Beltran Villegas, M. Perspectivas contemporáneas de las ciencias sociales.

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MIGUEL ÁNGEL BELTRÁN VILLEGAS Colección Asoprudea No. Seis Perspectivas Contemporáneas de las CIENCIAS SOCIALES

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MIGUEL ÁNGEL BELTRÁN VILLEGAS

ColecciónAsoprudeaN o. S e i s

PerspectivasContemporáneas de lasCIENCIAS SOCIALES

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2 Miguel Ángel Beltrán Villegas

Bloque 22 Ofi cina 107 Ciudad UniversitariaTeléfono: 219 53 60Fax: 263 61 06E-mail: [email protected]

PERSPECTIVAS CONTEMPORÁNEAS DE LAS CIENCIAS SOCIALES

© Colección Asoprudea, No. SeisPrimera edición, mayo de 2011ISBN: 978-958-98566-4-21.200 ejemplares

Miguel Ángel Beltrán VillegasProfesor AsociadoDepartamento de Sociología Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá

Comité Editorial de Colección Asoprudea:Óscar Castro GarcíaMaestro en Letras (Literatura Iberoamericana), Universidad Nacional Autónoma de México

Darío Gil TorresMagíster en Salud Colectiva, Universidad de Antioquia

Marco Antonio Vélez VélezMagíster en Filosofía, Universidad de Antioquia

Editor:Víctor Villa MejíaMagíster en Lingüística, Universidad del Valle

Impreso por:Producciones Colombianas, Medellín.Email: [email protected]

ColecciónAsoprudea

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Presentación ........................................................................5

Prólogo ................................................................................9

Teoría de las Ciencias Sociales

Perspectivas contemporáneas de las Ciencias Sociales .......23

El dilema: acción o estructura. ............................................45

¿Pensar la Historia en tiempos posmodernos? .....................81

Entre la Historia y la Sociología: .......................................................111

Los clásicos y la Sociología contemporánea .......................141

La Sociología hoy: Nuevos horizontes y viejos problemas .161

Globalización y Sociología ..................................................181

Práctica de las Ciencias Sociales

Estudiantes, política y universidad ......................................203

Colombia: guerra y política .................................................223

México: revolución, hegemonía y transición .......................241

CONTENIDO

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PRESENTACIÓN

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Las efemérides y celebraciones como este 15 de Mayo, Día del Profesor Universitario, abren la posibilidad del don, como es el caso en todo evento de esta índole. Don de la palabra y la escritura es lo que podemos hacer entre nosotros miembros de comunidades académicas. El fl uir de la escritura está allí para testifi car la experiencia de del ser común propio de nuestra condición de profesores. Solo podemos dar de aquello que tenemos: textos, palabras, argumentos, razones.

Ser docente universitario abre un compromiso mayor. Una forma de excelencia reclamada por ser portadores de un saber en su más alta expresión de cientifi cidad. Y allí, tanto los discursos de las Ciencias Naturales y Exactas, como de las Ciencias Sociales y Humanas, nos reclaman como portadores de algo que damos a los otros como conocedores de un más allá de las evidencias de la vida natural y social.

Un docente universitario solo puede dar testimonio de sí, desde los fl ujos escriturales; y eso es lo que han posibilitado los seis números de la Colección Asoprudea. O como diría el fi lósofo francés Michel Foucault, es necesario inscribirse como docente en el devenir de un discurso anónimo e impersonal

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que todos construimos en el día a día del discurrir de las universidades, en tanto espacios donde se mueve el saber, sobre la base de los supuestos de la democracia, la autonomía y el ejercicio de la libertad del pensar.

Libertad del pensar, crítica del pensamiento. Algo de lo que a veces nos olvidamos como universitarios, pendientes solo de la efi cacia de los discursos articulables al mercado de los símbolos, que como todo mercado deprecia y aprecia, según sus inefables leyes. Libertad del decir, aun cuando ese decir rompa, como dice un sociólogo contemporáneo como Alain Touraine, con el Discurso Interpretativo Dominante. Discurso hecho de justifi caciones, dominaciones y legitimaciones de aquello que es injustifi cable: la reducción de la gran mayoría a la pobreza material y mental.

Con este número seis, cuyo título es Perspectivas Contemporáneas de las Ciencias Sociales, del Profesor Miguel Ángel Beltrán, nos adentramos en el debate sobre las Ciencias Sociales y su rol como discurso crítico interpretativo de la realidad de un capitalismo cognitivo, globalizador e individualizador. El profesor Beltrán da cuenta críticamente, desde un referente de Teoría Crítica de la Sociedad, de la confrontación a esta realidad social, cada vez más asfi xiante y lacerante. Los análisis del profesor Beltrán son sólidos teóricamente y se apoyan en lo mejor de la tradición clásica y contemporánea de la Sociología. Es esto lo que se denomina hoy pensamiento crítico, cuyo ejercicio demanda la invocada libertad de pensar.

Marco Antonio Vélez VélezPresidente Asoprudea

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Dice Zygmunt Bauman que el arte del pensamiento sociológico se centra en ofrecer argumentos, ampliar las explicaciones, comprender las relaciones humanas, realizar abstracciones de la multiplicidad de los hechos, y que como tal, el arte del pensamiento sociológico contribuye a aumentar el panorama de la libertad1. Puede decirse entonces que a la Sociología y a los sociólogos les corresponde la tarea de promover el conocimiento de la sociedad y de ellos mismos y, también, la de alcanzar más sensibilidad, en tanto el saber sociológico “aguza nuestros sentidos, nos abre los ojos para que podamos explorar las condiciones humanas que hasta ahora habían permanecido casi invisibles para nosotros”2. Esta tarea de la Sociología toma como preocupación central al individuo, su vida y sus condiciones sociales, y convierte en fuente de producción teórica lo que las personas buscan, hacen, viven o sufren.

1 Bauman, Zygmunt. Pensando sociológicamente. Buenos Aires: Nueva Visión, 1990, p. 22.

2 Ibid.

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Se ha dicho que la función del académico e intelectual es propiciar las condiciones de emergencia de discursos con pretensión de verdad, que estimulen el pensamiento, la reflexión y la critica a las condiciones sociopolíticas y económicas en las que se desenvuelve la sociedad. En tal medida, un intelectual es un individuo que asume la responsabilidad de hablar para producir efectos y motivar acciones a favor de las ideas que defi ende con argumentos.

Los textos reunidos en este volumen, con el titulo Perspectivas Contemporáneas de las Ciencias Sociales, muestran la vigencia que para el investigador y docente universitario tiene la teoría y el pensamiento en la comprensión de los problemas de su tiempo. En efecto, el profesor Beltrán presenta a lo largo de estos ensayos una panorámica amplia y rigurosa de lo que ha sido el debate y el transcurrir analítico de las teorías sociales y, de la teoría sociológica más específi camente. En sus páginas, el texto ilustra con suficiente detalle y fundamentación los elementos centrales que han hecho mover la refl exión y el análisis de la investigación sociológica, y va mostrando, sistemáticamente, la presencia del pensamiento sociológico en los grandes debates de la Sociología clásica y contemporánea.

Bien sea que la sociología adopte el interés por los problemas cruciales de su tiempo, o por generar construcciones cada vez más abstractas y complejas, su misión esencial es estrictamente científi ca y, como tal, se trata de una empresa interpretativa que aporta y da vigencia a las teorías científi cas producidas en su campo.

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Sin embargo, el trabajo del científi co social no lo excluye de comprometerse con el mundo en que vive y con frecuencia su responsabilidad como intelectual lo empuja a producir refl exiones que expresan su visión del mundo y sus posturas frente a los problemas más cruciales de la sociedad. Es ésta la manera como el científi co social observa y participa de la realidad más inmediata: interpretando, proponiendo, evaluando y ejerciendo la crítica.

En tal sentido al sociólogo, además de un papel científi co e investigativo, también le corresponde expresar sus propios puntos de vista que, valga decir, también son sociológicos, puesto que han sido formulados desde la lógica del discurso sociológico y responden a las exigencias de la refl exión y el análisis teórico. Aunque, no obstante, el sociólogo como individuo también expresa sus sentimientos y valoraciones del mundo que lo rodea y tiene una particular visión de los fenómenos más signifi cativos de la realidad social y política: la justicia, la libertad, el poder, la democracia y los derechos humanos que, entre otros aspectos centrales de la sociedad moderna, constituyen un eje de preocupación constante en la actividad pensante de los científi cos sociales.

En cualquier caso, el sociólogo expresa un “ofi cio” que se reclama de la construcción teórica y la capacidad crítica. Este último aspecto, el de la crítica, adquiere plena validez en las ciencias sociales, toda vez que, ante un modelo de científi co colocado en una torre de marfi l, alejado de los problemas reales de su sociedad, se ofrece la opción de un investigador asumiendo que parte de su tarea es interpretar problemas complejos e indicar soluciones prácticas. Por lo tanto, el

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sociólogo –como lo propone Bourdieu– está en condiciones de mantener una relación teórica con la práctica y a su vez una relación practica con la práctica misma3.

En efecto, el científi co y el investigador participan con su conocimiento en la sociedad, adoptan perspectivas, sugieren e indican salidas y, en tanto lo que hacen, los convierte en agentes sociales del juego científi co; y desde ese campo despliegan intereses y elaboran estrategias para razonar desde la ciencia y a su nombre. Por otro lado, el científi co social adopta un papel como intelectual en la sociedad y desde allí habla, se pronuncia, produce académicamente y manifi esta su interés por lo universal, con autonomía e independencia, pero sin indiferencia4.

El sociólogo, investigador y académico, miembro de la comunidad de científi cos sociales, actúa en nombre de la razón: sus ideas lo guían y le garantizan autonomía frente a los poderes que pretenden encasillarlo. De allí es posible afi rmar que es “en la autonomía más completa con respecto a todos los poderes, donde reside el único fundamento posible de un poder propiamente intelectual, intelectualmente legitimo”5.

La función científi ca, social y política del sociólogo y, en general de los científicos sociales cuando actúan como

3 Cfr. Bourdieu, Pierre. Intelectuales, política y poder. Buenos Aires: Eudeba, 2009.

4 Véase: Bobbio, Norberto. La duda, la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea. Buenos Aires: Paidós, 1998.

5 Bourdieu, op.cit., p. 172.

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intelectuales académicos, es admitir que tienen el deber y la responsabilidad de encontrar explicaciones a los grandes problemas de su sociedad, identificando sus causas y ofreciendo alternativas para su solución.

Los artículos que a continuación se publican en esta edición corresponden a las refl exiones que el profesor Beltrán ha desarrollado, desde diferentes ángulos y en momentos distintos, sobre diversos tópicos desde la sociología, especialmente; pero también desde la historia y la política actual.

Los problemas, ciertamente la mayoría de ellos teóricos, que aquí se plantean, obedecen al interés y a la preocupación académica que el autor ha tenido a lo largo de su vida intelectual y la cual le ha llevado a considerar un conjunto de fenómenos, que en la sociología y en las ciencias sociales han sido centrales y objeto de preocupación y debate científi co. Cabe destacar la discusión que, en su momento, los más importantes exponentes de la sociología actual han desarrollado en torno a la relación de los clásicos con los contemporáneos; discusión que ha motivado la intervención de sociólogos como Giddens, Bourdieu, Gouldner, Alexander, entre otros, que han fi jado su posición sobre esta tensión, que al parecer es inapropiada e innecesaria.

Sin duda, entre clásicos y contemporáneos la relación no puede ser de oposición ni exclusión; más bien, en el campo de las teorías sociológicas, anteriores y actuales, lo que existen son líneas de continuidad, desarrollos, fundamentación de nuevos proyectos, insinuación de formulaciones teóricas y

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propuestas analíticas que contribuyen a completar ciclos de profundización en la investigación teórica y en la aplicación de la sociología a problemas contemporáneos.

Otro de los temas centrales que ha quedado planteado en este texto es el de la crisis de la Sociología, un asunto un tanto recurrente en el campo de las teorías sociales; pero a su vez apasionante para el historiador y analista de la disciplina. Esta preocupación pone a fl ote una constatación necesaria: que la disciplina sociológica es hija de las circunstancias históricas y de las sociedades en las cuales ella expresa su conocimiento; por lo tanto, sus crisis también hacen parte de las crisis de la sociedad. No obstante, no se trata de las mismas crisis, ni de sucesos iguales, puesto que en las ciencias sociales la crisis es propia de sus debilidades de orden teórico, epistemológico y metodológico, que continuamente les obliga a cuestionarse y reconstruirse, haciéndose cada vez más sólida y fundamentada en su quehacer científi co.

Todos los ensayos aquí publicados fueron en su momento presentados en revistas universitarias locales, nacionales e internacionales y obedecieron a trabajos de reflexión y análisis que el profesor Beltrán ha mantenido desde la cátedra universitaria y de las preocupaciones que han quedado expresadas en sus proyectos de investigación. Los artículos pueden ser clasifi cados de dos maneras: una parte de ellos son propios de la teoría sociológica, en los cuales se ofrece una visión de conjunto de lo que han sido importantes espacios de discusión y análisis de las tradiciones teóricas de la Sociología; caben en esta clasifi cación los ensayos sobre la teoría sociológica clásica, la teoría social

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contemporánea, la crisis de los paradigmas, la relación entre teoría clásica y contemporánea en el pensamiento social, los debates de la teoría social contemporánea en torno a actores y estructuras, la relación Historia y Sociología, el análisis sobre Globalización y Sociología y, fi nalmente, la discusión sobre Historia y Posmodernidad. De otro lado, están los ensayos que podríamos denominar de Sociología e Historia aplicada, en donde se analizan acontecimientos y procesos políticos latinoamericanos que han marcado la historia reciente de sus naciones; cabe aquí resaltar los ensayos sobre “Universidad, democracia y estudiantes”; “Guerra y política en Colombia”, y el ensayo, que podríamos clasifi car como de análisis de coyuntura, sobre las últimas elecciones mexicanas y su impacto en la democracia política de dicho país.

Por tratarse de ensayos publicados en momentos y circunstancia diferentes, no existe una línea de continuidad, ni una unidad argumentativa; sin embargo sus contenidos se relacionan y, en algunos casos, reformulan los ejes de análisis planteados. No obstante, los artículos muestran un ejercicio analítico y crítico sobre los problemas de la sociología actual y permiten con claridad constatar el hecho según el cual la investigación sociológica –como lo afi rma Giddens– no puede colocarse al margen de la sociedad y la realidad que es objeto de sus investigaciones y descripciones6. Los trabajos del profesor Beltrán pueden inscribirse en el campo de una sociología crítica o refl exiva, que desarrolla una actitud teórica cada vez más comprensiva del ámbito social y de la practica académica

6 Giddens, Anthony. En defensa de la Sociología. Madrid: Alianza, 2000, p. 14.

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y científi ca del investigador; sociología refl exiva que a decir de Gouldner “no es un conjunto de habilidades técnicas, sino una concepción de cómo vivir y una praxis total”7.

En consecuencia, la sociología crítica es mucho más que una manera de pensar y razonar científi camente, puesto que implica unas prácticas que abarcan el modo de obrar y vivir del académico. También se trata de la manera como los científi cos sociales hacen un compromiso pedagógico y crítico para enseñar un conocimiento abierto, fl exible y propositivo. Es en esta otra dirección en donde los ensayos del profesor Beltrán retoman la vertiente educativa de la pedagogía crítica, que hace de la labor docente una relación crítica y a la vez democrática.

Sociología refl exiva y pedagogía crítica son dos fundamentos que acompañan la labor académica de Beltrán, lo cual se ve refl ejado ampliamente en la forma como aborda los difíciles y complejos problemas de la sociología y las ciencias sociales clásicas y contemporáneas, en un estilo claro, ameno y a la vez riguroso en su enfoque teórico y en su exposición temática. Los ensayos reunidos aquí tienen la virtud de haber sido escritos en el marco de la actividad docente e investigativa. A cada uno le corresponde una preocupación central por esclarecer la dimensión teórica de las disciplinas sociales y

7 Gouldner, Alvin. La crisis de la Sociología Occidental. Buenos Aires: Amorrortu, 1973, p. 456. Según Loïc Wacquant, la refl exividad para Bourdieu consiste en “descubrir lo social en el corazón del individuo, lo impersonal por debajo de lo íntimo, lo universal enterrado profundamente dentro de lo más particular”. En: Bourdieu, Pierre; Wacquant, Loïc. Una invitación a la Sociología refl exiva. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005, p. 80.

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por encontrar el marco general desde el cual estas ciencias buscan encontrar explicaciones a los múltiples fenómenos del mundo moderno. Desde sus escritos, el profesor Beltrán formula las distinciones analíticas necesarias para interpretar, con ayuda de las teorías más destacadas de las ciencias sociales, problemas propios de la práctica científi ca actual y del debate en el que se inscriben hoy las ciencias sociales: globalización, democracia, confl icto, crisis de paradigmas, historia y sociología, entre otros.

Por ello, justamente, el valor de los trabajos aquí reunidos consiste en ofrecer a los universitarios un ejemplo de disciplina académica y de persistencia teórica e intelectual por mantener vivo el interés por los debates de las ciencias sociales. Estos escritos indican con claridad que la teoría social es una oportunidad para conocer cómo funciona y se estructura la sociedad y contribuyen a pensar en profundidad sobre nuestras crisis, mostrando que el conocimiento es una oportunidad de razonar y decidir.

Podemos pensar que cada uno de estos ensayos se inscribe en la preocupación del profesor Beltrán por integrar en el estudio de lo social tanto las vertientes teórica y analítica de la disciplina sociológica como el rigor analítico de la Historia, campos de formación de los cuales él ha recibido su preparación académica e investigativa y con la cual se ha orientado para comprender las dinámicas y transformaciones, que desde la lentitud o los veloces movimientos del tiempo histórico permiten visualizar e interpretar las vastas transformaciones, que con frecuencia acontecen en la difícil y compleja realidad colombiana y latinoamericana.

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Este libro es el resultado de la labor pedagógica, del análisis sociológico, de las preocupaciones por los cambios disciplinares, por los estudios históricos y, fi nalmente, es el resultado de una labor intelectual, académica y social en la cual el profesor Beltrán ha integrado su vocación científi ca con sus preocupaciones sociales y políticas.

Dejamos a los lectores, profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia, la tarea de valorar y juzgar la actualidad y pertinencia de estos escritos, que en su totalidad han sido producidos por el autor en el ejercicio de la docencia en la universidad pública colombiana.

Luis Javier Robledo Ruiz

Sociólogo, Doctor en Educación y Sociedad. Docente e investigador U de A. Coordinador Grupo de Investigación Cultura, Política y Desarrollo social: Departamento de Sociología, Facultad de

Ciencias Sociales y Humanas

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PERSPECTIVAS CONTEMPORÁNEAS DE LAS CIENCIAS SOCIALES*

Pensar las perspectivas contemporáneas de las ciencias sociales es un ejercicio académico necesario en un mundo cada vez más cambiante; un mundo globalizado, multicultural, informatizado y, al mismo tiempo, fragmentado y con profundas desigualdades sociales que obliga al pensamiento a un proceso de refl exión sobre Io que han sido los procesos teóricos de explicación de la realidad social, los paradigmas hegemónicos, los enfoques privilegiados, las preocupaciones dominantes y los modos de aproximación a una realidad dinámica y contradictoria.

Esta labor refl exiva ha sido emprendida periódicamente por diferentes exponentes de las ciencias sociales. Cabe recordar aquí el estimulante libro de Daniel Bell, escrito a fi nales de los años setenta, Las ciencias sociales desde la Segunda Guerra Mundial; y para la década del ochenta, los aportes del sociólogo norteamericano Jeffrey Alexander, con Las teorías sociológicas desde Ia Segunda Guerra Mundial; así como el trabajo compilado par Anthony Giddens y Jonathan Turner, La teoría social hoy, donde los autores realizan un balance

* Tomado de Revista Trabajo Social. Medellín, No. 2, 2005 pp. 29-44

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de los cambios y tendencias en las ciencias sociales hasta el momento de su escritura.

Más recientemente, en julio de 1993, la Fundación Guibenkian creó una comisión interdisciplinar presidida por Immanuel Wallerstein en la que participaron diez especialistas de las ciencias naturales, sociales y humanas, quienes trabajaron en función de elaborar un amplio informe sobre el presente y el futuro de las ciencias sociales. El resultado de este estudio –publicado en español par Ia editorial Siglo XXl y la Universidad Autónoma de México– traza un derrotero de las ciencias sociales a la luz de los desafíos y debates contemporáneos (Wallerstein, 2001).

Estos análisis, sumados a las elaboraciones hechas desde América Latina por connotados científi cos sociales como Pablo González Casanova, Edgardo Lander y Heinz Sonntang, entre otros, comparten –pese a la diversidad de enfoques– una cierta insatisfacción acerca del estado actual de las ciencias sociales y la necesidad de una apertura hacia nuevas teorías que puedan explicar convincentemente los fenómenos sociales contemporáneos1.

Las refl exiones que adelantaré en las páginas siguientes, lejos de reclamar una pretendida originalidad, solo aspiran a recrear algunos elementos del debate sobre el “futuro de las ciencias sociales”, para lo cual dividiré mi exposición en dos partes: en la primera abordaré la pregunta acerca de cómo se han

1 Cf. Yrayma Camejo Ron, El debate actual en las ciencias sociales latinoamericanas. Caracas, Universidad Central, 1997; Tosca Hernández (compilador)Las ciencias sociales: refl exiones de fi n de siglo. Caracas, Tropykos, 2001

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constituido las ciencias sociales y en particular Ia sociología y cuáles son sus perplejidades hoy. En Ia segunda parte intentaré dar respuesta al interrogante de cuál es el horizonte de expectativas de las ciencias sociales contemporáneas2.

¿CÓMO SE HAN CONSTITUIDO LAS CIENCIAS SOCIALES?

Una mirada retrospectiva a las ciencias sociales supone examinar sus desarrollos teóricos y discursivos, pero también sus procesos de institucionalización que, a la postre, constituyen expresiones de un mismo fenómeno, como una construcción del mundo moderno, surgida de Ia necesidad de desarrollar un conocimiento secular sistemático sobre la realidad con algún tipo de validación empírica.

A este respecto, hay que señalar que la visión clásica de las ciencias sociales se constituye a lo largo del siglo XlX sobre la base de varias premisas: se trata, ante todo, de un discurso especulativo basado en “grandes y vastas generalizaciones que pretendían dar cuenta de Ia historia de toda la humanidad”3, sustentado en un modelo positivista de las ciencias naturales,

2 Cabe señalar que la refl exión aquí propuesta surge de un panel sobre “El futuro de las ciencias sociales”, realizado en el marco de las jornadas “200 años de Ia Universidad de Antioquia” en marzo de 2003.

3 La esperanza original de Augusto Comte era presentar una visión unifi cada del conocimiento humano mediante la unidad de la ciencia, una visión de Ia unidad del hombre y la naturaleza (Bell, 1984). La propuesta de Spencer iba en el mismo sentido: una historia de toda la humanidad (sociedades militares/sociedades industriales); en esa misma línea encontramos en Marx la pretensión de explicar una historia total (comunidad primitiva, feudalismo, capitalismo y comunismo).

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interesado en la búsqueda de leyes objetivas, que permitiera dar cuenta de la realidad, con una preocupación por estudiar y entender las reglas que gobiernan el cambio, y subsidiario de una concepción teleológica del progreso.

Esta concepción viene acompañada de un proceso de disciplinarización, profesionalización e institucionalización del conocimiento, defi nido ya para la primera guerra mundial a través de un consenso general en torno a unos nombres específi cos: la historia, la economía, la sociología, la ciencia política y la antropología (Wallerstein, 2001). Dicho proceso “coincide” con el afi anzamiento de la hegemonía europea sobre el resto del mundo, por lo cual no sorprende que durante estas décadas Ia ciencia social encuentre su principal impulso en Inglaterra (Spencer), Francia (Comte y Durkheim), Alemania (Marx, Weber y Simmel), Italia (Pareto) y, ya al despuntar el siglo XX, en Estados Unidos (Albion Small, Robert Park y George Herbert Mead).

Al concluir la segunda guerra mundial, en 1945, ese período fundacional y de consolidación de las ciencias sociales parece agotarse, en un contexto qua afecta profundamente su estructura interna. Por un lado, la guerra y sus secuelas en la sociedad europea, con su carga de irracionalidad y destrucción, llevó a que la intelectualidad heredera de la tradición clásica abandonara el escenario geográfi co europeo y buscara nuevas oportunidades para refundar el pensamiento sociológico en las condiciones y oportunidades que ofreció para la vida intelectual la sociedad norteamericana, con su posición liberal y democrática más interesada por la integración y la reforma qua por el confl icto y la revolución.

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Por otro lado, Ia rivalidad científi ca derivada de Ia Guerra Fría generó un enorme esfuerzo de investigación apoyado por el gobierno y las fundaciones norteamericanas, dada la necesidad de especialistas en campos como la economía, la psicología, la sociología y las ciencias políticas. Estas fundaciones jugaron un papel elemental en la reconstrucción e institucionalización de la sociología después de la segunda guerra mundial tanto en Estados Unidos como en Europa.

Concomitante con este proceso de Guerra Fría, el análisis teórico en ciencias sociales resultaba cada vez más hegemonizado por dos grandes perspectivas teóricas: el marxismo y el estructural-funcionalismo. Fue Alvin Gouldner quien mejor interpretó este proceso en su libro La crisis de la sociología occidental, donde contrapone a la sociología norteamericana, identifi cada con una perspectiva funcionalista, una sociología marxista ‘ofi cial’, que tenía su centro en la Unión Soviética y se extendía a todas sus zonas de infl uencia. De esta forma, el análisis teórico en las ciencias sociales, que hasta el momento había constituido una empresa diversifi cada, terminó hegemonizado por estas dos corrientes.

Pero este esquema fue rápidamente puesto en cuestión. Desde fi nales de los años cincuenta la sociología radical (Wright Mills, 1997) advierte sobre las limitaciones del enfoque estructural-funcionalista: su ahistoricidad, su naturaleza apologética del statu quo, su centramiento en el equilibrio real del sistema, la subestimación de sus confl ictos y Ia negación del cambio. Otro tanto ocurre en el campo del marxismo, donde numerosos autores plantean una renovación del mismo, en términos de una “teoría crítica de la sociedad capitalista”,

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radicalmente distinta a la sociología marxista oficial y dogmática, predominante en los medios académicos. Crítica que toma mayor contundencia con los sucesos de mayo del 68, en un largo ciclo que se extiende hasta la caída del muro de Berlín y el fi n de la Guerra Fría.

LA LLAMADA “CRISIS DE LOS GRANDES PARADIGMAS”

Ya para los años setenta resulta claro que las bases sobre las cuales se erigieron las ciencias sociales en las décadas anteriores empezaban a resquebrajarse y que sus promesas teóricas parecían cada vez más lejanas de cumplirse. Es así como en los años ochenta cobra fuerza la idea de lo que algunos autores denominan “una crisis paradigmática de las ciencias sociales”4. Esta crisis no era otra cosa que el reconocimiento de la incapacidad de los marcos teóricos de las ciencias sociales –hasta entonces hegemónicos– para dar cuenta y explicar en forma global, una realidad social crecientemente compleja: además del reconocimiento de las limitaciones de sus herramientas conceptuales para alcanzar interpretaciones omniexplicativas de las nuevas realidades soclales y políticas.

Esta situación venía acompañada de una serie de perplejidades teóricas que estremecían la base, hasta entonces fi rme, sobre la cual se habían fundamentado las cienclas soclales.

4 En torno a la crisis paradigmática, Cfr. Lidia Girola. “Desafíos Teóricos después de la crisis” Sociológica No. 20, México, septiembre-diciembre de 1992, pp. 159-181; Rigoberto Lanz. “Pensar en tiempos posmodernos”. En Lanz. El Pensamiento social hoy. Crítica de la razón Académica. Caracas, Tropycos 1992.

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En primer lugar, un fracaso en la pretensión holística5 (presente específi camente en la perspectiva estructural-funcional y en el marxismo) y el reclamo de una instancia desde la cual se invalidan las pretensiones de generalizar y alcanzar verdades absolutas, reivindicando las interpretaciones individuales. En este sentido el fi lósofo francés Jean Francois Lyotard (1993) habla del “fi n de los grandes relatos”.

En segundo lugar, una promesa insatisfecha de universalidad, pues cada vez era más clara que lo que aquello que las ciencias sociales habían presentado coma aplicable al mundo entero, en realidad representaba sólo las opiniones de una pequeña minoría de la humanidad. El fi n del dominio político de Occidente sobre el resto del mundo ponía al desnudo el carácter eurocéntrico de las ciencias sociales desarrolladas en Europa y Estados Unidos, y permitía el ingreso de nuevas voces al escenario no sólo de la política sino de la ciencia social: las mujeres, los pueblos no occidentales, las minorías étnicas y religiosas, y otros grupos históricamente defi nidos como marginales política y socialmente6.

5 El holismo hace referencia a una perspectiva metodológica que reconstruye al orden social a partir de Ia realidad ya constituida o preexistente al análisis sociológico, a un modo de considerar Ia realidad como una totalidad, como un todo, en contraste con las perspectivas individualistas que reconstruyen el orden social a partir de Ia perspectiva del actor intencional. A este respecto Cfr. Corina Yturbe “Individualismo Metodológico y Holismo en las explicaciones de las Ciencias Sociales”. En Sociológica. México, No. 14, 1990, pp. 49-81.

6 Cfr. Edgardo Lander (ed.). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Caracas, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales-Unesco, 2000.

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En tercer lugar, una crítica a las concepciones “objetivistas”7 del mundo, y la reivindicación, en el análisis de los fenómenos sociales, de posturas subjetivistas y constructivistas.

Finalmente, el planteamiento de nuevas formulaciones teóricas que anunciaban una transición de Ia sociedad de clases (descritas por Marx y Engels en el siglo XIX) a un nuevo tipo de sociedad que algunos caracterizan como la “sociedad del riesgo” (Beck, 2002), “del conocimiento” (Vattimo, 1989) o “sociedad red” (Castells, 1996), donde los confl ictos de clase se verían rebasados por amenazas globales (riesgos nucleares) y por la confi guración de una sociedad cada vez más interconectada.

EI HORIZONTE DE LAS CIENCIAS SOCIALES

Situados en este punto, podemos visualizar mejor el nuevo horizonte do las ciencias sociales, que formularé en forma muy esquemática, no sin antes insistir en la necesidad de superar dos posiciones extremas: por un lado, la de considerar que nada ha cambiado y que los presupuestos sobre los cuales se erigieron las ciencias sociales en el siglo XIX no han sufrido ninguna modifi cación; y por otro, una actitud inversa de pensar que los rápidos y profundos cambios que se llevan a cabo en

7 El objetivismo, que considera el objeto como una realidad que subsiste en sí misma con independencia de todo conocimiento o idea, concibe el mundo social como un espectáculo que se le ofrece a uno observador que adopta un punto de vista sobre Ia acción. El objetivismo pretende establecer regularidades objetivas (estructuras, leyes).

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el mundo moderno requieren de una revisión sustancial de los presupuestos teóricos que han fundamentado el quehacer de las ciencias sociales en las dos últimas centurias.

El punto de partida que aquí propongo es mirar estos procesos desde la continuidad y la ruptura, con base en cinco ejes de análisis que considere relevantes para abordar esta refl exión: la vigencia de los clásicos, el carácter multiparadigmático de las ciencias sociales, las relaciones micro/macro, la validez de los conceptos y categorías do las ciencias sociales en el contexto de Ia globalización y la reconfi guración de los saberes académicos.

1. La vigencia de los clásicos

En los debates contemporáneos en torno a las ciencias sociales, ha cobrado la fuerza la afi rmación de que en un mundo de rápidas y profundas transformaciones –donde todas las esferas de la actividad social son estremecidas desde sus cimientos por los cambios en el campo de la informática, el transporte, la cibernética y la genética– las interpretaciones teóricas aportadas por los pensadores clásicos en el siglo XIX y en Ia primera mitad del siglo XX, resultan hoy obsoletas.

En su versión más radical, este ataque al pensamiento clásico viene acompañado de posturas que pretenden reducir la función de las ciencias sociales a una simple acumulación de datos empíricos y como corolario terminan por oponer el pensamiento clásico (basado en dates carentes de vigencia) al moderno. Esta interpretación está cargada de un juicio valorativo sobre la pertinencia de un clásico en la realidad

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social, pues en estos dos polos de la ecuación, lo moderno se identifi ca con el presente, mientras que lo clásico se remite a un pasado que ha perdido vigencia y que no tiene ninguna relevancia, más allá de su signifi cación histórica. La relación entre lo clásico y lo moderno, sin embargo, es mucho más compleja: “Lo moderno se apoya en lo clásico para construir nuevos signifi cados y formas de refl ejar Ia realidad, pero al mismo tiempo lo cuestiona. Lo clásico adquiere así un signifi cado distinto que, en lugar de basarse en su contraposición a lo moderno, enfatiza la continuidad y su recíproca infl uencia” (Laraña, 1996).

De este modo, un autor clásico, lejos de constituir una reliquia del pasado, conserva toda su actualidad porque muchos de sus planteamientos siguen siendo válidos para interpretar y comprender la realidad social, o trazan senderos para su investigación. Los clásicos se constituyen así en una pieza fundamental para la refl exión teórica, y ocupan un lugar preeminente en la investigación, en la cátedra y en todas las discusiones referidas a ese campo de conocimiento. No se trata de descubrir verdades absolutas en una obra clásica, más allá de cualquier consideración espaciotemporal pero sí de valorar sufi cientemente el sentido de las preguntas y las respuestas de los autores, y su pertinencia para iluminar problemas de nuestro tiempo, que transcurren en contextos diferentes a los que llevan su formulación.

Existe, entonces, una correspondencia dialéctica entre el pensamiento clásico y el contemporáneo. En tal sentido, los esfuerzos de construcción teórica en la sociología hoy remiten necesariamente a una relectura de los autores

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clásicos, los cuales pueden ser entendidos como “productos de investigación a los que se los concede un rango privilegiado frente a las investigaciones contemporáneas del mismo campo”. Aquí, el concepto de rango privilegiado signifi ca que “los científicos con temporáneos dedicados a esa disciplina creen que entendiendo dichas obras anteriores pueden aprender de su campo de investigación tanto como puedan aprender de la obra de sus propios contemporáneos” (Alexander, 1990).

Desde esta perspectiva, puede decirse que si bien hoy estamos en una situación privilegiada para conocer las sociedades de los siglos XIX y XX, las obras clásicas, que pensaron esas sociedades, no aportan solamente datos o información empírica sobre las mismas. Hay en ellas preguntas, intuiciones, modelos de análisis de lo social que nos proporcionan herramientas para pensar los problemas contemporáneos. Es por ello que cualquier balance sobre las ciencias sociales contemporáneas debe tomar en consideración la existencia de una signifi cativa tradición teórica, sin olvidar que comprender Ia tradición es superarla, darle continuidad a la constitución de un saber que no es estático ni defi nitivo.

2. El carácter multiparadigmático de las ciencias sociales

Actualmente, se plantea una nueva fi losofía de la ciencia que desecha muchos de los puntos de vista admitidos hasta ahora: “Se rechaza la idea de que puede haber observaciones técnicamente neutrales; ya no se canonizan como ideal supremo de la investigación científi ca los sistemas de leyes conectados de forma deductiva: pero lo más importante es que

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la ciencia se considera una empresa interpretativa, de modo que los problemas de signifi cado y comunicación adquieren una relevancia inmediata para las teorías científi cas” (Giddens y Turner, 1990:11).

Una consecuencia inmediata de esta nueva perspectiva epistemológica ha sido la revaloración, por parte de la sociología contemporánea, de corrientes teóricas que en su momento fueron relegadas a un segundo plano por las visiones marxistas ortodoxas y estructural-funcionalistas: por ejemplo la fenomenología (Schutz), la hermenéutica (Gadamer), el interaccionalismo simbólico (Mead) y el enfoque dramatúrgico (Goffman), entre otros.

¿Cómo interpretar esta situación? Para algunos autores esta proliferación de escuelas y tradiciones es, de nuevo, una confi rmación de la debilidad de la teoría y la necesidad de enfatizar la investigación empírica. Desde otra perspectiva diametralmente opuesta, la diversifi cación de la teoría social es valorada positivamente, y se argumenta que la competencia entre tradiciones de pensamiento es sumamente deseable, dado que la proliferación de teorías sería una forma de evitar el dogmatismo fomentado por el compromiso dominante con un solo marco de pensamiento.

A este respecto, yo debo señalar que si bien no comparto la perspectiva posmoderna que valida una pluralidad de discursos vaga o indeterminada, y reduce el saber a una simple narrativa múltiple y a una suerte de relativismo discursivo donde todo es válido, me parece que la elección entre diversas propuestas hechas por diferentes tradiciones teóricas no es,

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en modo alguno, una actividad negativa, ni supone tampoco abandonar por completo la aspiración a una universalidad del conocimiento. La pregunta a resolver aquí sería: ¿cuál es entonces el camino más idóneo para llevar a cabo esta tentativa de integración entre diferentes perspectivas teóricas?

3. Las relaciones micro-macro

Las relaciones entre lo micro y lo macro constituye uno de los problemas fundamentales de las ciencias sociales, que se hace explícito en el interrogante de ¿cómo hacer análisis globales, análisis de la totalidad sin ignorar las unidades menores: lo micro, lo regional, lo local y el individuo? Y viceversa, ¿cómo considerar estos elementos micro en el análisis, pero reconstruyendo la unidad de lo diverso?

Este es un debate que atraviesa transversalmente las ciencias sociales baja diferentes formas: ¿ciencias nomotéticas o idiográfi cas?, ¿ciencias de las estructuras o de los sujetos?, ¿ciencias cuantitativas o cualitativas?, ¿ciencias macrosociales o microsociales? Las respuestas a estos interrogantes han conllevado en las ciencias sociales a dos formas de reduccionismo: bien aquellos que asumen un sesgo holístico y globalizador (por ejemplo el estructuralismo), bien aquellos que reducen las ciencias sociales al pequeño relato de actores y contextos (por ejemplo la microsociología).

Un horizonte promisorio para el desarrollo de las ciencias sociales se encuentra en las construcciones teóricas que logren articular las explicaciones generales de la sociedad, las miradas macro, con las explicaciones micro; y que puedan

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integrar las configuraciones estructurales de lo social con la capacidad de acción de los sujetos. Al respecto, el pensamiento clásico constituye un punto de partida necesario para el avance teórico en esa dirección. Así lo han puesto de presente las grandes síntesis teóricas o los enfoques multidimensionales contemporáneos8 como la teoría de la estructuración de Giddens, la teoría de la práctica (Bourdieu), la sociología multidimensional (Alexander), la teoría de la acción comunicativa (Habermas) y el paradigma sociológico integrado (Ritzer), que cuentan con un importante antecedente en la sociología fi guracional de Norbert Elías.

4. La validez de los conceptos y categorías de las ciencias sociales en el contexto de la globalización

Si bien el concepto de globalización se ha convertido en un lugar común en el discurso de las ciencias sociales, frente al cual debemos desarrollar un pensamiento crítico, no es menos cierto que la referencia al mismo hace explícito un ámbito de cambio en el mundo contemporáneo, en el cual las relaciones de trabajo, la economía, las producciones culturales y los diversos aspectos de la realidad se ven penetrados por un conjunto de fuerzas que redefi nen el marco de las relaciones sociales, cuya aprehensión supone repensar aspectos de las ciencias sociales, y éstas de la misma manera, se ven enfrentadas al reto de formular

8 Un interesante estudio en este sentido puede consultarse en Miguel Ángel González y Misael Gradilla. “La recuperación de los clásicos en la obra de Jurgen Habermas y Anthony Giddens: ¿eclecticismo o superación?”. Estudios Sociológicos IV: 12. 1986, pp. 459-471.

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y actualizar sus conceptos centrales y sus contenidos tradicionales9.

¿Cómo califi car esos cambios y de qué manera inciden en el pensamiento que busca comprenderlos? Para algunos autores, los actuales procesos de globalización acelerada cuestionan seriamente Ia tradicional preocupación de los cientistas sociales, y podrían incluso replantear un objeto de estudio que ha concebido las sociedades modernas en términos de Estados-nacionales. El proceso de globalización “altera en forma sensible el objeto de las ciencias sociales; en la medida en que atraviesa, desigual y diferencialmente, las diversas formaciones sociales del planeta, las clases y los grupos sociales, resulta necesario preguntarse por su lógica, por sus nexos estructurales” (Ortiz, 1999:36).

Desde una perspectiva incluso más radical, se afi rma que el enfoque en términos de una sociedad nacional no expresa empírica, metodológica, histórica y teóricamente toda la realidad en la cual se insertan individuos y clases, naciones y nacionalidades, culturas y civilizaciones para concluir que el Estado-nación ya no puede seguir siendo considerado como la unidad fundamental de análisis (Ianni, 1996).

El surgimiento de esta perspectiva global estaría justifi cado, entre otros factores, por el desarrollo de movimientos

9 Así, por ejemplo, conceptos como identidad nacional, partidos, historia nacional o modernización fueron acuñados cuando el Estado-nación era el referente central en el estudio de los procesos sociales en el ámbito de las ciencias sociales, particularmente en la economía, la ciencia política y la sociología.

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transnacionales con claros objetivos regionales o globales como la protección del ecosistema y la lucha contra las amenazas nucleares; la emergencia de comunidades, actores, agencias e instituciones que se estructuran alrededor de temas internacionales y transnacionales; el compromiso con los derechos humanos; la confi guración de una suerte de sociedad civil global, y la pérdida de protagonismo de los estados nacionales como agentes de modernización, mientras aumenta el poder político de estructuras transestatales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio.

Interpretaciones como éstas conllevan a una sobre enfatización de la dinámica global a costa del entendimiento de los fenómenos locales; pero la discusión va más allá de esta simple corroboración. En primer lugar, si bien es cierto que las ciencias sociales han tornado como marco analítico el Estado nación, hay que reconocer que la refl exión sobre lo global no ha estado ausente de su quehacer; una razón más para repensar la vigencia que tienen los clásicos en el intento de comprender las complejidades del mundo actual.

En segundo lugar, es apresurado plantear, sin más, Ia conformación de una sociedad global. La nueva tecnología de las comunicaciones, al confrontar una multiplicidad de culturas y discursos, favorece una toma de conciencia de la pluralidad, de la existencia de otras culturas y subculturas, de otros marcos de referencia y, por ende, de la existencia de otras concepciones del mundo (Vattimo, 1989). Al mismo tiempo, las nuevas redes de la tecnología de las comunicaciones y la información no sólo estimulan nuevas formas de identidad

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cultural sine qua también fortalecen e intensifi can las viejas identidades.

En tercer lugar, resulta exagerado plantear la cuestión como una alternativa entre una “perspectiva global” y una “perspectiva del Estado-nación”. En realidad existen fenómenos que parecieran contradecir la existencia del proceso globalizador, como el renacimiento de las distintas nacionalidades de Europa y la importancia de la conformación de identidades expresadas en términos fundamentales: identidades territoriales, regionales, étnicas, religiosas, de género, etc., en un proceso que supone por un lado el renacimiento de las identidades negadas y, por el otro, el surgimiento de nuevas identidades10.

Cabe agregar que, relacionadas con la globalización, están presentes otras discusiones; algunas nuevas coma el impacto que ésta tiene sobre las comunidades científi cas nacionales e internacionales, y otras que adquieren renovado interés como el debate entre particularismo/universalismo y la crítica al eurocentrismo.

10 Muchos autores consideran qua las tendencias hacia la globalización y el reforzamiento de identidades locales son dos fenómenos contradictorios expresados en las polaridades de lo global vs. la local, lo global vs. lo “tribal”, la internacional vs. lo nacional, la universal vs. lo particular, y convertidos en principios axiales del mundo moderno en permanente tensión. En esta perspectiva los nacionalismos contemporáneos y las manifestaciones de identidad nacional aparecen como formas de antiglobalidad o de antiglobalización, que se constituirían como una reacción de las diferentes comunidades para exigir su participación de manera autónoma y no a través de la mediación de un Estado que no las representa ni las reconoce.

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5. La reconfi guración de los saberes académicos

Aunque cada vez menos autores discuten el hecho de que el análisis de los fenómenos sociales no se vincula tan claramente a la fragmentación en distintos ámbitos disciplinares como la economía, la psicología, la antropología o la sociología, resulta evidente que el desarrollo de las ciencias sociales durante el siglo XX ha avanzado en un sentido de especialización, y que desde estos marcos disciplinares se han defi nido sus preguntas, sus problemas y sus métodos de investigación. Es cierto también que estas fronteras se han visto permanentemente cuestionadas, y las discusiones que hoy prevalecen acerca de la inter/multi/pluri y transdisciplinariedad revelan justamente este debate en el interior de las ciencias sociales.

A este respecto puede decirse que –sin adentrarnos en la discusión sobre los alcances y pertinencia de la utilización de uno u otro término, acerca de los cuales existe una gran confusión11– el diálogo, la interacción y la apertura entre las diferentes disciplinas resulta fructífero para la comprensión de la complejidad social. En este sentido, cabe destacar realizaciones prácticas como “la constitución de núcleos de investigación alrededor de temas específi cos reuniendo investigadores de diversos horizontes; programas de formación profesional y de investigación científi ca que trascienden las disciplinas; incentivos a la formación pluridisciplinaria de los alumnos de posgrado” (Ortiz, 1999:31).

11 Para una aproximación a este debate, véase el artículo del sociólogo Jaime Rafael Nieto, “La interdisciplinariedad en las ciencias sociales y los desafíos para la universidad”, en La interdisciplinariedad en las ciencias sociales. Medellín: Universidad de Antioquia, CISH, Colciencias, 2003.

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El ya mencionado informe de la comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales, sugiere algunas fórmulas en esta dirección: “La expansión de instituciones, dentro de las universidades o aliadas con ellas, que agrupen estudiosos para trabajar en común y por un año en torno a puntos específi cos urgentes […] 2. El establecimiento de programas de investigación integrados dentro de las estructuras universitarias, cortando transversalmente las líneas tradicionales, con objetivos intelectuales concretos y fondos para períodos limitados (alrededor de cinco años) [...] 3. Nombramiento conjunto obligatorio de los profesores [...] 4. Trabajo adjunto para estudiantes de posgrado” (Vallerstein, 2001:111-4).

La propuesta de Wallerstein va incluso en un sentido más profundo que se aparta de las tradicionales discusiones en torno a la “inter”, “pluri”, “trans” y “multidisciplinariedad” para lo cual se entiende “que el conjunto de las ciencias sociales no debe tener más que un campo de trabajo unifi cado, con una sola metodología, dado que todas las realidades que estudia están gobernadas por una sola lógica” (Aguirre, 2003:337).

CONCLUSIÓN

Este debate sobre unidisciplinariedad vs. multidisciplinariedad, junto con los ya mencionados acerca da la vigencia de los clásicos, las relaciones entre los enfoques micro y macro, la sociedad global y el carácter multiparadigmático de las ciencias sociales, nos pone de presente que esta última se

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encuentra en un estado de ebullición intelectual y que la pretendida crisis de las ciencias sociales lejos de paralizar el conocimiento, nos propone nuevos desafíos, en cuya búsqueda todavía puede aportar mucho una relectura –crítica y abierta– de los pensadores clásicos.

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* Tomado de Revista Colombiana de Sociología. Bogotá, No. 24, 2005, pp. 251-271. Editada por el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia.

EL DILEMA: ACCIÓN Y ESTRUCTURA. UNA VISIÓN DESDE JEFFREY ALEXANDER Y

ANTHONY GIDDENS*

El problema de la relación entre el actor y la estructura constituye una de las cuestiones centrales de la teoría social moderna. Dicho problema nos remite a la pregunta acerca de si somos actores que consciente y creativamente reproducimos y transformamos las estructuras sociales o, por el contrario, nuestras acciones son, en gran parte, el resultado de fuerzas anónimas que escapan a nuestro control (Giddens, 1998:714). Las diferentes maneras como se ha dado respuesta a este dilema teórico cuentan con una larga tradición que se remonta a los orígenes mismos del pensamiento sociológico y que ha llevado a los sociólogos a alinearse en dos tipos de enfoques.

Por un lado, los que priorizan el concepto de acción y pretenden explicar los fenómenos colectivos, partiendo de la volición individual. Esta perspectiva −que se desenvuelve en un plano contingente y procesual− tiene como protagonistas a hombres y mujeres de carne y hueso, que actúan con una autonomía

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propia, movidos por intereses, sentimientos o pasiones, donde las estructuras sociales solo son cristalizaciones de acciones individuales. En esta tradición de pensamiento se desenvuelve una variada gama de matices, que suelen ser referenciados como accionalistas, individualistas, subjetivistas o voluntaristas.

Por otro lado, los que enfatizan el concepto de estructura y otorgan prioridad a fuerzas sociales que constriñen la acción humana y escapan al control del actor. Los protagonistas de este enfoque son por lo general fuerzas sociales abstractas −sean económicas, culturales, demográfi cas, biológicas o físicas− que determinan el curso de acción de los agentes. Las personas, al ocupar un lugar en el modo de producción, en las clases sociales, en los mercados de trabajo, en los partidos políticos, quedan relegadas a ser simples portadoras pasivas de fuerzas ajenas a sus conciencias y voluntades. Este enfoque comúnmente es defi nido como sistémico, colectivista, estructuralista u holístico.

Cabe anotar que la relación actor/estructura suele ser tematizada también a través de la reflexión sociológica en torno a «lo micro» y «lo macro», y aunque existen particularidades en cuanto al abordaje de una u otra cuestión, resulta un lugar aceptado aludir a los enfoques «micro», como teorías centradas en el actor consciente y creativo, los individuos, las subjetividades y las acciones sociales; en tanto que los enfoques «macro» se ocuparían de las grandes estructuras sociales y de los dominios institucionales. No sin razón afi rma el sociólogo norteamericano Jeffrey Alexander que “el esfuerzo de cerrar la brecha micro/macro es pues un

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afán de relacionar la acción individual y la interacción con la teorización sobre la estructura social” (Alexander, 1992:297)1.Más allá de cómo enunciamos este debate, interesa subrayar que a través de la historia del pensamiento sociológico este vínculo actor-estructura ha sido estudiado desde diversos paradigmas de manera muy diferente, siendo posible hacer un rastreo de él en los clásicos de la sociología, de quienes puede decirse adoptan posturas estructuralistas o individualistas, según le atribuyan mayor importancia a las estructuras sociales o a la acción de los individuos en tanto variables explicativas del orden o el cambio.

Ya el padre fundador de la Sociología, Augusto Comte, se refería a este dilema teórico, defi niéndolo como el «gran dogma sociológico». Para el fi lósofo francés “[Esta relación] no es, en el fondo, más que el pleno desarrollo de la noción fundamentalmente elaborada por la verdadera biología sobre la subordinación necesaria del organismo respecto al medio” (Comte, 1979:98). De una manera más compleja y ambigua, otro de los gestores de la sociología, el inglés Herbert Spencer, ofrecía una visión individualista de la sociedad donde la naturaleza de las partes determinaba por completo

1 Esta tesis es igualmente compartida por Vania Salles (2001). En contra de esta asociación se ha pronunciado George Ritzer (1992) para quien sólo existen «coincidencias superfi ciales» entre la cuestión micro/macro y la relación acción/estructura, pues si bien la acción corresponde al nivel micro (actores humanos individuales) también puede hacer referencia a la actuación de colectividades. Asimismo, la estructura suele hacer referencia a las grandes estructuras sociales, pero también pueden existir estructuras micro, tales como las implicadas en la acción humana. Ritzer considera que los términos del debate estarían formulados más en términos de relación acción/estructura, mientras que su contraparte norteamericana estaría relacionada con la vinculación de lo micro y lo macro.

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las características del todo, mientras formulaba una visión organicista donde el organismo social parecía cobrar vida por encima de sus partes.

Desde enfoques muy diversos y con marcadas diferencias, los desarrollos posteriores de la teoría clásica europea no fueron ajenos a esta discusión, de tal modo que en esta tradición podemos identifi car algunos autores con preferencias sistémicas y otros con inclinaciones accionalistas, según le atribuyan mayor importancia a las estructuras sociales o a la acción de los individuos en tanto variables explicativas del cambio o el orden social. Sin embargo, subsiste en todos ellos una permanente tensión entre «acción y estructura», que nunca lograron resolver satisfactoriamente2. Esto hace posible reinterpretar sus obras, mostrando que en ninguno de ellos están ausentes una y otra dimensión; así, ni Durkheim puede ser rotulado de holista absoluto, ni Weber de individualista total.

El hecho de que exista un largo antecedente en las obras de estos autores clásicos no supone afi rmar que el problema de la acción y la estructura renace siempre de la misma manera.

2 Cfr. Ferdinand Tonnies con sus conceptos acerca de la voluntad esencial o natural (basada en relaciones emotivas/afectivas) y la voluntad instrumental (basada en el raciocinio y el cálculo); Emilio Durkheim, a partir de sus formulaciones colectivistas y su defensa del individualismo moral; George Simmel, con el análisis de la cultura objetiva y la cultura subjetiva; Karl Marx, al explicar el surgimiento de la propiedad privada y la explotación social; Max Weber al destacar, junto a su individualismo metodológico, el creciente proceso de racionalización de la sociedad moderna; o Schutz, al llamar la atención sobre «el mundo de la vida». De igual modo, en la sociología norteamericana George H. Mead abordó el problema desde la perspectiva del “Self” y el “Me”.

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3 Este giro teórico ha sido posibilitado por el surgimiento de nuevas problemáticas sociales, de actores diversos a los tradicionales y, sobre todo, por la llamada «crisis de los paradigmas» por la que atraviesa la Sociología, la cual ha favorecido el interés por el estudio de aspectos de la vida social, antes ocultos a una mirada estructural. En esta perspectiva, el reconocimiento de la capacidad de los sujetos para interaccionar y transformar su entorno se ha constituido en una preocupación de primer orden en el pensamiento sociológico contemporáneo, con claros efectos sobre la discusión en torno a los sujetos sociales, los actores colectivos, las características de los movimientos y su relación con las instituciones. Por otro lado, la creciente especialización y complejización de las sociedades modernas, producto de los grandes cambios ocurridos en la división del trabajo y la diversifi cación de las sociedades, ha permitido importantes transformaciones de las relaciones entre el individuo y la colectividad.

La teoría social contemporánea ha explorado, enriqueciéndola, esta antinomia clásica, de manera tal que se ha apartado de esta falsa disyuntiva, y se ha ocupado de superar este escollo, formulando soluciones tentativas de continuidad entre el actor y la estructura a través de propuestas teóricas integradoras que incorporen en forma consistente la dimensión analítica de los actores sociales sin perder de vista su dimensión histórica y estructural . Los conceptos de «campus» y «habitus» (Bourdieu); «mundo de la vida» y «mundo del sistema» (Habermas), constituyen un ejemplo en favor de este postulado.

El objetivo del presente ensayo es refl exionar en torno a los esfuerzos de la teoría social contemporánea por restablecer el vínculo acción/estructura y la relación micro/macro a partir de las propuestas de dos teóricos actuales de la sociología: Jeffrey Alexander y Anthony Giddens, que nos posibilite hacer un balance general del debate sociológico clásico y contemporáneo en torno a la acción y la estructura y las principales vertientes que lo han organizado. Es de señalar

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que la selección de estos autores no se ha hecho de manera arbitraria sino que está orientada por algunos criterios: en primer lugar, se trata de autores cuyas refl exiones y trabajos han intentado contribuir y sostener, en las tres últimas décadas, propuestas de análisis con pretensiones integradoras y globalizantes; en segundo lugar, tanto el uno como el otro responden a tradiciones teóricas geográfi camente distintas: en el caso de Alexander, la sociología norteamericana y en el de Giddens, la sociología europea; fi nalmente, mientras la propuesta de Alexander nos señala la ruta teórica que han seguido las ciencias sociales, desde la crítica al modelo de Parsons; la perspectiva de Giddens ilustra el curso de las ciencias sociales, a partir de la critica del positivismo fi losófi co y social4.

JEFFREY ALEXANDER: EL ENFOQUE MULTIDIMENSIONAL

Para el sociólogo norteamericano Jeffrey Alexander el discurso sobre el actor versus la estructura surge como una reacción a la propuesta estructural/funcionalista de Talcott Parsons, quien en su refl exión sobre el individuo intentó reunir idealismo y materialismo en la teoría de los sistemas, la acción voluntarista y la determinación estructural, trazando nuevos rumbos a la teoría y la investigación en el período de posguerra. Sus formulaciones desencadenaron −a fi nales

4 Cabe advertir que este ensayo tiene una pretensión muy modesta de ilustrar la participación de estos dos autores en el mencionado debate en torno al actor y la estructura, sin que, en ningún momento, pretenda dar cuenta de la trayectoria teórica, analítica y metodológica, presente en la vasta obra desarrollada por estos dos autores.

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5 Los planteamientos de Jeffrey Alexander serán desarrollados básicamente a partir de sus siguientes escritos: «El nuevo movimiento teórico», en Estudios Sociológicos No. 17, El Colegio de México, 1988, p. 259-307; en colaboración con Paul Colomy, «El neofuncionalismo hoy: reconstruyendo una tradición teórica», en Sociológica No. 20, México, septiembre-diciembre 1992, p. 195-234; «Después del neofuncionalismo: acción, cultura y sociedad», en Perspectivas teóricas contemporáneas de las ciencias sociales, México: UNAM, FCPYS, 1999, p. 317-337; y el libro Teorías sociológicas desde la Segunda Guerra Mundial.

de los años cincuenta− una «revuelta teórica» que trató de conceptualizar la acción y el orden, en confrontación con la perspectiva parsonsiana, pero que terminaron atrapadas en un enfoque unilateral que Alexander somete a crítica y trata de superar a través de una perspectiva sintética5.

En su modelo, Alexander busca la interrelación entre la acción individual y la estructura social, a través de una visión integradora que, de manera sistemática, incluya diferentes enfoques teóricos y dimensiones analíticas de la realidad empírica. Este enfoque multidimensional constituye, a juicio de este autor, “la única posición que puede explicar el mundo social de manera total, coherente y satisfactoria (y) también la única perspectiva desde la cual toda la variedad de las teorías sociológicas rivales se pueden interpretar con justeza sin dejar de lado ninguno de sus intereses parciales” (Alexander, 1992:299).

A lo largo de su recorrido por el pensamiento sociológico, Alexander se esfuerza por hacer visibles los elementos particulares de su teoría multidimensional, a través de tres ejes problemáticos: de una parte, proponiendo una relectura de los pensadores clásicos, a los que le otorga una posición central en la teoría social; por otra, formulando una

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6 Las perspectivas positivistas están sustentadas en la idea que existe un conocimiento objetivo que se va acumulando, de donde la noción de clásico resulta inconsistente, pues cualquier aspecto científi camente relevante que pudieran aportar dichos autores o bien debería estar verifi cado e incorporado a la teoría contemporánea o bien falsado y eliminado como un conocimiento no verdadero. Por otro lado, la perspectiva historicista considera que los textos clásicos deben considerarse exclusivamente desde un punto de vista histórico (algo así como piezas de museo), por lo que su valor es puramente informativo (Alexander, 1990:23).

revaloración de la obra de Talcott Parsons (que lo aproxima hacia posturas «neofuncionalistas») y, fi nalmente, planteando una interpretación crítica de la llamada «revolución microsociológica» −iniciada tras finalizar la II Guerra Mundial− tratando de convertir el énfasis concreto de cada teoría unilateral en elementos analíticos de un conjunto teórico más amplio.

1. La centralidad de los clásicos

Contrariamente a los argumentos positivistas e historicistas6, que pretenden negar la existencia de los clásicos, Alexander defi ende la centralidad de los mismos y los defi ne como “productos de la investigación a los que se les concede un rango privilegiado frente a las investigaciones contemporáneas del mismo campo; el concepto de rango privilegiado signifi ca que los científi cos contemporáneos dedicados a esa disciplina creen que entendiendo dichas obras anteriores pueden aprender de su campo de investigación tanto como puedan aprender de la obra de sus propios contemporáneos” (Alexander, 1990:23).

De esta manera, vincula el signifi cado de los textos clásicos con los intereses teóricos contemporáneos.

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Esta posición privilegiada de los clásicos hace que la exégesis y reinterpretación de sus obras −dentro o fuera de un contexto histórico− llegue a constituir corrientes destacadas en varias disciplinas, que incluso disputan entre sí el «verdadero significado» de una obra clásica. Pero, justamente, las obras de los clásicos se caracterizan por ser ambivalentes y contradictorias, y cualquier pretensión de abordarlas como totalidades consistentes no es más que una tentativa frustrada de tratar de revivir el viejo ideal positivista. En las disciplinas sociales no se puede hablar de textos en sí mismos, sino más bien de las interpretaciones que de ellos se han hecho. De lo que se sigue que existen múltiples fórmulas para abordar la lectura de un clásico. Esta labor la emprende el mismo Alexander en su obra Theoretical logic in sociology7.

Asimismo, los textos clásicos cumplen otra función importante y es la de poner en claro los desacuerdos que existen en las ciencias sociales. Las conceptualizaciones de los «clásicos» se constituyen en puntos de referencia obligatorios para situarnos en el debate teórico, lograr comprender las diferentes perspectivas que existen en la sociología y aclarar nuestra propia terminología (Zabludovsky, 1995). Como veremos en las líneas siguientes, este mismo ejercicio es el que realiza Alexander en relación con la obra de Talcott Parsons.

7 Esta obra aún no traducida al español comprende cuatro volúmenes: I. Positivism, Presuppositions, and current controversies (El positivismo, presuposiciones y controversias); II. The antinomies of c!assical thought: Marx and Durkheim (Las antinomias del pensamiento clásico a través de Marx y Durkheim); III. The c!assical attempt at theoretical síntesis: Max Weber (El intento clásico para lograr una síntesis teórica: Max Weber); y IV. The modern reconstruction of classical thought: Talcott Parsons (La reconstrucción moderna del pensamiento clásico a través de Parsons).

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8 Este modelo, sustentado en la economía clásica, fórmula una explicación empírica de la forma como las decisiones individuales se suman, para formar las sociedades.

2. Una relectura de la obra de Parsons: el neofuncionalismo

Para Alexander, la sociología de la posguerra tiene el sello indiscutible de Talcott Parsons, quien enriqueció, como ningún otro lo había hecho, el «continuum sociológico», en un contexto social y político caracterizado por un desplazamiento del centro de gravedad de las teorías sociológicas después de la Segunda Guerra Mundial de Europa a Norteamérica, debido al impacto que tuvieron en estas tradiciones sociológicas los propios acontecimientos bélicos y el desarrollo en los Estados Unidos de un ambiente cultural, político y social que propició el desarrollo de la sociología.

Alexander distingue varios momentos en la trayectoria teórica de Parsons y señala cómo su obra temprana, plasmada en la Estructura de la acción social –1937– constituye una propuesta alternativa para pensar desde «la teoría voluntarista de la acción» los actos humanos, la interpretación y las pautas morales, tratando de explicar el orden colectivo sin eliminar de él la subjetividad y la libertad. El camino que conduce a esta formulación arranca de una crítica a los supuestos utilitaristas de la acción8 y de un reconocimiento de la acción no racional como signifi cativa −a través de una exégesis de la obra de Durkheim y Weber− donde los elementos morales y normativos pueden ser vistos como «sistemas» organizados. Esta refl exión inicial de Parsons, aunque con problemas y ambigüedades según Alexander, sentó las bases de una nueva tradición teórica que iba a socavar el edifi cio de la ciencia social durante los veinte años siguientes, de 1940 a 1960,

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con sus proposiciones teóricas y modelos analíticos que se irradiarían en diversos ambientes intelectuales y académicos de Estados Unidos y América Latina.

Tras la publicación de La estructura de la acción social −1937− el esfuerzo teórico de Parsons se centró en avanzar desde una visión del actor como una entidad física y concreta, hacia una concepción en la cual los actores se constituyen como especifi caciones de amplios patrones culturales que entran en relaciones de rol e identidades a través de la socialización. De esta manera “en vez de describir individuos que toman parte en una ‘sociedad’ externa a ellos, Parsons adoptó una visión analítica en la que se sugiere que los actores y las sociedades son mucho más, y mucho menos, que la imagen concreta que se ve a simple vista; son, de hecho, composiciones de diferentes niveles, de signifi cados emparentados −el sistema cultural−, de necesidades psicológicas −el sistema de la personalidad− y las experiencias institucionales e interaccionales −el sistema social−” (Alexander, 1999:318).

Este modelo sistémico propuesto por Parsons hace corresponder el sistema social con la interacción e interdependencia de las personas, bien en términos de cooperación o bien en términos de antagonismo, con instituciones y estructuras que cumplen la función de ofrecer resultados acordes con el mantenimiento del sistema social. Junto al sistema social y al individuo está la cultura, que ofrece el marco de sentido y valor a los individuos y a la sociedad. A este «modelo trisistémico» −cultura, personalidad y sociedad−, Parsons agrega el concepto de rol social, instituido socialmente y asociado al cumplimiento de normas, sanciones y recompensas.

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La teoría de Parsons en su «período intermedio», como la clasifi ca Alexander, constituyó un valioso esfuerzo por “integrar las tradiciones instrumental e idealista, sintetizando el voluntarismo puro con la teoría de la coerción pura mediante el desarrollo de un esquema general que marcara el inicio de una nueva teoría sociológica ‘posclásica’” (Alexander, 1992:38). Así, su teoría buscaba conciliar escuelas confl ictivas de la sociología clásica y aportar una vía para integrar el orden cultural con el material, reivindicando al actor sin subestimar el papel de la estructura y posibilitando la articulación de los niveles micro y macro, subjetivo y objetivo (Alexander, 1999:318).

El balance que realiza Alexander tanto de su «obra temprana» como de su «período intermedio» nos ofrece la pauta para entender las contribuciones de Alexander a la discusión que nos ocupa en este ensayo. De acuerdo con Alexander, Parsons transitó de una teoría multimodal, que reconoce las diferentes dimensiones de la acción, a una teoría unidimensional, que reduce la acción a una serie de conductas por una estructura previa de roles que fi ja la orientación del actor (Farfán, 1999). Y si bien Parsons ofreció un “confi able modelo general de interpenetraciones culturales, sociales y psicológicas, no produjo un registro de acciones como tal. Esto es, de actores reales, concretos, vivientes que actúan a través del tiempo y el espacio; lo que Parsons produjo fue una teoría macrosociológica constructiva de los microfundamentos de la conducta; mientras lo hacía, ignoró el orden que emerge de la interacción como tal” (Alexander, 1999:318).

Es cierto que el modelo trisistémico de Parsons precedió históricamente la revolución del enfoque microsociológico,

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que se inicia a fi nales de los años cincuenta. Sin embargo, Parsons no supo incorporar las refl exiones que aportaban las microsociologías. “Esta resistencia −agrega Alexander, p. 319− fue particularmente dañina porque después de la revolución del enfoque micro, las teorías generales de la sociedad simplemente tuvieron que cambiar; la nueva teorización del enfoque micro estimuló los más grandes y nuevos desarrollos en la teoría macrosociológica”. Además, que puso de presente a los teóricos que el ser socializado era el punto de partida y no de llegada de las teorías de la acción.

3. La revolución del enfoque microsociológico

Según Alexander, hasta mediados de los años sesenta la obra y el pensamiento de Parsons mantuvo una plena hegemonía en la teoría sociológica y se constituyó en una referencia obligada para todos los teóricos contemporáneos. Pero ya desde fi nales de los años cincuenta se fue forjando, principalmente en los EEUU, un movimiento antifuncionalista de crítica al pensamiento de Talcott Parsons. La «revuelta contra Parsons» −como también se le conoció a este movimiento− abrió un nuevo escenario para la refl exión sociológica contemporánea. De tal modo, las teorías sociológicas de posguerra elaboran sus formulaciones a partir de los vacíos y debilidades que creen ver en la obra del sociólogo norteamericano Parsons, dedicándose cada una de ellas al estudio de un segmento de su trabajo. En estas críticas, teóricas y analíticas, construyen propuestas específi cas y parciales acerca de la teoría general expuesta por Parsons, lo que las hace unilaterales y limitadas, arrastrando los defectos de la teoría de la cual pretendían

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escapar, e incorporando de una manera u otra «categorías residuales»9 de la teoría que aspiraban a superar.

Las nuevas teorías que surgen para salir del planeta Parsons son: la teoría del conflicto10, que rechaza los postulados del sociólogo norteamericano sobre el orden; el consensualismo y el enfoque funcional, para explicar los sistemas sociales y se interesa por la dimensión del confl icto en la sociedad; la teoría del intercambio11, que renueva la visión utilitarista criticada por Parsons, insistiendo en que las formas elementales de la vida social no son elementos extraindividuales −como los sistemas de símbolos− sino actores individuales de una inclinación exclusivamente ‘racionalista’; el interaccionismo simbólico, representado en Blumer12, que enfatiza el intercambio comunicativo que

9 Alexander llama categorías residuales a “estos conceptos ad hoc porque están fuera de la línea de argumentación explícita y sistemática del teórico. Las categorías residuales son como arrepentimientos teóricos: el teórico las inventa porque teme haber pasado por alto el punto crucial” (Alexander, 1992:22).

10 Son representantes de la teoría del confl icto autores tan destacados como Lewis Coser, Ralf Dahrendorf y John Rex, entre otros, quienes asumen la responsabilidad de las teorías sociológicas y de las ciencias sociales contemporáneas de explicar la realidad y los sistemas sociales a partir de la dicotomía «equilibrio/confl icto».

11 El principal representante de esta teoría es George Homans. Junto a él, otros importantes exponentes de la teoría del intercambio son James Coleman, Peter Blau, Alvin Gouldner, Meter Ekek, Charles Kadushin y William Goode.

12 Además de Blumer, el interaccionismo simbólico ha generado varias tendencias, entre quienes se destacan teóricos como Howard Becker, Ralph Turner, Manfred Khun, Sheldon Stryker, Joseph Gusfi eld e Erving Goffman. Uno u otro de estos autores ha sido responsable de las cuatro líneas del pensamiento interaccionista 1.Tradición de las etiquetas, 2.Teoría de la conducta colectiva, 3. Escuela de Iowa y 4. Dimensión colectiva de la acción social (Alexander, 1992:185-93).

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13 Escuela sociológica que tiene como su más destacado exponente a Harold Garfi nkel, su fundador en el decenio de los sesenta. Otros teóricos le han dado continuidad a esta escuela entre los que se reconocen Harvey Molotch, Gaye Tuchman, Kenneth Leiter, Don H. Zimmerman, John Kitsure, Melvin Pollner, Aaron Cicourel, Thomas P. Wilson, Harvey Sacks, Emmanuel Schegloff, Anita Pomerante y Gail Jefferson (Alexander, 1999: 185 y ss.).

14 Esta nueva teoría está agenciada por el antropólogo norteamericano Clifford Geertz; otro impulsor de esta corriente socio-antropológica ha sido Rober N. Bellah (Alexander, 1992:242-62).

emana de la relación entre sujetos y que insiste −recuperando a Mead− en la interpretación como elemento constitutivo del actor; la etnometodología13, que le da validez al orden normativo y destaca la importancia de las prácticas que una colectividad tiene para explicar el orden y la acción de los individuos que responden a lo que ha sido institucionalizado; la sociología cultural14, que busca signifi cados a la acción humana mediante métodos interpretativos; y, fi nalmente, el retorno a concepciones marxistas que, como la de Marcuse, reaccionan críticamente no sólo contra la teoría parsonsiana, sino contra el marxismo soviético.

La conclusión a la que arriba Alexander después de este recorrido por las diversas teorías es que Parsons ha sido superado en términos históricos, pero no en su pretensión teórica: ‘’La teoría de Parsons –escribe Alexander– era ambiciosa y en muchos sentidos profunda; también tenía muchos inconvenientes originados en profundas ambivalencias de Parsons; dado el clima social, cultural e intelectual de la década de 1960, estos inconvenientes tenían que afl orar, y las ambivalencias volvieron imposible que Parsons y sus seguidores alteraran decisivamente la teoría;

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los retadores señalaron problemas cruciales y los mejores de ellos hicieron exposiciones formidables; en 1980 la batalla estaba ganada” (Alexander, 1992:295).

4. Proposiciones fundamentales de la teoría multidimensional

Aunque Alexander afi rma que la obra de Parsons constituye la teoría general más elaborada y de mayor alcance hasta hoy concebida; reconoce que fracasó en su propósito de articular las teorías de la acción y de la estructura, ya que no llevó a cabo su síntesis de manera uniforme: “A la vez que reconoció la acción contingente, se interesó más en la individualidad socializada; si bien concluyó formalmente las estructuras materiales, dedicó mucho más tiempo a teorizar sobre el control normativo” (Alexander, 1988:275). Asimismo, Alexander valora positivamente las aportaciones realizadas por los enfoques «micro», al tiempo que señala sus limitaciones: ‘’Ya que si bien han evitado los resultados negativos de la pretensión deconstructiva de Parsons, no han incorporado, en cambio, sus logros; al enfocar la acción, los planteamientos micro han concebido al actor sólo en una forma concreta; el reto para la teorización de la acción en el presente es ir más allá de su propia posición” (Alexander, 1999:319). Para Alexander, este «nuevo movimiento teórico» −como él lo denomina− viene siendo desarrollado por una joven generación de teóricos, cuya pretensión es −con obvias diferencias fundamentales− la articulación de lo micro y lo macro y la reintegración de la acción y la estructura, del voluntarismo subjetivo y la restricción objetiva. Justamente, la concepción multidimensional de Alexander hace parte de este «nuevo movimiento».

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15 Para Alexander éstos no son problemas opcionales: “Toda teoría debe asumir una posición con respecto a ambos. Las permutaciones lógicas entre estas presuposiciones constituyen las tradiciones fundamentales en la sociología. Como tales, forman los ejes más importantes en torno a los cuales gira el discurso en la ciencia social” (Alexander, 1988:280).

16 Alexander aclara que es posible que “los colectivistas pueden admitir que el orden social existe tanto en el interior del individuo como fuera de él; se trata, de hecho, de un requisito importante sobre el que hemos de volver. Sin embargo, ya sea que se conceptualice como interno o externo al actor, la posición colectivista no considera el orden como producto de consideraciones totalmente inmediatas, del momento actual. De acuerdo con la teoría colectivista, cada actor individual se ve impulsado hacia estructuras preexistentes; si esta dirección es una mera probabilidad o un destino predeterminado depende del refi namiento de la postura colectivista, que abordaremos más adelante” (p. 279).

En el proceso de la elaboración de su matriz conceptual, Alexander divide las tradiciones sociológicas a partir de dos problemas que considera fundamentales: el problema de la acción y el problema del orden15.

Relación con el problema del orden

Existen diferencias frente al modo como se genera este orden: para el enfoque colectivista, los patrones sociales son previos a todo acto individual específi co y son en cierto sentido producto de la historia. El orden social es un dato «externo» que enfrenta el individuo en el momento de nacer. Así, todo acto individual, según la teoría colectivista, va impulsado en la dirección de la estructura preexistente; se trata de un orden previo y exterior a la acción del individuo16. Por su parte, los teóricos individualistas insisten en que los patrones estructurales son producto de la negociación individual y consecuencia de la opción individual. Los actores no son simples portadores de

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17 Recordemos que “la sociología surgió como disciplina a raíz de la diferenciación del individuo en la sociedad, pues fue la independencia del individuo lo que vuelve problemático el orden, y lo problemático del orden hace posible la sociología” (p. 280).

18 No supone una valoración de la acción en términos de bueno o malo.

las estructuras sino que las producen en los procesos concretos de la interacción individual y pueden alterar los fundamentos del orden social en cada momento del tiempo histórico.

Alexander considera que las tradiciones individualistas tienen un gran atractivo, porque asumen la defensa de la libertad individual en forma abierta y explícita, al tiempo que refl ejan una preocupación central de la sociedad moderna por el individuo17. No obstante, estas preferencias por el individualismo se ven opacadas por sus debilidades teóricas: “Al rechazar radicalmente el poder de la estructura social, la teoría individualista a fi n de cuentas no le hace ningún favor a la libertad; fomenta la ilusión de que los individuos no necesitan a los demás o a la sociedad en su conjunto; también ignora el gran sostén que pueden proporcionar las estructuras sociales a la libertad” (Alexander, 1988:282). La teoría colectivista reconoce que los controles sociales existen y en consecuencia puede someter dichos controles a un análisis explícito. En este sentido el pensamiento colectivista tiene ventajas sobre el pensamiento individualista, tanto en lo moral como en lo teórico.

Relación con el problema de la acción

Alexander hace una distinción entre dos grandes teorías de la acción: de un lado la acción racional18, que privilegia la

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acción instrumental y considera que el actor recibe impulso de fuerzas externas; y de otro, la acción no racional (normativa), que concibe a las personas idealistas, normativas y morales y nos presenta un mundo regido por emociones y deseos inconscientes. Los enfoques no racionales implican que la acción está motivada desde adentro (Alexander, 1992:18).

Con base en estos dos niveles de análisis (problema del orden y la naturaleza de la acción) Alexander construye una matriz, que nos permite dar cuenta de las diferentes tradiciones sociológicas existentes:

* Teorías individualistas / racionales. Tienen una larga tradición en las ciencias sociales que se inicia con Maquiavelo, se continúa con los contractualistas y algunos pensadores ilustrados y llegan a la sociología a través de la concepción utilitarista de la economía clásica.

* Teorías individualistas / no racionales (individualistas / normativas). Se han confi gurado a partir de tradiciones que rechazan el utilitarismo y la ilustración. Cabe señalar aquí las teorías de Freud, el existencialismo, la tradición hermeneútica y el interaccionismo simbólico.

* Teorías colectivistas / racionales. Las estructuras colectivas se describen como si fueran externas a los individuos en un sentido material. Estas estructuras controlan a los actores desde fuera. Lo hacen disponiendo de sanciones punitivas y recompensas positivas. Son las teorías, en cierto modo, de Marx, Weber y la teoría utilitarista.

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19 La pretensión de Alexander es superar esta dicotomía a través de una teoría que califi ca de multimodal, porque es capaz de incorporar las dimensiones del orden y la acción en una teoría integral. No obstante, pese a su interés por centrarse en las relaciones entre sus cuatro niveles, a través del establecimiento de un continuum que va de lo materialista (objetivo) a lo idealista (subjetivo) y de lo individual (micro) a lo colectivo (macro), resulta claro que Alexander termina por inclinarse por el nivel colectivo-normativo y por las teorías que parten de este nivel (aquí reaparecen las raíces parsonsianas de Alexander). Como él mismo señala “la esperanza de combinar el orden colectivo y el voluntarismo individual reside en la tradición normativa más que en la racionalista. Lo más importante en su opinión es la idea de que esta orientación es preferible porque las fuentes del orden son internas (en la conciencia) más que externas, como defiende la orientación colectivo-instrumental. Ello permite tanto el orden como la acción voluntaria” (Ritzer, 1992:465).

* Teorías colectivistas / no racionales (colectivistas / normativos). Percibe que los actores pueden ser guiados por los ideales y las emociones (situados dentro y no fuera). Estas estructuras extraindividuales se internalizan con el proceso de socialización. La volición individual se convierte en parte del orden social y la vida social real implica negociaciones entre un «yo social» y el «mundo social» (individuos socializados por los sistemas culturales). En esta tradición se inscribe la perspectiva de Durkheim.

Los teóricos generalmente se mueven en territorios ambiguos que posibilitan su reinterpretación, mientras que sus seguidores son por lo general más sensibles a los dilemas que él enfrentó, por lo que escogen las categorías residuales de una tradición y tratan de elaborarlas de manera más sistemática, sin escapar al dilema teórico general, circunstancia ésta que los conduce a una «peligrosa unidimensionalidad», haciéndoles pasar por alto aspectos vitales de la condición humana y que sólo puede ser superada con una perspectiva multidimensional19.

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20 Este pluralismo teórico es el resultado, en palabras del mismo Giddens, de la declinación del empirismo lógico como resultado del surgimiento de una «nueva fi losofía de la ciencia», en la cual “se rechaza la idea de que puede haber observaciones teóricamente neutrales; ya no se canonizan como ideal supremo de la investigación científi ca los sistemas de leyes conectadas de forma deductiva; pero lo más importante es que la ciencia se considera una empresa interpretativa, de modo que los problemas de signifi cado, comunicación y traducción adquieren una relevancia inmediata para las teorías científi cas” (Giddens et al., 1990:11).

ANTHONY GIDDENS: LA TEORÍA DE LA ESTRUCTURACIÓN

La teoría de la estructuración del sociólogo inglés Anthony Giddens constituye otro importante esfuerzo teórico por trascender el dualismo clásico entre estructura y acción; individuo / sociedad, sujeto / estructura, dimensiones micro/macro sociales, que han orientado los enfoques unilaterales de las diferentes tradiciones sociológicas. La teoría de la estructuración se presenta entonces como una síntesis coherente de los niveles analíticos aportados por perspectivas hasta entonces consideradas excluyentes20, donde la acción no es determinada por la estructura ni la acción determina la estructura.

Esta síntesis conceptual de Giddens propone una perspectiva sociológica centrada en las prácticas sociales, las relaciones sociales y las potencialidades de la vida social, que proporciona elementos para la reconceptualización de la producción, reproducción y transformación de la vida social. Dicha síntesis discurre sobre tres ejes analíticos: en primer lugar a través de una relectura de los clásicos que Giddens acompaña de una crítica a la fi losofía positivista de la ciencia; en segundo lugar, por una crítica al funcionalismo de Parsons y Durkheim que

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hace extensivo a algunas versiones del marxismo; y en tercer lugar, por una recuperación de las sociologías hermenéuticas.

1. La relectura de los clásicos y la crítica a la fi losofía positivista de la ciencia

La reelaboración de los conceptos de acción y estructura en la obra de Giddens parte de una lectura crítica de los clásicos, particularmente de lo que él denomina padres fundadores de la teoría sociológica europea21: Comte, Marx, Weber y Durkheim. La refl exión de Giddens en torno de los clásicos avanza paralela con una crítica al ideal positivista de ciencia −aceptado en el siglo XIX− centrado en la preocupación por establecer una ciencia de la sociedad con una estructura lógica similar a las ciencias naturales. En este sentido Giddens rechaza lo que él considera «los elementos fuertemente positivistas» de los escritos de Marx que, al igual que Comte y Durkheim −con sus obvias diferencias− trataron de naturalizar las ciencias sociales (Giddens, 1987:14)22.

21 Giddens establece una diferenciación entre fundadores y clásicos. Al respecto señala: “Todas las disciplinas intelectuales tienen fundadores, pero normalmente sólo las ciencias sociales reconocen la existencia de ‘clásicos’. Según mi punto de vista, los clásicos son los fundadores que nos hablan de algo que aún se considera pertinente. No se trata simplemente de anticuadas reliquias, sino que se les puede leer y releer, y constituyen un foco de refl exión sobre los problemas y las cuestiones de actualidad” (Giddens, 1997:16).

22 Es de anotar que la preocupación de Giddens por el pensamiento clásico es anterior a esta obra. Ya en su libro El capitalismo y la moderna teoría social −1971−, Giddens había criticado y reformulado las interpretaciones de Weber y Durkheim presentes en la obra de Parsons, a tiempo que reivindicaba el pensamiento de Marx y sus aportaciones a la obra de Max Weber.

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23 Giddens agrega que ésta es la idea central de Wittgenstein y de ciertas versiones de la fenomenología existencialista. La comprensión de uno mismo está conectada integralmente con la comprensión de los otros. La intencionalidad, en el sentido fenomenológico, no debe ser considerada −afi rma Wittgenstein− corno la expresión de un inefable mundo interior de experiencias mentales privadas, sino como algo que depende necesariamente de las categorías comunicativas del lenguaje, que a su turno presuponen formas defi nidas de vida. La comprensión de lo que uno hace solo se torna posible comprendiendo (o pudiendo describir) lo que hacen otros y viceversa.

Esta pretensión positivizante de las ciencias sociales no daba lugar a la interpretación, a la que consideraba como una suerte de «caja negra», de elemento negativo que debía desecharse en favor de una observación externa. Y aunque algunos pensadores clásicos −entre los que sobresale Max Weber− trataron de reconciliar el problema de la comprensión con el proyecto de una ciencia objetiva de la sociología, fracasaron en su intento al considerar que la comprensión arroja un material objetivo y por ende intersubjetivamente verifi cable: “Mas lo que estos autores [Weber y Dilthey] llamaban ‘comprensión’ no es simplemente un método para entender lo que hacen los demás, ni requiere de alguna manera misteriosa y oscura una captación empática de su estado de conciencia, sino que la comprensión es la misma condición ontológica de la vida humana en sociedad como tal23 (Giddens, p. 21).

En su análisis crítico de los clásicos, Giddens se refi ere también al interaccionismo simbólico y −aunque no lo aborda directamente− destaca de él la primacía que otorga al sujeto como actor hábil y creador. Los conceptos de Mead, en torno a la reciprocidad del «Yo», y el «Mi», constituyen sin duda una aporte importante en este sentido. No obstante la insistencia de este fi lósofo norteamericano en el self social,

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en lugar de la actividad constituyente del «Yo» derivó su interpretación hacia un «self socialmente determinado» que lo aproxima a posturas funcionalistas. “Esto explica −anota Giddens− porqué ambos pudieron ser reunidos en la teoría social norteamericana de nuestros días; en ella, la diferenciación entre el interaccionismo simbólico −que de Mead a Goffman carece de una teoría de las instituciones y el cambio institucional, y el funcionalismo− ha pasado a ser considerada típicamente como una mera división del trabajo entre la ‘micro’ y la ‘macrosociología’” (p. 23).

2. Crítica al funcionalismo de Parsons y Durkheim

Giddens critica las nociones de acción y estructura en el pensamiento de Talcott Parsons y señala la necesidad de una reformulación de los mismos. Por una parte, admite que si bien en los primeros escritos del sociólogo norteamericano hay una teoría de la acción (el esquema voluntarista de la acción), advierte que en sus desarrollos teóricos termina por identifi car el voluntarismo con la «internalización de valores» en la personalidad y por consiguiente con la motivación psicológica. De tal modo que “en el ‘marco de referencia de la acción’ de Parsons no hay acción; sólo hay conducta impulsada por disposiciones de necesidad o expectativas de rol. La escena está montada, pero los actores sólo actúan según libretos que ya han sido escritos para ellos” (Giddens, p. 18).

De otra parte, Giddens cuestiona la noción de estructura en Parsons, la cual tiene un carácter descriptivo y supone que los actores se guían solo por disposiciones de necesidad (previa interiorización de valores). Todo lo cual conduce

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24 Señala Giddens cuatro críticas al funcionalismo de Durkheim y Parsons: “Primer: el reducir la intervención humana a una ‘interiorización de valores’. Segundo: la concomitante omisión que se niega a considerar la vida social humana como activamente constituida, a través de las acciones de sus miembros. Tercero: el tratamiento del poder como un fenómeno secundario, y de la norma o el ‘valor’ en estado solitario como el rasgo básico de la actividad social y, por ende, de la teoría social. Cuarto: el hecho de no otorgar un lugar central en la conceptualización al carácter negociado de las normas, en el sentido de estar abiertas a ‘interpretaciones’ divergentes y antagónicas en relación con ‘intereses’ divergentes y antagónicos de la sociedad” (Giddens, 1987:22).

25 Frente a lo que podría califi carse como una consideración plana del marxismo, Giddens es consciente de que algunas versiones del marxismo pueden ser conciliadas a nivel de la ontología con su teoría de la estructuración. Mención especial merecen los esfuerzos renovadores del marxismo protagonizados por la Escuela de Frankfurt y los historiadores marxistas británicos (en particular la aguda polémica Thompson-Althusser, desarrollada por el marxista inglés en su libro La miseria de la teoría, encaminados a superar la propensión economicista subyacente al modelo base/superestructura y a recuperar la dialéctica entre sujeto y objeto, reivindicando para ello a fi guras como Lukács, Gramsci o Sartre.

a una suerte de reduccionismo estructural, donde el sujeto queda perdido en la trama relacional de la sociedad, y termina dando preeminencia a la determinación funcional de la acción y de la estructura «como una fuerza constrictiva total sobre el comportamiento humano»24. Esta última crítica la hace extensiva al marxismo al que categoriza −junto con el funcionalismo− como un enfoque estructural25, cuya convergencia se manifi esta en los siguientes aspectos: “Los fenómenos sociales son considerados como independientes de los individuos; la noción de estructura es asumida como una fuerza externa que constriñe o limita las formas de acción y los signifi cados con los cuales la gente se compromete; el individuo es visto como un producto de las infl uencias coercitivas de la estructura social; ambas perspectivas centran la atención en el problema de la reproducción social. Y

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fi nalmente Giddens señala que las dos perspectivas contienen una concepción evolucionista” (Andrade, 1999:179).

Partiendo de la crítica a estos enfoques estructurales, Giddens se pronuncia por una perspectiva que restituya las intenciones y razones de los actores al mismo nivel de la estructura y la determinación funcional de la acción.

3. Recuperación y reelaboración de las diferentescorrientes microsociológicas

En su obra Las nuevas reglas del método sociológico −1976− Giddens emprende −como lo anuncia en el subtítulo de su libro26− un análisis de las diferentes escuelas de teoría social y fi losofía social que abarca desde la fenomenología de Schutz hasta los desarrollos recientes de la fi losofía hermenéutica y la teoría crítica, pasando por las contribuciones de la etnometodología de Garfi nkel y la sociología interpretativa de Winch, aclarando qué toma de cada una de estas escuelas y cuáles son sus limitantes.

A juicio de Giddens, la contribución fundamental de las sociologías interpretativas a la teoría de la estructuración es que centran su atención en el actor como agente libre que

26 Una «crítica positiva de las sociologías interpretativas». Giddens aclara que el concepto de «Sociologías Interpretativas» resulta “una designación impropia para las escuelas de pensamiento que aparecen en el primer capítulo, puesto que algunos de los autores cuyas obras se consideran allí se esfuerzan por separar de la ‘sociología’ lo que ellos quieren decir”. Giddens recurre a este término porque “no hay otro fácilmente disponible para reunir un conjunto de escritos que revelan determinadas preocupaciones que son compartidas por la ‘acción significativa’” (Giddens, 1987:10).

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crea las realidades en torno suyo, atribuyendo un peso muy importante a las experiencias subjetivas de los actores y los signifi cados de sus acciones (producción social). Pero esta relevancia que confi ere al actor se hace en detrimento de la reproducción social, negando la infl uencia de las instituciones y otros patrones constantes en la vida social. La acción queda reducida a un acto con atribución de sentido, que desconoce la centralidad que tiene el poder en la vida social y que les impide explicar los problemas de transformación histórica. Asimismo, no toma en consideración que las normas o reglas sociales pueden ser interpretadas de manera diferencial por los diferentes actores. De tal modo que las sociologías interpretativas dejan planteados serios vacíos en cuanto “el obrar y la caracterización de la acción, la comunicación y el análisis hermenéutico y la explicación de la acción dentro del marco del método sociológico” (Giddens, p. 181).

Asumiendo estas limitaciones de las teorías interpretativas, Giddens se propone demostrar “cómo es posible e importante sostener un principio de relatividad al tiempo que se rechaza el relativismo […] escapando a la tendencia de algunos de los autores mencionados, si no de todos, a tratar los universos del signifi cado como ‘autosufi cientes’ o carentes de mediación. Así como el conocimiento del self es adquirido desde la primera experiencia del infante a través del conocimiento de los otros (como lo demostró G. H. Mead), el aprendizaje del juego de lenguaje, la participación en una forma de vida, ocurre en el contexto del aprendizaje acerca de otras formas de vida que son específi camente rechazadas o que se distinguirán de aquella” (Giddens, p. 20).

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4. Conceptos fundamentales de la teoría de la estructuración

La vía que propone Anthony Giddens para superar la oposición, que hasta aquí hemos discutido, entre acción/estructura, micro/macro y otros, es través de las nociones de dualidad de la estructura, estructuración y refl exividad de la acción.

Dualidad de la estructura

Este concepto supone, en primer lugar, un rechazo a las concepciones «objetivistas» de la estructura, que defi nen a ésta en términos descriptivos (funcionalismo norteamericano) o en un sentido reduccionista (estructuralismo francés) eliminando conceptualmente el sujeto activo (Giddens, p. 23). Para Giddens, la estructura no existe por sí sola en el tiempo y en el espacio, pues no constituye un elemento externo y coercitivo para la acción humana sino mediante las actividades de los agentes humanos, de modo tal que “las estructuras son internas a la actividad, no operan independientemente de los motivos y las razones que los agentes tienen para hacer lo que hacen; en la medida que no tienen una existencia independiente de la situación en que los agentes actúan, tampoco tienen una existencia continua y tangible, ni actúan sobre las gentes como fuerzas de la naturaleza” (Andrade, 1999:186).

En segundo lugar, el concepto de dualidad de la estructura, sin negar los constreñimientos que existen sobre los agentes, coloca un fuerte acento en la acción y el poder del actor, de tal modo que éstos tienen capacidad de introducir transformaciones en el mundo social. De esta forma, el actor

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participa activamente en la constitución de la sociedad, se reproduce a sí mismo en la interacción cotidiana y se realiza por la necesidad de comprender y explicar el mundo social (Aronson, 1999:34). «En sus desempeños los actores no se conducen ni optan siempre de la misma forma frente a las circunstancias, pues tienen la capacidad refl exiva sobre la propia conducta, la de otros actores y las circunstancias; esto les permite resistir, en cierta forma, la presión que sobre ellos impone la sociedad y, en consecuencia, de infl uir y transformar sus situaciones sociales” (Andrade, 1999:186).

En tercer lugar, la dualidad de la estructura supone considerar que “la constitución de agentes y la de estructuras no son dos conjuntos de fenómenos dados independientemente, no forman un dualismo sino que representan una dualidad; con arreglo a la noción de la dualidad de estructura, las propiedades estructurales de sistemas sociales son tanto un medio como un resultado de las prácticas que ellos organizan de manera recursiva” (Giddens, 1995:61). Lo cual nos obliga a tomar en consideración tanto los sentimientos y emociones variables de los seres humanos, como las fuerzas exteriores.

Bajo estos presupuestos, Giddens define la estructura como “reglas y recursos que recursivamente intervienen en la reproducción de los sistemas sociales. Una estructura existe sólo como huellas mnémicas, la base orgánica de un entendimiento humano, y actualizada en una acción” (Giddens, 1995:396). En otras palabras, las reglas y los recursos que se aplican a la producción y reproducción de una acción social son, al mismo tiempo, los medios para la reproducción sistémica. He aquí el dualismo de la estructura.

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27 La «producción social» en Giddens tiene que ver “con la forma en que la vida social es producida o creada por la gente que participa en las prácticas sociales. En las prácticas sociales los seres humanos son creadores de signifi cado y de realidad social. El carácter refl exivo y el comprometimiento de los actores hace posible que la acción constituya, sostenga y cambie las formas de vida social, tales como instituciones y estructuras, dado que éstas no tienen una existencia aparte de las actividades que integran”. La «reproducción social» “se refi ere a la cuestión de cómo la vida social llega a formar patrones y rutinas; cómo es que las formas del orden social ya sea en la forma de armonía y cooperación o de disidencia y confl icto persisten a pesar de las capacidades creativas y transformadoras de los individuos. La perspectiva estructuracionista se interesa por las formas en que las instituciones, las organizaciones y los patrones culturales son reproducidos en el tiempo, más allá de la vida de los individuos. La cuestión de la reproducción social o réplica tiene que ver con la manera en que la actividad social provee continuidad y patrones en la vida social” (Andrade, 1999:186).

Noción de estructuración

Para comprender cómo concibe Giddens la articulación entre acción y estructura, además de señalar las características de ambos conceptos, es necesario dar cuenta del método que emplea para producirlos y vincularlos lógicamente; esto es, la noción de estructuración, la cual supone “la articulación de relaciones sociales por un tiempo y espacio, en virtud de la dualidad de la estructura” (p. 396); vale decir, la producción y la reproducción de la vida social27, que incluye como elementos al actor, la interacción, las reglas y los recursos.

La interacción, en cuanto elemento de la estructura, se entiende como el conjunto de actos reproducidos por los actores en relación con otros actores, constituyendo un entramado de relaciones que dan forma a la sociedad. El formato de estas relaciones sociales delimita un cierto tipo de orden que no es siempre igual a sí mismo, sino que varía al compás de las relaciones entre producción y reproducción social. Interactuar

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28 Al colocar las reglas entre los elementos estructurales, el autor se vale de conceptos de la etnometodología de Garfi nkel y de nociones criticadas de la teoría de juegos.

signifi ca producir y reproducir la sociedad, conectando la estructura con la estructuración (Aronson: 1999, p. 34). Para la teoría de la estructuración ‘’la interacción social y las prácticas sociales son realizadas por agentes humanos que son capaces de conocer que se desempeñan diestramente, valiéndose de un conjunto de conocimientos y herramientas o recursos a su disposición, que son empleados regularmente en las rutinas ordinarias y en su trato con otros” (Andrade, 1999:183).

Giddens se refiere a las reglas no como prescripciones formalizadas o codifi cadas sino, más bien, a los aspectos de la vida rutinaria, que se acompaña de fórmulas −así no estén establecidas como tales− que permiten que la gente actúe, haga cosas, produzca diferencias en el mundo social28. Las reglas se utilizan −entre los elementos estructurales− para orientarse en el mundo social; facilitan las prácticas, pero a la vez le imponen restricciones a las relaciones sociales que promueven. Constituyen la cara restrictiva de la acción, en cuanto defi nen un modo de comportamiento que espera que realicen actores sociales idóneos, es decir, sujetos conocedores de la reglamentación que regulan las relaciones sociales (Aronson, 1999:34). Las reglas son convenciones sociales, y el conocimiento de ellas incluye el de sus reglas de aplicación (similares a las reglas del lenguaje).

Las reglas están asociadas a los recursos, los cuales denotan los modos por los cuales relaciones trasformativas se integran, en acto, a la producción y reproducción de prácticas sociales.

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29 Giddens clasifi ca estos recursos en dos tipos: recursos distributivos u objetos materiales que permiten a la gente hacer cosas y los recursos autoritativos o hechos no materiales (posiciones) que permiten ejercer mando sobre otros seres humanos. Se trata de recursos que los sujetos han acumulado a lo largo de sus vidas, tanto a través de medios formales como la educación y de medios informales como en la familia y en sus relaciones con sus amigos. Ejemplo de recursos: el conocimiento formal del lenguaje, de los ambientes, del trato con los otros, saber qué hacer en situaciones de riesgo o circunstancias de amenazas.

Los recursos permiten que se efectúen las relaciones sociales, dando lugar a diversas modalidades de interacción. Por constituir medios para la acción, tienen la cualidad de generar relaciones de poder que sustentan la habilidad de las personas para efectuar cambios en sus circunstancias sociales29.

Entre las reglas y los recursos existe una relación directa que defi ne al actor, tal como Giddens lo entiende “ya que el conocimiento de las reglas lo convierte en un teórico social, alguien que puede interpretar sus propios actos en términos de esas reglas. Esto le permite dar razones de su propia acción y además, por implicar procedimientos metodológicos, hace del actor un especialista, capaz de utilizarlas en la vida práctica y de interpretarlas en el nivel de la conciencia discursiva. De este modo, las reglas no poseen un carácter fi jo o mecánico, sino que se vinculan directamente con la esfera de la estructuración, es decir, con la dinámica de la producción y la reproducción” (Giddens, 1995:35). Esto nos lleva a un tercer concepto: el de refl exividad.

Refl exibilidad y conciencia

La refl exividad parte de unas hipótesis generales acerca de los agentes: en primer lugar, los agentes controlan continuamente

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sus propios pensamientos y actividades, así como sus contextos físicos y sociales; en segundo lugar, los actores tienen la capacidad de racionalización (esto es, el desarrollo de rutinas que les capacitan para manejar efi cazmente la vida social); y, en tercer lugar, los actores tienen motivaciones para actuar, y estas motivaciones implican deseos que impulsan la acción (Giddens, 1987: 115). Pero mientras que la racionalización y la refl exividad están implicadas en la acción, las motivaciones son potenciales para la acción (suelen ser inconscientes). Existe una conciencia discursiva, que implica la capacidad de expresar con palabras las cosas y la conciencia práctica que implica sólo lo que hacen los actores y no entraña su capacidad de expresar lo que hacen con palabras (la cual tiene una mayor importancia en la teoría de la estructuración).

De acuerdo con la teoría de Giddens, el agente humano tiene la capacidad de controlar refl exivamente su comportamiento en curso, pero de ello no se sigue necesariamente que los resultados de sus acciones correspondan linealmente a sus intenciones. La diferencia que existe entre intenciones y acciones Giddens la explica en términos de «las consecuencias no deseadas de las acciones» y que se integran a éstas como parte de lo que posibilita al mismo tiempo que restringe la acción (Farfán, 1999:44).

A MODO DE CONCLUSIÓN

Esperamos a lo largo de este rápido recorrido, centrado en las aportaciones de Jeffrey Alexander y Anthony Giddens, haber ilustrado las discusiones en torno al actor y la estructura en la

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teoría social y más específi camente en la teoría sociológica. No es posible ampliar y desarrollar algunos conceptos que han sido apenas esbozados aquí, ni tampoco encarar las críticas que se le han formulado a uno u otro enfoque desde otras perspectivas igualmente integradoras. Los debates en sociología son discusiones abiertas, donde ningún autor puede decir que tiene la última palabra, mucho más en lo que respecta a este dilema teórico que hemos abordado a lo largo de estas páginas, y que coincidimos con Margaret Archer (1999:9) en que “ha llegado a verse justifi cadamente como la cuestión básica de la teoría social moderna”.

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¿PENSAR LA HISTORIA EN TIEMPOS POSMODERNOS?*

El concepto de postmodernidad es un concepto demasiado amplio y ambiguo y su caracterización no admite una única lectura. El prefi jo “post” generalmente aparece asociado a períodos de toma de conciencia de un cambio. Desde esa perspectiva suele englobar una multiplicidad de fenómenos que no logran ser explicados dentro de un paradigma vigente. Independientemente de la califi cación que se asuma resulta evidente que hoy día se asiste a la defi nición de los contornos de una nueva época y una nueva sensibilidad. Para algunos se trata del advenimiento de la sociedad postindustrial (Daniel Bell), para otros de la “sociedad compleja” (Luhmann)1, “sociedad de la comunicación o sociedad transparente” (Vattimo); “aldea global” (MacLuhan), “sociedad de riesgo” (Ulrich Beck) y aunque cada una de estas conceptualizaciones

* Tomado de Anuario de Historia de la Universidad de Navarra. No 4, 2001, págs. 19-41.

1 En el caso específi co de Niklas Luhmann, no se trata de una condición “post” sino del despliegue mismo de la modernidad. En ese sentido no se asistiría estrictamente a una nueva época.

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prioriza uno o varios ángulos de análisis, ya sea social, económico, cultural o de otra índole, todas ellas tienen como referente de refl exión el espacio de experiencias que brinda la modernidad. Las reiteradas referencias al posmodernismo, el neomodernismo, el transmodernismo o la modernidad radicalizada son solo una expresión de ello.

Lo que se trata con estas designaciones es precisamente marcar un corte en relación con la modernidad. En este sentido la posmodernidad aparece como la síntesis de los fracasos del proyecto ilustrado que se expresa en una crítica a los grandes relatos, un reclamo en favor de la autonomía individual negada por el dominio de una racionalidad técnica e instrumental y la evocación de una sociedad fragmentada y particularizada carente de una fundamentación última.

A esta imagen de la sociedad contemporánea ha contribuido las transformaciones sociales, políticas y económicas que caracterizaron el cierre de siglo que acaba de concluir y donde 1989 es una “una suerte de punto culminante dentro de la curva de todo un conjunto tumultuoso de acontecimientos importantes y espectaculares, que van desde las vicisitudes del movimiento de solidaridad en Polonia, y el lanzamiento de la perestroika, hasta la reunifi cación alemana, la desaparición de la Unión Soviética y la desintegración de Yugoslavia, pasando sin duda por las revoluciones checa, rumana y por las jornadas históricas del 8 y 9 de noviembre en Berlín” (Aguirre, 1993:175). Cambios a los cuales se suman los crecientes procesos de interdependencia económica y cultural conducentes a la confi guración de un nuevo orden global facilitado, entre otros factores, por el desarrollo de los sistemas de información.

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En el terreno del debate teórico se insiste en la “crisis de los grandes paradigmas” que durante mucho tiempo sustentaron el quehacer teórico en las Ciencias Sociales, el agotamiento tanto de las visiones omnicomprensivas como de las explicaciones deterministas que pretendieron dar cuenta de la acción del hombre por causas únicas y, junto a ello, la búsqueda de nuevos modelos y referentes teóricos.

Los anteriores planteamientos han servido de trasfondo para el debate en torno a la naturaleza del conocimiento histórico y la actividad historiográfi ca en esta nueva centuria: mientras algunos apuestan abiertamente por una historia de corte posmoderno caracterizada por el predominio de una lógica fragmentaria, que rompe las aspiraciones unifi cadoras de la gran teoría, afi rma la relatividad de los lugares de observación, rechaza una pretendida objetividad y recupera la narración como tarea primordial del historiador, otros reclaman para la historia un lugar específi co como disciplina científi ca y rescatan su papel como discurso que da cuenta de una realidad objetiva.

Mi propósito en esta ponencia es refl exionar en torno a ¿qué ocurre hoy con la historia frente a los retos de la llamada “posmodernidad”, no sin antes especifi car tres presupuestos básicos que orientarán dicha indagación.

Un primer presupuesto apunta a señalar que el discurso posmoderno describe situaciones aparentemente nuevas que bajo una mirada más profunda se revelan como fenómenos conocidos, de tiempo atrás, como característicos de la modernidad. Esta confusión se explica por la falta de

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rigurosidad de algunos de sus analistas para entender lo que podría denominarse “la ambigüedad de la modernidad”(cf. Wagner, 1997)2. La descripción que de la sociedad moderna nos legaron autores clásicos como Marx, Weber y Simmel, dan cuenta de ese doble carácter de la modernidad que aunque abre posibilidades para la realización de la libertad y la autonomía individual, termina por sojuzgar y someter a los individuos.

En un conocido pasaje del Manifi esto comunista Marx y Engels (1974:116) nos advierten cómo la sociedad burguesa moderna a pesar de haber creado fuerzas productivas más abundantes y grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas “se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros”. De igual modo Max Weber recurre a la imagen de la “jaula de hierro” para colocar de presente que la racionalización de la

2 Es indispensable distinguir entre el discurso del proyecto de la modernidad y el desenvolvimiento histórico de esa modernidad. En esta perspectiva analítica la modernidad se revela, en su discurso, como un proyecto sustancialmente emancipador de lucha contra el pasado feudal, contra las opresiones del antiguo régimen, contra las creencias religiosas y a favor de la autonomía individual. Este discurso al hacerse experiencia se va vaciando de contenido y su lugar es ocupado por un tipo de racionalidad técnica, instrumental, un poder social que penetra las esferas del mundo de la vida, acompañado de invocaciones carismáticas, del renacimiento de los particularismos nacionalistas, de los fundamentalismos religiosos, y de incremento de la violencia. En nuestros países es claro cómo este proceso se inicia tardíamente no como resultado de un desarrollo interno sino favorecido por un impulso exterior, esto es, el capitalismo en expansión, en confrontación con una tradición histórica y cultural ya existente, lo que confi ere especifi cidades a este proceso que adquiere la forma de una modernización que como bien señala Habermas “desgaja a la modernidad de sus orígenes europeos para estilizarla y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados en cuanto al espacio y al tiempo” (Habermas, 1989:12). Esta experiencia de modernidad es la que hoy se encuentra en crisis.

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sociedad moderna conduce a un confi namiento progresivo del hombre en un sistema deshumanizado: “Nadie sabe –escribe en las páginas fi nales de la Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo– quién ocupará en el futuro el estuche vacío , y si al término de esta extraordinaria evolución surgirán profetas nuevos y se asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales, o si, por el contrario, lo envolverá todo una ola de petrifi cación mecanizada y una convulsa lucha de todos contra todos” (Weber, 1984:225). Expresiones similares se pueden encontrar en la obra de Simmel cuando se refi ere a la expansión de la “cultura objetiva”3.

Un segundo presupuesto está orientado a desterrar la idea de que hay que abandonar lo viejo por el simple prejuicio de que “lo nuevo elimina lo viejo”, pues si bien es cierto que este nuevo clima teórico, político y cultural no pueden ser soslayado en el análisis, también lo es que no podemos desechar sin una sufi ciente refl exión, adquisiciones teóricas y conceptuales que, provistas de una mayor fl exibilidad y afi nación, podrían dar cuenta de aspectos de nuestra realidad social, máxime cuando los desarrollos de los últimos años han restado piso al discurso posmoderno4.

3 Para Simmel, el mundo cultural y el mundo social adquiere vida propia llegando a someter a las personas que las crean y que diariamente las recrean. En otras palabras, la cultura objetiva termina dominando la cultura subjetiva (cf. Simmel, (1986).

4 Después de la caída del muro del Berlín y la desintegración de la URSS, que marcó el auge del pensamiento posmoderno. En el último lustro hemos asistido a un resurgimiento de grandes relatos emancipatorios (v. gr. EZLN), un renacimiento de los particularismos nacionalistas (v. gr. la guerra en los Balcanes), un reiterado fracaso del modelo neoliberal y una agudización de los problemas sociales.

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Un tercer y último presupuesto constituye ante todo un llamado exhortativo en el sentido de despojar el debate de su tono plañidero de nostalgia por la pérdida de “referentes sólidos” y aboga por una actitud más propositiva, que pasa por admitir la necesidad de construir nuevas perspectivas teóricas o redefi nir las ya existentes, para entender una sociedad que ya no es la sociedad ni del siglo XVIII ni del siglo XIX, ni siquiera de la primera mitad del siglo XX. Una sociedad en la que se perfi lan hoy, elementos completamente nuevos, una sociedad que en términos de uno de sus más agudos observadores ha incrementado notablemente sus niveles de complejidad (cf. Luhmann, 1998).

Reconociendo, entonces, que la práctica histórica hoy se desenvuelve en un nuevo ámbito intelectual −llámese posmoderno o no− me referiré a cuatro aspectos que dan cuenta de ese cambio: La pérdida de vigencia de las grandes visiones omnicomprensivas de la sociedad, el fi n de la dominación europea sobre el conjunto del mundo (eurocentrismo) y con ella la crisis de la idea de progreso, la globalización económica y cultural y la irrupción de la llamada “sociedad de la información”.

LA PÉRDIDA DE VIGENCIA DE LAS GRANDES VISIONES OMNICOMPRENSIVAS DE LA SOCIEDAD

La pérdida de vigencia de los grandes paradigmas puede entenderse como una crisis de las teorías omnicomprensivas de la sociedad que pretendieron dar cuenta de los procesos histórico-sociales a través de una concepción única y

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totalizante del desarrollo humano y, junto a ella, una renuncia a las determinaciones últimas que trataron de fundamentar el mismo. Formulaciones estas que tomaron fuerza a partir de visiones positivistas, estructuralistas o marxistas de la sociedad y que conviene especifi car muy brevemente, para valorar el alcance de su crisis.

El discurso histórico decimonónico que se afi rma con el proyecto de la modernidad es el de una historia “empirista y objetivista”5 sustentada en el modelo de las Ciencias Naturales como paradigma de investigación científi ca. Bajo este postulado, la historia se revela como un cuerpo de hechos objetivos susceptibles de ser verifi cados y la tarea del historiador se reduce a la conocida fórmula rankeana de “mostrar lo que realmente aconteció”.

En su obsesiva búsqueda por alcanzar el “rigor científi co” la historia positivista cree establecer a través de la crítica “interna” y “externa” de la documentación, un procedimiento de investigación que garantiza su cientifi cidad y le permite deslindar su territorio de otros campos de conocimiento “no científi co” muy próximos a ella (v. gr. la literatura, el arte, etc). Esta pretensión desembocará a la postre en “una progresiva disolución de las antiguas historias legendarias, míticas y religiosas, historias que poco a poco van a ser completamente

5 Utilizo aquí la denominación que proporciona el historiador mexicano Carlos Aguirre en su sugerente artículo “Repensando las ciencias sociales actuales: el caso de los discursos históricos en la historia de la modernidad”. Revista Mexicana de Sociología. México, No.3, 1999. México: Instituto de Investigaciones Sociales.

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abandonadas en beneficio de esa historia ´real´, basada en verdades firmemente comprobadas y empíricamente establecidas. Historia que al discriminar y separar las fuentes o los elementos literarios o de fi cción, frente a las fuentes o elementos estrictamente históricos y “objetivos” va también a intentar superar el anacronismo histórico, prohibiendo la mixtura de elementos de diversas épocas.

Estos supuestos de la historia objetivista y empirista empiezan a ser revisados a principios del s. XX, a través del trabajo histórico de los iniciadores de la corriente francesa de los Annales, Lucien Febvre y Marc Bloch, quienes advierten que el hecho histórico no existe en forma pura en los documentos pues siempre hay una refracción al pasar por la mente de quien los recoge. Esta nueva perspectiva se enriquece al avanzar el siglo, con el desarrollo mismo de los Annales pero, también, con los aportes de otras tendencias historiográfi cas buena parte de ellas inspiradas en el marxismo, como lo había sido la misma Escuela de los Annales6.

No obstante, esta renovación historiográfi ca que se inicia a partir de las primeras décadas del presente siglo, si bien cuestiona seriamente el ideal de objetividad en los términos que el positivismo lo había concebido, no renuncia en el

6 Entre otras corrientes cabe destacar la contribución de la llamada “historia social inglesa” (Thompson, Hobsbawm, Rudé) que permitió ampliar la noción del documento y del hecho histórico, acentuando la participación de la conciencia humana y de la acción en la historia. Este tipo de historia hecha “desde abajo” busca reconstruir una totalidad con sentido, en una doble dimensión: por una parte, con el sentido que posee o poseería para los agentes sociales-históricos objeto de su estudio y, por otra parte, con signifi cación para el sujeto analizador y para los destinatarios de su obra.

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fondo a la pretensión de dar cuenta de una realidad objetiva, aunque mediada por la subjetividad social del historiador y su compromiso con el presente y formulada en términos de un cuadro estructural de los hechos o del devenir histórico. Se trata de una historia que al estudiar los acontecimientos de un espacio-temporal intenta establecer un sistema de relaciones causales y de analogía, articulados a grandes unidades que guardan en sí mismas su principio de cohesión y que encuentran su mejor expresión en la historia económica y social.

Desde luego estas contribuciones historiográfi cas no están exentas de ambigüedades, desarrollos internos divergentes y algunas variaciones producto de su articulación con otras tradiciones teóricas propias de espacios culturales diferentes al de su origen. En el caso concreto del marxismo el debate en torno al papel de las estructuras y la participación de la acción y de la conciencia humana en la historia es recurrente y cubre un amplio espacio temporal que se extiende desde las discusiones iníciales en torno al derrumbe inevitable del capitalismo y el paso al socialismo hasta las más recientes favorecidas por el marxismo analítico y las teorías de la elección racional, sin olvidar las propiciadas en los años sesenta por Edward Thompson y la historia social inglesa, en contra de las visiones estructuralistas de Althusser. Por otra parte se trata de un debate que tiene un antecedente importante en las polémicas adelantadas en el seno de la historiografía alemana de fi nales del siglo XIX, algunos de cuyos representantes tratan de recuperar, frente al concepto de causalidad, la noción del azar como factor de explicación de los fenómenos históricos y la libre voluntad del individuo

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concreto que busca fi nes y con arreglo a ellos trata de incidir en el curso de los acontecimientos7.

De tal modo que los modelos históricos que enfatizan la actividad humana o la estructura siempre han coexistido, sólo que durante mucho tiempo estos últimos parecieron tener un lugar privilegiado en las Ciencias Sociales, lo cual fue posibilitado por el auge y desarrollo explicativo en su interior de corrientes de pensamiento tan disímiles como el marxismo y el estructural-funcionalismo. Situación que hoy en día ha cambiado sustancialmente con el surgimiento de nuevas problemáticas sociales, de actores diversos a los tradicionales y, sobre todo, por los cambios políticos, sociales y culturales de la sociedad contemporánea8.

Más allá del desconcierto e incertidumbre que genera el colapso de los grandes paradigmas en las ciencias sociales –acentuado por ciertos argumentos posmodernistas de corte

7 Llamo la atención sobre los aportes del historiador alemán Eduard Meyer (1982:40) quien señala que “aunque dispongamos de todo el material asequible en lo que se refi ere a las personalidades más descollantes, los reyes, los grandes estadistas, los grandes generales, etc., necesitamos conocer, para comprender en todo su valor su conducta y sus victorias o sus derrotas, otros elementos relacionados con el comportamiento, la personalidad y los motivos de otros personajes, de los ministros, embajadores y altos ofi ciales del ejército, y así sucesivamente, hasta llegar a los funcionarios de las cancillerías y –en las elecciones, supongamos– hasta los más insignifi cantes individuos, o, en las guerras, hasta los sargentos y los soldados rasos”.

8 Con esta afi rmación no estoy queriendo signifi car que el marxismo ya no tenga signifi cancia para el historiador, pues este sigue siendo de algún modo paradigmático. La obra de Edward Thompson, Eric Hobsbawm, Albert Soboul, Pierre Vilar, constituyen ejemplos de una aplicación abierta y enriquecedora del marxismo para la investigación histórica.

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nihilista que impiden valorar lo verdaderamente nuevo– esta crisis ha tenido un efecto saludable en el sentido de generar un ambiente propicio para nuevos desarrollos en el ámbito de las Ciencias Sociales.

Por un lado, ha favorecido un fl ujo transdisciplinario que propicia un rompimiento de las fronteras existentes entre las diferentes especialidades y que permite una reapropiación cognitiva de categorías y estrategias de conocimiento provenientes de otras tradiciones en el interior de un discurso disciplinario que –como en su momento lo puso de presente el historiador francés Fernand Braudel– siempre ha propendido a las apropiaciones conceptuales de numerosos campos.

La consecuencia de todo esto es una permanente renovación de los estudios históricos, “una multiplicidad de puntos de vista, los cuales a su vez iluminan la diversidad y relatividad de las perspectivas historiográfi cas, sin que pueda hablarse de un modelo único de cientifi cidad, comparable a las ciencias naturales. Esta enorme variedad se debe a las divisiones en cuanto a la orientación ideológica, a la multiplicidad de campos de investigación, que a su vez dan lugar a una diversidad de métodos y a la constitución de verdaderas ´escuelas´ historiográfi cas sobre una base académica, es decir, con base en perspectivas compartidas y en el uso de métodos de investigaciones comunes, aun cuando existan diferencias ideológicas importantes” (Yturbe, 1993:221).

Por supuesto que esta propensión a la interdisciplinariedad conlleva a la aparición de nuevos problemas de orden metodológico y epistemológico que el historiador se verá

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abocado a tratar de resolver en su quehacer práctico si pretende ir más allá del plano discursivo: difi cultades, entre otras, de lenguaje, de aplicación de viejos y nuevos conceptos, del desconocimiento de contextos específi cos y de una inadecuada combinación de perspectivas. Aún así, ante una cómoda actitud defensiva de las fronteras disciplinares, el historiador no debe olvidar que una disciplina puede reivindicar su particularidad sólo en cuanto se convierte a sí misma en interdisciplinar.

Por otra parte, el cuestionamiento a este tipo de historia que privilegia los colectivos sociales, las estructuras sociales y económicas, ha permitido tanto una recuperación de los elementos puramente individuales y volitivos en la historia, como un desplazamiento hacia el campo de lo simbólico y lo cultural. La primera situación no supone una vuelta a la historia acontecimental, descriptiva y heroicista contra la que se erigió la Escuela de los Annales, ni consecuentemente un abandono de cualquier tipo de concepción estructural. El gran reto del historiador sigue siendo el de articular en investigaciones históricas concretas la dimensión estructural y la actividad transformadora de los sujetos a partir de la consideración de la vida cotidiana como ámbito espacio-temporal de producción y reproducción de las estructuras9.

9 En este sentido propuestas teóricas como la de Anthony Giddens apuntan en esa dirección: “La constitución de agentes y la de estructuras -dice este sociólogo británico- no son dos conjuntos de fenómenos dados independientemente, no forman un dualismo sino que representan una dualidad” y enseguida aclara: “La dualidad de estructura es en todas las ocasiones el principal fundamento de continuidades en una reproducción social por un espacio-tiempo [...] El fl uir de una acción produce de continuo consecuencias no buscadas por los actores, y estas mismas consecuencias no buscadas pueden dar origen a condiciones inadvertidas

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En este sentido ya hay un importante camino trazado a través de los trabajos de Norbert Elías sobre la sociedad cortesana (cf. Elias, 1996) y, más recientemente, en el campo de la microhistoria italiana con los trabajos de Carlo Ginzburg y Giovanni Levi10, sin olvidar, desde luego, los aportes de la misma Escuela de los Annales11.

Junto al interés por la microhistoria y la historia cultural, la crisis de los paradigmas ha favorecido la vuelta a otros tipos de historias como la historia política que, desde principios del siglo XX, cayó en descrédito bajo el infl ujo de la crítica de los primeros Annales12. Hoy la política es considerada como una esfera en que se toman decisiones fundamentales para el conjunto de la sociedad y, más allá de cualquier determinismo,

de la acción en un proceso de retroalimentación. La historia humana es creada por actividades intencionales, pero no es un proyecto intentado; escapa siempre al afán de someterla a dirección consciente. l pero ese afán es puesto en práctica de continuo por seres humanos que operan bajo la amenaza y la promesa de la circunstancia de ser ellos las únicas criaturas que hacen su ́ historia’ a sabiendas” (Giddens, 1995:61-3).

10 Cfr. Carlo Guinzburg. El queso y los gusanos. Barcelona: Muchnick, 1994 y Geovanni Levi. La herencia inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVII, Madrid: Nerea, 1990.

11 V. gr. George Duby, Guillermo el Mariscal, Madrid. Alianza, 1997 y Jacques Le Goff, Lo maravilloso y lo cotidiano en el occidente medieval. Barcelona. Gedisa, 1991.a

12 No hay que olvidar que como resultado de la infl uencia de la Escuela de los Annales y en general la llamada “Nueva historia”, la historia política, que generalmente se le identifi có con la historia tradicional, anecdótica, cayó en descrédito y fue sustituida por una historia que hacía énfasis en los problemas estructurales, en especial por aquella que estudiaba las variables económicas como las claves para entender nuestro pasado.

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como un campo autónomo, con una dinámica propia, no dependiente de variables económicas, y en relación con otros componentes de la sociedad infl uenciados recíprocamente de manera desigual en el tiempo y en el espacio13.

LA CRISIS DE LA IDEA DE PROGRESO

El pensamiento ilustrado, fundador de la moderna historiografía incorpora la visión teleológica judeo-cristiana del renacimiento, restableciendo el carácter racional del propio proceso histórico, a través de la secularización de una meta que se eleva por encima del tiempo para dar sentido a lo existente. La historia aparece entonces como el relato del desenvolvimiento de la humanidad hacia la consecución de su perfección terrenal. Bajo esta perspectiva Ilustrada, la historia no sólo sigue una dirección determinada si no también una dirección moralmente justa.

Ahora bien, siendo esta noción de progreso eminentemente occidental parece “natural” que el pensamiento decimonónico identifique la fe en el progreso de la humanidad con la supremacía occidental. De esta forma, el concepto de historia como un singular colectivo funge como condición para que pueda constituirse la noción de historia universal (Koselleck, 1993), estableciéndose a través de la idea de progreso un vínculo entre la “historia relato” y “la historia acontecimiento”, entre un pasado que se considera superado y un futuro que se haya predeterminado.

13 Para un panorama de estos cambios, Cf. René Remond (comp.). Por uma história política. Rio de Janeiro: UFRJ, 1996.

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Esta noción de progreso que empezó a ser cuestionada desde los albores mismos del siglo XX y a todo lo largo de él14, ha entrado en crisis con el fracaso más o menos grande de todos los grandes sistemas socioeconómicos y políticos del globo. Hoy día es notorio el desencanto frente a la creencia en una marcha hacia el progreso, que caracterizó el pensamiento ilustrado. El ideal “eurocentrista” compartido desde diferentes ángulos por la ilustración, el positivismo, el historicismo o el marxismo de una historia como realización de la civilización del hombre moderno, unido a la creencia en que la humanidad avanza hacia una meta racional de bienestar resulta inadmisible.

El pensamiento postmoderno ha puesto de presente que no existe una historia única, sino “imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista” y que resulta ilusorio pensar en la existencia de “un punto de vista comprehensivo capaz de unifi car todos los demás” (Vattimo, 1990:11), lo que hace insostenible la caracterización global de una época como ruptura y como origen. En la práctica, esto supone un reconocimiento del mundo y de las culturas que fueron negadas y marginadas por el proyecto “civilizatorio” occidental, pese a encarnar desarrollos diferentes y alternativos a la idea de modernidad europea, que terminó imponiéndose como dominante en el mundo actual. Igualmente implica una pérdida

14 A esto coadyuvaron hechos históricos como las dos guerras mundiales, los genocidios perpetrados en los campos de concentración nazis, el uso de la bomba atómica y la violación de los derechos humanos no sólo en los países llamados del “Tercer Mundo” sino también en las “naciones civilizadas”, así como los excesos estalinistas que debilitaron profundamente las esperanzas humanistas abiertas por la revolución rusa en 1917 (cf. Le Goff, 1991:223).

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defi nitiva de la hegemonía europea en la producción de lo social y, junto a ello, la pluralización de las fuentes posibles de conocimiento y refl exión sobre lo social: “Todos los continentes y todos los océanos, todas las culturas y todas las formas de organización política que se han desarrollado en las diversas partes de la tierra se vuelven objeto de investigación. La pluralidad de civilizaciones autónomas, en lugar de una pretendida unidad del proceso histórico, y el estudio de cada civilización en su desarrollo interno y en su encuentro con otras, implican el rechazo de construir un cuadro que abarque el proceso histórico en su totalidad, dando cuenta de él con unas cuantas categorías que se muestran válidas sólo para ciertas regiones del mundo” (Yturbe, 1993:226).

¿Qué implicaciones tiene esto para el trabajo del historiador? Ante todo estos planteamientos han permitido que el historiador, al no encontrar un buen abrigo en la historia continua, vuelva su mirada hacia problemáticas como la discontinuidad: “Para la historia en su forma clásica –nos dice Foucault (2002:13)– lo discontinuo era a la vez lo dado y lo impensable: lo que se ofrecía bajo la especie de los acontecimientos dispersos (decisiones, accidentes, iniciativas y descubrimientos), y lo que debía ser, por el análisis rodeado, reducido, borrado para que apareciera la continuidad de los acontecimientos”. Hoy lo discontinuo ha sido integrado en el discurso del historiador y ha pasado a convertirse en un “concepto operatorio”, desplazando la pretensión de cierto tipo de historia por establecer nexos causales, reconstruir encadenamientos y buscar uniformidades entre acontecimientos dispares.

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En el mismo sentido, el historiador francés Michel de Certeau se refi ere a que la función de la historia en el conjunto de las ciencias actuales no consiste más en procurar objetos “auténticos” al conocimiento, ni proveer a la sociedad de representaciones globales de su origen. La historia ya no conserva esa función totalizadora. “Cada tiempo ́ nuevo´ –dice Certeau– ha dado lugar a un discurso que trata como ́ muerto a todo lo que le precedía”, pero que recibía un ´pasado´ ya marcado por rupturas anteriores”.

El trabajo determinado por este corte es voluntarista. Opera en el pasado, del cual se distingue una selección entre lo que puede ser ´comprendido´ y lo que debe ser olvidado para obtener la representación de una inteligibilidad presente” y enseguida aclara que “todo lo que esta nueva comprensión del pasado tiene por inadecuado –desperdicio abandonado al seleccionar el material, resto olvidado en una explicación– vuelve, a pesar de todo, a insinuarse en las orillas y en las fallas del discurso” (Certeau, 1993:18).

Se replantea así la noción misma de documento considerado, cada vez menos, la prueba de verdad, el rastro que permite la reconstrucción del pasado, para dar lugar a un trabajo más desde su interior: La historia organiza, recorta, distribuye y ordena; distingue lo que es pertinente y lo que no lo es; trata de defi nir conjuntos, series, relaciones. La historia tiende así “a la arqueología, a la descripción intrínseca del documento”. Se diría siguiendo la propuesta de Chartier que los documentos históricos, al igual que los libros de lectura, están revestidos de signifi caciones plurales y cambiantes en el punto de articulación entre la proposición y su recepción,

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entre las formas y motivaciones que originan su estructura discursiva y las capacidades y expectativas de los públicos que se adueñan de él. Recíprocamente, toda creación discursiva refl eja en su morfología y en sus temáticas una relación con las estructuras que, en un tiempo y en un espacio dado, organizan y distribuyen el poder (Chartier, 1994).

Este reconocimiento del papel del lenguaje, de los textos y las estructuras narrativas en la construcción de la realidad histórica lleva a revivir, sobre nuevas bases, las discusiones metodológicas y epistemológicas planteadas en la Alemania de la segunda mitad del siglo XIX, acerca del modo de concebir el objeto y las tareas de la historiografía, en concreto, sobre el lugar de la comprensión y explicación en la historia. En este sentido la obra de Max Weber resulta de gran interés por sus aportaciones a este debate tratando de conciliar el optimismo de las fi losofías iluministas de la historia, que reivindican la construcción de un mundo inteligible a través de la razón (su modelo explicativo es prueba de ello) y las concepciones antirracionalistas que plantean una crítica al legado de la modernidad15.

15 Para Weber la comprensión no excluye la explicación causal sino que coincide con una forma particular de ésta: la determinación de relaciones de causa y efecto individuadas. Las ciencias histórico-sociales se sirven de la interpretación, procurando encontrar relaciones causales entre fenómenos individuales, es decir, explicar cada fenómeno de acuerdo con las relaciones, diversas en cada caso, que lo ligan con otros (Cfr. Max Weber Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires: Amorrortu, 1973. Véase también la Introducción de Pietro Rossi, la cual aporta muchas luces para la comprensión del planteamiento weberiano)

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LA GLOBALIZACIÓN

Es importante subrayar que la globalización no es un fenómeno reciente pues está estrechamente ligado a la modernidad, que es en sí mima un proceso globalizador. Así lo pusieron de presente los pensadores clásicos16 y así lo han destacado, más recientemente, algunos de sus estudiosos como Roland Robertson quien, a tiempo que afi rma que la globalización ha tenido lugar aproximadamente durante los últimos 250 años, reconoce que a partir de los años sesentas ésta ha venido adquiriendo nuevos rasgos centrados “en el fi nal de un sistema internacional marcadamente organizado en patrones, como la separación de la ‘nación’ respecto del ‘Estado’; la tematización política de la polietnicidad y la multiculturalidad; la inestabilidad en las concepciones de la ciudadanía, y un agudo incremento tanto en las perspectivas supranacionales y globales como en la conciencia nacional” (Robertson, 1998:114).

Si admitimos entonces que la globalización, encierra elementos de un cambio cualitativo que requiere de nuevas perspectivas de análisis es preciso reconocer también que abre nuevas

16 “Mediante la explotación del mercado mundial –escribe Marx– la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países [...] En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y las naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refi ere tanto a la producción material, como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismos nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal” (Marx y Engels, 1974:114).

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perspectivas en el quehacer del historiador para la lectura del presente y la reinterpretación del pasado. Durante un largo período de tiempo la historia moderna y contemporánea ha sido contemplada desde la óptica del estado-nación. La mirada del historiador se ha ocupado entonces de estudiar la conformación misma de sus estructuras, y junto a ella las revoluciones nacionales, las luchas nacionales, la guerra entre naciones. Hoy en un mundo globalizado, en el que emergen nuevos centros mundiales de poder, esta perspectiva resulta estrecha e insufi ciente. La emergencia de realidades internacionales hace necesario que las preocupaciones del historiador se dirijan hacia el análisis de relaciones, procesos y estructuras que desbordan los marcos del estado nacional, para inscribirse en el ámbito de lo regional, lo multinacional y lo transnacional.

Esta última afi rmación pareciera entrar en contradicción con lo que hemos venido sosteniendo a lo largo de este trabajo en relación con la crisis de los enfoques holistas. Sin embargo, visto más de cerca el problema la contradicción es sólo aparente, pues la globalización no necesariamente supone homogenización: “No tiene sentido –anota Robertson– defi nir lo global como si excluyera a lo local. En términos de alguna manera técnicos, defi nirlo así indica que lo global radica más allá de todas las localidades, como si tuviera propiedades sistémicas por encima y más allá de los atributos de las unidades de un sistema global. Esta manera de ver las cosas corre paralela a las líneas señaladas por la diferenciación macro-micro, la cual ha ejercido gran influencia en la disciplina de la economía, y recientemente se ha vuelto un tema al que se ha dedicado gran atención (aunque ahora está

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decayendo) en la sociología y en otras ciencias sociales” (énfasis mío).

Algunos sociólogos consideran que las tendencias hacia la globalización y el reforzamiento de identidades locales son dos fenómenos contradictorios expresados en las polaridades de lo global versus lo local, lo global versus lo “tribal”, lo internacional versus lo nacional, lo universal versus lo particular, convertidos en principios axiales del mundo moderno en permanente tensión. En esta perspectiva, los nacionalismos contemporáneos y las manifestaciones de identidad nacional aparecen como formas de antiglobalidad o de antiglobalización, que se constituirían como una reacción de las diferentes comunidades para exigir su participación de manera autónoma y no a través de la mediación de un Estado que no las representa ni las reconoce. Siguiendo esta línea de refl exión Castell afi rma la emergencia de “otra historia, otra dinámica, que se está desarrollando, no paralelamente, sino en reacción y contradicción al sistema de fl ujos globales: la afi rmación de la identidad, histórica o reconstruida”, de tal modo que “La creación y desarrollo en nuestras sociedades de sistemas de signifi cación se da cada vez más en torno a las identidades expresadas en términos fundamentales. Identidades nacionales, territoriales, regionales, étnicas, religiosas, de género, y, en último término, identidades personales: el yo como identidad irreductible” (Borda y Castells, 1997:30).

Lo anterior no necesariamente supone que el concepto de estado-nación pierda vigencia. Éste por el contrario cobra nuevos contenidos y se redimensiona en un mundo donde

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lo local y lo nacional reviste connotaciones de globalidad. Pero esta globalidad no implica una “historia universal” en y a través de la cual las personas puedan unirse “Toda la evidencia nos indica claramente la persistencia de una pluralidad de marcos de signifi cados y referencias políticas –no una historia política universal en gestación–” (Held, 1997:158). Este fenómeno estrechamente asociado con el desarrollo acelerado de las tecnologías de la comunicación y la información que favorece –más allá del monopolio que pueda ejercer sobre ellos el gran capital– una toma de conciencia de la pluralidad, de la existencia de otras culturas y subculturas, y por ende de la existencia de otras concepciones del mundo (Vattimo, 1990:12). Esto me lleva a plantear el último punto que abordaré en este artículo.

LA IRRUPCIÓN DE LA “SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN”

El desarrollo de los medios de comunicación está en el centro de los rápidos cambios de la sociedad contemporánea. Algunos analistas sociales conceptualizan este fenómeno como el tránsito hacia un nuevo paradigma basado en la información y equiparan su alcance al proceso de la revolución industrial. Para estos autores, la conformación de este nuevo paradigma está basado en “las tecnologías de información que incluyen la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones y también, aunque con una marcada especifi cidad, la ingeniería genética” (Borda y Castells, 1990:23). Los efectos de este cambio de paradigma en “el mundo de la vida”, constituye un importante campo de refl exión de las Ciencias Sociales. En los

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renglones siguientes me referiré a dos de estos aspectos que resultan cruciales para la práctica del historiador: el primero es el relacionado con la noción del tiempo en la sociedad de la información y el segundo el de la incorporación de las nuevas tecnologías informáticas, específi camente el computador, al trabajo del historiador.

En relación al primer punto es preciso recordar con Koselleck que la noción de “historia moderna” está estrechamente vinculada con el concepto de “tiempo nuevo”, que se confi gura con el fenómeno mismo de la revolución francesa para dar cuenta de un cambio acelerado de la experiencia histórica y la intensifi cación de su elaboración por la conciencia. A partir de la revolución francesa –señala otro estudioso de la modernidad, Marshal Berman (1988)– surge abrupta y espectacularmente el gran público moderno, el cual comparte la sensación de estar viviendo una época revolucionaria en todas las dimensiones, personal, social y política.

Esta idea de “tiempos nuevos” se presenta asociada a la ilusión de origen y ruptura, replanteando la concepción misma del pasado, el presente y el futuro. El registro histórico de estas experiencias inéditas permite redefi nir la noción de un pasado como fundamentalmente diferente y delimitar épocas específi cas en el devenir de la historia, confi riendo al pasado en su conjunto la condición de historia universal. Por su parte, el presente no aparece como lo nuevo, en sentido estricto, sino en la medida en que abre tiempos nuevos. La modernidad, escribe Baudelaire es “lo transitorio, lo fugaz, lo contingente” (cit Habermas, 1989:19).

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A la noción de “tiempo nuevo” la modernidad agrega la existencia de un tiempo cronológico, continuo y progresivo “que remite los numerosos calendarios y medidas del tiempo que se han dado en el curso de la historia a un tiempo común: el de nuestro sistema planetario calculado físico-astronómicamente” (Koselleck, 1993:12). Se trata de un tiempo absoluto y natural, en el que se desenvuelven todos los acontecimientos humanos medidos por el reloj newtoniano de los planetas.

Frente a esta concepción abstracta y universalizadora del tiempo se reconoce hoy la existencia de un “collage de tiempos múltiples”17, con lo cual resulta insostenible la caracterización global de una época como “ruptura” y como “origen”, que a través de la idea de “tiempo nuevo” se atribuyera a la modernidad. El historiador se ve enfrentado así a un tiempo profundo, que hace que pierda sentido la idea de una fi losofía de la historia que pretendía dar cuenta de todo el proceso histórico y, junto a ella, la noción de un tiempo único y válido para todos los hombres18.

Ahora bien, esta discusión no es nueva. Como se recordará, el reconocimiento de la pluralidad temporal constituye un componente fundamental en la obra de Fernand Braudel y aparece como su preocupación central en su refl exión sobre

17 La expresión es de Bárbara Adam, autora de numerosas publicaciones sobre el tema, citada por Ramos (1997:26).

18 Para una refl exión sobre el tiempo histórico remito al lector a la monumental obra de Paul Ricoeur, Tiempo y narración, México: Siglo XXI, 1995, 3vols.

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la “Larga Duración”19, escrita hace ya más de tres décadas cuando los fundamentos de la revolución tecnológica apenas empezaban a insinuarse. Hoy cuando esta revolución tecnológica ha golpeado las puertas de nuestros hogares para convertirse en algo cotidiano, a través de tecnologías como el internet y la telefonía celular, la pluralización del tiempo aparece en toda su dimensión. El rápido fl ujo de ideas e imágenes revela otros ritmos de la vida social y coloca de presente nuevas formas y experiencias del tiempo.

Pero no se trata simplemente de reconocer la multiplicidad temporal como pluralidad de niveles temporales, ni tampoco de establecer una pirámide jerárquica donde algunos tiempos predominen sobre otros. Lo verdaderamente novedoso e interesante resulta de su estrecha imbricación que “conecta en simultaneidad sus distintos elementos de tal forma que lo instantáneo resulta también duracional, el tiempo de la naturaleza se descubre como un tiempo social, el ritmo repetitivo desemboca en emergencia de lo nuevo e irreversibilidad” (Ramos, 1997:31). Así, la rápida velocidad de las comunicaciones repercute en las percepciones de un tiempo que se coloca más allá de la experiencia humana, en el que se multiplican las asincronías y los anacronismos y donde lo pretérito se mezcla con lo presente generando nuevas tramas de lo no contemporáneo. De tal modo que el dato inmediato, cotidiano, que la critica a la historia positivista había desechado, cobra signifi cación en un mundo social

19 Cfr. La Historia y las ciencias sociales. Madrid: Alianza, 1980. Para una comprensión de las temporalidades en la obra de Braudel, Cfr. Carlos Antonio Aguirre. Braudel y las ciencias humanas. Barcelona: Montesinos, 1996.

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donde el instante adquiere universalidad y el pasado es recreado permanentemente por el presente.

El segundo punto que quiero aludir en relación con el desarrollo de las tecnologías informáticas está referido a la importancia del computador en la transformación de la práctica histórica hoy, particularmente en lo que respecta al tratamiento de las fuentes y la revolución de la noción misma de documento.

En la actualidad el computador se revela como una herramienta de múltiples aplicaciones en el quehacer práctico del historiador. Su función más evidente es la de permitir el manejo de un gran volumen de información, lo que ha favorecido no sólo la conformación de amplias bases de datos cuantitativos estimulando el desarrollo del campo de los métodos estadísticos, sino también el manejo de datos cualitativos, a través de una permanente renovación de programas que permiten un manejo cuantitativo de la información cualitativa. Así mismo, el microcomputador ha facilitado al historiador su tarea de la escritura, facilitando el tratamiento de textos y cumpliendo las funciones de un fi chero electrónico20.

20 “El usuario del ordenador como gestor de archivos, -escribe Antonio Rodríguez- descubre otra cara de esta herramienta polifacética: El ordenador se puede presentar aquí como un espejo indiscreto. Su potencia para tratar los registros de información produce muchas satisfacciones y estímulos para seguir explotando una información bien estructurada, pero también esa misma potencia deja al descubierto las fi suras del historiador a la hora de estructurar la información que debe entrar en el ordenador. Sobre fi chas de papel las carencias teóricas y metodológicas que origina una defi ciente tipología, y la consiguiente clasifi cación de los datos, y una arquitectura de la información registrada

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Sin embargo más signifi cativo aún para la refl exión que hemos venido proponiendo en esta exposición, es el impacto que el computador puede tener en la modifi cación de la noción tradicional del documento en lo que el historiador francés Michel de Certeau califi ca como una verdadera “revolución documental”, en la cual se pasaría de una perspectiva puramente “documentalista” hacia la noción del archivo como una totalidad. Lo anterior signifi ca que con la ayuda del computador es posible hacer la reconstrucción a partir del diseño de un modelo, la construcción de un banco de datos y la formulación de una(s) pregunta(s). En historia, dice Certeau, todo comienza con el gesto de aislar y de reunir para trocar en “documentos” algunos objetos repartidos de otro modo, esto es convertirlos en unidades que llenan los agujeros de un conjunto establecido a priori. De esta manera el historiador organiza, recorta, distribuye y ordena, al mismo tiempo que defi ne conjuntos series y relaciones. En este sentido –concluye Certeau– “la revolución documental tiende también a promover una nueva unidad de información: en lugar del hecho que conduce al acontecimiento y a una historia lineal, a una memoria progresiva, privilegia el dato, que lleva a la serie y a una historia discontinua. Se convierten en necesarios

bastante endeble, apenas pueden ser denunciadas, pues la explotación de los datos es bastante reducida en comparación con la que ofrece un ordenador. Por eso cuando el computador amplifi ca de manera espectacular la capacidad de relacionar datos por múltiples criterios, con gran velocidad y precisión, aparecen variadas manifestaciones del mal trabajo, o al menos insufi ciente, que el historiador ha tenido que hacer antes de introducir los datos. Es entonces cuando la pantalla del ordenador se hace espejo indiscreto: agujeros negros en donde se pierden registros, ambigüedades, repeticiones, pobre explotación de la masa de información registrada para el trabajo que ha supuesto su introducción, ´ruido´, etc.” (Rodríguez, 1992:222).

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nuevos archivos en los que el primer puesto está ocupado por el corpus, la cinta magnética” (Certeau, 1993:85).

Este y otros cambios exigen del historiador, hoy más que nunca, una profunda refl exión teórica sobre su práctica. En el recorrido, realizado a lo largo de esta exposición, he querido mostrar algunos de los trazos de este debate a través de la pérdida de vigencia de los grandes sistemas explicativos, la crisis de la idea de progreso, el fenómeno de la globalización y el desarrollo de las tecnologías informáticas. Huelga decir que se trata de un debate que sigue abierto, entre otras cosas porque nunca se ha cerrado. No queda más, entonces, que recuperar el optimismo inicial que ha inspirado estas líneas y concluir, que ha llegado la hora de avanzar en esta discusión. Se trata entonces –parafraseando al fi lósofo alemán Niklas Luhman– de “darle ánimos al búho para que ya no siga sollozando en su rincón y emprenda su vuelo nocturno”.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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ENTRE LA HISTORIA Y LA SOCIOLOGIA: ENCUENTROS Y DESENCUENTROS*

[La historia y la sociología]... constituyen una sola y única aventura del espíritu, no el envés y el revés de un mismo paño, sino este paño mismo en todo el espesor de sus hilos.

Fernand Braudel

INTRODUCCIÓN

Tradicionalmente la relación historia y sociología no ha sido de buena vecindad. En nuestras universidades estos dos campos del conocimiento no solo funcionan como departamentos separados sino que en la práctica se han convertido en verdaderas subculturas, con lenguajes, valores y estereotipos propios, reforzados a través de los actos por procesos de aprendizaje y socialización. Esto ha dado como resultado una serie de clichés que han pasado a formar parte del imaginario que hoy día tiene una disciplina de la otra,

* Tomado de La interdisciplinariedad en las ciencias sociales. Medellín, Centro de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas -CISH-, 2003, p. 41-60.

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y en el que abundan las detracciones, caricaturizaciones y, ante todo, un mutuo desconocimiento de sus más recientes desarrollos1.

En este juego de incomprensiones todavía se piensa en una historia preocupada únicamonte en narrar los grandes acontecimientos en un lenguaje llano y sencillo, apto para toda clase de público; en oposición a una sociología densa, con altos niveles de abstraccidn, dirigida solo a especialistas, indiferente al tiempo y al espacio e insensible al cotidiano acontecer de los individuos.

Presos de estas visiones, muchos sociólogos no logran imaginar una historia que vaya más aIlá de la tarea que Ranke le propusiera en el siglo XIX: “Describir los hechos tal y como sucedieron”; en contraparte, un gran número de historiadores suponen, no sin cierta ingenuidad, que la sociología no ha trascendido las grandes teorizaciones a la manera de Comte o Spencer. Es común, entonces, que los sociólogos califi quen un ensayo de “histórico” para llamar la atención sobre su carácter descriptivo y, reciprocamente, los historiadores caractericen un escrito como “sociológico” para destacar su lenguaje confuso y pesado.

Atendiendo a estas presunciones, no sin razón anota Fernand Braudel, uno de los principales impulsores del diálogo entre la historia y la sociología, que el encuentro entre estas dos disciplinas ha estado acompañado de “falsas polémicas” y

1 A este respecto, cf. Peter Burke. Historia y sociología. Madrid, Alianza, 1988.

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“falsos problemas”, al identifi carse cierto tipo de historia con “la historia” y cierto tipo de sociología con “la sociología”.

Paradójicamente esta asimilación del todo por la parte ha hecho que, en determinados momentos, historiadores y sociologos hayan convergido en su pretendido “imperialismo” de considerar su disciplina como ciencia social única, a la vez que base y síntesis de las demás ciencias sociales. Esta idea estuvo presente en los fundadores mismos de la sociología, quienes pretendían dar a este nuevo campo de conocimiento el carácter de una ciencia social global ocupada de estudiar lo que consideraban fenómenos sociales “indivisibles”. Visión que en el siglo XX toma fuerza en autores como Sorokin, quien considera quo la sociologia “estudia al hombre y al universo sociocultural como realmente son, en toda su multiplicidad [...] en contraste manifi esto con las otras ciencias, que por razones analíticas los consideran artifi cialmente en solo un aspecto de este todo múltiple” (Sorokin, 1964). Estas apreciaciones no están lejos de las sostenidas unas décadas después por Braudel con respecto a la historia, a la que defi ne como una ciencia global “en la medida en que es todas las ciencias del hombre en el inmenso campo del pasado” y que al abrírsele las puertas de lo actual puede “encontrarse en todos los lugares del banquete” (Braudel, 1980:116).

La verdad es que cuando abrimos los campos de la historia y la sociología y damos a estos la sufi ciente amplitud para enriquecerlos con los aportes de las otras ciencias sociales, las fronteras entre estas dos disciplinas se hacen difusas y llegan a confundirse. De tal modo que cualquier análisis de la relación historia y sociología carece de sentido, si no explicitamos en

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qué orientación de Ia sociología nos estamos situando y desde qué concepción de la historia estamos hablando.

De allí que mi interés en este escrito sea el de hacer un recorrido sintético y, por tanto nocesariamente parcial, a lo largo del siglo XX, tomando como hilo conductor los encuentros y desencuentros entre estas dos disciplinas y deteniéndome en algunas propuestas que han planteado la necesidad de un trabajo interdisciplinario como posibles vías para la solución de este aparente confl icto.

LA SOCIOGÍA CLÁSICA Y LA HISTORIA

Desde sus inicios la sociología estableció una estrecha relación con la fi losofía de la historia y con diferentes visiones del desorden que habían creado al conjunto de la sociedad europea tanto el proceso de Ia revolución industrial como la revolución política en Francia. Estas interpretaciones, que trataban de dar cuenta de los rápidos procesos de cambio de la época en el marco de una teoría general de Ia historia, ejercieron una profunda infl uencia en los primeros sociólogos. Augusto Comte trató de condensar la evolución de Ia sociedad en su famosa “ley de los tres estadios” (religioso, metafísico e industrial), mientras que otro de los fundadores de la sociología, Herbert Spencer, la sintetiza en el paso de las sociedades militares a las sociedades industriales.

Asimismo, autores como Marx y Engels adoptaron este enfoque histórico al explicar el surgimiento de la propiedad privada y la explotación social. Incluso en los albores del siglo

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XX el trabajo de dos sociólogos, críticos del evolucionismo comteano, como Max Weber y Emilie Durkheim, no pudieron sustraerse de una concepción fi losófi ca del proceso social. El primero a través de la explicación de la creciente racionalización de la vida social en la sociedad moderna y el segundo en su análisis de la solidaridad mecánica y la solidaridad orgánica.

Esta refl exión sociológica, aparentemente interesada en un ejercicio de abstracción general por fuera de la actividad humana, pasó con el tiempo a caracterizar la sociología clásica. Sin embargo, y pese al grano de verdad contenido en esta imagen, una observación más cuidadosa de la obra de estos sociólogos revela en ellos un permanente interés por la comprensión histórica de los procesos sociales combinado con un esfuerzo hacia la construcción teórica acerca de la estructura social. Basta citar algunas obras histórico sociológicas como el 18 Brumario de Luis Bonaparte de Marx, Las guerras campesinas de Engels, La historia de la educación en Francia de Durkheim o la Historia económica general, de Max Weber, para no hablar de sus obras más conocidas como El capital, El origen de la familia, La propiedad privada y el estado, La división social del trabajo, y Economía y sociedad, verdaderos tratados de erudición histórica.

No deja de ser irónico, por tanto, que mientras los primeros sociólogos consideraron el enfoque histórico y sociológico mutuamente complementario, sus herederos intelectuales no resultaron tan cordiales en el trato. El temprano matrimonio entre estas dos disciplinas, que en su momenta dio a luz a un conjunto de brillantes refl exiones sobre las sociedades

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humanas, muy pronto se vio enrarecido par las disputas domésticas, que habrían de llevarlas al divorcio en la primera mitad del siglo XX. Cómo se llegó a esta situación es lo que trataré de mostrar en las líneas siguientes.

LA RUPTURA

El distanciamiento entre la historia y la sociología es el resultado de un rápido proceso a través del cual esta última va defi niendo su campo como una ciencia social distinta a las otras. Dicha diferenciación estuvo marcada por el gran debate metodológico, que se inició en la segunda mitad del siglo XIX en Alemania entre los representantes del historicismo y Ia llamada escuela neokantiana. La discusión que pretendía defi nir la especifi cidad de las ciencias histórico-sociales en relación con las ciencias naturales tuvo en Wilhem Dilthey y Heinrich Rickert sus más claros exponentes. Para el último de ellos –representante de la corriente neokantiana– existen ciencias orientadas hacia la construcción de un sistema de leyes generales (ciencias nomotéticas) y ciencias orientadas hacia la determinación de la individualidad de un fenómeno específi co (ciencias idiográfi cas). De lo que concluía que mientras el método de las ciencias naturales se ocupaba de la formación de conceptos específi cos generales conducentes a la elaboración de leyes de la realidad, el método histórico se imponía fines como, “captar, a toda costa, el objeto histórico, ya sea de una personalidad, un pueblo, una época, un movimiento económico o político, religioso o artístico [...] en lo que tiene de único, en su individualidad irrepetible” (Rickert, 1961:50).

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Ahora bien, si Ia historia podía ser caracterizada coma una ciencia idiográfi ca, que fi jaba su mirada en lo único, singular e irrepetible, no sucedía lo mismo con la sociología, que más allá del detalle se ocupaba de estudiar las regularidades sociales, buscando la abstracción y la generalización, por lo cual rápidamente empezó a ser clasifi cada como una ciencia nomotética.

Al establecerse esta diferenciación se incurría en un grave error, pues se identifi caba la historia en su conjunto con un tipo particular de hacer historia, esto es, una historia fundamentalmente política, concentrada en las disputas por el poder, en sus instituciones y en sus transformaciones. Esta forma de hacer historia, orientada a exaltar la gloria de los grandes hombres: reyes, emperadores, presidentes o generales, en lo fundamental era una historia heroicista, episódica y descriptiva, preocupada por narrar en un espacio y tiempo muy defi nidos, los grandes hechos, batallas, actos diplomáticos, sin posibilidad de explicarlos, ni de establecer comparaciones entre ellos.

Esta concepción acerca del quehacer histórico, alimentada por los presupuestos de la corriente positivista, se generalizó en la segunda mitad del siglo XIX y pasó a representar el punto de vista que de la historia se hicieron las demás disciplinas sociales. No es de extrañar por tanto que bien entrado el siglo XX, pensadores de la profundidad de Norbert Elias siguieran hablando de la historia que se practica como “un amontonamiento de acciones particulares de hombres concretos que sencillamente no tienen ninguna relación, [donde] las relaciones y dependencia de los hombres, de las

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estructuras y de los procesos a largo plazo, que se repiten frecuentemente y a las que se refi ere conceptos tales como Estados, estamentos, sociedades feudales, cortesanas o industriales, va de ordinario más allá de la esfera tradicional de los estudios históricos” (Elias:1987).

Pero el debate no se agota aquí. La concepción individualizadora y nomotética aplicada al estudio del ser humano llevaba consigo otras dificultades, cuyas soluciones tanto en el campo de la historia como en el de la sociología habrían de conducir, a la postre, a un mayor distanciamento entre estas dos disciplinas. Nos referimos al problema de la observación; la pauta de referencia para las ciencias sociales estaría constituida, de nuevo, por las ciencias de la naturaleza. Se piensa, entonces, que mientras estas últimas se ocupan de objetos reales y completos ubicándose en el plano de la “la observación directa”, la historia constituye un conocimiento fundamentalmente indirecto. Situación que no compartiría con la sociología, que tendría la posibilidad de establecer comunicación con su objeto de estudio.

La búsqueda de un método rigurosamente científi co que permitiera recrear las condiciones de una relación directa entre el observador y el objeto observado constituyó asi una preocupación permanente de los historiadores decimonónicos. Para Langlois y Seignobos, autores de la conocida Introducción a los estudios históricos –de obligada lectura para quienes a principios del siglo ingresaban a la carrera de historia en la Sorbona de París– el método de la crítica histórica a los documentos (entendido como crítica interna y externa), constituía la llave mágica que posibilitaría

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esa aproximación entre el observador y el objeto observado. Deslindando su campo de otras áreas de conocimiento “no científi co”, v.gr., la literatura o el arte.

Dentro de esta visión conocida como “positivista”, la historia aparece reducida a un cuerpo de hechos verifi cados donde la tarea del historiador se concreta en la ya citada fórmula Rankeana de “mostrar lo que realmente aconteció”2. Dicha forma de concebir el trabajo histórico, parte de la falsa presunción de que el historiador encuentra los hechos en los documentos o en las inscripciones, lo mismo que los pescados sobre el mostrador de una pescadería –para usar la imagen que nos ofrece Carr–, los reúne, los lleva a casa, los guisa y los sirve como a él más le apetecen.

El problema de la observación es abordado de manera diferente por los representantes de la corriente neokantiana, quienes consideran que por meticulosa y detallada que sea ésta, resulta imposible captar toda la multiplicidad individual de una realidad, ya que en cualquier momento el número de hechos y sucesos es infi nito, por lo que siempre debe procederse a una selección. Para un historiador contemporáneo a Rickert, Eduard Meyer, el que algunos hechos sean o puedan ser objetos de la historia, deben responder –además de la selección que realiza el azar al permitir la conservación de determinados

2 Esta concepción sobre el trabajo histórico estuvo estrechamente ligada a una serie de ideas, en torno a problemáticas como el documento histórico. Respecto a este punto escribían Langlois y Seignobos: “La posibilidad de probar un hecho histórico depende del número de documentos, independientes, conservados acerca del mismo, y también de que los documentos se hayan conservado por el azar”. Fuera del documento –generalmente entendido como un texto escrito– no es posible hacer historia.

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materiales o testimonios históricos– al “interés histórico que el presente pone en cualquier efecto, en cualquier resultado del desarrollo y que le hace sentir la necesidad de averiguar las causas o los hechos que lo han producido” (Meyer, 1955:34).

De este argumento se desprende un postulado para la investigación histórica que abrirá un nuevo abismo frente a la sociología: los sucesos del presente nunca son hechos históricos, ni pueden enfocarse desde este punto de vista, pues si producen o no efectos, sólo el porvenir puede juzgarlos, ya que es el único llamado a apreciar los efectos futuros de los hechos presentes.

Por otra parte, los sociólogos abordan desde un ángulo distinto el problema de la observación, contribuyendo de una u otra forma a acentuar esta dicotomía entre pasado y presente. Si en las ciencias sociales –afi rman– el hombre es al mismo tiempo sujeto y objeto de la observación, en Ia sociología el observador puede además comunicarse con los observados, lo que plantea múltiples y complejos problemas con respecto al método de investigación. Estas cuestiones epistemológicas, se pensaba, sólo podían ser resueltas reconociendo tácita a abiertamente la insuperabilidad del obstáculo y acudiendo a otros dominios de las ciencias sociales donde los mismos no asoman.

En este sentido la sociología encontró en los estudios demográfi cos un campo relacionado con el comportamiento del individuo en su calidad de organismo biológico, donde aparentemente no se tocaban sus actitudes ni sus valores. Así, resultaba posible estudiar acontecimientos como el

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nacimiento, la muerte, la fecundidad, las migraciones, el crecimiento y movimiento de una población, con igual objetividad y casi igual exactitud que la lograda en la física o en la biología.

Paralelo a este creciente interés de la sociología por los estudios de población, cobraron particular importancia los métodos estadísticos, cuyo uso empezó a generalizarse después de la Primera Guerra Mundial. Para ese entonces su aplicación contaba con un importante antecedente en las investigaciones del conocido sociólogo francés Emile Durkheim, en torno al suicidio. Junto a este interés por los métodos estadísticos el estudio de los procesos de interacción social encontró en el método de análisis del documento personal, particularmente la entrevista y la autobiografía, una valiosa técnica para interrogar el presente.

El uso de estos métodos de investigación se fortaleció con los desarrollos empíricos de la llamada Escuela de Chicago que, en su preocupacion por comprender los cambios desestructurantes que en ese momento vivía la sociedad norteamericana, se interesó por los temas actuales de la ciudad, especialmente sus suburbios y la situación de los negros americanos, los judíos socialistas y los inmigrantes de diferentes nacionalidades3.

3 La Escuela de Chicago comprende un conjunto de investigadores sociales agrupados en el Departarnento de Sociología de la Universidad de Chicago, fundado en 1892, y que por muchos años se convirtió en el centro de esta disciplina en los Estados Unidos. Pese a la heterogeneidad de sus integrantes la Escuela, que tuvo en Robert Park y W.I.Thomas sus fi guras más representativas, compartió como características comunes su preocupación por los problemas humanos, su orientación empírica y sus estudios descriptivos etnográfi cos centrados en la observación personal, que los llevó a estudiar los fenómenos aquí mencionados.

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De esta forma, mientras la historia aparecía como una disciplina reacia a cualquier intento de cuantificación e inmersa en los archivos documentales para dar cuenta del pasado, la sociología se presentaba en el primer cuarto del siglo como una disciplina llena de vitalidad, que cuantifi caba y medía siempre que le era posible y examinaba, cada vez más, la sociedad contemporanea, recurriendo al uso de las encuestas, las entrevistas, el cuestionario, el diario de campo y las estadísticas ofi ciales. Esta falsa división del trabajo serviría para diferenciar, hasta el día de hoy, estos dos ofi cios.

Pese a lo anterior, es Talcott Parsons quien, a través de su enfoque estructural funcionalista centrado en los problemas teóricos del orden, propiciará una verdadera ruptura entre la sociología y la historia. Esta preocupación ligada de algún modo a las expectativas políticas de revitalización generadas en Ia posguerra, habría de tener su expresión en América Latina en los modelos de modernización y desarrollo que, desde una mirada ahistórica, pretendían relacionar la modernización social y económica de los países periféricos con su estabilidad política.

En este modelo teórico –que tendría preeminencia hasta comienzos de los años 60– la sociología optaba por una visión sincrónica de la sociedad, donde los procesos a largo plazo eran sustituidos par formulaciones generalizantes sobre la sociedad, basadas únicamente en la experiencia contemporánea, sin una referencia concreta al tiempo, y en contraposición a una historia ceñida a la construcción de su discurso en una secuencia cronológica.

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Consecuencia de estas tendencias intelectuales fue que los sociólogos del siglo XX se dedicaran al estudio del presente y otorgaran a la historia una atención cada vez menos importante; mientras que los historiadores absortos, a su vez, en el pasado rehuyeran de los problemas del presente. Sin embargo, a fi nales de los años 20 y comienzos de los 30 empezaron a escucharse voces, aunque en forma todavía aislada, en contra de esta dicotomía. Una de ellas fue la del sociólogo Norbert Elías, quien para entonces se desempeñaba como asistente de Karl Manheim en la Universidad de Frankfurt, Alemania.

LA SOCIEDAD CORTESANA: UNA MIRADA SOCIOLÓGICA A LA HISTORIA

La obra de Elías, La sociedad cortesana, uno de los trabajos pioneros de la sociología histórica, fue publicado por primera vez en 1969, aunque realmente el libro fue escrito a principio de los años 30, en el momento de ascenso del nacional socialismo alemán, circunstancia ésta que obligaría a su autor a exiliarse en París y posteriormente en Londres, donde radicaría a partir de 19384. Esta precisión cronológica nos permite enfocar La sociedad cortesana en un contexto intelectual donde la presencia de Max Weber en el pensamiento sociológico alemán es dominante; de allí que uno de los interlocutores privilegiados de la obra de Elías sea

4 Mientras que su obra El proceso de la civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, fue escrita con posterioridad, aunque su publicación precedió treinta años a su libro La sociedad cortesana, posteriormente fue reeditada en 1968, incluyendo una nueva introducción del autor.

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el autor de Economía y sociedad, y junto a él otros pensadores como Wernert Sombart yVeblen5.

En su introducción a La sociedad cortesana, escrita para la edición del libro en 1969, Elías, sin escapar a las representaciones del ofi cio del historiador de su época, defi ne los elementos que considera característicos del enfoque histórico, al que critica y contrapone el enfoque sociológico, dentro del cual ubica su investigación, sin abandonar el campo de la historia.

Por una parte, Elías llama la atención respecto a cómo su punto de vista histórico se limita a destacar las acciones de ciertos individuos concretos; por ejemplo, al estudiar la corte francesa de los siglos XVII y XVIII no va más allá de los hechos y carácteres de aquellos individuos que ostentaban el poder. Contrariamente a esta concepcion observa que los aspectos únicos e individuales de las relaciones históricas están estrechamente vinculados con aspectos sociales repetitivos. Por otra parte, Elías señala que una de las grandes debilidades del enfoque histórico es la de postular que la libertad del individuo constituye la base de todas sus decisiones y acciones.

Contra esa interpretación, la sociología –dice Elías– debe dar cuenta de las evoluciones de larga duración, incluso las muy largas, que permiten comprender, por fi liación o diferencia, las realidades del presente. La sociología tiene así un objetivo

5 Estas infl uencias son señaladas explícitamente en su “Nota preliminar” a La sociedad cortesana, Norbert Elías. op. cit., p. 53-59.

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plenamente histórico (situado en el pasado), pero no se dedica a los individuos supuestamente libres y únicos, sino a las posiciones que existen en forma independiente de ellos y a las dependencias que rigen el ejercicio de su libertad.

Aunque, como veremos más adelante, muchos de los rasgos que en su introducción a La sociedad cortesana Elias atribuye a la historia eran ya criticados, a fi nales de los años 20, por las nuevas corrientes historiográfi cas y en particular por lo que se habría de llamar la Escuela Francesa de los Annales6, la propuesta metodológica de Elías conserva hoy toda su actualidad para comprender las relaciones entre la historia y la sociología.

En el desarrollo de la investigación, que con creces supera lo planteado por el autor en su introducción, Elías advierte que desde la perspectiva del objeto de estudio, de las relaciones históricas mismas, las cortes principescas y las sociedades cortesanas parecerían poseer menor importancia que otras formaciones elitistas (los parlamentos y partidos políticos). Sin embargo, precisa que admitir como cierta esta evidencia sería ubicarnos en la escala valorativa político-social dominante en nuestro tiempo, y subordinar a ella la de la formación social que constituye el objeto del análisis, es decir, la corte. En este sentido Elías llama la atención, a lo largo de su obra, sobre los peligros de transponer a las épocas por investigar las vaIoraciones políticas, religiosas e ideológicas de este tiempo, ignorando los vínculos y escalas axiológicas específi cos de la sociedad que se va a estudiar.

6 De esta corriente historiográfi ca nos ocuparemos en el siguiente apartado.

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Desde esta perspectiva, Elías nos propone considerar Ia corte como una formación social donde los sujetos sociales confi guran una serie de relaciones y donde se engendran códigos y conductas particulares a partir de las dependencias recíprocas que unen a los individuos unos con otros. Asimismo, nos dice que la sociedad cortesana debe ser entendida como una forma particular de sociedad, organizada a partir de una corte7. Es precisamente en este punto donde Elías nos ofrece las pautas para un trabajo interdisciplinario entre la historia y la sociología, a través del análisis de una situación histórica concreta (Ia corte francesa de Luis XIV) en clave sociológica, colocando a prueba datos empíricos, hipótesis y conceptos.

La riqueza y profundidad de este libro de Norbert Elías, cuyos conceptos serán desarrollados con mayor claridad en su obra cumbre El proceso de la civilización, hacen difícil cualquier esfuerzo por medir sus aportes. Baste señalar por ahora que su propuesta metodológica interdisciplinaria conserva una gran vigencia y explica el gran interés que ha suscitado en los últimos años el estudio de su obra.

LA ESCUELA DE LOS ANNALES: UN REENCUENTRO DE IA HISTORIA CON IA

SOCIOLOGÍA

Pero mientras en la Alemania de los años treinta la hegemonía intelectual de Max Weber opacaba el brillo de pensadores que

7 Roger Chartier. Formación social y economía psíquica: Ia sociedad cortesana en el proceso de civilización. En: El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación. Barcelona, Gedisa, 1992, p. 83.

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como Norbert Elías tomaban una distancia crítica frente a la sociología comprensiva en favor de una sociología histórica; y en Norteamérica, el autor de la Estructura de la acción social, Talcott Parsons, ofrecía un nuevo modelo de interpretación sociológica donde la historia parecía condenada al ostracismo; en Francia se producía una gran revolución historiográfi ca que habría de trastocar para siempre las formas tradicionales de hacer historia, favoreciendo un reencuentro entre la historia y la sociología.

Los impulsores de esta nueva concepción histórica fueron Marc Bloch y Lucien Febvre, quienes en 1929 publicaron el primer número de la revista Anales de Historia Económica y Social que, con el tiempo, habría de constituirse en una verdadera empresa colectiva a partir de los trabajos de Fernand Braudel, Georges Duby, Jacques Le Goff, Philippe Ariés, Emmanuel Le Roy Ladurie, André Burguiére, Jacques Revel y, más recientemente, Roger Chartier, contando con la participación de reconocidos historiadores marxistas como Pierre Villar, Maurice Agulhon y Michel Vovelle.

Los trabajos de Marc Bloch y Lucien Febvre, que inauguraron la etapa fundacional del movimiento8, contribuyeron

8 Los estudiosos de Annales, entre ellos el historiador mexicano Carlos Antonio Aguirre y el británico Peter Burke, identifi can tres grandes generaciones o periodos en el desarrollo de esta corriente historiográfi ca: un primer periodo, que corresponde a su fase fundacional, y que se extiende hacia 1945, caracterizado par la lucha frontal que libran sus iniciadores, Lucien Febvre y Marc Bloch, contra la historia tradicional, política y acontecimental; un segundo periodo, dominado por los trabajos paradigmáticos de Fernand Braudel; y un tercer periodo, que arranca hacia 1968, caracterizado por su heterogeneidad y cuyo interés se centra no tanto en la historia económica como en la sociocultural, retornando a la historia política e incluso narrativa.

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a un ensanchamienta del campo de la investigación histórica, abriendo nuevos horizontes y planteando nuevas problemáticas. La noción de documento fue ampliada, superando la idea de una historia fundada exclusivamente en documentos escritos: “La historia [escribe Fébvre] se hace con documentos escritos, por cierto, cuando existen. Pero se la puede hacer, se la debe hacer sin documentos escritos, si no existen. [...] con toda esa que, perteneciendo al hombre, depende del hombre, sirve al hombre, expresa al hombre, demuestra la presencia, la actividad, los gustos y los modos de ser del hombre”9.

En la misma línea de refl exión, los iniciadores de la Escuela de los Annales arremeten contra la interpretación positivista del hecho histórico como un dato objetivo de la realidad. Para esta nueva forma de hacer historia, el hecho no constituye una unidad irreductible de Ia realidad, sino un objeto construido. Los datos –encontrados en documentos– son elaborados por el historiador antes de hacer uso de ellos. De tal modo que los hechos nunca nos llegan en estado puro, ya que ni existen ni pueden existir como tales, produciendose una refracción al pasar por la mente de quien los recoge.

En síntesis, las ideas rectoras que sustentaran la Escuela de los Annales abonaron el terreno para un trabajo interdisciplinario entre la historia y la sociología a partir de tres aportes fundamentales: “En primer lugar, la sustitución

9 Citado por Jacques Le Goff. El orden de la memoria. Buenos Aires, Paidos, 1991, p. 231.

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de Ia tradicional narración de los acontecimientos por una historia analítica orientada a un problema. En segundo lugar, se propicia la historia de toda la gama de las actividades humanas en lugar de una historia primordialmente política. En tercer lugar –a fi n de alcanzar los primeros dos abjetivos– colaboración con otras disciplinas” (Burke, 1993:11).

Esta manera interdisciplinaria de pensar lleva a los iniciadores de Annales a interesarse por la economía, la geografía, la psicología, la linguística, la antropología social y, en el caso de Marc Bloch, muy especialmente por la sociología durkheimiana, pues como alumno de la Escuela Normal Superior –de la cual su padre también era profesor– tuvo conocimiento del trabajo del sociólogo francés10.

La aproximación de Marc Bloch a la sociología puede apreciarse en su obra, tal vez más importante, titulada La sociedad feudal, publicada en dos volúmenes entre 1939 y 1940, y fruto de 15 años de investigación. En este libro, Bloch construye un modelo explicativo de la sociedad feudal europea entre los siglos IX y XIII, a partir de una exhaustiva revisión de los trabajos existentes hasta el momento sobre el tema.

Superando una historia estrictamente económica y descriptiva, Bloch se ocupa de los vínculos de los hombres

10 Burke anota que Durkheim “comenzaba a enseñar en la Ecole más o menos en el momento en que llegaba a ella Bloch” (Ibid., p.22.) Io cual es un dato errado ya que en 1879, cuando Durkheim se vincula como docente en dicha institución, Bloch no había nacido. Cfr.Steven Lukes. Emile Durkheim: su vida y su obra. Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, Siglo XXI, 1984, cap. 2.

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en el feudalismo, examinando, con una orientación claramente durkheimiana, algunas formas de solidaridad social expresada en los vínculos de sangre, baja la forma de “solidaridad del linaje” y los “amigos carnales”. Esto explica que el primer tomo haya sido publicado bajo el signifi cativo subtítulo de “Ia formación de los vínculos de dependencia”.

Asimismo, en La sociedad feudal Bloch retoma su preocupacion –inspirada también en Durkheim– sobre el método comparativo del cual se había ocupado en su temprano estudio sobre Los reyes taumaturgos –1924– donde examina la creencia en los poderes curativos del rey en Francia e Inglaterra durante la Edad Media. Haciendo uso de este método, Bloch elabora en La sociedad feudal una rica y detablada tipología de las variantes de feudalismo asentados en el espacio europeo.Y deja abierta en la conclusión de su libro la necesidad de futuros comparativos: “El feudalismo –dice Bloch– no ha sido un acontecimiento ocurrido una vez en el mundo. Como Europa –aunque con inevitables y profundas diferencias– el Japón atravesó esta fase. ¿Ha habido otras sociedades que hayan pasado por ella? Y si es así, ¿bajo Ia acción de qué causas, quizá comunes? Este es el secreto que encierran los futuros trabajos” (Bloch, 1979:194).

Desafortunadamente, Bloch nunca pudo culminar su proyectada investigación. Miembro de la resistencia francesa durante los años de la ocupación alemana, Bloch cae en manos de los servicios secretos nazis y es fusilado el 8 de marzo de 1944, truncándose con su muerte la obra de uno de los grandes

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historiadores de la primera mitad del siglo XX11 y que junto a Elías bien puede ser considerado pionero en el impulso a las investigaciones en el campo de la sociología histórica.

Con la muerte de uno de sus fundadores, la Escuela de los Annales cobra sus posteriores desarrollos en la obra de Fernand Braudel, quien fuera uno de sus más connotados continuadores, y quien dirigió todos sus esfuerzos a la construcción de una “historia total”, planteando un diálogo abierto con otras ciencias sociales, particularmente con la sociología a la que consideraba muy próxima porque, al igual que la historia, se esforzaba en ver la experiencia humana como un todo.

No obstante, más que un trabajo inter-pluri-multi-disciplinario sería más exacto afi rmar que la obra de Braudel apunta hacia la construcción de un nuevo horizonte epistemológico que trascienda las estrechas fronteras del conocimiento disciplinar. En una palabra, Braudel nos propane una nueva y diferente aproximación hacia lo social, obviando las fronteras entre las disciplinas, y retomando libremente de ellas lo que se necesitara para dar cuenta de su objeto ya que “lo social es, en el punto de partida, una unidad, y por lo tanto el conocimiento de esa misma realidad humano-social tiene que comenzar a partir desde la asunción radical de esta unidad” (Aguirre, 1996).

Una de las formas de acercamiento hacia esa problemática global la encantramos en su concepción acerca de las

11 Sobre Ia vida y obra de Marc Bloch, cfr. Carlos Antonio Aguirre. “Marc Bach: in memoriam”, en Carlos Aguirre. Los Annales y Ia historiografía francesa. México, Quinto Sol, 1996.

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temporalidades, ya que precisamente el tiempo constituye una preocupación compartida por las diversas ciencias sociales. De esta forma distingue Braudel tres niveles temporales de la historia: “En la superfi cie, una historia episódica, de los acontecimientos, que se inscribe en el tiempo corto: se trata de una microhistoria. A media profundidad, una historia coyuntural de ritmo más amplio y más lento […] estudiada hasta ahora, sobre todo, en el pIano de Ia vida material, de las ciclos e interciclos económicos [y] Ia historia estructural o de larga duración, [que] se encuentra en el límite de lo móvil y lo inmóvil” (Braudel, 1980:122).

Baja esta perspectiva, Braudel inicia una refl exión en torno al tiempo partiendo de la experiencia de los historiadores, pero pensando en la posibilidad de utilizar este concepto coma instrumento de análisis para el conjunto de las demás disciplinas sociales. Así, en el nivel de la larga duración la historia y la sociología podrían confundirse al dirigir su mirada a las estructuras sociales. Y hoy, de igual modo –aunque en el momento en que Braudel escribiera apenas sí tenía aceptación la idea– podría pensarse en una microsociología que privilegiara eI plano de la corta duración. Esto a su vez supondría la eliminación de la falsa muralla tendida por la sociología y la historia, entre el presente y el pasado, pues tanto una como otra, buscarían dar cuenta del conjunto social, poniendo en contacto estos tres niveles, correspondientes a las estructuras, las coyunturas y los acontecimientos.

El planteamiento braudeliano, formulado a fi nales de los años cincuenta y que hoy reviste una gran actualidad, contó con una recepción más bien pobre dentro del medio

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intelectual de su época. Los continuadores de Ia Escuela de los Annales prosiguieron sus investigaciones históricas en otras direcciones, pero manteniendo esa mirada interdisciplinaria que les llevó a ampliar el espectro de la investigación histórica hacia temas como la niñez, los sueños, el cuerpo, los olores, perfumes, la historia de la familia, el trabajo y las mujeres. Otros llegaron incluso a plantear un retorno a la “historia política”.

En el conjunto de esta heterogénea produccion historiográfi ca la obra de Philippe Ariés, junto con la de los medievalistas Jacques Le Goffy y George Duby, cobra especial importancia por sus aportaciones a la historia de las mentalidades. Las investigaciones realizadas en este campo, en una perspectiva necesariamente interdisciplinaria, contribuyeron a la comprensión de las actitudes del hombre medieval frente al espacio, el tiempo y la muerte, a la vez que ofrecieron una nueva lectura de las fuentes literarias, esta vez desde la perspectiva de una historia social y cultural interesada en el estudio de las actitudes y los valores12.

Paralelo a este desarrollo de la tercera generación de Annales, tomaba fuerza, desde los inicios de los sesenta en Inglaterra, un nuevo movimiento historiográfi co que alimentaba, desde nuevas perspectivas, las propuestas de diálogo entre las ciencias sociales. Nos referimos a la llamada Historia Social Inglesa.

12 Cfr. Philippe Ariés. El hombre ante la muerte. Madrid, Taurus, 1983; Jacques Le Goff. El nacimiento del purgatorio. Madrd, Taurus, 1987; y de George Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Madrid, Taurus, 1992.

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EL APORTE DE LA HISTORIA SOCIAL INGLESA

Las innovaciones historiográficas en los años sesenta condensan, en cierto modo, los cambios ocurridos en las estructuras políticas, sociales y económicas del momento. La creencia en que se iniciaba un nuevo mundo excento de las contradicciones y confl ictos del pasado, que acompañó los primeros años de la posguerra, pronto empezó a cambiar con la emergencia de los nuevos movimientos de Iiberación nacional en Asia, Africa y, sobre todo, con el afi anzamiento de la “guerra fría”. Es en este ambiente histórico que surgen las primeras críticas a la “teoría del orden” de Parsons, en la pluma de quienes se les conocería como los “teóricos del confl icto”.

En el mismo terreno, el del marxismo, se libra una enconada lucha contra las que se consideraban “lecturas estructuralistas” del marxismo y que tenían en Althusser su más claro exponente. Esta corriente que cobra fuerza en los años 60, chocó en Inglaterra con una sólida tradición marxista, surgida de las luchas de la clase obrera inglesa e iniciada a través de la obra de los grandes historiadores ingleses como Dona Torr y Maurice Dobb, y proseguida con Rodney Hilton, Cristopher Hill, Eric Hobsbawm y Edward Thompson13.

La crítica del marxismo británico a los planteamientos “estructuralistas” de Althusser tomó cuerpo en un trabajo de Thompson titulado Miseria de la teoría donde, en un tono

13 Esta tradición, divulgada en publicaciones como Past and Present, se había alimentado de la obra de Gramsci, cuya introducción en el mundo anglosajón se inició en 1957, con la traducción de sus Notas sobre Maquiavelo: la política y el Estado moderno.

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abiertamente polémico, el historiador inglés argumentaba que la historia debía ser examinada y comprendida como un producto de la actividad humana y no como resultado de la simple lógica inherente a la estructura social.

Los ejes de discusión que proponía Thompson cuestionaban al marxismo ortodoxo de dos maneras: en primer lugar, argumentando que los individuos hacen su propia historia, aunque la hagan bajo condiciones que no son de elección propia y, en segundo lugar, desafi ando la visión “economicista” o reduccionista, según la cual la acción humana, al menos en sus formas políticas, jurídicas e ideológicas, aparece determinada en última instancia por su base económica.

Para avanzar de manera concreta en este debate teórico, Thompson propone la utilización de conceptos sociológicos como el de “clase social”, como una categoría de análisis histórico, derivada de Ia observación del proceso social a lo largo del tiempo y no como un modelo conceptual estático, susceptible de ser medido cuantitativamente en términos del número de asalariados, trabajadores, etc. Asimismo, considera necesario volver la atención a conceptos de la tradición sociológica clásica (Tönnies, Durkheim o Weber), buscando superar el reduccionismo económico que terminaba por dejar de lado las motivaciones, conducta, función e intencionalidad de los agentes.

Thompson, por ejemplo, recogiendo las aportaciones del sociólogo alemán Fernidand Tonnies, hace extensivo al campo de la historia el concepto de “comunidad”. Este se convierte en pieza fundamental para la elaboración de su

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modelo de “economía moral de la multitud”. Como se sabe, en Tonnies las relaciones sociales de dominación, fundadas en pnincipios de comunidad, pueden convertirse a menudo en una dominación violenta o una relación de carácter societario entre el dominador y los dominados. En este último caso, las funciones de dominación pueden comportar funciones como la de amparo y abrigo, mediación en el confl icto, ayuda y protección contra lo adverso, y dirección en luchas y dificultades de toda especie (Tönnies, 1987:66). Y es precisamente esta forma societal a la que recurre Thompson para explicar ciertas formas de protesta en las sociedades preindustriales.

En esa misma línea explicativa, Thompson incorpora la idea de Durkheim según la cual las sociedades preindustriales se mantienen unidas mediante ideas y sentimientos comunes, gracias a normas y valores compartidos que imponen creencias y prácticas uniformes a todo el mundo14.

Junto a la obra de Thompson se destacarían otros nombres de su generación como Eric Hobsbwamn y George Rude quienes, haciendo uso de modelos sociológicos, aportarían estudios paradigmáticos en el análisis de la multitud revolucionaria, el bandolerismo social y la ideología popular.

Aunque la productividad intelectual de este prestigioso grupo de historiadores británicos se mantendría activa hasta bien entrados los años ochentas, la infl uencia de su obra empezaría

14 Estas ideas fueron desarrolladas por Durkheim en su libro, La división social del trabajo.

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a perder, relativamente, peso desde la década anterior para dar paso a una nuea generación de jóvenes académicos, iniciados políticamente en las movilizaciones en favor del desarme nuclear y las luchas del movimiento estudiantil del 68, e intelectualmente en publicaciones aparecidas en los años setentas como Economy and Society –1972–, Critique –1973–, History Workshop –1976–, Social History –1976–, Capital and Class –1977–15 y, en menor medida, de la década anterior como la New Left Review –1959–, dirigida por Stuart Hall y Perry Anderson.

Este grupo de autores, en el que sobresalen Anthony Giddens, Walter Runciman, Chris Wickham, Michael Mann, Stuart Hall –a los que se suma el nombre del ya veterano profesor de la Universidad de Harvard, Barrington Moore16– dan la vida a lo que algunos bautizarían como Ia Sociología Histórica y que no es otra cosa que el resultado de esta reconciliación entre la historia y la sociología acaecida en las dos últimas décadas del siglo que acaba de transcurrir, donde estos dos campos de conocimiento se funden en un solo cuerpo para dar cuenta de problemas comunes, emprender análisis comparativos de los

15 A este respecto puede consultarse Ia revista española Zona Abierta, 57/58, 1991, dedicada al debate en Ia sociología historias britránica, con ensayos de Michael Mann, Perry Anderson, Wader Runciman y Charles Wickharn. En cuanto a la trayectoria de este grupo resulta particularmente ilustrativo el artículo de Perry Anderson “Una cultura a contracorriente”, publicado allí mismo.

16 Barrintong Moore ya era conocido en los años 60 por su clásica obra los orígenos sociales de la dictadura y la democracia. Junto a él, destacaría también su adelantada discípula Theda Sckopol.Por su parte autores Como Neil Snaelser, Reinhard Bendix, Charles Tilly, Inmanuel Wallerstein y PerryAnderson pueden ser señalados como precursores de esta corriente que posteriormente se identifi caría como la “Sociología Histórica”.

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fenómenos sociales y utilizar un acervo de teorías para dar cuenta de dichos fenómenos.

CONCLUSIÓN

Hasta aquí hemos explicado las recurrentes y enconadas disputas entre la historia y la sociología por determinar las fronteras de sus objetos de estudio y sus intentos de supremacía de una sobre otra. Lo que deja presente el fi nal de este recorrido es la indispensabilidad de un abierto y permanente diálogo entre estas dos disciplinas, la necesidad de sus mutuos préstamos y la inevitabilidad de que sus objetos de estudio se superpongan continuamente, conduciéndolas hacia lo que se vislumbraba como la solución fi nal de todos estos confl ictos: la interdisciplinariedad.

Esta es la gran lección que deja Elías con su crítica a la clásica división individuo-sociedad como una pareja de opuestos y sus nociones de confi guración, interdependencia y variabilidad histórica, como forma de superar esta aparente polaridad. Queda claro, en la obra de Elías, que la historia y la sociología nos prestan su mutua cooperación para dar cuenta del carácter específi co de cada formación o confi guración social, ya sea a una escala macro a micro de las evoluciones históricas y de las formaciones sociales, donde las relaciones intersubjetivas son pensadas no como categorías invariables y consustanciales con la naturaleza humana, sino en sus modalidades variables desde el punto de vista histórico, directamente dependientes de las exigencias propias de cada formación social.

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Es en cierta medida el legado que, también, nos brindan la Historia social inglesa y la sociología histórica, al propugnar por un cambio de perspectiva en el análisis histórico, que incorpore métodos, técnicas y conceptos de las demás ciencias sociales, que se interese tanto por la comprensión del actor como por la explicación del observador, que integre lo micro y Ia macro, y que mantenga una aguda perspectiva comparativa y de cambio.

La exigencia metodológica de una historia global y su materialización práctica, planteada por la Escuela de los Annales, sigue siendo un antídoto efi caz contra Ia injustifi cada parcelación del estudio de lo social humano en el tiempo y la constitutión epistemológica de una serie de saberes especializados. Frente a esta fragmentación artifi cial del conocimiento cobra actualidad el llamado que hiciera Braudel, hace ya más de cuatro décadas, en su conocido ensayo sobre la larga duración: “Desearía que las ciencias sociales dejaran, provisionalmente, de discutir tanto sobre sus fronteras recíprocas, sobre lo que es o no es ciencia social, sobre lo que es o no es estructura... Que intenten más bien trazar, a través de nuestras investigaciones, las líneas –si líneas hubiere– que pudieran orientar una investigación colectiva y también los temas que permitieran alcanzar una primera convergencia” (Braudel, 1980:105).

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Aguirre, Carlos (1996). Braudel y las ciencias humanas. Barcelona: Montesinos.

Bloch, Marc (1979). La sociedad feudal: las clases y el gobierno de los hornbres. México: Uteha.

Braudel, Bernard (1980). “Historia y sociología”, en Historia y ciencias sociales. Madrid, Alianza.

Burke, Peter (1993). La revolución historiográfi ca francesa. La Escuela de Ios Annales: 1929-1989. Barcelona, Gedisa.

Elias, Norbert (1987). La sociedad de los individuos. Madrid: Ed. Península.

Meyer, Eduard (1955) “La teoría y metodología de Ia historia”, en El historiador y Ia historia antigua. México, Fondo de Cultura Económica.

Rickert, Heinrich (1961). Introducción a los problemas fi losófi cos de la historia. Buenos Aires: Nova.

Sorokin, Pitirim (1964). Sociedad y cultura. Madrid: Aguilar.

Tönnies, Ferdinand (1987). Principios de sociología. México: Fondo de Cultura Económica.

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LOS CLÁSICOS Y LA SOCIOLOGÍA CONTEMPORÁNEA: ¿OPOSICIÓN,

SUPERACIÓN O DIÁLOGO?*

No existe más regla fundamental para juzgar a los clásicos que la de examinar si están de acuerdo con nuestra manera de ver y de sentir (la realidad); en el grado en que lo estén o no lo estén, en ese mismo grado estarán vivos o muertos. Su vitalidad depende de nuestra vitalidad.

Azorín, Clásicos y modernos.

EL DEBATE EN TORNO A LOS CLÁSICOS DE LA SOCIOLOGÍA EUROPEA Y NORTEAMERICANA

En los debates de la sociología contemporánea se respira una atmósfera adversa al pensamiento clásico1. Las teorías de

* Tomado de Émile Durkheim: entre su tiempo y el nuestro. Tejeiro, Clemencia –ed–. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2009, p. 35-49.

1 En esta primera parte del texto utilizaré al concepto de clásico fundamentalmente, en el sentido de los clásicos de la sociología europea y norteamericana, advirtiendo al lector que en la parte fi nal introduciré una discusión en torno a los clásicos latinoamericanos. También es importante establecer, siguiendo a Giddens, la distinción entre fundadores y clásicos:

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Augusto Comte, Herbert Spencer, Karl Marx, Emile Durkheirn, Max Weber y Talcott Parsons, entre otras, producidas en lo fundamental a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX, parecieran no colmar ya las expectativas intelectuales de un nuevo siglo que ha declarado pomposamente el “fi n de la modernidad” y con éste, la crisis de todas las formas de pensamiento asociadas a ella.

Hoy día las ideas de los autores clásicos, cuyas obras cobraron vital importancia en su tiempo y jugaron un papel protagónico en el desarrollo de la sociología, han entrado en un completo descrédito y se reputan como anacrónicas o, a lo sumo, sus alcances se reservan a un interés puramente histórico. En los departamentos de sociología son cada vez más las voces que se pronuncian por un desplazamiento de las teorías clásicas en favor de las nuevas teorías que den cuenta de la sociedad contemporánea.

Por su parte, en las dos últimas décadas las casas editoriales publicaron numerosas obras de autores que hoy constituyen una referencia obligada para los debates actuales: Pierre Bourdieu (teoría de la práctica); Nikias Luhmann (teoría general de sistemas); Jurgen Habermas (teoría de la acción comunicativa); Norbert Elias (sociologia fi guracional); Ulrich Beck (sociedad del riesgo) y Erving Goffman (enfoque dramatúrgico). A ellos se suma una generación más reciente:

“Los clásicos son los fundadores que nos hablan de algo que aún se considera pertinente. No se trata simplemente de anticuadas reliquias, sino que se les puede leer y releer, y constituyen un foco de refl exión sobre los problemas y las cuestiones de actualidad” (Giddens, 1997:16).

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Anthony Giddens (teoría de la estructuración); Jeffrey Alexander (enfoque multidimensional) y Jon Elster (marxismo analítico).

Frente a esta “ofensiva renovadora” de las Ciencias Sociales, es natural que surjan reacciones defensivas favorables al rescate de los autores clásicos. Infortunadamente, estos llamados, lejos de mostrar la vitalidad de los mismos, insisten en visiones dogmáticas, atrincheradas en verdades absolutas, simplifi cadoras en la mayoría de los casos, y con pretensiones de validez universal, que hacen de la lectura de los clásicos una nueva teología.

El debate en torno a la vigencia del pensamiento clásico aparece, entonces, en su versión más generalizada, como una confrontación teórica entre antiguos y modernos, entre dogmáticos y renovadores, entre conservadores y radicales, entre reaccionarios y revolucionarios. En otras palabras, como un confl icto entre los defensores de un pasado que se concibe muerto y los adalides de un presente en permanente cambio.

Frente a estas falsas oposiciones antinómicas, que privilegian la confrontación generacional, en este escrito trataré de señalar la imposibilidad de pensar la sociología contemporánea sin la lectura de los clásicos, no desde un culto a su hegemonía, sino desde una perspectiva más viva, abierta y dinámica, que trascienda los contextos y los tiempos que le dieron origen y que posibilite una lectura más creativa de sus escritos.

En este sentido, adelantaré algunas razones respecto a porqué debemos insistir en el estudio de los clásicos. Preguntas tales

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como ¿qué es un clásico?, ¿cuál es la relación entre lo clásico y lo moderno?, ¿cómo puede abordarse hoy el estudio de los clásicos?, ¿cómo se inscribe el estudio de los clásicos en el debate actual?, ¿cuál es la pertinencia de los clásicos para el estudio de los cambios de la sociedad contemporánea y específi camente para América Latina? serán abordadas a lo largo de este ensayo.

LOS MERCADOS EDITORIALES Y LA RECEPCIÓN DE LOS AUTORES CONTEMPORÁNEOS

Ante todo habría que dejar en claro lo saludable que resulta, para una ciencia que se plantea multiparadigmática, la apertura hacia nuevas corrientes de pensamiento. El conocimiento y la referencia a obras y autores contemporáneos es una condición necesaria para el desarrollo de cualquier perspectiva sociológica que aspire a dar cuenta de los acelerados cambios del mundo moderno. Particularmente, en nuestras comunidades científi cas, consideradas “periféricas”, resulta un imperativo la diversifi cación de lecturas en torno a corrientes y autores, cuyas refl exiones teóricas están insertas en el debate contemporáneo, y cuya comprensión es condición previa para cualquier crítica que se les pueda formular. Cerrarnos a estas nuevas propuestas teóricas solo contribuiría a profundizar nuestra marginalidad intelectual, en un mundo que se concibe cada vez más interdependiente.

Sin embargo, son muchas las críticas que pueden formularse a estas recepciones que se hacen de los pensadores y sus teorías en América Latina. Por un lado, se acoge a estos autores de una

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manera fragmentaria, sin que medie una refl exión crítica, en una suerte de moda intelectual que nos imponen las Ciencias Sociales europeas y norteamericanas. Se termina así adoptando conceptos y reproduciendo debates fuera de los contextos sociales e históricos que les dieron sentido. Ejemplos de estas situaciones pueden verse en algunas versiones de los debates a propósito de la modernidad-posmodernidad, la sociedad civil y la ciudadanía o las discusiones en torno a la democracia y los llamados “nuevos movimientos sociales”.

Por otra parte, la adhesión incondicional o el rechazo apasionado hacia la obra de un autor sigue siendo la nota predominante en nuestras comunidades académicas, reacias a examinar, evaluar y reinterpretar desde una óptica propia los textos fundamentales en el campo teórico. A lo sumo, puede visualizarse la conformación de pequeños grupos de interés –formados casi siempre al azar– en torno a la obra de un autor, y cuya admiración por el maestro en ocasiones se confunde con la apología.

Del mismo modo, la divulgación de los escritos de un autor no siempre corresponde a inquietudes exclusivamente intelectuales. En ocasiones su popularización en los medios académicos corre de la mano de las ofertas editoriales, del interés de una fundación para la investigación o de circunstancias puramente contingentes. La difusión de la obra de Anthony Giddens, por ejemplo, no resulta ajena a los esfuerzos de modernización de la socialdemocracia, triunfante a fi nales de la década de los ochenta en varios países de Europa Occidental y cuyo principal impulsor fue el ex primer ministro británico Tony Blair, quien a su

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vez recogió las teorías del entonces director de la London School of Economics and Political Sciences2. Asimismo, podría afi rmarse que el empeño puesto en la difusión de la obra de Niklas Luhmann por la Universidad Iberoamericana de México –en donde el sociológo alemán impartió varios cursos sobre su teoría general de sistemas a principios de los noventa– ha posibilitado el conocimiento del pensamiento luhmaniano en América Latina3.

Este entusiasmo febril por la obra de un sociólogo puede darse en detrimento del pensamiento de otros autores e incluso de aspectos de su misma obra. El “programa fuerte” de Jeffrey Alexander ha despertado el interés de una joven generación de sociólogos interesados en los temas de la sociología cultural, pero muchos de ellos –críticos de la tradición clásica– desconocen que su maestro es autor de una monumental obra, Theoretical logic in sociology4, en

2 Resulta signifi cativo que su obra The third way, cuya primera edición se dio a conocer en 1998, fue traducida rápidamente al español, por el grupo editorial Santillana, con el sugestivo subtítulo de “La renovación de la socialdemocracia” (Giddens 1999).

3 Antes de su visita a México en septiembre de 1991, los escritos de Luhmann eran prácticamente desconocidos en el mundo de habla hispana. A partir de entonces, y gracias al interés de Universidad Iberoamericana, en particular de uno de sus discípulos y traductores, Javier Torres Nafarrate, las obras de Luhmann empezaron a ser conocidas en América Latina. Incluso algunos de sus libros, como Sociología del riesgo –1992–, fueron traducidos casi simultáneamente a su aparición en español. También coadyuvó a esta tarea la presencia en México de uno de sus más destacados colaboradores, Rafael Di Giorgi.

4 Esta obra, aún no traducida al español, comprende cuatro volúmenes: 1) Positivism, Presuppositions, and Current Controversies (El positivismo, presuposiciones y controversias); 2) The Antinomies of Classical Thought: Marx

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la cual hace una revisión de toda la sociología clásica hasta Talcott Parsons. Consecuentemente, no siempre la traducción de un autor supone un impacto inmediato en las comunidades académicas. La obra de Norbert Elias, traducida al español desde 1982 por el Fondo de Cultura Económica, no signifi co la inmediata difusión de su pensamiento. En la última década, sin embargo, en nuestro medio académico se ha despertado un gran interés por las contribuciones teóricas de este sociólogo alemán. En el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia se han adelantado signifi cativas refl exiones en torno a la obra de Elias (Perez, 1998). Asimismo, cabe destacar los estudios de la historiadora Vera Weiller (1998), quien se ha convertido en una importante difusora e intérprete del pensamiento de Elías en el país.

Otro tanto puede decirse de los trabajos investigativos de Immanuel Wallerstein, cuya obra El moderno sistema mundial, de la cual se han publicado y traducido al español los tres primeros tomos escritos por el autor5, junto con un numeroso

and Durkheim (Las antinomias del pensamiento clásico: Marx y Durikheim); 3) The Classical Attempt at Theoretical Synthesis: Max Weber (El intento clásico para lograr una síntesis teórica: Max Weber) y 4) The Modern Reconstruction of Classical Thought: Talcott Parsons (La reconstrucción moderna. del pensamiento clásico: Parsons). En Colombia, la obra de Alexander es conocida por su programa en sociología cultural. En México ha tenido una más amplia divulgación a través de los artículos publicados en prestigiosas revistas de sociología como Sociológica y Estudios Sociológicos. Cabe resaltar también la labor desarrollada por Ia socióloga Gina Zabludovsky (1995).

5 Los tres tomos fueron editados en 1974 (tomo I), 1982, (tomo II) y 1989 (tomo III) y traducidos al español por la editorial Siglo XX1 en 1979, 1984 y 1999 respectivamente.

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volumen de artículos, ensayos, entrevistas y conferencias, no ha generado, al menos en el ambiente académico colombiano, una discusión de sus tesis originales en torno al desarrollo del capitalismo y la modernidad6.

Sería un reduccionismo pensar que la hegemonía intelectual de estos autores contemporáneos depende exclusivamente de factores extra-académicos, pero igualmente es ingenuo creer que no existe relación alguna. Como bien lo anota el historiador francés Roger Chartier: todo texto refl eja en sus formas y en sus temáticas una relación con la manera en que, en un marco espacio-temporal se organizan el modo de ejercicio del poder, las confi guraciones sociales o la economía de la personalidad. El escritor produce su obra sujeto a la lógica del mercado o mecenazgo, que defi nen su condición, y por otras determinaciones no conscientes que están presentes en la obra, expresando una continua tensión entre la capacidad creativa de los individuos singulares o de las comunidades de interpretación con los constreñimientos y normas que limitan lo que es posible pensar y enunciar (Chartier, 1994:24).

Lo anterior lleva al sociólogo italiano Franco Ferrarotti a afi rmar que los clásicos de la sociología son tales porque no han esperado del mercado ni de los contratistas, públicos o privados, que les fi jaran sus temas de indagación [y porque han mantenido su] no disponibilidad respecto a la moda

6 En México, Carlos Antonio Aguirre ha realizado una aproximación crítica a las principales tesis y contribuciones desarrolladas por Immanuel Wallerstein (véase Aguirre, C., Immanuel Wallerstein: crítica del sistema-mundo capitalista. México: Era, 2003).

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intelectual, sea para colocarse de manera franca y leal de frente a los problemas históricamente maduros de la época en que se encuentra, o vivir independientemente de su presunta o real atendibilidad (Ferrarotti, 1997: 272)

Vale la pena refl exionar sobre el concepto mismo de lo clásico, sujeto a múltiples indeterminaciones y confusiones.

EL CONCEPTO DE LO CLÁSICO Y SU RELACIÓN CON LO MODERNO

Existe una tendencia generalizada a ver en lo clásico la antítesis de lo moderno. Dicha interpretación está cargada de un juicio valorativo sobre la pertinencia de lo clásico a la realidad social, pues en estos dos polos de la ecuación lo moderno se identifi ca con el presente, mientras que lo clásico se remite a un pasado que ha perdido vigencia y que no tiene ninguna relevancia más allá de su signifi cación histórica. La relación entre lo clásico y lo moderno, sin embargo, es mucho más compleja: “Lo moderno se apoya en lo clásico para construir nuevos signifi cados y formas de refl ejar la realidad, pero al mismo tiempo lo cuestiona. Lo clásico adquiere así un signifi cado distinto que, en lugar de basarse en su contraposición a lo moderno, enfatiza la continuidad y su reciproca infl uencia” (Laraña, 1996:16).

De tal modo que un autor clásico, lejos de constituir una reliquia del pasado, conserva toda su actualidad porque muchos de sus planteamientos siguen siendo válidos para interpretar y comprender la realidad social o trazan senderos

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para su investigación. Los clásicos se constituyen así en una pieza fundamental para la refl exión teórica, y ocupan un lugar preeminente en la investigación, en la cátedra y en todas las discusiones referidas a ese campo de conocimiento. No se trata con esto de descubrir en una obra clásica verdades absolutas, más allá de cualquier consideración espaciotemporal, pero sí de valorar sufi cientemente cuál fue el sentido de sus preguntas y sus respuestas, y su pertinencia para iluminar problemas de nuestro tiempo, que transcurren en contextos muy disimiles a aquel en el que fueron formulados originalmente.

Hechas estas precisiones conceptuales, podemos concluir que existe una correspondencia dialéctica y complementaria entre la sociología clásica y la contemporánea. En tal sentido, los esfuerzos de construcción teórica hoy remiten necesariamente a una relectura de los autores clásicos. Coincidimos plenamente, entonces, con Jeffrey Alexander, cuando afirma que “los clásicos son productos de investigación a los que se les concede un rango privilegiado frente a las investigaciones contemporáneas del mismo campo”. El concepto de rango privilegiado, continúa el sociólogo norteamericano, “signifi ca que los científi cos contemporáneos dedicados a esa disciplina creen que entendiendo dichas obras anteriores pueden aprender de su campo de investigación tanto como puedan aprender de la obra de sus propios contemporáneos” (Alexander, 1991:23).

Una revisión de la obra de Jurgen Habermas y Anthony Giddens permite corroborar la anterior afi rmación. Los escritos de estos dos autores –por cierto muy representativos de la sociología europea contemporánea– se erigen en dos sólidas tentativas de reinterpretación crítica de la obra de Marx, Weber, Durkheim

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y Parsons (en el caso específi co de Habermas). Trátese de la teoría de la acción comunicativa (Habermas) o de la teoría de la estructuración (Giddens), cada uno de ellos intenta reconstruir el proceso de producción de la vida social, integrando la doble perspectiva del agente/estructura al tomar como punto de partida los debates de la sociología clásica.

Esfuerzos paralelos pueden encontrarse en la sociología norteamericana, a través de otros autores que intentan una recuperación de las tradiciones micro/macro, acorde con las necesidades de interpretación de la realidad social contemporánea. Mención aparte requiere la obra de Nikias Luhmann, que tiene como interlocutor permanente a la sociología clásica en el campo de la teoría de la sociedad, aunque ubicándose en una perspectiva radicalmente crítica.

Para algunos autores, la reconstrucción y confrontación de teorías antagónicas es un ejercicio frustrado y estéril que no puede más que conducir a un “eclecticismo espurio”, con el argumento de que son teorías que se asume o se demuestra que son contrarias y que se anulan mutuamente. Cuando se cambia de paradigma, se hace de tal forma que no cabe la posibilidad de comparación entre el nuevo y el precedente7.

¿CÓMO ESTUDIAR A LOS CLÁSICOS?

Una vez admitida la importancia que tienen los autores clásicos –europeos, norteamericanos y latinoamericanos– en

7 En el fondo de estos planteamientos está el argumento de Thomas Kuhn acerca de la inconmensurabilidad.

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la refl exión sociológica contemporánea, cabe preguntar ¿cómo aproximarnos a su pensamiento? Para algunos la respuesta a esta pregunta no tiene mayores difi cultades: basta con establecer un inventario cronológico de sus escritos, hacer una lectura atenta de los mismos y dejar en claro sus posturas intelectuales en función de los grandes hechos políticos del momento. Ésta es, sin embargo, la vía más rápida para momifi car su pensamiento y construir un altar para su veneración.

Contrariamente, la lectura de los clásicos exige un refrescante ejercicio de iconoclastia, que trate de oponer a las pretensiones de búsqueda de lo inamovible del autor, la actualidad viva de un Marx, un Weber o un Mariátegui, para refl exionar el aquí y el ahora; que reconozca sus diferentes juegos intelectuales frente a una lectura lineal de su pensamiento; que dialogue con las interpretaciones cambiantes de sus discípulos, venciendo el principio sacralizado de que el pensamiento del maestro es inmaculado.

De lo anterior se desprende que existen múltiples fórmulas para abordar la lectura de un clásico. Como lo señala Jeffrey Alexander, en su ya citado artículo “La centralidad de los clásicos”: todas las grandes obras son ambivalentes y contradictorias, y el pretender asumirlas como totalidades cerradas no es más que tratar de revivir el viejo ideal positivista, de donde se sigue que en las disciplinas sociales nos enfrentamos no tanto a los textos en sí mismos, sino a las interpretaciones que de ellos se han hecho (Alexander, 1991).

Dando cuerpo al debate que hasta aquí hemos propuesto, y recogiendo las aportaciones del sociólogo de la Universidad

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de California arriba mencionado, podríamos trazar algunas pautas para el estudio de los clásicos que, a su vez, pueden hacerse extensivas para los clásicos latinoamericanos hoy.

En primer lugar, y tomando en consideración que el sociólogo no plantea su trabajo por encima de las ideologías y los intereses políticos sino que es hijo de su tiempo, un punto de partida para la aproximación a la teoría clásica es el conocimiento de los autores que le dieron luz y el contexto histórico en el cual se desenvolvieron: ¿cuándo y cómo vivieron?, ¿dónde desarrollaron su actividad intelectual?, ¿por qué pensaban así? Son interrogantes que pretenden rescatar la dimensión humana de la sociología, más allá de las abstracciones puramente teóricas.

No se trata de establecer una relación unicausal entre la biografía del autor, el contexto histórico y sus planteamientos teóricos, pero sí de descubrir, detrás de los textos teóricos, seres humanos con pasiones, debilidades y aprehensiones, inmersos en el espíritu de su época: las relaciones de Marx con su amigo Engels y su exilio forzado en Inglaterra; las tensiones de un Max Weber entre sus padres y sus aspiraciones políticas bajo la República de Weimar; las preocupaciones políticas e intelectuales de Durkheim frente al caso Dreyfus y el impacto que tuvo en su vida el suicidio de su compañero de estudios en la Escuela Normal, Víctor Hommay; el presidio político que vivió José Marti en sus primeros años de juventud y su periplo por España, América Latina y Estados Unidos; los quebrantos de salud de Mariátegui y su vivencia en la Italia de los años veinte son hechos que marcaron la obra intelectual de estos autores.

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En segundo lugar, el lector también debe estar en capacidad de identifi car las trayectorias intelectuales de los clásicos. Es imposible que una historiografía crítica de acceso a los clásicos acepte un punto de vista homogéneo desde el cual llevar a cabo la comprensión de un autor o de un contexto histórico. Las preocupaciones teóricas del Parsons de los años treinta no son las mismas que las del Parsons de los años cincuenta, que ya ha asimilado muchas de las críticas que se le plantearon a su obra temprana sobre la estructura de la acción social. Otro tanto puede decirse de Mariátegui: él mismo distinguía entre dos grandes etapas en su historia vital separadas por su viaje a Europa en 1919; lo que no quiere decir que no existan líneas de continuidad en sus refl exiones. La incomprensión de estos recorridos intelectuales llevó en su momento a contraponer el “Marx joven” al “Marx maduro”.

En tercer lugar, las obras clásicas no pueden ser estudiadas como textos cerrados en si mismos. Alexander considera que, en vez de limitarnos a estudiar las obras (lo cual es indispensable), es necesario hacerlo en el marco de tradiciones interpretativas que nos permitan darnos cuenta de cómo los diferentes textos han sido reconstruidos a través de interpretaciones. La lectura de los libros debe vincularse con los diferentes periodos del debate interpretativo de los mismos.

Siguiendo los planteamientos trazados por el historiador Roger Chartier, podemos afi rmar que las obras no tienen sentido estático, fi jo, universal, sino que están revestidas de signifi caciones diferentes y cambiantes que se construyen en el espacio de encuentro de una propuesta y una recepción. Los sentidos atribuidos a sus formas y a sus motivos están

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en función de las competencias o de las expectativas de los diferentes públicos que se adueñan de ellas. Esta relación no es la misma en todas partes, ni aplicable para todos; de allí que el historiador del libro deba reconocer sus variaciones y captar las diferencias entre las comunidades de lectores y sus prácticas de lectura. Los libros son descifrados “a partir de los esquemas mentales y afectivos que constituyen la ‘cultura’ (en el sentido antropológico) de las comunidades que los reciben, se convierten para estas en un recurso precioso para pensar lo esencial: la construcción del vinculo social, la subjetividad individual, la relación con lo sagrado” (Chartier, 1994:21).

Los clásicos no admiten una única lectura. La lectura de los mismos debe verse en relación con los diferentes marcos interpretativos que entran en contradicción entre si. Esto hace posible las interpretaciones divergentes de la obra de Max Weber, en autores como Richard Bendix, Talcott Parsons y Jurgen Habermas. Del mismo modo, son contrastantes las lecturas de Lewis Coser y Anthony Giddens en torno al conservadurismo de Durkheim. En América Latina son conocidos los debates que ha suscitado la apropiación de la obra de Mariátegui. Cabe reseñar por ejemplo las interpretaciones realizadas por el Partido Comunista Peruano y el Partido Aprista a intelectuales como José Arico. Sin embargo, la aceptación de un pluralismo de interpretaciones no puede quedar reducida a un simple juego plural de historias sin sentido, porque esto sería tanto como admitir la proliferación acrítica de relatos desvertebrados.

En cuarto lugar, la aproximación a los clásicos debe hacerse estableciendo un círculo de problemáticas, crisis o momentos

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en que se cortan tales cuestiones y, en último término, estableciendo como esas crisis o momentos inciden sobre los diferentes autores. Cuando leemos El suicidio de Durkheim, no nos interesa tanto la exactitud de sus tablas estadísticas –que posteriores investigaciones empíricas han corregido e incluso refutado– sino las relaciones que establece el autor, por ejemplo, entre Ia fi liación religiosa y las tasas de suicidio; tal, como el mismo sociólogo francés lo señala en su prólogo, es posible inferir allí “algunas indicaciones sobre las causas del malestar general que sufren actualmente las sociedades europeas y sobre todo los remedios que puedan atenuarlo”.

LOS CLÁSICOS LATINOAMERICANOS

Para fi nalizar, quisiera enumerar, rápidamente, algunas líneas problemáticas presentes en los clásicos latinoamericanos y de las cuales podría alimentarse hoy la sociología latinoamericana.

Una primera línea de interés nos remite a las refl exiones críticas en torno al colonialismo y su defensa de la libre autodeterminación de los pueblos. En ese sentido, los diagnósticos y las intuiciones políticas formuladas por autores como Martí a fi nes del siglo XIX, en los que denunciaba las pretensiones de Estados Unidos sobre América Latina, guardan particular vigencia. “Conozco el monstruo porque viví en sus entrañas”, escribía Martí, cuya estancia en dicho país por cerca de quince años le permitió describir y analizar con gran agudeza los rasgos de la sociedad estadounidense de aquellos tiempos. En su intervención en la Conferencia

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Monetaria Internacional –1891– advertía Martí: “A todo convite entre pueblos hay que buscarle las razones ocultas. Ningún pueblo hace nada contra su interés; de lo que se deduce que lo que un pueblo hace es lo que está en su interés. Si dos naciones no tienen intereses comunes, no pueden juntarse. Si se juntan, chocan. Los pueblos menores, que están aún en los vuelcos de la gestación, no pueden unirse sin peligro con los que buscan un remedio al exceso de productos de una población compacta y agresiva, y un desagüe a sus turbas inquietas, en la unión con los pueblos menores” (Martí, 1997:308).

Al releer estas palabras resulta inevitable pensar en el interés manifi esto de Washington por implantar su hegemonía en el continente, a través del impulso al ALCA –Área de Libre Comercio de las Américas– y los Tratados de Libre Comercio –TLC–, con todas sus implicaciones.

Ante estos hechos, la necesidad de fortalecer la unidad latinoamericana como fórmula para hacer frente al avance expansionista de los Estados Unidos constituye una tarea pendiente, que supo visualizar tempranamente Simón Bolívar y, hacia fi nales del siglo XIX fue retomada por autores como José Martí, José Ingenieros y José Enrique Rodó.

Otra línea de interés para la sociología latinoamericana la constituye Ia asunción de una perspectiva sociológica que intenta pensar la realidad cultural de la región desde la observación atenta de su pluriculturalidad. En este nivel, tanto Martí como Mariátegui aportan una perspectiva para abordar la realidad latinoamericana, sustentada en una actitud

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de apertura hacia el conocimiento de los otros, sin renunciar con ello a la capacidad de decantar, seleccionar y valorar lo propio. En una palabra, se trata de buscar respuestas a nuestros problemas, sin ignorar las ideas ajenas, pero, al mismo tiempo, sin quedarse en ellas. Esta cualidad mental cobra particular importancia en un momento en que los fenómenos de globalización pretenden Ia uniformización cultural.

Habría muchos temas más para abordar; sin embargo, atendiendo a que el objetivo de este artículo es simplemente sugerir algunas líneas de debate en torno a los clásicos, solo quisiera fi nalizar realzando la importancia que tiene este encuentro conmemorativo del natalicio de Durkheim. La lectura de su obra nos ofrece un buen ejemplo de que es posible (y necesario) un diálogo de los clásicos con los problemas que hoy nos plantea Ia sociología contemporánea.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Alexander, J. (1991). “La centralidad de los clásicos”, en Giddens, A. & J. Turner. La teoría social hoy. México: Alianza, p. 23.

Chartier, R. (1994). El orden de los libros. Lecturas, autores y bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII. Barcelona: Gedisa.

Ferrarotti, F. (1997). El pensamiento sociológico, de Augusto Comte a Max Horkheimer. Barcelona: Peninsula.

Giddens, A. (1999). La tercera vía. La renovación de Ia democracia. Madrid: Taurus.

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Laraña, E. (1996). La actualidad de los clásicos y las teorías del comportamiento colectivo. Revista Española de Investigaciones Sociológicas,No. 74, p. 15-43.

Martí, J. (1997) Obras completas. Tomo IV. La Habana: Felix Varela.

Perez, H. (1998). Norbert Elias: un sociólogo contemporáneo. Teoría y método. Bogotá: Fondo de Ediciones Sociológicas.

Weiller, V. (1998). Figuraciones en proceso. Bogotá: Universidad Industrial de Santander, Universidad Nacional y Fundación Social.

Zabludovsky, G. (1995). Sociología política, el debate clásico y contemporáneo. México: Porrúa - UNAM.

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LA SOCIOLOGÍA HOY: NUEVOS HORIZONTES Y VIEJOS PROBLEMAS*

Cuando se emprende un balance de la sociología contemporánea, la primera sensación que se tiene es de una cierta perplejidad frente a los rápidos y profundos cambios que parecen operarse allí. Éstos aparecen generalmente asociados a la necesidad de una revisión completa de los criterios tradicionales que fundamentaron el quehacer sociológico en la segunda mitad del siglo XX. Los recurrentes debates que en un cierto tono apocalíptico anuncian el “fi n de la modernidad”, “el fi n de la historia”, “el fi n de los grandes relatos”, “el fi n del sujeto”, “el fi n de la razón ilustrada”, “el fi n de los estados nacionales”, “el fi n de las ideologías”, “el fi n de las utopías”, son indicativos de que efectivamente algo está concluyendo y que se perfi la un nuevo momento cuyos contornos aún no acaban de defi nirse.

* Tomado de Sociología. Revista de la Facultad de Sociología de Unaula. Medellín, No. 27, 2004, pp. 26-36. El presente artículo tiene como base una conferencia impartida el 24 de octubre de 2000 en Ia Cátedra Abierta, “Perspectivas y Lecturas Sociológicas”, organizada por la Facultad de Sociología de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín.

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Resulta revelador de estos cambios que temáticas como la de las clases sociales, la neutralidad valorativa, la objetividad, la caracterización de las formaciones económico-sociales, la vigencia de los estados nacionales, las luchas de liberación nacional y las formas de dependencia, que ocuparon la atención de los cientistas sociales en las décadas que siguieron a la segunda postguerra, hayan sido desplazadas hoy por un creciente interés hacia la subjetividad, las identidades étnicas y de género, la ciudadanía, el análisis de la vida cotidiana, la perspectiva global y el multiculturalismo, entre otras.

Asimismo, el constante esfuerzo de los sociólogos por ofrecer una defi nición de la sociedad contemporánea en términos de “sociedad postindustrial”, “sociedad trasparente”, “aldea global”, “sociedad del riesgo global”, “sociedad compleja”, “sociedad de la información”, “sociedad red”, “modernidad radicalizada”, “neomodernidad”1, refl ejan un interés teórico por construir nuevas categorías conceptuales que den cuenta de las transformaciones sociales que estamos viviendo, y que parecieran modifi car sustancialmente los modos de vida actual y de interacción de la experiencia humana.

La creciente ampliación de los campos de especialización sociológica, v.gr. sociología de la vejez, sociología de la

1 Cf. Daniel Bell. El advenimiento de la sociedad postindustrial. Madrid: Alianza, 1991; Vattimo, Gianni. “Posmoderno: ¿una sociedad transparente?”, en La sociedad transparente, Barcelona: Paidós, 1989; Ulrich Beck. Sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo XXI, 2002; Luhmann, Nildas. Sociedad y sistema. La ambición de la teoría. Barcelona: Paidós, 1990; Manuel Castells. La era de la información. La sociedad red. Madrid: Alianza, 1996; Giddens, Anthony. Consecuencias de la modernidad. Madrid: Alianza Universidad, 1993.

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infancia, sociología de las emociones, sociología de la reproducción, sociología del deporte, que dan cuenta de un saludable intercambio con otras disciplinas como la ecología, la antropología, la biología, la psicología, los estudios culturales y de género, constituye un indicio más de los nuevos horizontes temáticos que preocupan a la sociología hoy.

De otra parte, la misma disciplina ha ganado un mayor reconocimiento social, entre otras razones por el papel protagónico que han jugado algunos sociólogos en la escena contemporánea. El siglo XXI abrió sus puertas con el sociólogo brasileño Fernando Henrique Cardoso, como presidente de una de las doce economías más ricas del mundo; mientras que en dos años consecutivos los noticieros informaron de la entrega del premio “Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales” a dos prestigiosos sociólogos: Anthony Giddens –2002– y Jurgen Habermas –2003–, el primero de ellos ya reconocido por ser uno de los principales impulsores de la llamada “Tercera Vía” y asesor del primer ministro británico Tony Blair.

Concomitante a ello, la producción sociológica ha logrado niveles de divulgación inimaginables. En la última década, las casas editoriales han publicado, traducido y reeditado numerosas obras de autores europeos y norteamericanos como Norbert Elías, Alain Touraine, Pierre Bourdieu, Niklas Luhmann, Jurgen Habermas, Erving Goffman, Anthony Giddens, Jeffrey Alexander, Jon Elster, Ulrich Beck, Immanuel Wallerstein, Manuel Castells, cuyos escritos hasta hace una década eran prácticamente desconocidos para el lector de habla española, pero que en los últimos años se han convertido en referencia obligada para cualquier estudioso de las ciencias sociales en nuestros países.

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No obstante, pasada esta primera impresión “sensacionalista” de la sociología contemporánea surgen inevitablemente algunos interrogantes: ¿Realmente los cambios en Ia realidad social anuncian el surgimiento de novedosas formas de vida y organización social que se apartan de aquellas promovidas por las instituciones modernas? ¿Han perdido vigencia los sociólogos clásicos en favor de nuevas elaboraciones teóricas que estarían dando cuenta de la sociedad contemporánea? ¿Estamos asistiendo a una gran revolución teórica, metodológica y temática en la sociología?

Mi interés en este artículo es abordar estas preguntas desde una triple perspectiva: la relación teoría/ideología y crisis paradigmática; la dialéctica de lo clásico y lo contemporáneo; y la caracterización epocal, con el fi n de demostrar que los cambios temáticos, conceptuales y de autores en la sociología contemporánea nos revelan tendencias y situaciones contradictorias que pueden ser explicadas recurriendo a las tradiciones mismas de la sociología clásica.

TEORÍA SOCIOLÓGICA, IDEOLOGÍA Y CRISIS PARADIGMÁTICA

Los criterios que han guiado el análisis sociológico de la realidad social han sido objeto de continuos debates no solo epistemológicos sino, también, de orden político e ideológico. La sociología del “orden” y el “progreso” defi nida por Augusto Comte es una buena muestra del papel social y político que, desde sus inicios, desempeñó esta disciplina, en un mundo conmocionado por los profundos cambios que generó la revolución francesa (cf. Marcuse, 1976:331-49).

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Es por ello que la refl exión sociológica no puede pensarse por fuera de los marcos socioeconómicos, políticos y culturales que le dan vida, ignorando la incidencia que tienen estos contextos sobre las orientaciones de la investigación social y sus aparatos teórico-metodológicos. En este sentido, el interés hacia ciertos problemas de investigación no es el simple resultado de la confrontación misma de la sociedad y de su teoría, sino que está mediado, también, por factores extradisciplinarios.

En cada período histórico emerge una teoría social hegemónica refl ejo de una narrativa dominante, adoptada y desarrollada por el entramado intelectual más infl uyente que pretende dar “al mundo en que viven una coherencia formal de la que en gran parte carece” (Alexander, 2000:66). Esta teoría social dominante no sólo tiene una epistemología particular sino una codifi cación del mundo que se percibe simplifi cando la complejidad de las visiones sociales y estableciendo una dicotomía y oposiciones polarizadas que sirven para dar sentido al tiempo presente y un horizonte futuro2. Desde luego, esto no signifi ca que no haya contracorrientes que enfrentan este pensamiento hegemónico e incluso que asumen una cierta hibridez discursiva, pero que en lo fundamental permanecen ocultas y silenciadas por la teoría social dominante.

En la segunda posguerra las formulaciones teóricas que se hicieron dominantes fueron las visiones positivistas, estructural-funcionalistas y marxistas de la sociedad, como

2 Las tipologías binarias: tradición/modernidad; socialismo/capitalismo; modernidad/postmodernidad, son una expresión de este fenómeno.

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expresión de la confi guración de un mundo políticamente defi nido por la llamada “guerra fría” entre Estados Unidos y la URSS.

La hegemonía política y económica de los Estados Unidos3 signifi có que la actividad científi ca social se desarrollara principalmente en instituciones estadounidenses en una medida inusitada y afectó el modelo en que los científi cos sociales defi nían sus prioridades, primando fundamentalmente motivaciones políticas: Estados Unidos, debido a su papel político de potencia mundial, necesitaba conocer y por lo tanto tener especialistas acerca de las realidades actuales de esas regiones que estaban bajo su dominio, especialmente en el momento en que tenían cada vez más actividad política.

La política de las fundaciones americanas jugó un papel muy importante en la reconstrucción e institucionalización de la sociología después de la Segunda Guerra Mundial, tanto en Estados Unidos como en Europa4. Los fondos de la Fundación Rockefeller fueron aplicados a Estados Unidos, Europa y América Latina. Junto a ella otras fundaciones como la

3 Estados Unidos salió de Ia Segunda Guerra Mundial con una fuerza económica abrumadora; es un período de prosperidad y de optimismo. Mientras que Europa vive una etapa difícil: de reconstrucción (con Ia intervención de los Estados Unidos), de crisis de su dominio colonial y de auge en su interior de los partidos comunistas (Francia e Italia), en esta etapa prima en América Latina un enfoque universalista que se expresa, p. ej. en los enfoques sobre las teorías de Ia modernización; pero es un panorama que cambia radicalmente al iniciar la década de los 60 con el triunfo do la revolución cubana.

4 Para un papel de las fundaciones americanas cf. Joseph Picó. Los años dorados de la Sociología (1945-1975). México: Alianza, 2003, cap. II.

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Gugenheim, la Carnegie, el American Council, la Fullbright y Ford fi nanciaron becas y ayudas para que estudiantes estadounidenses realizaran estudios fuera del país, a tiempo que contribuyeron al patrocinio de conferencias y periódicos, fundación de librerías o el fi nanciamiento de bibliotecas y profesores visitantes.

Durante el período de la guerra mundial universidades como Columbia, Harvard y Chicago se vieron benefi ciadas por el protagonismo creciente de dichas fundaciones. Esta política se vio reforzada con la emigración obligada y, en algunos casos, voluntaria de intelectuales europeos a EEUU. Una vez concluido el confl icto, muchos de ellos retornaron a sus países de origen, lo que favoreció la importación de técnicas de investigación y teorías y la difusión de autores norteamericanos que fueron conocidos en Europa.

Por otro lado, el ensanchamiento del campo socialista y la hegemonía dentro de él de la Unión Soviética conllevó al predominio de un marxismo osifi cado. A partir de 1946 la URSS inicia una fuerte campaña ideológica, cuyo objetivo fue la glorifi cación de Stalin, el PCUS y el Estado soviético. Estas directrices tomaron cuerpo, durante los últimos años del período estaliniano con la publicación de una serie de manuales de materialismo dialéctico e histórico, orientados a difundir las premisas del marxismo5. Proceso que estuvo

5 Ejemplos típicos son el Materialismo histórico editado por F. V. Konstantinov –1951– y el Diccionario de fi losofía, compilado por Yudin y M. Rozental. La característica de estos manuales era la de condensar todos los principios del marxismo-leninismo en una serie de fórmulas simples.

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acompañado de la unifi cación del campo socialista en lo referente a su política e ideología, donde la URSS se erigía como modelo para los países que estaban sentando las bases de una sociedad socialista y como ejemplo y guía de los partidos comunistas occidentales6.

Es en este contexto histórico-social que el estructural-funcionalismo y el marxismo se erigen en paradigmas hegemónicos de las Ciencias Sociales. Como en su momento lo advirtió el sociólogo norteamericano Alvin Gouldner “la sociología mundial sufrió una fi sión binaria; la ‘mitad’ de ella pasó a ser sociología académica, dentro de la cual la tradición funcionalista terminó por convertirse en síntesis teórica predominante, mientras que la otra ‘mitad’ se hacía marxista” (Gouldner, 1973:407).

Pero estos dos modelos de teoría social –aparentemente irreconciliables– luego del deshielo de la guerra fría terminaron convergiendo hacia un mismo paradigma de hacer ciencia, que compartía elementos comunes: “Sospechaban de la metafísica, deseaban defi nir con nitidez qué era lo que había que considerar científi co, insistían en la verifi cabilidad de los conceptos, y tenía cierta inclinación a construir teorías de corte hipotético-deductivo” (Giddens y Turner, 1990:10).

6 Uno de los instrumentos utilizados por Stalin para conseguir Ia obediencia de los partidos comunistas gobernantes en la Europa del Este, y de todos los demás comunistas fue el Buró de Información de los Partidos Comunistas (Kominform), que incluía representantes de todos los partidos comunistas en el gobierno de la Europa Oriental, excepción hecha de Albania y Alemania del Este (soviético, polaco, checoslovaco, húngaro, búlgaro y yugoslavo), además del francés y el italiano.

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El mundo social aparecía visto de una manera dicotómica, donde se contraponían lo objetivo vs lo subjetivo, la estructura vs el individuo, lo macro vs lo micro, lo material vs lo ideal, la explicación causal vs la interpretación, tomando partido por lo objetivo, la estructura, lo macro, lo material y la explicación causal.

Contra estas antinomias la sociología contemporánea ha ido defi niendo, en las dos últimas décadas, un nuevo espacio de interrogantes, explorando nuevos campos de investigación que toman partido por las visiones microsociológicas e individualistas, que recuperan la subjetividad, la comprensión interpretativa y, en no pocos casos, apuntan a superar las tradicionales oposiciones entre macrosociología y microsociología, los aspectos objetivos y subjetivos del mundo social, estableciendo lazos entre el punto de vista exterior del observador y las formas en que los actores perciben y viven lo que hacen mientras actúan.

Bajo estas premisas podemos entender la llamada “crisis de los grandes paradigmas”, como una crisis de las teorías omnicomprensivas de la sociedad que pretendieron dar cuenta de los procesos histórico-sociales a través de una concepción única y totalizante del desarrollo humano y que hegemonizaron la teoría social en el período de la segunda postguerra. Una consecuencia inmediata de esta crisis paradigmática ha sido la revalorización, por parte de la sociología contemporánea, de corrientes teóricas que en su momento fueron relegadas a un segundo plano por las visiones marxistas ortodoxas y estructural-funcionalistas, v.gr. la fenomenología (Schutz), la hermenéutica (Gadamer), el interaccionismo simbólico (Mead) y el enfoque dramatúrgico (Goffman), entre otros.

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Por otro lado, el desarrollo de nuevas propuestas hacia la integración de lo micro/macro, las grandes síntesis teóricas o los enfoques multidimensionales: v.gr. teoría de la estructuración (Giddens), teoría de la práctica (Bourdieu), sociología multidimensional (Alexander), teoría de la acción comunicativa (Habermas) y paradigma sociológico integrado (Ritzer) que, hay que decirlo, cuentan con un importante antecedente en la sociología fi guracional de Norbert Elias.

EL DEBATE POSMODERNO: DESENCANTO Y RETOS TEÓRICOS

Al fi nalizar la década de los sesenta, la refl exión postmoderna empieza a abrirse campo en el terreno de las Ciencias Sociales7. Algunos de los teóricos más representativos de este debate son el sociólogo de la Universidad de Harvard, Daniel Bell, el fi lósofo alemán y representante de la Escuela de Frankfurt,

7 El debate postmoderno hunde sus raíces en las discusiones suscitadas en el campo de lo estético a fi nales del siglo XIX y comienzos del XX. Es en este período cuando las corrientes modernistas cuestionan las reglas sobre las que el arte se había fundamentado hasta el momento y tratan de mirar el mundo con ojos nuevos, colocando su acento en la creatividad e imaginación personal: el escritor abandona el relato lineal y secuencial para dar vida a una narrativa caracterizada por una simultaneidad de experiencias, donde se entremezclan el pasado, el presente y el futuro; el artista transforma su objeto formal en un juego de percepciones múltiples, asimilando todos los temas y materiales; el urbanista modifi ca las dimensiones espacio-temporales de la ciudad, propiciando un ambiente de mayor libertad. No obstante, el carácter innovador de este movimiento, para los años quo siguieron al fi n de la II Guerra Mundial, logra ser institucionalizado por el mercado. El arte propiamente postmoderno irrumpirá como una reacción a esta institucionalidad, buscando nuevas alternativas y declarando Ia Iibertad del artista para expresar en cualquier forma lo que desee.

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Jürgen Habermas, y el fi lósofo francés Jean Francois Lyotard. Para 1979 este último publica en Francia su libro La condición postmoderna que, concebido inicialmente como un informe sobre el saber en las sociedades más desarrolladas, propuesto al Conseil des Universités del gobierno de Québec, muy pronto se convierte en una suerte de manifiesto de este movimiento. En sus páginas introductorias el autor defi ne el postmodernismo como “el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas del juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX” (Lyotard, 1993:9).

Desde esta perspectiva, el pensamiento postmoderno puede verse como una teoría social explicativa que ha hecho contribuciones muy importantes en el campo de la refl exión de Ia cultura, la ciencia, la epistemología y las perspectivas de género. Sin embargo –y como bien lo ha puesto de presente Alexander– “el postmodernismo ha confeccionado una importante y aglutinante teoría general de la sociedad [...] debe concebirse en términos extracientífi cos, no solo como un recurso explicativo” (Alexander, 2000:84). En este sentido, el postmodemismo pretende plantear nuevas tendencias en la historia, la estructura social y la vida moral.

De este modo, por más que Ia postmodernidad haya anunciado Ia muerte de los grandes relatos, no ha dejado de formularse a sí misma como otro gran relato; por más que pregone la diversidad del mundo, no deja de proclamar su uniformización intelectual, negando las posibilidades de nuevas alternativas económicas, políticas o culturales. Asimismo, la existencia de problemas globales de la humanidad, los límites de la

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expansión capitalista y las inconsistencias de los órdenes políticos basados en la democracia liberal, restan piso a Ia visión posmoderna.

La posmodernidad concibe a los actores encerrados en su subjetivismo, obsesionados por su identidad y sólo ve en los demás lo que los diferencia de él mismo. Esta diferenciación absoluta, este multiculturalismo sin límites, tal como se ve en vastas partes del mundo y que a veces toma la forma de una presión ideológica que proclama e impone este multiculturalismo absoluto, lleva consigo el racismo y la guerra religiosa.

Vista la teoría postmoderna en esta dimensión extracientífi ca, ésta aparece como una ideología del desencanto intelectual y como un intento de enmendar el problema del sentido ocasionado por el fracaso acaecido en los sesenta. No por azar los intelectuales marxistas y postmarxistas articularon el pensamiento postmoderno como reacción al hecho de que el período del radicalismo heroico y colectivo pareciera estar diluyéndose.

Los sucesos intelectuales tienden a invertir el código binario de la teoría hegemónica precedente. Para el postmodernismo, el nuevo código implica una mayor ruptura con los valores occidentales universalistas que con el código tradicionalismo-modernismo del período de posguerra o que con la dicotomía modernismo capitalista/antimodernización socialista que le sucedió. Es una confrontación en términos binarios, lo que en los años cincuenta se le criticaba al capitalismo; esto es, su provincianismo, fatalismo, particularismo y aislamiento

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hoy aparece como lo positivo: la privacidad, las expectativas menos ambiciosas, el subjetivismo, la individualidad, la particularidad y el localismo (Alexander, 2000).

Pero el pensamiento postmoderno no puede reducirse a su simple función ideológica, pues al mismo tiempo ha generado un ambiente propicio para nuevos debates en el ámbito de las Ciencias Sociales (Beltrán, 2002).

Por un lado, ha favorecido un fl ujo transdisciplinario que propicia un rompimiento de las fronteras existentes entre las diferentes especialidades y que permite una reapropiación cognitiva de categorías y estrategias de conocimiento provenientes de otras tradiciones en el interior de un discurso disciplinario. La consecuencia de todo esto es una permanente renovación de los estudios sociológicos, una multiplicidad de puntos de vista y relatividad de las perspectivas sin que pueda hablarse de un modelo único de cientifi cidad, comparable a las ciencias naturales.

GLOBALIZACIÓN: ENTRE LO VIEJO Y LO NUEVO

El fenómeno de la globalización ha suscitado numerosas discusiones en el campo de las ciencias sociales: primeramente fueron las teorías de la comunicación las que se ocuparon de ella, posteriormente fue asumida por la economía y las relaciones internacionales, y más recientemente ha pasado a constituir una preocupación de la sociología. Cuando hablamos de globalización estamos haciendo referencia fundamentalmente al surgimiento de “regiones supranacionales”, las cuales buscan constituirse

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en nuevos polos de poder económico y político (la Comunidad Económica Europea, la Cuenca del Pacífi co, Mercosur).

Concomitante con la idea de la condición postmoderna crece la conciencia acerca de que el mundo se ha convertido en un sistema social único, como resultado de los crecientes vínculos de interdependencia. El término general para referirse a esta situación es el de globalización8. Este concepto es más reciente que el de internacionalización e implica una integración funcional entre las actividades dispersas internacionalmente, asociada fundamentalmente al surgimiento de “regiones supranacionales”, las cuales buscan constituirse en nuevos polos de poder económico y político. Particularmente desde la década anterior, esa forma de estructuración mundial se caracteriza por la intensifi cación en la dinámica mundial de los capitales, las tecnologías, las comunicaciones, las mercancías y la mano de obra, integrándose en un mercado de escala internacional.

Sin embargo, la globalización no se limita al ámbito tecnológico, a los intercambios de mercancías y a los esquemas de producción a escala internacional, sino que infl uye también en la cultura, la comunicación y las instituciones, donde las

8 Algunos autores, como el historiador mexicano Carlos Antonio Aguirre, consideran que el concepto de Globalización constituye un “invento de los medios de comunicación, como una ideología y como un concepto autolegitimador del rol creciente que ellos han ido ganando en los últimos treinta años, y que se explica a partir de los múltiples efectos que tuvieron las fundamentales revoluciones de 1968 en todo el mundo. Desde este punto de vista, el concepto de globalización no es un concepto riguroso”. Cf. Carlos Antonio Aguirre. “Una visión histórica del mundo después del 11 de septiembre de 2001”. Entrevista realizada por Miguel Ángel Beltrán para la revista Contrahistorias No. 2. México, marzo-agosto 2004.

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formas de expresión que se generan en una región determinada afectan las manifestaciones culturales que se producen en lugares distantes. El impacto globalizante de los medios de comunicación modernos, y en particular la digitalización de los mensajes audiovisuales impresos, interpersonales, ha permitido mayores fl ujos de información que suponen una creciente expansión del conocimiento de las diferentes sociedades, propiciando un ensanchamiento de la interacción social, política y económica (Held, 1997:155).

El hecho de que los individuos y los grupos puedan establecer contacto más allá de las fronteras geográfi cas y acceder a una gama de experiencias sociales y culturales antes impensables, resulta de gran relevancia para el análisis sociológico contemporáneo. Para algunos autores, estos procesos de globalización acelerada cuestionan seriamente la tradicional preocupación de los sociólogos, e incluso replantean el objeto de estudio de una sociología que ha concebido las sociedades modernas en términos de estados nacionales, que parte de una concepción de la cultura que enfatiza la integración y la homogeneidad y que, por tanto, no da cuenta de las diversidades étnicas y las diferencias regionales9.

9 Octavio Ianni. “Sociología de la globalización” en Teorías de la globalización. México: Siglo XXI - UNAM, 1996. El surgimiento de esta perspectiva sociológica global estaría justifi cado, entre otros factores, por el desarrollo de movimientos transnacionales básicos con claros objetivos regionales o globales como la protección del ecosistema y la lucha contra las amenazas nucleares; la emergencia de comunidades, actores, agencias o instituciones que se estructuran alrededor de temas internacionales y transnacionales; el compromiso con los derechos humanos como componente indispensable de la dignidad y la integridad do todos los pueblos; la confi guración de una suerte de sociedad civil global.

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Frente a estas formulaciones es importante subrayar que la globalización no es un fenómeno reciente pues está estrechamente ligado a la modernidad, que es en sí misma un proceso globalizador. Así lo pusieron de presente los pensadores clásicos, particularmente Marx quien señalaba hace ya más de un siglo y medio que “mediante la explotación del mercado mundial la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países [...] En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y las naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refi ere tanto a la producción material, como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal” (Marx y Engels, 1974:114).

El hecho de que los clásicos hayan tematizado el fenómeno de la globalización no puede ocultar que en las dos últimas décadas la globalización ha adquirido nuevos rasgos, centrados “en el fi nal de un sistema internacional marcadamente organizado en patrones, como la separación de la ‘nación’ respecto del ‘Estado’; la tematización política de la polietnicidad y la multiculturalidad; la inestabilidad en las concepciones de la ciudadanía, y un agudo incremento tanto en las perspectivas supranacionales y globales como en la conciencia nacional” (Robertson, 1998), transformaciones que requieren de renovadas perspectivas de análisis.

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Resulta, entonces, un falsa disyuntiva enfrentar a una “sociología del Estado-nación” una “sociología global”. Como el propio Giddens y otros autores más lo han señalado, en realidad en lo relacionado con la globalización, lo que se produce es una paradoja, pues existen fenómenos que parecen contradecir la existencia del proceso globalizador: el renacimiento de las distintas nacionalidades en Europa y la importancia de la conformación de identidades expresadas en términos fundamentales, identidades territoriales, regionales, étnicas, religiosas, de género, etc., en un proceso que supone por un lado el renacimiento de las identidades negadas y, por el otro, el surgimiento de nuevas identidades.

PANORAMA DE LA SOCIOLOGÍA CONTEMPORÁNEA

A estas alturas de nuestro ensayo podemos afirmar que nada ilustra mejor las preocupaciones de la sociología contemporánea que el “tormento de Sísifo”, aquel personaje de la mitología griega condenado a realizar la penosa tarea de empujar una enorme piedra hasta la cima de una montana, y una vez alcanzada ésta verla descender por la pendiente hasta el pie de la misma, no teniendo otra alternativa que reiniciar, día a día, su enorme esfuerzo. Como Sísifo, la sociología contemporánea recorre, una y otra vez, con su pesado cargamento de viejos temas e interrogantes el sendero que la ha de llevar a vislumbrar el conocimiento de la verdad.

Con ello no se pretende negar que en las dos últimas décadas el quehacer teórico de la sociología haya vivido

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cambios signifi cativos. Quizá el más importante de ellos es la inexistencia de un enfoque predominante que pueda presentarse como el único válido o como el más cercano a la verdad. El cuadro que a continuación se presenta* hace una revisión de algunas perspectivas teóricas actualmente en boga. En él se defi ne la naturaleza de cada una de estas propuestas teóricas a partir de cuatro perspectivas: el individualismo metodológico, el interaccionismo, la teoría de sistemas y el enfoque posmoderno. En cada caso se señalan sus autores más representativos, estableciendo su país de origen y el lugar donde ha desarrollado su labor teórica, lo que nos permite identificar cuáles son los centros universitarios que están hegemonizados la producción sociológica hoy. Al mismo tiempo el cuadro indica cuáles son las obras más representativas del autor mencionado y, en lo posible, señala las fechas de traducción de su obra al español, dato que resulta útil para contextualizar el pensamiento de cada autor.

Toda elección implica una selección y simplifi cación en cierto modo arbitraria, por lo que no sobra advertir que este cuadro es apenas un bosquejo elaborado con una modesta pretensión sistemática. De allí que esta síntesis debe ser entendida como una especie de guía que permita orientarnos en los actuales debates teóricos que se libran en el pensamiento sociológico contemporáneo. América Latina ha sido deliberadamente excluida, la riqueza de su aporte amerita una reflexión profunda que escapa los límites propuestos en este ensayo.

* N. del E.: Por razones técnicas, fue imposible incorporar el cuadro. Remitimos al lector a las páginas 37-44 de Sociología, No. 27.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Alexander, Jeffrey (2000). “Moderno, anti, post y neo: cómo se ha intentado comprender en las teorías sociales el ‘nuevo mundo’ de ‘nuestro tiempo’”, en Jeffrey Alexander. Sociología cultural. Formas de clasifi cación en las sociedades complejas. México: FLACSO – Anthropos.

Beltrán, Miguel Ángel Beltrán (2001). “Pensar la historia en tiempos posmodernos”, en Anuario de Historia. Universidad de Navarra, No. 4, p. 19-41

Giddens, Anthony y Turner, Jonathan (1990). La teoría sociológica hoy. México: Alianza - Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

Gouldner, Alvin (1973). La crisis de Ia Sociología Occidental. Buenos Aires: Amorrortu.

Held, David (1997). La democracia y el orden global. Del estado moderno al gobierno cosmopolita. Barcelona: Paidós.

Laraña, Enrique (1996). “La actualidad de los clásicos y las teorías del comportamiento colectivo”. Revista Española de Investigaciones Sociológicas. Madrid, No. 74, p. 15-44.

Lyotard, Joan Francois (1993). La condición posmoderna. México: Planeta.

Marcuse, Herbert (1976). Razón y revolución. Madrid: Alianza.

Marx, Carlos y Engels, Federico (1974). Obras escogidas. Moscú: Progreso.

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Robertson, Roland (1998). “Identidad nacional y globalización: falacias contemporáneas”. Revista Mexicana de Sociología. México, No. 1, p. 3-19.

Vattimo, Gianni (1989). “Posmoderno: ¿una sociedad transparente?”, en La sociedad transparente. Barcelona: Paidós.

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GLOBALIZACIÓN Y SOCIOLOGÍA: ALGUNOS DESAFÍOS

PARA EL FIN DE SIGLO*

En la actualidad los hombres buscan en todas partes saber dónde están, a dónde van y qué pueden hacer –si es que pueden hacer algo-sobre el presente como historia y el futuro como responsabilidad. Esas preguntas no puede contestarlas nadie de una vez por todas. Cada época da sus propias respuestas. Pero precisamente ahora hay una difi cultad para nosotros. Estamos a fi nes de una época y tenemos que buscar nuestras propias respuestas.

Wright Mills. La imaginación sociológica (1959)

INTRODUCCIÓN

En los últimos años la sociología ha experimentado cambios temáticos y conceptuales significativos. Nociones como clase social, lucha de clases, luchas de liberación nacional, superestructura, unidos a los de nación, revolución y explotación, parecen hoy obsoletos. En su lugar han tomado

* Tomado de La sociología en sus escenarios. Medellín, No. 4, 2000. Centro de Estudios de Opinión, Universidad de Antioquia.

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fuerza ideas como individuo, actor social, identidad, género, movimiento social, a tiempo que se enfatiza en lo cotidiano, lo subjetivo, la diferencia y la integración. Todo esto enmarcado en las confi guraciones y movimientos de la llamada globalización.

En el mismo sentido se habla de la crisis de los grandes paradigmas que durante mucho tiempo fundamentaron el quehacer teórico en ciencias sociales (estructuralismo y marxismo) y de la incapacidad de las teorías clásicas para dar cuenta de las transformaciones de la sociedad contemporánea. Se insiste, también, en el agotamiento tanto de las visiones omnicomprensivas como de las explicaciones deterministas que pretendieron dar cuenta de la acción del hombre por causas únicas. Pensadores como Emilie Durkheim, Talcott Parsons y particularmente Carlos Marx aparecen hoy rotulados como anacrónicos.

En su lugar, nuevas perspectivas teóricas parecen colonizar las ciencias sociales: algunas como la teoría general de sistemas de Niklas Luhman pretenden rescatar para la sociología una visión holística de la realidad social a partir de una crítica radical a la tradición sociológica ilustrada (cf. Luhmann, 1991). Otras, por el contrario, desde un enfoque individualista de acción racional intentan trasladar los paradigmas de la economía al análisis sociológico, para explicar los fenómenos sociales como resultado de la interacción de agentes maximizadores.

Asimismo, han tomado vuelo desarrollos recientes como la teoría de la estructuración de Anthony Giddens, la

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teoría de la práctica de Pierre Bordieu (1991) y el enfoque multidimensional de Jeffrey Alexander (1988) que, desde perspectivas integradoras, tratan de dar cuenta de la complejidad de las sociedades contemporáneas. Paralelo a ello está el rescate de algunas tradiciones de pensamiento que en el pasado habían sido relegadas a un segundo plano, pero que hoy cobran de nuevo vida: la fenomenología de Alfred Schutz, la hermeneútica con Gadamer y Ricoeur y el interaccionismo simbólico de Blumer. A ellos se suman nuevos esfuerzos orientados a una revisión crítica del marxismo, incorporando el instrumental de la teoría de juegos, la elección racional y la fi losofía analítica, para actualizar sus premisas y ponerlas a tono con los nuevos cambios paradigmáticos (cf. Pseworsky, 1987).

La constatación de estos hechos lleva a preguntarnos acerca de la naturaleza de estos cambios: ¿Se trata de cambios puramente ideológicos? o ¿se trata de cambios objetivos de la realidad? En cualquiera de las situaciones mencionadas (no excluyentes, por supuesto), cabe interrogarnos ¿cómo afectan estos cambios el quehacer sociológico en América Latina?

Por lo pronto, es preciso admitir que el discurso de la globalidad responde, sin lugar a dudas, a una realidad inobjetable: las cada vez más estrechas interrelaciones de las economías nacionales y la emergencia de un sistema transnacional dominante, cuyo ascenso coincide con un debilitamiento real de la soberanía de los estados-nación. Asimismo, es innegable el surgimiento de nuevos actores sociales y la creciente complejización de las dimensiones y variables del mundo actual.

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El registro de estos cambios novedosos implica necesariamente una transformación sustancial en las ciencias sociales, abocada a la tarea de construir nuevos conceptos y nuevas categorías sociológicas que den cuenta de estas transformaciones. Hoy el abordaje sociológico de las luchas nacionales en favor de una justicia social y contra la explotación no puede sustraerse de un cuidadoso análisis de las luchas globales por la democracia. Las luchas étnicas y las luchas por los derechos individuales deben ser incorporadas también a esta refl exión teórica.

Ahora bien; si concedemos que efectivamente ha habido cambios signifi cativos en la realidad y en los categorías conceptuales para aprehender esa realidad, es válido preguntarnos: ¿Hasta dónde esta necesaria renovación teórica y conceptual de las ciencias sociales y esta búsqueda de instrumentos más fi nos para captar la realidad no nos está llevando a abandonar muy rápidamente, y tal vez sin una sufi ciente refl exión, categorías de análisis que provistas de una mayor fl exibilidad y afi nación podrían dar cuenta de aspectos de nuestra realidad social? ¿Hasta dónde nos estaremos dejando arrastrar por modas intelectuales que en el curso de unos pocos años tendremos que abandonar, por su falta de rigurosidad? ¿No estaremos rindiendo un excesivo culto a lo nuevo y abandonando lo viejo por el simple prurito de que lo nuevo elimina lo viejo? ¿Podemos hablar hoy a un auditorio, embebido del pensamiento posmodernista, de la miseria y la explotación como categorías del análisis sociológico? ¿Podemos hablar a nuestros estudiantes de lucha de clases y explotación sin temor a sonrojarnos? Es preciso descubrir qué de lo viejo vive como presente y qué elementos nuevos

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hay en la persistencia de lo viejo1. La preocupación tiene sentido en un mundo efectivamente globalizado, donde 1.000 millones de seres humanos, esto es algo cercano a la quinta parte de la humanidad, vive en la miseria absoluta; donde 40 mil niños mueren diariamente por factores asociados a la desigualdad social, y, todavía más tiene sentido en un país como Colombia que registra uno de los mayores índices de violencia en el mundo.

Porque querámoslo o no, detrás de las realidades de la globalización del capitalismo están todavía pendientes las soluciones económicas y sociales de millones de desposeídos, el reclamo de esa gran masa marginada de los benefi cios de la integración económica, el avance tecnológico y el desarrollo de las comunicaciones. Porque tras el rostro de la lucha global por la democracia está el cinismo de las potencias imperiales prontas a una “intervención humanitaria” que detenga cualquier movimiento que coloque en peligro sus intereses. En fi n, porque detrás de la lucha por el respeto al derecho internacional están los millones de migrantes sometidos a la discriminación racial y a las agresivas manifestaciones xenófobas.

Ante estos hechos paradójicos, la sociología tiene frente a sí un gran reto: el dar cuenta de las transformaciones del

1 Una interesante refl exión en este sentido puede encontrarse en el artículo de Alejandro Labrador Sánchez “Viejos y nuevos paradigmas en la transformación de las Ciencias Sociales hoy” en Juan Felipe Leal (Coord.). La sociología contemporánea en México: perspectivas disciplinarias y nuevos desafíos. México: UNAM. 1994.

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mundo moderno, el rápido crecimiento de las interconexiones e interrelaciones entre los Estados y las Sociedades, la comprensión multidimensional de los nuevos sujetos sociales, mentalidades individuales y colectivas, la explicación y comprensión de las amenazas globales provenientes de las relaciones entre los sistemas sociales y la explotación de los recursos, como realidades epistémicas legítimas. Pero, al mismo tiempo, la sociología tiene que repensar los efectos nocivos de esta globalización sobre nuestros países mal llamados del tercer mundo. Examinar críticamente los múltiples rostros de la actual globalización, que al tiempo que abre algunas oportunidades para los países capaces de asimilar estos cambios tecnoeconómicos, mantiene y reformula las antiguas estructuras de dominación.

Mi interés en las líneas siguientes es, a partir de una rápida aproximación sociológica al fenómeno de la globalización, abrir algunos interrogantes que apunten a identifi car ciertos desafíos para la sociología en el momento actual.

CONCEPTO DE GLOBALIZACIÓN

La llamada globalización o mundialización está referida “a la existencia de relaciones entre las diferentes regiones del mundo, y a la infl uencia recíproca que ejercen las sociedades unas sobre otras” (Amin, 1997). Esta forma de estructuración mundial se caracteriza, desde la década anterior, por la intensifi cación de la dinámica mundial de bienes y capitales y la integración a un mercado de escala internacional de las tecnologías, las comunicaciones, las mercancías y la mano de

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obra. Existe un cierto consenso entre sus estudiosos en señalar la globalización como un fenómeno estrechamente ligado a la modernidad. Ésta es vista como un proceso inherentemente globalizador. Así lo han destacado sociólogos como Roland Robertson y Anthony Giddens. Este último sostiene que la globalización es un resultado del intenso proceso de comunicación entre diferentes regiones a través de redes de intercambio en todo el globo.

La tesis fundamental que defi ende Giddens (1993) subraya el desarrollo del ‘espacio vacío’ en términos de la separación del espacio y el lugar: en las sociedades premodernas –argumenta Giddens– estas dos variables generalmente se superponen dado que las actividades localizadas, para la mayoría de la población, dominan las dimensiones espaciales de la vida social. Sin embargo, con el advenimiento de la modernidad, el espacio se separa gradualmente del lugar y los contextos locales son confi gurados por infl uencias sociales que se generan a gran distancia de ellos. La globalización está asociada entonces con este “desanclaje” que Giddens defi ne como “el ‘despegar’ de las relaciones sociales de sus contextos locales de interacción y reestructurarlas en indefi nidos intervalos espacio temporales” (Giddens, p. 32). La intensifi cación de las relaciones mundiales permite establecer nexos entre diferentes localidades, de tal forma que lo que sucede en una de ellas determina lo que ocurre en las otras.

Pero si la globalización está vinculada con la génesis de la modernidad ¿podemos entenderla como una simple profundización de situaciones previas, favorecida por la potenciación cuantitativa de las telecomunicaciones y el mercado

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de las tecnologías, o hay aquí un cambio novedoso que marca un precedente desde la perspectiva de la experiencia humana y que requiere de nuevas perspectivas teóricas para su análisis?

El interrogante ha sido abordado por diferentes estudiosos de las ciencias sociales. El mismo Giddens señala que no hemos ido ‘más allá’ de la modernidad, sino que precisamente vivimos la fase de su “radicalización”, pero que estamos en situación de “vislumbrar algo más que unos pocos destellos del surgimiento de modos de vida y formas de organización social que divergen de aquellos impulsados por las instituciones modernas” (Giddens, 1993:32).

Para dar mayor claridad a esta discusión resulta apropiado especifi car las diferentes fases de la globalización. Así lo ha propuesto Roland Robertson, quien considera que la globalización es un fenómeno que se ha venido constituyendo en unidad con las diferentes fases históricas de los nacionalismos. Robertson (1998) propone concebir el proceso de globalización de la siguiente manera:

1. La fase germinal: desde la Europa de principios del siglo XV hasta mediados del siglo XVIII;

2. La fase incipiente: de mediados del siglo XVIII a la década iniciada en 1870, nuevamente sobre todo en Europa;

3. La fase decisiva del despegue: desde la década que inicia en 1870 hasta mediados de los años veinte de este siglo y que incorporó a las sociedades no europeas del hemisferio norte, así como a los Estados-nación de América Latina;

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4. La fase de la lucha por la hegemonía: de mediados de la década de los veinte a fi nales de los años sesenta, que comprende la expansión del principio de autodeterminación nacional para incluir al llamado Tercer Mundo;

5. La fase de incertidumbre: desde fi nales de la década de los sesenta hasta el periodo actual, y que se centra en el fi nal de un sistema internacional marcadamente organizado en patrones, como la separación de la “nación” respecto del “Estado”; la tematización política de la polietnicidad y la multiculturalidad; la inestabilidad en las concepciones de la ciudadanía, y un agudo incremento tanto en las perspectivas supranacionales y globales como en la conciencia nacional.

Esta última fase correspondería a la etapa de globalización propiamente dicha, cuyo rasgo distintivo lo constituiría el surgimiento de un nuevo modelo de organización sociotécnica que Castells (1995:22) llama “modo de desarrollo informacional”, y que está acompañado de una reestructuración del capitalismo como matriz fundamental de la organización económica e institucional de la sociedad”. Según este mismo sociólogo, lo que caracterizaría esta última etapa no sería un cambio puramente cuantitativo sino “la interpenetración cada vez mayor de todos los procesos económicos a nivel internacional con el sistema funcionando como unidad, a nivel mundial y en tiempo real”.

Este proceso de mundialización se ha acelerado en los últimos años y ha pasado a convertirse en un proyecto promovido por las principales potencias mundiales que buscan controlar y reestructurar un Nuevo Orden Mundial acorde con sus intereses.

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Esta faceta político-ideológica de la globalización no puede subvalorarse. La sociología debe advertir sobre sus efectos nocivos en países que, como el nuestro, adolecen de instituciones y estructuras económicas débiles y dependientes en el sistema de relaciones internacionales: “Lo que caracteriza a la nueva economía global –anotan Borja y Castells– es su carácter extraordinariamente incluyente y excluyente a la vez”. Incluyente de lo que crea valor y de lo que se valora, en cualquier país del mundo. Excluyente de lo que se devalúa o se minusvalora (Borja y Castells, 1997:24).

Concretamente, en América Latina la globalización viene siendo entendida en los marcos de una apertura económica exigida por el modelo neoliberal hegemónico, donde la racionalidad instrumental, expresada en las lógicas de competitividad del mercado, sustituye los proyectos de emancipación social y favorece la desintegración del tejido social. La otra alternativa que se nos presenta, la integración regional, está fracturando la solidaridad regional, especialmente por las exigencias de competitividad entre los grupos y la ingerencia de los entes fi nancieros transnacionales: “Las tecnologías de la información y la comunicación, aceleran la integración de estos países a una economía global, bajo la hegemonía del mercado propiciando un movimiento de neutralización y borramiento de las señas de identidad tanto nacionales como de lo latinoamericano” (Martín-Barbero, 1998:76), en tanto que el crecimiento de la desigualdad y la polarización social atomiza la sociedad deteriorando los mecanismos de cohesión política y cultural.

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LA GLOBALIZACIÓN CULTURAL

Hoy nadie coloca en cuestión que la globalización no se limita al ámbito puramente tecnológico, de los intercambios de mercancías y de los esquemas de producción a escala internacional, sino que infl uyen también en la cultura, la comunicación y las instituciones. Como ya se señaló, en un sistema interdependiente, las formas de expresión que se generan en una región determinada, afectan las manifestaciones culturales que se producen en lugares distantes.

El impacto globalizante de los medios de comunicación modernos, y en particular la digitalización de los mensajes audiovisuales impresos, interpersonales, ha permitido mayores fl ujos de información que suponen una creciente expansión del conocimiento de las diferentes sociedades, propiciando un ensanchamiento de la interacción social, política y económica. Como bien lo destaca David Held, a propósito de sus reflexiones sobre el orden global, “los nuevos sistemas de comunicación son un vehículo, si no el vehículo, fundamentales para los desarrollos legales, organizacionales y militares que transforman las comunidades políticas modernas y el sistema de Estados en general” (Held, 1997:55).

El hecho de que los individuos y los grupos puedan establecer contacto, más allá de las fronteras geográfi cas, y acceder a una gama de experiencias sociales y culturales, antes impensables, resulta sociológicamente relevante para el análisis de la interacción social.

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Por una parte, los nuevos sistemas de comunicación crean nuevas experiencias, nuevas coincidencias y nuevos marcos de signifi cado independientemente del contacto directo con las personas, transformando así las coordenadas de la vida política y social. Ello quiere decir que los procesos simbólicos cobran mayor importancia, en tanto que el procesamiento de la información se convierte en un instrumento de manipulación de dichos símbolos.

Por otra, el crecimiento de las comunicaciones globales abre nuevos caminos para que los individuos participen de los desarrollos globales. Específi camente, el uso cada vez más generalizado del correo electrónico y la consulta de la página Web abre espacios de comunicación fl uida y de coordinación de acciones conjuntas entre diversas instancias, posibilitando respuestas oportunas a problemas comunes. Esto crea, en principio, la posibilidad de nuevos mecanismos de identifi cación, generando sentidos de pertenencia globales que trascienden las lealtades del Estado-nación. Dichos cambios obligan a repensar las identidades nacionales, que ahora, desligadas de sus lugares y tradiciones particulares, parecieran disolverse en lo internacional. Esta intensifi cación de los flujos culturales ha llevado a algunos autores a identifi car una marcada tendencia hacia la confi guración de una cultura global por encima de las tradicionales fronteras del estado nación.

Sin detenernos en tales consideraciones, que por sí solas ameritarían otra discusión que escapa a los límites de este artículo, es necesario reconocer las asimetrías que caracterizan estos fl ujos culturales: “El acceso a, y el control sobre,

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los nuevos sistemas de comunicación –anota Held– está distribuido en forma muy irregular en el planeta, entre las regiones y entre los diferentes grupos de población dentro de las regiones y los Estados-nación. Existen relaciones de poder desiguales en el núcleo mismo de los fl ujos culturales y de las comunicaciones que afectan profundamente lo que los distintos actores producen y reciben”.

En este sentido, enfoques como la teoría de la dependencia2 resultan útiles para refl ejar las desigualdades del proceso de globalización. Los fl ujos culturales se realizan dentro de una asimetría centro-periferia, en un continuo proceso de intercambios.

Paradójicamente, a pesar de su relevancia para comprender algunos fenómenos que hoy plantea la globalización, las teorizaciones acerca de la dependencia han sido prácticamente abandonadas por la sociología latinoamericana. Es cierto que en este rechazo hay un legítimo distanciamiento del reduccionismo e ideologismo sociológico y un reconocimiento de las insufi ciencias reales de las teorías y los conceptos utilizados, pero vale preguntarnos con Zemelman ¿por qué

2 Cabe aclarar que hablar de “dependencia” en términos generales puede resultar impreciso en la medida en que dicha teoría engloba un cuerpo muy heterogéneo de aportaciones, no siempre compatibles entre sí. Sin embargo utilizo aquí la expresión para referirme a una tradición intelectual que trató de adaptar el marxismo a la realidad latinoamericana para dar cuenta de su especifi cidad, bajo el presupuesto que nuestras sociedades estaban defi nidas por su relación subordinada en un sistema económico internacional que acumula recursos y decisiones en el centro y cuyo crecimiento general va acompañado de una desigualdad centro-periferia.

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junto a los errores se ha descartado también las conquistas teóricas?3.

Estos comentarios nos conducen a un último problema que quisiera dejar planteado en los párrafos siguientes: el de la construcción de una perspectiva sociológica global

¿HACIA UNA SOCIOLOGÍA GLOBAL?

Para algunos autores, los actuales procesos de globalización acelerada colocan en cuestión el objeto de estudio de una sociología que ha abordado el estudio de las sociedades modernas en términos de Estados-nacionales, que parte de una concepción de la cultura que enfatiza la integración y la homogeneidad y que, por tanto, no da cuenta de las diversidades étnicas y las diferencias regionales. Desde una perspectiva incluso más radical se afi rma que el enfoque sociológico en términos de una sociedad nacional no expresa ni empírica, ni metodológica, ni histórica, ni teóricamente toda la realidad en la cual se insertan individuos y clases, naciones y nacionalidades, culturas y civilizaciones. De donde se concluye que el Estado-nación ya no puede seguir siendo considerado como la unidad fundamental de análisis4.

3 Hugo Zemelman. “Los desafíos del conocimiento sociohistórico en América Latina” en Juan Felipe Leal (coord). Op. cit. Refl exiones en el mismo sentido pueden encontrarse en los ensayos de Enrique Nieto Sotelo, Lucio Oliver y de Alejandro Labrador.

4 Octavio Ianni. “Sociología de la globalización”, en Teorías de la globalización. México: Siglo XXI, UNAM, 1996. Puede consultarse también el sugerente texto de Gina Zabludovski, Sociología y política: el debate clásico y

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El surgimiento de esta perspectiva sociológica global estaría justifi cado, entre otros factores, por el desarrollo de movimientos transnacionales con claros objetivos regionales o globales (v.gr. la protección del ecosistema y la lucha contra las amenazas nucleares); la emergencia de comunidades, actores, agencias e instituciones que se estructuran alrededor de temas internacionales y transnacionales; el compromiso con los derechos humanos como componente indispensable de la dignidad y la integridad de todos los pueblos; y la confi guración de una suerte de sociedad civil global.

Estas interpretaciones acerca de una perspectiva global en sociología suscitan varios comentarios.

En primer lugar, si bien es cierto que la sociología se ha centrado en buena medida en el Estado nación, la refl exión sobre lo global no ha estado ausente de sus consideraciones. Las refl exiones de Marx acerca de la dialéctica de la historia o de Max Weber sobre la teoría de la racionalización, es la mejor prueba de ello. De allí que resulta pertinente repensar la validez que tienen los clásicos hoy para comprender las complejidades del mundo actual5.

contemporáneo. México Porrúa/Unam, 1995, particularmente la segunda parte: “Democracia y globalización en la sociedad moderna”. La discusión allí planteada ha sido retomada en el presente artículo.

5 Sobre el lugar de los clásicos en la ciencia social contemporánea Cfr. Jeffrey Alexander “La Centralidad de los Clásicos” en Anthony Giddens y Jonathan Turner. La teoría social hoy, México: Alianza - Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990.

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En segundo lugar, resulta apresurado plantear sin más la conformación de una sociedad global. La nueva tecnología de las comunicaciones al confrontar una multiplicidad de culturas y discursos favorece una toma de conciencia de la pluralidad, de la existencia de otras culturas y subculturas, de otros marcos de referencia y, por ende, de la existencia de otras concepciones del mundo (cf. Vatimo, 1989); pero como lo anota Held (1997:157): “Aunque esta conciencia puede promover el entendimiento, puede también conducir a la acentuación de lo diferente, fragmentando aún más la vida cultural; la conciencia del ‘otro’ de ninguna manera garantiza el acuerdo intersubjetivo”. Por otra parte, las nuevas redes de la tecnología de las comunicaciones y la información, no sólo estimulan nuevas formas de identidad cultural sino que también, al permitir una interacción más fl uida entre miembros de las comunidades que comparten rasgos culturales comunes, especialmente el idioma, fortalecen e intensifi can las viejas identidades.

En tercer lugar, no parece apropiado plantear la cuestión en términos de una disyuntiva entre una “sociología global” y una “sociología del Estado-nación” (Zabludovski, 1995). Muchos autores consideran que las tendencias hacia la globalización y el reforzamiento de identidades locales son dos fenómenos contradictorios expresados en las polaridades de lo global vs. lo local, lo global vs. lo “tribal”, lo internacional vs. lo nacional, lo universal vs. lo particular, convertidos en principios axiales del mundo moderno en permanente tensión. En esta perspectiva, los nacionalismos contemporáneos y las manifestaciones de identidad nacional aparecen como formas de antiglobalidad o de antiglobalización, que se constituirían

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como una reacción de las diferentes comunidades para exigir su participación de manera autónoma y no a través de la mediación de un Estado que no las representa ni las reconoce.

Pese a la fuerza de estos argumentos, estamos todavía lejos de clarifi car el problema. Para un estudioso de la globalización como Roland Robertson (1998) declarar que las afi rmaciones nacionales o etnorraciales de identidad han surgido en defensa de una marejada amorfa de globalización homogeneizante o como protesta en su contra es falso desde un punto de vista histórico-sociológico y refleja una interpretación “Jihad contra McMundo” o “tribalista” del mundo contemporáneo como un todo que no puede resistir el examen serio e históricamente informado. El nacionalismo contemporáneo, afi rma Robertson, ha sido sustentado por un “culto global a la nación”. La noción misma de “identidad” (nacional o de otro tipo) tiene un carácter globalizador y, más específi camente, las ideas referentes a la autodeterminación y al carácter único de lo nacional se encuentran arraigadas en acontecimientos esencialmente globales, desde fi nales del siglo XVIII.

Sobre este punto y en general sobre el proceso de la globalización es difícil encontrar respuestas defi nitivas y pienso además que ésta tampoco puede ser la pretensión de una ciencia que se renueva día a día. El debate sigue abierto y, como lo señalé al comienzo de este artículo, invocando el espíritu teórico de Wright Mills, “cada época da sus propias respuestas y nosotros tenemos que buscar nuestras propias respuestas”; pero para ello necesitamos hoy, más que nunca, de esa cualidad mental que el impulsor de la sociología radical norteamericana llamaba “imaginación sociológica”.

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ESTUDIANTES, POLÍTICA Y UNIVERSIDAD: A PROPÓSITO DEL 8 Y 9 DE JUNIO*

La conmemoración de los cincuenta años de la masacre estudiantil del 8 y 9 de Junio, bajo la dictadura del general Rojas Pinilla y, junto a esta histórica fecha, el asesinato del estudiante Gonzalo Bravo Pérez, el 7 de junio de 1929, del cual se cumplen tres cuartos de siglo, constituye, más allá del formalismo con que algunos puedan mirar esta efeméride, un pretexto para el ejercicio analítico y polémico orientado a refl exionar, en forma colectiva y académica, el signifi cado y la trascendencia del papel que ha jugado el estudiantado en estos años.

EL MANIFIESTO DE CÓRDOBA

Fue hace ya más de nueve décadas, un 21 de junio, que los estudiantes de la Universidad de Córdoba Argentina, concluyeron varios meses de huelgas, luchas callejeras y * Tomado de Revista Debates Universidad de Antioquia. Medellín, No. 38, agosto de 2004, p. 33-39. Presentación de la III Semana de Refl exión Sociológica, realizada del 7 al 11 de junio en el Teatro Universitario Camilo Torres en conmemoración de los cincuenta años de la masacre de estudiantes en 1954.

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paros estudiantiles, con un vigoroso llamado al cambio social y cultural en el que exigían una profunda renovación estructural del Alma Máter −en ese momento aprisionada por el pensamiento clerical− para que se diera paso a la enseñanza de las nuevas ideas.

El documento fi nal titulado La juventud Universitaria de Córdoba, a los pueblos libres de Sudamérica, y que hoy ha pasado a la historia como el Manifi esto de Córdoba, declaraba en sus primeras líneas: “Hombres de una República Libre, acabamos de romper la única cadena que en pleno siglo XX nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a las cosas por el nombre que tienen” (Portantiero, 1978:131).

Para el momento en que se hacía este pronunciamiento, la población estudiantil, en las tres naciones europeas más desarrolladas y con mayor cobertura educativa, apenas rozaba los 150 mil universitarios, esto es el 0.1% de la población total de esos países (Hobsbawm, 1996). Las cifras para América Latina eran mucho menores y no obstante el movimiento universitario imprimía ya su sello personal, trascendiendo su contexto histórico e imponiendo, con signos propios y originales, una nueva visión de la universidad, que incorporaba los contenidos fundamentales de la americanidad, la crítica social y la hegemonía de los sectores populares, agitando las banderas de la excelencia académica, la libertad de cátedra, la gratuidad de la educación y la democratización de los organismos universitarios. Entre 1918 y 1930 el llamado de Córdoba se propagó rápidamente más allá de las fronteras argentinas, y con

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expresiones específi cas se hizo sentir en los movimientos estudiantiles registrados, sucesivamente, en las universidades de Lima, Santiago de Chile, México, Montevideo, La Habana, Quito, Panamá, La Paz, Asunción, Bogotá y Medellín. Al llamamiento de la juventud se unieron, también, muchos intelectuales de la vieja generación: José Vasconcelos, José Ingenieros, Alfredo Palacios, entre otros.

En Lima, el líder de la Federación de Estudiantil del Perú, Víctor Raúl Haya de la Torre, en abierta oposición a la política dictatorial del presidente Leguía, moviliza a los estudiantes en defensa de las libertades constitucionales y, particularmente, en contra de la consagración del país al Corazón de Jesús. Desde la dirección de la Federación Estudiantil, Haya de la Torre hace un vehemente llamado a “hacer del profesional un factor revolucionario y no un instrumento de la reacción, un servidor consciente y resuelto de la mayoría de la sociedad, es decir, de las clases explotadas, tender hacia la universidad social y educar al estudiante en el contacto inmediato y constante con las clases trabajadores” (Haya de la Torre, 1984:127). Estos postulados, años más tarde, serían incorporados al programa de la Alianza Popular Revolucionaria Americana, APRA.

En Cuba, la reforma universitaria constituye el crisol en el que se conjugan el pensamiento del prócer de la independencia José Marti y un marxismo en rápido proceso de maduración, todo ello bajo el impulso de Julio Antonio Mella. Para el líder cubano “lo que caracteriza la revolución universitaria es su afán de ser un movimiento social, de compenetrarse con el alma y necesidades de los oprimidos, de salir del lado de la reacción, pasar ‘la tierra de nadie’ y formar, valiente

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y noblemente, en las filas de la revolución social en la vanguardia del proletariado” (Mella, 1978:170).

Pocos meses después −a sus escasos 26 años− el luchador estudiantil caía en ciudad de México, víctima de las balas de la dictadura de Machado. Con la muerte de Mella se inauguraba una modalidad, que se generalizaría en las décadas siguientes, como estrategia de silenciamiento del movimiento estudiantil y que en nuestro país no tardaría en implementarse con el asesinato el 7 de junio de ese mismo año del estudiante Gonzalo Bravo Pérez. Esta fecha marcaría por el resto de su historia al movimiento estudiantil colombiano.

Era claro que en los años veinte el continente parecía estar viviendo su gran “hora americana” y la universidad se constituía en el motor de este nuevo cambio: “En la universidad −escribía Deodoro Roca, verdadero autor del Manifi esto de Córdoba− está el secreto de la futura transformación. [Hay que] ir a nuestras universidades a vivir, no a pasar por ellas; ir a formar allí el alma que irradie sobre la nacionalidad: esperar que de la acción recíproca entre Ia Universidad y el Pueblo, surja nuestra real grandeza” (Roca, 1988:148).

Bajo esta orientación proliferaron, en toda América Latina, las universidades populares: González Prada en el Perú, José Martí en Cuba, Victorino Lastarria en Chile; verdaderos espacios para la alianza de trabajadores manuales e intelectuales, en los cuales se empezaba a preparar a la nueva generación universitaria para comprender el fenómeno del imperialismo en nuestra América. De sus maestros y estudiantes surgirán las voces vibrantes que, en los años posteriores, darán contenido a la lucha antimperialista.

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EL ASCENSO DEL FASCISMO

Pero los años treinta no parecían tan prometedores. El ascenso del nacionalsocialismo en Alemania signifi có la liquidación de cualquier forma de oposición, considerada un obstáculo intolerable para la unidad monolítica del pueblo alemán. La opresión Nazi, y con ella la nueva confl agración mundial, dejó muchas universidades en ruinas. En Alemania disciplinas enteras −como la Sociología y la Psicología− fueron borradas por completo de los programas académicos universitarios, mientras que en los países ocupados numerosos científi cos, escritores y artistas fueron sistemáticamente eliminados.

Con la derrota de la República Española −1939− y el nuevo régimen falangista implantado por la fuerza de las armas, más de 22 mil ciudadanos fueron pasados por las armas, mientras que 270.000 españoles y españolas permanecían en las cárceles (7 mil de ellos profesores y un número indeterminado de estudiantes). Los dos tercios del profesorado universitario fueron destituidos y condenados al exilio, deteniendo con ello la obra educativa de la revolución española (Bisecas y Lara, 1983:16). Como lo expresara un intelectual testigo de la época, Julio Caro Baroja: “Era la época de los exámenes patrióticos, de los alféreces y tenientes o capitanes que iban a clase con sus estrellitas, cuando no con el uniforme de la Falange. Al entrar en cada clase se alzaba la mano, se cantaba el Cara al Sol, se decían palabras rituales’’ (Bisecas y Lara, p. 45).

Para 1945, los efectos devastadores del confl icto armado se dejaban sentir en toda Europa: 50 millones de víctimas, más

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otros tantos heridos y mutilados; países como Polonia habían sacrifi cado el 20% de su población, mientras que en la Gran Guerra Patria ofrendaron su vida 20 millones de rusos. Esto sin olvidar los seis millones de judíos muertos en los campos de concentración.

Paradójicamente, América Latina se vio “benefi ciada” por estos acontecimientos. Numerosos pensadores perseguidos por los nazis se instalaron en el Nuevo Mundo y realizaron importantes contribuciones al desarrollo de sus disciplinas y de la vida intelectual del continente: Claudio Sánchez Albornoz, José María Ots Capdequí, José Medina Echavarría, José Gaos, Gino Germani son apenas algunos de los numerosos intelectuales europeos que arribaron a estas tierras. A sus nombres están asociados la traducción y difusión de los autores clásicos del pensamiento europeo.

LOS AÑOS DE POSGUERRA

Sin embargo, el mundo que se abría con la posguerra ya no era el mismo del lustro anterior. La confl agración había signifi cado un sensible golpe para el sistema colonial: Alemania, Italia y Japón, perdedores de la guerra, tuvieron que retirarse de los territorios invadidos; las viejas potencias coloniales como Inglaterra, Francia, Bélgica y Holanda salieron de la confrontación sensiblemente debilitadas. A lo que se sumó el fortalecimiento de los Movimientos de Liberación Nacional que empezaron a presionar por su independencia y, en algunos casos, por profundas transformaciones revolucionarias.

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Entre 1953 y 1954 varios acontecimientos marcaron la conciencia de los jóvenes revolucionarios de fi nales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta: Ia consolidación del proceso de independencia en Ghana, que hará de esta colonia británica la primera nación libre de África; la derrota del colonialismo francés en el fuerte de Dien Bien Fu, el 7 de mayo de 1954, que puso fi n a siete años de guerra; y el comienzo de la insurrección en Argelia, el 1 de noviembre de 1954. En este período los estudiantes constituirán un sustento importante de los movimientos anticolonialistas de liberación nacional, y aunque muchos de ellos fueron formados en las universidades europeas y norteamericanas, se transformarán en líderes políticos e intelectuales de sus países.

En América Latina se producen fenómenos similares: a las transformaciones democráticas emprendidas por el gobierno guatemalteco de Jacobo Arbenz se suma el triunfo de la revolución nacionalista en Bolivia −1952−, mientras que en Cuba Fidel Castro, al mando de un grupo de jóvenes −en su mayor parte estudiantes de Ia Universidad de La Habana− asalta el cuartel Moncada, dando vida al Movimiento 26 de Julio, M26, en un proceso que desembocará en el triunfo revolucionario el 1 de enero de 1959.

Colombia tampoco fue ajena a esta situación. Bajo la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, el 8 de junio de 1954 los estudiantes de Ia Universidad Nacional que han organizado una marcha en homenaje de los 25 años del asesinato de Gonzalo Bravo Pérez son hostilizados por la fuerza pública y en el campus universitario cae asesinado el estudiante de Medicina Uriel Gutiérrez.

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Al día siguiente −el 9 de junio− un desfi le de protesta por este crimen es respondido por fuego de artillería de un contingente de soldados del Batallón Colombia que recientemente había participado en la guerra de Corea. En las calles del centro de Bogotá quedaron dispersos los cadáveres de una decena de estudiantes. Desde entonces el 8 y 9 de junio se convertiría en una fecha conmemorativa para el movimiento estudiantil (cf. Medina, 2004).

UNA DÉCADA DE REBELDÍA

Pese a estos antecedentes, fueron los sesentas por excelencia los años de la rebeldía frente al orden establecido; la década de los retos e interrogantes, solo comparable con los lejanos años veintes. El desmoronamiento de los imperios coloniales, el accionar de los movimientos de liberación nacional en Asia y África, la lucha por los derechos civiles de los negros en el país del norte, así lo presagiaban.

Pero, sin lugar a dudas, fueron los cambios revolucionarios en Cuba los que agregaron un ingrediente nuevo a todos estos procesos: en el imaginario de millones de latinoamericanos el socialismo dejó de ser una utopía para convertirse en una realidad objetiva. Cuba aparecía entonces, en el escenario continental, como la concreción en el plano de los hechos, de los anhelos de libertad e independencia. A escasas noventa millas de los EEUU, la isla caribeña se convertía en el horizonte de centenares de revolucionarios que, a lo largo de la década, ejercerían una crítica radical al statu quo.

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Y nuevamente los estudiantes fueron protagonistas: en mayo de 1968, Paris se transformó en el epicentro de una rebelión planetaria que inauguraba el poder de la participación juvenil. En la entrada principal de la Sorbona, cercados por un piquete de policías, los estudiantes grabaron su declaración de principios: “Queremos que la revolución que comienza liquide no solo la sociedad capitalista sino también la sociedad industrial. La sociedad de consumo morirá de muerte violenta. La sociedad de la alienación desaparecerá de la historia. Estamos inventando un mundo nuevo original. La imaginación al poder”.

Medio siglo después de los sucesos de Córdoba, los estudiantes −convertidos sin proponérselo en vanguardia política− parecían desterrar a la clase obrera como sujeto histórico del cambio. Los hechos inclinaban la balanza a favor del fi lósofo Herbert Marcuse quien, aclamado como el gran líder ideológico del movimiento estudiantil en EEUU, Alemania y Francia, proclamaba que “en la oposición de la juventud, rebelión a la vez instintual y política, está implícita la posibilidad de liberación [...] y aquella posibilidad ya [no] pertenece a la clase obrera, que, en la sociedad de abundancia, está confabulada con el sistema de necesidades, no con su negación” (Castellet, 1969:141).

Fue así como las jornadas de protesta, que habían tenido como bandera inicial el rechazo a “una universidad cuyo único objetivo es el de formar los patrones de mañana y los instrumentos dóciles de la economía” (Cohn-Bendit, 1969:65), muy pronto se transformaron en reclamos por el cambio a fondo de “un sistema social autoritario y jerárquico”. De norte

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a sur del planeta surgía una consigna universal: “Todo lo que existe merece perecer”. De este cuestionamiento no escapaban los burocratizados regímenes del socialismo real. El avance de los tanques rusos para aplastar la rebelión checoshovaca, en lo que se conoció como “la primavera de Praga”, en agosto de 1968, desmoronaba las esperanzas puestas en una revolución autogestionada: “abajo el realismo socialista viva el surrealismo” será la frase que condensará este desencanto.

En Paris, en Berlín, en Roma o en Turín, las barricadas y los adoquines se convirtieron en el lenguaje de una generación rebelde. “La barricada es el orden del deseo [...] es el orden revolucionario contra el orden burgués. La barricada es la delimitación de un lugar de la palabra, de un lugar donde el deseo puede inscribirse y llegar a ser palabra” escribía Alain Geismar, líder de la revuelta. A las barricadas siguió la ocupación de fábricas y las huelgas obreras. “Nosotros ocupamos las facultades, ustedes ocupan las fábricas. ¿No combatimos unos y otros por lo mismo? [...] vuestra lucha y nuestra lucha son convergentes. Es necesario destruir todo lo que aísla unos de otros” (Cohn-Bendit, p. 65) rezaba un comunicado. Mayo del 68 se había convertido en un movimiento generalizado de protesta social.

La rebeldía juvenil forjaba nuevos símbolos, nuevos vocabularios y nuevas formas de asumir la vida. Ya desde 1962 un grupo musical que componía canciones en los suburbios de Liverpool movilizaba con sus guitarras eléctricas a millones de jóvenes del mundo; después vendrían las interpretaciones de los Rolling Stones y los nuevos ritmos musicales del pop y el rock and roll; el 21 de agosto de 1969, en las praderas de

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Woodstock, al norte del Estado de Nueva York, cerca de medio millón de jóvenes se dieron cita en el “Festival de las fl ores”. Allí el movimiento hippie adquiría carta de presentación bajo la consigna, que luego habría de popularizarse, “Paz y Amor”.

Las voces del Mayo Francés se escuchaban en todo el globo y en todos los idiomas, como cristalización literaria del deseo revolucionario: “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, “Gracias a los exámenes y a los profesores el arrivismo (sic) comienza a los seis años”, “un policía duerme en cada uno de nosotros, es necesario matarlo”, “abraza a tu amor sin dejar tu fusil”, “desabrochen el cerebro tan a menudo como la bragueta” y, desde luego, no faltarían las referencias a los sociólogos: “cuando el último de los sociólogos haya sido colgado con las tripas del último burócrata, todavía tendremos problemas” (Cohn-Bendit, 1969).

Más allá del escenario europeo, con la consigna “la rebelión contra los reaccionarios se justifi ca”, Mao declaraba su apoyo a los Guardias Rojos de Ia Universidad de Pekín y anunciaba una profunda “revolución cultural” en nombre de la juventud y de los obreros. Millares de estudiantes universitarios y de secundaria, con el Libro rojo de citas, debajo del brazo, emprendieron brigadas por todo el país en una cruzada política y cultural en las zonas rurales y en las fábricas, en tanto centenares de obreros y campesinos ingresaban a los centros universitarios para divulgar sus conocimientos prácticos y participar en la actividad intelectual. Muchos creyeron encontrar en esta revolución una alternativa al anquilosado socialismo soviético. Los jóvenes Guardias Rojos, con Mao a la cabeza, despertaban el entusiasmo en el corazón juvenil

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del Tercer Mundo. A fi n de cuentas, la pradera china parecía más cálida que la fría estepa siberiana.

DE LA REVOLUCIÓN A LA CONTRARREVOLUCIÓN

Después vino la reacción. Para ser más exactos, ésta vino de la mano con la revolución. Ya lo advertía con toda claridad Marcuse: “La defensa del sistema capitalista requiere la organización de la contrarrevolución, tanto en casa como afuera” (Marcuse, 1973:11).

Para empezar, el símbolo de la revolución africana y primer presidente de la República Independiente del Congo, Patricio Lumumba, caía asesinado en 1961; por su parte, en Harlem, Nueva York, mientras impartía una conferencia, un disparo segaba la vida del dirigente radical negro Malcolm X en 1965; a esta muerte se sumarían, años después, los nombres de Martin Luther King, Fred Hampton y George Jackson; 1966 vio morir al sacerdote revolucionario Camilo Torres Restrepo y un año después, en tierras bolivianas, el llamado del Che resonaba como un eco en todo el continente: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”. ¡Hasta la victoria siempre! ¡Comandante Che Guevara! era el himno que se escuchaba en las reuniones y marchas estudiantiles.

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Otros símbolos de la revolución no parecían correr mejor suerte: bajo la transformación cultural china, y en nombre del marxismo-leninismo, Shakespeare, Beethoven, Balzac, fueron denunciados como expresiones decadentes del sueño burgués y sus obras ardieron en las hogueras de las Calles de Pekín, mientras que escritores, artistas y en general la vieja intelectualidad revolucionaria eran juzgados como revisionistas. Veinte años después −bajo la misma lógica autoritaria− más de un millar de estudiantes serían sacrifi cados en la Plaza de Tiananmen.

En México, los Juegos Olímpicos se inauguraron teñidos con la sangre de centenares de estudiantes caídos en la Plaza de Tlatelolco, cuando protestaban contra el autoritarismo gubernamental del Partido Revolucionario Institucional, en cabeza del presidente Gustavo Díaz Ordaz. El 2 de octubre de 1968 marcaría un quiebre en la política mexicana.

En mayo de 1965 los estudiantes colombianos salen a las calles a expresar su rechazo por la intervención de Estados Unidos en Santo Domingo. Pocos días después la Federación Universitaria Nacional, FUN, convoca a un paro nacional estudiantil que concluye en enfrentamientos con la policía, en el transcurso de los cuales es asesinado Jorge Enrique Useche, estudiante de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.

Ante la creciente beligerancia que adquiere la protesta estudiantil en Colombia, los gobiernos del Frente Nacional adoptan entre otras medidas la implantación del estado de sitio en todo el país y el toque de queda en algunas ciudades, el cierre y militarización de las universidades públicas, la

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prohibición de las huelgas estudiantiles, la reglamentación del calendario académico y cancelación de semestres, la expulsión de estudiantes y profesores, el arresto y el consejo verbal de guerra a dirigentes estudiantiles. Todas ellas dirigidas a desarticular la organización estudiantil e impedir su movilización.

La frustración de las esperanzas y la radicalización de los jóvenes alimentó proyectos armados, en su mayor parte malogrados, como las Brigadas Rojas en Italia, la fracción del Ejército Rojo en Ia República Federal Alemana y el Partido Pantera Negra en EEUU. En la Universidad de Ayacucho la juventud universitaria y un grupo de intelectuales dan vida a Sendero Luminoso; en México, sobrevivientes de la represión del 68 abrazarán la vía armada; en Colombia, a las organizaciones insurgentes ya existentes −FARC, ELN y EPL− se suma la emergencia del M-19 que en su primera etapa actuará como guerrilla urbana.

Al cerrarse la década de los sesenta, la izquierda atomizada y dividida encuentra en la guerra de Vietnam un elemento movilizador y aglutinador. Días después de que la prensa informara sobre la masacre cometida por soldados estadounidenses en la aldea vietnamita de My Lai, más de 250 mil personas marchan por las calles de Washington rechazando la participación de los Estados Unidos en esta guerra fraticida. Las protestas de 1970 desembocan en la matanza de estudiantes en las universidades Ken State y Jackson State, mientras que en Harvard y Columbia crece la agitación.

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Los años 70 resultan sombríos para el Cono Sur. AlIí, las dictaduras causarán un verdadero genocidio, cobrando la vida de 35.800 personas, entre estudiantes, sindicalistas, políticos, obreros, profesionales que militaban en la oposición. El Plan Cóndor borró las fronteras nacionales para eliminar a los adversarios de los regímenes militares: “En Argentina, hubo un exterminio en masa y el lanzamiento de cadáveres en cementerios clandestinos, en el Río de la Plata o en alta mar. En Brasil, la dictadura abusó del terror psicológico y de la contrapropaganda. En Chile, el general Augusto Pinochet patentó los fusilamientos colectivos, experimentó con la cremación de cuerpos en hornos de cal y fabricó el gas sarín. En el Paraguay, don Alfredo Stroessner se hizo famoso por los campos de concentración, los golpes con barras de hierro hasta la muerte y la corrupción generalizada. En el Uruguay, la táctica fue el encarcelamiento prolongado, de cinco a diez años, en diminutas mazmorras, y regulares sesiones de torturas” (Mariano, 1998). En los años ochenta, el brazo del “Plan Cóndor” llegó tardíamente a nuestro país, asesinando a centenares de militantes de la Unión Patriótica y otras organizaciones políticas y sociales de oposición (cf. Cepeda, 1986). Y una vez más los universitarios se erigieron en los principales focos de resistencia al autoritarismo.

PERSPECTIVAS ACTUALES

A estas alturas cabe, entonces, preguntarnos ¿qué balance puede hacerse de los ideales y las experiencias que han alimentado las revueltas estudiantiles a lo largo del siglo XX?

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A la concepción de universidad que esgrimiera el movimiento de Córdoba, convocando a los estudiantes a conocer la realidad de sus respectivos países con una perspectiva liberadora en lo político y en lo social, se opone una visión que pretende la homogeneización cultural y política, a través del “pensamiento único” neoliberal, la creación de técnicos y especialistas, de espaldas a los problemas que plantean Ias necesidades de un futuro humano, pero funcionales para las empresas multinacionales.

Sin embargo, a lo largo de este último siglo que ha transcurrido, las movilizaciones estudiantiles han puesto de presente que es justo rebelarse y que es posible poner fi n al autoritarismo. Así lo dejó en claro Gonzalo Bravo Pérez en su lucha contra la hegemonía conservadora y así lo demostraron Uriel Gutiérrez y los estudiantes que en esa fecha luctuosa se movilizaron contra el régimen militar del General Rojas Pinilla.

En la coyuntura actual, la reconstrucción del movimiento estudiantil pasa por la recuperación de su memoria histórica, pues ésta constituye un punto esencial en la defi nición de su identidad. Sin embargo, esta memoria no debe olvidar que, en este interregno, las clases dirigentes también han aprendido a cooptar sus mejores cuadros esencialmente de las universidades. Ya nos lo advertía Camilo Torres en su Mensaje a los estudiantes: el inconformismo del estudiante “tiende a ser emocional (por sentimentalismo o por frustración) o puramente intelectual; esto explica también el hecho de que al término de la carrera universitaria el inconformismo desaparezca, o por lo menos, se oculte, y el estudiante rebelde deje de serlo para convertirse en un profesional burgués

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que para comprar los símbolos de prestigio de la burguesía tiene que vender su conciencia a cambio de una elevada remuneración” (Torres, s.f.:289).

Sin duda, Daniel “el Rojo”, líder carismático del 68, ilustra esta parábola, que convertido en adjunto a la alcaldía de Francfort y posteriormente en diputado del Parlamento Europeo optó por un cambio de color: el verde; aunque el cambio de color de otros haya sido mucho más signifi cativo. Desde luego este no es un destino inexorable. Muchos estudiantes permanecen vivos en la memoria de las luchas populares inmunes a cualquier olvido, como lo sigue siendo Gonzalo Bravo Pérez, y como todos aquellos que persisten en esta difícil tarea de organización estudiantil, con espíritu crítico, inventando nuevas y creativas formas de acción.

Así lo han evidenciado los estudiantes colombianos que en el último cuarto del siglo XX protagonizaron “1.700 luchas, de las cuales eI 58% corrió a cargo de universitarios y estudiantes de carreras intermedias profesionales y tecnológicas, el 41.5% fue realizado por estudiantes de educación media y el porcentaje restante correspondió a protestas de escolares de primaria” (Archila, et al., 2003:169).

Cabe concluir entonces con las palabras del profesor Juan Guillermo Gómez, en su reciente prologo al libro conmemorativo del Bicentenario de la Universidad de Antioquia −bicentenario sobre el cual, valga decir, pesa una gran sombra de duda histórica−: “La universidad ha sido siempre y es obra del espíritu estudiantil, esto es, de un arraigado espíritu de rebeldía e inconformismo elevado.

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El estado de juventud tiene aquí su más defi nida expresión antropológica. La justifi cación de una universidad no descansa en sus resultados materiales o pragmáticos puestos como mercancía en exhibición; descansa en la irreprimible sed de una utopía colectiva [...] el mantener viva la llama del espíritu de una universidad contestataria es el destino de esta comunidad” (Gómez, 2003:46).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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COLOMBIA: GUERRA Y POLÍTICA AL COMIENZO DEL NUEVO SIGLO*

Como hace cien años, Colombia ha iniciado el nuevo siglo con un confl icto armado interno que lejos de resolverse pareciera profundizarse aún más. No obstante, a diferencia de la guerra que a principios del siglo XX envolvió al país y que enfrentó a conservadores y liberales excluidos del poder por años1, el confl icto que hoy vive el país ha sufrido sustanciales transformaciones que tienen que ver con las formas de desenvolvimiento de la violencia, sus móviles, sus recursos, sus estrategias, el ejercicio de la política misma y, en general, las identidades que estas acciones armadas promueven entre la ciudadanía.

En contraste con la confrontación bipolar que caracterizó la Guerra de los Mil Días, en el actual confl icto colombiano se pueden identifi car actores organizados con fi nes y estrategias

* Tomado de Wifala. Lima, No.1, 2004, p. 73-88.

1 Esta guerra civil es conocida en Ia historiografi a nacional como “la guerra de los Mil Dias” y se desenvolvió en el período 1899-1902 (cf. Sanchez y Aguilera, 2001).

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para el logro de sus objetivos, como las guerrillas, los paramilitares, los narcotrafi cantes y, junto a ellos, otros agentes que desarrollan una violencia desorganizada asociada con la violencia social, barrial, cotidiana, difusa. Esta última facilita y amplía la violencia organizada gracias a los apoyos, las facilidades y los entrecruzamientos que se dan entre una y otra. Lo cual signifi ca que en Colombia, cada vez se hace más difícil establecer fronteras claras “entre la violencia política y aquella que no lo es” (Pecaut, 1997a:3).

Estas complejidades de la realidad política y social del país han llevado a muchos estudiosos del fenómeno a negar el carácter político y social de la confrontación interna que vive el país. De tal modo que expresiones como “guerra sin política”, “degradación del confl icto”, “guerra contra la población civil” son recurrentemente utilizadas por los analistas de la situación colombiana para caracterizar el actual confl icto armado.

¿DEGRADACIÓN DE LA GUERRA?

En un libro recientemente publicado, los sociólogos Jaime Nieto y Luis Javier Robledo llaman la atención sobre este fenómeno y, tras un juicioso análisis de la relación guerra y política en el país a lo largo de los siglos XIX y XX concluyen que la actual “bandolerización y degradación de la guerra” está asociada fundamentalmente a “la vinculación de las guerrillas al negocio del narcotráfi co, asi como a la utilización sistemática y profusa de formas depredadoras y extorsivas de fi nanciamiento de la guerra, como el secuestro y la vacuna” (Nieto y Robledo, 2002:48).

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Esta tesis sobre la “degradación y descomposición del conflicto armado” viene generalmente acompañada de afi rmaciones acerca de la pérdida de legitimidad del proyecto insurgente, por la ausencia creciente de un discurso político pero, sobre todo, por los efectos de su accionar militarista sobre la población civil. Situación que se expresaría por el uso recurrente de armas no convencionales como los cilindros bomba, los ataques a la infraestructura económica del país, el asesinato selectivo y las masacres contra la población civil2.

Dichas tesis llevan la consideración, no explícita pero fundamental en la argumentación, de que en algún momento de la historia pasada, la guerra transitó por los canales de un confl icto civilizado, “no degradado”, donde los actores armados guardaban una mayor consideración por la población civil. Incluso, un estudioso de las guerras civiles del siglo XIX como Fernán González habla de los “generales-caballeros” y de los “pactos de caballeros” entre jefes regionales, para evocar así la naturaleza del confl icto decimonónico.

Hay en estas interpretaciones del conflicto una cierta idealización de las guerras civiles que, sin duda, nos ha venido de la mano a través de las evocaciones garciamarquianas sobre las contiendas civiles del siglo XIX y de los relatos del

2 Cf. en Análisis Político No. 46, del 2002, los trabajos de William Ramirez Tobón, Alvaro Camacho Guizado, Eduardo Pizarro y Gonzalo Sanchez; Posada Carbó, Eduardo. ¿Guerra Civil?. El lenguaje del confl icto en Colombia: Bogotá: Alfa-Omega, 2001; Pecaut, Daniel. Midiendo fuerzas. Bogotá: Planeta, 2003; Lair, Erick. “Colombia: una guerra contra los civiles”. Colombia Internacional. Bogotá, No. 49-50, 2001. Pecaut, Daniel. Guerra contra la sociedad. Bogotá, Espasa Hoy, 2001.

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coronel Aureliano Buendía. Sin embargo, nada más lejano de esta visión idílica de la realidad.

Describiendo el vandalismo y las depredaciones que dejaban los confl ictos armados en el siglo XIX, anota el historiador Tirado Mejía que “el paso de los ejércitos era el peor fl agelo que podía caer sobre la población: los campesinos eran reclutados; sus víveres, aves y ganados expropiados”. Frecuentemente la toma de las ciudades era seguida de saqueo por parte de los alzados en armas. “Nuestras tropas −escribe un guerrillero liberal− cometieron robos dignos de mayor vituperio, pues materialmente saquearon a la población” (Tirado, 1996:73-4). Otro tanto puede decirse de la guerra como negocio, hasta el punto que el mismo historiador identifi ca el lucro económico como una de las causas de la guerra, que al mismo tiempo permitiría explicar “porqué algunas se prolongaban cuando había elementos militares para decidirlas” (Tirado, p. 77).

Por su parte, el sociólogo Carlos Eduardo Jaramillo, en su documentada investigación sobre los guerrilleros del novecientos, la cual se ocupa de los aspectos estructurales de la Guerra de los Mil Días, se refi ere a temas como las donaciones forzosas (hoy Ilamadas “vacunas”).

Al respecto escribe: “En la aplicación de esta fórmula para conseguir recursos compitieron tanto liberales como conservadores, y fue la fuente más importante de ingresos para la guerrilla. La justifi cación de ambos contendientes a tal expoliación disfrazada se basó en el argumento de que sobre el enemigo deberia hacerse recaer la responsabilidad del mantenimiento de la guerra. Con base en esta argumentación

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se emplearon mecanismos como la expropiación de bienes –que cubría desde dinero, cosechas, bestias, aperos y ganados, hasta ropa y utensilios de cocina–, la toma de rehenes y el establecimiento de medidas impositivas. Cuando la guerrilla tomaba un prisionero o retenía personas, ya fueran civiles u ofi ciales gobiernistas, solo existían dos fórmulas para recuperar la libertad: se pagaba en dinero o en especie, o se hacía una promesa bajo palabra de caballero. La primera producía rendimientos económicos, en tanto que la segunda apuntaba a generar efectos políticos y militares. La correspondiente al pago era sencilla: se pagaba por la libertad cuando el conservador no era muy conocido o no tenía cuentas pendientes con ninguno de los miembros de la guerrilla; o se pagaba por conservar la vida cuando sucedía lo contrario. La práctica de esta última modalidad llevó a extremos como tener que pagar por una muerte piadosa, en los casos en que la víctima tenía que comprar la bala con que se le dispararía, para evitar una muerte gratuita con puñales o machetes” (Jaramillo, 1991:133).

Frente a estas evidencias podría argumentarse que las normas jurídicas para regularizar los conflictos internos es una construcción, que se materializa en la segunda mitad del siglo XX. No obstante, si nos referimos al confl icto de los años cincuenta pueden tomarse los testimonios de excombatientes como los de Franco Isaza, quien señala las sangrientas acciones contra los conservadores que realizaban líderes de la insurrección armada liberal como Eliseo Velasquez3.

3 “Ese Velasquez, que encarnó en un momento de reacción popular, y bajo cuyo nombre se hicieron los primeros, dolorosos y dramáticos intentos de lucha, era un patán. La otra cara de Ia medalla liberal; por una entrega, prudencia,

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De igual modo, para los años sesenta contamos con las vivencias de Arenas (1975), quien coloca al desnudo las actuaciones de Fabio Vásquez Castaño, uno de los líderes y fundadores del Ejército de Liberación Nacional, ELN. Incluso, cabe citar testimonios más actuales como los de Villarraga y Plazas (1995) en relación con el Ejército Popular de Liberación, EPL.

Lo anterior no signifi ca afi rmar que en el escenario reciente de la violencia y la confrontación armada en Colombia no se hayan operado importantes transformaciones, que requieren la refIexión de los investigadores sociales. En relación con estos cambios, se hace necesario refl exionar sobre la importancia de caracterizar el confl icto colombiano más allá de las simples evidencias y enriquecer el análisis con otras variables que coloquen de presente no sólo los efectos de un confl icto que se ha prolongado en el tiempo, sino también los cambios en el contexto internacional, que han llevado a la deslegitimación de la lucha armada y la califi cación de “terrorismo” a formas legítimas de protesta.

El entramado de violencias que se conjugan y refuerzan en el país plantea situaciones en los que la violencia tiene un papel preponderante por su capacidad de desestructuración y generación de desorden al interior de la institucionalidad

legalismo; por otra, venganza, muerte y saqueo. En el subconsciente de cada liberal había nacido un Eliseo Velásquez que no quería saber de razones, cálculos, ni de nada, como no fuera gritar, maldecir, destruir y matar. A medida que la violencia y los métodos fríos y despiadados de los chulavitas crecían en intensidad, la consigna de Velásquez no era sino muerte y reacción”. Cf. Eduardo Franco Isaza. Las guerrillas del Llano. Caracas: Universo, 1955, p. 37.

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del país. Esta diversidad de violencias no permite delimitar claramente sus fronteras, haciendo de la realidad política y social del país un complejo escenario de contradicciones y situaciones de hecho, ciertamente desestabilizadoras del orden social.

La violencia en el país no tiene un solo centro, un solo lugar, un solo componente o un solo actor, pues, con recuencia copa diversos escenarios de la realidad tanto rural como urbana, trátese de la violencia politica, de la violeria barrial −desarrollada por milicias o por bandas delincuencuenciales o por grupos de justicia privada o paramilitares− o, también, las violencias de orden “difuso”, delincuencial o desorganizada que toma cuerpo de manera peligrosa e insinúa altos índices de criminalidad delincuencial.

Esa complementariedad y reforzamiento constante del orden y la violencia, la guerra y la politica, se explican en la realidad colombiana por la fragilidad y la precariedad visible y permanente del Estado y su incapacidad de ser una instancia de orden, de justicia y regulación institucional de los confl ictos y las difi cultades propias del sistema social. La falta de presencia del Estado en muchas regiones del país –aunado a la corrupción, la presencia del narcotráfi co, la connivencia de la fuerza pública con el paramilitarismo, y el apoyo de actores sociales, políticos y económicos al accionar contrainsurgente– constituye un factor de desinstitucionalización que favorece la agudización del confl icto armado.

La generalización de violencia en Colombia ha signifi cado su “cotidianización”, en el sentido de ser un instrumento que se

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utiliza por diversos sectores de la sociedad para imponer sus intereses y sus objetivos. Esta generalización y cotidianización de la violencia lleva a su ‘banalización’, por cuanto en el imaginario político colombiano “la violencia ha terminado por ser algo trivial, como si hubiera existido siempre en la historia nuestra, haciendo que los fenómenos de violencia aparezcan como connaturales y necesarios, desconociendo las especifi cidades y particularidades que ofrecen hoy las distintas violencias y sus manifestaciones y, sobre todo, impidiendo que amplios sectores sociales tomen conciencia del riesgo que implica su generalización, por su capacidad disolvente del orden social” (Pecaut, 1997b).

A esta “banalización” contribuyen los medios de comunicación, las élites políticas y económicas, las propias instituciones del Estado quienes desestiman y pretenden minimizar la dimension del confl icto político armado en Colombia. Sin embargo, el avance de la guerra y de las violencias continúa en una suerte de fase de “aceleración” en el que el confl icto tiende a agudizarse y a extenderse mucho más.

La cotidianización de la confl ictividad violenta en el país, y las interacciones y lógicas estratégicas que los actores utilizan para ganar espacio dentro de la confrontación de ningún modo signifi can que el confl icto haya perdido su carácter eminentemente politico. Particularmente, en el caso de las guerrillas, éstas continúan teniendo una fi nalidad y una esencia política4, en tanto se reconoce que la estrategia de este despliegue de fuerza corresponde a una lucha por el poder, y

4 Cf. Pecaut, Daniel. Prólogo a Rangel, AIfredo. Guerra insurgente. Bogotá.

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en cuya búsqueda ha logrado de tiempo atrás construir una importante base social, particularmente en el campo.

EL PÉNDULO DE LA PAZ Y LA GUERRA

Desde el gobierno de Andrés Pastrana −1998-2002−, se dibujó un escenario importante en relación a la posibilidad de diálogo y negociación del confl icto político armado con las guerrillas, y durante más de tres años constituyó la gran esperanza nacional para encontrar una salida negociada al confl icto armado en el país5. Sin embargo, estas posibilidades se dilapidaron en función de los intereses de la guerra, porque fi nalmente fue la militarización de la política en la dinámica de la confrontación armada la que terminó predominando y direccionando el curso de los acontecimientos y de la propia acción de las actores.

Por un lado, fue evidente una actitud poco clara del gobierno en relación con una agenda de negociación y el establecimiento de unas reglas de juego que crearan las condiciones para llegar a acuerdos concretos que pudieran materializarse en cambios efectivos que favorecieran a amplias sectores de la población colombiana. Por otro lado, el proceso contó con la resistencia

5 El 14 de octubre de 1998 el recién posesionado presidente de Ia República Andrés Pastrana ordenó la desmilitarización de los municipios de La Uribe, Mesetas, Macarena, Vista Hermosa y San Vicente del Caguán con el fi n de facilitar los diálogos entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, dando inicio a una nueva etapa en los procesos de diálogo y negociación en el país que se le prolongó hasta el 20 de tebrero del 2002, cuando tras un período de crisis el presidente Pastrana dio por terminado el proceso.

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de sectores de la clase dirigente que hicieron todo la posible para bloquear el proceso, a lo que contribuyó, sin lugar a dudas, la actitud de los medios de comunicación ocupados en distorsionar y agrandar las difi cultades que se presentaban en la dinámica del proceso6, todo ello basado en la incapacidad del gobierno para articular los intereses nacionales con los internacionales y materializar los compromisos que en lo político y en lo social implicaba una negociación con las guerrillas.

De agosto de 1998 a febrero del 2002 el país tuvo una gran oportunidad histórica de encontrar caminos que condujesen a una salida política de la confrontación armada7. Sin embargo, su fracaso generó una nueva frustración para el pueblo colombiano y, una vez más, los militarismos triunfaron y la guerra se colocó en primer lugar impidiendo

6 Para una crítica a la zona de despeje Cfr. Pizarro Leongómez, Eduardo, “Los microcosmos del autoritarismo”, El Espectador, Bogotá, agosto 7 de 1999; ÁIvaro Valencia Tovar, “Realidad de la zona de despeje”, El Tiempo, Bogotá: 30 de julio de 1999. Una visión contrastante con estos dos autores puede leerse en Miguel Ángel Beltrán, “La zona de despeje: un laboratorio para la paz en un país de guerra”, Revista de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales. Popayán, No. 3, 1999-2000. Para una visión de conjunto sobre el proceso cf. Edgar Téllez, Óscar Montes y Jorge Lesmes. Diario íntimo de un Fracaso. Historia no contada del proceso de paz con las FARC. Bogotá: Planeta, 2002.

7 Sectores de la sociedad civil tuvieron oportunidad de debatir, presentar y confrontar diversas tesis sobre los diferentes problemas de la vida nacional. Lo que signifi có, sin lugar a dudas, la posibilidad de que la sociedad civil pensara con realismo los aspectos más neurálgicos de nuestra confl ictiva y traumática realidad, pero también signifi có que el país pudiera politizarse por un momento por la oportunidad que se le brindó a Ia política –aún en medio de la guerra– (cf. Nieto y Robledo, 2002:105).

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que la política dirimiera y se impusiera sobre la fuerza de las armas8.

Esta nueva realidad permite vislumbrar un panorama nacional bastante complejo, pues los actores de la guerra profundizan y escalonan el confl icto, sin percibirse siquiera si esa dinámica puede extenderse o ahondarse cada vez más. Aunado a ello, la presencia del paramilitarismo le da fuerza a los sectores militaristas y a los propios sectores de la fuerza pública que lo asumen como un aliado incondicional con el que se hacen cálculos optimistas para defi nir favorablemente Ia guerra.

UN NUEVO ESCENARIO

Este nuevo escenario que a partir de agosto del 2002 se dibuja en la realidad nacional corresponde a la llegada a la presidencia de Álvaro Uribe Vélez y con él un proyecto politico basado fundamentalmente en la idea de la seguridad por la vía de la militarización de la politica9 a través de la

8 Nieto y Robledo, 2002:106-7. A este proceso se deben sumar otras coyunturas en las cuales se ensayaron salidas negociadas al cofl icto politico-armado en el país: vgr. gr. Belisario Betancur –1982-1986–; Virgilio Barco –1986-1990–; cesar Gaviria –1990-1994–. Menos clara fue la situación bajo el gobierno del presidente Ernesto Samper –1994-1998–, dado que su pérdida de legitimidad por sus señalamientos en cuanto a la infi ltración de dineros del narcotráfi co en su campaña generaron una situación de permanente ingobernabilidad. Sobre estos procesos de paz existe una amplia bibliografía en la que cabe destacar: Mauricio Garcia Durán. De La Uribe a Tlaxcala. Procesos de paz. Bogotá: CINEP, 1992, así como, Nieto y Robledo, 2002.

9 Un análisis de la política de “seguridad democrática” del presidente Uribe Vélez puede leerse en Daniel Pecaut: “Daniel Pecaut comenta los resultados de Ia

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intención de derrota de las guerrillas, basado en un proyecto de reinserción de combatientes a cambio de su “reincorporación a la civilidad”. Un modelo que está atravesado por la convicción de los sectores de la fuerza pública y del alto gobierno de que es posible ganar la guerra y derrotar militarmente a las guerrillas.

Este nuevo ciclo de la historia colombiana se perfi la como un ciclo en donde la militarización ascendente de la política conduce, cada vez más, a una militarización de la sociedad y a una continua aplicación de modelos de gestión de la gobernabilidad por la vía del autoritarismo.

Por un lado, su política de “seguridad democrática”10 no ha resultado ser otra cosa que una estrategia militar de guerra que combina la doctrina de la guerra de baja intensidad en lo social con la guerra convencional y la utilización de equipos militares sofi sticados, “basados en el uso de pequeñas

política de ‘seguridad democrática’”, Lecturas Dominicales. El Tiempo. Bogotá: agosto 1 de 2003; y Álvaro Guzmán. “Política de seguridad democrática”, El País. Cali: agosto 6 de 2003.

10 La política de “seguridad democrática” contempla los siguientes aspectos: 1) unos principios, 2) los intereses nacionales, 3) las amenazas, 4) los objetivos estratégicos, 5) los instrumentos y 6) el plan de seguridad que concreta la esencia de sus propósitos: tres billones de presupuesto adicional para la guerra con el impuesto del 1,2% sobre el patrimonio, la red de un millón de cooperantes encargada del espionaje a los ciudadanos, las Zonas de Rehabilitación, las cuatro nuevas brigadas móviles, los batallones de alta montaña, los soldados campesinos, los doce grupos de anti-terrorismo urbano y los sofi sticados equipos militares como los localizadores y rastreadores satelitales (Cf. http://www.vialterna.com.co/pdefensa.htm.)

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unidades autónomas, previstas de gran poder de fuego, un buen entrenamiento e información en tiempo real, lo que representa un cambio radical frente a las concepciones militares basadas en despliegues masivos de capacidad artillera, armamento blindado, grandes concentraciones de tropas y organización del ejército en cuerpos, divisiones, brigadas y batallones de gran envergadura como los de montaña, francamente inútiles” (Castells, 2001:184).

Las consecuencias de esta política ha sido un exagerado incremento en el gasto militar, ahondando la crisis fi scal del país y el fenómeno de la corrupción que se da al interior de las FFAA; un fracaso del gobierno en su intento por recuperar aquellas zonas llamadas de “rehabilitación” y donde la guerrilla ha tenido una gran infl uencia, agudizando aún más el confl icto armado (v.gr. Arauca y Bolívar); una sistemática violación a los derechos humanos, de centenares de personas que han sido judicializadas como cómplices o auxiliadoras de la guerrilla, sin que se respeten las más mínimas garantías procesales y de presunción de inocencia.

De este modo, el gobierno de Álvaro Uribe ha abierto las puertas no para que el confl icto se resuelva sino para que el confl icto se profundice y se degrade cada vez más, sin ofrecer verdaderos escenarios de diálogo que permitan una eventual salida negociada al ejercicio de la guerra; pero aunado a ello, el modelo uribista ha desencadenado una suerte de derechización del imaginario político de muchos colombianos que encuentran viable y –lo que es aún peor, legítimo– la utilización del paraestado, es decir de los paramilitares, para resolver los problemas de violencia y confl icto que agobian

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hace más de cuarenta años a la sociedad colombiana. El modelo que ofrece hoy el Estado colombiano para salir del confl icto es el de una paz basada en la rendición incondicional de los actores armados, en tanto las guerrillas ofrecen una perspectiva de diálogo basada en el reconocimiento de su estatus político y de su control de amplias zonas del territorio nacional.

En cuanto al actor paramilitar, el gobierno promueve una desmovilización y reinserción de sus estructuras militares a la vida civil, sin que quede clara cuál será la suerte de esos combatientes que se van a desmovilizar y si –como lo señalan algunos analistas– se trata de una artimaña del gobierno y de sectores de la fuerza pública para legalizar a estos combatientes en actividades de inteligencia en los cascos urbanos, con el fi n de ejercer control sobre la guerrilla, o con la intención de vincularlos a la fuerza de seguridad. Tampoco queda claro qué va a pasar con sectores disidentes de las Autodefensas Unidas de Colombia que no están dispuestas a negociar su desmovilización con el gobierno nacional11.

Lo que hace pensar, como lo han puesto de presente algunas organizaciones políticas y de defensa de los derechos humanos

11 De acuerdo con el proyecto de “ley de alternatividad penal” con el cual se pretende dar viabilidad a la desmovilización de los grupos de autodefensas, para acceder al benefi cio de suspension condicional de la pena se exige “cese de hostilidades del grupo armado, a menos que se trate de entrega individual; dejación de las armas; compromiso expreso de no regresar a las fi las; cumplimiento de una pena alternativa a la prisión; realización de actos de reparación a las víctimas; y el compromiso de no cometer en adelante delito doloso”. (Cf. Luis carlos Restrepo. “Ley de alternatividad penal”. El Espectador. Bogotá, septiembre 7 de 2003.)

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“que en las zonas de presencia de la guerrilla se continuarán realizando operativos de ‘limpieza social’ y de guerra sucia contra los movimientos sociales”12.

Reforzando este panorama de confl ictividad y de violencias difusas, como ya lo hemos señalado, está la permanente invocación que el gobierno nacional y grupos de poder hacen para que intervenga en nuestro confl icto interno el gobierno de los Estados Unidos. Hecho que ha ido cobrando cada vez más fuerza por las ayudas militares en hombres, equipos y recursos económicos que el gobierno de este país provee a la fuerza pública en Colombia13.

El riesgo de esta intromisión en los asuntos internos −avalada por el gobierno nacional− es la posibilidad de extensión del conflicto a otras regiones de America Latina y la internacionalización del confl icto, que encuentra su puntal en los esfuerzos de la diplomacia colombiana entre naciones y

12 “Carta abierta a la opinion pública nacional e internacional. No a la legalización del paramilitarismo”, septiembre 1 de 2003. Versión electrónica.

13 En los últimos tres años Colombia ha recibido US$ tres mil millones de ayuda norteamericana. Bajo la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, las relaciones se han estrechado aún más, dos meses antes de su posesión, y ya como presidente electo Uribe Vélez se reunió en Washington con el secretario de Estado de los EEUU, Cohn Powell; más recientemente, el 19 de agosto (2003), el secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, llegó a Bogotá para una visita ofi cial de ocho horas, con el claro objetivo de respaldar la política de “seguridad democrática” del presidente Uribe. Junto con Rumsfeld ya son varios los funcionarios de alto rango de los Estados Unidos que han visitado Colombia en este año [2004]. Anteriormente lo hicieron el jefe antidrogas, el representante comercial y el jefe del estado mayor conjunto de las fuerzas armadas de los Estados Unidos.

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organismos internacionales (Comunidad Económica Europea, ONU) para buscar apoyo a la política que se está desarrollando en Colombia. Sin duda, esto puede poner en riesgo la seguridad y estabilidad de algunos países vecinos, pues es previsible que los intereses del gobierno de Washington consistan en aprovechar el confl icto interno colombiano para establecer una política de desestabilización a gobiernos vecinos que como en el caso de presidente de Venezuela, Hugo Chavez, se convierte en una amenaza para los intereses norteamericanos. En estas condiciones es previsible, a corto y mediano plazo, que la solución del confl icto se aleje, todavia más, de las vías políticas para entrar en un proceso de agudización y expansión, por los nuevos ingredientes que pueda aportar la creciente intervención de los Estados Unidos14.

La derrota en las urnas del referendo, así como el nuevo mapa electoral que dejan los pasados comicios para la elección de alcaldes, concejales y gobernadores, golpea duramente la euforia triunfalista del presidente, y de la cual venían haciendo eco los medios de comunicación. Pese que a que el referendo se desenvolvió en medio de un tremendo despliegue publicitario por parte del gobierno, la intervención abierta del presidente en el debate politico público, la expedición de decretos a última hora otorgando benefi cios electorales para los que votaran, sin dejar de lado las amenazas de los grupos paramilitares y la detención masiva de opositores sindicados de ser auxiliares de la guerrilla, después de un prolongado

14 Las metas del llamado “Plan Colombia”, aprobado bajo la administración Pastrana (1996-2000) y su iniciativa andina busca erradicar el 50% de los cultivos ilícitos en seis años; esto es más de 600.000 hectáreas. El 90% de estos cultivos se encuentran en el Amazonas.

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silencio el presidente se ha visto abocado a asumir su derrota, y a trazar un “plan B” buscando la superación de la crisis fi scal a través de mayores impuestos y, dándole a su discurso un tímido viraje hacia lo social.

Por otra parte, la victoria de Luis Eduardo Garzón como alcalde mayor de Bogotá, de Angelino Garzón como gobernador del Valle, de Apolinar Salcedo en Cali y de otros candidatos que contaron con el apoyo electoral del Polo Democrático Independiente es ciertamente un hecho novedoso. Pero, si bien para muchos analistas nacionales e internacionales el naciente Polo Democrático lndependiente (PDI) se perfi la como una alternativa de oposición a Uribe, no hay que olvidar que se trata de una fuerza con una composición bastante heterogénea, que incluye sectores independientes y de izquierda, también cuenta en su interior con un signifi cativo peso de los sectores políticos de los partidos tradicionales.

Contamos ya con experiencias como México y Brasil donde las autoridades locales y nacionales conviven, sin mayores problemas, con fuerzas políticas contradictoras. Dependiendo de cómo trabaje y qué resultados muestre, el nuevo alcalde de Bogotá podría abrir las puertas para verdaderos cambios democráticos en las costumbres políticas del país.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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MÉXICO: REVOLUCIÓN, HEGEMONÍA PARTIDISTA Y ¿TRANSICIÓN

DEMOCRÁTICA?*

El pasado primero de diciembre de 2006 rindió juramento como presidente constitucional de México, Felipe Calderón Hinojosa. La ceremonia de posesión del primer mandatario –que escasamente tuvo una duración de cinco minutos– estuvo acompañada de un clima de alta tensión política, en el que se vieron enfrentados, por un lado los Diputados del Partido de Acción Nacional (PAN) –con el apoyo del Partido Revolucionario Institucional (PRI)– y, por otro, los legisladores de la coalición “por el bien de todos”. En un país, en donde la fi gura presidencial ha sido por décadas el centro político indiscutible del sistema, resultaba irónico que, ante la clausura de las puertas principales de acceso al salón por parte de la oposición, el nuevo presidente tuviera que ingresar al recinto por la puerta de atrás, en medio de grandes silbatinas y rechifl as.

* Tomado de ¿Hacia dónde va América Latina? Bogotá, Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 2007, pp. 115-153.

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Mientras en el Palacio Legislativo de San Lázaro transcurría esta apresurada ceremonia –inédita en los anales históricos de México– ese mismo día, en la Plaza de la Constitución (conocida popularmente como el “Zócalo capitalino”), miles de manifestantes, presididos por el exjefe de Gobierno del Distrito Federal Andrés Manuel López Obrador y los líderes del llamado Frente Amplio Progresista y la Convención Nacional Democrática, se expresaban pacíficamente en contra del fraude electoral y hacían evidente su rechazo a lo que consideraban “la imposición de un presidente espurio”.

Estos dos escenarios que acabamos de reseñar colocan de presente la crisis institucional que actualmente vive México, un país con una extensión de 22.000 kilómetros cuadrados, más de 100 millones de habitantes, donde el 90 por ciento de la población gana menos de cuatro salarios mínimos mientras que diez mexicanos están incluidos en la reciente lista de multimillonarios elaborada por la revista Forbes (2006). Entre ellos, cabe destacar a Carlos Slim, empresario de las telecomunicaciones, quien ocupa el tercer lugar entre la lista de los hombres más ricos del mundo, con una fortuna estimada en 30 mil millones de dólares y una ganancia de 17 millones de dólares diarios1.

1 La Jornada. México, marzo 10 de 2006. En México el “10 por ciento de los mexicanos más pobres apenas tienen el cuatro por ciento de la riqueza del país; mientras que el 10 por ciento más rico del país concentra 40 por ciento de los ingresos” Cfr. derechoshumanos.org.mx “Balance de la política social durante el sexenio de Vicente Fox: programa Oportunidades”, 18 de agosto del 2006. Tema: Noticias. Investigadoras: Ana Luisa Nerio y Salomé Almaraz. Con la colaboración de Angélica Gay Arellano.

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MÉXICO: CRISIS DE GOBERNALIDAD Y DUALIDAD DE PODERES

No resulta exagerado afirmar que México vive, en este momento, uno de los escenarios más críticos por los que ha atravesado el país en los últimos tres cuartos de siglo de su historia. Esta afi rmación se refrenda por la existencia de dos presidentes que reclaman su triunfo en los pasados comicios electorales del dos de julio de 2006: por un lado, Felipe Calderón, reconocido como presidente constitucional por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), máximo organismo electoral del país, y, por otro lado, Andrés Manuel López Obrador, quien ha sido proclamado “presidente legítimo” por una Convención Nacional Democrática (CND), reunida el 16 de septiembre del año pasado.

Según los cómputos ofi ciales –que terminaron por prevalecer– el triunfador de los comicios electorales del 2 de julio fue el candidato del Partido Acción Nacional (en ese momento en el poder), y a quien se le reconoció el triunfo con 15 millones 284 votos (35.89%), frente a 14 millones 756 mil 350 (35.31%) de su opositor Andrés Manuel López Obrador, candidato de movimiento “Por el Bien de Todos”, una coalición constituida por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido de los Trabajadores (PT) y Convergencia2.

2 En tanto, el aspirante de la Alianza por México, Roberto Madrazo, alcanzó 9 millones 301 mil 441 votos, 22.26 por ciento del total; Alternativa Socialdemócrata y Campesina obtuvo el registro como partido político y su candidata, Patricia Mercado, alcanzó un millón 128 mil 850 sufragios, 2.7 por ciento, por arriba del 2 por ciento requerido por ley. Por su parte, Roberto Campa, de Nueva Alianza, registró 401 mil 804 votos, que equivalen a 0.96 por ciento. (La Jornada. México, julio 7 de 2006).

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Estos resultados electorales fueron impugnados ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJD) por Andrés Manuel López Obrador, quien presentó como pruebas: la injerencia del presidente Vicente Fox en benefi cio de su partido, la identifi cación de urnas que fueron rellenadas con votos a favor del candidato del PAN, la sustracción de votos favorables a López Obrador y casillas que fueron contabilizadas dos veces. Y aunque el máximo organismo electoral reconoció algunas irregularidades en los comicios, concluyó que no existían pruebas fehacientes de que la elección y su proceso hubiesen sido ilegales.

Las evidentes irregularidades que rodearon la jornada electoral del 2 de julio desencadenaron en México un gran clamor popular, por lo que miles de mexicanos salieron a las calles del Distrito Federal a expresar su indignación y protesta en rechazo de lo que consideraban un abierto y descarado fraude electoral. La protesta, que rápidamente fue en ascenso, cristalizó en la convocatoria a una Convención Nacional Democrática, en la que participó más de un millón de delegados de todos los estados de la República y que el pasado 20 de noviembre posesionó a Manuel López Obrador como “presidente legítimo de México”.

No es la primera vez que en México se presenta lo que algunos analistas denominan una “elección de Estado”, esto es, que el partido que está en el gobierno impone de manera fraudulenta su candidato. En 1988 sucedió algo similar cuando el entonces aspirante a la presidencia por el PRD, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, denunció “el robo de las elecciones” a favor del candidato del PRI, Carlos Salinas de

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Gortari. Sin embargo, la situación no es igual por cuanto en estas casi dos décadas transcurridas el pueblo mexicano ha vivido importantes procesos de toma de conciencia política, y si en 1988 en el imaginario social era impensable la derrota del partido ofi cial, hoy muchos tienen la convicción de que en México es deseable y posible la instauración de un gobierno, respaldado por un programa verdaderamente popular.

Pero la crisis política de México no se agota aquí. Desde hace ya varios meses en la ciudad de Oaxaca ha tomado fuerza un movimiento popular, de grandes dimensiones, que replica en el orden local la situación de doble poder que vive el país y cuya consigna central es la remoción del gobernador del Partido Revolucionario Institucional Ulises Ruiz, cuyo triunfo electoral fue ampliamente cuestionado en 2005 y cuyo mandato se ha caracterizado por la corrupción y la represión a las protestas sociales.

El movimiento de Oaxaca se desencadena cuando, a mediados de junio del 2006, el gobernador Priísta Ulises Ruiz ordena el desalojo violento de un grupo de maestros que permanecían concentrados en el centro de la ciudad; la acción policial que dejó decenas de heridos, algunos de ellos de gravedad, provocó la reacción de la comunidad que pocos días después marchó por las calles de la ciudad, exigiendo la renuncia del mandatario local. La movilización popular en Oaxaca cobró fuerza con la conformación de la llamada Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), convertida en un mecanismo de coordinación del movimiento, al que se sumaron organizaciones sindicales, estudiantiles, asociaciones de padres de familia y, particularmente, organizaciones indígenas.

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Desde entonces, la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) se ha convertido en un importante movimiento popular, con una dinámica propia y con una amplia base que combina elementos de resistencia urbana, sindical y ejidal y que con sus acciones como el bloqueo de calles, el cierre del comercio, la toma de edifi cios públicos e incluso del mismo palacio municipal –sin desestimar acciones de desobediencia civil– ha cuestionado los poderes del Estado, transformándose en una verdadera alternativa de gobierno local, ejerciendo funciones propias de los tres poderes y rebasando con creces los objetivos iniciales de la protesta.

Por sus características asamblearias de dirección colectiva, sus prácticas autogestionarias, la pluralidad de actores sociales que aglutina, así como su funcionamiento democrático y horizontal en la toma de decisiones, la APPO se inscribe en esta nueva generación de movimientos sociales que han hecho irrupción en América Latina en las últimas décadas como el “Movimiento Sin Tierra” en el Brasil, los “Piqueteros” en Argentina, los movimientos indígenas en Ecuador y Bolivia, sin olvidar, claro está, el mismo movimiento neozapatista en México3.

3 No compartimos la denominación de “nuevos” movimientos sociales, pues si bien en estos movimientos participan actores tradicionalmente marginados, con una mínima o nula experiencia de lucha anterior, cuentan en su saber con un amplio acumulado de resistencias sociales que se han venido gestando por décadas. Esta afi rmación es particularmente válida para el caso de Oaxaca que siendo uno de los estados con mayores indicadores de pobreza del país, ha sido cuna de importantes expresiones de lucha social, cabe destacar aquí la actividad desarrollada por la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE).

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La respuesta a la insurgencia popular en Oaxaca –tanto en las postrimerías del gobierno de Vicente Fox como en los primeros meses del presidente Calderón– ha sido la violencia. De acuerdo con el Informe de la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos, presentado el 27 de enero del 2007, “Las acciones represivas se han ejercido de forma indiscriminada contra la población civil: hombres, mujeres, niños y ancianos, utilizando gases lacrimógenos, gas pimienta, agua con químicos, armas de medio y alto calibre, vehículos y helicópteros militares. En ellas han participado cuerpos policiales federales, estatales, municipales y grupos de elite, incluso con intervención de efectivos militares en tareas logísticas y de coordinación. Grupos de personas no uniformadas con armas de alto calibre han practicado secuestros, detenciones ilegales, cateos y disparos, en algunos casos utilizando vehículos policiales y con la participación de funcionarios públicos”4. Dicho informe registraba para la fecha un saldo de 23 muertos plenamente identifi cados.

Pero el tratamiento represivo dado a la movilización popular en Oaxaca no constituye un caso aislado. En los hechos de Salvador de Atenco, el 4 de mayo de 2006, centenares de personas fueron detenidas y golpeadas en un operativo policial desarrollado como respuesta a una movilización liderada por la organización campesina “Frente de los Pueblos en

4 “Conclusiones y Recomendaciones Preliminares sobre el Conflicto Social de Oaxaca de La Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos (CCIODH)”. Ciudad de México, enero 20 de 2007. Este documento puede ser consultado en la página de Internet: http://cciodh.pangea.org/quinta/070120_inf_conclusiones_ recomendaciones_ cas.shtml.

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Defensa de la Tierra”. Posteriormente pudo corroborarse que en la acción militar varias de las mujeres detenidas fueron violadas por integrantes de la Policía Federal Preventiva, en un caso que despertó la solidaridad nacional e internacional de personalidades y organismos defensores de los Derechos Humanos.

Al cuadro anterior se suma el funesto balance que puede hacerse para México del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), luego de doce años de aplicación; entre otros efectos puede señalarse: el aumento de las tasas de desempleo, la disminución de los niveles salariales, la violación sistemática al derecho de organización sindical, la quiebra de pequeñas y medianas industrias e incremento de las maquilas, el ahondamiento de la brecha entre ricos y pobres, la crisis de producción en el campo, que ha llevado a México a importar más de un de un quinto del maíz y un tercio del trigo que se consume en el país. Esto sin contar el deterioro que ha sufrido el medio ambiente, debido a la falta de regulación del uso sustancias tóxicas por parte de las multinacionales en territorio mexicano (cf. Arroyo, 2002).

El presente ensayo busca, a partir de una perspectiva de mediana y larga duración identificar algunas claves fundamentales que aporten elementos para la comprensión de la actual crisis que vive México hoy. Para ello he dividido esta presentación en cuatro grandes apartados: en el primero de ellos, destacaré el carácter geoestratégico de México, defi nido principalmente por su proximidad a los EEUU y su gran riqueza biótica; en un segundo acápite señalaré las particularidades específi cas del proceso histórico mexicano,

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particularmente en lo relacionado con su revolución de 1910; en un tercer momento abordaré la naturaleza del sistema político mexicano y sus más recientes cambios, para fi nalizar con una refl exión sobre las fuerzas de oposición.

EL CARÁCTER GEOESTRATÉGICO DE MÉXICO

México constituye una pieza clave para la política económica y de seguridad de los Estados Unidos, tanto por la amplia frontera compartida por los dos países (la cual se extiende desde el golfo de México hasta el Océano Pacífi co, con una longitud de más de 3.100kms) como por la gran riqueza y diversidad biótica que caracteriza a este país y que lo ha convertido en zona de interés de numerosos organismos internacionales como el Banco Mundial y de organizaciones no gubernamentales.

1. El problema fronterizo

Nada más cierta que aquella frase atribuida al presidente Porfi rio Díaz: “Pobre México tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Esta proximidad, sin duda ha tenido múltiples consecuencias nocivas para México: para empezar, en 1848 Estados Unidos le cercenó más de la mitad del territorio, esto es 2’400.000km2, que incluye los territorios de Texas, Nuevo México y Nueva California, a cambio recibió una “indemnización” de 15 millones de dólares. Años más tarde, el presidente Porfi rio Díaz en su esfuerzo por detener lo que llegó a considerar como una invasión de capitalistas norteamericanos, volvió su mirada hacia las potencias

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europeas, invitándolas a invertir en su país, desafi ando con ello la hegemonía norteamericana. La creciente presencia de inversionistas europeos en tierras mexicanas, a la postre desataría un gran malestar en los gobernantes estadounidenses, que los llevaría a retirar el apoyo al dictador mexicano (cf. Katz, 1982). Otro capítulo importante en las relaciones bilaterales EU-México lo constituyó la ley de expropiación de los bienes de las compañías petroleras conocida como ‘ley de nacionalización del petróleo’ (18 marzo de 1938) bajo el gobierno de Lázaro Cárdenas que desencadenó airadas protestas por parte de las compañías petroleras norteamericanas.

La estabilidad política y el crecimiento económico que alcanzó México, luego de la institucionalización de la revolución mexicana, disminuyó el interés de Estados Unidos por este país. Sin embargo, a partir de los años ochentas del siglo pasado, con la crisis de la deuda externa, la expansión del fenómeno del narcotráfi co, la creciente inestabilidad política y los levantamientos armados en Chiapas y otras regiones del país, México ha estado nuevamente en el centro del debate de los Estados Unidos. Parte de este interés, es la preocupación de EU por mantener un control económico, político y militar en la frontera entre ambas naciones, bajo el pretexto de detener la inmigración de indocumentados, el narcotráfi co y el terrorismo5.

5 El volumen y extensión del fenómeno migratorio, así como su diversidad y complejidad han convertido la cuestión migratoria en uno de los temas más controvertidos y de gran tensión en la relación bilateral.

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De acuerdo con cifras proporcionadas por investigadores de la Secretaría de Gobierno y el Consejo Nacional de Población (Conapo), en los Estados Unidos residen cerca de doce millones de mexicanos. Lo que equivale a 29% del total de inmigrantes de EU y el 3.5% con respecto a la población total de la Unión Americana y el 9% en relación con la población residente en territorio mexicano (Durán, 2006:13). A esto se suma el fl ujo permanente de migrantes. Así, cerca de 800 mil indocumentados mexicanos ingresan cada año a Estados Unidos, de los cuales alrededor de 500 mil logran permanecer allá6. Sólo uno de cada cinco migrantes de origen mexicano tiene la ciudadanía estadounidense (21%). La condición de indocumentados de miles de migrantes mexicanos coloca a éstos en una situación de suma vulnerabilidad, en lo que se refi ere a la cobertura de servicios de salud, educación, condiciones laborales, etc.

La política seguida por los Estados Unidos para dar salida a esta problemática ha sido la del reforzamiento de los controles sobre las fronteras y las deportaciones masivas de indocumentados y, como si esto fuera poco, la construcción de un muro en parte de la frontera. En los años 90 fue a través de la “Operación Guardián” (con un costo de mil millones de dólares) que Estados Unidos puso en marcha el sellamiento de su frontera con México para impedir –sin mucho éxito– el paso de indocumentados. Después del ataque del 11 de

6 Si se incorporan en la contabilidad a los estadounidenses de origen mexicano (alrededor de 15 millones), es posible afi rmar que en la vecina nación del norte se encuentran establecidos casi 24 millones de personas (nacidas en México o en los Estados Unidos), que cuentan con estrechos vínculos consanguíneos con México (poco más del 8% de la población total de los Estados Unidos).

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septiembre de 2001, a las Torres Gemelas, se ha insistido en que la presencia masiva de millones de indocumentados constituye un problema de seguridad nacional. Recientemente se divulgó un informe de la Comisión de Seguridad Interior de la Cámara de Representantes donde se señala que la frontera entre Estados Unidos y México presenta riesgos de “infiltración” de terroristas desde América Latina, especialmente desde Venezuela7. Según este informe, investigaciones de las autoridades de migración y aduanas señalan que extranjeros fueron llevados desde Medio Oriente a regiones de América del Sur y América Central, “antes de ser ilegalmente introducidos en Estados Unidos”. Así, las políticas de “guerra contra el terrorismo y el narcotráfi co” ha sido un pretexto para el endurecimiento del control fronterizo. En el 2005 el representante a la Cámara James Sensenbrenner, propuso un endurecimiento de la política migratoria, que criminaliza el ingreso ilegal a los Estados Unidos, niega cualquier posibilidad de legalizar la residencia de extranjeros que tienen una residencia irregular en ese país, considera delincuentes a quienes brinden asistencia a emigrantes irregulares y establecer la obligación para los empleadores de verifi car la situación legal de sus potenciales empleados. Esta iniciativa, tuvo su máxima expresión con la aprobación el pasado 29 de septiembre en el Senado de Estados Unidos (80 votos a favor y 19 en contra), la construcción de un muro de 1125 kilómetros en la frontera con México, para

7 “Riesgo de ingreso de terroristas desde Venezuela” en http://otraexpresion.com/category/estados-unidos/

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intentar frenar la migración indocumentada. Como se sabe, la iniciativa Sensenbrenner generó grandes movilizaciones de rechazo en Chicago, Los Ángeles y otras ciudades del país en proporciones antes no vistas. Como nunca antes, una gran masa de migrantes mexicanos está participando activamente en política y saliendo a las calles a plantear sus demandas. La creciente migración irregular de mexicanos a Estados Unidos es una expresión del incremento de los índices de pobreza y de la situación de polarización social que vive México, como lo demuestra el hecho de ser uno de los países que cuenta con el más bajo salario para sus trabajadores8 y su solución requiere medidas muy específi cas –distintas a las consideradas para el combate contra el terrorismo–, que comprometa a los dos gobiernos. Las promesas electorales del expresidente Fox en el sentido de lograr con los Estados Unidos un acuerdo migratorio que incluyera una legalización de los mexicanos indocumentados y un programa de visas para los trabajadores que quisieran emigrar, terminó en un rotundo fracaso y constituye otra de las frustraciones que ha dejado su gobierno.

Es importante aclarar que las políticas estadounidenses de criminalización creciente de los migrantes, no se limitan a la

8 Está sólo arriba de Honduras, Bolivia y El Salvador. Cfr. Roberto González Amador. “México, entre los cuatro países de AL en que más bajo es el salario” en La Jornada, México, agosto 5 de 2006; Cifras aportada por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), señalan que los mexicanos afectados por el desempleo o que cuentan con condiciones ocupacionales precarias asciende a 31 millones 700 mil, lo que representan el 30% de la población del país.

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frontera norte. Existe un “corredor de seguridad básica” que se extiende desde Estados Unidos hasta la frontera sur de México, y si en el pasado ésta constituía un paso importante para el tránsito de refugiados que huían de la guerra civil en el Salvador y Nicaragua, hoy es un lugar identifi cado como de alta peligrosidad y donde el Estado mexicano, bajo las presiones de los Estados Unidos, ha incrementado la presencia de cuerpos policiales, muchos de ellos acusados de violación de derechos humanos a tiempo que ha impulsado la fi rma de un Acuerdo de Repatriación Segura y Ordenada de Extranjeros Centroamericanos.

2. Biodiversidad

México es desde la perspectiva de su diversidad biológica, un país privilegiado, alcanzando el 12% de toda la riqueza biótica del mundo. Esto explica el interés de los Estados Unidos por poner en marcha el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y el “Plan Puebla Panamá”. Este último, con una cobertura de más de un millón de kilómetros cuadrados, cruza varios estados mexicanos y los países centroamericanos con la pretensión de conectar los Estados Unidos con Centroamérica. De esta manera, tendrá un acceso ilimitado a las riquezas naturales y mineras, a tiempo que permite consolidar la presencia de las trasnacionales del petróleo y brindar protección a los terratenientes empeñados en el desarrollo agroindustrial y ganadero extensivo en perjuicio de los propietarios indígenas del sureste.

Además de su interés económico, el Plan Puebla Panamá cuenta con un componente represivo-militar de tipo

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contrainsurgente que se expresa en la militarización y paramilitarización de estados como Chiapas, Oaxaca y Guerrero, bajo asesoría castrense estadounidense. Así mismo el proyecto de instalar un contingente militar de 12 mil soldados norteamericanos en Guatemala, sin duda ejercerá presión sobre la insurgencia zapatista y otras guerrillas que puedan operar en el sureste mexicano. No por casualidad los estados mexicanos mencionados son considerados los de mayor biodiversidad del país.

En este sentido, el caso de Chiapas es paradigmático, pues su ubicación geográfi ca le concede una importancia geoestratégica de primer orden no sólo para el capital nacional sino mundial. La sola selva Lacandona representa más del 20 % de la biodiversidad de México. Tal como lo han puesto de presente los investigadores Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda, Chiapas resulta de vital importancia económica, por las posibilidades de exportación que ofrece su territorio hacia América Latina, y la mano de obra barata centroamericana, los proyectos de construcción de nuevos canales interoceánicos; sus reservas de petróleo y la gran riqueza acuífera en un país que adolece de una crónica escasez de este estratégico recurso (cf. Ceceña y Barreda, 1995). Pero las ambiciones del gran capital han encontrado un serio obstáculo en las reclamaciones y movilizaciones de estos pueblos en su mayoría indígenas, con prácticas milenarias de uso de la tierra, y que tienen su mejor expresión en el movimiento zapatista y la Coordinadora de los Pueblos de Oaxaca. Estas regiones tienen niveles muy altos de miseria social y no gozan de los servicios básicos de electricidad, drenaje y agua potable.

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ESPECIFICIDADES DEL PROCESO HISTÓRICO MEXICANO

Si bien México comparte con los demás países de América Latina una historia común de dominación extranjera, luchas de resistencia, lengua, al mismo tiempo tiene ciertas particularidades que han construido su particular historia. Entre ellas cabe destacar: las características de guerra social que asume su proceso de independencia con respecto a la metrópoli española, la gran fuerza que ha tenido el fenómeno caudillista, la aguda confrontación entre liberales y conservadores durante el siglo XIX y el hecho de contar con una de las más grandes movilizaciones campesinas del continente que hoy conocemos como “la revolución mexicana”.

De las colonias españolas que lograron su independencia en las primeras décadas del siglo XIX, México (en ese entonces Nueva España) es quizás el país donde el proceso de independencia adquiere mayores dimensiones tanto por sus contenidos programáticos como por la intensidad del confl icto. No sin razón escribe Octavio Paz que en México “la guerra de independencia fue una guerra de clases y no se comprenderá bien su carácter si se ignora que, a diferencia de lo ocurrido en Suramérica, fue una revolución agraria en gestación. Por eso el ejército (en el que servían ‘criollos’ como Iturbide), la Iglesia y los grandes propietarios se aliaron a la corona española” (Paz, 2002).

En efecto, fueron más de 8000 hombres entre peones de hacienda, miembros de comunidades indígenas, trabajadores

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de minas, que armados de garrotes, hondas y machetes y amparados en la imagen de la Virgen de Guadalupe, se sublevaron al grito de “!Viva México!”. No se trató, entonces, de una revolución de los criollos contra la metrópoli, sino del pueblo contra la aristocracia local. La chispa insurreccional, iniciada por el cura Miguel Hidalgo, fue continuada por José María Morelos, luego del fusilamiento de su líder, y rebasó en sus contenidos programáticos las reivindicaciones de los criollos para plantearse: la supresión de castas, la restitución de las tierras para las comunidades indígenas, la abolición de la esclavitud, la expropiación de los ricos y la repartición de riquezas (cf. Morelos, 1985).

De igual manera el fenómeno caudillista, que constituye una constante en toda la historia decimonónica de América Latina –luego del vacío de poder que dejara el resquebrajamiento del dominio español en nuestro continente– asume en México un particular desarrollo (sólo comparable con Venezuela). Así, mientras en países como Argentina el caudillismo desaparece tempranamente con la derrota de Juan Manuel Rosas en la batalla de Caseros –1852–, para reaparecer en el siglo XX en forma de populismo, en México encontramos una larga lista de caudillos que se suceden a todo lo largo de los siglos XIX y XX.

El arquetipo de estos caudillos es, sin lugar a dudas, Antonio López de Santa Ana llamado por sus contemporáneos “monarca sin corona” y quien se nombrara a sí mismo “Alteza Serenísima”. Entre 1833 y 1855, Santa Ana ejerció de manera intermitente el mandato en 11 ocasiones, por lapsos que oscilan entre los 13 días y los dos años y cuatro meses.

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Siendo este último el período de tiempo más prolongado de permanencia en el poder. Cuentan sus biógrafos que al fi nal de su carrera dispuso honras fúnebres para la pierna que había perdido en una de las tantas batallas que participó. En las décadas siguientes el caudillismo tendrá continuidad con los nombres de Porfi rio Díaz, y luego de él reaparecerá en las grandes fi guras de la revolución mexicana: Emiliano Zapata, Francisco Villa, y el general Lázaro Cárdenas (el “tata”), para no hablar aquí de otros caudillos que no alcanzaron estas dimensiones nacionales.

Finalmente, cabe mencionar que en ningún otro país de América Latina fue tan encarnizada la lucha entre liberales (republicanos, federalistas y laicistas) y conservadores (promonárquicos). Enfrentamiento que desembocó en una cruenta guerra civil, donde el partido conservador una vez derrotado, recurre a la ayuda francesa y con el apoyo de Napoleón III, establece el imperio de Fernando Maximiliano de Habsburgo y que culminará con su fusilamiento en 1867, para dar paso a las leyes de reforma liberal que promueven la separación de la Iglesia y del Estado, la desamortización de los bienes de manos muertas y la libertad de enseñanza, hasta entonces controlada por las comunidades religiosas.

LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Si bien la revolución mexicana fue el resultado de la confl uencia de una serie de factores, el más decisivo entre ellos fue el problema de la tierra: Por un lado, porque “con el fortalecimiento del aparato estatal durante el régimen de Díaz y

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la construcción de ferrocarriles que aumentaron enormemente el valor de la tierra, las comunidades campesinas, así como sus instituciones y propiedades, no tardaron en ser objeto de una serie de agresiones. En su esfuerzo por ‘modernizar’ el país, el régimen de Díaz se embarcó en una política agraria radicalmente nueva. Cerrando filas con los hacendados locales lanzó una campaña de expropiación en gran escala de las tierras comunales y de sometimiento político de los pueblos” (Katz, 1982:22). Esta política agraria generó una amplia cadena de levantamientos en el centro y sur del país.

Por otro lado, la gran transformación económica que vivía el norte de México –Sonora, Chihuahua, Coahuila – en gran parte inducida por los inversionistas norteamericanos, afectó a un signifi cativo sector de campesinos, que habían fundado allí colonias militares a lo largo de la frontera norte, y habían enfrentado los grupos indígenas de la región. Porfi rio Díaz estableció allí fuertes controles políticos y económicos, arrebatándoles la autonomía que hasta entonces habían mantenido, sometiendo los caudillos regionales y tratando de conectar al Norte con el centro del país, a través de la expansión de los ferrocarriles. Todo lo cual derivó en un debilitamiento de las colonias agrícolas que “no sólo perdieron sus tierras sino también sus derechos políticos” (Katz, 1982:25).

Al tema agrario se sumó el de la participación política: la prolongada permanencia de Porfi rio Díaz en el poder (más de 35 años) bajo el recurso del fraude electoral, suscitó una gran inconformidad entre sectores de la clase media que exigían una mayor participación en el poder y que lograron aglutinarse

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en el partido antireeleccionista bajo la consigna de “sufragio efectivo no reelección” lanzada por Francisco Madero. Cabe destacar, sin embargo, que más allá de esta consigna la revolución mexicana –a diferencia de otras revoluciones– no contó con un proyecto ideológico claro. Éste se fue gestando y articulando junto con el proceso armado y en respuesta a situaciones concretas que dicho proceso iba planteando: el problema agrario, la educación, la incorporación de los trabajadores al sistema político.

En este sentido, no se trató de una revolución que contara visiblemente con un núcleo de intelectuales y políticos profesionales. Con esta afi rmación quiero subrayar el hecho signifi cativo de que las principales fi guras de la revolución fueron en lo fundamental hombres surgidos de la entraña popular9, sin con ello desconocer la labor que jugaron algunos intelectuales que acompañaron la actuación de los diferentes jefes militares: es el caso de Luis Cabrera con Venustiano Carranza; Luis Terrazas y Martín Luís Guzmán con Francisco Villa; Antonio Soto y Gama, Gildardo Magaña, Eulalio Gutiérrez y José Vasconcelos con Emiliano Zapata. Sin olvidar aquí el importante papel que jugaron los hermanos Flores Magón10.

9 A este respecto pueden consultarse las tesis formuladas por Friedrich Katz en su entrevista concedida a Juan José Doñán. La Jornada Semanal, México: 21 de abril de 1996.

10 Sobre el papel jugado por los intelectuales en este período puede consultarse la investigación realizada por James D. Cockcroft. Precursores Intelectuales de la Revolución Mexicana. México: Siglo XXI, 1976; así mismo, el libro de Enrique Krauze. Caudillos Culturales en la Revolución Mexicana. México: Siglo XXI, 1976.

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La revolución de 1910 puso al descubierto una serie de tensiones que continuarían marcando su impronta en la sociedad mexicana durante las décadas siguientes y de las cuales quisiera destacar tres11: en primer lugar las contradicciones existentes entre el “centro” y la “periferia” regional, tensión que avivó Porfi rio Díaz con su proyecto modernizador y que trató de resolverse, a través de la consagración de una república federalista aunque en la práctica siguió funcionado con un modelo de centralización política. Este desconocimiento de las autonomías locales se constituiría a la postre, en el telón de fondo para el surgimiento y desarrollo de numerosos movimientos a favor de una mayor participación política, fi scal y fi nanciera y una verdadera autonomía para sus entidades federativas.

En segundo lugar hay que señalar la oposición entre los sectores rurales tradicionales y los sectores urbanos: “La dicotomía tradición/modernidad –escribe la historiadora Andrea Revueltas– coincidía en cierta medida con la oposición campo/ciudad: el obrero se sentía más próximo de los partidarios de Venustiano Carranza que de los campesinos indígenas; el milenarismo y la religiosidad vuelta hacia el pasado (reivindicación de la propiedad comunal del movimiento zapatista) se oponía a la orientación más bien ‘racionalista y jacobina’, dirigida hacia el porvenir, de los obreros y las clases medias radicales” (Revueltas, 1992:157).

11 En este punto seguimos los planteamientos formulados por la historiadora Andrea Revueltas en su trabajo investigativo. México: Estado y Modernidad. México: Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Xochimilco, 1992 (págs. 155-158).

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Finalmente habría que señalar las rivalidades entre el norte y el sur de México. El primero de ellos conformado por una sociedad con un mayor mestizaje y la infl uencia modernizante de los EU, mientras que el segundo con un carácter económico y socialmente más estratificado y una gran presencia de comunidades indígenas. Así lo pone de presente el premio nobel mexicano en su desafortunado artículo sobre Chiapas, escrito pocos días después del levantamiento zapatista en enero de 1994: “[Chiapas] es una región del sur de nuestro país que padece un tradicional rezago histórico y cuya situación tiene indudables parecidos, en el orden social e histórico, con las de Guatemala y el Salvador. La presencia indígena es muy viva y es la que da fi sonomía y personalidad al estado. La cultura tradicional, aunque postrada por siglos de dominación, no es una reliquia sino una realidad. Se conservan las lenguas indígenas, las creencias –fusión de catolicismo e idolatría mesoamericana– y muchas formas tradicionales de organización social […] la población campesina –en su inmensa mayoría descendiente de uno de los pueblos prehispánicos más ilustres: los mayas– ha sido sometida desde hace siglos a muchas humillaciones, discriminaciones e ignominias” (Paz, 1994).

En el campo económico y social, la revolución dejó resultados positivos y el más evidente de ellos fue la eliminación de la propiedad latifundista y la consolidación del ejido, como forma colectiva de propiedad. La constitución de 1917 legalizó el reparto agrario “de tal manera que esta reivindicación se convirtió en una demanda plenamente legítima, en una exigencia ineludible y en un derecho que el Estado tendría que cumplir tarde o temprano” (Escobar, 1990) y que fi nalmente cobró vida en el código agrario de 1940, expedido bajo el

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impulso del general Lázaro Cárdenas durante su sexenio presidencial –1934-1940– y que sentó las bases para una profunda transformación de la estructura agraria mexicana.

En el plano de la educación, la revolución de 1910 también dejó un importante legado, que fue recogido en la constitución de 1917, donde se declara que “la educación será laica en el sentido estricto de la palabra; se hace obligatorio el deber de educarse; el Estado se impone la obligación de impartirla gratuitamente; se obliga, de acuerdo con el artículo 123, a las empresas privadas a organizar escuelas para sus obreros, y para los hijos de éstos, y se restaura a los municipios la obligación de fomentar la enseñanza en todos los sitios del país” (Monroy, 1985:25). Estos principios serán profundizados con las acciones emprendidas por José Vasconcelos, quien fuera nombrado Secretario de Educación Pública en 1921.

Pero si bien hay un consenso respecto a los logros alcanzados por la revolución12, no es menos cierto que existen

12 En 1951 el sociólogo José Iturriaga resumía así los logros de la revolución: “En materia agraria, casi dos millones de jefes de familia recibieron cerca de treinta millones de hectáreas en un plazo de tres décadas, desde la promulgación de la conocida ley del 6 de enero de 1915, hasta principios de 1945 [...] una Ley Federal de Trabajo que protege con amplitud y justicia los derechos del obrero y que es tenida como modelo en su género por muchos países del mundo[...] en el terreno educativo se ha logrado que de cada cien mexicanos sepan leer cincuenta y cinco, en contraste con la cifra de un 28% de alfabetos que ofrecía el porfi rismo en sus postrimerías [...] en materia de cultos, ha aparecido en los últimos años una tolerancia [...] Nuestra revolución ha arraigado el respeto a la libertad de pensamiento escrito o hablado en contraste con las prácticas de la Dictadura [...] En las Relaciones Exteriores la Revolución ha seguido una política que ha dado a nuestro país una personalidad importante [...] En materia vial, se han gastado más de mil millones de pesos en construcción de carreteras que han contribuido

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controversias acerca del rumbo tomado por México durante los sexenios presidenciales que siguieron a la etapa cardenista. Todavía en los años cincuentas, en amplios sectores de la población estaba vivo el sentir que la revolución mexicana no había concluido y que era necesario profundizarla. Las aspiraciones populares incorporadas a su ideario (reforma agraria, legislación del trabajo, desarrollo económico del país sobre una base independiente, nacionalización del subsuelo, educación laica y avanzada) representaban todavía un programa de acción para los sectores populares interesados en imprimir un nuevo impulso a la Revolución Mexicana.

Esta refl exión sobre el papel y los alcances de la revolución mexicana fue formulada tempranamente por el economista Jesús Silva Herzog, en un artículo publicado en 1943 en la Revista Cuadernos Americanos de la cual era su editor. Silva señala allí la crisis “moral e ideológica” que atraviesa la revolución y plantea la necesidad de su superación a través de una reafi rmación de la misma. Sin embargo, seis años después esa esperanza parecía no acompañarlo: “Ahora –escribía Silva– después del tiempo transcurrido, pienso con cierta tristeza y siento con claridad que la Revolución Mexicana ya no existe; dejó de ser, murió calladamente sin que nadie lo advirtiera; sin que nadie, o casi nadie lo advirtiera todavía” (Silva, 1949). Asimismo, en su Ensayos sobre la crisis de México, el historiador Daniel Cosio Villegas sentenciaba, también, el agotamiento de las metas de la revolución: “Por

a dar mayor vigor económico al país[...]” Cf. José Iturriaga, “México y su crisis histórica”, Cuadernos Americanos, XXXIII, mayo-junio, 1947, págs. 21-37 en Stanley Ross (ed.). ¿Ha muerto la revolución mexicana?, causas, desarrollo y crisis, México: SEP. 1972, p.119.

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una parte –escribía en 1947–, la causa de la Revolución ha dejado ya de inspirar la fe que toda carta de navegación da para mantener en su puesto al piloto; [por otra] los hombres de la Revolución han agotado su autoridad moral y política” (Cosio Villegas, 1947).

Fue precisamente en la solución del problema agrario, donde el ideario revolucionario mexicano, reveló un mayor estancamiento. Así lo manifestaba uno de los protagonistas del proceso revolucionario, el general Heriberto Jara: “Mucho ha hecho la Revolución para resolverlo [el problema agrario], pero le falta mucho todavía por hacer. Es verdad que se ha dado ya buena parte de la tierra a quienes la trabajan, pero eso no es sufi ciente; es necesario también que se les den créditos, aperos de labranza y enseñanza técnica adecuada. Es cierto también que se han construido muchas y muy grandes presas y que, en general, existe hoy un mejor aprovechamiento de los recursos hidráulicos del país, pero tampoco eso basta; es indispensable que esas presas y que esos recursos benefi cien a las grandes masas campesinas, y no a los nuevos latifundistas”13.

LA HEGEMONÍA DEL PRI: ENTRE LA ESTABILIDAD Y EL AUTORITARISMO

Luego del triunfo de la Revolución se da una trasformación social relativamente pacífi ca. En este sentido –señala Katz (1982)– la excepcionalidad del caso mexicano donde

13 “Enjuiciamiento de la Revolución: habla Heriberto Jara”, Mañana, #466, 2 de agosto de 1952.

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“luego del triunfo de la Revolución, sobre todo durante el cardenismo: se da una trasformación social prácticamente sin derramamiento de sangre”. Esta institucionalización de la ideología revolucionaria en los años veinte y treinta del siglo XX, tuvo su piedra angular en la conformación del Partido Revolucionario Institucional (PRI) como expresión organizada de determinados intereses y concepciones sociales. El Partido surge en 1929 en el contexto de la crisis política generada por el asesinato del general Álvaro Obregón, –en ese momento presidente electo de la república y el más claro representante de las fuerzas políticas y sociales de la revolución mexicana–. Desde entonces el PRI gobernará ininterrumpidamente durante 71 años, hasta su caída en 2000 con el triunfo del presidente Fox del Partido Acción Nacional (PAN)14.

A través del PRI, el Estado logró el control y sometimiento de los sectores fundamentales del país (obrero, campesino y popular), dando paso a una especie de corporativismo estatal, basado en una lógica vertical y patrimonialista de poder, alimentado por el intercambio de apoyos y lealtades en el nivel de la burocracia política y las direcciones sindicales. De esta forma, el PRI, en tanto partido hegemónico, cumple funciones

14 En su primera etapa, el PRI se funda como Partido Nacionalista Revolucionario (PNR), una coalición de numerosos partidos locales y unos cuantos nacionales. Una vez consolidada su estructura, estos partidos tuvieron que disolverse para dar lugar en 1932 a la afi liación individual. Seis años después, el presidente Lázaro Cárdenas lo transformó en Partido de la Revolución Mexicana (PRM), reconociendo ofi cialmente su naturaleza pluriclasista y sólo hasta 1946 el Partido adopta, su denominación actual (Partido Revolucionario Institucional) bajo el lema de la “unidad nacional”.

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básicas en la reproducción y conservación del régimen: monopolio de los puestos públicos, formación de la clase política y legitimación del gobierno. Esta forma de organización de los trabajadores fue producto de un pacto intersectorial legitimado en el nacionalismo revolucionario propalado por el régimen, a través del cual se hizo concesiones a las clases populares a cambio de la subordinación de su acción política a los intereses del Estado (Meyer y Reyna, 1989).

Lo anterior explica porqué desde sus inicios y particularmente desde el sexenio de Cárdenas, la negociación y la búsqueda de consenso, más que la coerción, se constituyeron en instrumentos básicos del grupo gobernante, que hizo suyas en su discurso y en alguna medida en los hechos, las demandas de los campesinos, obreros, y en general de los grupos defi nidos como populares limitando la acción política de las organizaciones de masas. El régimen de Cárdenas constituyó, sin lugar a dudas, el hito culminante dentro del proceso de la Revolución Mexicana. Bajo su mandato sus principios fundamentales tomaron fuerza con el impulso a la reforma agraria, el programa educativo orientado a la manera socialista, la expropiación de las acciones petroleras en 1938 y la organización y sindicalización de la fuerza obrera urbana y de los sectores campesinos. Todo lo cual dio origen a la organización de grandes centrales y sindicatos de industria: la Confederación Nacional Campesina (CNC), la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y la Federación de trabajadores al servicio del Estado (FTSE), cuyos miembros, afi liados al partido gobernante, se erigieron en la base social del Estado Mexicano, desde la posrevolución (cf. González, 1981).

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Pese a que los gobiernos que sucedieron al general Cárdenas mantuvieron su adhesión al ideal revolucionario, en la práctica, las demandas de los llamados sectores populares, empezaron a perder peso en la determinación del rumbo tomado por la gestión ofi cial. Las prácticas presidencialistas se abrieron campo dentro del sistema político mexicano, erigiéndose la institución presidencial en el centro indiscutible de la iniciativa política y el gran árbitro de los innumerables intereses sociales y económicos en pugna. Por otra parte, se consolidó el monopolio del partido ofi cial sobre los gobiernos municipales, el senado y la cámara de diputados.

La institucionalización de la revolución de 1910 condujo a una democracia limitada, caracterizada por la existencia de un partido ofi cial que logra integrar corporativamente los sectores fundamentales del país y que se mantiene en el poder durante 71 años consecutivos gracias a un estricto control sobre el proceso electoral (que comprende desde la elaboración del padrón electoral hasta la supervisión de los resultados electorales) y el predominio de un fuerte presidencialismo, que centraliza la toma de decisiones, controla las gobernaciones, la cámara de representantes y el senado y que, en la práctica, carece de un contrapeso real, pues los partidos de oposición (tanto de izquierda como de derecha) quedan reducidos a su mínima expresión.

1. El Control de la Oposición: Las Tensiones Sociales en los años 60 y 70

Valiéndose de prácticas como la corrupción, la cooptación, el fraude y la acción represiva, el PRI logra controlar

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la oposición política y social. Así lo ejemplifican los movimientos renovadores en contra de las viejas direcciones sindicales, que adquirieron particular importancia a fi nal de la década de los cincuentas y comienzos de los sesentas. El caso más signifi cativo lo constituyó la huelga ferrocarrilera en pro del reconocimiento de las nuevas directivas elegidas democráticamente y en favor de una política nacionalista en la conducción de la empresa. Estas acciones tuvieron como respuesta por parte del gobierno la toma militar de las instalaciones paralizadas, el despido de decenas de trabajadores tanto de las líneas en huelga como de aquellos que realizaron paros de solidaridad y la aprehensión de miles de trabajadores, incluyendo a los principales líderes del movimiento15.

En el mismo período las movilizaciones del Magisterio, lideradas por Othon Salazar, junto con las luchas del Sindicato de Trabajadores Petroleros (STPRM), el Sindicato de Telefonistas de la República, el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y el Sindicato de la Aviación y Similares (SNTAS), protagonizaron importantes luchas reivindicativas a favor de la democracia sindical, aumento salarial y en defensa de los presos políticos16. Uno de los instrumentos para hacer

15 Dos semanas después de su aprehensión, el secretario general de los Ferrocarrileros, Demetrio Vallejo es acusado, junto con otros detenidos más, del delito de “disolución social”, y sólo hasta 1971 recobrará su libertad, en un proceso colmado de irregularidades.

16 Estos movimientos demandaban un incremento salarial del gremio, a la vez que expresaban su rechazo a la política represiva adelantada por la dirigencia sindical “charrista” contra las bases trabajadoras, sustentada en el uso de medios coercitivos para mantener el control de los agremiados, incluyendo los despidos injustifi cados.

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frente a estos movimientos fue la aplicación del artículo 145 del código penal que reglamentaba la “disolución social” y la lucha por su derogación se convirtió, a fi nales de la década de los cincuentas, en factor de movilización de las fuerzas democráticas a nivel nacional17.

Luego de la sangrienta masacre de Tlatelolco (octubre de 1968), al despuntar la década de los setentas el agotamiento del desarrollo estabilizador, la iniciación del proceso inflacionario, la política de restricción de salarios y, en términos generales, las orientaciones económicas dictadas por organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI), crearon un terreno favorable para el desarrollo de las luchas sociales en México. Esto fue posible gracias a los cambios sociales que venían ocurriendo en el país desde la década anterior y, aunado a ello, el accionar de nuevas organizaciones sindicales y políticas, a cuyas fi las se vincularon militantes del movimiento de 1968 y de otras corrientes de oposición

En relación con la dinámica huelguística debe destacarse que hacia 1958 el número de confl ictos sindicales aumenta de 93 a 740 huelgas, para disminuir ostensiblemente como efecto de la represión, hasta 1962 en que nuevamente ese número se eleva con la reducción de los salarios y la crisis de algunos sindicatos controlados por dirigente “charros”.

17 El delito de disolución social había sido incluido en el código penal, como medida de emergencia durante la II Guerra Mundial, con el objeto de reprimir los delitos que tendieran a subvertir la vida institucional del país, afectaran la soberanía nacional, u obstaculizaran el funcionamiento de las instituciones legítimas del país. Al concluir el confl icto bélico, el decreto se mantuvo y fue utilizado, en los años siguientes, como instrumento para enfrentar el movimiento popular. La redacción del decreto era de tal forma imprecisa que permitía la aplicación de severos castigos por simples “tentativas o interpretaciones de hipótesis”.

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actuantes en la década anterior (maestros, ferrocarrileros, médicos y algunas organizaciones campesinas).

Como expresión de estos fenómenos, en los inicios de la década de los setentas, las movilizaciones y huelgas se generalizan en todo el país y surgen nuevas prácticas, organizaciones y proyectos de oposición sindical, en un proceso que se conoce como de “Insurgencia Sindical”; al mismo tiempo, se conforman algunos núcleos guerrilleros urbanos integrados fundamentalmente por estudiantes y que rápida (y sangrientamente) serán desarticulados. Pero el hecho más signifi cativo es, tal vez, la emergencia de un importante contingente de organizaciones que darán vida al movimiento urbano popular. El análisis de estas luchas sociales, reviste particular interés, ya que nos permitirá entender las continuidades y discontinuidades de las luchas sociales en el México actual.

En primer lugar, la llamada “insurgencia sindical” estuvo asociada a una serie de reajustes en el interior de la burocracia sindical, en las relaciones entre ésta y otros sectores sociales y, consecuentemente, en las posiciones del conjunto del movimiento obrero. La búsqueda de mayores espacios para la acción sindical, derivó durante los primeros años del sexenio de Luis Echeverría (1970-1976) en la proliferación de nuevos sindicatos en diferentes ramas de la producción y en sectores donde tradicionalmente el sindicalismo no había tenido mucha presencia (v. gr. sector bancario y de servicios), a tiempo que se profundizaron los confl ictos internos en varios sindicatos nacionales (Trejo, 1979).

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En esta coyuntura cobran presencia las distintas formas de oposición sindical, cabe destacar aquí: la llamada “Tendencia Democrática”, los sindicatos de trabajadores y profesores de la UNAM, la Unidad Obrero Independiente, el Frente Auténtico del Trabajo, así como los movimientos de oposición en el interior del sindicato del magisterio, en petróleos mexicanos, en el sindicato ferrocarrilero, en el sindicato de trabajadores de la industria nuclear y la liga de soldadores. Estos procesos de democratización sindical vienen acompañados de la lucha contra las direcciones sindicales “charristas”, la ocupación de terrenos urbanos y la constitución de movimientos de solidaridad. Frente a estos procesos, el gobierno y sus representaciones sindicales responden con nuevas negociaciones salariales y, cuando sus demandas políticas se hacen más claras, con la represión indiscriminada que termina por debilitar estas organizaciones.

Pero la “insurgencia obrera” no vino sola, también a comienzos de los años 70 se conforman grupos guerrilleros urbanos como el Frente Urbano Zapatista, el Movimiento Armado Revolucionario, los Comandos Armados del Pueblo y el Movimiento Guerrillero de Chihuahua, constituidos por jóvenes radicalizados –algunos de ellos pertenecientes a las juventudes del partido comunista– y que vieron en la sangrienta represión del movimiento estudiantil de 1968, la confi rmación de que las vías legales para la oposición estaban ya agotadas. Estas nuevas organizaciones se sumaban a otras dos experiencias armadas ya existentes en el estado de Guerrero y que contaban con una amplia base campesina: la llamada Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), orientada por Genaro Vásquez y el núcleo guerrillero

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encabezado por Lucio Cabañas, que posteriormente dará origen al Partido de los Pobres18.

Contrariamente a estas organizaciones, básicamente rurales, los núcleos urbanos surgidos a fi nales de los 60 y comienzos de los 70, respondían a una diversidad de planteamientos tácticos y estratégicos: “Algunos consideraban la lucha armada como el único camino para la construcción de una futura organización revolucionaria, otros privilegiaban la formación de una vanguardia militar dentro de una formación política más amplia, más vasta, y fi nalmente otros más entendían la lucha armada como una forma de lucha entre otras, necesaria en las condiciones de clandestinidad y represión bajo las cuales había tenido que operar el movimiento revolucionario” (Bellingeri, 1994:65).

El primer momento de auge de estos movimientos lo constituye el año de 1971 y, no obstante que para 1972, algunos de ellos logran ser desarticulados o debilitados, esto no impide su avance hacia un proceso de federación de las organizaciones armadas. En este proceso, la ‘Liga 23 de septiembre’ cumple un papel muy importante. Dicha organización surgida de la lucha ideológica desarrollada en el seno del III Congreso de la Juventud del Partido Comunista Mexicano, celebrado en diciembre de 1970, privilegia en sus

18 Sobre las experiencias armadas en este período, puede consultarse: Marco Bellingeri. “La Imposibilidad del odio: la guerrilla y el movimiento estudiantil en México, 1960-1974” en Ilán Semo et.al. La transición interrumpida. México: 1968-1988. México: Universidad Iberoamericana, Nueva Imagen, 1994; Gustavo Hirales. Memoria de la guerra de los Justos. México: Cal y Arena, 1996; Carlos Montemayor. Guerra en el Paraíso. México: Diana, 1991.

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inicios las labores político-organizativas sobre las armadas. Luego de la represión de 1971 y la detención de muchos de sus cuadros dirigentes, su nueva dirección plantea una reorientación de la lucha armada, para lo cual “tenían que desterrarse algunas tendencias negativas en el movimiento y que eran identifi cadas como militaristas, foquistas. Por otro lado, la violencia debía volverse también de masas, penetrar en los movimientos populares, expresarse en una ilegalidad difusa y sobre todo en el sabotaje” (Bellingeri, 1994:68-9).

Para 1973, estas organizaciones armadas se esfuerzan por constituir una federación militar que promueve enfrentamientos callejeros con la fuerza pública, adelanta algunas acciones armadas y de sabotaje en el país. Sin embargo, para mediados de la década de los 70, el proyecto de constituir una sólida organización constituía ya un fracaso: la guerrilla rural de Guerrero es aniquilada, y los movimientos armados urbanos corren la misma suerte como consecuencia de una intensa represión estatal, a lo que coadyuva las debilidades internas de sus organizaciones (particularmente las tensiones entre la dirección y sus componentes federados), su aislamiento y la ausencia de una base popular. Pese a ello, algunos sobrevivientes de esta represión, darán continuidad a esta experiencia armada –bajo otras orientaciones y presupuestos– en lo que años más tarde se conocería como el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

Junto al fenómeno de la insurgencia obrera y el auge de la guerrilla urbana, entre 1968 y 1972 México asiste a un período de emergencia de las luchas urbanas expresadas en el auge de demandas colectivas en torno a la vivienda, la tierra, los

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servicios públicos. Se trata de luchas, en términos generales, orientadas hacia un mejoramiento de los medios de vida urbana que, a diferencia de los dos procesos anteriores, se prolongarán hasta el primer lustro de los años ochentas y vendrá acompañado de la conformación de nuevas formas organizativas: se crean “frentes populares y comités de defensa popular” en el norte del país, mientras que en algunos estados como Nayarit, Michoacán, Querétaro, San Luis Potosí y Puebla se constituyen movimientos de pobladores urbanos, para la defensa física de terrenos que han invadido o que no han sido reconocidos legalmente por el Estado, reivindicando el derecho a la posesión y la introducción de servicios (cf. Tamayo, 1989).

En la década de los setentas los llamados “frentes populares” se hacen extensivos y se fortalecen en estados como Zacatecas, Monterrey, Durango y el Distrito Federal incorporando varias colonias populares y articulando en un proyecto unitario –que escapa al control ofi cial– sectores de trabajadores, campesinos y estudiantes. En Monterrey, 1971, surge una incipiente coordinadora de colonias que promueve numerosas invasiones y abre un espacio para la vinculación de nuevos sectores afectados por la escasez de vivienda, así como de pobladores pobres de la ciudad (inquilinos, solicitantes, vendedores ambulantes, pequeños comerciantes y estudiantes). Este proceso cristalizará en la conformación del “Frente Popular Tierra y Libertad” –1976–, que integra a todas las colonias invasoras y a otros contingentes populares y campesinos.

En Durango, 1972, se conforma el Frente Popular Independiente (FPI), constituido fundamentalmente por inquilinos; esta

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experiencia se hace extensiva al valle de México dando origen, tras una escisión posterior, a la Unión de Colonias Populares del Valle de México. El surgimiento y expansión de estos movimientos en las principales ciudades del país, confl uye en la conformación en 1975 del efímero “Bloque Urbano de Colonias”, que constituye un primer intento de coordinación de estas luchas. Sin embargo, estos movimientos perderán fuerza a mediados de la década de los setentas cuando, en el contexto de la crisis económica que vive el país, México endurece su política contra el movimiento popular.

Las medidas económicas adoptadas por el presidente Luis Echevarría, al fi nal de su mandato y por su sucesor, José López Portillo, sumado al incremento de la represión estatal, marcarán el inicio de una nueva etapa del movimiento urbano y popular, en la que se incorporan nuevas reivindicaciones. Es así como las movilizaciones contra el alza del transporte y el incremento en los precios de los artículos de primera necesidad cobra centralidad en esta nueva etapa. En 1977 se realizan tomas de buses en las ciudades de Monterrey, Veracruz y Tehuantepec, en tanto que las luchas de los inquilinos, adquiere gran importancia en algunas colonias de Monterrey y la ciudad de México. Aunado a ello, para fi nales de la década de los setentas y comienzos de los ochentas, se gestan procesos unitarios que tienen su hito más importante en mayo de 1980, cuando sesiona el Primer Encuentro Nacional del Movimiento Urbano Popular, que dará nacimiento a la “Coordinadora Provisional del Movimiento Urbano Popular”, en la que participan organizaciones de diferentes estados de la República y a la que se sumarán, en los años siguientes, nuevas corrientes y fuerzas políticas actuantes en el sector urbano popular.

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2. ¿Hacia la Transición Democrática?

La presión ejercida por el ascenso del movimiento obrero y popular en los años setentas (particularmente la crisis en sus formas tradicionales de control estatal), así como la creciente deslegitimación del Partido Ofi cial y con ella la pérdida de credibilidad del sistema político mexicano en su conjunto, aunado a la crisis generalizada del capitalismo mundial en los años 1974-1976, constituyen las razones fundamentales que motivaron la reforma política de 197719, impulsada por el entonces presidente José López Portillo, con la cual “se crea un sistema mixto de representación mayoritaria y proporcional, con trescientos diputados de mayoría y cien electos por representación proporcional de aquellos partidos de voto minoritario. Además de la presentación de 65 mil fi rmas, se crea la modalidad del registro condicionado a la obtención de cuando menos el 1.5% de la votación total en la elección en la que se participe. Se otorga, asimismo, durante el período de campaña electoral, un tiempo limitado en radio y TV, un conjunto de 20 minutos por mes” (Semo, 1989:39).

Gracias a la Reforma, en 1978 el PRI, PAN, PARM y PPS, obtuvieron su registro defi nitivo, mientras que el Partido

19 Durante el gobierno de Luis Echevarría (1970-1976) también se adelantaron algunas reformas, en cierta medida como respuesta política al movimiento de 1968 y que comprenden la reducción de la edad para ser electo diputado y senador y la ampliación del sistema de representación de los partidos, a través de una rebaja de los índices de votación. Estas medidas estuvieron acompañadas de una reforma a la legislación electoral que busca ampliar la participación de la sociedad en la vida electoral del país.

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Social Demócrata (PSD), el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y el Partido Comunista (PCM) fueron reconocidos como partidos con registro condicionado20. De esta manera la izquierda pudo participar en el proceso electoral como fuerza independiente, aunque no logró hacerlo como una alternativa electoral unifi cada, en tanto partidos con una orientación claramente derechista como el PAN21, incrementaron aceleradamente su caudal de votantes22. No obstante, en la coyuntura electoral de 1988 “la separación de la Corriente Democrática del PRI y la candidatura de Cauhtémoc Cárdenas a la presidencia crearon una nueva situación. Cárdenas se convirtió rápidamente, a los ojos del pueblo, en el hombre providencial capaz de vencer al grupo en el poder para revertir el deterioro de los niveles de vida y

20 Samuel León y Germán Pérez. De Fuerzas Políticas y Partidos Políticos. México: Plaza Valdés Editores, 1988. Un análisis de los alcances de esta reforma puede consultarse en: Octavio Rodríguez Araujo. La Reforma Política y los Partidos Políticos, México: Siglo XXI, 1984, séptima edición corregida.

21 El PAN se formó en 1939 como reacción a las políticas de transformación social impulsadas por el gobierno del general Cárdenas. En su nacimiento estuvo infl uido por corrientes fascistas aunque nunca se llegó a identifi car plenamente con ellas y su infl uencia más importante y permanente en el PAN ha sido la del pensamiento social de la Iglesia Católica. La clientela del PAN es básicamente urbana y preponderantemente de clase media, pero también busca y recibe votos de las clases populares y la gran burguesía. En los gobiernos de Echeverría y López Portillo, el PAN cuestionó las políticas populistas –postura que le ganó el apoyo de grupos empresariales, sobre todo norteños–, aunque terminó aceptando las reformas políticas de esos sexenios. Cfr. Octavio Rodríguez, Op.cit.

22 Pese a su orientación derechista, el PAN fue igualmente víctima del fraude electoral. Cabe destacar aquí la elección de gobernador en Chihuahua de 1986, que generó denuncias y movilizaciones por parte del PAN rechazando lo que consideraron una elección fraudulenta que le dio el triunfo al PRI.

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la pérdida de soberanía nacional. El movimiento político que se constituyó a su alrededor rebasó rápidamente a los partidos que lo postulaban como candidato” (Semo, 1989:141).

Pero en las elecciones de julio de 1988 el sistema recurrió una vez más al fraude y, pese a la impugnación de los resultados ofi ciales por parte de la oposición23, fi nalmente la comisión electoral reconoció el triunfo al candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, quien asumió la presidencia en diciembre de 1988 con los niveles más bajos de legitimidad que presidente alguno hubiese tenido durante la hegemonía del Partido Ofi cialista24.

El nuevo presidente se comprometió con un programa de modernización que signifi có la profundización de las políticas neoliberales iniciadas en el gobierno anterior y que tuvo como rasgos centrales: “la privatización de empresas paraestatales y la reducción del défi cit del sector público mediante la contención del gasto y la expansión de la base impositiva; la reducción o contención de los salarios reales, y por lo tanto del consumo interno; el aliento a la inversión privada, especialmente a la extranjera; privilegiar el papel del mercado como principal regulador de las relaciones económicas, internas y externas, apertura de la economía y promoción de las exportaciones de

23 Cabe destacar aquí la actitud del Partido Acción Nacional (PAN) que si en un principio se sumó a las protestas en contra del fraude electoral, terminó por legitimar el mandato del presidente Salinas: no sólo estuvo de acuerdo con que se quemaran los paquetes electorales de esa votación, sino que terminó por declarar que el presidente Salinas había hecho suya su política económica.

24 Con un índice de abstención Salinas obtuvo el 50.4% de los votos frente al 31.1% de Cárdenas y el 17.1% de Clouthier.

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manufacturas”25. En el plano electoral se impulsaron algunas reformas con el claro objetivo de reconstituir la legitimidad perdida por el fraude de 1988, fue así como en 1990 se sustituyó la Comisión Federal Electoral –un organismo dependiente de la secretaría de gobernación que hasta el momento había ejercido el control absoluto sobre los procesos electorales– por un organismo imparcial constituido por un consejo de personalidades con prestigio académico y solvencia moral. Nace así el Instituto Federal Electoral (IFE), que en los años posteriores será objeto de sucesivas reestructuraciones en dirección a otorgarle una mayor autonomía. De esta manera el gobierno federal fue perdiendo paulatinamente el control de las elecciones y se allanó el camino para la llegada del Partido de la Revolución Democrática a la alcaldía del DF y fi nalmente el triunfo de Vicente Fox en el 2000, en unas elecciones consideradas de transparentes26.

Durante su campaña presidencial, el candidato del PAN y el Partido Verde, ofreció solucionar el confl icto de Chiapas en 15 minutos y habló de la necesidad de reducir la pobreza,

25 Área de Procesos Políticos UAM-I. “México: el tren de la modernidad (un análisis del sexenio de Salinas) en Gustavo Ernesto Emmerich. Procesos Políticos en las Américas. México: UAM Iztapalapa, P. 232.

26 El triunfo de Fox estuvo precedido por el sexenio presidencial de Ernesto Zedillo. Esta última elección presidencial se vio marcada por acontecimientos como el recrudecimiento de la situación política en Chiapas y el asesinato del candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, así como de su presidente. Su gestión no fue más afortunada: crisis económica y devaluación del peso, surgimiento de nuevos grupos armados, aumento del narcotráfi co y un cierre prolongado de la UNAM, cuyo campus universitario terminó ocupado por la Policía Federal Preventiva.

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mediante “un esfuerzo integrado de políticas sociales de inclusión que generen capacidades humanas, y políticas económicas orientadas a la generación de oportunidades de inversión, producción y empleo para las mexicanas y mexicanos excluidos” (Boltnivik, 2000). Para muchos analistas políticos e incluso intelectuales de izquierda, la derrota del PRI en las urnas había consolidado en México el proceso de “la transición a la Democracia” y se abría paso a una profunda reforma del Estado que acabaría con el régimen político heredado del priísmo. Pero la euforia que creó el triunfo de Vicente Fox, se agotó rápidamente en los primeros meses de su gestión y el presidente que llegó a la Casa de los Pinos con una gran aureola de legitimidad política, terminó su mandato, cercado de un grueso cordón de seguridad, sin siquiera poder pronunciar su último informe ante el Congreso, situación sin precedentes en la historia parlamentaria de México.

Para empezar hay que señalar que si bien el PAN con Fox a la cabeza había ganado la contienda presidencial, no obtuvo la mayoría en el Congreso y apenas alcanzó el 42.1% de los diputados y el 35.9% de los senadores, en contraposición al PRI que obtuvo un signifi cativo 42.2 por ciento de los diputados y 46.8 por ciento de los senadores, lo que le proporcionaba un gran amplio margen de veto y negociación sobre los proyectos legislativos27. De tal modo que el nuevo presidente terminó por pactar con el PRI para alcanzar la gobernabilidad, aplazando así las urgentes reformas que reclamaba la nación.

27 Por su parte, el PRD, perdió importantes posiciones en el Congreso, en el que sus integrantes tuvieron una disminución considerable de 125 a sólo 50 diputados; su triunfo importante fue retener el Distrito Federal.

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En cuanto al confl icto de Chiapas, lejos de resolverse éste se acrecentó y al fi nal lo único que propuso fue una iniciativa de reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas, que desconocía los acuerdos de San Andrés y hacía caso omiso de las demandas formuladas por los mexicanos en la gran movilización en torno a la “Marcha del Color de la Tierra” impulsada por los zapatistas. En el plano social los resultados fueron todavía más desastrosos: “Entre 2001 y el primer trimestre de 2006 la planta laboral ocupada en los grandes establecimientos económicos que operan en México registró un desplome de 59.5 por ciento, que signifi có una reducción de 5.3 millones en el número de trabajadores, según los informes del INEGI. Al inicio del gobierno del presidente Fox los grandes establecimientos daban ocupación directa a 8.9 millones de trabajadores. Al término del primer trimestre del último año de su mandato la plantilla laboral había descendido a 3.6 millones. En tanto, en el ámbito agropecuario el universo ocupacional resintió una contracción de 16 por ciento en el mismo periodo, lo que signifi có un descenso de 1.2 millones de personas con ocupación”28.

Como si esto fuera poco su estilo “tosco y chabacano” terminó por ridiculizar la investidura presidencial y el “rancherito de botas” –como el mismo se describió– terminó siendo objeto de las más duras caricaturizaciones29. El sexenio foxista termina

28 Juan Antonio Zúñiga. “Se suman al desempleo 6.6 millones” en La Jornada, martes 1 de agosto de 2006.

29 La prensa destacó situaciones como el de referirse a las mujeres como “lavadoras de dos patas”; o confundir al célebre escritor Jorge Luis Borges con “José Luis Borgues” así como sus relaciones maritales con Marta Sahagún –esposa no “autorizada” por la Iglesia.

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en medio de uno de los escenarios más críticos por los que ha atravesado el país en los últimos tres cuartos de siglo tras la brutalidad del fraude electoral.

LA ALTERNATIVA DE IZQUIERDA

Con la deslegitimación del Partido Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional se abren en México dos alternativas desde la izquierda: por un lado, la liderada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), cuya cabeza visible es Andrés Manuel López Obrador, y que avanza hacia la constitución del Frente Amplio Progresista, constituido por el PRD, el Partido de los Trabajadores (PT) y Convergencia, que movilizó un importante sector de la sociedad civil en contra del fraude electoral y que ha esbozado en la Convención Nacional Democrática, sus lineamientos programáticos. Por otro lado, el proyecto neozapatista liderado por el subcomandante Marcos (aunque el mismo se resista a esta caracterización como líder) y que encuentra en la VI Declaración de la Selva Lacandona, una propuesta programática para México. El primero se inscribe en esta línea de políticos progresistas, algunos de los cuales ocupan hoy la presidencia de sus países y cuya expresión más radical es Hugo Chávez en Venezuela; mientras que el segundo recoge un amplio espectro de sectores excluidos, comprometidos con un programa anticapitalista y que plantea una alternativa de modifi cación radical de las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales.

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1. El Partido de la Revolución Democrática (PRD)

Tres vertientes dan origen al Partido de la Revolución Democrática (PRD): en primer lugar, un desprendimiento del PRI que demandaba cambios democráticos en los mecanismos de sucesión presidencial, y que se dio a conocer como “Corriente Democrática” encabezada por el Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas –heredero político de su padre, el general Lázaro Cárdenas, presidente de México entre 1934-1940– y Porfi rio Muñoz Ledo –expresidente nacional del PRI–; en segundo lugar, una vertiente proveniente de los movimientos sociales (campesinos, urbanos, populares) en la que participan cuadros políticos de la izquierda comunista, socialista y nacionalista30 y, fi nalmente, una Corriente de la izquierda partidista que dos años antes había creado el Partido Mexicano Socialista (PMS). El PRD obtiene su registro en mayo de 1989 y su antecedente más inmediato es el Frente Democrático Nacional, creado para las elecciones presidenciales de 1988.

En su momento El PRD logra establecerse como una nueva expresión política de la izquierda mexicana que cuestiona las políticas neoliberales y las privatizaciones

30 La Izquierda Social, que englobaba lo mismo a organizaciones sociales como la Coalición Obrera, Campesina, Estudiantil del Istmo (COCEI), la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), la Asamblea de Barrios de la Ciudad de México, la Unión de Colonias Populares, la Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata, que a agrupamientos de activistas políticos con presencia en el medio social como la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), la Organización Revolucionaria Punto Crítico (ORPC), la Organización de Izquierda Revolucionaria-Línea de Masas (OIR-LM, particularmente en el D.F.) y el Movimiento al Socialismo.

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respaldadas por el PRI y el PAN, defi ende los derechos sociales ciudadanos, se opone a la privatización del seguro social, vota negativamente el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), critica la política migratoria de los Estados Unidos; reclama la participación directa de los ciudadanos en las decisiones de interés público; se opone al fraude electoral, denuncia la corrupción ofi cial y propugna por una reforma electoral verdaderamente democrática. De esta manera logra transformarse en uno de los tres grandes partidos del país, alcanzando en 1997 la alcaldía del DF, algunas gobernaciones –predominantemente en el centro y el sur del país– y aproximándose a la primera magistratura en los comicios electorales del 2006, sobre los cuales pesa –como ya se señaló– un gran manto de duda en cuanto al verdadero triunfador31.

No cabe duda que el PRD logra un innegable avance en relación con los estrechos espacios que, hasta el momento, ocupaba la izquierda independiente y los sectores del nacionalismo revolucionario. El asesinato de más de 600 militantes es, sin lugar a duda, expresión del rechazo a un proyecto que reivindica el tema de la justicia social, las libertades democráticas y el rescate de la soberanía nacional

31 El desempeño electoral del PRD ha sido irregular: En los comicios intermedios de 1991, en los cuales el PRD participó ya con sus siglas, fue un verdadero retroceso con respecto a la elección de 1988; en 1994, Cárdenas sólo sumó 16.9% del total de los votos, muy por debajo de su desempeño anterior. Sin embargo, en 1997 el nuevo partido conoció un notable ascenso. Cárdenas ganó el Distrito Federal con un gran margen respecto a sus adversarios y el PRD elevó considerablemente su votación para las cámaras. A nivel municipal, ha ganado muchas elecciones, pero en la mayoría de los casos no ha tenido continuidad en los siguientes comicios.

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en un país marcado por el autoritarismo. Sin embargo, son también muchas las debilidades y contradicciones que han puesto en tela de juicio su viabilidad como proyecto alternativo: en primer lugar, cabe resaltar el carácter caudillista del movimiento –que está en los orígenes mismos del movimiento– y que conspira en contra de las formas democráticas para la toma de decisiones, de tal modo que los actos y declaraciones del líder desempeñan un papel determinante a la hora de trazar los rumbos políticos de la agrupación.

En segundo lugar, la actividad política del PRD se ha limitado, cada vez más, a las campañas electorales, los escenarios parlamentarios y el gobierno. Muchos cuadros de los movimientos sociales que han adherido al partido, han terminado absorbidos en actividades puramente electorales, con la consecuente pérdida de su dinámica reivindicativa. Esta actitud quedó muy clara en el comportamiento asumida por los legisladores electos del PRD, en la coyuntura poselectoral de julio de 2006, ya que mientras por un lado apoyaban la concreción de un gobierno en rebeldía, con Manuel López Obrador a la cabeza, por otro se negaban a suspender la aceptación de sus cargos en el Congreso y demás órganos legislativos.

A lo anterior se suman, los escándalos de corrupción que han permeado sus fi las, como el que comprometió a René Bejarano –secretario particular del, entonces, alcalde de ciudad de México Manuel López Obrador– a quien se le acusó de haber recibido dineros del empresario Carlos Ahumada. Todo lo cual ha desdibujado la imagen pública del Partido.

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Finalmente, hay que señalar que el PRD adolece de una falta de un programa coherente a largo plazo. Su naturaleza inicial estuvo signada por el propósito de refundar el nacionalismo revolucionario sobre el cual se legitimó el estado mexicano en la perspectiva de construir una democracia participativa. No obstante, “el carácter improvisado que marcó su constitución, a partir de una coalición disímil e inestable, dio como resultado un partido fragmentado y en ciertos momentos polarizado; los diferentes grupos y corrientes políticas que conviven en el partido distan mucho de tener una concepción homogénea con respecto a lo que éste debe ser; esto ha propiciado desavenencias con respecto al lugar jerárquico de cada uno de los grupos que los constituyen, y a la postura ideológica que debe ser adoptada; también ha habido desacuerdos en relación con las estrategias de largo plazo y con la actitud del partido ante ‘asuntos coyunturales’”32.

Es cierto que la iniciativa formulada por los dirigentes del PRD de convocar una Convención Nacional Democrática, en septiembre del 2007, se constituyó en la posibilidad de constituir un gran frente social y político compuesto por organizaciones políticas y sociales, ONG y grupos de intelectuales alrededor, en torno a un programa de cinco puntos básicos: impulso a un Estado de Bienestar, defensa del patrimonio de la Nación: contra las privatizaciones (petróleo, gas y electricidad), la educación, salud y los recursos

32 Yolanda Meyenberg. “El PRD. La pugna por un nuevo liderazgo”. Ponencia presentada al VII Congreso Español de Ciencia Política y de la Administración. Democracia y Buen Gobierno. Grupo de Trabajo 23. Partidos y Sistemas de Partido en nuevas Democracias. Madrid 21-23 septiembre de 2005. Versión Electrónica.

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naturales estratégicos; derecho público a la información y lucha contra la corrupción y la impunidad y la renovación de las instituciones políticas nacionales. Sin embargo, éste se ha limitado a dar el apoyo plebiscitario a Andrés Manuel López Obrador sin que todavía haya hecho mucho en la posibilidad de constituir un gran programa que recoja las reivindicaciones concretas, de clase, de cada sector y de cada localidad que participa en esta Convención Nacional.

2. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)

México cuenta con una rica y larga historia de movilizaciones y rebeliones armadas que tiene como punto de partida los ejércitos de peones, campesinos e indígenas organizados por los curas Miguel Hidalgo y José María Morelos durante la lucha por la independencia de España; pasa por la llamada “guerra de castas” en Yucatán a mediados del siglo XIX, se continúa en el siglo XX con las luchas agraristas de Emiliano Zapata, Pancho Villa y Saturnino Cedillo al despuntar el decenio de los diez, tiene luego otro momento importante con la movilización de los cristeros en los años veintes, para entroncar en un período más reciente con las guerrillas rurales de Lucio Cabañas y Genaro Vásquez, las organizaciones armadas urbanas de los años setentas, y llegar así al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el Ejército Popular Revolucionario (EPRI) y su desprendimiento el EPRII.

El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) surgido de las entrañas de las selva Lacandona (Chiapas), el 1 de enero 1994, en el preciso momento en que entra en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)

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fi rmado por México, Estados Unidos y Canadá no constituyó una acción improvisada, sino que es el resultado de una larga labor de preparación político-militar. No es mi propósito examinar aquí las circunstancias objetivas y subjetivas que hicieron posible la irrupción del EZLN pero si me parece importante destacar las diferentes corrientes que confl uyen en la conformación del movimiento neozapatista y que nos permiten construir un perfi l del movimiento:

Por un lado, está el desarrollo político-ideológico de un amplio movimiento campesino, indígena y popular, conformado a lo largo de dos décadas de luchas y movilizaciones sociales y que tiene un momento importante en 1974 con la realización del Congreso Indígena en San Cristóbal de las Casas, con motivo de los 500 años del nacimiento de Bartolomé de las Casas, y bajo el impulso del gobierno chiapaneco y la Diócesis de esta región y que logró aglutinar a varios pueblos indígenas. Paralelo a éste, pero por fuera de la infl uencia ofi cial, se proyectan otras experiencias organizativas como “los comuneros de Venustiano Carranza; el levantamiento de indígenas tzotziles en el municipio de San Andrés Larráinzar, el violento despertar de los chamulas y, por último, el resurgimiento de la lucha agraria de los campesinos mestizos de la región de la Frailesca, principalmente, en el municipio de Villa Flores, cuyo movimiento se extendió a los de Chiapa de Corzo, Tzimol y Socoltenango y que en 1976 fundaron la Alianza Campesina ‘10 de abril’” (González y Pólito, 1995).

Por otro lado, está el decidido apoyo de las comunidades eclesiásticas de base de la diócesis de San Cristóbal, convertida en un centro importante de prédica de la “teología

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de la liberación” y su compromiso con una opción hacia los pobres. Al frente de la diócesis, cumple una importante labor de catequización el obispo Samuel Ruiz33, quien desde 1959 es consagrado como tal, y a través de largos años logra establecer fuertes vínculos con las comunidades indígenas transmitiendo “un mensaje cristiano distanciado de la normal prédica conformista de una iglesia al servicio de los hombres de oro, y más cercana a la prédica liberadora de los tan esperados hombres de maíz” (Camú y Totoro, 1994:87).

Una tercera vertiente que confluye en el levantamiento armado de Chiapas es la conformada por un contingente de militantes de izquierda quienes llegan a fi nales de los años 70 y comienzos de los ochentas al estado de Chiapas para articularse con el movimiento campesino y las comunidades indígenas. Estos militantes provenían de núcleos sobrevivientes de la sangrienta represión ejercida contra la guerrilla urbana, por el gobierno de Luís Echeverría y según el polémico libro escrito por el periodista Carlos Tello Díaz, eran militantes de las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), y uno de cuyos cuadros más sobresalientes sería el hoy conocido como Subcomandante Marcos (Tello, 1995:95).

Para el escritor e historiador Adolfo Gilly los verdaderos protagonistas de la rebelión zapatista son las comunidades agrarias con sus creencias, valores, relaciones internas, su cosmovisión del mundo, desde esta perspectiva, “la rebeldía

33 Sobre la labor pastoral desarrollada por el obispo Samuel Ruiz en San Cristóbal de las Casas, puede consultarse el libro del historiador mexicano Jean Meyer (con la colaboración de Federico Anaya y Julio Ríos). Samuel Ruiz en San Cristóbal. México: Tusquets, 2000.

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rural termina insertándose, en los tiempos largos, como uno de los modos de conformación y de existencia de la comunidad estatal mexicana. O, en otras palabras, como uno de los elementos potenciales constitutivos de la relación de mando-obediencia entre dirigentes y dirigidos, entre gobernantes y gobernados” (Gilly, 1997:30). En este sentido, sostiene Gilly, la revolución mexicana puede ser interpretada como una revolución donde los campesinos adquieren una idea de nación a través de su experiencia vivida en los años del confl icto y que cristaliza en un acuerdo, que se plasma en el artículo 27 de la constitución de 1917, en donde los líderes de las comunidades agrarias hacen concesiones a sus dominadores con el fi n de garantizar el derecho a la tierra.

El mencionado artículo que otorga a la nación mexicana la propiedad de los recursos naturales del país y consagra como mexicanos todos los títulos que daban derecho a tierra y agua, al tiempo que dispone la expropiación de los latifundios para subdividirlos en granjas pequeñas y propiedades rurales de carácter comunal. Ese pacto se rompió a fi nales de 1989 cuando la élite mexicana, en el marco de las negociaciones del TLCAN, modifi có el artículo 27 y “cerró la posibilidad de futuros repartos agrarios; legalizó la privatización de las tierras ejidales y comunales, que en adelante podrán venderse, comprarse o usarse como garantía de créditos; y facilitó la compra en bloque de parcelas, tierras y bosques por empresas privadas de accionistas” (Gilly, 1997:40). Desde entonces, el camino para la insurrección quedó allanado.

No es una casualidad que el 1 de enero de 1994, cuando se pone en vigencia el TLCAN, estallará la rebelión indígena en

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Chiapas que reivindica en su primera declaración, el derecho constitucional que tiene el pueblo de alterar o modifi car la forma de su gobierno, declara la guerra al ejército federal, ordena a las fuerzas militares del EZLN avanzar hacia la capital y hace un llamado al pueblo de México para que participen en la lucha por sus demandas básicas de trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz (EZLN, 1994:33-5). Numerosos factores inciden en la rápida receptividad y solidaridad que despierta el movimiento insurreccional de Chiapas, entre otros: la legitimidad de su lucha, la utilización de un lenguaje renovado que incluye utilización de símbolos que combinan imágenes de lo tradicional y lo moderno, la recuperación de valores hasta entonces opacados por los discursos hegemónicos, la invocación al problema de la identidad nacional.

El EZLN se inserta en una nueva generación de movimientos sociales que se vienen consolidando hoy en América Latina (vb.gr. los movimientos indígenas en Ecuador y Bolivia, los piqueteros en Argentina y el movimiento “sin tierra” en el Brasil) y que coloca sobre el tapete algunos temas importantes de discusión relacionados con el poder, la autonomía y la autogestión, las formas organizativas y las forma de hacer política, que encuentran en el “oxymoron” o el mandar obedeciendo su principio fundamental “pues si el protagonista principal, activo y fundamental de estos nuevos movimientos son las masas y las clases populares, y no sus ‘líderes’ ni sus ‘políticos’ ‘profesionales’, ni sus ‘intelectuales’, entonces el rol de todos estos últimos sólo puede ser el de ‘portavoces’, ‘voceros’, ‘enlaces’ o ‘representantes’, que son en todo

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tiempo y lugar revocables […] que son capaces de ‘mandar’ sólo y en la justa medida en que ‘obedecen’ realmente a los intereses genuinos y a las demandas específi cas de ese fuerte movimiento social al que representan y expresan” (Aguirre, 2006).

Desde el 2003, los neozapatistas vienen impulsando la creación de espacios de autonomía local y regional, experiencia que debe decirse no es exclusiva de este movimiento (en Ecuador y Colombia hay prácticas organizativas en tal sentido) a través de las los llamados “Caracoles” y “Juntas de Buen Gobierno”, los cuales se han venido confi gurando mediante largas discusiones, acuerdos (y silencios) y cuyo objetivos, en palabras del subcomandante Marcos, es, entre otros, “contrarrestar el desequilibrio en el desarrollo de los municipios autónomos y de las comunidades. Mediar en los confl ictos que pudieran presentarse entre municipios autónomos y entre municipios autónomos y municipios gubernamentales. Atender las denuncias contra los Consejos Autónomos por violaciones a los derechos humanos, protestas e inconformidades, investigar su veracidad, ordenar a los Consejos Autónomos la corrección de estos errores, y vigilar su cumplimiento. Vigilar la realización de proyectos y tareas comunitarias en los municipios autónomos”.

En sus 13 años de existencia se han operado cambios signifi cativos en el EZLN y aunque hoy siga siendo una organización político-militar con una amplia base social, se ha transformado ante todo en un movimiento político social, que ejerce control y autoridad sobre un territorio, bajo la protección de milicias armadas. De otro lado, si en

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un principio sus demandas estuvieron centradas en la lucha por las demandas de los pueblos indígenas, hoy la estrategia neozapatista pasa por acumular fuerzas y tejer alianzas para reconstituir la sociedad desde abajo. Esto quedó claramente expresado en la VI Declaración, donde se expresa: “1. Vamos a seguir luchando por los pueblos indios de México, pero ya no sólo por ellos ni sólo con ellos, sino que por todos los explotados y desposeídos de México, con todos ellos y en todo el país. Y cuando decimos que todos los explotados de México también estamos hablando de los hermanos y hermanas que se han tenido que ir a Estados Unidos a buscar trabajo para poder sobrevivir. 2. Vamos a ir a escuchar y hablar directamente, sin intermediarios ni mediaciones, con la gente sencilla y humilde del pueblo mexicano y, según lo que vamos escuchando y aprendiendo, vamos a ir construyendo, junto con esa gente un programa nacional de lucha, pero un programa que sea claramente de izquierda o sea anticapitalista o sea antineoliberal, o sea por la justicia, la democracia y la libertad para el pueblo mexicano.3. Vamos a tratar de construir o reconstruir otra forma de hacer política, una que otra vuelta tenga el espíritu de servir a los demás”.

Este es el propósito de “la otra campaña” que ha sido defi nida en contraposición a la campaña electoral que concluyó con el fraude electoral de julio de 2006, y que busca abrir una vía alternativa a la crisis social que vive México, diferente al camino de la represión que viene aplicando Felipe Calderón pero, también, que vaya mucho más allá de los objetivos generales y limitados que ha defi nido la Convención Nacional Democrática, liderada por Manuel López Obrador y emprenda el avance por senderos alternativos al capitalismo.

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A MODO DE CONCLUSIÓN

En el lapso desde el levantamiento armado de Chiapas, el primero de enero de 1994 hasta la coyuntura poselectoral del 6 de julio de 1997, México ha tenido cambios signifi cativos: el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó el país de manera hegemónica y autoritaria durante más de 70 años, fue derrotado en las urnas, en los comicios electorales del 2000. Pero Vicente Fox, su sucesor, no llevó a México por los senderos de la transición democrática, contrariamente a ello acentuó el modelo económico excluyente y la crisis política, económica y social del país es más profunda que la vivida en 1994, la violencia se ha diversifi cado y extendido en todo el país y los procesos electorales locales y nacionales, pese a la presencia de nuevos organismos de control como el Tribunal Electoral del Poder Judicial, siguen siendo altamente cuestionados. De tal modo que si antes se creía que las luchas por el poder se resolverían en las urnas, ahora es claro que las elecciones –como en los tiempos de Porfi rio Díaz– sirven para legitimar el poder de las élites; si antes, algunos pensaban que el PAN, pondría fi n a 71 años de una hegemonía corrupta, hoy el PAN ha demostrado que no tiene mientes en recurrir a los mismos métodos de su otrora adversario y ahora aliado incondicional el PRI.

Pero también en el escenario del 2007 hay elementos nuevos que crean condiciones favorables para el cambio democrático en México, cuando amplios sectores de la población han salido a las calles a protestar contra el fraude electoral y han lanzado su clamor por una verdadera transformación social. Y si en 1994 Chiapas marcó el inicio de un camino, hoy la “comuna

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de Oaxaca” está mostrando a México y al continente, experiencias inéditas de resistencia popular. Por lo que se hace necesario tejer redes de acción y coordinación más orgánica de todos los movimientos y expresiones de lucha social, lo cual exige de actores como el PRD una ruptura defi nitiva con sus lastres priístas y caudillistas; y del EZLN y el subcomandante Marcos, un verdadero diálogo con todos estos movimientos de resistencia, que permita pasar de sus frases declaratorias bellamente construidas al campo de los hechos.

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