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Bases fisiopatológicas de la obesidad
PROFESORADO ONLINE - POL
Introducción: bases terminológicas y conceptuales
El término obesidad deriva de la expresión griega ob-edere, que significa
“sobre-ingesta”, considerándose durante siglos como sinónimo de
glotonería y expresión de un consumo excesivo de alimentos.
Su etiopatogenia sigue estando sometida a estudio, pudiendo ser
considerada como poco conocida y se implican múltiples factores de
tipo social, ambiental, cultural, metabólico y genético.
En nuestros días se está viviendo un incremento de la prevalencia de
obesidad en la población debido a un mayor porcentaje de grasa
corporal (Wilkinson et al, 2007) en los individuos. Este incremento se ha
relacionado con una mayor tendencia al sedentarismo (Jebb y Moore,
1999). La importancia de esta alarmante situación es la prevalencia de
obesidad en todas las edades y los tintes epidémicos que ha adquirido
(Poirier et al, 2006). Ha sido estimado que España está a siete años de
tener el mismo estilo de vida que los estadounidenses y con esto de
adquirir los mismos problemas de salud. No obstante, ya se conoce que
la prevalencia de obesidad española se cifra en un 15.5% de la
población total. Según el estudio DORICA, el 17.5% corresponde al
sector femenino y el 13,2% al masculino (Aranceta et al 2005),. En la
población que supera los 55 años los datos se sitúan en un 21.58% en
varones y un 33.9% en mujeres (Aranceta et al 2005), sin embargo más
recientemente se ha detectado que el sector población que supera los
60 años tiene una prevalencia de sobrepeso de 49% para hombres y de
39.8% para mujeres, mientras que la obesidad la padecen un 31.5 % de
hombres y un 40.8% de mujeres (Gutierrez et al., 2004). Los datos en
la población infantil tampoco son alentadores puesto que existe una
evidente tendencia al incremento de la prevalencia al igual que en el
resto de países europeos (Livingstone, 2001; Serra y cols., 2003).
Específicamente en España se puede destacar que un 13.9% de los
jóvenes entre 2 y 24 años son obesos y un 12.4% tienen sobrepeso
(Serra y cols., 2003).
Figura 1. Distribución geográfica de la prevalencia del sobrepeso-obesidad en la
Comunidad Europea. (Tomado de Varo et al., 2007)
Esta situación ha generado preocupación y un mayor estudio de las consecuencias negativas que puede provocar la obesidad sobre la salud del individuo (Poirier et al, 2006; Flegal y cols., 2005), y sobre la
sociedad en general (Popkin et al., 2006). La evidente preocupación por estas cifras se ha plasmado en programas contra la obesidad, como es caso de la Estrategia para la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad (NAOS) en el contexto español. Estas y otras intervenciones planteadas contra esta particular y peligrosa situación integran el ejercicio físico como una herramienta de control y reducción de la obesidad y las patologías subyacentes a la misma. Parece estar consensuado que resulta necesaria la prescripción de ejercicio físico que conlleve la aplicación de una adecuada dosis del mismo que garantice adaptaciones progresivas e instaure hábitos y comportamientos de por vida.
Por tanto, el tratamiento de la obesidad es un auténtico desafío, donde
los resultados con las mismas pautas pueden ser totalmente diferentes
de unos sujetos a otros, y rotundamente desalentadores cuando se
analizan a largo plazo; de modo que se presenta como una paradoja
sorprendente, en la que la aplicación de un remedio aparentemente tan
simple como es el dejar de comer, se convierte en una experiencia
tremendamente penosa en donde las gratificaciones son cortas y los
fracasos incontables.
Por todo ello, la obesidad debe contemplarse como un problema cuyo
abordaje pasa por la instauración de medidas educativas de carácter
preventivo desde la época escolar, y por otro lado, cuando se establece,
en simultanear distintas opciones terapéuticas, aparentemente muy
sencillas como dieta y ejercicio, que junto al tratamiento conductual y el
uso ocasional de fármacos, constituyen el arsenal terapéutico habitual
disponible para abordar el problema, quedando relegada la cirugía para
grandes obesidades resistentes a las medidas convencionales.
Ante la proliferación de evidencias científicas entorno a la utilización de
estrategias y metodologías apropiadas para el logro de tal objetivo, en
este curso intentaremos abordar una revisión de la literatura y la
elaboración de un consenso sobre el ejercicio físico y la obesidad.
El sobrepeso y la obesidad están vinculados a enfermedades crónicas
(Kopelman, 2007), como por ejemplo la dislipidemia (SEEDO, 2000;
Bellido, 2006), las enfermedades neoplásicas (Luengo y cls., 2005), el
síndrome metabólico, la diabetes (Oguma y cols., 2005), las
enfermedades y episodios cardiovasculares por aterosclerosis (Krauss,
Winston,1998; Olson y cols., 2006), las vasculopatías periféricas
(Bellido, 2006), problemas osteoarticulares (Ding et al., 2005; Wearing
et al., 2006), el incremento del riesgo de lesión (Janney, Jakicic, 2007),
el incremento de la morbilidad apnea del sueño (Poirier et al., 2006), la
hipertensión (Krauss, Winston, 1998) y las alteraciones en la piel
(Yosipovitch, DeVore, Dawn, 2007).
La obesidad se puede considerar como un estado inflamatorio
caracterizado por el aumento de proteína C-reactiva, a la vez que
pretrombótico, por elevación del inhibidor del activador del
plasminógeno (PAI-I) y homocisteína, lo que contribuye al aumento del
riesgo cardiovascular (Aranceta et al., 2003; López Mojares en López
Chicharro (coord..), 2006). Aunque parece estar asumido que la
obesidad debe ser considerada como un factor de riesgo independiente
en los episodios cardiovasculares, principalmente debido a los
resultados expuestos en el estudio Framingham (Poirier et al., 2006),
puesto que la aparición de estos es debida a la co-existencia de otros
factores. Entre estos cabe destacar la hiperinsulinemia y/o diabetes
mellitus tipo 2, la hipertensión y la dislipidemia (síndrome metabólico),
situaciones que parecen estar asociadas con la distribución de grasa
corporal. En este sentido, la obesidad central o abdominal correlaciona
más fuertemente con estos riesgos de enfermedad cardiovascular
(Krauss, Winston, 1998).
El síndrome metabólico es una constelación de factores de riesgo
asociados a la obesidad abdominal que incluyen la dificultad en la
utilización de glucosa (resistencia a la insulina), dislipemia aterogénica
e hipertensión arterial. El síndrome metabólico puede considerarse una
entidad clínica especial que confiere un alto riesgo de enfermedad
cardiovascular y/o diabetes. Si bien la patogénesis del síndrome
metabólico y de cada uno de sus componentes es compleja y no
suficientemente conocida, la obesidad central y la resistencia a la
insulina han sido considerados los ejes centrales del síndrome. (
SEEDO, 2007)
Más recientemente están tomando fuerza los criterios establecidos por
la International Diabetes Federation, donde se especifican puntos de
corte para el perímetro de la cintura propios de la población europea (y
otras poblaciones) y, además resulta ser una clasificación de uso clínico
fácil y asequible.(SEEDO 2007)
La obesidad localizada preferentemente en el hemicuerpo superior se
asocia, pues, a un aumento de morbi-mortalidad cardiovascular y mayor
incidencia de enfermedades tales como diabetes mellitus (DM), HTA,
dislipemia, patología de la vesícula biliar y neoplasias (Kannel,
Anderson, Wilson, 1993; Pouliot et al. 1994).
La grasa abdominal puede dividirse en subcutánea e intraabdominal y
ésta última en retroperitoneal (el 25% aproximadamente) y visceral o
intraperiotoneal (aproximadamente el 75%). Esta grasa visceral
aumentaría con la edad en ambos sexos y de forma especialmente
acelerada en mujeres postmenopausicas.
La obesidad visceral se asocia con la resistencia a la insulina,
hiperinsulinemia, aumento de Apo B, aumento de los triglicéridos en
plasma, menor tamaño de las lipoproteínas de baja densidad (LDL) y
menor tasa de colesterol asociado a las lipoproteínas de alta densidad
(HDL-C), lo que hace que se incremente el riesgo de sufrir
enfermedades cardiovasculares (Deprés y cols., 1993; López Mojares
en López Chicharro (coord.), 2006). La acumulación de grasa visceral
con el aumento de producción de algunas sustancias como: factor de
necrosis tumoral alfa (NTF-α), interleucina 6 (IL-6) y aumento de flujo de
ácidos grasos hacia el hígado son factores determinantes en la
resistencia insulínica y en la producción aumentada de lipoproteínas de
muy baja densidad (VLDL) que produciría hipertrigliceridemia, descenso
de HDL y aumento de LDL con gran poder aterogénico.
Además, en el músculo del obeso existirá un mayor contenido graso,
pero además coexistirá con una alteración de los marcadores
metabólicos de éste con respecto a la utilización de ácidos grasos (lo
que facilitará la tendencia al su depósito).
El primer paso en la concienciación de la obesidad, es diagnosticarla.
Para ello hay que conocer que la obesidad según la Organización
Mundial de la Salud (OMS) debe ser definida como una enfermedad por
si misma en la que el exceso de grasa corporal se ha acumulado en un
grado en que la salud puede verse afectada adversamente.
El criterio base sobre el cual fundamentar el diagnóstico podría ser el
índice de masa corporal (IMC de ahora en adelante), considerado un
Golden Standard (Klein et al., 2007). Este índice es el resultado de la
división del peso por la altura al cuadrado. Se considera obesidad
cuando este índice es igual o superior a 30 kg/m2
(Jebb y Moore, 1998;
Conoy y Buchan, 2007), tal como se puede observar en la tabla 1, donde
se detallan los criterios para definir los distintos tipos de sobrepeso y
obesidad.
A la hora de buscar mayores precisiones se atiende a otros factores
como el % de grasa corporal o la distribución de la grasa mediante el
perímetro abdominal, el cual correlaciona mejor que el IMC con la
cantidad de grasa corporal (Smith, et al., 2005). En este sentido, la
National Institute of Health (NIH) determina el incremento de riesgo de
padecer alteraciones metabólicas y problemas cardiovasculares ante
distribuciones centrales de la obesidad. Si el perímetro de cintura es
igual o superior a 102 cm. en hombres, o si se trata de 88 para las
mujeres (Klein et al., 2007)
Si se aplica el porcentaje de grasa corporal se entiende que mayores
porcentajes de 25% implica un riesgo potencial. Existen
estratificaciones como la presentada en la tabla 2 sobre el porcentaje
de grasa y el estado de salud.
En los últimos años se han planteado algunas controversias en el
campo de la investigación epidemiológica y la cineantropometría sobre
la validez de este indicador (IMC) para diagnosticar la presencia de
obesidad, especialmente entre sujetos activos, que presentan un
importante aumento de peso corporal asociado a una mayor proporción
de masa magra (Eston, 2002). Sin embargo su aplicación está muy
extendida tanto en el campo científico como para el campo práctico.
Analizando el papel diagnóstico de todos estos indicadores, se empieza
a cuestionar que la compleja clasificación del IMC y del ICC no es una
herramienta demasiado útil en el ámbito de la promoción de la salud
(Seidell, 2000). Debido a este conflicto ha sido propuesto un nuevo
esquema que combinada el IMC y el ICC, donde la combinación de
sobrepeso (IMC entre 25 y 30 Kg/m2) o de obesidad grado I (IMC entre
30-35 Kg/m2), unida a un perímetro de cintura elevado (mayor o igual a
102 en el hombre y a 88 en la mujer), es considerado como un RCV
añadido (Klein et al., 2007).
Para la infancia y la pre-adolescencia los valores son diferentes, y se
aplican los nomogramas de los Centres for Disease Control and
Prevention según el IMC específico para la edad y el sexo (Luengo et
al., 2005) clasificándose en función de los percentiles obtenidos, ver
tabla 3.
Como ya hemos visto, la causa de la obesidad tiene un evidente
carácter multifactorial (Department of health public health research
consortium, Law y cols., 2007), donde se unen los factores endógenos
(genética, hormonas, actividad física, ingesta calórica) con los
exógenos, ambiente obesogénico (Lowe, 2003), además existe una
clara relación con la inactividad física (Vuory, 2004). A este último
respecto, Sánchez-Villegas et al. (2002) muestran por ejemplo que la
mayor exposición a la televisión y la siesta son determinantes en la
ganancia de peso entre los ciudadanos de los países occidentales del
siglo XXI. No obstante, para profundizar en otros aspectos
determinantes en el incremento de la grasa corporal se pueden
consultar otros trabajos más exhaustivos y específicos (Trayhurn, 2005;
Bellido, 2006).
La realización de una correcta anamnesis, medida de la presión arterial,
circunferencias corporales, analíticas generales, impedancia
bioeléctrica tetrapolar, ecografia abdominal, estudio del sueño
(polisomnografía), pruebas funcionales respiratorias (SEEDO, 2007) y
pruebas de la aptitud neuromuscular pueden ayudar a definir el riesgo
cardiovascular (RCV) del paciente con obesidad.
A pesar de los grandes avances en la comprensión de la génesis de la
obesidad en sus aspectos genéticos, neuroendocrinos y metabólicos, la
sobreingesta y/o el desequilibrio en el balance energético, sigue siendo
el principal factor en el origen del aumento de grasa corporal
habiéndose descrito que el 90-95% de los pacientes que pierden peso,
lo recuperan al final de varios años (Lópes-Marques, 2002; Wooley;
Garner, 1994; Van Gaal, 1998).
Así pues, inicialmente, el tratamiento de la obesidad puede parecer
simple, ya que se basaría en desequilibrar la balanza a favor del
consumo energético, es decir, consumir más calorías de las que se
ingieren (López Mojares en López Chicharro (coord), 2006). Sin
embargo, la aplicación de tal teoría no debe ser tan sencilla cuando nos
encontramos a uno de los problemas más importantes en nuestra
sociedad actual y frente al que cualquiera que haya intentado abordarlo
es consciente de la complejidad real del mismo.
Control del peso corporal: comprensión de los procesos
implicados en el balance energético.
Se puede considerar que el control del peso corporal dependería de 3
ejes fundamentales, con un grado de independencia, pero con un gran
nivel de interacción entre si:
1. Laingesta
2. El gasto, termogénesis y metabolismo de nutrientes
3. Las reservas adiposas
La interacción entre estos 3 ejes permitiría una regulación de la ingesta
de nutrientes según el grado de gasto energético y de las reservas
energéticas y una regulación de dicho gasto depenediendo de la ingesta
de macronutrientes y de las reservas de energía (Milagros y Marques,
2002).
Dichos ejes de regulación corporal estarán determinados por la
interacción, a su vez, de factores genéticos, ambientales y
psicosociales, que determinan la ingesta y el gasto energético. Esto
significará que desajustes puntuales del balance energético serían
compensados por otros mecanismos más a largo plazo. A este respecto
se han postulado una serie de señales humorales que son generadas
en proporción a la adiposidad, y que actúana nivel de SNC para modular
la ingesta y el gasto energético (Milagros y Marques, 2002).
A nivel de ingesta, se conocen diversos factores moduladores que
influyen y regulan la misma. Dichos factores se integran a nivel de SNC,
fundamentalmente en el área hipotalámica, y conducen a determinados
hábitos alimentarios que, en última instancia, condicionan el balance
energético.
El hipotálamo recibe señales de casi todo el organismo a nivel interno y
externo y produce señales eferentes anabólicas o catabólicas, bien a
favor de la ingesta de nutrientes y acumulo de energía, bien limitando el
consumo de alimentos y favoreciendo el gasto energético. En el
hipotálamo ventromedial reside el centro de la saciedad y en el lateral
el centro del hambre.
El sistema neurofisiológico que controla la ingesta de alimentos se
puede dividir en distintos componentes (Leibowitz y Hoebel, 1998;
Kakra y cols., 1999, Milagros y Marques, 2002):
- El ritmo circadiano
- Señales que reflejan la utilización de sustratos energéticos por
el cerebro y visceras
- Señales que indican la distensión gastrica y duodenal
- Reservas corporales de nutrientes: glucógeno hepático y
muscular, contenido graso del tejido adiposo, etc.
- Péptidos gastrointestinales que orientan sobre la ingesta de
nutrientes (colecistoquinina, enterostatina y péptido liberador de
gastrina)
- La palatabilidad, el sabor y el contenido de nutrientes (lípidos e
hidratos de carbono) de los alimentos.
- Factores emocionales (aspectos socio-laborales, estados
depresivos, estrés, etc..)
- Metabolismo de los nutrientes
- Señales neuroendocrinas provenientes del SNC y terminaciones
periféricas: neurotransmisores, péptidos, neurohormonas y otras
sustancias con efectos a nivel de SNC. La precisión de la
regulación del peso corporal (a menudo ± 1% durante años)
requiere poderosos mecanismos de feedback, que controlen la
masa grasa y será un desequilibrio continuado entre la ingesta y
el gasto energético en la vida diaria quien contribuirá de manera
determinante al desarrollo de la obesidad, aunque puede
asumirse que el peso corporal esta finalmente determinado por la
interacción de factores genéticos, ambientales (hábitos dietéticos
y de actividad física) y psicosociales que actúan a través de
diferentes mecanismos fisiológicos del apetito y del metabolismo
energético.
Consideraciones al respecto de la ingesta calórica y ejercicio físico
La ingesta de alimentos supone el desarrollo de distintas señales de
ritmo circadiano, señales gastrointestinales y de nutrientes, las cuales
modularán el apetito, hambre y saciedad a través de mecanismos
específicos que implican diversos neurotransmisores. Por otro lado, el
sistema nervioso autónomo (SNA) y diversas hormonas circulantes
(insulina, leptina, cortisol, hormona de crecimiento) están implicados en
las respuestas metabólicas a la ingesta de alimentos (Milagros y
Marques, 2002). Todas estas señales, originadas por la ingesta de
alimentos, generan mecanismos eferentes que conllevan al ajuste
cuantitativo y cualitativo, no solo a nivel de ingesta sino también del
metabolismo energético y de nutrientes, por lo que constituye un
proceso de control multifactorial (Schwartz, McDonald, 1998). La
ingestión de nutrientes durante y post ingestión de alimentos estimula
la segreción de péptidos gastroenteropancreáticos, que no solo
coordinarán las funciones digestivas, sino que transmitirán señales de
saciedad. A su vez el SNC libera neuropéptidos en respuesta a la
entrada de nutrientes que regulan, tanto la ingesta, como la utilización
de dichos nutrientes, así como el gasto energético.
Los neurotransmisores son un elemento básico en la regulación de la
ingesta. El balance preciso entre muchos neurotransmisores,
incluyendo los neuropéptidos, parece ser el responsable de la
regulación de la ingesta y el peso.
La mayor parte de las personas, mantienen estable su peso corporal
durante largos períodos de tiempo, a pesar de las oscilaciones diarias
en la ingesta energética. Ello nos llevaría a admitir que el aporte
energético se ajustará al gasto. Por otro lado, el aumento de la ingesta
energética tiene efectos diferentes en las personas según sean
delgadas u obesas, llegándose a observar que las primeras estabilizan
más rapidamente su peso sin apenas ganancia ponderal, frente a
fluctuaciones cotidianas (Labayen, Martínez, 2002).
En el desarrollo de la obesidad se pueden distinguir entre fases
estáticas (con peso esencialmente constante) que vienen sucedidas por
fases dinámicas durante las cuales se gana peso. Este incremento se
acompañaría de un aumento en el gasto energético de forma que la
diferencia entre gasto-ingesta disminuye profresivamente para, con el
tiempo, alcanzarse un nuevo equilibrio o “meseta” con un mayor peso
corporal (Labayen, Martínez, 2002).
De esta manera será posible entender que no sucede el que, tras una
comida copiosa, tengan lugar cambios sustanciosos en la composición
corporal de manera inmediata. Debemos entender el proceso a corto,
medio y largo plazo y concebir dichos procesos como balances que
provocan reajustes y, que por tanto no existirá gran infuencia por
acciones puntuales.
La regulación del balance energético a corto plazo parece alcanzarse
mediante cambios en las tasas de utilización de los nutrientes, mientras
que a medio plazo el mantenimiento del peso y la composición corporal
parecen depender de la regulación de la ingesta. Dicha contribución
relativa entre procesos de mantenimiento del peso y composición
corporal son difíciles de establecer, debido a la participación de factores
no fisiológicos que influirán decisivamente a la estabilización o
alteración del consumo de alimentos (Labayen, Martínez, 2002).
Así pues la homeostasis energética del organismo permitirá establecer
una estabilización del peso corporal y de la masa grasa a través de una
red compleja de sistemas fisiológicos que regularán el aporte, el gasto
y el almacenamiento de reservas energéticas (Simón, Del Barrio, 2002).
Para llevar a cabo este proceso, ya hemos nombrado algunos
mecanismos que se encargarían de señalizar el nivel de reservas
energéticas y mandar una señal que pueda transmitir a los centros
reguladores del organismo. La existencia de un sistema de regulación
del acúmulo graso a través de una señal producida por los propios
adipocitos fue propuesta hace más de cuatro décadas por Kennedy
(1953). Esta teoría lipostática establece la existencia de un factor
humoral procedente del metabolismo del tejido graso que, a través de
su acción hipotalámica, informa al SNC sobre el grado de adiposidad
corporal modulando el balance de energía. Sin embargo, las bases
moleculares de esta hipótesis lipostática no fueron establecidas hasta
el descubrimiento de la proteína ob y de sus receptores. Ese trabajo de
Kennedy puso de manifiesto diversas conclusiones como el hecho de
que el porcentaje de grasa corporal es un fiel reflejo de los cambios
sufridos en el balance energético a lo largo del tiempo. Por otro lado, el
hecho de que la masa grasa corporal se mantenga relativamente
estable en el tiempo hace pensar en la existencia de mecanismos
reguladores que permitan equilibrar las entradas y las pérdidas
energéticas. Por último, este autor observó que la lesión del núcleo
ventromedial hipotalámico o centro de la saciedad produce hiperfagia y
obesidad (Simón, Del Barrio, 2002).
Tras toda esta investigación se empezó a concluir de la existencia de
alguna sustancia con poder saciante a nivel central, cuya ausencia o
falta de actividad sería responsable, al menos parcialmente, de las
alteraciones observadas en los modelos de obesidad genética. Estos
estudios encontraron una confirmación evidente con el descubrimiento
de una hormona adipostática con poder saciante a finales de 1948, que
se denominó leptina y sobre la que aún hoy se sigue investigando.
El producto del gen ob se denomina leptina, que proviene de la palabra
griega leptos, “delgado”. La leptina es un péptido de 167 aminoácidos,
con una secuencia señal de 21 aminoácidos que se escinde antes de
que la leptina pase al torrente circulatorio.
La leptina presenta un ritmo circadiano relacionado, entre otros, con la
pauta de ingesta, aumentando a lo largo del día en humanos (de hábitos
diurnos) y reduciéndose en el caso de roedores (de hábitos nocturnos).
La secreción es pulsátil y está modulada por la insulina y otras
hormonas. No se conoce exactamente el mecanismo responsable del
valor máximo de leptina a lo largo del día en los humanos, aunque
parece estar modulado por el régimen de horas de luz/oscuridad, la
ingesta y las horas de sueño del individuo.
Una vez secretada al torrente circulatorio, la leptina circula parcialmente
unida a proteínas plasmásticas. Los niveles séricos de leptina en
personas con normopeso oscilan en el rango de 1-15 ng/ml, aunque en
individuos con un índice de masa corporal (IMC) superior a 30 se
pueden encontrar valores de 30 ng/ml o incluso superiores. El
aclaramiento de la leptina es rápido, con una vida media de unos 25
minutos en el caso de la endógena y de 90 minutos aproximadamente
en el caso de la leptina exógena. Este tipo de eliminación lleva a pensar
que existe una secreción continuada de proteína ob por las células
adiposas. La eliminación se produce, en gran parte, a nivel renal
(Simón, Del Barrio, 2002).
La síntesis de la proteína ob ocurre principalmente, aunque no de forma
exclusiva, a nivel de tejido adiposo blanco (TAB), lo cual llevo a postular
que la secreción de leptina actúa como señal al cerebro, informando
sobre el tamaño del tejido adiposo y actuando como factor saciante.
Aunque el tejido adiposo marrón (TAM) también sintetiza leptina,
aunque la expresión del gen ob es inferior al del TAB, el papel de la
leptina secretada en el TAM no está tan claro (Simón, Del Barrio, 2002).
Entre los efectos fisiológicos de la leptina encontramos el papel de la
misma como factor saciante y regulador de la ingesta. Se ha descrito un
aumento de los niveles de leptina en situaciones de balance energético
positivo, pareciendo intervenir en la homeostasis energética evitando un
incremento excesivo del porcentaje graso. De igual manera, un balance
energético negativo se acompaña de una reducción del nivel de leptina,
sin una modificación inicial del tejido graso.
Según las investigaciones no parece existir una alteración del gen ob
en la mayoría de situaciones de obesidad humana. De hecho, parece
que un gran porcentaje de los casos de obesidad humana cursa con
niveles elevados de leptina aunque se observa, sin embargo, una
relativa insensibilidad a esta leptina endógena. Por eso la
administración de leptina podría ser eficaz solo en menos del 5% de los
obesos, siendo muy optimistas (Simón, Del Barrio, 2002).
Al parecer que aquellos individuos genéticamente predispuestos a la
obesidad podrían presentar una oxidación lipídica alterada en
situaciones de postobesidad. Por tanto, el ajuste individual entre la
composición de la mezcla de sustratos asociada a la distribución de
macronutrientes de la dieta podría jugar un papel crucial para permitir la
estabilidad del peso a corto y largo plazo. Así pues, el aumento de peso
también parece depender, en cierta medida, de distribución de los
sustratos energéticos de la dieta, ya que pueden tener un impacto
diferente sobre el metabolismo y el apetito así como sobre la respuesta
del sistema nervioso simpático y, por tanto, en el balance energético y
en el peso corporal.
Una vez conocemos aspectos relacionados con la ingesta del cliente y
con respecto al posible grado de restricción energética en programas
de pérdida de peso, se hace necesario tener en cuenta el peso que se
desea alcanzar y el ritmo de adelgazamiento, los cuales dependen de
varios factores como son: la edad, enfermedades asociadas y otras
condiciones individuales y aunque los objetivos de la pérdida de peso
se deban individualizar, por norma general se debe pretender una
pérdida de peso inicial (primera fase) de alrededor del 10% del peso
corporal al inicio del tratamiento. El ritmo deseable de esa pérdida de
peso se sitúa entre 0,5-1 Kg por semana, aunque durante el primer mes
se pueda producir una pérdida superior, toda vez que parte del peso
inicialmente perdido está constituido por glucógeno y agua.
Las estrategias alimentarias cuyos objetivos son pérdidas iniciales de
peso más rápidas,generalmente aquellas con eliminación o reducción
de hidratos de carbono y /o grasas deben estar bajo un estricto control
médico. La cetosis asociada a estas dietas conduce a diuresis excesiva
por pérdida de sodio, con disminución acusada de agua intra y
extracelular. La mayoría de las dietas extremas (cualquiera que sea su
proporción de macronutrientes) produce pérdidas de adscripción muy
importantes con el tiempo, porque los sujetos se cansan de seguir las
mismas recomendaciones. El objetivo de una planificación alimentaria
es conseguir que el paciente tenga una adherencia durante el mayor
tiempo posible y que la variedad de alimentos que se ofrezcan permita
establecer una planificación educativa con suficiente margen para que
el sujeto asimile las modificaciones propuestas y se adhiera al plan
dietético con el mínimo esfuerzo.( SEEDO, 2007)
Las pérdidas de peso rápidas no son recomendables en la mayoría de
los casos ya que inducen a una pérdida superior de masa magra. Por
otro lado, la pérdida de peso excesivamente lenta tampoco es
recomendable teniendo en cuenta la posible desmoralización del
cliente. Para alcanzar estos objetivos, la ingesta diaria del paciente
obeso deberá estar restringida entre 500-1.000 kcal con respecto a la
ingesta anterior al tratamiento.
Parece que el nivel de ejercicio regular no afecta de manera sensible a
la ingesta de alimento ni cuantitativa, ni cualitativamente (King y cols.,
1997; López Mojares en López Chicharro (coord.), 2006)
Respuesta del obeso al ejercicio fisico: necesidad de programas
de ejercicio cardiovascular y neuromuscular.
El descenso de peso, sin actividad física, solo mediante dieta, suele
suponer la pérdida de tres cuartos de grasa y un cuarto de masa magra.
Estas pérdidas de masa magra se minimizarían por el ejercicio y la
adecuada alimentación, máxime cuando se conoce que el ejerció físico
regular es la mejor garantia para el mantenimiento a largo plazo del
peso óptimo (Votruba y cols., 2000; Miller, 2001), de la misma manera
que no es menos cierto que la cantidad de peso que se puede perder
cuando se utiliza únicamente el ejercicio físico como tratamiento es
limitado.
De la misma manera, parece existir cierto consenso generalizado al
respecto del papel del ejercicio físico en el mantenimiento de la
reducción de peso (Wing y sols., 1999; Votruba y cols., 2000; Miller y
cols., 1997; Schoeller y cols., 1997).
El primer aspecto a considerar es la necesidad de comprender que el
desarrollo de una actividad física ligera, de manera puntual y sin control
y programación no puede suponer adaptación alguna en sujetos con un
mínimo de condición física y será pon tanto el ejercicio físico (importante
remarcar dicho concepto entendido como actividad que supone un
incremento del gasto energético pero realizado de manera controlada,
programada y sistematizada) el que constituya, inicialmente, una
herramienta fundamental en el tratamiento multidisciplinar de la
obesidad, ya que permite un adecuado control en la composición
corporal y la posibilidad de incrementar el consumo energético diario
durante el mismo ejercicio y posteriormente al mismo (post-ejercicio).
El fenómeno de incremento en el consumo energético post-ejercicio
parece deberse a la refosforilación de la creatina y el ADP, la
restauración de los depósitos de glucógeno, la elevación de las
catecolaminas séricas, el reciclaje de triglicéridos y ácidos grasos, y la
elevación de la temperatura (López Mojares en López Chicharro
(coord.), 2006), pudiendo aparecer tanto tas sesiones de ejercicio
aeróbico como de fuerza.
El Sistema Nerviosos Simpático (SNS) jugará un papel determinante en
el control del peso mediante su doble efecto sobre la ingesta de
nutrientes y el consumo energético.
Las catecolaminas estimularán la lipolisis en los triglicéridos y la
termogénesis en la grasa parda y en el músculo, por el contrario una
baja actividad puede facilitar la obesidad.
Además se ha observado que bajos niveles de función simpática se
relacionan con bajos niveles de oxidación de grasas. Cuando se gana
peso, se produce un incremento de la actividad simpática y, por tanto,
los mecanismos homeostáticos intentarán normalizar el peso
aumentado. La actividad de los receptores beta-adrenérgicos β-3
(responsables de la termogénesis adrenérgica de la grasa parda y de la
lipólisis de la grasa blanca en humanos) parece encontrarse deprimida
en obesos (López Mojares en López Chicharro (coord.), 2006), lo que
facilitaría la acumulación de grasa.
En la obesidad estaría alterada la regulación hormonal del metabolismo
de los triglicéridos del adipocito y especialmente en la obesidad de
predominancia central (López Mojares en López Chicharro (coord.),
2006). Aparece cierta resistencia a la estimulación de la
Lipoproteinlipasa (LPL) a cargo de la insulina, pero la actividad de dicha
LPL a en el obeso en ayunas está aumentada y se mantiene incluso tras
la pérdida de peso. La lipólisis inducida por catecolaminas se encuentra
incrementada en la grasa visceral, pero es menor en la grasa
subcutánea. Así pues, en definitiva, encontramos que la transformación
de glucosa en grasa estaría aumentada en los adipocitos de dichos
sujetos obesos, mientras que la de la LPL del tejido adiposo está
aumentada, y ese incremento es un factor de riesgo adicional para la
ganancia de peso (Poirier y cols., 2000; López Mojares en López
Chicharro, (coord.), 2006).
Este metabolismo es uno de los responsables de que ciertas personas
ingieran mayores cantidades de calorias y sean menos propensos que
otros a aumentar de peso. El metabolismo basal no es igual en cada
uno de nosotros. La situación de nuestro organismo (estabilidad
metabólica actual) y sus posibilidades de modificación (potencial de
adaptación metabólica), tal y como visto, vendrá en gran parte
determinado por lo que hacemos, nuestros hábitos y como hemos
explicado anteriormente por lo que hemos hecho en las primeras fases
de nuestra vida.
Varios factores influyen en el metabolismo basal como el tamaño
corporal, la distribución de la masa magra y grasa, la edad, el sexo,
situaciones especiales como embarazo, fiebre, algunas enfermedades,
factores genéticos, actividad del sistema nervioso simpático y la función
tiroidea, entre otros:
Movimiento humano (ejercicio o actividad física): Después de
una sesión de ejercicio, el metabolismo basal se mantiene
elevado por un período de tiempo.
Tamaño y constitución del cuerpo: El metabolismo basal es mayor en individuos con una constitución física musculosa, y es
menor en personas obesas; esto se debe a que los músculos son
tejidos relativamente activos en comparación con el tejido adiposo, el cual es de escasa actividad metabólica.
Efecto termogénico de los alimentos (acción dinámica
específica): Después de ingerir una comida aumenta el metabolismo; esto es causado principalmente por las distintas reacciones químicas asociadas con la digestión, la absorción y el
almacenamiento de los alimentos en el organismo.
Edad y crecimiento: Los niños tienen un elevado metabolismo basal; esto se debe a la gran intensidad de las reacciones celulares, y a la rápida sístesis de material celular y al crecimiento del organismo. Por el otro lado, en la edad adulta el metabolismo basal desciende porque decrece la masa celular activa y porque en muchos casos aumenta la grasa corporal total.
Sexo (Género): Por lo regular, el hombre tiene un mayor metabolismo basal que la mujer, porque éste cuenta con menos cantidad de tejido adiposo y más masa muscular, comparado con
la mujer.
Secreción de hormonas por ciertas glándulas endocrinas: La tiroxina (hormona producida por la tiroide) aumenta el
metabolismo. Si la secreción de esta hormona disminuye
(hipotiroidismo), el metabolismo basal se reduce también. Además, la adrenalina causa una elevación en el metabolismo.
Clima: El metabolismo basal es mucho menor en regiones
tropicales que en las frías.
Sueño: Durante el sueño el metabolismo disminuye, debido a un
mayor grado de relajamiento muscular y emocional.
Desnutrición: Una desnutrición prolongada puede disminuir el
metabolismo drásticamente, debido a la falta de alimento en la
célula.
Fiebre: Cualquiera que fuera su causa, la fiebre aumenta el
metabolismo basal.
Embarazada: Durante el último trimestre de la embarazada hay un aumento en el metabolismo basal, ya que el feto y la placenta incrementan su actividad metabólica (debido a que van creciendo)
y porque los tejidos maternales lo hacen de igual modo. El gasto
diario de energía desciende progresivamente a lo largo de la vida adulta. En los individuos sedentarios, el determinante principal del gasto de energía es la masa magra, la cual declina alrededor de un 15% entre los 30 y los 80 años, contribuyendo a crear una
proporción de metabolismo basal más baja en los adultos
mayores. La excreción de creatinina en 24 horas (un índice de la masa muscular) está estrechamente relacionada con la proporción del metabolismo basal de todas las edades. Las encuestas de nutrición en quienes tienen más de 65 años
muestran una ingesta energética muy baja en los hombres (1400
kcal/d; 23kcal/kg/d). Estos datos señalan que la preservación de la masa muscular y la prevención de sarcopenia pueden ayudar a evitar el descenso en la tasa de metabolismo Existe un buen
registro de la pérdida de masa muscular (sarcopenia) con la edad. La excreción de creatinina urinaria, lo cual refleja el contenido de
creatinina del músculo y la masa muscular total, disminuye aproximadamente en un 50% entre los 20 y los 90 años de edad. La tomografía computarizada de los músculos de un individuo
muestra que después de los 30 años, se da una disminución en las áreas transversales del muslo, un descenso en la densidad
muscular y un aumento en la grasa intramuscular. Estos cambios son más evidentes en las mujeres Estudios de tomografía y ultrasonidos realizados en miles de hombres y mujeres revelan un
aumento de grasa y tejido conjuntivo en el interior de la célula muscular asociados al envejecimiento (Goodpaster y cols., 1001;
Trappe y cols., 2001; Izquierdo en López Chicharro (coord.), 2006) Aunque parece demostrado que pese a la pérdida de masa muscular en personas mayores que se mantienen activos
físicamente, la calidad de la masa muscular se mantiene, conservando la capacidad de las fibras musculares y no
disminuyendo excesivamente la actividad de las enzimas oxidativas musculares. Estos hallazgos sugerirían que el envejecimiento no altera de forma muy notable la capacidad de
adaptación muscular a actividades de resistencia aeróbica.
La sarcopenia es un fenómeno multifactorial en el que confluyen un
descenso de la producción de hormonas anabólicas, una actividad
creciente de las citoquinas de tipo inflamatorio que tienen un efecto
catabólico sobre el tejido muscular (interleukinas 1 y 6, factor de
necrosis tumoral α), pérdida de apetito y reducción actividad física.
El papel del IGF1 es fundamental en el desarrollo de la sarcopenia, de
manera que la disminución de masa muscular coincide con una
disminución de la producción de dicha IGF1.
Se ha mostrado que varios factores influencia la tasa metabólica. La
mayor correlación se ha hallado entre la masa magra del individuo y la
tasa metabólica basal. Se ha propuesto que el incremento en la masa
magra corporal incrementa la tasa metabólica basal, y por lo tanto se
incrementa el gasto energético total (Dolezal, et al. 2005).
Esta pérdida de masa muscular que sucede con la edad, lleva parejo
cambios progresivos a todos nos niveles: neuromuscular, anatómico,
cardiovascular, y metabolico, ya que el músculo es una estructura activa
(consume energia) y tiene un papel protagonista en ese metabolismo
basal. El entrenamiento de fuerza parece haber mostrado ser muy útil
para aumentar el ritmo metabólico de reposo en jóvenes y ancianos
(Ryan et al., 1995; Reuth et al., 1995; Dolezal, Potteiger, 1998 en
Jiménez, 2003).
Dado que la tasa metabólica basal viene a representar el mayor
porcentaje de el gasto energético diario de un individuo (~60-75% del
gasto energético total), es interesente indentificar las intervenciones que
pudieran potenciar el incremento de dicha tasa metabólica basal y en la
tasa metabólica de reposo para facilitar la pérdida de peso (Dolezal et
al, 2005). Además de considerar el proceso de sarcopenia e incluir en
el programa intervenciones simultáneas al respecto.
Dietas y alimentación “milagrosa”
Aunque ya será tratado en el capítulo pertinente, en lo referente a las
posibilidades de intervención dietética en la obesidad se debería
caracterizar no sólo por la implantación de un régimen dietético sino
también, y de manera todavía más adecuada e indispensable, por la
modificación de los hábitos alimentarios y estilo de vida, que incluyen
cambios en la actividad física diaria, situaciones de sobreingesta
puntual, ingesta impulsiva, o no planeada, así como cambios en la
composición de los macronutrientes de la dieta, como por ejemplo la
disminución del consumo de lípidos.
Existen un gran número y tipos de dietas, las cuales deberían estar
adecuadamente controladas por especialistas, debiendo ser
equilibradas y garantizar el aporte de macro y micronutrientes
necesario.
Ayudas ergogénicas en la pérdida de grasa e incremento de masa
muscular.
Muchos han abusado del sustento científico para recetar de forma
equivocada algunas sustancias que “supuestamente” pueden beneficiar
en la reducción del peso graso o en la ganancia de masa muscular.
Sobre algunas sustancias de gran aceptación popular como
“quemadores de grasas” (principalmente la Carnitina), debemos
conocer que la carnitina es un aminoácido sintetizado en hígado y
riñones a partir de la lisina y metionina. La L-carnitina o butirato (beta-
hidroxil[ganma-N-trimetilamonio]) es un cuerpo indispensable para la
penetración de los ácidos grasos de cadena larga en las mitocondrias
de las células, donde con posterioridad sufrirán la oxidación. Una vez
dentro de dichos organelos la carnitina se transforma en acilcarnitina,
mediante la acción de la aciltransferasa. Para que los ácidos grasos
puedan sufrir la beta-oxidación necesitan separarse de la carnitina, a lo
que colabora otra aciltransferasa. Por último, la carnitina libre debe
abandonar la célula, lo que hace con la ayuda de la carnitina
translocasa. La beta-oxidación de los ácidos grasos libera grupos
acetilos que penetran en el ciclo de Krebs. Hoy sabemos que la carnitina
favorece la oxidación de los aminoácidos de cadena ramificada
(Villegas, 2006)
Durante el ejercicio hay una redistribución de carnitina libre y
acilcarnitina en el músculo, lo cual no quiere decir que se pierda
carnitina que haya que reponer. No hay estudios serios de aumento del
VO2 máx. No mejora la oxidación de ácidos grasos in vivo, ni ahorra
glucógeno ni postpone la fatiga. La dosis a emplear sería de 2 a 6 g/día
(Villegas, 2006)
Sin embargo, sabemos que una ingesta de proteínas de alta calidad
suficiente (2 g/kg/día) nos suministra suficiente lisina y metionina como
para sintetizar la carnitina necesaria para el transporte de ácidos grasos
al interior de la mitocondria.
Los estudios más rigurosos (Heinonen OJ.et al 1996); ( Juhn MS. 2002);
(Koh- Banerjee PK et al., 2005 citados por Villegas, 2006) demuestran
que:
1) Los suplementos de carnitina no mejoran la oxidación de las grasas
in vivo, ni mantienen las reservas de glucógeno ni postpone la fatiga
durante el esfuerzo. 2) No reducen la grasa corporal
3) No induce una activación del complejo piruvato deshidrogenada (que
es muy activo de por sí durante el ejercicio). 4) No afecta al VO2máx 5)
No hay deficiencia de carnitina demostrada en esfuerzos deportivos
Pero es que además sabemos que nuestro organismo se adapta a las
situaciones que le vamos proponiendo, si realizamos una dieta
normalmente restrictiva y desequilibrada, ocurrirá una disminución de
peso, pero como lo más común es dejar dicha dieta (por eso
deberíamos buscar mejor instaurar hábitos de manera progresiva, que
realizar dietas imposibles) el organismo recuperará sus reservas y,
posiblemente, algo más (para el caso de que vea sometido a un nuevo
período de restricción).
¿Ejercicios “milagro”?
Al respecto de supuestos ejercicios “milagro” que nos puedan conducir
a pensar en eliminar la grasa de manera “localizada” con ejercicios
(normalmente de fuerza y con elevado número de repeticiones),
debemos entender que la movilización de AGL desde el tejido adiposo
es un fenómeno que depende de muchas variables, pero las
neuroendocrinas tienen un rol sobresaliente en este sentido. Tal como
se ha visto en otros capítulos de este libro, las hormonas, al viajar a
través del torrente sanguíneo, modularan la movilización de ácidos
grasos en dependencia del flujo sanguíneo que presente una
determinada región adiposa. El flujo sanguíneo sobre el tejido adiposo
podría modificarse con ejercicio físico (pero no en forma localizada), en
dependencia del ritmo metabólico que presente este. Por tanto, el ritmo
metabólico de un determinado depósito adiposo determinará su ritmo
de flujo sanguíneo, lo cual determinará el ritmo de envío de hormonas
lipolíticas, a estas regiones, pero este envío no dependerá del grupo
muscular ejercitado. Por esto, la creencia popular sobre la movilización
localizada del tejido adiposo no tendría una base científica y debe ser
erradicada (Ramírez, 1996). Por tanto, la utilización de la grasa corporal
localizada no depende de involucrar a dicha zona mediante ejercicio,
teniendo los mismos, además, un carácter localizado que conllevan un
bajo gasto energético (Brungart, 1993; Katch, et al, 1984 )
Al respecto de la utilización de algunos aparatos destinados a un
supuesto entrenamiento “pasivo”, debemos considerar que los
protocolos de entrenamiento que no promuevan una modificación del
ambiente hormonal (catecolaminas, insulina) durante el ejercicio físico
no serian tan efectivos con respecto a la reducción del contenido graso
de los adipocitos. Así por ejemplo, la utilización de electroestimulación
no parece resulte tan efectiva con respecto a la modificación del
ambiente hormonal (Maughan, R.J., Shirreffs, S.M., 1996).
Conclusiones al respecto de intervenciones positivas en relación
a la variación en la composición corporal.
En la mayoría de sujetos, el objetivo inicial debería ser perder el 10%
del peso corporal en los primeros 4-6 meses para después realizar
ajustes con inclusión de fases de mantenimiento, si bien esto supone
en ocasiones una menor motivación y adherencia de los sujetos. Este
planteamiento supondría perder unos 0,5 a 1 Kg por semana, siendo la
pérdida más acentuada asociada a la pérdida de agua inducida por la
reducción de los depósitos de glucógeno (López Mojares en López
(coord), 2006)
Se ha aconsejado que bajo condiciones de igual déficit calórico, la
restricción calórica es más efectiva en la reducción de peso corporal,
pero el incremento de ejercicio físico es más efectivo en la pérdida de
grasa corporal y en el mantemiento de la masa libre de grasa. Además,
el ejercicio lleva a un más deseable perfil lipídico que la dieta (Tsai y
cols., 2003)
Por otro lado parece que el nivel de ejercicio regular no afecta
sensiblemente a la ingesta de alimientos ni cuantitativa, ni
cualitativamente (king y cols, 1997), pese a que a este respecto se
muestran algunas nuevas evidencias que podría ser necesario
conosiderar.
La inclusión de ejercicio en los programas de control de peso también
puede influir favoreciendo la tolerancia psicológica de las dietas
hipocalóricas y por tanto, mejorando la adherencia (Baeete y cols,
1995). Se ha apuntado la posibilidad de que el ejercicio incremente el
consumo energético de reposo y ha sido tema de discusión con
resultados a favor y en contra (López Morajes). No obstante, y a pesar
de que esto pudiese ocurrir en sujetos con peso adecuado, en obesos
parece no ser así. Por un lado, porque en sujetos obesos, generalmente
con patologías asociadas como cardiopatías o transtornos respiratorios
o articulares, resulta muy poco probable que realicen ejercicio a una
intensidad y duración suficiente como para inducir el cambio, y además
porque estos sujetos suelen sufrir transtornos en la respuesta de las
catecolaminas , con menores cifras de adrenalina (no así de
noradrenalina) y una menor resistencia a la insulina tras el ejercicio
(Saltzman y cols, 1999; Berggren y cols, 2004).
Al respecto de la intervención con programas de ejercicio físico, se debe
atender a unos criterios básicos de prescripción (ver capítulo 7),
apoyado por una adecuada intervención a nivel nutricional (entre las
múltiples estrategias) a corto y medio-largo plazo, apostando por una
modificación en los hábitos nutricionales, todo ello apoyado en un
adecuado control biomédico y psicológico (lo cual hace más que
necesario el entender el proceso desde la necesidad de interrelacionar
a especialistas de la medicina, psicología y ciencias del ejercicio físico).
Obesidad y ejercicio
La obesidad es entendida como una enfermedad crónica donde la
acumulación de tejido adiposo en el cuerpo, por encima de ciertos
niveles, pueden afectar a la salud de manera negativa. El término de
“enfermedad crónica” es utilizado debido a que es considerada en el
grupo de enfermedades que son difícilmente recuperables con el
arsenal terapéutico del que se dispone actualmente (Barbany; Foz,
2002).
De acuerdo a los datos de la organización mundial de la salud, la
obesidad y el sobrepeso ha alcanzado caracteres de epidemia mundial:
más de mil millones de personas adultas tienen sobrepeso y de ellas al
menos 300 millones son obesas. La creciente preocupación por la
obesidad se debe sobre todo a su asociación con las principales
enfermedades crónicas de nuestro tiempo (enfermedades
cardiovasculares, diabetes, hipertensión arterial y ciertos tipos de
cáncer).
Además, no parece que la simple ecuación: comer menos + hacer
ejercicio sea igual a pérdida de peso, considerando la misma como
reducción de la grasa corporal. El balance calórico negativo acentuado
parece informar a nuestros genes que estamos en período de escasez
alimentaria y moviliza nuestro organismo a conservar la energía
almacenada (Simón, Del Barrio, 2002; Campillo, 2007, Gale et al.,
2004). Así se entendería la entrada en un proceso de resistencia a la
pérdida de peso determinado por un desequilibrio en el funcionamiento
bioquímico de regulación de la actividad del adipocito.
Claro ejemplo de ello son los comentarios de A. J. Stunkard (1972), “la
mayor parte de las personas obesas no se tratan su obesidad. De
aquellos que se tratan, la mayor parte no perderá peso, y de los que
pierden peso la mayor parte volverá a recuperarlo”. Un estudio
retrospectivo de las publicaciones en los últimos 70 años, llega a la
conclusión de que a los 5 años el 90-95 % de los individuos ha
recuperado el peso inicial (Ayvad y Andersen, 2000)
Mientras el déficit de un solo factor en el circuito catabólico conduce a
una acusada obesidad, en el circuito anabólico parecen existir varios
sistemas redundantes relacionados con la existencia de ciertos
mecanismos defensivos ancestrales para luchar contra la escasez de
alimentos, cuya expresión práctica es el “genotipo ahorrador” (Campillo,
2007). Pero si esta herencia tiene un papel decisivo, son los factores
ambientales quienes los actualizan.
Por todo ello vamos a iniciar un proceso orientado, fundamentalmente
a desarrollar algunas conclusiones y aplicaciones prácticas para
profesionales del ejercicio físico, en base al estado actual de
conocimientos entorno a las posibles interacciones entre:
El tejido adiposo, como principal protagonista de nuestro objetivo y en relación a los últimos posicionamientos en los que se
determina un papel dinámico y activo que va más allá de suponer un mero elemento energético.
Los sistemas metabólicos y neuro-endocrinos, en su relación
con dicho tejido adiposo y su respuesta adaptativa a determinados
estímulos (como por ejemplo el ejercicio físico).
El sistema neuro-muscular y su respuesta al proceso de envejecimiento, con las repercusiones a nivel fisiológico y su clara influencia, tanto en lo referente a repercusiones por las alteraciones originadas por el exceso de grasa, como por su acción directa en el metabolismo basal y gasto energético. Todo ello nos conducirá, inicialmente, a entender y replantear la obesidad como algo que va más allá de un exceso de grasa corporal y que quizás debería empezar a abordarse como un estado inflamatorio sistémico que contribuye a los riesgos cardiovasculares y a la vasculopatía asociados con dicha problemática y a desarrollar propuestas adecuadas en relación a una dosis óptima para el logro del objetivo pretendido
(entendiendo así mismo, que en el presente artículo únicamente se abordará la perspectiva del ejercicio físico, debiendo completarse el tratamiento con un adecuado abordaje a nivel de educación en hábitos nutricionales y dietoterapia, sobre las que solo se harán comentarios que complementen nuestra
intervención, correspondiendo el adecuado tratamiento de dicha parcela por parte de los profesionales de la misma).
Obesidad: algo más que la acumulación de tejido adiposo
El tejido adiposo, clásicamente considerado como un reservorio de
energía, además de sus funciones metabólicas, constituye un órgano con una gran capacidad de recibir y generar información de su medio ambiente. En las últimas décadas se ha observado como varias sustancias secretadas por el adipocito han sido involucradas en diferentes funciones biológicas tales como la homeostasis energética, sensibilidad a la insulina, metabolismo de los lípidos, inflamación e inmunidad (Mahecha y Rodrigues, 2008). Considerando el tejido adiposo
como un órgano secretor activo, que responde a señales que modulan el apetito, el gasto energético, la sensibilidad a la insulina, el sistema endocrino, el sistema reproductor, el metabolismo óseo, la inflamación
y la inmunidad, podemos empezar a vislumbrar la realidad de entender la obesidad como una enfermedad inflamatoria, donde existiría un desequilibrio funcional de dicho adipocito. El proceso inflamatorio local que se asocia a estos cambios en el tejido adiposo altera su funcionalidad tanto metabólica como endocrina. Y estas modificaciones
ya se pueden apreciar en las etapas tempranas de la vida en niños y
adolescentes que presentan un cierto grado de obesidad.
En este sentido, debemos atender a las evidencias actuales en las que
ha sido demostrado que el tejido adiposo produce moléculas
inflamatorias e inmunes que pueden estar involucradas en las
complicaciones relacionadas con la obesidad (Clement et. al., 2004;
Mahecha y Rodrigues, 2008). Así dicha obesidad, especialmente la
visceral, está asociada con una inflamación crónica sub-clínica,
indicada por el aumento de los marcadores inflamatorios. De esta
manera la obesidad se caracterizaría por una acumulación de
macrófagos en el tejido adiposo, y agregan una nueva dimensión en la
manera como debemos entender e interpretar la génesis de la obesidad
y su fuerte relación con los procesos inflamatorios que ocurren
simultáneamente en el tejido adiposo. Los macrófagos en el tejido
adiposo definitivamente contribuyen a la producción de mediadores
inflamatorios en conjunto con los adipocitos, lo que sugiere una
potencial e importante influencia de dichos macrófagos en promover
resistencia a la insulina.
Los individuos obesos presentarían niveles elevados, entre otros, de
proteína C-reactiva (PCR), factor alfa de necrosis tumoral (TNF-α) e
interleucina-6 (IL-6) en comparación a individuos delgados (Fantuzzi,
2005), coexistiendo con una reducción en los niveles de adinopectina
(adipocitoquina antiinflamatoria muy relacionada con los niveles de
TNF-α, cuyo aumento y la hipertrofia adipocitaria podrían inducir a la
disminución de los niveles de dicha adinopectina, junto a incrementar el
riesgo de desarrollar una resistencia a la insulina). La función más
importante de la adinopectina está relacionada con la disminución en la
unión de los monocitos a las células endoteliales, fenómeno siempre
presente en la aterosclerosis. También tiene acción de modulación
sobre estímulos inflamatorios e inhibe la adhesión de monocitos y
macrófagos. Podría ser preventiva de la formación de ateromas
endoteliales y jugaría un rol importante en la resistencia insulínica.
Además, dicha adinopectina, parece disminuir los niveles de
triacilglicéridos (TG) en músculo e hígado, actuando principalmente
sobre el primero aumentando el flujo y oxidación de AG (Ouchi et al,
1999; Recasens, 2004). Ello nos hace conscientes de la importancia de
que su concentración plasmática esta disminuida, como ocurre en el
caso de la diabetes tipo II y en obesidad.
En el individuo obeso, el incremento en la producción de TNF-α, parece
indicar que sería la principal responsable al alterar la regulación de la
actividad de otras adipocitoquinas producidas en el adipocito como la
IL-6.
La IL-6 producida durante dicha inflamación parece ser una activadora
importante del eje hipotálamo-adrenal, llevando al aumento de la
producción de cortisol por la corteza adrenal (Björntorn, 1997; Ljung et.
al., 2002). Dicha hipercortisolemia en individuos obesos parece estar
relacionada con diversas señales y síntomas característicos de la
obesidad como la compulsión por alimentarse y por los dulces,
irritabilidad, alteraciones del sueño, debilidad, etc. Algunos autores
(Pascuali et al., 2006;Mahecha y Rodrigues, 2008) encuentran que
mientras mayor sea la restricción calórica y los intervalos de
alimentación, mayores serán los niveles de cortisol y que dicho cortisol
en exceso podría ser un factor importante de resistencia a la pérdida de
peso.
Mecanismos potenciales para la activación del proceso inflamatorio en el tejido adiposo.
Tomado de Bastarrache et. al., 2007.621
Todo este proceso inflamatorio parece estar muy determinado por
factores como la inactividad física, la mala alimentación y la exposición
a ciertas toxinas, que tiene impacto directo en el funcionamiento del
sistema inmune (Duncan y Schmitd, 2001) y parece estar relacionada
con un aumento en el riesgo de aterosclerosis, hiperlipemia, resistencia
a la insulina y diabetes mellitus tipo 2, principalmente en los casos de
adiposidad visceral (Valsamakis G et. al., 2004)
Se sabe que existe una regulación muy fina controlada por el sistema
neuroendocrino respecto al mantenimiento del peso corporal. Así,
incluso en aquellas situaciones donde puedan haberse inducido
cambios importantes en los almacenes de grasa del organismo, sea por
restricciones dietarias o abusos en las mismas, la necesidad del
organismo por mantenerse en una zona estable generará una serie de
eventos para recuperar el valor inicial del mismo. A partir de este
conocimiento entonces, queda claro que en las personas con exceso de
peso graso algún fenómeno ha alterado en uno o en diferentes sitios los
mecanismos regulatorios y por ello se ha perdido la homeostasis en el
control del peso corporal y sobre todo de las proporciones de los
diferentes compartimientos del cuerpo (Heredia et al., 2008).
Desde nuestra posición de profesionales de la actividad física, nos cabe
conocer aspectos fundamentales del metabolismo del tejido adiposo y
de su rol hormonal, de sus potenciales complicaciones de orden
metabólico y de su capacidad para afectar otros tejidos comprometiendo
de esta manera la salud, como puede ser al incidir negativamente sobre
el músculo esquelético. Y justamente aquí, el reconocer los mejores
ejercicios para poner al tejido muscular a trabajar con fines tanto
preventivos como potencialmente curativos, puede establecer la
diferencia entre un “hacer por la salud” o un “perjudicar por inacción”
(Roig y Moral, 2008).
Sarcopenia (dinapenia) y su papel en la problemática de la
obesidad.
Dado que la tasa metabólica basal (TMB) viene a representar el mayor
porcentaje del gasto energético diario (GED) de un individuo (~60-75%
del gasto energético total), es interesante conocer algunos de los
factores que van a influir en dicha TMB a fin de identificar las
intervenciones que pudieran potenciar el incremento de dicha TMB y,
por ende en el GED para facilitar la pérdida de peso (Dolezal et al,
2005).
El gasto diario de energía desciende progresivamente a lo largo de la
vida adulta. En los individuos sedentarios, el determinante principal del
gasto de energía es la masa magra, la cual declina alrededor de un 15%
entre los 30 y los 80 años, contribuyendo a crear una proporción de
metabolismo basal más baja en los adultos mayores. La excreción de
creatinina en 24 horas (un índice de la masa muscular) está
estrechamente relacionada con la proporción del metabolismo basal de
todas las edades. Las encuestas de nutrición en quienes tienen más de
65 años muestran una ingesta energética muy baja en los hombres
(1400 kcal.día-1
; 23 kcal.kg-1
.d-1
). Estos datos señalan que la
preservación de la masa muscular y la prevención de sarcopenia
pueden ayudar a evitar el descenso en la tasa de metabolismo
Existe un buen registro de la pérdida de masa muscular (sarcopenia)
con la edad. La excreción de creatinina urinaria, lo cual refleja el
contenido de creatinina del músculo y la masa muscular total, disminuye
aproximadamente en un 50% entre los 20 y los 90 años de edad. La
tomografía computarizada de los músculos de un individuo muestra que
después de los 30 años, se da una disminución en las áreas
transversales del muslo, un descenso en la densidad muscular y un
aumento en la grasa intramuscular. Estos cambios son más evidentes
en las mujeres.
Estudios de tomografía y ultrasonidos realizados en miles de hombres
y mujeres revelan un aumento de grasa y tejido conjuntivo en el interior
de la célula muscular asociados al envejecimiento (Goodpaster et. al.,
2001; Trappe et. al., 2001; Izquierdo en López Chicharro (coord.), 2006).
Independientemente de la disminución, se produce también un cambio
en la composición del tejido muscular, llegando a aumentar el tejido
graso y conectivo dentro del músculo en más de un 80%, si éste no es
sistemática y adecuadamente estimulado. Además disminuye en mayor
proporción la cantidad de fibras del tipo II y si consideramos que este
tipo de fibras es la que posee mayor cantidad de GLUT-4 y depósitos
de glucógeno, la perdida de este tipo de fibras, predispone aun más a
la insulino resistencia, porque además también son las que presentan
mayor densidad de receptores insulínicos. En las mujeres, cuando
sobreviene la menopausia, a la perdida de la masa muscular se le suma
la disminución de los estrógenos, lo que agrega un factor adicional de
riesgo cardiovascular (y está potenciada la multiplicación de alfa
receptores adrenérgicos y con ello el depósito de grasa y una menor
utilización de la misma).
Como vemos, la sarcopenia es un fenómeno multifactorial, en el que
además va a confluir un descenso de la producción de hormonas
anabólicas, una actividad creciente de las citoquinas de tipo inflamatorio
que tienen un efecto catabólico sobre el tejido muscular (interleucinas 1
y 6, factor de necrosis tumoral α), pérdida de apetito y reducción
actividad física.621
El papel del IGF1 es fundamental en el desarrollo de la sarcopenia, de
manera que la disminución de masa muscular coincide con una
disminución de la producción de dicha IGF1 (asociado directamente a
la acción de la GH sobre el hígado, la que desciende en su producción
y liberación con el avance de la edad).
Así debemos considerar dicha pérdida de masa muscular que sucede
con la edad y que conllevará cambios progresivos a todos los niveles:
neuromuscular, anatómico, cardiovascular, y metabólico, ya que el
músculo es una estructura activa (consume energía) y tiene un papel
protagónico en ese metabolismo basal. Como ya veremos en el
apartado correspondiente, todo indica que el entrenamiento de fuerza
parece haber mostrado ser muy útil para aumentar el ritmo metabólico
de reposo en jóvenes y ancianos (Ryan et al., 1995; Reuth et al., 1995;
Dolezal, Potteiger, 1998 en Jiménez, 2003).
Finalmente sería interesante mencionar que en los sujetos con
sobrepeso e incluso con obesidad no mórbida, la capacidad de trabajo
muscular o capacidad funcional del tejido muscular juega un rol mayor
en la prevención y tratamiento de alteraciones metabólicas o
cardiovasculares. Esto significa que los sujetos que no modifican su
peso pero sí la capacidad funcional de su tejido muscular o su cantidad,
podrían prevenir dichas alteraciones (Saavedra, 2003).
Consideraciones básicas respecto a la mujer y su fisiología
Desde unos años atrás surgen los centros de fittness femenino con el
fin de cubrir las demandas “especiales” que la mujer requiere en cuanto
a la practica de ejercicio físico. Debemos preguntarnos si esas
demandas vienen impuestas por los mitos y creencias populares (no
hacer pesas puesto que aumento de talla, hacer abdominales para
perder grasa de forma localizada, solo ejercicio aeróbico...) o
cuestionarnos si es verdad que existe una demanda diferente a tenor
de las diferencia anatomo-fisiologicas entre el hombre y la mujer. Quizás
el marketing de dichos centros no deje ver la realidad realidad biológica.
Las diferentes etapas biológicas de la mujer vienen marcadas por
procesos exclusivamente femeninos como la menstruación, el
embarazo o la menopausia. Ello acontece con riesgos específicos para
la salud de la mujer en cada etapa de su vida. Aunque como veremos
las adaptaciones que se producen al ejercicio son similares en ambos
sexos, en la mujer existe una necesidad de adaptar el ejercicio a cada
una de las diferentes etapas biológicas. Igualmente existe una
necesidad de adaptar la nutrición a dichos períodos durante la vida
(aunque no es el objetivo de esta conferencia).
El termino sexo deriva de las características biológicamente
determinadas, dadas por los genes, relativamente invariables del
hombre y la mujer. Es algo inmutable, que nos diferencia y sin duda
ligado a la carga cromosómica.
Así el determinismo genético de los cromosomas XX y XY es el punto
de partida básico y es que los efectos biológicos de dichos cromosomas
se manifiestan a través de sus respectivas hormonas sexuales. Es decir,
que las diferencias entre ambos sexos en cuanto a su morfología,
fisiología y las respuestas y adaptaciones al ejercicio físico,
enfermedades ligadas al sexo o su mayor prevalencia, pueden deberse
a una “diferencia genética” natural: la presencia del cromosoma Y, que
justifica resistencia y debilidades del hombre frente a la mujer.
La mujer debido a aspectos diferenciales en su fisiología presenta
respuestas desiguales al ejercicio. No es hasta alrededor de la pubertad
(12-14 años) cuando los niños y la niñas presentan grandes cambios en
estatura, peso, curvas, anchura de los huesos y pliegues cutáneos. Es
el estallido puberal el que empieza a marcar rasgos en la morfofisiologia
femenina. En este momento la hipófisis segrega hormonas
gonadotroficas (FSH y LH) que estimulan las gónadas (ovarios y
testículos) desencadenando toda la serie de acontecimientos que
convocan la maduración sexual y los caracteres propios del género. Su
secreción normal junto con otras recientemente descubiertas
desencadenan el desarrollo de los ovarios y la secreción de estrógenos.
En el caso de los hombres los testículos secretan testosterona la cual
ocasiona una mayor formación ósea y por lo tanto hueso más grandes.
Además esta hormona produce un aumento de la síntesis proteica lo
que resulta en una mayor masa muscular. En consecuencia y como
podemos observar merced al papel que tienen cada una de estas
hormonas (estrógenos y testosterona) sobre los tejidos, da como
resultado que los hombres adolescentes sean más grandes y
musculosos que las mujeres, siendo estas características mantenidas
durante la edad adulta.
Composición corporal: grasa y mujer. Mitos y realidades.
Bien sabida es la “quejaadiposa” de la mujer de siempre acumular la
grasa en las caderas, los muslos, la “ maldita” celulitis, es definitiva, toda
esa topografía grasa que a la mujer tanto trae de cabeza. Pero sobre
esta realidad fenotípica, en la cual entraremos después con mayor
detalle, subyace que la prevalencia de obesidad es mayor en mujeres
que en hombres en la mayoría de países de todo el mundo. Aunque se
ha sugerido que las presiones evolutivas predisponen a las mujeres
para almacenar el exceso de grasa para la reproducción y la lactancia,
los factores que impulsan la mayor propensión de exceso de peso
corporal en las mujeres no se comprenden bien.
La disminución del gasto energético en reposo con la edad parece ser
mayor en mujeres (-80 kJ d-1, año-1) que en los hombres (-46,9 kJ d-1,
año-1) lo que denota un mayor riesgo de padecer obesidad con el
envejecimiento.
En hombres además el ejercicio físico se relaciona con una mayor
perdida en el porcentaje graso que en mujeres. Por tanto, programas de
ejercicio fisico resultan en reducciones menores de peso corporal y
grasa en mujeres que en hombres. Esto puede deberse a algunas
sutiles diferencias sexuales en la respuesta metabólica al ejercicio físico
así como la mayor ingesta calórica pos- ejercicio en mujeres que en
hombres.
Una línea de la investigación se ha centrado en las hormonas
gonadales, su influencia sobre los mecanismos periféricos y centrales
que controlan el apetito y el peso corporal. Otra línea de investigación
se ha centrado en las diferencias sociales y de comportamiento entre
hombres y mujeres que se relacionan con conductas de comer o
actividad. El embarazo y la menopausia también tienen consecuencias
fisiológicas y de comportamiento sobre el apetito y la regulación del
peso que confieren riesgo de obesidad elevada en muchas mujeres. A
pesar de ello, el riego cardio-metabolico asociado a la grasa visceral es
mayor en los hombres, donde esta se encuentra en mayor cantidad. Las
mujeres premenopausicas dados los acontecimiento de redistribución
de la grasa aumentan su riesgo en esta etapa de su vida.
La acumulación de tejido adiposo en la región intraabdominal,
representa el 21% del total de la masa grasa en el hombre y sólo el 8 %
en mujeres. Así las mujeres tienen más grasa corporal que los hombres
para un mismo BMI o IMC (Body Mass Index o índice de masa corporal.
Los depósitos de las mujeres
constituyen el 40% del total del peso corporal en comparación con el
28% de los hombres. Fue Vague (1956) quien sugería que lo importante
no era sólo la cantidad total de adiposidad corporal, sino el sitio donde
se acumula. Así la mujer pese a tener una mayor grasa que el hombre,
este último padece más enfermedades asociadas a la misma. Este
científico describió la existencia de dos patrones generales de
distribución regional del tejido adiposo, ginoide y androide. (Vague,
1956). (Figura 1)
La desigualdad cantidad y disposición sexual de la grasa representa una
adaptación metabólica y mecánica útil para la especie. Cada vez son
mayores las pruebas que sugieren el efecto protector de la grasa glúteo-
femoral.En mujeres la disposición glútea le permite equilibrar la
vasculación pelviana cuando sobreviene el embarazo. Además
representa un almacenamiento graso metabolitamente no “peligroso” y
mecánicamente adecuado, necesario para asegurar el soporte
energético para la gestación y lactancia. En las mujeres predomina en
la región inferior del cuerpo (distribución ginoide) y en el territorio
subcutáneo mientras que en los varones lo hace en la mitad superior
con mayor tendencia al depósito en las regiones abdominales profundas
(distribución androide), La grasa masculina queda por encima de la
línea horizontal que pasa por el ombligo y por el disco L4-L5 mientras
que la femenina lo hace por debajo de esta línea. Existe con la edad
una tendencia hacia una redistribución centralizada de la adiposidad,
especialmente marcada en las mujeres postmenopáusicas (Pancini y
cols, 2008). También se ha descrito patrones caracterizados como
central periférico o troco-extremidades.
El aumento de la masa grasa del muslo en mujeres está relacionado
con la hiperplasia de los adipositos en vez del aumento de su tamaño
(21, OB.REV)
Los hombres desarrollan, en paralelo a una condición endocrina con
crecientes concentraciones de testosterona, una mayor componente
“no graso”, y este suele ser en proporción más troncal. Los estrógenos,
hormonas ováricas, por el contrario actúan sobre la maduración ósea,
balance hídrico y componente graso. De este modo el componente
graso se incrementa más de un 100% en el caso de las niñas en su
transición puberal (Cabalas et al, 2010) El inicio de la función menstrual
y su mantenimiento demanda este nuevo estatus. El acumulo graso en
forma de panículo adiposo es una fuente indirecta de obtención de
estrógenos no ováricos ya que él se potencia la aromatización de
hormonas andrógenas.
Un hecho importante antes de considerar los patrones de distribución
grasa y en relación al control de peso, es que en líneas anteriores
hemos descrito como la mujer presenta una mayor masa grasa y menor
masa magra que los hombres. El músculo es un tejido metabolicamente
muy activo, representado una alta tasa metabólica en relación a su
cantidad. Así algunos estudios han demostrado que la cantidad de
calorías gastadas diariamente por la mujer representadas por su
metabolismo basal son menores que las del hombre
Factores que determinan el patrón de distribución graso.
El almacenamiento y la utilización de la reserva energética contenida en
las gotas lipídicas de los adipocitos viene determinada por sistemas
reguladores multifactoriales que actúan de una manera coordinada para
originar una respuesta celular adecuada a los estímulos extracelulares,
caso del ejercicio como esíimulo estresor del organismo.
La adiposidad la podemos “reducir” a un balance entre la energía
entrante y la energía saliente. Aunque la ecuación energética a priori
parece sencilla, resulta tremendamente difícil dada la cantidad de
factores que intervienen en el control del “set point” adiposo, un objetivo
más deseado en la mayoría de las mujeres.
Con el fin de entender la prescripción de ejercicio con fines de
enmagrecimiento debemos antes recabar cuales son los aspectos
fisiologicos que conducen a tales efectos.
Un primer factor que determina la cantidad y la distribución de grasa es
el bagaje genético (Comuzzie et al., 1998). Pero además la interrelación
de múltiples genes, factores medioambientales, fisiológicos y el propio
comportamiento del individuo, determina la distribución de grasa. Cabe
llamar la atención el rol de las hormonas en todo este proceso. Así
sabemos que el “entorno hormonal” repercute notablemente en la
topografía de la grasa corporal y por tanto en la adiposidad. Vamos a
empezar viendo y describiendo como determinadas hormonas accionan
el mecanismo lipolitico o lipogénico y la relación existente con el
ejercicio físico.
Son varias las hormonas que regulan el tejido adiposo. Entre las
principales se encuentran las catecolaminas, el cortisol, la GH, las
hormonas tiroideas, glucagón, la insulina, los andrógenos y los
estrógenos.
Prácticamente todas las hormonas mencionadas se relacionan entre sí
y responden al ejercicio físico. Por lo tanto el ejercicio es uno de los
principales puntos de conexión entre los moduladores hormonales de la
ingesta y el gasto de energía.
Lipólisis/lipogénesis y entorno hormonal
El balance entre la movilización lipídica, proceso controlado por la
actividad de la lipasa sensible a hormonas (LSH), y el almacenamiento
de ácidos grasos procedentes de la hidrólisis de los triacilglicéridos de
las lipoproteínas circulantes (quilomicrones y VLDL), que viene regulado
por la acción de la lipoproteína lipasa (LPL), lo que constituye una diana
clave para el control coordinado del metabolismo lipídico de los
depósitos adiposos, en respuesta a diferentes situaciones fisiológicas
(Samra, J.S., 2000) y depende tanto de la localización anatómica del
tejido adiposo como del entorno hormonal (Hellmer, J. et al, 1992;
Rubuffe-Srive, M et al, 1989). El proceso lipolítico mejor caracterizado
hasta el momento es el mediado por catecolaminas el cual se sabe se
encuentra alterado en la obesidad (Lafontan y Langin, 2009). Las
catecolaminas accionan sobre receptores alfa y beta adrenérgicos
provocando respuestas diferentes en ambos casos como veremos a
continuación.
El balance entre los distintos receptores adrenérgicos beta1, beta 2,
beta 3 y alfa 2 en los adipocitos, así como la afinidad de las
catecolaminas por los diferentes tipos de receptores adrenérgicos
constituyen puntos clave en la regulación del metabolismo lipídico. De
esta forma los receptores alfa 2 tienen acción antilipolítica, mientras que
los beta1 y beta 2 son lipolíticos. Destacar por tanto que el efecto de las
catecolaminas sobre el tejido adiposo dependerá del balance funcional
entre sus receptores alfa y beta, siendo y pudiendo ser modificado por
la obesidad, ayuno, diabetes, hipertiroidismo, ejercicio físico, etc.
Se evidencia que en hombres, los adipocitos de la región visceral son
más sensibles a la estimulación beta-adrenérgica que los adipocitos de
la región subcutánea (Hellmer, J. et al, 1992; Rubuffe-Srive, M et al,
1989; Mauriege, P., et al, 1987) al contrario de lo que ocurre en mujeres
premenopausicas (Rubuffe-Srive, M et al, 1989). En mujeres, las
diferencias en la respuesta catecolaminérgica entre adipocitos de la
región subcutánea y la visceral son atribuidas al mayor número de
receptores alfa2 presentes en los depósitos de la región inferior,
principalmente de naturaleza subcutánea (161,174-178).
Los efectos “estresantes” tanto a nivel fisiológico como psicológico
causan la activación del SNS y la liberación de catecolaminas. Estas
actúan sobre receptores beta adrenérgicos desencadenando la
activación de proteínas Gs que a su vez induce la actividad de la
adenilato ciclasa produciendo un aumento del AMP cíclico citosólico. El
AMPc se une a la PKA quien fosforila a la HSL produciendo su
translocación desde el citosol a la superficie de la gota lipídica donde
ejerce su función (Brasceule et al, 2000). Pero a pesar de ser una
protagonista indiscutible del proceso lipolítico, la HSL no es la única
lipasa que media el proceso. Así en el 2004 varios fueron los grupos de
investigación que dieron cuenta de otra lipasa a la que denominaron
lipasa de triglicéridos de adipositos (ATGL), desnutrina o fosforilasa A2
(Jenkins et al, 2004; Villena et al,2004; Zimmermann et al.,2004). Esta
enzima presenta una especificidad de sustrato 10 veces mayor para los
triglicéridos que para los diacilgliceridos, por lo que se ha sugerido que
el primer paso de la lipólisis es llevado a cabo por esta enzima mientras
que la conversión de diacilgliceridos en
monoacilgliceridos es llevada a cabo por la HSL (Zimmermann et
al,2004). A partir de aquí la lipasa monoacilglicerido lleva a vabo la
hidrólisis que dará como producto final ácidos grasos y glicerol
(Fredrikson et al.,1986).
La PKA además fosforila a la perilipina A. Esta proteína se encuentra
de forma constitutiva recubre la gota lipídica en toda su superficie a
modo de armazón haciéndola inaccesible a la acción de las lipasas y
por tanto siendo critica en los procesos lipolíticos. En condiciones
basales la perilipina esta unida a una proteína (CGI-58) activadora de la
lipasa de triglicéridos de adipositos. Por lo tanto el accionado
catecolaminergico produce la fosforilación, vía PKA, de dicha proteína
lo cual produce un cambio en su conformación dejando libre a CGI-58 y
activando está a la ATGL (Gunneman et al.,2007; Miyoshi et al.,2007;
Sabrammanian et al;2004; Yamagachi et al.,2007). La bajada de los
niveles de AMPc dan lugar a la disociación de ATGL y CGI-58
uniendose ésta última a la perilipina A y disminuyendo la tasa lipolítica
celular (Lafontan y Langin, 2009)
Figura: “On-catecolaminergico” de los beta receptores en el adipocito
Los estrógenos inducen la síntesis de la LPL al menos en la región
glúteo- femoral, que se caracteriza además por contener un elevado
número de receptores alfa2, lo que implicaría una acumulación
preferencial de ácidos grasos en la zona glútea, contrariamente a lo que
ocurre en el sexo masculino. Esta distribución se torna diferente en la
menopausia.
Durante el embarazo y la lactancia la actividad LPL femoroglutea
disminuye y al mismo tiempo se incrementa la lipólisis en esta región,
indicando que esta grasa tiene vinculación casi exclusiva con el
sostenimiento energético durante la gravidez y la lactancia. Igualmente
la prolactina actúa promoviendo la adipogenesis (Freemark et al.,2001)
remodelando el tejido adiposo durante el embarazo y la lactancia (Flink
et al.,2003).
La LPL adiposa aumenta en la obesidad y paradójicamente lo hace
luego de la perdida de peso en respuesta a la realimentación. Esto dota
a la LPL como posible enzima reguladora del “set point graso del
adipocito”. Sin embargo el aumento de la LPL en respuesta a la
alimentación se debe a un mecanismo de tipo postranscripcional,
mientras que el debido a la perdida de peso se debe a un aumento de
la síntesis de la enzima, indicativo de diferentes mecanismo regulatorios
de la lipgénesis (Kerr PA, 1996).
La actividad lipolitica como anteriormente se comento esta
principalmente regulada por la acción de las catecolaminas sobre los
receptores adrenergicos beta que mediante una cascada de
señalización intracelular activan la LHS (lipasa hormono sensible)
llamada así por que su actividad es regulada por las catecolaminas, GH,
glucagón, corticosteroides, ACTH y la insulina que se opone a la acción
de los anteriores. La lipólisis es estimulada además por el frio, el
ejercicio y la hipoglucemia a través de la estimulación hipotalamica del
sistema simpatico, cuyas terminaciones liberar noradrenalina en los
tejidos efectores, estimulando los receptores beta.
Existe cambios asociados a la edad siendo los momentos criticos para
el desarrollo del tejido adiposo a los 2, 10-11 años, con la pubertad,
durante la adolescencia y después de los 50 años con el advenimiento
de la menopausia donde se produce un centralización de la grasa.
Figura: Importancia de la regulación de la LPL
Si bien el balance lipolisis/lipogénesis es altamente relevante no menos
importante es el papel de los estrógenos. Así estudios en animales
demuestran como los machos tienden a acumular grasa en la zona
visceral y menos subcutánea que las mujeres. Ratas ovarictomizadas
denotan un aumento de la grasa visceral y una disminución de la
subcutánea. ¿Cómo actúan las hormonas sexuales?
Es importante el considerar la relación existente entre el porcentaje de
grasa en la mujer y el mantenimiento de la función menstrual (López
Chicarro, 2006).
Así la creencia de cuanto menos grasa mejor es un error de
considerable magnitud. Ya en la era prehistórica existía el conocimiento
intuitivo de que la grasa en la mujer era señal de fertilidad y capacidad
para poder atender el climaterio y la lactancia. A las funciones clásicas
de la grasa como almacén energético, función mecánica, aislante
térmico y determinante de la morfología se le añade con el
descubrimiento de la leptina en 1994 (hormona producida por el tejido
adiposo con numerosas funciones en la regulación ingesta alimentaria,
reproductora, etc.) una función endocrina esencial. Así el TA produce
gran cantidad de hormonas conocidas en su conjunto como adipocinas
que regulan funcionen tan importantes como la reproducción. Existe un
nivel crítico de grasa corporal necesario para no interrumpir el eje
hipotalamo-hipofisis-gonadal lo que conlleva el cese de la menstruación
(López, 2006).
Figura:_La Venus de Willendorf, pequeña figura de piedra de 11 cm (circa 25.000 a.C), representa para muchos antropólogos y críticos de arte una de las primeras muestras de la relación entre la forma del cuerpo de una mujer y la función principal que de ella se esperaba, la fecundidad y procreación (Naturhistorisches Museum, Viena; fotografía de Erich Lessing)
Continuando el papel de la leptina resulta llamativa la progresiva
elevación de la misma durante el desarrollo, como podemos observar
en la figura_.Esta leptina es el aviso de que ya está el organismo
preparado para la pubertad y eventualmente para la gestación y la
nutrición.
Existe una relación entre el peso total, la masa muscular u el contenido
de grasa relacionandose con la DMO.
Destacable el papel que tiene el TA en la conversión de andrógenos en
estrógenos lo que puede proporcionar una protección importante de la
masa ósea cuando la producción de estrógenos ováricos disminuye en
la mujer (Perel y cols,1979).
Se ha apreciado desde su descubrimiento que la leptina disminuye la
adiposidad, tanto por la menor ingesta de alimentos así como por el
aumento del gasto energético periférico. Se muestra como la leptina
ademas ejerce varios efectos positivos mediante la activación de la
AMPK.
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