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Capítulo 22 – La gestión y protección de los bienes públicos 1 CAPÍTULO 22 LA GESTIÓN Y PROTECCIÓN DE LOS BIENES PÚBLICOS I. LOS BIENES PÚBLICOS Y SU ESTATUTO JURÍDICO PRIVILEGIADO A) El concepto amplio de patrimonio La gestión y protección de los bienes públicos es una de las actividades típicas de las Administraciones públicas. Para lograr la satisfacción del interés general éstas se sir- ven de muy variados medios materiales, que serán analizados en este capítulo. Impor- tancia fundamental tienen los recursos dinerarios o financieros de la hacienda públi- ca, pero no menor es la relevancia de los bienes inmuebles destinados a la prestación de servicios públicos, o los bienes muebles e inmuebles que la Administración puede comprar y vender como lo hace cualquier particular. Un patrimonio es un conjunto de bienes, derechos y obligaciones que se aglutinan porque son de una persona, se agrupan por pertenecer al mismo sujeto titular. El pa- trimonio es una “universitas iuris” o unidad ficticia o ideal, artificialmente creada por el Derecho para unificar el régimen legal de distintas relaciones jurídicas. El patrimo- nio puede estar compuesto por bienes, derechos y obligaciones de distinta naturaleza, pero su función unificadora se instrumenta creando un centro de imputación de titula- ridades activas (derechos, facultades) y pasivas (obligaciones, cargas y gravámenes). Antes de seguir avanzando, hay que hacer algunas precisiones terminológicas; con- viene advertir que la expresión «patrimonio» se utiliza en el lenguaje de nuestro De- recho Administrativo con una doble significación: (i) por un lado, para aludir de forma muy amplia y genérica a cualquier tipo de bienes, obligaciones y derechos reales de los que sea titular la Administración; y, (ii) por otro lado, para designar a una específica clase de bienes, los llamados pa- trimoniales (o bienes de dominio privado de la Administración), para distin- guirlos de los bienes demaniales o de dominio público. Pues bien, sin perjuicio de aludir más adelante a esa categoría específica de los «bie- nes patrimoniales» o de dominio privado de la Administración, por el momento este apartado introductorio hace referencia al «patrimonio» en su concepto o idea global del conjunto de cualquier tipo de bienes, obligaciones y «derechos reales», pues los «derechos de crédito» se atribuyen a la «hacienda pública», que también es algo dis- tinto al patrimonio.

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Capítulo 22 – La gestión y protección de los bienes públicos 1

CAPÍTULO 22

LA GESTIÓN Y PROTECCIÓN

DE LOS BIENES PÚBLICOS

I . LOS BIENES PÚBLICOS Y SU

ESTATUTO JURÍDICO PRIVILEGIADO

A) El concepto amplio de patrimonio

La gestión y protección de los bienes públicos es una de las actividades típicas de las Administraciones públicas. Para lograr la satisfacción del interés general éstas se sir-ven de muy variados medios materiales, que serán analizados en este capítulo. Impor-tancia fundamental tienen los recursos dinerarios o financieros de la hacienda públi-ca, pero no menor es la relevancia de los bienes inmuebles destinados a la prestación de servicios públicos, o los bienes muebles e inmuebles que la Administración puede comprar y vender como lo hace cualquier particular.

Un patrimonio es un conjunto de bienes, derechos y obligaciones que se aglutinan porque son de una persona, se agrupan por pertenecer al mismo sujeto titular. El pa-trimonio es una “universitas iuris” o unidad ficticia o ideal, artificialmente creada por el Derecho para unificar el régimen legal de distintas relaciones jurídicas. El patrimo-nio puede estar compuesto por bienes, derechos y obligaciones de distinta naturaleza, pero su función unificadora se instrumenta creando un centro de imputación de titula-ridades activas (derechos, facultades) y pasivas (obligaciones, cargas y gravámenes).

Antes de seguir avanzando, hay que hacer algunas precisiones terminológicas; con-viene advertir que la expresión «patrimonio» se utiliza en el lenguaje de nuestro De-recho Administrativo con una doble significación:

(i) por un lado, para aludir de forma muy amplia y genérica a cualquier tipo de bienes, obligaciones y derechos reales de los que sea titular la Administración; y,

(ii) por otro lado, para designar a una específica clase de bienes, los llamados pa-trimoniales (o bienes de dominio privado de la Administración), para distin-guirlos de los bienes demaniales o de dominio público.

Pues bien, sin perjuicio de aludir más adelante a esa categoría específica de los «bie-nes patrimoniales» o de dominio privado de la Administración, por el momento este apartado introductorio hace referencia al «patrimonio» en su concepto o idea global del conjunto de cualquier tipo de bienes, obligaciones y «derechos reales», pues los «derechos de crédito» se atribuyen a la «hacienda pública», que también es algo dis-tinto al patrimonio.

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El concepto amplio de patrimonio al que aquí se hace referencia, incluye tanto los «bienes de demaniales» o de dominio público, como los «bienes patrimoniales» o de dominio privado de la Administración. Esa masa o conjunto de bienes, derechos y obligaciones tiene una doble faz, pues un patrimonio puede ser contemplado por su propietario desde una doble perspectiva:

(i) por un lado positivo, el patrimonio es un indicio de capacidad económica, al ser una fuente de riqueza y poderío para ejercer influencia en otras personas;

(ii) por otro lado de significado negativo para su dueño, el patrimonio es una ga-rantía de la responsabilidad de su titular frente a sus deudores (que valoran po-sitivamente la posibilidad de embargarlo para saldar los pagos que no han sido puntualmente satisfechos).

Cada Administración es titular de un patrimonio unitario; ese conjunto de bienes y recursos económicos es el centro de imputación y de responsabilidad sobre el que se sustenta la persona jurídica (que como ya sabemos es una ficción o invención del De-recho, por ser puramente virtual y no tener naturaleza corpórea o tangible). El princi-pio general es que las personas responden de sus deudas con todo su patrimonio (artí-culo 1911 del Código Civil); desde esa perspectiva, el patrimonio de la Administra-ción (que es una persona jurídica) es la garantía de sus acreedores para cobrar las deudas o pagos debidos por la burocracia.

Toda persona jurídica tiene un patrimonio, pero hay personas jurídicas que tienen va-rios patrimonios o masas de bienes y derechos. También hay patrimonios que no tie-nen personalidad jurídica propia y diferenciada (como sucede con el «Patrimonio Na-cional» o los «Patrimonios Municipales del Suelo»), o patrimonios colectivos (como el de las herencias yacentes y las comunidades de bienes).

Entre las distintas clases de patrimonios, tienen la consideración de separados, aque-llos en los que el factor aglutinante del conjunto de bienes es su destino común y compartido. Es decir, en un patrimonio separado el nexo entre los distintos activos de la masa patrimonial no es el sujeto titular de los bienes (o la persona que es dueña del conjunto), sino el fin al que están destinados los bienes y derechos (por ejemplo, el Patrimonio Nacional está destinado a las funciones de alta representación que corres-ponden a la familia real, aunque la corona no sea la dueña de los bienes de ese patri-monio).

Ese mismo carácter separado tiene el «Patrimonio Público del Suelo» (PPS) del que puede ser titular un Ayuntamiento, la Administración del Estado o la de una Comuni-dad Autónoma. Cabe decir que un Ayuntamiento es titular de dos masas patrimonia-les diferentes, cada una con su propio régimen jurídico: por un lado el «Patrimonio Municipal Ordinario» (en el que el conjunto de bienes, derechos y obligaciones se aglutina en torno a la personalidad jurídica que ostenta la corporación local), por otro el «Patrimonio Municipal del Suelo» (en el que los bienes, derechos y obligaciones se agrupan unitariamente por razón de su común destino). Ese patrimonio separado que es el PMS carece de personalidad jurídica propia y distinta a la de la Administración

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que ostenta su titularidad, y está vinculado a los objetivos predeterminados por la ley.

El PMS es un patrimonio separado del resto de los bienes públicos de la municipali-dad; es un patrimonio separado adscrito a un fin específico (el primordial es hacer efectivo el derecho a una vivienda digna y adecuada al que se refiere el artículo 47 CE), por lo que los bienes que lo integran no pueden ser destinados a otros objetivos distintos (STS de 2 de noviembre de 1995).

B) Las distintas clases de bienes públicos

La gestión y protección de los bienes públicos es una de las actividades típicas de las Administraciones públicas. Para lograr la satisfacción del interés general éstas se sir-ven de muy variados medios materiales, que serán analizados en este capítulo. Impor-tancia fundamental tienen los recursos dinerarios o financieros de la hacienda públi-ca, pero no menor es la relevancia de los bienes inmuebles destinados a la prestación de servicios públicos, o los bienes muebles e inmuebles que la Administración puede comprar y vender como lo hace cualquier particular.

La Administración tiene a su disposición importantes medios materiales para la satis-facción de los intereses generales; en ocasiones son de su titularidad; otras veces sólo los gestiona. Sin perjuicio de otras figuras (como la hacienda, el patrimonio nacional, o el patrimonio público del suelo), hay tres grandes categorías jurídicas de bienes pú-blicos:

(i) los bienes demaniales o de dominio público;

(ii) los bienes patrimoniales o de dominio privado; y,

(iii) los bienes comunales.

Los «bienes demaniales o de dominio público» están vinculados o afectos a un uso o servicio público. Son inalienables y están fuera del comercio de las cosas. Además son inembargables e imprescriptibles. Entre otros muchos, son bienes de dominio públi-cos las playas, los puertos, los aeropuertos, los ríos, las carreteras, la casa consistorial en la que el Ayuntamiento tiene su sede, o el “campus” de la Universidad.

Los «bienes patrimoniales o de dominio privado» están dentro del comercio de las cosas, y por tanto pueden ser explotados o vendidos mediante contratos sometidos al Derecho Privado. Además son embargables y un tercero puede adquirirlos por pres-cripción. Entre otros muchos, son bienes patrimoniales los inmuebles que la Adminis-tración ha adquirido por ejecución forzosa de las deudas de los contribuyentes que no han cumplido sus obligaciones con la Hacienda Pública. También son bienes patri-moniales, las acciones y participaciones en el capital de sociedades mercantiles de las que es dueña la Administración.

Finalmente, la figura de los «bienes comunales» sólo existe en el ámbito municipal.

Están fuera del comercio de las cosas. Además de ser inalienables, son inembargables e imprescriptibles. Son bienes destinados al disfrute y aprovechamiento de los veci-

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nos, por ejemplo, ejerciendo la caza en montes comunales, o los bosques para saca de madera, así como los prados donde los vecinos pueden sacar su ganado a pastar.

C) Los dos estatutos de protección privilegiada

1. El estatuto privilegiado común

Los bienes de los particulares se protegen con técnicas de Derecho Privado. En caso de conflicto o controversia entre particulares, el ejercicio de esas fórmulas de defensa y protección patrimonial requieren la intervención de los tribunales de la jurisdicción ordinaria («heterotutela judicial»).

Lo peculiar de los bienes titularidad administrativa es que además de esas mismas técnicas de protección regidas por el Derecho Privado, las Administraciones Públicas disfrutan de otros medios complementarios de defensa y protección, medios jurídicos que se pueden ejercer en régimen de «autotutela administrativa», es decir, sin necesi-dad de previa intervención judicial.

Intuitivamente pudiera pensarse que al ser de «dominio privado» de la Administra-ción Pública, los bienes patrimoniales se rigen por el Derecho Privado; pero no es así; al igual que los bienes demaniales, los patrimoniales también están sometidos al De-recho Administrativo. Rasgo común de todos los bienes de titularidad pública es la existencia de un régimen privilegiado de protección que es común para todos ellos (patrimoniales, demaniales y comunales). La Administración Pública está investida de potestades exorbitantes desconocidas en el Derecho Privado y de las que no disfrutan los particulares, prerrogativas que la Administración puede ejercer en régimen de au-totutela (es decir, sin necesidad de tutela judicial). Entre otros privilegios que serán estudiados más adelante, cabe mencionar la potestad de deslinde o la de recuperar por sí misma la posesión y ejecutar el desahucio sin intervención judicial.

2. El estatuto privilegiado reforzado

Ahora bien, aunque todos los bienes públicos tengan un régimen exorbitante de privi-legios, el estatuto de algunos bienes incluye algunas prerrogativas adicionales que re-fuerzan la protección, “plus” de garantía que se establece en favor de los bienes co-munales y demaniales (pero que no alcanza a los bienes patrimoniales). Las garantías complementarias consisten en la inalienabilidad, inembargabilidad, imprescriptibili-dad y las exenciones tributarias de que disfrutan los bienes comunales y los de domi-nio público. Singular importancia tiene la imposición de servidumbres sobre los pre-dios colindantes con algunos bienes de dominio público.

Esas técnicas de garantía se exponen en la parte final de este capítulo; pero antes de conocer el régimen de protección, conviene seguir avanzando en el conocimiento de la tipología de bienes públicos.

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II. LOS BIENES COMUNALES

A) Introducción histórica El estatuto jurídico de los bienes comunales responde a razones históricas de origen medieval. En la actualidad el territorio nacional se identifica con la suma de la totali-dad de los términos municipales, cada uno de ellos dependiente de un Ayuntamiento.

Ahora bien, esa situación actual no existía en otros tiempos; por ejemplo, en la Edad Media había porciones de territorio, que a pesar de estar pobladas, no dependían de un Ayuntamiento. En la Alta Edad Media, aunque había una gran fragmentación del poder territorial, había pocos Ayuntamientos. La mayoría de los territorios dependían del Rey («señoríos de realengo»), de los Obispos y cargos eclesiásticos («señorío de abadengo»), de los grandes magnates («señorío de solariego»), o de las órdenes mili-tares como la de Alcántara, Calatrava o la de Montesa («Maestrazgo»). En aquella época existían muy pocos núcleos de población organizados como Administración Local (pues era un privilegio tener un Concejo o Ayuntamiento propio, prerrogativa otorgada mediante Fueros o una Carta Puebla).

Hasta el siglo XIX había muy pocos núcleos de población dotados de la organización y competencias propias de los Ayuntamientos. No está de más recordar aquí lo que en su día estableció el artículo 310 de la Constitución española de 1812: “Se pondrá Ayuntamiento en los pueblos que no le tengan y en que convenga le haya, no pudien-do dejar de haberle en los que por sí o con su comarca lleguen a mil almas, y también se les señalará el términos correspondiente”. En aquella época había algunas grandes poblaciones que tenían su propia organiza-ción administrativa local (o Ayuntamiento), pero en muchas pequeñas poblaciones del ámbito rural, existía una exigua población o vecindario, pero no se contaba con una estructura organizativa de poder burocrático; se trataba de simples aldeas o nú-cleos de población, en ocasiones formados en torno a una parroquia o a una posada para caminantes. Entre los pobladores de esos núcleos existían simples relaciones de vecindad, desprovistas de la burocracia que comportan los Ayuntamientos (pues en esas pequeñas poblaciones no había una Administración Pública que gestionase la sa-tisfacción de los intereses locales). Como mucho avance organizativo, en ocasiones funcionaban en régimen de concejo abierto (fórmula colectiva de gestión, en la que los vecinos toman directamente las decisiones locales, reuniéndose en la plaza del pueblo). Por tanto, los vecinos funcionaban en régimen de democracia directa, sin re-presentación a través de concejales, pues en rigor no había Ayuntamiento.

Aunque los vecinos no tuvieran una organización administrativa como es el Ayunta-miento, compartían el uso algunos bienes; disfrutaban en común de algunas fincas (que por ejemplo habían adquirido por donación o concesión graciosa otorgada por el rey, la nobleza o el clero), terrenos que aprovechaban para pastar el ganado o sacar madera. Desde esa perspectiva la figura de los bienes comunales se aproxima a un pa-

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trimonio separado, pues está formado por los bienes que están vinculados o consa-grados a un específico destino: el beneficio común de los vecinos de una localidad.

Con el transcurso del tiempo, aunque en algunas de esas poblaciones apareciera algu-na estructura de organización burocrática, no se establecía una diferencia sustancial entre el «vecindario» y el «pueblo». Durante mucho tiempo se consideró que el Ayun-tamiento no era algo totalmente diferente a la comunidad vecinal. A ese respecto, no está de más recordar que es tardía la atribución al Ayuntamiento de personalidad jurí-dica, pues no se produce hasta el último tercio del siglo XIX.

Pese a que con el devenir de la historia hubo cambios respecto a la titularidad de los terrenos (que pasan a atribuirse a la municipalidad y no a los vecinos), no desapareció la peculiar figura de los bienes comunales destinados al provecho de los vecinos.

Efectivamente, su función básica era atribuir a los vecinos unos medios mínimos para atender a sus necesidades vitales cotidianas. Mientras que la tradicional función de los bienes patrimoniales o de propios era la generación de rentas para financiar la activi-dad del Ayuntamiento, los bienes comunales tenían una función distinta, al estar des-tinados al aprovechamiento directo, personal y gratuito por los vecinos. Gracias a los bienes comunales, las personas más humildes y con menos recursos económicos, po-dían cazar para tener algún alimento, o sacar a pastar al prado las pocas cabezas de ganado que criaban para su autoconsumo. También podían sacar leña para calentarse, o utilizar la madera como material de construcción. En definitiva, tradicionalmente los bienes comunales eran un medio de asistencia social al vecindario, para subvenir a sus necesidades vitales básicas.

B) El régimen jurídico de los bienes comunales Los bienes comunales son inalienables, inembargables e imprescriptibles (artículo 132.1 CE); por lo tanto, su régimen jurídico es en gran medida asimilable al de los bienes demaniales o de dominio público. Los bienes comunales sólo pierden el peculiar estatuto jurídico que les caracteriza, en circunstancias muy excepcionales, y en ese caso de desafectación expresa del aprove-chamiento comunal su destino debe seguir siendo para fines agropecuarios o foresta-les. En cierta medida, más de una desafectación del fin que les es propio, se trata más bien de una mutación del sujeto beneficiario del uso de los bienes comunales, que pa-san a ser arrendados a un tercero a cambio de un precio.

Existe fundamento para proceder a la desafectación expresa de los bienes comunales cuando transcurren 10 años, sin que hayan sido objeto de disfrute habitual por los ve-cinos de la localidad (para el cómputo de ese plazo no se toma en consideración el aprovechamiento aislado, ocasional o esporádico). En esas circunstancias de hecho de escasa o nula utilización de los bienes, y previa información pública, el Pleno del Ayuntamiento puede acordar por mayoría absoluta la desafectación formal de los bienes comunales (decisión que sólo es eficaz cuando después es confirmada por la Comunidad Autónoma).

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Una vez desafectados o desvinculados de su destino comunal y del aprovechamiento por los vecinos, esos inmuebles pasan a ser bienes de naturaleza patrimonial o de dominio privado del Ayuntamiento, y deben ser arrendados a quienes se comprome-tan a realizar un aprovechamiento agropecuario o forestal (reconociéndose preferen-cia a los vecinos para la adjudicación del arrendamiento). Adviértase que no hay ven-ta o enajenación a terceros, sino simple desvinculación del uso y aprovechamiento vecinal. Tampoco hay un cambio radical de destino; por ejemplo, los bienes desafec-tados no pueden ser utilizados para fines urbanísticos especulativos.

C) La dualidad de titularidades Como ya se ha anticipado, históricamente los bienes comunales siempre han estado vinculados o consagrados a un específico destino: el beneficio común de los vecinos de una localidad. Conforme a lo establecido en el vigente artículo 79.3 de la LBRL 7/1985: “Tienen la consideración de comunales aquellos cuyo aprovechamiento co-rresponde al común de los vecinos”. En la actualidad se conserva ese rasgo finalista (el disfrute y aprovechamiento vecinal), pero el uso de los bienes comunales está aho-ra sujeto al control burocrático y la intervención del Ayuntamiento.

Los bienes comunales no son una propiedad privada de cada vecino individual; tam-poco hay una propiedad colectiva que corresponda por igual a todos los vecinos. Lo que está en común de los vecinos no es la titularidad o propiedad de los bienes, sino su aprovechamiento. Aunque quisieran repartírselos, los vecinos no podrían promover la partición y división de los bienes comunales. Por tanto, es una «comunidad de aprovechamientos» que corresponde a los vecinos, pero sujeta a tutela administrativa (y la comunidad es en mano común o germánica, sin distinción de cuotas individuales correspondientes a cada vecino). Efectivamente, son bienes colectivos en los que se produce una bifurcación de titularidades:

(i) por un lado las facultades de uso y disfrute de los bienes (de titularidad veci-nal); y,

(ii) por otro lado las potestades de ordenación y conservación de los bienes (de ti-tularidad del Ayuntamiento).

Es decir, asumiendo que la naturaleza jurídica los comunales, es la de ser bienes de dominio público, y dado que sobre los bienes de dominio público no hay en rigor un derecho de propiedad, sino la simple titularidad de algunas potestades administrati-vas, resulta bizantino e inútil esforzarse denodadamente en la indagación académica, que busca averiguar quién es el dueño o propietario de los bienes comunales.

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D) La utilización de los bienes comunales 1. Introducción Tradicionalmente los bienes comunales se han destinado a usos agropecuarios y fo-restales: saca de madera y producción de carbón natural, explotaciones agrarias, pas-tos para ganado (las dehesas boyales), o usos cinegéticos como la caza, sin olvidar la explotación de los aprovechamientos micológicos en temporada de setas, o los apro-vechamientos mineros en canteras a cielo abierto. La legislación estatal de régimen local distingue tres tipos de uso y aprovechamiento de los bienes comunales, que es-tán jerárquicamente ordenados en escalones sucesivos. Conforme a lo establecido en el artículo 75 del TRRL/1986, y en el artículo 94 del RBEL/1986 la prelación de fórmulas de aprovechamiento es la siguiente:

(i) el aprovechamiento general y simultáneo por todos los vecinos (es la fórmula preferente);

(ii) el aprovechamiento privativo por algunos vecinos, pero gratuito; y, (iii) el aprovechamiento privativo de carácter oneroso, por los vecinos o por terce-

ros.

Aunque por regla general el uso vecinal es gratuito, si excepcionalmente el aprove-chamiento de los bienes comunales es oneroso y genera ingresos, éstos frutos o rentas pertenecen a los vecinos (y no al Ayuntamiento), aunque como compensación por su actividad burocrática, la Administración puede quedarse una parte, “sin que pueda detraerse por la Corporación más de un 5 por 100 del importe” (artículo 98.3 del Reglamento de Bienes de las Entidades Locales, aprobado por Real Decreto 1372/1986, de 13 de junio).

2. Las personas beneficiarias del uso y aprovechamiento de los bienes comunales

En cuanto a las personas que pueden beneficiarse de su uso y aprovechamiento, esas facultades corresponden a las personas físicas que sean vecinos de la localidad (artí-culo 18.1.c) de la LBRL 7/1985), con exclusión tanto de quienes son vecinos de otras poblaciones o términos municipales, como de las personas jurídicas. Por otro lado, la Administración pública es una persona jurídica, y como tal el Ayuntamiento no tiene derecho al uso y disfrute de los bienes comunales.

Como es sabido, la condición de vecino se adquiere en virtud de la inscripción de la persona física en el padrón del municipio en el que resida habitualmente; y quien vive de forma esporádica en varios municipios, debe inscribirse únicamente en el padrón del Ayuntamiento en el que habite durante más tiempo al año. Dicho ello, no está de más precisar que se considere que una persona tiene su residencia habitual en un tér-mino municipal no basta con que se produzcan estancias ocasionales en períodos va-

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cacionales o en días festivos. Ahora bien, para el empadronamiento en el municipio tampoco se exige una residencia constante e ininterrumpida durante todo el año.

En ocasiones tampoco basta con estar empadronado en la localidad, excluyéndose a algunos vecinos de la población. Así ocurre cuando no es posible el aprovechamiento general y simultáneo por todos los vecinos, y con fundamento en la costumbre local o las normas tradicionalmente observadas, se aprueba una ordenanza que imponga es-peciales condiciones de arraigo, permanencia, o vinculación con la localidad. Por ejemplo, cabe exigir un período mínimo de previa residencia en la localidad durante 5 o 10 años (que por lo menos debe ser efectiva 250 días al año), quedando así al mar-gen del aprovechamiento, tanto quienes se acaban de empadronar, como quienes lle-ven empadronados 15 años, pero que no tengan residencia efectiva, porque sólo visi-tan el municipio ocasionalmente, durante los fines de semana o en períodos vacacio-nales. Con la exigencia de esas condiciones de arraigo, permanencia o vinculación, se trata de evitar el abuso de un empadronamiento ficticio o puramente formal, y única-mente realizado con el propósito encubierto de beneficiarse del aprovechamiento gra-tuito de los bienes comunales, sin que en términos materiales exista una residencia real y efectiva, por ser la permanencia en la localidad totalmente efímera o circuns-tancial.

Ahora bien, esos requisitos de especial arraigo local no pueden tener carácter discri-minatorio, por referirse a una específica nacionalidad, raza o religión, o por utilizar criterios como el sexo o el estado civil, para diferenciar el derecho de los solteros y los casados a usar los bienes comunales. Los requisitos establecidos por la ordenanza local no pueden ser discriminatorios, ni tampoco desproporcionados. La dosis de arraigo debe ser razonable y equilibrada, pues resulta contrario a Derecho imponer unos requisitos de vinculación tan rigurosos y estrictos, que conduzcan a resultados desproporcionados o abusivos, al reducir al máximo el número de beneficiarios, y crear un privilegio a favor de unos pocos.

Sólo en circunstancias excepcionales a las que después se hará referencia, se admite que los beneficiarios no sean vecinos y estén empadronados en otra población distin-ta. Ahora bien, en esos casos excepcionales el aprovechamiento no es gratuito, y las personas foráneas tienen que pagar por el uso de los bienes comunales.

3. El aprovechamiento general y simultáneo por todos los vecinos La regla general es que esas facultades de uso y disfrute de los bienes comunales se ejercen gratuitamente, y corresponden por igual a todos los vecinos del municipio, sin distinción de sexo o nacionalidad (es lo que se conoce como «aprovechamiento gene-ral y simultáneo» por todas las personas que estén empadronadas). En consecuencia, todo vecino puede, en cualquier momento y en iguales condiciones, talar madera en el monte comunal para su autoconsumo; o todo vecino puede sacar su ganado para que paste en cualquier parte de los prados comunales, sin diferenciar unas parcelas de otras.

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Esta fórmula de aprovechamiento preferente es la que debe seguirse siempre que sea viable o practicable ese tipo de uso general y simultáneo; si no cabe esa simultanei-dad general por cualquier vecino, se pasa a la fórmula siguiente, que con frecuencia desemboca en la aprobación de una ordenanza reguladora del aprovechamiento.

4. El aprovechamiento privativo de carácter gratuito por algunos vecinos El «aprovechamiento privativo» gratuito tiene carácter supletorio o residual respecto al «aprovechamiento general», pues sólo se aplica cuando no es posible el aprove-chamiento igual y simultáneo por todos los vecinos. Por ejemplo, todos los vecinos tienen ganado, y al haber aumentado mucho la cabaña, ya no hay pasto suficiente pa-ra que todos aprovechen los bienes comunales sin límites expresos.

Como ya sabemos, cuando concurran circunstancias de imposibilidad de efectuar el aprovechamiento general y simultáneo, primero se aplica el uso consuetudinario o tradicional, o la ordenanza local, que además de reglamentar las lotes o suertes, pue-den imponer a los vecinos que estén empadronados, determinadas condiciones de es-pecial arraigo o vinculación con la localidad. La aprobación de ese tipo de ordenanzas especiales se atribuye a la Comunidad Autónoma, y además se exige un previo dic-tamen del Consejo de Estado, o del órgano autonómico consultivo que sea equivalen-te (artículo 75.4 del TRRL/1986). Se trata de un procedimiento reglamentario bifási-co, en el que corresponde al Ayuntamiento la aprobación provisional, a continuación se emite el mencionado dictamen, y finalmente el Gobierno autonómico realiza la aprobación definitiva de la ordenanza.

En su defecto, si no hay costumbre tradicional, o no se aprueba una ordenanza sobre el aprovechamiento de los bienes comunales, para evitar lagunas, se efectúan adjudi-caciones de «lotes» o «suertes» a los vecinos con arreglo a los criterios predetermina-dos por el artículo 75.2 del TRRL/1986, conforme al cual, esas adjudicaciones de lo-tes o suertes se realizan en proporción directa al número de familiares a su cargo, e inversa a su situación económica.

De no ser posible el aprovechamiento general y simultáneo de todos los vecinos, de manera subsidiaria y en un segundo escalón, procede el aprovechamiento especial por algunos vecinos, pero manteniéndose por regla general el carácter gratuito del uso.

Este aprovechamiento es privativo y por tanto comporta la exclusión de algunos ve-cinos, por ejemplo, los que no cumplan los requisitos de especial arraigo establecidos mediante una ordenanza local. La atribución del carácter privativo se instrumenta me-diante suertes o lotes. En principio el específico régimen de suertes o lotes resulta de la costumbre tradicional, o se actualiza mediante ordenanza. En ausencia de normas escritas o consuetudinarias, supletoriamente se aplican los criterios que respecto a los lotes y las suertes, establece el artículo 75.2 del TRRL/1986.

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Por regla general, la formación de «lotes» comporta la zonificación o parcelación del conjunto de fincas que tienen naturaleza comunal. Cuando el terreno se destina a ex-plotación agraria, la adjudicación de un «lote» significa la atribución del aprovecha-miento de una específica parcela de todo el terreno comunal, en beneficio de uno o varios vecinos concretos. Ahora bien, el llamado «lote» también puede ser una cuota de los rendimientos obtenidos por el aprovechamiento, como sucede cuando el terre-no se destina a explotación forestal.

Las llamadas «suertes» comportan la fijación de turnos periódicos o rotatorios. Por no ser viable el aprovechamiento simultáneo por todos los vecinos y en cualquier mo-mento, la adjudicación de una «suerte» implica la realización de un sorteo, para de-terminar al azar en qué días de la semana, puede cada vecino realizar el uso a que tie-ne derecho.

En principio, esas adjudicaciones de lotes o suertes se realizan en proporción directa al número de familiares a su cargo, e inversa a su situación económica. Ahora bien, a ese respecto existe un cierto margen de discrecionalidad municipal para adoptar en la ordenanza otros criterios de distribución, distintos a esas proporciones expresamente mencionadas en el artículo 75.2 del TRRL/1986.

5. El uso privativo por algunos vecinos o terceros, de carácter oneroso Del aprovechamiento gratuito por todos (la regla general), se pasa en segundo lugar al aprovechamiento privativo pero gratuito por algunos vecinos (la excepción), de-jándose como tercera y última solución residual, el uso oneroso y privativo por algu-nos vecinos o por terceros ajenos a la localidad (la excepción excepcional), alternati-va que sólo puede seguirse si así lo autoriza la Comunidad Autónoma.

Conviene advertir que en este tercer escenario, a algunos vecinos o a los foráneos só-lo se les atribuye el «uso» de los bienes comunales, pues en rigor estricto, el «aprove-chamiento» sigue correspondiendo por igual a todos los vecinos, aunque indirecta-mente, pues serán ellos quienes se aprovechen las rentas generadas por esa cesión onerosa del uso.

En vez de ser gratuito el uso de los bienes comunales, excepcionalmente puede ser oneroso, y previa autorización por la Comunidad Autónoma, se admite la adjudica-ción privativa del uso mediante pública subasta, y a cambio del pago de un precio (por ejemplo, un coto de caza). Otra peculiaridad, es que en este caso pueden ser be-neficiarios del uso no sólo los vecinos de la localidad, sino también personas empa-dronadas en otras poblaciones, e incluso las personas jurídicas.

Conforme a lo establecido en el artículo 75.3 del TRRL/1986, en la adjudicación del uso mediante pública subasta al mejor postor, los vecinos del municipio tienen prefe-rencia a la adjudicación, sobre quienes son foráneos, siempre que los vecinos igualen las mismas condiciones económicas ofrecidas por los terceros (todo ello, en los tér-minos previstos en la correspondiente ordenanza). Si la oferta de los vecinos son infe-

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riores a las presentadas por los foráneos, la adjudicación de la subasta corresponderá a éstos últimos, más concretamente, al licitador foráneo que haya ofrecido la mayor cantidad de dinero; por esa vía, un rico banquero que sea vecino de Madrid, puede adquirir en una localidad de los montes de Toledo, el uso temporal de un coto de caza que se explota sobre bienes comunales.

Si el uso de los bienes comunales es oneroso y genera ingresos, esas rentas son las que colectivamente aprovecharan los vecinos que tengan derecho a beneficiarse de los bienes comunales. Ahora bien, no se produce un reparto del dinero entre los veci-nos, sino que esos recursos deben destinarse a la financiación de servicios que se presten en utilidad de aquellos vecinos que tengan derecho a beneficiarse del uso de los bienes comunales (artículo 98.3 del citado RBEL/1986). Adviértase que no se tra-ta de servicios municipales que preste el Ayuntamiento “uti universi” y en favor de todos los vecinos, incluso de aquellos que por alguna razón no tengan derecho al aprovechamiento de los bienes comunales.

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III. LOS BIENES DEMANIALES O DOMINIO PÚBLICO DE LA ADMINISTRACIÓN

A) Concepto y clases

1. Concepto

Los bienes demaniales o de dominio público se definen por su destino o afectación (por estar directamente vinculados a satisfacer al interés general), elemento finalista que impide su apropiación privada, y los excluye del mercado al ser “res extra com-mercium”. El dominio público es una figura jurídica o institución funcional, pues tie-nen esa consideración demanial los bienes que están vinculados o afectos:

(i) al uso público (la playa o las carreteras);

(ii) a la prestación de un servicio público (el “campus” de la universidad donde se presta un servicio docente);

(iii) dedicados a sede de oficinas u otras dependencias de la administración (la casa consistorial del Ayuntamiento); o,

(iv) al fomento de la riqueza nacional (como sucede con las minas y otros recursos naturales susceptibles de aprovechamiento económico rentable).

Por razón de su titularidad, los bienes de dominio público pueden ser de cualquiera de las Administraciones Públicas estudiadas en otros capítulos. Hoy se admite pacífica-mente que todas las Administraciones territoriales y algunas Administraciones insti-tucionales pueden ostentar la titularidad de bienes demaniales, frente a la interpreta-ción restrictiva que en otro tiempo se hacía de los artículos 339 y 343 del Código Ci-vil (que en su estricta literalidad sólo se refieren a las Administraciones territoriales).

La titularidad de los bienes demaniales puede corresponder tanto a un organismo au-tónomo (por ejemplo una universidad pública), como a una entidad pública empresa-rial; ahora bien, lo más habitual es que los de dominio público no sean «bienes pro-pios» de esas Administraciones institucionales, sino «bienes adscritos» (es del caso de ADIF); es la Administración territorial matriz quien conserva su titularidad, sin perjuicio de adscribirlos a las entidades filiales. En cambio, al carecer de las potesta-des exorbitantes imprescindibles para su defensa y protección, las sociedades públi-cas y las fundaciones públicas no pueden ser titulares de bienes demaniales.

2. Bienes inmuebles, muebles y semovientes

Aunque hay algunos «bienes muebles» que son de dominio público (los cuadros, las esculturas y otros objetos de arte exhibidos en un museo público), por regla general los demaniales son «bienes inmuebles» (montes, vías pecuarias, carreteras, puertos, aeropuertos, hospitales, colegios, centros universitarios). También hay algunos pocos «bienes semovientes» que forman parte del dominio público, como los animales ads-critos a servicios para la Defensa Nacional.

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3. El dominio público natural, artificial y virtual

Desde otra perspectiva cabe distinguir el dominio público natural, el artificial y el dominio público virtual.

Por un lado el «dominio público natural» (el mar y la zona marítimo–terrestre, las aguas continentales, los acuíferos subterráneos y los cauces de los ríos). Según ha de-clarado el Tribunal Constitucional está reservada al Estado la titularidad del dominio público natural y la competencia de determinar qué categorías de bienes lo integran; así se declara en relación a las aguas continentales y cursos fluviales [STC 227/1988, de 29 de noviembre; (Tol 80074)], y en relación a la costa y la zona marítimo–terrestre [STC 149/1991, de 4 de julio; (Tol 599944)]. Por otro lado, junto al dominio público natural hay que aludir al «dominio público artificial», formado por las obras del hombre cuando construye nuevos inmuebles para afectarlos al uso público o a la prestación de un servicio público (carreteras, puertos, aeropuertos, trazados ferrovia-rios, centros sanitarios, o colegios y universidades).

Finalmente, hay que hacer referencia al «dominio público virtual», por ejemplo, el espectro radioeléctrico tiene la consideración de dominio público, y por eso la Admi-nistración puede planificar y ordenar las telecomunicaciones, y otorgar autorizaciones o concesiones a los empresarios que aprovechan el dominio público radioeléctrico. Su naturaleza virtual resulta del hecho de no ser un bien tangible o mensurable, tampoco es un bien susceptible de apropiación, y la inembargabilidad e imprescriptibilidad ponen de manifiesto que estamos ante una calificación dogmática nacida de una fan-tástica imaginación, una ficción jurídica totalmente alejada de la realidad de los bie-nes materiales y corpóreos.

B) Algunos rasgos relevantes del dominio público

1. El dominio público como título de intervención en la actividad de los particulares

La Administración Pública siempre ha buscado títulos jurídicos que legitimaran su poder de supremacía sobre los ciudadanos, y de intervención en la libertad de los par-ticulares. En muchas ocasiones los bienes de dominio público cumplen esa función, pues toda actividad privada que los particulares desarrollen sobre esos bienes de titu-laridad administrativa, justifica el ejercicio de los poderes que ejerce el dueño sobre las cosas que forman parte de su patrimonio. En ese caso las actividades privadas des-arrolladas sobre el dominio público se regulan por la Administración “ope proprieta-tis” . Por ejemplo, las actividades privadas que se desarrollan en un puerto o aeropuer-to, están sometidas a la ordenación que establezca el dueño de esas infraestructuras del dominio público.

Ahora bien, otras veces, como sucede en el caso de los yacimientos y aprovechamien-tos mineros, en rigor no son bienes de titularidad pública, y por ello los poderes que ejerce la Administración sobre tales bienes no son los del dueño que interviene “ope

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proprietatis” . En esos casos la figura del dominio público legitima un control admi-nistrativo de las actividades económicas privadas, que se ejerce “ope imperii” (es de-cir, en virtud del poder de supremacía general que la Administración Pública tiene sobre los ciudadanos).

El interés del particular puede consistir en algo más que el simple «uso» inocuo de la cosa que forma parte del dominio público, por tratarse de un «aprovechamiento» o uso con la finalidad lucrativa de obtener una ganancia o rendimiento económico. Si además el uso y aprovechamiento es privativo y excluyente, por impedir que otros hagan lo mismo, entonces estamos ante una concesión demanial.

Ahora bien, el uso y aprovechamiento económico de los bienes de dominio público no siempre comporta la exigencia de una concesión demanial, pues lo que se exige en ocasiones es una concesión o autorización de servicio. Un taxi también utiliza inten-samente las calles de un municipio para desarrollar una actividad económica lucrati-va, pero el título jurídico que legitima su utilización del dominio público viario no es una concesión o autorización demanial, sino una licencia de servicio público. Lo mismo sucede con el transporte regular y permanente de viajeros en autobús de uso general, actividad económica que sólo puede ejercerse mediante un uso intensivo del dominio público.

Durante algún tiempo se afirmó la existencia de un vínculo entre las potestades públi-cas sobre los bienes y los servicios, de forma tal que no se podían fragmentar o disec-cionar en títulos jurídicos autónomos y diferenciados. Ese maridaje de potestades de-terminaba, que quien era titular del bien de dominio público, también era titular de las potestades administrativas para ordenar o controlar los servicios públicos que se pres-taban utilizando esos bienes (de ahí la competencia municipal del servicio de tranví-as).

En realidad el nexo era a tres bandas, pues también alcanzada a las obras públicas.

Cuando sobre un bien de «dominio público» se ejecuta una obra, ésta tiene naturaleza de «obra pública», y con frecuencia la construcción de la infraestructura se realiza pa-ra implantar un nuevo «servicio público». Por tanto, el titular del bien de dominio pú-blico es quien tiene competencia para adjudicar el contrato de obra y la concesión del servicio público. Ese vínculo indivisible entre dominio, obra y servicio público es cla-ro en el artículo 3 de la Ley de 3 de junio de 1855: “Todas las líneas de ferrocarriles destinadas al servicio general son del dominio público y serán consideradas como obras de utilidad general”.

Esa doctrina del “lien indivisible” entre dominio, obra y servicio, se elaboró en un Es-tado fuertemente centralizado como lo era Francia a comienzos del siglo XX, pero ya no sirve para Estados con una compleja distribución territorial del poder. Uno de los factores que contribuyó al abandono de esa construcción doctrinal fue su inutilidad ante escenarios en los que el dominio público municipal era utilizado por servicios controlados por el Estado.

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2. La titularidad y propiedad de los bienes públicos

En línea general de principio, la Administración es propietaria de los bienes patrimo-niales o de dominio privado. Como cualquier propietario (artículo 348 del Código Ci-vil), la Administración puede usarlos, arrendarlos, gravarlos con una hipoteca, ven-derlos o permutarlos. Es decir, sobre sus bienes patrimoniales la Administración os-tenta auténticos derechos reales.

En cambio, la Administración no es propietaria de los bienes de dominio público ni de los bienes comunales, pues no puede venderlos o enajenarlos, tampoco puede hipotecarlos. Respecto a los bienes de dominio público y los comunales es titular de «competencias administrativas», pero no de «derechos reales». Para algunos el domi-nio público es una manifestación del derecho de propiedad, otros argumentan que el efecto de la calificación de un bien como de dominio público es la atribución a la Administración Pública de potestades unilaterales y exorbitantes, que no siempre co-inciden con el haz de facultades de que disfruta el propietario de una cosa. En rigor la Administración no se apropia de las cosas de dominio público, su labor es gestionar-los en beneficio de los intereses colectivos; más que titular en concepto de dueña o propietaria de una cosa, estamos ente una titularidad fiduciaria en beneficio de un ter-cero: la colectividad o la nación.

En España el criterio casi uniforme hasta la década de 1970 fue la concepción del dominio público como «propiedad administrativa», pero a partir de entonces se fue abriendo camino la concepción del dominio público como un «título de atribución de potestades administrativas», tesis que el Tribunal Constitucional ha hecho suya. En ese sentido, la Sentencia del Tribunal Constitucional 227/1988, declara lo siguiente:

“En efecto, la incorporación de un bien al dominio público supone no tanto una forma específica de apropiación por parte de los poderes públicos, sino una técnica dirigida primordialmente a excluir el bien afectado del tráfico jurídico privado, protegiéndolo de esta exclusión mediante una serie de reglas exorbitantes de las que son comunes en di-cho tráfico «iure privato». El bien de dominio público es así ante todo «res extracom-mercium», y su afectación, que tiene esa eficacia esencial, puede perseguir distintos fi-nes: típicamente, asegurar el uso público y su distribución pública mediante concesión de los aprovechamientos privativos, permitir la prestación de un servicio público, fomen-tar la riqueza nacional (art. 339 del Código Civil) …”.

Dicho ello conviene matizar la negación de la idea de propiedad respecto a los bienes de dominio público es particularmente acertada cuando se refiere al «dominio público natural» (como las aguas continentales o la zona marítimo–terrestre), o cuando se aplica al «dominio público virtual» (como el radioeléctrico), pero no es igualmente rigurosa en relación a algunas manifestaciones del «dominio público artificial» (como ocurre en el caso de un edificio de oficinas). Mientras que en nuestro ordenamiento es jurídicamente inimaginable que la Administración venda una playa o un río (serían decisiones absolutamente contrarias a Derecho), la venta de un edificio de oficinas administrativas puede ser fácilmente instrumentado mediante la desafectación del inmueble. En ese ejemplo del edificio de oficinas, la Administración tiene algo más

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que competencias, y su posición jurídica se aproxima notoriamente a la de cualquier propietario. De ahí que algún sector de la doctrina considere que no existe un régimen unitario y uniforme para todos los bienes de dominio público.

Ahora bien, la distinción entre la titularidad del dominio sobre una cosa y la titulari-dad de las competencias se hace más tangible y cobra nuevo sentido en el contexto de una organización territorial compleja, en la que cada Administración Pública tiene «potestades» exorbitantes que en ocasiones se ejercen sobre bienes que son del «do-minio» de otra Administración. Así lo destacó el Consejo de Estado en su conocido dictamen de 7 de julio de 1948, en relación a las competencias estatales respecto al servicio de transporte por carretera. Aunque la titularidad del dominio público corres-pondía a la Diputación Foral de Navarra, la ordenación del servicio público y el otor-gamiento de títulos habilitantes correspondía a la Administración del Estado.

Mientras que la propiedad es un derecho tendencialmente exclusivo y excluyente, no sucede lo mismo con las competencias administrativas cuando se trata de un Estado sea territorialmente complejo, en el que es habitual y frecuente que se produzca una «concurrencia de competencias» de distintas Administraciones Públicas. Que un bien inmueble sea de dominio público estatal no significa que sobre ese terreno sólo osten-te competencias la Administración General del Estado. Las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales pueden ser titulares de algunas potestades administrativas so-bre bienes de dominio público estatal. En ese tipo de escenarios se puede producir una disociación de la titularidad del bien (que corresponde a una Administración Pública) y la titularidad de potestades sobre el bien (que puede estar atribuida a otra Adminis-tración Pública distinta). Puede tratarse de potestades normativas de ordenación del uso y aprovechamiento de los bienes demaniales, potestades orientadas a la protec-ción ambiental, o potestades de ordenación de los servicios que se prestan utilizando una infraestructura cuya titularidad corresponde a otra Administración distinta.

Por otro lado, la simple titularidad de competencias administrativas sobre un deter-minado bien, no comporta la titularidad de un derecho real, por no existir un dominio directo e inmediato sobre la cosa inmueble. El dueño de una cosa puede pedir una in-demnización de daños y perjuicios causados en su propiedad, pero por ejemplo, la Administración que sólo tiene competencias de protección ambiental de la flora y la fauna, no tiene legitimación activa para reclamar el resarcimiento de daños y perjui-cios sufridos por los bienes en los que ejerce sus potestades (cuando mueren especies animales que son objeto de protección, pero que no son de propiedad de la Adminis-tración con competencias ambientales). No basta la titularidad de una competencia administrativa para ejercer la acción de resarcimiento de daños (dictamen del Consejo de Estado de 7 de febrero de 1991), sino que es necesario ostentar la titularidad de un bien o derecho patrimonial.

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3. Los bienes de dominio público están fuera del comercio de las cosas

Mientras que los bienes patrimoniales o de dominio privado de la Administración pueden ser vendidos o enajenados a un tercero, los bienes demaniales o de dominio público están fuera del comercio de las cosas (“res extra commercium”) .

Esa exclusión del tráfico mercantil explica que no puedan ser adquiridos por pres-cripción (en virtud de la posesión prolongada a lo largo del tiempo), o en virtud del ejercicio de la potestad expropiatoria. Los bienes demaniales tampoco pueden ser em-bargados si la Administración tiene deudas y no las satisface voluntariamente (el cumplimiento forzoso se ejecutará sobre bienes patrimoniales).

En esa misma línea general de principio, los bienes de dominio público no pueden ser hipotecados, pues en la constitución de esa garantía subyace la transmisión eventual del inmueble, en caso de incumplimiento de la obligación principal de pago. Lo que se puede hipotecar es una concesión administrativa (con el significado que luego se expone), pero no los bienes de dominio público.

4. Los bienes de dominio público no pueden ser enajenados, pero deben ser rentabilizados

Que los bienes de dominio público estén fuera del comercio de las cosas sólo signifi-ca que no pueden ser enajenados, pero no quiere decir que no puedan ser rentabiliza-dos o explotados para obtener un beneficio económico (por ejemplo, mediante la ce-lebración de un contrato de concesión de obra pública).

En las actuales circunstancias de la economía y la sociedad no cabe anquilosarse en la tradicional «concepción estática del dominio público» (orientada a conservar la titula-ridad pública), y hay que dejar paso a la «concepción dinámica de los bienes dema-niales» (que persigue optimizar la gestión eficaz y la eficiencia económica de los ac-tivos inmobiliarios de las Administraciones Públicas). La Administración Pública es simple titular fiduciaria de unos bienes que tienen por finalidad la satisfacción de los intereses generales, y ese objetivo debe alcanzarse con las máximas cotas de eficacia en la gestión, y de rentabilidad económica o eficiencia en la asignación de los recur-sos públicos.

C) La afectación y desafectación de los bienes demaniales

1. La afectación al uso o al servicio público

Teniendo en cuenta su configuración funcional por razón del destino o finalidad, la clave del estatuto jurídico de los bienes demaniales es su vinculación con un uso o servicio público. Esa vinculación se denomina «afectación», la pérdida de ese destino recibe el nombre de «desafectación», y el cambio de afectación se denomina «muta-ción demanial». La afectación de un bien a un uso o servicio público determina su in-tegración en el dominio público. Esa vinculación o afectación determina la entrada de

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la cosa en la órbita del dominio público, y la sujeción al correspondiente estatuto ju-rídico demanial; la desafectación es la salida de la esfera del dominio público. La afectación o vinculación de los bienes puede ser «única», o «múltiple» (siempre que los destinos sean compatibles), como sucede cuando una calle está afecta al uso pú-blico de los peatones que pasean por las aceras, de los automóviles a motor que circu-lan por la calzada, y del servicio público de transporte en tranvía que discurre sobre los raíles instalados en la vía pública.

La afectación puede referirse a un destino único y exclusivo, pero en ocasiones el mismo bien de dominio público puede tener varios fines o destinos simultáneos y compatibles entre sí (como sucede en el caso de las vías pecuarias). Con arreglo a lo establecido en el artículo 2 de la vigente Ley 3/1995, de 23 de marzo: “Las vías pe-cuarias son bienes de dominio público de las Comunidades Autónomas y, en conse-cuencia, inalienables, imprescriptibles e inembargables”. Las vías pecuarias son bie-nes de dominio público que tienen un destino típico, preferente o prioritario (la tras-humancia de ganado), destino de interés general que no es incompatible con la utili-zación de las cañadas, cordeles y veredas como rutas verdes y de turismo rural. Se tra-ta de bienes de dominio público plurifuncionales, en los que la existencia de una afec-tación prioritaria no determina la exclusividad de la misma. En rigor no se trata ni de una desafectación ni de una mutación demanial, sino de la «coafectación» o «afecta-ción concurrente» expresamente prevista en el artículo 67 de la Ley 33/2003 (del Pa-trimonio de las Administraciones Públicas).

El grado de afectación no es uniforme para todos los bienes que están vinculados a un uso o servicio público, y a ese respecto se habla de «escala de demanialidad»; la dosis de afectación puede ser más o menos intensa y por ello hay rasgos del dominio públi-co que, como la inalienabilidad o la exención de tributos, no tienen siempre el mismo significado y alcance. Por ejemplo, hay bienes militares que no están directa e inme-diatamente vinculados a la recta satisfacción de las necesidades de la Defensa Nacio-nal. En ese sentido, los muebles del Ministerio de Defensa (mesas, sillas, sillones, o las estanterías), tienen la consideración de bienes patrimoniales susceptibles de ena-jenación.

Dejando al margen la distinción entre bienes de dominio público y patrimoniales, se aprecia la existencia de distintos grados de vinculación con las necesidades de la De-fensa Nacional. En el caso de un carro de combate esa vinculación es directa e inme-diata. En cambio otros bienes militares tienen una remota conexión con la satisfacción de las necesidades defensivas y en ese sentido cabe hablar de una escala de demania-lidad (piénsese en un Museo que es de titularidad del Ministerio de Defensa o un Es-pacio Natural Protegido como el de Cabañeros). Qué decir del bolígrafo que utiliza un funcionario civil que trabaja en la sede central del Ministerio de Defensa, o del mobi-liario que utiliza para el desarrollo de su actividad profesional.

Por otro lado, la simple circunstancia fáctica de que un bien esté geográficamente si-tuado dentro de una instalación de las Fuerzas Armadas, no lo transforma en un bien destinado a satisfacer las necesidades de la Defensa Nacional. Además de esa locali-

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zación espacial, es necesaria la afectación directa e inmediata a los fines de la Defen-sa Nacional. Un bien inmueble puede estar ubicado dentro de una instalación castren-se, pero no tener la consideración jurídica de bien militar. En el interior de una Base militar de gran extensión territorial como la de Rota en la Provincia de Cádiz, hay es-tablecimientos comerciales que no están directa e inmediatamente afectos a la Defen-sa Nacional (y en consecuencia no forman parte del dominio público militar).

Finalmente, resulta indicado hacer referencia a las cuestiones formales de la afecta-ción de los bienes al dominio público. Por regla general la afectación de un bien al uso o al servicio público debe ser expresa, pero también puede ser, implícita o pre-sunta.

La «afectación expresa» puede ser dispuesta por la Constitución (como sucede en el caso de las playas, según resulta del artículo 132.2 CE), por una ley (como ocurre con los ríos y los acuíferos subterráneos), o por un acto administrativo (por ejemplo, la decisión municipal de instalar las oficinas del servicio de hacienda en un concreto edificio).

También cabe la «afectación implícita» al uso o al servicio público, que es el resulta-do indirecto que se infiere de un acto expreso que tiene otra finalidad distinta. Así su-cede con el acto por el que se aprueba el proyecto de las obras de una carretera; esa decisión legitima la expropiación de los terrenos necesarios para ejecutar la obra, y de forma implícita produce su afectación al uso público.

Finalmente, hay que aludir a la «afectación presunta», que no es el resultado de un acto formal, sino fruto de una actuación material (hechos concluyentes que ponen de manifiesto el destino de un bien). Sin adoptar un acuerdo formal, de hecho el Ayun-tamiento destina un edificio a museo de la ciudad (y ese uso se prolonga durante más de 25 años).

2. La desafectación

La desafectación o desvinculación de un bien del uso o servicio público al que estaba destinado, produce como efecto el cambio de naturaleza jurídica. El bien deja de ser de dominio público, y pasa a ser dominio privado o bien patrimonial (volviendo a es-tar dentro del comercio de las cosas).

En nuestro ordenamiento la desafectación no puede ser implícita o presunta. Razones de seguridad jurídica exigen que la desafectación siempre sea expresa (para evitar que por desidia o grave negligencia administrativa un tercero pretenda haber adquiri-do por prescripción la titularidad de un bien que había pasado a ser bien patrimonial por desafectación presunta). Ello no obstante, en la realidad de las cosas hay casos en los que la desafectación no es expresa, como sucede cuando cambia el curso de un río (hecho material del que resulta la desafectación del antiguo cauce).

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3. La mutación demanial o cambio de la afectación

La mutación demanial es un acto de doble efecto, pues implica simultáneamente la desafectación del bien de una concreta finalidad o la desvinculación de un sujeto del sector público, y su afectación a otro destino u otra Administración Pública distinta.

Hay dos clases de mutación demanial:

(i) por cambio de destino (un local municipal deja de ser utilizado por la policía local, y pasa a ser destinado a oficina de información turística);

(ii) por cambio de Administración Pública titular de las competencias sobre un bien que sigue siendo de dominio público (unas oficinas de la Administración General del Estado, pasan a titularidad municipal).

En la práctica suelen acumularse ambos cambios. Por ejemplo, no es insólito que, como consecuencia del cambio de la estrategia militar, y a la vista de las nuevas ne-cesidades de la Defensa Nacional, un antiguo acuartelamiento pase a destinarse a la prestación de los servicios docentes de una universidad (mutación del destino militar al docente, y cambio de titularidad de la Administración del Estado a la universidad, que es una persona jurídica distinta).

También puede suceder que, por vía del Ministerio de Defensa el acuartelamiento mi-litar esté originariamente adscrito a la Administración General del Estado (Adminis-tración territorial matriz), y pase a tener otra afectación distinta al adscribirse a un Organismo Autónomo como el «Instituto de la Vivienda de las Fuerzas Armadas» (Administración institucional filial).

D) El régimen de uso de los bienes demaniales: los títulos habilitantes

1. El uso del dominio público y los distintos títulos habilitantes

Los bienes demaniales pueden ser utilizados en exclusiva por la Administración Pú-blica que ostenta su titularidad o por terceros que han obtenido una concesión; tam-bién cabe el uso simultáneo y compartido por la Administración y los terceros. El títu-lo jurídico habilitante para ocupar o usar legítimamente el dominio público será dis-tinto en atención a las particulares circunstancias de cada caso concreto. Además la ocupación también puede ser ilegítima por no existir título habilitante, y a pesar de esa falta de cobertura jurídica, el uso del tercero puede ser consentido por la Adminis-tración por la vía de hecho. Con carácter general cabe distinguir las siguientes situa-ciones:

(i) la reserva del uso exclusivo a la Administración titular del bien; (ii) la adscripción del uso a una Administración distinta a la que ostenta la titulari-

dad; (iii) el uso común general por todos los ciudadanos;

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Capítulo 22 – La gestión y protección de los bienes públicos 22

(iv) el uso o aprovechamiento especial por su intensidad, riesgos o los beneficios que comporta;

(v) el uso privativo por algunos ciudadanos a quienes se ha otorgado una autoriza-ción o una concesión demanial; y,

(vi) el uso consentido o tolerado sin título habilitante y en precario.

2. La reserva demanial

Con fundamento en su condición jurídica de titular de unos bienes públicos, en de-terminadas circunstancias la Administración puede optar por excluir su uso común por cualquier persona, para conservar o retener el aprovechamiento para sí misma, y utilizarlos privativamente. La titularidad pública de un bien no siempre está vinculada a su uso público general por cualquier persona. En ocasiones la Administración se re-serva el uso exclusivo de los bienes por razones de interés público (como sucede con los minerales radioactivos, los establecimientos militares, o alguna parte del curso de un río o de la zona marítimo–terrestre). Para implantar ese tipo de «uso público priva-tivo» de vigencia indefinida en el tiempo, basta con dictar un acto formal de afecta-ción expresa del bien, al destino exclusivo de las actividades burocráticas típicas de la Administración que ostenta su titularidad.

En relación al dominio público artificial que resulta de la ejecución de obras, es bas-tante frecuente que la Administración se atribuya el uso directo y exclusivo de un bien demanial. Baste pensar en la sede de un ministerio, o la casa consistorial en la que el Ayuntamiento tiene su sede, que son inmuebles ocupados y aprovechados por la Administración Pública, régimen que no excluye el acceso ocasional de particula-res, cuando tengan que hacer gestiones burocráticas. En esas circunstancias no se pro-duce una exclusión de un uso común general previamente existente, sino que “ab ini-tio” ya se decide retener el uso y con carácter privativo del bien de naturaleza dema-nial, como por ejemplo sucede en el caso de las fortificaciones militares. Es decir, la decisión administrativa de la que resulta el uso público privativo, no implica una mo-dificación del “statu quo” previamente existente. Sin perjuicio de excepciones, en lí-nea general de principio ese tipo de «uso público privativo» de los bienes demaniales no sólo orilla el «uso común general», sino que también excluye que la Administra-ción otorgue a terceros títulos habilitantes autorizatorios o concesionales para legiti-mar un «uso especial» o un «uso privativo».

Un rasgo que caracteriza a los bienes militares es que su uso está reservado en exclu-siva a la propia Administración del Estado. Dicho en otros términos, no son bienes de uso público general y libre por cualquier ciudadano (quien no puede pasear por un acuartelamiento militar, de igual forma que lo haría por cualquier parque público). En línea general de principio tampoco se otorgan a los particulares autorizaciones o con-cesiones que legitimen el uso y aprovechamiento especial o privativo del dominio público militar. Esa reserva en exclusiva produce como efecto que en materia de do-minio público militar no existan por lo general relaciones entre la Administración y los ciudadanos.

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Distinta a esa situación de «uso público privativo y directo» por la Administración del dominio público artificial, es la figura de la «reserva demanial en sentido estricto» o vinculación del dominio público natural a un destino preferente, que normalmente comporta un uso directo y privativo por la propia Administración. En línea general de principio, esos bienes naturales que forman parte del dominio público, están vocacio-nalmente orientados al uso común general por cualquier ciudadano. Ello no obstante, en ocasiones la Administración se reserva el uso exclusivo de los bienes por razones de interés público (como sucede con los minerales radioactivos, o alguna parte del caudal de agua de un río, o de la zona marítimo–terrestre).

El efecto práctico de la reserva en sentido estricto, es parecido a que la Administra-ción se otorgue a sí misma una concesión, para utilizar privativamente una porción del dominio público, excluyendo así al común de los ciudadanos. En sentido estricto, el concepto de «reserva demanial» hace referencia al título jurídico que habilita a la Administración titular de un bien de dominio público natural (que normalmente está abierto al uso común general, privativo o especial), para desplazar temporal o provi-sionalmente esas formas de uso por terceros, con el objetivo de reservárselo total o parcialmente a un destino que es incompatible con alguno de esos usos por terceros, sin que ello implique la desafectación de su fin propio, ni tampoco una mutación de-manial.

Por ejemplo, en circunstancias normales, el caudal de agua que fluye por el cauce de un río puede ser objeto de concesiones administrativas en favor de terceros, a quienes se otorga un uso privativo, por ejemplo el riego de cultivos agrícolas. Ahora bien, en una situación excepcional de pertinaz sequía, temporalmente se puede desplazar ese aprovechamiento por terceros, para garantizar un uso prioritario para cuya atención se establece la reserva demanial. Eso es lo que ocurrió con la Ley 14/1987, de 30 de ju-lio, que en su artículo 2 estableció lo siguiente: “Se reserva a favor de la Confedera-ción Hidrográfica del Júcar un caudal de un metro cúbico por segundo, procedente de la regulación del embalse de Contreras, en el río Cabriel con destino al consumo urbano e industrial de Sagunto”.

Pues bien, la reserva de ese volumen de agua para el consumo urbano e industrial, puede ser incompatible con las concesiones de regadío previamente otorgadas. Ocurre que la reserva demanial tiene primacía sobre cualquier otro uso por terceros del do-minio público, por lo que es causa legitimadora del sacrificio de los derechos subjeti-vos preexistentes. De ahí que, a efectos de expropiación forzosa de otros títulos habi-litantes, el acto administrativo de reserva lleva implícita la declaración de utilidad pública y necesidad de ocupación de los derechos de uso preexistentes otorgados a terceros, que resulten incompatibles con ella (artículo 104.4 de la LPAP 33/2003, también el artículo 47.3 de la Ley 22/1988, de Costas, y el artículo 55.2 del Texto Re-fundido de la Ley de Aguas, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2001).

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En línea general de principio, la reserva se formaliza mediante un acto administrativo que identifica y motiva su fundamento legitimador, además de señalar un uso concre-to y específico, decisión burocrática que se publica en un Diario oficial, y se inscribe en el Registro de la Propiedad. Esa exigencia de justificar el fundamento legitimador de la «reserva demanial», es otro factor que permite diferenciar esa figura del «uso público privativo», pues ésta última no necesita ese mismo tipo de motivación. La fi-nalidad perseguida debe estar identificada con suficiente precisión; no basta con seña-lar un objetivo vago y genérico.

En relación a la reserva de una porción de la bahía de Cádiz con una superficie de 287 hectáreas, para la constitución de un consorcio de actividades logísticas, tecnológicas, ambientales y de servicios, Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de octubre de 2009 de-clara lo siguiente: “(…) la formulación excesivamente amplia e imprecisa cuando se re-fiere a la finalidad de la reserva (…) hace difícil si no imposible, que la observancia de dicha finalidad opere como elemento de control de la legalidad de la actuación y como condición para la propia persistencia de la reserva, cuya duración, como hemos visto, debe limitarse al tiempo necesario para el cumplimiento de los fines que han determina-do su constitución”.

En ningún caso la reserva demanial puede amparar usos distintos al que justificó la decisión administrativa. Es más, el destino del bien reservado debe estar dentro de las competencias de la Administración titular del dominio público, no siendo válida la reserva para otros fines distintos. Además, la duración de la reserva debe limitarse al tiempo necesario para cumplir la finalidad perseguida; mientras que el «uso público privativo» tiene en principio una duración indefinida, la «reserva demanial en sentido estricto» es una medida provisional y de vigencia limitada; es un simple paréntesis en la normal situación de uso común general del dominio por cualquier persona, o la previa o posterior ocupación privativa por el titular de una concesión demanial.

La clave de esas reservas demaniales es la efectiva concurrencia de razones de utili-dad pública o interés social, que racionalmente justifiquen que se monopolice el uso y disfrute de los bienes de dominio público para un específico uso o finalidad, por lo que desaparecida esa causa legitimadora de la reserva, debe extinguirse la situación de exclusividad, y abrirse el uso del bien de dominio público natural al mismo tipo de uso público que se desarrollaba antes de implantarse la reserva, por lo que se reacti-van las concesiones o autorizaciones demaniales preexistentes, o el uso común gene-ral que fuera propio del bien por razón de su naturaleza.

3. La adscripción de bienes demaniales a otra Administración Pública

En lugar de reservárselos para su uso exclusivo y directo, la Administración titular de unos bienes de dominio público puede adscribirlos a otra Administración pública dis-tinta, para que ésta los use o aproveche. La adscripción comporta la cesión del uso de un bien demanial a un tercero, para vincularlo a un fin de interés general que está de-ntro del ámbito de competencias de otra Administración distinta a la que ostenta la ti-tularidad del bien; el eventual cambio del fin tiene que autorizarse por la Administra-

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ción titular de la cosa, y el incumplimiento del fin justifica revocar la adscripción (ar-tículo 77 de la LPAP 33/2003).

La adscripción es un título jurídico habilitante del uso privativo del dominio público por un tercero, con la particularidad de que el tercero siempre es una Administración pública distinta a la que ostenta la titularidad del bien demanial. En virtud de la ads-cripción se cede a un tercero el uso de una cosa, pero se conserva por la Administra-ción la titularidad de la competencia sobre los bienes demaniales, para controlar su uso, o defenderlos en caso de usurpación (artículo 73.3 de la LPAP 33/2003).

Hay afectación implícita de una cosa a un uso público, cuando la Administración del Estado adscribe alguno de sus bienes patrimoniales en beneficio de alguno de sus or-ganismos o personificaciones instrumentales. En virtud de la adscripción, la Adminis-tración matriz conserva la titularidad del bien, y sólo asigna a la entidad filial su utili-zación. En esas circunstancias, la adscripción del bien patrimonial comporta su implí-cita afectación a un uso de interés público (artículo 73.1 de la LPAP 33/2003). Esa peculiar adscripción determina la transformación de la naturaleza jurídica del bien, que deja de ser patrimonial, y pasa a ser de dominio público; lo que busca la ley es evitar que la entidad filial pueda enajenar en bien por ser patrimonial, disposición que no cabe respecto a los bienes de dominio público; el objetivo es que desde el Ministe-rio de Hacienda se mantenga una importante dosis de control sobre el bien.

La adscripción es un fenómeno muy habitual en las relaciones entre una Administra-ción matriz y sus entidades filiales o instrumentales. Por ejemplo, es habitual que la Administración estatal adscriba bienes a los Organismos Autónomos que de ella de-penden, o a Entidades Públicas Empresariales; baste pensar en ejemplos como ADIF o las Autoridades Portuarias. En la práctica también hay experiencia que una Comu-nidad Autónoma adscriba alguno de sus bienes a una Universidad pública.

Otro ejemplo es el de la adscripción de bienes de dominio público marítimo–terrestre a las Comunidades Autónomas para la construcción de nuevos puertos y vías de transporte de titularidad de aquéllas, o de ampliación o modificación de las existen-tes, se formaliza por la Administración del Estado. La porción de dominio público es-tatal conserva tal calificación jurídica, correspondiendo a la Comunidad Autónoma la utilización y gestión de los bienes de forma adecuada a su finalidad y con sujeción a las disposiciones aplicables. Lo mismo sucede cuando la Administración estatal o au-tonómica adscribe algunos bienes a favor de un Organismo de Cuenca o Confedera-ción Hidrográfica.

En vez de tener por objeto el uso de bienes demaniales, la adscripción también puede recaer sobre bienes patrimoniales o de dominio privado de la Administración; en ese caso, en el acto de adscripción está implícita su afectación, por lo que el bien trans-forma su naturaleza jurídica y pasa a integrarse en el dominio público (artículo 73.1 de la LPAP 33/2003).

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En cualquier caso, con independencia de que sean demaniales o patrimoniales, la adscripción debe formalizarse siempre mediante un acto administrativo expreso; tam-bién se exige la firma por ambas Administraciones de un acta de entrega y recepción del bien (artículo 74 de la LPAP 33/2003). Debe dejarse constancia en el Inventario del acto administrativo de adscripción; también en el Registro de la Propiedad (artí-culos 82 y 83 de la LPAP 33/2003). Además de identificar el bien que es objeto de adscripción (detallando su referencia catastral), esa decisión burocrática puede deta-llar los requisitos y las condiciones a las que se somete esa cesión de uso. La afecta-ción puede adoptarse para un plazo determinado, o para el cumplimiento de fines es-pecíficos (artículo 69 del RPAP 1373/2009). Los bienes deben ser efectivamente des-tinados al cumplimiento de los fines que motivaron su adscripción a otra Administra-ción pública distinta a la que ostenta su titularidad.

Además, el destino tiene que realizarse en la forma y con las condiciones que se hubiesen establecido en el acto administrativo de adscripción (artículo 75 de la LPAP 33/2003). En caso de incumplirse ese destino o vinculación finalista, la Administra-ción titular del bien puede requerir a la que los utiliza, para que se ajuste a lo estable-cido en el acto de adscripción; si ese requerimiento no es atendido, lo procedente es la desadscripción del bien. En ese caso, la Administración titular del bien puede exigir a la otra el pago del valor de los detrimentos o deterioros experimentados por las co-sas, actualizados al momento en que se produzca la desadscripción, o el coste de su rehabilitación, previa la oportuna tasación (artículo 77 de la LPAP 33/2003).

La desadscripción también puede producirse cuando los bienes ya no sean necesarios para el cumplimiento de los fines que justificaron esa medida. En ese supuesto, antes de dictar el acto administrativa de desadscripción, hay que proceder a regularizar la situación física y jurídica de los bienes (artículo 78 de la LPAP 33/2003). En cual-quier caso, con independencia de cuál sea la causa que la motive, para dejar constan-cia fehaciente de la desadscripción debe practicarse una anotación en el Inventario, y en el Registro de la Propiedad (artículos 82 y 83 de la LPAP 33/2003). Cuando en origen, y antes de la adscripción, se tratara de bienes patrimoniales, la desadscripción lleva implícita la desafectación, y resulta necesario un acto formal de entrega y re-cepción por la Administración titular de los bienes (artículo 79 de la LPAP 33/2003).

4. El uso común general

En ocasiones todos tienen el mismo derecho a utilizar los bienes de dominio público, que por ello quedan abiertos al uso común y general. Se considera uso común de los bienes de dominio público el que corresponde por igual y de forma indistinta a todos los ciudadanos (de modo que el uso por unos no impide el de los demás interesados).

El uso común general es «libre, gratuito e igual» para todas las personas (como suce-de en las calles de cualquier ciudad o por las carreteras y autovías, a diferencia de lo que ocurre con las autopistas de peaje). Es libre en el sentido de que el uso común ge-neral no exige la previa obtención de un título jurídico habilitante como una autoriza-ción o una concesión demanial. Un ejemplo descriptivo de ese régimen de utilización

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común y general de los bienes de dominio público es el previsto para el mar y su ribe-ra, espacios donde cualquiera puede “pasear, estar, bañarse, navegar, embarcar y desembarcar, varar, pasear, coger plantas y mariscos y otros actos semejantes que no requieran obras e instalaciones de ningún tipo” (artículo 31.1 de la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas).

Sin perjuicio de que el uso común y general sea libre y gratuito, hay actividades que no están permitidas en zona marítimo–terrestre. En ese sentido, por ejemplo, está prohibida la publicidad a través de carteles o vallas o por medios acústicos o audiovi-suales. En las playas también está prohibido el estacionamiento y la circulación no au-torizada de vehículos, así como los campamentos y acampadas.

5. El uso común especial

El uso común general se distingue del uso común especial. Para que se trate de un uso común general es necesario que no se impida, limite o perturbe que los demás tam-bién puedan usarlo de la misma manera y con igual intensidad. En cambio, desapare-ce esa compatibilidad cuando el uso que realiza una persona concreta:

(i) es más intenso;

(ii) se prolonga en el tiempo; o, (iii) consiste en el desarrollo de una actividad económica rentable (además de uso

hay aprovechamiento).

El uso común y general es gratuito cuando los particulares desarrollan una actividad inocua en términos ambientales y económicos. Ahora bien, cuando la actividad de los particulares tiene una orientación mercantil y utiliza el dominio público como soporte o infraestructura para el desarrollo de una actividad económica rentable, el uso deja de ser común y general, y se transforma en aprovechamiento ya que se obtiene una ganancia individualizada y especial. En esas circunstancias se trata de un uso especial y sujeto a previa habilitación burocrática mediante el otorgamiento de una autoriza-ción o concesión administrativa. Sin llegar a ser privativo o excluyente del uso por otras personas, puede existir un aprovechamiento especial del dominio público, bien por la intensidad del uso o el disfrute que realiza una persona, bien por la mayor peli-grosidad, o la obtención de una rentabilidad singular; es decir, no sólo hay «uso» del bien demanial, sino también «aprovechamiento» por la percepción de rentas o ganan-cias (artículo 85.2 de la LPAP 33/2003).

Así sucede, por ejemplo, en el caso de los cajeros automáticos de los bancos y cajas de ahorro fijados en la fachada de las oficinas de esas entidades de crédito. Aunque estén instalados en el interior de un inmueble de propiedad privada, cuando son direc-tamente utilizables desde la calle, el peatón que los emplea hace un aprovechamiento especial de la acera que genera comisiones en beneficio de la entidad de crédito, y por ello existe fundamento adecuado para que el Ayuntamiento exija al banco o la ca-ja de ahorros, la previa obtención de una autorización habilitante, y el pago de una ta-sa por uso especial de un bien de dominio público.

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6. El uso privativo del dominio público: las autorizaciones y concesiones demaniales

Conforme a lo establecido en el artículo 85.3 de la LPAP 33/2003: “Es uso privativo el que determina la ocupación de una porción del dominio público, de modo que li-mita o excluye la utilización por otros interesados” . La ocupación y aprovechamiento de una porción de un puerto con un silo para almacenaje a granel, o de una gran su-perficie para almacenaje temporal de vehículos que van a ser exportados desde ese mismo, son ejemplos ilustrativos del aprovechamiento privativo.

Extender una toalla para tomar el sol en la playa es un uso común general (y por tanto libre y gratuito), pero ya no lo es instalar de forma continuada unas hamacas y som-brillas que como «servicio de temporada» se ofrecen a los visitantes y turistas, hama-cas que sólo pueden ser disfrutadas previo pago de una cantidad de dinero (en estas circunstancias hay un «uso privativo» del dominio público).

Lo mismo cabe decir del quiosco instalado en la playa dedicado a la venta de refres-cos y helados. Un coche que circula por la calle hace un «uso común general» del dominio público; en cambio, quien deja el coche estacionado o aparcado en la calle está haciendo un «uso privativo» del dominio público, y de ahí la exigencia del pago de una tasa con fundamento en la ordenanza de regulación de aparcamiento (ORA).

El uso privativo implica la ocupación de una porción del dominio público, de modo que se limita o excluye su utilización por otros interesados. La exclusión de otras per-sonas igualmente interesadas sólo es posible en virtud de un título jurídico habilitan-te, que puede ser una autorización o una concesión administrativa.

Se exige «autorización» cuando el uso privativo del dominio público se hace con ins-talaciones desmontables o bienes muebles y la duración no excede de 4 años (como sucede en el caso de las mesas y sillas de la terraza de un bar, que ocupa una parte de la acera de una plaza o una vía pública).

Es necesaria «concesión» cuando el uso privativo se desarrolla con obras o instala-ciones fijas, o cuando la duración de la ocupación excede de 4 años (es el caso del quiosco de prensa que está en la misma plaza o vía pública).

Por el momento baste con anticipar esos rasgos generales. Más adelante se examinará en detalle el régimen jurídico de las autorizaciones y concesiones demaniales.

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7. Las situaciones de hecho consentidas o toleradas y el precario administrativo

En ocasiones la ocupación y el uso del dominio público se realiza por terceros que ca-recen título jurídico habilitante, es decir, sin tener la cobertura de una autorización o una concesión demanial. Se crea así una situación de hecho que carece de cobertura o legitimación jurídica. Por ejemplo, un bar que está en una plaza ocupa una parte de la acera con unas mesas y unas sillas. A pesar de carecer de autorización para ocupar el dominio público, realiza una extensión de su negocio.

Ahora bien, no se trata de una usurpación, puesto que la situación de hecho es cono-cida por la Administración que la consiente o tolera (de donde podría inferirse un consentimiento administrativo implícito, o la presunción del otorgamiento del título jurídico habilitante). Ocurre con alguna frecuencia que la Administración permanece inactiva ante la solicitud de una autorización o concesión para ocupar o usar el domi-nio público. Aunque podría pensarse que el silencio equivale al otorgamiento de un tí-tulo habilitante, conviene recordar aquí el efecto negativo del silencio administrativo cuando se trata de adquirir facultades sobre el dominio público (artículo 24.1 de la LPAC 39/2015).

Sucede con alguna frecuencia que, aunque la Administración no otorga de forma ex-presa un título habilitante, se exige al precarista el pago de las tasas que corresponden por la ocupación del dominio público. Ahora bien, pese a que la exigencia de la tasa es expresa, el cobre de ese tributo no produce un efecto equivalente al otorgamiento de una autorización o concesión que implícitamente legitime la ocupación y el uso del dominio público. La obligación de pago resulta de la realización de un hecho im-ponible que produce el devengo del tributo, pero no hay otorgamiento presunto del tí-tulo habilitante para ocupar el dominio público. Conforme a lo establecido en el artí-culo 84.1 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre (de Patrimonio de las Administracio-nes Públicas):

“Nadie puede, sin título que lo autorice otorgado por la autoridad competente, ocupar bienes de dominio público o utilizarlos en forma que exceda el derecho de uso que, en su caso, corresponde a todos”.

Es decir, el título jurídico que habilita la ocupación o el uso del dominio público debe ser siempre un «acto expreso» (no puede ser un «acto implícito» que resulta del cobro de una tasa, ni un «acto tácito» que se infiere de la tolerancia administrativa de unos hechos concluyentes y notorios). De esa situación fáctica consentida o tolerada por la burocracia no nace una posición jurídicamente garantizada. De la irregular situación de hecho prolongada en el tiempo, no surge un derecho consolidado y merecedor de tutela por el ordenamiento. Según una reiterada jurisprudencia, el conocimiento de una situación de hecho por la Administración, y hasta la tolerancia derivada de una actitud pasiva, no equivale al otorgamiento de la correspondiente autorización (pero la prolongada tolerancia administrativa con una situación fáctica de infracción jurídi-ca, puede incidir en el principio de confianza legítima, y justificar una indemnización

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de daños y perjuicios). Quien detenta un bien sin título jurídico legitimador es un pre-carista. En rigor, el precarista no es titular de un derecho subjetivo a seguir ocupando o usando el bien (pero en determinadas circunstancias de hecho, y para proteger su legítima confianza en la tolerancia administrativa, su situación puede merecer una protección jurídica, al tener derecho a la indemnización de los daños y perjuicios de-rivados del lanzamiento o desahucio).

Ahora bien, por la vía de hecho se crea un “factum proprium” de la Administración que será invocado por el precarista para intentar legitimar su situación. Partiendo de la sociología que equipara lo vigente con lo válido (es más, la vigencia es la causa de la validez), no es insólito que se invoque la máxima clásica (“ex facto oritur ius”) para legitimar la validez en Derecho de los hechos consumados. Del hecho empíricamente constatable de la actividad administrativa del cobro de una tasa por la ocupación del dominio público, no siempre nace una actuación que sea jurídicamente válida, por ser plenamente conforme a Derecho.

La realidad fáctica no moldea la validez de las situaciones jurídicas subjetivas (el «ser» no conforma el «deber ser»). Ello no obstante, la inercia de los hechos genera una dinámica de protección de lo que sucede en la realidad de las cosas. Hay una ten-dencia a mantener el “statu quo” y defender los hábitos sociales como fuentes con-suetudinarias del Derecho (es decir lo real tiene en general una tendencia psicológica a transformarse en obligatorio, y de ahí nace la fuerza normativa de lo fáctico). La norma protege el hecho de la posesión, y el «deber ser» surge del «ser». Quien quiera modificar el hecho de la situación posesoria, debe demostrar su mejor derecho.

Las situaciones de prolongada tolerancia crean una apariencia de conformidad a De-recho de la ocupación del dominio público (por lo que la extinción del precario puede defraudar la legítima confianza de quien de buena fe consideraba que la situación era merecedora de protección jurídica). El reconocimiento del derecho a percibir una in-demnización por los daños y perjuicios dependerá de las particulares circunstancias de hecho, y de la extensión en el tiempo de la situación fáctica consentida por la Ad-ministración; no hay derecho a indemnización cuando la situación de hecho es breve o interina, pero puede haber derecho al resarcimiento cuando la situación precaria es prolongada y estable en el tiempo.

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E) En particular las autorizaciones y concesiones demaniales

Sin perjuicio del interés de describir figuras como el precario o las servidumbres so-bre bienes de dominio público, los títulos jurídicos habilitantes por excelencia son la autorización y la concesión demanial, que por ello merecen un tratamiento más dete-nido.

1. La borrosa distinción entre las autorizaciones y las concesiones demaniales

Se exige «autorización» administrativa cuando el uso privativo del dominio público se hace con instalaciones desmontables o bienes muebles, y la duración del uso y la ocupación no excede de 4 años (como sucede en el caso de las mesas y sillas de la te-rraza de un bar que ocupa una parte de la acera de una plaza o una vía pública).

Es necesaria «concesión» administrativa cuando el uso privativo se desarrolla con obras o instalaciones fijas, o cuando la duración de la ocupación demanial excede de 4 años (es el caso del quiosco de prensa que está en la misma plaza o vía pública).

Esos períodos de tiempo y requisitos son puramente convencionales, son los fijados en el Derecho positivo vigente, y no responden a criterios técnicos o categorías dog-máticas. Se limitan a reflejar el régimen general dispuesto en el artículo 86 de la Ley 33/2003 (de Patrimonio de las Administraciones Públicas). Nada impide modificar legislativamente esos plazos o requisitos, sin alterar por ello el concepto de concesión o el de autorización demanial (y de ahí el perfil borroso de esas instituciones). Basta comprobar que junto al régimen general de la LPAP 33/2003, la normativa sectorial de aguas, costas, puertos o dominio público radioeléctrico, establecen otros plazos u otros requisitos para las autorizaciones y concesiones.

La diferencia conceptual entre las concesiones y las autorizaciones demaniales es bo-rrosa en la teoría. En línea general de principio, los criterios para diferenciar en la práctica esas figuras son la «intensidad del uso» del bien de dominio público y la «importancia de las inversiones» a realizar (que son mayores o más cuantiosas en las concesiones, y menores en las autorizaciones).

La dificultad estriba en medir objetivamente la intensidad del uso o la importancia de la inversión, y partiendo de esos parámetros cuantitativos, construir una diferencia cualitativa entre el concepto de concesión y la noción de autorización. En esas cir-cunstancias parece razonable aceptar que no hay una frontera teórica o conceptual clara y rigurosa, y que la distinción entre autorizaciones y concesiones la establece el Derecho positivo utilizando criterios convencionales y pragmáticos.

Al implicar una mayor intensidad de uso y una mayor inversión económica, se ha configurado la concesión demanial como un título habilitante que aporta mayor segu-ridad jurídica (por ejemplo es susceptible de inscripción en el Registro de la Propie-dad), y mayor capacidad de generar recursos financieros (por ejemplo puede ser hipo-

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tecado). Mientras que la concesión demanial es un derecho real susceptible de hipote-ca, la concesión para gestionar un servicio público no es un derecho real y no es sus-ceptible de hipoteca. En la experiencia práctica, las autorizaciones demaniales tampo-co son inscribibles en el Registro de la Propiedad.

2. El otorgamiento de autorizaciones o concesiones demaniales

Aunque hay excepciones y casos particulares, por regla general, el otorgamiento de las concesiones demaniales es discrecional, y el de las autorizaciones es reglado.

La concesión se otorga discrecionalmente mediante un proceso público de selección en el que los interesados compiten en condiciones de igualdad. Es frecuente que se requiera la expresa aceptación por el interesado de las condiciones unilateralmente fi-jadas por la Administración (y de ahí que sea discutible si la concesión demanial es un acto unilateral o un contrato bilateral).

Salvo que exista un número máximo de títulos jurídicos habilitantes, la autorización se otorga a todo interesado que la solicite y reúna los requisitos normativamente exi-gidos (es un acto reglado). Si hay un límite máximo del número de autorizaciones, esos títulos se otorgan en régimen de concurrencia competitiva (y se otorgará a quien ofrezca a la Administración unas condiciones de uso y explotación más beneficiosas para el interés general). En el supuesto de que no quepa ofertar mejoras, la autoriza-ción se otorga por sorteo.

Por regla general el otorgamiento de las autorizaciones y concesiones demaniales está sujeto al previo pago de una tasa o canon concesional. En ocasiones el otorgamiento de la autorización demanial está implícito en el pago de la tasa, como sucede al pagar el ticket de aparcamiento de vehículos a motor en zona azul donde se aplica una Or-denanza Reguladora de Aparcamiento (ora). Ahora bien, como ya se ha destacado al explicar el precario, por sí solo el pago de una tasa no siempre comporta el otorga-miento de un título habilitante para ocupar el dominio público.

3. La ficción legal que atribuye al titular de la concesión demanial la consideración de propietario

La caracterización de las concesiones demaniales como un derecho real con eficacia general o “erga omnes” estaba ya plasmada en el artículo 334.10.º del Código Civil, y es hoy explícita en el artículo 97 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre (del Patrimo-nio de las Administraciones Públicas, o LPAP 33/2003), a cuyo tenor:

“1. El titular de una concesión dispone de un derecho real sobre las obras, construccio-nes e instalaciones fijas que haya construido para el ejercicio de la actividad autori-zada por el título de la concesión.

2. Este título otorga a su titular, durante el plazo de validez de la concesión y dentro de los límites establecidos en la presente sección de esta Ley, los derechos y obligacio-nes del propietario”.

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Adviértase que la titularidad no se refiere al bien de dominio público, sino a las cons-trucciones realizadas sobre el bien demanial. Por ejemplo, el concesionario no es pro-pietario del dominio público portuario, pero tiene la consideración de propietario de los silos construidos en el puerto para hacer almacenaje a granel. Por tanto, cuando se hipoteca la concesión demanial, la garantía se constituye sobre el silo, no sobre la porción de suelo portuario en la que se apoya esa instalación para el almacenaje.

Del artículo 97 de la LPAP 33/2003, interesa destacar aquí la ficción jurídica conte-nida en el apartado 2, que consiste en atribuir al concesionario la «consideración» de propietario. Se dice que estamos ante una ficción jurídica porque en rigor el concesio-nario no «es» propietario (pues no puede disponer de la cosa), pero tiene esa «consi-deración». Las razones que justifican la afirmación de que el concesionario no «es» propietario son las siguientes:

(i) no puede usar libremente de la cosa, sino que forzosamente debe destinarla al fin de interés público al que está afectada o vinculada;

(ii) no puede disponer libremente del bien y enajenarlo, porque la concesión tiene por objeto un bien demanial que por definición es inalienable;

(iii) los contratos que el concesionario pueda celebrar con terceros para conferirles derechos parciales al uso o aprovechamiento del bien demanial, están sujetos a previa autorización administrativa (artículo 98.1 de la LPAP 33/2003).

El otorgamiento de una concesión demanial comporta la atribución a su titular de un estatuto jurídico formado por un complejo de derechos y obligaciones que se ejercen sobre una cosa o bien inmueble. Conviene no identificar la concesión con el inmueble que le sirve de soporte, pues el contenido de la concesión demanial se aproxima al es-tatuto del empresario titular de los derechos y obligaciones de explotación rentable de esa cosa. En ese sentido, hay que destacar que la concesión demanial puede ser hipo-tecada, pero en caso de impago de la deuda con garantía hipotecaria, la ejecución no se realizará sobre el bien objeto de la concesión (que por definición es inembargable), sino sobre los derechos que ostenta el titular de la concesión en relación con esos bie-nes (las construcciones, como ocurre en el caso del silo de almacenaje al que antes se hizo referencia).

4. La extinción del título habilitante y la liquidación de las autorizaciones y concesiones administrativas

Las concesiones y autorizaciones demaniales se extinguen por las siguientes causas:

(i) la muerte o incapacidad sobrevenida del usuario o concesionario individual, o extinción de la personalidad jurídica;

(ii) la falta de autorización previa en los supuestos de transmisión o modificación, por fusión, absorción o escisión, de la personalidad jurídica del usuario o con-cesionario;

(iii) la caducidad por vencimiento del plazo de duración;

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Capítulo 22 – La gestión y protección de los bienes públicos 34

(iv) el rescate de la concesión (previa indemnización o revocación unilateral de la autorización);

(v) el mutuo acuerdo;

(vi) la falta de pago del canon o cualquier otro incumplimiento grave de las obli-gaciones del titular de la concesión (declarados por el órgano que otorgó la concesión o autorización);

(vii) la desaparición del bien o agotamiento del aprovechamiento; (viii) la desafectación del bien (en cuyo caso se procederá a su liquidación); o, (ix) por cualquier otra causa prevista en las condiciones generales o particulares

por las que se rija la autorización o concesión demanial.

En cuanto a la liquidación de los efectos derivados de la relación jurídica creada por el título jurídico habilitante para el uso y aprovechamiento del dominio público, hay que distinguir el régimen general, y las particularidades que se producen cuando la causa de extinción es la desafectación de un bien demanial.

Con carácter general, cuando se extingue una concesión sobre el dominio público, las obras, construcciones e instalaciones fijas existentes sobre el bien demanial deben ser demolidas a su costa por el titular de la concesión (a menos que su mantenimiento hubiera sido previsto expresamente en el título concesional, o que la autoridad com-petente para otorgar la concesión, así lo decida por razones de interés general). En ca-so de ser conservadas, las obras, construcciones e instalaciones se adquieren por la Administración titular del demanio de forma gratuita y plena (es decir libre de cargas y gravámenes).

Más compleja es la liquidación de la relación jurídica cuando se produce la desafec-tación del bien demanial, pues la existencia de autorizaciones o concesiones demania-les en vigor y a las que todavía resta un período de tiempo antes de su caducidad, no impide la desafectación de los bienes de dominio público, y su transformación en bienes patrimoniales. La propuesta de desafectación de bienes y derechos sobre los que existan autorizaciones o concesiones en vigor, debe acompañarse de una memo-ria justificativa de la conveniencia o necesidad de la supresión del carácter de domi-nio público del bien (y de los términos, condiciones y consecuencias de dicha pérdida sobre la concesión).

Cuando se desafectan los bienes demaniales objeto de concesiones o autorizaciones que todavía están en vigor, se procede a la extinción de esos títulos jurídicos habili-tantes, conforme a las siguientes reglas:

(i) se declara la caducidad de aquéllos títulos jurídicos en que se haya cumplido el plazo para su disfrute (o respecto de los cuales la Administración se hubiere reservado la facultad de libre rescate sin señalamiento de plazo);

(ii) respecto de los restantes títulos jurídicos en vigor, se irá dictando su caducidad a medida que venzan los plazos establecidos en los actos de otorgamiento del título habilitante.

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Capítulo 22 – La gestión y protección de los bienes públicos 35

En tanto no se proceda a su extinción, las relaciones jurídicas derivadas de esas auto-rizaciones y concesiones se mantienen con idéntico contenido. No obstante, esas rela-ciones jurídicas pasan a regirse por el Derecho privado (y corresponde al orden juris-diccional civil conocer de los litigios que surjan en tales relaciones jurídicas).

Cuando después de la desafectación pasan a tener la consideración de bienes patri-moniales, si se acuerda su enajenación onerosa, los titulares de derechos vigentes so-bre ellos que resulten de concesiones que fueron otorgadas cuando los bienes tenían la condición de demaniales, tendrán derecho preferente a su adquisición. Ese derecho de adquisición preferente puede ser ejercitado dentro de los 20 días naturales siguien-tes a aquél en que se les notifique en forma fehaciente la decisión de enajenar la fin-ca, el precio y las demás condiciones esenciales de la transmisión («derecho de tan-teo»). En caso de falta de notificación, o si la enajenación se efectúa en condiciones distintas de las notificadas, el derecho puede ejercerse dentro de los 30 días naturales siguientes a aquel en que se haya inscrito la venta en el Registro de la Propiedad («derecho de retracto»).

5. La duración de autorizaciones y concesiones; la revocación del título habilitante

Sin perjuicio de los plazos especiales establecidos por la legislación sectorial (en ma-teria de costas, puertos, aguas continentales, minas, o telecomunicaciones), con carác-ter general la duración máxima de un título concesional es de 75 años (incluidas las prórrogas), y de las autorizaciones es de 4 años (incluidas las prórrogas).

Vencido ese plazo máximo, para seguir ocupando el dominio público de forma válida en Derecho, hay que solicitar un nuevo título administrativo habilitante. De lo contra-rio, una vez extinguida la validez del título jurídico, comienza una posesión en preca-rio, como pura situación de hecho que carece de cobertura jurídica válida en Derecho.

Antes de que transcurran esos plazos máximos, la Administración tiene el privilegio de extinguir anticipadamente y sin indemnización la autorización demanial mediante la retirada o «revocación» de ese acto administrativo. También puede «rescatar una concesión», pero en ese caso debe indemnizar los daños y perjuicios que ocasione la extinción anticipada del derecho real.

En determinadas circunstancias de hecho tipificadas en la ley, la autorización dema-nial puede ser revocada por razones de interés general, y sin dar derecho a indemni-zación o compensación alguna en favor de quien es privado de la autorización (artícu-los 92.4 de la LPAP 33/2003). La prerrogativa unilateral de revocar la autorización debe ser motivada, y la justificación debe referirse a las circunstancias legalmente ti-pificadas. La Administración puede revocar las autorizaciones demaniales, “en cual-quier momento por razones de interés público, sin generar derecho a indemnización, cuando resulten incompatibles con las condiciones generales aprobadas con poste-rioridad, produzcan daños al dominio público, impidan su utilización para activida-des de mayor interés público o menoscaben el uso general” (establece el artículo

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92.4 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas).

En cambio el rescate de la concesión o su revocación unilateral exige la previa in-demnización (artículo 100.d) de la LPAP 33/2003). En caso de rescate anticipado de la concesión, el titular debe ser indemnizado del perjuicio material causado por la ex-tinción anticipada. Como la concesión es inscribible en el Registro de la Propiedad y puede ser hipotecada, hay reglas especiales para proteger a los terceros interesados en la vigencia de la concesión. Los derechos de los acreedores hipotecarios cuya garantía aparezca inscrita en el Registro de la Propiedad en la fecha en que se produzca el res-cate, serán tenidos en cuenta para determinar la cuantía de la indemnización econó-mica, y la identidad de sus perceptores. Los acreedores hipotecarios serán notificados de la apertura de los expedientes que se sigan para extinguir la concesión por incum-plimiento, para que puedan comparecer en defensa de sus derechos patrimoniales le-gítimos (y en su caso propongan un tercero que pueda sustituir al concesionario que viniere incumpliendo las cláusulas de la concesión).

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IV. LOS BIENES PATRIMONIALES O EL DOM INIO PRIVADO DE LA ADMINISTRACIÓN

A) Concepto

Es negativa la definición del concepto de los bienes patrimoniales o de dominio pri-vado de la Administración, pues forman parte de esta categoría todos los que no están afectos al uso público o a un servicio público (“son bienes y derechos de dominio privado o patrimoniales los que, siendo de la titularidad de las Administraciones Pú-blicas, no tengan el carácter de demaniales”, dispone el artículo 7.1 de la Ley 33/2003, de Patrimonio de las Administraciones Públicas, o LPAP 33/2003).

A diferencia de los bienes demaniales o de dominio público, los bienes patrimoniales o de dominio privado se caracterizan porque están dentro del comercio de las cosas, y por tanto son enajenables, son embargables, y pueden ser adquiridos en virtud de prescripción por terceros ajenos a la Administración, por la simple posesión, unida al transcurso del tiempo establecido por la ley.

B) Clases de bienes patrimoniales

Los bienes patrimoniales o de dominio privado pueden ser bienes muebles o inmue-bles (así sucede cuando por la vía de apremio, la Administración embarga el piso de un contribuyente que no paga sus impuestos, y adquiere la titularidad de ese inmue-ble). También pueden forman parte de esos activos algunos derechos subjetivos, co-mo los de arrendamiento (artículo 7.2 de la LPAP 33/2003), o también derechos re-ales sobre cosa ajena, como el usufructo administrativo de un bien de propiedad pri-vada. Aunque conceptualmente no forma parte del «patrimonio de la Administración» sino de la «hacienda pública», el dinero también es un activo de naturaleza patrimo-nial, y por tanto embargable por los acreedores de la Administración.

Como luego se explica, dentro de los bienes o cosas que son artificiales (en el sentido de que no resultan de la naturaleza como los ríos o las playas), en la calificación cuá-les tienen la consideración de dominio público, y cuáles otros son bienes patrimonia-les, existe un cierto margen de discrecionalidad o libertad de decisión. Ello no obstan-te, por regla general las cosas muebles tienen la consideración jurídica de bienes pa-trimoniales o de dominio privado de la Administración. Lo más normal es que las co-sas muebles sólo sean de dominio público cuando la Administración dicte un acto ex-preso, para de forma clara e inequívoca, afectarlos o vincularlos a un uso o servicio público. Ahora bien, excepcionalmente, aunque no se dicte un acto expreso en tal sen-tido, se entiende que también hay afectación, y por tanto pertenencia al dominio pú-blico, cuando se trate de “la adquisición de los bienes muebles necesarios para el desenvolvimiento de los servicios públicos o para la decoración de las dependencias oficiales” (artículo 66.2.e) de la LPAP 33/2003).

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Los títulos valores (como las acciones y participaciones en el capital de sociedades mercantiles) también tienen la consideración de bienes patrimoniales del dominio privado de la Administración. Así sucede incluso cuando el título no es una cosa tan-gible, sino una simple anotación en cuenta. Lo mismo cabe decir de un derecho de opción de compra de acciones, que también tiene la naturaleza de patrimonial o de dominio privado de la Administración.

Lo mismo cabe decir de los «derechos incorporales», como la propiedad intelectual derivada de creaciones artísticas, o como las patentes que forman parte de la propie-dad industrial (que pueden llegar a tener una cierta importancia como fuente de ingre-sos para algunas universidades públicas, como consecuencia de investigaciones des-arrolladas en su seno, y financiadas con cargo a subvenciones otorgadas por una Ad-ministración). Ahora bien, por regla general son pocos y de escasa relevancia econó-mica los derechos incorporales cuya titularidad ostenta la Administración; a título anecdótico, cabe citar el himno nacional que fue adquirido a su autor (Real Decreto 1543/1997, de 3 de octubre), o los derechos de autor generados por la obra del artista Salvador Dalí (pues su heredera universal fue la Administración del Estado, Real De-creto 799/1995, de 19 de mayo); también resulta pertinente recordar que no genera derechos de autor la publicación o edición del texto de las leyes y reglamentos.

C) Los títulos exorbitantes de adquisición de bienes patrimoniales.

1. Introducción

Al igual que cualquier otra persona privada con capacidad de obrar, también la Ad-ministración Pública puede adquirir bienes por cualquiera de los modos generales previstos en el artículo 609 del Código Civil:

(i) por la ley; (ii) por donación; (iii) por sucesión testada o intestada;

(iv) por consecuencia de ciertos contratos, mediante la tradición; (v) por prescripción; y,

(vi) por ocupación.

Como ya se ha avanzado, para garantizar la satisfacción de los intereses generales, la Administración Pública disfruta de múltiples privilegios jurídicos que resultan de su situación de supremacía sobre los ciudadanos, como ocurre con la potestad expropia-toria, que le permite la adquisición coactiva de bienes, o el apremio sobre el patrimo-nio de sus deudores, que también le permite adquirir la propiedad sin intervención o auxilio judicial alguno. Además de la expropiatoria y del apremio sobre el patrimonio, hay otras prerrogativas para la adquisición de la titularidad de bienes patrimoniales o de dominio privado de la Administración, concentrándose los privilegios en la Admi-nistración General del Estado, por lo que quedan al margen de alguna de esas fórmu-las privilegiadas las Administraciones autonómicas y las locales.

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En ocasiones, la adquisición privilegiada se produce por ministerio de la ley; efecti-vamente, el título jurídico de adquisición de bienes y derechos tiene su origen en la propia ley, cuando se trata de bienes inmuebles vacantes o sin dueño conocido, o también cuando se produce la sucesión abintestato. Otras veces la ley confiere a la Administración derechos de adquisición preferente.

2. La sucesión abintestato

Pasemos a describir algunos privilegios de la Administración expresamente atribui-dos por la ley. Así sucede, por ejemplo, en el caso de la adquisición “mortis causa” de bienes por la Administración estatal, cuando el causante haya fallecido “abintestato” (por no haber otorgado testamento), y no existan personas con derecho a heredar (es decir cuando fallece sin ascendientes, descendientes, cónyuge supérstite, o parientes colaterales hasta el cuarto grado). Por tanto, esta fórmula atribuye a la Administración el privilegio de adquirir los bienes y derechos por vía sucesoria, excluyéndose a los parientes a partir del cuarto grado en la línea colateral.

En ese caso tan singular o especial, pero no insólito en la experiencia práctica, hay que estar no sólo a lo dispuesto en los artículos 956 a 958 del Código Civil, sino tam-bién a lo establecido en los artículos 4 a 15 del Reglamento General de la LPAP 33/2003 (aprobado por Real Decreto 1373/2009, de 28 de agosto). La Administración del Estado es la única heredera del difunto, y no puede renunciar a la herencia, aun-que siempre la acepta a beneficio de inventario. Sin necesidad de que las autoridades competentes formulen una declaración expresa al respecto (artículo 957 del Código Civil), se entiende que la Administración adquiere los bienes a beneficio de inventa-rio. Es decir, limita su responsabilidad hasta donde alcancen los bienes y derechos de la herencia, y no hay confusión entre patrimonios, por lo que la Administración con-serva las acciones que tuviera contra el difunto.

Sin perjuicio de algunas especialidades forales, en línea general de principio, la Ad-ministración del Estado es la única heredera del difunto, pero no la única y exclusiva beneficiaria de sus bienes y derechos. Conforme a lo establecido en el artículo 956 del Código Civil, la Administración del Estado debe distribuir el caudal hereditario en tres partes: la municipal, la provincial y la estatal. Ahora bien, las instituciones muni-cipales o provinciales a quienes se haga la atribución de una parte del caudal relicto, no son en rigor herederas del causante, sino simples beneficiarias.

3. Los bienes vacantes y las cuentas abandonadas

Como ya se ha avanzado, para garantizar la satisfacción de los intereses generales, la Administración Pública disfruta de múltiples privilegios jurídicos que resultan de su situación de supremacía sobre los ciudadanos (como ocurre con la potestad expropia-toria, que le permite la adquisición coactiva de bienes). Además de la expropiatoria, hay otras prerrogativas para la adquisición de la titularidad de bienes patrimoniales o de dominio privado de la Administración, concentrándose los privilegios en la Admi-

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nistración General del Estado, por lo que quedan al margen de esas fórmulas privile-giadas las Administraciones autonómicas y las locales.

Así sucede, por ejemplo, en el caso de la adquisición “mortis causa” de bienes por la Administración estatal, cuando el causante haya fallecido “abintestato” (por no haber otorgado testamento), y no existan personas con derecho a heredar. En ese caso hay que estar no sólo a lo dispuesto en los artículos 956 a 958 del Código Civil, sino tam-bién a lo establecido en los artículos 4 a 15 del Reglamento General de la LPAP 33/2003 (aprobado por Real Decreto 1373/2009, de 28 de agosto).

También en el caso de la adquisición de los bienes inmuebles mostrencos (que son los que no tienen dueño por haber quedado vacantes o abandonados), ya que “perte-necen a la Administración General del Estado los inmuebles que carecieren de due-ño” (artículo 17.1 de la Ley 33/2003, de Patrimonio de las Administraciones Públi-cas).

Otro privilegio de la Administración estatal se refiere a la adquisición de los depósi-tos o los saldos de cuentas bancarias abandonadas por quienes fueron sus propietarios o titulares. El banco o la caja de ahorros no pueden quedarse con ese dinero, que por decisión legal corresponde al Estado. Conforme a lo establecido en el artículo 18.1 de la Ley 33/2003 (de Patrimonio de las Administraciones Públicas): “Corresponden a la Administración General del Estado los valores, dinero y demás bienes muebles depositados en la Caja General de Depósitos y en entidades de crédito, sociedades o agencias de valores o cualesquiera otras entidades financieras, así como los saldos de cuentas corrientes, libretas de ahorro u otros instrumentos similares abiertos en estos establecimientos, respecto de los cuales no se haya practicado gestión alguna por los interesados que implique el ejercicio de su derecho de propiedad en el plazo de veinte años”.

Otra fórmula singular y atípica es el decomiso de los bienes que son objeto de contra-bando. En ese escenario, las medidas de restablecimiento de la legalidad vulnerada pueden derivar no sólo en la adquisición de los bienes por la Administración estatal, sino también en su destrucción o inutilización.

4. Los derechos de adquisición preferente: tanteo y retracto

Hay normas sectoriales que confieren a la Administración Pública derechos de adqui-sición preferente; así ocurre en materia de urbanismo, patrimonio histórico o patri-monio natural. Por ejemplo, así sucede en relación a los «Bienes de Interés Cultural» (BIC), por ejemplo, un palacio, sus jardines y fuentes. Antes de celebrar el contrato de compraventa, quien pretenda enajenar uno de esos «Bienes de Interés Cultural» debe notificarlo a la Administración, y declarar el precio y condiciones en que se propone realizar la enajenación. Los subastadores deben notificar igualmente, y con suficiente antelación, las subastas públicas en que se pretenda enajenar cualquier bien integrante del Patrimonio Histórico. Dentro de los 2 meses siguientes a esa notificación, la Ad-ministración puede hacer uso del «derecho de tanteo» para sí, para una entidad bené-

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fica o para cualquier otra entidad de Derecho Público, obligándose al pago del precio convenido. Cuando el propósito de la enajenación no hubiera sido notificado correc-tamente a la Administración del Estado, en los mismos términos previstos para el tan-teo, ésta puede ejercer el «derecho de retracto» en el plazo de 6 meses, a partir de la fecha en que tenga conocimiento fehaciente de la enajenación a un tercero.

Por tanto, el tanteo y el retracto confieren a la Administración Pública un derecho de adquisición preferente con ocasión de una enajenación onerosa de bienes o derechos (tanto si la enajenación consiste en una compraventa, como cuando se trata de una permuta). El tanteo se ejerce “ex ante” (pues se refiere a una transmisión proyectada), y el retracto se ejerce “ex post” (toda vez que afecta a una enajenación ya consuma-da). Del ejercicio del derecho retracto resulta la subrogación de un tercero en la posi-ción del adquirente de un bien, se refiere a una enajenación ya consumada y priva de su derecho al propietario que acaba de comprar. En ambos casos se trata de derechos de ejercicio facultativo, y libremente renunciables, pues la Administración Pública no está jurídicamente obligada a adquirir los bienes de referencia.

Finalmente, a pesar de su denominación como «derechos» de adquisición preferente, en rigor se trata de privilegios y auténticas potestades exorbitantes que se ejercen en régimen de autotutela. No son derechos subjetivos que se ejerzan conforme a las nor-mas del Derecho Privado, y por tanto, los conflictos que se susciten como consecuen-cia del ejercicio de una potestad de adquisición preferente deben resolverse por la ju-risdicción contencioso–administrativa (así lo declara la Sentencia del Tribunal Su-premo de 10 de octubre de 2000), pues no se trata de una transmisión voluntaria, sino de una adquisición forzosa en virtud de prerrogativas atribuidas a la Administración por la ley.

5. El decomiso

Otra fórmula singular y atípica de adquisición de bienes por la Administración Públi-ca, es el «decomiso» o incautación de los bienes que son objeto de ilícito contraban-do, como sucede con las sustancias psicotrópicas o estupefacientes, con los instru-mentos empleados para competer ese tipo de infracción antijurídica, y con las ganan-cias obtenidas por su comisión. Cuando se trate de un delito, en ejecución de senten-cia, y conforme a lo establecido en el Código Penal y en los artículos 334 y 338 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, esos bienes se pueden adjudicar a la Administración del Estado.

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D) El régimen de explotación y aprovechamiento de los bienes patrimoniales o de dominio privado de la Administración

Si nos situamos en una sociedad preindustrial como la del Antiguo Régimen, hay que destacar que todavía a finales del siglo XVIII en España la principal fuente de riqueza económica y de poder político seguía siendo la propiedad de la tierra, que en una proporción muy elevada se explotaba por el «régimen señorial», al margen de los bienes y derechos de la monarquía y la corona, o de sus regalías. Otra gran parte de la propiedad inmobiliaria era acumulada por la Iglesia, la Inquisición, los Hospitales eclesiásticos, los Ayuntamientos y las Universidades. Hasta el siglo XIX, en España la mayor parte de las tierras eran de secano, se gestionaban mal, y casi no había tráfi-co inmobiliario, pues la mayor parte de los bienes raíces eran de la nobleza y el clero.

Además hay que tener en cuenta que las propiedades de la nobleza estaban sometidas al «régimen de mayorazgo» (estaban vinculadas a una estirpe, y sólo podían ser transmitidas por causa de muerte y con arreglo a un régimen sucesorio especial).

Durante ese tiempo la Administración Pública fue un gestor pasivo, o propietario li-mitado a la conservación negligente de sus bienes, pues con frecuencia no se explota-ban o estaban mal gestionados. Su pasividad frenaba el progreso económico y el tráfi-co inmobiliario, y por ello se llegó a considerar que estaba en la riqueza de titularidad administrativa estaba amortizada o en manos muertas. En ese contexto, en el año 1855 se impulsó la desamortización de los bienes de la Administración local.

En la actualidad la gestión de los bienes patrimoniales de la Administración y demás sujetos del sector público (como los organismos autónomos y las entidades públicas empresariales), está orientada a la explotación económica rentable, pues la LPAP 33/2003 impone una gestión activa y dinámica de los activos mobiliarios e inmobilia-rios de titularidad administrativa; por ejemplo, puede alquilarlos para percibir los cá-nones de arrendamiento, o celebrar cualquier otro negocio jurídico para la explota-ción de sus bienes. El interés general satisfecho por los bienes patrimoniales puede ser la obtención de ingresos para la Hacienda pública. Sin necesidad de enajenarlos o transmitirlos, la Administración puede obtener rentas de la explotación de los bienes de dominio privado mediante la celebración de un arrendamiento o cualquier otra cla-se de contrato oneroso de Derecho Privado.

Como alternativa, de no ser posible la explotación rentable o útil para los intereses generales, lo indicado es enajenar los bienes patrimoniales y desamortizarlos. Es de-cir, cuando los bienes patrimoniales no son necesarios para el normal funcionamiento de la Administración, lo indicado es enajenarlos para evitar su amortización amorti-zación derivada de una parálisis en su aprovechamiento útil (artículo 131 de la LPAP 33/2003). Desde la perspectiva de la recta satisfacción del interés general, no tiene sentido que la Administración sea dueña de cosas que ni utiliza para satisfacer algún interés general, ni aprovecha para obtener una rentabilidad (por ejemplo arrendándo-las). En esas circunstancias se paraliza la circulación de la riqueza y se sacrifica la

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oportunidad de satisfacer algún interés general mediante el uso y aprovechamiento de unos bienes.

Para obtener alguna rentabilidad de un bien patrimonial, la Administración puede ce-lebrar con terceros cualquier tipo de contrato típico o atípico (artículo 106.1 de la LPAP 33/2003). Los ingresos generados por esos contratos onerosos fluyen a la caja general del tesoro; es decir, no están afectos o vinculados a la posterior realización de específicos gastos de la Administración Pública. Las rentas generadas por la explota-ción de los bienes patrimoniales de la Administración son ingresos de Derecho Priva-do, por lo que se diferencian de los ingresos públicos, como los de naturaleza tributa-ria. Al ser los contratos de explotación de los bienes patrimoniales negocios jurídicos que se rigen por el Derecho Privado, en el eventual caso de que no se pagara el pre-cio, canon o renta, la Administración no goza del privilegio de la potestad de apremio sobre el patrimonio del deudor. En caso de impago, la Administración tendrá que ejercer las correspondientes acciones ante la jurisdicción civil u ordinaria (artículo 108 de la LPAP 33/2003).

En línea general de principio, existe libertad de pactos para determinar contractual-mente el régimen de explotación de cada bien patrimonial (artículo 111.1 de la LPAP 33/2003). El contrato puede ser «típico» (y sometido a un pliego general de cláusulas que estandariza los derechos y obligaciones de las partes estandarizado), «atípico» e introducir obligaciones accesorias, o de carácter complejo, por combinar prestaciones de varios contratos típicos (artículo 111.2 de la LPAP 33/2003), como por ejemplo sucede con el arrendamiento con opción de compra (artículos 106.4 y 128 de la LPAP 33/2003).

La duración del contrato de explotación se fija en atención a la naturaleza del bien o derecho objeto de explotación, y en razón del fin perseguido al celebrar ese negocio jurídico; en todo caso, no puede tener una duración temporal superior a los 20 años.

Se trata de un límite legal que tiene por finalidad que periódicamente ese bien patri-monial vuelva a entrar en el tráfico económico, y se actualicen sus rentas o valor de uso.

Por regla general el contrato oneroso de atribución a un tercero del derecho de uso y aprovechamiento de un bien patrimonial o de dominio privado de la Administración, debe adjudicarse mediante «concurso público», que valora conjuntamente los aspec-tos cualitativos y cuantitativos de las oferta (artículo 107.1 de la LPAP 33/2003).

Antes de aprobarse la LPAP 33/2003, en el caso de la Administración Local se utili-zaba la «subasta», para adjudicar el contrato al postor que ofreciera las mejores con-diciones económicas, siempre que se tratara de una cesión por un período superior a 5 años, o el precio pactado excediera del 5 por 100 de los recursos ordinarios de la En-tidad Local. La subasta es una fórmula objetiva de adjudicación del contrato, que ori-lla la subjetividad y discrecionalidad propia del concurso; además, la subasta sirve para maximizar los ingresos que percibe la Hacienda como precio del contrato. Ahora bien, el artículo 107.1 de la vigente LPAP 33/2003 es un precepto estatal de carácter

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Capítulo 22 – La gestión y protección de los bienes públicos 44

básico, que impide la subsistencia de las normas autonómicas que en su día optaran por la subasta como fórmula de selección del adjudicatario del contrato de explota-ción de bienes patrimoniales.

Ahora bien, aunque por regla general la selección del adjudicatario del contrato se haga mediante concurso, en las circunstancias expresamente tipificadas por la ley, se admite la «adjudicación directa», cuando así se justifique por las peculiaridades del bien, las singularidades de la operación, la limitación de la demanda, o la urgencia re-sultante de acontecimientos imprevisibles (artículo 107.1 de la LPAP 33/2003). Aun-que la orientación general es hacia la explotación rentable de los bienes patrimonia-les, la ley también permite la cesión gratuita del uso temporal (adviértase que no se una donación de la propiedad, sino una simple cesión del uso). Premisa necesaria para que sea jurídicamente viable la cesión gratuita, es que la Administración dueña de la cosa no juzgue previsible la futura explotación o afectación del bien de que se trate (artículo 145 de la LPAP 33/2003).

Desde la perspectiva subjetiva del beneficiario de esa atribución temporal del uso, la cesión gratuita queda limitada a otras Administraciones Públicas, o a entidades priva-das de interés público sin ánimo de lucro (por ejemplo, una federación deportiva, una fundación cultural, o una asociación de protección de menores o de personas con riesgo de marginación social). Dicho en otros términos, no se admite la cesión gratui-ta en beneficio de sociedades mercantiles u otras entidades con afán de lucro.

E) La enajenación de los bienes patrimoniales o de dominio privado

1. Introducción

Mientras que los bienes de dominio público son inalienables y están fuera del comer-cio de las cosas (artículo 132 CE), los bienes patrimoniales o de dominio privado pueden ser enajenados onerosamente a terceros, o pueden ser hipotecados. La Admi-nistración conserva la titularidad mientras los bienes sean necesarios para satisfacer algún interés general, o hasta que su explotación económica sea rentable. Por tanto, puede enajenarlos a terceros:

(i) cuando dejen de ser necesarios (artículo 131.1 de la LPAP 33/2003); o,

(ii) cuando ya no resulte conveniente su explotación (artículo 138.1 de la LPAP 33/2003).

Esa tipificación legal de los supuestos habilitantes para la transmisión a terceros de bienes patrimoniales, deja a la Administración un amplio espacio de discrecionalidad para valorar las razones de conveniencia que justifican conservar un bien aunque ya no sea de utilidad, o para interpretar en qué específicas circunstancias ya ha dejado de ser necesario un bien. Es discutible si basta con que no sea actualmente necesario, o si además debe exigirse una razonable previsión prospectiva, para vaticinar si a corto o medio plazo, el bien podrá ser de nuevo necesario en el futuro. En cualquier caso, de-

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be precisarse que el hecho de que un bien patrimonial ya no sea inmediatamente ne-cesario, no fuerza imperativamente a la Administración para enajenarlo obligatoria-mente; la transmisión es potestativa o voluntaria, según se infiere del tenor literal del artículo 131.1 de la LPAP 33/2003: “podrán ser enajenados”.

Una vez adoptada la decisión de venderlos, además de la previa tasación pericial de los bienes o derechos, que tiene una vigencia máxima de 1 año (artículo 114 de la LPAP 33/2003), antes de realizar la enajenación a un tercero de un bien patrimonial, la Administración tiene que proceder a la depuración de la situación física y jurídica, realizando el deslinde si ello fuera necesario, o impulsando su inscripción en el Re-gistro de la Propiedad, si todavía no lo estuviese (artículo 136.1 de la LPAP 33/2003).

Con todo ello se pretende acotar los riesgos sobre la eventual indefinición del bien que es objeto del contrato, su valor económico, localización, linderos, extensión su-perficial, y cualidades.

2. Las clases de contratos

Los negocios jurídicos que celebra la Administración para transmitir los bienes pa-trimoniales son contratos de Derecho Privado, y se aplica el principio de libertad de pactos. Además de la compraventa, cabe celebrar cualquier otro contrato traslativo de la propiedad que sea conforme a Derecho, por ejemplo la permuta. La Ley 33/2003, de 3 de noviembre (de Patrimonio de las Administraciones Públicas), hace mención expresa de alguna variante contractual (como la compraventa con pago del precio aplazado hasta un máximo de 10 años), o algún contrato peculiar como el llamado “ lease–back” (la Administración vende un inmueble, pero a cambio del pago de un canon, sigue ocupándolo durante un tiempo como arrendataria o inquilina del nuevo propietario).

La permuta es un contrato típico, pero cuando se utiliza por la Administración para adquirir una cosa a cambio de transmitir un bien patrimonial a la otra parte, la permu-ta es un negocio jurídico que para la ley es excepcional, requiriéndose una especial motivación, para justificar adecuadamente por qué razón se utiliza esa peculiar fór-mula, y no otra más habitual como es la compraventa, o incluso por qué no se ejerce la potestad expropiatoria para adquirir coactivamente un bien, que resulta ser tan re-levante para la adecuada satisfacción del interés general. En ese contexto de excep-cionalidad, la permuta debe referirse a un bien que, por sus muy singulares circuns-tancias de localización y cualidades o características, no sea posible sustituirlo por otras cosas análogas. A efectos de la satisfacción del interés general, debe ser un bien que no se pueda reemplazar por otros aparentemente parecidos o similares, porque las otras cosas no servirían para satisfacer adecuadamente y en la misma medida el inte-rés general de que se trate. Por las singularidades del bien que la Administración vaya a adquirir, debe existir un fundamento objetivo y razonable que legitime esa opera-ción excepcional, y para ello, debe argumentarse por qué esa fórmula de la permuta es necesaria, por ser insatisfactorias las otras alternativas, como la compraventa, o en su caso que la expropiación forzosa. Para que sea satisfactoria la justificación sobre el descarte de las otras opciones alternativas a la permuta, no basta con exponer motivos

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de «conveniencia» o de simple «utilidad», sino que deben argumentarse las razones de la «necesidad» de utilizar precisamente la permuta, y no otras fórmulas diferentes.

Por regla general la enajenación es onerosa, pero excepcionalmente se admite la «ce-sión gratuita» de la propiedad para la realización de fines de utilidad pública o interés social. Además, esa transmisión únicamente se puede realizar cuando el beneficiario sea:

(i) otra Administración Pública territorial;

(ii ) una fundación pública (entidad que por definición legal no tiene afán de lucro).

En esos casos, la cesión gratuita de la titularidad es modal, pues el beneficiario queda sujeto al cumplimiento de una carga (por ejemplo, un Ayuntamiento cede gratuita-mente un inmueble a la Administración del Estado, pero vinculando la causa de la atribución patrimonial a la existencia de un cuartel de la guardia civil en los terrenos cedidos). Por tanto, la validez de la cesión gratuita queda sujeta al cumplimiento de ese modo o carga, que son los fines de utilidad pública o interés social que justifican la gratuidad de la atribución patrimonial (por lo que habrá lugar a la reversión si se incumple el modo o desaparece de forma sobrevenida).

3. El régimen jurídico de los contratos

Los contratos de transmisión o enajenación de bienes patrimoniales (como la com-praventa o la permuta), se rigen por el Derecho Privado en lo que atañe a su cumpli-miento, ejecución, interpretación, modificación o su eventual nulidad.

Ahora bien, están sujetos al Derecho Administrativo los trámites internos que debe sustanciar la Administración para seleccionar al contratista (detallados en el Regla-mento General de la LPAP aprobado por Real Decreto 1373/2009, de 28 de agosto), y las normas de competencia (correspondiendo a la jurisdicción contencioso–administrativa conocer de los recursos que se puedan interponer contra los actos pre-paratorios o la adjudicación del contrato, así como los litigios sobre cuestiones com-petenciales o procedimentales).

4. La selección del comprador de los bienes patrimoniales

El régimen aplicable a los contratos y negocios jurídicos de transmisión de los bienes patrimoniales es diferente según se trate de muebles o inmuebles del dominio privado de la Administración Pública. De forma especial preocupa regular la transparencia de la operación, y la objetividad de las condiciones económicas del negocio jurídico, pa-ra evitar contratos que defraudan los intereses de la Hacienda Pública y benefician a algunos particulares (por oscuras razones de clientelismo político con los gobernan-tes, o por alguna otra corruptela).

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La LPAP 33/2003 regula tres procedimientos distintos para elegir al tercero a quien se transmitirá un bien patrimonial de carácter inmueble (subasta, concurso y adjudi-cación directa), pero eso no significa que la Administración tenga libertad o discre-cionalidad para elegir el procedimiento que en cada caso estime más oportuno o con-veniente.

Efectivamente, la regla general es el concurso, la excepción es la subasta, y la adjudi-cación directa es una excepción excepcional. La enajenación de bienes inmuebles o de los derechos reales, puede realizarse por «concurso» (utilizando simultáneamente criterios cualitativos y cuantitativos), o mediante una «subasta» (adjudicación al postor que haga la oferta económicamente más ventajosa), pero excepcionalmente también se admite la «enajenación directa» (por ejemplo, cuando se declara desierto el concurso o subasta, o el adquirente es otra Administración Pública o una entidad sin ánimo de lucro).

Ello no obstante, en el ámbito de la Administración Local se impone la enajenación mediante subasta o en virtud de permuta. En el ámbito de la Administración Local, la celebración del contrato de permuta de bienes inmuebles es considerada como una fórmula excepcional, ya que exige que se acredite la necesidad del Ayuntamiento de utilizar esa figura contractual por razones de interés general (no basta la simple con-veniencia administrativa), y además la diferencia de valor entre los bienes que se in-tercambian no debe ser superior al 40 por 100 del que lo tenga mayor.

En el ámbito de la Administración Local, por regla general la transmisión de «bienes muebles» se realiza mediante subasta (por tanto la venta se realiza al mejor postor, que es una forma objetiva de adjudicación mediante la que se orillan las corruptelas, y se maximizan los ingresos de la Hacienda Pública). Ello no obstante, se admite la enajenación directa cuando se trate de bienes obsoletos o deteriorados (se entiende que hay deterioro cuando su valor de tasación sea inferior a la cuarta parte de su valor de adquisición).

Aunque la objetividad de la subasta orilla las suspicacias de favoritismo en beneficio de algunas empresas, en ocasiones se admite el concurso y la discrecionalidad que comporta, como sucede en el caso de la transmisión de acciones de una sociedad pú-blica, para elegir al socio privado que junto a la Administración Local constituirá una empresa de economía mixta (para la gestión de un servicio de depuración de aguas residuales), correspondiendo al socio las acciones representativas del 49 por ciento del capital, según declaran las Sentencias del Tribunal Supremo de 20 de mayo de 2006 (Tol 945511), y de 22 de marzo de 2006 (Tol 883346). En ese caso, no se trata tanto de vender las acciones al mejor postor, como de elegir la mejor forma de satis-facer el interés general, pues el objetivo no es maximizar los ingresos, sino optimizar la gestión del servicio público; se trata de elegir al inversor que se quiere tener como socio en el capital de una empresa de economía mixta; para ello deben ponderarse un amplio conjunto de circunstancias abiertas a valoraciones subjetivas: desde el plazo de duración del contrato para gestionar el servicio público, las inversiones que deben

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realizarse, la tecnología que aportará el sector privado, o el proyecto empresarial que plantea cada inversor.

F) El embargo de los bienes patrimoniales y del derecho a la tutela judicial efectiva

La regla general es que cualquier persona debe hacer frente a sus responsabilidades económicas con todo su patrimonio. Conforme a lo establecido en el artículo 1911 del Código Civil: “Del cumplimiento de las obligaciones responde el deudor con todos sus bienes, presentes y futuros”.

Pues bien, aunque el caso de las Administraciones Públicas hay algunas especialida-des, como persona jurídica que es, la Administración también debe responder del cumplimiento de sus obligaciones contractuales o extracontractuales, pero sólo con alguno de sus bienes, al quedar excluidos los bienes de dominio público. A diferencia de lo que ocurre con los bienes demaniales (que son inembargables conforme a lo es-tablecido en el artículo 132.1 CE), los bienes patrimoniales o de dominio privado pueden ser embargados por los acreedores de la Administración (el Tribunal Consti-tucional declaró inconstitucionales los preceptos legales que disponían la inembarga-bilidad de los bienes patrimoniales de las Entidades Locales, Sentencia 166/1998, de 15 de julio).

La cuestión tiene una relevancia capital para los acreedores a quienes las Administra-ciones Públicas no pagan sus deudas. A esos efectos, poco importa si la Administra-ción está obligada a pagar el precio de un contrato, el justiprecio de una expropiación, el importe de una subvención o de una indemnización de daños y perjuicios. La Ad-ministración es morosa y suele retrasarse en los pagos; tarde, pero normalmente paga.

Ahora bien, hay casos en los que de forma contumaz, la Administración se resiste a cumplir sus obligaciones de pago. Si el acreedor ejerce una acción ante los tribunales para que condenen a la Administración al pago de la deuda, lo más habitual será que la Administración ponga el pretexto o la excusa de que no hay consignación presu-puestaria para atender al pago. Pues bien, de poco serviría el Estado de Derecho, si después de ganar el pleito, no se pudiera ejecutar forzosamente la sentencia, embar-gando los bienes patrimoniales de la Administración, para venderlos en pública su-basta, y aplicar la recaudación para el pago al acreedor. Aunque el derecho a que se ejecuten las sentencias judiciales no es absoluto, no hay fundamento que justifique dejar sin ejecución las condenas dinerarias a la Administración Pública con cargo a bienes patrimoniales, pues de otra manera se vaciaría de contenido el derecho a la tu-tela judicial “efectiva” de los acreedores que resulta del artículo 24 de la Constitu-ción.

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V. LA PROTECCIÓN Y DEFENSA DE LOS BIENES PATRIM ONIALES Y DE DOMINIO PÚBLICO

A) La policía demanial

Para finalizar la exposición sobre los bienes públicos resulta indicado hacer una bre-ve descripción de las técnicas peculiares de defensa y protección de los bienes públi-cos. Algunas de esas técnicas sólo se aplican a los bienes de dominio público, pero otras son comunes, y sirven para proteger tanto los bienes patrimoniales como los de dominio público, sin olvidar los bienes comunales.

Las técnicas de protección pueden tener por objeto defender:

(i) la identidad de los bienes públicos (evitando su apropiación por terceros);

(ii) la integridad de las cosas muebles o inmuebles (frente a sustracciones o usur-paciones parciales);

(iii) el correcto uso de las cosas conforme a su destino (evitando situaciones abusi-vas que deterioren la naturaleza de la cosa, como puede suceder en las conce-siones de aguas continentales);

(iv) el respeto del régimen de intervención burocrática (fiscalizando la existencia del título jurídico habilitante que en cada caso corresponda, y comprobando el efectivo cumplimiento de los requisitos o condiciones impuestos).

Se deja al margen de la exposición que sigue el eventual ejercicio de la potestad san-cionadora, o las técnicas de restablecimiento de la legalidad vulnerada, como el de-sahucio administrativo y la reposición de las cosas a su estado originario (en el caso de las infracciones ambientales, por ejemplo, en materia protección del litoral y las playas, el arreglo del deterioro o de los destrozos que se hubieran causado en la zona marítimo–terrestre). Tampoco se exponen a continuación las técnicas de autotutela ejecutiva (como las multas coercitivas o la ejecución subsidiaria para el caso de in-cumplimiento de órdenes administrativas), o la eventual reclamación al infractor de la indemnización de los daños y perjuicios causados en los bienes públicos. Esas técni-cas generales de protección ya se han expuesto en otros capítulos, a los que ahora me remito.

En cualquier caso, en este apartado se pone de manifiesto el estatuto jurídico privile-giado de que disfrutan las Administraciones Públicas, investidas de potestades exor-bitantes de las que los ciudadanos y demás particulares no son titulares. El Derecho Administrativo se ocupa de sujetos poderosos, y entre otros muchos contextos, ese “plus” de musculatura jurídica también se pone de manifiesto en la protección y de-fensa de los bienes públicos.

Para finalizar esta introducción conviene recordar un matiz referido a la Administra-ción institucional. En relación a los bienes existe una importante diferencia entre el régimen jurídico de las entidades públicas empresariales (EPE) y el de los organis-mos autónomos (OA), pues sólo éstos últimos están investidos de todas las potestades

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exorbitantes (investigación, deslinde, recuperación de oficio, desahucio). En cambio, las entidades públicas empresariales (EPE) sólo tienen esas potestades para defender los bienes demaniales, y en consecuencia no pueden ejercerlas respecto a los bienes patrimoniales (artículo 41 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas).

B) La garantía de la identidad de los bienes públicos

Las Administraciones Públicas deben gestionar y conservar sus bienes con la debida diligencia. Para proteger sus bienes, las Administraciones públicas deben conocer su identidad (¿cuáles son?), y garantizar su integridad (evitando su deterioro o usurpa-ción por terceros).

Cuatro son las técnicas de garantía que sirven para preservar la correcta identificación de cuáles son los bienes públicos:

(i) el Inventario; (ii) la inmatriculación en el Registro de la Propiedad;

(iii) la investigación; y, (iv) el ejercicio de la potestad de deslinde.

1. El Inventario

El Inventario es un registro administrativo que no tiene eficacia externa, pues la ins-cripción registral en el Inventario no es constitutiva de la propiedad o titularidad de los bienes públicos. Su función es esencialmente interna, sirve para mantener en or-den la información sobre la existencia de los bienes públicos y sus características físi-cas.

La anotación en el Inventario no es constitutiva; el hecho de que un bien figure en el Inventario como bien de dominio público, no determina que esa sea su naturaleza ju-rídica; la consideración demanial no viene determinada por la inclusión formal de ese carácter en el Inventario, sino por la afectación material al uso o servicio público.

Aunque la anotación de un bien en el Inventario tenga eficacia meramente declarati-va, es un indicio que sirve para probar la posesión administrativa del bien, y en su ca-so de la propiedad. Ahora bien, de la circunstancia de que una calle o vial no figure en el Inventario del Ayuntamiento, no deriva la consecuencia indubitable de que la calle no sea municipal y sea de propiedad privada.

2. El Registro de la Propiedad

En cambio, sí que tiene plena eficacia probatoria la inmatriculación en el Registro de la Propiedad de los bienes inmuebles de titularidad pública (tanto los bienes patrimo-niales como los de dominio público). Además, hoy en día es obligatoria la inscripción registral de esos bienes (artículo 36.1 de la Ley 33/2003, de Patrimonio de las Admi-nistraciones Públicas). También en este punto la Administración Pública disfruta de privilegios jurídicos, pues frente a la regla general que exige a cualquier propietario

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interesado la aportación del título público para inmatricular una finca en el Registro de la Propiedad (lo más habitual es la aportación de escritura notarial), cuando carez-ca de título jurídico, la Administración puede lograr la inmatriculación en virtud de una certificación administrativa expedida por el funcionario a cuyo cargo esté la ges-tión de los bienes (artículo 207 de la Ley Hipotecaria).

3. La investigación

Por una gestión poco ordenada, que en ocasiones se remonta a tiempos pretéritos, a veces la Administración desconoce que es titular o propietaria de algunos bienes o derechos. Pues bien, si adquiere alguna información al respecto (y los datos resultan verosímiles), la burocracia está obligada a realizar una investigación, para cerciorarse y comprobar a quién corresponde la titularidad del bien o derecho.

El expediente de investigación puede incoarse de oficio por la propia Administración, o a raíz de una denuncia formulada por un particular; en ese último caso, el denun-ciante debe aportar información suficiente para identificar el bien o derecho de que se trate, y cuando sea un bien inmueble que carezca de dueño, además debe aportar in-dicios relevantes que acrediten suficientemente la situación de vacancia. En cualquier caso, la incoación del procedimiento debe divulgarse públicamente, mediante la in-serción de un anuncio en el correspondiente Boletín Oficial, y en el tablón de anun-cios del Ayuntamiento en cuyo término municipal estén radicados los bienes inmue-bles.

En el plazo de 1 mes contado desde el día siguiente al de la finalización del plazo de exposición en ese tablón municipal de anuncios, las personas afectadas por el expe-diente pueden formular las alegaciones que tengan por oportunas y convenientes, así como aportar los documentos acreditativos de sus alegaciones, o proponer la práctica de otras pruebas. En la tramitación del procedimiento burocrático deben recabarse las pruebas correspondientes, y solicitarse informe de los servicios jurídicos de la Admi-nistración Pública. En caso de haber comparecido interesados, una vez realizadas las pruebas e informes, debe dárseles audiencia para formular alegaciones a la vista del expediente. A continuación el instructor del procedimiento redacta la propuesta de re-solución.

Si se llega a la conclusión de que hay pruebas suficientes de la titularidad pública, dictará un acto administrativo declarativo de la titularidad (decisión que goza de los privilegios generales de la ficción de validez y de presunción de certeza, por enten-derse que lo que afirma la Administración se corresponde con la realidad). Una vez dictado ese acto, se procede a la tasación del bien o derecho, a su inclusión en el In-ventario, y en su caso a la inscripción en el Registro de la Propiedad.

Si el expediente se ha iniciado en virtud de denuncia, y al final se declara que el bien o derecho es de titularidad administrativa, el denunciante tiene derecho a recibir un premio o compensación, por un importe del 10 por ciento del valor de tasación del bien de que se trate.

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4. El deslinde

La potestad administrativa de deslinde sirve para aportar certeza sobre la situación geográfica, extensión superficial y límites topográficos de los bienes públicos de na-turaleza inmueble. Por ello es una técnica que sirve tanto para proteger la identidad de los bienes públicos (¿cuáles son?), como su integridad territorial (¿extensión y lími-tes?). Conforme a lo dispuesto en el artículo 50.1 de la Ley 33/2003, “las Administra-ciones Públicas podrán deslindar los bienes inmuebles de su patrimonio de otros pertenecientes a terceros cuando los límites entre ellos sean imprecisos o existan in-dicios de usurpación”).

Por regla general, y de conformidad con lo dispuesto en el artículo 384 del Código Civil, todo propietario puede instar ante los tribunales que resuelvan la incertidumbre o el conflicto que pueda existir acerca de la delimitación física de sus bienes («hete-rotutela judicial», pues la resolución de la duda o el conflicto corresponde a un terce-ro que es ajeno a la cuestión, como es el tribunal de justicia). En el caso de las Admi-nistraciones Públicas lo peculiar es el privilegio de materializar el deslinde sin nece-sidad de intervención judicial («autotutela administrativa», en el que la Administra-ción es a la vez parte y juez provisional del conflicto).

La potestad burocrática de deslinde se ejerce mediante la tramitación de un procedi-miento administrativo, que con carácter general se regula en los artículos 50 a 54 de la LPAP 33/2003, y en los artículos 61 a 67 de su Reglamento General (aprobado por Real Decreto 1373/2009, de 28 de agosto). La finalidad de ese procedimiento de des-linde es determinar los límites de los bienes inmuebles de la Administración, cuando esos confines sean imprecisos o existan indicios de usurpación.

La simple incoación del procedimiento ya produce algunos efectos jurídicos, pues mientras la Administración está tramitando el procedimiento de deslinde, los propie-tarios colindantes no pueden ejercer contra ella acciones ante los tribunales de la ju-risdicción civil (con la misma finalidad de deslindar los inmuebles, y aclarar la con-creta ubicación de la línea fronteriza que separa los bienes). Se comprende por ello que el inicio del procedimiento esté sujeto a un régimen especial de publicidad, que se añade a la notificación personal a los propietarios afectados. El acto de inicio (que debe contener la descripción de la finca y la fecha en la que se practicará el apeo), debe publicarse tanto en el Boletín Oficial del Estado, como en el tablón de edictos del Ayuntamiento en cuyo término municipal radiquen los inmuebles. Esa publicidad debe realizarse con una antelación mínima de 2 meses a la fecha en que vaya a reali-zarse el apeo.

Para garantizar el recto cumplimiento de la función institucional propia de un deslinde, y orillar el eventual ejercicio desviado de esta potestad exorbitante con otros fines diferen-tes, nuestro Derecho positivo exige que antes de iniciarse el procedimiento, la Adminis-tración debe elaborar una «memoria», que debe tener el siguiente contenido (artículo 62.2 del RPAP 1373/2009):

(i) la justificación de la conveniencia del deslinde que se propone;

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(ii) la descripción de la finca o fincas objeto del deslinde, con expresión de los linde-ros generales, sus enclaves, colindancia, y extensión perimetral y superficial;

(iii ) el título de propiedad y, en su caso, certificado de inscripción en el Registro de la Propiedad, e información de todos los incidentes habidos con relación a la propie-dad, posesión y disfrute, así como certificación catastral; y,

(iv) el presupuesto de gastos de deslinde, con la conformidad del propietario de la fin-ca colindante, si el deslinde se hubiera promovido por éste.

Una vez ya iniciado el procedimiento, y con una antelación mínima de 20 días antes de realizarse el apeo, los interesados pueden formular las alegaciones que tengan por pertinentes, y aportar los documentos acreditativos de sus afirmaciones. El trámite administrativo más relevante de la instrucción del procedimiento de deslinde es el denominado «apeo»; los representantes de la Administración y los titulares de las fin-cas colindantes (acompañados de los peritos y técnicos en la materia), se personan en el terreno afectado, y van identificando los puntos o coordenadas geográficas por donde pasa la línea divisoria, y el resultado de ese conjunto de coordenadas geográfi-cas es el «apeo». Una vez trazada de forma abstracta las coordenadas geográficas de la línea divisoria, se fijan sobre el terreno los hitos o mojones que la identifican (es lo que se conoce como «amojonamiento»).

El procedimiento de deslinde puede desembocar tanto en la confirmación del mismo trazado previo de la línea divisoria, como en la fijación de un nuevo y distinto traza-do. En función de las particulares circunstancias concurrentes en cada caso, y en aten-ción a las pruebas que se hayan aportado, el resultado final de la tramitación del pro-cedimiento de deslinde puede ser, tanto atribuir la posesión de los terrenos controver-tidos al particular colindante, como conferir a la Administración el hecho posesorio.

Es posible que la Administración no recupere posesión alguna, por haberse acredita-do que es al vecino a quien corresponde conservarla. La resolución o acto administra-tivo que fin al procedimiento de deslinde, permite la inmatriculación de la finca en el Registro de la Propiedad, y una vez firme esa resolución burocrática, su contenido puede ser inscrito en dicho Registro (artículo 53 de la LPAP 33/2003). El plazo máximo para dictar la resolución por la que concluye el procedimiento de deslinde, es de 18 meses, contados desde la fecha de incoación del expediente. Una vez transcu-rrido ese plazo sin haberse dictado y notificado la correspondiente resolución expre-sa, el procedimiento caduca, debiendo archivarse las actuaciones practicadas (artículo 52.e) de la LPAP 33/2003).

En línea general de principio, el deslinde no determina la titularidad dominical de los bienes, sólo declara y constituye la situación posesoria. Ahora bien, aunque según la teoría clásica la función institucional del deslinde físico sólo produce efectos sobre la situación posesoria como pura situación fáctica (no transforma el “statu quo” jurídico mediante la atribución de la propiedad o titularidad dominical de los bienes deslinda-dos), en el vigente Derecho positivo algunas leyes sectoriales se separan de la con-cepción teórica o dogmática, y confieren al deslinde un efecto declarativo sobre la propiedad (así sucede en la Ley de Costas, en la Ley de Aguas y en la Ley de Vías Pecuarias). En cualquier caso, no está de más recordar que la propiedad es un derecho

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real, y que el conocimiento de las cuestiones de propiedad no corresponde a la juris-dicción contencioso–administrativa, sino a la jurisdicción civil (conforme a lo esta-blecido en el artículo 22.1 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judi-cial, corresponde al Orden Jurisdiccional Civil, “con carácter exclusivo, en materia de derechos reales y arrendamientos de inmuebles que se hallen en España”).

Cuando el procedimiento administrativo de deslinde ha terminado, los propietarios colindantes que estén disconformes pueden ejercer dos clases de acciones:

(i) ante la jurisdicción contencioso–administrativa pueden denunciar los vicios procedimentales cometidos durante la tramitación del deslinde, o los vicios ju-rídicos de falta de competencia en que haya incurrido la Administración Públi-ca;

(ii) ante la jurisdicción civil pueden solicitar la revisión de la correcta ubicación de la línea límite fijada por la Administración (y ejercer una acción reivindicatoria de la propiedad que a su juicio les corresponde).

C) La garantía de la integridad de los bienes públicos

Además de la protección de la identidad de los bienes públicos, también importa la de su integridad, para evitar cualquier desapoderamiento total o parcial de los activos de su patrimonio. La Administración Pública está investida de potestades exorbitantes que le permiten hacer frente a las agresiones de terceros, y defender la integridad de los bienes públicos, por ejemplo, imponiendo servidumbres de protección, ejerciendo la recuperación posesoria y el desahucio de los ocupantes ilegales, o la potestad san-cionadora por infracción de la legislación de bienes públicos (la sanción principal suele ser una multa, y las accesorias la indemnización de los daños y perjuicios cau-sados en los bienes públicos, y la obligación de reponerlos a su situación física o es-tado originario).

Como en otros capítulos ya se ha explicado el ejercicio de la potestad sancionadora o el desahucio administrativo para ejecutar el lanzamiento forzoso de quienes siguen ocupando un bien público cuando ya se extinguió el título jurídico habilitante, ahora sólo se hará mención a la reacción a la recuperación posesoria cuando la usurpación se materializa por la vía de hecho y sin título habilitante, y a la constitución de servi-dumbres administrativas.

1. La recuperación posesoria y el “interdictum proprium”

Merece ser destacado el privilegio de recuperación posesoria (conocido como “inter-dictum proprium”), que sirve para que la Administración Pública recupere la pose-sión de sus bienes, potestad que se ejerce en régimen de autotutela, y sin necesidad de previa intervención judicial. Mientras que para recuperar la posesión indebidamente perdida los particulares deben solicitar la tutela judicial, por sí misma y ejerciendo si fuere necesario la violencia física, la Administración Pública tiene la prerrogativa de materializar la recuperación posesoria por la fuerza y en ejercicio de sus privilegios

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de autotutela, es decir, sin intervención judicial (“las Administraciones Públicas po-drán recuperar por sí mismas la posesión indebidamente perdida sobre los bienes y derechos de su patrimonio”, establece el artículo 55.1 de la Ley 33/2003, de Patri-monio de las Administraciones Públicas).

La potestad de recuperación de oficio puede ejercerse tanto respecto a los bienes de dominio público, como en relación a los bienes patrimoniales o de dominio privado.

La única diferencia estriba en los plazos para el ejercicio del privilegio. Cuando se trata de bienes demaniales, la potestad de recuperación posesoria puede ejercerse en cualquier momento; en cambio, en el caso de los bienes patrimoniales, la acción po-sesoria o “interdictum proprium” prescribe por el transcurso del plazo de 1 año (con-tado desde el día siguiente de la detentación del bien por un tercero, o indebida usur-pación posesoria).

La recuperación posesoria puede ejercerse no sólo cuando desde el principio hay una indebida e ilegítima ocupación posesoria de los bienes; al margen de esa situación originaria, la irregularidad posesoria puede ser sobrevenida; por ejemplo así ocurre cuando, extinguida la autorización o concesión que habilita para ocupar un bien de dominio público, no se produce el cese efectivo de la ocupación, y el particular sigue aprovechándose del bien demanial. En esas circunstancias, extinguido el título jurídi-co habilitante puede imponerse el desahucio administrativo o lanzamiento forzoso del ocupante del dominio público. Como ya se ha destacado, una de las notas que cualifi-can esta prerrogativa de la burocracia, es la posibilidad de imponer la recuperación posesoria de forma coactiva, incluso por la fuerza física y ejerciendo la violencia le-gítima.

El procedimiento siempre se inicia de oficio, en su caso, por denuncia formulada por los particulares, quienes pueden formularla verbalmente o por escrito, sin quedar por ello obligados a probar los hechos denunciados. Si el hecho conocido o denunciado revistiere apariencia de delito o falta penal, el órgano competente, previo informe ju-rídico al efecto, dará cuenta al ministerio fiscal.

Una vez comprobado el hecho de la indebida usurpación de un bien, la Administra-ción debe oír al interesado, permitiéndole presentar alegaciones en un plazo de 10 dí-as, salvo que motivadamente se hubiera señalado un plazo inferior (artículo 68 del Reglamento General de desarrollo de la LPAP, aprobado por Real Decreto 1373, 2009, de 28 de agosto). A la vista de sus alegaciones, la Administración puede reque-rir al ocupante para que cese en su invasión posesoria, otorgándole para ello un plazo no superior a 8 días (conforme a lo establecido en el artículo 56 de la LPAP 33/2003).

En el caso de no atenderse en ese último plazo el requerimiento de la burocracia, y no producirse el desalojo voluntario, sin necesidad de intervención judicial la Adminis-tración puede servirse de distintos medios para lograr el desalojo forzoso del ocupan-te irregular del bien de titularidad pública:

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Capítulo 22 – La gestión y protección de los bienes públicos 56

(i) puede utilizar la compulsión sobre las personas (y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad materializarán el desalojo);

(ii) antes de mandar a la policía, cada 8 días la Administración puede imponer de forma reiterada multas coercitivas (cada una por un importe equivalente al 5 por 100 del valor del bien irregularmente ocupado).

2. Las servidumbres administrativas

Una de las técnicas jurídicas para defender la integridad de los bienes públicos es la imposición de servidumbres administrativas. La servidumbre es un derecho real que se refiere a la vinculación entre dos fincas o predios colindantes, estableciendo una ordenación jerárquica de los usos de una y otra finca. En virtud de la servidumbre se subordina el uso del llamado «predio sirviente», a determinados fines o intereses del «predio dominante» que gozan de primacía. La servidumbre vincula cosas o bienes inmuebles (predio dominante y sirviente) y por ello es una «relación jurídico–real».

En cambio, la vecindad puede generar obligaciones y derechos en razón de las perso-nas (y en ese caso se trata de una «relación jurídico–obligatoria»). Mientras que las limitaciones de derechos que resultan de las relaciones de vecindad son bilaterales, en las servidumbres hay una sujeción unilateral del predio o finca sirviente, en beneficio del predio o finca dominante.

Pues bien, para proteger algunos intereses generales, a los bienes de dominio público se les atribuye la consideración de «predio dominante». Respetando la propiedad pri-vada y los derechos reales sobre los «predios sirvientes», las leyes definen el conteni-do normal de esos derechos introduciendo restricciones a la exclusividad del disfrute o al pleno ejercicio de los derechos del propietario, pues se prohíben algunas activi-dades y otras se someten a previa autorización administrativa. Los titulares de los in-muebles colindantes o próximos a los bienes demaniales están obligados a soportar (“patere”), sin compensación económica, alguna restricción en el pleno ejercicio de las facultades que les confieren sus derechos reales (así sucede en las proximidades de la zona marítimo–terrestre, de los cursos fluviales, o en el entorno de las carreteras y los aeropuertos). Por ejemplo, aunque una finca sea de propiedad privada en ella no se pueden realizar construcciones por estar situado el terreno junto a bienes de domi-nio público, como un aeropuerto o la ribera de un río (conviene recordar que en el año 1985 la ley estableció la demanialidad de las aguas continentales, así como de los cauces y las riberas de los ríos).

La imposición de una servidumbre administrativa puede perseguir distintas finalida-des:

(i) protección de algunos fines de interés general (evitar que en la proximidad del dominio público se desarrollen actividades incompatibles con su destino carac-terístico; por ejemplo, no se pueden situar viviendas o escuelas en las fincas colindantes a una zona militar destinada a la realización de prácticas de tiro);

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(ii) protección del derecho de los ciudadanos a disfrutar de los bienes de dominio público (por ejemplo el acceso a las playas, a través de propiedades privadas que deben soportar el paso de cualquier persona).

En ocasiones las servidumbres se establecen para proteger la integridad de los bienes demaniales. Es el caso, por ejemplo, de la «servidumbre de protección» de la zona marítimo–terrestre que recae sobre una zona de 100 metros (medida tierra adentro desde el límite interior de la ribera del mar). En atención a las peculiaridades del tra-mo de costa de que se trate, y cuando sea necesario para asegurar la efectividad de la servidumbre, la extensión de esta zona puede ser ampliada por la Administración del Estado (de acuerdo con la Comunidad Autónoma y el Ayuntamiento correspondien-te), hasta un máximo de otros 100 metros adicionales.

Otras veces las servidumbres administrativas permiten al común de los ciudadanos el disfrute de los bienes demaniales o de dominio público, como sucede con la servi-dumbre de tránsito o la de acceso público y gratuito al mar establecidos en la Ley 22/1988, de 28 de julio (de Costas).

La «servidumbre de tránsito» recae sobre una franja de 6 metros, medidos tierra adentro a partir del límite interior de la ribera del mar. Esta zona debe dejarse perma-nentemente libre y expedita para el paso público peatonal y para los vehículos de vi-gilancia y salvamento, salvo en los espacios especialmente protegidos. Excepcional-mente, esta zona puede ser ocupada por un paseo marítimo o por obras a realizar en el dominio público marítimo–terrestre.

La «servidumbre de acceso público y gratuito al mar» recae sobre los terrenos colin-dantes o contiguos al dominio público marítimo–terrestre, en la longitud y anchura que demanden la naturaleza y finalidad del acceso. Salvo en los espacios calificados de especial protección, para garantizar esta servidumbre los planes y normas de orde-nación territorial y urbanística del litoral establecerán la previsión de suficientes ac-cesos al mar y aparcamientos, fuera del dominio público marítimo–terrestre. A estos efectos, en las zonas urbanas y urbanizables, los de tráfico rodado deben estar separa-dos entre sí, como máximo 500 metros, y los peatonales 200 metros.