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Caldero de historias

Ganadores y menciones del concurso Tierras Olvidadas

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1era ed.: junio de 201580 p.; 130 x 210 mm. PDF, EPUB.

© 2015, de los autores.

Editorial Fin de Siglo.Convención 1537T: 2908 8781/82E: [email protected] _________________________________________________________

Edición a cargo de: Felipe Correa

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ÍndicePresentación ....................................................................... 5

Categoría ILa flautista de Hamelín [primer premio] ................... 7

La salvación de la bruja .................................................12

El lobo y los tres chanchitos ........................................15

La bruja Katrismendi .....................................................16

Clásicos a lo loco .............................................................21

Caperucita Tecno ............................................................25

Caperucita y el lobo .......................................................27

Historia entre dos reinos ..............................................31

Categoría IILas desventuras de la capitana y

los príncipes excéntricos [primer premio] ...............37

La verdadera historia de Rapunzel ............................44

La Cenicienta (aúlla a la luna) ......................................49

Blancanieves y los siete malévolos enanitos ...........53

Memorias de un cazador ..............................................59

Bianca, la princesa perdida ..........................................63

Piesocho ............................................................................67

El cachorro quente .........................................................72

La gran aventura del Señor Burbuja ..........................75

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PresentaciónEl arte de contar historias es antiguo y siempre nuevo. Cada evento tiene una historia detrás, y cada una de esas se nutre de muchas otras historias.

Es inevitable, contamos nuestra propia historia, las de quienes nos rodean, la de nuestro barrio. Cuando alguien pide que le expliquemos algo contamos una his-toria (aunque sea «cuando apretás el botón, se prende la luz; lo apretás de nuevo y se apaga»).

Conocemos el mundo a través de ellas, nos dicen si algo o alguien está bien o mal, es bueno o malo, o –si prestamos atención– es más bien complicado. También nos entretienen.

Cuando alguien se come una manzana es a través de una historia que sabemos qué está pasando: 1) era la última manzana y sus hermanos tenían hambre, o 2) la manzana tenía un gusano y sus hermanos no le avisa-ron, o 3) era una manzana envenenada y sus hermanos la hubieran comido porque tenían hambre, o 4), 5), 6)…

Las historias nos hacen ver con nuevos ojos el mundo que antes parecía simple.

Harry Potter toma cosas de la Ilíada, de la Biblia, de Shakeaspeare, de El señor de los anillos (que a su vez toma cosas de El cantar de los nibelungos, que a su vez toma cosas de leyendas antiguas…)

Los relatos en este libro también se nutren de muchas otras historias, leídas, vistas en televisión, escuchadas, soñadas… vividas, a fin de cuentas, porque las historias son la herramienta que tenemos para vivir otras vidas, otros tiempos y visitar otras mentes.A ustedes, 17 chicos y chicas que crearon estos cuentos:

Gracias, vivan y construyan historias.

F.C.

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Categoría I

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La flautista de Hamelín

Lía Cesariana Gonzáles Fernández

Hamelín era un pueblo como el de los cuentos: lejano y tranquilo, pero además de colorido y perfumado por las flores de los balcones, este era muy silencioso.

Lo que voy a contar no sucedió, como en los cuen-tos, hace mucho tiempo, sino que sucedió hace apenas algunos años.

La gente era callada, ocupada y sencilla, pero ruti-naria. ¡Ah! y además vivían sorteando ratones. Me había olvidado de decir eso: el pueblo estaba lleno de ratones. En realidad no se sabe muy bien si eran ratas, ratones o qué eran… pero no está mal decir que en el pueblo había algo que ocupaba el pensamiento de la gente y los hacía andar de cabeza para abajo. Siempre andaban así.

Los niños se reunían a jugar todas las tardecitas en la esquina de la plaza, único lugar sin ratones a la vista, porque parece ser que a los roedores en general no les gusta el sol, y a los de este cuento tampoco. Esa esquina de la plaza era el único lugar donde alguien miraba hacia arriba, buscando nubes, pájaros y qué sé yo…

Pero en el pueblo había un segundo problema, mucho más importante que el primero, o sea, más importante que el de las ratas. Pero este segundo pro-blema era tan viejo, tan viejo, que ya nadie se acordaba de él, ni siquiera lo veían como un problema. En el pueblo de Hamelín había un teatro que estaba cerrado desde hacía muchos años, tantos años hacía, que la gente se había olvidado de que alguna vez había habido un teatro en el pueblo. A lo mejor era por eso que la gente del lugar ya no vivía contenta como antes de lo

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que estoy contando. Al contrario, todos, cabeza abajo, buscando ratones, se habían vuelto aburridos.

Yo creo que los ratones les habían ocupado sus mejores pensamientos.

Pero claro, ellos no se daban cuenta.

Un día los niños, que estaban en la plaza como siempre, sintieron ¡música!

—¿Música? –se preguntaron los niños asombrados.—¿Quién puede estar tocando música en este pue-

blo? –preguntó Lucrecia.—No sabemos de nadie que sepa tocar música…

–agregó Mau.—¡Qué maravilla! –dijeron otros.Entonces los niños quisieron averiguar. Una niña

más curiosa que el resto se adelantó un poco… y un poco más… tanto se adelantó que alcanzó a ver una muchacha a través de la ventana de la casa de la última cuadra del pueblo.

Todos se acercaron silenciosos, con mucha curiosidad.

Cuando llegaron quedaron pasmados.—Es una flautista –dijo Salvadora, que se había

arriesgado a encabezar la expedición.—¿Desde cuándo estará en el pueblo? –preguntó

Mau.Los niños no podían más de la emoción. Se fueron

corriendo, algunos confundidos y otros con nuevas ideas en la cabeza. Volvieron a la esquina de la plaza y allí tuvieron una reunión ultrasecreta.

La idea de los niños era aprender música; mejor dicho, la idea era pedirle a la flautista que les enseñara a tocar la flauta o algún otro instrumento. Volvieron a la casa; les daba un poco de vergüenza, pero las ganas eran más grandes que el miedo.

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Fue Salvadora, como la vez pasada, la primera que se decidió; se adelantó y llamó a la puerta:

«Toc, toc, toc, toc», los golpes de la mano de la niña –y de varias manos más que no pudieron esperar quie-tas– se sintieron en la puerta y en el aire del pueblo.

La flautista los saludó con amabilidad y dijo que entraran a su casa. Enseguida comenzó una animadí-sima conversación.

Lamentablemente, ni el narrador supo lo que hablaron porque no pudo escuchar: habían cerrado la puerta. Pero lo que sí pudo saber fue que en la casa de la flautista no había ratones.

A los pocos días la flautista iba a la escuela a ense-ñarles música a los alumnos. Lucrecia, Mau, Salvadora y los del grupo de la plaza siempre se sentaban en pri-mera fila.

La directora de la escuela, que luchaba contra los ratones como todos en el pueblo, notó que cada vez había menos.

Ella enseguida recordó el cuento: «El flautista de Hamelín».

—Será por la música… –pensaba.Después de unas clases, el grupo musical empezó a

tener mucha fuerza, tocaban cada vez mejor. El mejor día de la escuela era el día del ensayo, la flautista pres-taba sus instrumentos y los dirigía. Pronto, la Comisión de la escuela compró atriles y más instrumentos… a lo mejor era la música…

Ahora el pueblo vibraba de otra manera, siempre había música saliendo de alguna casa. Poco a poco las ratas fueron desapareciendo de los pensamientos de la gente. Por algún motivo los ratones ya no ocupaban el primer lugar en la cabeza de los que antes solamente miraban para abajo.

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Ahora estaban frente a un nuevo problema, que no era un nuevo problema, era un viejo, viejísimo problema: ¿dónde presentarse a tocar? El teatro estaba cerrado, como siempre.

Pero algo había cambiado…Los niños ya se habían dado cuenta de que entre

todos habían logrado cosas maravillosas, hasta que el teatro no les ofreciera el escenario no iban a parar.

Recordaban la vez en que, hasta con un poco de vergüenza, habían hablado con la muchacha, después se habían animado a hablar con la directora, ahora tenían que hablar con la autoridad del pueblo: el alcalde.

El alcalde era un hombre de palabra. Nadie le había planteado ese asunto antes y él no lo veía como un pro-blema, pero los recibió en su oficina.

Lamentablemente tengo que decir otra vez que, como cerraron la puerta, no pude escuchar la conver-sación. Pero en esa reunión pasó algo muy importante.

Como este cuento es de cuatro páginas, no me da para contar lo que pasó después, pero el asunto es que el Teatro abrió de nuevo sus puertas. ¡Increíble! Sí, nadie en el pueblo lo podía creer.

Llegó el día del estreno y el alcalde pasó adelante. Era seguro que iba a decir un discurso. Los discursos siempre son largos y aburridísimos (al menos eso me parece a mí).

—Ojalá sea breve –susurró Lucrecia.—Ojalá que no me nombren –pensaba la flautista,

muerta de vergüenza.Para sorpresa de todos, no hubo discurso ni nom-

bramiento de nadie. ¡Lo que sí hubo fue música!El teatro volvió a abrir sus puertas para presentar

un grupo de jóvenes músicos y todo cambió. Sin saberlo,

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estos niños y la flautista de Hamelín habían abierto un camino nuevo para su pueblo.

Desde el día en que el teatro abrió sus puertas nueva-mente, no hace tantos años, en ese escenario se celebra todo tipo de espectáculos.

Claro que el más importante, que se festeja siempre recordando aquel día inolvidable, es el que se celebra con los músicos del pueblo, como aquella vez.

Desde que el pueblo se llenó de música, se vació de ratas. La gente empezó a tener otras ideas en la cabeza, dejaron de mirar al suelo y empezaron a ver lo que nunca habían visto antes.

¿Raro?Yo creo que es lo mejor que les ha pasado. Y tú, ¿qué

piensas?

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La salvación de la bruja

Aisha Naishtat

Este relato sucedió en una gran ciudad llamada Fourtson. Allí vivían dos hermanos llamados Juan y Bianca, habían perdido a sus padres en un accidente de auto y por esa razón se ocupaban de ellos en un hogar para niños. Habían heredado dinero de sus padres pero el Estado se lo había quitado.

En síntesis, Juan y Bianca eran dos niños tristes.¿Qué? ¿Ustedes no lo serían si les pasaran todas

esas cosas?Bueno, Juan era alto y delgado. Su piel era pálida

y tenía el pelo negro y sedoso. Sus ojos eran negros como el carbón. Su hermana Bianca era idéntica, con la excepción de que ella tenía los ojos de color verde oliva y no negros. Juan tenía 12 años y Bianca 10. Su vida en el hogar transcurría sin sobresaltos.

Un día, mientras caminaban hacia su escuela, vie-ron a algunas personas rodeando a una señora vieja, fea y roñosa. La vieja parecía asustada y llevaba unas ropas tan viejas como ella misma. Parecía no haber comido en semanas, y en la mano derecha sostenía una barra de pan.

La muchedumbre la había acorralado y la anciana no podía escapar por ningún lado. De repente Juan dijo:

—¿Por qué le hacen eso? ¿Qué les ha hecho? —¿Preguntas qué nos ha hecho? ¡Ha robado pan de

la panadería! –le contestó la gente.Cuando las personas dijeron esto, la vieja miró a los

niños con ojos suplicantes.

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Juan no entendía qué quería decirles esa señora, pero Bianca captó el mensaje.

—Será porque tenía mucha hambre, pero hay que perdonarle el robo –contestó con firmeza. Su idea era distraer a la gente, así la vieja podría escapar.

Su plan resultó, porque la debilidad de las personas de la ciudad era que no perdonaban a nadie. Las perso-nas se enfurecieron y comenzaron a gritarle:

—¡Ja! ¿Perdonarle? ¡Estás loca! Nunca.La gente empezó a perseguir a los hermanos sin

prestarle atención a la inculpada, que al ver la oportu-nidad dijo gracias a los chicos y se evaporó en el aire.

Ahí comprendieron, era ¡una bruja!La evaporación de la bruja provocó un revuelo que

Juan y Bianca aprovecharon para escapar.Después de lo que habían provocado no se ani-

maban a ir a la escuela y menos al hogar. Siguieron caminando sin rumbo hasta que encontraron una casa abandonada y entraron en ella. Ahí pasaron la noche, los venció el sueño y cayeron dormidos.

Cerca de la media noche Bianca escuchó ruidos extraños y se levantó.

No pudo creer lo que veían sus ojos. ¡Allí estaba la bruja a la que habían salvado esa mañana!

La bruja se dio cuenta de que la estaba mirando y sonrió. Bianca se asustó y gritó despertando a su her-mano. La bruja, temiendo que el niño también se asus-tara, exclamó:

—¡No se preocupen! ¡No les haré daño! Antes solía cocinar a los niños, pero ustedes me han salvado la vida. Si quieren, pueden quedarse a vivir conmigo y estarán a salvo. ¡Solo si quieren, claro!

Los hermanitos se tranquilizaron y aceptaron la propuesta de la bruja, ya que les caía simpática.

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Así que se quedaron a vivir con la bruja (que no era mala para nada) y aprendieron con ella muchas cosas sobre magia y hechicería. Desde ese día, Juan y Bianca dejaron de ser niños tristes y solitarios.

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El lobo y los tres chanchitos

Juan Pablo Cerizola

Un día iba yo, el lobo, caminando y vi una casita de paja, como estaba resfriado le fui a pedir un pañuelo a su dueño, pero entonces me vinieron muchas ganas de estornudar, traté de contenerme pero no pude, y el estornudo fue tan fuerte que derribó la frágil casita.

Quise disculparme con su dueño, un simpático chanchito, pero él, muy asustado, salió corriendo tan pero tan rápido hacia una casita de madera, que no pude hacerlo.

Entonces me dirigí hacia la casita de madera, pero cuando quise golpear la puerta me volvieron las ganas de estornudar. Otra vez el fuerte estornudo hizo peda-zos la casita, y vi como otro chanchito salía corriendo junto al anterior.

Nuevamente quise pedir disculpas por lo sucedido, pero corrieron tan rápido que no tuve tiempo. Los chanchitos se dirigieron a una hermosa casa de ladri-llos, y allí fui yo también.

Golpeé la puerta, pero nadie atendió, de modo que subí al techo y entré por la chimenea (tenía que disculparme de alguna manera). Me llevé una sorpresa enorme, porque la estufa estaba prendida, pero por suerte estornudé y el fuego se apagó. En la casa había otro chanchito además de los dos que había visto antes, y los tres juntos salieron corriendo a toda velocidad. Jamás me pude disculpar con ellos. Por suerte sobre la mesa había un pañuelo y por lo menos pude limpiarme la nariz.

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La bruja Katrismendi

Julieta de Armas

En un bosque encantado vivía la bruja Katrismendi, que era muy inteligente y astuta. Allí también vivía su dra-gón mascota: Lorenzo. Ella tenía su pelo enmarañado y el traje típico de las brujas. Él medía cinco metros de altura y era de color rojo. Vivían en una gran mansión. Un día Katrismendi, la bruja, fue a comprar pociones y Lorenzo se quedó limpiando la casa.

«Tin Tin»—¡Ya voy! –dijo el dragón y dejó la escoba para

abrir la puerta.Cuando abrió la puerta no se encontró con su

dueña, Katrismendi, sino con una princesa de vestido rosado y lila brillante. Tenía ojos celestes y hermosos, pelo rubio y sonrisa amable.

—¿Qué desea? –preguntó Lorenzo.—Mostrarle estos polvos mágicos –dijo la princesa

y extendió su mano, donde había unos polvos azules–. Míralos de cerca.

Lorenzo se agachó (muy agachado) hasta que su cara quedó a cuatro centímetros de los polvos.

—¿Y ahora? –preguntó Lorenzo.—Esto –dijo la princesa y sopló. Todos los polvos

azules quedaron en la cara roja de Lorenzo.—¿Qué? –dijo Lorenzo, con todos los polvos en su

cara, y medio segundo después se encogió y quedó de aproximadamente medio metro–. ¿Por qué hiciste eso?

—Para ahora secuestrarte –dijo la princesa y lo capturó en una bolsa que luego cerró.

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«¡Muajajaja!» río, y se fue –riendo maléficamente– a su castillo.

Cinco minutos después la bruja llegó a la mansión con las compras –o sea, las pociones– y después de un rato se dio cuenta de que Lorenzo no estaba.

—¿Eh? ¿Dónde se metió? –preguntó Katrismendi y de la nada cayó una nota que leyó en voz alta–: «Querida Katrismendi, capturé a tu dragón y lo volví inservible, si lo querés de vuelta dame todo lo que tengas. Me refiero a toda tu plata, todas tus pociones y todo lo que tengas que sea de valor. Adiós, estoy en el castillo».

Ella, sin dudarlo, agarró todas sus cosas, comida, bebida, pociones (por si acaso), etcétera. Se fue en su escoba y dejó la casa sola. Iba a rescatar a Lorenzo.

Después de una hora vagando por el bosque en busca del castillo, su teléfono sonó.

—¿Hola? –dijo Katrismendi agarrando su teléfono.—Hola, Katrismendi –sonó en el teléfono la voz

amable de la princesa.—Ah, vos… ¿Me darás a mi dragón, YA? –preguntó

la bruja, recalcando la palabra ya.—Nooooo, solo te quería advertir que ya mandé a

mi ejército –dijo la princesa con un dulce tono de voz.—¿Ejército de qué? –preguntó Katrismendi,

confundida.—De cerditos y corderitos.—¡Ja! ¡No sos tan inteligente! ¡Llego en cinco minu-

tos! –río la bruja.—Creo que mi ejército está llegando. Me despido,

Katrismendi. Chau –dijo la princesa, y cortó.—¡Ja! ¡Cerditos y corderitos! ¡Ja! –dijo la bruja

guardando su celular, y luego vio lo que se acercaba—. Oh… por… dios.

Un montón (millones y millones) de cerditos y corderitos se le acercaban. Eran tantos, tantos, tantos…

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y tan en conjunto que tendrían la intensidad de un tsunami o de un terremoto mil veces más intenso que el terremoto más intenso que haya habido. O en palabras geográficas, del grado 10 en la escala Ritcher.

—¡Ahhh! –gritó Katrismendi, y se puso a correr.Corrió mucho, mucho, mucho, y, también en vano,

intentó esconderse detrás de un arbusto, lo que obvia-mente no le sirvió.

Allí veía toda su vida pasar frente a sus ojos y, antes de que el tsunami (terremoto, o lo que fuera) la alcan-zara, se oyó un gruñido por todo el bosque.

Exactamente en ese momento todos los cerditos y corderitos huyeron, y de de entre los árboles salió un lobo blanco y negro.

—¡Ahhhhhh! –gritó la bruja al ver al lobo.—¡No! ¡No! ¡No te preocupes! ¡Yo solo vine a ayu-

darte! –dijo el lobo–. Mi nombre es Lobo. ¿Cómo te llamás?

—Soy la Bruja Katrismendi.—Ah, hola, solo te quería decir que quiero ir con-

tigo a vencer a la princesa.—¿Eh? ¿Por qué?—Bueno, verás, ella hizo públicas las historias de

los tres cerditos y de Caperucita. ¡Nos dio una mala imagen a los lobos!

—Em… sí, claro. ¿Sabés por dónde está el castillo?—¡Claro que sí! ¡Vení! ¡Por aquí! –dijo Lobo y guió

a la bruja al castillo de la princesa. Luego de una hora caminando encontraron el castillo de la princesa, que no tenía puertas, ventanas, ni ningún tipo de entrada visible.

—¿Y por dónde entramos? –preguntó Katrismendi.—No hay puertas, debe haber una entrada oculta o

algo así –dijo el lobo.—¿Cómo lo sabés? –preguntó la bruja.

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—Ya he intentado entrar y siempre he fallado, he intentado por la derecha, por la izquierda, por arriba, por abajo… ¿Dónde me falta? –dijo el lobo.

—A ver, tengo una idea –dijo la bruja y fue a la torre.

El conjuro que lanzó era muy difícil de pronunciar, era algo así como «ghygthygthygthygth». El punto es que al pronunciarlo se hizo visible una escalera que lle-vaba a donde Lorenzo estaba encerrado.

—Ven aquí, lobo –dijo la bruja, y empezó a subir mientras el lobo la seguía.

Luego de un minuto andando, llegaron al interior del castillo, donde se les presentaron dos caminos posibles.

—Creo que el de la derecha lleva a donde está mi dragón y el de la izquierda al cuarto de la princesa –dijo la bruja.

—Tú ve a la derecha, yo iré a la izquierda –dijo Lobo.

—Bueno, pero… ¿qué quieres hacer exactamente?—¡Romper su máquina de escribir!—Bueno, no sé si servirá, pero yo iré por Lorenzo

—dijo la bruja, y los dos se fueron por sus respectivos caminos.

La bruja pasó solo cincuenta segundos caminando, entonces encontró a Lorenzo a medio metro, encerrado en una jaula un poco más grande que él.

—¡Ayuda! –gritaba Lorenzo desesperado.—Ni te preocupes, tengo la solución –dijo la bruja

y agarró unos polvos naranjas que luego sopló en la cara de Lorenzo.

Después de unos segundos Lorenzo volvió a tener cinco metros de altura (como consecuencia, rompió el techo del castillo).

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—Muy bien, vámonos antes de que venga la prin-cesa –dijo la bruja, y en ese momento, como era de esperar, llegó la princesa.

—¡Aquí estoy, Katrismendi! –dijo la princesa.—¡Lánzale fuego! –dijo la bruja.El dragón intentó hacerlo, pero fue en vano, ya que

de él no salió nada.—Ni te preocupes por eso, Katrismendi, mis polvos

le sacaron sus poderes temporalmente.—¿Eh? ¿Y ahora? –dijo la bruja muy preocupada.Y antes de que la princesa hiciera lo que tuviera que

hacer, un fuerte gruñido hizo que se desmayara com-pletamente del susto.

—¿Y eso? –preguntó el dragón.—¡Lobo! –dijo la bruja al ver al ya mencionado

lobo–. ¡Gracias! ¿Rompiste la máquina?—Nope, antes de hacerlo se me ocurrió una idea

mucho mejor para conseguir venganza –dijo el lobo con una sonrisa dibujada en la cara.

Al llegar a donde vivía la bruja, todos comieron perdi-ces y vivieron felices.

Bueno… no todos exactamente. ¿Qué habrá pasado con la princesa? ¿Y con los cerditos y corderitos? Bueno, para responder la pregunta, Lobo les dio muy mala fama a estos personajes, justamente publicando este cuento. Ya nadie vio a esos personajes como «los buenos de la historia», por decirlo de alguna manera.

Y así este cuento tiene un final feliz para todos (excepto, claro, para la princesa, los cerditos y los cor-deritos). Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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Clásicos a lo loco

Martina Paz Garau y Bruno Rivero Gateño

Estaba Caperucita caminando por el bosque, llevaba puesta una capa azul que tenía capucha (la capucha no era para el frío, era para ocultar sus gigantescas y horri-pilantes verrugas). A diez semáforos de la casa de su abuela se acordó de que no traía comida en su canasta, por casualidad al lado de ella había unas papas Lays y las puso en la canasta. A siete semáforos se topó con unos chocolates, los fue poniendo en su canasto. Los chocolates la condujeron hasta una chica y un chico que los iban dejando a su paso, cuando la chica se volteó Caperucita vio que tenía la cara de un pato muy feo, hablaba veinte mil lenguas y no le entendía ninguna…

—¡Aaaaah! –Caperucita gritó y salió corriendo de vuelta al semáforo siete. Cuando llegó al semáforo cinco se detuvo a escuchar. De repente apareció un escenario móvil. Encima del escenario estaban Pinocho y Tarzán.

—¿Cómo están?—¿Tarzán, Pinocho?—¡No nos llamamos así! –gritaron a dúo.—Yo me llamo Tar-Money –dijo Tarzán.—Yo me llamo… ¿Cómo me llamo, papi? –dijo

Pinocho después de un golpe en la cabeza.—Te llamás Pi-Money –dijo Tarzán.—Ahora te vamos a cantar una canción –dijeron.—Lalalalalalala…Caperucita puso cohetes abajo del escenario y

salieron volando.—Hasta la vista –dijo ella.

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En el semáforo tres se encontró con un globo aerostático, en él estaban el lobo y su amiga, la Bestia.

—Hola, ¿cómo están? ¿Están en una boda! –dijo Caperucita.

—Da, ¿no es obvio? –dijo la bestia.—¿No ves este anillo? –comentó el lobo.—Oh, oh, me olvidé –dijo avergonzada Caperucita–,

tomen esta bolsa de papitas Lays –y se las lanzó.

Estaba a pocos pasos de la casa de su abuela y se tropezó con una roquita ¡que tenía una espada de casi metro y medio de largo! En realidad no fue con la roca que se tropezó, sino con la gigantesca espada. Apareció Merlín, le dijo que si lograba sacar la famosa espada Escálibur le daba cuatro bolsas de ositos de gomitas. A lo que ella le respondió:

—Cualquiera saca esa espada, la roca mide tres centímetros, mi abuela también la puede sacar, solo que está un poquito enferma, no se puede mover. La voy a sacar con un dedo, mirá y aprendé.

Cuidadosamente colocó el dedo meñique debajo de la empuñadura de la espada, la tocó… Para sorpresa de ella y de Merlín la espada salió disparada por el aire.

—Yo, Caperucita, logré sacar la espada en la roquita –dijo mientras Merlín la miraba estupefacto, luego prosiguió– ahora me acuerdo de que les tire las papitas, le llevaré esto a mi abuelita, y agarró las cuatro bolsas de ositos de gomitas. En la puerta estaba su amigo el Gato con Botas y la retó por el máximo tesoro: los ositos de gomitas.

—Yo no tengo ninguna espada, la espada salió volando por los aires en la última batalla –mintió ella–, si me das una acepto.

El gato le dio una espada y comenzó el combate.

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Estocada tras estocada, golpe tras golpe, contraa-taque tras contraataque, lucharon a duelo los dos. Y al final Caperucita logró desarmar al gato.

—Di tu último miau –dijo ella fríamente.El gato puso cara de gato mojado.—Como si me importara tu cara –dijo mientras le

tiraba un balde de agua helada.El Gato con Botas hizo lo que cualquier gato

valiente haría… rajó.

Antes de tocar timbre en la casa de su abuela escuchó un ruido y se dio vuelta.

—Flautista, ¡otra vez con tu pan! –dijo ella.—Ahora tengo una pan mejorado, es un pan de ajo

–dijo desafiante–, controlo mejor a los ratones, mirá.Empezó a dejar trozos de pan en el camino, todos

los ratones seguían el caminito.—Tengo unos amigos que hacen mejores caminitos

–dijo en tono de broma– Hansel y Gretel –y dejó unos chocolates en el piso (para especificar, eran Garoto, comprados en las mejores tiendas del mundo).

Hansel y Gretel llegaron a la velocidad de la luz y se comieron los chocolates a la misma velocidad. Vieron al flautista y no pensaron dos veces: lo retaron a un duelo de caminos de comida y el caminito que fuera comido más rápido por los ratones ganaría el duelo. Mientras que el duelo marchaba, Caperucita aprovechó para entrar a la casa. Cuando iba a abrir la puerta se cayó. Mágicamente la casa se había alejado no sé cuánto, ahora había un enorme palacio.

Caminó mucho y más para llegar al centro del palacio. En el centro estaba el shopping Vejo Centro. Curiosamente, llegó a la tienda Zara, donde se encon-tró con sus mejores amigos Mowgli, Baloo y Bagheera. Después de hablar un rato de las vacaciones se fueron

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de compras a Zara, Sisí, Nike, Adidas, Puma y GAP. Después se fueron a comer a McDonald’s, pero Baloo comió en Verduras y más Verduras. Después ayudaron a Caperucita a salir del palacio.

Siguió su camino con sus mejores amigos y llega-ron a una selva muy densa; no les gustaba la idea de atravesar la selva, pero igual lo hicieron. Caperucita iba adelante con un sable muy afilado, cortando las lianas y todas las ramas y arbustos que se le ponían delante.

De repente vieron a unas personas saltar desde una gran montaña. Estaban mugrientos, apestosos, y su ropa estaba toda rota y resquebrajada, también tenían una espada cada uno.

—No pueden pasar sin ganarnos en una batalla de espadas –dijeron las tres personas.

—¿Quiénes son? –preguntaron a coro Caperucita y sus amigos.

—Ah, sí, se me olvidó: ¡Somos los tres Mosquiteros!—Bueno, aceptamos el duelo –dijo Baloo–, soy un

as con las espadas.—Será un duelo de uno contra uno, oso barrigón

–dijo el líder.—¡Estoy haciendo dieta!—Sí, claro, y yo también.—No en serio, estoy haciendo dieta. Qué más da,

vamos a empezar.—Esperen un minuto, ¡la casa de la abuela estaba

para el otro lado!

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Caperucita Tecno

Mauro Akerman

En un lugar muy muy lejano, hace mucho mucho tiempo, había una chica que andaba siempre con su caperuza azul, ella era muy buena y en la escuela le decían «Caperucita Tecno» porque su madre era quien diseñaba los juegos de mejor calidad y con mejores grá-ficos del reino. Caperucita la ayudaba y se encargaba de repartir los juegos.

Había también una empresa, llamada l.o.b.o. (Laboratorio de Orientación Biotecnologíca Oriental), que utilizaba un programa de computadora para saber quiénes eran los mejores diseñadores de videojuegos del reino. Hasta hacía unos meses este programa siem-pre había afirmado:

«Los programadores de l.o.b.o., son los mejores». Pero luego empezó a decir: «Caperucita y su madre, son las mejores».

Interesados en esto, aprovecharon que se repartirían tablets a los jubilados y que Caperucita iba a hacerle juegos a su abuelita para que se entretuviera. Mandaron una espía muy experimentada a la casa de la abuelita, que la secuestró y la escondió en el ropero.

Poco después llegaron las tablets y Caperucita se puso manos a la obra, juego tras juego, aplicación por apli-cación. Luego de dos meses de mucho trabajo, partió hacia la casa de la abuelita con los juegos, ansiando que los probara.

«¡Toc! ¡Toc!»

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—Pase –dijo la falsa abuelita.Y Caperucita entró.–Hola, abuelita. Traje unos juegos para tu tablet.—¡Ay! Querida, no tenías por qué.—Hay un Pacman, un…—Espera, ¿cómo logras esta calidad de imagen?—Abue, no lo entenderías.—Dale, dale ¡contame!—Bueno, simplemente dibujo y me tomo mi tiempo

para hacer las cosas.—¿En serio? ¡Yo soy muy apurada!«¡Paffff!»La puerta del armario se abrió y cayó la verdadera

abuelita al suelo.Entonces Caperucita, en un ataque de desespera-

ción, agarró la lámpara y le pegó a la falsa abuelita en la cabeza. Luego corrió hacia su abuelita y la liberó rápi-damente de las cuerdas que la mantenían prisionera.

—¡Abuelita! ¿estás bien?—Más o menos, ¡no es fácil estar encerrada en un

ropero por tres meses con esta edad! ¡Llamá a la Policía!Caperucita llamó a la Policía, al rato fueron a la

casa de la abuelita y se llevaron a la falsa al hospital.Poco después l.o.b.o. fue denunciado por espionaje

industrial, lo que terminó fundiendo a la empresa. Y finalmente, después de esta extraña experiencia, todos vivieron felices para siempre.

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Caperucita y el lobo

Pablo Rodao

Había una vez una niña llamada Caperucita que vivía con su madre en el bosque.

Un día, su madre le pidió que fuera a buscar unas manzanas para comerlas en la tarde.

Ella le dijo a su hija: «Ve con cuidado, porque hay animales muy peligrosos en el bosque».

Entonces Caperucita tomó un pequeño canasto y se dirigió al bosque saltando y cantando en busca de las manzanas. Estaba contenta, pero también muy nerviosa, recordando las palabras de su madre: «Hay animales muy peligrosos en el bosque».

De pronto se encontró con un lobo y salió corriendo muy asustada, con tanta mala suerte que tropezó con una rama y se cayó al piso. Comenzó a llorar sin parar hasta que vio venir al lobo, que, con voz muy grave, le preguntó que si quería ser su amiga.

Caperucita quedó muy sorprendida y al principio estaba insegura de lo que debía hacer, la asombraba mucho que su nuevo amigo pudiera hablar.

—¡Pero si eres un lobo! ¿Cómo puedes hablar? –le dijo Caperucita.

Entonces el lobo le contestó:—Hay cosas que son muy difíciles de explicar. Pero,

¿cómo te llamas?Caperucita pensó que el lobo era un ser muy bueno

y que podía confiar en él.—Me llamo Caperucita. ¿Y cuál es tu nombre?—En realidad no tengo nombre. ¿Qué te parece si

me llamas Amigo?

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—Me parece bien –le contestó Caperucita–. Ahora me gustaría que me cuentes qué es eso que es tan difícil de explicar.

—Hace mucho tiempo yo era un niño igual que tú. Jugaba, saltaba y cantaba igual que tú. Pero una noche una mujer muy vieja golpeó la puerta de mi casa, y mi madre ingenuamente la dejó entrar. Al principio pare-cía una mujer agradable, contaba historias y me hacía reír a carcajadas, pero luego me di cuenta de que todo lo hacía para distraernos, ocultando sus oscuras inten-ciones. Al llegar la medianoche todos nos quedamos dormidos menos la vieja, que en realidad era una bruja, y al despertar todos nos habíamos convertido en lobos.

Entonces Caperucita le preguntó al lobo:—¿Cómo te llamabas cuando eras un niño?—¡Me llamaba Pedro! –exclamó el lobo.—¿Te puedo decir Pedro? –le preguntó Caperucita.—Es una buena idea –contestó el lobo.Luego, Caperucita lo invitó a comer galletitas en la

casa de su abuela.El lobo se disfrazó de humano para que la abuela

no se diera cuenta de que era un lobo y se asustara. Durante el viaje iban cantando a dúo una canción com-puesta por Caperucita.

Cuando llegaron a la casa la abuela los saludó y sin que Caperucita le pidiera nada los convidó con galle-titas. En ese momento se le rompió el disfraz al lobo y la abuela, asustada y a la vez enojada, tomó el arco y las flechas y comenzó a dispararle.

Por suerte la abuela era corta de vista, tenía mala puntería y solo le pegó a un loro que andaba por ahí.

Entonces Caperucita tomó de una oreja al lobo y salieron corriendo por el bosque.

Pero la abuela no se dio por vencida y esta vez tomó su escopeta, la cargó y salió corriendo detrás de ellos.

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Caperucita, al ver que su abuela iba con el arma en busca del lobo, rápidamente pensó en una idea.

Se escondieron sigilosamente detrás de un arbusto y aunque la abuela pasó muy cerca del escondite, no los llegó a ver. Estuvieron escondidos en ese lugar un largo rato, hasta que la abuela cansada y malhumorada regresó a su casa.

Pero tanto tuvieron que esperar que se quedaron profundamente dormidos.

Fue entonces que un hada que revoloteaba por allí los vio, y al ver tan tierna escena de una niña durmiendo con un lobo resolvió romper el hechizo mediante unas palabras mágicas.

A la mañana siguiente, Caperucita despertó y grande fue su sorpresa cuando a su lado encontró a un niño en lugar del lobo.

—¡Pedro! –exclamó Caperucita–. ¡Te has conver-tido en un niño!

Pedro, al despertar y ver su cuerpo transformado en niño, empezó a llorar y a correr emocionado por el bosque en dirección a la cueva donde vivía con sus padres.

Allí los encontró convertidos en el papá y la mamá que él recordaba de pequeño, y todos se dieron un fuerte abrazo.

Su padre le dijo:—¿Sabes qué día es hoy? Hoy es el día de tu cum-

pleaños. Cumples diez años. ¿Qué te parece si hacemos una fiesta?

—¡Es una gran idea! –contestaron Caperucita y Pedro a la vez.

Y hubo una gran fiesta en el bosque. Todos fueron invitados; la mamá de Caperucita, su papá, todos los animales del bosque y la abuela, que era la encargada de hacer la torta. Ese día todos se divirtieron mucho,

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jugaron, bailaron y cantaron hasta el amanecer, y para Pedro fue el día más hermoso de su vida.

Caperucita y Pedro se hicieron grandes amigos, y cuando fueron adultos se casaron y formaron una familia. Tuvieron tres hijos y un perro, al que llamaron «Amigo».

Cada vez que paseaban por el bosque y veían a un lobo recordaban aquel día en que se conocieron y aprendieron que nunca hay que juzgar a alguien por su apariencia, que siempre debemos darle una oportuni-dad a los demás para poder conocerlos.

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Historia entre dos reinos

Sofía Serra

Hace mucho tiempo había dos reinos, el Reino negro y el Reino blanco.

Antes de que estos existieran eran uno solo. Los padres de los actuales reyes, el rey Magnus y la reina Lalia, regían sobre ambos colores. Tuvieron dos hijos, una hermosa niña y un lindo niño; ambos sabían que algún día se repartiría el reino. Los reyes no querían que solo la primogénita heredara, así que dividieron el reino en dos.

El rey del Reino blanco era un hombre muy socia-ble pero demasiado confiado, y la reina del Reino negro, su hermana, era tímida y orgullosa.

En el Reino blanco todos se vestían de blanco, el rey y sus súbditos. Todos eran muy amigos del rey y podían pedirle favores. En el Reino negro todos se vestían de negro y respetaban a la reina.

Hace mucho tiempo ambos reinos se llevaban bien, pero surgió una disputa, nadie supo bien por qué. Los reyes hermanos pusieron por escrito su separación, y desde entonces ningún reino volvió a confiar en el otro.

Un viajero desconocido, que no era de ninguno de los dos reinos, iba en un viaje espiritual. En el transcurso de ese viaje vio algo entre unos arbustos, lo agarró, lo desenrolló y empezó a leer el pergamino. Decía así:

«Los padres no sabían a qué hijo darle qué tierra, entonces le preguntaron a los herederos qué reino que-rían, si el blanco o el negro. Ambos querían el mismo, el

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Reino negro, y esa es la causa del odio que el hermano mayor siente por su hermana.»

Como el viajero tenía hermanos sabía que no era lindo pelearse con ellos, entonces fue hacia el Reino negro en busca de la reina, para que ella y su hermano arreglaran las cosas. Tuvo que enfrentarse a un montón de terrenos, atravesó ríos, lagos, bosques, pantanos y desiertos y finalmente arribó al Reino negro.

Lo recibieron dos peones, no querían dejarlo entrar, pero después de que explicara su propósito le franquearon la entrada. El viajero cruzó caballeros, pasó junto a elefantes y vio las dos torres que señalaban el castillo, donde vivían los reyes del Reino negro.

Se enfrentó con más peones en las puertas, volvió a dar su explicación y lo dejaron entrar. Preguntó a cada personaje dónde estaba la reina hasta que encontró a quien sabía y fue a la puerta principal del salón de los reyes.

El viajero le dijo al rey:—Rey, soy un viajero desconocido que no vengo de

ninguno de los dos reinos. Vengo a hablar con la reina sobre este escrito que hallé en mis viajes.

El rey aceptó su propuesta con gusto y salió de la habitación. Cuando se retiró, empezó el viajero:

—Disculpe alteza, pero me he encontrado con este escrito que dice que usted y su hermano pelearon por el mismo reino.

A lo que la reina respondió sorprendida:—¿Dónde lo encontraste?—Lo encontré entre unos arbustos en medio de un

viaje espiritual, he venido nada más que para que usted y el rey blanco resuelvan las cosas.

Responde la reina con distancia:

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—No tengo nada que decirle, usted es un descono-cido. No debe interesarse por los asuntos entre el rey blanco y yo.

El viajero se sorprendió de que a la reina no pare-ciera importarle arreglar las cosas.

—Con el mayor respeto, su alteza, yo no soy un entrometido, sino que soy alguien a quien le gusta arreglar las cosas. Y piénselo, su alteza, ¿en serio quiere usted dejar las cosas así?

—Si usted dice lo que es y es la persona que dice ser… pero ni usted ni yo sabemos cómo empezar a resolverlas –respondió la reina.

A lo que el viajero dijo:—Tal vez usted no sabe cómo empezar, pero yo sí,

usted y yo iremos al Reino blanco y hablaremos con su hermano.

La reina aceptó con mucho gusto y le avisó al rey que no llamara a nadie para acompañarla, ya que iría sola con el viajero para arreglar las cosas. El rey, muy preocupado, se despidió de ella y le deseó suerte.

La travesía del viajero y la reina comenzó, se fue-ron a caballo y recorrieron mil lugares, se encontraron a muchos personajes a los que les iban preguntando si iban en la dirección correcta.

Luego de varias horas, el viajero y la reina ya se esta-ban acercando a su destino, vieron que había muchos peones blancos en los alrededores del reino y la reina se preocupó, porque sabía que al ser del Reino negro no la iban a dejar pasar. El viajero había anticipado el pro-blema, y antes de irse del Reino negro le había pedido a un buen amigo que pusiera ropa blanca en el bolso de la reina.

Le dijo el viajero a la reina:—Tengo esta ropa blanca, póngasela encima de la

ropa negra y la dejarán pasar.

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Se internaron en el Reino blanco; la reina estaba preocupada, ya que no sabía cómo sería, hacía años que ella y el rey no se hablaban.

Llegaron a las puertas, allí el viajero le explicó a dos peones blancos que simplemente eran dos personajes en busca de un poco de agua y comida.

Recorrieron todo el reino hasta dar con el Castillo Blanco. Con miedo de que no los dejaran pasar, el via-jero les dijo a los peones que allí estaban:

—Disculpen, somos dos viajeros que venimos a hablar con el rey sobre un asunto personal.

Con mucho gusto, los peones abrieron las puertas del castillo sin preguntar cuál era ese «asunto personal».

Fueron hasta las puertas del salón principal, y en el camino tuvieron que explicar la misma historia una y otra vez a los personajes que se iban encontrando en el castillo.

Y llegaron ante la presencia del rey. El viajero le mostró el papel cuadriculado que contaba su historia, y con mucho asombro el rey le preguntó las siguientes dos cosas:

—¿Dónde encontraste eso? ¿Y quién es la plebeya que te acompaña?

—Con gusto la primera pregunta contesto, pero la segunda la tendrá que contestar la plebeya que me acompaña –respondió el viajero.

Y la reina, temerosa de la reacción del rey al saber su identidad, se animó a decirle:

—Soy la reina del Reino negro, no soy una plebeya y lo que vine a decir es… que lo siento, por haberme quedado con el Reino negro sin siquiera saber lo que tú querías.

Respondió el rey muy conmovido por lo que había dicho la reina:

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—Me sorprende que te hayas disculpado, pero lo aprecio mucho y también me disculpo.

El viajero dijo muy contento:—¡Qué bueno que ambos resolvieron las cosas!

Ahora que todo esto terminó, ¡a celebrar los dos reinos!Y esta historia no termina con el clásico final feliz,

se acaba en un jaque mate. En donde las piezas vuelven a colocarse y la historia tiene la oportunidad de vol-verse a escribir.

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Categoría II

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Las desventuras de la capitana y los príncipes excéntricos

Miranda Klein Dabe

La capitana estaba completamente harta. Yo soy Andrés, su asistente. Hacía dos días que estábamos en camino para rescatar a dos príncipes. No sé qué clase de juego demente habían establecido los tres reinos, pero era algo así: «Dos príncipes, uno del reino de Strettillet y otro del reino de Ottormwun, serán ubicados en dos castillos. Deberán ser recuperados, y el que haya ganado el amor de sus súbditos y mejor haya entrenado a sus caballeros y decorado el castillo, será el merecedor de la princesa del reino de Paddant. Ella se encuentra en un tercer castillo». Todo muy macabro.

La capitana me miró queriendo decir algo, balbu-ceó un poco (solía tartamudear mucho), y dijo:

—Esto es una porquería –aparentemente estaba de mal humor; yo ya me había acostumbrado, la capitana siempre estaba de mal humor.

—Sí, capitana. Es una porquería. Pero no pierda tiempo quejándose, nos acercamos al primer castillo.

Resopló y apuró el paso. Ninguno tenía armadura. Ella estaba vestida con una chaqueta de cuero negro, una camiseta blanca y pantalones de camuflaje. Yo, lige-ramente más elegante, estaba de traje completo, todo negro, con una larga gabardina, también negra, por encima. En ese entonces solía vestirme así. Tenía 21 años y me decían «El Ángel de la Muerte».

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Desde la puerta del lugar pudimos apreciar su esplen-dor y maravilla. Entramos. Todos cantaban y bailaban y reían, era un paraíso. La capitana quería vomitar.

Salimos a los jardines, donde había cien caballeros luchando como fieras y cien arqueros disparando al centro exacto de la diana. Y en medio del jardín, tam-bién con vistas y aromas exquisitos, estaba el primer príncipe, sentado en un trono de oro y plata. Nos vio y se acercó.

—¿Han visto las maravillas del lugar? –dijo con un tono altanero y sobrador. La capitana lo miraba con una mezcla de odio, desprecio y asco.

—Sí, hemos visto. Ahora tú te vienes conmigo –dijo la capitana.

—Ah, eres mi… escolta.—Exacto, no tu sirvienta, tu escolta –el tipo sonrió

burlonamente.—Eso lo veremos –se dio la vuelta y dijo a todos–

¡Amigos! ¡Debo irme a buscar a mi princesa! ¡Volveré junto a ella y todos seremos felices para siempre!

Todos los presentes aclamaron, se oyeron gritos de admiración y orgullo. Algunas damas sollozaban. La capitana se estaba poniendo verde del asco.

Hicimos una fogata, la capitana y yo, claro, el príncipe –que, como nos dijo después, se llamaba James– estaba mirándose las uñas. He aquí una descripción del hom-bre: unos dos metros de altura, manos de oso, 100 kilos de puro músculo y feo como él solo. Nadie le dijo esto jamás, obvio, él se creía hermoso y se autoproclamaba hijo de Adonis.

Luego de comer algo y de escuchar las «hazañas» de James, nos dormimos mientras él se acariciaba su maldito rostro engreído.

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A la mañana siguiente seguimos camino. La capi-tana iba adelante, silbando. El príncipe, tan altanero como siempre, me contaba de sus riquezas, músculos y habilidades varias, pero me miraba muy fijamente a los ojos, lo cual me ponía nervioso.

—¿Por qué me miras tanto?—Tu belleza amenaza la mía –respondió.Yo quedé medio helado y la capitana se dio vuelta,

sonriendo, y me miró. Me dijo algo con los labios, pero lo único que entendí fue «…mor». Yo esperaba que hubiese dicho «tumor» en vez de «amor».

—¿Mi belleza? ¿Qué belleza?—No sólo la física, la de adentro.«¿El páncreas?» pensé, intentando desesperada-

mente no llegar a la conclusión de que yo le gustaba a este príncipe.

—Si yo soy el hijo de Adonis, tu eres el hijo de Apolo.

—Bueno… ehm… gracias… lo aprecio mucho… ¿señor? –balbuceé.

La capitana me dijo que me acercara.—¡Jo! Se te enamoró el gigante –no paraba de reír.—¡No, no, no! ¡Te lo regalo!—No, gracias. Yo tengo a Sofía en casa. Si quiero

cariño la tengo a ella –me sorprendió, pocas veces hablaba de su pareja.

Antes de que pudiera contestar, el segundo castillo se alzó ante nosotros. Era una ruina. Escuché a James tragar saliva, anticipando que se tendría que casar con una mujer que no amaba.

Entramos y vimos, en la sala principal, al príncipe y a todos sus sirvientes rezando. ¿A quién? ¡A Buda! Se había vuelto budista. Estaban diciendo unos mantras aburridísimos, y el príncipe se levantó. Era bastante…

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escuálido. Acercó sus veinte kilos de nada, parecidos a músculos bien desarrollados, y dijo:

—Han venido a llevarme, ya veo.—Pues… sí –dijo la capitana.—Pero soy feliz aquí. Alimento a todo pequeño ser

viviente. Desde las hormigas hasta los elefantes que Padre me regaló. Rezo. Me he entregado a la oración. No necesito ninguna mujer. Ninguna princesa.

—Sí, bueno, ya vemos, pero así no funciona. Igual, acá tu compañero tuvo tremendo palacio. Ya ganó él. Solo debes acompañarnos.

—¿Y podré volver?—Sí, supongo.—Magnífico. Nos vamos ahora. Ah, me llamo

Charles.—Hmhm… Genial. Te mueves.Era de tez oscura, pelo rapado, estatura mediana

y escalofriantemente flaco. No parecía nada budista. Estaba cubierto de cicatrices

Esa misma noche estábamos cenando mientras el chico, Charles, nos contaba de sus egocéntricas y nada budis-tas ideas para salvar el mundo. Incluían muertes y sacri-ficio, todo en el nombre de Buda. Era macabro. El único que no escuchaba las atrocidades que decía era James, que se peinaba mientras cantaba bajito. Capté una parte que decía «me amo, como la Tierra al Sol… Me amo…»

No, este tipo no era capaz de amar a nadie aparte de sí mismo. Ni que me gustara.

¡Agh! Me distraje del canturreo de James porque Charles, el otro príncipe, dijo que era bueno, más bien excelente, cosiendo. No sería interesante si no fuera porque vino de un chico que creía que torturas seme-jantes a las de la Inquisición salvarían al mundo. Ni la capitana reía. Y eso que ella era lo más sarcástico del

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mundo y tenía el humor más negro imaginable. Si ni ella se lo tomaba a broma… bueno, preocupaba. Quedó todo en silencio.

La capitana, nerviosa, propuso que los príncipes durmieran, ya que mañana verían a la princesa y debían descansar. Un buen pretexto para vigilar a Charles toda la noche.

Ya muy entrada la noche, alrededor de las dos de la mañana, empecé a cabecear. La capitana, compren-siva y actuando como una madre (como siempre hizo conmigo), me dijo que durmiera, que descasara yo tam-bién. Tímidamente recosté mi cabeza sobre su regazo, y mientras me acariciaba el cabello caí dormido.

A la mañana siguiente desperté con un dolor horrible en la pierna derecha. La miré y… ¿La miré? De la rodilla para abajo no había nada, terminaba en un muñón. Y no era el único. A James le faltaba una mano. Ambos muñones estaban perfectamente cosidos. Antes de llegar a ninguna conclusión vi a la capitana desma-yada, casi encima de las cenizas del fuego, respirando con dificultad. La saqué de ahí y la recosté contra un tronco. Tenía la cara destrozada, varios arañazos, el labio roto y un ojo morado.

Charles estaba subido a un árbol, rezando uno de sus mantras.

La capitana, enojadísima, subió al árbol y bajó al príncipe de una patada. El chico cayó parado. Perfectamente parado. Ella bajó un minuto después.

—Debemos seguir nuestro camino –dijo Charles.—Sí, debemos. ¿Sabes qué? Espero que te pudras en

el infierno, enfermo, demente, ¡psicópata! Ahora vas a venir con nosotros y luego te voy a moler a palos de tal manera que no vas a volver a pararte en tu vida. Tu papi lleno de riquezas les va a pagar una prótesis a estos dos

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críos ¡y tú vas a ser encerrado en un manicomio por enfermo mental! –le gritó la capitana.

Él no contestó.

Llegamos al reino de Paddant tiempo después, demora-mos por mi cojera. El rey nos dio una prótesis de plata a cada uno, para estar presentables. La princesa había estado encerrada. Cuando salió, lo que vi era lo opuesto a mis expectativas. Una chica de curvas pronunciadas, con el pelo negro y largo, cubierta de tatuajes y piercings en todo el cuerpo (hasta donde podíamos ver), vestida de negro, bellísima, pero con un carácter de perros. Le presentaron a James –él no quería saber nada de nadie y ella parecía odiarlo–. Y ¿adivinen qué? La princesa no dejaba de mirar a la capitana. Esta, por su lado, mante-nía los ojos en Charles.

En la cena, esa noche, el príncipe budista estaba rodeado de nobles y de altas damas, hablando de ideas distintas a las que nos había expuesto en el camino. Los estaba conquistando a todos. Yo, enfurecido, le llamé cobarde y traidor, grité que lo habíamos rescatado y él nos había amputado. Él se levantó y me empezó a hablar en voz suave, lenta, y me contó de que no había sido él, que había sido otro y él había cosido las heridas para que no muriésemos.

La capitana oía de cerca y, viendo que el príncipe casi me convencía, lo llamó, le tocó la espalda y le dijo:

—¡Mentiroso! –y le clavó su espada en el medio del pecho. Todos gritaron. Y le dijeron loca, demente y muchas otras cosas… Pero en un momento insultaron a su amada Sofía.

—¡Oigan, rufianes, malditos, oigan! ¡No hablen de mi novia, o sufrirán su mismo destino! –señaló al cadáver de Charles– ¡Él me contó todo anoche! Antes de hacer esto –señaló su cara y mi pierna– me contó

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que varios asesinatos que venían sucediendo en las ciudades cercanas, y en esta, eran culpa suya ¡Fue él! ¡Deberían agradecerme!

—Una referencia despectiva más a la orientación sexual de la capitana y les vuelo los sesos a todos –dijo James–. Yo no me voy a casar con esa princesa porque no me gusta. Lo amo a él –me señaló–. Y de seguro nadie me enfrenta a mí porque amo a alguien de mi mismo sexo, ¿verdad? Gente basura. Ah, y seguro que esta princesa no se quiere casar conmigo.

—Pues… Yo no pensaba casarme jamás, luego sur-gió esta basura –dijo la princesa Camille–, yo quería unirme al ejército, como ella –señalo a la capitana, que sonrió–. Oí leyendas sobre ella. Siempre quise ser igual.

¿Saben que es lo peor? Yo lo amaba a él.Y así quedó la historia. Todo terminó bastante bien.

James no dejó del todo su altanería, pero mejoró un poco y se casó conmigo. Vivimos cerca de la capitana, la cual adoptó, con Sofía, un pequeño niño. De Camille, nos han llegado noticias de que es una verdadera heroína, que los soldados la temen y la desean. A Charles lo ente-rramos y nadie nunca visitó su tumba.

Y bueno, nadie terminó como los otros esperaban, pero todos terminamos felices. Menos Charles. Él ter-minó muerto. Pero lo merecía.

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La verdadera historia de Rapunzel

Agustina Piazza

Hace algunos años nació una niña llamada Rapunzel. Sus padres, el rey y la reina de Inglaterra, eran muy felices con ella, pero un día cuando Rapunzel tenía tres años un hombre se la llevó y nunca más volvió.

El hombre había planeado venderla en el mercado negro de niños, pensaba que le pagarían mucho por una niña con sangre real, pero cuando se enteró de que todo el reino la estaba buscando, la abandonó. La dejó en la casa de una señora con problemas psiquiátricos, su nombre era Griselda, ella solía tener a los niños como esclavos y engordarlos hasta comerlos. Pero la señora no sabía que aquel cabello de Rapunzel tenía varios poderes, como por ejemplo el poder de curar.

En el momento en que la mujer la tomó en brazos el poder de la niña despejó un poco la oscuridad de su alma y la señora pudo amarla; pero no del todo, su amor no era del sano, podemos decir que se obsesionó. Griselda la encerró en un edificio en una ciudad que había sido abandonada luego de que un volcán entrará en erupción a pocos kilómetros.

Desde pequeña siempre preguntaba «¿por qué no puedo salir?», «En mis cuentos de hadas dicen que afuera es el muy lindo». Y la señora respondía siem-pre firme y con mentiras: «afuera hay una guerra, y te aseguro que no serías bonita sin cabeza». Pero cuando la niña cumplió quince años decidió bajar hasta el piso cinco del edificio, allí las ventanas no estaban pintadas de negro, de modo que podría ver el mundo que se ocultaba tras los límites de su mundo.

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En el momento en que Rapunzel estaba bajando la escalera se encontró con Griselda que la miró furiosa, la tomó de los pelos y la arrastró hasta su habitación, donde la encerró. Mientras la niña estaba atrapada la mujer tomó rocas enormes y tapó con ellas todas las salidas. Cuando terminó, abrió la puerta de Rapunzel y le dijo que todo lo que había hecho lo había hecho por su bien.

Como Griselda salía todas las semanas para com-prar alimentos y drogas para su propio consumo, nece-sita un nuevo sistema para salir y entrar en el edificio, entonces se le ocurrió algo: le diría a la niña que bajara hasta el piso seis, que era lo máximo que podía bajar gracias a las piedras, y que por un agujero de la ventana lanzara su larga cabellera que llegaba al suelo, y ella subiría trepando.

El tiempo fue pasando y la ida y venida de la señora era rutina, la mujer gritaba «Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello», y Rapunzel lo hacía inmediatamente dejando caer una hermosa cabellera dorada. Pasado el tiempo, Rapunzel ya no necesitaba bajar al piso seis para subir a Griselda, desde el piso once la mujer subi-ría perfectamente.

Un día la señora estaba yendo a la ciudad como de costumbre, pero cuando atravesaba los escombros una jauría de perros se la devoró. En ese momento la posibi-lidad de que Rapunzel sobreviviera sola y atrapada era inexistente. Los días pasaban y llegó un momento en que la falta de alimento la debilitó tanto que su cabello comenzó caerse. Rapunzel se dio cuenta de que la mujer no llegaba, algo malo le había pasado y sola moriría, así que tomó todas las sábanas y ropa que encontró y las usó para escapar.

Pero al salir sufrió una gran desilusión, el mundo que ella había leído no era lo que sus ojos le permitían

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ver, todo era más gris que dentro de su habitación. Caminó desvaneciéndose con sus últimos gramos de energía hasta llegar al bosque que dividía Londres de aquella ciudad. Estaba oscureciendo y tenía miedo, se encontraba en un mundo desconocido. Gracias a la oscuridad y su falta de energía tropezó con una roca y se desmayó.

Sintió la luz del sol amaneciendo en sus ojos, de a poco despertó, se acercó un río y bebió agua, luego tomó dos manzanas de un manzano, una se la comió y la otra la guardo para después en una mochila que Griselda le había regalado cuando tenía nueve años. Seguía muy débil y tenía un tajo en la frente de la caída. Caminó hasta cruzar el bosque y en la entrada de la ciudad se sentó bajo un árbol a comer la manzana y se durmió.

Al despertar se encontró en un hospital. Cuando abrió los ojos una enfermera gritó muy asombrada: «Despertó. Traigan al doctor Williams». Rapunzel no entendía donde estaba ni como había llegado ahí y mucho menos quién era la señora de baja estatura y túnica blanca, pero se limitó a decir: «¿qué hago aquí?». La mujer le dijo que la habían encontrado esa mañana en la entrada de la ciudad y que necesitaba reposar hasta juntar las fuerzas necesarias para seguir adelante.

—Pero estoy bien, por favor no se preocupen por mí, atiendan a los heridos de la guerra –dijo Rapunzel preocupada.

—Pero si no hay ninguna guerra, mejor descansa –respondió la enfermera.

Y así lo hizo. Luego de dormir unas cuantas horas escuchó la voz de la enfermera diciendo: «mira, qué largo es su cabello, es impresionante ¿qué champú

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usará?»; Rapunzel despertó y la enfermera le dijo que le harían una prueba de rh adn (Real Heredera – adn).

—Es la prueba de adn que dirá si eres la hija per-dida del rey o una simple ciudadana con esperanzas.

Entonces decidió sentarse a esperar. La enfermera llegó trayendo consigo un pequeño dispositivo –al poner el dedo sobre este, si el dedo era la heredera cam-biaba de color, si no, no–. Pero cuando la señora estaba atravesando la puerta de la habitación el dispositivo se cayó y se rompió en mil pedazos.

—¿Y ahora qué? –preguntó Rapunzel preocupada.La mujer encogió los hombros y salió corriendo,

pasaron como tres minutos hasta que el doctor Williams entró a la habitación con un nuevo dispositivo, tomó la mano de Rapunzel y en el momento en que su dedo tocó el aparato, este se tornó de un azul hermoso, todos en el hospital gritaban de felicidad, el rey había estado buscando a su hija durante diecinueve años y recién ahora la había encontrado.

Una hora pasó desde aquel suceso y una limosina llegó en busca de Rapunzel. Al llegar al castillo su cora-zón latía muy rápido, ¡todo lo que había leído una vez le estaba ocurriendo! Esa misma noche se celebró una gran fiesta en honor a la llegada de la princesa perdida. Rapunzel estaba muy feliz, pudo conocer a sus padres y a sus futuros súbditos. Al terminar la fiesta entró a su habitación dejando la puerta abierta (ya que temía ser encerrada otra vez), y se acostó en su cama. Pero de repente sintió un ruido de piedras que chocaban contra su ventana. Cuando salió al balcón vio a un príncipe con el cual su familia quería que se casara.

—¡Oh, mi princesa! He venido a rescatarte –dijo el príncipe confiado.

—No necesito ser rescatada, pero igual gracias –dijo Rapunzel para no parecer descortés.

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—Pero soy tu príncipe, este tenía que ser el momento en el cual te llevo a mi reino y vivimos felices para siempre –respondió el príncipe confundido.

—No, el momento en el que necesitaba que me res-cataran fue cuando estaba sola, atrapada en un edificio abandonado, y si esperaba tu llegada estoy segura de que seguiría allí. Como pude salir de la situación sola me doy cuenta de que no te necesito, tuve que sobre-vivir como pude y ahora sé que esperar a que otros resuelvan tus problemas y te rescaten de las situaciones es muy sencillo, pero afrontar el problema cara a cara no lo es –dijo Rapunzel furiosa.

Inmediatamente el príncipe de fue, y Rapunzel nunca más lo volvió a ver. Rapunzel pronto heredó el trono y ejerció el poder de una manera justa y honesta. A los veintisiete años participó de una guerra junto a su fiel compañero de batalla y futuro esposo.

Su historia fue contada con varias adaptaciones para cautivar a los niños –tal vez hayan escuchado hablar de Enredados o de Barbie Rapunzel–, pero esta es la historia real.

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La Cenicienta (aúlla a la luna)

Eugenia Gallo Cortazzo

Érase una vez una niña muy pequeña que vivía tran-quilamente con su padre y madre en una casa lejos de la ciudad. Una noche de luna llena un hombre lobo atacó a su familia. Su padre salió ileso, pero desafortunada-mente su madre falleció. La niña fue herida, el feroz monstruo le había arañado un brazo con sus garras. Con el tiempo descubrió que en cada luna llena, exacta-mente a medianoche, se convertía en una bestia de uñas fuertes como el acero, pelo oscuro como la noche y ojos inyectados en sangre.

Su padre volvió a casarse, su nueva mujer ya tenía dos hijas, Anastasia y Griselda. Cuando el hombre falle-ció, la niña quedó con su madrastra y dos hermanas-tras. Tenía que hacer todos los quehaceres de la casa, fregar, cocinar, limpiar la chimenea. Como su vestido siempre estaba cubierto de cenizas, todos la llamaban «Cenicienta».

Un día el rey de su país organizó un baile para celebrar el regreso de su hijo. Invitó a todas las jovencitas del reino para que el príncipe pudiera casarse lo más pronto posible. Cenicienta soñaba con ir, pero su madrastra no la dejó.

—Te quedarás aquí, limpiarás y cocinarás para nosotras –dijo la horrible mujer.

Cenicienta salió corriendo rápidamente hacia el altillo donde dormía. Mientras lloraba sin parar, un murciélago atravesó su ventana haciendo que los

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vidrios saltaran por toda la habitación. De un segundo al otro había un hombre frente a ella. No era un hom-bre, era un vampiro. Aunque era un monstruo lo que estaba enfrente de ella, la chica no se asustó. Cenicienta miró confundida al vampiro, y en un instante ya no estaba vestida como antes, con su ropa cubierta de ceni-zas, sino que tenía puesto el vestido más bello que había visto en su vida. Era azul, de seda hermosa. Tenía el pelo reluciente y recogido en un moño con una cinta celeste. Sus pies calzaban zapatillas de cristal.

—Soy tu hada madrina –dijo el señor de blancos colmillos y traje negro como la noche–, y esta noche irás al baile.

—Pero… –empezó a decir Cenicienta– mi madrastra…

—No te preocupes por ella, no te reconocerá.Luego de darle las gracias infinitas veces, se dirigió

hacia el baile. No le importó caminar tanto con las frá-giles zapatillas, solo pensaba en cómo sería su primer encuentro con un verdadero príncipe. Al llegar casi se desmayó. El palacio era enorme, lujoso, las ventanas espléndidas, estaba todo reluciente y había sido cons-truido con sumo cuidado. Cuando miró hacia el salón principal, vio en el medio de la multitud de jovencitas al príncipe, un chico morocho, bajito y un poco feo, que la contemplaba. No paraba de mirarla, hasta se dirigió a ella y le preguntó si quería bailar con él. Por supuesto, Cenicienta lo aceptó. No podía rechazar a un príncipe, sin importar lo feo que fuera.

Bailaron por horas y horas, hasta que el príncipe le susurró al oído:

—Tus ojos no se comparan con la luna llena de esta noche.

Cenicienta, en vez de aceptar el cumplido y seguir bailando, se asustó. Miró un reloj de oro y plata colgado

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en una pared de color lila y vio lo más temido. Eran las 23:59, faltaba un minuto exacto para que se convirtiera en hombre lobo. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo del palacio.

Mientras bajaba las escaleras para salir, empezó a transformarse. Primero empezaron a crecer sus pies, le salieron uñas sucias y largas, por lo que se le salió una zapatilla y la otra se rompió en mil pedazos. Luego sus piernas se cubrieron de un pelaje suave y muy negro. Su cuerpo diminuto ahora había rasgado su vestido, tenía músculos fuertes y estaba cubierto de pelo. Tenía hocico y colmillos gigantes que asustarían al hombre más fuerte del reino. Sus orejas eran larguísimas y sus ojos, inyectados de sangre, mataban del susto.

Aulló a la luna y toda la ciudad escuchó el terri-ble sonido. El príncipe, preocupado por su compañera de baile, quien había desaparecido de repente, ordenó a todos los hombres del palacio que la buscaran, pues pensaba que la bestia que él había escuchado se la había llevado. La perseguían en el bosque y Cenicienta escapaba de ellos, raspándose, cortándose y lastimán-dose cada centímetro de su ahora peludo cuerpo. Si la alcanzaban le deparaba un futuro poco agradable, pero estaba cada vez más cansada de esquivar las ramas de los árboles. Decidió trepar a un manzano que estaba a su derecha, subió hasta la copa y aguardó hasta que se fueran los hombres.

Luego de varios minutos Cenicienta se convir-tió nuevamente en la niña frágil que todos conocían. Cuando estaba bajando del árbol, cayó una manzana sobre la cabeza de uno de sus perseguidores. Cuando la vio quedó impactado por su belleza, aunque su ves-tido tan hermoso estuviera rajado, sus piernas y brazos estuvieran rasguños y su pelo enmarañado.

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Los bellos sirvientes del príncipe la llevaron al palacio. Al reencontrarse la pareja de baile, ambos se asustaron. Cenicienta gritó por la fealdad del príncipe y él gritó por el terrible aspecto que tenía Cenicienta. Definitivamente, ambos estaban asustados. Él ofreció que alguien la escoltara a su casa pero ella se negó.

Mientras caminaba, Cenicienta pensó que su vida sería muy fácil si ella fuera princesa, tendría todo lo que quisiera, podría ser feliz, no necesitaría limpiar la chi-menea. Pensó en su vestido, en que lo había arruinado y ahora debería usar el viejo trapo lleno de cenizas. «¿De verdad pensaste que todo saldría como si fuera un cuento de hadas?»

¿Por qué tenía que volver con su madrastra e insoportables hermanastras? ¿Qué ganaba con eso? Cenicienta se dio cuenta de lo mal que la trataban, de que no tenía que volver a su casa.

Decidió escapar. Solo caminar hasta llegar muy lejos, nunca miras atrás, nunca volver. Y lo hizo. Pasaron noches frías y días calurosos, pero ella quería seguir. Por suerte encontró una cabaña abandonada, al costado de un hermoso lago. Llegó al atardecer. Los rojos y naranjas se reflejaban en las aguas cristalinas del lago, como un espejo de la naturaleza. En ese momento supo que debía vivir allí. No le importó estar sola, ella era feliz, feliz por ser libre. No necesitaba un príncipe. De vez en cuando la visitaba su hada madrina, pero solo de noche. En cada luna llena la chica se convertía en hombre lobo, y no tenía miedo. Porque era ella misma, ya nada importaba más que su felicidad.

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Blancanieves y los siete malévolos enanitos

Franco de Luca

En un barrio humilde, junto a su padre, vivía una ado-lecente de dieciocho años llamada Blancanieves. Todo transcurría con normalidad hasta que su vida cambió un día. Llegó a su vida una madrastra, una mujer que, lejos de ser mala, tenía un gran corazón. El problema era que a Blancanieves le incomodaba su presencia, le gustaba que fueran únicamente ella y su padre.

Dos días después de la aparición de la madrastra, Blancanieves fue a hablar con su padre.

—Papá, no quiero que estés con esa mujer.—Pero ¿por qué?—Me gustaba cuando éramos tú y yo.—Cariño, siempre estaremos juntos.—Papá, además no es para nada linda, es más, me

animaría a decir que es todo lo contrario.—Cariño, recuerda que lo que importa es el inte-

rior, no el exterior.—Pero...—¡Basta Blancanieves! No lograrás nada.A la semana siguiente Blancanieves se enteró de

una noticia muy perturbadora: su padre se iba a casar. Muy triste, llorando, salió corriendo a un callejón, hasta un bar llamado «Había Una Vez». Blancanieves entró, pensando que si iba a tomar alcohol debía ser por algo que realmente la molestara. En ese lugar varias mesas se encontraban vacías, y había una con siete enanos.

Blancanieves se sentó en la barra y unos segundos más tarde escuchó:

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—¿Qué hace una chica tan bella como tú en este bar?

Giró la cabeza y vio que había sido uno de los enanos.

—¿Qué? ¿La gente no viene aquí cuando tiene algún problema?

—Cierto –respondió uno.—Me llamo Blancanieves—Nosotros somos: Enojón, Borrachín, Hambriento,

Codicioso, Siniestro, Inteligente y Doc.—Un gusto.—¿Por qué viniste aquí?—Mi padre se casará con alguien que no me agrada.—¿Solo por eso?—¿Te parece poco? ¿Por qué otra cosa vendría?—¿Sabes guardar un secreto?—Claro.—Nosotros robamos una mina repleta de

diamantes.—¿En serio?—¿Por qué te mentiría? Antes éramos ocho, pero a

Culpable lo atraparon.—¿Cómo dijiste que era tu nombre?—Mi nombre es Hambriento.—¿Te puedo hacer una pregunta?—Por supuesto.—¿Son todos así de enanos o hay más grandes?—Preferimos el término «personas pequeñas».—Está bien.—Podemos ayudarte a acabar con tu madrastra.—Genial.—Habla con Siniestro y él lo planeará todo. Nos

veremos a las 7.00 am.

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Al decir eso los enanos se fueron del bar, Blancanieves pidió una cerveza y al terminarla se marchó.

Al llegar a su casa, cuando la noche tomó lugar, la madrastra le preguntó a Blancanieves:

—¿Estás de acuerdo con lo de la boda?—Por supuesto, pero si yo fuera tú pensaría bien las

cosas, para evitar que algo saliera mal.—De acuerdo. Mira, te hice manzanas acarameladas.—Gracias, pero no tengo hambre.—De acuerdo te las guardaré.Al otro día Blancanieves se juntó con Siniestro

a planear la mejor manera para deshacerse de su madrastra.

—Blancanieves, el plan es poner este químico en una banana, hará que se duerma tu madrastra hasta el día en el que haya un contacto labial. Tú pon la banana en el desayuno y listo, no más madrastra.

—Pero yo quiero acabar con su vida.—Wow, wow, wow, ni mis amigos ni yo somos

asesinos.—De acuerdo.Cuando llegó la noche y todos dormían,

Blancanieves no dudó en esconder la banana en la comida y la puso en lo que sería el desayuno de la madrastra. Luego se fue a dormir.

En medio de la madrugada Blancanieves, medio dormida, se dirigió a la cocina y se dispuso a comer algo. Al no ver nada, se terminó comiendo la banana envenenada. En ese mismo instante cayó desvanecida. El ruido despertó a su padre y a la madrastra, quienes corrieron a la cocina. Al ver la escena el padre le gritó:

—¡Llama a la ambulancia!La llevaron al hospital más cercano pero no la

pudieron despertar.

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Más tarde, cuando ya había salido el sol y nadie estaba prestando atención, los siete enanos secuestra-ron el cuerpo de Blancanieves. Lo llevaron en un ataúd de cristal previamente robado. Minutos después Doc preguntó:

—¿Cómo es posible que alguien que va a usar una banana envenenada no se acuerde de ella cuando va a comer algo?

—No sé tú, pero yo pienso que es media mala –dijo Siniestro.

—¿En serio, Siniestro? ¿Tú diciendo eso?—Nunca me agradeció que le hubiera preparado

esa banana.—¿De verdad?—Sí, yo al menos digo «por favor» y «gracias».—Tienes razón, es mala.—Lo que a mí me molesta es que ella no nos pagó

por esa banana –dijo Codicioso.—¿Y qué ibas a hacer con ese dinero, si siempre

conseguimos la cosas robando? –dijo Inteligente.—Yo hubiera preferido que nos pagara, para poder

comprar cerveza –dijo Borrachín.—¿Y por qué no la robas? –dijo Inteligente.—Es que Jack el cantinero es muy bueno con noso-

tros –contestó Borrachín.—Esperen un segundo. Interrumpió la charla Doc.—El padre de Blancanieves debe estar enojado,

y se va a desquitar con quien le hizo esto a su hija. Inmediatamente se dará cuenta de que el o los que secuestraron el cuerpo de su hija son los culpables. Tenemos que hacer que despierte y devolverla al hospital.

—¿Y cómo la despertaremos? –dijo Enojón enfadado.

—Siniestro debe saber –dijo, entusiasta, Inteligente.

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—Alguien tiene que darle un contacto labial –dijo Siniestro.

—Ninguno de nosotros llegamos a sus labios –dijo Hambriento.

—Debe haber alguien, un chico de su altura, que llegue –dijo Inteligente.

—Busquémoslo ahora, que se está haciendo la hora de comer –dijo Hambriento.

Los enanos caminaron por toda la cuidad inten-tando encontrar una persona de altura y edad similar a Blancanieves, para despertarla. Horas más tarde encontraron un chico que parecía cumplir con todas las características. Inteligente se acercó a hablar con él.

—¡Ey, tú! ¿Cómo te llamas? –preguntó Inteligente.—Alfredo –respondió el chico.—¿Alfredo, te interesaría besar a una chica? –le dijo

Inteligente rápidamente.—¿Cómo es ella?—Preciosa –respondió Inteligente, honestamente.—Está bien.—Pero ella está inconsciente –dijo Inteligente,

dudando.—Pues, igual la besaré –afirmó Alfredo.—Bien, la chica está en nuestra casa, si quieres te

llevamos.—Claro… ¿Me pueden contestar una pregunta?

–consultó Alfredo, intrigado.—Sí, claro.—¿Por qué son tan enanos?—Eso no importa ahora y, por cierto, preferimos

«personas bajas».—De acuerdo, nos vamos –dijo Inteligente.A las siete y cuarenta de la tarde llegaron todos a

besar a Blancanieves, Alfredo estaba a punto juntar sus labios con los de ella cuando recibió un mensaje.

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—Mi mamá, es hora de la cena, me tengo que ir.Y así, Blancanieves no despertó jamás. Alfredo no

tenía manera de ubicar a los enanos, no había anotado sus teléfonos ni direcciones, ni nada. El padre la creyó muerta ya que no la encontró jamás. Los enanos se fue-ron del país y así terminó, un padre sin hija, unos ena-nos con una gran carga en su consciencia y una chica con malas intenciones dormida por siempre.

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Memorias de un cazador

Guillermo Chabalgoity

La primera vez que vi esa casa fue desde la cima de un monte, luego de quitar algunas malezas y mirar el sol, que estaba hundiéndose tras las lejanas colinas azules.

Atrajo mi atención un pequeño camino frente a la casa, entre la masa de árboles verdes y el huerto. Yo era un cazador. En ese momento le estaba siguiendo la pista a un lobo que andaba aterrorizando a los campesinos de la zona. Se ofrecían mil euros por su cabeza.

A medida que avanzaba el bosque se tornaba más y más oscuro por el denso follaje de los árboles. El fino manto de nieve que cubría el suelo, junto con el frío y el viento hacían del bosque un lugar inhóspito.

Los minutos se me hacían cada vez más largos, y cuando creí haberle perdido el rastro me pareció ver una sombra. La sombra se acercaba más y más, cada vez con mayor velocidad, hasta que lo pude ver: era un enorme lobo que venía hacia mí en forma vertiginosa.

Empecé a retroceder paso a paso. Caí por un acantilado.

Me desperté en medio de un camino de tierra rodeado de árboles, estos crujían con las heladas brisas del viento. Me di cuenta de que mi brazo derecho se había roto tras la caída. Justo cuando pensaba que todo estaba perdido, una niña con una caperucita roja se apareció en frente mío.

—¿Qué te pasó? –preguntó preocupada.Rápidamente le conté sobre el lobo y el peligro

que corríamos los dos. No había terminado cuando

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escuchamos aullidos y nos dimos cuenta de que estába-mos en compañía de más de una bestia.

Ella logró calmarme con su sola mirada, como si estuviera acostumbrada a semejante peligro. Tendría unos doce años, pero rápidamente me dio la sensación de que un ser más experiente habitaba tras esos ojos. Tenía una inmaculada cabellera negra y sus marcados rasgos asiáticos parecían haber conocido largas horas de meditación. Como sea, su rostro sembró en mí tran-quilidad, confianza y respeto.

Me ayudó a levantarme, no tuvimos otra opción que apresurarnos por el sendero, los lobos nos per-seguían. Al final del camino llegamos a una casa, ¡una bendición! Deseaba con todas mis ansias no tener que forzar la puerta, de lo contrario seríamos bocadillo para lobos.

Pero claro, todo esto sucedía a una velocidad extrema en mi mente, y la ansiedad no era justificada: la niña tenía acceso a la casa. Cuando sacó la llave uno de los lobos llegaba hasta nuestra posición –mi corazón se sentía como una mecha encendida y solo me restaba esperar lo peor–, pero en ese instante la niña arrojó una bolsa de carne picada al costado de un árbol, distra-yendo al animal por unos segundos.

Eso nos dio la ventaja necesaria para salvar el pellejo. Abrimos la puerta y entramos como un bólido, procurando cerrar la misma a velocidad de récord mundial, mas un lobo antepuso su hocico en el marco. Atiné a agarrar lo primero que estuviese a mi alcance y lo golpeé con un hacha, ahuyentándolo.

La cantidad de adrenalina que corría por mi cuerpo era inimaginable, y no salía de mi asombro al ver lo audaz que era esa niña. «Muy inteligente», me dije a mí mismo, aunque empecé a preguntarme si el olor a carne picada que llevaba en su capa no atraería a esas bestias.

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Dentro de la casa, a salvo por quién sabe cuánto tiempo, lo primero que hizo la niña fue tomar una esca-lera y subir a la habitación de arriba. Pero al final de la misma… No olvidará jamás lo que vio.

Su reacción inmediata fue llorar y gritar: «¡Abuela! ¡Abuela!».

Subí los escalones de dos en dos. Maldije haberme apurado. No estábamos solo en presencia humana. Uno de los lobos había logrado ingresar vaya a saber uno cuánto tiempo antes. Se abalanzó sobre la niña, arrojándola al suelo; yo, en un acto de desesperación inconsciente, lancé el hacha al animal.

Sobreviví a la situación límite, no puedo decir lo mismo de la bestia. Los otros lobos se alineaban en el perímetro de la casa y utilizaban su potente olfato para comprender lo que había ocurrido con su compañero de caza. Creí que esa era mi mayor preocupación, no imaginaba la tormenta que asolaría mi psiquis.

Resulta que aquel lobo estaba domesticado. Lo inconcebible de esa idea y el miedo infernal que gober-naba mi cuerpo nunca me hubieran permitido enten-derlo. Ni en mi momento de mayor lucidez lo hubiese creído.

Anonadado, me entregué a una secuencia de sor-presas aptas para el mejor circo terrible del continente. Ni siquiera era un lobo, era una loba, había tenido cría; pude observar que la cama estaba cubierta de sangre, y no había sido otra que la abuela de la niña quien se había encargado de lo peor, había asesinado a los cachorros.

El grito de la chica asiática, «¡Abuela! ¡Abuela!», tenía que ver con eso y no con el supuesto peligro que la doña enfrentaba, ese acontecimiento solo había tenido lugar en mi mente.

La niña era inconsolable. Había crecido junto a la loba, pero la abuela, cansada de que los lobos

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merodearan su hogar, quiso deshacerse de las crías lo antes posible. La bestia no era el animal, yo era la bestia, me convertí en el calvario de la niña, yo, el responsable de una irónica pesadilla.

Ella me había cuidado a mí y yo me convertí en esa bestia salvaje.

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Bianca, la princesa perdida

Marcela Rodríguez

En Inglaterra, donde los dragones, pájaros y animales que hablan y gente bañada en bondad no son más que mitos, había un reino. En ese reino vivían una reina muy linda y soñadora y un rey bastante bobo.

Un día la reina estaba cosiendo y cantando al mismo tiempo, y como estaba distraída se clavó la aguja en el dedo. La sangre cayó en la nieve y la reina, al ver las tres gotitas, exclamó: «¡Quisiera una hija con la piel blanca como la nieve, los labios rojos como la sangre y el pelo negro como el azabache!»

Unos nueve meses después la reina dio a luz a una niña de piel tostada, rubia y de labios rosados. Lamentablemente la reina cayó enferma. Muy enferma. Tanto que murió.

Dieciséis años después el rey se volvió a casar. Lo hizo con una reina que quería ser hermosa. Esta reina le hizo la vida imposible a Bianca, la hija que el rey había tenido con su difunta esposa. Cuando Bianca cumplió los dieciocho años se escapó del castillo; solo avisó al portero, un señor calvo y gordo.

El rey, preocupado, mandó colgar carteles de pér-dida por toda Inglaterra.

Bianca encontró una casa por el camino. Allí había una cama enorme. Fue a revisar la cocina, encontró paque-tes de galletas y dulces y se llevó unos cuantos para la cama. Horas después, cuando ya había terminado con todo el alimento, se durmió.

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Cuando el dueño de la casa llegó Bianca ya había despertado y estaba observando el blanco techo. Él la vio y se alarmó. Ella lo vio y levantó una ceja. Era lar-guirucho, con aspecto de Harry Potter, solo le faltaba la varita. De todas maneras tenía algo atractivo. Ella, toda despeinada, con restos de dulce en la boca, no parecía una princesa. El temor del chico desapareció de su cara y fue sustituido por algo que Bianca no conocía.

—¿Qué haces aquí? –dijo el chico–. Yo soy Logan, y tú luces como la princesa perdida.

—Adelante, entrégame y consigue tu recompensa –Bianca parecía decepcionada.

Logan le contestó:—¡¿Qué?! ¿En serio crees que haré eso?—¿No lo harías?—No. Yo también me escapé de casa. Para la

próxima busca otro lugar donde hospedarte. Este es muy obvio.

—Mmm… ¿Gracias? –Bianca no estaba acostum-brada a este tipo de trato.

—Si… si quieres, pu-puedes quedarte –tartamudeó Logan, algo esperanzado.

Bianca aceptó la propuesta y se durmió enseguida. Logan durmió en el sofá.

Al mediodía, Bianca se levantó. Fue a la heladera y encontró una nota en que Logan le avisaba que había ido al supermercado. Estaba en esto cuando una señora golpeó la puerta.

—¡Hola, querida! ¿No quieres una manzana? –la voz tenía un tono familiar.

—Mmm… No. Gracias.—Pero, ¡pruébala!—Pruébela usted, señora.—¿Y una banana?

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—Mmm… No, no me gusta el potasio.—¿Y una barrita de chocolate? –insistió la señora.—No, gracias. Trato de dejarlo –mintió Bianca. La

señora sonaba demasiado conspiradora y sospechosa.—¿Y dulces? Yo sé que te gustan los dulces.Entonces Bianca la descubrió. ¡Era su madrastra

disfrazada! Y de un tirón le quitó la peluca y la máscara.—¡Traidora! ¡Bianca! Apuesto a que querías que-

darte con mi puesto, ¿o me equivoco? –inquirió la señora.

—Pues, no. No todo gira en torno a ti. De hecho, nada gira a tu alrededor. Tú giras alrededor del sol y no viceversa.

Bianca estaba muy enojada. Tomó una de las man-zanas de la señora y amenazó con comerla, pero no lo hizo.

—Ahora lárgate de aquí, búscate un pasatiempo, desajústate el corsé, bebe un poco de vodka y métete en problemas. Vive la vida –dijo Bianca a la señora, que se fue, sintiéndose derrotada.

Bianca llevó la manzana adentro y la lavó. Era roja y reluciente. Le pareció hermosa, la dejó sobre la mesa y se fue a dormir (Bianca amaba dormir).

Se levantó al sentir un ruido sordo. Logan estaba en el suelo y la manzana a su lado.

—¡Qué lástima, Harry Potter, me caías bien! –exclamó.

Buscó la manera de reanimarlo. Intentó llamar a urgencias, pero no había señal. Con gran preocu-pación, de pronto recordó algo: un beso de amor. Inmediatamente se dijo: «¡Oh no! ¡Ni loca! ¡Por favor! Eso no existe. No existe el amor verdadero».

Pero otra voz interior sugería que quizá no fuera así, por lo que Bianca se acercó a Logan y depositó un

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beso en sus labios. Lentamente, la piel del joven volvió a su color natural y abrió los ojos. Eran celestes.

Ustedes pensarán que ellos vivieron felices para siem-pre, pero, como todos los adolescentes, tenían dema-siados problemas. Bianca lideró un ejército que derrotó a la madrastra y Logan creó una empresa que vendía frutas y verduras, manzanas en especial.

Dos por tres se los ve besándose –a veces debajo de un manzano, a veces detrás del castillo–, por lo que se puede decir que vivieron felices (pero no comieron perdices, ya que a Logan no le gustaban).

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Piesocho

Pilar Busquets

Gerardo era un adolescente de diecisiete años. Le encantaba hacer grafitis y todos los días confeccionaba uno. Las calles eran sus museos y las paredes sus lien-zos. Se caracterizaba por tener muy malos modos y por ser muy amargo. A pesar de lo orgulloso que estaba de sus obras, no tenía nadie con quien compartirlas.

Su soledad lo comía por dentro tal como un gusano a una manzana. Su única compañía eran esas bellas pinturas, que lo acompañaban a donde fuera. Estaba rodeado de cosas, pero estas eran incapaces de rodearlo. Muchas veces se imaginaba lo bonito que sería si todos los personajes que había dibujado fueran reales.

Una tarde Gerardo estaba revisando su Instagram cuando vio una foto donde aparecía un adolescente de perfil, no se distinguía bien su cara, pero se veía que se encontraba sentado en un banco con su patineta. Esa imagen lo inspiró, en seguida tomó su cuaderno y comenzó dibujar. Quedó sorprendido por su grandioso boceto y pensó que sería una buena obra para pintar a la mañana siguiente en la pared de una panadería cercana. El dueño le había prohibido «ensuciar» su propiedad, pero sentía que tendría que agradecérselo. Después de haber perfeccionado algunos detalles en dibujos se fue a dormir.

Fue una noche muy particular, tuvo una cantidad de sueños a los que no estaba acostumbrado. Soñó con el niño de la foto. En el sueño eran mejores amigos. Así como a él, al otro niño le gustaba el arte, pero tenía una actitud muy particular que Gerardo no llegó a descifrar

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en medio de la alucinación. De todas formas ya eran las diez de la mañana, así que decidió quedarse levantado. Después de cambiarse, lavarse los dientes y desayunar fue buscar el boceto del niño para ponerlo en el bolso y no olvidarse de llevarlo. Abrió su cuaderno y buscó en su última página el dibujo, pero no estaba. Revisó desesperadamente todos sus cuadernos en busca de este niño papel hasta que llegó a la conclusión de que no estaba ahí. Pensó que tal vez todo, hasta el dibujo, había sido un sueño. Pero estaba convencido de que no era así.

Agarró su chaqueta con tristeza y salió sin rumbo, meditando sobre lo que había ocurrido. Había reco-rrido solo una cuadra cuando apareció un señor mayor vestido de traje blanco. Ignorándolo, siguió caminando.

—Espere, Gerardo, tengo algo que comunicarle –el señor mayor le dijo a Gerardo, sorprendiéndolo.

—Soy el hado Picasso y vine a darte una lección, ya verás –de repente sacó la página faltante del cuaderno, donde estaba el dibujo del adolescente.

—¿Por qué tenés eso? ¡Lo robaste! –dijo Gerardo desconcertado y enfurecido.

El señor se sacó el sombrero haciendo un gesto risueño e inesperadamente todo se oscureció. Al volver la luz todo seguía su lugar menos una cosa. ¡El hado se había ido! En el lugar donde había estado seguía la hoja de papel. Gerardo fue a levantarla, pero en el momento en que la vio se impresionó, no lo podía creer. El dibujo ya no estaba más, era una simple hoja de su cuaderno, vacía, sin gracia. Continuó caminando hasta doblar la esquina. A partir de ese momento nada sería igual.

Ahí parado estaba su dibujo, tal como lo había dibujado (nomás que ahora no estaba sentado), con una patineta en su mano. Era alto, sin embargo no alcan-zaba a Gerardo.

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—Tú, ¿pero cómo? —Sí, yo, Piesocho. Gerardo estaba emocionadísimo por hablar con

él. Poco a poco se empezaron a conocer. La felicidad se le notaba en la cara, ahora llevaba una amplia sonrisa que dejaba a la vista unos hermosos dientes blancos. ¡Ya nunca más estaría solo, tenía un amigo!

Juntos fueron a comer una hamburguesa a McDonald’s. Al terminar, Piesocho tuvo una oscura idea:

—¿Qué te parece si soltamos esa tuerca? –dijo, señalando la puerta medio floja del pelotero donde los niños enloquecidos jugaban sin control.

—Me parece una buena idea, esperemos a que los niños se vayan así nadie nos ve.

—¿Y qué sería lo divertido de eso? –dijo Piesocho al tiempo que soltaba la tuerca, provocando que todo el pelotero se desmoronara. Entonces comenzó la perse-cución. Un par de empleados del restorán lo vieron y salieron tras ambos. Gerardo sentía pena por los pobres niños, pero ahora ya no había tiempo. Iba pisándole los talones a su compañero. Gracias a su gran condición física ninguno fue atrapado. En ese momento se dio cuenta de que los pies de Piesocho no eran normales, que mientras iba corriendo estos crecían.

—¿Por qué están tan grandes tus pies? –preguntó curioso.

—La adrenalina de enseñarte todo lo que sé causa esto.

—Pero no me enseñaste nada, solo hicimos que unos niños no tuvieran un lugar para jugar.

—¿Acaso te arrepientes? Supéralo, es tu turno de proponer una idea.

—¿Qué te parece si ahora vamos a pintar una pared cerca del parque? Ya tengo un dibujo perfec…

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—¿Es una broma? ¿Para qué hacer todos esos dibu-jos inútiles? Ya me tienes a mí. Todo eso es juego de niños, vamos a hacer algo realmente bueno.

—Bueno, ¿qué tenías pensado? –dijo Gerardo un poco intimidado.

—Tengo el mejor plan, hoy vamos a quemar la escuela, ya estoy harto de ella.

—¿Qué? ¿Quemar? ¿La escuela? ¿Estás loco?—Si no quieres acompañarme, no lo hagas –dijo

Piesocho, desafiándolo, mientras se daba media vuelta y retiraba los zapatos de sus pies debido a que ya no le quedaban.

—Hazlo por tu cuenta, en esa no me meto.

Gerardo, confundido, volvió su casa y se sentó en el sofá. No podía creer lo que había dicho Piesocho sobre su arte. Era su mundo y este «amigo» lo insultaba, de todas formas estaba tan cansado y aturdido que se durmió.

De repente despertó en un lugar conocido, era su escuela. En la entrada estaba el hado Picasso que a diferencia de la última vez estaba vestido de negro. Inesperadamente sonó una alarma y empezó a salir humo. Piesocho estaba pidiendo ayuda desde una ven-tana. Había quedado atrapado en medio del fuego.

De golpe despertó, tomó la bicicleta y se dirigió a la escuela. Piesocho estaba en peligro, lo sabía, no había sido un sueño sino una señal. Cuando llegó no sabía qué hacer, pero sacando coraje de adentro, tomó una manguera y se internó en el edificio. Subió un par de escaleras mientras apagaba pequeños fuegos que inminentemente incendiarían toda la escuela, hasta que encontró a Piesocho. Se lo cargó a la espalda y lo sacó de allí. Luego volvió a entrar para apagar el fuego, no podía permitir que este terminara con el lugar donde

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muchos niños y niñas podrían aprender mientras se divierten y juegan. Afortunadamente pudo apagar el fuego y salió sano y salvo.

Expresamente fue chequear la salud y bienestar de su dibujo, pero en vez de encontrarlo se topó con el hado Picasso nuevamente.

—¿Dónde está Piesocho? ¿está bien?—Su estadía en la Tierra llegó a su fin.—¿Cómo? A pesar de que haya sido malo era mi

amigo –dijo tristemente Gerardo.—Ya has aprendido tu lección. Serás capaz de

conseguir amigos nuevos si continúas actuando como recién: leal, valiente, con buenas intenciones, todos estos atributos te llevarán por el buen camino hacia la amistad –y con un chasquido de sus dedos desapareció.

Ahora, en el piso, estaba el dibujo de aquel niño que le había causado tantos problemas pero que lo hizo encontrar lo mejor de sí mismo. Él se fue dejando un vacío en su interior, pero le dejó una marca que no se borraría jamás.

Con el paso del tiempo, Gerardo logró obtener amistades inseparables. Vivió el resto de su vida feliz, con su amor al arte que ahora también compartía con otras personas igual de apasionadas que él.

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El cachorro quente

Santiago Reyes

Tras haberse casado con el príncipe, Blancanieves comenzó una nueva vida. La flamante pareja y los siete enanos se mudaron a Las Toscas, donde compraron una casita cerca de la playa.

Blancanieves era robusta, morocha, de ojos negros y afrodescendiente. Nunca se supo por qué la nombra-ron «Blancanieves», pues si a algo no se parecía era a la nieve. Tenía manos grandes, con las venas marcadas. Lucían fuertes, como si fuera capaz de partir un pino sin usar un hacha. Si bien su marido le pedía que se vistiera de gala, a Blancanieves le gustaba usar jeans y remeras con imágenes de su cantante favorito, el Gucci.

Todo marchaba sobre ruedas hasta que empezaron los problemas. La casa no tenia instalación eléctrica ni agua corriente, y el dinero que entraba al hogar no era suficiente para costear los gastos. Blancanieves pidió empleo en la mina en la que trabajaban los enanos, pero se le negó un puesto por considerarse que no era un trabajo que pudiese realizar una mujer.

Y por otra parte, Blancanieves se cansaba muchí-simo de lavar a mano la ropa del príncipe y los siete enanos. Para peor, tenía que ir con los canastos de ropa sucia al río porque le era muy trabajoso ir y venir con baldes de agua.

Pidió ayuda a los hombres de la casa, pero estos se negaron argumentando que era una tarea femenina y que ellos eran los encargados de hacer cosas verda-deramente importantes, como trabajar fuera del hogar.

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El príncipe estaba todo el día con olor a mugre por-que no se bañaba, y como jamás se cortaba las uñas de los pies agujereaba las medias y se lastimaba los dedos cada vez que jugaba a la pelota.

Un buen día, durante un descanso, Blancanieves se conectó al Facebook y vio que tenía una solicitud de amistad de alguien que se hacía llamar «La bella dur-miente». Se pusieron en contacto y rápidamente vieron que tenían problemas similares: no era buen negocio casarse con un príncipe, la gente de la realeza no está acostumbrada a trabajar ni a esforzarse para lograr sus objetivos.

Entonces, cansadas de la frustración, idearon un plan: le pondrían un Lexotán a la bebida de sus respec-tivos esposos, cuando cayeran fulminados por el sueño ellas robarían un carruaje y saldrían velozmente de Las Toscas por la Ruta Interbalnearia en dirección Este.

Dicho y hecho. Lo hicieron por la noche para evitar los controles de Policía Caminera, y cuando llegaron al peaje gritaron «allá vienen los barrabravas de Peñarol, ¡cuidado!» y los funcionarios les dejaron el paso libre.

Al cabo de ocho horas llegaron al Chuy. Se dieron cuenta de que habían ingresado a territorio brasileño al ver que en el celular les aparecía el precio del roaming.

Se sentían confiadas para instalarse definitivamente en Brasil y armar sus nuevas vidas allí. Pronto apren-dieron algunos términos básicos en portugués: «lixo» es basura, «cachorro quente» es pancho, y «filho» es hijo.

Pero al cabo de tres años sus vidas volvieron a verse perturbadas: los príncipes exesposos de Blancanieves y de La bella durmiente (llamados «Juan» y «Pegame») lograron ubicarlas. Ellas se escondieron en un res-taurante con espeto corrido, detrás de la mesa de los postres.

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Pero los príncipes las encontraron:—Sal de ahí, Blancanieves. Veo emerger tu grácil

figura detrás del bols de la ensalada de fruta.—No seas lixo, Juan. Vete por donde has venido.—Pero yo te amo, te prometo que todo será

diferente.—Si serás cachorro quente… lo nuestro ya fue.—Vine hasta aquí a ofrecerte mi corazón. Yo soy

argentino, al igual que Pegame, y para los argentinos es incómodo entrar a Brasil.

—Filho da… ¿en qué barrio naciste? –dijo La bella durmiente.

—En Caballito.—¿Y Pegame?—En La Boca –respondió.Y uno de los enanos, que era medio lento de razo-

namiento, al oír «pegame en la boca», le dio tal piña en los dientes al pobre Juan que el príncipe falleció en el acto. Pegame, que a esa altura estaba muy encariñado con Juan, le clavó la espada en el esternón al enano, que también se marchó a ver las flores desde abajo.

En ese momento, la policía metropolitana de Brasil ingresó en el restaurant y se llevó detenido a Pegame, que fue sentenciado a 57 años de prisión.

Blancanieves y La bella durmiente, ya liberadas de las ataduras del pasado, consiguieron trabajo en un bar de Sao Paulo donde hacen un show de stand up muy exi-toso, llamado «Los príncipes las prefieren morochas».

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La gran aventura del Señor Burbuja

Victoria Donato

Hace muchos, muchos años existió un reino. Este reino era gobernado por sus amados reyes: el rey Julián y su esposa, la reina Larissa. Tenían dos hermosas y ado-rables hijas llamadas Sofía y Ana. La familia real no estaría completa sin su muy querido gato real: el Señor Burbuja, llamado así porque fue la primera palabra que dijo Ana al verlo.

El Señor Burbuja era un gato gordo, de pelaje largo y suave como el algodón, tan blanco como la nieve. Tenía una naricita diminuta, color rosa claro, y grandes ojos azules cual zafiros. Era muy perezoso, le gustaba tomar largas siestas todo el día recostado en su almoha-dón de plumas reales, o jugar a tomar el té real junto a las princesitas. Los cinco vivían felices en el gran pala-cio, no podían haber tenido una vida más afortunada, decían siempre.

Como en todo reino, había personas humildes y trabajadoras que apreciaban mucho a sus reyes, y perso-nas celosas que solo querían convertirse en acaudalados nobles, como Mr. Wicked, que vivía en una harapienta mansión en la cumbre de una gran y sombría montaña alejada del reino, con sus dos inútiles secuaces: Jordan y Sean.

Un día la familia real emprendió un largo viaje al reino vecino, dejando al Señor Burbuja como único representante de la realeza durante su ausencia. Aprovechando esto, Mr. Wicked elaboró un macabro plan: «¿qué sucedería si la familia real falleciera en un lamentable accidente?» pensó el malvado brujo.

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Rápidamente llamó a sus viles ayudantes y les explicó su cruel y detallado plan.

Luego de negociar por largo rato lo que obtendrían si se lograba el ruin propósito, los dos torpes socios se encaminaron hacia la salida del palacio por donde los reyes pasarían aquella fría mañana de otoño. Los siguieron hasta llegar al Bosque de los Mil Robles y, ya alejados del pueblo, se dispusieron a atacar. Con ropas negras y pasamontañas a juego, entraron por las ventanas laterales del carruaje real. Al ver que tenían compañía, las princesas cerraron los ojos y comenzaron a gritar:

—¡Papá! ¡Papá! ¡Auxiliooo!Los reyes no sabían que hacer, con el susto y los

gritos los caballos se encabritaron y tiraron el carruaje hacia un barranco. Como por arte de magia, el rey y la reina tomaron a sus hijas en el momento justo, antes de que el vehículo volcara y saltaron hacia un claro del bosque, donde pudieron asegurarse de que esta-ban a salvo. Los rufianes responsables del desastre los tomaron por sorpresa desde atrás, les tiraron un polvo mágico creado por Mr. Wicked, y cayeron dormidos.

Al despertar, el rey Julián, su esposa Larissa y sus hijas se encontraron en un lugar pequeño y oscuro, un olor nauseabundo reinaba en el aire… un escalofrío les recorrió el cuerpo… ¿sería este su fin?

Regresando al pueblo, los dos secuaces de Mr. Wicked se disfrazaron de pueblerinos y corrieron a esparcir la noticia: los reyes y las dos princesitas habían fallecido en un terrible accidente. La mentira no demoró en lle-gar a cada rincón del reino, ¡los aldeanos se quedaron sin sus monarcas! Una infinita tristeza embargó a todos.

Con su bola mágica de cristal, Mr. Wicked cui-daba que cada cosa saliera de acuerdo a su plan para

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apoderarse del trono. Satisfecho con los resultados hasta entonces obtenidos, se dirigió al palacio, donde se proclamaría rey. Pero antes de llegar bebió su poción de invisibilidad, para no ser visto y hechizar al Señor Burbuja, quien estaba dormido en su almohadón mullido de plumas, como de costumbre. Cuando el hechicero llegó a la habitación se tocó a sí mismo con su vara mágica y se volvió visible. El animal despertó de golpe y se asustó al ver a Mr. Wicked, quien lo hechizó, tocándolo con su vara tres veces y diciendo una frase en un idioma desconocido. El Señor Burbuja –que no era para nada tonto– le hizo creer a Mr. Wicked que estaba hipnotizado. En realidad el hechizo no había surtido efecto porque el Señor Burbuja no era un gato como los demás, además de ser un gato de la realeza era un ser mágico y muy sabio, que podía hablar como los huma-nos. Solo se sabía que podía hablar, pero él conocía de hechizos tanto como Mr. Wicked.

Ayudado por Jordan y Sean, Mr. Wicked logró con-vencer a los aldeanos de que la mejor opción sería elegir a un nuevo rey, ¿y quién mejor para este cargo que una persona con sabiduría como él? A pesar de que a los habitantes del reino no les desagradó la idea de elegir a un nuevo monarca, no estaban convencidos de que Mr. Wicked fuera la mejor opción. Por lo tanto empleó su plan B y les dijo a los habitantes del reino: «Ya que lamentablemente nuestro querido rey Julián se ha ido, ¿quién mejor que otro miembro de la realeza para elegir al que gobernará? Me refiero al queridísimo gato real: ¡el Señor Burbuja!»

La mayoría de los habitantes del reino tenía la cos-tumbre de hacer lo que los demás decían sin pensarlo dos veces, y aceptaron. Ya que el Señor Burbuja apa-rentaba estar «hipnotizado», dijo que el mejor rey sería Mr. Wicked. Este se encargó de preparar la ceremonia

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de coronación lo antes posible, invitó a todo el reino y encargó a las mejores cocineras reales un enorme pas-tel para celebrar el acontecimiento con un gran festín. Cuando nadie lo estaba viendo el Señor Burbuja revisó la bola mágica de cristal de su «nuevo y malvado amo» para ver dónde se encontraban sus verdaderos amos. Para su sorpresa, estos se encontraban en el calabozo de un viejo castillo no muy lejano. Tomó el manojo de llaves de los calabozos del reino y se lo guardó.

Los reyes, en el horrible calabozo, creían que no saldrían nunca de allí. De pronto un sonido los estre-meció: parecían pequeñas patitas corriendo presuro-sas hacia ellos… ¿qué sería?… Las niñas se asustaron mucho cuando vieron una rata color gris oscuro. Pero al verla más de cerca, la mayor –Sofía– la tomó y vio que llevaba un pequeño trozo de papel doblado junto con una diminuta cajita. Lo abrió y leyó con miedo: «Mis queridísimos amos, les envío esto con una amiga de mi confianza. Sé en donde se encuentran las llaves del calabozo. Su reinado peligra: ¡Mr. Wicked se coro-nará rey! Pero tranquilos, mañana a la media noche iré a rescatarlos, justo antes de que este malvado asuma. Lo único que necesito es que antes de que el reloj marque las doce le tiren el polvo que hay en esa cajita al guardia que los vigila. Eso lo dejará inconsciente por un rato. Espero que se encuentren bien. Hasta pronto, Señor Burbuja».

La chica tomó la cajita con el polvo mágico y le agradeció a la rata dándole un besito en la nariz. Los reyes no podían creer que Mr. Wicked quisiera apode-rarse del trono, y mucho menos ¡que un gato pudiera escribir!

El día antes de la coronación todo el palacio estaba alborotado: las mucamas limpiaban desde los altísimos cortinados hasta los tenedores de plata, las cocineras

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no paraban de cocinar los cuarenta y siete pisos del enorme pastel –además de todas las demás exquisiteces que debían preparar–, los condes, los duques y marque-ses no decidían qué color de traje usar y las lavanderas no sabían cuál lavar, entre otros sucesos por el estilo. El futuro rey era el más relajado, estaba muy satisfecho… tendría a todo el reino a sus pies.

El Señor Burbuja esperó hasta que Mr. Wicked se quedara dormido y saltó de una de las ventanas del castillo exclamando un conjuro que lo hizo volar hasta donde estaban sus reyes. A la hora acordada el valiente héroe estaba entrando por un pequeño agujero que había en una de las puertas del castillo abandonado. Pronto descubrió dónde estaban sus amos y corrió a su encuentro. Minutos atrás habían hechizado al guar-dia con el polvillo que su brillante mascota les había enviado. El Señor Burbuja los liberó y los abrazó, no habían creído volver a estar juntos. Se escondieron en una cueva y tan pronto como el gallo anunció el nuevo día corrieron hasta el palacio, donde Mr. Wicked se aprontaba para el que sería el mejor día de su vida.

La ceremonia comenzó puntual en la mañana y como era de esperarse todo el mundo asistió. Aunque estaba muy contento, Mr. Wicked no sonreía. En el momento en que le estaban poniendo la corona, se escuchó un…

—¡Alto!Era el Señor Burbuja. Todos los presentes volvie-

ron la cabeza hacia él, preguntándose, desconcertados, qué sucedía. Un murmullo comenzó hasta que alguien ordenó que continuara la coronación. Pero entonces el valeroso gato exclamó:

—¡Este brujo no puede ser rey!Mr. Wicked no podía creer que lo hubiera traicio-

nado un gato, estaba furioso.

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—Ya tenemos reyes –siguió– ¡Julián y Larissa viven!Entonces apareció la familia real: el rey, la reina y

las princesas, ataviados con hermosos trajes.Todos los presentes quedaron boquiabiertos, otros

aplaudían, ¡el rey había regresado! Mr. Wicked casi se murió de un infarto, rabiaba.

El rey recuperó su puesto, y se decidió hacer una gran fiesta en honor al Señor Burbuja y el regreso de los gobernantes.

Se les perdonó la vida a los malvados Mr. Wicked, Jordan y Sean, con la condición de que se fueran y no volvieran jamás. Los aldeanos, que estaban muy enoja-dos con ellos, decidieron perseguirlos hasta su mansión, pero estaban tan asustados que tomaron otro camino y terminaron perdidos en el Monte de los Ciento Un Pantanos. Nadie volvió a oír de ellos.

En cuanto a la familia real y los habitantes del reino, ellos vivieron muy felices por siempre, cuidados por el Señor Burbuja, el gato mágico cuyo valor y astucia sal-varon el reino hace muchos, muchos años.