BAJO LA CAMA (parte 1)
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Bajo la cama... (parte 1)
Era una noche cualquiera de un día cualquiera. La luz del pasillo
teñía tímidamente el cuarto. Luna, como acostumbraba a hacer,
permanecía inmóvil en su cama con la mirada perdida en un
insustancial techo pintado de blanco que, como si de una pantalla de cine se tratase, utilizaba para proyectar lo que le dictase la
imaginación.
Os garantizo que la fantasía de Luna era tan poderosa que, si
existiese la posibilidad de convertir en realidad sus ocurrencias,
viviríamos rodeados de dragones voladores, lavadoras
parlanchinas, colegios pintados de mil colores con maestros que
darían sus clases cantando, y…, sobre todo, sería un mundo en el
que no existiría la enfermedad, y, menos aún, la muerte.
La mamá de Luna hacía ya dos años que se había ido. Según le
contaron los mayores (deben pensar que los niños somos tontos, se
pregunta), “unos bichos malos y feos la invadieron, y ahora está en
el cielo cuidando de ti”
- Seguro que Mami preferiría estar aquí conmigo, y yo
también…
Desde entonces siente como si una cinta de terciopelo le oprimiese
el corazón, una cinta suave, pero que aprieta muy duro, y asfixia…
No tiene ganas de llorar, sus ojos ya están secos… Más bien
experimenta un deseo irrefrenable de gritar. La soledad es fea, piensa, muy fea.
Su papi es muy callado, aún más desde que ocurrió. Luna sabe
que sufre y procura no enfadarse con él. Se refugia en su cuarto y
vive esperando que algún día todo vuelva a ser como antes, cuando
la alegría de vivir formaba parte del aire que respiraba cada día.
Mario es su mejor amigo, vive debajo
de su cama. No, no…, no es un ratón
ni un muñeco de trapo: ¡es un niño!
Luna lo imaginó hace tiempo, cuando
tenía 4 años y la oscuridad suponía un
plato difícil de digerir. Son amigos
íntimos: cantan, ríen, bailan, juegan… Luna lo reclama cada noche,
al principio para mitigar el miedo; ahora, para aliviar la tristeza que
invade su corazón.
En su cama rosa de niña, cubierta hasta la nariz, dejando solo al
descubierto sus ojos grandes y negros, Luna susurra el nombre de su amigo, quien apenas tarda unos segundos en acudir. Es menudo, con una cara muy dulce, ojillos vivos y alegres y con una
energía envidiable.
Todo hace pensar que Luna lo recreó descartando muchas otras
opciones y, a juzgar por la satisfacción que muestra en su
presencia, es de admitir que se quedó con la mejor. Al ver a Mario,
cualquiera desearía ser su amigo. La puerta de entrada a las
personas es la sonrisa y él la ofrece de forma sincera.
En seguida Mario percibe en la mirada de su amiga que las cosas
no van bien. Sabe cómo hacer que sonría y lo intenta con mil y un
juegos, pero últimamente no lo consigue. Luna no habla, se le
queda mirando mientras sus enormes ojos se convierten en peceras, velados por la amargura. Le confiesa a su amigo que se
siente extraña y sola, que ya no es la de antes y que, sobre todo, le
duele que Papi sea como un muro infranqueable.
Lo único que oye de él son órdenes y consejos del tipo: “come
bien”, “¿has hecho la cama?”, “cepíllate los dientes", "pon la
espalda recta"... No lo soporta...
Inesperadamente cruje la puerta de la habitación, Mario, a la
velocidad del rayo, vuelve a ocupar su lugar bajo la cama, mientras Luna se hace la dormida. Papi se sienta junto a ella, le acaricia el pelo tiernamente y, con la voz quebrada por la nostalgia, susurra:
_Hija mía, cómo te pareces a tu madre…
Papi se asusta cuando la chiquilla se mueve en la cama, y,
poniéndose de pie de un salto, sale de la habitación de su hija como
si huyese, como si le diese vergüenza. Está aterrado porque ve
cómo su princesita está creciendo, sabe que ya no es una niña y
reconoce que están muy lejos uno del otro.
Se siente estúpido cuando comprueba lo mucho que le cuesta
hablar con ella sin decirle cómo tiene que comportarse. Se siente
un necio porque no recuerda cuándo fue la última vez que le dijo a
la cara un “te quiero”, y un cobarde porque se resigna a hacerlo a
hurtadillas cada noche, como si fuese un ladrón. Siente que en su
vida lánguida y gris algo debe cambiar, pero no encuentra la
manera.
El cuarto de Luna está vacío, de pronto una luz plateada invade el
suelo, Mario sale bajo la cama y se acomoda sobre la misma.
Observa cada rincón, todo le resulta familiar, es, simplemente, su
hogar. Está preocupado, Luna hace tiempo que no lo reclama,
mucho tiempo, demasiado… Algo extraño le ocurre, piensa, ahora
le da por pintarse los ojos, escuchar una música rarísima a todas
horas, vivir pegada a ese trasto (se refiere al móvil de Luna que
descansa sobre la mesilla de noche).
En fin, que esto no puede seguir así. Mario está decidido a ayudar a
su amiga, como siempre ha hecho, como no podría ser de otro
modo. Esta vez no va a esperar a que ella lo llame, tomará la
iniciativa y le preguntará directamente qué le pasa.
En esas estábamos cuando, inesperadamente, se abre la puerta
con violencia: es Luna y parece que tiene prisa. Mario sonríe como
es habitual en él, con dulzura, sin fingimiento.
¡Se alegra tanto de verla! Siente que su razón de existir tiene una
misión digna de héroes: ¡hacer feliz a Luna! Está radiante y
orgulloso…
Un brusco portazo lo despierta cruelmente de su ensimismamiento.
¡Luna ya no está!, tampoco su móvil… _Ni siquiera me ha mirado,
piensa contrariado. Mario nota algo extraño, nuevo para él, un
sentimiento que no reconoce, que no sabría identificar.
_¿No te habrás enamorado!, ¿verdad, Mario…?