Cartas copernicanas

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Cartas copernicanas

Carta del señor Galileo Galilei, Académico Linceo, es-crita a la señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa deToscanaA la Serenísima Señora la Gran Duquesa Madre:Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza,descubrí en los cielos muchas cosas no vistas antes denuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertasconsecuencias que se seguían de ellas, en contradiccióncon las nociones físicas comúnmente sostenidas por filó-sofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profeso-res, como si yo hubiera puesto estas cosas en el cielo conmis propias manos, para turbar la naturaleza y trastor-nar las ciencias. Olvidando, en cierto modo, que la multi-plicación de los descubrimientos concurre al progreso dela investigación, al desarrollo y a la consolidación de lasciencias, y no a su debilitamiento o destrucción. Al mos-trar mayor afición por sus propias opiniones que por laverdad, pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosasque, si se hubieran dedicado, a considerarlas con aten-ción, habrían debido pronunciarse por su existencia. A talfin lanzaron varios cargos y publicaron algunos escritosllenos de argumentos vanos, y cometieron el grave errorde salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Es-crituras, que no habían entendido correctamente y queno corresponden a las cuestiones abordadas. No habríancaído en este error si hubieran prestado atención a un tex-to de San Agustín, muy útil a este respecto, que conciernea la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cues-tiones oscuras y difíciles de comprender por la sola víadel discurso; al tratar el problema de las conclusiones na-turales referentes a los cuerpos celestes escribe:«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santaprudencia, nada debemos creer temerariamente sobre al-gún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra mástarde y, sin embargo, la odiemos por amor a nuestro error,aunque se nos demuestre que de ningún modo puede exis-tir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguocomo del Nuevo Testamento» (Del Génesis a la letra, lib.II, cap. XVII).Pero sucedió que el tiempo ha revelado progresivamen-te a todos la verdad de lo por mí sentado. Quienes estánal tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia natu-ral quedaron persuadidos de la exactitud de mi primeraposición. Y quienes se negaban a reconocer la verdad delo que yo afirmaba sólo por causa de su inesperada no-vedad, o porque carecían de una experiencia directa deella, se plegaron poco a poco a mi punto de vista. Pe-ro los hay quienes, amén de su apego a su primer error,

manifiestan hallarse mal dispuestos, no tanto para con lascuestiones que expongo, cuanto para con su autor; y co-mo ya no tienen la posibilidad de negar una verdad porhoy bien probada, la ocultan con obstinado silencio, y to-davía más irritados que antes por mis afirmaciones quelos otros aceptan ahora sin inquietud, intentan combatir-las de diversas maneras. No haría yo más caso de ellosque de los otros contradictores que se me han opuesto,seguro de que la exactitud de lo que sostengo habrá deser por fin reconocida, si no viera que esas nuevas calum-nias y persecuciones no se limitan a la cuestión particularde que he tratado, sino que se extienden hasta el puntode hacerme objeto de acusaciones que deben ser; y queson para mí más insoportables que la muerte. Es por elloque no debo hacer de modo que su injusticia sea reco-nocida solamente por quienes me conocen, y los conocena ellos, sino por cualquier otra persona. Esos adversariostratan de desprestigiarme por todos los medios posibles.Saben que mis estudios de astronomía y de filosofía mehan llevado a afirmar, con relación a la constitución delmundo que el Sol, sin cambiar de lugar, permanece situa-do en el centro de la revolución de las órbitas celestes, yque la Tierra gira sobre sí misma y se desplaza en tornodel Sol. Advierten además que una posición semejanteno sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aris-tóteles, sino que trae consigo consecuencias que permi-ten comprender, ya sea numerosos efectos naturales quede otro modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos des-cubrimientos astronómicos recientes, los que contradicenradicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman a ma-ravilla el de Copérnico. Cayendo en la cuenta de que sime combaten tan sólo en el terreno filosófico les resultará,dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su ra-zonamiento erróneo tras la cobertura de una religión fin-gida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándo-las, con escasa inteligencia, a la refutación de argumentosque no han comprendido.En primer lugar, han intentado por sí mismos hacer pú-blica la idea de que tales proposiciones van en contra delas Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son he-réticas. Más tarde, advirtiendo que la naturaleza humanaestámás dispuesta a aceptar los actos por los cuales el pró-jimo, aunque sea injustamente, es castigado, que no lasque se dirigen a darle un justo mérito, no ha sido difícilencontrar quien, por herético condenable lo haya acusa-do desde los púlpitos, con un poco devoto y aún menoscauteloso agravio no sólo para la dicha doctrina y paralos que la siguen, sino también para las matemáticas y losmatemáticos. Al fin, con mayor confianza y esperando envano que la semilla, que antes había enraizado en su men-

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te no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo,van murmurando entre el pueblo que por ser tal será juz-gada en breve por la suprema autoridad y conociendo quedicha declaración no sólo destruiría estas dos conclusio-nes, sino que también convertiría en condenables a todaslas otras observaciones y postulados astronómicos y na-turales, con los cuales se corresponden y mantienen unarelación de necesidad, intentan en lo posible, en aras a fa-cilitar el asunto, que dicha opinión casi universal sea con-siderada como nueva y propia de mi persona, disimulan-do saber que fue Nicolás Copérnico su autor, o más biensu renovador y defensor. Hombre éste, no únicamente ca-tólico, sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado que,tratando en el Concilio de Letrán, promulgado por LeónXI, el tema de la reforma del calendario eclesiástico, fuellamado a desplazarse desde los confines de Alemania aRoma para llevar a cabo la citada reforma, la cual, si en-tonces quedó imperfecta, ello únicamente se debió a quetodavía no se tenía conocimiento exacto de la duracióndel año y del mes lunar. Encargado por el obispo Sempro-niense, entonces responsable de esta tarea, de proseguirestudios con miras a precisar la naturaleza de los movi-mientos celestes, Copérnico se abocó al trabajo, y a costade considerable esfuerzo y merced a su genio admirable,obtuvo grandes progresos en sus ciencias, y logró mejo-rar la exactitud del conocimiento de los períodos de losmovimientos celestes, mereciendo así el título de summoastronomo. Merced a sus trabajos se pudo resolver luegola cuestión del calendario y erigir las tablas de todos losmovimientos de los planetas. Copérnico había de exponeresta doctrina en seis libros que publicó a requerimientodel cardenal de Capua y del obispo Culmense y dedicó sulibro acerca De las Revoluciones Celestes, al sucesor deLeón X, es decir, a Pablo III; dicha obra, publicada poraquel entonces, ha sido bien recibida por la Santa Iglesia,y leída y estudiada por todo el mundo, sin que jamás sehaya formulado reparo alguno a su doctrina. Sin embargo,al mismo tiempo que se va comprobando, en base a exac-tos experimentos y necesarias demostraciones, la certezade las teorías copernicanas, no faltan personas que, aunsin haber visto jamás el libro, premian las múltiples fati-gas de su autor con la consideración de herético, y estocon el único objeto de satisfacer su propio desdén, dirigi-do sin razón alguna contra otro que, junto con Copérnico,no posee interés alguno que no sea la comprobación desus teorías.Por ello, ante las acusaciones que injustamente se trata dehacerme, y que ponen en tela de juicio mi fe y mi repu-tación, he considerado necesario enfrentar esos argumen-tos, queme son opuestos en nombre de un pretendido celopor la religión y echando mano de las Sagradas Escritu-ras, puestas al servicio de disposiciones que no son since-ras, y con la pretensión de extender su autoridad, y aun deabusar de ella, sobrepasando su intención y las interpre-taciones de los padres, al hacerla terciar en conclusionespuramente naturales y que no son de Fe, reemplazando asílos razonamientos y las demostraciones por algún pasajede la Escritura, pasaje que muchas veces, más allá de su

sentido literal, puede ser interpretado de diversas mane-ras. Espero demostrar que yo procedo con un celo muchomás piadoso y más conforme a la religión que ellos cuan-do propongo, no que no se condene a ese libro, sino queno se le condene, como ellos quisieran, sin verlo, leerlo, nicomprenderlo. Precisaría que se supiera reconocer que elautor jamás trata en él cuestiones que afecten a la religióno a la fe, y que no presenta argumentos que dependan dela autoridad de la Sagrada Escritura, que eventualmentepodría haber interpretado mal, sino que se atiene siemprea conclusiones naturales, que atañen a los movimientoscelestes, fundadas sobre demostraciones astronómicas ygeométricas y que proceden de experiencias razonablesy de minuciosísimas observaciones. Lo cual no significaque Copérnico no haya prestado atención a los pasajes dela Sagrada Escritura, pero una vez así demostrada su doc-trina, estaba por cierto persuadido de que enmodo algunopodía hallarse en contradicción con las Escrituras, desdeque se las comprendiera correctamente. Es por ello porlo que al terminar su prefacio y dirigiéndose al SoberanoPontífice, se expresa así:«Si acaso existieran mataiológoi (charlatanes), quienes,pese a ignorar toda la matemática, se permitieran juzgaracerca de ella basados en algún pasaje de las Escrituras,deformado especialmente para sus propósitos, y se atrevie-ran a criticar y atacar mis enseñanzas, no me preocuparéde ellos en absoluto, de modo que despreciaré su juiciocomo temerario. Nadie ignora que Lactancio, célebre es-critor, pero matemático deficiente, habla de la forma de laTierra de manera tan pueril, que ridiculiza a quienes de-clararon que ella tenía forma de esfera; de modo que losestudiosos no se asombrarán si aquellos me pusieran enridículo. La matemática se escribe para los matemáticos,quienes, si no me equivoco, pensarán que mi trabajo seráútil también a la comunidad eclesiástica, cuyo principadoejerce ahora Vuestra Santidad.»

De esta índole son quienes se ingenian para hacer creerque tal autor se condena, sin siquiera haberlo visto, y quie-nes, para demostrar que ello no solamente está permiti-do, sino que es realmente beneficioso, alegan la autori-dad de la Escritura, de los teólogos y de los Concilios. Yoreverencio a esas autoridades y les tengo sumo respeto;consideraría sumamente temerario contradecirlas; pero,al mismo tiempo, no creo que constituya un error hablarcuando se tienen razones para pensar que algunos, en supropio interés, tratan de utilizarlas en un sentido diferen-te de aquel en que los interpreta la Santa Iglesia. Por ello,con una afirmación solemne (y pienso que mi sinceridadse manifestará por sí misma), no sólo me propongo re-chazar los errores en los cuales hubiera podido caer en elterreno de las cuestiones tocantes a la religión, sino quedeclaro, también, que no quiero entablar discusión algu-na en esas materias, ni aun en el caso en que pudieran darlugar a interpretaciones divergentes: y esto porque, si enesas consideraciones alejadas de mi profesión personal,llegara a presentarse algo susceptible de inducir a otrosa que hicieran una advertencia útil para la Santa Iglesia

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con respecto al carácter incierto del sistema de Copérni-co, deseo yo que ese punto sea tenido en cuenta, y quesaquéis de él el partido que las autoridades considerenconveniente; de otro modo, sean mis escritos desgarra-dos o quemados, pues no me propongo con ellos cosecharun fruto que me hiciera traicionar mi fidelidad por la fecatólica. Además de eso, aunque con mis propios oídoshaya escuchado muchísimas de las cosas que allí afirmo,de buen grado les concedo a quienes las dijeron que quizáno las hayan dicho, si así les place, y confieso haber podi-do comprenderlas mal; así pues, no se les atribuya lo queyo sostengo, sino a quienes compartieran esa opinión.El motivo, pues, que ellos aducen para condenar la teo-ría de la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Soles el siguiente: que leyéndose en muchos párrafos de lasSagradas Escrituras que el Sol se mueve y la Tierra se en-cuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamásmentir o errar,de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirma-ción de quien pretenda postular que el Sol sea inmóvil yla Tierra se mueva.Contra dicha opinión quisiera yo objetar que, es y ha si-do santísimamente dicho, y establecido con toda pruden-cia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras puedenestar equivocadas, siempre que sean bien interpretadas;no creo que nadie pueda negar que muchas veces el purosignificado de las palabras se halla oculto y es muy di-ferente de su sonido. Por consiguiente, no es de extrañarque alguno al interpretarlas, quedándose dentro de los es-trechos límites de la pura interpretación literal, pudiera,equivocándose, hacer aparecer en las Escrituras no só-lo contradicciones y postulados sin relación alguna conlos mencionados, sino también herejías y blasfemias: conlo cual tendríamos que dar a Dios pies, manos y ojos, y,asimismo, los sentimientos corporales y humanos, talescomo ira, pena, odio, y aun tal vez el olvido de lo pasadoy la ignorancia de lo venidero. Así como las citadas pro-posiciones, inspiradas por el Espíritu Santo, fueron desa-rrolladas en dicha forma por los sagrados profetas en arasa adaptarse mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudoe indisciplinado, del mismo modo es labor de quienes sehallen fuera de las filas de la plebe, el llegar a profundi-zar en el verdadero significado y mostrar las razones porlas cuales ellas están escritas con tales palabras. Este mo-do de ver ha sido tan tratado y especificado por todos losteólogos, que resulta superfluo dar razón de él. Me pa-rece entonces que razonablemente se puede convenir enque esa misma Santa Escritura, toda vez que se ve llevadaa tratar cuestiones de orden natural, y principalmente lascuestiones más difíciles de comprender, no se aparta deeste procedimiento, y ello con el fin de no llevar confu-sión a los espíritus de ese mismo pueblo, y de no correrel riesgo de apartarlo de los dogmas que atañen a los mis-terios más altos. Por ello, si como se ha dicho, y comoclaramente se ve, es con el solo objeto de adaptarse a lamentalidad popular que la Escritura no ha esquivado velarverdades fundamentales, no vacilando en atribuir a Dioscualidades contrarias a su esencia, ¿quién podría sostener

seriamente que esa misma Escritura, cuando se ve en elcaso de hablar incidentalmente de la Tierra, del agua, delSol o de otras criaturas, haya preferido atenerse con todorigor a la significación estrictamente literal de las pala-bras? Y, sobre todo, ¿cómo habría podido ocuparse, conrespecto a esas criaturas, de cuestiones que están alejadí-simas de la capacidad de comprensión del pueblo, y queno se relacionan directamente con el objetivo primero deesas mismas Escrituras, que es el culto divino y la saludde las almas?Así las cosas, me parece que, al discutir los problemasnaturales, no se debería partir de la autoridad de los pa-sajes de la Escritura, sino de la experiencia de los sen-tidos y de las demostraciones necesarias. Porque la Sa-grada Escritura y la naturaleza proceden igualmente delVerbo divino, aquélla como dictado del Espíritu Santo, yésta como la ejecutora perfectamente fiel de las órdenesde Dios; ahora bien, si se ha convenido en que las Escri-turas, para adaptarse a las posibilidades de comprensiónde la mayoría, dicen cosas que difieren con mucho de laverdad absoluta, por gracia de su género y de la significa-ción literal de los términos, la naturaleza, por el contrario,se adecua, inexorable e inmutablemente, a las leyes quele son impuestas, sin franquear jamás sus límites, y no sepreocupa por saber si sus razones ocultas y susmaneras deobrar están al alcance de nuestras capacidades humanas.De ello resulta que los efectos naturales y la experienciade los sentidos que delante de los ojos tenemos, así comolas demostraciones necesarias que de ella deducimos, nodeben en modo alguno ser puestas en duda ni, a priori,condenadas en nombre de los pasajes de la Escritura, auncuando el sentido literal pareciera contradecirlas. Pues laspalabras de la Escritura no están constreñidas a obligacio-nes tan severas como los efectos de la naturaleza, y Diosno se revela de modo menos excelente en los efectos de lanaturaleza que en las palabras sagradas de las Escrituras.Es lo que quiso significar Tertuliano con estas palabras:«Declaramos que Dios debe ser primero conocido por lanaturaleza y luego reconocido por la doctrina: a la natu-raleza se la alcanza por las obras, a la doctrina por laspredicaciones.»

No quiero decir con ello que no se deba tener una altísi-ma consideración por los pasajes de la Sagrada Escritura.Así, cuando hayamos obtenido una certeza, dentro de lasconclusiones naturales, debemos servirnos de esas con-clusiones como de un medio perfectamente apto para unaexposición verídica de esas Escrituras, y para la búsque-da del sentido que necesariamente se contiene en ellas,puesto que son perfectamente verdaderas y concuerdancon la verdad demostrada. Considero que la autoridad delos Textos Sagrados tiene por objeto, principalmente, elde persuadir a los hombres acerca de proposiciones que,por sobrepasar todo discurso humano, su credibilidad nopuede obtenerse por ninguna otra ciencia, ni por mediodistinto, sino por la boca del Espíritu Santo: además, den-tro de las proposiciones que no son de Fe, debe preferirsela autoridad de esos mismos Textos Sagrados a la auto-

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ridad de textos humanos cualesquiera, que no estén es-critos con método demostrativo, sino o bien como puranarración, o bien sobre la base de razones probables. Laautoridad de las Sagradas Escrituras debe considerarseaquí conveniente y necesaria en la medida misma en quela sabiduría divina sobrepasa a todo Juicio y a toda con-jetura humanas.No puedo creer que Dios nos haya dotado de sentidos, pa-labra e intelecto, y haya querido, despreciando la posibleutilización de éstos, darnos por otro medio las informa-ciones que por aquéllos podamos adquirir, de tal modoque aun en aquellas conclusiones naturales que nos vie-nen dadas o por la experiencia o por las oportunas demos-traciones, debemos negar su significado y razón; no creoque sea necesario aceptarlas como dogma de fe, y máxi-me en aquellas ciencias sobre las cuales en las Escriturastan sólo se pueden leer algunos aspectos, y aun entre síopuestos. La astronomía constituye una de estas ciencias,de la cual sólo son tratados algunos aspectos, puesto queni siquiera se encuentran los planetas, a excepción del Soly la Luna, y Venus sólo una o dos veces, bajo el nombrede Lucifer. Ahora bien, si los sagrados profetas hubiesentenido la pretensión de comunicar al pueblo la situacióny movimiento de los cuerpos celestes y, por consiguiente,tuviéramos nosotros que sacar de las Sagradas Escriturastal información, no habrían, en mi opinión, tratado el te-ma tan poco, que es casi nada si lo comparamos con losinfinitos y admirables resultados que dicha ciencia contie-ne y demuestra. Por tanto, que no solamente los autoresde las Sagradas Escrituras no hayan pretendido enseñar-nos la constitución y los movimientos de los cielos y delas estrellas, sus formas, sus tamaños y su distancia, sinoque, aunque todas esas cosas les fueran perfectamente co-nocidas, se hayan abstenido de hacerlo, tal es la opiniónde los santos y sabios Padres; así leemos en San Agustín:«Suele también preguntarse qué forma y figura atribuyennuestros libros divinos al cielo. Pues muchos autores pro-fanos disputan largamente sobre estas cosas, que omitieroncon gran prudencia los nuestros, por no ser para los quelas aprenden necesarias para la vida bienaventurada, y,además, porque los que en esto se ocupan han de malgas-tar lo que es peor, tiempo sobremanera preciso restándoloa cosas más útiles. Pues a mí, ¿qué me interesa que el cie-lo, siendo como una esfera, envuelva por todas sus partesa la Tierra equilibrada en medio de la masa del mundo, oque la cubra por la parte de arriba como si fuera un disco?Mas porque se trata de la autoridad de la divina Escritu-ra y como quizás alguno no entienda las palabras divinas,cuando acerca de estas cosas encuentre algo semejante enlos libros divinos u oiga hablar algo de ellos que le parezcaoponerse a las razones percibidas por él, cosas que no herecordado solamente una vez, para que no crea en modoalguno a los que le amonestan o le cuentan o le afirmanque son más útiles las cosas profanas que la verdad de laSanta Escritura, brevemente he de decir que nuestros au-tores sagrados conocieron sobre la figura del cielo lo quese conforma a la verdad, pero el Espíritu de Dios, que ha-

blaba por medio de ellos, no quiso enseñar a los hombresestas cosas que no reportaban utilidad alguna para la vidafutura» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).Y además el poco cuidado que tuvieron esos mismos es-critores sagrados para determinar lo que debía creerseacerca de los accidentes de los cuerpos celestes, se nosmuestra en el capítulo X de esa misma obra de San Agus-tín, donde se discute la cuestión de si el cielo se mueve, obien permanece inmóvil:«Sobre el movimiento del cielo no pocos hermanos pregun-tan si está quieto o se mueve, y dicen: si se mueve, ¿cómoes el firmamento? Y si permanece estable, ¿cómo las es-trellas, las cuales se cree que están fijas en él, giran deloriente al occidente, recorriendo las septentrionales, queestán cerca del polo, círculos más breves, de tal modo queaparece el cielo como una esfera, si es que está oculto anosotros el otro polo en la parte opuesta, o como un discosi no existe ningún otro polo? A los cuales respondo, quepara conocer claramente si es así o no, demanda excesivotrabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de em-prender su estudio y exponer tales razones ni deben ellostenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a su salud ya la necesaria utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis ala letra, lib. II, cap. X).De allí resulta, por consecuencia necesaria, que el Espí-ritu Santo, que no ha querido enseñarnos si el cielo semueve o si permanece inmóvil, si su forma es la de unaesfera, de un disco o de un plano, no habrá podido tampo-co tener la intención de tratar otras conclusiones que conestas cuestiones se ligan, tales como la determinación delmovimiento y del reposo de la Tierra o del Sol. Y si el Es-píritu Santo no ha querido enseñarnos esas cosas, porqueellas no concernían al objetivo que Él se propone, a sa-ber, nuestra salud, ¿cómo podría afirmarse entonces quede dos afirmaciones sobre esta materia una es de Fe y laotra errónea? ¿Podría sostenerse que el Espíritu Santo noha querido enseñarnos algo concerniente a la salud? ¿Po-dría tratarse de una opinión herética, cuando para nadase relaciona con la salud de las almas? Repetiré aquí loque he oído a un eclesiástico que se encuentra en un gra-do muy elevado de la jerarquía, a saber, que la intencióndel Espíritu Santo es enseñarnos cómo se va al cielo, y nocómo va el cielo.Pero pasemos a considerar qué valor conviene asignar, enlas conclusiones naturales, a las demostraciones necesa-rias y a las experiencias de los sentidos, y qué autoridadles fue atribuida por los sabios y santos teólogos; de éstos,entre otros cien testimonios, tenemos los siguientes:«Debemos cuidarnos, cuando tratamos de la doctrina deMoisés, de no presentar como asegurado lo que repugne aexperiencias manifiestas y a razones filosóficas, o a otrasdisciplinas; en efecto, como lo verdadero coincide siemprecon lo verdadero, la verdad de los Textos Santos no puedeser contraria a las razones verdaderas y a las experienciasalegadas por las doctrinas humanas» (Pereirus, In Gene-sim, circa Principium).

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Y en San Agustín leemos esto:«Si ocurriera que la autoridad de las Sagradas Escriturasse mostrara en oposición con una razón manifiesta y segu-ra, ello significaría que quien interpreta la Escritura no lacomprende de manera conveniente; no es el sentido de laEscritura el que se opone a la verdad, sino el sentido queél ha querido atribuirle; lo que se opone a la Escritura, noes lo que en ella figura, sino lo que él mismo le atribuye,creyendo que eso constituía su sentido» (Epístola séptima,Ad Marcellinum).Así las cosas, y puesto que, como se ha dicho, dos verda-des no pueden contradecirse, es oficio de sabios comen-taristas el esforzarse por penetrar el verdadero sentido delos pasajes de la Escritura, la que indubitablemente hade estar en concordancia con las conclusiones naturalescuyo sentido manifiesto o demostración necesaria hayansido establecidos de antemano como ciertos y seguros.Y como, según se ha dicho, las Escrituras presentan, ennumerosos pasajes, un sentido literal muy alejado de susentido real, y como, además, no se puede estar segurode que todos sus intérpretes estén divinamente inspira-dos, pues en tal caso no habría ninguna divergencia enlas interpretaciones que proponen, pienso que sería muyprudente no permitir que ninguno de ellos invocara al-gún pasaje de la Escritura con miras a postular comoverdadera una conclusión natural que pudiera entrar encontradicción con la experiencia o con una demostraciónnecesaria. ¿Quién podría tener la pretensión de poner unlímite al ingenio humano? ¿Quién podría afirmar que he-mos visto y que conocemos todo lo que de perceptible yde cognoscible hay en el mundo? ¿Acaso los mismos queafirman, en otras ocasiones (y con gran verdad), que lascosas que conocemos no constituyen sino una pequeñí-sima parte de las que ignoramos? Si por boca del Espí-ritu Santo sabemos que Dios ha abandonado el mundo asus discusiones, para que el hombre no halle la obra, querealizó Dios desde el principio al final (Eclesiast. 3, 11),no se deberá, según mi parecer, contradiciendo esa sen-tencia, detener la marcha del libre filosofar acerca de lascosas del mundo y de la naturaleza, como si las tuviéra-mos encontradas con certeza y conocidas claramente yatodas. No debería considerarse temerario el que no nosatengamos a las opiniones comunes, ni tampoco inquie-tarse porque alguien, en las discusiones referentes a esosproblemas naturales, no siga la opinión del momento, so-bre todo en lo que toca a problemas que durante miles deaños han sido objeto de controversias entre los mayoresfilósofos; problemas tales como la estabilidad del Sol y lamovilidad de la Tierra: opinión sostenida por Pitágoras ytoda su secta, y por Heráclito del Ponto, así como Filo-lao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como locuenta Aristóteles, y como nos lo enseña Plutarco, quien,en la vida de Numa, declara que Platón, ya viejo, decíaque sostener la opinión contraria era algo perfectamen-te absurdo. La afirmación de la estabilidad del Sol y dela movilidad de la Tierra se encuentra también en Aris-tarco de Samos, como lo sabemos por Arquímedes, en

el matemático Seleuco, en el filósofo Hicetas, como noscuenta Cicerón, y en muchos otros todavía. Esta mismaopinión la volvemos a encontrar desarrollada y confirma-da por las numerosas observaciones y demostraciones deNicolás Copérnico. Y Séneca, filósofo eminentísimo, enel libro De cometis nos dice que se precisaría desplegargran diligencia para determinar con certeza si es el Cie-lo el que experimenta una revolución diurna, o bien es laTierra. Por ello no parece razonable que, sin necesidad,se agreguen otras afirmaciones a los artículos referentesa la salud y el fundamento de la fe, contra cuya solidezno cabe temer que nadie pueda oponer una doctrina vá-lida y eficaz: verdaderamente, entonces iría contra todarazón que se diera crédito a las opiniones de gentes que,aparte de que no sepamos si están inspiradas por una vir-tud celeste, vemos claramente que carecen de esa inteli-gencia que se necesitaría, ante todo para comprender, yluego para discutir, las demostraciones según las cualesproceden las ciencias más afinadas en la fundamentaciónde sus conclusiones. Diría más, si se me permite revelartodo mi pensamiento: sin duda sería más conveniente pa-ra la dignidad de los Textos Sagrados que no se toleraraque los más superficiales y los más ignaros de los escrito-res los comprometieran, salpicando sus escritos con citasinterpretadas o más bien extraídas en sentidos alejadosde la recta intención de la Escritura, sin otro fin que laostentación de un vano ornamento. Me limitaré a citarejemplos de este abuso que se relacionan, precisamente,con las materias astronómicas en cuestión. En los escri-tos que se publicaron después de mi descubrimiento delos astros mediceos se adujeron contra su existencia nu-merosos pasajes de la Sagrada Escritura: ahora que esosastros son vistos por todo el mundo, me gustaría sabera qué nueva interpretación de la Escritura recurren miscontradictores para excusar su simplicidad de espíritu. Elotro ejemplo lo proporcionó recientemente el autor de untexto impreso en que se sostiene, contra los astrónomosy los filósofos, que la Luna no recibe su luz del Sol, sinoque brilla por sí misma; concepción que el autor pretendeconfirmar con ayuda de la Escritura, los cuales, según él,no podrían salvarse sino merced a su opinión. Ahora bien, que la Luna sea por sí misma oscura, es algo no menosclaro que el esplendor del Sol.Así se pone de manifiesto que tales autores, por no ha-ber penetrado el verdadero sentido de la Escritura, la hanutilizado, abusando de su autoridad, para obligar a suslectores a dar por verdaderas conclusiones que repugnana la razón y a los sentidos: pero si tal abuso, cosa que Diosno permita, debiera prevalecer, sería preciso entonces su-primir, a poco andar, todas las ciencias especulativas; enefecto: puesto que, por naturaleza, el número de hombrespoco aptos par comprender perfectamente, tanto la Sa-grada Escritura cuanto las otras ciencias, es como muchosuperior al número de los hombres inteligentes , se daríael caso de que los primeros, hojeando superficialmentelas Escrituras, se arrogarían el derecho de decidir en to-das las cuestiones de ciencia natural, arguyendo algunospasajes de los escritos sagrados, interpretados por ellos

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en un sentido distinto del verdadero, en tanto el escasonúmero de quienes comprenden correctamente las Escri-turas no podría reprimir el torrente furioso de esos malosintérpretes. A éstos les resultaría tanto más fácil conse-guir adeptos, cuanto que es mucho menos trabajoso pa-recer sabio sin estudios y sin fatiga, que consumirse sinreposo en disciplinas infinitamente laboriosas. Debemos,por ello, dar gracias infinitas a Dios por la bondad conla cual nos libra de este temor, cuando quita su autori-dad a tales personas, confiando el cuidado de ocuparse decuestiones tan importantes a la inmensa sabiduría y bon-dad de Padres Prudentísimos, y a la suprema autoridadde quienes, guiados por el Espíritu Santo, no pueden sinodecidir acerca de esas cosas santamente, no permitiendo,de ese modo, que la liviandad que hemos condenado seaobjeto de estima. Contra esos malos intérpretes de la Es-critura, paréceme a mí, es contra quienes se elevan, y nosin razón, los graves y santos escritores, y entre ellos, enparticular, San Jerónimo, quien escribe:«En cuanto a ese arte (el de las Escrituras), la vieja par-lanchina, el viejo charlatán, el sofista verboso, todos sevanaglorian con él, lo chapucean, lo enseñan antes de ha-berlo aprendido. Otros, la ceja orgullosa, agitando gran-des palabras en un círculo de mujerzuelas, filosofan sobrelos Textos Sagrados; otros aun -¡qué vergüenza!- apren-den de las mujeres lo que han de enseñar a los hombres;y esto es poco: dotados de cierta facilidad de elocución, omás bien de audacia, explican a los otros lo que ellos mis-mos no comprenden. Y nada digo de mis pares, quienes, sipor acaso han accedido a las Sagradas Escrituras luego dehaber cultivado la literatura profana, y si por su lenguajerebuscado han halagado agradablemente a los oídos delpueblo, se imaginan que todas sus palabras son la ley mis-ma de Dios, y no se dignan informarse de la opinión delos profetas o de los apóstoles, sino que ajustan a su sen-timiento personal los textos, como si el alterar el sentidode las frases y el violentar según sus deseos a la SagradaEscritura, aun cuando ésta lo repugne, constituyera un mé-todo de expresión digno de ser aprobado, y no sumamentefalaz» (Epistola ad Paulinum, C III).No quiero incluir en el número de esos tales escritores se-culares a ciertos teólogos que considero hombres de pro-funda doctrina y santísimas costumbres, los cuales, porello, son tenidos en gran estima y veneración; pero nopuedo negar que me encuentro acosado por ciertos es-crúpulos, y, por tanto, con el deseo de que ellos me seanaliviados, cuando veo que éstos se arrogan el derecho, uti-lizando la autoridad de la Escritura, de obligar a los otrosa seguir en las discusiones naturales la opinión que a ellosles parezca la más conforme con los pasajes de la Escri-tura, creyendo que no tienen por qué preocuparse por lasrazones o experiencias que lleven a una opinión contraria.Para explicar y confirmar su manera de ver arguyen que,como la teología es la reina de todas las ciencias, de nin-gún modo debe ella rebajarse para acomodarse con lasproposiciones de las otras ciencias inferiores, sino que,todo lo contrario, esas otras ciencias deben remitirse a

ella como la reina suprema, y modificar sus conclusio-nes de acuerdo con los estatutos y decretos de la teolo-gía; agregan incluso que, cuando en una ciencia inferiorse presente una conclusión que se considere segura, por-que esté fundada en demostraciones y experiencias, entanto se halle en contradicción con alguna afirmación delas Escrituras, quienes se ocupan de esta ciencia debenhacer de modo que sus demostraciones queden modifi-cadas y que se pongan al descubierto las falacias de suspropias experiencias, sin recurrir a los teólogos ni a losexegetas. Afirman que no conviene a la dignidad de lateología el rebajarse para buscar los errores de las cien-cias que le están subordinadas, sino que le basta con fijarla verdad a la cual deben llevar sus conclusiones, cosa queella hace con una autoridad absoluta y con la seguridadde su carácter infalible. Las conclusiones concernientes alas ciencias naturales, que según esos teólogos y exege-tas deben ser aceptadas a partir de las afirmaciones de lasEscrituras, sin que quepa dar lugar a glosas ni a interpre-tarlas en sentido diferente al de las propias palabras deltexto, serían aquellas de que la Escritura habla siemprede la misma manera, y que los santos Padres presentansiempre del mismo modo. Quisiera yo, en cuanto a estemodo de proceder, aportar algunas observaciones parti-culares, que expongo con la mira de asegurarme de queellas podrán ser aceptadas por personas más versadas queyo en estas materias, personas a cuyo juicio acostumbrosometerme.Ante todo, me pregunto si no hay cierta equivocación enel hecho de no especificar las virtudes que hacen a la teo-logía sagrada digna del título de reina. Ella podría mere-cer ese nombre, ya porque todo lo que las otras cienciasenseñan estaría contenido y demostrado en ella en modomás excelente y con ayuda de una doctrina más sublime,asimismo como, por ejemplo, las reglas de la agrimensuray del cálculo están contenidas más eminentemente en laaritmética y la geometría de Euclides que en la prácticade los agrimensores y calculistas, o ya también la teolo-gía sería reina porque trata de un asunto que sobrepasa endignidad a todos los otros que constituyen la materias delas otras ciencias, y también porque sus preceptos utilizanmedios más sublimes. Creo que los teólogos que no tienendestreza alguna en las otras ciencias, no afirmarán que eltítulo y la autoridad de reina corresponde a la teología enel primer sentido. Ninguno de ellos, según creo, dirá quela geometría, la astronomía, la música y la medicina sehallan más excelentemente contenidas en los Libros Sa-grados que en los libros de Arquímedes, Ptolomeo, Boe-cio y Galeno. Creo, pues, que su preeminencia real le co-rresponde a la teología sólo en el segundo sentido, esto es,por causa de la sublimidad de su objeto y de la excelenciade sus enseñanzas acerca de las revelaciones divinas, delas cuales no presentan conclusiones que atañen esencial-mente a la adquisición de la beatitud eterna, conclusionesque los hombres no pueden adquirir ni comprender porotros medios. Si, asentado eso, la teología, ocupada enlas más excelsas contemplaciones divinas, ocupa el tronoreal entre las ciencias por razón de ésta su dignidad, no le

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está bien rebajarse hasta las humildes especulaciones delas ciencias inferiores, y no debe ocuparse de ellas porqueno tocan a la beatitud. Por ello los ministros y los profeso-res de teología no deberían arrogarse el derecho de dictarfallos sobre disciplinas que no han estudiado ni ejercita-do. En efecto, sería el mismo caso que el de un príncipeabsoluto, quien, pudiendo mandar y hacerse obedecer asu voluntad, diera en exigir, sin ser médico ni arquitecto,que se respetara su voluntad en materia de remedios y deconstrucciones, con grave peligro de la vida de sus pobrespacientes y del rápido derrumbamiento de sus edificios.Por ello, el que se quiera imponer a los profesores de as-tronomía que desconfíen de sus propias observaciones ydemostraciones, porque no podría tratarse sino de false-dades y sofismas, constituye una pretensión absolutamen-te inadmisible; equivaldría a impartirles la orden de nover lo que ven, de no comprender lo que comprenden;cuando investigan, de que encuentren lo contrario de loque hallan. Antes de entrar por ese camino, sería precisoque se indicara a esos profesores cómo hacer de modoque las potencias inferiores del alma se impongan sobrelas potencias superiores, es decir, que la imaginación yla voluntad puedan creer lo contrario de lo que la inte-ligencia comprende (hablo siempre de las proposicionespuramente naturales y que no son de Fe y no de las pro-posiciones sobrenaturales y de Fe). Quisiera yo rogar aesos prudentísimos Padres que tuvieran a bien considerarcon diligencia la diferencia que existe entre las doctrinasopinables y las demostrativas; en tal caso, y haciéndosecargo de la fuerza con que nos imponen las deduccionesnecesarias, se hallarían en mejores condiciones para re-conocer por qué no está en la mano de los profesores deciencia demostrativa el cambiar las opiniones a su gusto,presentando ora una, ora otra; es menester por cierto quese perciba toda la diferencia que hay entre mandar a unmatemático o a un filósofo, y dar instrucciones a un mer-cader o a un abogado. No se pueden cambiar las conclu-siones demostradas, referentes a las cosas de la naturalezay del cielo, con la misma facilidad como las opiniones re-lativas a lo que está permitido o no en un contrato, enla evaluación fiscal del valor de un bien o en una ope-ración de cambio. Esta diferencia ha sido perfectamentebien reconocida por los santísimos y doctísimos Padres,como lo prueba el modo como combatieron numerososargumentos, o por mejor decir, numerosas doctrinas fi-losóficas audaces, y como lo señalan también, en más deuno de ellos, declaraciones bien manifiestas; es así comohallamos en San Agustín las siguientes declaraciones:«Debemos tener por indudable que todo lo que los sabiosde este mundo pueden demostrar con documentos veracessobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a loslibros divinos. Y también que todo lo que en cualquierade sus escritos presenten ellos contrario a nuestros divinoslibros, es decir, a la fe católica, o les demostramos con ar-gumentos firmes que es falso, o sin duda alguna creeremosque no es verdadero. Así pues, nos quedamos con nuestroMediador, en el cual están encerrados todos los tesoros de

la sabiduría Y de la ciencia, para no ser engañados por lalocuacidad de la errónea filosofía, ni atemorizados por lasuperstición de la falsa religión» (Del Génesis a la letra,lib. I, cap. XX).Creo que de este texto puede derivarse la siguiente doc-trina, a saber, que en los libros de los sabios de este mun-do hay cosas que se refieren a la naturaleza, que estándemostradas de un modo completo, y otras que simple-mente son enseñadas; en lo concerniente a las primeras, alos teólogos corresponde mostrar que no son contrarias alas Sagradas Escrituras; en cuanto a las otras, las que sonenseñadas pero no demostradas de modo necesario, si enellas se hallaren algunas cosas contrarias a los Textos Sa-grados, se las debe considerar como indudablemente fal-sas, y hacer todo lo posible por demostrar su falsedad. Portanto, si las conclusiones naturales demostradas de modoverdadero no ha de subordinarse a pasaje alguno de la Es-critura, sino que tan sólo requieren la declaración de queno están en contradicción con pasajes de la Escritura, esmenester, antes de que se condene a tales proposicionesnaturales, traer las pruebas de que no han sido demos-tradas de manera necesaria: esta tarea corresponde, no aquienes las tienen por verdades, sino a quienes las consi-deran falsas, pues lo que hay de erróneo en un discursoserá reconocido como falso con mucha mayor facilidadpor quienes lo consideran tal, que por quienes lo apreciancomo verdadero y concluyente; en efecto, en cuanto es-tos últimos, mientras más examinen la cuestión, mientrasmás escruten sus razones, y controlen las observaciones ylas experiencias sobre las cuales se funda, más confirma-dos se verán en sus convicciones. Pero Vuestra Alteza co-noce lo ocurrido a ese matemático de Pisa que en su vejezhabía emprendido el estudio de la doctrina de Copérni-co, con la esperanza de refutarla en sus fundamentos: pe-ro si, cuando no la tenía estudiada, la consideraba falsa,bien pronto quedó persuadido de la exactitud de las de-mostraciones sobre las que se fundaba, así pues, luego dehaber sido su adversario, se convirtió en su más firme de-fensor. Podría yo señalar a otros matemáticos, los cuales,impresionados por mis últimos descubrimientos, han re-conocido que se imponía cambiar la concepción que has-ta entonces se tenía del mundo, porque de modo algunopodía ésta sostenerse ya. Si para descartar esta opinión yesta doctrina, bastara con cerrar la boca a una sola per-sona, como piensan quienes toman su propio juicio comomedida del de los demás, muy fácil asunto sería; pero lascosas se presentan de otro modo: para obtener un resul-tado semejante se necesitaría, no ya sólo prohibir el librode Copérnico y los escritos de sus partidarios, sino todala ciencia astronómica; más aun, se debería impedir a loshombres que miraran el cielo, para que no vieran a Martey a Venus, ora muy cercanos, ora alejados de la Tierra,con una diferencia de distancia tan considerable, que pue-de variar en cuarenta veces para Venus, y en sesenta paraMarte; no deberían tampoco tener la posibilidad de ve-rificar que Venus tiene, ya forma redonda, ya forma decreciente con puntas sumamente finas; habría que impe-dir, asimismo, tantas otras observaciones hoy admitidas

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por todos, las que de modo alguno pueden convenir con elsistema de Ptolomeo, mientras que concuerdan perfecta-mente con la concepción de Copérnico. Prohibir la doc-trina de Copérnico cuando numerosísimas observacionesnuevas, y el estudio sobre ellas practicado por grandísimonúmero de sabios, llevan de día en día a que su validez seamejor reconocida, me parecería, en lo que a mí respecta,ir contra la verdad: se la ocultaría y se la escamotearía enel preciso momento en que se presenta mejor demostra-da y más clara. Por otra parte, que no se la tome en suconjunto, sino que se condene solamente la opinión par-ticular referente al movimiento de la Tierra, aparejaríauna situación aún más perjudicial, pues se daría la po-sibilidad de que se tuvieran por probadas proposicionesde las que luego se afirmaría que es pecaminoso creer enellas. Pero si toda esta doctrina hubiera de ser condenada,significaría ello que no se toman en cuenta las centenas depasajes de la Escritura donde se nos enseña que la gloriay magnificencia de Dios se muestran admirablemente entodas sus obras, y que se leen de manera divina en el li-bro del Cielo, que ante nuestros ojos se despliega. ¿Quiénpodría pretender que la lectura de ese libro ha de llevartan sólo a que se reconozca el esplendor del Sol y de lasestrellas, su ascenso en el Cielo y su caída, que es a loque se limita el conocimiento de los hombres poco ins-truidos y del pueblo, cuando en esas cosas hay misteriostan profundos, e ideas tan sublimes, que las vigilias y lostrabajos de los más penetrantes espíritus no han permi-tido todavía dilucidarlos por completo, pese a las inves-tigaciones que se prosiguen desde milenios? Y por otraparte, ¿no hay acaso espíritus, aun poco instruidos, quecomprendan que el aspecto exterior del cuerpo percibidopor sus sentidos significa poquísima cosa en comparacióncon lo que permiten alcanzar los medios admirables queutilizan anatomistas o filósofos cuando estudian el mo-do como funcionan tantos músculos, tendones, nervios yhuesos, cuando examinan el funcionamiento del corazóny de los otros órganos esenciales, cuando tratan de deter-minar la sede de las facultades vitales, cuando observan laadmirable estructura de los órganos de los sentidos, cuan-do, sin dejar de asombrarse nunca, contemplan todas lasposibilidades de la imaginación, de la memoria y del dis-curso, del propio modo que lo que nos es dado alcanzarpor el simple uso de la vista no es casi nada tomando encuenta las profundas maravillas que el espíritu de los sa-bios, merced a largas y minuciosas observaciones, puededescubrir en el cielo?Se afirma, es cierto, que las proposiciones naturales que ala Escritura presenta siempre del mismo modo, y que soninterpretadas concordantemente por los Padres siempreen el mismo sentido, han de entenderse según el senti-do directo de las palabras, sin glosa ni interpretación, yque, por tanto, se las debería aceptar y tener por total-mente veraces. La movilidad del Sol y la estabilidad dela Tierra serían, según eso, de Fe, debiéndose tener a estaafirmación por verdadera y considerar errónea la opinióncontraria. Creo necesario observar a este respecto, antetodo, que entre las proposiciones naturales las hay tales,

que pese a los esfuerzos del espíritu humano, sólo puedenser objeto de una opinión probable; de una conjetura ve-rosímil, pero no de una ciencia segura y demostrada; talel caso, por ejemplo, de la afirmación de que las estrellasson animadas. Pero hay otras proposiciones cuya induda-ble certeza puede probarse mediante prolongadas obser-vaciones y demostraciones necesarias. Tal es el problemade si la Tierra y el Sol se mueven o no, o de si la Tierra eso no esférica. En cuanto a las primeras, reconozco que,allí donde el discurso humano no permite acceder a unaciencia segura, sino que proporciona tan sólo una opinióny una creencia, corresponde atenerse totalmente al sen-tido literal de las Escrituras. Pero en cuanto a las otras,como se dijo antes, pienso que corresponde, ante todo,asegurarse de los hechos: sólo entonces se descubrirá elverdadero sentido de las Escrituras, las que deben hallar-se en perfecto acuerdo con un hecho demostrado, aunquelas palabras mismas pueden sugerir a primera vista unsentido diferente. Dos verdades no pueden contradecirsenunca. Esta doctrina me parece tanto más recta y seguracuanto que la hallo expuesta exactamente por San Agus-tín. Este, hablando precisamente de la figura del cielo yde la idea que de ella debe tenerse, declara que cuando sedé el caso de que los astrónomos afirmen que la Tierra esredonda, cuando la Escritura habla de ella como de unapiel, no hay que preocuparse por ver que la Escritura seopone a las afirmaciones de los astrónomos, sino que de-be creerse en la autoridad de la Escritura en caso de quelo declarado por los astrónomos sea falso, o fundado sola-mente sobre las conjeturas de la debilidad humana; pero,cuando los astrónomos sostengan proposiciones fundadassobre razonamientos indudables, este santo Padre no diceque se les deba obligar a que modifiquen sus demostra-ciones y declaren que sus conclusiones son falsas; por elcontrario, afirma que entonces ha de demostrarse que loque la Escritura dice acerca de la piel no se contradice conesas demostraciones verdaderas. He aquí sus palabras:«Pero alguno dirá en qué forma no se opone a los queatribuyen al cielo la figura de esfera, lo que está escritoen nuestros libros divinos: Tú que extiendes el cielo comouna piel (Ps. 103, 2). Ciertamente será contrario si es fal-so lo que ellos dicen, pues lo que dice la divina autoridadmás bien es verdadero que aquello que conjetura la fragi-lidad humana. Pero si ellos lo pudieran probar con talesargumentos que no deba dudarse, debemos demostrarlesnosotros que aquello que se dijo en los libros divinos sobrela piel, no es opuesto a sus verdaderos raciocinios; de locontrario, también será opuesto a ellos lo que en otro lu-gar de nuestro escrito se lee, donde dice que el cielo estásuspendido como una bóveda (Isaías, cap. 40, v. 22, sec.LXX)» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).Del texto se deriva, como se ve, que no debemos inquie-tarnos menos porque un pasaje de la Escritura contra-diga una proposición natural demostrada, que porque unpasaje de la Escritura contradiga otro pasaje, que even-tualmente presente una proposición opuesta; parécemeque hemos de admirar o imitar la circunspección de este

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santo, quien se muestra reservadísimo cuando se trata deconclusiones oscuras, o de conclusiones cuya demostra-ción segura no puede obtenerse por los medios humanos.He aquí lo que escribe al final del segundo libro del DelGénesis a la letra (cap. XVIII), al ocuparse del problemade si debe creerse que las estrellas están animadas:«Aunque esto al presente no pueda fácilmente entenderse,creo, sin embargo, que en el decurso de la exposición delos libros divinos podrá ofrecerse un lugar más oportunodonde, según las reglas de la santa autoridad, podamos, sino, demostrar algo definitivamente cierto sobre este asun-to, a lo menos patentizar que pueda ser creído lícitamen-te. Ahora, pues, observando siempre la norma de la santaprudencia, nada debemos creer temerariamente sobre al-gún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra mástarde y, sin embargo, la odiemos por amor a nuestro error,aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existiralgo contrario a ella en los libros Santos, ya del Antiguocomo del Nuevo Testamento» (Del Génesis a la letra, lib.II, cap. XVIII).De este texto y de varios otros creo que se sigue, si no meequivoco, que según los santos Padres, en las cuestionesnaturales y que no son de Fe, es menester ante todo quese averigüe si están demostradas de manera indudable osobre la base de experiencias, conocidas con exactitud, obien si es posible que de ellas se tenga un conocimientoy demostración semejantes: así, entonces, una vez obte-nido este conocimiento, que constituye también un donde Dios, hay que aplicarse a buscar el sentido exacto delas Sagradas Escrituras en los pasajes que en aparienciaparecieran no concordar con ese saber natural. Esos pasa-jes habrán de ser estudiados por sabios teólogos; los quepondrán de manifiesto las razones por las cuales el Es-píritu Santo los ha presentado de ese modo, ya sea paraponernos a prueba o por alguna otra razón oculta.Lo que acabamos de decir se aplica también cuando la Es-critura ha hablado en varios pasajes en el mismo sentido.No hay razón alguna para que se pretenda que, en tal ca-so, convendría interpretar el texto en su sentido literal. Enefecto, si la Escritura, para adecuarse a la capacidad dela mayoría, ha debido una vez presentar una proposiciónmediante el empleo de términos que tengan un sentidodiferente de la esencia misma de esta proposición, ¿porqué habría procedido de otro modo al repetir la mismaproposición? Aún más, creo que, de haber procedido deotro modo, habría aumentado la confusión y abusado dela credulidad del pueblo. Que, al ocuparse del reposo odel movimiento del Sol y de la Tierra, resultaba necesa-rio, para adaptarse a la capacidad del pueblo, afirmar loque las palabras de la Escritura expresan, es cosa que laexperiencia claramente nos muestra: aun en nuestra épo-ca, siendo el pueblo menos torpe, se ha mantenido unaopinión semejante sobre la base de motivos que se reve-lan sin valor ante un examen un poco serio, pues se basanen experiencias que son, en su totalidad, falsas, o que almenos están completamente fuera de lugar; sin embar-go, no puede intentarse desviar al pueblo de esta creen-

cia, pues es incapaz de comprender las razones contrarias,las que dependen de observaciones demasiado delicadas,y de demostraciones demasiado sutiles, apoyadas sobreabstracciones que requieren, para que se las comprendabien, una capacidad de imaginación de que él carece. Porello es que, en el preciso instante en que la estabilidad delSol y el movimiento de la Tierra queden probados por lossabios como ciertos y demostrados, debe dejarse subsis-tir la creencia contraria en la mayoría de los hombres; sise diera en interrogar a mil hombres del pueblo acerca deestas cuestiones, no se hallaría sin duda uno solo que noconsiderara como perfectamente demostrado que el Solse mueve en tanto que la Tierra permanece inmóvil. Peronadie debe tomar ese asentimiento popular común comoargumento de la verdad de lo que de ese modo se afir-ma; si interrogáramos, en efecto, a esos mismos hombresacerca de las causas y los motivos de su creencia, y si, a lainversa, preguntáramos al pequeño número de instruidossobre qué experiencias y demostraciones fundan la creen-cia contraria, comprobaríamos que éstos tienen una con-vicción fundada en razones más sólidas, en tanto aquéllostoman su creencia de las apariencias y de comprobacionesvanas y ridículas. Que haya entonces que atribuir al Solel movimiento y a la Tierra el reposo para no perturbarla escasa capacidad del pueblo, y permitirle que acepte lafe y sus artículos principales, los cuales son absolutamen-te de Fe, es cosa clarísima, y desde que así ese modo deobrar se revela necesario, no cabe asombrarse por qué lasdivinas Escrituras hayan procedido según él. Diré más:no es, por cierto, tan sólo el respeto a la incapacidad delvulgo, sino el deseo de respetar las maneras de pensar deuna época, lo que hace que los escritores sagrados, en lascosas que no son necesarias para la beatitud, se adecuenmás a las costumbres admitidas que a la existencia de loshechos. En ese sentido, precisamente, pudo escribir SanJerónimo: «Hay muchos pasajes de las Escrituras quedeben interpretarse según las ideas del tiempo y no segúnla verdad misma de las cosas» (comentario al cap. 28 deJeremías).

Y el mismo santo declara en otro lugar:«En las Sagradas Escrituras es habitual que el narradorpresente muchas cuestiones según el modo como en su épo-ca se las entendía» (comentario al cap. 13 de San Mateo).Santo Tomás por su parte, en el capítulo 27 de su co-mentario sobre Job, a propósito del pasaje en que se diceque extiende el Aquilón sobre el vacío, y suspende la tie-rra por encima de la nada, señala que la Escritura llamavacío y nada al espacio que abarca y rodea a la Tierra,respecto del que sabemos, por nuestra parte, que no es-tá vacío, sino lleno de aire. Si la Escritura habla de esemodo es para adecuarse a la creencia del pueblo vulgar,quien piensa que, en un espacio semejante, no hay nada.He aquí las palabras de Santo Tomás:«La porción superior del hemisferio celeste no es, para no-sotros, sino un espacio lleno de aire, en tanto que el pueblovulgar la considera vacía. El autor sagrado sigue esta últi-

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ma opinión, con la intención de hablar, como acostumbrala Sagrada Escritura, según el juicio habitual de los hom-bres.»

Creo que de este pasaje puede concluirse claramente quela Sagrada Escritura, por el mismo motivo, tuvo razón endeclarar que el Sol es móvil y la Tierra inmóvil, porque,si interrogáramos a los hombres del común, los hallaría-mos mucho menos dispuestos a comprender que el Soles inmóvil y la Tierra móvil. que al comprender que elespacio que nos rodea está lleno de aire: si, por lo tan-to, los autores sagrados, sobre este punto con respecto alcual no hubiera resultado tan difícil esclarecer el espíritudel pueblo, se abstuvieron no obstante de persuadirlo, secomprende de suyo que era todavía mucho más razona-ble que observaran el mismo procedimiento en cuanto aotras proposiciones mucho más oscuras. Por ello, comoCopérnico conocía la fuerza con que están arraigadas ennuestro espíritu las antiguas tradiciones y los modos deconcebir las cosas que nos son familiares desde la infan-cia, tuvo buen cuidado, para no aumentar nuestra dificul-tad de comprensión, luego de haber demostrado que losmovimientos que nos parecen propios del Sol y del fir-mamento son en verdad propios de la Tierra, de presen-tarlos en las tablas y aplicarlos, hablando del movimientodel Sol y del Cielo superior, de la salida y de la puestadel Sol, de las mutaciones de la oblicuidad del zodíaco yde las variaciones de los puntos de equinoccio, del mo-vimiento medio de la anomalía del Sol y de otras cosassemejantes, las cuales se deben en realidad al movimien-to de la Tierra.Pero como nosotros estamos unidos a la Tierra y, por con-secuencia, a cada uno de sus movimientos, no podemosreconocerlos inmediatamente, conviene que nos refira-mos a los cuerpos celestes con relación a los cuales semanifiestan esos movimientos; por eso nos vemos lleva-dos a decir que ellos se producen allí donde a nosotros nosparece que se producen. Fácilmente se entiende cómo talmodo de obrar resulta de todo punto natural.Si, por otra parte, hay que atenerse al hecho de que de-ba considerarse como de Fe toda proposición referente alas realidades naturales que haya sido interpretada en elmismo sentido por todos los Padres, pienso que ello nodebiera valer sino para las conclusiones que hayan sidodiscutidas y analizadas por los Padres con absoluta di-ligencia. Pero la movilidad de la Tierra y la estabilidaddel Sol no constituyen proposiciones de este género; unaproposición semejante ha permanecido al margen de lasdisputas de escuela y, prácticamente no ha sido estudiadapor nadie; por ello se comprende que ni se les ocurrie-ra a los Padres ponerla en discusión, puesto que, en esascuestiones, ellos y todos los hombres concordaban en lamisma interpretación.No basta entonces con decir que, si todos los Padres hanadmitido la estabilidad de la Tierra, etc., haya que consi-derar a esta opinión como de Fe, sino que debe probarseque ellos han condenado la opinión contraria. Puesto que

no tuvieron ocasión de reflexionar acerca de esta doctri-na, ni de discutirla, no se preocuparon directamente porella, y la admitieron tan sólo como una opinión corriente,no adoptando a este respecto posiciones verdaderamentefirmes y seguras. Me parece, por tanto, que puede decirsecon razón esto: o bien los Padres han reflexionado verda-deramente sobre esta conclusión, o no lo han hecho; si nolo han hecho, si ni siquiera se han planteado la cuestión, suabstención no puede ponernos en la obligación de buscaren sus escritos interpretaciones que ni soñaron proponer;y por el contrario, si hubieran atendido a ello, entonces,en caso de que esta conclusión les pareciera errónea, lahabrían condenado; pero nada permite afirmar que lo ha-yan hecho.Se observa, por otra parte, que cuando los teólogos se hanpuesto a estudiarla, no la han considerado errónea, comose lee en los Comentarios de Diego de Zúñiga sobre Joben el cap. 9, vers. 6, a propósito de las palabras que re-mueve la tierra de su lugar, etc., donde se nos presentauna larga discusión acerca de la posición de Copérnico, yse concluye que la movilidad de la Tierra no va contra laEscritura.Me pregunto, por otra parte, si acaso es exacto afirmarque la Iglesia obliga a considerar proposiciones de Fe a lasconclusiones referentes a las cosas naturales que estuvie-ran tan sólo fundadas en una interpretación concordantede todos los Padres. Me pregunto si quienes sostienen estepunto de vista no lo hacen con miras de utilizar en bene-ficio de su propia opinión el decreto del Concilio. Ahorabien, no hallo que en este decreto se prohíba otra cosasino que se interprete en un sentido contrario a la SantaIglesia o al común consenso de los Padres, solamente lospasajes que son de Fe, o que atañen a las costumbres, obien a la edificación de la doctrina cristiana: asi se expresael Concilio de Trento en su sesión cuarta. Pero la movi-lidad o estabilidad de la Tierra o del Sol no son de Fe, niatañen a las costumbres; además, en esta concepción nadahay que pueda inducir a modificar pasajes de la Escriturade modo que se entrara en oposición contra la Santa Igle-sia o los Padres: en efecto, quienes se ocuparon de estadoctrina no utilizaron jamás pasaje alguno de la Escritu-ra, de modo que toca, por modo exclusivo, a la autoridadde los graves y sabios teólogos la interpretación de esospasajes conforme a su verdadero sentido. Además, asazclaro resulta que los decretos del Concilio se atienen a laposición de los Santos Padres en estas cuestiones parti-culares: hasta tal punto no estaba en su ánimo voluntadde imponer como de Fide esas conclusiones naturales, ode rechazarlas por erróneas, cuanto que, remitiéndose ala intención primera de la Santa Iglesia, consideran inú-til tratar de probar su certidumbre. Tenga a bien VuestraAlteza oír lo que respondía San Agustín a sus hermanos,cuando éstos planteaban el problema de si es verdad queel cielo se mueve, o si permanece inmóvil:«A los cuales respondo que para conocer claramente si esasi, o no, demanda excesivo trabajo v razones agudas; yyo no tengo tiempo de emprender su estudio y exponer tales

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razones, ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en loque atañe a su salud y a la necesaria utilidad de la SantaIglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).Pero, aun cuando debiera afirmarse que, cuando en lospasajes de la Escritura nos encontremos con proposicio-nes naturales que están interpretadas demodo concordan-te por todos los Padres, debamos tomar posición, ya paracondenarlas, ya para admitirlas, no creo que este modo deproceder haya de aplicarse en nuestro caso, pues esos pa-saJes de la Escritura reciben interpretaciones divergentespor parte de los Padres: asi, Dionisio Areopagita declaraque no fue el Sol, sino el primer móvil el que se detu-vo; San Agustín piensa del mismo modo cuando declaraque fueron todos los cuerpos celestes quienes se detuvie-ron; el Avilense es de la misma opinión. Aún más, en-tre los autores judíos alabados por Josefo hubo quienesconsideraron que el Sol no se había en verdad detenido,sino que solamente había parecido detenerse por causa dela brevedad del tiempo en que los israelitas vencieron asus enemigos. Asimismo, en lo que concierne al milagrosobrevenido en el templo de Ezequías, Pablo Burgalen-se considera que el acontecimiento no se produjo en elSol, sino en el reloj. Pero que haya necesidad de glosar yde interpretar los pasajes del texto de Josué, cualquieraque sea la concepción que se tenga acerca de la constitu-ción del mundo, es un punto que trataré más adelante. Porfin, y concediendo a esas personas más de lo que piden,declaro estar dispuesto a suscribir por entero las opinio-nes de los sabios teólogos, aun cuando esas discusionesparticulares no estén contenidas en los escritos de los an-tiguos Padres, pero eso sí, bajo la condición de que esosteólogos examinen con el mayor cuidado las experienciasy las observaciones, los argumentos y las demostracionesde los filósofos y de los astrónomos, ya en un sentido, yaen otro. Entonces podrán determinar, con seguridad bas-tante, lo que les dicten las divinas inspiraciones. Pero nocabría admitir que ellos se permitieran formular conclu-siones sin haberse entregado a un estudio atentísimo detodos los argumentos en un sentido o en otro, y sin haber-se asegurado acerca de la exactitud de los hechos. Puesen tal caso sus vanas imaginaciones atentarían contra lamajestad y la dignidad de los Textos Sagrados, y eviden-ciarían no poseer ese celo santísimo por la verdad y losTextos Sagrados, por su dignidad y autoridad, en que todocristiano debe mantenerse siempre. ¿Quién no ve que es-ta dignidad no será verdaderamente deseada y aseguradasino por quienes, sometiéndose por entero a la Santa Igle-sia, no piden que se condene a tal o cual opinión, sino so-lamente que se puedan estudiar ciertas cosas acerca de lasque luego la Iglesia habrá de decidir de manera segura?Este procedimiento es de todo punto diferente al de quie-nes, no viendo más que su propio interés y llevados porintenciones malignas, exigen condenas sin más discusión,arguyendo que la Iglesia tiene el poder de pronunciarlas,sin comprender que no todo lo que puede hacerse ha deser hecho necesariamente. Los Santos Padres no compar-tieron ese punto de vista: sabiendo cuán perjudicial seríapara la Iglesia, y cuán opuesto a su primordial objetivo,

que se quisiera, invocando pasajes de la Escritura, sacarconclusiones en el orden del saber natural, conclusionesde las que un día podría probarse, mediante experienciaso demostraciones necesarias, que son contrarias al sen-tido de las palabras, se comportaron, no sólo de maneracircunspectísima, sino que, para nuestra instrucción, nosdejaron los siguientes preceptos:«Si al leer nos encontramos con algunos escritos, y de ellosdivinos, que traten de cosas oscuras y ocultas a nuestrossentidos. Y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nosalimentamos, podemos descubrir varias sentencias; a nin-guna de ellas nos aferremos con precipitada firmeza, a finde no caer en error; pues tal vez más tarde, escudriñadacon más diligencia la verdad, caiga por su base aquellasentencia. No luchamos por la sentencia divina de la Es-critura, sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea ladivina Escritura, cuando más bien debemos querer que lade la Escritura sea la nuestra» (Del Génesis a la letra, lib.I, cap. XVIII).Y San Agustín agrega que ninguna proposición puede ircontra la fe si no se demuestra que es falsa, al decir:«Tampoco es contra la fe, mientras no se refute con evi-dencia clarísima. Si esto llegara a suceder, diremos que nolo afirmaba la divina Escritura, sino que lo creía la huma-na ignorancia» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).Vemos así cuán grande es el riesgo de que se revelen falsaslas interpretaciones que hayamos dado de la Escritura, yque puedan manifestarse un día en discordancia con unaverdad demostrada: por ello conviene buscar, con ayu-da de la verdad demostrada, el sentido seguro de la Es-critura, y no un sentido que simplemente se atuviera ala significación literal de los términos, significación que,eventualmente, podría manifestarse conforme con nues-tra debilidad, pero que de algún modo importaría forzarla naturaleza y negar la experiencia y las demostracionesnecesarias.Quisiera Vuestra Alteza fijarse en la circunspección deque hace gala este santísimo hombre antes de resolversea presentar una interpretación de la Escritura como ciertay tan segura que ya no quepa temer que tropiece con difi-cultad alguna. San Agustín, no bastándole con que ciertasexplicaciones de la Escritura concuerden con ciertas de-mostraciones, agrega:«Pero si lo demostrara un contundente argumento, aún se-ría incierto si quiso en estas palabras de los libros santosdecir esto el escritor sagrado, o si intentó decir otra cosano menos cierta. Si el contexto del discurso probara queno quiso decir esto el autor, no será falso otro sentido elcual quiso él fuera entendido, aunque desease conocierael verdadero y más útil» (Lib. I, cap. XIX).Pero lo que aumenta todavía nuestra admiración es la pru-dencia con que procede nuestro autor: no contentándosecon que converjan en una misma intención, tanto las ra-zones demostrativas cuanto el sentido directo de las pa-labras de la Escritura y su contexto, agrega las siguientes

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palabras:«Pero si el contexto de la Escritura no se opone a que ha-ya querido decir esto el escritor, aún nos falta indagar sipuede: tener algún otro» (Lib. I, cap. XIX).Y, no resignándose a aceptar ese sentido o a excluirlo, yno creyendo haber llegado todavía a una conclusión ver-daderamente segura y satisfactoria, continúa:«Por lo tanto, si hubiéramos podido encontrar algún otrosentido, sería incierto cuál de los dos quiso expresar el au-tor; conveniente creer que uno y otro quiso exponer, si am-bos se apoyan fundamentos ciertos» (Lib. I, cap. XIX).Por fin,como si quisiera justificar su modo de procedermostrándonos los peligros a que se verían expuestas, tan-to la Escritura como la Iglesia, si aquellos que se preocu-pan más por mantenerse en su error que por la dignidadde la Escritura pretendieran extender su autoridad másallá de los términos que ella misma nos prescribe, agregalas siguientes palabras, las cuales, por sí solas, deberíanbastar para reprimir y moderar la licencia que algunoscreen poder arrogarse:«Acontece, pues, muchas veces que el infiel conoce por larazón v la experiencia algunas cosas de la Tierra, del Cie-lo, de los demás elementos de este mundo, del movimientoy del giro, v también de la magnitud y distancia de los as-tros, de los eclipses del Sol y de la Luna, de los círculos delos años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales,de las frutas, de las piedras v de todas las restantes cosasde idéntico género; en estas circunstancias es demasiadovergonzoso y perjudicial, y por todos los medios digno deser evitado, que un cristiano hable de estas cosas comofundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle elinfiel delirar de tal modo que, como se dice vulgarmente,yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa.No está el mal en que se ría del hombre que yerra, sinoen creer los infieles que nuestros autores defienden taleserrores, y, por lo tanto, cuando trabajamos por la saludespiritual de sus almas, con gran ruina de ellas, ellos noscritican y rechazan como indoctos. Cuando los infieles, enlas cosas que perfectamente ellos conocen, han hallado enerror a alguno de los cristianos, afirmando éstos que ex-trajeron su vana sentencia de los libros divinos, ¿de quémodo van a creer a nuestros libros cuando tratan de laresurrección de los muertos y de la esperanza de la vidaeterna y del reino del cielo? Juzgarán que fueron escritosfalazmente, pues pudieron comprobar por su propia expe-riencia o por la evidencia de sus razones, el error de estassentencias» (Del Génesis a la letra, cap. XIX).Y el mismo santo explica también cuán ofendidos quedanlos Padres verdaderamente sabios y prudentes ante el pro-ceder de quienes, con la mira de sostener proposicionesque no han comprendido, invocan pasajes de la Escritu-ra, dando así en agravar su primer error, al aducir otrospasajes menos comprendidos todavía que los primeros:«Cuando estos cristianos, para defender lo que afirmaroncon ligereza inaudita y falsedad evidente, intentan por to-dos los medios aducir los libros divinos para probar por

ellos un aserto, o citan también de memoria lo que juzganvale para probar un testimonio, y sueltan al aire muchaspalabras, no entendiendo ni lo que dicen ni a qué vienen,no puede ponderarse en un punto cuánta sea la molestiay la tristeza que causan estos temerarios y presuntuosos alos prudentes hermanos, si alguna vez han sido refutadosy convencidos de su viciosa y falsa opinión por aquellosque no conceden autoridad a los libros divinos» (Lib. I,cap. XIX).

Creo que hay que incluir en el número de éstos, a quienesno queriendo o no pudiendo comprender las demostra-ciones y las experiencias por las cuales el autor y quienessiguen su posición lo confirman, recurren a las Escritu-ras, sin caer en la cuenta de que, mientras más persis-tan en afirmar que ellas son claras y que no admiten otrosentido que el que ellos les atribuyen, mayores perjuicioscausarán a su dignidad (aun cuando su juicio sea de granautoridad), cuando se dé el caso de que se demuestre quela verdad es manifiestamente contraria; y esto es fuente deconfusiones, al menos para quienes están separados de laSanta Iglesia y que esta madre celosísima desea ver aco-gerse a su seno. Tenga a bien Vuestra Alteza considerarcon qué desorden proceden quienes, en las disputas acer-ca de las cuestiones naturales, invocan como argumentopasajes de la Escritura que las más de las veces han com-prendido mal.Pero si esos intérpretes de la Escritura consideran que tie-nen captado por completo el verdadero sentido de ciertopasaje de la Escritura, es menester, por vía de consecuen-cia necesaria, que hayan adquirido a la par la seguridad deestar en posesión de la verdad absoluta acerca de la con-clusión natural que es su intención defender, y que reco-nozcan, al mismo tiempo, la enorme ventaja que poseensobre el adversario, quien habrá de defender la tesis falsa;mientras quien sostiene la verdad podrá tener de su par-te muchas experiencias seguras y muchas demostracionesnecesarias, su adversario sólo puede invocar apariencias,paralogismos y falacias. Y si éstos, además, mantenién-dose en los términos naturales, y no exhibiendo otras ar-mas que las filosóficas, tienen la seguridad de ser de todosmodos superiores a su adversario, ¿por qué pues experi-mentan de pronto la necesidad de blandir las armas paraaterrorizar con su sola vista a su adversario? Para decir laverdad, tengo para mí que son ellos quienes se atemorizanprimero y, sintiéndose incapaces de resistir a los asaltosde sus adversarios, buscan el medio de no dejarse abor-dar, evitando el uso del discurso que la Divina Bondad lesha concedido, y abusando de la autoridad tan justa de laSagrada Escritura, la cual, bien entendida y bien utilizada,jamás puede, según la opinión común de los teólogos, en-trar en oposición con experiencias manifiestas y demos-traciones necesarias. Pero, si no me equivoco, esos talesno deberían recabar beneficio alguno al refugiarse así enlos textos de la Escritura para ocultar la imposibilidaden que se hallan de comprender y refutar los argumentosque se les oponen, pues, hasta hoy, la Santa Iglesia jamásha condenado una opinión semejante. Por ello, si quisie-

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ran proceder con sinceridad, deberían, o bien llamarse asilencio y confesar que son incapaces de tratar materiastales, o bien considerar desde un principio que no es aellos, ni a otros, a quienes corresponde declarar erróneauna proposición, sino sólo al Soberano Pontífice y al sa-grado Concilio; solamente de esas instancias depende ladecisión que demostrará eventualmente su falsedad. Peroluego, si entienden que es imposible que una proposiciónsea a la vez verdadera y herética, a ellos tocará demostrarsu falsedad. Y si la demostraran entonces, o bien ya no se-ría necesario condenarla, pues nadie correría ya el riesgode seguirla, o bien la interdicción de esa proposición noconstituiría ya motivo de escándalo para nadie. Así pues,aplíquense ellos a refutar entonces los argumentos de Co-pérnico y de los otros, y dejen el cuidado de condenarlospor erróneos y heréticos a quienes corresponde hacerlo;pero no esperen hallar en los sapientísimos y prudentí-simos Padres, ni en la absoluta sabiduría de Aquel queno puede errar, esas decisiones súbitas a que se dejaríanarrastrar por sus pasiones o su interés particular; y elloporque, acerca de esas proposiciones y de otras semejan-tes que no son de Fe, nadie duda que el Soberano Pon-tífice tenga siempre el poder absoluto de admitirlas o decondenarlas; pero no está en manos de ninguna criaturael hacer de modo que sean verdaderas o falsas, aparte decómo puedan serlo por su naturaleza y de facto. Parecepor ello que sería más atinado asegurarse ante todo de lanecesaria e inmutable verdad del hecho, sobre el cual na-die tiene poder; pues, si se carece de esta seguridad, secorre el riesgo de trocar en necesarias, determinacionesque, en el presente, son indiferentes y libres, y que de-penden de la decisión de la autoridad suprema. En suma,no es posible que una conclusión sea declarada heréticamientras se duda de su verdad. Vanos serían los esfuerzosde quienes pretenden condenar la creencia en la movili-dad de la Tierra y la estabilidad del Sol, si primeramenteno demuestran que esta proposición es imposible y falsa.Me queda finalmente por mostrar cuán cierto es que elpasaje referente a Josué puede comprenderse sin alte-rar la significación directa de las palabras, y cómo puedeser que al obedecer el Sol a la orden de Josué, éste ha-ya podido detenerse, sin que de ello se siga que la dura-ción del día se haya prolongado durante algún tiempo. Silos movimientos celestes se adecuan a la concepción dePtolomeo, tal cosa de ningún modo puede producirse: enefecto, puesto que el movimiento del Sol se efectúa deoccidente a oriente, es decir, en sentido inverso al movi-miento del primer móvil, que se efectúa de oriente a occi-dente, y que es causa del día y de la noche, se comprendeque, si el movimiento verdadero y propio del Sol cesara,el día sería más corto y no más largo, y que a la inver-sa, si se quiere que el Sol permanezca sobre el horizontedurante un cierto tiempo en el mismo lugar sin declinarhacia occidente, correspondería acelerar su movimientohasta el punto en que se equipare con el del primer móvil,lo que significaría acelerar en 360 veces su movimientohabitual. Por tanto, si Josué hubiera tenido la intención deque sus palabras se tomaran en su sentido exacto, habría

ordenado al Sol que acelerara su movimiento de modotal que el arrastre del primer móvil no lo llevara haciaponiente. Pero como sus palabras se dirigían a un pue-blo que sin duda no conocía otros movimientos celestesque ese movimiento vulgarísimo de oriente a occidente,se adecuó a sus capacidades, y como no tenía la intenciónde enseñarles la constitución de las esferas celestes, sinoque simplemente quería hacerles comprender la grandio-sidad del milagro que representaba ese alargamiento deldía, les habló conforme a su capacidad.Sin duda fue esta consideración la que indujo ante todoa Dionisio Areopagita a decir que, en ese milagro, el pri-mer móvil se detuvo, y que entonces, por consecuencia,se detuvieron todas las esferas celestes: San Agustín esde la misma opinión y el Avilense la confirma en largosdesarrollos. Y como en la intención de Josué estaba quetodo el sistema de las esferas celestes había de detenerse,se entiende que haya ordenado también a la Luna que sedetuviera, aunque ésta nada tuviera que hacer en el alar-gamiento del día. Debe entenderse, pues, que esta orden ala Luna atañe también a los desplazamientos de los otrosplanetas, los que no son mencionados, ni en este pasa-je ni en el resto de las Escrituras, pues no fue nunca suintención enseñarnos las ciencias astronómicas.Me parece, pues, si no me equivoco, que de ello se si-gue con claridad bastante que, si nos ubicamos dentrodel sistema de Ptolomeo, resulta necesario interpretar laspalabras de la Escritura en un sentido algo diferente delsentido directo que ella presenta. Instruido por los textostan útiles de San Agustín, no diré yo que esta interpreta-ción sea necesaria hasta el punto en que no se la puedareemplazar por alguna otra. Pero como este sentido, másconforme con lo que leemos en Josué, parece que puedecomprenderse dentro del sistema de Copérnico, mercedal agregado de otra observación que recientemente he de-mostrado en el cuerpo solar, querría examinarlo para ter-minar. Me apresuro a decir que hablo siempre con lasmismas reservas, es decir, preocupado por no mostrarmetan apegado a mis ideas que quiera preferirlas a las de losotros, y creer que no se las puede hallar mejores ni másconformes con la intención de los Textos Sagrados.Una vez sentado que, en el milagro de Josué, hubo de in-movilizarse todo el sistema de los movimientos celestes,según el punto de vista de los autores anteriormente cita-dos, y ello porque, de haber cesado sólo un movimiento,se hubiera introducido sin necesidad un gran desorden entodo el curso de la naturaleza, paso a considerar en segui-da cómo el cuerpo solar, aun cuando permanezca inmóvilen el mismo lugar, gira sobre sí mismo, efectuando unarevolución completa en el lapso de alrededor de un mes,como creo haberlo demostrado de modo concluyente enmis Cartas sobre las manchas solares. Este movimientoparece efectuarse en la porción superior del globo del Sol,está inclinado hacia el mediodía y, por tanto, hacia la por-ción inferior, y se inclina hacia el Aquilón, exactamentedel mismo modo como lo hacen las revoluciones de todoslos planetas. En tercer lugar, si atendemos a la nobleza del

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Sol, fuente de la luz que ilumina, como lo he demostradoen forma categórica, no solamente a la Luna y a la Tierra,sino a todos los otros planetas, los cuales, por sí mismos,son oscuros, no creo que se filosofara mal si se dijera queél es el principal ministro de la naturaleza y, en cierto mo-do, el alma y corazón del mundo; que aporta a los otroscuerpos que lo rodean, no solamente la luz, sino tambiénel movimiento, y esto último, por su revolución sobre símismo; por ello, así como, si se detienen los movimien-tos del corazón de un animal, todos los otros movimientosde sus miembros también cesarán, si la rotación del Solsobre sí mismo se detuviera, inmediatamente cesarían to-dos los movimientos de los otros planetas. Con respectoa esta fuerza y esta energía admirables del Sol podría yotraer el asentimiento de un elevadísimo número de gravesescritores, pero me contentaré con citar uno solo de ellos,el bienaventurado Dionisio Aeropagita, quien, en su libroDe divinis nominibus, escribe del Sol lo siguiente: «Laluz reúne y hace convergir hacia sí a todas las cosas quese ven, que se desplazan, que brillan, que calientan y, enuna palabra, a todas las cosas que están contenidas en suesplendor. Por ello el Sol es llamado Ilios, porque reúnea todas las cosas dispersas».Y un poco más adelante dice también el mismo autor re-firiéndose al Sol:«Si, en efecto, ese Sol que vemos nosotros que hace conver-gir hacia él a todas las cosas que caen bajo los sentidos,esencia y cualidad, aunque ellas sean múltiples y disími-les, sin embargo, él, que es uno y que difunde la luz deuna manera uniforme, renueva, alimenta, protege, lleva acabo, divide, reúne, calienta, fecunda, aumenta, cambia,afirma, desplaza, da a todas las cosas la vida, y todas lascosas de este universo, por estar bajo su poder, por parti-cipar de un único y mismo Sol, y las causas de todas lascosas que participan en él, las que están en él igualmenteanticipadas, etcétera.»

Así pues, puesto que el Sol es a la par fuente de luz y prin-cipio de los movimientos, cuando Dios quiso que ante laorden de Josué todo el sistema del mundo permanecierainmóvil durante numerosas horas en el mismo estado, lebastó con detener al Sol. En efecto, desde que éste se de-tuvo, todos los otros movimientos se detuvieron. La Tie-rra, la Luna y el Sol permanecieron en la misma posición,así como todos los otros planetas; durante todo ese tiem-po, el día no declinó hacia la noche, sino que se prolongómilagrosamente: y fue así que, deteniendo al Sol, sin al-terar para nada las posiciones recíprocas de las estrellas,resultó posible que se alargara el día sobre la Tierra, loque concuerda exactamente con el sentido literal del tex-to sagrado.Pero, si no me equivoco, si hay algo que no es para te-nerlo en poco, es que gracias a la concepción copernica-na, obtenemos un sentido literal perfectamente claro deotro rasgo particular de ese mismo milagro, a saber, queel Sol se detuvo en medio del cielo. Graves teólogos hanplanteado dificultades sobre este punto: como parece muy

probable que cuando Josué pidió el alargamiento del díael Sol se hallara cercano a su ocaso y no sobre el meri-diano, porque si hubiera estado sobre el meridiano, comose estaba entonces en el solsticio de verano, y por conse-cuencia, los días eranmuy largos, no parece verosímil quehaya sido entonces necesario pedir el alargamiento del díapara obtener la victoria en una batalla, para la cual podíabastar ampliamente la duración de siete horas, y aun unpoco más del día que aún restaba. Impresionados por esasconsideraciones, gravísimos teólogos han sostenido, converdad, que el Sol se hallaba entonces cercano a su oca-so, y esto mismo es lo que implican las palabras: ¡Sol,detente!; en efecto, si el Sol se hubiera hallado sobre elmeridiano, o bien no hubiera sido preciso pedir un mi-lagro, o bien habría bastado con pedir simplemente queel movimiento del Sol se retardara un poco. Cayetano,así como Magaglianes, son de esta opinión, y la confir-man señalando que Josué había tenido que hacer ese díatantas cosas antes de dar esa orden al Sol, que resulta-ba imposible que las hubiera cumplido en el espacio demedia jornada: se ven llevados entonces a interpretar laspalabras in medio coeli en modo algo difícil de admitir,diciendo que significan que el Sol se detuvo cuando estabaen nuestro hemisferio, es decir, por encima del horizon-te. Pero si, según el sistema de Copérnico, colocamos alSol en medio, es decir, en el centro de las órbitas celestesy de los movimientos de los otros planetas, como es ne-cesario hacerlo, entonces esta dificultad y muchas otrasdesaparecen, porque, en cualquier hora del día en que elacontecimiento D se haya producido, sea a mediodía o acualquier otra hora de la tarde, el día se alargó y todos losmovimientos celestes cesaron cuando el Sol se detuvo enmedio del Cielo, es decir, en el centro de ese Cielo don-de reside: este sentido concuerda tanto más con la letra,que aun cuando hubiera querido afirmarse que la deten-ción del Sol se produjo al mediodía, el modo correcto deexpresarse habría sido: stetit in meridie, vel in meridianocircula y no in medio caeli, ya que, en un cuerpo esféricocomo es el Cielo, el único verdadero medio lo constituyeel centro.En cuanto a los otros pasajes de la Escritura que parecencontrarios a este punto de vista, no dudo que, cuando se lohaya reconocido por verdadero y demostrado, esos mis-mos teólogos, que hoy lo consideran falso por pensar queesos pasajes de la Escritura no admiten una interpreta-ción que concuerde con él, hallarán interpretaciones mu-cho más convenientes, sobre todo si aparejaren a la inteli-gencia de los Textos Sagrados algunos conocimientos delas ciencias astronómicas. Y cuando hoy, por considerarlofalso, creen que la Escritura sólo contiene pasajes que locontradigan, cuando lo hayan reconocido por verdadero,hallarán numerosísimos pasajes que con él concuerden;quizá reconozcan entonces con cuánta justicia declara laSanta Iglesia que Dios ha puesto al Sol en el centro delCielo, y que él, en consecuencia, girando sobre sí mis-mo como una rueda, asegura el movimiento de la Luna yde los otros astros errantes, cuando canta: «Dios Santí-simo, que pintas con ígneo blancor la superficie del cielo

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proveyéndole el agregado de una luz espléndida, quien,el cuarto día, has constituido la rueda inflamada del Sol,fijando el curso de la Luna y de los astros errantes».Podrán decir que el nombre de firmamento conviene per-fectamente bien ad literam a la esfera celeste y a todo loque se encuentra por encima del lugar de desplazamientode los planetas y que, según esta disposición, está total-mente fijo e inmóvil. Entonces, como la Tierra se despla-za circularmente, comprenderán que es a esos polos a losque se refiere el pasaje donde se dice: Nec dum Terramfecerat, et flumina et cardines orbis Terrae; si el globo te-rrestre no debiera girar en torno de esos polos, está claroque le habrían sido atribuidos inútilmente.

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16 1 TEXT AND IMAGE SOURCES, CONTRIBUTORS, AND LICENSES

1 Text and image sources, contributors, and licenses

1.1 Text• Cartas copernicanas Fuente: http://es.wikisource.org/wiki/Cartas%20copernicanas?oldid=466913 Colaboradores: Javitorvic, Torquema-da, Silvestre, Freddy eduardo y OrbiliusMagister

1.2 Images

1.3 Content license• Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0