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7 CAPÍTULO I Princesas del planeta Luz con sus damas de compañía llegan a la Tierra H ace muchos, muchísimos años, llegamos, por azar, a estas tierras del norte de España en unos conos trans- parentes, verdaderas máquinas del tiempo, que nos permiten alcanzar velocidades cientos de veces superiores a las de la luz. Son antigravitatorias, realizan toda clase de mo- vimientos direccionales y se pueden hacer invisibles; ningún radar terrestre las puede detectar. La casualidad hizo que nos posáramos en las copas frondo- sas de unos fresnos centenarios. Desde ellos, oteamos el lugar. Todo parecía tranquilo, solo se oía el rumor del viento mecien- do las hojas, y las nanas de las ninfas, acunando y mostrando su cauce al recién nacido río Oja. Así pues, con tranquilidad absoluta, decidimos abandonar las livianas cápsulas transpor- tadoras, a las que ocultamos, de momento, tras unos inmensos matorrales rodeados de helenios, de helechos y de otras es- pecies arbóreas silvestres de gran altura. Finalizada esta labor, consideramos acertado ascender a las ramas más altas de los fresnos por precaución y prudencia. Desde estas, divisaríamos el vasto paisaje, permitiéndonos averiguar más datos sobre las características del lugar, la fauna que lo habitaba y la flora que lo poblaba. Estando en esto, llegaron a nuestros oídos voces y lamentos desesperados; la hierba parecía desplazarse lentamente, bullía de vida. Miles y miles de seres se deslizaban por ella atolon- drados y nerviosos; se habían percatado de nuestra presencia. Nuestros ojos, expectantes y curiosos, se detuvieron en uno de

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CAPÍTULO I Princesas del planeta Luz con sus damas

de compañía llegan a la Tierra

Hace muchos, muchísimos años, llegamos, por azar, a estas tierras del norte de España en unos conos trans-parentes, verdaderas máquinas del tiempo, que nos

permiten alcanzar velocidades cientos de veces superiores a las de la luz. Son antigravitatorias, realizan toda clase de mo-vimientos direccionales y se pueden hacer invisibles; ningún radar terrestre las puede detectar.

La casualidad hizo que nos posáramos en las copas frondo-sas de unos fresnos centenarios. Desde ellos, oteamos el lugar. Todo parecía tranquilo, solo se oía el rumor del viento mecien-do las hojas, y las nanas de las ninfas, acunando y mostrando su cauce al recién nacido río Oja. Así pues, con tranquilidad absoluta, decidimos abandonar las livianas cápsulas transpor-tadoras, a las que ocultamos, de momento, tras unos inmensos matorrales rodeados de helenios, de helechos y de otras es-pecies arbóreas silvestres de gran altura. Finalizada esta labor, consideramos acertado ascender a las ramas más altas de los fresnos por precaución y prudencia. Desde estas, divisaríamos el vasto paisaje, permitiéndonos averiguar más datos sobre las características del lugar, la fauna que lo habitaba y la flora que lo poblaba.

Estando en esto, llegaron a nuestros oídos voces y lamentos desesperados; la hierba parecía desplazarse lentamente, bullía de vida. Miles y miles de seres se deslizaban por ella atolon-drados y nerviosos; se habían percatado de nuestra presencia. Nuestros ojos, expectantes y curiosos, se detuvieron en uno de

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ellos. Dedujimos que era su rey, puesto que todos inclinaban sus diminutas cabezas ante él.

Dicho soberano ceñía corona de mimbre con tres recién na-cidas hojas de espino. En su concha, más dorada que las del res-to, destacaban cinco lunares negros como zarzamoras en sazón. Su tamaño era unas cuatro veces mayor que el de cualquier otro de sus congéneres. Nos miró con majestuosidad y poderío. Le rodeaban unos veinte entes con las mismas características físicas que él, podrían ser sus hijos, los príncipes. Nos miró fijamente y, señalándonos con sus cuernos, comenzó a gritar enloquecido como un poseso:

—¡Invasión! ¡Invasión! ¡Peligro! ¡Alerta máxima! ¡A mí, mis súbditos! ¡Obedeced a vuestro rey! ¡Formación! ¡A paso ligero! ¡Ar!

Obedientes a los mandatos de su majestad, todos ellos se dispusieron a formar en veinte columnas, de unos mil efectivos en cada una, a paso terriblemente pasmoso. Su rey marchaba en cabeza dirigiéndolos y dándoles las órdenes precisas. Emplearon en dicha operación más de cuatro eternas e interminables horas.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué seres tan lentos! —se reían y comentaban mis damas de compañía—. ¿Acaso piensan que nos pueden de-rrotar? ¿Cómo pudieron conquistar un reino con tal marcha? ¿Tendrán poderes ocultos en sus cuernos? ¿Por qué se han dis-puesto en hileras? ¿Pensarán atacarnos o darnos la bienvenida? —se preguntaban unas y otras.

—¡Uf, qué de preguntas! ¿Por qué no las olvidamos? En cuanto conectemos los chips sobre la vida en la Tierra, sabre-mos todas las respuestas. No perdamos más tiempo en ello, por favor —propuso Candil, la dama más joven.

—¿No consideráis pertinente, hasta que lleguen a nosotras, y puesto que gozamos del tiempo suficiente, comer y echarnos

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un sueño? A mí me suena el estómago de hambre. ¿Lo escu-cháis? Comida, por favor, o me desmayaré. ¡Comida, comida, comida! —manifestó Bocadi, la luciense más glotona, lleván-dose las manos a la barriga.

—¡Chis, jovencitas! Atendedme: es importante lo que os tengo que comentar. En primer lugar, y como ha manifestado Candil, debemos activar nuestros chips cerebrales de ciencias de la naturaleza, del lenguaje animal y de todos los idiomas que hablan los humanos en la Tierra. ¡Vamos, vamos, acción!

»Nos es de vital importancia conocer al instante, sin ningún género de dudas, las singularidades de esta especie para saber a quiénes nos enfrentamos. No parecen peligrosos en absoluto, pero nunca se sabe... ¿Estáis de acuerdo con mi sugerencia? —las interrogué.

—Por supuesto que sí. Nuestros chips ya están activados. ¡Ooooh, aaaah, oooh! Lucía, ya sabemos el porqué de esa for-mación militar. Sienten pavor e inquina hacia los humanos —hablaban todas a la vez, atropelladamente.

—¡Se llaman caracoles y los humanos se los comen! —gritó Bocadi—. ¿Estarán buenos y sabrosos, a pesar de su asqueroso aspecto, de su baba y de sus mucosidades?

—Por favor, Bocadi, reprime tu ansia por la comida. Hay que comer para vivir, pero no vivir para comer. Para nosotras queda prohibido ingerir moluscos gasterópodos —la reprendí.

—¿Gastero..., qué? —inquirió Bocadi.—Es como los define nuestro chip, ¡gas-te-ró-po-dos! —si-

labeé con cierta ironía.—Lo siento. Solo he prestado atención cuando me comu-

nicaba que se comían. ¡Perdón, perdón, perdón! —exclama-ba, muy arrepentida, Bocadi—. El hambre es muy mala, duele, duele muchísimo.

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—Perdonada, pero presta más atención —le sugerí. —Bueno, vale, de acuerdo, atenderé más. Te falta darnos a

conocer tu segunda propuesta. ¡Anda, por favor, que sea co-mer! —me rogó con un expresión suplicante.

—En efecto, mi segunda proposición es seguir, a pies junti-llas, tu sugerencia; la considero acertada y necesaria. Comamos y descansemos para reponer fuerzas. Esto va para largo...

Engullimos nuestras pastillas energéticas, de las que obte-níamos los nutrientes necesarios para unas dieciocho horas, con cierta avidez. Poco después, el sueño se hizo el dueño de nuestra fatigada mente.

Descansamos plácidamente, sin ningún temor. Debo ad-mitir que a que nos sintiéramos tan cómodas contribuyó la suave brisa que nos abanicaba y nos mecía en las ramas como a auténticos bebés.

Aún permanecíamos dormidas, cuando unas voces agudas y chillonas nos despertaron de nuestro apacible sueño.

—Falsas damas, invasoras, bajad de inmediato de esos fres-nos y presentaos ante su majestad, el rey de Caracolrrioja —or-denaron los caracoles militares de más rango y edad.

—Lucía, ¿es esto una broma? ¿Es que todos los seres de este planeta van a poseer un cerebro tan simple? —me pregun-tó mi hermana, la princesa Resplandor—. ¿Acaso no se dan cuenta de que son débiles y lentos hasta el extremo? Mi chip especial bibliotecario transmite que son totalmente inofensi-vos. No disponen de ninguna arma defensiva natural, solo su frágil concha les sirve de escondrijo ante un peligro inminente.

—A pesar de todo, es necesario que mostréis tolerancia y amabilidad, no es conveniente comenzar nuestro primer día, y desde el minuto uno de estancia en la Tierra, con altercados. Yo hablaré, permaneced calladas en todo momento, os lo ruego.

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—De acuerdo, nos callaremos —dijo Obediencia. —Ancianos y altos mandos de vuestro ejército, acatamos

vuestras órdenes. ¿Veis? Ya hemos descendido. Conducidnos ante vuestro soberano —les dije con respeto y afabilidad.

—Princesa Lucía, esto es ridículo. Si supieran los pode-res que poseemos, temblarían de miedo, se harían pipí y se ocultarían en su casa-concha el resto de su vida —comunicó Bocadi, con un tono bajo, casi inaudible, que, por fortuna, los moluscos no percibieron.

—Portavoz de las invasoras, preséntese ante mí. Identifí-quese inmediatamente. Sepan ustedes que son nuestras prisio-neras —exhortó su rey, con cara furiosa y hasta colérica, pero con la majestuosidad debida a su rango.

—¡Oh, no me digas! ¡Qué ingenuo es este emperador! Mira cómo tiemblo. ¿Lo notas? ¡Huy, qué miedo me das! Oiga, el único que tiene que... —se interrumpió Bocadi al escuchar la voz de su princesa y sentir su mirada, desaprobadora, fija en la suya.

—Señor, rey de los caracoles, mi nombre es Lucía. Soy la princesa heredera de un lejano reino. Procedemos del planeta Luz, situado a muchísima distancia de este. Allí la luz alcan-za un resplandor especial, admirada por todos los habitan-tes de las constelaciones conocidas con planetas habitados de nuestra galaxia. Es un planeta que ha alcanzado un grado evolutivo tecnológico y espiritual de tal nivel que impera el bienestar, la armonía, la paz, la justicia, la alegría y la bon-dad. Todos sus habitantes, los lucienses, gozamos de poderes mentales extraordinarios, inimaginables, aquí, en la Tierra —le hablé haciendo una genuflexión de rodilla—. Sería de nues-tro agrado vivir en esta hermosa ladera, situada en el corazón de vuestro reino.

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—¡Bah! ¡Bla, bla, bla...! ¡Paparruchas! ¡Pamplinas! ¡Y yo me lo creo! ¡Constelaciones y galaxias, ay, que me parto! Pa-labras huecas y mentiras. ¡Esto es una invasión, en toda regla! ¿Dónde escondéis vuestros cestos y sacos para capturarnos y comernos? ¡Glotonas!... Sois unas embusteras y unas usurpa-doras. Esposadlas.

Cuarenta y nueve pilares de caracoles se iban formando ante nosotras, con la única intención de maniatarnos con fi-nas hebras de tallos herbáceos.

Las carcajadas de mis más traviesas y jóvenes acompañan-tes se expandieron por toda la ladera ante el ridículo e inau-dito espectáculo que se estaba desarrollando, sin embargo, ningún caracol intuyó que tales hilaridades se debían a su ma-nera de proceder tan ingenua. Yo las fulminé con mi mirada y dejaron de burlarse al instante.

—Sabed que nunca os permitiré habitar en mi pacífico reino, el cual nos pertenece desde hace milenios. No creo ni una palabra de lo que habéis expuesto —afirmó el rey con enfado visible, mirándolas con altanería y cierto desprecio—. Poderes..., poderes..., ¿qué poderes?

—Muchos, señor, tantos que no os sería posible ni tan siquiera imaginar. Para que no crea que son palabrerías y fal-sedades, ¿permitís que os hagamos una pequeñísima demos-tración? —le pregunté con humildad.

—¡Ejem, ejem!... Sea. Me complace. Es la única manera de comprobar si decís la verdad, aunque tales poderes solo los utilizaréis conmigo. Es una decisión arriesgada y solo yo debo asumir sus efectos —accedió a que se realizara la exhi-bición su alteza real—. Proceda, pero sin moverse de ahí. La orden del esposado debe llevarse a término. No me fío ni un cuerno.

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—Con la venia, majestad. «¡Tris, tras, en todo me obede-cerás!» —pronuncié despacio, mirándolo fijamente a los ojos.

Al instante, el rey comenzó a realizar ejercicios gimnásti-cos: volteretas hacia delante y hacia atrás, la vuelta lateral y el pino, recorrer cien metros en dos segundos y dar saltos de tal magnitud que conseguía alcanzar las copas de los fresnos y de los tejos. De su masa carnosa hice surgir dos pequeñas alas que le permitieron volar hasta los diez metros de altura. De vez en cuando, se fatigaba; entonces, decidía planear dejándo-se llevar por el infatigable cierzo que le transportaba gustoso a lo largo y ancho de su vasto reino.

Las columnas de caracoles policías llegaban, ya, a la altura de nuestro tobillo.

—¡Oh, es un prodigio! ¡Un milagro! ¡Esos ejercicios son imposibles de realizar! ¡Ningún caracol puede alcanzar esas velocidades, no está en nuestra naturaleza! ¡Son brujas, ma-jestad! ¡Debemos alejarnos de ellas! ¡Cárcel para las invasoras! ¡Cuerpo a la concha! ¡Son malignas, como todos los humanos! ¡Nos van a comer! —expresaban los caracoles, temblando de miedo y abandonando la formación.

Todos a una, excepto los de su guardia personal, introdu-jeron su cuerpo en la concha. De vez en cuando, movidos por su curiosidad, asomaban los cuernos para estar al tanto del discurrir de los acontecimientos.

Al percatarse de la deserción de su ejército, el soberano se dirigió a ellos, desde la rama más alta de un tejo, cantu-rreando:

—Hago que no me he enterado de vuestra mieditis. ¡Ji, ji, ji! ¡Cobardicas!... ¡Yo no he visto nada...!

Después, tarareando con descarada burla, les ordenó:—Queridas y valientes tropas, ¡jo, jo, jo!, romped filas. ¡Ar!

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Poco a poco, avergonzados, fueron sacando todo su cuer-po al exterior; supongo que presentían, por la expresión de su soberano, que no iba a existir enfrentamiento alguno con nosotras.

—Combatientes de mi ejército, súbditos míos, ¡esto es maravilloso, fascinante, divertido, genial! ¡Ja, ja, ja! ¡Ji, ji, ji! —reía—. ¡Extraordinario, delicioso, delirante! Quiero más, ¿me oís? Vuestro rey desea volver a sentir la velocidad en sus venas. ¡Viva la velocidad y la marcha! ¡¡¡Prrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr!!! Es como vencer la gravedad y rasgar el viento. Por una vez, en toda mi vida, he sentido que los derrotaba. ¡Al infierno la fuer-za de la gravedad y el temible viento! He conseguido el mayor sueño de mi vida: ¡volar, amigos, volar como las aves! ¡Vivan las aves! ¡¡¡¡Prrrrrrrrrrrrrrrrr!!!! Soy el caracol más feliz del mundo mundial, ningún soberano podrá igualarme en dicha, jamás.

—Majestad, ¿no se le está yendo la pinza? —le preguntó con reproche uno de los caracoles más jóvenes.

—¿La pinza...? ¿Eso es lo mismo que la chaveta? ¡Hmmm! Puede ser. Me importa una col. Soy feliz y quiero que vosotros lo seáis igualmente.

»Brujas, digo, hermosas damas, ¿seríais tan amables de utilizar vuestros poderes con mis súbditos? Me complacería, sobremanera, que sintieran lo mismo que yo. Quiero verlos disfrutar, reír y, ¡caracoletas!, carcajearse. ¡Risas, risas, quiero escuchar millones de risas! ¡Haced jirones al viento! ¡Burlad la gravedad! ¡Estoy loco, sí, pero de felicidad! ¿Qué me importa la pinza esa y la chaveta? ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¿Aceptáis mi propuesta, bellezas?

—Sus deseos son órdenes para nosotras, marchosa majes-tad. «¡Tris, tras, en todo me obedecerás!» —ordenamos a las ya disueltas tropas.

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En un santiamén, hicimos surgir de nuestros conos toda clase de aparatos gimnásticos y útiles de atletismo apropiados a su tamaño: plintos, colchonetas, combas, espalderas, barras de equilibrio, pértigas, balones, vallas..., los cuales se desplazaban por el aire como cometas dirigidas por hilos invisibles.

Aquello se convirtió en una auténtica olimpiada caracolera. Iban y venían más rápidos que las liebres. Cada uno utilizaba los elementos que se encontraban disponibles. Sus rostros re-flejaban dicha sin límites. Todos reían y reían y reían... Se sen-tían felices, muy felices, inmensamente felices...

Era tal la algarabía y el bullicio que muchos animales se acercaron, curiosos, para contemplar ese espectáculo tan in-audito, por lo inexplicable. Las palomas, los mirlos y los cucos llegaron los primeros. Oteaban a los caracoles desde las ramas de los robles con los ojos desorbitados y girando la cabeza, a derecha e izquierda, con expresión de «no me lo puedo creer», de «esto no es natural», de «están locos de remate o hechizados por esas guapas magas».

Aprovechamos su presencia para presentarnos, a voz en grito. Les dejamos claro que no teníamos intención de adue-ñarnos del bosque, ni causar daño alguno a los seres vivos que lo habitaran. Más adelante, con calma, llegaría el momento de solicitar su amistad.

Los urogallos se carcajeaban y emitían unos mugidos extra-ños que, al principio, nos asustaron de veras. Los escorpiones, las arañas y las comadrejas nos miraban con desprecio, en se-guida detectamos que eran unos amargados y que les enrabiaba todo aquello que denotara alegría y gozo. Por supuesto, los ignoramos. Ni siquiera los saludamos.

Las risas se expandían más y más, hasta adueñarse de todo el reino y de las zonas limítrofes. Una embriagadora sensación de

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contento y placer reinaba en la ladera. El aire olía a bienestar, a lo-cura, a fascinación, a irrealidad y a... ¡por fin..., marcha, velocidad, movimiento...!

Los pilares nos llegaban ya a la atura de la cintura. Bajamos los brazos y con mucho esfuerzo y parsimonia nos maniataron. Nos hallábamos ridículamente esposadas, firmes ante el rey. Al finalizar la consigna encomendada, fueron deshaciendo los pilares con extremada perfección y con más rapidez de lo habitual; pare-cían tener prisa por reincorporarse al grupo y participar en esos ejercicios olímpicos, tan sorprendentes y extraordinarios, jamás soñados por ellos.

—¡Oh, cómo se divierten! Me estoy emocionando, despiertan en mí múltiples emociones de comprensión, de ternura y de pro-tección. ¡Son tan espontáneos, tan desvalidos...! —confesó Simpa, con gruesas lágrimas resbalando por sus mejillas.

—¡Atenta, ahora verás! —expresé mientras ideaba una nueva experiencia que les resultaría inolvidable.

Sin darles tiempo a reponerse de tanta hilaridad, los conduji-mos hacia los matorrales e hicimos aparecer, ante sus minúsculos ojos, auténticos puntos negros, nuestros cuarenta y nueve conos. Los invitamos a entrar en ellos. Ascendimos. Una vez alcanzados los quinientos metros de altura, les colocamos sus correspondien-tes paracaídas. Cuando consideramos que era el momento opor-tuno, los conos invirtieron su posición y los caracoles iniciaron el descenso en caída libre, hasta aterrizar justo en el punto de partida.

—¡Subidón, subidón, subidón! ¡Hemos practicado coning! ¡Caracoletas, es flipante! —voceaba el rey—. ¡Gracias, hadas del universo! ¡Hermosas, preciosidades! Vuestros poderes son infinitos. ¡Flipo, reflipo, superflipo, megaflipo! Es lo más. Sa-bed que nos habéis hecho vivir el día más venturoso de toda nuestra existencia. No, no sois brujas, sino seres celestiales que

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estáis más ricas que las coles de las huertas. ¡Mmmmmm! ¡Qué ricas están las coles! —Se relamía el soberano.

—Majestad, mantened la compostura; semejáis un rey «cha-lao», descortés y caradura —le reprochó su consejero.

—¡Oh, cuánta razón tenéis! Recuperaré la mesura. »¡Ejem, ejem! Princesa Lucía, sea, os concedo el privile-

gio de vivir en nuestro reino. Podéis morar en esta ladera para siempre, a condición de que todos los años celebremos una olimpiada. ¿Os place? —nos interrogó el soberano, radiante de felicidad y con euforia desmedida—. Si tengo suerte y los parásitos no me atacan, podré experimentar esa sensación psi-codélica, etérea, irreal, delirante, de alucinación total, en seis ocasiones más. Es mi deseo volver a sentir ese torbellino de libertad, ese géiser de dinamismo y rapidez que asciende desde las tripas y te abrasa la garganta de placer infinito. ¡Eureka, se me está ocurriendo una idea! Mi último pensamiento antes de mi hibernación será la celebración de los nuevos juegos olím-picos Así se lo ordenaré a mi cerebro.

—¡¡Ji, ji, ji! —Se reía Bocadi sin control—. ¡Está chalado, chalado! ¿Os imagináis a vuestro padre, el rey, tan cabal e inte-ligente, tan majestuoso y lúcido, diciendo estas tonterías?

—¿De qué se ríe esa dama descarada? ¿Acaso no soy el rey? Todo debe obedecerme.

—Perdón, majestad, no me reía de vos, sino de mi culo —mintió Bocadi para evitar un mal mayor.

—¿De su culo? ¿Qué le ocurre a su culo?—Que no me gusta, señor, es demasiado voluminoso. —¡Jo, jo, jo! Yo lo encuentro de... —se interrumpió—¡Majestad, mesura!... —le amonestó su consejero—. ¿Va

a perder la compostura por una casi niña, maleducada y mofle-tuda?

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—Usted carece de sentido del humor, mi inoportuno magis-trado. Debo advertirle de que... —se volvió a interrumpir al oír mi voz.

—Retomemos la conversación, soberano. La concesión que nos ha otorgado es muy generosa y se lo agradecemos de todo corazón. Sepa que nos place, nos agrada y nos satisface. Tenga la seguridad de que cumpliremos nuestra parte del pacto año tras año —expuse, con el asentimiento y los aplausos de todas, menos de Bocadi, que seguía carcajeándose, con la boca oculta tras su mano izquierda.

—Tomad, os entrego el documento que acredita el permiso de permanencia en este, mi reino. Está sellado y rubricado. Nin-gún mandatario caracol os podrá expulsar de esta, vuestra nueva morada —habló el rey con satisfacción.

—¡Alto! ¡Stop! ¡Danger! Mi soberano, no podéis conceder tal prebenda sin contar con mi asentimiento y firma. ¿Habéis olvi-dado que soy el magistrado y consejero mayor del reino? —le hizo saber el asesor, recordándole y haciendo valer sus poderes.

—¡Oh, oh, oh! ¡Diosa Luminos, ayúdanos! Este aguafiestas ¿de dónde ha salido? —pensamos todas, con gran decepción, y que solo Bocadi se atrevió a verbalizar.

—¡Chis! Bocadi, por favor, nos estamos jugando la perma-nencia, o no, en este maravilloso lugar sin usar nuestros poderes. Contén tus comentarios —le rogué—. Más tarde, hablaremos tú y yo.

—Damas del planeta Luz, no os conozco lo suficiente para concederos el privilegio de morar en este, nuestro reino. De ser así, cometeríamos una negligencia imperdonable, ya que podríamos poner en peligro la vida de nuestros fieles y leales congéneres. Solicito que mañana, al alba, mantengamos una conversación para que prosigáis el relato de vuestra historia

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ante los veinte príncipes, y ante mí mismo. Nuestro lugar de encuentro será, allá lejos, debajo de aquella magnífica hoja de helecho —expuso el magistrado, moviendo su cuerno derecho para señalar el lugar exacto que no distaba de él ni un metro.

—Así se hará. Será un placer que mejor nos podáis conocer —respondí, intentando adoptar su manera de expresarse, tan remilgada.

—¡Oh, observo que os ha disgustado mi decisión! Com-prended que sabemos muy poco de vosotras, por tanto, es mi voluntad que permanezcáis esposadas. Temo que, quizá, con vuestros poderes manipuléis nuestras mentes y nos quitéis la voluntad. Deberéis dormir alejadas, en aquel robledal. Qui-nientos caracoles os vigilarán durante toda la velada —mani-festó con firmeza—. Debo retirarme. Mis cuernos se encuen-tran fatigados en demasía.

Todas nos percatamos de que un grupo de cinco caracoles nos miraban profundamente, como si intentaran leer nuestra mente. Tenían sus conchas con unos dibujos blancos y rojos muy llamativos que no supimos interpretar. El más veterano portaba en la cabeza un penacho de zarzas, pintadas de azul. Nuestros chips no ofrecían dato alguno de ellos. Cía espiaría todos sus movimientos, a fin de conseguir algún dato sobre su identidad y misión en el reino.

—Magistrado, usted no se irá hasta que yo lo decida. ¡Más empatía, su señoría! ¿Acaso no se ha percatado de lo que gra-cias a ellas hemos disfrutado? Déjese de pamplinas, de nonadas y boberías —le habló el rey con cierto reproche—. Siempre he pensado que usted es un pejiguero y un tiquismiquis. ¿No le ha parecido suficiente el respeto que nos muestran a pesar de ser tan poderosas? Deje de incordiar y disgustar a estos bellezones que suponen un placer para la vista. ¡Guapas! ¡Tipazos!

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—Gracias, magnánimo rey, nos hacemos cargo de los te-mores y del cansancio del consejero —contesté, con premura, realizando una ligera inclinación de cabeza, para evitar una pe-lea entre ambos mandatarios y que, de rebote, afectara a nues-tros planes, prácticamente conseguidos.

—Retírese, magistrado mayor, ya ha conseguido fastidiar-me el anochecer de este magnífico día. Sepa que se va porque yo se lo he permitido —pronunció el rey con voz alta y clara para que todos sus súbditos supieran quién mandaba.

—Buenas noches a todos los presentes —se despidió, rojo como las hojas otoñales de los alisos, el consejero.

—Habla el rey: os quedaréis a vivir aquí, ¡vaya que si os quedaréis! El magistrado es un excelente profesional, pero es más frío que el hielo y menos empático que una hiena. Acer-caos más a mí. Es quisquilloso y amargado; malgenio, y gru-ñón; rígido, y serio; y ¡un chorizo! —les murmuró al oído, muy bajito.

—¿Un chorizo? ¿A qué se refiere, majestad? —le susurré.—Me roba.—¿Le roba? ¿El qué? —Mi baba.—¿Su baba? ¿Por qué?—Porque la suya es amarga y amarilla pestilente. En cam-

bio, la mía es verde aromática y más dulce que la miel. Es una característica exclusiva de las babas de la familia real. Se muere de envidia, nunca, jamás, la podrá segregar igual.

—¿Y para qué la necesita?—Para formar el epifragma, un tapón de baba y caliza, que

cierra la abertura de la concha, capa imprescindible para el pe-ríodo de hibernación. Esta evita que las larvas y los insectos nos devoren durante ese largo período.

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—¡Oh, cómo lo sentimos! Tener un ladrón como asesor debe de ser horrible. ¿No le incita a que robe usted también? —preguntó Pesimismo con su característico pesar.

—No, nunca lo ha hecho. Él no sabe que yo lo sé. ¿Com-prende, triste dama? ¡Caracoletas! Ese ratero nos ha entriste-cido a todos. En octubre lo destituiré de todos sus cargos. No es ético ni moral tener un corrupto en el cargo más honorífico de mi reino. ¡Hmmm!

—Soberano, perdone mi osadía, ¿quiénes son esos caraco-les que están en lo alto de la piedra negra? —pregunté.

—Son la familia de hechiceros. Ellos pronostican el tiem-po y la fecha apropiada de hibernación y, si el verano resulta demasiado seco, también el de estivación.

—¡Ah! ¿Y cómo lo adivinan? —repregunté.—Por la luna. Ella es la confidente de todos los hechiceros. »Buenas noches, amigas para siempre. Me retiro a mis apo-

sentos. —¡Buenas noches, inteligente y solícita majestad! —res-

pondimos todas al unísono, con una leve inclinación de ca-beza.

En cuanto desapareció, me dirigí a Bocadi, le reproché su comportamiento y le dejé claro lo que se esperaba de una jo-ven luciense educada en la tolerancia y el respeto, bases funda-mentales para una convivencia en armonía y paz.

Ella seguía riéndose a carcajadas hasta que presentó pro-blemas respiratorios. Médicis, la doctora, se vio obligada a in-tervenir colocándole su mano en un punto determinado de la frente; poco a poco, se serenó, pidió disculpas y se durmió.

En abril, las noches son frías. Nos acurrucamos las unas junto a las otras y, al cobijo de un roble, maniatadas, dormimos hasta el amanecer. Debemos agradecer a Bocadi el calor que

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nos proporcionó, se diría que es una auténtica estufa natural. Por primera vez, percibimos el frío intenso de la escarcha en nuestros huesos y añoramos la tibia temperatura de las noches en nuestro planeta.

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CAPÍTULO II Lucía detalla el motivo de su estancia en la Tierra

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La luz difusa del alba nos despertó. Era necesario acudir con la puntualidad debida a la cita concertada.

—¡Vamos, vamos, acción! Desperezaos. »Milagrosia, tú que eres tan amable y servicial, prepara las

pastillas energéticas del desayuno. Poco a poco, nos iremos adaptando a las comidas terrícolas. Activad el chip alimenticio, él nos proporcionará las características de cada producto y su idoneidad, o no, con nuestro aparato digestivo —les expliqué.

—¡Mmmmm! ¡Buenísimas! —exclamó Bocadi, saboreán-dolas lentamente, con gusto—. El sabor a vainilla y a canela me encanta. Apartadlas de mi vista, que soy capaz de comér-melas todas. ¡Mmmmmmm!

—¿Ya habéis acabado? ¿Sí? Pues partamos. El protocolo señala que no debemos hacer esperar a los miembros de la realeza, ni al consejero —les sugerí.

La comitiva al completo, con sus cuarenta y nueve damas esposadas, nos dirigimos al encuentro madrugador junto al frondoso helecho.

—Princesas, ¿no consideráis una estupidez y un deshonor presentarnos, así, derrotadas, ante unos seres tan insignifican-tes y desvalidos? Creo que no son capaces de comprender cuál es su verdadera realidad, son débiles y muy torpes —expuso Quinqué con cierto grado de contrariedad y en total desacuer-do con la situación.

—Mi querida amiga, ellos están orgullosos de ser como son. Cumplen sus reglas establecidas de convivencia y se pro-tegen los unos a los otros. Aunque precavidos en exceso, se muestran valientes y razonables; luchan, día a día, por su su-pervivencia y por el bien común. ¿No creéis que poseen cuali-dades suficientes para merecer nuestro respeto? —le preguntó Resplandor.

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—Visto así... —respondió Vela, gran amiga de Quinqué, rompiendo el silencio que se había producido.

—¡Tocada! —contestó Quinqué—. Retiro lo dicho, quizá me he precipitado en mi observación. He analizado más con los ojos que con el corazón. Grave error, lo siento.

—¡Ah, no te disgustes! Con tu arrepentimiento basta. Callad, os lo ruego. ¿Veis qué educados? Se han puesto en pie para reci-birnos —las informé.

—Buenos días, princesa Lucía y acompañantes. Acomodaos, sentaos a nuestro alrededor. No me voy a andar con rodeos, abordaré las cuestiones que deseo conocer a bocajarro.

—Buenos días a todos. Estamos dispuestas a aclarar cuantas dudas tengáis. Comenzad, os lo ruego.

—¿Cuál es la causa por la que os halláis en la Tierra? ¿Acaso explotó vuestro planeta? ¿Vuestro padre, el rey, os expulsó por rebeldes? ¿Pretendéis invadir la Tierra? ¿Habéis venido a con-quistar nuestro reino? ¿Acaso deseáis comeros todas las plantas? ¿Os alimentáis de caracoles? ¿Poseemos alguna sustancia quí-mica que precisáis para desarrollar, más aún, vuestros poderes? ¿Habéis descubierto características curativas en nuestra baba?

—¡Oh, no, señor, nada de eso! Nuestra historia es mucho más sencilla. Tuvimos que huir por problemas relacionados con el amor.

—¿Con el amor? —preguntaron muy interesados los prínci-pes caracoles—. ¡Qué interesante! Proseguid, Lucía.

—En Luz, con frecuencia, recibimos visitas de princesas y príncipes que habitan en otros planetas y asteroides de nuestra galaxia para admirar su belleza. Resulta ser el más hermoso de cuantos planetas existen, debido a que los rayos de nuestra estre-lla, Gas, inciden de manera muy directa sobre él, dotándolo de una luminosidad singular y única.

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»Sucedió que cierto día se presentaron en nuestro palacio unos seres procedentes del planeta Oscuridad, situado a muchísima dis-tancia de Luz. Dicho planeta es lo opuesto al nuestro en todos los aspectos que se quieran considerar. Los rayos de su sol, Tenebros, le llegan desde muy lejos, muy inclinados, por lo que apenas le rozan. Las tinieblas lo invaden casi por completo. Lo habitan seres apesadumbrados y tistes; nunca ríen, ni tan siquiera los niños.

—¡Oh...! ¡Qué pena! ¡No puede ser! Los niños deben jugar y reír —se quejó uno de los príncipes.

—Desde luego, la risa de los niños produce alegría y ternura en estado puro. Generan en todos los seres vivos cosquilleos en el corazón y pellizcos en el alma. Os diré que posee poderes secretos capaces de avivar las zonas más profundas de la mente y de hacer brotar los sentimientos más nobles en quienes la escuchan.

—Siga, siga con el relato, Lucía, se lo ruego —solicitó el ma-gistrado, mostrando gran interés por conocer el final.

—¡Ay, señor, vuestra señoría, además de puntilloso, es impa-ciente! Hágase cargo de que recordar y narrar este episodio de mi vida resulta muy doloroso. Le ruego que respete mis tiempos.

—Puntilloso y cotilla, codicioso y con la baba pestilente y amarilla —coreaban los príncipes de menor edad, con burla ma-nifiesta—. ¡Buaj! ¡Iugh!

El magistrado fingió no haberlo escuchado. —Perdone, princesa, no era mi intención molestarla —se

disculpó de inmediato. —Acepto sus disculpas. Pero es necesario que respete mis

tiempos y mi estado emocional.»La comitiva oscuriciense estaba encabezada por Lúcer,

el príncipe heredero, por treinta sirvientes y cientos de sol-dados armados hasta los dientes. Sus uniformes negros les proporcionaban un aspecto terrorífico. Un escalofrío recorrió

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mi cuerpo al ser presentados. Intuí que con ese príncipe había llegado la desgracia a mi vida y a nuestro planeta. De él ema-naba una energía negativa que alteraba mi tranquilidad y mi paz interior.

—¡Malvado! ¡Malvado! ¡Malvado! —coreaban los caracoli-tos —. Seguro que se trata de un brujo perverso y sanguinario.

Yo les sonreí, pues, de sobra, se notaba que estaban de nuestro lado.

—Al principio, se mostró amable y encantador; sin embar-go, nunca consiguió engañarme. Tan solo habían pasado dos días cuando su verdadera personalidad autoritaria, caprichosa y desalmada afloró. Trataba a todos con desprecio, no sabía escuchar y le encantaba producir temor en todos cuantos en-contraba a su paso.

»Odiaba a los niños risueños y felices. No soportaba sus risas, pues, según me comentó, producían en su estado de áni-mo inquietud, rabia y pérdida de energía.

—¡Huy, qué miedo! ¡Lúcer no es un príncipe, es un esclavo de la maldad y de la envidia! ¡Es un ogro, odia-niños! —aseve-raron los hijos del rey, terriblemente asustados.

—Cierto día, suplicó a mis papás, los reyes, que dieran la orden de encerrarlos en cavernas profundas y oscuras, al menos, durante el tiempo que él permaneciera en Luz. Por supuesto que no accedieron a tan horrible y disparatada pe-tición.

—¡Ay, ay, ay! ¡Qué desalmado y cruel! ¡Es intolerable tal su-gerencia! Nunca he conocido a un ser tan aborrecible. Prosiga, princesa —ordenó, cada vez más interesado en la narración, el alto cargo.

—Los días transcurrían con lentitud y pesadumbre. Lúcer requería mi presencia para todo, por lo que me veía obligada a

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permanecer a su lado durante horas interminables, casi siem-pre temblando de la cabeza a los pies.

»Jamás, estando a su lado, se dibujó en mi boca el más leve atisbo de una sonrisa. Apenas me atrevía a mirar sus ojos ne-gros como tizones apagados a medio consumir, y fríos cual los hielos polares.

—¡Oh, oh, pobre Lucía! —se lamentaban los príncipes—. ¿Cómo pudiste soportarlo?

—¡Uuuf! Lo pasé muy mal, requetemal. La situación se me hizo insostenible. Lúcer no pretendía, ordenaba que yo le ama-ra y consintiera ser su novia. Entre lamentos y sollozos, des-cribí su personalidad a mis padres. No se sorprendieron, ellos también se habían percatado de ello.

Les aseguré que, de seguir así, lograría que yo enfermara, pues ya llevaba cuatro días sin probar bocado.

—¿Y tus papás qué hicieron al respecto? ¿Tomaron alguna medida contra él? —se interesó el príncipe más joven.

—Por supuesto que sí. Me prometieron estudiar el tema día y noche, hasta hallar una solución satisfactoria para los lu-cienses y para mí. Recordad que son los reyes y no hay rey que se precie de serlo capaz de anteponer la felicidad de sus hijos a la de los habitantes de su reino. Es por esto que, a su pesar, se vieron obligados a comportarse con astucia, con diplomacia y precaución para que el príncipe no se sintiera humillado ni despreciado, hasta hallar la solución idónea.

»Un nefasto día, tuvo la osadía de solicitar una audiencia real para pedirme en matrimonio, sabiendo que yo no sentía amor por él. Ante la negativa de mis padres, enloqueció de ira, amenazó con raptarme y trasladarme a vivir para siempre a su tenebroso planeta.

—¿Y...? —preguntaron los infantes.

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—Mis padres decidieron que jamás me casaría con ese extraño ser. Trazaron un plan de huida para evitar mi posible rapto. La única opción que consideraron conveniente era mi exilio temporal de Luz.

»¡Buaaah, buah, buaaaaaah! Disculpe, señoría, no puedo seguir. El destierro es una de las peores desgracias que te pueden suce-der. ¡Buaaah, buaaaaaaah...! Tal vez, no regresemos jamás. Si esto sucediera, nunca veríamos a nuestros padres, hermanos y amigos. ¿No le parece algo terrible? ¡Buaaah, buaaah, buaah...! —dije entre sollozos imparables.

—¡Buah, buaaah!... —lloraban el resto de las lucienses sin con-suelo.

—¡Qué tragedia! ¡Es injusto! ¡Pobrecitas!... —clamaba la fami-lia real caracolera con lágrimas en los ojos.

—Por favor, Lucía, serénese. Es preciso que lo sepamos todo para ayudaros —me rogó el príncipe de más edad.

—¡Me es tan difícil..., se agolpan en mi mente tantos recuer-dos...!

»Al alba de un jueves del que sería vuestro mes de mayo, a los veintidós días justos de la llegada de Lúcer, partimos. Via-jando y viajando, a velocidades supersónicas, hemos arribado a vuestro hermoso planeta, a esta bella zona de España y a esta sin igual ladera. Por casualidad, nos hemos posado en este be-llo paraje que os pertenece.

—¿Quiénes son estas damas que os acompañan?—Nuestro séquito lo integran mi única hermana, tres

años menor, la princesa Resplandor, cuarenta y siete damas de compañía y yo.

—Lucía, es mi deseo conocer qué suerte corrió Lúcer, el malvado —manifestó el consejero, que escuchaba con suma atención e interés.

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—Señoría, permítame continuar a mí. Lucía se encuen-tra agotada, y demasiado apenada. Tener que hablar sobre ese ser le produce un dolor insufrible. ¿No nota la palidez de su cara? —inquirió Bocadi con mirada suplicante.

—¿Da su permiso, Lucía? —me interrogó.—Por supuesto, y le agradezco que su excelencia lo per-

mita —respondí, secándome las lágrimas.—Mi nombre es Bocadi. ¿A que el nombre me va como

anillo al dedo?—¡Ji, ji, ji, ji! —reían, por su ocurrencia, los príncipes. —Al enterarse de nuestra inevitable huida, Lúcer mon-

tó en cólera. Movido por su rabia, intentó conseguir alia-dos para declarar la guerra a Luz. Nuestro rey, fundador de la Confederación de las Estrellas, solicitó al presidente su mediación en el conflicto. Este ordenó el regreso de Lúcer a Oscuridad, con la prohibición expresa de no viajar a ningún otro planeta jamás, durante todos los días de su vida.

—O sea, que permanece recluido en su planeta y ya no representa ningún peligro para que regreséis —imaginó el magistrado—. ¿Entonces...? —se interrumpió.

—¡Oh, no! No ha acertado en nada. Su orgullo no le permitía aceptar que la negativa de la princesa a ser su es-posa se quedara sin un castigo.

»Aseguraba, una y otra vez, que Lucía era una ladrona por haberle robado el corazón, y una bruja que le había preparado una pócima para que nunca pudiera amar a otra mujer; afir-mación del todo falsa e inventada. ¿Para qué querría robar el corazón de un ser que le producía pánico? ¿Qué razón alegaba para que no deseara que amara a otra dama, si él le importaba un bledo y una m...a?

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—Bocadi, esos modales... —la reprendió Simpa.—¿Y qué hizo? ¿Acaso se escapó de Oscuridad en un acto

de rebeldía? —interrogó su señoría, expectante.—En efecto, su naturaleza caprichosa le impide controlar

sus emociones. Siempre hace lo que le viene en gana, sin impor-tarle el daño que puede causar a los demás. Parece el legítimo heredero del espíritu del mal, del odio y de la guerra.

»Formó, en Oscuridad, un ejército de miles y miles de sol-dados. Prometió a sus súbditos oscuricienses que viajaría has-ta los confines de todas las constelaciones, con sus respectivos planetas, si era preciso, para descubrirnos y matarnos. Aducía ante ellos que él, su príncipe heredero, había sido despreciado y humillado hasta el extremo.

»Ya conocéis que ahora somos, tan solo, unas jóvenes fu-gitivas. Precisamos un lugar seguro donde establecer nuestras viviendas para que los tridentes jamás puedan acceder a ellas. Pronto nos veremos obligadas a adoptar la forma de esferas. Hicimos la solemne promesa, al presidente de la Confederación de las Estrellas, mostrarnos a los seres vivos solo en forma de pequeñas esferas de luz para, así, pasar desapercibidas y evitar el pánico que nuestra presencia les podía producir. Los habitantes de planetas menos evolucionados no entenderían nuestro alto nivel de desarrollo mental ni nuestra avanzada tecnología.

—¿De esferas? ¿Algo así como pelotas?... —preguntó el consejero.

—Sí, en efecto —contestó Bocadi.—¡Ah, entonces..., creo haber hallado la solución más acer-

tada! Podéis habitar en las oquedades existentes en los troncos de los fresnos. Solicitaremos la ayuda de los pájaros carpinteros para que las agranden y os construyan confortables estancias, sin dañar los vasos conductores, por supuesto.

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»Bellos seres del planeta Luz, el relato de vuestra historia me ha convencido y conmovido. Os creo. Sea, a mí la guardia perso-nal. Desatad a las lucienses, son libres. Acercadme el documento que ha firmado el rey, estamparé mi firma junto a la suya. Rubri-cado y sellado queda. Así pues, asunto concluido, el documento es válido por tiempo ilimitado.

—¡Millones y trillones de gracias! Lo hemos conseguido. ¡Plas, plas, plas, plas...! —aplaudían las lucienses, saltando y brin-cando.

—Magistrado, debo advertiros de que esos soldados son muy poderosos y crueles, puesto que, así, han sido adiestrados por Lúcer. Os diré que solo se pueden mostrar a los seres vivos bajo la forma de tridentes, con un color anaranjado brillante —le informó Resplandor.

—Mejor me lo ponéis. Con esa forma tridentina, no podrán aterrizar en esta ladera tan arbórea. Deberán hacerlo en calveros.

»¿Me permitís una última pregunta? —nos preguntó el ma-gistrado.

—Por supuesto —le respondí, algo recuperada. —¿Y vuestros padres? ¿Cómo os comunicaréis con ellos?

Necesitarán saber que estáis vivas. —Acordamos que intercambiaríamos mensajes, en código

secreto, a través de la Estrella Polar, mediante parpadeos que solo ellos y nosotras sabemos descifrar. Imaginaos..., sería ca-tastrófico que los tridentes los interpretaran. Ella, a su vez, se las enviará a Sirio, la más alta y brillante, y muy visible desde todos los hemisferios de Luz, nuestro planeta.

—No se hable más. Es un placer permitiros vivir en nues-tro reino. Tenemos mucho que hacer. Manos a la obra. Deberé conceder una audiencia a los pájaros carpinteros, y a cuantos animales puedan y deseen ayudarnos en la construcción de

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vuestras viviendas —las informó el asesor, con gran satisfac-ción.

—¡Vamos, vamos, acción! Obedeced en todo a los caraco-les y al resto de los animales que presten su colaboración —les pedí.

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CAPÍTULO III Las esferas luminosas solicitan la amistad

de los niños terrícolas

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Niños, amigos lectores, debéis saber que desde nuestra lle-gada, desde que ocurrieron esos hechos que acabamos de narrar hasta hoy, han pasado cincuenta años y seguimos

siendo esferas fugitivas y exiliadas, habitando en el mismo lugar, en la fres-neda centenaria, y con nuestros fieles amigos los caracoles, a los que los humanos les arrebataron su reino. Cercaron un amplio retazo de la ladera con altas vallas de alambre, los introdujeron en él y donde, aún hoy, siguen prisioneros. No pudimos hacer nada para evitarlo, pues nuestros padres, los reyes, nos prohibieron intervenir en decisiones políticas. Esta lo era, pues derivaba, de una concesión, a unos particulares, aprobada por la Consejería de Medio Ambiente.

Lo que sí hicimos, sin desobedecer la orden, fue transportar semillas de coles, lechugas y coliflores hasta el vivero. Este se cuajó de dichas plantas sin que nadie encontrara una explicación lógica.

El dicharachero y marchoso rey murió. Hemos conocido seis reyes más. Todos los años, el día siete de abril, celebramos el día Olímpico. Las prome-sas y los pactos hay que cumplirlos. Casi todas las semanas, entramos para charlar con ellos y mostrarles nuestro afecto eterno e incondicional.

Nos hemos adaptado muy bien a la vida en vuestro planeta, no obstante, echamos mucho de menos a nuestros padres, abuelos y amigos. Cincuenta años sin ellos son demasiados. Hemos ayudado a muchos humanos terrí-colas de La Rioja, y zonas limítrofes, en situaciones de peligro o necesidad extrema; tantos, tantos, que sería imposible referíroslos en tan pocas páginas. Ahora, dentro de unos minutos, lo haremos con Atina, una niña muy bue-na, protegida del Don.

(Es preciso que os diga que en Luz vivimos muchísimos años, man-teniéndonos jóvenes hasta el fin de nuestra existencia. Nuestros científicos genéticos, hace varios milenios, descubrieron las células del envejecimiento, las manipularon y ya apenas envejecemos. Los cincuenta años que han trans-currido en la Tierra equivalen a dos años para nosotras, por tanto, nuestra edad actual terrícola está comprendida entre los dieciséis y los veintidós años).

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Como ya explicamos en su día al asesor y a la familia real caracolera, los humanos terrícolas no nos podéis contemplar como realmente somos, solo se os permite observarnos, y únicamente en momentos transcendentales para vuestras vidas, en forma de esferas luminosas, de color blanco nube o rojo pétalo de rosa. A no ser que..., me callo. Hablo demasiado.

Nuestros cabellos rojos llamarada y nuestros ojos verdes chispeantes contribuyen a otorgarnos un aspecto exótico, y una belleza que provoca admiración en todos cuantos nos ven. No presumimos de ello, puesto que es algo que nos ha sido otorgado de manera gratuita, únicamente, por ser lucienses.

Nuestra principal finalidad, en este doloroso y largo exilio, ha consis-tido, y consistirá, en transformar la tristeza en felicidad, y el silencio de la soledad en risas alegres y carcajadas sonoras y bulliciosas. Los terrícolas estáis mucho más atractivos cuando reís.

Nos comunicaremos con vosotros por telepatía, a través del pensa-miento.

¿Que cómo llegamos a la Tierra en tan corto espacio de tiempo? ¿Pen-sáis que deberíamos de haber tardado millones de años luz?

¡Oh, no fue tan rápido! A nosotras se nos hizo eterno. Os explicaré que existen unas partículas llamadas «taquiones» que viajan en el tiempo a centenares de veces la velocidad de la luz. (Os recuerdo que la velocidad de la luz en el vacío es de 300 000 km/s). En muchos planetas de nues-tra galaxia, se utilizan dichas partículas para viajar por el espacio. En la Tierra, aún, no las habéis descubierto. Los científicos deberán investigar mejor la cuarta dimensión, el tiempo.

Hay seres, como el Don, que no utilizan instrumento alguno para los viajes cósmicos, esto es debido a que han alcanzado planos tan superiores de existencia y perfección que no los precisan. Se trasladan astralmente, adoptan la forma que desean y pueden estar en varios sitios a la vez. Ocupan la escala más elevada de todo ser racional; son, prácticamente, perfectos.

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No os quedéis alucinados, es verdad cuanto os he contado. En alguna época futura, aprenderéis a viajar, al menos, como nosotras.

Os confesaré que, con frecuencia, nos encontramos muy solas en este, vuestro planeta. Únicamente contamos con la amistad del madrugador Sol, de nuestro más fiel amigo, Arcoíris, del que yo estoy... (Es muy ínti-mo, aún no tengo la suficiente confianza con vosotros para contároslo), del Don, de algunos de los animales del bosque y de los espíritus de los ríos y fuentes.

¿Me estáis preguntando que quién es el Don? ¡Ay, el Don, qué ser tan bondadoso! Es un mensajero celeste, protec-

tor, en exclusiva, de todos los niños enfermos de la Tierra. Siempre está pendiente de ellos: les acaricia, les proporciona dulces sueños, los mece, les canta melodías relajantes, alivia sus dolores, aloja en su mente pensamien-tos alegres...

¿Sabéis? Últimamente, se encuentra muy disgustado y preocupado por Atina, la niña de la que os he hablado. Padece parálisis cerebral y, ahora, está aquejada de problemas respiratorios muy graves. En estos momentos, se dirige con su mamá al pueblo que dista unos cien metros de las lindes de nuestro bosque.

Tina nació muy chiquitita, antes de tiempo, y él permaneció a su lado, en la sala de incubadoras, mes y medio, hasta que logró alcanzar el peso necesario que le permitiera tomar posesión de un hogar que la estaba esperando con los brazos abiertos de par en par. Le rompía el corazón verla, allí, solita, en su cajita de cristal sin las caricias de sus papás y de su hermana Vicky. Era norma del hospital que los familiares solo dispu-sieran de una hora al día para observarla de lejos y, siempre, a través de una pantalla de cristal. Convendréis conmigo que esa costumbre resultaba ser una crueldad, tanto para los bebés como para sus familias. Hoy, ya está abolida.

El Don la cuidó día y noche, nunca la ha dejado de proteger. La llama su «Ranita mascota», debido a la postura, boca abajo y con las pier-