el suelopor miedo a que la media hora hubiesetranscurrido, y, desde la puerta, echabauna mirada de terror sobre el reloj. Aveces lograba deslizarse hasta la cama,pese al miedo que ésta le inspiraba, yatrasar el reloj unos minutos con gestotímido y furtivo. Pero en general, él laoía dar el primer paso —su respiraciónla traicionaba—, y la sorprendía a mitadde camino, pues hasta la cama sólo

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había dos pasos.Ella, en esos casos, intentaba

deslizarse junto a él y asumir condiligencia y prontitud sus tareasculinarias. Al mismo tiempo pensaba enun vendedor lánguido y endeble que, enla cooperativa de consumo, le decía un«Buenos días, señorita» con voz mássuave que las otras damas y evitaba sustímidas miradas. Para estar más ratojunto a él, dejaba pasar, como pordistracción, a las clientas que la seguíanen la cola. El chico era moreno. Un díaen que no había nadie en la tienda, leregaló un cigarrillo. Ella lo envolvió enun papel de seda rojo y anotó encima,con letras casi invisibles, la fecha y hora

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del regalo. Llevaba el brillantepaquetito en el único lugar de su cuerpoque al padre no le interesaba: junto alcorazón, bajo el seno izquierdo. Lospuñetazos la asustaban más que laspatadas, pero si permanecía boca abajo,al cigarrillo no le ocurriría nada.Normalmente, los puños la golpeabantodo el cuerpo y su corazón temblababajo el cigarrillo. Juró que se suicidaríasi llegaban a aplastarlo. Entretanto fuehaciendo polvo el cigarrillo a fuerza deamarlo, ya que en sus largas horas deencierro solía abrir el paquetito,contemplarlo, acariciarlo y besarlo.Sólo le quedaba un montoncito detabaco, del que no perdía ni una hebra.

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En la mesa, la boca de su padrehumeaba. Sus mandíbulas eran taninsaciables como sus brazos. Ella sequedaba en pie para llenarle el platomás rápidamente; el suyo permanecíavacío. Temía que de pronto lepreguntase por qué no comía. Suspalabras la aterraban incluso más quesus actos. Empezó a entender lo que éldecía siendo ya grande, mientras que susactos la afectaron desde el primermomento de su vida. Ya he comido,padre, le hubiera contestado. Cometranquilo. Pero en sus largos años de«casados», él nunca se lo preguntó.Estaba ocupadísimo mascando. Clavabaen el plato una mirada fija y

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embelesada, cuyo resplandor disminuíacon el montón de comida. Sus músculosbucales se irritaban por la falta detrabajo, amenazando con estallar enrugidos. ¡Ay del plato cuando sevaciaba! El cuchillo lo hubiera cortado,el tenedor, atravesado, la cuchara,martilleado, y la voz, despedazado. Perola hija estaba para eso. Seguía conmirada tensa los movimientos de sufrente. No bien aparecía entre las cejasel primer vestigio de una arruga vertical,le rellenaba el plato sin fijarse en lo queaún quedaba. Pues la arruga se formabamás o menos rápidamente según suestado de ánimo. Ya lo sabía. Alcomienzo, tras la muerte de la madre,

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siguió el ejemplo de ésta y se guiaba porel plato. Pero iba por mal camino: eltipo esperaba más de una hija. Muypronto ella se dio cuenta y aprendió aleer su estado de ánimo en las arrugasde su frente. Había días en que acababael plato sin decir nada. Luego seguíarumiando un buen rato. Ella loescuchaba. Si chasqueaba la lengua conviolencia, la pobre se ponía a temblar:la esperaba una mala noche. Tratabaentonces, con sus palabras más tiernas,de animarlo a comerse otra porción.Pero en general sólo rumiaba de purocontento y le decía:

—Todo hombre tiene un retoño.¿Quién es mi retoño? ¡La detenida!

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Y al decir esto la señalaba,utilizando el puño en vez del índice.Cuando decía: «la detenida», ella teníaque imitar, sonriendo, el movimiento desus labios. La niña se alejaba. Pero él laperseguía con su pesada bota.

—Papá tiene derecho…—… al amor de su hijita. —En voz

alta y cadenciosa, como en la escuela,concluía ella sus frases. Pero se sentíamuy disminuida.

—Para casarse, mi hija… —yestiraba el brazo.

—… no tiene tiempo.—La comida se la da…—… el bueno de papá.—Los otros hombres…

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—… no la quieren.—¿Qué haría un hombre con…—… una niña idiota?—Y ahora papá va a…—… detenerla.—En las rodillas de papá se

sienta…—… su obediente hijita.—Uno también se cansa de…—… la policía.—Si la chica se porta mal, le

caerá…—… una paliza.—Papá sabe por qué…—… se la da.—Así aprenderá lo que le debe a…—… su papá.

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Solía cogerla y sentársela en lasrodillas. Con la derecha le pellizcaba lanuca, porque estaba detenida, y con laizquierda se ayudaba a eructar. Ambascosas le agradaban. Ella reunía suescasa inteligencia para completarcorrectamente las frases, y se guardababien de llorar. Él se pasaba horasacariciándola y enseñándole nuevasllaves de judo, inventadas por él mismo;la empujaba de un lado a otro y lemostraba cómo dominar a un delincuentecon un jugoso derechazo en la barriga.En efecto, ¿quién no se sentía mal trassemejante golpe?

Esta luna de miel duró medio año.Un buen día jubilaron al padre y no fue

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más a trabajar. Desde entonces se hizocargo de la chusma que mendigaba porcasa. La mirilla abierta a cincuentacentímetros del suelo fue el resultado devarios días de meditación. Su hijacolaboró en las pruebas. Tuvo que irinfinidad de veces del portón a laescalera y viceversa. «¡Más despacio!»,rugía él, o «¡Corre!». Y en seguida laobligaba a ponerse sus pantalones viejosy hacer las veces de un delincuentemasculino. Los bofetones destinados aéste llovían sobre ella. En cuanto él veíasus propios pantalones por la flamantemirilla, pegaba un salto, abríabruscamente la puerta y tiraba al suelo ala chiquilla de dos golpes furibundos.

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«Tuve que hacerlo», se disculpabaluego, como si fuera la primera vez quela tocaba «porque eres un indeseable».¡En vez de rapar a los delincuentesdebieran degollarlos! Son una carga. Enla cárcel no hacen sino tragar a costa delEstado. ¡Yo aplastaré a esas sabandijas!El Gato ya está en casa. ¡Ratones a suagujero! Yo soy el Gato Rojo. ¡Me loscomeré! ¡Que aprendan lo que significaaplastar!

Ella lo aprendió, y se alegró alpensar en su futuro. Ya no la enterraría.Él estaría siempre en casa y la veríatodo el día. Podrá quedarse un rato máscomprando: cuarenta minutos, cincuenta,una hora entera; no, tanto no. Iría a la

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Cooperativa cuando no hubiera gente:tiene que agradecerle el cigarrillo que leregaló hace ya tres meses y cuatro días.En aquel momento estaba tan excitada, yluego vino tanta gente, que no le dio lasgracias. ¡Qué pensaría de ella! Si lepreguntase qué tal le supo, le diría:estupendo, su padre casi se lo quita; ledijo que era la mejor marca y que legustaría fumárselo.

Lo cierto es que su padre nunca vioaquel cigarrillo. No importa; ella queríaagradecerle al señor Franz, el moreno, ydecirle que era una marca fina: su padreera un experto. Tal vez le diera otrocigarrillo. Se lo fumaría ahí mismo. Sientraba alguien, se volvería y tiraría

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velozmente la colilla sobre elmostrador. Él la apagaría antes de queestallara un incendio. Es muy hábil. Enel verano dirige solo la sucursal porqueel jefe se va de vacaciones. Entre lasdos y las tres, la tienda está vacía.Tendrá que estar alerta; podrían verlos.Él le alcanzará la cerilla y encenderá elcigarrillo. Lo voy a quemar, le diríaella. Él sé asustará, ¡es tan delicado! Deniño siempre estaba enfermo, ella losabe. Lo apunta con el cigarrillo y loquema. «¡Ay!», grita él, «mi mano ¡cómoduele!». «Porque te quiero», exclamaella y se escapa. Esa noche, él vendrá araptarla. Su padre duerme, alguien tocay ella sale a abrir. Coge todo el dinero y

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sobre el camisón se pone su propioabrigo, el que le estaba prohibido usar,no el gabán viejo de su padre. Pareceuna doncella, y ¿a quién ve en el portón?A él. Una carroza con cuatro corcelesnegros la espera. Él le ofrece su mano.Con la izquierda sostiene su espada.Como es un caballero, hace una venia.Lleva los pantalones planchados. «Hevenido», le dice, «pese a que me quemó.Soy el noble caballero Franz». Lo queella siempre pensó, lira demasiadoguapo para la Cooperativa: un caballerodisfrazado. Le pide permiso para matara su padre: su honor está en juego. «¡No,no!», le implora, «¡matará a Su Alteza!».Él la aparta. Ella saca todo el dinero de

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su bolso y se lo tiende; él la fulmina conla mirada: es una cuestión de honor. Yde un solo golpe, en el cuarto, separa lacabeza del tronco paterno. Ella llora dealegría: ¡si su pobre madre lo hubieravisto, aún estaría viva! El caballeroFranz recoge la rubicunda cabeza delpadre. En el umbral le dice: «Gentildamisela, en adelante ya no tendréis queabrir la puerta, os llevaré conmigo». Lajoven introduce su piececito en lacarroza. Él la ayuda a subir. Puedetomar asiento, hay espacio de sobra.«¿Es usted mayor de edad?», pregunta eljoven. «Veinte años cumplidos»,responde ella. No aparentaba veinteaños, hasta ese día había sido la mimada

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de su padre. (En realidad teníadieciséis; ojalá no se dé cuenta).Buscaba un marido para irse de casa. Ysu hermoso caballero moreno se yergueen medio de la carroza en marcha y searroja a sus pies. La quiere por esposa,sólo a ella, o sucumbirá su valientecorazón. Avergonzada, la niña leacaricia los negros cabellos. ¡Quéabrigo tan precioso! Ella lo llevaráhasta que se muera: acaba de estrenarlo.«¿Adonde estamos yendo?», le pregunta.Los corceles piafan y resoplan. ¡Cuántascasas hay en la ciudad! «A ver a tumadre», responde él, «también tienederecho a alegrarse». Los corceles sedetienen frente al cementerio. La madre

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está justo a la entrada. He aquí su tumba.El caballero Franz deposita encima lacabeza del padre. Era su obsequio. «¿Nole ofreces nada a tu madre?», lepregunta. ¡Oh, qué vergüenza! ¡Quévergüenza! Él le traía algo a su madre, yella, nada. De pronto saca un paquetitorojo del camisón y lo pone junto a larubicunda cabeza. La madre se alegra alver a sus hijos felices. Ambos searrodillan ante la tumba y rezan por ella.

Arrodillado frente a su mirilla, elpadre la manosea todo el tiempo, laatrae a sí, le sostiene la cabeza ante elagujero y le pregunta si ve algo. Esalarga prueba la deja exhausta, el portalbaila ante sus ojos y, por decir algo,

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lanza un «sí».—¿Cómo que sí? —ruge el padre

degollado, aunque todavía vivo. ¡Lacara que pondrá esa noche cuando lacarroza se detenga ante el portón!—. ¡Sí,sí! —dice, imitándola con sorna—, ¡nome digas que estás ciega! ¿Mi hija…ciega? Y ahora dime: ¿qué ves?

Ella permanece arrodillada hastaque distingue lo que él quiere: unamancha en la pared de enfrente.

Su invento le enseñó a ver el mundodesde un ángulo nuevo. Y la niña,obligada, participó también en susdescubrimientos. Era muy poco instruiday no sabía nada. Cuando él, dentro decuarenta años, se haya muerto (todos

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tenemos que morirnos), ella seconvertirá en una carga para el Estado.Y él no quisiera irse con un delito así enla conciencia. Su deber es darleinformación sobre la policía. Por eso lefue explicando una serie de detallesacerca de los inquilinos, enseñándole adistinguir las diferentes faldas ypantalones y a determinar su importanciadentro de la criminología. Arrastradopor su fervor pedagógico, a vecesdejaba escapar algún mendigo y laculpaba luego de aquel sacrificio.Aunque decentes, los vecinos tambiénson sospechosos, le decía. ¿Le dabanalgo por la protección especial que élles brindaba? ¡Qué va! Se embolsan el

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fruto de su trabajo y, en vez deagradecerle, hablan mal de él. ¡Como sihubiera asesinado a alguien! Y entonces,¿por qué trabaja en vano? Estando yajubilado, podría no hacer nada, odedicarse a perseguir mujeres, oemborracharse. Después de trabajartoda una vida, bien podía holgazanear.Pero él tenía una conciencia. En primerlugar, se dijo, tengo una hija quemantener. ¡Sería una crueldad dejarlasola en casa! Mejor me quedo con ella,y ella conmigo. Un buen padre defamilia estrecha a su hija contra sucorazón. Ya pasó medio año sola desdeque murió la vieja. Él estaba deservicio: con la policía no se juega. En

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segundo lugar, el Estado le paga unapensión. Y tiene que pagársela; no hayescapatoria, aunque todo se hunda, lapensión no puede fallar. Hay nombresque se dicen: ya he trabajado bastante; yotros que agradecen la pensión y siguentrabajando voluntariamente: ¡son losmejores! Detienen a cuanta gentepueden, la matan a medias, porque matardel todo está prohibido, y le ahorrantrabajo al Estado. Es lo que se dice unalivio, un fardo menos que cargar. Lapolicía tiene que ir codo con codo; losjubilados también. A esas concienciasno debieran jubilarlas. Son insustituiblesy al morir dejan un gran vacío.

La niña fue aprendiendo un poco

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más cada día. Tenía que memorizar lasaventuras de su padre y acudir en suayuda cuando la memoria le fallaba.Pues, ¿de qué te sirve una hija que secome la mayor parte de la pensión? Siaparecía un mendigo nuevo, él la hacíamirar rápidamente por el agujero y, envez de preguntarle si lo conocía:

—¿Cuándo vino por última vez? —le decía. Las trampas son muyaleccionadoras; sobre todo para su hija,que siempre cae en ellas. Liquidado elmendigo, él fijaba el castigo exacto quela niña merecía y lo ejecutaba alinstante. Sin castigos corporales no sellega a ningún lado. Los ingleses son unpueblo formidable.

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Benedikt Pfaff logró educar tan biena su hija que al final ésta llegó asustituirlo. A partir de entonces la llamóPoli, título honorífico alusivo a lasaptitudes que para la profesión paternatenía la niña. Su nombre real era Ana,pero como a él no le decía nada —eraenemigo de los nombres—, nunca loutilizaba. Los títulos le gustaban más,sobre todo los que él mismo concedía.Al morir la madre, murió también Ana.La niña pasó a llamarse «tú» o «la hijaobediente» por espacio de medio año.Desde que le puso Poli, se sintióorgulloso de ella. Para algo sirven lasmujeres, siempre que el hombre sepaconvertirlas en «Polis», claro está.

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Su nueva dignidad le suponíasacrificios aún mayores a la niña. Sepasaba todo el día sentada o de rodillasjunto al padre, lista a sustituirlo. Cuandoél se ausentaba unos minutos, ellaocupaba su puesto. Si algún mendigo obuhonero ingresaba en su campo visual,su obligación era retenerlo por la fuerzao por la astucia hasta que el padre seocupase de aquel cerdo. Y él se dabaprisa. Prefería hacer todo eso solo y lebastaba con que ella vigilara. Su nuevosistema de vida lo absorbía cada vezmás. Fue perdiendo el interés por lascomidas y hasta disminuyó notablementesu hambre. Al cabo de unos meses, lasocasiones de moverse y de tomar el aire

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se vieron limitadas a unos cuantosnovatos. El resto de los mendigosevitaba su casa como la peste; y contoda razón. Su temible estómago, quetanto llegara a importarle, se moderó. Eltiempo que su hija dedicaba a la cocinase redujo a una hora diaria. No la dejabaestar más tiempo en el cuarto de atrás.Ella pelaba las patatas a su lado. A sulado limpiaba también la verdura, y,mientras golpeaba la carne para elalmuerzo, él la palmeteaba muycontento. Sus ojos ignoraban lo quehacía su mano: permanecían clavados enlas piernas que entraban y salían.

Como ahora sólo comía la mitad queantes, le daba a Poli un cuarto de hora

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para comprar. Pero ésta, digna alumnade su padre, solía renunciar un díaentero a ver a Franz el moreno y sequedaba en casa: al día siguiente secobraba dos cuartos de hora seguidos.Nunca encontró solo al caballero.Furtivamente, balbuceaba suagradecimiento por el cigarrillo. Puedeque él la entendiera, pues desviaba lamirada con tal delicadeza… Por lanoche, ella se dormía mucho despuésque su padre. Pero Franz nunca llamaba:¡qué largos eran los preparativos! Si lohubiera quemado, él se habría dadoprisa. ¡Había siempre tantísimas mujeresen la Cooperativa! Un día, cuando él lepreparase la cuenta, ella le diría en un

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susurro: «Gracias; no tiene por qué seruna carroza. ¡Y no olvide usted suespada!».

Un buen día encontró a las mujeresapiñadas ante la puerta de laCooperativa, hablando todas a la vez:

—¡El Franz se ha esfumado! ¡Vayachico! ¡Con toda la Caja! Nunca mirabaa la cara. ¡68 chelines! ¡Debieranreimplantar la pena de muerte! Es lo quedice mi marido hace años.

Temblando, la chica se precipitó a latienda justo cuando el administradordecía:

—La policía le está siguiendo lapista. —El perjudicado era él, todo pordejarlo solo; cuatro años llevaba el muy

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pillo en la tienda, nadie hubieraimaginado sus proyectos, jamás hubo unerror de caja, ¡cuatro años!, acababa dellamar a la policía: antes de las seis lotendrían entre rejas.

—¡No es cierto! —exclamó Poli,rompiendo a llorar—. ¡Mi padre es dela policía!

No le hicieron mucho caso, pueshabía una pérdida económica quelamentar. Ella se escabulló y llegó a sucasa con la cesta de compras vacía. Sinsaludar a su padre, se encerró en elcuarto de atrás. Él estaba ocupado yesperó un cuarto de hora. Luego selevantó y le ordenó que saliera. Ellaguardó silencio.

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—¡Poli! —rugió él—, ¡Poli! —Nadase movía. Le prometió no castigarla, conla firme intención de dejarla mediomuerta y, si protestaba, liquidarla deltodo. En vez de respuesta, oyó unacaída. Con gran indignación, se vioobligado a forzar su propia puerta—.¡En nombre de la ley! —rugió porcostumbre. La muchacha yacía muda einmóvil ante el fuego. Antes de golpear,le dio unas cuantas vueltas: se habíadesmayado. Entonces se asustó: erajoven y la quería. Le ordenó variasveces que volviera en sí. Su sordera loirritó a pesar suyo. En cualquier caso,prefería empezar por una zona no muysensible. Al buscarla, su mirada recayó

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en la cesta de compras. Estaba vacía. Alfin cayó en la cuenta: había perdido eldinero. Entonces comprendió su miedo.Él era insensible a ese tipo de bromas.La chica salió de casa con un billete dediez chelines. ¡Algo le quedaría, sinembargo! La registró de pies a cabeza.Por primera vez la tocaba con los dedos,no con los puños. Halló un paquetitorojo que contenía tabaco en polvo. Lorompió y lo tiró a la basura. Por últimoabrió el bolso. El billete de diezchelines estaba adentro, intacto yreluciente. Esta vez no entendió nada.Perplejo, le empezó a pegar para quedespertase. Cuando volvió en sí, la niñalo encontró sudando: ¡con cuánta

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precaución la habrá golpeado! Gruesoslagrimones le chorreaban de la boca.

—¡Poli! —rugió él—, ¡Poli! ¡Eldinero sigue aquí!

—Mi nombre es Ana —respondióella en tono frío y duro.

Él repitió:—¡Poli! —La voz de su hija lo

emocionó profundamente. Sus manosabiertas se cerraron en un par de puños;un sentimiento de ternura lo invadió—.¿Qué comerá hoy día el bueno de papá?—gimió.

—Nada.—La Poli tendrá que hacerle algo.—¡Ana! ¡Ana! —gritó la niña.De repente ella se puso en pie, le

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dio un empellón que hubiera derribado acualquier otro padre —hasta él mismolo advirtió—, corrió al cuartito (lapuerta estaba hecha trizas, si no, lohubiera encerrado), saltó a la cama conzapatos, para ser más alta que él, y legritó:

—¡Te costará la cabeza! ¡Poli vienede policía! ¡Mamita tendrá tu cabeza!

Él comprendió. Amenazaba condenunciarlo. Su retoño lo queríacalumniar. ¿Para quién vivía entonces?¿Para quién seguía siendo un hombrerespetable? En su seno había criado unavíbora. La chica merecía la horca. Élpone a su disposición un gran inventopara que aprenda algo y, ahora que el

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mundo y las mujeres eran suyas, sequeda con ella de puro bueno. ¡Y ellapretende acusarlo de ser injusto! ¡No erahija suya! ¡La vieja lo engañó! Despuésde todo no fue mala idea pegarle comolo hacía. Siempre tuvo buen olfato.Llevaba ya dieciséis años tirando sudinero en una hija postiza. Lo que cuestauna casa. La humanidad va de mal enpeor. Pronto suprimirán el cuerpo depolicía y los delincuentes harán de lassuyas. El Estado dirá: no pagaré máspensiones, y aquello será el fin delmundo. ¡El crimen se propagará y DiosPadre no sabrá qué hacer!

Raras veces se encumbraba hastaDios Padre, cuya situación de

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preeminencia respetaba. Dios Padrepuede más que un Jefe Superior dePolicía. Razón de más para inquietarsepor el propio Dios y los peligros quecorría. En vano bajó a su hijastra de lacama y le pegó hasta que sangrase. Nosintió ningún placer. Lo hizomecánicamente y sus palabras denotabanuna tristeza y melancolía muy profundas.Sus manotones desmentían su tono devoz. Las ganas de rugir se le acabaron.Por error citó una vez a una tal Poli. Susmúsculos repararon la falta en el acto.El nombre de la mujercita que estabavapuleando era Ana. Pretendía ser iguala una hija suya. Pero él no lo creía. Lajoven perdió muchos cabellos y, al

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defenderse, se rompió dos dedos.Gritaba algo sobre una cabeza como unvulgar carnicero. Insultó a la policía. Esevidente que ni la mejor educaciónpuede combatir los malos instintos. Lamadre no valía nada. Era una enferma yle temía al trabajo. ¿Por qué no enviar ala hija junto a su madre? Ése era sulugar. Pero él no era así. Dejó depegarle y se fue a comer a unrestaurante.

Desde aquel día sólo se trataroncomo cuerpos. Ana cocinaba y hacía lascompras, evitando a toda costa laCooperativa. Sabía que Franz el morenoestaba preso. Por ella había robado;pero lo hizo mal. A un caballero le

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resulta todo. Desde que perdió sucigarrillo, dejó de amarlo. La cabeza desu padre estaba más segura que nunca:por la mirilla, sus ojos mendigabanmendigos. Ella le demostraba sudesprecio ignorando la existencia de suinvento y no asistiendo a sus clases. Él,en cambio, le comunicaba susobservaciones una vez cada dos días.De cuclillas junto a él, la chica hacía sutrabajo y lo escuchaba en silencio. Lamirilla no le interesaba. Cuando elpadre le lanzaba una miradareconciliadora, ella meneaba la cabezacon indiferencia. ¡Adiós sincerasconversaciones de sobremesa! Ellallenaba los dos platos por igual, se

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sentaba, comía —aunque poco— y sólovolvía a servirle cuando estabasatisfecha. Él la trataba exactamenteigual que antes, pero ya no la asustaba.Le pegaba convencido de haber perdidosu cariño. Al cabo de unos meses secompró cuatro preciosos canarios; treseran machos, y frente a ellos colgó lajaulita de la hembra. Los tres machoscantaban como poseídos. Él manifestabasu admiración aparatosamente. No bienoía que gorjeaban, dejaba caer la tapade su mirilla, se erguía y los escuchabade pie. Su recogimiento no le permitíaaplaudirlos al término del musicalrequiebro. Pero les gritaba: «¡Bravo!», ydirigía su admirativa mirada de los

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pajaritos a la joven. Esperaba cualquiercosa del ardiente gorjeo de lasavecillas. Pero ni su canto lograbainterrumpir la indiferencia de Ana.

La joven vivió aún varios añoscomo criada y mujer de su padre. Élmedró más todavía: su fuerza muscularfue aumentando en vez de disminuir.Pero no era feliz. Se lo decíadiariamente y lo pensaba incluso en lascomidas. Ella murió de consunción, paragran desesperación de los canarios, quesólo comían de su mano. Perosobrevivieron al desastre. BenediktPfaff vendió los muebles de la cocina ehizo tapiar la habitación del fondo. Anteel muro recién enjalbegado colocó un

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armario. Evitaba cuanto pudierarecordarle la pieza vacía… En ella,frente al horno, perdió el cariño de suhija. Jamás supo por qué.

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Pantalones

—¡Profesor! A un caballo noble hayque darle su avena. Es un purasangre ycocea. En el zoológico, el león devorasu carne sanguinolenta. ¿Por qué?Porque el rey de los animales ruge comoun trueno. Al gorila que enseña suscolmillos, los salvajes le dan mujerestiernas. ¿Por qué? Porque el gorila tienemúsculos de acero. ¡Eso se llamajusticia! A mí, en cambio, esta casa nome paga un real. Y yo soy impagable.¡Profesor! Usted es el único hombre enel mundo que conoce la gratitud. Suregalito, como le dicen, me ha permitido

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superar graves problemas alimenticios.Y ahora permítame preguntarlehumildemente qué fue de su vida,profesor, y recordarle que me tiene,como siempre, a sus órdenes.

Tales fueron las primeras palabrasque Benedikt Pfaff, al llegar a sucuchitril, dirigió al profesor, ocupado enquitarse la venda de los ojos. Kien sedisculpó y, reparando su olvido, le pagódos meses de propina.

—Sobre lo del piso de arriba ya nohay nada que aclarar —dijo.

—¡Así me parece! —replicó Pfaffguiñando el ojo en parte por Teresa,pero sobre todo por haber recuperadosus derechos, con los que casi no

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contaba.—Mientras usted limpia a fondo mi

apartamento, yo me quedaré aquímeditando. El trabajo apremia.

—¡El cuarto entero está a sudisposición! ¡Profesor, está usted en sucasa! Una mujer puede llegar a separar alos mejores hombres. Pero entre dosamigos como nosotros no existe una talTeresa.

—Ya lo sé, ya lo sé —interrumpióKien con impaciencia.

—¡Déjeme acabar, profesor! ¡Aldiablo con esa tía! ¡Mi hija era otracosa!

Y señaló el armario, como si la hijaestuviese dentro. Luego expuso sus

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condiciones. Él era un hombre y seencargaría de limpiarle el piso. Perohabía que barrer muchísimo. Contrataríavarias mujeres de limpieza y asumiría elmando. Eso sí: no tolera ría ningunadeserción. Deserción y perjurio erandelitos idénticos. Durante su ausencia, elprofesor lo sustituiría en su puesto clavedentro de la casa.

Menos por sentido del deber que porafán dominador quiso obligar a Kien aarrodillarse varios días. Su hija nocesaba de revolotearle en la cabezaaquel día. Como estaba muerta, elprofesor tendría que ocupar su puesto.Abundaba en argumentos. Le demostrócuan fiel e intensamente se amaban uno

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al otro y le regaló el cuarto entero, contodo el mobiliario. Minutos antes sóloestaban a su disposición. Tambiénrechazó indignado un pago por los díasque su amigo pasara en su casa.

En un plazo brevísimo instaló unsistema de alarma que comunicaba sureducto con la biblioteca del cuartopiso. En casos sospechosos, el profesorno tendría más que pulsar un botón. Elindividuo en cuestión subiría la escaleradesprevenido. El castigo bajaría a suencuentro y lo recibiría. No habíaescapatoria posible. Por la tarde deaquel mismo día entró Kien enfunciones. Arrodillado, observaba porla mirilla las idas y venidas del

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populoso inmueble. Sus ojos anhelabantrabajar. La prolongada inactividad loshabía desmoralizado. Para utilizarlospor igual y no favorecer a ninguno,decidió alternar. Su sentido de laprecisión se despertó. Cinco minutospor ojo le pareció conveniente. Puso sureloj en el suelo, a su lado, y se guióestrictamente por él. Su ojo derechoparecía propenso a enriquecerse a costadel izquierdo. Él lo llamó al orden. Nobien se hubo habituado a calcular losintervalos con exactitud, guardó el relojen su bolsillo. Las banalidades que veíaafuera le dieron cierta vergüenza. Adecir verdad, era siempre lo mismo.Entre unos pantalones y otros las

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diferencias eran mínimas. Además, nohabiendo mirado nunca a los demásinquilinos, le resultaba imposiblereconstruir sus figuras. En lospantalones no veía sino eso: pantalones.Se sintió desamparado. Sin embargo,ellos tenían una cualidad a su favor: élpodía verlos. Las faldas eran másfrecuentes, pero lo molestaban. Por sunúmero y tamaño, ocupaban más espaciodel debido. Decidió ignorarlas.Involuntariamente, sus manos parecían irpasando las páginas de algún libroilustrado y asignando su tarea a los dosojos. Lo hojeaban más o menoslentamente, según la velocidad de lospantalones. Al ver faldas, las manos

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compartían la aversión de su dueño y sesaltaban las páginas indeseadas. Asíperdía a veces varias páginas de golpe.Mas no lo lamentaba: ¡quién sabe lo queocultarían!

La uniformidad del mundo exteriorlo fue calmando gradualmente. La granaventura de la víspera perdió relieve. Laalucinación se deslizaba raras veces porentre los que iban y venían. De aquelcolor azul no quedaba ni rastros. Lasfaldas prohibidas, que le eranindiferentes, lucían los colores másvariados. Pero ninguna llevaba aquelazul preciso e inconfundible, chillón,vulgar e insultante. La causa de estehecho, que desde una perspectiva

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estadística parecía un auténtico milagro,era muy simple. Una alucinaciónsobrevive mientras no se la combata.Hay que afrontar el peligro que nosamenaza, llenarnos la conciencia con elespejismo que tenemos, redactar unaorden de captura contra la alucinación ytenerla lista en cualquier momento.Después hay que arrostrar la realidad,buscando nuestra alucinación en mediode ella. Si la encontramos en algún lugardel mundo real, sabremos que estamoslocos y nos someteremos al tratamientoadecuado. Si la falda azul no aparece enningún sitio, es evidente que la victoriaha sido nuestra. El que es capaz dedeslindar la fantasía de la realidad, bien

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puede estar seguro de sus facultadesmentales. Y una seguridad tan duramenteadquirida es válida por siempre.

Aquella tarde, el portero le trajo unacena preparada por Teresa y se la cobróa precio de restaurante. Kien pagó sinrechistar y se puso a comer con gusto.

—¡Qué bueno! —dijo—, estoycontento con mi trabajo. —Estabansentados en la cama, uno junto al otro—.Hoy tampoco vino nadie. ¡Vaya día! —suspiró Pfaff, y se comió más de mediacena, pese a estar ya satisfecho.

Kien se alegró al ver lo rápido quedesaparecía la comida. Muy prontoabandonó también el resto al apetito delportero y se arrodilló con renovado

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ahínco.—¡Vaya, vaya! —rugió Pfaff—, veo

que ya le cogió el gusto ¡Cualquiera seenamora de mi mirilla! —Estabaradiante y subrayaba cada frase con unapalmada en uno de sus muslos. Luegopuso a un lado la bandeja, apartó alprofesor, que intentaba escrutar laoscuridad, y preguntó—: ¿Todo enorden? ¡Déjeme mirar! —Con los ojosbien abiertos murmuró—: ¡Ajá! La Pilzha vuelto a las andadas. Regresa a lasocho, cuando su marido estáesperándola. Y ¿qué le ha preparado?Un cuerno. Hace años que debiómatarla. El otro está afuera. Al tipo lefaltan cojones. Yo la habría

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estrangulado… tres veces al día. ¡Lamuy puta! Todavía sigue ahí. El tipo laama con pasión. Y su marido nisospecha. Eso le pasa por cobarde. ¡Yo,en cambio, veo todo!

—Pero si ya ha oscurecido —objetóKien, entre crítico y envidioso.

Al portero lo acometió uno de susataques de risa y dio con su robustahumanidad en el suelo. Parte de ellaacabó bajo la cama, mientras la otrasacudía la pared. Permaneció así largorato. Kien, temeroso, se ovilló en unrincón. El cuartito se llenó de ondas derisa que él trataba de esquivar,interrumpiendo su curso. Pese a todo, nose sentía muy en casa. La tarde solitaria

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le probó mucho mejor. Necesitabacalma. Y aquel bárbaro lansquenete sóloflorecía con el ruido. De pronto se pusoen pie, pesado como un hipopótamo, ydijo resoplando:

—¿Sabe usted cuál era mi difuntoapodo en la policía? Profesor —y aldecir esto apoyó sus puños en doshombros endebles—, yo soy el GatoRojo. Primero por mi extraño color, yluego porque puedo desentrañar laoscuridad. ¡Tengo unos ojos! Los gatosmonteses son así.

Invitó a Kien a que ocupase toda sucama y se despidió: él dormiría arriba.Ya en la puerta, le encareció queprotegiese su mirilla. La gente suele

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repartir golpes mientras duerme; élmismo rompió una noche la tapa de lamirilla y se despertó aterrado a lamañana siguiente. Le rogaba, pues, ircon cuidado y tener siempre muypresente su valiosa instalación.

Exhausto e irritado al ver queinterrumpían su pacífico discurso mental—estuvo tres horas solo antes de cenar—, Kien se echó en la cama y empezó aañorar la biblioteca, tal como pensabarecuperarla muy pronto: cuatro enormessalas, las paredes revestidas de libroshasta el techo, todas las puertas de paren par, ninguna ventana injustificada, unailuminación regular desde arriba, unescritorio repleto de manuscritos,

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trabajo, trabajo, ideas, ideas, la China,controversias científicas, opinión contraopinión en las revistas, sin una bocamaterial que las emita, Kien elVencedor, no en el boxeo, sino en unalucha de espíritus, calma, calma, rumorde libros, exquisito, ni un solo ser vivo,ninguna bestia de colores chillones,ninguna mujer que chille: ni una falda.El apartamento limpio de todo cadáver.Nada de restos ante el escritorio. Unsistema moderno de ventilación queelimine cualquier olor persistente de loslibros. Algunos siguen apestandodespués de meses. ¡Al esterilizador conellos! El órgano más peligroso es lanariz. Las máscaras de gas facilitan la

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respiración. Poner una docena alláarriba, encima del escritorio. Másarriba, si no se las robará un enano. Sepalpa su ridícula nariz. Ponte unamáscara de gas. Dos grandes ojazostristes. Una sola abertura penetrante.Lástima. Habrá que alternar. Véaseinstrucciones de uso. Pugilato entre losojos. Los dos quieren leer. ¿Quién esaquí el jefe supremo? Alguien me da uncapirotazo en los párpados. En castigoos dejaré cerrados. Oscuridad total.Gatos monteses en la noche. Losanimales también sueñan. Aristótelessabía todo. La primera biblioteca. Unacolección zoológica. La pasión deZoroastro por el fuego. En su país lo

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veneraban. Un mal profeta. Prometeo, undiablo. El águila no le devora sino elhígado. ¡Devórale también su fuego! Elsexto piso del Tberesianum…llamaradas… libros… huir porescaleras empinadas… ¡rápido, rápido!… ¡maldita sea!… un atasco… ¡fuego,fuego!… uno para todos, todos parauno… unión, unión, unión… libros,libros… todos somos libros… rojo,rojo… ¿quién bloquea la escalera?…pregunto. ¡Exijo una respuesta!…¡Déjenme pasar!… ¡Les abriré camino!… ¡Me tiraré sobre las lanzas enemigas!… ¡maldita sea!… azul… la falda… seyergue, tiesa… una roca contra elcielo… sobre la Vía Láctea… Sirio…

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perros, mastines… ¡mordamos elgranito!… dientes rotos, hocicos,sangre, sangre…

Kien se despertó. Pese a sucansancio, apretó el puño. Los dientes lecastañeteaban. No hay por quéasustarse: aún siguen ahí. Ya ajustarácuentas con ellos. Lo de la sangretambién es un cuento. El cuartito leresulta opresivo. Demasiado estrechopara dormir. Se incorporó de un salto,abrió la mirilla y se calmó al ver launiformidad total del mundo exterior.Creer que nada ocurre es una simpleilusión. Cuando uno se acostumbra a laoscuridad, ve desfilar todos lospantalones de la tarde, mientras que las

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faldas se desvanecen. De noche todo elmundo lleva pantalones. Se estápreparando un decreto para abolir elsexo femenino. La proclama se harápública mañana. La leerá el portero. Suvoz será escuchada en toda la ciudad, entodo el país, en todos los países; llegaráhasta los confines de la atmósferaterrestre; que los demás planetas cuidende sí mismos: la Tierra estásuperpoblada… de mujeres; cualquierevasiva se castigará con la muerte, eldesconocimiento de la Ley no escircunstancia atenuante. Todos losnombres tendrán terminacionesmasculinas: la historia volverá a serescrita para los jóvenes. La Comisión

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histórica elegida tendrá poco trabajo: supresidente es el profesor Kien. ¿Qué hanaportado las mujeres a la historia?¡Niños e intrigas!

Kien volvió a acostarse. Dandorodeos, se quedó dormido. Dandorodeos se acercó a la roca azul que yacreía aniquilada. Como la roca no cedía,el sueño tampoco avanzaba, de modoque se despertó justo a tiempo y seinclinó hacia la mirilla. La tenía al lado.La misma escena se repite unas diezveces por la noche. Al amanecertransplanta la mirilla —su ventana a launiformidad, su calma, su alegría—hasta la biblioteca de sus sueños. Encada pared perfora varios agujeros: así

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tendrá que buscar menos. Dondequieraque faltan libros, él instala una mirilla:sistema Benedikt Pfaff. Guía hábilmenteel curso de sus sueños; de donde esténvuelve con ellos a su biblioteca.Innumerables mirillas lo invitan aquedarse. Él las atiende de rodillas, talcomo aprendió durante el día, y constataque sólo hay pantalones en el mundo,sobre todo en las tinieblas. Las faldas decolores ya no existen. Las rocas azules yalmidonadas se derrumban. Ya nonecesita levantarse. Sus sueños seregulan automáticamente. Al alba sequeda dormido, sin condiciones nidigresiones de ningún tipo. Su cabeza,sumida en graves pensamientos, reposa

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sobre el escritorio.Las primeras luces lo encontraron

trabajando. A las seis de la mañana sepuso a observar, arrodillado, cómo elnuevo día iba encendiendo el vestíbulo.La mancha en la pared de enfrenteadquirió su auténtico perfil. Sombras deorigen incierto —de objetos, no de sereshumanos, pero ¿de qué objetos?— seproyectaban sobre las baldosas,adquirían una coloración grisácea,peligrosa e indiscreta, y se acercaban aun color por cuyo nombre no estabadispuesto a arruinarse la mañana,todavía joven. Sin insistir demasiado,rogó a las sombras —muy cortésmenteal comienzo— que se desvanecieran o

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cambiasen de color. Ellas dudaron. Peroél, viendo sus titubeos, insistió. Al finalles dio un ultimátum, amenazando conromper relaciones si no le hacían caso.Disponía de otros medios de presión,les advirtió. No estaba inerme. Podíasalir de su emboscada y destrozar, de unsolo hachazo, su orgullo y su altivez, suarrogancia y su insolencia. Además,eran despreciables y ridículas, suexistencia dependía de aquellasbaldosas. Nada hay más fácil de romperque una baldosa. Un golpe por aquí, otropor allá, y esas lamentables astillitas yasólo podrán quejarse y meditar… ¿sobrequé? Pues sobre si es justo torturar a uninocente que jamás les hizo mal alguno y

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que, reconfortado por el sueño, sepreparaba a una jornada de luchadecisiva. Pues la desgracia de ayer seríahoy destruida, aniquilada, enterrada yolvidada.

Las sombras vacilaron. Las tirasclaras que las separaban tornáronse másanchas y brillantes. Era indudable queKien, solo, hubiera vencido a susenemigos. Pero un imponente par depantalones acudió en su ayuda,robándole el honor de la victoria. Dospesadas piernas avanzaron sobre lasbaldosas y se detuvieron. Un sólidozapato se alzó y contorneó por fuera lamirilla, con amor, como queriendocerciorarse —sin hacerle daño— de su

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forma antigua y familiar. Luego se retiró,y otro zapato permitiose el mismo gestode ternura, aunque en sentido inverso.Las piernas dieron unos pasos más. Seoyó un ruido, un tintineo como de llaves,chirridos y rechinamientos. Las sombrasgimieron y se desvanecieron. Al finpodía confesarlo sin tapujos: eranazules, literalmente azules. Elcorpulento personaje volvió a pasar.Había que agradecerle, aunque sin éltambién se las hubiera arreglado. Lassombras son sombras. Algún objeto lasproyecta. Si lo sacamos, lanzan unsuspiro y mueren. Y en este caso, ¿quéobjeto fue sacado? Sólo el culpablepodrá dar una respuesta. De pronto entró

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Benedikt Pfaff.—¡Vaya, vaya! ¿Levantado? ¡Muy

buenos días, profesor! Es usted laactividad en persona. Vengo por aceite.¿Oyó rechinar el portón? En esta camase duerme de maravilla; un lirón semoriría de envidia. Fíjese que hemosllegado a dormir tres, cuando la vieja ymi difunta hijita aún vivían. Déjemedarle un consejo de amigo y de guardiánde esta casa. Quédese aquí abajo, dondeestá, y verá una de las maravillas de lanaturaleza, como quien dice: eldespertar de una casa. Todos se vancorriendo al trabajo, muy de prisa; y esque duermen demasiado, una tanda demujeres y de dormilones. Con un poco

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de suerte, tal vez vea pasar tres pares depiernas a la vez. Un espectáculointeresantísimo, en el que uno se pierde.¡Ajá!, se dice usted a sí mismo, y cuandose acuerda ya llegó otro tipo. ¡No seimagina qué teatro! Y cuidado con reírsemucho, profesor, no sea que me estireusted la pata.

Temblando de felicidad por suchiste, y rojo como un tomate, dejó soloa Kien. Aquella sombra repugnante ytodas las odiosas tiras provenían, pues,de la reja del portón. No bien llamadosa las cosas por su verdadero nombre,pierden su peligroso encantamiento. Elhombre primitivo designaba todo connombres falsos. Un solo y terrible

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hechizo lo rodeaba: ¿dónde y cuándo nose hallaba amenazado? La ciencia nos haliberado de creencias y supersticiones.Utiliza siempre los mismos nombres, depreferencia greco-latinos, para designarobjetos reales. Cualquier mal entendidoes imposible. Por ejemplo, ¿quiénpodría ver en una puerta algo que no seaella misma o, a lo sumo, su sombra?

Pero el portero tenía razón. Unsinnúmero de pantalones empezaron asalir del inmueble. Los primeros,sencillos y sin gracia, se veíanmedianamente cuidados y revelabanescaso interés por la propiaindumentaria, aunque sí tal vez —comoKien esperaba—, cierta inteligencia.

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Cuanto más tarde se hacía, más seperfilaba la angulosidad tajante de lospantalones, disminuyendo en cambio laprisa en sus desplazamientos. Cuandoalguno de aquellos cuchillos se acercabademasiado a otro, Kien, temiendo que seentrecortasen, les gritaba: «¡Cuidado!».Los más ínfimos detalles atraían suatención, y esta vez no vaciló endeterminar el color, el tipo de material ysu valor, la altura desde el suelo, losposibles agujeros, el ancho, la relacióncon el calzado y hasta las manchas y suorigen. Pese al abundante material, pudosacar algunas conclusiones acertadas. Aeso de las diez, cuando la agitación sehubo calmado, intentó adivinar la edad,

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el carácter y la profesión de los dueñosa partir de lo que había observado. Lepareció posible efectuar un estudiosistemático, clasificar a la gente segúnsus pantalones, y se prometió escribir unbreve ensayo al respecto. En tres díaspodría terminarlo. Medio en broma,censuró a cierto erudito por estarinvestigando en un terreno propio de lossastres. Pero el tiempo que pasara ahíabajo era tiempo perdido, hiciese lo quehiciese. Sabía muy bien por qué se habíaconsagrado a la mirilla. «Ayer» habíatranscurrido. Aquel «ayer» tenía quedesvanecerse y la concentracióncientífica le hacía un bien enorme.

Entre los hombres que se dirigían a

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su trabajo no podían faltar mujerestercas e inoportunas. A primera horaestaban ya en pie. Volvían pronto ycontaban así por dos. Sin duda salían ahacer compras. Kien oía sus saludos ycumplidos superfluos. Hasta lospantalones más tajantes y solemnes separaban a expresar su sumisiónmasculina en formas muy diversas. Unoentrechocó violentamente los tacones: unruido seco laceró los oídos de Kien,apostados casi a ras del suelo. Otros sebalanceaban en la punta de los pies.Sólo dos doblaron las rodillas. A unoscuantos les temblaron levemente lospliegues del pantalón. Cualquierinclinación irreflexiva repercutía en el

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ángulo agudo que los pantalonesformaban con el suelo. Kien quería ver aun hombre, uno solo, que mostraseaversión por alguna mujer, queprefiriese los ángulos obtusos a losagudos. Pero aquel hombre no vino.Pensemos en la hora: hombres reciénsalidos de sus camas, del círculo de susmujeres legítimas; la casa entera estabacasada. El día y el trabajo se abrían anteellos. Se afanaban por salir lo antesposible. El brío y las ganas de trabajarde aquellas piernas contagiaron alobservador. ¡Cuántas posibilidades!¡Qué energía! No les aguardaba unatarea espiritual, sino la vida, ladisciplina, la subordinación, deberes

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fijos, móviles ya conocidos, una red, unaobra, el decurso de un tiempodistribuido como ellos mismos querían.¿Y a quién encontraban en el portal? Ala mujer, la hija o la cocinera de unvecino… y no era el azar lo que losunía. Las mujeres lo arreglaban dé esemodo; los espiaban detrás de cadapuerta y, nada más oír el paso del quehabían condenado a su amor, loabordaban por delante, por detrás, porel costado, como pequeñas Cleopatrasdispuestas a cualquier mentira,halagándolo, moviéndole la cola,implorando su atención, proponiéndolesu entrega y sus favores, desfigurandosin piedad el día intacto y hermoso que

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esos hombres, fuertes y bien equipados,se aprestaban a distribuir honestamente.Pues todos son unos perdidos. Viven enla escuela de sus mujeres y, porsupuesto, las odian. Pero en vez degeneralizar su aversión, se precipitansobre la primera que encuentran.Cualquier sonrisa femenina los detiene.¡Qué manera de humillarse, de aplazarproyectos, de espatarrarse, de perder eltiempo, de regatear placeres mínimos!Bajan tanto el sombrero al saludar queya no dejan ver ni respirar. Si se les cae,una mano ganchuda se agacha arecogerlo, seguida por un rostro muysonriente que, dos segundos antes,todavía estaba serio. ¡La interesada le

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robaba hasta su seriedad al pobre tipo!Las mujeres de la casa preparaban suemboscada justo frente a la mirilla.Incluso en sus secretos se hacíanadmirar por un tercero.

Pero Kien no las admira. Podíaperfectamente ignorarlas. ¡Le costabatan poco! Un simple esfuerzo devoluntad. Poder ignorar es propio de lossabios. La ciencia es el arte de ignorarciertas cosas. Pero un motivo entrañablele impedía hacer uso de su arte. Lasmujeres son analfabetas, insoportables yestúpidas: un incordio permanente. ¡Quérico sería el mundo sin ellas, un inmensolaboratorio, una biblioteca repleta, unparaíso de trabajo intenso a todas horas!

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No obstante, la justicia lo obligó areconocer un rasgo positivo en todasesas mujeres: llevaban faldas, peroninguna era azul. Hasta donde Kien pudover, ninguna de ellas le recordó a unatipeja que, tiempo atrás, solía deslizarsepor el pasillo, y al final, aunque conbastante retraso, sucumbió a unahorrible muerte por inanición.

Hacia la una hizo su apariciónBenedikt Pfaff y le pidió dinero para elalmuerzo. Tiene que comprarlo en elrestaurante y está sin un cobre, dice. ElEstado le paga su pensión el día uno,nunca a últimos de mes. Kien le pidióque lo dejara en paz. Sus días aquí abajoeran escasos y muy pronto volvería a su

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apartamento de arriba. Pero antesdeseaba concluir su trabajo científicofrente a la mirilla. Pensaba escribir unaCaracterología según los pantalones,junto con un Apéndice sobre el calzado.Para comer no había tiempo; tal vezmañana.

—¿Cómo? —rugió el portero—. ¡Nihablar! ¡Profesor, por su propio bien leexijo que me dé el dinero! Es muy fácilmorirse de hambre con un puesto taninteresante. ¡Mi deber es cuidarle!

Kien se puso en pie y clavó unamirada inquisidora en los pantalones delaguafiestas.

—¡Le ruego que abandone midespacho en seguida! —Enfatizó el

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«mi», hizo una breve pausa y lanzó el«despacho» casi como un insulto.

Pfaff no daba crédito a sus ojos. Lospuños le picaban. Por no ponerlos enacción de inmediato, se los frotóbruscamente contra la nariz. ¿Se havuelto loco el profesor? ¡Su despacho!¿Qué hacer primero? ¿Quebrarle laspiernas, hundirle el cráneo, volarle lossesos, o bien darle, para comenzar, unbuen derechazo en la barriga? ¿Llevarloa rastras donde su mujer? ¡Cómo legustaría! Ella dijo que encerraría alasesino en el retrete. ¿Sacarlo a golpes ala calle? ¿Derribar la pared y encerrarloen el cuarto de atrás, donde perdió elcariño de su difunta hijita?

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Nada de eso ocurrió. Por orden dePfaff, Teresa había preparado unacomida que esperaba arriba y de la cual,aunque fuera a costa de una dulcevenganza, tendría él que sacar unbeneficio. También le hubiera gustadoser posadero, no sólo atleta. Sacó unminúsculo candado del bolsillo, apartó aKien con un dedo, se agachó y cerró sumirilla.

—¡Esta mirilla es mía! —rugió. Lospuños volvieron a hinchársele—.¡Quietos! —les gritó con furia. Y ellosmalhumorados, se retiraron a losbolsillos, permaneciendo al acecho.Estaban ofendidos y frotaron supelambre contra el forro de los

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bolsillos, refunfuñando.«¡Qué pantalones!», pensó Kien,

«¡qué pantalones!». Entre sus múltiplesobservaciones de la mañana no figurabauna importante profesión: la de asesino.Y aquel individuo, el mismo que con lamayor sangre fría acababa de cerrarle suinstrumento de trabajo, llevaba lospantalones típicos de un asesino:bolsudos, con reflejos rojizos de sangredesteñida, animados por un sórdidomovimiento interior, deshilachados yviscosos, gruesos, oscuros, repugnantes.Si los animales usaran pantalones,elegirían exactamente aquel modelo.

—¡El almuerzo está pedido! —bramó el animal— ¡y lo que se pide, se

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paga!Pfaff sacó súbitamente un puño, lo

abrió —muy contra su voluntad— y sequedó con la palma extendida.

—¡No seré yo quien se lo pague,profesor! ¡Usted no me conoce! ¡Nopermitiré que me estafen! ¡Por últimavez, profesor! ¡Piense en su salud! ¿Quéserá de usted si no come?

Kien ni se movió.—¡Pues tendré que embargarlo! —Y

lo detuvo. Dijo—: ¡Valiente espantajo!—Lo tiró a la cama, le registró todos losbolsillos, contó cuidadosamente eldinero que llevaba, cogió el equivalentea una comida —ni un céntimo más—, sellamó a sí mismo un alma buena por su

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gesto de honradez, y añadió en tonoamenazador—: ¡Le mandaré sualmuerzo! No se merece a un hombrecomo yo. Es usted la ingratitud enpersona. Pero le advierto que esto seacabó. ¡Mi mirilla permanecerá cerrada!Una por otra. ¡Con tantos pantalonesacabará usted matando! Tendré quevigilarlo. Si se porta bien, mañanavolveré a abrirla… por compasión yrespeto: sé lo que uno siente. ¡Pórtesebien! A las cuatro le traerán un café, y alas siete una modesta cena. Ya me lapagará después. O mejor ahora mismo.

Kien, que acababa de ponerse enpie, fue nuevamente acostado. Paraterminar de una vez con tanto lío,

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calculó Pfaff los gastos demantenimiento por toda la semana (paraser policía, no era mal calculador), y altercer intento la suma le pareciócorrecta, porque era elevada. Dedujo suparte, escribió bajo la cuenta: «Su atentoy seguro servidor, Benedíkt Pfaff, agentede policía jubilado», deslizó el papelito—con precaución, por ser obra suya—debajo de la almohada, escupió al suelo(demostrando así en parte su decepciónpor la actitud del profesor, y en parte lade sus puños por esa inactividadforzosa), y se marchó. La puerta quedóintacta. Pero cerró con llave por fuera.

Otra cerradura le interesaba más aKien. Forcejeó la tapa de la mirilla, que

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cedió ligeramente pero no se abrió.Luego registró el cuartito en busca delas llaves. Tal vez alguna encajara. Alno ver nada bajo la cama, forzó elarmario. En su interior había ununiforme viejo, una trompeta, un par deguantes de boxeo sin usar, un paquete,bien atado, con ropa de mujer, limpia yrecién planchada (sólo ropa blanca), unrevólver reglamentario, municiones yfotografías, que él miró más por odioque por curiosidad. Un padre de familiasentado, con las piernas bien abiertas:con su mano derecha sujetaba, como sifuera un detenido, a una mujer muymenudita; con la izquierda atraía haciasí a una niñita de apenas tres años que

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jugaba tímidamente sobre sus rodillas.Al dorso se leía en letras gruesas yllamativas: «El Gato Rojo con mujer ehija». Kien calculó entonces que elportero debió haberse casado muchosaños antes de que su mujer falleciera.Aquella foto lo mostraba aún en plenomatrimonio. Con perversa alegría tachóla palabra «Gato», escribió encima«Asesino», puso la foto sobre eluniforme que, a juzgar por su estado, erautilizado con frecuencia, y cerró laspuertas del armario.

¡Una llave! ¡Una llave! ¡Qué nodaría por una llave! Sentía como si lehubieran pasado una cuerda por cadaporo de su piel, como si alguien hubiera

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trenzado todas esas cuerdas en una gransoga y aquella cosa enorme, fuerte, ytosca llegase, pasando por la mirilla,hasta el vestíbulo, donde un regimientode pantalones tiraba de ella. «Ya voy, yavoy», gimió Kien, «¡pero aquí no medejan!». Desesperado, se tiró en la camay trató de rememorar lo ocurrido.

Los hombres iban desfilando unotras otro y él les daba alcance. No lesperdonaba esa sumisión a las mujeres yles lanzaba cientos de reproches a lacara. ¡Había tanto en qué pensar!¡Tantísimo que hacer! ¡Si tuviesen elespíritu ocupado! Puso cuatro geniosjaponeses —monstruos formidables,grotescos, temibles— ante las puertas de

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su espíritu. Ellos saben quién no debeentrar. Sólo pasaría lo que garantice laseguridad del pensamiento.

Resulta inevitable revisar muchasteorías consagradas. La ciencia tambiéntiene sus puntos débiles. La base de todosaber auténtico es la duda. Descartes lohabía demostrado. ¿Por qué la física noshabla, por ejemplo, de tres coloresprimarios? Nadie negará la importanciadel rojo. Hay miles de pruebas en favorde su carácter primario. Contra elamarillo se podría objetar que, en elespectro, colinda peligrosamente con elverde. Pero el verde, resultante —segúndicen— de la combinación del amarillocon un color innominable, hay que

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mirarlo con cuidado, aunque se leatribuyan propiedades terapéuticas parala vista. ¡Mejor invirtamos laargumentación! Un color beneficiosopara los ojos no puede estar compuestopor uno de los elementos másdestructivos, siniestros y absurdos quecabe imaginar. El verde no contieneazul. Digamos tranquilamente la palabra;total, es sólo una palabra y nada más.Tampoco es un color primario. Esevidente que, en algún lugar, el espectrooculta un secreto, un elemento quedesconocemos y que, junto con elamarillo, contribuye a crear el verde.Descubrirlo debiera ser tarea de losfísicos. Pero tienen cosas más

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importantes que hacer. Cada día inundanel mundo con nuevos rayos, surgidostodos del espectro invisible. Y paraexplicar los enigmas de nuestra luz realrecurren a una solución muy fácil. Eltercer color primario que nos falta y quesólo conocemos por sus efectos, perocuya esencia ignoramos es, segúnafirman, el azul. Se elige una palabra alazar, se la asocia a un enigma, y elenigma está resuelto. Para que nadiedescubra el engaño, eligen una palabraindecente y mal vista por todos. Ningunose atrevería, como es lógico, aexaminarla con lupa. Apesta, se dicen, y,dando un gran rodeo, evitan cuanto seacerque al azul. Los hombres son

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cobardes. Prefieren deliberar diez vecesa tomar una decisión. Quizás la eludan afuerza de mentiras. Y ello explica quehasta hoy día se haya creído másfirmemente en la existencia de un colorquimérico que en la del mismo Dios. Elazul no existe. Es un invento de laFísica. Si existiera, los criminalestípicos tendrían el cabello azul. ¿Cómose llama el portero? ¿El Gato Azul,acaso? Al contrario: ¡el Gato Rojo!

A los argumentos lógicos contra laexistencia del azul se sumaron losempíricos. Con los ojos cerrados intentóKien evocar alguna imagen que elconsenso general considerase azul.Pensó en el mar. Una luz agradable

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emana de él; copas de árboles por entrelas que pasa el viento. No en vano lospoetas, cuando se hallan en algún sitioelevado, comparan con el mar losbosques que divisan a sus pies. Siemprelo hacen. No pueden evitar ciertascomparaciones. Y la razón es muyprofunda. Los poetas son gentehipersensible. Divisan el bosque, que esverde, y en sus recuerdos aparece otraimagen, igualmente verde y profunda: elmar. El mar es, por lo tanto, verde.Sobre él se alza la bóveda del cielo,cargada de nubes negras y pesadas. Unatormenta se avecina. Pero no puedeestallar. El cielo no es azul por ningúnlado. El día pasa. ¡Cómo vuelan las

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horas! ¿Por qué? ¿Quién las persigue?Antes que anochezca uno quisiera ver elcielo y su color maldito. Es un infundio.Por la tarde se rasgan las nubes. Un rojochillón las atraviesa. ¿Dónde se quedóel azul? ¡Por todas partes llamas rojas,rojas, rojas! Luego anochece. Otramentira desenmascarada. Nadie dudadel rojo.

Kien se ríe. Todo le resulta. Cuantoaborda, se somete a sus pruebas. Unaciencia benévola lo protege hasta en sussueños. En realidad no dormía.Simulaba, tan sólo. Si abre los ojos,verá la mirilla cerrada. Quiere evitarsemolestias inútiles. Desprecia al asesino.Sólo cuando éste le devuelva su sitial de

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honor, es decir, cuando saque esecandado y le pida disculpas por suinsolente conducta, volverá Kien a abrirlos ojos. Antes no.

—¡Oiga, señor asesino! —interrumpió una voz.

—¡Silencio! —ordenó él. El colorazul lo había hecho olvidar cierta voz.La aniquilará como a su irrevocablefalda. Cerró aún más los ojos y volvió aordenar—: ¡Silencio!

—¡Oiga, aquí está su comida!—¡Absurdo! ¡Falso! ¡El portero me

enviará la comida! —dijo él frunciendolos labios con desdén.

—Pero si es él quien me manda. Notuve más remedio. ¿Acaso le pedí que

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me mandara?La voz parece indignada. Un

pequeño ardid la hará callarse:—¡No quiero comer! —Kien se frota

los dedos. ¡Muy bien jugado! Decideprestarse a sus estupideces. Siendo unpolemista formidable, la iríaarrinconando paso a paso.

—¡Pues nada! ¡Aquí se la dejo! ¡Quélástima: una comida tan rica! Oiga, ¿yquién la paga? ¡Otro, por supuesto!

La voz se permite entonacionesaltaneras. Se comporta como siestuviera en casa. Como si acabara deresucitar del pudridero. Algún artistahabrá cosido los pedazos: un granartista, un genio.

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Sabe hacerlo; sabe insuflar suantigua voz a los cadáveres.

—¡Le ruego dejar caer esa comidainexistente! Y permítame decirle unacosa, mi estimado cadáver: no le tengomiedo. Aquellos tiempos se acabaron.¡No hay mortaja que me asuste! Pero…no he oído caer esa vajilla. ¿Se mehabrá escapado el ruido? Tampoco veolos restos. Según tengo entendido, lagente come en platos. Y la porcelana,dicen, es muy frágil. Tal vez meequivoque. Le sugeriría que me cuentealguna historia sobre la porcelanairrompible. Los cadáveres tienen muchainventiva. ¡Estoy esperando! ¡Estoyesperando! —Kien sonríe. Su cruel

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ironía lo divierte.—¡Pero oiga! ¡Así no vale! Los ojos

son para ver. ¡Ser ciego es muy fácil!—Abriré los ojos, y si no la veo, ya

puede usted decir: ¡tierra, trágame!Hasta ahora he jugado limpio: la hetomado en serio a medias. Pero cuandovea lo que por consideración a usted hepreferido no ver —que me habla sinestar aquí presente—, su existenciahabrá acabado. ¡Abriré tanto los ojosque la dejaré perpleja! Estiraré misdedos hasta donde su rostro estaría, situviera usted uno. Mis ojos se abren condificultad: están hartos de no ver; perocuando estén abiertos, ¡pobre de usted!La mirada que se está fraguando ignora

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la piedad. ¡Un poco más de paciencia!Esperaré un instante porque le tengolástima. ¡Mejor desaparezca por símisma! Le concedo una honrosaretirada. Contaré hasta diez y la cabezase me habrá vaciado. ¿Por qué ha decorrer siempre tanta sangre? Somosseres civilizados. Más vale que se vayaasí, ¡créame! Además, esta habitaciónpertenece a un asesino. ¡Le advierto quecuando vuelva, la matará!

—¡No me dejaré matar! —chilló lavoz—. ¡La primera esposa, de acuerdo;la segunda: no!

Pesados objetos llovieron sobreKien. De haber alguien ahí, hubierajurado que le tiraban piezas de vajilla.

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Pero ya había escarmentado. No venada, pese a mantener los ojos cerradosy a que esta situación favorezca lasalucinaciones. Huele a comida: el olfatolo traiciona. Brutales injurias resuenanen sus oídos. Aunque no oye bien,distingue en cada frase la palabra«¡Asesino!». Sus valientes párpadospermanecen cerrados. En torno a susojos, todos los músculos se contraenfirmemente. ¡Pobres orejas enfermas! Unlíquido resbala por su pecho.

—Me voy —grita la voz, quealguien se pone a escuchar de nuevo— yno le volveré a traer comida. Hay quematar de hambre a los asesinos. Así noquedará más que la gente decente. De

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todos modos, está encerrado. ¡Puah!¡Como un animal! La cama está inmunda.Los vecinos meten la nariz en todo. Lacasa entera dice: está loco. Yo digo: esun asesino. Mejor me largo en seguida.¿Por qué me tomaría la molestia? Elcuartito apesta. No es mi culpa. Lacomida era buena. Detrás hay otrocuarto. ¡A los asesinos debieranemparedarlos! ¡Me voy!

Una súbita calma se impuso. Otro sehubiera alegrado. Kien espera. Cuentahasta sesenta. La calma se mantiene. Serecita un sermón de Buda en el originalpali, uno no muy largo. Pero no omiteuna sílaba y repite fielmente cuanto hayque repetir. Y ahora entreabramos el ojo

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izquierdo, se dice en voz muy baja. Elsilencio es total, quien tenga miedo es uncobarde. Sigue luego el ojo derecho.Ambos se abren sobre un cuarto vacío.En la cama hay varios platos, unabandeja y cubiertos; en el suelo, un vasoroto. También se ve un trozo de carne y,diseminados por su traje, restos deespinaca. Una sopa lo ha empapadohasta los huesos. Todo huelenormalmente, a realidad. ¿Quién letraería aquello? Ahí no había nadie. Sedirige a la puerta: está con llave. Lasacude en vano. ¿Quién lo encerraría?El portero, cuando salió. La espinaca noexiste. Se lava las manchas. Recoge losfragmentos del vaso. Sus

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preocupaciones lo cortan. Le salesangre. ¿Cómo dudar de su propiasangre? La historia registra casos deaberración extrema. Entre los cubiertosdebe de haber algún cuchillo. Paraprobarlo se cercena —la hoja es filuda yle duele mucho— el meñique de la manoizquierda. Le sale mucha más sangre. Seenvuelve la mano herida en un pañueloblanco que cuelga de la cama. Elpañuelo es una servilleta. En unaesquina lee su monograma. ¿Cómollegaría ahí? Es como si a través deltecho, las paredes y la puerta cerrada,alguien hubiera echado una comida lista.Las ventanas están intactas. Él prueba lacarne: tiene el gusto adecuado. Siente un

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malestar. Es de hambre: se come todo eltrozo. Conteniendo la respiración, tiesoy temblando, siente bajar cada bocadopor su esófago. Alguien se deslizaría enel cuartito mientras él yacía en esacama, con los ojos cerrados. Aguza eloído. Para no perderse ni un ruido,recoge su dedo. Luego mira bajo lacama y en el armario: nadie. Alguienestuvo allí en silencio y volvió a irse, depuro miedo. Los canarios no cantaban.¿Por qué tendrá la gente esosanimalitos? Él nunca les hizo el menordaño. Desde que vive ahí, los ha dejadosiempre en paz. Y ellos, ahora, lotraicionan. Ante sus ojos ve de prontolucecitas. Los canarios rompen a cantar.

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Kien los amenaza con su puño vendado.Los observa: son azules y se burlan deél. Entonces los saca de la jaula uno auno y les aprieta el cuello hastaahogarlos. Entusiasmado, abre laventana y tira los pajaritos muertos a lacalle. Su dedo meñique, un quintocadáver, sigue el mismo camino. Nobien suprime de la habitación todo loazul, las paredes empiezan a bailar. Susviolentas sacudidas las van disolviendoen manchas azulinas. Son faldas,murmura él, y se esconde bajo la cama.Comienza a dudar de su razón.

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Un manicomio

Una agitada y calurosa tarde definales de marzo, el famoso psiquiatraGeorges Kien recorría las salas de suhospital parisiense. Las ventanasestaban abiertas de par en par. Frente alos barrotes, los enfermos se disputabantenazmente un reducido espacio,entrechocando sus cabezas y lanzandotoda suerte de improperios. Casi todoseran víctimas de aquel aire inquietanteque, durante todo el día —y algunosliteralmente— habían aspirado yabsorbido en el jardín. Cuando losguardianes los llevaban a sus

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dormitorios, empezaron a manifestar sudescontento. Querían más aire; ningunoconfesaba su cansancio. Permanecieronjunto a los barrotes hasta la hora dedormir, aspirando los efluviosvespertinos. Allí tenían la impresión deestar más cerca de aquel aire, quellenaba sus altas y luminosas salas.

Ni siquiera el profesor, al quequerían por ser bien parecido ybondadoso, los distrajo de su ocupación.Normalmente, cuando se anunciaba suvisita, la mayoría de los ocupantes deuna sala se congregaba para salir a suencuentro. Y muchos se peleaban portomar contacto con él, ya fueratocándolo o hablándole, como aquel día

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se disputaban los sitios junto a lasventanas. El odio que tantos sentían porel Sanatorio, donde se considerabaninjustamente confinados, no se volcónunca sobre el joven profesor. Llevabados escasos años dirigiendooficialmente un establecimiento queantes sólo dirigiera en la práctica, comoel buen ángel de un superior diabólico.Los pacientes que se considerabanretenidos por la fuerza, culpaban a suomnipotente antecesor, que entretantohabía fallecido.

Éste había defendido la psiquiatríaoficial con la obstinación de un demente.Consideraba que la auténtica tarea de suvida era utilizar el inmenso material de

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que disponía para apoyar laterminología tradicional. Los casos queél tenía por típicos le quitaban el sueño.Creía en la infalibilidad del sistema yodiaba a los escépticos. Los sereshumanos, sobre todo alienados ycriminales, le eran indiferentes. Lesconcedía cierto derecho a la existencia:suministraban experiencias sobre lasque las autoridades construían despuésla ciencia. Y él mismo era unaautoridad. Sobre estos constructoressolía pronunciar —pese a ser más bienun hombre hosco y lacónico— largos ypenetrantes discursos que su asistente,Georges Kien, avergonzado ante tantaestrechez mental, tenía que escuchar en

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pie durante horas, de principio a fin y defin a principio… Cuando alguna opiniónrígida se oponía a otra más flexible, supredecesor se decidía por la rígida. Alos pacientes que, durante la visita, loimportunaban siempre con la mismahistoria, les decía: «Ya sé todo». Y a sumujer le presentaba amargas quejassobre la obligación de tratarprofesionalmente con ese tipo dealienados. También le revelaba susideas más secretas sobre la esencia delas enfermedades mentales, ideas que nohacía públicas porque eran demasiadosimples y brutales, es decir, peligrosaspara el sistema. La locura, decía congran énfasis y clavando en su mujer una

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mirada aguda y penetrante que la hacíasonrojar, la locura ataca a los que sólopiensan en sí mismos. La demencia es elcastigo del egoísmo. Por eso en losmanicomios se reúne la peor gentuza decada país. Las cárceles cumplen lamisma tarea, pero la ciencia necesita delos manicomios como material deobservación. No tenía otras cosas quedecirle a su mujer. Ella era treinta añosmenor que él y embellecía el atardecerde su existencia. La primera mujer se leescapó antes de que él —como hizo conla segunda— la internase en su propioSanatorio por egoísmo incurable. Latercera, contra la que no tenía másreproches que sus propios celos, amaba

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a Georges Kien.A ella debía éste su meteórica

ascensión. Era un hombre grande, fuerte,fogoso y seguro de sí mismo; en susrasgos había algo de aquella ternura quelas mujeres necesitan para sentirse agusto con un hombre. Quienes lo veían,lo comparaban con el Adán de MiguelÁngel. Sabía combinar muy hábilmentela elegancia con la inteligencia. Graciasa la estrategia de su amante, susexcepcionales dotes adquirieron prontouna genial eficacia. Cuando ella estuvobien segura de que nadie, salvoGeorges, podría suceder a su marido enla dirección del Sanatorio, perpetró unenvenenamiento sobre el que guardó

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total silencio. Llevaba varios añosmeditándolo y preparándolo. Y leresultó. Su marido murió sin provocarningún comentario. Georges fuenombrado director inmediatamente y secasó con ella en pago a sus primerosservicios. Del último no tenía la menorsospecha.

En la rígida escuela de su antecesorevolucionó muy pronto hacia unaconcepción diametralmente opuesta.Trataba a los enfermos como si fueranseres humanos. Los dejaba contarhistorias que ya había oído mil veces yse mostraba siempre sorprendido porsus peligros y terrores más antiguos.Reía y lloraba con el paciente que

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tuviera enfrente. Su horario cotidianoera muy significativo: tres veces —allevantarse, poco después del mediodía yal caer de la tarde— realizaba susvisitas, de suerte que no había día enque no viera al menos a uno de losochocientos internados. Una rápidaojeada le bastaba. Si notaba algún ligerocambio, una fisura, cualquierposibilidad de deslizarse al alma ajena,actuaba de inmediato y se llevaba alenfermo a su apartamento particular. Envez de instalarlo en una sala de esperainexistente, lo conducía a su despacho y,entre oportunas muestras de cortesía, leasignaba el mejor sitio. Así se ganabafácilmente —si es que ya no la tenía—

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la confianza de personas que, enpresencia de cualquier otro, seocultaban en los vericuetos de su locura.A los reyes les decía humildemente:Majestad. Frente a los dioses caía derodillas y juntaba las manos. De ahí quelas personalidades más conspicuasaccedieran a revelarle intimidades. Loconvertían en su único confidente, y unavez reconocido como tal, lo tenían alcorriente de los cambios que ocurrieranen sus respectivas esferas y le pedíanconsejo. Él repartía estos consejos congran inteligencia, sin perder nunca devista sus deseos, objetivos ni creencias,soslayando prudentemente ciertas cosasy poniendo en duda su propia

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competencia. Nunca se mostrabaautoritario con los hombres, y sumodestia era tal que algunos le infundíanánimos sonriendo: ¿no era él acaso suministro, profeta y apóstol? ¿O a veceshasta su ayuda de cámara?

Con el tiempo llegó a ser un granactor. Sus músculos faciales, deexcepcional movilidad, se adaptaban enel curso de un día a las situaciones másvariadas. Como invitaba a un mínimo detres pacientes por día —y a veces más,pese a su meticulosidad—, tenía querepresentar otros tantos papeles, sincontar los signos y palabras, fugacespero oportunos, que les dirigía durantesus visitas. Pues éstos se contaban por

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centenas. Su tratamiento de los casosmás distintos de disociación de laconciencia era un tema muycontrovertido en el mundo científico. Si,por ejemplo, algún enfermo creía ser almismo tiempo dos personas que nadatenían en común o que se hallaban enpugna, Georges Kien aplicaba unmétodo que al comienzo le pareció muypeligroso: hacerse amigo de ambaspartes. Una tenacidad fanática era lacondición previa de este juego. Paraexplorar la verdadera esencia de ambaspersonalidades, las apoyaba conargumentos de cuyos efectos sacabaluego sus conclusiones. A partir de estasconclusiones elaboraba hipótesis,

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inventando experimentos delicados parademostrarlas. Después pasaba altratamiento. En su propia concienciaaproximaba las partes disociadas delenfermo, tal como él las encarnaba,hasta ensamblarlas lentamente. Sentíalos puntos de contacto existentes entreambas personalidades y, medianteimágenes llamativas y convincentes,atraía su atención a dichos puntos hastaque se fijase en ellos y consolidase suunión espontáneamente. A menudosurgían crisis repentinas, rupturasbrutales y separaciones violentas,imposibles de evitar. Mas no pocasveces tenía éxito. Atribuía los fracasos asu propia superficialidad. Algún eslabón

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oculto debió habérsele escapado: era unchapucero, tomaba su trabajo a la ligera,sacrificaba seres vivos a susconvicciones muertas, era igual a supredecesor… pero volvía a comenzarcon una nueva provisión de reservas yde experimentos. Pues creía en laexactitud de su método.

Así vivía en innumerables mundos ala vez. La frecuentación de los enfermoslo fue convirtiendo en uno de losespíritus más universales de su tiempo.Lo que aprendía de ellos superaba concreces cuanto les daba. Lo ibanenriqueciendo con sus experienciasúnicas, que él simplificaba por el simplehecho de curarlos. ¡Cuánto talento y

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agudeza descubrió en muchos de ellos!Eran las únicas personalidadesverdaderas, hechas de una sola pieza,auténticos prohombres de una rectitud yfuerza de voluntad que Napoleón leshubiera envidiado. Había algunos de unavena satírica deslumbrante, mejordotados que cualquier poeta. Sus ideasno acababan nunca en el papel; surgíande un corazón que palpitaba fuera de lascosas, asaltándolas como unconquistador extranjero. Los raquerosson los mejores guías hacia las riquezasde este mundo.

Desde que se convirtiera en uno deellos, identificándose plenamente consus quimeras, Georges Kien renunció a

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sus veleidades literarias. Las novelasdicen siempre lo mismo. En su juventudhabía sido un lector apasionado y sedeleitaba con los giros nuevos dados afrases antiguas, que él creía yainvariables, desleídas, trilladas y sinsentido. El lenguaje le importabaentonces poco. Sólo le exigía correcciónacadémica. Las mejores novelas eranaquellas en que los personajes seexpresaban con mayor refinamiento.Quien pudiera expresarse como todoslos escritores que lo habían precedido,era su legítimo sucesor. La tarea de unescritor consiste en reducir la mordaz,punzante y dolorosa multiplicidad de lavida a la superficie plana de una hoja en

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blanco que pueda ser leída en formarápida y amena. La lectura como caricia:otra forma del amor, concebida paradamas y ginecólogos, cuya profesiónexige una gran sensibilidad paraapreciar las lecturas íntimas de lasmujeres. Nada de giros desconcertantes,nada de barbarismos. Cuanto mástransitada es una vía, más sutil es elplacer que nos procura. Toda laliteratura novelesca: un solo manual deurbanidad. La gente muy leída es,forzosamente, muy cortés. Suparticipación en la vida ajena se agotaen cumplidos y condolencias. GeorgesKien había comenzado comoginecólogo. Su belleza y juventud le

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atrajeron multitud de pacientas. Enaquella etapa, que sólo duró pocos años,se consagró a las novelas francesas.Estas desempeñaron un papelfundamental en sus éxitos.Involuntariamente, él trataba a lasmujeres como si las amase. Todasaprobaban sus gustos y aceptaban lasconsecuencias. Entre aquellas mónitasse puso de moda estar enferma. Élaceptaba lo que le llegara, conservandoluego sus conquistas con grandesesfuerzos. Con un harén de mujeres a sudisposición, mimado, rico y bieneducado, vivía como el príncipeCiautama antes de ser Buda. Ningúnpadre o príncipe solícito lo había

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aislado de las miserias del mundo; veíala vejez, la muerte y los mendigos contanta frecuencia que ya ni los notaba. Sinembargo, estaba aislado por los librosque leía, por las frases que decía, porlas mujeres que lo cercaban como unmuro ávido y hermético.

A los 28 años descubrió el caminohacia la soledad. En una de las visitasque solía hacer a la opulenta einoportuna mujer de un banquero. —Ladama caía enferma siempre que elmarido se ausentaba—, conoció alhermano del banquero, un locoinofensivo u quien la familia, porrazones de prestigio, tenía preso en supropia casa. Pues hasta en un Sanatorio

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hubiera peligrado la reputación delmagnate. Dos habitaciones de la ridículamansión estaban reservadas al hermano,que ejercía en ellas un poder absolutosobre su enfermera. Ésta, una viudajoven y vendida a él en tresoportunidades, no podía dejarlo solo niun minuto y tenía que someterse a todossus caprichos. Ante el mundo deberíafigurar como su secretaria, pues lohacían pasar por un artista excéntrico ycon muy poco tiempo para hacer vidasocial, que trabajaba secretamente enuna obra gigantesca. Era todo lo quesabía Georges Kien, como médico decabecera de la dama.

A fin de protegerse contra su

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desbordante amabilidad, le pidió que lemostrase los tesoros artísticos de lamansión. Pesada y condescendiente, lamatrona abandonó su lecho de enferma.Los cuadros de mujeres desnudas,aunque hermosas (los únicos quecoleccionaba su marido), le permitirían—así esperaba— abordarlo con mayorfacilidad. La fascinaban Rubens yRenoir. «En estas mujeres palpita elOriente» decía, repitiendo una de lasfrases favoritas del marido. Como éstehabía sido vendedor de alfombras,cualquier exuberancia en el planoartístico le parecía provenir de Oriente.Madame observaba al Dr. Georges conuna simpatía abrumadora. Lo llamaba

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por su nombre de pila, pues podría ser«su hermano menor». Donde él clavabala mirada, ella se detenía. Pronto creyóhaber descubierto lo que él deseaba.

—¡Cómo sufre! —le dijo, mirándoseel pecho como en el teatro. El Dr.Georges no la entendió. ¡Era un ser tansensible!—. La pieza fundamental de lacolección está en los aposentos de micuñado, que es totalmente inofensivo.

Esperaba mejores resultados deaquel cuadro realmente impúdico.Desde que recibían visitas de gentedistinguida, su marido se vio obligado—aunque aullase que él era el amo de lacasa— a desterrar a los aposentos de suhermano enfermo el único cuadro que de

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veras quería, el primero que logrócomprar a buen precio (en principiosólo compraba a bajo precio y pagabaen efectivo). El Dr. Kien se mostró pocoproclive a conocer al demente. Pensabaencontrarse con una versiónestupidizada del banquero. PeroMadame le aseguró que el cuadro aquelvalía mucho más que todos los otrosjuntos. Se refería a su valor artístico,pero la palabra adquirió en sus labiosuna entonación inequívoca que, comotodo el resto, le venía del marido. Porúltimo, ella misma le ofreció su brazo aGeorges, que la siguió, obediente. Lasfamiliaridades, según él, eran menospeligrosas caminando que

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permaneciendo inmóvil.La puerta que llevaba a los

apartamentos del cuñado estaba conllave. El Dr. Georges llamó. Unos pasosse arrastraron pesadamente. Luego seprodujo un silencio de muerte. Tras lamirilla apareció un ojo negro. Madamese llevó un dedo a la boca y sonriótiernamente. El ojo permaneció inmóvil.Los dos esperaron con paciencia. Elmédico lamentó su cortesía y la sensiblepérdida de tiempo. De pronto, la puertase abrió sin ruido. Un gorila vestido seasomó, estiró sus largos brazos, quepuso en los hombros del doctor, y losaludó en una lengua extranjera. A lamujer ni la miró. Sus huéspedes lo

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siguieron. Los invitó a tomar asientoante una mesa redonda. Sus ademaneseran bruscos, pero comprensibles ycordiales. El médico se devanó lossesos para entender el idioma, que lerecordaba un dialecto africano. El gorilafue a buscar a su secretaria. Ésta,pobremente vestida, se veíaabochornada. Cuando se hubo sentado,su amo señaló un cuadro que colgaba enla pared y palmoteo a la mujercita en laespalda. Ella se arrimó a él condescaro: su bochorno se desvaneció. Elcuadro representaba la copulación dedos seres simiescos. Madame se levantóy lo observó desde ángulos distintos y adistancias diferentes. El gorila retuvo al

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visitante masculino: parecía tener muchoque explicarle. Sus palabras eran todasnuevas para Georges. Sólo entendió unacosa: que la pareja sentada a la mesaestaba íntimamente vinculada a la parejadel cuadro. La secretaria entendía a suamo. Le contestaba con palabrassimilares. Él hablaba en voz más alta ygrave; sus sonidos delatabanapasionamiento. Ella dejaba escapar unaque otra palabra en francés, sin dudapara sugerir lo que iban diciendo.

—¿No habla usted francés? —preguntó Georges.

—¡Por supuesto, caballero! —replicó ella con vivacidad—, ¿por quiénme toma? ¡Soy parisiense! —Y lo

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inundó con un vertiginoso torbellino depalabras mal pronunciadas y peorensambladas, como si ya sólo hablara amedias el idioma.

El gorila la insultó y ella se calló enel acto. Los ojos de él relampaguearon.La secretaria apoyó el brazo en supecho. Él rompió a llorar como un niño.

—Aborrece el francés —susurróella al visitante—. Hace años que vienetrabajando en una lengua propia. Aún noestá del todo lista.

Madame seguía contemplando elcuadro. Georges le estabaagradecidísimo. Una palabra de ellahubiera echado a perder su cortesía. Élmismo no encontraba palabras. ¡Si el

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gorila siguiera hablando! Ante esteúnico deseo se desvanecieron todas susideas sobre la escasez de tiempo, lasobligaciones, las mujeres y los éxitos,como si desde que nació no hubierahecho otra cosa que buscar a aquelhombre o gorila que tenía su propioidioma. Su llanto lo emocionaba menos.De pronto se puso en pie y se inclinóprofunda y solemnemente ante el gorila.Evitó hablar en francés, pero en surostro se leía un profundo respeto. Lasecretaria recibió este homenaje a suamo con una amable reverencia. Elgorila dejó entonces de llorar, retomó elhilo de su discurso y volvió a su anteriordesmesura gestual. Cada sílaba

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pronunciada correspondía A un ademánpreciso. Las palabras que designabanobjetos parecían ser siempre distintas.Señaló el cuadro unas cien veces,nombrándolo de cien manerasdiferentes: los nombres dependían delgestó con que lo señalaba. Producido yacompañado por todo el cuerpo, ningúnsonido le era indiferente. Al reír,estiraba los brazos al máximo. Parecíatener la frente detrás de la cabeza, zonaen la que los cabellos le raleaban, comosi en sus horas de actividad creadora sela frotase constantemente.

De pronto dio un salto y se tiró conpasión al suelo. Georges notó que éstese hallaba cubierto de tierra, sin duda

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una capa muy espesa. La secretariatironeó al gorila por la americana, peroéste era muy pesado para ella. En tonoimplorante pidió ayuda a su visita. Eracelosa, le dijo, muy celosa. Entre losdos levantaron al gorila que, ni bien sesentó, empezó a contarles lo que habíasentido allá abajo. A partir de unascuantas palabras, lanzadasviolentamente por la habitación comotroncos de árboles recién cortados,adivinó Georges una historia de amormítica que lo estremeció en lo másprofundo, haciéndolo dudar de sí mismo.Se sintió una chinche junto a un serhumano. Se preguntó cómo podíaentender tosas cuyo origen se hallaba a

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miles de brazas por debajo de lo que élhabía osado explorar. ¡Qué pretensión lasuya! Sentarse a la mesa de semejantecriatura; un tipo como él, bien educado,con aire protector, con todos los porosdel alma obstruidos por grasa y másgrasa; un semihombre a efectosprácticos, sin el valor de ser —pues seren nuestro mundo significa ser de otromodo—, un simple molde, un maniquíde sastre puesto en marcha o detenidopor algún gracioso azar y enteramentedependiente de éste, sin la menorinfluencia, sin una chispa de poder,hilvanando siempre las mismas fraseshuecas, comprendido siempre desde lamisma distancia. Pues ¿dónde hay un

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hombre normal que determine,modifique o modele a su prójimo? Lasmujeres que amaban locamente aGeorges y eran capaces de morir por él—sobre todo cuando las abrazaba—,seguían siendo después lo mismo queantes: animalitos de piel lisa y biencuidada, interesados en cosméticos y enhombres. Pero esta secretaria, en susorígenes una mujer como cualquier otra,sin duda, se había transformado bajo lapoderosa voluntad del gorila en unacriatura original: más fuerte, más activa,capaz de mayor entrega. Mientras élcontaba sus aventuras con la tierra, ellase fue impacientando. Interrumpió variasveces su historia con celosas miradas y

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comentarios, agitándose en su silla conaire desamparado. O bien lo pellizcaba,sonriente, y le sacaba la lengua. Él laignoraba.

Madame dejó de solazarse con elcuadro y obligó a Georges a levantarse.Para su gran asombro, el doctor sedespidió de su cuñado como si éstefuera un Creso, y de la secretaria comosi tuviera la partida de matrimonio delCreso en el bolsillo.

—¡Vive de mi marido! —dijocuando estuvieron fuera. Detestaba lasimpresiones falsas, pero no habló de laparte de herencia sustraída. Elcompasivo doctor le pidió entoncespermiso para tratar al enfermo por

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razones de interés científico y desatisfacción personal que, desde luego,no supondrían desembolso alguno a suseñor esposo. Ella lo entendió mal deinmediato y declaró su conformidad acondición de poder asistir a lassesiones.

Como oyó un ruido de pasos —quizásu marido había vuelto— añadiórápidamente:

—¡Sus proyectos, mi querido doctor,me parecen muy interesantes! —Georgesla incluyó, pues, en sus planes,prolongando hasta su nueva vida aquelvestigio de la antigua.

Él acudió diariamente durantealgunos meses. Su admiración por el

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gorila aumentaba de visita en visita, yhasta aprendió su idioma haciendoesfuerzos infinitos. La secretaria loayudaba poco. Si recurría al francés muya menudo, se sentía repudiada: portraicionar al hombre a quien pertenecíasin reservas, merecía un castigo. Paramantener al gorila de buen humor,Georges renunció a la idea de emplearotros idiomas como puente. Fueaprendiendo como un niño al que con laspalabras se le enseñan también lasrelaciones de las cosas entre sí. Aquí,esas relaciones eran lo primordial; lasdos habitaciones y cuanto encerraban sedisolvían eh un campo magnético desentimientos. Los objetos —y en este

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punto su primera impresión resultó serjusta— no tenían nombres especiales. Sellamaban según el humor con el quefueran percibidos. Su aspecto variabapara el gorila, que llevaba una vidaviolenta, tensa y tormentosa. Esta vidalos animaba; en ella tomaban parteactiva. Él pobló aquellos dos cuartoscon todo un mundo, creó cuantonecesitaba y, pasados sus seis días, alséptimo se instaló en él. Pero en vez dedescansar, obsequió a su creación conun idioma. Cuanto lo rodeaba, proveníade él. Porque el mobiliario que allíencontrara, así como los trastos quepoco a poco fueron llegando, llevabanhacía tiempo las huellas de su actividad.

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Trataba con paciencia al extranjero quede pronto aterrizaba en su planeta,perdonándole sus recaídas en el idiomade una época remota y superada: élmismo había sido un ser humano. Mastambién iba notando los progresos deaquel extranjero. Inferior a su sombra enun principio, con el tiempo llegó a ser suigual y gran amigo.

Georges tenía la preparaciónsuficiente como para publicar un estudiosobre el lenguaje de aquel loco. Con élarrojó nueva luz sobre la psicología delos sonidos. Muchos y discutidosproblemas de la ciencia fueron asíresueltos por un gorila. Su amistad conél hizo famoso a un joven médico que

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hasta entonces sólo había conocido eléxito. Por gratitud, lo dejó en el estadoen el que se sentía feliz, renunciando atodo intento de terapia. Sin duda se creíacapaz —desde que aprendió su idioma—, de transformar a un gorila en elhermano estafado de un banquero. Perose abstuvo de cometer un crimen al quesólo lo arrastraba una súbita sensaciónde poder, y se pasó a la psiquiatría llenode admiración por la grandeza de loslocos —que él consideraba parientes desu amigo—, con el firme propósito deaprender cosas con ellos y de no curarmás a ninguno. Ya estaba harto deliteratura.

Más tarde, cuando hubo acumulado

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cientos de experiencias, aprendió adistinguir entre locos y locos. Engeneral, su entusiasmo siguió vivo. Unaardiente simpatía por aquellos hombresque se alejan de los otros hasta el puntode pasar por locos, lo invadía ante cadaenfermo nuevo. Muchos herían susensibilidad amorosa, sobre todo esostemperamentos débiles que,tambaleándose de ataque en ataque,añoraban sus intervalos de lucidez…como los judíos que clamaban por lasollas de Egipto. Y él les daba gusto,guiándolos de vuelta a Egipto. Loscaminos que inventaba eran sin duda tanmilagrosos como los del Señor alliberar a su pueblo. Contra su voluntad,

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veía aplicar métodos que élrecomendaba con pacientes muyconcretos, a casos que, por respeto ygratitud a su gorila, no hubiera nuncaabordado. Sus sugerencias hallaban eco.El director del Sanatorio en el quetrabajaba de asistente se alegraba alconstatar el ruido que aún hacía suescuela. Él daba ya por concluida laobra de su vida… ¡y de pronto uno desus discípulos hace surgir aquellasflores increíbles!

Cuando Georges paseaba por lascalles de París, solía encontrarse conalguno de sus ex-pacientes. En el acto seveía abrazado y casi derribado al suelo,como el amo de un gran perro que

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vuelve a su casa tras una larga ausencia.Bajo sus amables preguntas ocultaba unaleve esperanza. Les hablaba de buenasalud, profesión, planes futuros, yesperaba comentarios mínimos delgénero: «¡Antes me iba mejor!»; o bien:«¡Qué estúpida y vacía es mi vidaahora!». «¡Me gustaría estar enfermootra vez!». «¿Por qué me curaría?».«¡Nadie se imagina la de maravillas queuno tiene en la cabeza!». «La saludmental es una especie deembrutecimiento». «¡No debierandejarlo ejercer!». «¡Me ha privado demis bienes más preciados!». «Loaprecio sólo como amigo. Su profesiónes un crimen de lesa humanidad».

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«¡Debería avergonzarse, zapatero dealmas!». «¡Devuélvame mienfermedad!». «¡Le pondré un juicio!».«¡Curación rima con destrucción!».

Y, en vez de esto, le llovíancumplidos e invitaciones. Sus ex-pacientes se veían gordos, sanos ynormales. Su lenguaje no se distinguíaen nada del de los otros transeúntes.Eran comerciantes o atendían en algunaventanilla. En el mejor de los casos, secuidaban de una máquina. Cuando aúnpodía llamarlos huéspedes y amigos, setorturaba con una culpa enorme quedecían sobrellevar en nombre de todos;o bien con su pequeñez, que contrastabaabsurdamente con la grandeza de los

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hombres ordinarios; o con la idea deconquistar el mundo; o con la muerte,que volvían a aceptar ahora como unhecho natural. Sus enigmas habíanseextinguido. Antes vivían en función deesos enigmas; ahora, por cosas resueltashacía ya tiempo. Georges seavergonzaba sin que nadie le dieramotivos. Los parientes de sus enfermoslo endiosaban, esperando auténticosmilagros. Aun en casos de lesionesfísicas comprobadas, creían que loscuraría de algún modo. Sus colegas loadmiraban, no sin envidiarlo, y seabalanzaban sobre sus ideas, que, comotodas las grandes ideas, eran simples yluminosas. ¿Por qué no se les ocurrirían

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antes a ninguno de ellos? Recogían alvuelo las migajas de su gloria,proclamándose discípulos suyos yaplicando sus métodos a los casos másdiversos. Tenía asegurado el PremioNobel. Lo hubieran propuesto hacíatiempo, pero en vista de su juventud lespareció mejor esperar aún varios años.

De este modo, él mismo cayóvíctima de su nueva profesión. Empezómovido por un sentimiento de penuria yel respeto más profundo ante las simas ymontañas que exploraba. Poco despuésse presentó como un Salvador, rodeadode ochocientos amigos —¡y qué amigos:los pensionistas del Sanatorio!—,adorado por miles de seres cuyos

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parientes habían vuelto a nacer gracias aél. Pues de no tener a esos parientes, alos que uno ama y tortura, ¿pensaríamosacaso que vale la pena vivir?

Tres veces al día, durante sus visitasde inspección, Georges era objeto denutridas ovaciones. Ya se habíaacostumbrado. Cuanto másfervorosamente lo aclamaban,arremolinándose en torno a él, másfácilmente le afluían las palabras y losgestos necesarios. Los enfermosintegraban su público. Antes de entrar enla primera sala, percibía el familiarmurmullo de sus voces. En cuantoalguno lo veía por la ventana, el bulliciose orientaba y se disciplinaba. Él

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aguardaba aquel cambio. Era como si,súbitamente, todos rompieran a aplaudir.Y él, sin quererlo, sonreía. Habíalogrado asimilar innumerables roles. Suespíritu anhelaba esas metamorfosisinstantáneas. Una buena docena déasistentes lo seguían, dispuestos aaprender. Muchos eran ya mayores; casitodos llevaban más tiempo que élejerciendo. Consideraban la psiquiatríacomo una especialidad de la medicina, yse veían a sí mismos comoadministradores de los alienados. Afuerza de esperanza y disciplina sehabían apropiado de cuanto incidiera ensu especialidad. A veces apoyaban lasideas más descabelladas de los

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enfermos, tal como lo aconsejaban susmanuales de estudio. Del primero alúltimo, todos odiaban a su jovendirector. Éste les repetía diariamenteque estaban allí para servir y no paraexplotar a los enfermos. «Vean ustedes,caballeros» les decía al quedarse solocon ellos, «qué necios y miserablessomos, qué burgueses tan tristes einsensibles, comparados con esteparanoico genial. Nosotros poseemos, éles poseído; nosotros nos alimentamos deexperiencias ajenas, él, de las suyaspropias. Al igual que la Tierra, semueve por su espacio en una soledadtotal. Tiene derecho a tener miedo. Alexplicar y defender su trayectoria

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emplea más perspicacia que todosnosotros al justificar la nuestra. Cree enlas quimeras que sus sentidos leproponen, mientras que nosotrosdesconfiamos de los nuestros. Los pocosque, entre los cuerdos, tienen fe, seaferran a experiencias que otra gentetuvo ya por ellos hace miles de años.Necesitamos visiones, revelaciones,voces —acercamientos fulminantes a lascosas y personas— y, cuando no lashallamos en nosotros mismos,recurrimos a la tradición. Nuestrapropia miseria nos impulsa a tener fe.Otros, más pobres todavía, renuncian atodo esto. ¿Y él? Es Alá, el Profeta y elMuslime en una sola persona. ¿Algún

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milagro deja acaso de serlo porque lepeguemos la etiqueta de paranoiachronica? Vivimos encaramados sobrenuestra sólida razón como los avarossobre su dinero. Mas la razón, tal comonosotros la entendemos, es unmalentendido. ¡Si existe una vidapuramente espiritual, es sin duda la quelleva este loco!».

Sus asistentes lo escuchabanfingiendo interés. Cuando su promociónestaba en juego, no escatimabanhistrionismo alguno. Mucho más que susobservaciones generales, sobre las queen secreto intercambiaban bromas, lesinteresaban sus métodos particulares.Anotaban todas las palabras que su

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director, animado por alguna inspiraciónmomentánea, decía a un enfermo. Luegolas aplicaban a cual mejor, firmementeconvencidos de que así obtendrían losmismos resultados que él.

Un anciano, que había sido herreroen una aldea y llevaba ya nueve añosviviendo en el Sanatorio, se vio un díaarruinado por el incremento de losautomóviles en su región natal. Trasunas semanas de extrema pobreza, sumujer no aguantó más la casa y se fugócon un suboficial. Una mañana en que,recién despierto, empezó a lamentar susinfortunios, no obtuvo respuesta de ella:se había ido. La buscó en toda la aldea.Llevaban veintitrés años viviendo

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juntos: ella llegó muy niña a la casa y secasó con él en plena juventud. La buscóen la ciudad más próxima. Porindicación de los vecinos, preguntó en elcuartel por el sargento Delboeuf, a quiennunca había visto. Desapareció hace yatres días, le dijeron; debe habersefugado al extranjero, pues un buencastigo lo aguardaba como desertor. Elherrero no encontraba a su mujer porningún lado. Pasó la noche en la ciudad.Los vecinos le prestaron dinero. Semetía en todas las tabernas, miraba pordebajo de las mesas y balbuceaba:«¿Jeanne, estás ahí?». Tampoco laencontró bajo los bancos. Cuando seinclinaba sobre el mostrador, la gente

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gritaba: «¡Anda en busca de la caja!» ylo apartaba. Desde niño todos lo teníanpor un hombre honrado. Desde que secasó, jamás le había puesto un dedo a sumujer. Ella se burlaba siempre de él,pues bizqueaba del ojo derecho. Él nose inmutaba, limitándose a decir: «¡Tancierto como que me llamo Jean: ya verásla que te voy a dar!». Así de bueno eracon ella.

En la ciudad le contó su desgracia ala gente. Cada cual le iba dando un buenconsejo. Un sucio zapatero le sugirióque se considerase feliz. Casi lo mata agolpes. Más tarde conoció a uncarnicero que lo ayudó a buscar:caminar de noche le hacía bien, pues era

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muy gordo. Alertaron a la policía yhusmearon a orillas del río, por si veíanflotar algún cadáver. Al amanecerencontraron una mujer, pero era de otro.Una espesa niebla lo envolvía todo, yJean el herrero lloró al ver que no eraella. El carnicero también lloró y vomitóen el río. A la mañana siguiente condujoa Jean a los mataderos. Allí todos loconocían y lo saludaban. Las ternerasmugían, el aire olía a sangre de cerdo,los cerdos chillaban, Jean chillaba másfuerte: «¿Jeanne, estás ahí?», y elcarnicero rugía, superando en volumentodos los mugidos: «¡Este herrero es miamigo! ¡A su mujer la han traído aquí!¿Alguien la ha visto?». Los hombres

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sacudían la cabeza. Pobre mujer, bramóentonces el carnicero, deben de haberlamatado. La buscó entre los cerdos, quecolgaban en una larga hilera. «¡Aquí estála muy marrana!» exclamó de pronto.Jean la examinó por todas partes,olisqueándola: ¡cuánto tiempo que nocomía morcilla, y le encantaba! Cuandose hartó de olería, dijo: «No es mimujer». Pero el carnicero montó encólera y bramó: «¡Vete al diablo,idiota!».

Jean se encaminó cojeando a laestación (la mujer era su piernaenferma); su dinero había desaparecido.Gimió:

—¿Cómo volveré a casa? —Y se

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echó sobre los rieles. En lugar de unalocomotora, apareció un buen hombreque, viéndolo en ese estado, le regaló unbillete de tren en recuerdo de su esposa.Ya en el tren, el billete resultó ser falso—. ¡Pero si es un regalo! —dijo Jean—,¡mi mujer me ha abandonado! —En susbolsillos no encontró ni un real, y lapolicía se lo llevó en la estaciónsiguiente—. ¿Está allí? ¿La ha visto? —balbuceó Jean, arrojándose al cuello delpolicía.

—Aquí está —replicó el policíaseñalándose a sí mismo, y se lo llevó.Lo encerraron en una celda donde pasóvarios días rabiando y perdió a su mujerde veras. Pues de otro modo la habría

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encontrado.Un buen día lo dejaron ir a casa.

«Tal vez haya vuelto», pensó Jean. Sehabían llevado la cama, la mesa y lassillas: no quedaba nada. Su mujer novolvería nunca a una casa vacía.

—¿Por qué me han vaciado la casa?—preguntó a los vecinos.

—Nos debes dinero, Jean.—¿Y dónde va a dormir mi mujer

cuando regrese? —preguntó Jean.—Tu mujer no volverá. Se fue con el

joven sargento. Ahora que eres pobre,acuéstate en el suelo.

Jean se rió e incendió la aldea. De lacasa en llamas de su primo salvó lacama de su esposa. Antes de sacarla,

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estranguló a los niños que estabandurmiendo: tres chicos y una chica. Tuvomucho trabajo aquella noche. Mientrasbuscaba la mesa, las sillas y sus otrosbienes, se le quemó la casa vacía.Instaló sus pertenencias en medio delcampo, levantó una habitación igual a laanterior y llamó a Jeanne. Luego seacostó, dejándole espacio suficiente.Pero ella no vino. Pasó un buen rato enla cama, esperándola. Tenía muchahambre, sobre todo de noche: ¡unhambre inconcebible! Estuvo a punto delevantarse aguijoneado por el hambre; lalluvia penetraba por su boca y él bebió ybebió. Cuando el cielo se aclaró, Jeantuvo ganas de morder las estrellas. ¡Si

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pudiera alcanzarlas! Detestaba elhambre. Cuando ya no aguantó más, hizoun voto: le juró a la Virgen que no selevantaría hasta que su mujer lo oyera yse acostase a su lado. Pero la policía loencontró, obligándolo a romper sujuramento. Él lo hubiera respetado. Losvecinos querían matarlo. La aldea enterahabía ardido. Él se alegró al saberlo yexclamó:

—¡Fui yo! ¡Fui yo! —La policíatuvo miedo y se lo llevó rápidamente.

En su nueva celda había un maestrode escuela. Como tenía buenapronunciación, le contó su historia.

—¿Cómo se llama? —le preguntó elmaestro.

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—Jean Preval.—¡Absurdo! ¡Usted se llama

Vulcano! Es bizco, cojo, y además,herrero. Un buen herrero, cuando cojea.¡Atrape usted a su esposa!

—¿Atraparla?—Su esposa se llama Venus, y el

sargento, Marte. Voy a contarle unahistoria. Soy un hombre instruido. Sólohe robado.

Y Jean lo escuchó, con los ojos muyabiertos. ¡Qué noticia! ¿Con qué podíaatraparla? No es difícil. Un viejoherrero lo hizo ya una vez. Su mujer loengañaba con un soldado, un muchachónjoven y fuerte. Cuando el herreroVulcano se iba a trabajar, Marte, aquel

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bello demonio, se deslizaba hasta sualcoba y dormía con su esposa. El gallode la casa, que observaba todo, seindignó y fue a contárselo a su amo.Vulcano forjó entonces una red tan finaque no se veía —los herreros de anteseran habilísimos—, y la dispusoalrededor del lecho, de suerte que losdos, la mujer y el soldado, cayeron enella. El gallo voló hasta donde su amo yle cantó: están en casa. Y el herrero fuea buscar rápidamente a sus primos y atodo el pueblo. ¡Hoy día os daré unafiesta, esperad afuera, esperad! Luego sedeslizó hasta el lecho, y descubrió a sumujer y al diablo: por poco llora.¡Llevaban veintitrés años juntos y nunca

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le había pegado! Los vecinos esperaban.El entonces tiró fuerte de la red, muyfuerte, hasta atraparlos: ¡ya la tenía, a sumujer! Dejó al demonio en libertad:todos los aldeanos le asestaron una en elhocico. Después se acercaron y lepreguntaron:

—¿Dónde está tu mujer? —Elherrero la había escondido. Ella estabaavergonzada; él, muy contento.

—¡Es lo que debiera usted hacer! —dijo el maestro—. La historia esverdadera. En recuerdo les pusieron susnombres a tres planetas: Marte, Venus yVulcano. Son visibles en el cielo. ParaVulcano hay que tener buena vista.

—Ahora sé —dijo Jean— por qué

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quise morder las estrellas.Más tarde se lo llevaron. El maestro

se quedó en la celda. Pero Jean conocióa un nuevo amigo: un hombre hermoso,con el que se podía hablar. Todosquerían verlo. Jean atrapaba a suesposa. A veces tenía suerte y sealegraba. Pero a menudo se ponía triste.Su amigo entraba entonces en la sala y ledecía: «Pero Jean, si está en la red, ¿queno la ves?». Siempre tenía razón. Consólo que abriera la boca, su mujer sepresentaba. «Eres bizco», le decía aJean. Y él reía y reía, amenazándola:«¡Ya verás la que te voy a dar, como queme llamo Jean!».

Este herrero, que llevaba ya nueve

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años en el Sanatorio, no era en absolutoincurable. Las pesquisas del directorpara encontrar a su mujer no dieronresultado. Y aun cuando la hallasen…¿quién podrá obligarla a volver con sumarido? Georges se imaginaba laculminación real de la escena en la queel viejo herrero hallase la felicidad.Instalaría red y cama en su propioapartamento, y encontraría finalmente ala mujer. Jean entraría en silencio ytiraría de la red. Ambos se repetirían lasfrases de siempre. La excitación de Jeaniría en aumento… y la red y los nueveaños se esfumarían. «¡Ah, si tuviera aesa mujer!», suspiraba Georges.

Cada día ayudaba a Georges a

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encontrarla. Deseaba tan ardientementesu presencia que podía entregárselacomo si la llevara consigo. Susasistentes, esos monos, sospechabanalgún experimento secreto en todoaquello. Tal vez se propusiera curarlocon esas palabras. Si alguno de ellos sequedaba solo en la sala, nunca dejaba deaplicar la fórmula mágica: «Pero Jean,si está en la red, ¿que no la ves?». QueJean estuviera triste o contento, que losescuchara o se tapara los oídos, lelanzaban el cordial ensalmo delMaestro. Si estaba dormido, lodespertaban; si parecía atontado, legritaban. Lo sacudían y empujaban,reprochándole sus limitaciones y

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ridiculizando el recuerdo de su esposa.Aquella única frase iba adoptandoentonaciones diferentes según el humoro el carácter de los asistentes que, al noconseguir nada —pues al herrero leimportaban un comino—, tenían unmotivo más para burlarse del director.El muy necio llevaba varios añosrepitiendo su ingenuo experimento,convencido de que con una simple frasele devolvería la razón a ese incurable.

Georges los hubiera despedido atodos, pero los contratos de su antecesorlo ataban a ellos. Sabía que trataban mala los enfermos y temía por el destino deéstos si él muriera repentinamente. Nocomprendía aquel mezquino sabotaje

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hecho a su obra, sin duda desinteresaday útil hasta para tipos tan limitadoscomo ellos. Poco a poco irá rodeándosede colaboradores con talento suficientepara ayudarlo. Después de todo, losasistentes que heredara de su antecesortambién luchaban por su existencia.Conscientes de que él no haría nada conellos, recogían sus más mínimasinsinuaciones para luego, en cuantovencieran sus contratos, encontrartrabajo en cualquier parte comodiscípulos suyos. Era extremadamentesensible a cuanto acontecía incluso enseres demasiado simples, lerdos yequilibrados para enloquecer algún día.Cuando se cansaba y quería reponerse

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de la alta tensión a que lo sometían susamigos locos, se sumergía en el alma deuno de sus asistentes. Cuanto hacíaGeorges, tenía por escenario espíritusajenos; incluso su descanso, aunque lecostara mucho encontrarlo. Descubríacosas que lo hacían sonreír. Por ejemplo¿qué pensaban de él esa tira depusilánimes? Era evidente que buscabanuna explicación plausible de sus éxitos ydel lúcido apego que él manifestaba asus pacientes. La ciencia les habíainculcado una fe ciega en la causalidad.Personajes convencionales, se ceñíanfielmente a las costumbres y opinionesde la mayoría. Buscaban el placer einterpretaban todo y a todo el mundo en

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función de esta búsqueda: una manía dela época, que dominaba todos losespíritus sin dar mayores resultados. Ypor placer entendían, naturalmente,todos los vicios tradicionales que elindividuo, desde que existen animales,practica con indesmayable ahínco.

Pues nada sabían de aquella fuerzamotriz de la historia, mucho másprofunda y auténtica: el impulso humanoa fundirse en una especie animalsuperior, la masa, y a perderse tanirremisiblemente en ella como si nuncahubiera existido un hombre aislado.Porque además eran educados, y laeducación es un arma defensiva delindividuo contra la masa que lleva

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dentro.No menos que la lucha por el

hambre o el amor, practicamos lallamada lucha por la vida con el fin deaniquilar nuestra masa interior. Pero éstase robustece tanto bajo ciertascircunstancias que obliga al individuo aactuar en forma desinteresada y hasta encontra de sus propios intereses. La«humanidad» existía como musa yamucho antes de haber sido formulada ydiluida en conceptos. Como un animalmonstruoso, salvaje, ardiente yexuberante, la masa hierve y se agita enlo más hondo de nuestro ser, a mayorprofundidad que nuestras mismasMadres. Es, pese a su edad, el más

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joven de todos los animales, la criaturaesencial de la Tierra, su meta y sufuturo. Pero nada sabemos de ella yvivimos, supuestamente, comoindividuos. No obstante, la masa seabate a veces sobre nosotros como unaespumante resaca, como un océanofurioso en el que cada gota permaneceviva y aspira a lo mismo. Al poco ratose dispersa, devolviéndonos a nuestroestado habitual de pobres diablossolitarios. Y entonces nos resultainconcebible recordar que alguna vezllegamos a ser tantos, tan grandes y tan«Uno». «Enfermedad», dirá uncomentarista inteligente; «la bestia en elhombre», atenuará un humilde cordero,

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sin sospechar cuan próximo a la verdadse halla su error. Entretanto, la masaprepara un nuevo ataque desde dentro.Hasta que un día ya no vuelva adispersarse, quizá en un solo país, alcomienzo, y de allí empiece apropagarse a todos lados hasta quenadie ponga en duda su existencia,porque ya no habrá más Yo, ni Tú, ni Él,sino sólo ella: la Masa.

Georges no se jactaba más que de undescubrimiento, y era justamente laincidencia de la masa en la historia y enla vida individual, su influencia endeterminadas transformaciones delespíritu. Pudo comprobarlas en muchosde sus pacientes. Infinidad de personas

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enloquecen porque la masa es en ellosparticularmente intensa y no encuentrasatisfacción. No veía otra explicaciónplausible de sí mismo y toda suactividad. Hubo un tiempo en el quesólo vivía en función de sus gustospersonales, de su ambición y susmujeres; ahora, su única aspiración eraperderse continuamente. Al actuar enconsecuencia, se aproximaba a las ideasy deseos de la masa mucho más quequienes lo rodeaban.

Sus asistentes intentaron unaexplicación más acorde con sunaturaleza. ¿Por qué el director admiratanto a los locos?, se preguntaban.Porque él mismo lo es, bien que sólo a

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medias. ¿Por qué los cura? Porque nopuede aceptar que haya locos mejoresque él. Los envidia. No le dejan unminuto de reposo. Los considera algoespecial. Al igual que ellos, él tambiénsiente un mórbido deseo de llamar laatención. El mundo ve en él a un eruditonormal. Nunca llegará más lejos. Morirásiendo director de un manicomio,mentalmente sano y ojalá muy pronto.«¡Quiero ser loco!», gritará como unchiquillo. Y habrá que atribuir eseridículo deseo a una experiencia juvenil,naturalmente. Algún día debieranexaminarlo. Claro que él se negaría aque lo tomen como objeto deinvestigación. Era un egoísta. Con gente

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así más vale no tratar. Ya en su juventud,la imagen de algún loco debió de estarligada para él con el placer sexual. Leteme a la impotencia. Si pudieraconvencerse de que es loco, jamás seríaimpotente. Cualquier loco le procuramás placer que él a sí mismo. ¿Por quéhabrían de gozar más de la vida que yo?,se quejaba. Se siente totalmentemarginado. Tiene un gran complejo deinferioridad. De pura envidia se ocupatanto de ellos que acaba por curarlos.Falta saber qué siente cuando suelta aalguno. No pensará que han de venirmuchos más. Se alimenta de lospequeños triunfos del momento. ¡Y noera el gran hombre al que el mundo

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admira!Aquel día, en el curso de la última

visita, olvidaron hasta sus signosexteriores de servilismo. Hacía muchocalor; el cambio brusco de temperaturaen los últimos días de marzo gravitabasobre sus inertes almas. Se sentían comodespreciables pacientes. Pues ellos,asistentes bien establecidos, tambiéntenían en algún lugar ventanas conbarrotes contra los que apoyaban lacabeza. Los molestaba la imprecisión desus sensaciones. Por lo general, seabalanzaban servilmente a abrir laspuertas si es que los guardianes o losenfermos no se les adelantaban. Ese díasiguieron a Georges a cierta distancia,

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distraídos y malhumorados, maldiciendosu aburrido trabajo, su jefe y todos losenfermos del mundo. En aquel momentohubieran preferido ser mahometanos einstalarse, cada cual por separado, enpequeños Paraísos, cómodos yacogedores. Georges escuchaba elbullicio familiar. Desde sus ventanas,sus amigos lo vieron entrar ypermanecieron tan indiferentes como losenemigos que lo seguían. ¡Qué día tantriste!, se dijo en voz baja. Le faltaban laaprobación y el odio: él sólo respirabaen la corriente de las sensacionesajenas. Y aquel día no sintió nada entorno de él; sólo una atmósfera opresiva.

En las salas reinaba una calma

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odiosa. Los enfermos evitaban pelear ensu presencia, pero esta vez se disputaronlas ventanas. No bien la puerta secerraba detrás de él, volvían aempujarse e insultarse. Sin abandonarsus puestos, las mujeres le implorabansu amor. Pero él no hallaba respuestas.Sus brillantes ideas terapéuticas lohabían abandonado. Una demente, másfea que Picio, chilló de pronto:

—¡No, no y no! ¡No aceptaré eldivorcio!

Las otras gritaron en coro:—¿Dónde está él?Una chica balbuceó entusiasmada:¡Déjame!Jean, el buen Jean, amenazó a su

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Jeanne con una bofetada.—¡Estaba en la red, y cuando quise

cogerla, se me fue! —se quejó.—¡Dale una bien fuerte! —dijo

Georges, harto ya de esos treinta y dosaños de fidelidad.

Jean golpeó y pidió auxilio —élmismo— por su esposa. En otra de lassalas, todos lloraban a la vez porque yahabía oscurecido.

—Hoy se han vuelto locos —dijo elguardián.

Uno de los numerosos Dioses Padreordenó:

—¡Hágase la luz! —indignándose alver el desprecio con que lo trataban.

—No es más que un empleaducho —

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le susurró a Georges, en tonoconfidencial, el de la cama vecina.

Otro preguntó:—¿Dios existe? —Y quiso averiguar

su dirección.Un caballero muy pulcro, a quien su

hermano llevara a la ruina, se quejabade que los negocios le iban mal esatarde:

—¡En cuanto gane el juicio, meabasteceré de camisas por unos quinceaños!

—¿Y por qué la gente anda desnuda?—replicó, melancólico, su mejor amigo:ambos se entendían de maravilla.

Sólo en la sala siguiente escuchóGeorges la respuesta a esta pregunta. Un

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solterón mostraba a los otros cómo losorprendieron in fraganti con su propiaesposa. —Le iba a sacar las pulgas,pero no tenía ni una. En ese instante susuegro metió la cabeza por el ojo de lacerradura y reclamó a su nieta—.«¿Dónde? ¿Dónde?» corearon losespectadores, preocupados todos por lamisma cosa. ¡Qué bien se entendían! Losguardianes escuchaban con sumo placer.Uno de los asistentes, colaborador de unperiódico, iba anotando la atmósfera dela velada con palabras significativas.Georges lo advirtió sin mirar;mentalmente, él hacía lo mismo. Era unatablilla de cera ambulante en la que seinscribían gestos y palabras. En vez de

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elaborarlos y de replicar, los registrabamecánicamente. Además, la cera estabaderritiéndose. «Mi mujer me aburre»,pensó. Los enfermos le parecíanextraños. La puerta secreta que conducíaa su mansión amurallada, aquella puertacasi siempre entornada y que sólo élconocía, aquel día permanecióobstinadamente cerrada. ¿Forzarla?¿Para qué? Más vale acabar de una vez.Mañana, por desgracia, será otro día.Volveré a encontrar a cada cual en susala. Siempre encontraré a losochocientos pacientes, toda mi vida. Talvez mi fama agrande el Sanatorio y, conel tiempo, lleguen a ser dos o diez mil.Peregrinaciones del mundo entero

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completarán mi dicha. Una repúblicamundial surgiría dentro de treinta años.Me nombrarían Comisario del Pueblo deAlienados. Viajes a todas las regioneshabitadas del globo. Inspecciones ydesfiles con un ejército de un millón deespíritus inhábiles. Pondría a los débilesmentales a la izquierda y a los fuertes ala derecha. Fundación de centros deinvestigación de animales superdotados.Crianza de animales locos paraconvertirlos en hombres. Licenciaríaignominiosamente de mi ejército acuantos recuperen la razón. Sentiría máscerca a mis amigos que a mispartidarios. Los partidarios pequeñosserán llamados grandes. ¡Qué pequeña

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es mi mujer! ¿Por qué no vuelvo ahoramismo a casa? Porque mi mujer me estáesperando. Y quiere amor. Todosquieren amor hoy día.

La tablilla de cera lo oprimía: todolo que iba registrando, tenía un peso. Enla penúltima sala apareció de pronto sumujer. Venía corriendo.

—¡Un telegrama! —exclamó,riéndose en su cara.

—¿Y por eso corres tanto? —Lacortesía era una segunda piel paraGeorges. A veces le entraban ganas dequitársela: ¡hubiera sido el colmo de sugrosería! Abrió el telegrama y leyó:«Estoy totalmente chiflado. Tuhermano». De todas las noticias

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posibles, era ésta la que menosesperaba. ¿Una broma pesada? ¿Unaexageración? No. Una palabracontradecía estas hipótesis: chiflado. Suhermano nunca usaba estas expresiones.Y si ahora lo hacía, era que algo no ibabien. Bendijo el telegrama. Un viaje sehacía inevitable. Podría justificarlo antesus propios ojos. ¡Y él que no deseabaotra cosa!

Su mujer leyó:—¿Quién es? ¿Tu hermano?—¡Ah, de veras! Nunca te he

hablado de él. El mayor sinólogo vivo.En mi escritorio encontrarás algunos desus últimos trabajos. Hace doce añosque no lo veo.

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—¿Y qué piensas hacer?—Coger el primer expreso.—Mañana temprano.—No, ahora mismo.Ella hizo una mueca.—Sí, sí —añadió él, cabizbajo—,

se trata de mi hermano. Habrá caído enmalas manos. ¿Cómo explicar, si no, elenvío de este telegrama?

La mujer hizo añicos el telegrama.¿Por qué no lo rompería al recibirlo?Los enfermos se abalanzaron sobre lostrocitos. Todos la querían, todosdeseaban un recuerdo de ella; algunos setragaron el papel. La mayoría se loguardó junto al corazón o en lospantalones. El filósofo Platón, que

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observaba dignamente la escena, hizouna reverencia y dijo:

—¡Madame, vivimos en el mundo!

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Rodeos

Cuando el tren se detuvo, Georgesllevaba ya un buen rato durmiendo. Alzóla mirada y vio subir a mucha gente. Sucompartimiento, por estar con lascortinas corridas, permaneció vacío. Aúltimo momento —el tren ya estaba enmarcha—, una pareja le preguntó sihabía asiento. Él, cortésmente, se hizo aun lado. El hombre le dio un codazo y nose disculpó. Georges, al que cualquiergrosería entre monos civilizados lodivertía, lo observó sorprendido. Lamujer interpretó mal su mirada y, nadamás sentarse, le pidió disculpas en

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nombre de su marido: era ciego.—No se me hubiera ocurrido —dijo

Georges— se mueve con una seguridadasombrosa. Soy médico y he tenidomuchos pacientes ciegos.

El hombre se inclinó. Era alto ydelgado.

—¿Le molesta que lea en voz alta?—preguntó la mujer. La tímidaresignación de su rostro tenía ciertoencanto; era evidente que sólo vivía porel ciego.

—¡Al contrario! Y por favor no seofenda si me quedo dormido. —En vezde la tensión que él anhelaba, se produjoun intercambio de amabilidades. Ellasacó una novela de su bolso de viaje y

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empezó a leer con voz profunda yhalagüeña.

Peter debía parecerse ahora al ciegoaquel: tieso y obstinado. ¿Qué podíahaber ensombrecido su apacibleespíritu? Vivía solo y despreocupado,sin mantener ningún contacto con sereshumanos. El desconcierto que lafrecuentación del mundo suele produciren ciertas almas sensibles, resultabainconcebible en su caso: su mundo erasu biblioteca. Se distinguía por suprodigiosa memoria. Un cerebro másdébil hubiera sucumbido a tantos libros;en el suyo, cada sílaba leída quedabaclaramente separada de la siguiente. Eratodo lo contrario de un actor: siempre y

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solamente él mismo. En vez deprodigarse con los demás, los estudiabaa distancia, comparándolos consigomismo. El sólo se conocía desde fuera ya través de su cabeza. Pero así pudolibrarse de los grandes peligros que,ineluctablemente, acechan a cuantosolitario pase varios años estudiando lasculturas orientales. Peter se hallabaprotegido contra Lao-Tse y todos loshindúes. Su austeridad lo inclinabahacia los filósofos del deber. En todaspartes hubiera encontrado a su Confucio.¿Qué oprimía, pues, a aquel ser casiasexuado?

«¡Me vuelves a incitar al suicidio!».Georges oía a medias la novela; la voz

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de la mujer tenía un timbre agradable, élcomprendía sus inflexiones, pero nopudo menos que reírse ante esta absurdafrase del protagonista.

—¡No se reiría, caballero, si fuerausted ciego! —Lo apostrofó una vozenojada. El ciego había hablado; susprimeras palabras eran descorteses.

—Discúlpeme —dijo Georges—pero no creo en esa especie de amor.

—Pues entonces no interrumpa losplaceres de un hombre serio. Conozco elamor mejor que usted. ¡El que yo seaciego no es asunto suyo!

—¡Me ha entendido usted mal! —empezó a decir Georges. Al notar que elhombre sufría por su ceguera, quiso

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ayudarlo; pero advirtió que la mujer lehacía señas, llevándose alternativamenteel índice a la boca y juntando las manos:que se callara, por amor de Dios… y élse calló. Los labios de ella leagradecieron.

El ciego había levantado un brazo.¿Para defenderse? ¿Para atacar? Lo dejócaer y ordenó:

—¡Sigue! —La mujer reanudó sulectura con voz temblorosa. ¿De miedo?¿De felicidad por haber conocido a unhombre tan tierno?

Ciego, ciego… Un recuerdo oscuroy lejano fue invadiendo vaga ytenazmente su conciencia. Vio doshabitaciones contiguas, en una de las

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cuales había una camita blanca.Acostado en ella, un chiquillo todo rojo.Tenía miedo. Una voz desconocidasollozaba: «¡Estoy ciego! ¡Estoyciego!», y añadió llorando: «¡Quieroleer!». Su madre iba de un lado a otro,hasta que se metió en el cuarto contiguo,donde la voz gritaba. Allá adentroestaba todo oscuro; aquí había luz. Elchiquillo quiso preguntar: «¿Quién gritaasí?». Tenía miedo. Pensó que la vozpodría salir y cortarle la lengua con unanavaja. Entonces se puso a cantar todaslas canciones que sabía, repitiéndolasdesde el principio. Cantaba fuerte, rugía,la cabeza estaba a punto de estallarle.«Estoy rojo», cantaba. La puerta se

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abrió. «¿Quieres callarte?», le dijo sumadre, «tienes fiebre. ¿Qué te pasa?».Pero aquella voz, horrible, lanzó unnuevo gemido y gritó: «¡Estoy ciego!¡Estoy ciego!». El pequeño Georg se tirade la cama, avanza a rastras, berreando,hacia su madre y se aferra a sus rodillas.«¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?». «¡Elhombre! ¡El hombre!». «¿Qué hombre?».«¡Allí, en el cuarto oscuro, hay unhombre gritando! ¡Un hombre!». «Perosi es Peter, tu hermano Peter». «¡No,no!», el pequeño Georg rabiaba, «deja aese hombre y quédate conmigo». «PeroGeorg, mi hijito, si es Peter. Está consarampión, como tú. Como ahora no venada, se ha puesto a llorar. Mañana

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estará sano y bueno. Ven ¿quieresverlo?». «¡No, no!», dijo él, zafándose.«Es Peter», pensó Georg, «otro Peter», ysiguió gimiendo suavemente mientrastuvo a su madre al lado. En cuanto éstase fue a ver al «hombre», él se escondióbajo la manta. Siempre que oía la voz,rompía a berrear con fuerza. Y así pasóun buen rato. Nunca había llorado tanto.La imagen se le desvaneció entre laslágrimas.

Georges comprendió de pronto elpeligro por el que Peter se sentíaamenazado incluso ahora: ¡temíaquedarse ciego! Tal vez esté mal de lavista. Quizá tenga que dejar la lectura devez en cuando. ¿Qué hubiera podido

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torturarlo más? Una hora que se apartarade su plan de trabajo bastaba parasumirlo en pensamientos extraños. Ypara Peter era extraño todo cuanto serelacionaba con él mismo. Mientras sucabeza sopesara, corrigiera y enlazarahechos, datos y conceptos previamenteelegidos, daba por seguro que suaislamiento era algo útil. Pero solo deverdad, solo consigo mismo, jamás loestaba. Y es justamente eso lo que haceal sabio: vivir solo para estar en muchascosas a la vez. ¡Como si en realidadpudiera estar en una sola! Los ojos dePeter estarían, probablemente, agotados.Quién sabe si trabajará con buena luz.Tal vez, a pesar de sus costumbres y de

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su desprecio por los médicos, hayaconsultado con alguno y éste le hayaprescrito reposo absoluto. Aunque esemismo reposo, prolongado varios días,podía acabar con él. En vez decompensar la debilidad de sus ojos conla excelente salud de sus orejas, en vezde escuchar música y conversaciones(¿hay algo más rico que las inflexionesde la voz humana?), andaría de unextremo a otro de su biblioteca, dudandode la buena voluntad de sus ojos,conjurándolos, maldiciéndolos,recordando con pavor aquel día deceguera de su infancia, horrorizado antela perspectiva de quedarse otra vezciego por más tiempo, rabiando y

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desesperándose. Hasta que por último élmismo, el más hosco y orgulloso de loshombres, llamaba a su hermano antesque pedir una palabra de consuelo a losvecinos, conocidos o a quien fuera. Losalvaré de esta ceguera, decidió Georg.Nunca he visto algo más fácil. Tendréque hacer tres cosas: un examenminucioso de ambos ojos, revisar todoel sistema de iluminación de suapartamento y darle una explicaciónprudente y cariñosa que lo convenza dela inutilidad de sus temores, en caso deque realmente sean infundados.

Le echó una mirada amable alinsolente ciego, agradeciéndole ensilencio su presencia. Por él había

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interpretado debidamente el telegrama.Un hombre sensible obtiene siempreperjuicio o beneficio de cualquierencuentro, pues evoca en él recuerdos ysensaciones. Los indolentes son inerciasambulantes en las que nada afluye y quejamás rebalsan; discurren por el mundocomo fortalezas de hielo. ¿Por qué semueven? ¿Qué los impulsa?Ocasionalmente actúan como animales;en realidad son vegetales. Si losdecapitásemos, seguirían viviendogracias a sus raíces. La filosofía estoicaes para vegetales: ¡alta traición contralos animales! ¡Seamos animales! ¡Yquien tenga raíces, que se las corte! AGeorg le hizo gracia descubrir por qué

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el tren se lo llevaba tan de prisa. Habíasubido a ciegas. A ciegas soñó despuéscon su niñez. De pronto sube un ciego…y la locomotora parte rumbo a sudestino: la salvación de un hombreciego. Pues que Peter estuviera ciego osólo temiese estarlo, era igual para unpsiquiatra. Ahora podía dormirse. Losanimales llevan sus apetitos al extremo ydespués los interrumpen. Lo que más lesgusta es el cambio frecuente develocidades. Tragan hasta hincharse ycopulan hasta agotarse, convirtiendo sudescanso en sueño. Pronto también él sequedó dormido.

Entre línea y línea, la mujer que leíaacariciaba la hermosa mano con la que

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él se sostenía la cabeza. Pensó queestaba oyéndola leer y acentuó algunaspalabras: quería hacerle comprender lodesdichada que era. Nunca olvidaríaeste viaje; pronto tendría que bajarse.Pero dejaría el libro allí, como recuerdoy… por favor ¿no le concedería él unaúltima mirada? Se bajaron en la estaciónsiguiente. Hizo pasar primero a sumarido, que normalmente la seguía. Enla puerta contuvo la respiración. Sinvolverse, pues le temía al marido, cuyacólera despertaba con sus movimientos,le dijo (y ya era demasiado) «¡Adiós!».¡Cuántos años había esperado estaocasión! Él no podía contestarle. Ella sesintió feliz. Lloriqueando y levemente

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mareada por su propia belleza, ayudó abajar al ciego. Se dominó y no alzó lavista hacia la ventanilla delcompartimiento, donde su corazón losuponía.

Pues él la hubiera visto llorar, y esola avergonzaba. La novela quedó juntoal desconocido, que seguía durmiendo.

Por la mañana se lavó. Llegó alatardecer y se dirigió a un hotelmodesto. En uno más grande, su llegadahabría causado sensación, pues él yafiguraba entre esa docena de científicosque los periódicos promocionabantenazmente, a costa de todos los otros.Aplazó la visita a casa de su hermanohasta el día siguiente; no quiso

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interrumpir su descanso nocturno. Comosu impaciencia lo atormentaba, decidióir a la Ópera. Con Mozart se sintióagradablemente protegido.

Aquella noche soñó con dos gallos.El más grande era rojo y débil; elpequeño, astuto y vigoroso. Su combate,interminable, era tan apasionante queuno se olvidaba de pensar. ¡Veanustedes, dijo un espectador, a lo quellegan los hombres! ¿Los hombres?,cantó el gallo pequeño. ¿Qué hombres?¡Si somos gallos! ¡Gallos de pelea! ¡Yno se burle! El espectador se retiró. Sefue reduciendo hasta que, de pronto,todos reconocieron que no era sino ungallo. Y además cobarde, dijo el rojo:

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ya es hora de levantarse. El pequeño sedio por satisfecho. Había ganado y sefue volando. El gallo rojo se quedó. Fueaumentando de tamaño y su color seacentuaba en proporción. Le hería losojos. Éstos se abrieron: un sol enormellenaba la ventana.

Georg se apresuró y en menos de unahora llegó frente a la casa, el número 24de la calle Ehrlich. Era casi elegante,aunque ya sin prestancia. Subió loscuatro pisos y tocó el timbre. Le abrióuna mujer mayor. Llevaba una falda azulalmidonada y sonreía. Él estuvo a puntode examinar su propio atuendo, por versi algo andaba mal, pero se contuvo ypreguntó:

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—¿Está mi hermano en casa?La mujer dejó de sonreír en el acto,

le clavó la mirada y dijo:—¡Oiga, aquí no hay ningún

hermano!—Soy el profesor Georges Kien, y

busco al Dr. Peter Kien, un eruditoinvestigador. Hace ocho años vivía aquícon toda seguridad. Tal vez sepa usteddónde puedo averiguar su dirección, encaso de que se haya mudado.

—Mejor me callo.—Usted perdone, pero vengo

expresamente de París. Al menos podrádecirme si vive aquí o no…

—¡Oiga, dese usted por bienservido!

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—Bien servido, ¿por qué?—Una no es tonta.—Claro que no.—¡Se dicen tantas cosas!—¿Qué? ¿Está enfermo mi hermano?—¡Valiente hermano! ¡Debiera

avergonzarse!—¡Pero hable de una vez, si es que

sabe algo!—¿Y qué ganaría hablando?Georg sacó una pieza de su

monedero, cogió a la mujer por el brazoy, presionando amablemente, le puso lamoneda en la mano, que se había abiertopor sí sola. La mujer volvió a sonreír.

—¡Y ahora cuénteme lo que sepa demi hermano! ¿Hecho?

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—Contar es muy fácil.—¿Y eso…?—Un buen día nos morimos, y

sanseacabó —replicó ella, levantandolos hombros.

Georg sacó una segunda moneda.Ella extendió la otra mano, pero él, envez de tocársela, dejó caer la monedadesde cierta altura.

—¡Podría irme ahora mismo! —dijoella, lanzándole una mirada de odio.

—¿Qué sabe usted de mi hermano?—Ya han pasado más de ocho años.

Anteayer descubrieron todo.Hacía ocho años que Peter no le

había escrito. Anteayer llegó eltelegrama. Esa mujer sabía, pues, parte

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de la verdad.—¿Y usted qué hizo? —preguntó

Georg, sólo para animarla a contar másde prisa.

—Fuimos todos a la policía. Unamujer decente va en seguida a la policía.

—Claro, claro. Le agradezco quehaya usted ayudado a mi hermano.

—Y tanto. ¡La policía abrió unosojos!

—¿Pero él qué ha hecho? —Georgse imaginó a su hermano, ligeramentedesequilibrado, quejándose de dolor deojos ante un corro de groseros policías.

—¡Pues robar! No tiene corazón…—¿Robar?—¡Y además la mató! No es culpa

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mía. Fue su primera mujer. La segundasoy yo. Escondió los pedazos. Detrás delos libros había espacio suficiente. Unladrón, yo lo decía siempre. Anteayerdescubrieron al asesino. ¡Y no vea lavergüenza que pasé! ¿Cómo pude ser tantonta? Siempre digo que una nodebiera… Así es la vida. Claro, pensé,¡con tanto libro! ¿Qué hará entre las seisy las siete? ¡Cortar cadáveres! Yllevarse los pedazos a pasear. Nadienotó nada. Y se robó el talonario decheques. ¿Acaso me queda algo en elbolsillo? Podría morirme de hambre. Amí también quiso… Yo soy la segunda.Después me divorciaré. ¡Pero oiga, quepague primero! ¡Hace ocho años que

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debieron encerrarlo! Ahora está aquíabajo. ¡Yo misma lo he encerrado! ¡Nopermitiré que me mate! —Y rompió allorar, tirando la puerta detrás de ella.

¡Peter un asesino! ¡El enjuto ytaciturno Peter, al que sus compañerosde escuela siempre le pegaban! Laescalera tiembla; el techo se derrumba.Un hombre tan pulcro y meticuloso comoGeorg ve caer su sombrero y ni lorecoge. ¡Peter casado! ¡Qué increíble! Ysu segunda mujer —más de 50 años, fea,limitada, vulgar, incapaz de expresarsecomo un ser humano— ¡se salvaanteayer de un atentado! A la primera ladespedazó. Ama sus libros y los utilizacomo escondite. Peter y la verdad. ¡Si

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hubiera mentido! ¡Si de joven hubieramentido descaradamente! ¿Con que poreso lo habían llamado? El telegramadebió enviarlo esa mujer o bien lapolicía. La leyenda de la asexualidad dePeter. Una leyenda preciosa como todas,pero sin ninguna base: ¡absurda! Georg,hermano de un sádico asesino. Grandestitulares en todos los diarios. ¡El mayorsinólogo vivo! ¡El mejor conocedor deExtremo Oriente! ¡Una doble vida!Dimisión de su cargo como director deun manicomio. Paso en falso. Divorcio.Sus asistentes lo suceden. ¡Losenfermos, los enfermos: los torturarán,les impondrán tratamientos!¡Ochocientos! Ellos lo aman, lo

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necesitan…, no puede abandonarlos, ¡sudimisión es imposible! Se aferran a élpor todos lados: no puedes irte, nosiremos contigo, quédate, estamos solos,ellos no entienden nuestra lengua, tú nosescuchas, tú nos entiendes y te ríes connosotros. Su hermosa colección de avesraras, ahí todos son extranjeros, todosvienen de patrias distintas, ningunoentiende a su vecino, se insultan entre síy ni se enteran; pero él vive por ellos,no los abandonará: se queda. Tendrá quearreglar el asunto de Peter. Su desgraciaes soportable. Peter vivía por loscaracteres chinos; él, por los sereshumanos. Había que internarlo en algúnsanatorio. Demasiados años de

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abstinencia. Su primera mujer letrastornó los sentidos. ¿Cómo controlarun cambio tan brusco? La policía losoltará. Tal vez logre llevárselo a París.Su enajenación mental es demostrable.En ningún caso abandonaría Georg ladirección del Sanatorio.

Por el contrario, dio un pasoadelante, recogió su sombrero, losacudió y llamó a la puerta en formacortés pero decidida. No bien tuvo elsombrero en la mano, volvió a ser elgran médico de siempre, seguro de símismo.

—¡Mi querida señora! —mintió—,¡mi querida señora! —repitiendo estastres palabras como un joven amante, en

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tono de súplica y con un fervor que élmismo encontró ridículo, como siestuviera entre el público, frente a laescena donde estaba actuando. La oyóprepararse. Tal vez tenga un espejito,pensó. Quizá se esté empolvando,dispuesta a escucharme. Cuando leabrió, sonreía—. ¡Quisiera hacerlevarias preguntas! —Georg sintió sudecepción. Ella esperaba unacontinuación de sus requiebros o, almenos, otra «Mi querida señora». Sequedó boquiabierta, con expresiónavinagrada.

—Pero oiga: un asesino, es todo loque sé.

—¡Quieta! —rugió una voz de fiera.

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Aparecieron dos puños, seguidos de unacabezota gruesa y rubicunda—. ¡No lecrea a esta mujer! ¡Está chiflada! ¡En micasa no hay asesinos! ¡Ni los habrámientras yo mande! El me debía cuatrocanarios, por si es usted su hermano:animalitos de primera, criados por mímismo. Pero me los pagó, y muy bienpagados. Ayer por la noche. Tal vez hoyle abra mi mirilla patentada. El tipo estáloco. ¿Quiere verlo? Le damos de comercuanto nos pide. Yo mismo lo heencerrado. Le tiene miedo a esta mujer.No la traga. Nadie la traga. ¡Mírela! ¡Nose imagina lo que ha hecho de él! Lo hadestrozado. Ella no existe para él, dicesu hermano. Preferiría estar ciego. Y

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tiene razón. ¡Es un asco de mujer! ¡Si nose hubieran casado, todo iría bien,incluida su cabeza! La mujer quisohablar, pero él, de un codazo en lascostillas, la empujó al apartamento.

—¿Quién es usted? —preguntóGeorg.

—En mí ve usted al mejor amigo desu señor hermano. ¡Firmo BenediktPfaff, agente de policía jubilado, alias elGato Rojo! Tengo a mi cargo esta casa.Mi humilde persona vela por elcumplimiento de la ley. ¿Y usted quiénes? Me refiero a su profesión.

Georg pidió ver a su hermano. Todoslos crímenes, angustias y perfidias delmundo se desvanecieron. El portero le

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hizo gracia. Su cabeza le recordaba elsol naciente de aquella mañana. Aunquegrosero, era agradable: un hombrónsólido e indomable, como ya casi noquedan en las grandes ciudades ycentros de civilización. La escaleragemía. En vez de cargarla, Atlasaplastaba a la pobre Tierra. Sus potentesmuslos gravitaban sobre el suelo. Suspies y sus zapatos eran de piedra. Lasparedes retumbaban con sus palabras.¿Cómo lo aguantarán los inquilinos?,pensó Georg. Se sentía un pocoavergonzado por no haber descubierto elcretinismo de aquella mujer en seguida.La simplicidad de su sintaxis loconvenció justamente de que las

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necedades que contaba eran ciertas.Culpó al viaje, a la música de Mozartque, por primera vez después de largotiempo, lo distrajo ayer del cursocotidiano de sus pensamientos, y a laexpectativa de encontrarse con unhermano enfermo, no con un ama dellaves loca. Que Peter el Austerohubiera caído en manos de aquellagrotesca estantigua, pareciole muyrevelador. Se rió de la ceguera einexperiencia de su hermano, que segurolo había telegrafiado a causa de ella, yse alegró de que el desaguisado fuesetan fácil de subsanar. Una pregunta quele hizo al portero ratificó sus sospechas:esa mujer había administrado la casa de

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Peter durante años, utilizando susprimeras funciones para usurpar despuésotras más elevadas. Lo invadió una granternura por su hermano, que le ahorrabalas complicaciones propias de unasesinato. El telegrama, simple, tenía unsignificado igualmente simple. ¿Quiénsabe si mañana no estaría otra vez en untren, y pasado, recorriendo de nuevo lassalas de su Sanatorio?

En el vestíbulo de entrada, Atlas sedetuvo ante una puerta, sacó una llavedel bolsillo y abrió.

—Yo entraré primero —susurró,llevándose un dedo enorme a la boca—.¡Profesor, querido amigo! —Le oyódecir Georg adentro—. ¡Te traigo una

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visita! ¿Qué me darás a cambio?Georg entró, cerró la puerta y se

quedó perplejo al ver la estrechez delcuartito. La ventana estaba clausuradacon tablones y una luz mortecina caíasobre una cama y un armario. Nada sedistinguía claramente. Un repugnanteolor a comida rancia lo envolvió. Conun gesto maquinal, se tapó la nariz.¿Dónde estaba Peter? Se oía un rumorextraño, como de animales enjaulados.Georg palpó la pared. Estaba realmenteahí, donde él suponía: ¡qué estrechez tanhorrible!

—¡Abra la ventana! —dijo en vozalta.

—¡No se puede! —replicó la voz de

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Atlas. Peter sufría, pues, de los ojos, nosólo por su mujer; eso explicaba laoscuridad en la que vivía.

—¿Dónde está?—¡Aquí, aquí! —rugió Atlas como

un león en un agujero —acuclillado antemi invento—. Georg avanzó dos pasossiguiendo la pared y tropezó con unbulto. ¿Peter? Se agachó y palpó elesqueleto de un hombre. Lo levantó; elhombre tiritaba… ¿alguna corriente deaire? No, todo estaba cerrado; alguiendijo en un suspiro sordo y opaco, comoun moribundo, como un muerto, sipudiese hablar:

—¿Quién es?—Soy yo, Georg, tu hermano Georg.

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¿Me oyes, Peter?—¿Georg? —La voz se reanimó

ligeramente.—Sí, Georg; quería verte, he venido

a visitarte. De París.—¿Eres tú, realmente?—¿Y por qué dudas?—No veo nada aquí. Es tan oscuro.—Te reconocí por tu flacura.De pronto, alguien ordenó con voz

seca y cortante (Georg se sobresaltó):—¡Salga usted de este cuarto, Pfaff!—¿Cómo?—Por favor, déjenos solos —añadió

Georg.—Ahora mismo —ordenó Peter, el

Peter de antes.

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Pfaff se fue. El recién llegado leparecía demasiado fino. Tenía aires deInspector y seguro era algo así. Ya leharía pagar luego su insolencia alprofesor. Como cuota inicial, tiró lapuerta al salir; por respeto al Inspector,no la cerró con llave.

Georg acostó a Peter en la cama —sus brazos ni notaron que de pronto yano lo cargaban—, se dirigió a la ventanay arrancó las tablas.

—Luego volveré a ponerlas —dijo—. Necesitas aire. Si te duelen los ojos,ciérralos un rato.

—No me duelen los ojos.—¿Entonces por qué los cuidas

tanto? Pensé que habías leído demasiado

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y deseabas descansar un poco en laoscuridad.

—Esas tablas sólo están ahí desdeayer por la tarde.

—¿Quién las ha clavado así? ¿Tú?Apenas puedo despegarlas. Nunca penséque tuvieras tanta fuerza.

—Fue el portero, el lansqueneteaquél.

—¿Lansquenete?—Una bestia venal.—A mí me cayó simpático. En

comparación con tus otros vecinos…—A mí también, al comienzo.—¿Qué te ha hecho?—Es un mal educado: me tutea.—Creo que lo hace por demostrarte

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su amistad. ¿No hará mucho que estás eneste cuartito, verdad?

—Desde anteayer al mediodía.—¿Y te sientes mejor desde

entonces? Me refiero a tus ojos. Esperoque no hayas traído ningún libro.

—Los libros están arriba. Merobaron mi pequeña biblioteca portátil.

—¡Qué suerte! Si no, hubierastratado de leer aquí. Y eso sería mortalpara tus ojos enfermos. Creo que hasta ati mismo empiezan a preocuparte. Anteste eran indiferentes y abusabas todo eltiempo de ellos.

—Mis ojos se hallan en perfectascondiciones.

—¿En serio? ¿No tienes ningún

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problema?—No.No quedó ni una tabla en la ventana,

por la que ahora entraba una luz intensay aire en abundancia. Satisfecho, Georgrespiró profundamente. El examen ibabien, hasta el momento. Las respuestasde Peter a sus calculadas preguntas erantodas correctas, objetivas y un pocolacónicas, como antes. Todo el malvenía de aquella mujer y sólo de ella;por eso fingió no haber oído una alusióna su persona. Por los ojos de su hermanono temía en absoluto. Su manera dereaccionar ante las reiteradas preguntassobre el tema, revelaban una indignaciónjustificada. Georg se volvió. De la

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pared colgaban dos jaulas vacías. Laropa de cama tenía manchas rojas. Enuno de los rincones vio un aguamanil: elagua sucia que contenía lanzabadestellos rojizos. Peter era aún másflaco de lo que sus dedos supusieron.Dos marcadas arrugas dividían susmejillas. El rostro parecía más enjuto,severo y perfilado que años atrás.Cuatro profundos surcos corrían por sufrente, dando la impresión de queestuviera siempre con los ojos bienabiertos. De los labios nada se veía; unaamarga ranura revelaba suemplazamiento. Los ojos, de un azulacuoso e inexpresivo, examinaban alhermano con fingida indiferencia: en el

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rabillo palpitaban la curiosidad y elrecelo. Peter ocultaba el brazo izquierdodetrás de su espalda.

—¿Qué te has hecho en la mano? —preguntó Georg, quitándosela de laespalda. Estaba envuelta en un trapoempapado en sangre.

—Me he cortado.—¿Cómo así?—Comiendo. Se me resbaló el

cuchillo contra el dedo meñique. Perdílas dos falanges superiores.

—Le habrás dado con todas tusfuerzas.

—Las falanges colgaban del dedo amedio separar. Pensé que ya eranirrecuperables y me las corté del todo.

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Para acabar de golpe con el dolor.—¿Qué te asustó tanto?—Lo sabes perfectamente.—¿Cómo quieres que lo sepa, Peter?—El portero te lo habrá contado.—Me parece muy extraño que no me

haya dicho una palabra al respecto.—El tiene la culpa. Yo no sabía que

criaba canarios. Escondió las jaulasdebajo de la cama; el diablo sabrá porqué. Pasé una tarde y todo el díasiguiente en medio de un silenciosepulcral, aquí en este cuartito. Ayer,mientras cenaba, y justo cuando medisponía a cortar la carne, estalló unestrépito infernal. El primer susto mecostó mi meñique. Piensa en la

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tranquilidad que me rodea cuandotrabajo. Pero me vengué de esedesalmado. Le gusta hacer bromaspesadas. Creo que escondió adrede lasjaulas debajo de la cama. Pudo haberlasdejado en la pared, de donde ahoracuelgan.

—¿Y cómo te vengaste?—Solté a los pájaros. Una venganza

suave en comparación con mi dolor.Probablemente se hayan muerto. Leentró tal furia que me clausuró laventana con esas trancas. Y encima lepagué los animales. Él sostenía que eranimpagables, que amaestrarlos le habíacostado años. Lo cual es un infundio,por supuesto. ¿Has leído alguna vez que

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los canarios canten y enmudezcansiguiendo órdenes humanas?

—No.—Quiso aumentar el precio de este

modo. Podría pensarse que sólo lasmujeres andan tras el dinero del marido.Nada más falso. Ya ves lo que me hacostado.

Georg se dirigió a la farmacia máscercana y compró yodo, una venda yunas cuantas pequeñeces para reanimara Peter. La herida no era peligrosa. Peroque un hombre ya muy débil de por síhubiera perdido tanta sangre, loinquietaba. Debieron vendarlo ayermismo. Ese portero era un monstruo; nopensaba sino en sus canarios. La historia

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de Peter parecía verídica. Pero noestaría de más interrogar al culpable yver si ella también era cierta en todossus detalles. Lo mejor sería subir en elacto al apartamento y escuchar su relatode lo sucedido la víspera y en díasanteriores. A Georg no le hacía ningunagracia. Ya era la segunda vez aquel díaque se equivocaba con un hombre. Secreía —y sus éxitos como psiquiatra ledaban la razón—, un gran conocedor delser humano. El rubicundo hombretón nosólo era un fuerte Atlas, sino también untipo pérfido y peligroso. Su idea deesconder los pájaros debajo de la camarevelaba lo poco que le importaba Peter,aunque se presentase como su mejor

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amigo. Era capaz de quitarle luz y aire aun enfermo clavando tablas en suventana. De la herida ni se habíapreocupado. Una de sus primeras frases,cuando Georg lo conoció, fue que suhermano le había pagado, y muy bien,los cuatro canarios que le debía. Eldinero era su gran preocupación. Por lovisto estaba en connivencia con lamujer. Vivía con ella en el apartamento.La tipa había aceptado, entre contenta eirritada, el violento codazo y laspalabrotas que él le lanzara. Era, pues,su amante. Ninguna de estasconclusiones se le ocurrieron a Georgarriba. ¡Se sintió tan aliviado alenterarse de la inocencia de Peter!

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Ahora le dio otra vez vergüenza: habíaolvidado su sagacidad en casa. ¡Quéridículo dar crédito a una mujer así!¡Qué absurdo dar tanta confianza a unlansquenete! (El nombre que le pusoPeter era excelente). El tipo se reiría ensu cara: lo había engatusado. Nadaextraño que esos dos sinvergüenzas lesonriesen todo el tiempo: ¡estabanseguros de aventajar a Peter, de ganarlela partida! Sin duda pensaban quedarsecon el apartamento y la biblioteca, ydejar a Peter en este cuchitril. La mujerlo saludó con una gran sonrisa al abrirlela puerta.

Georg decidió vendar a Peter antesde buscar al portero. La herida era más

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importante que cualquier explicación.Además, el tipo no le diría nada nuevo.Después sería fácil encontrar algúnpretexto para ausentarse media hora delcuartito.

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Odiseo, fecundo enardides

—Además, no nos hemos saludadocomo es debido —dijo Georg alregresar—. Ya sé que eres enemigo delas escenas familiares. ¿No tienes aguacorriente aquí? En el vestíbulo he vistoun grifo.

Fue a buscar agua y pidió a Peterque no hablara.

—Suelo hacerlo sin que me lo digan—fue la respuesta.

—Me encantaría ver tu biblioteca.De niño no entendía tu amor por los

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libros. Yo era mucho menos inteligenteque tú y no tenía tu increíble memoria.¡Qué chico tan tonto, goloso y juguetónhe sido! Me hubiera pasado día y nochehaciendo teatro y besando a mamá. Tú,en cambio, te trazaste un objetivo desdeel principio. Nunca he conocido a unhombre con una línea de acción tanconsecuente como la tuya. Ya sé quedetestas los cumplidos y preferirías queme callara y te dejase en paz. ¡Por favor,no te enfades, pero no pienso dejarte enpaz! Hace doce años que no te veo yocho que sólo leo tu nombre en lasrevistas, pues no me juzgas digno derecibir cartas tuyas. Es probable que enlos próximos ocho años no me concedas

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mejor trato. A París no vendrás, desdeluego; sé lo que opinas de los francesesy de los viajes. Y yo no tendré tiempopara hacerte pronto otra visita: estoysobrecargado de trabajo. Tal vez hayasoído que tengo a mi cargo un Sanatoriocerca de París. Dime, pues ¿cuándopodría agradecerte, si no es ahora? Ytengo que darte las gracias. Tuexagerada modestia te impide calcularlo mucho que te debo: mi carácter, en lamedida en que tenga uno, mi amor por laciencia, mi existencia, mi liberación delyugo femenino, mi respeto por las cosasgrandes y mi veneración por laspequeñas, tal como tú los posees: másaún que el propio Jakob Grimm.

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También eres responsable, en últimainstancia, de mi orientación a lapsiquiatría. Tú despertaste mi interéspor los problemas del lenguaje, y yo diluego el salto con un estudio sobre ellenguaje de un loco. Claro está quenunca llegaré, como tú, a la entregaabsoluta, a ese amor al trabajo por eltrabajo y al deber por el deber queexigían Immanuel Kant y, mucho antesque los otros pensadores, Confucio.Temo ser demasiado débil para ello. Losaplausos me hacen bien; tal vez losnecesite. Tú eres un hombre envidiable.Tendrás que reconocer que las personascon tu fuerza de voluntad son raras,lamentablemente muy raras. ¿Cómo iban

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a surgir dos en una misma familia? Porlo demás, leí tu ensayo sobre Kant yConfucio con más interés yapasionamiento que al mismo Kant o losDiálogos de Confucio. Es incisivo,exhaustivo, implacable contra quienesno comparten tu opinión, de unaprofundidad y de un ecumenismorealmente abrumadores. Tal vez hayasleído aquel artículo de una revistaholandesa en el que le llamaban el JakobBurckhardt de las culturas orientales.Sólo que, decían, tú eras mucho menosdigresivo y mucho más riguroso contigomismo. Yo considero tu cultura másuniversal que la de Burckhardt, lo cualse explica en parte por la mayor riqueza

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de conocimientos de nuestra época y,sobre todo, por tu misma persona, por tucapacidad de estar solo. Burckhardt eracatedrático y dictaba cursos, uncompromiso que no dejó de influir en laformulación de sus ideas. ¡Excelente tuinterpretación de los sofistas chinos! Apartir de unas cuantas frases, másfragmentarias aún que las que poseemosde los griegos, reconstruyes su mundo o,mejor dicho, sus mundos, pues éstosdifieren entre sí como un filósofo difierede otro. El último de tus ensayos largosme agradó muy particular mente. Laescuela de Aristóteles, afirmas en él,desempeñó en Occidente el mismo papelque la de Confucio en China.

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Aristóteles, el nieto espiritual deSócrates, también recoge todas las otrasinfluencias de la filosofía griega. Entresus discípulos medievales —y noprecisamente los menos importantes—hay algunos cristianos. Del mismomodo, los discípulos tardíos deConfucio elaboraron todo cuanto en laescuela de Mo-Ti, entre los taoístas ymás tarde incluso en el Budismo lespareció aprovechable y necesario paramantener su autoridad. Mas no por esose puede llamar eclécticos a losconfucianos o a los aristotélicos. Sehallan muy próximos —como tú lodemostraste irrefutablemente— por susrespectivas incidencias: uno, aquí, en el

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Medioevo cristiano, los otros, allá y enla misma época, a partir de la dinastíaSung. Claro está que yo no entiendomucho de estas cosas; no sé ni unapalabra de chino. Pero tus conclusionesatañen a quien quiera comprender suspropias raíces, el origen último de susopiniones o su propio mecanismomental. ¿Puedo preguntarte en qué estástrabajando ahora?

Mientras lavaba y vendaba la mano,fue observando con insistencia —aunquecon la máxima discreción—, el efectode sus palabras en el rostro de suhermano. Tras la última pregunta, sedetuvo.

—¿Por qué me miras tanto? —

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preguntó Peter—. Me estarásconfundiendo con uno de tus pacientes.Sólo entiendes a medias mis teoríascientíficas porque eres demasiadoinculto. ¡No hables tanto! No me debesnada. Detesto la adulación. Aristóteles,Confucio y Kant te son indiferentes.Prefieres a cualquier mujer. De haberteinfluido yo en algo, no serías director deun asilo de idiotas.

—Pero Peter, me estás…—Estoy trabajando en diez ensayos

a la vez. Casi todos son «fisgoneoslingüísticos», como llamas tú en secretoa los trabajos filológicos. Te burlas delos conceptos. Trabajo y deber son parati conceptos. Sólo crees en el ser

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humano, y sobre todo en las mujeres.¿Qué quieres de mí?

—Eres injusto, Peter. Te he dichoque no entiendo una palabra de chino.«San» significa tres, y «wu», cinco, estodo lo que sé. Además, tengo quemirarte a la cara. ¿Cómo, de otro modo,sabría si te hago daño o no en el dedo?Tú mismo no abrirías la boca. Porsuerte, tu cara es algo más expresiva quetus labios.

—¡Pues entonces date prisa! Tumirada es pretenciosa. ¡Y deja miciencia en paz! No necesitas fingir quete interesa. ¡Quédate con tus locos! Yono te pregunto por ellos. ¡Hablasdemasiado, porque frecuentas gente todo

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el tiempo!—Bueno, bueno. Ya estoy casi listo.Georg sintió en la mano de Peter que

su hermano hubiera querido levantarseal pronunciar estas bruscas palabras:¡tan fácil de reanimar era su dignidadpersonal! Años atrás solía yamanifestarse en la contradicción. Mediahora antes estaba acuclillado en elsuelo, débil e inexistente: un montoncitode huesos del que salía una voz de niñovapuleado. Ahora se defendía con frasesbreves y malévolas, mostrando deseosde utilizar como arma su estatura.

—Quisiera echarle una ojeada a tuslibros, si no te importa —dijo Georgcuando acabó de vendarlo—. ¿Vienes o

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me esperas aquí? Debieras cuidarte hoydía; has perdido mucha sangre.¡Recuéstate una hora! Después vendré abuscarte.

—¿Qué piensas hacer en una hora?—Mirar tu biblioteca. ¿El portero

estará arriba?—Para mirar mi biblioteca te hará

falta un día. En una hora no verás nada.—Sólo quiero echarle una ojeada;

ya la miraremos luego juntos, con másdetenimiento.

—¡Quédate aquí! ¡No subas! ¡Teprevengo!

—¿Contra qué?—El apartamento apesta.—¿Apesta a qué?

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—A mujer, por no usar un términomás fuerte.

—No exageres.—Eres un mujeriego.—¿Mujeriego? En absoluto.—¡O un faldero, si prefieres! —Y

Peter soltó un gallo.—Comprendo tu odio, Peter. Esa

mujer lo merece. Y merecería muchomás.

—¡Tú no la conoces!—Pero sé lo que has sufrido.—Hablas como un ciego sobre

colores. Tienes alucinaciones. Tuspacientes te las contagian. El interior detu cabeza es como un caleidoscopio. Vasmezclando formas y colores a tu antojo.

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¡Los colores: podríamos llamar a cadauno por su nombre! ¡Pero mejor nohables de cosas que tú no has vivido encarne propia!

—Me callaré. Sólo quise decirte quete entiendo, Peter: yo he pasado por lomismo, ya no soy el de antes. Por esocambié de especialidad en aquelmomento. Las mujeres son unadesgracia: pesas de plomo en el espíritude la humanidad. Quien tome en seriosus deberes tendrá que sacudírselas deencima, de lo contrario está perdido. Nonecesito las alucinaciones de mispacientes, porque mis ojos, sanos y bienabiertos, han visto más cosas. En doceaños he aprendido mucho. Tú tuviste la

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suerte de saber desde el comienzo algoque yo hube de pagar con cruelesexperiencias.

A fin de que su hermano le creyera,Georg habló con menos énfasis del quedisponía. Un viejo rictus de amarguracontrajo sus labios. El recelo de Peteraumentó con su curiosidad, como lodemostraba la tensión creciente en elrabillo de ambos ojos.

—¡Qué bien vestido vas! —dijocomo única respuesta a toda esaresignación.

—¡Una odiosa obligación! Miprofesión lo exige. Los enfermosincultos suelen impresionarse al ver queun señor de aspecto distinguido los trata

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con familiaridad. Algunos melancólicosse sienten más edificados por lospliegues de mis pantalones que por mispalabras. Si no curo a esa gente,continuarán en su estado de barbarie.Para abrirles, aunque sea tardíamente, elcamino a la cultura, tengo que sanarlos.

—¿Desde cuándo das tantaimportancia a la cultura?

—Desde que conocí a un hombrerealmente culto y pude ver su labor yarealizada y la que cumple cada día, lacerteza en la que vive su espíritu.

—Te refieres a mí.—¿A quién, si no?—Tus éxitos se deben a una

adulación desvergonzada. Ahora

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entiendo por qué se habla tanto de ti.Eres un embustero redomado. Laprimera palabra que aprendiste a decirfue una mentira. El placer de mentir tellevó a ser alienista. ¿Por qué no actor?¡Debieras avergonzarte ante tuspacientes! Su desgracia es la amargaverdad; se quejan cuando ya no sabenqué hacer. Me figuro a cualquiera deesos pobres diablos sufriendo dealucinaciones con un color determinado:«Lo veo todo verde», se queja. Acasollore. Acaso lleve varios mesestorturándose con su absurdo color verde.¿Y qué haces tú? Yo sé lo que haces. Lohalagas, lo coges por su talón deAquiles (¿cómo no va a tener uno?: los

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hombres se componen de puntosdébiles), y lo tratas de «querido amigo»y «mi estimado». El entonces seablanda, empieza por respetarte a ti yluego a sí mismo. Aunque sea el últimopobre diablo de la Tierra, tú loabrumarás con respeto. No bien seimagine ser codirector de tu Sanatorio,privado de la dirección general por unazar injusto, tú te quitarás la máscara.«Querido amigo», le dirás, «el color queestá usted viendo no es verde. Es…es… ¡azul!». —Y Peter soltó un gallo—.¿Acaso lo has curado? ¡No! Su mujer loseguirá torturando en casa comosiempre, lo torturará hasta su muerte.«Cuando la gente se enferma y está a

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punto de morir, se asemeja mucho a loslocos», dice Wang-Chung, un espíritulúcido que vivió en el primer siglo denuestra era, entre los años 27 y 98, en laChina de los últimos Han, y sabía mássobre el sueño, la locura y la muerte quetodos vosotros con vuestra cienciasupuestamente exacta. ¡Cura a tuenfermo de su mujer! Mientras la tengacerca, estará loco y al borde de lamuerte, dos estados bastante próximos,según Wang-Chung. ¡Aléjalo de sumujer, si puedes! Aunque no podrás,claro, porque ella no es tuya. Y si lofuera, te la guardarías, pues eres unmujeriego. Encierra a todas las mujeresen tu Sanatorio, haz con ellas lo que

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quieras, agota tus energías, muéreteexhausto y estupidizado a los cuarentaaños: ¡así habrás curado al menos a losmaridos enfermos y sabrás a qué deberfama y honores!

Georg notó muy bien en quémomentos la voz le fallaba a Peter:bastaba con que recordase a la mujer dearriba. Aún no había dicho nada de ellaque su voz ya traicionaba un odio agudo,intenso e incurable. Esperaba a todasluces que Georg se la llevara: unamisión a su entender tan difícil ypeligrosa que le reprochaba su fracasoanticipadamente. Había que obligarlo adescargar lo más posible su odio. ¡Si lecontase los hechos tal y como se le

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habían grabado en la memoria,remontando hasta sus mismos orígenes!Al dar esas ojeadas retrospectivas sabíaGeorg hacer las veces de una goma e irborrando todos los vestigios de lasensible pátina de la memoria. PeroPeter no hablaría nunca de sí mismo. Susvivencias habían echado raíces en elplano mismo de su erudición. Y en él eramás fácil encontrar un punto sensible.

—Creo —dijo Georg con aireseductor y compasivo al mismo tiempo(¡imposible no sentirse aludido!)— queles das mucha importancia a las mujeres.Las tomas demasiado en serio,considerándolas seres humanos comonosotros. Yo sólo veo en las mujeres un

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mal provisionalmente necesario.Muchos insectos han solucionado esteproblema mejor que nosotros. Una solao unas cuantas madres traen al mundo atoda la colonia. Los demás animalitos nose desarrollan. ¿Y existe acaso vida máscomunitaria que la de las termitas? ¡Quéterrible acumulación de estímulossexuales supondría una coloniasemejante… si los animales conservaransu sexo! Mas no lo tienen; sólo poseenlos instintos respectivos en una escalamínima y que, sin embargo, los asusta.En el enjambre, cuando miles y millaresde bichejos sucumben sin razónaparente, veo una liberación de lasexualidad acumulada en toda la

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colonia. Sacrifican una pequeña parte desu masa para preservar al resto de susextravíos amorosos. La colonia enterasucumbiría al amor si éste fueraautorizado. No concibo imagen másgrandiosa que la de una orgía en untermitero. Los insectos olvidan —unrecuerdo monstruoso se apodera deellos— lo que son: células ciegas de unTodo fanático. Cada uno quiere ser élmismo; la cosa empieza con cien o mil:el delirio cunde, su delirio, un deliriomasivo; los soldados abandonan lasentradas, la colonia entera se consumede amor insatisfecho, no pueden copular,no tienen sexo. El ruido y la excitación,que sobrepasan todo lo habitual, atraen

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un torbellino de hormigas; el enemigomortal penetra por las puertas nocustodiadas. ¿Qué guerrero piensa endefenderse? Todos quieren amor, y lacolonia, que quizá hubiera vividoeternidades, esas eternidades a las queaspiramos, muere, muere de amor,víctima del instinto por el cual nosotros,la especie humana, prolongamosnuestras vidas. ¡Una súbitatransformación de lo más sensato en lomás absurdo! Es como si… aunque noadmite comparación alguna; sí, es comosi un día luminoso, teniendo los ojossanos y la razón intacta, te quemaras contodos tus libros. Nadie te amenaza,tienes el dinero que necesitas y deseas,

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tus trabajos son cada día másexhaustivos y originales; libros raros yantiguos llegan a tus manos; comprasmanuscritos fabulosos; ninguna mujercruza tu umbral; te sientes libre yprotegido por tu trabajo, por tuslibros… y un buen día, sin ningúnmotivo, pese a vivir en ese estadofecundo y bendito, prendes fuego a tuslibros y los dejas arder tranquilamentecontigo. Sería un acontecimientolejanamente emparentado al de aqueltermitero, una irrupción del absurdo,como allí, sólo que en proporcionesmenos gigantescas. ¿Lograremos superarel sexo algún día, como las termitas?¡Yo creo cada día más en la ciencia, y

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cada día menos en la imposibilidad desustituir el amor!

—¡El amor no existe! Y lo que noexiste no es sustituible ni insustituible.Quisiera poder decir con igualseguridad: las mujeres no existen. ¿Quénos importan las termitas? ¿Alguienpadece ahí con las mujeres? Hic mulier,hic salta ¡Quedémonos con loshumanos! Que las arañas hembras ledevoren la cabeza al macho tras abusardel pobre infeliz o que sólo losmosquitos hembras succionen sangre, noatañe en absoluto a nuestro asunto. Lamatanza de los zánganos por las abejases un acto de barbarie. Si no necesitanzánganos, ¿por qué los crían? Y si son

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útiles, ¿por qué los matan? En la araña,el más cruel y feo de todos los animales,veo la encarnación de la femineidad. Sutela brilla al sol, venenosa y azul.

—Ahora eres tú quien habla sólo deanimales.

—Porque conozco demasiado al serhumano. Prefiero no empezar. De mí note hablaré. Realmente soy un caso, y séque hay otros mil peores que el mío, acual más grave. Los filósofos realmentegrandes viven convencidos de lainutilidad de la mujer. ¡Busca en losDiálogos de Confucio, donde hay milesde opiniones y juicios sobre todos lostemas de la vida cotidiana y más quecotidiana, una sola frase sobre las

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mujeres! ¡No hallarás ninguna! Elmaestro del silencio las ignora con susilencio. Hasta el luto por su muerte leparece a él, que reconoce en lasformalidades un valor interno, algoinoportuno y molesto. Su mujer, con laque se casó muy joven, según lacostumbre —no por convicción, y menosaún por amor— murió tras largos añosde matrimonio. Su hijo estalló enruidosas lamentaciones junto al cadáver.Lloró y se puso a temblar: como esamujer había sido, por azar, su madre, laconsideraba insustituible. Pero su padre,Confucio, le reprochó en términos durossu dolor. Voilá un homme Más tarde, suexperiencia ratificó esta convicción.

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Durante varios años, el príncipe delEstado de Lu lo empleó como ministro.El país floreció bajo su administración.El pueblo se recuperó, respiró y empezóa tener confianza en sus dirigentes. Perola envidia se apoderó de los Estadosvecinos: temían ver perturbado elequilibrio de poderes, una teoría enboga ya en los tiempos más antiguos.¿Qué hicieron para silenciar aConfucio? El más astuto de ellos, elpríncipe de Tsi, enviole a su vecino deLu, a cuyo servicio estaba Confucio,ochenta mujeres escogidas, entrebailarinas y flautistas, que sedujeron aljoven príncipe, debilitándolo. Lapolítica le pareció a partir de entonces

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aburrida y encontró tediosos losconsejos del Sabio: las mujeres lodivertían mucho más. Por ellas fracasóla magna obra de Confucio, que cogió elbastón de peregrino y echó a andar,como un apátrida, de un sitio a otro,desesperado por los sufrimientos delpueblo y esperando en vano recobrar susinfluencias: en todas partes encontró alos príncipes bajo el poder de lasmujeres. Murió amargado; pero erademasiado noble para lamentar sudesgracia. Yo lo he sentido en varios desus proverbios más breves. Yo tampocome quejo. Sólo generalizo y sacoconclusiones evidentes.

»Buda fue contemporáneo de

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Confucio. Inmensas montañas losseparaban, ¿cómo hubieran podidoconocerse? Es probable que ningunosupiera el nombre del país al quepertenecía el otro. “¿Por qué motivo,Venerable?”, preguntole un día Ananda,el discípulo favorito de Buda, a sumaestro, “¿por qué causa las mujeresnunca toman parte en las asambleaspúblicas, no dirigen negocios ni seganan la vida con una profesiónindependiente?”.

»“Las mujeres son irascibles,Ananda; las mujeres son celosas,Ananda; las mujeres son envidiosas,Ananda; las mujeres son necias, Ananda.Este es el motivo, Ananda, esta es la

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causa por la cual no toman parte en lasasambleas públicas, ni dirigen negocios,ni se ganan la vida con una profesiónindependiente”.

»Varias mujeres imploraron suadmisión en la Orden y fueron apoyadaspor los discípulos, pero Buda se negó aceder durante largo tiempo. Deceniosmás tarde sucumbió a su propiaclemencia, a su piedad por ellas, yfundó, a falta de algo mejor, una Ordenpara monjas. Entre las ocho estrictasNormas que les impuso, la primera dice:“Aunque llevare ya cien años en laOrden, una monja tendrá que saludar aun monje —no importa que éste hayasido ordenado el mismo día— con el

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máximo respeto. Deberá levantarse anteél, juntar las manos y honrarlo como esdebido. Tendrá que respetar esta norma,reverenciarla, honrarla, observarlareligiosamente y no transgredirla durantetoda su vida”.

»La séptima Norma, cuya religiosaobservancia les fue encomendada en losmismos términos, estipula: “Una monjano debe en ningún caso injuriar ocensurar a un monje”.

»La octava: “A partir de hoy día, elacceso a los hombres por vía dellenguaje estará vedado a las monjas.Pero los monjes podrán acercarse aellas por la vía del lenguaje”.

»Pese a las barreras que el Sublime

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alzara contra las mujeres en sus ochoNormas, lo invadió una gran tristeza alterminar y dijo a Ananda: “Si no lesfuera permitido a las mujeres, Ananda,según la doctrina y enseñanzas delPerfecto, retirarse del siglo yconsagrarse a una vida errante, estaOrden sagrada perduraría mucho tiempo,la Doctrina verdadera duraría mil años.Mas como una mujer, Ananda, se haretirado del siglo para consagrarse a unavida errante, esta Orden sagrada,Ananda, no perdurará mucho tiempo, yla Doctrina verdadera sólo duraráquinientos años”.

»“Igual que si un hermoso arrozal,Ananda, es atacado por la enfermedad

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llamada añublo, perece al poco tiempo,así también perecerá la Orden sagrada sia las mujeres se les permite, en virtud deuna doctrina y de unas enseñanzas,retirarse del siglo y consagrarse a unavida errante”.

»“Igual que si una hermosaplantación de azúcar, Ananda, esatacada por la enfermedad llamada azuly perece al poco tiempo, así tambiénperecerá la Orden sagrada si a lasmujeres se les permite, en virtud de unadoctrina y de unas enseñanzas, retirarsedel siglo y consagrarse a una vidaerrante”.

»Me parece oír aquí, a través dellenguaje impersonal de la fe, una enorme

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desesperación personal, un tonodoloroso que no he encontrado en ningúnotro sitio, en ninguna de lasinnumerables frases que nos han llegadode Buda.

»“Duro como un árbol, Como losríos sinuoso, Perverso como una mujer,Tan perverso y absurdo” dice uno de losproverbios más antiguos de la India;bondadoso, como la mayoría de losproverbios, en comparación con elhorrible tema al que alude, peroindicativo del sentimiento popular delos hindúes.

—Lo qué dices sólo me resultanuevo en parte. Admiro tu memoria. Delcaudal infinito de la tradición, citas lo

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que corrobora tus tesis. Me recuerdas alos antiguos brahmanes que, antes de queexistiera la escritura, transmitíanoralmente a sus discípulos los Vedas,más vastos que los libros sagrados decualquier otro pueblo. Tú tienes en tucabeza los libros sagrados de todos lospueblos, no sólo de los hindúes. Noobstante, pagas tu memoria científicacon una peligrosa carencia: no ves loque ocurre a tu alrededor, nuncarecuerdas tus propias experiencias. Siyo te pidiese (cosa que desde luego noharé): cuéntame cómo caíste en manosde aquella mujer, cómo logró mentirte yengañarte, utilizarte y jugar contigo,cuéntame en detalles las maldades y

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estupideces que, según tu proverbioindio, la componen, para que yo mismopueda formarme un juicio y no tenga queaceptar el tuyo a ciegas…, seríasincapaz de responderme. Tal vezhicieras un esfuerzo de memoria portratarse de mí, pero sería en vano.¿Ves?, yo poseo el tipo de memoria quete falta; en eso soy cien veces superior ati. Nunca olvido lo que un hombre mehaya dicho por herirme o halagarme.Pero las declaraciones, las simplesconstataciones que bien pueden dirigirsea mí como a cualquier otro, se meescapan con el tiempo. La memoriasensitiva —como me gustaría llamarla— es propia del artista. Las dos juntas:

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memoria sensitiva y memoria intelectual—o sea la que tú posees— hacenposible el hombre universal. Tal vez tehaya sobrestimado. Si ambospudiéramos fusionarnos en un solohombre, tú y yo, surgiría un serespiritualmente perfecto.

Peter frunció la ceja izquierda.—Las memorias carecen de interés.

Las mujeres, cuando leen, se alimentande memorias. Yo observo muy bien loque me ocurre. Tú eres curioso, yo no.Oyes cada día historias nuevas y, paravariar, quisieras oír hoy alguna mía. Yo,en cambio, me niego a oír historias: estaes la diferencia entre nosotros. Tú vivesde tus locos; yo, de mis libros. ¿Qué es

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más respetable? Yo podría vivir en unsimple agujero, pues llevo mis libros enla cabeza; tú, en cambio, necesitas todoun manicomio. ¡Pobre criatura! ¡Me daslástima! En el fondo eres una mujer.Estás hecho de sensaciones. Vassaltando de novedad en novedad. Yo memantengo firme. Cuando una idea meinquieta, no me abandona durantesemanas. Tú te precipitas en seguidasobre otra y llamas a eso intuición. Sipadeciera de alucinaciones, me sentiríaorgulloso. ¿Qué mejor prueba decarácter y de entereza? ¡Inténtalo conalgún delirio de persecución! Te regalomi biblioteca si lo consigues. Ereshuidizo como una anguila, eludes

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cualquier idea sólida y nunca tienesalucinaciones. Yo tampoco, pero tengoun don imprescindible: el carácter.Acaso te parezca una pedantería de miparte, pero lo cierto es que he probadomi carácter. Por voluntad propia y sinayuda de nadie —ni siquiera he tenidoun confidente—, pude liberarme de unapresión, de una carga, de una muerte, deuna maldita corteza de granito. ¿Dóndeestaría si te hubiera esperado? ¡Arriba!Pero me fui a la calle y abandoné mislibros; ¡no te imaginas qué libros!, tienesque conocerlos. Tal vez sea un asesino.Moralmente debo serlo, pero asumo laresponsabilidad y no me asusta. Lamuerte rompe matrimonios. ¿Me estaría

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permitido menos que a la muerte? ¿Quées la muerte? La interrupción de ciertasfunciones, algo negativo, la nada. ¿Deboacaso aguardarla? ¿Aguardar elcapricho de un cuerpo decrépito y tenaz?¿Quién espera cuando tiene en juego sutrabajo, su vida y sus libros? Llegué aodiarla. Y aún la sigo odiando: ¡la odiodespués de muerta! Tengo derecho aodiarla; te demostraré que todas lasmujeres merecen odio. Tal vez piensesque sólo conozco el Oriente: saca de suespecialidad las pruebas que necesita,estarás pensando. Pues bien, te bajaré elazul del cielo sin mentirte; sóloverdades, verdades duras, hermosas yafiladas, verdades de todo tipo y

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dimensión; verdades para el sentimientoy verdades para la razón, aunque en ti,como en toda mujer, sólo funcione elsentimiento; verdades hasta que veasazul; no negro, sino azul, azul, azul, puesel azul es el color de la fidelidad. Perodejemos esto. Me has apartado del temainicial de nuestra charla. Nos hemosreducido al nivel de analfabetos. Tú medegradas. Debiera callarme. ¡Meconviertes en una arpía chillona, aunqueargumentos no me faltan!

Peter jadeaba. La boca le temblabaviolentamente. En su interior se movíauna lengua cuyas desesperadasconvulsiones evocaban las de unnáufrago a punto de ahogarse. Las

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arrugas de su frente se deformaron. Él lonotó al hablar y se llevó una mano aellas. Puso tres dedos en los surcos y,presionando con fuerza, los deslizóvarias veces de derecha a izquierda. Lacuarta arruga no recibe ninguna atención,pensó Georg. Por suerte hay una boca enaquella ranura. Tiene labios y unalengua, como todo el mundo, ¿quién lohubiera creído? No quiere contarmenada. ¿Por qué desconfiará de mí? ¡Quétal orgullo! Teme que me burle de él porhaberse casado. Ya de jovendespotricaba siempre contra el amor.Hombre adulto, nunca le pareció quevaliera la pena hablar de él. «Si pudieradar con Afrodita, la mataría». Adoraba a

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Antístenes, el fundador de la escuelacínica, por haber dicho esta frase. Perovino una vieja asquerosa y arrastró alvictimario de Afrodita a la miseria.¡Qué gran carácter! ¡Qué firmeza lasuya! Georg sintió un placer maligno.Peter lo había insultado. Estabaacostumbrado a recibir insultos, peroéstos lo habían herido. Las palabras dePeter tenían sentido. Georg no podíavivir sin sus enfermos, era cierto. Lesdebía mucho más que su pan y su fama;constituían el substrato de su existenciaanímica y espiritual. El ardid queempleara para hacer hablar a Peterresultó un fracaso. En vez de contar,insultó a Georg y se acusó a sí mismo de

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un asesinato. Se había escapado de sumujer. Para no avergonzarse demasiadode su reprobable acción, se presentabacomo un criminal. La conciencia de uncrimen que no era tal, le resultabasoportable. Hasta los hombres másfuertes se prueban a sí mismos suintegridad dando rodeos. Peter teníamotivos para considerarse un cobarde.No echó a su mujer de casa, sino que seechó a sí mismo. De la calle, dondepaseó un tiempo su larga y ridículafigura, volvió al cuartucho del portero.Allí, en aquella prisión, purgó suhorrible crimen. Para que el tiempo se lehiciera menos largo, telegrafió antes a suhermano. A éste le correspondía una

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misión muy peculiar en todo el plan.Tendría que echar fuera a la mujer,poner al portero en su sitio, persuadir alhombre fuerte de que no era un criminaly volver con él en triunfo a la biblioteca,ya libre y purificada. Georg se vio depronto como una pieza importante en elmecanismo que otro había puesto enmarcha para salvaguardar su dignidadamenazada. La comedia bien valía unafalange de la mano izquierda. A Peteraún le dolía. Pero esa simulación de untrastorno, ese abuso de la dignidad ajenapara recuperar la suya propia, ese juegodel que él mismo era víctima —él,acostumbrado a jugar con los demás—lo fastidiaban. Con qué gusto le hubiera

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dado a entender que comprendía.Decidió reincorporar a Peter al sosiegode su erudita existencia, con prudencia ydesinterés, como su profesión lo exigía.Se reservó una mínima venganza paradentro de unos años. Cuando volviera avisitar a Peter, pues ya había decididoesta visita, le expondría en formaamable, pero despiadada, lo que ocurriórealmente entre ellos dos en aquelcuartucho.

—¿Tienes argumentos? ¡Puesdímelos! Creo que tus frases nosllevarán siempre a la China o a la India.

Eligió el camino largo, pues el cortoestaba cerrado. Como Peter se negaba adarle un informe simple, Georg tendría

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que deducir, a partir de frasessupuestamente científicas, lo que suhermano sentía contra esa mujer. ¿Cómoarrancarle las espinas de la carne si nolas veía? ¿Cómo calmarlo sin saber enqué rincones se había escondido suinquietud, qué estaba tramando, cómo semanifestaba, qué pensaba del pasado dela raza humana por el cual, monstruosacriatura, sustituyó al suyo propio?

—Me quedaré en Europa —prometió Peter—, aquí hay más cosasque decir sobre las mujeres. Las grandesepopeyas nacionales de los alemanes ylos griegos tienen intrigas femeninascomo tema. No puede hablarse deinfluencia mutua. ¿Acaso admiras la

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cobarde venganza de Crimilda? ¿Fueella misma quien se lanzó a combatir,quien acaso se expuso al menor peligro?No, se limitó a incitar a otros, tramóintrigas, abusó, traicionó. Y al final, notemiendo ya ningún peligro, decapitócon sus propias manos a Günther y aHagen encadenados. ¿Por fidelidad?¿Por amor a Sigfrido, de cuya muerte eraculpable? ¿Porque las Furias lahostigaban? ¿Sabía acaso quesucumbiría a su venganza? ¡No, no y no!Ningún sentimiento noble la impulsaba.¡Sólo le interesaba el tesoro de losNibelungos! Por charlatana perdió susjoyas y decidió vengarlas. Entre lasjoyas también había un hombre. Lo

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perdió junto a ellas, y con ellas lovengó. Hasta el último momento esperóque Hagen le revelara el escondite deltesoro. ¡Cuánto le agradezco al poeta, oal pueblo que prefiguró su obra, quehiciera desaparecer a Crimilda!

Ella habrá sido codiciosa y lepediría dinero todo el tiempo, pensóGeorg.

—Los griegos eran menos justos. Leperdonaron todo a Elena por ser bella.Yo, por mi parte, tiemblo de indignaciónsiempre que me la encuentro en Esparta,con sus ojos de perra, junto a Menelao.¡Como si nada hubiera sucedido: diezaños de guerra, los griegos más fuertes,hermosos y nobles, caídos en combate,

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Troya incendiada y París, su amante,muerto! ¡Si al menos se callara! Habíanpasado años desde entonces, pero ellaaún hablaba ingenuamente de aqueltiempo en que «… los aqueos fuisteispor mí, ojos de perra, a empeñar fieroscombates con los troyanos…». Llegaincluso a contar cómo Odiseo,disfrazado de mendigo, se introdujo enla Troya sitiada y mató a muchoshombres.

»“Prorrumpieron las troyanas enfuertes sollozos y a mí el pecho se mellenaba de júbilo, porque ya sentía en micorazón el deseo de volver a mi casa ydeploraba el error en que me habíapuesto Afrodita cuando me condujo allá,

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lejos de mi patria, y hube de abandonara mi hija, el tálamo y un marido que anadie le cede ni en inteligencia ni engallardía”.

»Contó esta historia ante sushuéspedes y, por supuesto, en presenciade Menelao. Por él sacó la moraleja. Yasí volvió a ganárselo con sus lisonjas,consolándolo de su antiguo adulterio.Paris me parecía entonces más hermosode alma y cuerpo, es el sentido oculto desus palabras, pero hoy sé que tú eresigualmente bello. ¿Quién va a pensarque Paris ya no existe? Para una mujer,un hombre vivo es más hermoso que unomuerto. Le gusta siempre lo que tiene amano. Y ella aprovecha esta debilidad

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de su carácter, utilizando la adulación.Ella le habrá reprochado su triste

figura, pensó Georg, engañándolo conotra menos triste. Cuando el otro semurió, volvió a acercársele con suslisonjas.

—¡Oh, Homero sabe más de mujeresque nosotros! ¡El ciego puede darnosclase a los que vemos! Recuerda eladulterio de Afrodita, para quienHefesto no era lo bastante bueno porquecojeaba. ¿Con quién lo engaña? ¿Acasocon Apolo, el poeta, un artista comoHefesto, poseedor de toda la belleza queella echa de menos en el herrerocubierto de hollín? ¿O con Hades, elsombrío y misterioso señor de los

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Infiernos? ¿Con Poseidón, el robusto eiracundo dios que desencadenabatempestades en los mares? Hubiera sidoel esposo indicado, pues ella surgió delmar. ¿Con Hermes, gran conocedor detodos los ardides del mundo (incluso losde las mujeres), cuya astucia y habilidadcomercial debieron cautivarla a ella,diosa del amor? No, prefiere a Ares,que compensa la vacuidad de su cabezacon la abundancia de sus músculos: unrubicundo mastuerzo, dios de loslansquenetes griegos, sin espíritu, perocon dos buenos puños, ilimitado sólo ensu violencia, aunque limitadísimo entodo el resto.

Ya llegamos al portero, pensó

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Georg, el segundo verdugo.—De puro torpe se queda preso en

la red. Siempre que leo cómo Hefestolos atrapa a ambos en su red, cierro ellibro y beso con unción el nombre deHornero diez o veinte veces. Mas no poreso me pierdo el fin. Ares se evadepenosamente, pues aunque burro,también es hombre: aún le queda unachispa de vergüenza en el cuerpo.Afrodita, radiante, huye en seguida aPafos, donde la aguardan sus templos yaltares, y se repone de su vergüenza —todos los dioses se rieron al vería en lared— envolviéndose en sus mejoresgalas.

Cuando los sorprendió a los dos,

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pensó Georg, el portero, aún modesto enesa época, debió de escaparse, perplejo,y olvidar sus puños en presencia delrico erudito. Pero ella adoptó un aire deinsolencia —único recurso de lossorprendidos in fraganti—, y se vistióen la habitación contigua. ¿Jean, dóndeestás?

—Creo adivinar tus pensamientos.Piensas que tengo a la Odisea en contra.En tus ojos leo los nombres de Calipso,Nausícaa y Penélope. Voy apresentártelas en toda su belleza, quecada crítico elogia confiandociegamente en la opinión de otros.Antes mencionaré que Circe, una mujer,transformaba en cerdos a todos los

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hombres. Calipso retuvo siete años aOdiseo, al que amaba con todo sucuerpo. Él se pasaba el día entero a laorilla del mar, llorando amargamente ytorturado por la nostalgia y el oprobio.De noche debía dormir con ella: era suobligación, noche tras noche, aunque noquisiera. Y no quería. Deseaba irse a sucasa. Era un hombre activo, lleno deenergía, valor e inteligencia: unpersonaje asombroso, el actor másgrande de todos los tiempos y, sinembargo, un héroe. Ella lo ve llorar ysabe muy bien de qué padece. Ocioso yalejado de los seres cuyos actos ypalabras son el aire que respira,derrocha junto a ella sus mejores años.

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La ninfa no lo deja ir. Jamás lo hubierapermitido. Pero Hermes trae un día laorden de los dioses: dejar en libertad aOdiseo. Se ve obligada a obedecer.Malgasta las últimas horas que lequedan en granjearse las simpatías delhéroe. Yo misma he decidido liberarte,le dice, porque te amo y me das lástima.El cala en sus intenciones, pero se calla.Así actúa una diosa inmortal: tendráhombres y amor por toda la eternidad,nunca envejecerá. ¿Qué puedeimportarle la breve y mísera existenciade aquel mortal, ya erosionada a mediaspor el tiempo?

Nunca lo dejaría en paz, pensóGeorg, ni de noche, ni cuando trabajaba.

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—Poco sabemos de Nausícaa: erademasiado joven. Sin embargo,entrevemos sus aficiones. Desea unesposo como Odiseo, nos dice. Lo viodesnudo en la playa y eso le bastó: eraun hombre bello. ¿Quién era? No teníala menor idea. Hizo su elección en baseal cuerpo. De Penélope, la leyendaafirma que esperó veinte años a Odiseo.El número de años es exacto, pero ¿porqué lo esperó tanto? Porque no pudodecidirse por ninguno de lospretendientes. La fuerza de Odiseo lahabía corrompido. Ningún otro hombrele gustaba. Se prometía muy poco placerde aquellos sibaritas. ¡Amaba a Odiseo!¡Qué gran mentira! Su perro viejo, débil

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y agotado lo reconoce cuando llegadisfrazado de mendigo, y muere dealegría. Ella no lo reconoce y sigueviviendo tan tranquila. Sólo llora cadanoche, antes de dormirse. Al comienzolo añoraba; él era un hombre ardiente yfiero. Después, el llanto se le convirtióen una costumbre, en un somníferoimprescindible. En vez de recurrir a unacebolla, recordaba a su adorado Odiseoy berreaba hasta quedarse dormida. ¡Labondadosa Euriclea, ancianita tierna eindesmayable, prorrumpe en gritos dejúbilo al ver a los pretendientes muertosy a las sirvientas ahorcadas! ¡Elvengador Odiseo, el auténtico ofendido,se ve obligado a reprochárselo!

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Lo que odia en Penélope y Euriclea,pensó Georg, es su condición de mujereshacendosas. Ella fue, antes que nada, suama de llaves.

—El legado más precioso y personalde Hornero son, para mí, las palabrasque Agamenón, una sombra azul y opacaen los infiernos (su mujer lo habíaasesinado), dirige a Odiseo:

»“Por tanto, jamás seas benévolocon tu mujer ni le descubras todo lo quepienses; antes bien, particípale unascosas y ocúltale otras… Otra cosa voy adecir que pondrás en tu corazón: altomar puerto en la patria tierra, hazloocultamente y no a la descubierta, puesya no hay que fiar en las mujeres…”.

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»La crueldad es uno de los atributosesenciales de las diosas griegas. Losdioses son más humanos. ¿Ha habidoacaso criatura más implacablementetorturada y perseguida que Heracles porHera, a la que no hizo otro daño quenacer? Cuando al fin muere y se liberade las terribles mujeres que hicieronhasta de su muerte un infierno, ella,mediante un pérfido ardid, le escamoteala inmortalidad. Pero los dioses,deseosos de resarcirlo por sussufrimientos y avergonzados del odio dela cruel Hera, en compensación leconceden la inmortalidad. Heraintroduce entonces, de matute, una mujeren su regalo: lo empareja con su hija

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Hebe. Los dioses, orgullosos,consideran una suerte que alguien tomepor esposa a una inmortal. Heraclesestaba indefenso. Si Hebe hubiera sidoun león, la habría destrozado con suporra. Pero era una diosa. Él sonrió yagradeció. Lo sacaban de una vida llenade peligros para transplantarlo…¿adónde? ¡A un matrimonio inmortal! Unmatrimonio inmortal en el Olimpo, bajoun cielo azul, mirando un mar azul…

Lo que más teme es laindisolubilidad de su matrimonio. Georgse alegró pensando en el divorcio conque obsequiaría a su hermano. Peter secalló, fijando la mirada en el vacío.

—Dime una cosa —continuó

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balbuceante—, yo sufro de ilusionesópticas. He intentado imaginarme el MarEgeo y me parece mucho más verde queazul. ¿Tiene esto algún sentido? ¿Tú quépiensas?

—¡Qué ocurrencia! Eres unhipocondríaco. El mar puede adquirirlas coloraciones más diversas. Seguroque el tono verdoso evoca en tirecuerdos placenteros. A mí me ocurrealgo muy similar. También me agradaese verde insidioso que, en los díasoscuros, precede a las tormentas.

—Encuentro el azul mucho másinsidioso que el verde.

—Las opiniones sobre los coloresvarían de persona a persona, según he

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comprobado. En general, el azul esconsiderado agradable. Recuerda el azulsimple y candoroso de los cuadros deFra Angélico.

Peter volvió a callarse. De prontocogió a Georg por la manga y le dijo:

—Ya que hablamos de pintura, ¿quépiensas tú de Miguel Ángel?

—¿Por qué precisamente MiguelÁngel?

—En el centro mismo del techo de laCapilla Sixtina, Eva es creada de lacostilla de Adán. Esta escena, queconvirtió el mejor de los mundos —recién formado— en el peor de cuantosexisten, ocupa menos espacio que lasque representan la creación de Adán y la

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expulsión del Paraíso, dispuestos aambos lados. Lo que en ella ocurre esmás bien algo mezquino y miserable: elrobo de la peor costilla del hombre, laseparación de los sexos, uno de loscuales no es más que un fragmento delotro. Pero este ínfimo suceso figura en elcentro de la creación. Adán estádurmiendo. De haber estado despierto,se hubiera guardado su costilla. ¿Porqué el fugaz deseo de una compañerahubo de convertirse en su fatal destino?Dios agotó su buena voluntad creando aAdán. Desde entonces lo trató como a unextraño, no como a su obra. Lo hizoesclavo de palabras y de estados deánimo, más fugaces que las nubes,

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obligándolo a soportar eternamente suspropios caprichos. De los caprichos deAdán surgieron los instintos del génerohumano. Él dormía. Y el buen DiosPadre, maliciosamente indulgente enesta ocasión, transforma su costilla enEva. Ésta tiene un pie en la tierra y otroen el costado de Adán. Antes de poderarrodillarse, junta las manos. Sus labiosmurmuran una lisonja. Las lisonjasdirigidas a Dios se llaman plegarias.Mas ella no aprendió a rezar pornecesidad. Es previsora. Mientras Adánduerme, ella va atesorando buenasobras. Guiada por su instinto, intuye lavanidad de Dios, que es gigantescacomo Él mismo. Dios se comporta de

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manera diferente en las distintas escenasde la creación. Entre cuadro y cuadro secambia de indumentaria. Envuelto en unatúnica amplia y de hermosos pliegues,contempla a Eva. No advierte subelleza, pues en todas partes sólo se vea Sí mismo, pero acepta su homenaje. Elgesto de Eva es vulgar y pecaminoso.Desde el primer instante empieza acalcular. Está desnuda, pero no seavergüenza ante ese Dios envuelto en suamplia túnica. Sólo conocerá lavergüenza cuando fracase en uno de suspecados. Adán yace a su lado, exhaustocomo después de un coito. Su sueño esligero. Está soñando con la tristeza queDios le ha regalado. Del miedo a la

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mujer surgió el primer sueño delhombre. Y cuando Adán se despierta,Dios, con toda crueldad, los deja solos;ella se arrodilla frente a él, con lasmanos juntas como ante Dios y lasmismas lisonjas en los labios, conlealtad en la mirada y ansias de poder enel corazón, y lo arrastra a la lujuria paraque ya no pueda escapársele. Adán esmás generoso que Dios. Dios se ama a símismo en su creación. Adán ama a Eva,lo Segundo, lo Otro, el Mal, elInfortunio. Le perdona lo que es: unacostilla hinchada. Lo olvida, y de Unosurgen Dos. ¡Qué desgracia por siemprejamás!

Un capricho o una veleidad serán

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culpables de su matrimonio. Se habrácasado contra su voluntad, y no se loperdona. Lo irrita creer sólo en elimperativo categórico y no en Dios. Sino, le echaría a Él la culpa. Levanta lamirada hasta el techo de la Sixtina paraformarse una idea de Dios. En todas lasartes plásticas no existe otro Diosbíblico digno de fe. Lo necesita paradenigrarlo. Y Georg lanzó en voz altauna frase obsequiosa, lo más lejanaposible de sus pensamientos:

—¿Por qué por siempre jamás?Hace un instante hablábamos de lastermitas, que han superado el sexo. Esteno es, por tanto, un mal absoluto einextinguible.

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—Sino un milagro exactamente iguala la orgía amorosa en el termitero o elincendio de mi biblioteca, que esimposible, absurdo, inconcebible, unacto de locura, una traición sinprecedentes contra un cúmulo demaravillas que es casi imposibleencontrar juntas, una infamia y unaobscenidad que no debiste, ni de broma,pronunciar en mi presencia, y muchomenos suponer. Ves muy bien que noestoy loco, ni siquiera trastornado. ¡Hesoportado tantas cosas! Estar excitadono es una vergüenza. ¿Por qué me mirasy te ríes? Mi memoria está intacta, sétodo lo que quiero, soy dueño de mímismo; ¿por qué?, porque me casé una

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vez, pero nunca he tenido una aventuraamorosa. En cambio, ¿qué no habráshecho tú en amores? El amor es unalepra, una enfermedad heredada de losorganismos unicelulares; otros se casandos y hasta tres veces, yo nunca tuvenada con ella; me ofendes, no debiste nidecírmelo, tal vez un loco lo haga, yonunca incendiaré mi biblioteca, lárgate,si tanto insistes, vuelve a tu asilo deidiotas. ¿Dónde tienes la cabeza?, a todolo que digo contestas con un sí y amén.¡Hasta ahora no te he oído decir nadaoriginal, parlanchín que crees saberlotodo! Huelo tus ideas sarcásticas:apestan. Está loco, piensas, porqueinsulta a las mujeres. ¡No soy el único!

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¡Te lo demostraré! ¡Retira tus inmundospensamientos! Fui yo quien te enseñó aleer, mocoso. Ni siquiera sabes chino.Más tarde me divorciaré, de todosmodos. Tengo que rehabilitar mi honor.La mujer no es necesaria en un divorcio.Que se revuelque en su tumba. Aunqueno está enterrada: ni siquiera merece unatumba. ¡Merecería el infierno! ¿Por quéno hay infierno? Es preciso instalar uno.Para mujeres y mujeriegos como tú. ¡Loque digo es cierto! Soy un hombre serio.Pronto te irás y no te ocuparás de mí.Me quedaré solo. Pero tengo una cabeza.Puedo cuidarme solo. No te legaré mislibros. Prefiero quemarlos. Además, temorirás antes que yo; estás hecho un

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guiñapo, por culpa de tu inmunda vida;escúchate hablar a ti mismo: sin fuerzas,en frases largas y sinuosas; siempre taneducado, como buena mujer; eres comoEva, pero yo no soy Dios, ¡conmigo notendrás ningún éxito! ¡Descansa un pocode tu femineidad! Tal vez vuelvas a serhombre. ¡Pobre criatura sórdida! Me daslástima. Si estuviera en tu lugar, ¿sabesqué haría? No lo estoy, pero si tuvieraque estarlo, si no tuviera más remedio,si ninguna ley natural se apiadase demí… tendría una solución. ¡Incendiaríatu Sanatorio, hasta que ardiese con todossus ocupantes y conmigo, pero sin mibiblioteca! Un libro vale más que unloco, un libro vale más que un ser

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humano. Tú no lo entiendes, porque eresun comediante y necesitas aplausos. Loslibros son mudos, hablan y son mudos:¡eso es lo extraordinario! Hablan y losoyes con más rapidez que si tuvieras queaplicar los oídos. Te enseñaré mislibros, pero no ahora; luego. ¡Y tendrásque disculparte por tu abominablesugerencia, si no quieres que te echefuera!

Georg no lo interrumpió; queríaoírlo todo. Peter hablaba con tal prisa yexcitación que ninguna palabra amablelo hubiera detenido. Se había puesto enpie: no bien empezó a hablar de libros,sus tímidos gestos se hicieron amplios yseguros. Georg se arrepintió de la

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imagen que, a falta de otra mejor,eligiera para ilustrar el mundo de lastermitas y su dichosa asexualidad, yorientar la fantasía de su hermano en esadirección: ¡funesta elección! La simpleidea de prender fuego a sus libros leardió a Peter más que el fuego mismo.¡Amaba tanto su biblioteca! Era elsustituto de los seres humanos. Si biendebió ahorrarle este dolor, tampocohabía sido un golpe inútil. Por él seenteró Georg de que existía, contra lamujer, un remedio más seguro que elveneno: un amor desmesurado quebastaba con oponer a ese odio paraextinguirlo y aniquilarlo. Valía la penaseguir viviendo por libros que uno

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protegía con tanta pasión de un peligropuramente imaginario. Echaré a esamujer pronto y sin ruido, se propusoGeorg, y al portero junto con ella.Alejaré del apartamento cuanto puedarecordársela, y examinaré la bibliotecapara ver si está intacta; arreglaré susasuntos de dinero —es probable que lequede poco o nada—, volveré aacercarlo al corazón de sus libros,atizando su viejo amor por un día,animándolo a emprender trabajosproyectados hace tiempo, y abandonaréa este ratón de biblioteca en su tristeelemento, que él encuentra divertido. Alcabo de medio año lo visitaré de nuevo;le debo estas atenciones mínimas,

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aunque él sea mi hermano y yo despreciesu absurda profesión. Sobre sumatrimonio ya sé cuánto me hacía falta.Sus juicios, que él considera objetivos,son más transparentes que el agua. Antestendré que apaciguarlo. Se tranquilizacuando encubre su odio con mujereshistóricas o legendarias. A la sombra delos baluartes que su memoria le ofrece,se siente protegido contra la mujer dearriba. Ésta no sabría ni qué contestarle.En el fondo es un hombre limitado y decarácter mezquino. Su odio le da ciertoimpulso. Tal vez le quede algo para susfuturos trabajos.

—Te has interrumpido. Tenías algomás importante que decirme. —Con voz

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tranquila, dulce y expectante cortóGeorg las bruscas invectivas de suhermano. Tanta seriedad y diligenciadesarticularon la ira de Peter, quevolvió a sentarse, hizo memoria yencontró en poco tiempo el hilo que lepedían.

—La destrucción del techo de laSixtina por el propio Miguel Ángelhubiera sido algo tan sorprendente comola orgía en tu termitero y el imposibleincendio de mi biblioteca. Tal vez —ypese a los cuatro años de trabajo—hubiera él recubierto o borrado unafigura tras otra por mandato de algúnPapa loco. Pero habría defendido a Eva,aquella Eva, incluso contra cien

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guardias suizos. Ella es su legado.—Tienes muy buen olfato para los

legados de los grandes artistas. Perotambién la historia te da la razón, nosólo Hornero y la Biblia. Dejemos aEva, Dalila, Clitemnestra y hasta a lamisma Penélope, cuya perfidia hasdemostrado. Son ejemplos contundentes,personajes ideales para corroborar tusteorías, pero ¿quién sabe si alguna vezexistieron? Una Cleopatra nos dicemucho más a los amantes de la historia.

—Sí, no es que yo la haya olvidado,pero había otras mujeres antes. Bueno,dejémoslas. Tú no eres tan meticulosocomo yo. Cleopatra hizo asesinar a suhermana (toda mujer es enemiga de las

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demás); engañó a Antonio (toda mujerengaña a su marido), y se sirvió de él yde las Provincias asiáticas de Romapara satisfacer su afán de lujo (todamujer vive y muere por su gran amor: ellujo). Traicionó a Antonio en el primermomento de peligro, haciéndole creerque iba a quemarse viva. Y él,entretanto, se suicida. Ella no se quema,pero sí se consigue un vestido de lutoque le queda bien y con el cual intentaencandilar a Octavio. Éste tuvo el tinode bajar la vista. Apuesto a que nuncallegó a verla. El astuto joven llevabapuesta su coraza. Si no, ella lo hubieraseducido con su piel, abrazándolomientras Antonio entregaba su espíritu.

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¡Qué hombre, ese Octavio!—¡Un hombre de verdad: se protege

la piel con su armadura y baja lamirada! Se dice que no replicó ni unapalabra al canto de sirena de ella.Sospecho que se taparía los oídos comoOdiseo. En cualquier caso, ella con lanariz no pudo cautivarlo. Y él confiabaen su nariz. Probablemente tendría pocodesarrollado el olfato. ¡Qué hombre, quéhombre, cómo lo admiro! Césarsucumbió a ella; él no. Y eso que ella sehabía vuelto mucho más peligrosa con laedad, es decir, más importuna.

A su mujer, le reprocha hasta laedad, pensó Georg: muy comprensible.Siguió escuchándolo un buen rato.

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Ninguna fechoría femenina, ya fuerahistóricamente comprobable o simpleleyenda, quedó desatendida. Losfilósofos iban apuntalando su desprecio.Como Peter hablaba igual que unmaestro de escuela, sus citas, siemprede fiar, fueron grabándose con lujo dedetalles en la memoria de su hermano.Muchas frases que la tradición habíatergiversado, fueron corregidas.Siempre hay cosas que aprender, inclusode un pedante. Muchas de ellas erannuevas para Georg. «La mujer es unahierba mala que crece velozmente», dijoSanto Tomás de Aquino, «un ser humanoinacabado; su cuerpo accede pronto a lamadurez sólo porque es menos valioso,

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porque la naturaleza se preocupa menosde él». ¿Y dónde aborda Tomás Moro, elprimer comunista moderno, las leyesconyugales de su Utopía? ¡En el capítulosobre la esclavitud y el crimen! Atila, elrey de los Hunos, fue llamado por unamujer —Honoria, la hermana delemperador de Roma— a Italia, supropia patria, que él saqueó y destruyóen su mayor parte. Pocos años mástarde, la viuda del mismo emperador,Eudoxia, que al morir éste se casó consu asesino y sucesor, conjuró a losvándalos a que invadieran Roma. A ellale debe Roma el famoso saqueo, asícomo a su cuñada la plaga de los Hunos.

El apasionamiento de Peter fue

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menguando poco a poco. Hablaba cadavez con mayor calma, citando muytangencialmente crímenes horrendos. Elmaterial acumulado superaba su odio.Para no omitir nada —su cualidadesencial seguía siendo la precisión—, lorepartía equitativamente en toda suertede períodos, pueblos y filósofos. Maspoco le correspondía ahora a cada uno.Una hora antes, Mesalina hubiera oídocomentarios muy distintos sobre supersona. Esta vez salió airosa con un parde versos de Juvenal. Hasta la mitologíade muchas tribus negras parecía saturadade desprecio a la mujer. Peter reclutabaa sus aliados donde fuera, perdonandosu ignorancia a los analfabetos siempre

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que demostrasen conocer como él a lasmujeres.

Georg aprovechó una breve pausa enel recuento y, con todo respeto y sinperjuicio de su atención, se permitiónacerle una propuesta, relacionada estavez con el almuerzo. Peter la aceptó:prefería almorzar fuera de casa. Estabaharto del cuartito. Se dirigieron alrestaurante más cercano. Georg se sintióobservado de soslayo.

No bien abrió la boca, Peter regresóa sus hienas. Pero sus frases se ahogaronpronto en el silencio. Georg tambiéncalló. Ambos descansaron unos minutosde su recíproca atención. Ya en elrestaurante, Peter tomó asiento

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ceremoniosamente. Fue desplazando susilla hasta darle la espalda a una damasentada cerca de él. Poco después llegóotra, mayor y más ansiosa de ser vista,que examinó incluso a un tipo comoPeter y, agradeciendo una atención queesperaba despertar muy pronto, observócon toda naturalidad al esqueleto. Elcamarero, un señor de aspectodistinguido, se paró junto a Georg, aquien consideraba el protector de aquelfamélico cliente, y anotó el pedido.Inclinando discretamente la cabeza endirección al mendigo, recomendó dostipos de platos: unos nutritivos para elúltimo, otros más finos para elbenefactor. De pronto, Peter se puso en

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pie y declaró en tono tajante:—¡Vámonos de este lugar! —El

camarero lo lamentó mucho y se culpó así mismo, deshaciéndose en cumplidos.Georg se sintió penosamente afectado.Se fueron sin dar explicaciones—.¿Viste a esa vieja bruja? —preguntóPeter en la calle.

—Sí.—Se dedicó a mirarme. ¡A mí!

¡Como si fuera un criminal! ¡Atreverse aexaminarme en esa forma! ¡Puedojustificar lo que he hecho!

En el segundo restaurante, Georgtomó un apartado. Mientras comían,Peter reanudó su interrumpido discursoa un ritmo lento y monótono, observando

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si su hermano lo escuchaba. Se perdióen lugares comunes e historiasarchiconocidas. Su lenguaje empezó acojear. Entre frase y frase se dormía.Pronto separaría sus palabras porminutos. Georg pidió champán. Cuantomás rápido hable, antes acabará.Además, podré así enterarme de sussecretos más íntimos, si es que algunotiene. Peter se negó a beber. Aborrecíael alcohol. Pero al final bebió. No fueraa creer Georg que quería ocultarle algo.No tenía nada que ocultar. Era la verdadmisma. De su amor a la verdad proveníasu desgracia. Bebió mucho. Su erudiciónse desplazó a otras esferas. Demostróuna sorprendente familiaridad con los

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procesos criminales de la historia, ydefendió ardorosamente los derechosdel marido a liberarse de su esposa. Sudiscurso se convirtió muy pronto en elde un defensor que explica al tribunalpor qué motivos su cliente tuvo quematar a una diabólica mujer. Todo enella tenía algo demoníaco: la vidadisipada que hubiera deseado llevar, sumodo provocativo de vestirse, su edad,que solía ocultar, las palabras vulgaresque constituían su vocabulario y, muy enparticular, el sadismo de sus agresionesfísicas, que degeneraban en brutalespalizas. ¿Qué hombre no asesinaría auna mujer así? Peter desarrolló susargumentos detenidamente y con fervor.

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Cuando acabó, se acarició muysatisfecho la barbilla, como un auténticoabogado. Luego defendió a los asesinosde mujeres menos talentosas.

Georg no se enteró de nada nuevosobre el caso de su hermano. La opiniónque ya tenía de él permaneció, pese alalcohol, inalterada. Las lesionescerebrales de un pedante son muy fácilesde corregir: se curan con la mismaexactitud con que aparecen. Eran éstoslos únicos casos que a Georg no leagradaban: no eran realmente casos. Lapersona que, estando bebida, actúa igualque si estuviera sobria, merece la peorde las opiniones. ¡Qué falta deimaginación tan alarmante la de Peter!

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Un cerebro de plomo, hecho con letrasde imprenta, frío, rígido y pesado.Técnicamente un milagro, es muyposible; pero ¿hay acaso milagros ennuestra era tecnológica? La idea mástemeraria a la que llega un filólogo es lade asesinar a su esposa. Y es precisoque la esposa sea un monstruo; usosveinte años mayor que el filólogo encuestión: una versión siniestra de élmismo, que trata a los seres vivos comoél maneja textos de grandes escritores.Si al menos cometiera el crimen, sialzara la mano contra ella y no laretirara en el último momento, si élmismo pereciera con su crimen, sisacrificara a su venganza conjeturas,

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biblioteca y manuscritos, todo lo queencerraba en su mezquino corazón…entonces sí: ¡honor a su memoria! Peroprefiere despedirla. Y antes telegrafía asu hermano, pidiéndole ayuda por uncrimen inexistente. Vivirá y trabajarátreinta años más. En los anales de laciencia refulgirá eternamente como unaestrella de primera magnitud. Los nietosque hojeen los Anuarios de sinología(pues nacerán nietos así), daránforzosamente con su nombre y apellido.Georg tiene el mismo apellido: debieracambiárselo. Dentro de cincuenta años,el gobierno chino lo honrará con unaestatua. Niñitos de ojos rasgados y piellisa (cuando ríen, hasta las casas más

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rígidas se inclinan), criaturas tiernas ygraciosas, jugarán en una calle bautizadacon su nombre. Para sus ojos (los niñosson siempre enigmáticos, ellos mismos ycuanto los rodea), las letras de suapellido resultarán un misterio, cuandoel que en vida lo llevara había sido unhombre claro, transparente,comprensible y comprendido; pues sialguna vez fue un enigma, quedó resueltode inmediato. ¡Suerte que la gente nosepa muchas veces quién les da nombrea sus calles! ¡Suerte que en generalsepamos tan poco!

Al comenzar la tarde condujo alfilólogo a su hotel y le rogó quedescansara ahí mientras él arreglaba sus

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asuntos en casa.—¿Quieres limpiar el apartamento?

—le preguntó Peter.—Sí, sí.—No te extrañes del mal olor.Georg sonrió: los cobardes recurren

a la perífrasis.—Me taparé la nariz.—¡Abre bien los ojos! Tal vez veas

fantasmas.—Jamás veo fantasmas.—Quizá veas alguno. En ese caso,

dímelo.—Sí, sí.(¡Qué malos son sus chistes!)—Quiero pedirte una cosa.—¿Qué?

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—¡No hables con el portero! Espeligroso. Te atacará. Si dices algo queno le guste, te pegará en seguida. Y noquisiera que te ocurra nada malo por miculpa. Te romperá los huesos. Cada díaecha mendigos a la calle, pero antes lespega. No lo conoces. ¡Prométeme que nole dirás nada! Y encima miente. No hayque creerle nada.

—Lo sé, ya me advertiste una vez.—¿Me lo prometes?—Sí, sí.—Aunque no te haga nada, después

se reiría de mí.Ya está temiendo quedarse otra vez

solo.—Ten la seguridad de que lo sacaré

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de casa.—¿De veras? —Por primera vez en

su vida vio Georg reír a su hermano.Peter sacó de su bolsillo un fajo debilletes arrugados y se lo tendió.

—Te pedirá dinero.—¿Es ésta toda tu fortuna?—Sí, Encontrarás el resto arriba,

bajo una forma más noble.Un ligero malestar invadió a Georg

al oír la última frase. Una mitad de lacuantiosa herencia paterna se habíaconvertido en libros muertos; la otramitad, en un manicomio. ¿Cuál de lasdos estaba mejor invertida? Pensó quePeter aún conservaría un resto. Lo quemás me apena, se dijo, no es el hecho de

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tener que mantenerlo por el resto de susdías. Su pobreza me irrita porque, con lamisma suma, yo hubiera ayudado avarios, enfermos.

Después lo dejó solo. En la calle sesecó las manos con su pañuelo. Iba apasárselo por la frente y ya había alzadola mano, cuando recordó el gesto similarde Peter. Velozmente la dejó caer.

Al llegar ante la puerta delapartamento, oyó un griterío. Estabanriñendo adentro: le sería aún más fácildominarlos. Al oír su violento timbrazo,la mujer abrió en seguida. Tenía los ojosllorosos y llevaba la misma absurdafalda de la mañana.

—¡Oiga, señor hermano! —chilló—

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¡es un fresco! Ha empeñado los libros.¿Acaso es culpa mía? Ahora quieredenunciarme. ¡Eso no se hace! ¡Soy unamujer decente!

Con estudiada cortesía la condujoGeorg a una de las piezas. Le ofreció subrazo, que ella se apresuró a enlazar, y,frente al escritorio de su hermano, lainvitó a tomar asiento. Él mismo leacercó la silla.

—¡Póngase cómoda! —le dijo—.Espero que esté a gusto aquí. A unamujer como usted habría que llevarla enbrazos. Lástima que yo ya esté casado.Usted debiera poner un negocio. Es loque se llama una mujer de negocios.Aquí no nos molestarán, ¿verdad? —Se

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dirigió a la puerta comunicante ysacudió el picaporte—. Cerrada.Perfecto. ¿Podría usted cerrar la otrapuerta, por favor?

Ella obedeció. Él sabía cómotransformarse de inmediato enpropietario, convirtiendo en huésped alama de casa.

—Mi hermano es indigno de usted.He hablado con él. Tendrá usted quedejarlo. ¡Quería denunciarla por dobleadulterio!

Lo sabe todo. Yo lo he disuadido.Cualquier mujer engañaría a un hombreasí. Creo que no es un hombre deverdad. Lo cierto es que podría echarlea usted la culpa en caso de divorcio. Y

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usted saldrá perdiendo. No sacaría nadadespués de haber sufrido tanto con unhombre así: créame, yo lo conozco. Laobligaría a pasar sus últimos días en lasoledad y en la pobreza. ¡Una mujerdecente tomo usted, que al menos tienetreinta años por delante! Pues, ¿cuántostiene ahora? Cuarenta a lo sumo. Él hapresentado su denuncia en secreto. Peroyo me ocuparé de usted, pues me caebien. Tendrá que irse en seguida de estacasa. Si él no vuelve a verla, no haránada contra usted. Le compraré unalechería en el otro extremo de la ciudad,y le adelantaré el capital necesario conuna condición: no vuelva a presentarsemás ante mi hermano. Si lo hace, el

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capital que le adelante revertirá a micuenta. Quiero que me dé suconformidad por escrito. Usted saldráganando. Él quiso mandarla a la cárcel.La ley lo ampara. La ley es injusta.¡Hacer sufrir a una mujer como ustedpor unos cuantos libros desaparecidos!No lo permitiré. ¡Si no fuera casado!…Querida señora, permítale a su cuñadoque le bese la mano. Y ahora dígame,por favor, qué libros faltan. Me hecomprometido a reponerlos. Si no, élhubiera mantenido su denuncia. Es unhombre cruel. Pero lo dejaremos solo.Ya verá cómo se las arregla. Nadie seocupará de él. Bien merecido lo tiene.Si vuelve a hacer estupideces, la culpa

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será sólo suya. Ahora la culpa a usted detodo. Al portero le quitaré el empleo.Ha sido insolente con usted. Que sebusque otra portería. Pronto la veré otravez casada. Tenga la seguridad de quetodos le envidiarán su nueva tienda.Cualquier hombre se casa en esascondiciones. Tiene usted todo lo que unamujer necesita. No le falta nada.¡Créame! Yo soy un hombre de mundo.¿Quién le da tanta importancia a lalimpieza como usted? Su falda es unaauténtica rareza. ¡Y esos ojos! ¡Y esajuventud! ¡Y esa boquita! Como le digo,si no fuera casado… intentaríaseducirla. Pero respeto a la mujer de mihermano. Cuando regrese a ver al pobre

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diablo, me tomaré la libertad devisitarla en su lechería. Entonces ya noserá su esposa. Y nuestros corazonespodrán hablar…

Hablaba con pasión. Cada una desus palabras produjo el efectocalculado. Teresa cambió de color. Alcabo de varias frases, él hizo una pausa.Jamás había estado tan melodramático.Ella guardó silencio. Georg comprendióque su presencia la hacía enmudecer.¡Hablaba tan bonito! Temiendo perderseuna sola de sus palabras, ella lo mirabacon los ojos desorbitados, primero porel miedo, luego por el amor. Sin ser unaperra, paró las orejas. Su boca babeaba.La silla en la que estaba sentada chirrió

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una tonadilla. Entonces le tendió susmanos juntas, formando cuenco. Ellabebía con labios y manos. Cuando él selas besó, el cuenco perdió su forma y loslabios de Teresa susurraron (él la oyó):otra vez, por favor. Georg dominó suasco y le volvió a besar las manos.Teresa temblaba: su excitaciónrepercutió hasta la raíz de sus cabellos.Si la hubiera abrazado, se le habríadesmayado. Al acabar su última frase,relativa a los corazones, Georg prolongóel gesto final y mantuvo la mano y granparte de su brazo sobre el pecho, enactitud ceremoniosa. Ella dijo entoncesque tenía una libreta de ahorros. Y nofaltaba ningún libro, añadió: guardaba

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todas las papeletas de empeño. Porúltimo, volviéndose torpe yostensiblemente, con el falso pudor deuna impúdica, sacó de su falda, que porlo visto tenía un bolsillo, un grueso fajode papeletas de empeño. ¿Queríatambién la libreta de ahorros? Se laregalaría por amor. Georg le agradeció:justamente no se la aceptaba por amor.Aún estaba él rechazándola, cuando elladijo:

—Oiga, ¿quién sabe si se la merece?—Se arrepintió del regalo antes de queél lo aceptara. ¿De veras la visitaría?¡Él sí que era un hombre! Las pocaspalabras que dijo la calmaron. Perocuando él abrió la boca, volvió a ser

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toda suya.Media hora más tarde, Teresa lo

ayudó en su campaña contra el portero.—¡Usted no sabe quién soy yo! —le

gritó Georg al tipo—. ¡Jefe de la policíade París! Voy de paisano. ¡Una palabramía, y mi amigo, el Jefe de aquí, haráque lo detengan! Perderá su pensión. Sétodo lo que tiene en la conciencia. ¡Mireestas papeletas de empeño! Del restoprefiero no hablar por ahora. ¡No meinterrumpa! Lo conozco de pies acabeza. Es usted un sinvergüenzacamuflado. Tengo que actuardrásticamente contra tales elementos. Lepediré a mi amigo, el Jefe de aquí, quedepure sus tropas. ¡Largo de esta casa!

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¡No quiero verlo aquí mañana! ¡Es usteduna escoria! ¡Coja sus cosas ahoramismo! De momento le pondré unasanción. ¡Y luego lo aniquilaré, asesino!¿Sabe usted lo que ha hecho? ¡Anda enboca de medio mundo!

Benedikt Pfaff, el fornido yrubicundo hombrón, contrajo susmúsculos, se arrodilló, juntó las manos ypidió perdón al señor Jefe de la policía.Su hija estaba enferma: de todos modosse hubiera muerto; él se ponía a susórdenes y le rogaba que no lo echase desu puesto. No tenía más que su mirilla.¿Qué le quedaría sin ella? No iba aprivarlo de unos cuantos mendigos que,además, ya casi no venían. Toda la casa

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lo adoraba. ¡Qué desgracia! ¡De haberlosabido! Nunca se imaginó que elprofesor tuviese a un Jefe de policía porhermano. ¡Lo hubiera esperado en laestación! Pero Dios sabe lo que hace.Con su permiso, se pondría en pie.

Quedó muy satisfecho con suhomenaje al caballero. Cuando estuvoen pie, le guiñó un ojo en señal deamistad. Georg permaneció rígido yserio. Pero de hecho le perdonó todo.Pfaff se comprometió a desempeñarpersonalmente todos los librosempeñados: mañana temprano. Tuvo querenunciar a su casa. En el otro extremode la ciudad, junto a la lechería deTeresa, le instalarían una tienda de

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animales. Ambos aprobaron la idea demudarse juntos. Pero ella puso suscondiciones: que no la pellizcara ni lepegara, y que le permitiese recibir alseñor hermano cuando éste lo deseara.Pfaff aceptó, muy halagado. Contra laprohibición de pellizcar tenía sus peros:él era solo un hombre, al fin y al cabo.Además de amarse, ambos secomprometían a vigilarse mutuamente.Si una de las partes se perdiera en lasinmediaciones de la calle de Ehrlich, laotra avisaría a París de inmediato. Ytanto la libertad como el negocio se lesacabarían implacablemente. A laprimera información él enviaría portelégrafo una orden de captura. El

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informante sería recompensado. Pfaffdijo que se cagaba en la calle de Ehrlichsi a cambio podía vivir entre canarios.Teresa se quejó:

—Oiga, ya está cagándose otra vez,qué tipo tan grosero.

Georg lo instó a expresarse comoconvenía a un gran hombre de negocios.Ya no era un pobre jubilado, sino unhombre hecho y derecho. Pfaff hubierapreferido dirigir un restaurante, o, mejoraún, actuar como Hércules en algúncirco y presentar pájaros amaestradosque canten o enmudezcan a una ordensuya. El Jefe de la policía lo autorizó aabrir un restaurante o un circo en casode que su negocio prosperase y él se

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comportara debidamente. Pero Teresadijo no: un circo es indecente. Unrestaurante sí. Decidieron repartirse eltrabajo. Ella dirigiría el restaurante, yél, el circo. Él sería el patrón; ella, lapatrona. El Jefe prometió enviarlesclientes y espectadores de París.

Esa misma tarde empezó Teresa alimpiar a fondo el apartamento. Nocontrató ayudantes; lo hizo todo solapara ahorrarle al señor hermano gastosinnecesarios. Por la noche puso sábanaslimpias en la cama del marido y se laofreció al señor hermano. Los hotelesestán cada día más caros. Ella no teníamiedo. Georg se disculpó por Peter: nopodía dejarlo solo. Pfaff se retiró por

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última vez a su cuartito: el último sueñosería su recuerdo más grato. Teresa sepasó toda la noche fregando.

Tres días después, el propietariohizo su entrada en el inmueble. Loprimero que miró fue el cuartito: estabavacío. En la pared, un desolado agujeroseñalaba el emplazamiento de la mirilla.Pfaff, el inventor, había arrancado suinvento para llevárselo. Arriba, labiblioteca estaba intacta, con las puertasabiertas de par en par. Peter dio variasvueltas frente al escritorio.

—Las alfombras no se hanmanchado —dijo sonriendo—. Situvieran manchas, las quemaría. Detestolas manchas. —De los cajones fue

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sacando manuscritos que amontonósobre el escritorio. Le leyó los títulos aGeorg—: ¡Hay trabajo para años, miestimado! Y ahora te enseñaré loslibros. —Entre continuos «mira aquí» y«¿qué crees que es esto?», entre miradasprotectoras y palabras de estímulo(cualquiera no domina una docena delenguas orientales), iba sacando librosque, poco antes, todavía estaban en elMonte de Piedad, y enumeraba suscaracterísticas a un hermano siempredispuesto a sorprenderse. La atmósferase transformó con misteriosa rapidez,cargándose de fechas y de referenciasbibliográficas. Las letras cobraron unsentido revolucionario. Cualquier

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hipótesis peligrosa era rechazada. Losfilólogos irreflexivos fuerondesenmascarados como monstruos que,envueltos en túnicas azules, debieran serexpuestos en las plazas al escarniopúblico. El azul fue definido como elmás ridículo de los colores, el color delos que carecen de sentido crítico, de lagente crédula y confiada. Un idiomarecién descubierto resultó ser conocidohacía tiempo, y su presunto descubridor,un verdadero asno. Contra él se alzaronexclamaciones airadas. Tras unaestancia de sólo tres años en aquel país,el hombre osaba presentar un librosobre el idioma vernáculo. La insolenciade los arribistas también suele ganar

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terreno en las esferas científicas. Laciencia debiera tener sus tribunales de laInquisición para juzgar a sus herejes. Nohace falta condenarlos a la hoguera en elacto. Sobre la autonomía legal del cleroen la Edad Media habría mucho quedecir. ¡Si los eruditos tuvieranactualmente las mismas garantías! Porcualquier delito mínimo y quizá hastanecesario, un erudito cuya labor fuerainestimable podía ser juzgado hoy díapor simples profanos.

Georg empezó a sentirse inseguro.No conocía ni la décima parte de loslibros comentados. Despreciaba esesaber que lo oprimía. Las ganas detrabajar de Peter aumentaron

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vertiginosamente, despertando en suhermano nostalgias de aquel sitio dondeél era también amo absoluto, como Peteren su biblioteca. Le dijo de pasada queera un nuevo Leibniz y aprovechóalgunas verdades para sustraerse a sucontrol aquella tarde: era precisocontratar a una criada inofensiva, llegara un acuerdo con el restaurante máscercano para que le prepararan cada díalas comidas, y depositar dinero en unbanco que el día primero de cada mes leenviase un giro a casa.

Se despidieron ya muy tarde.—¿Por qué no enciendes la luz? —

preguntó Georg. La biblioteca estabacasi a oscuras. Peter se rió con orgullo.

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—Aquí me oriento hasta en laoscuridad. —En cuanto estuvo en casa,se transformó en un hombre seguro de símismo y casi alegre.

—¡Te estropearás los ojos! —dijoGeorg y encendió la luz.

Peter le agradeció los serviciosprestados, que enumeró con hostilpedantería, y omitió el más importante:la expulsión de su mujer.

—¡No te escribiré! —concluyó.—Ya lo creo. ¡Con el trabajo que te

has impuesto!—No es por eso. Yo no escribo a

nadie por principio. Escribir cartas esimproductivo.

—Como quieras. ¡Si me necesitas,

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hazme un telegrama! Volveré a visitartedentro de seis meses.

—¿Para qué? ¡Yo no te necesito!En su voz había rabia. La separación

lo afectaba. Su aparente groseríaocultaba dolor.

En el tren, dio Georg libre curso asus pensamientos. No sería raro que mequisiera un poquito. Después de todo, lohe ayudado. Ahora tiene todoexactamente a su gusto. Ni una brisa lomolesta.

La lejanía de esa infernal bibliotecalo puso de buen humor. Ochocientoscreyentes lo aguardaban llenos deimpaciencia. El tren avanzaba muydespacio.

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El gallo rojo

Peter cerró el apartamento con llaveal salir su hermano. La puerta estabaasegurada por tres cerrojos complicadosy gruesas barras de hierro. Las sacudió:no se movió un solo clavo. La puertaentera parecía hecha de una sola piezade acero; uno se sentía en casa detrás deella. Las llaves encajaban aún en suscerraduras; la madera se veía un pocodeslucida, revelando sus asperezas altacto. La herrumbre ya era vieja en lasoscuras barras e impedía descubrir pordónde habían reparado la puerta. Pues elportero debió de hacerla añicos al entrar

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en el apartamento por la fuerza. Unpuntapié suyo y esas barras se hubierancurvado como tablas; ¡mentiroso el muycerdo!, mentía con puños y pies; sinduda forzó la entrada. Era un primero demes y al señor Pfaff no le llegó suregalito. «¡Algo le habrá pasado!», rugióantes de precipitarse, escaleras arriba, ala fuente de ingresos que súbitamente sele había agotado. En el camino magullóla escalera. La piedra gemía bajo suspuños calzados. Los vecinos seasomaron a las puertas de sus antros —todos eran subalternos en su casa—tapándose la nariz. «¡Apesta!», sequejaron. «¿Dónde?», preguntó él entono amenazador. «En la biblioteca».

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«No apesto nada», dijo él: ¡no sabía nisu propio idioma! Tenía una nariz gruesacon dos fosas gigantescas, pero elbigote, embadurnado, se le metía por lasfosas nasales de suerte que no olía sinoa pomada. Nunca olió el cadáver. Subigote era tieso como el hielo; se loalisaba cada día. Guardaba pomada rojaen cien tubos diferentes. Debajo de lacama, en su cuartito, tenía una colecciónde botes de crema con toda la gama derojos: rojo aquí, rojo allá, rojo acullá.Su misma cabeza era de un rojo-FUEGO.

Kien apagó la luz del vestíbulo.Bastaba con girar un conmutador paraquedarse a oscuras. Una luz tenue,

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proveniente de su estudio, se filtró porlas rendijas, rozándole el pantalónsuavemente. ¡Qué de pantalones habíavisto! Ya no existía la mirilla. El rufiánla había arrancado. La pared, ahora,estaba desierta. Mañana, un nuevo Pfaffse instalaría abajo y taparía el agujero.¡Si hubiera restañado a tiempo la herida!La servilleta quedó tiesa con la sangre.El agua de la jofaina se tino comodespués de un combate junto a las IslasCanarias. ¿Por qué se esconderían bajola cama? En la pared había espaciosuficiente. Cuatro jaulas listas. Peroellas contemplaban con desdén alpopulacho. Las ollas de carne sevaciaron. Y entonces llegaron nubes de

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codornices y el pueblo de Israel pudocomer. No quedó un pájaro vivo. Tienencuellos muy pequeños bajo el plumajeamarillo. ¡Quién lo diría! ¡Con esa voztan potente y ni se les ve la garganta!Cuando la encuentres, aprietas… y adióscanto a cuatro voces, la sangre brota portodas partes, una sangre espesa ycaliente, esos pájaros viven en un estadofebril permanente: sangre caliente, queARDE, los pantalones ARDEN.

Kien se sacudió sangre y luz de suspantalones. En vez de ir a su estudio, dedonde venía la luz, enfiló el pasillolargo y oscuro hasta la cocina. Sobre lamesa había un plato con pasteles. Frentea él, la silla había sido desplazada,

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como si alguien acabara de ocuparla. Laempujó bruscamente a un lado. Cogiólos bollos blandos y amarillos —parecían cadáveres de pájaros— y losguardó en la panera, que tenía aire decrematorio. Luego la escondió en elarmario de la cocina. Sobre la mesaquedó el plato solo, luminoso,blanquísimo: un cojín. Encima vio Lospantalones. Teresa lo había abierto. Sequedó en la página 20. Tenía sus guantespuestos. «Leo seis veces cada página».Intentó seducirlo. El sólo quería un vasode agua. Ella se lo sirve. «Estaré seismeses fuera». «¡Oiga, eso no se hace!».«Es necesario». «No lo permitiré». «Meiré de todos modos». «Entonces cerraré

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el piso con llave». «Yo tengo lasllaves». «Oiga, ¿dónde?». «¡Aquí!». «¿Ysi estallara un INCENDIO?».

Kien se dirigió al fregadero y abrióel grifo totalmente. El chorro golpeó contal violencia la pesada cubeta que casila quiebra. Pronto se llenó de agua. Eltorrente rebalsó e inundó el suelo,extinguiendo cualquier peligro. Kienvolvió a cerrar el grifo. Avanzó a saltossobre las baldosas y se deslizó al cuartocontiguo. Estaba vacío. Él le sonrió.Antes había aquí una cama y, pegada a lapared de enfrente, una maleta. En esacama dormía la bruja azul.

En la maleta ocultaba sus armas:faldas, faldas y más faldas. Rezaba cada

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día en un rincón, junto a la tabla deplanchar. En ella iba poniendo faldasarrugadas, que resurgían luegoalmidonadas. Más tarde se mudó a sucuarto con muebles y todo. Las paredesempalidecieron de alegría y desdeentonces siguen blancas. ¿Y qué apoyóTeresa contra ellas? ¡Sacos de harina,gruesos sacos de harina! Convirtió lahabitación en despensa por si llegabanlas vacas flacas. Del techo colgabanperniles ahumados. Por el suelo, erizadode terrones de azúcar, rodajas de panchocaban contra botes de mantequilla ycacharros repletos de leche. Y apoyadoscontra las paredes, sacos de harinaprotegían la ciudad contra un ataque

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enemigo. Había provisiones para toda laeternidad. Tranquilizada, se dejóencerrar confiada en sus llaves. Un buendía abrió la puerta. En la cocina no vioni una miga. ¿Y qué encontró en lapieza? Los sacos de harina eran puroagujero. En vez de jamones, sólocolgaban cuerdas. Las lecheras sehabían vaciado y los terrones de azúcarno eran sino papel azul. El suelo habíaabsorbido el pan, tapando todas susgrietas con la mantequilla. ¿Quién?¿Quién? ¡Las ratas! Las ratas aparecende improviso en casas que jamás habíanvisitado. Uno no sabe de dónde vienen,pero ahí están, devorando todo a supaso, esas benditas ratas que no dejan

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sino pilas de periódicos para mujereshambrientas. Los periódicos no lesgustan. Las ratas odian la celulosa. Semanejan muy bien en la oscuridad, perono son termitas. Las termitas atacan lamadera y los libros. Una orgía en untermitero. INCENDIO EN LABIBLIOTECA.

Tan pronto como se lo permitió subrazo, cogió Kien uno de los periódicos.No tuvo que inclinarse mucho: el montónle llegaba hasta la rodilla. Lo empujó aun lado bruscamente. Frente a laventana, el suelo aparecía cubierto, atodo lo ancho, por periódicos. Duranteaños había almacenado allí los diariosviejos. Se asomó por la ventana. El

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patio, abajo, estaba a oscuras. La luz delas estrellas se filtraba hasta él. Mas noera suficiente para leer el periódico. Talvez lo sostenía demasiado lejos. Se loacercó a los ojos. Su nariz rozó el papely aspiró, entre ávida y medrosa, el olora petróleo. El papel tembló y crujió. Elviento que lo curvó salía de sus fosasnasales. Sus uñas se clavaron en la hoja.Pero sus ojos buscaron un titular que porsus dimensiones resultase legible. Siencontraba alguno, leería el periódico ala luz de las estrellas. Lo primero quedistinguió fue una gran C. Se trataba,pues, de un crimen. En efecto, la letrasiguiente era una R. El titular, en gruesoscaracteres negros, ocupaba la sexta

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parte de la página. ¡Con que asímagnificaban su proeza! Era el tema deconversación de toda la ciudad: ¡él, queamaba la paz y la soledad! Y ̂a Georgle llegaría un ejemplar antes de quecruzara la frontera. Él también seenteraría del asesinato. Si hubiera unacensura erudita, media página estaría enblanco. Y la gente ya no leería tantotexto azul en la parte inferior. Elsegundo titular empezaba con una I,seguida a su vez por una N: INCENDIO.El crimen y las llamas asolaban losdiarios, el país y los espíritus, a los quenada interesaba tanto. Si al crimen nosucedía algún incendio, el placer eraincompleto. Ellos mismos prenderían

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fuego. Para matar les faltaba valor, erancobardes. Nadie debiera leer diarios;así perecerían todos, víctimas del boicotgeneral.

Kien tiró el periódico sobre elmontón. Tendrá que rescindir su abono adicho diario, cuanto antes. Abandonó lahorrible pieza. Pero si es de noche, dijoen voz alta en el pasillo. ¿Cómorescindirlo ahora? Para seguir leyendo,sacó su reloj. No le ofrecía sino unaesfera. Imposible descifrar la hora. ElCRIMEN y el INCENDIO eran menosreacios. En la biblioteca había luz.Ardía en deseos de saber la hora. Entróen su estudio.

Eran las once en punto. Pero no oyó

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campana alguna. Aquella vez era de día.Al frente, la iglesia amarilla. En laplazoleta, la gente iba y venía sin parar.El enano jorobado se llamaba Fischerle.Sus berridos ablandaban piedras. Losadoquines daban saltos y más saltos. Uncordón policial rodeaba elTheresianum. Un Mayor dirigía lasoperaciones. Lleva la orden de capturaen su bolsillo. El enano se la habíavisto. Los enemigos se apostaron bajo laescalera. Arriba, el Cerdo seguía enfunciones. ¡Libros indefensos a mercedde bestias sin escrúpulos! El Cerdopreparaba un libro de cocina con cientotres recetas. Decían que su vientre eraangular. ¿Y por qué era Kien un asesino?

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Por ayudar a aquellos pobresdesvalidos. Pues antes de oír hablar delcadáver, la policía dio la orden decaptura. ¡Todo ese despliegue de fuerzascontra él! Hombres a pie y a caballo.Revólveres por estrenar, carabinas,ametralladoras, alambre de púas ycoches blindados… ¡pero contra él todoes inútil! Si quieren colgarlo, que locojan antes. Él y su fiel enano seescapan por entre las piernas, en buscade rosas. Ya le pisan los talones, ya oyesus bufidos y resoplidos, ya el mastínquiere lanzársele al cuello. Pero ¡ay!,estos son males menores. En el sextopiso del Theresianum las bestias se danlas buenas noches. Tienen millares de

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libros ilegalmente detenidos; decenas demiles, contra su voluntad, inocentes,¿qué pueden hacer los pobres contra elCerdo, sin contacto con tierra firme,aislados en un desván que ARDE afuego lento, hambrientos, condenados,condenados a ser pasto de lasLLAMAS?

Kien oyó gritos de auxilio.Desesperado, tironeó el cordón de laclaraboya y los batientes se abrieronbruscamente sobre su cabeza. Aguzó eloído. Los gritos de auxilio seintensificaron. Desconfiaba de ellos.Corrió al cuarto contiguo y tiróasimismo del cordón. Ahí se oían menosfuerte. En la tercera habitación

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resonaron estruendosamente, en la cuartaapenas los oyó. Volvió corriendo alprimer cuarto. Siguió corriendo yescuchando. Los gritos de auxiliollegaban y se alejaban por oleadas. Setapó y se destapó rápidamente los oídoscon las manos, varias veces.¡Exactamente lo que oía allá arriba!¡Ah!, sus orejas lo desorientaban.Arrastró la escalera, pese a laresistencia de la corredera, hasta elcentro del estudio, y se trepó al peldañomás alto. Su tronco sobrepasaba eltecho. Se apoyó en los cristales. Yentonces escuchó los alaridos: eran loslibros que gritaban. En dirección alTheresianum divisó una luz rojiza y

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vacilante que avanzaba por la oquedadnegra del cielo. En su nariz sintió olor apetróleo: ¡Resplandor de incendio,griterío, mal olor: el TheresianumARDÍA!

Deslumbrado, cerró los ojos einclinó su cráneo incandescente. Unasgotas le estallaron en la nuca: estaballoviendo. Echó atrás la cabeza,ofreciéndole su cara a la lluvia. ¡Quéfría estaba, esa agua tan extraña! Hastalas nubes se apiadaron. Tal vez ellasapagaran el incendio. De pronto sintióun golpe helado en los párpados. Leentró frío. Alguien lo pellizcó. Se quedóen cueros. Le registraron todos losbolsillos. Sólo le dejaron la camisa

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puesta. Se vio a sí mismo en un espejito.Era flaquísimo. A su alrededor crecíanfrutos rojos, gruesos e hinchados. Entreellos vio al portero. El cadáver intentóhablar. Él no lo escuchó. Todo el tiempodecía «¡oiga!». Él se tapó los oídos.Ella dio palmaditas en su falda azul. Élle volvió la espalda, quedando frente aun uniforme sin nariz. «¿Su nombre?»«Dr. Peter Kien». «¿Profesión?». «Elmayor sinólogo vivo». «¡Imposible!».«¡Se lo juro!». «¡Es un perjuro!».«¡No!». «¡Asesino!». «Estoy en mi sanojuicio. Lo confieso. Con plenaconciencia. Yo la maté. No crea queestoy loco. Mi hermano lo sabe. ¡No lehaga nada! Es un hombre famoso. Yo le

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mentí». «¿Dónde está el dinero?».«¿Dinero?». «Usted ha robado». «¡Nosoy ningún ladrón!». «¡Ladrón yasesino!». «¡Asesino!». «¡Ladrón yasesino!». «¡Asesino, asesino!». «¡Estáusted detenido. Se quedará aquí!».«Pero mi hermano va a venir. ¡Déjemeen libertad hasta entonces! ¡Que no seentere! ¡Se lo ruego!». El portero dio unpaso adelante, todavía es amigo suyo yle consigue varios días de libertad. Selo lleva a su casa y lo vigila: no lo dejasalir del cuartito. Y ahí lo encontróGeorg, en la miseria, pero no comoasesino. Ahora está en el tren de nuevo,¿por qué no se quedaría? ¡Lo habríaayudado ante el tribunal! Los asesinos

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tienen que entregarse, sin duda. Pero élno quiere. Se quedará allí, vigilando elTheresianum en llamas.

Levantó lentamente los párpados. Lalluvia había cesado. El resplandorrojizo había desaparecido. ¡Al finllegaron los bomberos! El cielo ya no sequejaba. Kien bajó de la escalera. Losgritos de auxilio habían enmudecido entodas las habitaciones. Para noperdérselos, en caso de que volvieran,dejó las claraboyas abiertas. En mediode la habitación, la escalera espera lista.Lo ayudaría a huir si las cosasempeoraban. ¿Huir adonde? AlTheresianum. El Cerdo yacía bajo lasvigas, carbonizado. Allí, perdido entre

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la multitud, podría él hacer muchísimo.¡Sal de la casa! ¡Cuidado! Cochesblindados patrullan las calles. Infantería,caballería y tropas motorizadas. Creenhaber dado con él. La cólera de Dios losaniquilará, y él, el asesino, lograráescaparse. Pero antes borrará sushuellas.

Se arrodilla frente al escritorio ydesliza su mano por la alfombra. Allíestuvo el cadáver. ¿Se verá aún lasangre? No se ve nada. Introduce susdedos en las fosas nasales y sólo sienteun leve olor a polvo. Ni rastros desangre. Hay que mirar más de cerca. Laluz es mala, viene de muy alto. Elcordón de la lámpara era demasiado

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corto. Sobre el escritorio hay fósforos.Enciende seis de golpe, seis meses, y seecha boca abajo en la alfombra,iluminándola desde muy cerca por si aúnhubiera restos de sangre. Las rayas rojasforman parte del dibujo. Siempre hanestado ahí. Hay que borrarlas. Lapolicía creerá que es sangre. Hay quequemarlas. Apaga los fósforos contra laalfombra y los tira. Vuelve a encenderseis más, los desliza sobre una de lasrayas rojas y los hunde suavemente enella. Van dejando una huella parduzcatras de sí. Pronto se apagan. Enciendeotros. Consume una caja entera. Laalfombra permanece fría. Vacubriéndose de rayas parduzcas. Aquí y

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allá ve restos incandescentes. Ahora nohabrá pruebas contra él. ¡Ah! ¿Por quéhabrá confesado? ¡Y ante trece testigos!El cadáver estaba presente, y el GatoRojo, que ve de noche. Ladrón y asesinocon mujer e hijo. Alguien llama. Lapolicía está en la puerta. Alguien llama.

Kien no abre. Se tapa las orejas. Seesconde detrás de un libro que hay sobreel escritorio. Intenta leerlo. Las letrasbailan enloquecidas. Imposible descifraruna palabra. ¡Calma, por favor! Ve unallama incandescente ante sus ojos.Consecuencia del pánico que le produjoel incendio, ¿quién no se asustaría? Si elTberesianum arde, miles y miles delibros serán pasto de las llamas. Está de

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pie. ¿Cómo quieres leer así? El libroestá muy bajo. ¡Siéntate! Se sienta. ¡Enel banquillo! ¡No! Su casa, su escritorio,su biblioteca: aquí todos lo apoyan.Nada se ha quemado. Puede leer cuandoquiera. ¡Pero si el libro no está abierto!Se olvidó de abrirlo. Merece que lepeguen por idiota. Lo abre. Le da unmanotazo. El reloj da las once. ¡Ya tetengo! ¡Lee! ¡Déjalo! ¡No! ¡Cógelo! ¡Ay!De la primera línea se desprende unaletra y le da un golpe en la oreja. ¡Puroplomo! ¡Duele! ¡Dale! ¡Dale! ¡Otro!¡Otro! Una nota al pie de página lo atacaa puntapiés. Le da y le da hasta hacerlotambalear. Líneas y páginas enteras seabalanzan sobre él. Lo sacuden, le

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pegan, lo empujan y lo pelotean. Sangre.¡Dejadme! ¡Maldita gentuza! ¡Socorro!¡Georg! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Georg!

Pero Georg se había ido. Peter dioun salto. Cogió el libro con todas susfuerzas y lo cerró de golpe. ¡Ya está!¡Todas las letras presas! Nunca más lasdejaría libres. ¡Nunca! Él sí es libre.

Está de pie, solo. Georg ya se fue. Éllo había engañado. ¿Qué puede saberdel crimen? Un psiquiatra. Un pobreidiota. Un alma abierta a todo. Muchaamplitud de miras, pero amigo derobarse libros. Estará deseando sumuerte para quedarse con la biblioteca.No lo conseguirá. ¡Paciencia! «¿Quéquieres hacer arriba?». «Echar una

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mirada». «Una robada, querrás decir».Pues no te pesaría. Zapatero a tuszapatos. Y dijo que volvería. En seismeses. A ver si tiene más suerte. ¿Untestamento? No hace falta. El únicoheredero se lleva lo que quiere. Trenespecial a París. La Biblioteca Kien.¿Su fundador? ¡El psiquiatra GeorgesKien! Por supuesto, ¿quién, si no? ¿Y suhermano, el sinólogo? Error, no es suhermano pese al apellido; unacasualidad, un asesino, el asesino de suesposa, CRIMEN E INCENDIO entodos los periódicos, condenado acadena perpetua… a cadena perpetua…muerte perpetua… danza de la muerte…becerro de oro… un millón de

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herencia… quien no arriesga, no gana…pena… despedida… no… unidos…unidos hasta la muerte… EN LAHOGUERA… urgencia… URGENCIADE FUEGO… juego… JUEGO CONFUEGO… FUEGO, FUEGO, FUEGO.

Kien coge el libro del escritorio yamenaza a su hermano con él. Quiererobarle. Todos buscan testamentos,todos cuentan con la muerte de unpariente. Siempre hay un hermanodispuesto a morir, el mundo es unacueva de ladrones, de hombres quedevoran y que roban libros. Y todosquieren su parte, todos se van, ningunoespera. Antes se quemaban los bienesjunto con el muerto, no había

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testamentos y sólo quemaban los huesos.Las letras se agitan en el libro. Estánpresas, sin poder salir. Lo golpearonhasta hacerlo sangrar.

Él las amenaza con la hoguera. ¡Asípiensa vengarse de sus enemigos! Matóa su mujer, el Cerdo yace carbonizado,Georg no verá un solo libro… y lapolicía no lo cogerá. Impotentes, lasletras golpean intentando escapar.Afuera, la policía llama a la puerta.«¡Abra!». «¡Cabra!». «¡En nombre de laLey!». «¡Buey!». «¡Abra la puerta!».«¡Tuerta!». «¡Dese prisa!». «¡Risa!».«¡Abra o disparamos!». «¡Ramos!». «¡Elhumo lo hará salir!». «¡Fakir!». Quierenderribar su puerta. Pero no les será

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fácil. Su puerta es sólida y ardiente.¡Pum, pum, pum! Los golpes arrecian.Llegan hasta él. Su puerta, revestida dehierro. ¿Y si el óxido lo ha corroído?Ningún metal es sempiterno. ¡Pum!¡Pum! Cerdos que intentan derribar lapuerta con sus vientres angulosos. Lamadera se astillará, no cabe duda. Se vetan vieja y deslucida. Han ocupado lastrincheras enemigas. ¡Atrincherarse!¡Hup-hup-rrá! ¡Hup-hup-rrá! El timbre.A las once doblan las campanas. ElTheresianum. La joroba. Los narigonesse retiran. ¿O acaso no tengo razón? ¡Hup-rrá! ¿O acaso no tengo razón? ¡Hup-rrá!

Los libros van cayendo al suelo

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desde los estantes. Kien los recoge consus largos brazos. Muy suavemente, paraque no lo oigan desde afuera, trasladapila tras pila al vestíbulo y vaamontonándolas contra la puerta dehierro. Mientras el salvaje ruido ledestroza el cerebro, construye con suslibros un sólido parapeto. El vestíbulose va llenando de volúmenes. Por últimorecurre a la escalera. En poco tiempollega al techo. En el estudio, losanaqueles lo amenazan con sus faucesabiertas. La alfombra empieza a arderfrente al escritorio. Se dirige al cuartitodel fondo, junto a la cocina, y saca todoslos diarios viejos. Va separando hojapor hoja, las arruga, apelotonándolas, y

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las tira a los rincones. Instala la escaleraen el centro de la pieza, donde antesestaba. Se sube al sexto peldaño, vigilael fuego y aguarda.

Cuando por fin las llamas loalcanzaron, se echó a reír a carcajadascomo jamás en su vida había reído.

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El primer libro: Autode fe

Ensayo extraído del librode Elias Canetti Das

Gewissen der Worte, CariHanser Verlag, 1973.

El título desorienta, pues dentro delo que había de ser mi primer libro,estaba pensado como uno de un total deocho, proyectados todos a la vez durante

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un año: entre el otoño de 1929 y elOtoño de 1930. El manuscrito de laprimera de estas novelas, en la quedespués me concentré y que concluí alcabo de otro año, llevaba el título deKant se incendia. Bajo este título laguardé en casa por espacio de cuatroaños, en versión manuscrita, y sólocuando estuvo a punto de aparecer, en1935, le di el título que desde entonceslleva: Die Blendung (Elencandilamiento)*. * En sus versionesen inglés, francés y, ahora, castellano,Auto de fe. (N. del E.)

El personaje principal de este libro,conocido hoy como Kien, era designadoen los primeros esbozos con una B.,

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abreviatura de Büchermensch (hombre-libro). Pues así, como un hombre-libro,lo tenía ante mis ojos, a tal punto que surelación con los libros era mucho másimportante que él mismo. El componersede libros era entonces su único atributo,y no tenía ningún otro. Cuando por finme puse a escribir su historia en formacoherente, le di el nombre de Brand(Incendio). En este nombre estabacontenido su final: tenía que acabar enun incendio. Mientras yo ignoraba aúncómo iría progresando la novela, unacosa era segura ya desde el comienzo: élse prendería fuego junto con sus libros yardería con su biblioteca en el incendioque provocase; por eso se llamaba

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Brand. Así pues, sus dos nombresanteriores, Büchermensch y Brand,fueron desde el comienzo el único datoseguro sobre su persona.

Aunque también había otra cosasegura, y es algo que habría quecalificar de decisivo para el libro: lacontrafigura de la limitada ama dellaves, Teresa. Su modelo era tan realcomo irreal era el propio hombre-libro.En abril de 1927 había yo alquilado unahabitación en las afueras de Viena, sobreuna colina que dominaba Hacking, en laHagenberggasse. Ya había vivido antesen cuartos de estudiantes dentro de laciudad y, por variar, decidí vivir fuera.El zoológico de Lainz con sus viejos

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árboles me atraía, y el anuncio de unahabitación situada muy cerca del murodel zoológico me saltó a la vista. Fui aver el cuarto; la dueña me abrió y mecondujo al segundo piso, que no teníasino esta habitación. Ella misma vivíacon su familia en la planta baja. Quedéentusiasmado con la vista: por encimade un campo deportivo se veían losárboles del gran jardín arzobispal y, alotro lado del valle, en lo alto de lacolina opuesta, distinguíase la ciudad delos locos, Steinhof, circundada por unmuro. Tomé mi decisión al instante:tenía que instalarme en ese cuarto; asíque, junto a la ventana abierta, discutílos detalles con la dueña. Su falda le

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llegaba hasta el suelo, tenía la cabezaladeada y, de rato en rato, la echaba alotro lado. La primera parrafada que melanzó se encuentra, transcritaliteralmente, en el tercer capítulo deAuto de fe: sobre la juventud actual y laspatatas, que ya cuestan el doble. Fue unamonserga bastante larga, y tanto meirritó que la memoricé en seguida. Sibien es cierto que, en los años quesiguieron, volví a escucharla a menudo ycon las mismas palabras, ya no hubierapodido olvidarla tras ese primerencuentro.

En el curso de esta primera visitapuse como condición que mi amigapudiera visitarme. La dueña insistió en

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que fuera siempre la misma «señoritanovia». La indignación con que lerespondí que tenía sólo una, latranquilizó. Y que también tenía muchoslibros, le dije. «¡Pero oiga!», replicó,«eso es normal en un señoritoestudiante». Más dificultades tuve conmi exigencia final: poder colgar loscuadros que siempre llevaba conmigo. Yella dijo: «¡Ay, mi empapelado tanbonito! ¿Tiene usted que usarchinchetas?». Y yo, implacable, que sí.Llevaba varios años viviendo entregrandes reproducciones de los frescosde la Capilla Sixtina, y mi dependenciade los profetas y sibilas de MiguelÁngel era tan fuerte que no los hubiera

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sacrificado ni siquiera por aquel cuarto.Ella advirtió mi tenacidad y cedió demala gana.

A aquella habitación, en la que vivíseis años, no le debo sólo la figura deTeresa. La perspectiva cotidiana sobreSteinhof, donde vivían 6000 locos, fuepara mí un aguijón. Estoy absolutamenteseguro de que, sin aquel cuarto, jamáshubiera escrito Auto de fe.

Pero aún faltaba mucho: yo era porentonces un estudiante de química queiba diariamente al laboratorio ydedicaba sólo las tardes a escribir.Tampoco quisiera dar la falsa impresiónde que el personaje de Teresa, quesurgiría sólo tres años y medio más

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tarde, tuviese más rasgos en común conmi casera que la manera de hablar ycierta similitud exterior. Era unaempleada de correos jubilada —sumarido también había trabajado encorreos—, y con ellos vivían dos hijos,ya grandes. Sólo el primer discurso deTeresa está calcado de la realidad; todoel resto es pura y simple invención.

Pocos meses después de miinstalación en el nuevo cuarto, ocurrióalgo que incidiría profundamente en mivida ulterior, pero también en lacomposición de Auto de fe. Fue uno deaquellos sucesos públicos, nodemasiado frecuentes, que tantoconmueven a una ciudad que deja de ser

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la misma.Por la mañana del 15 de julio de

1927 no estaba yo, como siempre, en elInstituto Químico de laWähringerstrasse, sino que me quedé enmi casa. En el Café de Ober-St. Veit leílos diarios de la mañana. Aún siento laindignación que me acometió cuandocogí el Reichspost y vi un titulargigantesco: «Un juicio justo». EnBurgenland había habido tiroteos yvarios obreros resultaron muertos. Eltribunal había absuelto a los asesinos, yese veredicto era calificado por elórgano del Partido gubernamental como«juicio justo»; ¡qué digo calificado:pregonado! Este escarnio a cualquier

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sentimiento de justicia, más aún que elveredicto mismo, fue lo que provocó unairritación atroz en la clase obreravienesa. En filas cerradas, los obrerosse dirigieron, desde todos los barrios deViena, hasta el Palacio de Justicia, cuyosimple nombre personificaba para ellosla injusticia. Hasta qué punto fue unareacción totalmente espontánea pudecomprobarlo personalmente. Bajérápidamente en mi bicicleta hasta laciudad y me uní a una de estas filas.

La clase obrera, en generaldisciplinada, que confiaba en sus líderessocialdemócratas y estaba contenta deque el Ayuntamiento de Viena fueseejemplarmente administrado por ellos,

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actuó aquel día sin sus líderes. Cuandoprendió fuego al Palacio de Justicia, elalcalde Seitz, con el brazo derecho enalto, le salió al encuentro en uno de loscoches de bomberos. Su gesto no tuvoefecto alguno: el Palacio de Justiciaardió. La policía recibió orden dedisparar y hubo noventa muertos.

Han transcurrido 46 años y laemoción de aquel día aún persiste enmis huesos. Es lo más próximo a unarevolución que me ha tocado sentir encarne propia. Cien páginas no bastaríanpara describir lo que vi. Desde entoncessupe perfectamente que nunca me haríafalta leer una palabra más sobre elasalto a la Bastilla: me convertí en parte

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integrante de la masa, diluyéndomecompletamente en ella, y no opuse lamenor resistencia a cuanto emprendía.Me asombra que, pese a hallarme en eseestado, fuera capaz de captar todas lasescenas concretas que iban desfilando,una por una, ante mis ojos. Quisieramencionar aquí una en particular.

En una calle lateral, no muy lejos delPalacio de Justicia en llamas, aunque síalgo apartada, había un hombre que,distanciándose muy claramente de lamasa y con los brazos en alto,palmeteaba, desesperado, sobre sucabeza, sin dejar de gritar en tonolastimero. «¡Las actas se queman!¡Todas las actas!». «¡Por suerte no son

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hombres!», le dije yo, pero mis palabrasno le interesaron: sólo tenía en mente lasactas. Pensé que tal vez tuviera algo quever con esas actas, que quizá trabajaseen el Archivo. Era inconsolable y, pesea la situación, lo encontré divertido.Pero al mismo tiempo me irritó. «¡Hanmatado gente a tiros!», le dije furibundo,«¡y usted habla de las actas!». El memiró como si yo no existiera y repitió,entre lamentos: «¡Las actas se queman!¡Todas las actas!». Aunque se habíapuesto a un lado, su situación no dejabade ser peligrosa: su lamento eraperceptible, y yo mismo lo había oído.

Pocos años más tarde, cuandoesbocé la «Comedie Humaine de la

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locura», le puse a B., el ratón debiblioteca, el nombre de Brand. Porentonces no era yo consciente de que sunombre y su destino surgieron aquel 15de julio; reconocer esa vinculación mehubiera resultado, sin duda, muy penoso,y quizá hubiera desechado todo el plan.En cualquier caso, el apellido Brandempezó a oprimirme mientras redactabala novela. Sucedieron tantas cosasentretanto, y el final, en el que aún nocabía ni pensar, parecía excesivamenteprefigurado en ese apellido. Se locambié, pues, por el de Kant, y éste fueel que llevó, ininterrumpidamente, pormás tiempo. En agosto de 1931, cuatroaños después de aquel 15 de julio, Kant

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prendió fuego a su biblioteca ysucumbió en el incendio.

Pero esta fue una consecuenciatardía e imprevista del 15 de julio. Sialguien me hubiera predicho entoncesuna repercusión literaria de este tipo, lohubiera hecho pedazos. Ya queinmediatamente después, en esos días deprofundo abatimiento en que eraimposible pensar en otra cosa —lossucesos que yo había presenciadoregresaban constantemente a mimemoria, persiguiéndome, noche trasnoche, hasta en los sueños—, sólo habíauna vinculación legítima con laliteratura, y esta era Karl Kraus. Miidolátrica veneración por él alcanzó

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entonces su cota máxima. Aquella vezfue un sentimiento de gratitud por unacto público muy concreto, y no sabríadecir a quién más hubiera podido tanintensamente agradecerle algo. Bajo elimpacto de la matanza de aquel día, élhizo pegar, en toda Viena, carteles en losque exigía la «dimisión» del Jefe de lapolicía, Johann Schober, responsable dela orden de disparar y de los noventamuertos. Kraus lo hizo solo, fue la únicapersonalidad pública que lo hizo, ymientras las demás celebridades, quenunca han escaseado en Viena, noquisieron exponerse ni, quizás, quedaren ridículo, sólo él encontró el valornecesario para elevar su protesta. Sus

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carteles fueron lo único que a uno lomantuvo en pie aquellos días. Yo iba deuno al otro, deteniéndome ante todos, ytenía la impresión de que toda la justiciade esta tierra estaba condensada en sunombre.

El año que siguió a este sucesoestuvo totalmente dominado por él.Hasta muy entrado el verano de 1928,mis pensamientos no giraron en torno aotra cosa. Estaba más decidido quenunca a explorar lo que era en realidadaquella masa que me había subyugadointerior y exteriormente. Proseguí enapariencia los estudios de química yempecé a trabajar en la tesis doctoral,pero la tarea que me imponían era tan

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poco interesante que apenas si rozabaepidérmicamente mi espíritu.Aprovechaba, pues, cualquier momentolibre para estudiar las cosas querealmente me importaban. Por loscaminos más variados, y aparentementemás distantes, intenté aproximarme a mipropia experiencia de la masa. Labusqué en la historia, pero en la historiade todas las culturas. Cada vez mefascinaban más la historia y la filosofíaantigua de la China. Con los griegos yahabía empezado mucho antes, en miépoca de Frankfurt; esta vez me sumergía fondo en los historiadores antiguos,muy especialmente en Tucídides, y en lafilosofía de los presocráticos. Era

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comprensible que estudiase lasrevoluciones —la inglesa, la francesa yla rusa—, pero también comencé a verla importancia de las masas en lasreligiones, y mi afán de conocer todaslas religiones, que jamás me haabandonado desde entonces, se inició enaquella época. Leí a Darwin con laesperanza de encontrar en sus escritosalgo sobre las formaciones de masaentre los animales, y leí también, muy afondo, libros sobre los Estados de losinsectos. Debía dormir muy poco porentonces, pues me pasaba noches enterasleyendo. Escribí algunas cosas e intentéesbozar varios estudios. Todos erantrabajos de exploración previos al libro

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sobre la masa, pero ahora que loobservo desde la perspectiva de lanovela, veo cuántas huellas dejaronestos vastos y apasionados estudios enAuto de fe, que surgió pocos años mástarde.

En el verano de 1928 fui por vezprimera a Berlín, y éste fue el siguienteacontecimiento decisivo. WielandHerzfelde, fundador de la editorialMalik, buscaba un joven que pudieraayudarlo a preparar un libro, y supo demí por intermedio de una amiga. Meinvitó a ir a Berlín, durante lasvacaciones universitarias, a vivir en sucasa y a trabajar allí. Me recibió congran cordialidad y no me hizo sentir mi

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inexperiencia ni mi ignorancia. Y así, depronto, me vi inmerso en uno de losnúcleos de la vida intelectual berlinesa.Me llevaba a todas partes y pudeconocer a sus amigos y a muchísimaspersonas más, a veces —como dondeSchlichter o Schwanecke— a unadocena de golpe. Sólo nombraré a lostres que más me interesaron: GeorgeGrosz era uno de ellos (yo eraadmirador de sus dibujos desde misaños de colegial en Frankfurt); otro,Isaak Babel, cuyos dos libros había yoleído muy poco antes (de todos loslibros de la literatura rusa moderna eranlos que más profunda impresión medejaron); y Brecht, del que sólo conocía

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unos cuantos poemas, pero de quien sehablaba tanto que su nombre despertabacuriosidad, el tercero (además, era unode los pocos escritores jóvenesreconocidos por Karl Kraus). Grosz meregaló su carpeta del Ecce-Homo, queestaba prohibida; Babel me llevaba atodas partes, y en particular a casa deAschinger, que era donde más a gusto sesentía. Yo estaba maravillado por lasinceridad de ambos, que hablabanconmigo sobre cualquier cosa. Brecht,que advirtió al punto mi ingenuidad y alque —comprensiblemente— crispabami «altura espiritual», intentabadesconcertarme con observacionescínicas sobre su persona. Nunca pude

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verlo sin que me dijera cosas chocantessobre sí mismo. Yo sentía que Babel, aquien difícilmente hubiera podidoaportarle algo, me quería justamente pormi inocencia, que provocaba loscinismos de Brecht. Grosz, que habíaleído poco, disfrutaba preguntándomepor libros y, sin ningún tipo decumplidos, se hacía recomendar todaslas lecturas posibles.

Sobre aquella época berlinesahabría infinidad de cosas que decir, yahora, en realidad, no estoy diciendonada. Lo único que quisiera mencionaraquí es la vida, diametralmente opuesta,que llevaba en Viena. En Viena noconocía yo a ningún escritor y vivía

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solo; como todos habían sidocondenados por Karl Kraus, tampoco mehubiera interesado conocer a nadie.Sobre Musil y Broch nada sabía porentonces. Muchas de las cosas —casi lamayoría— que tenían éxito en Viena,valían en realidad muy poco; y sóloahora sabemos cuánta cosa importantesurgió en aquellos años, casi a espaldasde la opinión pública, marginada ydespreciada por ésta, como las obras deBerg y Webern, por ejemplo.

Y de pronto me encontré en Berlín,donde todo era público, donde lo nuevoy lo interesante era también lo famoso.Sólo me movía entre esas personas quese conocían todas y llevaban una vida

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intensa y acelerada. Visitaban losmismos locales, hablaban unos de otrossin ningún temor, se amaban y odiabanpúblicamente y su idiosincrasia quedabade manifiesto ya en las primeras frases:era como si fuesen a embestirlo a unocon toda su persona. Jamás había vistoyo semejante cantidad de seres humanostan articulados y, al mismo tiempo, tanpeculiares y diferenciables entre sí. Eraun juego de niños descubrir en el actolos talentos de la gente que, a diferenciade lo que ocurría en Viena, allí noescaseaban precisamente. Yo era presade la agitación más expansiva y, almismo tiempo, estaba asustado. Meocurrieron tantas cosas que,

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lógicamente, quedé desconcertado. Peroestaba decidido a no dejarme confundir,y esta negativa a caer en una confusióninevitable tuvo penosas consecuencias.

Lo más difícil para un joven puritano—y yo seguía siéndolo debido a lascircunstancias particulares de mis añosmozos—, era la durísima sexualidad. Vimuchas cosas que siempre habíaaborrecido y que se le presentaban a unoincesantemente: eran parte integrante dela vida berlinesa de entonces. Todo eraposible, todo sucedía; la Viena deFreud, en la que se hablaba de tantascosas, resultaba de una inocuaverbosidad comparada con Berlín.Nunca había tenido antes la impresión

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de estar tan cerca del mundo entero encada una de sus zonas; y aquel mundo,que no logré dominar en tres meses, meparecía un mundo de alienados.

Tanto me fascinó que me sentí muyinfeliz de tener que regresar a Viena enoctubre. Todo, en mi interior, yacíainforme y entreverado, como en unovillo monstruoso. En el inviernoconcluí mis estudios y aprobé losexámenes en primavera. Actuaba unpoco sin saber muy bien lo que hacía,pues por debajo estaba aquel nuevocaos, que no lograba adormecer. Habíaprometido a mis amigos que, en elverano de 1929, volvería a Berlín. Lasegunda estancia, que volvió a durar

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aproximadamente tres meses, fue unpoco menos febril. Vivía solo y meobligué a llevar una vida más tranquila.Volví a ver a mucha gente, pero no atodos. Iba a otros barrios de Berlín,entraba solo en las tabernas y pudeconocer a otro tipo de gente, obrerossobre todo, pero también burgueses ypequeño-burgueses, que eran pequeñosartistas o intelectuales. Me reservabatiempo y fui anotando muchas cosas.

Cuando volví a Viena aquel otoño,el ovillo amorfo comenzó adesenredarse. Con la química habíaterminado para siempre: ya sólodeseaba escribir. Me había aseguradomi subsistencia con algunos libros de

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Upton Sinclair que debía traducir parala editorial Malik. Era un hombre libre,y proseguí los múltiples estudios que meinteresaban y que había ya iniciado antesde ir a Berlín: justamente los trabajosprevios al libro sobre la masa[2].

Pero lo que más me inquietaba a miregreso de Berlín, lo que no meabandonaba, eran las personalidadesextremas y obsesionadas que allí habíaconocido. En Viena volví a vivir solo enla habitación de la que ya he hablado.No veía a casi nadie, y ante mí, sobre lacolina de enfrente, tenía la ciudad de loslocos: Steinhof.

Un día se me ocurrió que el mundono podía ya ser recreado como en las

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novelas de antes, es decir, desde laperspectiva de un escritor; el mundoestaba desintegrado, y sólo si se tenía elvalor de mostrarlo en su desintegración,era posible ofrecer de él alguna imagenverosímil. Sin embargo, esto nosignificaba que fuera preciso escribir unlibro caótico, en el que no hubiera nadainteligible; por el contrario, había queinventar, con una consecuencia extrema,individuos también extremos —comolos que, en definitiva, integraban elmundo—, y yuxtaponer a estosindividuos-límite, dentro de sudisparidad. Concebí, pues, aquelproyecto de una «Comedie Humaine dela locura», y esbocé ocho novelas

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centradas, cada una, en torno a unafigura al borde de la locura: cadapersonaje de estos era distinto de losotros hasta en su lenguaje y en suspensamientos más recónditos. Lo queuno de ellos experimentaba era denaturaleza tal que ninguno de los otroshubiera podido experimentarlo. Nadapodía ser intercambiable, y nada debíaentremezclarse. Me dije que construiríaocho reflectores con los que, desdefuera, iba a iluminar el mundo. Pasé unaño entero escribiendoindiscriminadamente sobre estos ochopersonajes, según los que me atrajeranmás en el momento. Había entre ellos unfanático religioso, un soñador técnico

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que sólo vivía haciendo planescósmicos, un coleccionista, un poseídopor la verdad, un despilfarrador, unenemigo de la muerte y, por último,también un genuino «hombre-libro».

Aún poseo parte de estosexuberantes proyectos —lamentablemente sólo partes mínimas—y hace poco, al releerlos, despertó en míel impulso de aquel tiempo y comprendípor qué he conservado ese año en mirecuerdo como el más rico de mi vida.Pues a comienzos del otoño de 1930 seprodujo un cambio. El hombre-libro meresultó de pronto tan importante que dejéde lado todos los otros esbozos y meconcentré en él por completo. Al año en

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que me había permitido todo siguió unaño de disciplina casi ascética. Cadamañana, sin dejar pasar ni un día,escribía Brand, como ahora se llamaba.No había plan alguno, pero me guardababien de caer en los ímpetus del añoanterior. Para no dejarme arrastrardemasiado lejos, leía continuamenteRojo y negro de Stendhal. Queríaavanzar paso a paso y me decía que estelibro tendría que ser riguroso ydespiadado conmigo mismo y con ellector. Me hallaba inmunizado contratodo cuanto pudiera ser agradable ocomplaciente por la profunda antipatíaque me inspiraba la literatura vienesaentonces en boga. Lo más apreciado era

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de una sentimentalidad operística, y pordebajo aún quedaban los lamentablesfolletinistas y parlanchines. No puedodecir que alguno de ellos significasealgo para mí: su prosa me daba asco.

Cuando me pregunto hoy día dedónde sacaba fuerzas para trabajar así,acabo dando con las influencias másheterogéneas. He nombrado a Stendhal:él fue, sin duda, quien me inculcó laclaridad. Acababa de concluir elcapítulo de Auto de fe que hoy se llamaLa muerte, cuando cayó en mis manosLa metamorfosis de Kafka. ¡No pudoocurrirme nada más feliz en aquelmomento! Pues ahí encontré, en un gradode perfección sumo, la contrapartida de

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aquella ausencia de compromiso totalcon la literatura, que tanto odiaba; ahíestaba el rigor al que aspiraba, ahí sehabía logrado algo que yo deseabahallar para mí solo. Me incliné antesemejante modelo, el más puro de todos,sabiendo que era inalcanzable; pero medio fuerzas.

Creo que mi familiaridad con laquímica, con sus procesos y susfórmulas, incidió también en esterigorismo. De ahí que,retrospectivamente, no pueda lamentaren modo alguno los cuatro años y medioque pasé en el laboratorio, ocupaciónque entonces me parecía poco espiritualy hasta opresiva. Aquel tiempo no se

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perdió: demostró ser una disciplina muyparticular para el oficio de escribir.

Tampoco se perdió el año de losesbozos. Como escribíasimultáneamente todos esos proyectos,me había acostumbrado a moverme almismo tiempo en mundos diferentes, quenada tenían en común y estabanseparados entre sí hasta por los detallesde su lenguaje, y a saltar de uno al otro.Esto incidió favorablemente en laseparación de los personajes de Auto defe. Lo que antes era separación denovela a novela, se convirtió ahora enaislamientos en el interior de un sololibro. Aunque el material de esosproyectos quedara en gran parte

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inutilizado, el método de Auto de fesurgió a partir de ellos. Incluso lo queno llegó a ser escrito de esas ochonovelas, las savias secretas de la«Comedie Humaine de la locura» pasóa integrar Auto de fe.

Pese a la satisfacción de ver que laescritura avanzaba día a día, que elimpulso no me abandonaba ni a mí meapetecía detenerme, me sentía torturadopor la realidad concreta de las frasesque anotaba en el papel. La crueldad delque se obliga a admitir una verdad loatormenta sobre todo a él mismo: elescritor se violenta a sí mismo cienveces más que al lector. Habíamomentos en los que esta sensación

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estuvo a punto de llevarme a dar porterminada la novela, salvo, claro está,mejor parecer. Si no sucumbí a estatentación fue también debido a losfotograbados del Retablo de Isen-heim,que habían sustituido, en mi cuarto, a losfrescos de la Capilla Sixtina. Sentíavergüenza de Grünewald, queemprendió algo monstruosamente difícily perseveró en su empeño por espaciode cuatro años. Todo esto me pareceahora petulante y ampuloso. Pero todaadoración de cosas realmente grandesque se torna demasiado íntima, tienealgo de presunción. Por entonces,aquellas reproducciones de Grünewald,que tenía siempre a mi alrededor,

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constituyeron un estímuloimprescindible.

En octubre de 1931, al cabo de unaño, la novela estaba terminada. Comoya sabemos, en el curso del trabajoBrand había cambiado de nombre yahora se llamaba Kant. Pero yo teníareparos debido a la similitud con elnombre del filósofo, y supe que noconservaría este apellido. De ahí que eltítulo del manuscrito fuera tambiénprovisional: Kant se incendia.

La novela conservó, en cada detalle,la forma que ya había adquirido. Salvoel título y el nombre del sinólogo, nadafue cambiado. Hice encuadernar porseparado y en tela negra las tres partes

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que la integran, y le envié los trespesados tomos, reunidos en un paqueteenorme, a Thomas Mann. Al abrirlo,éste debió pensar que se trataba de unatrilogía. En mi carta de presentaciónhabía yo adoptado un tono entre solemney arrogante. Suena casi increíble, perollegué a pensar que lo honraríahaciéndole ese envío. Estaba seguro deque le bastaría con abrir uno solo de lostomos para no poder abandonar ya sulectura. A los pocos días regresaron lostres volúmenes: Mann no los había leídoy se disculpaba aduciendo la limitaciónde sus fuerzas. Yo estabaconvencidísimo de haber escrito unlibro muy particular, y hasta hoy no he

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logrado explicarme de dónde saqué esacertidumbre. Mi reacción ante ladenigrante réplica fue dejar reposar elmanuscrito y no emprender nada con él.

Fui consecuente durante largotiempo. Luego empecé a ablandarmeesporádicamente. Mediante lecturaspúblicas del manuscrito fui saliendopoco a poco del aislamiento de mi vidavienesa. Leí a Musil y a Broch, cuyasobras me impresionaron profundamente,y los conocí personalmente. Conocítambién a otras personas quesignificaron mucho para mí: Alban Berg,Georg Merkei y Fritz Wotruba. Paraellos y muchos otros mi libro ya existíaantes de que el público lo conociera. Yo

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sólo quería afirmarme ante ellos, lasauténticas figuras representativas deViena, y con algunos trabé buenos lazosde amistad. No me pareció ningunahumillación que, durante cuatro años, nosurgiera ningún editor que se arriesgasea publicar la novela. A veces, y muyraramente, cedía yo a las presiones deun amigo y la llevaba a una editorial.Recibía cartas en que me explicaban losriesgos de una publicación, aunque casisiempre eran cartas respetuosas. SóloPeter Suhrkamp me hizo sentir muyclaramente su profunda antipatía por lanovela. Cada negativa me confirmaba enla certeza de que el libro viviríaposteriormente. Cuando en 1935 fue

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decidida su publicación, Broch me instó,con una obstinación inusual en él, a querenunciase al nombre de Kant. Ya habíapensado yo en hacerlo, pero esta vezsucedió de veras. El protagonista pasó allamarse Kien, y algo de suinflamabilidad volvió a entrar en sunombre[3]. Con Kant desapareciótambién Kant se incendia, y me decidípor el nuevo título, definitivo, de DieBlendung.

Tal vez no deba dejar de mencionarque Thomas Mann leyó inmediatamenteel libro. Me escribió que, de todos loslibros del año, era el que más le habíainteresado junto con el Henri Quatre desu hermano Heinrich. Su carta, en la que

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había algunos comentarios inteligentes ymuchas lisonjas, me dejó una impresiónambigua; sólo cuando la hube leído,comprendí lo absurdo de la herida que,cuatro años antes, me había producidosu rechazo.

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ELIAS CANETTI (Rustschuk, Bulgaria,25 de julio de 1905, Zúrich, Suiza, 14de agosto de 1994). Nacido en el senode una familia de comerciantes deorigen judío sefardí, que cuando él teníaseis años, marchó a Manchester, enInglaterra.

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Tres años después, tras la muerte de supadre, se trasladaron a Viena. Fueenviado a estudiar a Zúrich y Frankfurt,y tras su vuelta a Viena, se licenció enCiencias Químicas, doctorándose mástarde, si bien nunca ejerció porpreocuparle más la filosofía y laliteratura.

En 1938, huyendo de la persecuciónnazi, marchó a París, y a continuación aInglaterra, en donde residiría variosaños, adquiriendo la nacionalidadbritánica, y desarrollando la mayor partede su obra. Años más tarde fijaríaresidencia en Zúrich, en donde viviríaaislado del mundo exterior hasta su

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muerte.

En el año 1981, obtuvo el Premio Nobelde Literatura.

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Notas

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[1] Sic en el original (N. del T.). <<

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[2] En alemán, el pasado es femenino:die Vergangenheit (N. del T.). <<

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[3] Masa y poder. Muchnik Editores,Barcelona, 1977. <<

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[4] Kien, en alemán, significa leñaresinosa o tea (N. del T.). <<