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Camino místico a Saltillo Inefable fundación de la Villa de Santiago del Saltillo (1575) De Armín Gómez Barrios I. Vieira de la paz Santa Eulalia de Bóveda, a 15 kilómetros de Lugo, en Galicia. Oscura noche de luna negra del 31 de octubre, año de 1547. Poblada de fuertes vientos, despojada de todo brillo estelar, le densa bóveda presagiaba muchos malos augurios. La pradera se estremecía a merced de la estruendosa ventolera. La víspera de Todos los Santos sorprendió a la aldea con un olor a muerte. En la más desolada de las sollozas, de muros de granito y techumbre de paja, se escuchaban los ayes de dolor que preceden la tragedia. María Laudatoria pretendía sin ánimos entrelazar jaculatorias al Apóstol Mayor para tranquilizarse un poco, después de horas de intentar traer al mundo a dos niños que se negaban a abandonar el vientre de su madre, quien enronquecida de tanto quejarse apenas podía ayudar al trabajo de parto, desecha de cansancio. Gaditana Rojo, pálida como una vela, sentía que la vida se le terminaba sin lograr ver el rostro de sus hijos, que se revolvían en sus entrañas sin poder salir. -¡Infelice de mi! ¡La sombra de los impíos prodúceme malestares y congojas! ¡El diablo que se los lleve!-, exclamó Gaditana al oír ulular el viento. -Más de admirar es la paciencia, Gaditana. Porfiar contra lo invisible es sacrilegio. Conoce del Apóstol el ejemplo, -revirtió la comadrona. -¡Mejor que ninguno sabes que esta noche los hechiceros se postran ante la bruja Xana y al aire negro lanzan imprecaciones! ¡Convocan a los demonios del inframundo! Facen sus aquelarres… En mala hora he los dolores ¡ay! María Laudatoria procedió a enjuagar el sudor de la frente ardiente de Gaditana, al tiempo que apretaba el escapulario que colgaba de su cuello. -Santo Señor Santiago, hijo de Zebedeo, esplendor del Sol, cruzado por el Mediterráneo y venido a reposar en nuestra tierra, proteged a esta sierva a quien te toca cobijar la vida… -¡Ay! Una violenta contracción sacudió a Gaditana, justo cuando una ráfaga se coló por la ventana y apagó los cirios. La negra oscuridad invadió el recinto. -¿Apurad! ¡Traedme antorchas!-, exclamó María Laudatoria, -¡Ya vide la cabeza del primero! ¡Pronto, que llegado está!

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Capitulo V.Nana Cachimbadel Cuento"Camino Mistico a Saltillo"de Armin Gomez

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Camino místico a Saltillo

Inefable fundación de la Villa de Santiago del Saltillo (1575)

De Armín Gómez Barrios I. Vieira de la paz Santa Eulalia de Bóveda, a 15 kilómetros de Lugo, en Galicia. Oscura noche de luna negra del 31 de octubre, año de 1547. Poblada de fuertes vientos, despojada de todo brillo estelar, le densa bóveda presagiaba muchos malos augurios. La pradera se estremecía a merced de la estruendosa ventolera. La víspera de Todos los Santos sorprendió a la aldea con un olor a muerte. En la más desolada de las sollozas, de muros de granito y techumbre de paja, se escuchaban los ayes de dolor que preceden la tragedia. María Laudatoria pretendía sin ánimos entrelazar jaculatorias al Apóstol Mayor para tranquilizarse un poco, después de horas de intentar traer al mundo a dos niños que se negaban a abandonar el vientre de su madre, quien enronquecida de tanto quejarse apenas podía ayudar al trabajo de parto, desecha de cansancio. Gaditana Rojo, pálida como una vela, sentía que la vida se le terminaba sin lograr ver el rostro de sus hijos, que se revolvían en sus entrañas sin poder salir. -¡Infelice de mi! ¡La sombra de los impíos prodúceme malestares y congojas! ¡El diablo que se los lleve!-, exclamó Gaditana al oír ulular el viento. -Más de admirar es la paciencia, Gaditana. Porfiar contra lo invisible es sacrilegio. Conoce del Apóstol el ejemplo, -revirtió la comadrona. -¡Mejor que ninguno sabes que esta noche los hechiceros se postran ante la bruja Xana y al aire negro lanzan imprecaciones! ¡Convocan a los demonios del inframundo! Facen sus aquelarres… En mala hora he los dolores ¡ay! María Laudatoria procedió a enjuagar el sudor de la frente ardiente de Gaditana, al tiempo que apretaba el escapulario que colgaba de su cuello. -Santo Señor Santiago, hijo de Zebedeo, esplendor del Sol, cruzado por el Mediterráneo y venido a reposar en nuestra tierra, proteged a esta sierva a quien te toca cobijar la vida… -¡Ay! Una violenta contracción sacudió a Gaditana, justo cuando una ráfaga se coló por la ventana y apagó los cirios. La negra oscuridad invadió el recinto. -¿Apurad! ¡Traedme antorchas!-, exclamó María Laudatoria, -¡Ya vide la cabeza del primero! ¡Pronto, que llegado está!

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Sólo la experiencia de haber traído al mundo a numerosos chiquillos permitió a la mujer moverse en medio de la penumbra. Para colmo, la madre comenzó a sangrar abundantemente, y el agua caliente para la higiene escaseaba. Cuando por fin se restableció la iluminación al traer uno de los vecinos una tea ardiendo, María Laudatoria constató que el bebe silencioso y amoratado que tenía en sus brazos carecía de vida. Por fortuna, Gaditana estaba semiinconsciente.

-¡Vieira de la paz! Recoged a este inocente. Tomando en sus manos algunas conchas marinas, la mujer echó fuera a los

curiosos, se quitó el escapulario para colocarlo cerca de la tea, y se arrodilló frente a él. Su piel blanca envejecida por los años y su cabello ondulado del color de la nieve, recogido con una pañoleta morisca, eran el marco de unos ojos muy grandes, oscuros pero con el brillo fulgurante. María Laudatoria pareció entrar en un trance, se recogió en si misma y con los labios apretados emitió un extraño canto, monótono y repetitivo.

- Santo Patrono Jacobo Dicatum -, invocó la mujer. –Conchas del peregrino, alertad al Apóstol, pues muy necesitado anda por aquí.

Un premonitorio silencio reinó durante algunos, minutos, hasta que Gaditana Rojo rompió la calma con un grito, que coincidió con la súbita multiplicación de la escueta luz de la antorcha. María Laudatoria reaccionó al darse cuenta que el niño que quedaba en el vientre de la moribunda estaba siendo expulsado, al fin.

- Aquí está su cabeza -, acudió rápida la comadrona, sin poder controlar el temblor de sus manos para sostener a la criatura. Entonces, ocurrió algo prodigioso: al tiempo que el bebe abandonaba el cuerpo de su madre, la habitación se cubrió de brisa marina, cálida y refrescante. Una luz muy blanca comenzó a brotar de las paredes, como si el día hubiese entrado de pronto. Un bebe saludable comenzó a llorar, tan pronto fue sacudido por María Laudatoria, invadida de súbita felicidad.

- ¡Siento en las manos el calor de un elegido! ¡El apóstol me escuchó, bendígalo Dios! Lo nombrarán Santos, pues la alborada de Todos los Santos ha escogido para bien nacer.

En eso, un rayo de sol temprano le acarició la piel. Por la ventana se advertía un claro amanecer. La mujer estrechó al bebe, pero de pronto levantó la cara, extravió la mirada en lo infinito y de frente a la luz profetizó:

- Santos tornará en aliado del Sol cuando pise tierras más allá de este océano, y no tornará en sabio al decir a otros las enseñanzas jacobeas. Con estos ojos verá un diferente Camino a Santiago en una muy distante región.

Ensimismada con la belleza del recién nacido, María Laudatoria reaccionó al escuchar un gemido. Cuando volvió la vista, presenció una pálida nube anaranjada que emergía como un torbellino, desprendiéndose del cuerpo de Gaditana. El olor a humedad marina se intensificó, y el rumor de olas y gaviotas fue audible por momentos. Súbitamente, el cuarto volvió a la penumbra. El bebe había quedado huérfano.

- Tu madre ha partido, Santos. Acepta su valentía como ejemplo. María Laudatoria se santiguó, y procedió a abrigar al infante, que no dejaba de

llorar. Cuando la mujer lo recostó en el camastro, le acercó las conchas que había utilizado en sus oraciones. El niño dejó de llorar.

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II. Oasis en el desierto Marzo de 1577. áridas planicies de las poco conocidas tierras septentrionales de la Nueva España. Bajo el rayo ardiente del Sol, se había avistado al fin el oasis buscado más allá de la Laguna de patos. Un abundante manantial cristalino se reveló al grupo de soldados españoles que recorrían los caminos del noreste, por órdenes del teniente de Gobernador de la Nueva Vizcaya, Martín López de Ibarra. Se trataba de un generoso ojo de agua, ubicado en la escampada pendiente de una ladera, desde la cual se podía dominar un valle extenso, lleno de frescura y vegetación, contrastes con las regiones circundantes. Un recio cerro ondulado que dominaba el paisaje, alzaba su perfil ondulado al poniente del lugar. Las primeras exploraciones indicaban que existían más corrientes y brotes de agua en el terreno inmediato, por lo que, para la expedición, el descubriendo resultaba muy valioso.

La tarde posterior a su temprana llegada, después de haberse bañado en el fresco líquido, los soldados dormían exhaustos sobre la hierba. Martín Barraza llegó con premura hasta el capitán Alberto del Canto, ubicado bajo un frondoso huizache, acurrucado en las maderas de las variadas castañas que conformaban el equipaje. El soldado dudó antes de cumplir con la poca grata tarea que significaba despertar al malgenioso portugués.

- Señor capitán, abrid los ojos, que e han cumplido vuestras órdenes. - No me molestes, Martín – respondió soñoliento el aludido. - ¡Oíd, don Alberto! - dijo al agitarlo, retirándose rápidamente para evitar un

súbito manazo- Tenemos cautivos a dos indios cuauchichiles que fueron descubiertos en casas hechas de adobe, camufladas como cuevas, entre la blanca tierra de este valle.

- ¿Quién los ha encontrado? - Fue el soldado Santos Rojo, capitán. -¡Jesús! Dame un poco de vino, mientras me relatáis como fue que ese alucinado

lo hizo... ¡él! ¡Único gallego entre los vizcaínos, y tan extraño como los bachilleres! - Pero menos mentecato - ¡Callad y relatadme, hombre de Dios! - Según conozco, púsose a rastrear olores en el viento, y dilucidó el procedente de

la cocción de maíz y carne de venado. Al seguir caminos en esa dirección, encontró además una punta de flecha, y luego a la pareja. Son hombre y mujer jóvenes y, yo diría, bellos.

- Ohhh, qué hazaña – dijo el otro – He contento de que Santos al fin desquita su puesto en la presente misión. Pues que llamen al bachiller, al traductor, a la tropa, y presentádnolos enseguida allá, frente al salto del agua.

- Como vuesencia diga. Cuauhtónal (águila del sol) y la escuálida Coauatlauac (sierpe celeste) se abrazaban mostrando temor. Tenían entre dieciocho y veinte años. Probablemente sabían de los conquistadores, pero nunca en sus vidas los habían tenido enfrente, empuñando funestos arcabuces y rodeados de bestias extrañas.

- Les dan miedo los caballos, como a todos – explicó Martín Barraza, al presentarlos a Del Canto y al cura que acompañaba al grupo, don Baldo Cortés. –Pero no han mostrado resistencia, son dóciles.

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- Resulta que están solos, por ignorada razón no se han quedado en las montañas como sus tribus. A la sazón, serán recién casados -, explicó Santos Rojo, quien en ese momento se abrió paso a la escena.

Sin embargo, no le prestaron la debida atención porque de súbito apareció Juan de Erbáez, soldado oriundo de Santillana del Mar en la costa cantábrica, pero que había aprendido a hablar como los naturales con gran facilidad y soltura. No venía solo, sino que apareció en compañía de una india joven, y atrás de él, el capitán Gaspar Castaños.

- Disculpad la tardanza, cogiéronme cuando me daba un baño en el río que hay al poniente del salto de agua -, dijo Juan.

- Dícelo entero, majo. Este pícaro también encontró mujer, y en vez de comunicaroslo, se ha puesto a retozar con ella en el agua, señor Del Canto -, denunció Castaño, propietario del último lugar poblado en las cercanías de esa región, de nombre La Encantada.

- ¡Vaya con Juanico, el soldadito! Sino ficieras de traductor, habríate enviado ya de regreso a Mazapil, ¡bellaco! – rugió el capitán, con el brío de sus 30 años.

- Disculpad, todo fuéme muy sorpresivo y casual también para mí, perdón. - Por el momento esencial que estos infieles nos expliquen las características del

lugar, su número de naturales, sus parajes conocidos a la redonda – intervino don Baldo.- Luego se disciplinará a este tunante, ¡primero, que trabaje!

- Si, vuescencia, presto – y mirando a los ojos a los agazapados nativos, Juan desgranó la lengua nahua como si fuera la suya. Tras sorprenderse de la habilidad comunicativa del extraño, Cuauhtónal comenzó a responder con timidez.

- Xalahcotillan – expresó el nativo. - Vuesencia, dice el infiel que este lugar se llama Salacotilla. He vergüenza en

explicar, pues al notar su clima beneficioso, fue reservado en su tribu como sitio para cohabitar, es decir, entre parejas jóvenes...

- ¡Santos Teodoro y Anastasio! ¡Bástenme esos datos! -, dijo don Baldo - Sala ¿qué? Salatrilla – repitió Santos. - Saltillo. Seguro mientan el Saltillo de agua en el manantial. ¡Ja, ja, ja! – se mofó

Del Canto - Con perdón suyo, no, capitán. Según dicen sus palabras, son las tierras altas de

mucho agua. Algo así como, a ver, dícelo otra vez, indio. - Xalahcotillan. - Eso mesmo, titubeó Juan. - Adoran dioses de sangre, a lo seguro ¡indaga, réprobo! – agregó el cura. Juan volvió a interpelar a Cuauhtónal, sin encontrar reticencia de su parte.

Mientras, Alberto del Canto recorría con la vista a la joven Coauatlauac, que le agradaba más que la otra mujer, venida con Juan.

- Dicen que ficieron unos dibujos rituales a dos jornadas de aquí, pero no conocen sobre muerte de humanos...

-¡Qué te diga dónde queda el lugar! Tal vez haya oro – lo interrumpió Del Canto. -¡Es lo primero que desvela vuestros intereses, capitán! Echad a un lado esa

vulgar codicia, y pensad primero en la expedición general para revisionar este valle. Existirá quizá otro tipo de riquezas mayores al vil dinero, y almas como éstas, púberes, rescatables a Nuestro Señor – gritó don Baldo.

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- Por lo pronto, señor bachiller, opino humildemente que ellos podrían, con su venia, ser confesados y estar en situación de recibir bautizo, puyes no fueron propicios desde que los vide... – farfulló Santos, que había presenciado la escena muy callado y receloso.

- Apreciad concurrencia la sospechosa bondad del soldado Santos – arremetió Del Canto al notar su interés - ¿también vos, gallego, le hicisteis alguna merced a eta mujer? ¡ja, ja, ja!

- No, señor capitán. Sólo quería alegar por conservarles la vida. - ¡Sobre eso no conocemos discusión, soldado! – atajó el capellán – Está dicho

que cuando no pongan resistencia, se bautizará y tratará como cristianos a los naturales de las tierras conquistadas para su Majestad de España. - Y... verdad sea dicha, capitán, les sobra gracia – le susurró Martín Barraza al portugués en alusión a las dos nativas.

- ¡Claro! -, lo miró Del Canto con brillantes ojos – ha la razón de vuestra parte... Don Baldo, cúmplase la dicha manda. – y dirigiéndose a los quince soldados que le acompañaban, gritó - ¡Tropa ¡ Proceded al reconocimiento del valle antes de que el sol se ponga.

La mirada complacida de Santos Rojo se topó con la muy bella de Coauatlauac, que parecía haber captado el mensaje. Nada habría de pasarles.

-¡Sentidos convitados! – exclamó Santos. III. Un percance afortunado Mayo de 1577. Campamento del Saltillo, en tierras ganadas para la jurisdicción de la Nueva Vizcaya. La bóveda celeste era peculiarmente azul vista desde el recién colonizado valle, y el clima fresco por tratarse efectivamente de tierras más altas que las vecinas, las cuales propiciaban un afortunado reducto de frescura en medio del agreste desierto. Más que oro o mentales, la riqueza natural era espléndida en ese punto de la nueva geografía, y como previera don Baldo, facilitaría la provisión de caravanas rumbo a la aún lejana costa del Golfo. El sol y la abundancia de agua serían ideales para cultivar el trigo, requerido para llevar alimento a las desoladas vecinas comarcas mineras de Mazapil. Además, las plantas que ya existían en la pradera eran exquisitas. Santos descubrió que Coautlauac sabía preparar las níveas flores de palma en un exquisito guiso regional que ya habían probado en otros lugares, pero nunca con esta sazón. La colonización del valle era propicia, a la fecha, contábanse ya unos 70 individuos. En los últimos días, la charla común de los capitanes versaba sobre fundación formal de una villa en el lugar, para lo cual se había ya pedido por escrito la autorización al Teniente del Gobernador. Sin embargo, Santos Rojo no podía ocultar su inquietud al respecto, y ansiaba exponer sus razones al guía moral de la expedición. - Don Baldo ¿se puede?

- Pased, mais cerrad con cuidado esas puertas de carrizo, o todo este improvisado techo se desplomará ingratamente. - Señor capellán, urgido estoy de decirle algo muy importante. - Con calma que llevo prisa. Santos, nada impedirá que hablemos. Os oigo atento.

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- Con perdón suyo, he de decir mal del muy respetable señor capitán de la misión, son Alberto del Canto. - No sería de extrañar, - ironizó el cura – medio mundo vierte veneno a sus espaldas cuando cede su voluntad a los excesos. No sería éste portugués, y aquestos, vizcaínos. - Si me permitís hablar... - Adelante - El dicho capitán ha mostrado harta valentía desde el comienzo, y ya ve vuesencia, el éxito nos ha llegado al descubrir con fortuna este mágico lugar, un oasis en medio de tierras estériles y calurosas. -¿Te ha pagado por hablarme bien de él ese palurdo? No lo dudaría. -¡No, bachiller, en absoluto! Lo que ocurre es que el señor capitán desconoce las cosas... Con su perdón, es mundano y evidencia su falta de conocimiento profundo. -¿Y a vos, qué concierne para juzgarlo? - Qué desconoce la mejor época para la fundación de la villa, no mira las estrellas, no ha oído de enseñanzas. - Conozco ya por dónde vas. La cercanía del verano... el culto al Sol ¿verdad? Oíd: defender saberes paganos es muy mal visto por la madre Iglesia. - Don Baldo, yo hablo de los apóstoles de la fe. Vuescencia, como vizcaíno que es, sabe de las valiosas reliquias que guardan nuestras tierras del norte de la patria. Cerca de ahí está el sepulcro del Peregrino. - Concretad vuestro argumento - ¡Sugiero, con la mayor humildad, esperar hasta el ya muy próximo veinticinco de julio para consagrar la dicha villa al patrono Santiago, el de Compostela! -¿De dónde venís? - Soy natural de un pueblo pequeño, muy antiguo, cercano a Lugo, señor. - Uno de los pueblos que bordean el camino a Santiago, rua ligada al ocultismo y la hechicería. - ¡Consagrado al recuerdo de Apóstol Mayor, don Baldo! Nada más ni nada menos. - Cuya dicha fiesta coincide con el esplendor solar, reverenciado por los infieles ¿o no? ¿Qué clase de druida os instruyó en vuestra tierra natal al respecto? Santos evocó entonces la imagen de su tutora fiel, María Laudatoria, quien había fallecido antes de que él embarcase hacia el Nuevo Mundo. - Ningún malvado. La mujer que fue como mi madre, la que me trajo al mundo, me encomendó batirme en el nombre de la devoción jacobea. Por tanto me toca defender la fecha que... Sí, júntase también con el momento en que el Sol mira de frente a la constelación de Leo y es oportuna la acción que ocurre en dicho instante, según dicen, pues augura brillo a la empresa que se emprenda. - No habláis con un ignorante, no desconozco de astronomía, pero o está permitido por los padres de hablar sobre esa clase de creencias – respondió el sacerdote. - Don Baldo, nadie nos oye. - Callad Santos, que tu lengua ha ido lejos... Santiago el Mayor, Peregrino llegado a la Patria a evangelizar, con el Libro de la Nueva Ley bajo el brazo. Santo patrono de este lugar ¿eh? Esperar casi dos meses más y convencer al testarudo de Alberto de ello. ¿Cómo hemos de lograrlo?

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- Yo sé cómo. Si lo distraemos con un filtro de los preparados por Coautlauac, digo, por doña Francisca Romana. -¡Pero es que aquí el bautizar a los infieles de nada sirve! ¡Vuesencia se permite llamar a una cristiana por su ya olvidado nombre pagano y con sumo descaro me confesáis que además prepara brebajes demoniacos! . explotó el cura. - No, don Baldo, de manera alguna pertenecen al Diablo. Son plantas crecidas en la mesma región, y que guardan poderes, como uno que mientan peyote. Francisca Romana conoce el asunto desde chiquilla. -¡Agua del Costado del Cristo! Dadme otra razón que no involucre la magia, soldado. Mi disciplina me impide aceptar consejos - Don Baldo, mirad a vuestro alrededor. El prodigioso hallazgo urge agradecer, atrayendo al dicho sitio la energía del firmamento. Si fundamos el veinticinco de julio, en pleno cenit solar, imaginad el beneficio. - ¡Creencias paganas! No aceptaré, no y no. - Además, ya lo he soñado, mi señor. Me ha sido revelado que éste es el lugar escogido por Santiago en las nuevas tierras para establecer sus reales. Con su perdón, desconocer los designios puede traernos peligros. - ¡Amenazas a mi! ¿Eh? En lo más acalorado de la discusión, Martín Barraza apareció alarmado. - ¡Disculpad, capellán! Debo interrumpirlos. -¿Qué pasa? –gritó el sacerdote. - El señor don Alberto se ha desbarrancado, pues jugaba suertes allá por el Valle de las Labores. El caballo ha quedado muerto, pero para el dicho capitán no ha habido otros daños que fuertes golpes y sangrados. -¿Lo ve, don Baldo? Es una señal – dijo Santos sin ocultar su asombro. -¡Callad, aprendiz de brujo! . replicó don Baldo con ojos desorbitados. Llevadme a ver al temerario de Alberto. Luego seguiré riñendo con vos. Al salir el cura del recinto, Santos sintió un extraño vacío en el estómago, que luego se convirtió en calor y le subió hasta enrojecerle la cara. El gallego sonrió con emoción. - Dejando de lado a Gaspar Castaños, sin el capitán principal no habría fundación, hasta lograr su restablecimiento. – murmuró. Y sobre eso, no tenía duda, confiaba en que las hierbas de Coautlauac habrían de sanar al portugués Alberto del Canto, quien en ese momento desconocía la envergadura de su obra, pero que estaba llamado a dar vida a una estratégica ciudad solar. Así daría cumplimiento Santos Rojo a la profecía anunciada el día de su nacimiento, para gloria y reverencia del Apóstol Peregrino. IV. El sepulcro de Finis Terrae Junio de 1577. Campamento de Saltillo, noche de luna nueva. Deslumbrante, la luz de la Luna iluminaba el valle. Su fuerte resplandor opacaba al de Venus, que palidecía ante la magnificencia del natural satélite. Un círculo perfecto con ortografía de plata dominaba el centro de la bóveda, cuando Santos Rojo penetró al refugio del capitán Del Canto, tras repetir una misteriosa contraseña al soldado que montaba guardia afuera.

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Luces de numerosos cirios iluminaban el sencillos dormitorio del portugués, cuya única decoración constituía un crucifijo de madera. Aunque la brisa tibia refrescaba el ambiente, se podía percibir la agitación del capitán, quien difícilmente podía conciliar el sueño en los últimos días. A un mes de la aparatosa caída, las dolencias le impedían el añorado descanso, a pesar de los afanosos cuidados de la tropa. Como salido del rayo de la luna que penetraba por una ventana, Santos apareció ante la enrojecida mirada de Alberto del Canto, cuyas oscuras ojeras evidenciaban su desazón. El capitán se arrellanó en su camastro, mostrando a Santos un rostro invadido de fastidio. - Desearía que os anunciareis antes de pasar como a vuestra casa, soldado. - Perdonad, capitán. Disculpad mi atrevimiento. - Vaya hora para vuestra visita, semejáis un peligroso tunante. - Requería evitar miradas indiscretas, ajenas a vuestro dolor y sufrimiento. - A causa del cual estoy despierto, pues mis maltratadas espaldas mantiénenme en indeseable vigilia de día y de noche... - Traigo, si me permite, una pócima que, aseguran, quitará el dolor a vuesencia. - ¿Pócimas? Tantas me han zambutido que no sé si quisiera probar una más, soldado. - Esta es distinta, pues se ha preparado bajo el manto blanco de la Luna Nueva, señor. -¡Madre de los cristianos! ¿y qué poderes le confiere la dicha luz a vuestro brebaje? Al notar un brillo de interés en los ojos de Del Canto, Santos extrajo un misterioso pomo, oculto entre sus vestiduras. Sus manos parecieron iluminarse al enseñarlo al enfermo. - Mirad, es sólo una bebida que conlleva plantas de la región, y durante su preparación ha sido encomendada al Apóstol Santiago para la pronta recuperación de vuestra salud. - Ahora veo. - ¿Quisiera probar vuesencia? Nada malo hay en ello, os lo aseguro. - Fácil de convencer soy en estos momentos, soldado, pues los dolores que recorren mi columna no los deseo ni al peor enemigo que tuviere. Santos sonrió al entregar a Del Canto la medicina, y lo ayudó a incorporarse para que la bebiera. Un aroma de frutas brotó cuando el portugués probó el líquido en la penumbra. - ¿Ahhh! ¡Qué sabor más picante! - Don Alberto, mientras el efecto se manifiesta, dejadme invocar al Apóstol Mayor en vuestra presencia, para lo cual os pido sostener estas vieiras marinas.

- ¿Vieiras? Los gallegos las cocinan de excelente manera ¿o no? - Si, cuando están recién salidas de la mar, atesorando generosos moluscos. Pero su significado va mucho más lejos, capitán. - ¡Uy! Vuestro brebaje me está causando un mareo. - Calma, don Alberto, estoy aquí para auxiliarlos. Relataré el milagro de la vieiras mientras la pócima cumple su cometido...

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Las pupilas del capitán se abrieron, y la mirada se le extravió en el infinito. Un súbito calor se apoderó de su cuerpo y comenzó a escuchar la voz de su interlocutor con grave acento, retumbando en su cabeza con el eco producido en el fondo de una caverna. - Se recuerda que en el año 844, el gobernante Ramiro I venció a los crueles árabes en la batalla de Clavijo, cerca de Logroño. Durante el combate, los nuestros advirtieron a un desconocido quien, montando un caballo blanco, lideraba el combate con un estandarte blanco en el cual lucía la Santa Cruz, en roja tonalidad. Era nada menos que Santiago Matamoros, cuya oportuna intervención encaminó la Reconquista de la Patria para sus naturales. - ¿Y las vieiras? – preguntó Del Canto, que para ese momento ya arrastraba las palabras al hablar. - Más tarde, en posterior agresión, un tal señor de Pimentel se vio obligado a atravesar un brazo de mar para huir de los cruentos moros. Salvó la vida, pero al salir de las aguas, descubrió su cuerpo cubierto por muchas blancas conchas marinas, que inexplicablemente habíansele adherido. Desde entonces, los peregrinos que marchan hasta Compostela, llevan la vieira en señal de paz y en conmemoración del dicho milagro de Apóstol. - Soy portugués, soldado, y poco conozco de la muy mentada expedición a Compostela, aunque muchos han dado la vida por recorrer la rua... - Jacobo, natural de Betsaida, y discípulo incondicional del Nazareno, fue llamado al sagrado servicio de Dios mientras remendaba sus redes de pescador junto a Zebedeo su padre, y Juan, su hermano. Desde entonces, no abandonó la predicación de la Nueva Ley, pues atestiguó con privilegio la gloria del Mesías. Conocido como Santiago, por nomenclatura griega, el Apóstol recorrió el mundo hasta llegar al Finis Terrae, es decir, los límites de lo conocido, que antes de llegar aquí, era la nuestra España. Según se dice, se avecindó allá siete años dedicado a hablar de su Maestro. Un muy ingrato fin le esperaba al regresar a Palestina, donde el malvado Herodes Agripa ordenó decapitarlo, ignorante del tesoro que guardaba el Apóstol en su sagrada cabeza. - Entonces ¿cómo apareció el sepulcro en vuestras remotas tierras? - Dos de sus aliados, Atanasio y Teodoro, emprendieron la tarea de llevar en una barca el precioso cuerpo del Peregrino, huyendo de Tierra Santa, y no pararon hasta pisar los parajes de Iria Flavia, en Galicia. Allí, construyeron el Arca marmónica y un altar, que luego quedaría oculto por el tiempo. Alberto del Canto parecía extasiado con el relato, y sin darse cuenta, se hallaba sentado, cuando en días pasados requería de ayuda para realizar el menor movimiento. Santos Rojo, ubicado cerca del resplandor de las velas, apoyaba cada palabra que emitía con vivos gestos y ademanes. - Fue el obispo Teodomiro quien, a comienzos del siglo noveno, descubrió el sagrado sepulcro de Santiago el Mayor, y de inmediato levantó un pequeño templo, luego mejorado por Su Majestad Alfonso III, quien agregó hasta un monasterio. - Y comenzó el peregrinaje... – alcanzó a decir Del Canto. - Hasta quinientos mil fieles se han contado en los Jubileos, a lo largo del tiempo, venidos desde Francia y todos los pueblos de la Patria. A pie, y portando sombrero para el sol, esclavina para el frío, morral, bordón, guaje para el agua y, por supuesto, las vieiras recogidas en sus diversas regiones de procedencia, han recorrido los caminos

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hasta llegar al santuario composteliano, desde la Edad Media hasta la actualidad, sin importar los peligros, las guerras e invasiones. - Todo para inclinarse ante el sepulcro. - Todo por acercarse a la majestad del discípulo de Jesús, traído a las tierras nuestras para guardar el eterno descanso. - De ahí han salido los Templarios ¿verdad, soldado? - También la Orden de la Espada Roja y muchos otros caballeros que han querido ayudar a los peregrinos, limpiando de vándalos los caminos que acceden al venerado sitio. Han levantado hosterías y hasta leprosarios para facilitar la llegada a Compostela. - ¡Qué impresionante! - Mirad la casualidad, don Alberto, de que la fecha en que celebramos al apóstol está muy cercana a nos, y hénos aquí recordando sus glorias. - ¿Cuál es la dicha fecha? - Veinticinco de julio, mirad ¡si falta menos de un mes! - Dios me haría la merced de dejarme durar tanto tiempo, pues los dolores que merman mi salud podrían acabarme antes, soldado. - ¿Tenéis aún mucho dolor? Del Canto reaccionó, a pesar de estar abajo los efectos del poderoso sedante administrado por Santos. Con sus manos, empezó a recorrerse el cuerpo. -¡A fe mía, que las molestias se me han ido! ¡qué noble brebaje me habéis dado, que comienza a eliminar mi sufrimiento! - No ha sido nada terrenal lo que propicia vuestra recuperación, capitán, sino la respuesta que el Apóstol ha dado a nuestras innovaciones, mientras hablábamos de él. ¿Lo veis? - Alabado sea entonces Santiago, bendígalo mi alma. –exclamó Del Canto- ¡Habrá que relatárselo a don Baldo! - Pero qué magnífica idea, don Alberto. Seguro estoy que le llenará de júbilo... –dijo Santos sin ocultar una enorme emoción- El brebaje sólo ha sido un pretexto menor para acercaros a la fe. - ¡Qué dicha! Pero si la espalda me ha mejorado mucho ¡qué venturoso acontecimiento! - En sus manos está el devolver al Apóstol el favor concedido, capitán. Santos miró por la ventana al cielo. La luna seguía brillando, aunque había descendido de su posición central en el firmamento, y permitía observar un mayor número de estrellas, la Vía Láctea entre otras. En el campamento, reinaba la tranquilidad y el silencio, por lo que el gallego sonrió complacido. En eso, escuchó un ronquido. Del Canto había recuperado el sueño y vencido por él, descansaba al fin. Santos recogió las conchas que había depositados en las manos del capitán, lo cubrió con una manta y salió de puntillas. Afuera, ordenó al guardia no permitir el paso a nadie hasta que el propio capitán se despertara. Con paso ligero, Santos se encaminó hacia su viviendo. La villa de Santiago del Saltillo fue fundada el veinticinco de julio de 1577, teniendo como patrono al Apóstol Santiago, el Mayor.

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V. De Veracruz la imagen Marzo de 1608. Puesta de sol en las playas de La Antigua, poblado cercano a la Villa Rica de la Vera Cruz. El viento cálido traía el olor de humedad marina, y las gaviotas sobrevolaban el atardecer jarocho, poco apacible en aquella temporada. La fiebre amarilla atacaba a la población, y numerosas puertas en todo tipo de viviendas habían sido marcadas con pintura para señalar la presencia de la epidemia. La feria comercial que era ya una tradición para el Puerto, había tenido que realizarse en Xalapa, debido a las precarias condiciones sanitarias del lugar. Hasta esas tierras tropicales, habían acudido numerosos viajeros para conseguir especias del Medio Oriente. Telas de seda de la India, incienso y té, animales diversos. También, las embarcaciones europeas traían castañas repletas de correo, documentos, actas de compraventa y edictos reales, en una época en que la relación del Nuevo y el Viejo Mundo se había intensificado enormemente. Pero no era ninguno de esos productos lo que había llevado hasta ese lejano lugar a Santos Rojo. Otra encomienda lo había mantenido ocupado en esos días, pero habiéndola cumplido, ahora deambulaba por la playa, aprovechando el resplandor postero del sol veracruzano. El gallego, a sus sesenta años de edad, no había perdido la vitalidad, demostrada cuando ayudó a fundar el poblado donde vivía, la próspera Villa de Santiago del Saltillo, mucho tiempo atrás, cuando se ganó una de las primeras mercedes que el alcalde Alberto del Canto repartió entre los cofundadores. “Señaló dicho alcalde mayor a Santos Rojo, vecino de la dicha villa, dos caballerías de tierra en el ojo del Saltillo, y un ejido de molino, las cuales dichas caballerías están yendo por la ciénaga grande abajo, a mano derecha del valle, en una joia grande, la mayor que por ahí hay, cerca de un mezquite grande que está entre la dicha joia y el “Saltillo”, quedó asentado en su título original de tierras. Santos tenía cpomo vecinos a Rodrigo Pérez y a suamigo Juan de Erbáez, quien ahora lo acompañaba en ese viaje, y que había contraido matrimonio cristiano con la mujer que encontró en el rio, conocida desde entonces como doña Anunciación de rbáez. Treinta años de intenso trabajo le pesaban ya en la espalda, pues Santos había trocado la profesión de soldado por la de cultivador de dorados trigos y saludables hortalizas, en la que era hoy su propia tierra. Seguido de Erbáez en su recorrido, Santos perdía la mirada en el marino horizonte, ignorando a su acompañante. - Tras de que, temerariamente, me obligasteis a venir hasta el foco de infección desde región, ausente de palabras, me ofrecéis vuestra indiferencia, Santos. - Calma, Juanillo, que la fiebre amarilla no ha de brotar del mar. Estando tan cercano de Xalapa, triste hubiera sido dejar de acercarnos. - Pronto habremos de abandonar este lugar para emprender el regreso ¿o me equivoco? - Sí, Juanillo, presto. Pero disfruta mientras de este mar, en cuyo límite, muy remota, esta la nuestra España. - Ni soñar en el retorno, Santos. A tus años, no llegarías más allá de San Juan de Ulúa, puesto que las aves de carroña olfatearían tus huesos ¡ja, ja!

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- Sírveme de bufón, como siempre Juan de Erbáez. La sangre tuya siempre fue ligera. Qué haré el día que no andes cerca. - Sin duda, aburrirte mucho. Mientan la soledad por mala consejera, mais vuesencia la mantiene incólume en sus territorios... Viejo solterón y amargado. - No requiero ofrecer explicaciones, menos a vuesencia, respecto a mi vocación para la contemplación y el servicio al Señor. - Tampoco sobre el platónico amor que siempre profesasteis a la bruja del pueblo, que para vuestro infortunio, ya tenía marido cuando la descubristeis. - Francisca Romana no es bruja nenguna, es una sabia mujer que ha curado a muchos, incluyendo al Capitán Del Canto en su caída, y a vuesencia, si me permite recordárselo, en ocasión del malestar de sus vergüenzas. - No hay razón para detallarlo, amigo. Aún retoñan los dolores si me lo recuerdo, pero también el gozo provocado por una belleza castellana avecinada en Mazapoli. - En un conocido lupanar, lo sé –rezongó Santos.

-¡Nos conocemos demasiado, amigo! ¡ja, ja,ja! El último rayo de luz abandonó la costa. Algunas antorchas empezaron a

vislumbrarse a lo lejos, en el caserío. La noche había llegado, y los dos amigos detuvieron su marcha para retornar.

- Basta de palabras vanas, que habremos de dar cuenta a Dios sobre cada una de ellas. Mañana emprenderemos el regreso, con un valioso cargamento – señaló Santos.

- Con perdón de vuesencia, pensé que se trataba de algo mayor... - Oye Juanillo, agradece primero que a nuestra pequeña Villa le haya tocado una

de esas imágenes tan escasas que can desembarcado, labradas en maderas de la Patria y decoradas con harto cuidado.

- No quiero decepcionar su gentileza, buen hombre, pero salvando su divino significado, nos ha tocado un Cristo muy modesto de tamaños y pretensiones artísticas. Siendo claridosos, bastante feo.

-¿Cómo os atrevéis a rebuznar sobre la bella imagen que, junto con otras varias, ha enviado Carlos V en su santo deseo de cristalizar estas regiones? Por gestiones del bachiller de la villa, nos reservaron una muy vistosa los curas de Xalapa y resulta ingrato traicionar su gesto con esas tus palabras ligeras.

- Y ni hablar de lo que ha costado, que los navegantes se han enriquecido a cuenta del erario de la Villa.

-¡Sucio dinero mejor invertido no podréis encontrar! ¡Eso, ni el sudor que nos ha costado viajar hasta aquí tienen importancia nenguna, al cumplimentar la bendecida encomienda que será llevar al Saltillo la dicha imagen!

- Espero yo que los cielos escuchen a vuesencia, ya que al asecho estarán prestos los cuachichiles, los borrados y otros naturales, que nos tomarán por blanco de sus flechas cuando nos vean apercibidos.

- Pájaro del mal agüero, ya te enredarás con la muy vasta longitud de tu lengua. Nada ha de pasarnos en tan grata compañía de la santa imagen.

- Mide apenas una brazada, y su nariz está decididamente chueca. - Vuestro cerebro está decididamente mal, Juanillo. Callad, por el Santo Cristo,

callad. Los hombres se adelantaron con paso rápido. La noche comenzaba a calar en los

huesos, a través del frío soplo de la mar y la potente marea veracruzana. Era mejor

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descansar, ya que al día siguiente les esperaba una larga jornada, bajo el duro rayo del sol, son rumbo al norte del país.

Santos echó un último vistazo al panorama oscuro, que no permitía sentir el mar sino por su olor y sus rumores misteriosos, pensando de nuevo en la nula posibilidad de volver a ver algún día su recordada Galicia, que tan distante estaba. La gente que había conocido en su lejana juventud habría cambiado radicalmente, ya no los podría reconocer pues le resultarían extraños al cabo de más de cuarenta largos años. Muchos habrán muerto ya, al igual que su amada María Laudatoria, y buscar los recuerdos sería doloroso e inútil. Todo sería distinto en Santa Eulalia de Bóvedas, y recorrer el pueblo en calidad de extraño le provocaría hasta melancolía, ¿para qué volver?

Sin duda, su misión había consistido en ayudar a la cristianización de América. En lo profundo, Santos creía ser una versión transplantada de un templario de su época, aquellos que custodiaron el Camino de Santiago de Compostela. Era, en pocas palabras, un soldado al servicio de Dios.

Así, volvió a encontrarse tranquilo, feliz con el tesoro que para él representaba la imagen de Cristo crucificado, y volvió a encontrarse con la responsabilidad que era trasladarla con eficiencia hasta Saltillo, finalizando su porteña tristeza. En ese instante, las olas del mar deslavaron sus pasos dejados en la playa. V. Nana cachimba Villa de Santiago del Santillo, el mismo marzo de 1608, dos días después. En la casa de Francisca Romana había enorme movimiento, especialmente en el patio central. Muchos vecinos de la Villa entraban y salían de una de las recámaras habilitada como hospital, llevando alimentos, hierbas para infusiones, gasas y algodón, medicamentos varios. A pesar de que en Saltillo había un doctor venido de lejos, nadie dudó en llevar a los heridos con la vieja curandera del lugar, natural del valle, bautizada en la fe católica años atrás, pero iniciada en la sabiduría antigua, y que practicaba sus conocimientos bajo la protección de Santos Rojo, en cuya hacienda vivía. -¡A Dios hay que agradecer el que haya ocurrido en paraje tan cercano! Repetía Anuanciación de Erbáez, aguijoneada por el dolor de ver a su marido clavado por numerosas flechas. El ataque de los Borrados, como Juan lo había predicho, se produjo al pasar por un paraje cercano a la serranía de Zapalinamé. -¡Repetid el escabroso relato, Rodrigo, que por atender a estos menesterosos, he perdido ilación –solicitó Francisca Romana. -Pues contó el señor Santos, antes de caer rendido por el sueño y los golpes, que un puñado de indios borrados, destos que asechaban las cercanías del Saltillo, llególes de improviso. ¡Sólo las alimañas del desierto son más silenciosas que esos salvajes! -No interrumpas el relato con opiniones necias, Rodrigo. – atajó Anunciación. -¡Es la pura verdad, aunque nos duela, porque no hemos podido controlar la situación de inseguridad que priva en esta Villa! -Sigue, Rodrigo – ordenó con fastidio la curandera. -Una lluvia de flechas los cubrió, atinando algunas en la carne de los viajeros. Los aullidos rituales de los indios se oían por todo el lugar. Otros portaban ardientes teas que dejaban ver sus rostros pintarrajeados. El caso es que, al huir de los dichos indios, se

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desperdigaron los elementos de la caravana y en particular, extraviáronse dos mulas que llevaban preciosa carga: una, con especias llegadas a la Vera Cruz desde Europa; y la otra, lo peor -¡La imagen! – chilló Anunciación. -Sí, la otra cargaba la imagen de Cristo que llegaba de España para nuestra Capilla de Bóvedas en la plaza de armas. Las mulas huyeron despavoridas en dirección opuesta de la que siguieron don Santos y los demás. -Qué pena – dijo Francisca. -Pero lo prodigioso vino después. Cuando hubieron encontrado refugio en una troxe de trigo que para su suerte les apareció por ahí, a don Santos se le ocurrió encomendarse a las imágenes que cargaba otro animal que sí estaban con ellos. Era la Madre de Dios, en su advocación del Monte Carmelo, y el señor San José, en madera y de una brazada de alto. -¿Y endispués? – inquirió Anunciación -Dispusieron las imágenes frente a la puerta de la dicha troxe, y se escondieron con la esperanza de que los indios les pasaran de largo. Por el contrario, los fuertes gritos revelaron su despreciable presencia para acabar con el sitio. Imaginad el susto. En eso, Santos Rojo se incorporó del camastro y, aún ronco por acabar de despertarse, intervino en la conversación de sus amigos. -Nana cachimba – dijo Santos. -¡Mi niño, no te levantes! ¿Qué conjuro repiten tus labios? -Así comenzaron a chillar los descreídos. Como si se les hubiera aparecido el diablo. -¿Con qué palabras? -Nana cachimba, nana cachimba, nana cachimba -¿Y eso que significa, Francisca Romana? – díjole Rodrigo. -Como creyente que soy, ignoro el lenguaje de los infieles, insolente – respondiéndole ella. -No importa el significado, lo mejor fu que huyeron, como obra de un real milagro – relató Santos. -¿Cómo? ¿Huyeron porque sí? –preguntó Rodrigo. -Así fue, para nuestra fortuna, como si una fuerza desconocida los hubiese ahuyentado -¡Qué sorpresa! – exclamó Anunciación de Erbáez. -No dudo que las imágenes nos hayan prestado auxilio –dijo Santos. -Eso nunca lo sabremos –afirmó Francisca -Pero lo malo fue que se perdió la imagen – lamentó Rodrigo. -Pues no tan lamentablemente, según mi marido Juan, que ahora ronca, pero al llegar relatóme que la dicha estatua era bastante fea. -Exageración que identifica a tu burdo marido – replicó Santos - ¿Cómo podría ser feo el divino rostro de Cristo? Tal vez, la nariz de la imagen era un tanto… dilatada hacia la izquierda, y ésta era más chica de lo que esperábamos, pero fuera de eso… -Nos habían destinado la sobrante – asentó Francisca Romana. -¡Callad y pedir al cielo que nos regrese! -¿Cómo? ¿Trayéndola una tonta mula de regreso? Es mucho pedir – rezongó Anunciación

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-Pero si Santos lo pide, será escuchado –retó Francisca Romana - ¿No veis que en su nombre lleva, justamente, el estigma de los santos? -Explícate mejor –pidió el aludido -Claro, te llamas Santos, estás llamado a traer a los santos ¿no fue ésa tu tarea al viajar a Veracruz? No te preocupes, antes de que abandones este mundo, cumplirás con la sentencia de tu nombre ¿oíste? -Dios tenga oídos para tu sabia voz, y en el nombre sea de mi madre muerta y de María Laudatoria – asintió Santos –Por lo pronto, quisiera olvidar el fallido episodio, pues lo de “nana cachimba” aún me suena en las orejas. VI. Milagro en la Villa Cinco meses más tarde, en la Villa de Santiago del Saltillo. Seis de agosto de 1608. Bajo un cielo esplendentemente azul, a la media tarde, cuando el Sol había bajado y la brisa refrescaba agradablemente, mucha gente se congregaba en la plaza de armas de la Villa, donde se vivía una gran actividad. La Capilla de Bóvedas, aledaña al modesto templo de Santiago Apóstol, sería el escenario de una fastuosa boda. El hijo más pequeño de Juan de Erbáez contraería matrimonio con una chica recién llegada de la Gran Bretaña, que repentinamente había aceptado la religión católica y su conversión y su belleza habían atrapado al joven criollo. La mágica blancura de la piel de la pelirroja novia, sus ojos como gotas de agua y su encanto personal, la habían convertido en el centro de atención del poblado en los últimos meses, y la historia culminaba con su matrimonio majestuoso. -Es como un ángel que precede a la llegada de Cristo –había dicho Francisca Romana días atrás, y la frase le resonaba aún en la mente a Santos Rojo. Varias comitivas de mujeres enarbolaban guirnaldas blancas en los alrededores del atrio de la Capilla, mientras dentro, ensayaban un coro de niños. Revisando detalles, Santos Rojo, padrino de bautizo del más joven de los Erbáez, conversaba con su compadre en los alrededores de la iglesia. -tuviste suerte al conocer nuera, bribón – decía Santos a Juan. -Ya ves, somos una dinastía afortunada, para envidia vuestra. -No por tus méritos, sino por los de mi ahijado, que es todo un caballero y honesto trabajador. - Contentaos con los hijos ajenos, ya que los propios nunca os llegaron. En ese momento, un chiquillo interrumpió a todo el mundo. -¡Oíd las gentes! ¡Que ha aparecido un Santo Cristo a la entrada de la Villa! ¡Que nadie conduce a la mula que lo transporta y la dicha imagen viene de Veracruz! ¡Que porta sellos de la capitanía y nadie se explica cómo llegó hasta acá! -¿Oíste Santos? ¡Es nuestra mula! -¡Siempre pensamos que iba a aparecer! -¡Milagro! ¡Llegó el Santo Cristo! En las cercanías de Saltillo, justamente al lado de una vistosa mata de “maravillas”, florecilla silvestre de la localidad que mostraba todos los colores del arcoiris, una mula solitaria había decidido detenerse a saciar su sed, puesto que las flores crecían junto a una fresca acequia.

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Ahí, la mayoría de los saltilleros, reunidos de improviso, se miraban asombrados ante la visión de una magnífica imagen de tamaño humano, delicadamente tallada sobre una fina y olorosa madera, cuya textura y aroma nunca habían conocido ninguno de los allí presentes. Sin embargo, la caja traía los sellos lacrados de la capitanía de la Villa Rica de la Vera Cruz, con fecha de marzo de 1608. Acompañado por algunos de sus vecinos, al llegar al sitio, Santos Rojo no daba crédito a lo que veían sus ojos. -¡Esta no es la misma imagen! ¡Es mayor de tamaño y cien veces más bella que aquesta que recogimos en Xalapa! –exclamó Santos. -¿Pero cómo explicar que trae los sellos del Puerto y la fecha idéntica? –cuestionó Juan -Yo recuerdo que Juan de Erbáez se mofó incluso aquél infortunado Cristo, que según afirmó el aludido, era pequeño y pobre a la vista – aportó Francisca Romana, que llegó pronta a presenciar el hallazgo. -Y hace cinco meses que se extravió en la serranía, sin que nadie la reportara hallada – agregó Santos. -Por el aspecto grato de esta escultura, sus clavos relucientes como el oro, su gesto casi humano, su delicada caballera, su oscura sangre… yo diría que estamos ante… ante una visión -, insistió Francisca Romana. -¿Cómo, si la imagen era menor a una brazada creció hasta lograr un tamaño de ser humano? – indicó Juan, azorado. -¿Cómo encontró el camino a Saltillo? – replicó Santos. -¡Se trata de un milagro! ¡Viene de Veracruz y nadie lo conduce! ¡Es un milagro! – fue la noticia que corrió en las inmediaciones de Saltillo, para estreñimiento y asombro de la población, que escatimó en exclamaciones. -¡Su sangre huele como la real! -¡Lo vieron mover los dedos de pies y manos! -¡Sus ojos tienen vida! -¡Qué bello es su santo rostro! Los saltilleros no dejaban de hablar del acontecimiento, y decidieron que la fecha debería ser conmemorada por siempre, en memoria del prodigio. -Todos conocerán el milagro obrado en esta Villa, y guardarán respeto al conocer la figura del Cristo de la Capilla – sentenció Santos Rojo al final de la jornada. Así, la figura de un hermoso Cristo presidió al día siguiente la boda de la joven británica de azules ojos y el hijo menor de Juan de Erbáez, y como lo había predicho Francisca Romana, Santos completó la misión encomendada. -¡Santo Cristo, protégenos! –comenzó a ser una frase usual en los habitantes de Saltillo. Desde entonces, siglos después, en la Villa habría fiesta Cada seis de agosto para celebrar el recuerdo de la llegada de una imagen prodigiosa a la ciudad solar del norte de México. Muchos milagros serían atribuidos a la imagen del Santo Cristo de la Capilla de Bóvedas, que para 1762 se constituyó en un exquisito templo barroco, al lado de la Catedral de Santiago. Santos Rojo murió unos años después. No volvió jamás a Galicia, de donde partió como un mozalbete ilusionado hacia el Nuevo Mundo. Pero será acordado como el varón

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que dotó al pueblo de Saltillo de su santo principal, aunque la leyenda diga que éste llegó por su cuenta. Santos, como su nombre lo indica, estaba destinado a ellos. Y lo logró. Septiembre de 1996 © México: Berbera Editores