Breve Elogio de La Muerte

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 Breve elogio de la Muerte. Manuel Mejía Vallejo Se nos ha edu ca do de sd e pe qu eño s con un pa vor desmesurado a la muerte, como si ella fuera algo extraño dentro del individuo , como si no gua rdara también ese def ini tiv o sil encio de lib er aci ón. Y porque tende mos a ol vi dar, a al ejar aquell o que nos at er rori za, ante su irre medi abil idad -y para asustar a la concienc ia-, hemos hecho de ella un fantasma caricaturesco , pu es nos inclinamos a co nf undirla con el cadáve r de las cosas; entonces tratamos de comprenderla -o de no comprenderla- fuera de nosotros mismos, distante, como una amenaza ajena a la vibración de músculos y pensamientos y acciones. Ya el epitafio latino expresa su sentencia: “Porque cada vida lleva en sí las semillas de su propia destrucción”. Es decir, la muerte forma parte sustancia l de la vida y, al igual que ella, tiene grandezas inconme nsurables. La resistencia a dejar de ser es simplemente manifestación del instinto de inmortalidad, pero la inmortalida d comienza cuando el vivir termina. El miedo a la muerte, en cierta forma, es el terror a la soledad infinita, aunque de esa tremenda soledad de la muerte nunca tengamos conciencia. La vemos eterna en cuanto simboli za una ho nda quietud, ausencia de movimientos y de manifestaciones salidas de sí misma. Pero entonces se confundiría con el problema de la nada. Nos da miedo porque es un acto que debemos cumplir absolutamente solos: nadie nos puede salvar, nadie puede acompañarnos en el trance ineluctable ni más allá de él. Vida y muerte sin conceptos inseparables -sueño y vigilia, día y noche, lux y sombra-. La vida, en un surtidor, es la fuerza del agua que sube; la muerte es la fuerza del agua que cae: ambas son fuerza indivisible, sólo que vistas en un aparente sentido inverso. Quien en su tránsito vital más vive es también quien en su tránsito vital más muere. Vamos desbocados, o a paso lento, o a ritmo remansado, en busca de nuestro cadáver, de nuestro fin, comienzo de algo más grande, así sea de una noble frustración o de un noble empeño. En cada acto fallido muere algo de nosotros, pero de su tumba nace con vigor un grumo que en adelante formará part e de nuestra estructura caótica y enrevesada. Somos boca por donde la tierra halla una exp resión, por donde la angus tia encauza sus ineluctables des ign ios. Somos lo que llevamos dentro y lo que nos rodea. Somos todo lo que se nos ha muerto. Al fin y al cabo, nuestra angustia es la diaria elegía a lo que se nos va muriendo. Pero ¿qué haría el hombre sin su angustia? Sería negar su vigencia, su interrogación, su derecho a las más duras soledades. Al morir la voz y la imagen nace el recuerdo, y a la larga ese recuerdo se almibara, se purifica, logra categoría de espíritu en otros cuerpos. Lo que llamamos muerte de un padre, de un hermano, de un amigo, crea imágenes incontaminadas en el corazón. Ellos dejan de ser pero siguen viviendo en nosotros y ahí halla n parte de su inmor tal ida d. Cada epi taf io encierra tambi én un glorioso nacimiento. Cu and o alg uien gra to a nuestras inter ior ida des dej a de existir corpo ralme nte , se rompe una armonía, se mutila un camino, se dispersan anchas posibilidades. Sin embargo a más de esta adusta admisión de lo irremedi able que debe caracteri zar al hombre, sentimos que existen muchas maneras de resurrección: el mismo dolor unido al grito empieza a llenar el vacío dejado. Luego todo se armoniza , viene la serenidad, lleva la superación en la angustia.

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Uno de los mejores textos del escritor colombiano Manuel Mejía Vallejo

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Breve elogio de la Muerte.

Manuel Mejía Vallejo

Se nos ha educado desde pequeños con un pavordesmesurado a la muerte, como si ella fuera algo extraño

dentro del individuo, como si no guardara también esedefinitivo silencio de liberación. Y porque tendemos aolvidar, a alejar aquello que nos aterroriza, ante suirremediabilidad -y para asustar a la conciencia-, hemoshecho de ella un fantasma caricaturesco, pues nosinclinamos a confundirla con el cadáver de las cosas;entonces tratamos de comprenderla -o de nocomprenderla- fuera de nosotros mismos, distante, comouna amenaza ajena a la vibración de músculos ypensamientos y acciones. Ya el epitafio latino expresa susentencia: “Porque cada vida lleva en sí las semillas de su propia destrucción”. Es decir, la muerteforma parte sustancial de la vida y, al igual que ella, tiene grandezas inconmensurables.

La resistencia a dejar de ser es simplemente manifestación del instinto de inmortalidad, pero lainmortalidad comienza cuando el vivir termina. El miedo a la muerte, en cierta forma, es el terror a lasoledad infinita, aunque de esa tremenda soledad de la muerte nunca tengamos conciencia. Lavemos eterna en cuanto simboliza una honda quietud, ausencia de movimientos y demanifestaciones salidas de sí misma. Pero entonces se confundiría con el problema de la nada. Nosda miedo porque es un acto que debemos cumplir absolutamente solos: nadie nos puede salvar,nadie puede acompañarnos en el trance ineluctable ni más allá de él.

Vida y muerte sin conceptos inseparables -sueño y vigilia, día y noche, lux y sombra-. La vida, en unsurtidor, es la fuerza del agua que sube; la muerte es la fuerza del agua que cae: ambas son fuerzaindivisible, sólo que vistas en un aparente sentido inverso. Quien en su tránsito vital más vive es

también quien en su tránsito vital más muere. Vamos desbocados, o a paso lento, o a ritmoremansado, en busca de nuestro cadáver, de nuestro fin, comienzo de algo más grande, así sea deuna noble frustración o de un noble empeño.

En cada acto fallido muere algo de nosotros, pero de su tumba nace con vigor un grumo que enadelante formará parte de nuestra estructura caótica y enrevesada. Somos boca por donde la tierrahalla una expresión, por donde la angustia encauza sus ineluctables designios. Somos lo quellevamos dentro y lo que nos rodea. Somos todo lo que se nos ha muerto. Al fin y al cabo, nuestraangustia es la diaria elegía a lo que se nos va muriendo. Pero ¿qué haría el hombre sin su angustia?Sería negar su vigencia, su interrogación, su derecho a las más duras soledades.

Al morir la voz y la imagen nace el recuerdo, y a la larga ese recuerdo se almibara, se purifica, logra

categoría de espíritu en otros cuerpos. Lo que llamamos muerte de un padre, de un hermano, de unamigo, crea imágenes incontaminadas en el corazón. Ellos dejan de ser pero siguen viviendo ennosotros y ahí hallan parte de su inmortalidad. Cada epitafio encierra también un gloriosonacimiento.

Cuando alguien grato a nuestras interioridades deja de existir corporalmente, se rompe unaarmonía, se mutila un camino, se dispersan anchas posibilidades. Sin embargo a más de esta adustaadmisión de lo irremediable que debe caracterizar al hombre, sentimos que existen muchas manerasde resurrección: el mismo dolor unido al grito empieza a llenar el vacío dejado. Luego todo searmoniza, viene la serenidad, lleva la superación en la angustia.

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Cada sesenta años muere la humanidad entera. Y no únicamente ella: en ese lapso casi todo loviviente deja de ser en sí, sólo que hay un perenne turno de vigilancia. Así, cada hombre es, más queun ser viviente, un sobreviviente del hundimiento periódico de la especie: hay en él mucho de lasoledad del náufrago desconocedor de todas las orillas esperanzadas. Pero esta muerte en realidadno nos asusta, pues intuimos que no se trata de un verdadero dejar de ser, sino de un cambio decentinelas. Al hablar de la muerte del hombre, damos a entender más la inmortalidad del hombre,porque él, como especie, lógicamente no debe acabar, sino transformarse.

Que mueran los hombres, seres anapersonales, no nos aterroriza. Causa pavura que muera elhombre en función de ser personal: que yo muera, que tú mueras, pues también con nosotros muereel mundo en una desaparición global. Sólo como individuo se desintegra el hombre.

Quizás sería ingenuo pensar que después de que el hombre deja de ser, queda su muerte: porquemuerte y vida forman lo que llamamos vida humana; y al romperse la vida en el ser, muere tambiénsu muerte. Todo desaparece hasta el embrutecimiento. No hay que tratarla en el sentido de cosaabstracta, pues la abstracción está reñida con la verdad. No existe la muerte como simple conceptoliberado, sino como vivencia en el individuo; hablar de ella para acomodarla con generalizaciones a laespecie, se nos antoja absurdo. Está mi muerte, tu muerte, pero no la muerte en sí, desnuda de suinmediato dueño.

Mínima en nuestra niñez, apenas latente en nuestra gestación, madura cuando maduramos y sefortifica cuando envejecemos. De pequeños la vimos en los rincones oscuros, en las cavernasacuosas del río, en las chozas abandonadas, en el viento ululante de los carrizales. El páramo denuestras montañas tenía mucho de muerte; es decir de vida hecha eternidad. En la niebla, en loscedros florecidos de bruma, en la hora vespertina del recogimiento, en la oración familiar que pedíaconsuelo al desterrado, alivio al caminante, paz al que perdió su huella. Nos la presentaban amarga ydolorosa, pero luego la supimos tibia y dulce, siempre al lado del corazón que pulsaba su paso ytenía sobresaltos de recién nacido cuando el labio paterno la nombraba.

Porque la muerte es infantil y gusta de asomarse a los ojos abiertos del niño, y velar junto a él en lasnoches de fiebre, y correr con sus pies a orillas de los abismos, y subir con su audacia a los árboles, y

probar con su travesura los frutos, y saltar los barrancos donde juegan su ronda los duendes, y vivirretozona sus ingenuos cabrioleos en el sueño del que todavía cree en lo milagroso y asoma almisterio cordial del día y de la noche, de lo pasajero y de lo intemporal.

Se acurruca en el alma del anciano, y labra en sus arrugas, y pinta de blanco los cabellos, y tiembla enel pulso, y vela en los ojos, y apacigua la mirada, y tranquiliza los instintos, y domina las pasiones, ycorrige la vida. Se hace severa en el filósofo, amarga en el artista, suave en el santo, impetuosa en elvaliente, juguetona en el acróbata, serena en el labriego, aullante en el aventurero, alfombrada en elsolitario.

La muerte es suave y blanda en el labio del monje, y ora en su plegaria en el claroscuro de losclaustros, y se hace sinfonía en las campanas, y humedece su paso en las fuentes, y se vuelve tibia en

la llama, y es susurrar de viento en las hojas a la hora de la oración. Ella alumbra en el relámpago yensombrece los montes, y pinta de negro y de pena la noche, y arde en el fuego con pasión de llama,y se licúa en las cascadas humildes, y salta con racimos de espuma en las torrenteras, y llora en eldolor o en la ausencia, y tiende apacible sus alas en los más verticales alaridos.

Ella tiene esa amplia belleza de las lejanías, la hondura tremenda de lo irremediable, el tonoelegíaco de nuestros fallidos esfuerzos, el borbotar de sangre en cauces más allá de nuestrospropios cauces. Ella acude al llamado del que desespera, y tarda su paso ante el temeroso, y musitacuando se silencia el enamorado. Ella vive y retoza en nuestras angustias, se yergue en la penadoblegada, silba su silbo nocturno en la agonía de la amistad, en el nacimiento de la euforia, en el

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crepusculario de la poesía.

Tal vez el hombre es inmortal mientras no ha nacido como individuo, porque al nacer, empieza amorir. Y en ese morir cada día un poco, hay una oculta fruición que desborda en nuestra sangre, y esgrato no pensar que cada paso que damos es un retazo menos de nuestra dura errancia, que con lapartida de bautismo se escribe la primera frase del acta de defunción. En cierta forma, vivir es irnosllenando de muerte, ir acumulando impulsos -o desmayos- para saltar a la infinitud y confundirnos

con ella. Vale decir, pasar por la materia armónica a la esencia pura y así reintegrarnos a una ignotaperfección más allá de lo que acá sentimos.

“En el impulso errante nunca sabremos nada...” Pero saber de la muerte no es mayor avance: esignorancia una sapiencia sin medida, algo que al no pertenecer a nadie, violentamente nospertenece a todos. Cuando alguien ligado a nosotros por muchos vínculos cordiales desaparece, noquiere decir que muere en definitiva; simplemente deja de ser en él para ser en nosotros y vivir asíuna existencia depurada, convertido en recuerdo amable. Ni sus hechos, ni sus palabras, ni supersonalidad, ni su huella, ni su espíritu, ni su corazón perecen: hay un traspaso y nada más.

Es ilógica la muerte, como lo es la vida si tratamos de concebirla separadamente. Sin embargo,ambas tienen una sublime y angustiosa grandeza que nos recoge en la contemplación de los

misterios que llevamos y que nos rodean. Al morir cumplimos un deber para con la especie y paracon nosotros mismos. Al dejar de ser llenamos un destino arduo. Morir viene a convertirse en el másnoble acto de responsabilidad humana.

Si empezamos a morir cuando nacemos, y si comenzamos a vivir cuando morimos, se nos antojansutilezas que apenas abren ventanas a un más allá a cuya sombra el hombre y sus fantasmas seabrazan con adusto dolor y con serena alegría. La dura y a un tiempo dulce interrogación del alma encada hora.

El Colombiano Literario 2-XII-1956