Bunin Primavera

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IVAN BUNIN

PRIMAVERA ETERNATraducción:

Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

MALDOROR ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original:

Nesrochnaia vesnaRipol Klassik, 1999

© Primera edición: 2010© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN 13: 978-84-96817-82-1

MALDOROR ediciones, [email protected]

www.maldororediciones.eu

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PRIMAVERA ETERNA

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... Y después, querido amigo, meocurrió un acontecimiento queacabó por marcarme profundamente:en el mes de junio, fui a provin-cias con el fin de visitar a unade mis amistades que vive en elcampo. No ha mucho, aún lo recuer-do, era frecuente viajar de estamanera, y supongo que ocurre lomismo entre vosotros, en Europa.¿Pero para qué comparar?Actualmente, en Rusia, es una ver-dadera hazaña recorrer doscientaso trescientas verstas: la menordistancia parece infranqueable,como en tiempos de Moscovia, y loshumildes de Moscú, de escasosmedios, apenas pueden ya viajar.En efecto, han aflojado las clavi-jas y ahora disponemos de todaclase de libertades nuevas quejamás hubiésemos podido soñar;pero no olvides que todo esto esmuy reciente. En una palabra, un buen día volvía sentir algo que hacía muchotiempo no experimentaba: tomé unfiacre para ir a la estación. En

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una de tus cartas, me has hechocomprender entre líneas que habí-as encontrado “acongojante” elespectáculo que ofrece actualmen-te la ciudad de Moscú. Pues sí,Moscú se ha vuelto muy fea –medecía–, mientras rodábamos haciala estación en aquel fiacre sali-do del fondo del tiempo; además,me cobraron una suma astronómicapor una carrera que antaño hubie-ra costado veinte kopeks; yoobservaba las calles con la mira-da limpia del viajero que ha par-tido a la aventura.¡Qué invasiónde gente de rasgos orientales!Cuánto trapicheo en las aceras, aescape –un verdadero “desmadre”,para emplear ese lenguaje horteraque, en este momento, está tan demoda entre nosotros. ¡Cuántascasas demolidas y calles socava-das! Algunos árboles todavíaenhiestos se obstinan en crecer.Las plazas ante las estaciones sonun inmenso bazar donde alguiencompra o vende algo; atraen a ungentío marginal de especuladores,

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de ladrones, de putas, de figone-ros ambulantes que venden cual-quier porquería. En las estacio-nes, se restablecieron las dife-rentes clases para los buffets ylas salas de espera, pero esoslugares de acogida son, por ahora,infectos cuchitriles. Hay empujo-nes por todas partes,¡se ven tanpocos trenes! Procurarse un bille-te es una ardua tarea llena deformalidades y minucias, y cuandofinalmente se trata de subir altren –un viejo tren botijo conruedas carcomidas por la herrum-bre–, eso puede considerarse ver-daderamente como una proeza. Así,pues, son muchos los viajeros quesitian la estación la noche de lavíspera para estar al pie delcañón.Por mi parte, llegué sólo doshoras antes de la salida del tren,lo cual era muy imprudente porqueestuve a punto de quedarme sinbillete. Finalmente la situaciónse desbloqueó mal que bien(mediando una propina, por supues-

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to); pude conseguir mi billete,subir al tren e incluso encontrarun sitio en un banco y no en elsuelo. El tren arrancó, Moscú des-apareció en la lejanía detrás demí, y vi desfilar los paisajes quehabía olvidado: campos, bosques,pueblos que recuperan su humildevida de antaño tras la loca y rui-nosa orgía que Rusia se ha ofreci-do. Pronto los ojos comenzaron aparpadear, las cabezas a mecerse,y los mozos que poco antes habíavisto subir al asalto del vagónestaban ahora casi todos roncando,con la boca abierta. Frente a míiba un campesino de deslucido pelocastaño, alto, muy seguro de símismo. Al principio, fumaba yescupía sin pausa en el suelo,aplastando sus escupitajos con lapunta de su bota y haciéndola cru-jir. Después sacó del bolsillo desu gabán una botella de leche quese puso a beber a grandes tragos,interrumpiéndose sólo para respi-rar. Tras vaciar la botella, seretrepó en su asiento y, echado

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contra el duro respaldo, se pusotambién a roncar; el hedor que sedesprendía de toda su persona mevolvió como loco. No pudiendosoportarlo, abandoné mi sitio parapermanecer de pie en la platafor-ma del vagón. Me encontré allí conalguien a quien no veía desdehacía cuatro años: un viejo profe-sor de universidad, antaño muyrico; le costaba guardar el equi-librio, a causa de las sacudidasdel tren; apenas pude reconocerle,tanto había envejecido; podríamosdecir un anciano en peregrinaje alos lugares santos. Sus zapatos,su abrigo, su sombrero estaban aúnmás deslucidos que los míos. No sehabía afeitado desde hacía lustrosy sus gríseos cabellos caían sobresus hombros en mechones sueltos;llevaba en la mano una bolsa detela gruesa, una segunda bolsaestaba posada a sus pies. “Vuelvoa mi casa, al campo –me explicó–,me han concedido una parcela en miantiguo dominio, y ahora, sabe, yame he acostumbrado a vivir con

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poco, como el amigo moscovita alque usted va a ver; trabajo conmis manos para asegurar mi susten-to, pero cuando tengo un momentolibre lo dedico a ese gran traba-jo de historiador que no ha muchohabía emprendido y que debería,creo, abrir nuevas perspectivas ala investigación histórica...” Eldisco argentado del sol discurríabajo, tras los troncos, tras elbosque. Al cabo de una media horami historiador descendió en unapequeña estación, y pude ver cómose alejaba renqueando con sus bol-sas a lo largo del paseo de verdi-nosos abedules, en el aire frescodel crepúsculo. Yo llegué a midestino a la caída de la noche,pasadas las diez. Y como el trenllegó con retraso, el campesinoque había venido a buscarme sevolvió a marchar tras habermeesperado en vano. ¿Qué hacer?¿Pasar la noche en la estación?Era inútil pensar en eso, puesechan el cierre; de todas formas,abierta o cerrada, carece de ban-

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cos y asientos –”¡ahora, querido,ya no hay señores!”– y es pocoagradable dormir en el sueloincluso para un ciudadano “sovié-tico”. En cuanto a encontrar allía un campesino disponible, esactualmente un intento que estácondenado al fracaso. Charlédurante un rato con un mujik queestaba sentado cerca de la puertade la estación, que esperaba conun aire moroso e indiferente eltren nocturno para Moscú. Hizo ungesto desilusionado con la mano.– ¡Quién se atreve ahora a aventu-rarse por los caminos! Ya no haycaballos, ni personal... Sólo lasruedas, y eso cuesta una fortuna,es horrible...Le pregunté:– ¿Y si fuese a pie?– ¿Va lejos?Le di el nombre del lugar.– Desde aquí –dijo– hay que contaruna veintena de verstas, no más.Se puede intentar.– ¿Eso cree? –protesté; ¿a pie, através del bosque?

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– ¡Claro que sí! ¡Por supuesto quese puede hacer!Y se puso a contarme que la pri-mavera última dos viajeros habíanalquilado en el pueblo los servi-cios de un campesino y que todoshabían desaparecido sin dejarr a s t r o :– No encontraron nada: ni a losviajeros, ni al campesino, ni alcaballo, ni el carruaje... Y nuncase supo quién dio el golpe...Ahora, ¡ya nada es como antes!Evidentemente, después de eserelato, se me habían quitado lasganas de pasar la noche en cami-no. Decidí esperar hasta la maña-na y buscar un alojamiento nolejos de la estación, en unaposada –“hay dos”, había precisa-do el mujik. Pero ninguna mequiso alojar. “Té, todo el quequiera”, me respondieron en unade las posadas. Así, pues, metomé el té, una especie de tisanarepugnante, sin apurar el tiempo,en una pieza miserablemente ilu-minada. Insistí de nuevo:

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– Déjeme al menos pasar la nocheen la escalinata.– Ni lo piense, ¡es poco conforta-ble!– ¡Eso será mejor que aventurarmeal camino!– ¿Está armado?– ¡Puede cachearme, si quiere! Ydi vuelta a mis bolsillos y des-abroché todos mis botones.– Bueno, está bien; si se lo pideel corazón, puede quedarse en laescalinata. Desde luego, a estahora, nadie en el pueblo le abri-rá la puerta, y además todo elmundo duerme...Salí y me senté en la escalinata;pronto las luces se apagaron–hacía tiempo que la posada conti-gua estaba sumida en la oscuridad–y se hizo noche cerrada, y conella llegó el silencio y elsueño... Pero a mí que no podíadormir, ¡qué larga me parecióaquella noche! En la lejaníaceleste, la media luna veladacomenzaba a descender tras losnegros contornos del bosque. Acabó

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por desaparecer, y en el espacioque había abandonado temblabaahora el destello de un relámpagode calor... De vez en cuando, invadido por elcansancio de aquella postura –puesestaba sentado–, iba a desentume-cer las piernas por el camino queblanqueaba vagamente ante la esca-linata; después volvía a sentarmey fumaba tabaco fuerte, tenía elestómago vacío... Eran cerca delas dos cuando oí en el camino unchirrido de ruedas, un choque decubos contra los ejes: un carrua-je se acercó a la posada contigua,se detuvo; alguien comenzó a gol-pear en el cristal con pequeñostoques furtivos y convenidos. Elpatrón, descalzo, arriesgó unamirada por la puerta entreabiertaantes de sacar con precaución laespeluznante cabeza; reconocíentonces al anciano que, por lanoche, me había negado el aloja-miento con una increíble brutali-dad; dio comienzo entonces un trá-fico misterioso e interminable;

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arrastraban fardos por el suelo–me parecieron pieles de cordero–que no tardaban en apilar en elcarruaje del visitante; la escenaestaba iluminada por relámpagoscada vez más violentos que abarca-ban el bosque, las isbas, el cami-no. Soplaba un viento fresco y seoían rodar en la lejanía los ame-nazadores truenos. Yo permanecíallí, sentado, maravillado.¿Recuerdas las tormentas nocturnasque teníamos en Vassilievskoie?¿Recuerdasdas cómo asustaban atoda la gente de casa? Pues bien,imagínate que ahora no me dan nin-gún miedo, y hasta te diré que esanoche, en la escalinata, contem-plaba con una jubilosa fascinaciónaquella reluciente tormenta secaque no llegaba a estallar.Finalmente, me sentí a pesar detodo terriblemente cansado poraquella larga vigilia, y mi exal-tación comenzó a decaer: ¡cierta-mente no me veía recorriendo vein-te verstas a pie tras una nochesin dormir!

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Pero al romper el día, cuando lasnubes que se cernían sobre el bos-que comenzaron a palidecer, adisiparse, y el paisaje recobró suaspecto ordinario, la suerte mesonrió de manera inesperada. Unacalesa pasó por el camino que lle-vaba a la estación. La patrona dela posada, que acababa de levan-tarse, la vio a través de la ven-tana y me dijo que la calesa con-ducía al tren de Moscú al comisa-rio encargado de administrar elantiguo dominio de los príncipesD. Ese dominio se encontraba exac-tamente en el rincón a dónde yotenía que ir. Así, pues, cuando elcochero volvió a pasar de regresode la estación, salí a su encuen-tro; no puso ningún inconvenienteen trasladarme sino que, más bienal contrario, parecía encantado deprestarme ese servicio. Era unbuen hombre, de extrema amabili-dad, un apacible gigante con cora-zón de niño; durante todo el tra-yecto, no hacía más que repetir:“¡Dios mío, vivir para ver esto!

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¡Qué pena!” Sin embargo, salía elsol, y el blanco caballo de gran-des ancas, ligeramente agotado,caprichoso y sordo por mor de laedad, tiraba alegremente de lacalesa a través del bosque –unacalesa tan vieja como él, pero queme parecía maravillosa, tranquilacomo una cuna. ¡Hacía tanto tiem-po, sabes, que no había viajado encalesa!El amigo que me recibió por unosdías en su casa vive en este bos-que. Es un personaje curioso enmuchos aspectos: un autodidactaque consiguió un cierto nivel deinstrucción, un ciudadano quehasta el año pasado siempre habíavivido en Moscú; pero la actualciudad le asqueó tanto que lo dejótodo para irse a vivir a su camponatal, a las tierras que antañopertenecieron a su familia. Más deuna vez me invitó a su casa paradescansar de la capital: “es todotan bello aquí”, me escribía. Puesbien, nada me ha decepcionado, ellugar es paradisíaco. Imaginad una

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región encantadora, llena de con-trastes y tranquila, al margen dela Historia, como si nunca hubie-se sucedido nada importante, nilos acontecimientos recientes, nila abolición de la servidumbre, nila invasión de los franceses; entorno, bosques hasta perderse devista, solitarios y ensimismados,una calma impresionante. Abundanlos bosques de coníferas, sombrí-os y sonoros. Perdiéndome al ano-checer entre sus arboledas, meparecía ver, más allá del tiempopasado, más allá del tiempo másremoto, el hálito de la eternidad.Aquí, el crepúsculo se reduce aunos jirones de luz amaranto quese encienden tras las cimas y quedespués, lentamente, se apagan.Las agujas al rojo vivo durante eldía mezclan sus esencias balsámi-cas con las humedades salpimenta-das que ascienden de las hondona-das cenagosas y del estrecho río,cuyos secretos meandros se cubrenpor la noche de fríos vapores.Entonces los pájaros enmudecen y

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se hace un silencio de muerte.Sólo la ronda crepuscular de unvuelo de chotacabras ronronea regu-larmente, como una rueca que sedevana. Cuando cae la noche con sucortejo de estrellas sobre lospinos, entonces brota de todos losrincones del bosque el ronco cantode los enormes búhos que se estran-gula en espasmos de una dolorosavoluptuosidad; hay en ese cantoacentos de un salvajismo intemporaldonde el trance amoroso, la tensaespera del coito estallan como unarisa y como un sollozo ante el vér-tigo de la nada. Así, a la caída dela noche, erré a través del bosque,acunado por la ronda encantada delos chotacabras; de noche, sentadoen la escalinata, escuchaba el ulu-lar de los enormes búhos; en lotocante a los días, los pasabavisitando el mundo maravilloso delo que antaño fue un dominio prin-cipesco –digo “antaño”, pues ningu-no de los herederos ha sobrevivi-do... Pero su mansión, s u n t u o s a ,a ú n sigue en pie.

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Los días eran cálidos y soleados.El camino que tomaba para ir aldominio atravesaba una veces zonasde luz y otras de sombra; seguíprimero una senda arenosa dondeflotaba la fragancia espesa y azu-carada de las coníferas, despuésbordeé el río y sus cañaverales,asustando a mi paso a los martínpescador; en ocasiones me deteníapara contemplar ora las capas deagua descubiertas, tapizadas denenúfares blancos e invadidas delibélulas, ora los rápidos sombrí-os cuya agua fluía limpia como unalágrima aunque diese la impresiónde ser negra; pequeños peces sal-taban como plateados relámpagos,estúpidas cabezas verdes abríandesmesuradamente los ojos...Atravesé finalmente un viejo puen-te de piedra y me encaminé a laprincipesca mansión.Por suerte, el dominio estabaintacto, había escapado al pilla-je y aún conservaba todo el orna-mento que distingue a ese clase depropiedad. Había allí una iglesia

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construida por un célebre arqui-tecto italiano, con bellos estan-ques, y en una isleta, en medio deun lago denominado lago de losCisnes, un pabellón; era ahí dondese ofrecían las recepciones enhonor de la gran Catalina cuandovenía al dominio; más lejos seabren tenebrosas alamedas, borde-adas de abetos y pinos tan gigan-tescos que podemos perder nuestrosombrero mirando hacia las copasdonde anidan milanos y enormespájaros negros con penacho de plu-mas. Igualmente, el arquitectoitaliano edificó la mansión –o másbien el palacio. Había llegadoexactamente ante la monumentalpuerta de piedra que dominan dosleones con aire adormecido y des-pectivo; aquí y allá hierbajos, lahierba del olvido; la mayor partedel tiempo me encaminaba sin rode-os hacia el palacio; en el hall,monta guardia un chino manco, sen-tado todo el día en un desvencija-do sillón cubierto de satin, conun corto fusil sobre las rodillas;

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pues sí, querido, eso es, el pala-cio acabó por convertirse en unmuseo, “patrimonio nacional”,entonces, ¿no?, hay que vigilarlo.No hay como un chino para acomo-darse a una función tan absurda,en lugares completamente desier-tos, es casi alucinante. Pero estepobre lelo de manco, de piernascortas y rostro de amarillosamadera, no tenía cura y continua-ba, impasible, fumando su horren-do tabaco; con la mirada velada,observaba mi paso, maullando aveces algunas palabras con indife-rencia, con una lastimera voz demujer.– No le tenga miedo, señor –meadvirtió el cochero, como si setratase de un perro–; voy a preve-nirle, no le hará nada. Efectivamente, el chino no me hizonada. Pero si le hubiesen dado laorden de ejecutarme, puedes estarseguro de que hubiera obedecidosin la menor vacilación. Dispen-sado de esa tarea, se contentó conarrojarme una mirada adormecida, y

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pude entonces explorar a mi aireel palacio durante horas enterascomo si estuviese en mi casa. Medesplacé por las distintas salas,absorbido en mi contemplación, enmi ensoñación... Miraba los techosrutilantes de dorados y blasones,adornados con máximas latinas, losbrillantes suelos donde se refle-jaban preciosos muebles –si supie-ses hasta qué punto he perdido lacostumbre de las cosas bellas, ¡yhasta de la limpieza! Aquí o allá,no dejaba de maravillarme anteciertos objetos: un lecho de made-ra oscura coronado por un dosel desatin rojo, un cofre veneciano queal abrirlo desgranaba una musiqui-lla dulce y misteriosa, un relojde carillón que ocupaba una conso-la, un órgano medieval. Pordoquier me miraban fijamente losbustos, las estatuas, los retra-tos, los retratos... ¡Dios mío,qué bello porte tienen las mujeresen estos cuadros! ¡Y los hombrestambién, con uniformes, con jubo-nes, con pelucas y adornos de dia-

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mantes, ¡con destellantes miradasde azur! La gran Catalina es condiferencia la más esplendente ymajestuosa. ¡Con qué benévola ale-gría reina, soberana, entre esosafamados personajes! En el peque-ño escritorio de un gabinete,llama la atención un objeto cier-tamente insólito: se trata de untrozo de madera ornamentado con undorado disco en el que hay graba-da una inscripción: así, podemossaber que se trata de los restosde un naufragio del buque insignia“San Evstafii”, que naufragódurante la batalla de Tchesmé para“mayor gloria y honor del Imperioruso...”.Esas palabras tienen hoy unadivertida resonancia, ¿no? También recorrí con frecuencia lassalas abovedadas de la plantabaja, donde se encuentra labiblioteca: tú conoces mi pasiónpor los libros. Estas piezas sonfrescas y sombreadas; a través delas ventanas protegidas por robus-tas rejas de hierro se puede ver,

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como hace cien o incluso doscien-tos años, el verdinoso estremeci-miento de los zarzales y la chis-peante luz del día. En los estan-tes que hay en las sólidas paredesdestellan los cantos dorados denumerosos libros –decenas demiles, casi toda la herencia delpensamiento ruso y europeo deestos dos últimos siglos. En unasala hay un enorme telescopio, enotra un gigantesco planetarium; enlas paredes se alinean retratos(¡más retratos!)y raros grabados.Al hojear un libro de ásperopapel, de principios del sigloXIX, caí sobre estos versículos:

Apacigua mi alma rebeldeY no despiertes las pasiones,No me atormentes,pastor,Deja ahí tu caramillo.

Me gusta la cadencia de estos ver-sos antiguos, su sonoridad, susensibilidad graciosa y discreta.Ahora que un gran “desmadre” hasucedido a la gloria y el honor

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del Imperio ruso, nuestros poetasse expresan de manera muy diferen-te: “El sol, como el charco deorina de un jumento...” En otroinstante, descubrí la primera edi-ción de los poemas de Baratynski,y el que sigue es el pasaje que mesaltó a vista, como a propósito:

¡Así es! El pasado se desvaneció[como un sueño efímero,

Pero desde el fondo de tu caída [aún resplandeces, oh Elíseo,

Y tu soberano encantoTodavía atormenta mi alma...

Antes de regresar a Moscú, me fuia ver la iglesia del dominio,antes célebre, levantada en plenobosque al borde de un barranco.Tiene forma redonda, color pajizo,y el oro de su cúpula brilla altoen el azur del cielo. En el inte-rior las columnas de mármol marfi-leño que sostienen la fina cúpuladibujan una rotonda inundada deluz. La pared del deambulatorio,detrás de las columnas, está

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cubierta de frescos que represen-tan figuras de santos a los cualeslos artistas les han prestado losrasgos estilizados de personasenterradas en el túmulo familiarbajo la iglesia. Por las estrechasventanas podemos ver las copasenredadas de los pinos, que nacenen el barranco con una fuerza sal-vaje; se balancean al viento y surumor llega hasta aquí. Descendíen la oscuridad profunda de lacripta; la roja llama de mi pabi-lo alumbró enormes sepulturas demármol, grandes candelabros metá-licos, y despertó el dorado rugo-so de los mosaicos de las bóvedas.Un frío de ultratumba rezumaba deaquellos lugares. ¿Estaban bienallí, yaciendo a algunos pasosbajo tierra, aquellas triunfantesbellezas de ojos de azur que tantoadmiré en las salas del palacio?Me negaba a admitirlo... Volví asubir a la iglesia y durante largotiempo contemplé por las estrechasventanas la agitación inquieta yadormecedora de los pinos. Esta

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construcción, olvidada y desiertapara siempre, exilada en un fúne-bre silencio, resplandecía doloro-samente bajo la caricia de labrisa estival que la rodeaba consu canto, como hace cien años,como hace doscientos años. Y yo,único fiel en este santuario lumi-noso y muerto, tenía la impresiónde ser el huérfano de un mundoperdido. ¿Quién hubiese podidoestar aquí conmigo? ¿No soy yomismo un favorecido por el mila-gro, un rescatado del pavorosocataclismo que se tragó brutalmen-te al Imperio ruso y con él acientos de miles de vidas humanas?¿Se vio alguna vez semejante nau-fragio?Esa fue mi última visita. A lamañana siguiente, partí...Y ahora, como puedes ver, estoy deregreso en Moscú. Hace más de unmes que he vuelto, pero aún sigobajo el shock de la fuertes impre-siones recibidas de manera tanextraña en el transcurso de eseviaje. Creo que ya no me abandona-

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rán. Descubrí allí con cegadoraevidencia lo que desde tiempo hapresentía en lo más íntimo de mí.Y no veo nada que pueda, inclusoa largo plazo, evitar la certezaque he adquirido: el pasado ya novolverá, los chantres de la vidanueva tienen razón al decirlo.El orden nuevo reina por todaspartes como amo, ya ha entrado enlas costumbres. Por mi parte,siento permanentemente cómoceden, cómo se rompen los pocoslazos que hubiesen podido atarmea ese mundo nuevo, me alejo cadavez más para caer en el universoíntimo que me es familiar desdesiempre, desde mi más tiernainfancia, desde mi nacimiento, eincluso, puedo decirlo, que meera familiar antes de mi naci-miento; me refugio en el “Elíseodel pasado” como en una especiede sueño despierto, y persigoahí el reflejo de la vida fastuo-sa y exuberante que ilustranpara siempre, en su desiertopalacio de los extramuros de

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Moscú, todos esos difuntos deazur mirada.Por supuesto que yo soy un favore-cido por el milagro: un condenadoarrojado como miles de otros en lahedionda fosa de la Historia, uncondenado agonizante que finalmen-te ha podido sobrevivir. Para sor-presa suya, regresa de entre losmuertos, poco a poco vuelve en sí,e incluso le autorizan a levantarla cabeza, a salir a la luz deldía. De regreso entre los vivos,comenzó a existir como todo elmundo –casi como todo el mundo–,vio la ciudad, el cielo, el sol,empezó a preocuparse por los ali-mentos, la ropa, la vivienda,piensa en lo que va a hacer hoy,en lo que será. Pero, amigo mío,la muerte –aunque sea temporal–¿pasa sin dejar huella? Mientrasnosotros, los muertos vivientes,yacíamos en el fondo de la fosa,el mundo cambió de rostro. Digamosque en cinco años todo ha sidobarrido, puesto patas arriba poruna tragedia sin precedentes,

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única en la Historia. Para hacer-te una idea, imagina el mundoantiguo desapareciendo de un sologolpe, imagina un puñado de sobre-vivientes enterrados bajo losescombros, bajo las inmisericordeshordas de los bárbaros y que,súbitamente, se despiertan dos-cientos o trescientos años mástarde: ¿qué hubiesen sentido esosresucitados? Ante todo, oh Diosmío, ¡qué soledad, qué inmensasoledad! Hace mucho tiempo, pues,que las quimeras del pasado comen-zaron a obsesionarme. Habituándomea ser un vivo, un verdadero vivoque ha regresado de entre losmuertos, descubría al mismo tiem-po con desesperación los terriblescambios sobrevenidos en el país–naturalmente, no hablo aquí delos trastornos más manifiestos,aunque hayamos alcanzado ahí ungrado irremediable de abomina-ción–, y al abrir los ojos sobreel mundo que me circundaba, fue miexistencia de antes de la tumba loque veía resurgir cada vez más

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vivamente... Y la fatamorgana noha hecho más que crecer: desdeentonces estoy seguro de que elmundo de antaño al que he pertene-cido no murió para mí, resucita yrenace sin cesar, se convierte enmi único refugio, ¡un espacio defelicidad al que nadie puede teneracceso! Sí, al atravesar Moscú, al abando-nar la ciudad para este viaje,adquirí plena conciencia de lossentimientos latentes que me habi-taban desde tiempo ha; comprendíque sin lugar a dudas pertenecía aotro siglo, a una época diferente,¡medí el abismo que me separaba detodo este “desmadre” moderno y detodos estos individuos que ruedanen automóviles! Y además, recuer-da la estación donde subí al tren,el vagón en el que a duras penaspude instalarme, mi vecino quebebía la leche por el gollete dela botella... Recuerda al profesorcon sus bolsas, sus sueños cientí-ficos y el sendero forestal quesiguió renqueando, ¡solo, patéti-

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camente solo! Durante la breveparada en la estación donde des-cendió, volvi a descubrir, conmo-cionado, las primeras impresionesdel silencio campestre: ¡los bos-ques perdidos, el efluvio de losabedules y las flores, la brisahúmeda de la noche! ¡Dios mío,Dios mío, después de tantas prue-bas atroces e interminables,encontrar la pureza sublime delsilencio, el sol que se ocultatras el bosque, el sendero quediscurre en el horizonte, los olo-res amargos y frescos, el dulcefrío del crepúsculo... Sobre laplataforma del vagón, me sentíatan profundamente extraño en aqueltren “soviético”, tan alejado deaquel mujik de deslucido pelo cas-taño que no dejaba de roncar, queme conmoví hasta las lágrimas. Soyun verdadero aparecido, escapé ala suerte de miles deotros que fueron torturados, masa-crados, dados por desaparecidos,que se descerrajaron una bala enla cabeza o bien acabaron ahorcán-

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dose; comienzo a vivir de nuevo eincluso, ves, también viajo. Pero¿qué puedo tener en común con estavida nueva que ha saqueado mi uni-verso? En efecto, vivo, y a vecestambién –como ocurre en estemomento– en un cierto estado deexaltación, ¿pero con quién ydónde?La noche que pasé en las escalina-tas de la posada también me sumióen un tiempo periclitado. Ya no setrataba de una noche de junio de1923, sino de una noche de antaño.Los relámpagos, los truenos, elviento fresco precursor de tormen-ta pertenecían al pasado, me lle-vaban a un mundo desaparecido,junto a los muertos desvanecidospara siempre en su beatífica mora-da celeste. Y ahora el reino sole-ado de esos días de verano no dejade obsesionarme, con el palacio dela Bella durmiente del bosque hun-dido en la espesura, la entrada delos leones obstruida por las zar-zas, las sombrías alamedas de abe-tos, los estanques arenosos cuyos

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bordes con limo están poblados deaguzanieves, el lago cubierto decarrizo, la iglesia abandonadapara siempre, y las salas delpalacio, suntuosas y vacías, dondese apiñan los retratos de losdifuntos...¿Cómo explicarte mi arrebato cuan-do constaté hasta qué punto todoeso estaba vivo para mí? Ese éxta-sis no me abandona.¿Recuerdas el poema del que temostré más arriba algunos versícu-los? Yo encuentro ahí una expe-riencia tan preciosa como la queacabo de vivir y que conservo comoun tesoro en el fondo de mí mismo.¿Recuerdas como acaba esa elegíadonde Baratynski, abrumado por lapena y los duelos, vislumbra elElíseo? Entre las ruinas y lastumbas, en el dominio natal deja-do al abandono, siento –escribeél–, una presencia invisible; y“esta Sombra del Leteo, estaPresencia”:

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Me predice con certeza el paísDonde encontraré la primaveraeterna, Donde las huellas de la desdichaserán borradas,Donde bajo el follaje propicio delas encinas inmortales,Al borde de los arroyos de aguaviva,Encontraré la sombra que me essagrada...

El desastre que nos rodea esindescriptible, ya no cuentan lastumbas ni las ruinas: ¿qué nosqueda aparte de “las Sombras delLeteo” y esa “primavera eterna”que ellas nos anuncian con tanta“certeza”?

Alpes-Marítimos,5 de octubre 1923.

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