Bienvenida Nuestra Muerte. Por Isaac L.

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Bienvenida Nuestra Muerte POR: ISAAC L. [ ] Bienvenida Nuestra MuerteFue un día, aparentemente, normal de septiembre, fecha en la que aún estaba de moda hablar de la muerte de los colegas en el once de septiembre trágico de New york. Alan era el más novato de todos; se había pasado practicando las maniobras y técnicas de rescate toda la mañana del turno anterior y ahora estaba por enfrentarse a lo que podría ser su último día de existencia si fallaba en algo; era la persona más aplicada que había conocido en mi vida, se molestaba cuando algo no estaba en su lugar, se esmeraba porque cascos, botas y casacas se mantuvieran perfectamente colocados para el momento de salir en auxilio de alguien o algo. El viejo Líam, al que en ninguno de mis nueve años de estar en la XVI Estación había visto nervioso, lo vi sudando como nunca y con una expresión de tragedia en el rostro; a pesar de ser uno de los más antiguos se sabía muy poco de él, siempre se limitaba a su trabajo y muy pocas veces se le oyó mencionar pequeños fragmentos de su vida personal; galonista primero, con la cabeza ligeramente nevada lo cual proyectaba más respeto que su grado jerárquico, hacía apenas quince días había celebrado su cumpleaños número cuarenta y seis era el más viejo que nos acompañaba en ese servicio. ¿Nervioso, mi Mayor? Preguntó tratando de mostrarse templado como hasta ese día lo había sido. Confío en mi equipo Respondí sin desviar mi vista del camino. En medio del cabo Líam y yo se encontraba Jiménez, el más vivaracho y jovial de todos, se encargaba siempre de las bromas a los novatos y de poner un poco de alegría en la estación a cada noche con sus chistes machistas, feministas, políticos, religiosos, etc. Le tiraba a todo mundo cuando se ponía alegre (cosa que era de cada turno), sin embargo a esa hora solo se limitaba a jalar la cadena para hacer sonar la bocina de la motobomba, puesto que la sirena no era suficiente para aligerar el tráfico; mientras lo veía en su afán porque no disminuyéramos la velocidad, me preguntaba ¿cómo puede ser posible que por más que suene la sirena acompañado del sonido estridente de un claxon necio en las manos del desesperado Jiménez, nadie hacía nada por moverse para cedernos el paso? y lo triste de todo es que al llegar al lugar teníamos que soportar los comentarios desagradables y denigrantes que entre dientes sonaban del tipo “tarde como siempre” “ a ver si venían mañana” “deberían hacer bien su trabajo”. Para mí, como siempre en casos similares, pisaban fuerte los pensamientos más catastróficos posibles, era como una manera de visualizarme ante las tragedias y accidentes que pudiéramos enfrentar; siempre que partía de la estación con el ulular de la sirena en su mayor eufonía imaginaba lo peor, ¿Aún estarán con vida?, ¿El edificio está ardiendo en llamas y tendré qué arriesgar la vida de mi equipo de rescatistas?, ¿lograré evitar el sufrimiento de alguien?, ¿volveré con vida a casa? Era un palpitar desorbitante de inquietudes, posiblemente aquella vida de emociones fuertes estaba acabando conmigo, pero sin duda alguna, sin esa vida hubiese muerto desde hace mucho sin darme cuenta. A esas escenas (por más frecuentes que hayan sido), nunca había logrado acostumbrarme por completo. Llevaba ya nueve años de servicio

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Cuento corto refelxivo

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Bienvenida Nuestra Muerte POR: ISAAC L.[ ]

“Bienvenida Nuestra Muerte”

Fue un día, aparentemente, normal de

septiembre, fecha en la que aún estaba de

moda hablar de la muerte de los colegas en el

once de septiembre trágico de New york.

Alan era el más novato de todos; se había

pasado practicando las maniobras y técnicas

de rescate toda la mañana del turno anterior y

ahora estaba por enfrentarse a lo que podría

ser su último día de existencia si fallaba en

algo; era la persona más aplicada que había

conocido en mi vida, se molestaba cuando

algo no estaba en su lugar, se esmeraba

porque cascos, botas y casacas se

mantuvieran perfectamente colocados para el

momento de salir en auxilio de alguien o

algo. El viejo Líam, al que en ninguno de mis

nueve años de estar en la XVI Estación había

visto nervioso, lo vi sudando como nunca y

con una expresión de tragedia en el rostro; a

pesar de ser uno de los más antiguos se sabía

muy poco de él, siempre se limitaba a su

trabajo y muy pocas veces se le oyó

mencionar pequeños fragmentos de su vida

personal; galonista primero, con la cabeza

ligeramente nevada lo cual proyectaba más

respeto que su grado jerárquico, hacía apenas

quince días había celebrado su cumpleaños

número cuarenta y seis era el más viejo que

nos acompañaba en ese servicio.

–¿Nervioso, mi Mayor? –Preguntó tratando

de mostrarse templado como hasta ese día lo

había sido.

–Confío en mi equipo –Respondí sin desviar

mi vista del camino.

En medio del cabo Líam y yo se encontraba

Jiménez, el más vivaracho y jovial de todos,

se encargaba siempre de las bromas a los

novatos y de poner un poco de alegría en la

estación a cada noche con sus chistes

machistas, feministas, políticos, religiosos,

etc. Le tiraba a todo mundo cuando se ponía

alegre (cosa que era de cada turno), sin

embargo a esa hora solo se limitaba a jalar la

cadena para hacer sonar la bocina de la

motobomba, puesto que la sirena no era

suficiente para aligerar el tráfico; mientras lo

veía en su afán porque no disminuyéramos la

velocidad, me preguntaba ¿cómo puede ser

posible que por más que suene la sirena

acompañado del sonido estridente de un

claxon necio en las manos del desesperado

Jiménez, nadie hacía nada por moverse para

cedernos el paso? y lo triste de todo es que al

llegar al lugar teníamos que soportar los

comentarios desagradables y denigrantes que

entre dientes sonaban del tipo “tarde como

siempre” “ a ver si venían mañana” “deberían

hacer bien su trabajo”.

Para mí, como siempre en casos similares,

pisaban fuerte los pensamientos más

catastróficos posibles, era como una manera

de visualizarme ante las tragedias y

accidentes que pudiéramos enfrentar;

siempre que partía de la estación con el

ulular de la sirena en su mayor eufonía

imaginaba lo peor, ¿Aún estarán con vida?,

¿El edificio está ardiendo en llamas y tendré

qué arriesgar la vida de mi equipo de

rescatistas?, ¿lograré evitar el sufrimiento de

alguien?, ¿volveré con vida a casa? Era un

palpitar desorbitante de inquietudes,

posiblemente aquella vida de emociones

fuertes estaba acabando conmigo, pero sin

duda alguna, sin esa vida hubiese muerto

desde hace mucho sin darme cuenta. A esas

escenas (por más frecuentes que hayan sido),

nunca había logrado acostumbrarme por

completo. Llevaba ya nueve años de servicio

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efectivo, peleando a morir por cada ascenso

posible, sin embargo, cada emergencia me

marcaba y traumaba de alguna forma y

aquella, tras cada cuadra avanzada parecía

visualizarse como una de las más

inolvidables de mi vida, o posiblemente la

última.

–Tengo un mal presentimiento, mi Mayor –

Habló Líam interrumpiendo mi

concentración en el camino y la radio por

donde recibíamos las indicaciones del oficial

Amílcar desde la Base.

Haber escuchado eso en voz de la persona

más tranquila y menos supersticiosa que

había conocido en muchos años estaba

marcando aún más ese día en la historia de

mi vida.

–Hagamos lo que sabemos hacer, “Salvar

vidas” –Traté de animarlos, mientras giraba

el timón en lo que parecía ser la última

esquina antes de llegar al “Edificio en

llamas”.

“Tenemos caos en la zona y personas

atrapadas, los refuerzos más cercanos están

a veinte minutos de ustedes. Procedan con

precaución”

Eran las once de la mañana, el sol se erguía

frente a nosotros prendido a todo lo que daba.

Teníamos una motobomba de diez toneles y

la cisterna más cercana estaba a veinte

minutos, víctimas atrapadas, gente

aglomerada gritando y otros entrando en

pánico, las escenas más temidas para los

rescatistas. Sin embargo, ni los malos

presentimientos de Líam, mis fobias, el

miedo a sufrir o a morir nos iba a hacer

retroceder; por alguna extraña razón y por

más miedo que tuviéramos, había algo que

nos hacía sentir orgulloso de estar en ese

camión, arriesgando nuestras vidas por

personas que no conocíamos. Mientras

pisaba a fondo y me desesperaba más por

llegar al punto, vino a mi mente la frase que

Líam repetía constantemente con cierto aire

de arrogancia “Bienvenida sea la muerte si

me encuentra en cumplimiento de mi deber”.

En ese momento giré levemente la cabeza

hacia mi derecha y pude observar el rostro

pálido y brilloso de de mi compañero, como

si se le hubiese aparecido la misma muerte.

Giré rápidamente la cabeza y me enfoqué en

el último kilómetro de camino, no quise ver

la cara de Jiménez, sabía que nada alentador

encontraría en él, lo que pude observar por el

retrovisor fue la mirada fija y pensativa de

Alan quien se encontraba aferrado al larguero

de la escalera trasera de la motobomba. Los

conocía a todos, habíamos enfrentado

muchas vicisitudes juntos y a excepción de

Líam, en la mayoría de casos los había visto

nerviosos y con cierto vejo de espanto en los

ojos.

Se observaba ya a poca distancia una nube

negra en forma ceiba que era frágilmente

dominada y abatida por el viento. A medida

que nos acercábamos veíamos como el cálido

día se iba convirtiendo en un obscuro y

fúnebre atardecer de medio día, en donde nos

informaban por radio que ya habían

fallecidos en el lugar. Las personas corrían

despavoridas tratando de alejarse lo más

posible de aquella nube que empezaba a

avanzar por entre las calles y avenidas de la

ciudad, mientras que a pocos metros de

distancia se distinguía una construcción de

más de quince niveles qué parecía ceder ante

el rojo intenso que se formaba a partir del

quinto piso.

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–¿El miedo alguna vez nos hará retroceder? –

Fue mi pregunta pocos minutos antes de

detener la motobomba.

–¡¡Nunca, mi Mayor!! –Respondió con

firmeza, Jiménez.

–Hagamos lo que venimos a hacer, tengo una

cita con una pelirroja al entregar turno y no

pienso morir sin antes haber probado ese

hermoso trasero –Las vulgares y

desentonadas palabras del viejo Líam, antes

de jalar la manija y correr a coordinar su

equipo.

No había razón alguna para no sentir miedo,

sabíamos que teníamos que entrar a sacar

personas del edificio que estaba por colapsar,

y como cualquier otra persona estábamos

temerosos de lo que pudiera pasar. Por más

reconocimientos que pudiera recibir un

elemento muerto en cumplimiento de su

deber, no queríamos eso… nadie ahí quería

ser un héroe muerto en batalla, todos

queríamos vivir, salvar a todo mundo, y

volver a casa con nuestros seres queridos.

–Aún nos quedan muchos años para salvar

vidas, vive hoy –Escuché a Jiménez alentar a

su compañero Alan mientras se colocaban el

equipo de EPRAC.

–Equipo uno, necesito dos líneas, una de dos

y media y la otra de una y media a los niveles

más distantes –Indicó Líam tan rápido y

fuerte como pudo.

Jiménez coordinaba la atención a los

pacientes que se encontraban afuera,

mientras también, pedía ayuda para mover

los cadáveres que se encontraban tirados a las

faldas del edificio. Las personas de los

niveles superiores sabiendo de su suerte,

prefirieron morir estrellándose contra el

concreto antes de sucumbir lenta y

dolorosamente por el calor abrazador del

incendio.

Avancé lo más rápido posible, obvie por

completo la escena desgarradora que se vivía

afuera, había parte del equipo encargándose

ya del asunto.

Me hice de una llave de bombero y un hacha

mientras era rociado por la manguera de una

y media que fuertemente golpeó mi careta

haciéndome retroceder un paso; avancé a la

entrada principal, golpee la chapa de la

puerta mientras Líam apuntaba el pitón con

ojo de franco tirador hacia mi dirección, tras

asegurar la entrada, decidido y con la mente

clara en mi objetivo me dirigí hacia las

escaleras de aquel viejo hotel que había

servido de hostería para grandes figuras que

alguna vez visitaron la ciudad.

Mientras avanzaba por la escalera

caracoleada de madera, secundado por Alan

y Líam quienes se aferraban a la línea de una

y media, escuchaba con más claridad los

gritos aterrados de personas atrapadas en los

pisos superiores de la construcción.

Justamente en el piso cuatro, cuando el humo

obscurecía por completo el lugar, tras

forcejear con la Halligan, escuché un sonido

gutural que se acercaba lentamente hacia mí,

le grité para que pudiera acercarse y en

cuestión de segundos sentí como se aferraba

fuertemente a mi pierna; contuve la

respiración mientras le cedía mi conexión de

airé comprimido. Era una morena que tenía

unos ojos negros muy grandes que crecían

aún más por el pavor que sentía de creer que

había llegado su último día. Luego de

estabilizarla le indiqué que siguiera la

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manguera para poder salir del edificio a lo

que obedeció al instante. Los compañeros y

yo seguimos avanzando. A medida que

subíamos derrumbando puertas y tirando

ventanas, exigía por radio de la ayuda de

refuerzos una y otra vez, a lo que siempre

recibía una respuesta negativa.

“El último cuarto de agua en la motobomba

y los refuerzos aún en camino”

Odié la voz de Jiménez por haberme dado tan

mala noticia. Habían transcurrido más de

veinte minutos, los tanques de aire

comprimido estaban agotándose, estábamos

al límite con el agua, y con decenas de

personas atrapadas en el edificio. Esa era la

peor noticia que recibía. No pensaba que

aquella vetusta construcción fuera a

derrumbarse, sin embargo a la altura del piso

seis la temperatura sobrepasaba los sesenta

grados, casi imposible para sobrevivir sin un

equipo de acercamiento. Para ese entonces

Alan se encontraba ya guiando a un grupo de

personas cuesta abajo, con un anciano en la

espalda.

Líam seguía tras de mí tratando de disipar la

menor cantidad de agua posible, sabiendo

que en cualquier momento empezaríamos a

avanzar frente a las llamas sin una sola gota

de liquido…

Minutos después de la partida de Alan

sucedió algo que ni el viejo Líam ni yo

esperábamos; aproximadamente seis a siete

pisos arriba de nosotros escuchamos los

gritos horrorizados de muchas personas al

tiempo que varias explosiones de forma

ordenada se escucharon una tras otra,

separadas exactamente por un intervalo de

dos segundos cada una. Todo vibraba

mientras pedazos de concreto caían y el calor

se intensificaba en el lugar, mis reflejos me

hicieron avanzar más para evitar caer al vacío

junto con las escaleras que se estaban

desplomando por el movimiento brusco de la

explosión; cuando voltee para buscar a mi

compañero, vi con horror como su cuerpo era

empujado por una viga de concreto que se

desprendía en un extremo y lo estrellaba con

fuerza en una división de madera a la cual

quebraba con su cuerpo; era casi imposible

que alguien sobreviviera a eso. Como pude

corrí hacia él, entre los escombros y la loza

agrietada me hice paso para poder llegar.

Ambas piernas atrapadas bajo la viga de

concreto, había perdido el casco con el golpe,

su cabeza nevada ahora había cambiado a

rojo, la aguja del manómetro de su tanque

marcaba el mismo color de su cabeza; estaba

asfixiándose. Rápidamente me quité la careta

y le cedí aire, contuve la respiración cuanto

pude, me coloqué nuevamente la careta y vi

en su rostro la serenidad que le conocía desde

el primer día que lo presentaron como mi

instructor de cabuyería, pero no solo eso,

había en él tanta paz, como si se tratase de

alguien que ha cumplido su misión en la

vida; jamás tuve enfrente un rostro tan lleno

de satisfacción como aquel galonista primero

que me sonrió y dijo con voz agitada y ronca.

–Parece que no tendré a una pelirroja en mi

cama al fin de todo. –Habló con dificultad.

Me limité a sonreír mientras le aseguraba que

íbamos a salir de ahí. Él sabía que era

imposible, incluso yo, estaba consciente de

que era absurdo pensar en ir seis pisos abajo

con él en la espalda y más, sabiendo que no

me quedaban más de dos minutos de aire en

mi tanque.

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En mis cálculos estaba cuando de pronto

observé a metros de distancia una chaqueta

amarilla; rápidamente desabroché mi equipo

de auto contenido, corrí al lugar, y me

encontré con un niño no mayor de diez años,

lo tomé en mis brazos y corrí donde mi

compañero, mientras corría, una explosión

tras de mí nos lanzó por casi más de diez

metros, traté de proteger al niño en la caída,

en mi intento por protegerlo todo mi peso se

dejó venir sobre mi espalda baja por lo que

quedé inmóvil de la cadera a los pies. Como

pude me arrastré con el niño en mis brazos;

el dolor era tormentoso, sonidos guturales

salían de mí en cada esfuerzo por arrastrarme

hacia mi compañero.

Tras unos minutos de tortura logré avanzar

hasta donde se encontraba el cabo Líam, le

colocamos la careta para que respirara aire

puro, segundos después abrió los ojos; el

niño estaba agonizando, pero sin embargo al

acercarme, no advertí la mirada de un

moribundo; en realidad vi en sus ojos el

brillo del que gozan los niños cuando por fin

tienen el juguete que tanto han deseado.

–Vinieron por mí –dijo con gran dificultad,

pero con una alegría difícil de entender en un

escenario como ese.

–¿Cómo te llamas? –Pregunté sabiendo qué

podría ser la última palabra que dijera.

–Ju… Julián –Respondió mientras levantaba

su mano para acariciar mi rostro, el cual se

encontraba empapado de las incontenibles

lágrimas que el escuchar su nombre provocó

en mí–. Vi… nieron por mí, –Repitió por

última vez fijando sus ojos brillosos hacía los

míos.

–¡¡Claro que sí campeón, venimos por ti!!

Lo abracé fuerte contra mi pecho y lloré

como un niño, mientras repetía

constantemente: venimos, venimos por ti,

venimos por ti, pequeño. Con el alma

destrozada, cerré los ojos de Julián y volví a

estrecharlo contra mi pecho una vez más. Un

momento de profundo silencio cedió lugar en

aquel momento, como si el mismo fuego,

respetara la conmoción de aquella escena.

–¡Mi mayor!, el niño se llamaba como usted

–Habló, sujetando mi brazo con fuerza.

Fue ese el momento en el que descubrí, que

no había escogido mejor vida que la de haber

sido bombero. Me acerqué al cabo Líam,

coloqué mi brazo sobre su hombro.

–Ha sido un gusto servir a su lado, Cabo

Líam… –Expresé temeroso de lo que nos

esperaba.

Entre ambos tratamos de resguardar los

restos del pequeño Julián con nuestros

propios cuerpos. Un momento después el

fuego tomó más intensidad y se acercaba con

furia hacia nosotros. Mientras cubría a Julián

con mi casaca, mi compañero arrojaba la

careta hacia un lado, puesto que el tanque de

aire comprimido se había vaciado. Sonreímos

y nos aferramos uno al otro resguardando al

pequeño.

–Bienvenida la muerte, si me encuentra en

cumplimiento de mi deber –Habló mi colega

con una sonrisa dibujada en su rostro.

Mientras, bajo nosotros se escuchó por

última vez, una secuencia de explosiones.

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Epílogo

Sonaban rítmicos los pasos de un hombre de

traje desgastado. Proyectaba en su rostro

bastante enojo y desagrado hacia todo

mundo; su cabello caía ligeramente sobre su

frente y tapaba un cuarto de sus pequeñas

orejas, lentes gruesos y una barba que

enmarcaba su cara dándole un atuendo

bastante pasado de moda para el año en el

que se encontraba. Llevaba consigo una

carpeta y avanzaba con desesperación sobre

el piso ajedrezado de aquella estación

policial.

–Quiero hablar con el comandante –increpó a

la recepcionista y antes de que ésta le diera la

negativa se internó en la oficina para

confrontar seriamente al comandante.

–Tengo en mis manos el resultado de la

investigación que confirma que el incendio

del hotel fue provocado, así como también el

colapso del mismo.

–Ese caso está archivado, –Respondió

desinteresado.

–Dos bomberos inocentes y varios civiles

murieron en ese incendio, tenemos a los

culpables y usted me dice que ¿el caso está

archivado?

–Mire, no se meta en problemas, allá arriba

hay otros más duros y siniestros, y ellos son

los que controlan todo, si quiere seguir

dándole vueltas al asunto, allá usted, luego

no diga que no se lo advertí.

Tras estas palabras sonó el portazo de la

comandancia.

Minutos más tarde, en un desolado lugar

donde alguna vez brilló un espléndido Hotel,

se encontraba un joven detective, hacía ya

varios años alguien le había salvado la vida,

fue encontrado entre los huesos

desquebrajados de dos hombres que usaron

su último recurso para salvarle la vida.

Habían pasado quince años y Julián no había

olvidado el acto heroico del Cabo Líam

Sánchez y el Mayor Julián Valcárcel.