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Capítulo 9 La ciudad en la autopista Los barrios suburbanos del automovil: Long Island, Wiscossin, Los Ángeles, París 1920-1987 Un niño que había vivido en los barrios residenciales suburbanos de final de siglo recordaba: «Suburbia» -que es el nombre que dan los anglosajones a estas zonas- «era un lugar con ferrocarril (...) un lugar que estaba a unos pocos minutos andando de la estación, a unos pocos minutos de las tiendas y a unos pocos minutos de los campos»1. Fue la extensión periférica del ferrocarril, como hemos visto en el capí- tulo tercero, lo que trajo consigo el crecimiento del Londres de comienzos del si- glo XX, y con él, la preocupación por el control del crecimiento urbano. También sucedió lo mismo en los Estados Unidos, donde los primeros barrios residenciales clásicos -Llewellyn Park en New Jersey, Lake Forest y Riverside en las afueras de Chicago, Forest Hills Gardens en Nueva York- se planificaron alrededor de las es- taciones de ferrocarril2. Esto era la pura realidad, puesto que, a pesar de que el au- tomóvil apareció hacia 1900, su precio lo restringía a pequeñas minorías. Sólo a par- tir del momento en que Henry Ford introdujo el trabajo en cadena en su fábrica de Highland Park en 1913, y aplicó las técnicas de producción en masa -todas ellas inventadas por otros en otros lugares, pero que él unificó y utilizó- existió la posibilidad de fabricar automóviles para las grandes masas3. E incluso entonces, su primitiva tecnología, y las todavía más primitivas condiciones de las carreteras por las que debía circular, redujeron sus posibilidades. Durante los diez primeros años de su existencia, el modelo T sirvió para lo que Ford lo había diseñado: era el automóvil del agricultor, el sucesor del caballo y del carro4. La profecía de Wells se cumple Pero había un visionario que había imaginado el futuro. En Anticipations que se pu- blicó por primera vez en 1901, H.G.Wells había especulado sobre la posibilidad de que «las compañías de ómnibus a motor, en competencia con los ferrocarriles su- burbanos, se verían obstaculizadas en su carrera por la rapidez por el tráfico de ca- 1 (Véanse notas en páginas 328-330.)

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Capítulo 9

La ciudad en la autopistaLos barrios suburbanos del automovil:

Long Island, Wiscossin, Los Ángeles, París 1920-1987

Un niño que había vivido en los barrios residenciales suburbanos de final de siglo recordaba: «Suburbia» -que es el nombre que dan los anglosajones a estas zonas- «era un lugar con ferrocarril (...) un lugar que estaba a unos pocos minutos andando de la estación, a unos pocos minutos de las tiendas y a unos pocos minutos de los campos»1. Fue la extensión periférica del ferrocarril, como hemos visto en el capí­tulo tercero, lo que trajo consigo el crecimiento del Londres de comienzos del si­glo XX, y con él, la preocupación por el control del crecimiento urbano. También sucedió lo mismo en los Estados Unidos, donde los primeros barrios residenciales clásicos -Llewellyn Park en New Jersey, Lake Forest y Riverside en las afueras de Chicago, Forest Hills Gardens en Nueva York- se planificaron alrededor de las es­taciones de ferrocarril2. Esto era la pura realidad, puesto que, a pesar de que el au­tomóvil apareció hacia 1900, su precio lo restringía a pequeñas minorías. Sólo a par­tir del momento en que Henry Ford introdujo el trabajo en cadena en su fábrica de Highland Park en 1913, y aplicó las técnicas de producción en masa -todas ellas inventadas por otros en otros lugares, pero que él unificó y utilizó- existió la posibilidad de fabricar automóviles para las grandes masas3. E incluso entonces, su primitiva tecnología, y las todavía más primitivas condiciones de las carreteras por las que debía circular, redujeron sus posibilidades. Durante los diez primeros años de su existencia, el modelo T sirvió para lo que Ford lo había diseñado: era el automóvil del agricultor, el sucesor del caballo y del carro4.

La profecía de Wells se cumple

Pero había un visionario que había imaginado el futuro. En Anticipations que se pu­blicó por primera vez en 1901, H.G.Wells había especulado sobre la posibilidad de que «las compañías de ómnibus a motor, en competencia con los ferrocarriles su­burbanos, se verían obstaculizadas en su carrera por la rapidez por el tráfico de ca­

1 (Véanse notas en páginas 328-330.)

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rros que circularían con mucha más lentitud por los caminos», y que, en conse­cuencia, «tratarían de crear un nuevo tipo de carreteras privadas, en las que pudieran viajar a la máxima velocidad que les permitieran sus vehículos». Aunque Wells se equivocó en muchas de sus predicciones, ésta fue una de las que acertó. Dijo que «casi sin darnos cuenta, ciertas carreteras más largas y convenientes se conectarán», aunque, consideró que los norteamericanos y los alemanes iniciarían este movi­miento antes que los ingleses mucho más tradicionales. Predijo que «serían utili­zadas por aparatos más refinados; las herraduras, la suciedad de los animales, y las torpes ruedas de los carros nunca entrarían en ellas»; que «deberían ser muy an­chas» y que «el tráfico en dos direcciones estaría estrictamente separado» aña­diendo que «donde se cruzan no lo harían a un mismo nivel sino por medio de puen­tes» y que «cuando estas carreteras existieran se podría experimentar con vehículos de una medida y de una fuerza muy por encima de las dimensiones que las carre­teras normales permiten - dimensiones que habían venido dadas por el tipo de ca­rro que podía arrastrar un caballo.»5

La notable capacidad de Wells para adivinar el futuro no terminaba aquí, pues­to que no sólo predijo las autopistas sino también sus efectos. En un capítulo ti­tulado la «Probable difusión de las ciudades», pronosticó que «por un proceso de confluencia, prácticamente toda la zona de la Gran Bretaña que queda al sur de los Highlands parece destinada (...) a convertirse en un región urbana, unida no sólo por el ferrocarril y el telégrafo, sino también por las nuevas carreteras que hemos previsto» y también «por una densa red de teléfonos, tubos de transporte de pa­quetes y todo tipo de conexiones arteriales parecidas». Pensó que se convertiría en

una curiosa y variada región, mucho menos monótona que nuestro mundo inglés de hoy en día, reposada en sus zonas menos pobladas, pero en todo caso llena de bosques, quizás mucho más que ahora, que en según que lugares se transformarán en parques y jardines llenos de casas (...) Las nuevas carreteras atravesarán los cam­pos, cortando una colina aquí y cruzando un valle por medio de enormes viaduc­tos allí, y estarán siempre llenas de un tráfico multitudinario de rápidos (y no ne­cesariamente feos) mecanismos; y por todos sitios, en medio de los campos y de los árboles, los cables avanzarán de poste en poste6.

Como en otras ocasiones, se mostró muy optimista en relación a la rapidez del cambio tecnológico. Sin embargo fue muy sagaz al pronosticar el lugar donde ocu­rriría. Los pioneros, como él había previsto, fueron los norteamericanos. Y fue así porque en 1950, gracias a la revolución que Ford había desencadenado, los Estados Unidos fue el primer país del mundo que pudo vanagloriarse de poseer el mayor número de coches. En 1927, construyendo el 85 por ciento de los coches del mun­do, podía alardear de que había un coche por cada cinco personas: aproximada­mente uno cada dos familias7. La crisis y la guerra mantuvieron este nivel duran­te más de veinte años: no sería hasta comienzos de los años cincuenta que la proporción superaría a la que había habido en los años veinte.

A partir de mediados de los años veinte, la motorización en masa había em­pezado a incidir en las ciudades norteamericanas de una manera que el resto del

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mundo no conocería hasta los años cincuenta y sesenta. En 1923, los colapsos cir­culatorios eran tan grandes en algunas ciudades que se había empezado a pensar en prohibir su circulación por las calles de los centros urbanos; en 1926, Thomas E.Pitt tuvo que cerrar su tienda de bebidas y tabaco en un cruce de calles muy cén­trico de Atlanta porque el exceso de tráfico impedía su funcionamiento8. Fue du­rante los mismos años que, partiendo de las nuevas posibilidades que ofrecía el au­tomóvil, Sears Roebuck y, más tarde, Montgomery Ward se plantearon la idea de abrir grandes almacenes en las afueras9. Cuando a finales de los años veinte los Lynds hicieron su estudio sociológico, ahora ya clásico, sobre «Middletown» (se trataba de Muncie en Indiana), se dieron cuenta de que la posesión del automóvil permi­tía al trabajador normal y corriente vivir más lejos de su lugar de trabajo10. Y, ya por esas fechas, en muchas ciudades -Washington, Kansas City, St Louis- el número de personas que diariamente hacía el recorrido de su trabajo a casa en coche era más elevado que el tráfico de paso. No es sorprendente que en los años veinte los funcionarios del censo observaran que los barrios residenciales de las afueras estaban creciendo a mayor velocidad que los centros urbanos: el 39 por ciento, más de cuatro millones de personas, mientras que las ciudades sólo crecieron un 19 por ciento, que representaba cinco millones. En muchas de ellas esta tendencia hacia la suburbanización fue todavía más fuerte: los barrios suburbanos de Nueva York crecieron un 67 por ciento y el centro 23, en Cleveland la relación fue de 126 y 12 y en St Louis de 107 y 5n .

Lo curioso fue que muchos de los urbanistas norteamericanos acogieron esta nueva tendecia con ecuanimidad e incluso con entusiasmo. En la Asamblea nacional de Planificadores de ciudades de 1924, Gordon Whitnall, un urbanista de Los Angeles, declaró con orgullo que los profesionales del oeste habían aprendido de los errores cometidos por los del este, y que dirigían el proceso hacia la ciudad ho­rizontal del futuro. En los años veinte, como por primera vez los medios de trans­porte públicos registraron disminución en su uso y en consecuencia tuvieron me­nos beneficios, Detroit y Los Ángeles se plantearon la posibilidad de hacer grandes inversiones en este sector con la idea de proteger los cascos urbanos, pero pronto se dieron cuenta de que los votantes no estaban dispuestos a aceptarlo12.

Este volumen de tráfico que iba siempre en aumento circulaba la mayoría de las veces por las calles normales de la ciudad, que tuvieron que ser ensanchadas y mejoradas para poder absorber esta invasión. A finales de los años veinte toda­vía había pocos ejemplos de pasos a distinto nivel en las autopistas norteameri­canas13. La excepción más sobresaliente era Nueva York, que durante esta época adoptó otro sistema que procedía directamente de una tradición más antigua y que ya hemos comentado en el capítulo cuarto: se trataba de las carreteras de parque (parkway). Utilizadas por primera vez en 1858 por Olmsted en su proyecto para el Central Park de Nueva York, este tipo de vía fue empleada ampliamente por los arquitectos del paisaje en la planificación de parques y de las nuevas áreas resi­denciales de ciudades tan distintas como Boston, Kansas City y Chicago14. Pero empezando por la Long Island Motor Parkway (1906-11) de William K.Vanderbilt, que puede considerarse como la primera autopista de acceso limitado del mun­

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do, y la Bronx River Parkway (1906-23) que tenía 16 millas, seguida por la Hutchinson River Parkway de 1928 y la Saw Mili Parkway de 1929, esta innova­ción característicamente norteamericana se adaptó rápidamente a una nueva fun­ción: se extendió otras 10 o 20 millas para adentrarse en el campo -y a veces, como en el caso de la Bronx Parkway, se utilizó para ordenar las zonas urbanas más obsoletas- y permitir un rápido acceso desde los congestionados centros urbanos a los nuevos barrios residenciales y a las nuevas zonas de recreo situadas en el cam­po y en la costa15.

El espíritu que puso en movimiento este proceso fue Robert Moses, el gran constructor de Nueva York. Aprovechando la State Act de 1924, que él mismo ha­bía redactado para tener poderes hasta entonces sin precedentes (y que los pobres legisladores no apreciaron) y para apropiarse tierras, consiguió que sus carreteras de parque cruzaran las estimadas tierras de los millonarios de Long Island -los Phippses, los Whitneys, los Morgans, los Winthrops- con la idea de que los habi­tantes de Nueva York tuvieran acceso a las playas del océano. Se hicieron, como todo lo que hizo Moses, por razones de interés público, que fue lo que le dio el gran apo­yo popular que tuvo; apoyo que más tarde amplió al organizar el Consejo del Túnel y la Sierra de Triborough, que le sirvió para enlazar todo el sistema viario y conectarlo con Manhattan y el Bronx16.

Sin embargo el interés público tenía sus límites: deliberadamente, Moses cons­truyó los puentes de sus carreteras de parque a poca altura de manera que ni los camiones ni los autobuses pudieran circular por ellas. De esta manera las magní­ficas playas que creó al final de estas vías quedaron estrictamente reservadas a la clase media que poseía automóvil; las dos terceras partes restantes debería seguir cogiendo el metro para dirigirse a Coney Island. Y cuando en los años treinta Moses extendió el sistema hacia el oeste de la isla de Manhattan para construir la Henry Hudson Parkway, la primera autopista del mundo, hizo lo mismo: Moses pla­nificó de manera consciente y deliberada un sistema de carreteras para las perso­nas que diariamente debían desplazarse de su casa a los lugares de trabajo17.

Este fue el propósito de las grandes obras públicas que Moses emprendió du­rante estos años. Fueran cuales fueran las razones iniciales, una vez que quedaron conectadas por medio del puente de Triborough, formaron una amplia red de vías urbanas que hicieron posible que las personas que trabajaban en Manhattan pu­dieran trasladarse diariamente a sus casas que se hallaban a 20 e incluso a 30 mi­llas de distancia: tres o cuatro veces más del radio que cubría el sistema de metros. El efecto fue inmediato: durante los años veinte, la población de los condados de Westchester y Nassau, que quedaron integrados en estas nuevas vías, ascendió a 350.000 personas18. Pero los efectos más espectaculares se darían durante el «boom» constructivo de los barrios residenciales suburbanos de después de la Segunda Guerra Mundial. No fue por casualidad que el más conocido, que de hecho sim­bolizó todo el proceso, estuviera en el lugar que estaba: el primer Levittown se si­tuó a la salida de uno de los cruces de la carretera de parque de Wantagh State que Moses había hecho veinte años antes como una de las vías de acceso a la zona de recreo de Jones Beach State Park.

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mundo no conocería hasta los años cincuenta y sesenta. En 1923, los colapsos cir­culatorios eran tan grandes en algunas ciudades que se había empezado a pensar en prohibir su circulación por las calles de los centros urbanos; en 1926, Thomas E.Pitt tuvo que cerrar su tienda de bebidas y tabaco en un cruce de calles muy cén­trico de Atlanta porque el exceso de tráfico impedía su funcionamiento8. Fue du­rante los mismos años que, partiendo de las nuevas posibilidades que ofrecía el au­tomóvil, Sears Roebuck y, más tarde, Montgomery Ward se plantearon la idea de abrir grandes almacenes en las afueras9. Cuando a finales de los años veinte los Lynds hicieron su estudio sociológico, ahora ya clásico, sobre «Middletown» (se trataba de Muncie en Indiana), se dieron cuenta de que la posesión del automóvil permi­tía al trabajador normal y corriente vivir más lejos de su lugar de trabajo10. Y, ya por esas fechas, en muchas ciudades -Washington, Kansas City, St Louis- el número de personas que diariamente hacía el recorrido de su trabajo a casa en coche era más elevado que el tráfico de paso. No es sorprendente que en los años veinte los funcionarios del censo observaran que los barrios residenciales de las afueras estaban creciendo a mayor velocidad que los centros urbanos: el 39 por ciento, más de cuatro millones de personas, mientras que las ciudades sólo crecieron un 19 por ciento, que representaba cinco millones. En muchas de ellas esta tendencia hacia la suburbanización fue todavía más fuerte: los barrios suburbanos de Nueva York crecieron un 67 por ciento y el centro 23, en Cleveland la relación fue de 126 y 12 y en St Louis de 107 y 511.

Lo curioso fue que muchos de los urbanistas norteamericanos acogieron esta nueva tendecia con ecuanimidad e incluso con entusiasmo. En la Asamblea nacional de Planificadores de ciudades de 1924, Gordon Whitnall, un urbanista de Los Ángeles, declaró con orgullo que los profesionales del oeste habían aprendido de los errores cometidos por los del este, y que dirigían el proceso hacia la ciudad ho­rizontal del futuro. En los años veinte, como por primera vez los medios de trans­porte públicos registraron disminución en su uso y en consecuencia tuvieron me­nos beneficios, Detroit y Los Ángeles se plantearon la posibilidad de hacer grandes inversiones en este sector con la idea de proteger los cascos urbanos, pero pronto se dieron cuenta de que los votantes no estaban dispuestos a aceptarlo12.

Este volumen de tráfico que iba siempre en aumento circulaba la mayoría de las veces por las calles normales de la ciudad, que tuvieron que ser ensanchadas y mejoradas para poder absorber esta invasión. A finales de los años veinte toda­vía había pocos ejemplos de pasos a distinto nivel en las autopistas norteameri­canas13. La excepción más sobresaliente era Nueva York, que durante esta época adoptó otro sistema que procedía directamente de una tradición más antigua y que ya hemos comentado en el capítulo cuarto: se trataba de las carreteras de parque (parkway). Utilizadas por primera vez en 1858 por Olmsted en su proyecto para el Central Park de Nueva York, este tipo de vía fue empleada ampliamente por los arquitectos del paisaje en la planificación de parques y de las nuevas áreas resi­denciales de ciudades tan distintas como Boston, Kansas City y Chicago14. Pero empezando por la Long Island Motor Parkway (1906-11) de William K.Vanderbilt, que puede considerarse como la primera autopista de acceso limitado del mun-

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Fig. 9.1. Robert Moses. El gran constructor de Nueva York, y también gran pro­pagandista de su labor, con algunos de sus proyectos. En este momento el «bull­dozer» de Moses era todavía imparable.

En aquellos momentos, algunos urbanistas llegaron a acariciar la idea de uti­lizar estas nuevas carreteras como base para crear nuevas formas urbanas. Uno de los padres fundadores de la Asociación para la planificación regional de América, Benton MacKaye, tuvo la idea -com o hemos visto en el capítulo quin­to - de hacer una «carretera sin ciudades», o autopista (motorway). Inspirándose en el plan de Radburn -diseñado por Clarence Stein y Henry Wright, otros dos cerebros de la Asociación- pensó que este tipo de vía podría utilizarse a escala re­gional.

La «carretera sin ciudades» es una autopista, en la que las ciudades tendrían la mis­ma relación con la carretera que la que, en Radburn, tienen las zonas residenciales situadas en calles sin salida con las principales vías de tráfico. Lo que Radburn hace en la comunidad local, la «carretera sin ciudades» lo haría en todo el país (...) En lugar de tener esas carreteras flanqueadas por casas miserables que se enquistan en­tre las grandes urbes, la «carretera sin ciudades» fomentaría la creación de verdaderas comunidades en zonas definidas y adecuadas fuera de la carretera principal19.

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Fig. 9.2. Jones Beach. Uno de los grandes proyectos de Moses de los años veinte: zonas re­creativas para las masas motorizadas. Sin embargo los puentes de las autopistas se constru­yeron bajos con el propósito de que los autobuses no pudieran circular por ellas.

El concepto era claro y consistente:

abolición de entradas a la carretera principal excepto en ciertos puntos; posesión pública o control público efectivo por medio de una zonificación rigurosa de las áre­as situadas a lo largo de las vías (...) control adecuado sobre el paisaje, que inclu­ya árboles de sombra y normas estrictas sobre la colocación de las líneas de teléfo­nos y de electricidad, estricto control sobre la construcción de las áreas de servicio20.

Evidentemente, todo esto se convirtió en realidad -pero primero en otros lu­gares y sólo bastante tiempo después en los Estados Unidos. La parte comple­mentaria de su propuesta, que era uno de los sueños de la Asociación para la pla­nificación regional- «estimular el crecimiento de comunidades definidas, planificadas de manera compacta y limitadas en las medidas, como los antiguos pueblos ingleses o el moderno Radburn»21- nunca llegaría a realizarse en su lugar de nacimiento.

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Sin embargo, excepto en los Estados Unidos, la revolución del automóvil to­davía no había llegado. Hasta la Segunda Guerra Mundial sólo una pequeña mi­noría -como mucho el 10 por ciento- de familias europeas lo tenía. La primera ca­dena de montaje de Gran Bretaña, en 1934 en la fábrica del Morris, se introdujo veinte años más tarde que la de Ford en Detroit, mientras que en Alemania, el prometido coche del pueblo de Hitler, que empezó a producirse en las inmensas fábricas de Wolfsburg en 1940, se derivó a servicios bélicos y no entró en el gara­je de la gente hasta bastante después de la Segunda Guerra Mundial22. Sin embar­go Alemania puede disputar a los Estados Unidos el honor de haber hecho la pri­mera autopista de verdad del mundo: se trataba de la AVUS (.Automobil-Verkehrs und Übungsstrasse), una vía rápida de seis millas que permitía el desplazamiento diario de los trabajadores desde sus viviendas al trabajo y que se construyó en Berlín en­tre 1913 y 1921 para cruzar el Grünewald. A pesar de que en 1924 una empresa pri­vada había proyectado un sistema de autopistas que debía cubrir unas 15.000 mi­llas y de que a finales de los años veinte otra empresa tenía muy avanzado un plan para construir una autopista de 550 millas que conectaría Hamburgo, Colonia y Basilea, antes de que Hitler consiguiera el poder en 1933, sólo se había hecho una pequeña autopista interurbana que unía Colonia y Bonn.

Aunque al principio los nazis estuvieron en contra de todos los proyectos ela­borados por la República de Weimar, pronto cambiaron de opinión: las Autobahnen podían ser una solución rápida contra el paro y tenían una gran importancia es­tratégica. De manera que se limitaron a tomar los proyectos ya existentes y utili­zando una normativa especial de la Red de Ferrocarriles alemanes, los convirtieron en cemento a gran velocidad. El doctor Todt, inspector general del Reichsautobahnen Gesellschaft, terminó el primer tramo que discurría entre Frankfurt y Darmstadt en el verano de 1935; su nombre (muerte) fue de mal agüero puesto que ese mismo día hubo un fatal accidente. A partir de este momento y contando con un gran nú­mero de trabajadores que en 1934 llegó a ser de 250.000, el ritmo de construcción fue muy rápido: más de 600 millas en 1936, 1.900 en 1938 y 2.400 a principios de la Segunda Guerra Mundial23.

La rapidez se nota. Si tenemos en cuenta los niveles constructivos actuales, estas primeras Autobahnen -que todavía podían verse en su forma primigenia en la antigua Alemania del Este- son terriblemente primitivas: son como montañas rusas que suben y bajan siguiendo todas las ondulaciones que encuentran sin uti­lizar las técnicas de explanación de la rasante; tampoco hay vías de aceleración ni de desacelaración, que no comprendían muy bien y que probablemente eran in­necesarias para los automóviles de aquella época, además las entradas y salidas son muy cerradas. Sin embargo, por muy primitivas que fueran, las Autobahnen cre­aron un nuevo paisaje que más tarde sería imitado fielmente por casi todo el res­to de países del mundo. Resulta irónico pero es el mismo paisaje que MacKaye -el arquetípico demócrata liberal- había imaginado en sus notas de 1930: carriles se­parados, enlaces a niveles distintos, estaciones de servicio impecablemente diseñadas, incluso los enormes carteles azules con sus letras clásicas, que se convirtieron en una parte del nuevo simbolismo visual. La ironía histórica fue que, ideadas inde-

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Fig. 9.3. AVUS. Automobil-Verkehrs und Übungsstrasse, autopista en Grünewald, Berlín, se terminó en 1921. Puede considerarse como la primera del mundo.

pendientemente en la Alemania de Weimar y en los Estados Unidos de Coolidg, también estuvieron presentes en Ernst May y Benton Mackhaye, Martin Wagner y Henry Wright. Lo que resulta inquietante es la personalidad de los que las llevaron a la práctica.

Durante la depresión de los años treinta, los Estados Unidos se retrasaron en la construcción de estas autopistas interurbanas de largas distancias. A pesar de que el abogado y urbanista Edward M.Bassett había propuesto en un artículo del New York Times de 1928 la utilización del término «freeway», su idea se quedó en el pa­pel24. Puesto que, a excepción de la prolongación del sistema de autopistas de Nueva York en dirección al vecino estado de Connecticut -la Merrit y Wilbur Cross Parkway, que eran de peaje y estaban limitadas al tráfico privado de automóviles-, la primera autopista interurbana de verdad, la Pennsylvania Turnpike que cru­zando los Apalaches partía de Carlisle, cerca de Harrisburg, y se dirigía a Irwin,

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cerca de Pittsburg, no se inauguró hasta 194025. El mes de diciembre de ese mis­mo año se dio otro paso importante en la era del automóvil: Los Ángeles terminaba su Arroyo Seco Parkway, que ahora forma parte de la red viaria de Pasadena. Como las primeras Autobahnen, el diseño era un tanto primitivo; y como en la ceremo­nia de apertura de la primera Autobahn, también hubo una colisión múltiple que, en este caso, implicó a tres coches repletos de personalidades26. Después estalló la guerra y, cuando terminó, Los Ángeles tenía sólo 11 millas de autopistas27. Su plan de vías rápidas que fue elaborado en 1939 por el ingeniero del ayuntamiento Lloyd Aldrich con el patrocinio de los empresarios del casco urbano después de que el ayun­tamiento denegara su ayuda económica, sólo pudo realizarse durante los veinte años siguientes28. Fue entonces cuando se ganó el nombre de ciudad de las autopistas que ahora tiene.

Pero quizás lo que dio a Los Ángeles su mítico nombre no fue la extensión de su red -puesto que la zona metropolitana de Nueva York, con Moses a su cabeza, siempre les iba a ganar en este aspecto- sino el hecho de que sus ciudadanos de­pendieran totalmente de estas autopistas, dependencia que se reflejaba en un trans­porte público muy reducido y en la manera de hablar de los ciudadanos de Los Ánge­les que hablaban de «ir por la superficie» como si fuera una excentricidad. Y también por el estilo de vida que creó: en la novela de Joan Didion, PlayltAs ItLays, la he­roína, abandonada por su marido, «se va a la autopista para animarse», y comien­za su proceso de iniciación:

Una y otra vez volvió al intrincado tramo que quedaba justo al sur del enlace de Hollywood con el puerto y que había que hacer por medio de una diagonal que cru­zaba cuatro carriles. Por la tarde cuando Analmente fue capaz de atravesarlo sin fre­nar ni una sola vez, ni perderse la música de la radio, se sintió llena de vitalidad y aquella noche durmió como un tronco29.

También lo era por el modelo de crecimiento urbano que surgió como con­secuencia. La construcción de la autopista de Arroyo Seco produjo el aumento in­mediato del valor del suelo en Pasadena. A partir de aquel momento, allí donde iban las autopistas estaban los promotores. Y, a diferencia de la red de Moses en Nueva York, no fue radial, o lo fue sólo de manera parcial; de hecho formó una trama más o menos trapezoidal, de modo que a grandes rasgos puede decirse que se podía ir con facilidad de un sitio a otro. Este esquema era el que habían segui­do los antiguos Big Red Cars de los Ferrocarriles Eléctricos del Pacífico; así pues el policentrismo y la dispersión de Los Ángeles se había anticipado a la era de las autopistas en varias décadas, y, mientras el área urbana triplicaba su población en los años treinta y cuarenta, el tráfico del centro de la ciudad permanecía constante. E, irónicamente, a mediados de los años veinte cuando los ferrocarriles perdieron clientes en favor del automóvil, las zonas que abandonaron fueron ocupadas por las nuevas autopistas30. Además la revolución del automóvil, que llegó allí antes que a otras muchas ciudades norteamericanas -hacia el año 1930 en el condado de Los Ángeles había cerca de 800.000 coches, dos por cada cinco personas- co­lapso muy pronto el casco urbano y provocó una pronta expansión de las activi­

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dades empresariales en la periferia. Cosa que hizo que, a mediados de los años vein­te, la ciudad tomara la decisión de no soportar el tránsito rodado y, ante las pre­siones del sector empresarial, iniciara, en la década siguiente, la construcción de un sistema de autopistas31.

Wells tuvo razón; aunque todo tardó en ocurrir más de lo que él había imagi­nado y su impacto se vio primero en las zonas de Long Island y Los Ángeles que en Gran Bretaña. El primer tramo de autopista inglesa, las 8 millas que rodeaban Preston en el Lancashire, se inauguró en diciembre de 1958, casi cuarenta años más tarde que su equivalente alemán y cincuenta más tarde que el norteamericano32.Y no fue hasta los años sesenta que el automóvil empezó a incidir en el paisaje in­glés, afectando tanto el modo de vida como el tipo de concentraciones urbanas.

Frank Lloyd y los desurbanistas soviéticos

Mucho antes de esta época, en Estados Unidos ya se habían empezado a planifi­car zonas residenciales a gran escala pensadas para los usuarios del automóvil. Así por ejemplo el proyecto de grandes parques que hizo George E. Kessler para Kansas City entre 1893 y 1910, que incluía carreteras de recreo, fue la base para que el pro­motor Jesse Clyde Nichols iniciara entre 1907 y 1908 la construcción del Country Club District. Influido tanto por el movimiento de la Ciudad Bella como por las ciudades jardín europeas que visitó durante un viaje que hizo en bicicleta por el continente, este barrio residencial fue proyectado por Kessler que lo integró en el parque. Fue el primer barrio jardín suburbano creado especialmente para los usua­rios del automóvil. Nichols compró suelo barato fuera del alcance del sistema de tranvías de la ciudad, cosa que le permitió edificar en densidades muy bajas -pri­mero seis casas por acre, posteriormente todavía menos; en el centro situó la bri­llante Plaza del Country Club (diseñada por el arquitecto Edward Buhler Delle en­tre 1923 y 1925) que fue el primer centro comercial del mundo pensado para el automóvil33. En Los Ángeles, las áreas de Beverly Hills (1914) y Palos Verdes (1923) siguieron los mismos principios de planificación; aunque la primera nació bajo los auspicios de la estación del Ferrocarril Eléctrico del Pacífico, las dos se convirtie­ron pronto en clásicas áreas residenciales suburbanas dependientes del automóvil34.

Todas fueron promociones privadas basadas en la especulación. Se pensaron para que dieran dinero y lo dieron. Su éxito se debió a la calidad del diseño y a la inclusión de contratos privados que garantizaban que esta calidad se mantendría. Sin embargo también hubo una versión idealizada de la ciudad del automóvil acompañada de su propia filosofía y es lógico que la formulación más completa pro­viniera de un famoso arquitecto norteamericano, Frank Lloyd Wright. Pero hubo otra, muy similar, que procedía de un lugar totalmente insospechado: la Unión Soviética.

Los desurbanistas soviéticos de los años veinte, dirigidos por Moisei Ginsburg y Moisei Okhitovich, pensaban como Wright, y quizás influidos por él -que la electricidad y las nuevas tecnologías del transporte, principalmente el automóvil,

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Fig. 9.4. Country Club District, Kansas City. La plaza del Country Club proyectada por J.C.Nichols. Puede considerarse como el primer ejemplo de centro comercial situado fuera de la ciudad.

harían posible que las ciudades se vaciasen35. También ellos, como Wright, eran esen­cialmente individualistas y antiburocráticos; como él consideraban que había que desarrollar nuevas formas de construcción basadas en materiales fabricados en masa que permitieran hacer casas individuales ligeras y fáciles de trasladar al cam­po; de esta manera se crearía «un país sin ciudades, completamente descentraliza­do y uniformemente poblado»36. Incluso pensaron en la posibilidad de arrasar las ciudades y construir en ellas grandes parques y museos urbanos37. Sin embargo es­tos urbanistas eran soviéticos y su versión del individualismo era curiosamente colectivo: todas las actividades, excepto dormir y descansar, eran comunitarias38. El imperativo tecnológico era igual que el de Frank Lloyd Wright pero el moral -por lo menos en su aspecto externo- era bastante diferente.

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De momento y teniendo en cuenta las condiciones materiales de la Unión Soviética de aquella época, esta propuesta no dejaba de resultar fantástica. Casi no había automóviles, y poca electricidad. Bien podía Le Corbusier, que era un alia­do del campo opuesto, hacer una parodia de la visión desurbanista:

Las ciudades formarán parte del campo; Yo viviré bajo un pino a 30 millas de mi oficina en una dirección, mientras que mi secretaria vivirá a otras 30 millas en di­rección contraria bajo otro pino. Los dos tendremos nuestro propio coche. Romperemos neumáticos, gastaremos carreteras y engranajes, consumiremos acei­te y gasolina. Lo cual creará gran cantidad de puestos de trabajo (...) suficientes para todos39.

Puede que la visión desurbanista pudiera llegar a realizarse en Norteamérica; incluso en la de la depresión de principios de los años treinta. Pero en la Unión Soviética, aun teniendo en cuenta la terrible situación en la que se encontraban las viviendas e infraestructuras del Moscú de la época, era imposible. Además el his­tórico Congreso del Partido de 1931 decidió que cualquier persona que negara el carácter socialista de las ciudades existentes era un saboteador. A partir de 1933, se dictó un decreto por el cual los cascos urbanos debían ser reconstruidos para ex­presar la «grandeza socialista»40. Stalin había hablado; el gran debate urbano soviético quedó silenciado durante toda una generación.

En cambio la visión de Frank Lloyd Wright estaba perfectamente de acuerdo no sólo con la filosofía personal del autor, sino también con las condiciones de su tiempo. Era el resultado de casi todo lo que él había sentido y expresado sobre la teoría de la forma constructiva. Al madurar su idea había conseguido integrar casi todas las corrientes importantes del pensamiento urbano -o para ser más precisos del pensamiento antiurbano.

Wright empezó a crear su Broadacre City hacia 1924, y poco después, en una conferencia en la Universidad de Princeton, le puso nombre41. Su idea tiene mu­chas afinidades filosóficas con el pensamiento de la Asociación para la Planificación Regional de América, que a su vez coinciden con las de Ebenezer Howard. Hay el mismo rechazo de la gran ciudad -en especial Nueva York- que compara con un cáncer, «un tumor fibroso»; la misma antipatía populista en contra del capital fi­nanciero y los grandes propietarios; el mismo antagonismo anarquista contra el go­bierno central; la misma fe en los efectos liberadores de las nuevas tecnologías; la misma creencia en la posesión de la casa y la vuelta a la tierra; hay incluso un transcendentalismo claramente norteamericano que procede de escritores como Emerson, Thoreau y Whitman42.

Pero también hay diferencias, sobre todo si lo comparamos con Howard (así como también las hay con los desurbanistas soviéticos): Wright quería liberar a los hombres y a las mujeres pero no para que se unieran en un sistema coopera­tivo, sino para que vivieran como individuos libres; no quería casar el campo con la ciudad, sino fundirlos43. Pero sobre todo estaba la idea de que las nuevas fuer­zas tecnológicas harían renacer una nación de agricultores y propietarios libres e independientes: «Edison y Ford resucitarán a Jefferson»44. En este aspecto se pa-

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rece más a las comunidades Greenbelt de Rexford Tugwell; pero Tugwell com­partía con Mumford, Stein y Chase la creencia en la planificación comunitaria, idea difícil de encontrar en Wright. Por otra parte, Wright había vivido las mis­mas experiencias que la Asociación para la Planificación Regional: el lento dete­rioro de la Norteamérica rural, aprisionada entre la difícil supervivencia de las explotaciones agrarias de la época previa a la electricidad y las alegres luces de la ciudad, como dramáticamente recuerda Hamlin Garland en su autobiografía A Son o fth e Middle Border:

En pocos días aprendí a ver la vida despojada de su esplendor. Ya no contemplé a esas ajadas mujeres con la despreocupada mirada de la juventud. Ya no vi carácter en la formas encorvadas y en los cabellos grises de los hombres. Empecé a darme cuenta de que mi propia madre había seguido la misma rueda infernal sin tener ni un día de ocio, ni una hora libre que le permitiera escaparse de las manos exigen­tes de los niños, o de la obligación de remendar y lavar45.

Liberados finalmente por la Primera Guerra Mundial y por el automóvil, los cam­pesinos abandonaron las granjas «en desvencijados vehículos que llevaban los guardabarros sujetos con alambres, y las cortinillas ondeando al viento (...) sin di­nero ni esperanza»46. Entonces la emigración se convirtió en necesaria, a medida que la depresión les obligaba a abandonar los campos y convertía a los propieta­rios en aparceros47. Como dijo Charles Abrams: «No sólo está cerrada la frontera, sino que también lo está la ciudad»; el agricultor no tenía donde ir48. Fue por esta razón que el Consejo de Recolonización trató de crear las aldeas con cinturones ver­des que hemos descrito en el capítulo cuarto; de ahí también surgió la ciudad de Broadacre.

Pero Broadacre sería diferente. Las nuevas tecnologías, como Kropotkin ha­bía dicho treinta años antes, estaban transformando, incluso aboliendo, la tira­nía de la geografía. «Con la electrificación ya no hay distancias en la comunica­ción (...) Con el barco a vapor, el avión y el automóvil nuestras posibilidades de movimiento se amplían inconmensurablemente gracias a los medios mecáni­cos, la rueda, el aire»49. Ahora, «no sólo el pensamiento sino también la palabra y el movimiento son volátiles: el telégrafo, el teléfono, la radio. Pronto tendre­mos la televisión y los vuelos serán más seguros»50. La movilidad moderna está también al alcance del hombre pobre «por medio del autobús o de un modelo Ford A»51.

Además, habría nuevos materiales constructivos -hormigón a alta presión, cristal y «gran cantidad de láminas amplias, delgadas y baratas de diversos mate­riales como la madera, el metal o el plástico»- que harían posible la existencia de

Fig. 9.5. Broadacre City. La «Visión Usoniana» de Frank Lloyd Wright: las áreas residenciales de baja densidad se mezclan con el campo; los habitantes son, a la vez, "urbanitas" y cam­pesinos. Algo peligosamente parecido es lo que se dio en la Norteamérica de los años cincuenta, pero desprovisto del mensaje social y económico.

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nuevos tipos de construcciones: «los edificios se podrán hacer por medio de ma­quinaria que irá a las obras en lugar de que las obras vayan hacia la maquinaria»52.Y al mismo tiempo habría máquinas que producirían agua, gas y electricidad ba­rata «en grandes cantidades para una gran mayoría en lugar de proporcionar unos pocos y dudosos lujos para una minoría»53. Así pues «¡la superpoblada verticalidad de las ciudades ya no es ni artística ni científica\»¡4.

Con todos estos ingredientes tecnológicos, Wright elaboró lo que llamaba «vi­sión usoniana»;

Imaginaos, ahora, grandes y bien diseñadas autopistas circulando por zonas de cultivo o de viviendas, los cruces han quedado eliminiados por un nuevo tipo de circunvalaciones integradas o por medio de pasos elevados o subterráneos (...) Carreteras gigantes que serán también arquitectura, estaciones de servicio que no serán como una mancha sino que se construirán en buena arquitectura e inclui­rán todo tipo de servicios para el viajero, todo bello y confortable. Estas grandes carreteras unirán y separarán, separarán y unirán, en una serie interminable de unidades diversificadas que pasarán al lado de explotaciones agrícolas, merca­dos que estarán al lado de la carretera, escuelas, viviendas rodeadas por unos acres de tierra cultivada, casas que serán lugares agradables tanto para el trabajo como para el ocio. E imaginaos unidades humanas dispuestas de tal modo que cada ciudadano pueda elegir entre todo tipo de formas de producción, distribu­ción, mejora personal, recreo, todo dentro de un radio, digamos de diez o vein­te millas de su propio hogar. Y que pueda acceder a ellas con facilidad por me­dio de su automóvil o de un transporte público. Esta distribución integrada de la vivienda en el territorio es la gran ciudad que yo veo ocupando todo el país. Esta sería la ciudad Broadacre del futuro, es decir la nación. La democracia hecha rea­lidad55.

Evidentemente Broadacre sería una ciudad de individuos. Sus casas estarían di­señadas

no sólo en armonía con el paisaje sino con el tipo de vida personal del individuo en su entorno. No tiene por qué haber nada igual: ni dos casas, ni dos jardines, ni una granja con uno -dos, tres- hasta diez acres o más, ni dos casas de campo o fá­bricas construidas de la misma manera (...) Casas bien hechas, fuertes pero ligeras, lugares de trabajo espaciosos y convenientes en los que todos confluirán; los edi­ficios se harán de manera sólida y con materiales de la tierra y estarán en conso­nancia con el Tiempo, el Lugar y el Hombre55-

Esta sería la estructura física. Pero para Wright, como también para Mumford y Howard, las formas constructivas son expresiones de un nuevo tipo de sociedad. Por ejemplo, a él le parecía que la ciudad de los rascacielos era «¡el final de una épo­ca! El final de la república plutocrática de América»57. Por medio de una nueva emigración en masa, tan amplia y trascendental como la original ocupación del país, el nuevo pionero substituiría la plutocracia de los grandes propietarios y de las corporaciones gigantes por un «nuevo modo de vida más sencillo, basado en el de­recho natural a vivir con y de acuerdo con lo mejor de uno mismo»58. Su visión es casi la misma que la de Howard:

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Liberados de las rentas, situados en un lugar donde la tierra es buena, él -máqui­na de trabajo alquilada por un salario- que paga peaje a la enorme ciudad para que le de trabajo. ¿Por qué no podría ser él, el esclavo con salario, el que se dirigiera, en lugar de marcharse, a su lugar de nacimiento? ¿El que se fuera donde está la bue­na tierra para ver crecer a su familia en la ciudad libre?59

Allí descubriría la esencia de la democracia norteamericana «el ideal de la des­centralización reintegrada (...) muchas unidades libres creciendo con fuerza mien­tras aprenden por medio del trabajo y crecen juntas en una amplia libertad mu­tua»60. Era la visión de su niñez en Wiscosin recuperada gracias a las nuevas tecnologías.

No le gustó a nadie. A pesar de sus esfuerzos, todo el mundo le criticó: por su ingenuidad, por hacer deterninismo arquitectónico, por estimular los barrios su­burbanos, por hacer mal uso de los recursos, por su falta de urbanidad, pero prin­cipalmente por tener una filosofía poco colectiva61. No fundó ningún movimien­to para llevar a cabo sus ideas, tampoco recibió ningún encargo del Consejo de Recolonización de Tugwell, ni tuvo apoyo moral de las grandes y poderosas figu­ras -sobre todo de los líderes de la Asociación para la Planificación- que estaban a favor de las planificaciones descentralizadas62.

Además, como muy bien dijo Herbert Muschamp, había una contradicción en su visión total: su república libre de individuos viviría en casas diseñadas por un maestro arquitecto:

cuando se saca toda su retórica a lo Whitman de alabanza al espíritu pionero, lo que queda es una sociedad construida de acuerdo con el estricto principio jerárquico de la Sociedad Taliesin de Wright: un gobierno de la arquitectura, una sociedad en la que se concede al arquitecto los poderes ejecutivos finales (...) Es fácil pues, con­templar Broadacre como un ejemplo de que en cada persona que se considera un individualista hay un dictador que desea manifestarse63.

Según Muschamp, la clave de la contradicción estaba en la creencia de que el arquitecto podía controlar todo el proceso. De hecho, a principios de los años cin­cuenta, la realidad norteamericana «amenazaba en convertir su sueño romántico en un mundo lleno de aparcamientos, vías a distintos niveles y aspersores de césped que, llevándose consigo su sueño usoniano, dejaban espacio para la barbacoa del fin de semana»64. A finales de los años cincuenta, irónicamente, sucedió lo peor: Wright demandó, sin éxito, al condado local para que quitaran los postes que des­figuraban la vista desde Taliesin III, y que se habían levantado para transportar la corriente a los habitantes de los nuevos banios suburbanos de Phoenix. Sin embargo, durante la misma época, acompañando a Alvar Aalto por los barrios residenciales de Boston, le dijo que él había hecho posible todo aquello. Muschamp comenta:

¿El Wright más aventurero no se habría muerto de risa al pensar que el mejor ar­quitecto de todos los tiempos había hecho posible que el paraíso natural nortea­mericano se convirtiera en un continente de asfalto lleno de Holiday Inns, pues­tos de helados, cementerios de coches, carteles, contaminación, grandes extensiones repletas de casas, y todo hipotecado de costa a costa?65.

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Quizás. Es evidente que había una contradicción: Wright quería que todo hu­biera sido diseñado por arquitectos, que todo estuviera sanitizado y fuera de buen gusto; se hizo pero (...) Quizás tenía en común con los desurbanistas soviéticos más de lo que ambos hubieran querido admitir; al fin y al cabo todos eran arquitectos. Sin embargo Broadacre City resulta significativa por el tipo de visión que propo­ne. Es probable que no hubiera podido realizarse, en el momento en que se hizo, en ningún otro país. Captó el futuro de Estados Unidos, y lo convirtió en un sue­ño. Lo curioso es que hubiera sido capaz de imaginarlo.

¡Que vienen los barrios residenciales!

Este fue pues el resultado irónico: después de la Segunda Guerra Mundial el «boom» de la construcción creó a lo largo y lo ancho de Estados Unidos una especie de Broadacre City, que, sin embargo, no tenía ni la base económica ni el orden social que Wright había previsto. A finales de los años cuarenta y durante los cincuenta, miles de millas cuadradas de tierra de cultivo norteamericana desaparecieron bajo su presión; en un chiste del New Yorker se veía a los miembros de una familia tra­dicional de agricultores sentados en el porche de su casa mientras que un «bulldozer» avanzaba por la cima de una colina cercana y la madre gritaba: «¡Papá, coge la es­copeta que vienen los barrios residenciales!». Pero la gente que iba a vivir en esas casas lo debía todo a esas corporaciones mastodónticas que tanto había criticado Wright; sus viviendas estaban hipotecadas a gigantescas instituciones Anacieras; y sus propietarios no formaban una sociedad de robustos propietarios autosuficien- tes. Los norteamericanos consiguieron el envoltorio físico pero dentro no había nada.

Hubo cuatro factores principales que influyeron en el «boom» suburbano. Estaban las nuevas carreteras que habían abierto nuevas posibilidades en lugares fuera del alcance de los viejos tranvías y trenes; estaba la zonificación de los usos del suelo, que permitía crear zonas residenciales uniformes y mantenía estables los valores de propiedad; estaban las hipotecas garantizadas por el gobierno, que per­mitían obtener préstamos a bajo interés que podían ser pagados en largos plazos y que de este modo eran accesibles a familias con ingresos modestos; y finalmen­te estaba el «baby boom» que creó una súbita demanda de casas donde los niños pudieran crecer con tranquilidad. Los tres primeros factores ya estaban presentes, aunque sólo fuera de forma embrionaria, diez años antes del «baby boom». La aparición del cuarto factor sirvió para poner en movimiento todo el proceso.

Las carreteras estaban en estado embrionario. Como ya hemos visto sólo exis­tían en uno o dos sitios: en Nueva York desde los años veinte y en Los Ángeles a partir de los cuarenta. Pero es curioso observar que los promotores no se dieron cuen­ta de su potencial hasta diez años o más de su existencia. De todas maneras la ma­yoría de habitantes de Nueva York todavía no tenía automóvil y muchos de los que lo tenían trabajaban en Manhattan, donde era casi imposible desplazarse diariamente en coche; el proceso de suburbanización tuvo que esperar el traslado de los luga­res de trabajo a zonas donde el coche fuera más adecuado que el metro -proceso

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que no se inició hasta los años cincuenta. Y en cualquier caso, las carreteras toda­vía no estaban a punto. Por otra parte, la Depresión y la guerra habían frenado el proceso de expansión del automóvil; no fue hasta 1949 que las matrículas excedieron los niveles de 192966. Y también había frenado la construcción de carreteras.

Fue la Ley de 1956 de Ayuda Federal a las autopistas la que señaló el verdade­ro comienzo de los barrios residenciales suburbanos dependientes de este tipo de vías. Pero al principio no parecía que las cosas iban a ir de esta manera. Es cierto que en 1941 Roosevelt había nombrado a Rexford Tugwell, Frederic Delano y Harland Bartholomew -todos ellos bien conocidos como partidarios de una pla­nificación descentralizada tanto de personas como de tareas- para constituir la Comisión Interregional de Autopistas bajo la dirección de Bibb Graves de Alabama, y la colaboración de Thomas H. MacDonald, comisionado de carreteras públicas -a quien MacKaye había alabado, en su documento de 1930, por su «gran visión de la planificación regional e interregional»57. La comisión propuso un sistema interestatal de autopistas que cubriera 32.000 millas y el Congreso aprobó la Ley de 1944 de Ayuda Federal a las Autopistas. Pero la propuesta contemplaba tan sólo un sistema interurbano que rodeara las ciudades y, antes de que pudiera llevarse a cabo, empezaron las discusiones: entre los ingenieros que tan sólo querían asfal­tar y los urbanistas (como por ejemplo el veterano Harland Bartholomew) que querían utilizar las nuevas vías para mejorar los cascos urbanos obsoletos; tam­bién hubo discusiones entre los que querían que las autopistas se financiaran por medio de peajes y los que querían subsidios federales. Tanto Truman, en 1949, como Eisenhower, en 1954, firmaron leyes de renovación urbana pero mantuvie­ron las autopistas fuera de las ciudades.

Por último, Eisenhower -que creía que había ganado la guerra en las Autobahnen alemanas- aceptó la postura que sostenía que estas nuevas vías no sólo eran esen­ciales para la defensa nacional en la época de la Guerra Fría, sino que podían ge­nerar un «boom» económico. Llamó a un general retirado para que presidiera un comité de estudio; los que tuvieron mayor audiencia fueron los que estaban a fa­vor de las autopistas -incluyendo a Moses que utilizó el argumento de que estas nuevas carreteras podían arreglar las ciudades. Pero la lucha por saber quién las iba a pagar, que se libraba entre los conservadores y el grupo de presión pro-autopis- tas, casi acaba con el proyecto de ley. Finalmente se consiguió llegar a un com­promiso: las autopistas se harían con el dinero que se recaudaría con un nuevo im­puesto sobre la gasolina, el aceite, los autobuses y camiones. Este proyecto de ley se presentó en junio de 1956, pasó por el Congreso sin problemas, y sólo tuvo un voto en contra en el Senado68. El mayor programa de obras públicas en la historia del mundo -41 billones de dólares para 41.000 millas de nuevas carreteras- iba a empezar.

Sin embargo, el problema principal era qué tipo de vías iban a hacerse. En1944 el Congreso había dicho que debían rodear las ciudades. Los urbanistas como Bartholomew y Moses argumentaban que tenían que llegar hasta los mismos cas­cos urbanos, de manera que desaparecieran las zonas más obsoletas y mejorara el acceso de la gente que vivía en los barrios residenciales suburbanos y trabajaba en

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las oficinas o iba a comprar a las tiendas de los centros. Dada la fuerza del grupo de presión que en los años cincuenta y sesenta estaba a favor de la renovación ur­bana, no había muchas dudas sobre quién iba a ganar: el sistema viario se utiliza­ría para crear nuevos corredores que permitirían el acceso desde las ciudades a los potenciales nuevos barrios de las afueras, como Moses ya había intentado hacer trein­ta años antes69. Cuando, sin más dilaciones, se puso en marcha el programa, su res­ponsable, Bertram D. Tallamy, dijo que las nuevas autopistas se iban a hacer según los principios que Moses le había enseñado en 192670; hay que tener en cuenta que, durante esta época y durante muchos años después, Moses era el único construc­tor de autopistas urbanas con experiencia en los Estados Unidos.

El segundo factor necesario, la zonificación, tuvo su origen en Modesto, California, donde en 1880 se utilizó para eliminar las lavanderías chinas: fue un comienzo muy adecuado, puesto que a partir de este momento una de las princi­pales funciones de la zonificación sería salvaguardar el valor de las propiedades, ex­cluyendo los usos del suelo que no se consideraba adecuados y expulsando los ve­cinos no deseados71. Como ya hemos visto en el capítulo tercero, Nueva York, la ciudad que dirigió este movimiento a partir de 1913, se vio obligada a ponerla en práctica a causa de las quejas de los dueños de las tiendas que, lamentándose de que las industrias cercanas estaban perjudicando sus intereses, instaron a «todos los que poseían una casa o alquilaban un piso» a hacer algo72; la Comisión de Alturas de edificios de la ciudad aceptó el argumento de que la zonificación les pro­porcionaba una «mayor seguridad y protegía las inversiones»73. Además hubo la his­tórica decisión de 1926 del Tribunal Supremo, Euclid versus Ambler, que confirma­ba la legalidad de la zonificación, y que también aceptaba la argumentación de Alfred Bettman de que su finalidad era mejorar el valor de las propiedades74. Sin embar­go, el aspecto decisivo del debate era si el suelo debía zonificarse desde el punto de vista industrial o residencial75.

Debido a que la zonificación se consideró como un aspecto más dentro de un marco político más amplio que cuidaba «del bienestar público» y «la salud, la se­guridad, la moral y todo lo que era más conveniente para los ciudadanos», para evi­tar de esta manera todo lo que pudiera sugerir expropiación, con las consiguien­tes demandas de compensación que esto comportaba, la resolución de zonificación de Nueva York evitó deliberadamente los planes a largo plazo; Edward Bassett, el abogado, afirmó con orgullo: «Hemos trabajado bloque a bloque», siempre con­firmando el statu quo76. La mayor parte del país les siguió. De ahí surgió una pa­radoja: en Estados Unidos, el control del uso del suelo, a diferencia de lo que ocu­rría en la mayoría de países europeos, estaba totalmente separado de cualquier tipo de planificación de su uso; no podía utilizarse para mejorar el nivel de dise­ño, cosa que sólo podía conseguirse -como hizo el Country Club District de Kansas City y sus posteriores imitadores- por medio de pactos restrictivos privados77.

El tercer factor necesario para que fuera posible el «boom» suburbano era la fi­nanciación barata y a largo plazo. En este aspecto, como ya hemos observado en el capítulo tercero, Estados Unidos iba detrás de Gran Bretaña. Allí, las sociedades constructoras que habían ido creciendo desde comienzos del nuevo siglo, ofrecían

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hipotecas de veinte o veinticinco años con depósitos muy bajos y de esta manera habían conseguido poner en marcha la gran expansión suburbana del Londres de los años veinte y treinta. En cambio, hasta los años treinta, la típica hipoteca ame­ricana era del 6 o 7 por ciento que debía pagarse entre cinco y diez años, cosa que resultaba ruinosa para cualquier familia media78. Fue una temprana medida expe­rimental -la Corporación de préstamos a los propietarios de casas que se incluyó como medida de emergencia en abril de 1933 para hacer frente a los juicios hipo­tecarios de explotaciones agrícolas- lo que introdujo en Estados Unidos las hipo­tecas amortizables a largo plazo. Al año siguiente, la ley de Vivienda Nacional fun­dó el Consejo Federal de la Vivienda con poderes para garantizar que las entidades privadas harían préstamos hipotecarios a largo plazo para la construcción y venta de casas, con entradas de tan sólo el diez por ciento y el resto a pagar en veintin- co o treinta años con un recargo de sólo el dos o el tres por ciento79. Entre 1938 y 1941, estaba asegurando el 35 por ciento de los préstamos para viviendas del país80.

Así pues, a partir de 1934, el último problema que podía impedir la construc­ción de casas en las afueras de la ciudad había quedaba eliminado. Por otra parte, el Consejo Federal de la Vivienda adoptó la idea de la Corporación de Préstamos de valorar vencindarios enteros, señalando de esta manera los que consideraba poco adecuados, que en la práctica significaba los cascos urbanos de todas las ciu­dades norteamericanas. Además, «el Consejo Federal de la Vivienda alentó la se­gregación racial y la aplicó como política pública»; incluso en fechas tan tardías como 1966, no había asegurado ni una sola hipoteca en Paterson o Camden, New Jersey, dos ciudades predominantemente negras81. El objetivo principal del Consejo Federal de la Vivienda era el mismo que el de la zonificación; garantizar la seguridad de los valores de las zonas residenciales. Ambos, el Consejo y el principio de zonificación, funcionaron por exclusión, desviando masivamente las inversiones hacia la cons­trucción de viviendas en las afueras a expensas de los cascos urbanos.

Algunas de las consecuencias de esta política ya empezaron a vislumbrarse a finales de aquella misma década. Our Cities, el informe publicado en 1937 por el Comité de Recursos Nacionales (que ya hemos comentado en el capítulo quinto), llamaba la atención sobre el hecho de que entre 1920 y 1930 los barrios residen­ciales suburbanos hubieran crecido dos veces más deprisa que los centros de la ciudades: «el» urbanita «se estaba convirtiendo rápidamente en «suburbanita», a medida que las familias podían satisfacer «la necesidad de evitar los peores aspec­tos de la vida urbana sin, al mismo tiempo, perder el acceso a sus ventajas econó­micas y culturales»82. Durante esos diez años, algunas de estas áreas residenciales crecieron a velocidades vertiginosas: Beverly Hills en un 2.500 por ciento; Shaker Heights en las afueras de Cleveland en un 1.000 por ciento83. Pero la Depresión fre­nó estos comienzos drásticamente -el 95 por ciento entre 1928 y 1933- y trajo con­sigo un gran número de juicios hipotecarios84. Esta industria no se recuperó to­talmente hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Debido al paro generalizado de nuevas construcciones que hubo entre 1941 y1945 -excepto para los edificios relacionados con el conflicto bélico- al terminar la guerra se produjo una gran escasez de viviendas: había de 2.75 a 4.4 millones de

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familias que compartían casa y otro medio millón que vivía en casas que no eran adecuadas85. A ello se añadió el «baby boom», a medida que los hombres en ser­vicio volvían y los niños que hubieran nacido durante la guerra coincidieron con el número de nacimientos normales. La industria respondió de manera espectacular: empezando con tan sólo 515.000 en 1939, ya eran 1.466.000 en 1949 y 1.554.000 en 195986. Por otra parte, el Congreso, por medio de la Ley de Viviendas de 1949 -que inició el proceso de renovación urbana explicado en el capítulo séptimo- au­mentó la capacidad de préstamo del Consejo Federal de la Vivienda de manera masiva87. Como ya había sucedido antes, este dinero fue directamente a los barrios residenciales suburbanos. Hacia 1950, se observó que los barrios de las afueras es­taban creciendo diez veces más rápido que los cascos urbanos; en 1954, se estimó que en la década previa 9 millones de personas se habían trasladado a estos banios88. El censo de 1960 mostró que la década de los cincuenta había sido la de mayor cre­cimiento suburbano de la historia de Estados Unidos: mientras que las ciudades au­mentaron en 6 millones, o en un 11.6 por ciento, los barrios residenciales llega­ron a alcanzar la cifra de 19 millones, es decir un 45.9 por ciento. Y por primera vez, algunas de las mayores ciudades perdieron habitantes: tanto Boston como St Louis perdieron el 13 por ciento de su población89.

Esta migración masiva fue posible gracias a la existencia de un nuevo tipo de em­presario: constructores a gran escala, económicos y eficientes, capaceTdé'construir casas como si fueran neveras o coches. La empresa clásica, que empezó en 1929 como un pequeño negocio familiar y que se convirtió en una leyenda, había sido fun­dada por Abraham Levitt y sus hijos William y Alfred en Long Island, en las afueras de la ciudad de Nueva York. Durante la Segunda Guerra Mundial aprendieron a ha­cer casas deprisa y la empresa creció mucho. En 1948 empezaron a edificar un ba­rrio residencial en la ciudad de Hempstead, en Long Island a unas 23 millas del cen­tro de Manhattan. Utilizaron las técnicas que habían aprendido: producción en masa, división del trabajo, diseños y piezas estándar, materiales y herramientas nue­vas, uso máximo de componentes prefabricados, facilidades de pago, buen servicio de venta. La gente hacía cola; cuando los Levitts terminaron habían construido más de 17.000 viviendas para 82.000 personas: la urbanización más grande de la histo­ria90. Y continuaron construyendo « Levittowns « en Pennysylvania y Nueva Jersey.

En una sola tarde de peregrinaje arquitectónico el aplicado estudioso de la his­toria del urbanismo puede ver los esfuerzos pioneros de Stein y Wright en Sunnyside Gardens en 1924, el temprano ejemplo de barrio residencial de Atterbury en Forest Hills Gardens de 1912, y por último Levittown. Si se hace el recorrido por este or­den, el resultado es de anticlímax. Puesto que Levittown es sencillamente insípi­do. Como barrio residencial, no hay nada que objetar. El diseño básico Cape Cod de Lewitts, repetido en un limitado número de variantes, ha sido modificado por sus propietarios de mil maneras distintas, tal como los Lewitts había previsto. (Si no es un sacrilegio, diremos que Richard Norman Shaw también utilizó una variedad limitada de tipos de casas en su zona residencial modelo de Bedford Park en Londres). Los árboles han alcanzado la madurez, suavizando la dureza del paisaje primitivo que nos muestran las viejas fotografías.

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Fig. 9.6. Levittown, Long island. El modelo estándar «Cape Cod» de los Levitts fue modifi­cado de mil maneras distintas por cada uno de los propietarios. Agradable pero aburrido, no es más que una imitación (ersatz) de las grandes áreas residenciales del pasado.

Lo que pasa es que las calles son un poco demasiado largas y un poco dema­siado anchas y excesivamente rectas, de manera que -a pesar de las variaciones- el resultado global es soso y monótono. Y el centro comercial que se construyó a lo largo del Hempstead Turnpike que divide la zona -es logísticamente y estética­mente un desastre. Los vecinos que deben desplazarse diariamente hacia sus tra­bajos no tienen suficiente espacio para acceder a la autopista, quedan atrapados y entonces tienen problemas con el tráfico de la zona comercial. Su calidad visual es de lo peor que se hizo en las carreteras norteamericanas durante los años cin­cuenta; la zona entera pide a gritos el tipo de paseo comercial que, durante los años sesenta y setenta, se construyó con tanto acierto. De manera que el urbanis­mo de Levittown es en la mayoría de los casos inofensivo y sólo en ciertas ocasio­nes terriblemente malo. Lo que le falta es imaginación o algún tipo de satisfacción visual, que es lo que los barrios residenciales bien planificados, cada uno a su ma­nera, tienen. No es malo, pero podría ser mejor.

Estaba, y lo está todavía, rígidamente segregado por la edad, los recursos eco­nómicos y la raza. Los que los habitaron eran primordialmente matrimonios jóvenes con recursos ecónomicos que oscilaban entre medios y bajos, y casi sin excepción

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blancos: hasta 1960 no hubo ningún negro, y a mitades de los ochenta no hay de­masiados. Como el viejo Levitt dijo: «Podemos solucionar el problema de la vivienda, o podemos solucionar el problema racial. Pero no podemos mezclarlos»91. De ma­nera que Levittown y sus innumerables imitadores, fueron lugares homogéneos: la gente vivía con sus iguales. Como St Louis muestra con elocuencia, una gran par­te de la gente que se marchaba de las ciudades era blanca. Y aquí como en otros sitios los negros abandonaban el campo para ir a la ciudad mientras que, al mis­mo tiempo, los blancos abandonaban la ciudad para ir a los barrios residenciales suburbanos92.

Se nos va a hacer una pregunta: ¿Qué tiene que ver todo esto con el urbanis­mo? ¿Pertenece a la historia del urbanismo un lugar como Levittown? La res­puesta es sí, si tenemos en cuenta que Long Island tenía urbanistas y planes -por lo menos en sentido estricto. Pero como el exhaustivo análisis de Gottdiener su­giere, en la práctica, los urbanistas de Long Island tenían poco poder: «Las deci­siones tomadas por los políticos, los especuladores y los promotores condujeron al mismo modelo de uso del suelo que hubiera habido sin planificación o zonifi- cación»93. Ello le hace preguntarse: «si los urbanistas no pueden hacer cumplir las decisiones sobre ocupación del suelo, ni dirigir el crecimiento de nuestra sociedad, ¿Qué hacen?»94 Su respuesta es que hacen planes: «El procedimiento de planifi­cación, de la manera que se practica en nuestra sociedad, hace que los urbanistas se conviertan en consejeros de las decisiones que políticos y empresarios toman en otros lugares»95; sus ideas -tanto en relación a temas físicos como sociales- no son bien recibidas por la mayoría de habitantes de los barrios residenciales su­burbanos, en su mayoría clase media de raza blanca, que les gustaría que las den­sidades de las zonas suburbana fueran todavía más bajas. Cosa que, después de todo, es comprensible.

«Suburbia»: el gran debate

Pero -aquí o en otros sitios- los urbanistas encontraron gente que estaba a su fa­vor, mientras que los que construían los barrios suburbanos y los que vivían en ellos estaban demasiado ocupados o no tenían suficientes argumentos para defenderlos. Así pues a medida que los barrios residenciales norteamericanos fueron creciendo empezaron a ser criticados en los textos impresos, por casi todo el mundo. Lo que les condenaba es que no se adaptaban a las normas tradicionales de urbanismo -es decir no se adaptaban a las ideas europeas sobre el tema. Aquí hay tres críticas re­presentativas:

La forma se ha desintegrado en todos y cada uno de sus componentes: excepto en lo que es herencia del pasado, la ciudad ha desaparecido como personificación co­lectiva del arte y de la técnica. Y donde, como en el caso de Norteamérica, la pér­dida no se ha visto aliviada por la presencia de grandes monumentos del pasado y por los hábitos de vida social, ha dado como resultado un entorno frío y deslava­zado y una vida social estrecha, constreñida y frustrada96.

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La dispersión es una mala estética; es también mala economía. Cinco acres hacen lo que haría uno y lo hacen mal. Es malo para los agricultores, es malo para las co­munidades, es malo para la industria, es malo para los servicios públicos, es malo para los ferrocarriles, es malo para los grupos recreativos, incluso es malo para los promotores97.

La pregunta es: ¿debemos tener «slurbs» -palabra compuesta a partir de «slum», ba­rrio pobre y de «suburb», barrio residencial suburbano- o debemos planificar atrac­tivas comunidades que puedan crecer de manera ordenada al tiempo que muestran un inmenso respeto por la belleza y fertilidad del paisaje? Si sigue la tendencia ac­tual tendremos «slurbs»98.

Muchas de las críticas son recurrentes: despilfarro del suelo, aumento del tiem­po invertido en el traslado diario al trabajo, costes más altos en los servicios públi­cos, carencia de zona dedicada a parques. Sin embargo la crítica principal es que no tienen forma. Como siempre Mumford hizo lo posible para proponer la ciudad jar­dín como alternativa: «La ciudad moderna, como la medieval (...) debe tener una medida y una forma definida, debe tener unos límites. No debe convertirse en una simple expansión de viviendas a lo largo de una avenida sin carácter que se dirige hacia el infinito y que de golpe acaba en un fangal»99. De la misma manera, Ian Nairn, criticaba el paisaje suburbano porque «cada edificio está pensado en solitario, nada lo relaciona con el siguiente» y él consideraba que «la unidad, como la coexisten­cia de los opuestos, es esencial en el paisaje rural y en el urbano»100.

Lo interesante fue que la respuesta intelectual, cuando finalmente llegó, vino del oeste de los Estados Unidos. James E.Vanee, un geógrafo de Berkeley, comen­tando acerca del área de la Bahía de San Francisco decía que

Está de moda, aunque ya está muy visto, referirse a su zona urbana diciendo que es una expansión sin forma, un cáncer, un mal sin solución (...) Se parte de una idea equivocada al decir que no tiene estructura, ello puede ser debido a un error al es­tudiar la dinámica del crecimiento urbano, o quizás al deseo de defender una doc­trina de lo que es «correcto» y «bueno» en el tema del crecimiento urbano.101

También Robert Riley defendió las «nuevas» ciudades del sudoeste de América, como Houston, Dallas y Phoenix:

Se ha proscrito la nueva ciudad sencillamente porque es diferente (...) Los proyec­tos de planificación hechos para estas ciudades -y también para las megalópolis del este- sólo están pensados para tratar de canalizar el crecimiento dentro de la for­ma que admitimos como única y verdadera: la ciudad tradicional102.

Añadiéndose a su defensa, Melvin Webber de Berkeley, decía:

Sostengo que hemos ido en busca de algo equivocado, que los valores asociados a la estructura urbana deseada no residen en la estructura espacial per se. Un mode­lo y el uso interno del suelo es superior a otro sólo si va mejor para acomodar el pro­ceso espacial en crecimiento y para desarrollar las finalidades no espaciales de la co­munidad política. Rechazo por completo el debate de que hay una estética espacialo física universal de la forma urbana103.

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Fig. 9.7. La franja de Las Vegas. Culminación de la ciudad en la autopista: los grandes carte­les constituyen el paisaje urbano; los edificios, reducidos a ser los soportes de esta decoración, están rodeados por amplias zonas de aparcamiento.

Consideraba que las nuevas tecnologías de la comunicación habían roto las an­tiguas conexiones entre comunidad y proximidad: el espacio urbano estaba sien­do reemplazado por el reino urbano sin lugar preciso104. A comienzos de la déca­da siguiente, Reyner Banham escribió un artículo alabando Los Ángeles105; al año siguiente Robert Venturi y Denise Scott Brown publicaron su famoso texto de ico- noclastia arquitectónica, y de manera desafiante proclamabam en la cubierta: «Un significado para A&P parkings, o Leaming from Las Vegas (Aprender de Las Vegas) (...) Los carteles están casi bien»106. Las líneas de batalla no podían estar más cla­ramente definidas: la Costa Oeste por fin se había reafirmado ante las tradiciones de la vieja Europa.

Que Venturi, uno de los arquitectos norteamericanos más distinguidos, aban­donara la línea tradicional fue muy significativo. Tanto él como sus colegas con­sideraban que la civilización de la autopista de los barrios residenciales suburba-

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nos estadounidenses, cuyo ejemplo más exuberante era la gran franja de neón de Las Vegas, ya no podía ser juzgada con los criterios funcionalistas que habían pre­dominado desde el éxito del estilo internacional de los años treinta.

Decían: «aprender del paisaje ya existente es, para el arquitecto, revoluciona­rio. No de la manera obvia, demoler París y empezar de nuevo, que es lo que Corbusier sugirió en los años veinte, sino desde un punto de vista más tolerante; es decir, cuestionando la manera como miramos las cosas»107. Así pues estudiaron Las Vegas «como fenómeno de comunicación arquitectónica»108; observaron que la gente se trasladaba en coche a grandes velocidades y a menudo circulaba por lu­gares que tenían una estructura compleja, y que por ello había sido necesario cre­ar un conjunto arquitectónico nuevo basado en los signos que servían tanto para guiar como para persuadir: «el signo gráfico en el espacio se ha convertido en la arquitectura de este paisaje»109, mientras que el edificio ha quedado arrinconado, medio escondido -com o la mayoría del entorno- por los coches aparcados:

Los aparcamientos de A&P constituyen una fase normal dentro de la evolución de los grandes espacios desde la época de Versalles. El espacio que divide la autopista de alta de velocidad de la de menor, los edificios esparcidos no crean espacios ce­rrados ni direcciones. Moverse por una «piazza» significa traladarse a través de for­mas altamente cerradas. En este paisaje, quiere decir hacerlo por una gran textura que se expande: la megaestructura del espacio comercial (...) Debido a que las re­laciones espaciales están hechas de símbolos más que de formas, aquí, la arquitec­tura se convierte en un símbolo en el espacio más que en una forma en el espacio. La arquitectura define muy poco. En la carretera 66 lo normal es el gran cartel y el edificio pequeño110.

Observaremos que este análisis es completamente parecido al de pequeña es­cala, o de diseño urbano, empleado por los geógrafos urbanistas de Berkeley pero utilizado para escalas estructurales urbanas más amplias: el nuevo paisaje no es peor, es diferente y no puede ser contemplado ni debe ser juzgado según las normas tra­dicionales, sino por las suyas propias.

Para la arquitectura internacional, el efecto de este análisis fue cataclismático: Leam ing from Las Vegas, con su énfasis en la arquitectura como comunicación sim­bólica, fue uno de los hitos que señaló el final de la arquitectura moderna y su cam­bio hacia el postmodernismo111. Para el estudioso del urbanismo, también impli­có una revolución: a partir de aquel momento los objetos de la civilización de la carretera serían dignos de estudio por sí mismos. De manera que, a mitad de los años ochenta, ya existía un manual que estudiaba la evolución que había habido desde los patios para coches de los años veinte al motel de los años treinta y fi­nalmente a los «motor hotel» de los años cincuenta. Esta última mutación estaba representada por la primera e histórica Holiday Inn en Memphis, Tennessee, cre­ada por Kemmons Wilson y el constructor de elementos prefabricados Wallace E. Johnson en el año 1952112. O analizaba la evolución de los primeros restaurantes de «fast-food» de la cadena White Castle que Edgard Ingram y Walter Anderson fun­daron en Kansas City en 1921, o los comienzos de Howard Johnson en Massachusetts en 1929 y 1930 y el histórico «drive-in» de McDonalds del año 1948 en San

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Bernardino, California y del diseño de 1952 que fue lanzado al mercado nacional por Ray Kroc en Des Plaines, Illinois, en 1955113. Este trabajo mostraba lo amplia y rica que ya era la arquitectura de la carretera, haciendo observar que, previa­mente, nadie había tenido la sensibilidad o la energía para analizar el paisaje que tenía delante.

Pero, alrededor de los años sesenta, mucho antes de este cambio estético, se ha­bía iniciado también un cambio intelectual con una serie de trabajos de los estu­diosos norteamericanos de las ciencias sociales, que se cuestionaban muchos de los postulados que habían servido como base para criticar los barrios residenciales y la vida suburbana. Durante los años cincuenta, aparecieron diversos trabajos clá­sicos procedentes de la sociología urbana norteamericana -T he Lonely Crowd (La mul­titud solitaria) de Riesman, The Organization Man (El hombre con carnet de parti­do) de W hyte- que habían reforzado el estereotipo del barrio residencial suburbano como lugar de homogeneidad adormecedora, en el que la individualidad iba de­sapareciendo progresivamente y no existía una interacción urbana rica; se supo­nía pues que la suburbanización acabaría destruyendo ío más valioso de la cultu­ra de las ciudades114. Para averiguar si esto era cierto, Herbert Gans se fue a vivir a Levittown, New Jersey, durante un largo período de tiempo. Como era de suponer, la aparición de su libro en 1967 provocó una serie de análisis críticos que fueron publicados por los periódicos de la costa este. Gans se había dado cuenta de que lo que siempre se había creído no era verdad:

La investigación (...) sugiere que la diferencia entre la manera de vivir urbana y la suburbana presentada por los críticos (y también por muchos sociólogos) es más ima-

. ginaria que real. Se pueden observar pocos cambios en las cualidades suburbanas de Levittown, y las cosas que provocaron el cambio, como la casa, la mezcla de po­blación, y todo lo nuevo, no son especialmente suburbanas. Además (...) cuando se comparan las zonas suburbanas con las grandes zonas residenciales que están den­tro de la ciudad o alrededor de sus centros, se observa que tanto la estructura cul­tural como la social es prácticamente la misma entre la gente que tiene una edad y una clase social similar. La gente joven de clase media baja que vive en estas áre­as se comporta de manera parecida a la que vive en las zonas residenciales, y, en cambio, no hace lo mismo que la gente mayor o la gente de clases más altas que vive en las zonas urbanas o suburbanas115.

Gans pudo darse cuenta de que los habitantes de Levittown no se adaptaban a la clasificación que habían hecho los sociólogos anteriores:

Los habitantes de Levittown no son en realidad miembros de la sociedad nacional, y por esta razón, de la sociedad de masas. No son conformistas apáticos dispuestos a seguir a una élite totalitaria o a una compañía mercantil; no son ni grandes con­sumidores ni esclavos de la moda, ni tan siquiera son hombres de partido ni siguen a ciertas personalidades (...) Puede que su cultura sea menos sutil y refinada que la de un intelectual, puede que su vida familiar sea menos saludable de lo que dese­arían los psiquiatras, y su política menos reflexiva y democrática que la de los fi­lósofos políticos -sin embargo son superiores a los trabajadores y a las clases me­dias bajas de las generaciones anteriores116.

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Fig. 9.8. La primera Holiday Inn. En 1952 en Memphis, Tennessee, nació la primera cadena de restaurantes en la carretera. Tres años más tarde aparecería McDonalds en Des Plaines, Illinois.

Las conclusiones de Gans confirmaban las de otro sociólogo, Bennet Berger, que había estudiado a los trabajadores de cuello azul de un barrio residencial de California. Él también había observado que los «suburbanitas» típicos no actuaban de la manera como las primeras investigaciones habían sugerido que actuarían: no eran ni social ni geográficamente móviles, ni estaban dispuestos a seguir al prime­ro que pasara, y sus vecinos eran como ellos117. Lo que había ocurrido es que los pri­meros estudios habían analizado comunidades de clase alta poco usuales o habían sobrevalorado las características de clase alta de estas comunidades mixtas. Los «su­burbanitas» típicos, los que habitaban estos nuevos barrios hechos en masa, no compartían los mismos intereses; vivían el mismo tipo de vida, con el mismo mo­delo de relaciones sociales, tanto si vivían en zonas calificadas de urbanas como de suburbanas. De manera que los urbanistas sociólogos habían exagerado excesivamente la importancia del medio físico sobre la vida de las personas. Gans concluía:

El urbanista tiene una influencia limitada sobre las relaciones sociales. Aunque puede crear proximidad entre los vecinos, sólo puede determinar qué casas van a

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ser adyacentes. De esta manera puede afectar los contactos visuales y las primeras relaciones sociales entre los habitantes, pero no puede determinar ni la intensidad ni la calidad de sus relaciones. Esto depende de las características de la gente in­volucrada118.

Es cierto que el carácter de una zona -su homogeneidad social- puede ser afec­tada por el urbanismo. Pero sólo dentro de unos estrechos límites; en una socie­dad como la norteamericana, el mercado es el principal determinante y es allí don­de los clientes mostrarán sus preferencias. Ante todo, los urbanistas deben tratar de no imponer su sistema de valores sobre gente que tiene otros: por ejemplo, si creen que se deben evitar a toda costa los largos viajes diarios al trabajo y las con­gestiones de tráfico, y consideran que las altas densidades de ocupación serían más adecuadas porque reducirían el tiempo invertido en el transporte y aumentarían la calidad urbana, deben ser conscientes de que muchos «suburbanitas» no esta­rán de acuerdo con ellos119. En otras palabras, al atacar las características esencia­les del barrio residencial suburbano norteamericano de después de 1945, estaban tan sólo expresando sus propios prejuicios de clase.

Esta había sido la opinión del sociólogo. Unos pocos años más tarde, uno de los más distinguidos economistas del suelo, Marión Clawson, hizo una investiga­ción sobre los costes de la expansión suburbana. Su veredicto fue el siguiente: «Es imposible juzgar la conversión de suelo suburbano de manera sencilla y sin equí­vocos -no se puede decir que es 'buena' o 'mala' o describirla utilizando otra pa­labra poco cualificada. El proceso es mucho más complejo»120.

Si queremos tener en cuenta los aspectos positivos, diremos que ha sido un pro­ceso de extrema vitalidad, que ha creado millones de nuevas viviendas y cientos de centros comerciales, y que, de esta manera ha contribuido al crecimiento eco­nómico nacional; se han hecho gran cantidad de buenas casas y de vecindarios bas­tante correctos; y como el proceso de toma de decisiones ha estado disperso no se han cometido grandes barbaridades121. Sin embargo, en el lado negativo hay que tener en cuenta que los costes de la dispersión han hecho que los precios de las vi­viendas fueran innecesariamente altos; que se haya despilfarrado mucho suelo sin necesidad, que seguirá así durante largo tiempo; y que, como tenían pocas posi­bilidades de elección, los resultados estéticos no han sido tan buenos como mu­chos de los compradores hubieran deseado122. Pero, según Clawson, la crítica más seria que se les puede hacer es que la mitad de la población norteamericana no ha podido comprarse una casa de este tipo: de manera que la población urbana ha ido quedando paulatinamente estratificada por la raza, los ingresos y el trabajo. También es cierto, como Clawson hizo observar, que gran parte de esta segregación era re­sultado de fuerzas económicas y sociales más profundas; pero, lo que no se puede negar es que el desarrollo suburbano ha contribuido a ello123.

Las conclusiones de Clawson añadían un comentario marginal a los estudios sociológicos de Berger y Gans: por un lado era cierto que los norteamericanos ha­bían tomado sus decisiones libremente en el mercado y de esta manera en mayor o menor grado habían conseguido lo que querían, con mayor efectividad y eficiencia

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que si se hubiese hecho a partir de un sistema planificado; pero también era cier- tó~qüe el procesó tío había sido completamente eficiente y que podía ser mejora­do de modo que pudiera ofrecer mejores casas a mejores precios. A ello había que añadir un punto importante: la mitad de los norteamericanos habían quedado al margen de este proceso porque eran pobres (y, en muchos casos, porque eran ne­gros, cosa que viene a ser lo mismo que ser pobre). Pero se le podía responder que este era un tema que estaba fuera de la capacidad del urbanista: el problema de los pobres es que no tienen dinero. Clawson opinaba que, si hubiesen tenido, hubie­ran hecho exactamente igual que la parte más afortunada de la población: se hu­bieran comprado una casa en un barrio residencial suburbano. Así pues por medio de la planificación y de otros métodos de intervención pública, se podía mejorar el proceso, pero de hecho éste ya daba a la gente lo que ella quería.

El control del crecimiento suburbano en Europa

Esta conclusión sólo puede aplicarse al caso norteamericano, puesto que los gobiernos europeos de después de la Segunda Guerra Mundial habían conseguido, aunque en grado diverso, controlar y regular la marea suburbana de una manera que en Estados Unidos hubiera sido inimaginable. A partir de mitades de los sesenta los resultados de esta política fueron cada vez más evidentes para los viajeros transa­tlánticos que desplazándose en avión podían contemplar el paisaje desde su pri­vilegiada posición a 7 millas de altitud: si se dirigían hacia el oeste quedaban im­presionados por la gran cantidad de construcciones, por la aparentemente interminable dispersión de barrios residenciales suburbanos de las megalópolis de la costa este, por la inmensa red de autopistas que los conectaban; si viajaban ha­cia el este también podían sorprenderse por la relativa pequeñez de las construc­ciones, por la semejanza con los pueblos de juguete, por la precisión casi geomé­trica con que la ciudad y el campo quedaban separados, por la aparente ausencia de zonas de agricultura deprimida en los extremos de estas áreas residenciales. Con pequeñas variaciones, esta visión se podía aplicar a Gran Bretaña, Holanda, la República Federal Alemana o a los Países Escandinavos124.

La pregunta era, evidentemente, cuáles habían sido los costes y cuáles los be­neficios que estos sistemas más cerrados y definidos habían impuesto a sus habi­tantes. Para los que seguían los criterios del urbanismo convencional, la respues­ta era evidente; pero a la luz de las críticas que los norteamericanos habían hecho de estos postulados, valía la pena tratar de averiguarlo. Lo mejor que se podía ha­cer era comparar Estados Unidos con Gran Bretaña, puesto que, ya desde 1947, este país europeo había hecho un estrecho seguimiento de las nuevas construcciones: la histórica Ley de Planificación de la Ciudad y el Campo de este año (ver capítu- lo cuarto) había nacionalizado el derecho a crear suelo susceptible de ser edifica­ble, y a partir de este momento las autoridades planificadoras locales habían uti­lizado estos poderes para contener el crecimiento urbano en torno a las ciudades, imponiendo cinturones verdes para canalizar esta presión hacia las ciudades pequeñas

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y medianas más distantes. De manera que, paralelamente al estudio de Clawson, un equipo británico trabajó para analizar este proceso y el impacto de esta políti­ca de contención.

Los resultados, que se publicaron en 1973, crearon todavía más dudas sobre la teoría más convencional y confortable que prevalecía. Llegaron a la conclusión de que la planificación del uso del suelo en la Inglaterra de la postguerra había pro­ducido tres efectos principales. El primero había sido la contención', la cantidad de suelo que había pasado de rural a urbano se había mantenido a niveles mínimos al tiempo que se había conseguido que el crecimiento fuera compacto. Un segun­do efecto, un tanto perverso, era lo que los autores llamaban suburbanización: la cre­ciente separación espacial de las nuevas áreas residenciales de los lugares que ofre­cían los empleos. El tercer impacto fue todavía más perverso, en tanto en cuanto que no era deseado por nadie excepto quizás por un pequeño núcleo de especula­dores: la inflación del valor del suelo y de la propiedad, a un nivel que nadie había vis­to anteriormente125.

El primero de ellos, la contención, actuó de diversas maneras. Los cinturones ver­des en torno a las conurbaciones y las grandes ciudades habían controlado su creci­miento periférico; más allá de estos cinturones verdes, las construcciones se habían concentrado en pequeñas ciudades y pueblos, principalmente en las zonas menos atrac­tivas de cada condado; como era de esperar, las densidades se habían mantenido; los ayuntamientos de las conurbaciones habían respondido haciendo viviendas públi­cas más densas y de mayor altura, por lo menos en comparación con el tipo de vi­viendas que habían construido antes del período de guena 1939-45126. El modelo de crecimiento urbano, que se hace evidente en el estudio de Clawson, se evitó.

La suburbanización hizo que las nuevas zonas residenciales estuvieran casi to­das más lejos de los lugares de trabajo que las áreas similares que se habían edifi­cado en los años treinta o cualquier época anterior; del mismo modo se hallaban más alejadas de los grandes centros comerciales, de los espectáculos, y de los cen­tros escolares y culturales. De manera que los desplazamientos, sobre todo los de las personas que iban y venían cada día a su trabajo, se habían prolongado. Esta observación reflejaba los gustos de los urbanistas que preferían mantener la es­tructura urbana centralizada tradicional y de los políticos que querían mantener una base económica lo más fuerte posible. Sin embargo los estudios sociológicos mostraron que los nuevos «suburbanitas» estaban satisfechos de su modo de vida y en particular de los largos desplazamientos que debían hacer cada día; su prin­cipal deseo había sido acercarse lo más posible al campo127. ‘

El valor del suelo había subido muy por encima de los salarios medios o de los precios, y esto, sin duda, había hecho que tener una nueva casa fuera mucho más caro que en los años treinta. Los promotores se habían adaptado construyendo en solares más pequeños, en densidades más altas -sobre todo en el caso de las viviendas más baratas- y reduciendo su calidad por debajo de niveles que, en el sector pú­blico, eran obligatorios. Como muchos constructores prefirieron dedicarse a edi­ficar viviendas caras, cosa que las autoridades también querían, el sector menos fa­vorecido quedó desatendido. En este aspecto, concluía la investigación, la política

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británica no había sido tan buena como la norteamericana que se había adaptado a las demandas de un tipo de vida más rico y que exigía más espacio128.

Como siempre lo importante era saber quién había ganado y quién había perdi­do. Las zonas rurales, particularmente las más prósperas, habían salido ganando: la planificación, que había establecido una especie de educada segregación a la ingle­sa, había preservado su status quo y, en consecuencia, su confortable estilo de vida. A los habitantes con mayores recursos de los barrios residenciales suburbanos les fue bien, aunque el precio fue elevado; a las personas con menos recursos no les fue tan bien, menos espacio a un precio relativamente alto. Como normalmente se trataba de familias con un sólo coche, los desplazamientos diarios se convirtieron en una car­ga para ellos -aunque en relación a este tema la investigación recoge pocas quejas129.

Según el equipo investigador, a los que les fue peor fue a los que se quedaron en la ciudad. Los que se fueron a vivir a las viviendas del sector público se encon­traron con pisos de mayor calidad y mejor equipados que las casas que habitaban sus propios dueños, aunque, normalmente se veían obligados a estar en bloques altos y con una densidad de ocupación elevada, cosa que no gustaba a los que lo comparaban con sus equivalentes de cuarenta años antes. Al que le fue peor fue al inquilino con ingresos bajos que tuvo que conformarse con lugares por debajo del nivel mínimo exigido. De manera que, en términos de ingresos, el efecto de esta política fue perversamente regresiva: los que tenían más habían obtenido más y al revés130. La conclusión del equipo investigador fue la siguiente:

Los padres fundadores del urbanismo no querían nada de esto. Pretendían preser­var y conservar la Inglaterra rural, pero éste era un aspecto más dentro del conjun­to de medidas que la beneficiosa planificación central impondría en bien de todos. Su intención no era que la gente viviera amontonada en hogares destinados a de­teriorarse prematuramente, lejos de los servicios urbanos o de los trabajos; o que los habitantes de la ciudad tuvieran que vivir en bloques de pisos, lejos del suelo, difi­cultando el acceso de los niños a las zonas de juego. Por el camino se había perdi­do un gran ideal, el urbanismo había sido mal interpretado y la gente traicionada131.

Cuando los investigadores británicos y norteamericanos compararon sus re­sultados, llegaron a la conclusión de que ambos sistemas de planificación habían tenido resultados inconsistentes y perversos. Tanto el sistema compacto británico como el norteamericano, más flexible, habían creado estructuras urbanas que poca gente hubiera escogido y que pocos hubieran querido si hubiesen podido esco­ger132. En ambos países al rico le había ido bien y al pobre mal133; en ambos casos, los pobres habían quedado relegados a las peores casas dentro de los viejos cascos urbanos. Las clases medias habían conseguido resultados opuestos: en Gran Bretaña vivían concentrados en altas densidades de población, en pequeñas casas que pron­to se convertirían en barrios deprimidos, mientras que en Estados Unidos las vi­viendas habían quedado excesivamente dispersas, lo cual significaba un despilfa­rro de suelo que no beneficiaba a nadie, con el consiguiente incremento en los servicios134. Sin embargo, en los dos países, el control sobre el uso del suelo había hecho que el suelo edificable fuera escaso y de, este modo, habían ayudado al es­

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peculador. De manera que, en ambos lugares, a la gente normal y corriente le hu­biera ido mejor o un régimen de planificación mucho más flexible, o mucho más controlado; lo que no había ido bien había sido tomar una posición intermedia135.

¿Qué país lo había hecho peor? ¿Era mejor vivir en Gran Bretaña con su elaborado sistema de planificación urbana, que había dado resultados distintos de los que sus patrocinadores habían deseado, o era preferible vivir en los Estados Unidos, donde en realidad los urbanistas nunca habían prometido mucho, ni dado mucho? El es­tudio concluía que la respuesta dependía de lo que se valorara más. Si era priorita­rio que una gran parte de la población obtuviera los bienes materiales que querían por medio del mercado, entonces se debía llegar a la conclusión de que el barrio re­sidencial norteamericano suburbano era, a pesar de su ineficiencia y ocasional fe­aldad, muy superior al equivalente británico que había resultado más caro y más den­so. Si se consideraba que la sociedad debía preservar el suelo y los recursos naturales, habría que escoger el sistema británico de planificación efectiva del uso del suelo. La política norteamericana había sido más populista y la británica más elitista136.

A lo largo de los diez años posteriores a esta conclusión, y sobre todo durante los años ochenta, el sistema británico se ha ido decantando hacia el método esta­dounidense: se ha intentado que el mercado del suelo quedara libre. Pero la para­doja permanece, y seguirá dándose en los países avanzados donde los distintos grupos sociales con diferentes recursos obtienen beneficios y perjuicios a causa de las acciones políticas colectivas. En Gran Bretaña todavía hay mucha gente que de­sea preservar el campo y cree que es necesario un control del crecimiento de las ciu­dades, y sigue estando bien organizada en sus condados rurales y en sus distritos. De manera que, incluso en el ala derecha del espectro político, existe una conti­nua contradicción entre el deseo de permitir que el promotor sirva las necesidades del mercado, y la necesidad de tranquilizar los miedos y prejuicios locales; con­tradicción que puede verse muy bien en la afirmación que Nicholas Ridley, secre­tario de Estado de Medio Ambiente y uno de los líderes tories del mercado libre, hizo en 1986: que el cinturón verde era para él algo sagrado. En los Estados Unidos el equilibrio es distinto; pero, en ciertas regiones de California también ha surgi­do un movimiento anticrecimiento que, al hacer subir los precios del suelo y de las propiedades, ha dado resultados muy parecidos a los de Gran Bretaña137. De ma­nera que, es posible, que los dos países con lentitud y con dudas se vayan acercando.

Hacer el círculo cuadrado: planificando las metrópolis europeas

Evidentemente, mucho antes de todo esto -com o ya hemos visto en el capítulo quin­to - los urbanistas europeos ya habían intentado reconciliar el coche con la ciudad. Desde 1943 hasta 1965, muchas capitales europeas hicieron proyectos, cada una según su estilo, proponiendo alternativas radicalmente distintas a la opción nor­teamericana de la ciudad en la autopista. Ello no es de extrañar si tenemos en cuenta que Europa partía de una experiencia urbana distinta. Lo que sí fue extra­ño es que estos proyectos llegaran a realizarse.

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En sus planes de 1943 y 1944 para Londres, Abercrombie ya había tratado de utilizar las nuevas autopistas urbanas, no sólo para aligerar la congestión de tráfi­co sino también para definir la identidad de los diversos barrios de la metrópolis; había adoptado muchas ideas de un miembro de Scotland Yard, Alker Tripp, que había propuesto crear zonas residenciales en las que el tráfico de paso -en aquel momento todavía no todo el tráfico- sería excluido138. También había empleado con atrevimiento la visión de Howard y Unwin sobre la ciudad jardín para proyectar nuevas ciudades donde la relación entre el automóvil y la ciudad fuera menos con­flictiva. Tanto para él como para los demás urbanistas de su generación, el problema era evidente; sin embargo encontró una solución que fue a la vez efectiva y elegante.

Esto se ve también muy bien en lo que con justicia puede considerarse como el otro gran plan metropolitano clásico de la época: el Plan General de 1945-52 de Sven Markelius para Estocolmo139. Es evidente que Markelius tenía una metrópo­lis más pequeña con un conjunto de problemas más simples que los de su colega británico: mientras Abercrombie se enfrentaba a una megalópolis de 10 millones de habitantes (el Gran Londres), la suya tan sólo tenía 600.000. Con mucho acier­to, su solución fue la misma que, en los años veinte, May había dado a Frankfurt, que tenía la misma medida: construcción de ciudades satélite. A menudo, inecua- damente, se llama nuevas ciudades a las unidades suburbanas exteriores de Markelius: Vállingby en 1950-4, Farsta en 1953-61, Skarholmen en 1961-8, Tensta-Rinkeby en 1964-70. Pero no lo son si nos atenemos a la idea de Howard que pensaba que de­bían ser unidades autosuficientes. Más bien se basaban en la clásica idea de las mi­tades: la mitad de la población se desplazaría diariamente hacia su trabajo, la mi­tad vendría de otros lugares a trabajar allí. Markelius quería conseguirlo sin que, durante el proceso, la urbe fuera dependiente del automóvil; en esto se mostró muy previsor, puesto que, en aquel momento, en Estocolmo, sólo había nueve co­ches por cada mil personas, proporción que se elevaría veinte veces hasta llegar a 190 por mil en 1964. De manera que propuso un sistema de transporte equilibra­do: una red de autopistas con gran capacidad de absorción, pensadas con la idea de proporcionar vías de circunvalación, que se completaría con un nuevo sistema de metro, que ya había sido aprobado por el ayuntamiento en 1941. El metro, que substituiría a los tranvías, tendría forma radial y su centro estaría en la nueva área de negocios que se iba a reconstruir140.

Así pues, la capital del país más próspero de Europa eligió un camino de su- burbanización completamente distinto al de los Estados Unidos. Puede que se to­mara esta opción por tres buenas razones. La primera era que el ayuntamiento de Estocolmo había estado comprando terrenos para su futura expansión muchos años antes de que esta se hiciera necesaria, empezó en 1904 y en los años cuaren­ta ya poseía casi todo el suelo no edificado que se hallaba dentro de sus límites141. Segundo, desde 1934 Suecia había estado gobernada por gobiernos socialdemócratas, que se habían comprometido activamente en el tema de la vivienda; como resul­tado, el 90 por ciento de las casas construidas después de 1946 -incluyendo prác­ticamente todo lo edificado en suelo del ayuntamiento- tenía un tipo u otro de sub­sidio. Y (en contraste con los Estados Unidos) la mayoría habían sido hechos por

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Fi'g. 9.9. Vállingby.

la ciudad o por cooperativas controladas por los propios inquilinos. Y tercero, Estocolmo había estado padeciendo de un problema de falta de vivienda que se ha­bía convertido en endémico, cosa que hizo que la gente aceptara con satisfacción fuera lo que fuera; en estos casos la soberanía del consumidor no es más que una frase sin sentido142.

Sorprendentemente, como ya hemos dicho en el capítulo séptimo, todo lo planeado se llevó a cabo. Entre 1945 y 1947 mientras se construía la primera línea del Tunnelbana (metro), en la misma zona se terminaba la primera ciudad satéli­te de Vállingby. Su estructura se repetiría en las construcciones siguientes: un gran centro comercial y de servicios, bastante parecido al que Abercrombie proyectó para una de las nuevas ciudades cerca de Londres y que prestaba servicios a 80.000 - 100.000 personas, núcleo comercial que completaba con centros locales más pe­queños; todos conectados por el metro; las densidades residenciales más altas es­taban alrededor del núcleo central mayor, seguían siendo altas en torno a los cen­tros locales y a medida que se alejaban de ellos iban disminuyendo progresivamente, de manera que el mayor número de gente posible podía ir andando a las tiendas y a los centros de servicio, lo que quería decir que casi todo el mundo habitaría en bloques de apartamentos. Este modelo estándar variaría poco a lo largo de los años

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Fig. 9.10. Farsta. Las dos primeras ciudades satélite de Estocolmo con su típica estructura: las tiendas en el paseo peatonal, la estación de metro (Tunnelbana) y, muy cerca, los bloques de pisos con alta densidad de ocupación.

cincuenta y sesenta, algunos cambios fueron fruto de la experiencia mientras que otros reflejaban el cambio de la moda: bloques muy altos en torno a un paseo pe­atonal abierto en Farsta, con el triple de aparcamientos que en Vallingby; un pa­seo peatonal más compacto y cerrado y mayor número de bloques aunque de me­nor altura en Skárholmen, con un aparcamiento de pisos que podía contener 3.000 coches, el mayor de toda Escandinavia; un paseo cerrado con acceso directo a la estación de metro en Morby143.

Los estudiosos todavía van a visitarlos en peregrinación, y quedan impresio­nados: parece que todo está en su sitio, que todo funciona, todo hecho con buen gusto; cuando se terminó la última línea de metro, hicieron que cada estación fue­ra decorada por un artista distinto144. Un sociólogo norteamericano observó que en la primera ciudad satélite clásica de Vallingby la mayoría de la gente parecía es­tar contenta: comparados con los «suburbanitas» norteamericanos de Levittown, los hombres parecían tener más tiempo para estar con sus hijos, las mujeres y los jóvenes podían ir y venir con facilidad sin necesidad de usar el coche y los niños tenían mejores espacios al aire libre y contaban con servicios especiales. Pero en

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las encuestas que se les hicieron, la mayoría dijo que preferiría vivir en una casa en lugar de un piso: el sociólogo, impresionado por la calidad de la vida en Estocolmo, creyó que se trataba de un error en las encuestas145.

Pero en Suecia es fácil quedarse admirado; parece como si todo lo feo y vulgar hubiera sido prohibido por la ley. Sin embargo, si se observa con mayor detalle uno se da cuenta de que no es el paraíso: en las estaciones de metro los graffiti han es­tropeado las obras de los artistas; los sábados por la noche grupos de borrachos ate­rrorizan a los pasajeros; los periódicos se quejan de que la gente que vive en las ciu­dades satélite está alienada y carece de sentido social, sobre todo en Tensta y Rinkeby que han sido las últimas en construirse y donde se ha concentrado un ma­yor número de inmigrantes. Los antiguos residentes de Estocolmo comentan con tristeza que antes no era así; en los años cincuenta, durante la construcción de Vállingby, creían que había llegado una nueva era en la que la cultura y la armo­nía social reinarían para siempre; sin embargo, de una manera u otra, el ideal se había estropeado.

Incluso en el sagrado templo del urbanismo, se criticó a los todopoderosos pro­fesionales. Como ya hemos explicado en el capítulo séptimo, el drama empezó cuando se inició la reconstrucción del centro comercial en el Lower Norrmalm, que desde el principio se había pensado como complemento de las ciudades saté­lites. Esta disconformidad pronto se extendió a todos los planes de renovación ur­bana que debían hacerse en los viejos barrios que estaban cerca del centro, donde el ayuntamiento tuvo que librar una dura batalla contra los «okupas». Sin embar­go, las críticas también llegaron a los propios satélites; una nueva generación de ar­quitectos y urbanistas consideró que habían sido hechos demasiado deprisa, que se había sacrificado la calidad en favor de la cantidad y que, de este modo, se habían creado nuevos barrios deprimidos. Ello era debido a que, durante los años sesenta, el modo de planificar y la composición social cambiaron. Las casas de tres pisos y las torres de poca altura de Vállingby y Farsta fueron substituidos por bloques de seis y ocho pisos con ascensor -en parte por intereses económicos, pero sobre todo porque se buscaba el concepto arquitectónico de lo «urbano». Los nuevos inquili­nos eran gente con pocos medios económicos, madres trabajadoras, inmigrantes y grupos de gente con problemas. La combinación resultó desastrosa: hubo más rui­do y más vandalismo que, a su vez, provocó un deterioro general. Todo el mundo empezó a quejarse, los periódicos empezaron a hablar de: «entornos inhumanos»; «destrucción brutal del paisaje»; «zonas de desastre social»; «monstruosidades ar­quitectónicas» ; «junglas de asfalto»146. Pero sobre todo fue Tensta, ciudad satélite edificada a toda prisa con técnicas constructivas industrializadas, la que recibió las críticas más duras, la prensa la calificó de ett stadsbyggande sommisslycats: un desastre de planificación 147. La pregunta que se hacía uno de los artículos era: ¿Cómo ha podido acabar todo tan mal? Se llegó a la conclusión que decidir cómo debía vivir la gente desde una oficina de urbanismo era totalitarismo liberal.

Pero hay un aspecto que no pudieron criticar. En el momento en que el mo­vimiento ecológico estaba en su punto álgido en todo el mundo, uno de los pun­tos de fricción entre la ciudad y sus críticos, que en 1971 se convirtió en una cau­

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se célebre, se libraba en torno al destino de unos olmos que se hallaban en Kungstradgarden, una plaza en el centro de Estocolmo149. Aquí como en todos si­tios, durante la época que siguió a la crisis del petróleo, se criticaba la cultura del automóvil y uno de los primeros movimientos ecológicos -Alternativ Stad, fundado en 1965- hizo campañas para que se prohibiera la circulación de automóviles por la ciudad150. Sin embargo Markelius, treinta años antes y previendo la aparición ma­siva del coche, se había anticipado a ese conflicto de la opulencia construyendo un magnífico servicio de transportes públicos. Este aspecto de su plan ha superado el paso de los años. A pesar de las críticas, Estocolmo funciona mejor y ha solucio­nado el conflicto del coche con el entorno urbano con mayor eficiencia y duran­te un período de tiempo más largo que la mayoría de ciudades.

El otro gran proyecto histórico europeo de planificación de una metrópolis en torno a un nuevo sistema de comunicaciones apareció veinte años después del de Markelius. Durante los primeros años sesenta, París había estado intentando li­mitar su propio crecimiento pero no lo había conseguido. Por primera vez en va­rios siglos, Francia había tenido su propio «baby boom»; por otra parte los jóvenes abandonaban el campo y se dirigían hacía las brillantes luces de la metropolis. En 1961, de Gaulle, que creía que París debía cumplir su destino histórico como sím­bolo físico de las glorias de Francia, llamó a Paul Delouvrier, oficial que se había hecho en el conflicto argelino, para que presidiera un equipo que debía elaborar un nuevo plan. Según los cálculos que hicieron, se llegó a la conclusión de que, in­cluso en el caso de que el sistema nacional de planificación conseguiera que las prin­cipales ciudades provinciales actuaran con eficacia como métropoles d’équilibre, a fi­nales del siglo la región de París habría pasado de nueve a catorce o dieciseis millones de habitantes. Parece ser que, a principios de 1962, en una entrevista personal, Delouvrier llegó a convencer a de Gaulle de que la imagen de un París dinámico, enorme, era correcta. Rechazaron otras alternativas: crecimiento anular, creación de ciudades a setenta millas o más de distancia que actuaran como con­tra imanes, nuevas ciudades al estilo de Abercrombie, crear «un segundo París». El magnetismo de París era tan grande que todo el mundo quería estar allí y no en otro sitio, sin embargo, si seguía creciendo como hasta entonces, se colapsaría152.

Finalmente adoptaron un plan a la manera de Estocolmo pero a mayor esca­la, adecuándolo a una metrópolis que era diez veces más grande que la capital sue­ca. París tendría nuevas ciudades; pero no serían como las de Howard y Abercrombie sino que se parecerían más a los satélites creados por May y Markelius. Como París era grande, los satélites también lo serían: si en los años veinte los de Frankfurt ha­bían tenido de 10.000 a 20.000 personas y los de Estocolmo de los años cuarenta de 80.000 a 100.000, París necesitaba ocho que oscilarían entre 300.000 y el mi­llón de personas cada uno153. Como en Estocolmo, estarían conectados con el cen­tro, no sólo por medio de autopistas circulares sino también por un nuevo siste­ma de transporte que también sería distinto. A diferencia del Tunnelbana de Estocolmo y también del Underground de Londres en el que se había basado, y tam­bién a diferencia del ya existente Métro de París o de cualquier otro sistema sub­terráneo de la época comprendida entre 1890 y 1910, éste sería un sistema de fe­

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rrocarriles. Tendría las características de un servicio de trenes de cercanías y podría hacer largas distancias en poco tiempo. El único que se le parecía era el ferrocarril del Área de la Bahía de San Francisco (Bay Area Rapid Transit System) que en aquel momento estaba en fase de planiñcación.

Sin embargo el ferrocarril de San Francisco no se había proyectado como par­te de un plan regional coherente; se propuso como solución al caos de la región de las autopistas, pero, de hecho lo que hizo fue fomentar la suburbanización to­davía más y trasladar los problemas circulatorios. En cambio las 160 millas del sis­tema francés, se planificaron -como había hecho Estocolmo veinte años antes- como parte integral de las nuevas ciudades satélite. Estos nuevos núcleos se situarían a lo largo de dos «ejes preferentes», uno al norte de la aglomeración ya existente y otro al sur; para conectarlos, la red de ferrocarriles francesa tendría la forma de una H horizontal, con una línea principal que tendría dirección este oeste y que se prolongaría por cada extremo. De esta manera no sólo conectaba las nuevas ciu­dades satélite sino que también unía los nuevos centros interurbanos cosa que fo­mentaba la renovación de la zona más obsoleta de la región de París al tiempo que le proporcionaba los servicios que tanto necesitaba. El mayor de estos centros, La Défense en el límite oeste de la ciudad, ya estaba empezado cuando se inició la planificación, y se consideró como un fait accompli que los urbanistas integraron en el proyecto.

Si la audacia es un mérito en la planificación urbana, entonces hay que reco­nocer que el Schéma Directeur de 1965 de París lo tenía. Nunca hasta entonces se había proyectado nada tan grandioso en la historia de la civilización urbana. El cos­te global era enorme: el plan que debía realizarse en doce años, coincidiendo con el Schéma Directeur, significaba una inversión de 29 billones de francos en autopistas y 9 billones en transporte público, esto sin mencionar las 140.000 nuevas vivien­das que se construirían cada año154. Sólo un país dirigido por una figura con una creencia mesiánica en su propio destino, que estuviera en medio de un «boom» eco­nómico sin precendentes, con una tradición secular en intervención pública se lo podría haber planteado; quizás ni tan sólo en este caso.

Fue el plan por excelencia. Los teóricos académicos pueden demostrar con él lo que quieran. Los marxistas pueden presentarlo como ejemplo clásico de gran ca­pital manipulando el estado en su propio beneficio, sobre todo para conseguir las inversiones necesarias para asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo; no es pues por casualidad que los modernos estudios urbanos marxistas nacieron en París entre los años 1965 y 1972. Por otra parte, los que creen en la pervivencia de la cultura nacional verán en él la tradición que viene de Luis XIV y Haussmann: irónicamente Delouvrier habría conseguido llevar a cabo el tipo de planificación que Le Corbusier aspiró en vano durante tanto tiempo. En cambio los teóricos del estado consideran que es un ejemplo clásico de imposición de poder por parte de una burocracia central. Paul Alduy -persona clave durante la preparación y reali­zación, que escribió la historia de la puesta en marcha del proyecto como una conspiración en contra de la democracia- les proporciona argumentos: «trajo con­sigo nuevos métodos de intervención estatal: el estado central actuó como árbitro

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Fig. 9.11. Marne-la-Vallée. El modelo de Estocolmo, a mayor escala, en las nuevas ciudades de París proyectadas en el Plan de 1965. El ferrocarril pasa por debajo del centro de la ciudad.

por encima del partido y de sus representantes democráticamente elegidos»155. Y aún hubo más: según él, durante la preparación del plan se ignoró gran parte de la maquinaria burocrática existente y se prescindió de sus representantes políticos: «El propósito era evidente, se trataba de no negociar con nadie, pero sobre todo, se trataba de organizar una campaña de propaganda que diera una nueva imagen del estado, que presentara un nuevo método de intervención y también un nue­vo tipo de relación entre el estado y las autoridades locales»156.

Se consiguió que el proyecto sobreviviera y que, hasta cierto punto, se realizara. Evidentemente no sin modificaciones, o sin dolor: en 1969, debido a la crisis eco­nómica y a los cambios demográficos hubo que rehacer los planes y tres de las ocho villes nouvelles desaparecieron mientras que las otras disminuyeron su tama­ñ o157. Pero se construyeron y algunas llegaron a convertirse en polos de atracción para el capital privado que construyó oficinas, centros comerciales y viviendas a gran escala. Esta es quizás la moral de la historia parisina: como los urbanistas franceses siempre han opinado, los proyectos públicos atraen al sector privado, y de esta manera se consigue que los planes de inversión puedan irse aplicando. La audacia funciona.

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La rebelión de las autopistas y después

Pero el problema principal sigue en pie: ni Estocolmo en 1945, ni París en 1965, consiguieron liberar a los europeos del automóvil. Durante los años que van de 1945 a 1975, Europa fabricó más coches que Estados Unidos; lo único que había pasa­do era que la revolución del automóvil había llegado cuarenta años más tarde158. Su introducción afectó la forma de vida y las estructuras urbanas tradicionales. En Suecia, las viviendas unifamiliares pasaron de ser el 32 por ciento del total de nue­vas construcciones en 1970 al 55 en 1974 y a más del 70 a finales de los setenta, reflejando de esta manera las preferencias individuales, según las cuales el 90 por ciento de ciudadanos prefería las casas a los pisos159. En las villes nouvelles de París las casas unifamiliares también eran mayoría, los supermercados estaban llenos de barbacoas y muebles de jardín y, lo más significativo, había pocos restaurantes, y ya no digamos de los más caros.

De manera que el automóvil fue en Europa, como lo había sido en el lugar de su nacimiento, un agente de suburbanización. Es imposible decir quien llegó pri­mero si la gallina del barrio residencial suburbano o el huevo del automóvil; como ya hemos dicho al hablar de Los Ángeles y de Londres (capítulo tercero), la expansión suburbana precedió a la posesión masiva de vehículos, pero esto, a su vez, hizo que los barrios residenciales suburbanos se extendieran con mayor facilidad, y más le­jos, de lo que el transporte del momento hubiera permitido. Lo que fue cierto en todos sitios es que el coche se convirtió en un problema para la ciudad histórica. Las grandes urbes norteamericanas que tuvieron que hacer frente a este problema a partir de los años veinte, reaccionaron debilitanto y aflojando las estructuras ur­banas que previamente habían sido más fuertes. Los urbanistas europeos acepta­ron este hecho de buen grado. El problema vino cuando hubo que adaptar las nuevas construcciones a la nueva era del automóvil.

Alrededor de los años sesenta, primero en los Estados Unidos y luego, a medida que estos urbanistas y sus nuevas técnicas, llegaban a Europa, la planificación de ciudades estuvo dominada por una nueva generación de analistas del tráfico urba­no. Sus estudios computarizados parecían demostrar que, inexorablemente, había que construir grandes tramas de autopistas urbanas para así poder absorber el creciente aumento de tráfico. Al principio nadie les opuso resistencia. A finales de 1963, el Ministro de Transporte británico publicó un informe titulado Traffic in Towns (El trá­fico en las ciudades), que había redactado un equipo técnico dirigido por Colin Buchanan, un desconocido ingeniero urbanista160. Fue un «best seller» y Buchanan se hizo famoso de la noche a la mañana. Su argumentación era sutil, derivaba de la filosofía de planificación limitada que Alker Tripp había elaborado veinticinco años antes. Según él, el urbanista debía establecer un conjunto de pautas fijas para el en­torno urbano: sólo se podía absorber más tráfico si se emprendían reconstrucciones masivas, y si la comunidad no quería hacerlo debía disminuirlo. Pero casi nadie lo entendió; el público, abrumado por las fotografías de grandes estructuras a diversos niveles, quedó convencido de que Buchanan pretendía utilizar el método del «bull­dozer» en sus zonas urbanas. Al principio pareció que lo aceptaban con ecuanimi­

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dad, incluso con entusiasmo; era la época de la gran reconstrucción del país, cuan­do se consideraba que las reconstrucciones globales eran buenas. Detrás de Buchanan llegaron los ingenieros de tráfico con sus autopistas urbanas: había que constmir cientos de millas tanto en Londres como en las ciudades provinciales.

Pero en California, que como siempre fue la primera, la corriente había cam­biado. San Francisco, las más europea de las ciudades norteamericanas, y por lo tan­to decidida a no parecerse a Los Ángeles, que consideraba su rival, se rebeló con­tra un proyecto que pretendía hacer una autopista elevada a lo largo de su histórico frente marítimo, el famoso Fisherman's Wharf. En la primera lucha del mundo de este tipo, paralizaron la autopista del Embarcadero. Luego, ebrios de triunfo, con­siguieron que la ciudad abandonara su programa de autopistas; el visitante podía contemplar con sorpresa las estructuras elevadas que terminaban súbitamente en el aire. En 1956 se hizo un informe técnico, y posteriormente otro en 1962, pro­poniendo un nuevo sistema de transporte, que costaría 900 millones de dólares, cuya finalidad era preservar su estilo europeo y mantener el casco urbano. Los ha­bitantes de San Francisco votaron dos a uno a favor de este proyecto; los de las áre­as suburbanas no estaban muy entusiasmados, pero la propuesta salió adelante y se inició la construcción del Bay Area Rapid Transit161.

La revuelta se extendió por toda Norteamérica; Toronto, por ejemplo, paró su Spadina Expressway, y más adelante la convirtió en un transporte subterráneo. Tuvo imitadores en Europa: una mañana de abril de 1973, la nueva dirección la­borista del Gran Londres decidió no llevar a cabo los proyectos de autopista pa­trocinados por el equipo anterior. Formaba parte del nuevo Zeitgeist y los miem­bros del Consejo habían asumido todos los eslogans populares sobre planificación: era la época del informe del Club de Roma, del convencimiento de que lo peque­ño era bello, de planificar para los menos favorecidos y de la gran crisis de ener­gía de la OPEC. Sin embargo la rebelión contra las autopistas llegó antes de la cri­sis, que parecía reforzar la necesidad del cambio de política.

Como resultado lógico -en Gran Bretaña, pero sobre todo en las economías eu­ropeas más ricas como Francia y Alemania Federal- los fondos se invirtieron en el transporte urbano de masas. Así pues una serie de ciudades iban a seguir el cami­no iniciado por urbes pioneras como Estocolmo y París. Durante los años ochen­ta, prácticamente todas las ciudades alemanas importantes construyeron una nue­va red de transporte rápido o modernizaron la antigua162. El barrio residencial suburbano europeo era una ciudad en la autopista pero era también una ciudad en el metro, sus habitantes, sobre todo los que no podían comprar coche con facili­dad, tenían posibilidad de elección.

Estados Unidos también empezó a moverse en esta dirección: a mitades de los años ochenta, unas cuarenta ciudades tenían una red de ferrocarril, ya fuera en fun­cionamiento, en construcción o en fase de planificación, algunas adoptaron el sis­tema de larga distancia de San Francisco, mientras que otras eligieron métodos más ligeros y modestos163. Pero se trataba no sólo de invertir en este tipo de trans­porte sino también de estructurar los barrios residenciales a su alrededor. Y esto era algo que las ciudades norteamericanas, que habían crecido según las fluctuaciones

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del mercado y que tenían poderes de planificación mínimos, no podían o no que­rían hacer. De manera que, según un estudio de Melvin Webber de 1977, a muchas de estas redes de transporte público les sucedió lo mismo que a la de San Francisco: fracasaron porque no se adaptaban a los modelos de uso disperso del suelo y no ofrecían una alternativa atractiva al coche164.

Habrían funcionado sólo en el caso de que los norteamericanos se hubieran de­cidido de pronto a vivir como los europeos, cosa que significaba aceptar los siste­mas europeos de regulación de uso de suelo. Es cierto que a mediados de los años setenta algunas ciudades de Estados Unidos empezaron a aceptar que se las regu­lara. Petaluma, una comunidad de California, enfrentada al crecimiento de los ba­rrios residenciales de la Bahía de San Francisco, libró duras batallas para controlar su propio crecimiento. En 1972, después de fuertes luchas entre el grupo de pre­sión de la construcción y el del medio ambiente, California aprobó una ley que fre­naba el desarrollo a lo largo de la costa. Estas medidas afectaron el tipo de creci­miento suburbano: el Area de la Bahía de San Francisco está rodeada de un cinturón verde tan bien protegido como el de Londres, pero el resultado -según David Dowall- ha sido el mismo que el de la capital británica: poco suelo edificable y a precios elevados165. Pero no ha tenido ningún efecto sobre el crecimiento global: más allá del cinturón verde, a lo largo de la Autopista 680 desde Concord a Fremont, a veinte millas y más del centro de San Francisco, los barrios residenciales subur­banos continúan extendiéndose seguidos por el traslado de los trabajos. El resul­tado, según Robert Cervero, colega de Dowall, es que la presión suburbana viene seguida por los atascos suburbanos: el sistema de autopistas se halla desbordado por el volumen de usuarios que van diariamente a trabajar y se trasladan de una zona suburbana a la otra, puesto que la Bay Area Rapid Transit, como cualquier sistema convencional de transporte radial, es inadecuado166.

Así pues, parece ser que los norteamericanos no sólo no adoptaron el estilo de vida urbano europeo, sino que sucedió todo lo contrario. La crisis energética no cam­bió el signo, ni frenó la marea emigratoria que huía de las ciudades; durante los años setenta la mayoría de países europeos empezaron a observar pérdidas de población en las grandes urbes, cosa que ya era familiar en los Estados Unidos167. Y aunque algunos de los medios de transporte públicos europeos consiguieron atraer pasa­jeros, todos ellos, como los norteamericanos, tenían subsidios públicos. Parecía que a ambos lados del Atlántico la ciudad en la autopista ganaba a la ciudad es­tructurada tradicionalmente. La gente lo había decidido con las ruedas; para ser más precisos, los que las tenían habían votado con ellas y cada día había más personas que tenían automóvil. La profecía de Wells se estaba cumpliendo.

Notas al capítulo 9

1 Kenward, 1955, pág. 74. 3 Nevins, 1954, pág. 471; Flink, 1975, pág.2 Stem y Massingdale, 1981, págs. 23 a 34; 71 a 76.

Stern, 1986, págs. 129 a 135. 4 Flink, 1975, pág. 80.