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1 Buenas tardes, Agradecimientos (a la Biblioteca Pública de Castilla y León, a Sole Carnicer, a Elena Santiago hija, a Pablo, a Ana… al público, amigos todos… Pero, sobre todo, mi agradecimiento más sincero y más profundo a Elena Santiago por su amistad y, claro está, por escribir y escribir tan bien. Y felicidades de paso a mi madre, que anda por aquí y hoy cumple años. Esta ponencia se enmarca dentro de un ciclo que, organizado por esta Biblioteca Pública de Castilla y León y coordinado magníficamente por Sole Carnicer, lleva el nombre de “En femenino”. El epígrafe es tan explícito que no hace falta incidir mucho en ello. Pero sí nos permite establecer y dotar a estas palabras de algunas coordenadas. Ustedes esperan que yo les dé una charla sobre la literatura de Elena Santiago (y lo haré), pero voy a empezar haciéndoles una pregunta: ¿Saben ustedes cuántas mujeres escritoras podríamos nombrar hasta el siglo XIX? Exactamente nueve. Nueve únicas mujeres, por increíble que parezca, forman parte de la historia de la literatura universal, hasta el siglo XIX. Y todas ellas, además, poetas: Safo de Lesbos, Corinna, las dos Sulpicias (la sobrina de Mesala y a la que alaba Marcial), la canonesa Hroswita de Gandersheim, María de Francia (primera poeta francesa. Amor cortés), Christine de Pisan ( La ciudad de la damas, precursora del feminismo), Margarita de Navarra o de Angulema (Heptameron), Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz. ¡Nueve!, ni una más ni una menos

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Buenas tardes,

Agradecimientos (a la Biblioteca Pública de Castilla y León, a Sole

Carnicer, a Elena Santiago hija, a Pablo, a Ana… al público, amigos todos… Pero,

sobre todo, mi agradecimiento más sincero y más profundo a Elena Santiago

por su amistad y, claro está, por escribir y escribir tan bien. Y felicidades de

paso a mi madre, que anda por aquí y hoy cumple años.

Esta ponencia se enmarca dentro de un ciclo que, organizado por esta

Biblioteca Pública de Castilla y León y coordinado magníficamente por Sole

Carnicer, lleva el nombre de “En femenino”. El epígrafe es tan explícito que no

hace falta incidir mucho en ello. Pero sí nos permite establecer y dotar a estas

palabras de algunas coordenadas.

Ustedes esperan que yo les dé una charla sobre la literatura de Elena

Santiago (y lo haré), pero voy a empezar haciéndoles una pregunta:

¿Saben ustedes cuántas mujeres escritoras podríamos nombrar hasta el

siglo XIX?

Exactamente nueve. Nueve únicas mujeres, por increíble que parezca,

forman parte de la historia de la literatura universal, hasta el siglo XIX. Y todas

ellas, además, poetas: Safo de Lesbos, Corinna, las dos Sulpicias (la sobrina de

Mesala y a la que alaba Marcial), la canonesa Hroswita de Gandersheim, María

de Francia (primera poeta francesa. Amor cortés), Christine de Pisan (La ciudad

de la damas, precursora del feminismo), Margarita de Navarra o de Angulema

(Heptameron), Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz. ¡Nueve!, ni

una más ni una menos

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Y en el XIX tampoco crean que se produce una enorme eclosión, porque

en España sólo podemos citar a tres autoras reconocidas y reconocibles:

Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado y Rosalía de Castro.

En cambio del siglo XX y sólo de su primera mitad, en España ya

podríamos hablar de más de ochenta escritoras... afortunadamente. Y en la

actualidad podemos congratularnos de que, al menos, en literatura la cosa

empieza a equiparse y la paridad -natural, no forzada- empieza a ser un hecho.

Bien es verdad, sin embargo, que en Castilla y León todavía queda trecho

por andar. Y así, por ejemplo, de los 33 Premios Castilla y León de las Letras

concedidos hasta la fecha, sólo cuatro han ido a parar a manos de mujeres: a

las de la mágica Carmen Martín Gaite, a las de la realista y activista Josefina

Aldecoa y a las de la nunca bien reconocida Rosa Chacel; además, por

supuesto, de a las de la persona a la que van dedicadas estas palabras mías de

hoy... y este tiempo compartido: Elena Santiago.

*****

Por algún motivo que no he podido aclarar aún, guardo en la bandeja de

entrada de mi correo un mail en el que, en adjunto, Elena Santiago me daba

noticia de su biografía y de su bibliografía. Es un mail que, sin embargo,

recuerdo que no provenía de la propia Elena y que, para mayor misterio,

apareció un día allí, al hacer una búsqueda, no sé cómo, ni con qué pretexto, ni

siquiera quién lo remitía, pero allí estaba. Y aunque parezca cosa de meigas o

endriagos, no he sido capaz de encontrarlo de nuevo.

Pero lo que afortunadamente sí conservo es ese maravilloso texto escrito

por mano de la autora, como podrán comprobar enseguida, y que, narrado

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desde una de esas terceras personas que tanto caracterizan la obra de la

escritora leonesa, dice así:

“Elena Santiago nace, aparece, en su entrañable pueblo de Veguellina de

Órbigo (en León), un febrero algo triste. Hoy, esa fecha oculta, se ha orillado en

caminos muy alejados.

Con 6 años, fue a la escuela del pueblo con mapas de inacabables

caminos mágicos. Recuerda un cuadro con una fotografía de Cristo en la cruz y

otra de un militar muy rígido; ambos le dieron miedo. Quería salir cada día en

otra dirección. Sus territorios más íntimos eran la casa y el viento bajo la

sombra de los chopos, si era verano. Tres años de escuela en inviernos afilando

hielos y goteos gélidos. Y parte del verano abierto a una paz custodiada por las

golondrinas.

Mirando ahora hacia atrás bien parece que ha sido precipitado el pasado,

que se queda en poco camino (aun teniéndolo tan lleno). Y es porque todo está

cerca y todo está lejos. Por otra parte sabe que existen días conformes e

inconformes: ¿dónde se conformaba lo más suyo? Fácil; en la vida más cercana

y tierna. En los desvanes llenos de existencias antiguas y de los

correspondientes antepasados (esto parece un guiño a su amigo, coterráneo y

coetáneo literario Luis Mateo, que se dio a conocer con aquel famoso “Días del

desván”). Amaba también a cuantos antes habían hecho historia.

Y amaba profundamente la vida aun ocurriendo que también, en

ocasiones, asfixiaba (esto lo sabría más tarde). Enfrente la belleza cercana de la

iglesia de San Juan Evangelista; supo que ángeles invisibles volaban a sus

balcones. Nunca descubrió si eran los que también estaban en el bosque

cuando ellos iban soñando caramelos alrededor de algunos árboles (había que

buscarlos). La vida en el pueblo iba a ser año tras año lo fascinante. Todo

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originaba mundo emprendiendo sensibilidad cercana y memoria de lo

inolvidable: el asombro y la bondad.

En León, a los 9 años entró en un colegio oscurecido, de monjas muy

serias. Canjeaba los recreos por clases de piano. Pronto se encontraría

escribiendo un Diario lleno de días y mentiras soñando lo que más prefería:

como irse a casa con la familia. Entró a leer cuanto pudo (¡hasta los libros de

santas y mártires!) y a escribir cuentos desde los once años. Estudios en la

ciudad de León y a los 17 años se desplazó a Madrid, a continuarlos de Letras.

Más tarde. Sólo fue una curiosidad, en un principio. Qué extraña

ocurrencia podría ser lo impensado. Había escondido cuentos…

¿Y si enviaba uno a esas direcciones misteriosas que concedían premios?

¿Era necesario? No. No lo era. Pero sí significaba abrir aquel silencio quieto

asomándose por una desconocida puerta. Pasaron meses hasta enviar tres

cuentos distintos a tres ciudades. El silencio se rompió. Se los premiaron.

Igualmente publicarían dos trabajos muy cortos en la revista Telva. Y en la

revista Temas, dos cuentos: El Hijo, y otro sobre el terremoto de Perú: La tierra

gritó. Y los hombres (hablamos de 1970 y 1971). Continuaría aquella primera

etapa publicando a partir de los premios que iría obteniendo…

****

Y hasta ahí puedo leer, porque de nuevo, misteriosamente, la misiva

termina y el resto de la vida de Elena hasta nuestros días no está, no aparece…

Viene después una enumeración de su obra, que obviaremos de momento

porque ya irá apareciendo, trufando estas palabras.

Primero me relata la ristra de premios obtenidos que son unos cuantos

hasta culminar en el Premio a la Trayectoria Literaria de la Provincia de

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Valladolid, en 1999, y en el de las Letras de Castilla y León en 2002, en el que

comparte plana con las tres mujeres escritoras ya mencionadas.

A continuación refiere la obra publicada, casi toda ella narrativa (novelas

como Ácidos días, Gente oscura, Una mujer malva, La muerte y las cerezas…),

cuentos, muchos cuentos, tantos que sería prolijo e inabarcable dar cuenta de

tanto cuento; algunas obras corales como Cien años de cuentos, Cuentos de

León o Cuentos de este siglo, y por supuesto, sus cinco poemarios (“Después, el

silencio”, “Sostenida luz”, “No estás”, “Ventanas y palabras”, “Valladolid desde

la noche”).

Pero, como digo, ninguna noticia más desde 1971 hasta nuestros días,

como si Elena Santiago se hubiera desvanecido o convertido en un personaje

de sus novelas anegado por las palabras.

Pero, ¿qué fue de Elena Santiago, entonces? ¿Por qué paró ese relato

vital tan sustancioso en 1971? ¿Qué ha sido de su larga etapa vallisoletana? Es

sin duda una etapa importante y más si atendemos a lo que la propia Elena

afirma: “Vivir en un lugar define, imprime carácter”. (Por eso quizá sus novelas

sean tan leonesas y tan vallisoletanas a la vez -con todo lo que esto tiene de

oxímoron-).

Pero, entonces ¿qué hacer? ¿Atrevernos a recrear ese vacío dejado por

el texto de Elena… desde la temeraria torpeza de hacerlo sin ser ni Elena

Santiago, ni como Elena Santiago?

Vayamos a ello y perdón por la osadía. Pero al modo de Elena podríamos

decir algo así...

...En aquellos años llegó Valladolid y se hizo niebla. En la ciudad de

brumas llegaron los hijos y otras páginas, y los días se fueron amontonando

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sobre el tiempo. Nunca dejar de escribir, esa era la premisa. Aquí se añoraban

ayeres de ese frío territorio norteño, pero el frío también era recuerdo

presente cada mañana. Sobre todo en este invierno que aquí linda con el

verano por los dos lados.

Terminaron los envíos a premios y empezaron los premios sin envío,

puestos en casa, sin celofán, pero envueltos en la fama que poco a poco iba

conjugándose por la segunda, como el verbo crecer. Y crecida al calor de las

palabras y por causa de libros, unos cuentos, otros poemas, Elena Santiago

compró un nuevo saco de imaginación para que no se le terminara nunca. Las

historias eran reales y no necesitaban alimento ni azúcares añadidos. Sólo

había que nutrirlas con metáforas, imágenes, sinestesias y personificaciones de

todos los objetos que a la autora le hablan cuando escribe.

Y eso no ha dejado de hacerlo ni un solo día en estos cuarenta años, casi

cincuenta. ¡Qué jóvenes somos aún -piensa Elena- el tiempo y yo, querido

Fernando! Y en verdad que lo son. Son esa juventud de quien nunca deja de

descubrir y admirarse, pasmarse ante la vida y sus recovecos. Asombro es la

actitud y aun sin en sueños. Son la niña que con once años despertó aquel

cuento temprano.

Hoy, Elena Santiago es un nombre más perenne que el bronce, cual

Eneida, y su obra profesa votos de eternidad…

****

Más o menos así imaginaría un servidor el texto que nunca fue, o que

nunca llegó a ser o que, simplemente, nunca llegó a su destino porque quedó

perdido en algún sitio de la memoria o en algún cajón del escritorio de Elena o,

¡quién sabe!, en el de ese Bill Gates, que tantas cosas nos esconde.

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Como decía, ustedes disculpen la osadía. Y dejemos ya de imitar lo

inimitable. Vayamos al grano.

Hoy nos tiene aquí Elena Santiago, una escritora inconfundible, es decir,

una escritora. Y noten que esto no lo digo por decir sino porque, como afirma

Francisco Martínez, hoy “el mercado rige como nunca los destinos de la

industria editorial y esto es, además de peligroso, muy negativo para la

literatura.”

Dice Elena: “Sé que escribo porque me es necesario, al punto de que no sé

vivir de otra manera”. Y completa la reflexión con un “pronto sabré si escribo

para contar mundos o para intentar cambiar el que tengo”.

Elena inventa mundos, pero es cierto lo que afirma Francisco Martínez.

En este nuevo modelo de consumo de páginas, el lector ve trasmutada la

calidad literaria y la creación de mundos nuevos por ese efecto placebo que

produce lo fácil, lo cómodo, el producto testado, la Cocacola literaria. Los libros

de todo a cien copan hoy los anaqueles de las librerías con insustancial y

vertiginosa fugacidad. Vender es la premisa. ¿Leer?, eso ya si cabe; si gusta…

Pero tampoco es lo importante. Hoy los libros también rellenan hojas de

cálculo: las de las cuentas de explotación y resultados de esas editoriales-

empresas que lo mismo producen libros que podrían producir chorizo de

Cantimpalos.

Pero nada de esto ocurre con Elena Santiago. En Elena, en la literatura de

Elena Santiago, hay una verdad incuestionable. Pero una verdad no sólo en lo

que se dice, que también, sino una verdad literaria, una verdad que no se

asusta ni asusta – o debe asustar- al lector. Una verdad que no esconde

artificios vanos, ni complejos mecanismos creativos, ni ardides de alquimista.

La verdad de Elena Santiago es una verdad de palabra, una verdad de fiar, sin

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hojas de parra que oculten vergüenzas extrañas. La suya es una verdad

desnuda, como toda su literatura.

Hay en los textos de Elena Santiago mucho riesgo. Y sobre todo, lo hay

para el lector actual, para el lector prototípico y postmoderno. Un lector que,

por lo general, huye de la complejidad –hasta en la lectura- y que se conforma

con el choped literario que le suministra el (super)mercado. Y noten que esto lo

digo con pleno conocimiento de causa y experiencia contrastada. Hoy los libros

también se venden en los supermercados, como cualquier otra mercancía. Por

algo será.

Y digo que hay mucho riesgo en la literatura de Elena Santiago porque si

lo que el lector busca en cualquiera de sus cuentos, de sus novelas y no digo ya

en su lírica, es una película de Hollywood, con mucha acción, con muchos tiros,

con mucho movimiento, con mucho amor no apto para diabéticos, con

crímenes tremebundos o complejas tramas seudohistóricas, que sepa que no;

que en Elena Santiago no encontrará nada de eso… y quizá, ante esa

expectativa que el mercado suministra por arrobas, es posible que hasta se

aburra.

El lector de Elena Santiago ha de ser un lector reposado, como el buen

tequila. Un lector con ganas de leer de verdad. La literatura de Elena Santiago

tiene dos rombos para lectores de solapas (es imposible leer una novela de

Elena Santiago en una solapa; cosa que sí ocurre con el 90% de lo que se

publica hoy). Y lo es porque en Elena Santiago contar siempre está al servicio

del cómo contar. Y he ahí la piedra angular de su proceso creativo: contar, pero

sobre todo saber contar… lo simple, lo sencillo, lo aparentemente anodino. Así,

lo que cualquier otro autor podría despachar en apenas una línea, se convierte

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por obra y gracia de Elena Santiago en un cuento completo o, incluso, en una

novela.

En el prólogo de “Las diosas blancas”, un ensayo sobre literatura

femenina, Ramón Buenaventura afirmaba que “el policía es capaz de identificar

a un delincuente por su modus operandi. El crítico, por su parte, reconoce a un

poeta por la marca de metáforas que usa o por el color de sus adjetivos....”

Esto es cierto en el caso de Elena, cualquier lector mínimamente avisado podría

coger una página al azar de entre toda la obra de Elena Santiago y saber que

ese modus operandi literario sólo puede corresponder a Elena Santiago. Esto es

más de lo que se puede decir del 80 ó el 90% de los autores actuales.

El uso personalísimo del lenguaje, la capacidad narrativa, el gusto por y

en el contar, la invención de la metáfora, las omnipresentes personificaciones

(“La mañana era tanta que salía la luz por todas partes”. “El tren silba, el tren

sabe adónde va”); las metonimias o las sinestesias (la madre, que había ido

guardando en una cómoda de olor blanco…) en Elena Santiago son

inconfundibles.

****

Pero entremos en este momento, más profundamente, en materia

concreta.

La secuencia que seguiremos a partir de aquí será la siguiente:

empezaremos por hablar del estilo de Elena Santiago y de su manera de contar;

después iremos a los personajes para acercarnos desde ellos a los temas, tanto

de su narrativa como en su poesía; daremos un sucinto repaso a toda su obra,

demorándonos un poco en la visión personal de un texto como Nunca el olvido;

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y terminaremos con unas ligeras pinceladas sobre su poesía y su narrativa

infantil.

Empecemos, pues, por…

El estilo-.

Asegura Natalia Álvarez, en su exhaustivo y talentoso estudio a propósito

del Premio Trayectoria concedido por la Diputación de Valladolid en 1999 a

nuestra autora, que su literatura es una mezcla de tradición e innovación. Es

cierto.

En la literatura de Elena Santiago se mezclan, con homogénea virtud, la

tradición literaria española, y aun la universal, con un irrenunciable prurito

personal por ser y sonar diferente, y por no ser confundida ni comparada con

nadie. Un prurito constante por hacer literatura propia, firmada con nombre y

apellidos. Literatura hecha por Elena Santiago, a mano. Artesanía pura.

Alguien ha dicho que muchas novelas de Elena Santiago son prosa

poética. Yo creo que (y en esto coincido con José María Fernández Gutiérrez)

que no. Que Elena Santiago escribe prosa y escribe poesía, y que ambas se

entremezclan, pero que, cuando escribe narrativa es narrativa, y cuando

poesía, poesía. Otra cosa es que la poesía posea de tal forma a Elena Santiago

que hasta cuando cocina en su casa, la que cocina no es una mujer cualquiera,

sino una poeta entre fogones.

Elena Santiago es poeta a tiempo completo. De eso no hay duda. Pero

también es cierto que nos hemos acostumbrado a que, cuando un escritor

hilvana palabras en desuso, metáforas arriesgadas e imágenes bellas, a veces

imposibles, a veces alineales o fuera de las consabidas, las tópicas, las

esperables, entonces decimos que su prosa es prosa poética. Y he ahí el

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problema, quizá. Que cuando ascendemos en el nivel prosístico, porque el

autor lo posee, y pasamos de una prosa que cuenta a una prosa que, además

de contar, nos inunda como lectores, hay quien empieza a pensar que es

demasiado elevada y la tilda de poética, prosa poética. Y con ello, no pocos le

están otorgando inconsciente o sutilmente un cierto carácter elitista y un

marchamo de dificultad añadida a la que ya puede tener de por sí el hecho

lector.

Hay en Elena una capacidad inmensa e inusitada para dibujar con la

palabra. He ahí sí, al menos a mi entender, un elemento axial de toda su

literatura. Porque no se trata sólo de dominar y escrutar el lenguaje hasta sus

últimas profundidades; de rescatar viejas palabras, oxidados léxicos y

abandonadas semánticas, como por ejemplo hace el gran Delibes, -que

también-, sino más bien se trata de colorear con el lenguaje cualquier mínimo

resquicio de blancura.

Y aquí ejemplifico con un texto… (El cartero no llega, en Cuentos, pág.

33).

Es Elena Santiago también una escritora no sé si impresionista en sentido

estricto, pero desde luego sí de lenguaje impresionista. Lo vemos claramente

en textos como éste, extractado del cuento titulado La mancha. “La quería. Era

una mujer con un rostro que da lo mismo, con un cuerpo que da lo mismo, con

un nombre y una sonrisa y una lágrima y una casa y un televisor. Que a

Mariana le gustaban mucho la televisión, la telecomedia y los bailes modernos.

Que era una mujer antojada en ser muy de ciudad. Vestía como una muñeca de

escaparate. Se peinaba como las mujeres de cine. Y veraneaba en algún lugar

de verano de lujo. Tomaba, en su piel, el color de un agosto inolvidable (a todos

los viajes los significaba como inolvidables). Alardeaba de discreta, no

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presumiendo de un buen vivir. Que hasta había viajado a Jerusalén, con la

misma cara de todos los días…”.

El automatismo, rasgo propio del impresionismo, es muy frecuente en

toda la literatura “elenosantiaguista”. Lo encontramos por doquier en sus

novelas, en sus cuentos y en toda su producción. Esa capacidad de plasmar

lengua sin tamices, de volcar el subconsciente sobre el folio, sin cortapisas, sin

censuras mentales y/o compromisos estilísticos impostados, es también una

seña de identidad.

Ese carácter un tanto automático de la escritura de Elena Santiago lo es

por cuanto muchas veces la frase que acabamos de leer nos descoloca, como si

alguien la hubiera puesto allí para detenernos en el instante, para obligarnos a

releer y asegurarnos de que lo hemos hecho bien (…que hasta había viajado a

Jerusalén, con la misma cara de todos los días…, escribe). Y entonces uno tiene

que pararse, siquiera un segundo, y pensar a ver con qué cara viajaría a

Jerusalén uno… si no es con la de todos los días.

Pero también podemos rastrear en los textos de Elena un cierto

componente surrealista, como cuando en “Mujer deshabitada”, uno de sus

cuentos, escribe: Que parecían cobijarme paredes que se alzaban de puntillas

queriéndose salir del techo buscando libertad… imagen que a uno le remite a

esos dibujos de Dalí en los que las cosas parecen querer salirse del cuadro.

Ese componente surrealista dota a sus narraciones de una sugerente

carga onírica. Ese surrealismo literario que exhibe en buen parte de su obra

abstrae al lector de su realidad, lo lleva en vaivén y lo descoloca. Pero no para

sacarlo de la historia, sino para invitarlo a empatizar con los personajes, como

si con ello nos invitara también a vestir su piel y a calzar su ánimo.

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Quizá todo esto forme parte de lo que Francisco Martínez García llama

“escribir de dentro afuera”, a propósito de Elena en su “Historia de la literatura

leonesa”. Eso es lo que de algún modo Elena Santiago hace, escribir de dentro

afuera. Extraer de la historia que va a contar su esencia, radiografiar a los

personajes, desnudarlos y luego “obligarles” a contar su historia casi siempre

en primera persona, como una confesión en voz alta. Es entonces cuando el yo

narrativo irrumpe tantas veces en sus páginas para apoderarse de la historia y

también, de paso, del lector.

Por tanto, hallamos en Elena Santiago un estilo personalísimo. Un color

de escritura, parangonando lo que afirmaba Buenaventura, que es todo un

“modus operandi”, una marca de agua, no sé si invisible, pero sí indeleble en

los textos que Elena Santiago nos regala.

Y entramos de este modo en el segundo punto que vamos a tratar: el de

los personajes… y, cómo no, el de las personificaciones (que tanto montan… en

la literatura de Elena Santiago).

Personajes-.

Niños, mujeres, hombres, casi siempre seres desvalidos, gentes de otro

tiempo… cualquiera que haya tenido que pasar por ese trance que es vivir, y

especialmente hacerlo sin mucho regalo, puede ser o convertirse en personaje

de una novela o de un cuento de Elena.

Los personajes de Elena Santiago se salen del cliché normal y al uso en la

novelística actual. Los personajes de Elena son diferentes, sobre todo porque

ella les dota de la capacidad de pensar por cuenta propia, es decir, porque la

novelista/autora/poeta les transfiere su carga y les deja hablar y expresarse

con plena autonomía y libertad. Les dota y otorga una suerte de “libertad de

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personaje”, quedando ella en la sombra. Les confiere toda la fuerza de su

pensamiento lírico y su visión del mundo. Se la regala… generosamente.

Da la impresión de que en la literatura de Elena Santiago la fragilidad de

los personajes es el leit motiv que lleva a explicar su elección como

protagonistas. Como si en Elena, escritora, pero también persona, latiera una

necesidad de ayudar, de enderezar, de valer, de orientar a esos seres

desvalidos en su caminar, en el fondo, hacia ninguna parte. O sea, la vida.

Sus personajes a menudo emplean el estilo indirecto libre o se enfocan

desde un yo, que puede ser personal o impersonal, y en –no pocas- ocasiones

también la autora echa mano de la tercera persona para contar. Hay textos en

los que se mezclan dos y hasta tres modos de contar. Elena Santiago sigue

jugando con el lector, sigue jugando con nosotros. Y es muchas veces ese juego

el que nos mantiene en vilo, llamando nuestra atención, atrapándonos.

Y en esa capacidad para mantener en vilo al lector, sólo con el lenguaje,

con las repeticiones, con el decoro poético que hace que un niño hable y se

exprese como un niño; que una mujer lo haga como lo haría una mujer (como a

las protagonistas de “Alguien sube”, “Manuela y el mundo”, la Tona de “Gente

oscura” o la desdoblada Maximina de “Una mujer malva”); o que un hombre

parezca un hombre (como en “El amante asombrado”) y un hombre maduro

hable, sienta y piense como un hombre maduro, estriba gran parte del acierto y

el éxito de su literatura.

A propósito de las repeticiones, diremos que las repeticiones, tan

frecuentes en sus narraciones (como cuando escribe Él, viene de Lejos… De tan

lejos que todo golpea las paredes del mundo preguntando si llegará. La vida, la

calle, los días, son esa puerta sosteniendo la tarde, la espera. Pero aparecen ya

telarañas, pero aparecen ya telarañas…), pudieran parecerle al lector no

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avisado una redundancia innecesaria, casi un error de edición. Pero no son ni lo

uno ni lo otro.

Las repeticiones en el texto cumplen una función primordial, la de no

dejar de hacer notar la importancia del momento, la necesidad de saber que el

lector ha conectado con el personaje y, a través del personaje, con quien le da

vida por su mano. La repetición, que no es pleonasmo en la mayor parte de los

casos, sino simple y llanamente eso, una repetición, una reiteración consciente

y buscada de lo ya dicho, a veces incluso, con las mismas palabras, con la

misma secuencia, cumple una función representativa o referencial en el texto.

Son comunicación directa con el lector a través de la palabra. Cumplen una

misión concreta y nos suministran información muchas veces del texto desde el

interior del mismo.

La suya es, por tanto, como decimos, una obra de interiores. Elena es una

“arquitecta de interiores literarios”, y es en esa parcela en la que Elena no sólo

se mueve con soltura y maestría, sino en la que, sin duda, se encuentra más

cómoda.

La plasmación de lo universal en lo particular en la literatura de Elena

Santiago, a través de personajes de carne y hueso, personajes casi siempre

frágiles, a veces incluso invisibles que, en el fondo, dibujan estereotipos

universales (como ocurre con Antonino en “La muerte y las cerezas” o con Meli

y la lucha de la mujer por sobrevivir en un ambiente y una atmósfera de miedo

y represión en “Nunca el olvido”…) nos remite a personajes que representan

prototipos universales, como lo pueden ser los de Shakespeare o los de

Calderón.

Pasa otro tanto con gran parte de los niños que protagonizan, de uno u

otro modo, sus cuentos y alguna novela como “Ángeles oscuros” o “Veva”.

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Muchos de esos niños son niños de carne y hueso, recuerdos de la propia

autora que reviven en su mano, calamo currente. Pero esos niños,

especialmente aquellos a los que la vida ha querido situar en su lado más duro,

más difícil, menos amable, son también estereotipos de una infancia vivida por

unas cuantas generaciones de españoles.

En cuanto al marco en el que se encuadran sus personajes suele ser

muchas veces -y sobre todo en su primera novelística- un marco rural. Un

pueblo, o unos pueblos en los que se respira un ambiente depresivo en todos

los órdenes; tanto que la gente se quiere marchar. Allí no hay medios de vida.

Allí se masca la tragedia de la emigración y del abandono al que han sometido

los políticos a determinadas zonas rurales de España, que van quedando, poco

a poco, relegadas a cotos de retiro, de votos y de codornices.

Pero, en cualquier caso, todos ellos, niños, mayores, mujeres, hombres…

son personajes con una historia que contar. Son, como dice la propia Elena,

personajes que hablan. “Yo sólo escribo, afirma la autora, lo que los personajes

me dicen”. Y esto, que a primera vista pudiera parecer el brindis al sol de una

autora reconocida, el lector puede comprobarlo a poco que se sumerja en

cualquiera de sus páginas.

La capacidad para cambiar de registro, para amoldar y adaptar el

lenguaje, las expresiones, los modismos, los giros consecuentes al habla que le

conviene al personaje, a sus circunstancias, a su entorno, empleando, cuando

se requiere, un lenguaje culto o un lenguaje coloquial (“su novio era un cacho

señor”, “sería cacho preguntón”), viene a demostrar que no nos hallamos ante

una literatura de vuelapluma, sino ante una literatura de vuelo reposado.

E intrínsecamente unida a lo antedicho encontramos otra característica

primordial en su literatura, a saber, la capacidad para trasladarnos los estados

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de ánimo de los personajes a través de los objetos que portan, de las cosas que

les rodean, del marco en el que se mueven. Elena logra transferir con el

lenguaje a estos objetos, como en una metonimia constante y brutal, las

cualidades, las sensaciones, los sentimientos y pensamientos del ser humano.

Personificando los objetos (a través de prosopopeyas casi imposibles) les

dota de una dignidad que prolonga todo lo humano en las cosas. Como cuando

escribe “Llevaba el bocadillo envuelto en noticias de otro día…”, o, “el tiempo,

encogido de hombros, sin saber si alejarse o quedarse a hacerle compañía”.

Las personificaciones de cosas y elementos son esenciales, vitales en su

forma de escribir y pensar. Esas personificaciones se llevan al extremo, por

ejemplo, en una obra como “Hombres de viento”, en la que los espantapájaros

guían al hombre a través de su propia historia.

Y hay en esa capacidad y necesidad de dotar a los objetos de vida, de

sensaciones humanos, de capacidad para sentir, amar, odiar o entender, un

algo de reminiscencia infantil. Piensen ustedes, por ejemplo, en algo que

seguramente les haya pasado de pequeños y que ahora, además de haberlo

olvidado, les parece eso, una cosa de la infancia y, por tanto, como ésta, una

cosa perdida, arrumbada en la memoria.

Yo les pregunto: ¿Quiénes de ustedes, cuando eran niños, no otorgaron

vida a los objetos? ¿Quiénes alguna vez no pensaron, por ejemplo, que cuando

un vaso de cristal se nos caía de las manos y se hacía añicos al golpear la

frialdad del suelo, ese vaso debía de haber sufrido un montón, que ese golpe

“vasicida” habría sido dolorosísimo? Y así con tantas y tantas cosas.

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Pues bien, ese don de la infancia, el de dotar de alma a los objetos más

insignificantes, Elena lo conserva. Y ese don es en su manera de escribir y de

entender la creación literaria un elemento inextirpable de su prosa.

Y entramos así de lleno en los temas. La temática de su narrativa… pero

también la de su poesía.

Los temas-.

Estoy de acuerdo con Marina Villalba cuando afirma que hay en Elena una

predilección por la temática existencial y por el empleo de un lenguaje altamente

poético”. Ambas cosas son ciertas. Las inquietudes existenciales están presentes

en toda la obra, poética y narrativa de Elena Santiago. Y el lenguaje altamente

poético también forma parte de la narrativa como podemos comprobar si leemos,

por ejemplo, cualquiera de los 17 cuentos que conforman “Lo tuyo soy yo”.

Sin embargo, no estoy tan de acuerdo con Natalia Álvarez cuando afirma

que “en el discurso laboriosamente cuidado y selecto de Elena Santiago hay un

cierto grado de compromiso ideológico, pero que se trata de una preocupación

ética sin ansias de predicación…”.

Es cierto que no hay nada panfletario ni reivindicativo en el primer plano

de la narrativa de Elena Santiago, pero lo hay y mucho en el segundo y tercer

plano. Es decir, más allá de la preocupación y el celo por mantener una voz

propia, fácilmente reconocible y pulcramente cuidada y tratada en todos sus

textos, la fuerza motriz de la escritura en Elena Santiago tiene mucho que ver

con el compromiso personal con la vida, con la pérdida de la cultura, de la

memoria, de un pasado que necesariamente ha de quedar atrás (como la

Galicia que aparece en “Amor quieto”), pero que en ningún caso puede ni debe

ser olvidado. Al menos en todo aquello que tuvo de ético, de panoplia de

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valores, de espacio sobre el que hemos cimentado este presente

desagradecido y ciego.

En las novelas de Elena Santiago, como decimos, subyace un soterrado

compromiso social e ideológico. Lo vemos cuando denuncia el abandono del

mundo rural, la pérdida de una cultura milenaria y del acervo cultural que lleva

aparejado. Es, además y en el caso de León, ese mundo rural el sustento de

gran parte de la literatura aparecida en esa tierra a lo largo del siglo XX

(recordemos los filandones). Y eso, evidentemente, a Elena le duele. Y lo

escribe.

Y hay también, unido a ello, un cierto bucolismo rural (con el

consiguiente peligro que entraña la neorruralidad, tan bien estudiada por

Sergio del Molino en su reciente ensayo La España vacía). Ese cierto bucolismo

rural lo encontramos en personajes como Fede, la criada de La oscuridad

somos nosotros, o en Delfina en Ácidos días, o en el compañero de infancia que

consuela al médico desahuciado de La última puerta.

Pero si hubiéramos de destacar algo realmente propio, omnipresente y

genuino y por encima de todo en la obra de Elena, eso sería, sin duda, la

imaginación.

La imaginación en Elena Santiago es el motor que mueve y traslada a la

realidad todo el artificio de sus novelas, cuentos y poemas. Ahí sí estoy de

acuerdo con Natalia Álvarez, plenamente, cuando afirma que “la imaginación

hace derivar ciertos pasajes de sus libros hacia tonalidades fabulosas que, en

ningún caso, perjudican la función propia de su obra de reflexión e indagación

en la vida…”

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Es más, yo añadiría que no sólo no la perjudican sino que la enriquecen,

la personalizan. Es esa capacidad fastuosa de imbricar lo real en lo mágico,

como ocurre en la Galicia mítica de “Asomada al invierno”, lo fantástico en lo

cotidiano lo que confiere a los textos de Elena Santiago ese carácter único. Hay

algo en esa mezcla homogénea de realidad e imaginación, que atesoran los

libros de Elena, que los hace diferentes.

Frente al realismo (social) y la crudeza que podemos encontrar en otras

novelas de autores de su generación (la llamada Generación del 68, con

Aparicio, Merino, Mateo Díez, Torbado, Avelino Hernández, Antonio Colinas y

Manuel de Lope. Nótese que de nuevo sólo hay una mujer en el plantel, la

propia Elena), o de las inmediatamente anteriores, tenidos lógicamente por

maestros propios, (Delibes, Ferlosio, Martín-Santos y buena parte de la

literatura celiana – y nótese también que son todos hombres-, entre otros), en

la narrativa de Elena Santiago es la imaginación la que nos salva de la realidad

como tantas veces salva a sus protagonistas.

Hay en ello un mucho de compasión y un más, incluso, de “pietas”, en el

sentido etimológico y latino del término. Eso que llamaba Cicerón “la virtud

que nos exhorta a cumplir con nuestro deber en nuestro país o con nuestros

padres u otros parientes de sangre”, pero que en caso de Elena Santiago se

convierte una “pietas erga filli”, es decir, una piedad hacia sus hijos/personajes

para de algún modo salvarlos a través de ese huida de la realidad a lomos de la

alfombra mágica y voladora que proporciona gratuitamente la imaginación.

Y por muy dura, descarnada y rota que sea la existencia de sus

personajes, o el verso que discurre, la autora siempre lanza una tabla de

salvación, ya sea a modo de realidad paralela, ya a modo de pequeño resquicio

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al que asirse. He ahí la “pietas” de la que hablamos, la compasión hacia los

seres desvalidos a los que retrata. Pero sin caer ni dejarse arrastrar en ningún

caso por un sentimentalismo lacrimoso, sino ofreciendo una ventana de

dignidad sobre la que arrojar la vista para encontrar luz.

He ahí la piedad y también otro elemento fundamental en su literatura

que, además, contribuye mucha veces a romper la tensión dramática del texto

y de su peripecia. Nos referimos al humor.

El humor es en Elena Santiago el elemento de contraste por

antonomasia. Muchos de sus personajes e, incluso, el lector angustiado que ha

empatizado con su desgracia, encuentra en ese humor entreverado en las

páginas de la obra de Elena un elemento redentor, un consuelo, un clavo

ardiendo al que agarrarse y que, muchas veces, te sostiene ante la amenaza,

cierta, de caer. Ocurre así por ejemplo, en Historia de Gregorio Robles y su taxi,

ambulancia, funeraria… coche de bodas.

Ese humor es contrapeso a otros asuntos como la nostalgia, la

desesperanza y el desencanto, junto al dolor por y ante la vida, que se

encuentran recogidos a menudo en sus textos.

Y asimismo, la tristeza y una cierta melancolía (A pesar de que escriba en

un poema de Sostenida luz...

Tu amor y encuentro

Ni una melancolía

festejando cielos.

...conforman un tándem casi omnipresente. En este sentido, parece hacer caso

Elena a las palabras del Premio Nobel Mario Vargas Llosa cuando asevera que

“la literatura más fecunda está en la tristeza. La melancolía como compañera

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de escritura”. Una cierta melancolía es para Elena compañera inseparable de

escritura.

La luz, la oscuridad, el silencio, el tiempo perdido, el tiempo inaprensible,

la interioridad del ser, el pasado...

Subir al desván, ahora, es subir al pasado.

Y queda muy alto, mamá,

Queda muy alto.

Y la naturaleza (por ejemplo, en poemarios como sostenida luz) son

temas recurrentes en la obra de Elena. En muchos de sus cuentos, novelas y

poemas hallamos marcados contrastes de luz y oscuridad, de luz y silencio, de

luz e interioridad, (aunque estoy muy adentro, veo la luz. Sé que puedo llegar y

abrirla entera), de mar y tierra (nadie acaricia los árboles (Sostenida luz)… El

mar vive/ eleva olas de lenguas que hablan…), pero también de tiempo

absoluto frente al momento (soy ese instante de inacabable felicidad), de ese

todo que habita a veces en los detalles más nimios y que puede llegar a ser

explicación completa y compleja de toda una existencia.

Dice Marina Villalba, a propósito de Relato con lluvia y otros cuentos (En

Encuentro con la vida, a propósito de “Cuentos”, de Elena Santiago) que en

Elena Santiago el mar representa la vida; y el río, con frecuencia, la muerte (“A

este mundo de imagen y quemazón, sólo lo parte el río, la muerte… ese río que

deja los rostros y las manos, como agua estancada, pasmados en lo absoluto”).

Y el gusto por dotar de una simbología concreta -y casi siempre la

misma- a objetos y elementos nos permite encontrar concomitancias entre

unos textos y otros dentro de su obra global.

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Así, también el pájaro simboliza la libertad (“Madre, yo quiero ser

pájaro o ángel cuando sea mayor”) o la falta de libertad, cuando el pájaro es

pájaro inanimado (“tú y yo, invierno, tú y yo, pájaro disecado…”)

La noche puede ser a la vez refugio y soledad. Y soledad es también el

humo (“sentí que el humo me iba borrando las cejas, la nariz, la boca, llegando

a ser, sólo, una mancha y una mirada”) y el sombrero (“la mujer se escondió en

su sombrero y nunca más salió a la calle”).

El invierno es símbolo de oscuridad, o mal recuerdo (“Desde niñas

todo olió a cirio, a bacalao, a invierno…” o “siempre fue invierno en su

infancia”).

En definitiva hay en la temática y los objetos recurrentes de la

literatura de Elena Santiago todo un código semiótico que casi siempre nos

remite a un cierto determinismo, como si los personajes no pudieran escapar

de su mundo y de los objetos que con su presencia los encarcelan en una

realidad inalterable.

Todo ello coadyuba en la creación de una cierta atmósfera cerrada,

nostálgica y de desesperanza, tanto en la configuración de sus personajes

masculinos como femeninos. Como si un fatum les impidiera salir de ese círculo

que la vida se ha encargado de trazarles en torno y del que, por más que lo

intenten, no pueden huir.

Un círculo como el que se describe en Ácidos días (pág. 235.), a

propósito de un pueblo de León: “Niño pensó que no algunas tierras, las que él

designó, sino toda la tierra se había quedado de baldío, arruinada. Y la tierra

era aquel pueblo y el pueblo había girado alrededor de la Casa Grande y la Casa

Grande era aquel mismo baldío que era la tierra”.

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Por tanto, hay en Elena Santiago también, como apuntamos, un

sistema semiótico que el lector puede rastrear y conocer, una vez leída parte o

toda su obra.

Pero en todo caso, a través de cualquiera de sus cuentos, de sus novelas

o de sus poemas, el lector de Elena Santiago puede cruzar el espejo, como

Alicia, para encontrarse una literatura mágica preñada de realidad. Como

asegura Ernesto Escapa, el mundo narrativo de Elena es un mundo alimentado

de misterio y de leyenda, pero también de poesía, soledad y fascinación.

Obra.-

Como ya advertíamos, no vamos a recrearnos en el (donoso)

escrutinio de toda la obra de Elena Santiago. Daremos unas leves pinceladas

sobre sus novelas. Nos detendremos una miaja en la última y en la reseña que

para ABC hizo quien les habla y terminaremos hablando sucintamente de su

poesía. Así…

Novela y cuento.-

Cuando se leen las novelas y los cuentos de Elena Santiago uno duda de si

es mejor novelista que cuentista. Las novelas son magníficas, pero sus cuentos

son fascinantes.

Umbral nos habló del tono intimista y muy cuidado, contenido y bello de

su escritura. Y lo cierto es que esas cuatro características se encuentran tanto

en sus cuentos como en sus novelas (intimismo, cuidado, contención y belleza).

Son casi innumerables las obras corales, antologías y libros de cuentos propios

en los que Elena ha participado, y más de diez sus novelas (“La oscuridad somos

nosotros” (1976), “Ácidos días” (1979), “Gente oscura” (1980), “Una mujer

malva” (1980), “Manuela y el mundo” (1983), “Alguien sube” (1985), “Veva”

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(1988), “El amante asombrado” (1994), “Amor quieto” (1997), “Ángeles

oscuros” (1998), “Asomada al invierno” (2001), “Lo tuyo soy yo” (2004), “La

muerte y las cerezas” (2009), “Nunca el olvido” (2015)). Todas ellas constituyen

un corpus narrativo de enorme calidad.

Sería prolijo adentrarnos aquí en cada texto. Así pues, sencillamente nos

limitaremos a señalar algunas características comunes a toda su obra como son

el tiempo, la atmósfera intimista y la tendencia al pesimismo vital, del que

hemos hablado, para terminar con la citada exégesis a propósito de Nunca el

olvido, su último título.

Así, comenzando por el tiempo, diremos que en las novelas de Elena

Santiago casi nunca es un tiempo real, un tiempo cronológico que se sucede.

Casi siempre se trata de un tiempo psicológico que pasa, pero de una forma

especular. De una forma inaprensible en ningún calendario, porque es un

tiempo que escapa al recuento normal de las horas.

El tiempo en las novelas de Elena es una medida relativa, que tiene más

que ver con el tempo que marca el discurso de los personajes que con el tiempo

que pasa o con el tiempo en el que suceden las cosas.

También podemos decir que, unido a ese tiempo psicológico del que

hablamos, en novelas como La oscuridad somos nosotros (1977), Una mujer

malva (1979), Ácidos días (1980) y Gente oscura (1980), encontramos un

marcado intimismo lírico, asociado casi siempre a cierto carácter pesimista,

negativo. Un pesimismo que subyace en las citadas novelas y que en otras

como “Ángeles oscuros” o “La muerte y las cerezas” se hace patente desde el

propio título (oscuro, oscuridad, ácidos, oscuros, muerte…). Pero esa

negatividad, esa falta de esperanza cierta, es la que permitirá a Elena, como

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decíamos al principio, ejercer de redentora, de salvadora frente al nihilismo y al

determinismo existencial absurdo que somete a sus criaturas literarias.

Y ese mismo determinismo existencial es el que encontramos en su

última novela, Nunca el olvido, a propósito de la cual un servidor ha escrito:

“¿Qué ocurre cuando una voz poética se hace narrativa; cuando se

escribe desde la introspección, desde una interioridad casi agustiniana, una

interioridad que trasciende; cuando las palabras brotan, en un ejercicio

muy vecino a la escritura automática, desde lo más profundo del alma, con

una intensidad inusitada, para hablar de lo más oscuro y a la vez de lo más

claro del ser humano? La respuesta es sencilla: que se publican textos

como “Nunca el olvido”. Uno de esos ejercicios literarios a los que el lector

ha de acercarse sin prisa, sin urgencias, más dispuesto que nunca a

paladear las páginas, los párrafos, las frases, enristradas casi como un

anacoluto continuo, las palabras. El argumento también es sencillo -y por

desgracia muy presente-: la muerte a manos del falso amor, de ese amor

que juran quienes desposan para poseer, quienes convierten el cariño

generoso en cárcel, quienes cosifican al otro y lo suman, como un objeto

más, a su inicuo patrimonio.

Con Nunca el olvido Elena Santiago regala al lector una novela dura,

preñada de belleza en el fondo y en la forma, una novela que inquieta e

invita al pensamiento, a la reflexión casi a cada momento, pero también a

la nostalgia y a la memoria. La muerte de Meli, Melita, contada desde la

perspectiva coral de quienes la rodean, de quienes la echarán en falta, cada

cual a su modo, de quienes ya no podrán volver a quererla en vida, se

convierte en un ciclo constante que mueve el texto, que lo da la vuelta, que

lo mastica una y otra vez como se mastican los duelos, poco a poco, en un

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tiempo que no corre, que nunca tiene prisa por desaparecer y dar paso a lo

nuevo. Un argumento que probablemente en las manos de otro escritor no

daría para más que unas pocas páginas, pero que permite a Elena Santiago

construir una obra densa, una trama de sentires, más que de sentimientos,

de dolores que traspasan hasta las páginas que los contienen y que llenan

el espíritu del lector no sólo de comezón y desasosiego, sino también -y al

mismo tiempo- de bálsamo y esperanza.

La novela está ahí, resuelta con una maestría que quizá nos requiera

otros modos de lectura, o quién sabe, quizá otros modos de lector. Y no

encontrará éste en “Nunca el olvido” una novela al uso ni un texto

ahormado al gusto del coleccionista de solapas, no. La novela interior de

Elena Santiago es verdadera; una exquisita pirueta de arropamiento

lingüístico en el que la desnudez brutal de los hechos se cubre

pudorosamente con el ropaje de las palabras. Un ropaje rico, pero sencillo;

en tonos grises, sin dejar por ello de ser florido. Una novela, en fin, en la

que quien posee buenas mimbres de poeta no puede dejar de serlo en

ningún momento, ni siquiera cuando aborda otros géneros para someterlos

a su gusto. Una obra que hay que guardar como el pequeño tesoro que es.”

Y para acabar daremos unas leves pinceladas sobre su poesía y sobre

un aspecto menos conocido, pero también interesante en la obra de Elena.

Su preocupación por la niñez no podía dejar al margen a los niños no ya

como protagonistas sino como destinatarios. Así, obras como “Sueños de

mariposa negra”, “Olas bajo la ciudad” o el poemario Mat y Pat, que aún

espera las prensas, invitan, desde niños, a sumergirnos en su literatura.

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Y en cuanto a su poesía asegura Julia Castillo que es Elena Santiago una

poeta difícil, de contenidos ascéticos y palabras sin jeribeques. Personalmente,

creo que Elena es una gran poeta. Quizá una poeta posmoderna anclada en el

realismo renovado, pero en cualquier caso una gran poeta alejada del poetismo

feminista actual, del verso fácil, de la imagen trillada y del recurso a la vista.

Basta leer cualquiera de sus poemas para darse cuenta de que tienen luz y voz

propia.

Escapas del silencio hacia el silencio.

Escapas de tu cuerpo

al encuentro de otro cuerpo.

¿Qué tropiezan tus pasos?

¿Eres tú mismo o negación cubierta?

Intento de búsqueda

de acariciar vida

que se extiende

a ser faro

que alguien encienda.

Bohumil Hrabal, el tardío escritor checo, que tan caro le es a Elena

Santiago dejó escrito: “Sé que hay que quemarse con lo que no se puede

apagar”. Háganle caso ustedes y quémense con esta literatura, con su literatura.

Arderán en la gloria de sus palabras, las palabras de Elena Santiago.

Muchas gracias