BOLETÍN MENSUAL DE LA ORDEN MÍNIMA FRANCISCANA

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BOLETÍN MENSUAL DE LA ORDEN MÍNIMA FRANCISCANA MARZO DE 2013 Número 135 Donativo $7.00 M.N.

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San José, Patrón de la Iglesia Universal

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BOLETÍN MENSUAL DE LA ORDEN MÍNIMA FRANCISCANAMARZO DE 2013 Número 135 Donativo $7.00 M.N.

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Era el 8 de diciembre del año 1870. De to-

dos los puntos del universo cris-tiano llegaban a Roma, para ser depositados a los pies de la Sede

de Pedro, ardorosos testimonios de la

fe del mundo católico en las sublimes pre-rrogativas y en el poderoso

patrocinio de San José.

Iba a sonar la hora señalada por la Providencia para la supre-ma exaltación del augusto Esposo de María. S.S. Pio IX deseaba pu-blicar, en el mismo día de la In-maculada Concepción y desde su

cautiverio del Vaticano, el decreto que a tan grande altura había de en-cumbrar en los tiempos venideros al padre adoptivo del Salvador del mundo.

“Teniendo en cuenta – decía el insigne Pío IX – los votos de todo el orbe católico, así de los fie-les como de sus principales pasto-res; considerando que la devoción a San José ha adquirido un extraor-dinario desarrollo en los últimos tiempos, en que una cruel y encar-nizada guerra ha sido declarada a la Iglesia de Jesucristo y a fin de vernos libres, por sus méritos e in-tercesión, de los males que afligen por doquiera a la Iglesia universal, elevamos su fiesta a la categoría de las más grandes solemnidades”.

San José, Patrón de la Iglesia Universal

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Cuan-do meditamos en los sufrimien-tos de Nuestro Señor, es esencial recordar que su Pa-sión física no comenzó en la Última Cena ni en el Huerto de los Olivos, sino en el momento de su Encarna-ción en el seno de María Santísima. Después de Nuestra Señora, nadie estuvo más íntimamente unida a la Pasión del Salvador que San José.

Con razón la fiesta de este glorioso Santo siempre cae en el corazón de la cuaresma. La pa-sión de San José incluye una lar-ga y dolorosa cadena de sucesos, y aunque no fue la voluntad de Dios que presenciara el sacrificio sangriento de la Víctima Divina en el Calvario, desde la Encarnación, comenzó su pasión.

La Prueba de San José

Contraídos los desposorios entre María Santísima y José, pu-sieron su vivienda en Nazaret, y ahí fue donde el Arcángel San Ga-briel se apareció a la Virgen Ma-dre y el Verbo Divino se cubrió de nuestra carne.

San José, al reflexionar que su esposa había concebido por vir-tud del Espíritu Santo, sintiose aco-sado de aquellas angustiosas du-

das, que le sumían en

un mar de triste-za. El motivo fue

su profundísima humildad, que le hizo tenerse por indigno de ejercer derechos de esposo sobre tan excelsa Señora y de hacer ofi-cios de padre para con el Hijo Divi-no, que había Ella de dar a luz.

En aquellos tiempos se con-sideraba como próxima la venida del Mesías y no lo podía ignorar nuestro Santo, adornado, según San Francisco de Sales, de mayor sabiduría que Salomón sobre todo en la ciencia de los santos, cons-tando por las profecías de aquel tan suspirado acontecimiento. Había llegado ya la plenitud de los tiem-pos señalados para el nacimiento del Deseado de las Naciones.

Veía San José a su esposa en cinta, y le constaba que era castísi-ma; y porque había leído: “Nacerá una flor de la raíz de Jesé”, de la cual sabía que María había brotado, y porque había leído también: “He aquí que una Virgen será madre”, por esto no desconfiaba que esta profecía se había de cumplir en su virginal consorte. El Omnipotente, que dispuso que su Madre se despo-sara con San José, para que nadie, ni remotamente pudiera descon-fiar de su íntegra y casta vida, no

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permitió que el primero y el único que recelase fuera el escogido para Custodio de la angélica virtud en la Reina de las Vírgenes. Jamás sos-pechó el Santo Patriarca ni la más ligera culpa, ni la menor infidelidad en esposa tan santa, estaba perfec-tamente convencido de la completa inocencia y de la pureza virginal de su Esposa. Si era justo, juzgaba muy bajo de sí mismo, teniéndose poi indigno de habitar con Virgen tan santa y de Dios tan enaltecida.

La virtud excelsa que San José veía en la Santísima Virgen, era la prueba más convincente de la inocencia de su vida y la pure-za de su alma, de manera que, aun

cuando era testigo de su inexplicable maternidad, no podía atribuirle falta alguna de fidelidad. San José tenía tal concepto de santidad de su virgi-nal Esposa, que juzgó más prudente, con gran amargura de su corazón, separarse de su edifican-te, y para él, dulcísima compañía...

Penas de San Joséen Belén

Grandes y edifi-cantes fueron los ejem-plos de humildad y de obediencia que nos le-garon los santísimos

Esposos por guardar cumplimien-to a una orden del emperador Cé-sar Augusto, quien había resuelto formar el censo o padrón de todos sus dominios y mandó que todos sus vasallos y aliados se presen-taran en el pueblo o lugar de su origen a inscribir sus nombres en la lista correspondiente.

Como San José y la Virgen eran oriundos de Belén, para dar cumplimiento la voluntad de Au-gusto, tenían que emprender una viaje tan largo como penoso.

Los dos inocentes esposos obedecieron al monarca, aun en las críticas circunstancias en que

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se encontraba la Virgen María, y se apresuraron a ponerse en camino, pues así lo disponía la Providen-cia, dirigiendo aquellos sucesos al logro de sus fines amorosos y a la realización de las profecías.

Nazaret distaba de Belén más de treinta leguas de mal camino, en que solían emplearse cinco jorna-das no ligeras. Y si éste era largo, fragoso y cruzado de montañas,

se lo hacía suave y llevadero ya la cariñosa solicitud de San José en alegrarle la carga, ya sobre todo la esperanza del próximo nacimiento del Cordero de Dios, que venía a darnos libertad y vida.

Era el 24 de diciembre por la tarde cuando los santísimos viajeros llegaron a Belén. Su primer cuidado fue dirigirse al ministro imperial y

cumplir con la obediencia, pagando el tributo e inscribiendo su nombre en el registro. En seguida trataron de buscar albergue para la noche. Tenían allí muchos deudos, algu-nos de ellos ricos y acomodados. Fue San José a llamar a sus casas, suplicando les dieran asilo; y halló todas las puertas cerradas sin que ni uno quisiera recibirlos. En vién-dole tan pobre, todos lo rechaza-

ron. Sentíase éste anegado en amargura, más que por el desamparo en que se veía, por el despre-cio y desa-brigo, en que contemplaba a su queridí-sima esposa. Advirt iendo que la noche se les venía encima, y que el tiempo era áspero y frío, corrió en bus-

ca de la posada; pero tampoco halló en ella un rinconcito donde guare-cerse. Para la augustísima Señora y Madre del Rey de los cielos no había donde reclinar su cabeza. En tan apurado lance aquellos resigna-dos cónyuges, siendo en su patria tratados como viles extraños, salie-ron de la cuidad en busca de algún rincón, donde resguardarse.

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Está Belén en un cerro alto y angosto y cerca del muro en la parte oriental hay una cueva oscu-ra, donde acostumbraban recogerse los pobres peregrinos y pastores. Aquí entraron aquellos santos via-jeros determinados a poner allí su morada; íntimamente persuadidos de que todo aquello se gobernaba por disposición de Dios, en cuya voluntad y providencia estaban de todo en todo resignados.

Mientras el amante esposo quedó absorto en oración, la Virgen Madre, en un transporte de alegría y arrobada en divina contempla-ción, dio a luz al Deseado de las Naciones. En este momento acu-dió San José y postrándose adoró al Niño, cuyo aspecto le hechizaba y suspendía; mas al verlo sobre frías pajas, en vil pesebre, temblando de frío, y soltando de sus ojos alguna lagrimilla sentía su alma herida de pesar y amargura...

La Circuncisióndel Divino Infante

Llegado el octavo día de su nacimiento el Niño debía ser cir-cuncidado. Era la circuncisión a manera de un sacramento de la ley antigua, dado por Dios a Abrahám para remedio del pecado original. No estaba el Salvador sujeto a esta observancia ignominiosa, así por razón de su divinidad, como por su limpieza esencialmente inmacula-

da: y no obstante, quiso le circun-cidaran para nuestra edificación y ejemplo de profundísima humildad.

San Epifanio dice terminan-temente que Jesús fue circuncidado en la cueva de Belén y el ministro de esta ceremonia para con el Di-vino Niño fue San José: porque, en primer lugar, es cosa admitida que era propio de las cabezas de fami-lia desempeñar este oficio. Mucho más heroico que Abrahán, se dispu-

so a cumplir la voluntad divina.Al mandar el Señor al Padre

de los creyentes sacrificar a su hijo Isaac, contentose con su generoso ofrecimiento; mas con nuestro Pa-triarca quiso el Omnipotente que, sobreponiéndose a su amor incon-mensurable, aplicara el cuchillo de pedernal al cuerpo inmaculado del Niño, derramando con sus propias manos la Sangre del Divino Cor-dero. ¡Cuánto mayor sacrificio fue menester para esta ceremonia que para el de Abrahám, y tan costoso!

San José circuncidando a su Hijo Jesús, verdadero Dios, lo hu-millaba, rebajándolo al nivel de pecador; en tal grado, que se ano-nadó. Abrahám al alzar su cuchilla contra su hijo Isaac, con toda fir-meza y seguridad contaba con que su descendencia había de superar el número a las arenas de la mar; San José no podía prometerse otro hijo semejante, y veía en aquel triste rito una certera señal de que tan querida prenda había de morir en afrentosa

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cruz. Abrahám ofrecía aquella víc-tima inocente en el mote Moria, sin otros testigos que aquellos riscos y peñas solitarios: San José arranca-ba la sangre del Divino Infante en el portal de Belén, delante de su misma esposa María, cuyo acerbí-simo dolor acrecentaba incompara-blemente el suyo...

La Profecía de Simeón

Llegado el día cuarenta del nacimiento de Jesucristo, María y José, tomando en brazos al Divino Niño, se pusieron en camino para Jerusalén, distante de allí dos a tres leguas. Se dirigieron al Templo de

Salomón para un fin a primera vista tan hu-millante. Había a la sazón en Jerusalén un anciano justo y teme-roso de Dios, llamado Simeón, el cual espe-raba con ardientes an-sias la consolación de Israel o la venida del Mesías y el Espíritu Santo moraba en él. Le había prometido que no bajaría al se-pulcro antes que viera al Cristo, o Ungido del Señor. Inspirado Simeón por el Espíritu Divino, acertó a venir al Templo en el mismo tiempo en que acaba-ba de llegar la Sagrada

Familia. Después de Simeón entró Santa Ana, la profetiza, igualmente guiada por inspiración del cielo.

Simeón tomó al Niño en sus brazos, y con los ojos arrasados en lágrimas de consuelo, bendijo al Señor y exclamó: “¡Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu Salvación...” Y dirigiéndose luego a la Virgen Ma-ría: “Mira; este Niño está desti-nado para ruina y resurrección de muchos en Israel; será el blanco de contradicción de los hombres, y una espada de dolor atravesará tu alma”. (Luc. II, 35) ¡Profunda fue la pena en que se sintió anegado el

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Corazón de María, viendo en estas palabras una profecía de la Pasión de Jesucristo! Fue tan grande que si se repartiera entre todas las cria-turas, todas ellas perecieran súbita-mente de pesar. Y ¿qué diremos del acerbísimo dolor que amargaría el pecho de San José?

Fue para él una espada de dos filos, capaz de darle la muerte, si el Señor no lo tuviera reservado para otras penas mayores. Atormentole el vaticinio del santo anciano por el finísimo amor que tenía a Je-sús, recordando que sin remedio se cumplirían en su amantísimo Hijo todos los pronósticos de tormentos, agonía y cruento sacrificio consig-nados en los libros santos respecto al Divino Redentor.

¿Cuál sería la mortal ago-nía de San José al recobrar María al Niño Dios de los brazos de Si-

meón en los suyos maternales? Pa-récenos contemplarlo anegado en llanto, imprimiendo tiernos óscu-los en aquellos pies y manos, que debían ser enclavados. Adorando aquel Divino Corazón que había de ser herido por la lanza, con qué viveza recordaría los tristes acon-tecimientos en que tanto había de sufrir aquella víctima inocente: se lamentaba ya de que debiera ser abofeteado y abrevado de oprobios; lloraba porque debiera ser igno-miniosamente confundido con los malhechores y vilmente enclavado en infamante madero. Todas estas y otras circunstancias, que sin duda conocía el padre virginal de Jesús, ¿no sumirían su alma en un mar sin fondo de amargura?

Y ¿quién podrá alcanzar la tristeza de San José por los dolores de María? Y si sus dolores fue-

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ron continuados hasta que murió, ¿no debemos confesar que fueron también incesantes las angustias y tristezas de San José? ¡Cuántas veces platicarían sobre los encantos del Divino Niño, y con el recuerdo de las futuras penas del Redentor, al brotar un raudal de lágrimas de los ojos de María, sentiría San José atravesada su alma con los filos de la misma espada que hería a la Vir-gen! Desde la profecía de Simeón vivió muriendo en cada instante, dado que, asediado por el triste re-cuerdo de la muerte de Jesús y de los acerbísimos dolores de María, sentíase atormentado con mayor fuerza que con la muerte más cruel y sensible.

Sacaba de la profecía de Si-meón esta verdad aflictiva: “¡Ba-jarás al sepulcro sin acompañar a María en su doloroso quebranto, ni consolarla en su triste soledad! ¡Bajarás al sepulcro, perdiendo la compañía de los que han de formar las delicias del empíreo!” Todas estas y parecidas ideas, a cual más aflictivas, ¿no harían pedazos el co-razón de tal padre y tal esposo? No se puede negar...

La Huída a Egipto

Después de la Presentación del Niño en el Templo, llegó la Sa-grada Familia tranquila a Belén dis-puesta a tomar la vuelta a su patria cuando Herodes, excitado porque los reyes habían burlado sus espe-

ranzas inicuas, montado en cólera juró perder al Niño, heredero del trono de Israel. Para que no se es-capara de sus crueles tramas el Di-vino Infante, mandó el tirano qui-tar la vida a todos los menores de dos años en Belén y en su comarca. Pero no había llegado aún la hora del sacrificio ni el poder de las ti-nieblas; por tanto, Jesús saldrá in-cólume de todas las diabólicas ase-chanzas. Con todo, Herodes manda ejecutar sus órdenes sanguinarias, con ánimo de matar a Jesús.

Ved aquí que de noche, cuan-do San José descansaba tranquila-mente, se le aparece en sueños el ángel de Dios y le dice: “Leván-tate, toma al Niño y a la Madre, y huye a Egipto; pues Herodes busca al Infante para matarle.” No es me-nester ponderar el sobresalto que recibió San José al oír del celestial heraldo los sanguinarios propósi-tos del tirano. Sus entrañas de ca-riñoso padre y de amante esposo se conmovieron tristemente, con sólo pensar en la pérdida posible de Jesús y en el dolor indudable de María. ¡Qué presto empezaba a realizarse la profecía de Simeón! Por esto el glorioso patriarca solí-cito y obediente, trata de salvar al instante las prendas de su alma, hu-yendo aquella misma noche de las insidias de Herodes. Mas, ¡cuántos pensamientos penetrarían su cora-zón como dardos envenenados!

Para llegar a Egipto era pre-ciso un viaje largo de unas dieciséis

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a veinte jornadas; el camino era escabroso, desconocido, a trechos llenos de bosques, a trechos inte-rrumpidos por pesadísimos arena-les; el tiempo, como de invierno, desagradable e inseguro; sin guías, sin víveres, sin suficientes alivios para conllevar las inclemencias de la estación y los sustos inevitables en riesgo tan inminente. Además, ¿a dónde irá el justo patriarca con el Niño, que no puede dar un paso, con la Virgen Santísima de unos dieciséis años de edad, tan joven como delicada, sin estar hecha a

tales fatigas? ¿Qué tribulación ma-yor podía sobrevenir a un padre y esposo como San José? ¡Qué do-lor! Y debe huir de su patria a un país extraño, de entre fieles adora-dores de Dios al medio de ciegos idólatras esclavos del diablo, de la compañía de amigos y paisanos de un mismo idioma al trato de gente sospechosa y de lengua desconoci-da. No se puede imaginar mayor sacrificio. No tenían qué comer, a no ser de la pobreza que lleve el Santo Patriarca, o de los que recojan de limosna. ¿Dónde se

acogerán u hospedarán durante la noche, seña-ladamente al atravesar las cien millas de are-noso desierto, en cuyo trayecto no alienta persona humana?

¡Oh, qué angus-tias serían las de San José! ¡Qué tristes pen-samientos ahogarían su alma! Tendrían que dormir al sereno, en la fría arena o debajo de algún árbol; se verían expuestos a las injurias del tiempo, y correrían riesgo de caer en manos de ladrones, o en las ga-rras de fieras indómitas, tan numerosas entonces en aquellas incultas tie-rras. Pero, ¿qué impor-ta todo esto para el áni-

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mo valeroso de San José? Merecía todos estos sinsabores y fatigas la salvación del Niño Dios y de su Madre Santísima.

Por ellos lo arrostra todo, y pone en cumplimiento con toda prontitud, sumisión y diligencia la voluntad de Dios manifestada por el ángel. Levántase José de noche y sin pretexto, rodeos, ni excusas toma a Jesús y a María y pone en salvo sus vidas huyendo a Egipto. No importa que la empresa sea tan penosa como ardua y difícil.

Huyendo en la oscuridad de la noche que si bien ayuda a la seguridad de no ser vistos ni des-cubiertos, entorpece, con todo, la marcha y acrecienta los temores de que, extraviándose del sendero en vez de esquivar, busquen sin co-nocerlo el peligro. Pero ésta es la voluntad de Dios y de noche viajan, fiados en que la Divina Providencia así lo dispone y no los abandonará.

Con esta providencia, tan singular llegaron los viajeros a Egipto, fijando su vivienda en Heliópolis y allí residieron duran-

te su destierro, sin otros recursos que los del trabajo y los suminis-trados por la caridad de algunos judíos, allí establecidos.

¡Qué conformidad en medio de sus miserias y privaciones! El jornal de San José y lo poco que la Virgen ganaba con la aguja, el huso y la lanzadera eran casi los únicos medios con que contaban para la subsistencia. ¡Qué tragos para un pobre padre! Y María y José lo su-

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frían todo santamente resignados, y allí permanecieron sin quejas, murmuraciones ni exigencias hasta que, conforme a las instrucciones recibidas, avisara de nuevo el ángel para volver a Israel...

Vuelta de la Santa Familiaa Israel

Habíanse cumplido ya siete años que la Sagrada Familia vivía en el destierro, cuando se supo la muerte de Herodes, acaecida en castigo de sus crímenes y cruel-dades. Nada detenía ahora a los ilustres expatriados lejos del ho-gar y privados de las augustas ce-remonias del templo de Jerusalén sino la obediencia, y solamente la obediencia. Había dicho el ángel al Santo Patriarca: “Permaneced allí hasta nuevo aviso” y allí se quedó en paz y sosiego, cumpliendo la vo-luntad de Dios.

Pero he aquí que cuando eran ya queridos u honrados de sus con-vecinos, y conocidos por sus ex-traordinarias virtudes para bien de muchas almas, se apareció en sue-ños a José el ángel y le dijo: “Le-vántate; toma al Niño y a su Ma-dre y vuelve a tierra de Israel, pues murieron ya los que lo buscaban para matarlo.” ¡Cómo velaba el Se-ñor para conservación de la vida de los que formaban aquella Trinidad terrena, tan querida de la celestial! Aquí la voz del ángel indicó a José

que ya era tiempo de tornar a su patria: y José, sin excusarse ni con las dificultades del camino, ni en la buena acogida de que gozaba en Egipto para mucha gloria de Dios, cumplió al instante el aviso del ce-leste mensajero.

Habiéndose, pues, despedido de sus buenos amigos y bienhecho-res con verdadero afecto, tomó San José al Niño Dios y a su Madre, y emprendió la vuelta de Israel. No le había el ángel determinado el lu-gar, donde pudiera vivir seguro con sus dos preciosísimas joyas, sino que había dejado a su discreción y prudencia escoger el punto que más le pluguiera. Por tanto, sea porque San José pretendía poner su morada en Jerusalén, por ser aquella ciudad cabeza del reino, asiento del templo y escuela de los profetas, sea por-que deseara ir a ofrecer sacrificio en acción de gracias por su regreso a la patria. Allá dirigió sus pasos, mas he aquí que después de algu-nas jornadas, internado ya en aquel reino, llegó a su noticia que reina-ba en Judea, Arquelao por Herodes su difunto padre. ¡Qué sobresalto y angustia se apoderó del padre vir-ginal de Jesús con nueva tan ate-rradora, pues Arquelao era hom-bre cruel, sanguinario y ambicioso como su padre. ¿Qué no debía re-celar José de aquel nuevo monstruo de iniquidad y qué hubiera hecho aquel tirano en llegando a su cono-cimiento que tenía en sus dominios

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al que había na-cido rey de Israel, a aquel mismo a quien había su padre intentado matar? Amargura sería para San José, y amargura acerbísima oír de labios autorizados las arbitrarias crueldades y tiranías con que Ar-quelao había pretendido afianzar su trono. Todo esto le harían ver el peligro en que se metía con pro-seguir su camino, y le traerían a la memoria los obsequios y dulce tra-to que recibían en Egipto, la grata paz y tranquilidad de que gozaban

en tierra extraña. ¿Qué hace José en tan apura-do trance?

No ignora que aquel que no acele-

ra la hora de Dios, es comúnmente quien acierta; por lo cual, sin impaciencias, ni precipita-ciones, ora y

trabaja, clama al cielo por el remedio opor-tuno, y toma diligente las medidas que le dicta su pru-

dencia ilumina-da. En efecto; no

se hizo esperar la luz o amparo apete-

cido, se le apareció el ángel diciéndole que pasara a Galilea, don-

de viviría seguro...

El Niño Perdido y Encontrado en el Templo

Al llegar Jesús a los doce años, por la fiesta de Pascua partió a Jerusalén junto con sus padres. Para el cumplimiento del divino precepto hubiera bastado a la Sagrada Fami-lia permanecer un solo día en la san-ta ciudad, pero como espejo perfec-tísimo de fervorosos fieles, pasaron allí toda la semana de los ácimos.

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En estas so-lemnes reuniones había la costumbre de estar los hombres separados de las mu-jeres, pudiendo los niños agregarse a los unos o a las otras. Llegando pues el día de partir, arreglado todo y a punto de ponerse en camino, se salieron cada uno por su puerta; y juz-gando que su prenda adorada estaría en la comitiva del otro, si-guieron los dos san-tísimos Esposos una jornada, sin notar la ausencia de Jesús, que secretamente se había quedado en la ciudad.

Machmas era donde solían juntarse los peregrinos, hombres y mujeres, a volver de las fiestas de Jerusalén hacia Samaría o Galilea. Alcanzando San José a la comitiva en que iba la Virgen, y viendo que Jesús no iba con ella, inquiriendo entre parientes y conocidos, no die-ron con la joya suspirada.

¡Juicios de Dios inescruta-bles! ¿Quién adivinará los fines altísimos del Señor en afligir así a sus amadísimos Padres? Jesús se hizo perdedizo, y se quedó oculto en Jerusalén, sin dar el menor aviso a ninguno de los peregrinos. ¡Qué

pena anegaría los corazones de Ma-ría y de José al verse sin el consue-lo de su vida!

Sin pérdida de tiempo fueron preguntando por Jesús a todos los de la caravana, y como nadie les supiera dar razón, es indecible la tristeza en que se vieron sumergi-dos. Aquella noche, aunque cansa-dos del camino del día, no pudie-ron cerrar los ojos, ni dar reposo a sus fatigados miembros; sino que entonces mismo o según opinan otros, al despuntar del alba, to-maron la vuelta de Jerusalén para correr en busca de su codiciado tesoro. ¡Con qué cuidado irían preguntando a todos los transeún-

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tes por aquel Lucero hermoso en quien se deleitaban las miradas del Eterno! Pero todo en vano: nadie les daba ni el más ligero indicio del imán de sus amores.

Como se puede fácilmente presumir, en llegando los santos Consortes a Jerusalén, inmedia-tamente se pusieron a buscar a su Hijo queridísimo dentro y fuera de la ciudad, empezando por la posa-da, donde habían comido aquellos días. Mas pasaron el segundo día, sin poder adquirir ni rastro del pa-radero de Jesús. ¡Qué noche fue aquella! ¡Oh! ¡Con qué amargura en medio de aquellos apuros trae-rían a la memoria el vaticinio de Si-meón, temerosos de que no hubiese principiado ya su cumplimiento! ¡Qué perezosas correrían para ellos las horas de aquella noche, afano-sos de volver de nuevo en busca del Cordero divino!

Era preciso que padeciera San José, apurando el cáliz de amargura por espacio de tres días, tipo y figu-ra de los otros tres, en que María, puesta en tristísima soledad, había de llorar muerto al fruto bendito de sus entrañas. En efecto; llegado el tercer día, sin que aquellos afligi-dísimos Esposos hubiesen tomado alimento ni descanso, embargados entrambos por el dolor, sin otras ansias que de llorar y de orar, bus-cando en las lágrimas lenitivo de sus penas, resolvieron ir al templo, para con sus preces mover al Señor a piedad de sus almas desoladas...

Que la consideración de los dolores de nuestro Protector San José nos anime a sufrir con más generosidad lo que la Divina Pro-videncia nos tiene preparado para nuestra salvación y santificación. Pues si necesariamente tenemos que sufrir en este mundo para me-recer el cielo, suframos unidos a Je-sús María y José.

Oración para el 19 de Marzo¡Oh glorioso San José, es-

poso de María y padre nutricio de Jesús!, en este día en que la Igle-sia nos recuerda vuestra dignidad, vuestra santidad y vuestra gloria, vengo a vuestras plantas henchido de amor y de entusiasmo; os felicito porque el Eterno Padre os escogió entre todos los hombres para jefe de la Sagrada Familia; os felicito por-que el Divino Hijo os eligió por su padre nutricio; os felicito porque el Espíritu Santo os confió la guarda y protección de su purísima Esposa, la Reina de los ángeles. Me con-gratulo con vos, santísimo Patriar-ca, por las gracias, dones y carismas con que la Augusta Trinidad os en-riqueció para que dignamente des-empeñarais tan superior y sinigual ministerio. Alégrome, dulce padre mío, al veros coronado de tanta glo-ria y constituído el dispensador de todos los tesoros divinos. El cielo y la tierra celebran hoy vuestra fiesta; la Iglesia os aclama por su Padre, Patrón y defensor, su guarda y po-deroso libertador. Amén.

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Oh San José, que a Jesúsque cuando Niño,

con cariño de buen Padrelo abrazabas.

Muchas lágrimasen su rostro derramabasal pensar en la Pasión

y sus tormentos.Cuando en tu lecho

de última agoníatú sentías un rocío

en tu rostro.Eran lágrimas

de tu Hijo amorosoque endulzaron

tus últimos momentos.

No olvidesque si en vida tus devotos

Te invocamoscon presteza y confianza.

En la muertetú serás nuestra esperanza,

en el cielotú serás nuestra alegría.

No olvidescuando llegue nuestra muerte,

que te invocamoscomo dulce Protector.

Nos alcanzarás de Diosmorir con gran fervor

en los brazosde Jesús y de María.

¡Sea para gloria de Dios!