Catálogo EXPOSICIÓN Arancha Ruiz

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La historia del arte moderno es, quizá, la de la paulatina conciencia del espectador, la de la obra acosándole para hacerle consciente de su propia presencia y partícipe del acto creativo. Y esto contrasta con la imagen de lo moderno, que es casi siempre una imagen no habitada, o despoblada: piénsese en las superficies y espacios inmaculados y asépticos de la arquitectura moderna, o de los espacios expositivos contemporáneos.

Escribía a este propósito O’Doherty en el ya clásico Dentro del cubo blanco. Ideología del espacio expositivo (editado en español por CENDEAC en 2011), que los modos de ver que exige el cubo blanco han producido el icono de nuestra cultura visual: “imágenes de exposiciones sans cuerpos”. Las fotografías de Arancha Ruiz desafían ese icono, introduciendo uno y muchos cuerpos en imágenes de exposiciones, y contraponiéndolos, precisamente, a esos mismos espacios, pero vacíos. Son salas de centros de arte contemporáneo bien conocidos de nuestro país: el Cacmálaga (con el singular caos calmo de Per Barclay o una colectiva en la que había fotos de la propia Arancha Ruiz), de la sala Ático del Palacio de los Condes de Gabia, y del museo Guggenheim de Bilbao. En estas series observamos las salas de exposición, y también se nos brinda la posibilidad de contemplarnos contemplando, tomando conciencia de algo que hemos acordado no ver, reinventándonos. Nuestra atención se dirige principalmente hacia la figura del espectador y hacia la naturaleza de los

espacios expositivos, así como a ese motivo recurrente en la historia de la pintura, el del cuadro dentro del cuadro. Enseguida nos remiten a las nociones sobre el valor cultual y el valor de exhibición de los objetos que dejó fijadas Benjamin.

Una parte relevante del arte producido después de la modernidad se ha dedicado a explorar los dispositivos de control camuflados en la estética moderna. Para descubrir, entre otras cosas, aquellos que se ocultan concretamente en el propio espacio expositivo, diseñado y construido para activar una serie de condicionantes de la percepción, que, sin embargo, han conseguido pasar desapercibidos durante todo el periodo de predominio formalista en el arte y en el discurso crítico. De acuerdo con las tesis de O’Doherty el “cubo blanco” es una construcción ideada para crear un espacio supuestamente inalterable, no condicionado ni por el espectador ni por nada procedente del exterior, gracias a lo cual propicia un modo determinado de percibir el arte y su historia. Se corresponde con un tipo de sensibilidad cómplice del formalismo y a la que ese espacio no solo modela, sino que sanciona como la única posible y deseable. Gracias a ello, queda ratificada la percepción desde el punto de vista de una determinada casta (la que ostenta el capital cultural y económico imprescindibles, en términos de Bourdieu) como si se tratase del único punto de vista correcto, y por ello universal. El cubo blanco es garante de una determinada estructura de poder.

Exposición con cuErpos

por Maite Méndez Baiges

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El “Espectador”, en semejante contexto artístico, queda reducido a “Mirada” incorpórea, su vivencia se limita a lo espiritual, descartando el resto de experiencias que podrían proporcionarnos nuestros cuerpos dentro de una exposición. Arancha Ruiz viene a contestar con sus fotografías el orden de este discurso, con la presencia de ese peculiar espectador, siempre el mismo, pero desdoblado. Y así, llama la atención sobre la existencia de esos condicionamientos que afectan a los espacios del arte contemporáneo y a nuestra percepción e idea del arte: lo cual tiene el efecto de romper ese “encantamiento ideológico” del cubo blanco, porque saca a la luz algunos de los resortes de su funcionamiento.

En sus fotografías para esta Exposición se puede ver re-presentada esa actividad distanciada y autónoma de la “Mirada”, forzándola a reconocerse como lo que es, algo manipulado, construido, si no guiado. Y al multiplicar a un mismo espectador (y a sí misma, que se desdobla también en autora y espectadora), Arancha Ruiz rompe con la regularidad o normatividad de la mirada que exigía este tipo de espacio, el museístico, poniendo de manifiesto el carácter múltiple del sujeto, del propio yo, y, así, el hecho de que ni siquiera un mismo individuo podrá o querrá mantener una única mirada, un único punto de vista sobre lo mismo. La presencia repetitiva del espectador sirve así para neutralizar esa versión de vida exigua y limitada que reclamaba el cubo blanco. Si Dubuffet creía que

“la mirada es lo que nos hace”, aquí esa mirada devuelve un yo fracturado, de identidades mutantes incapaces de fijarse por medio de esa mirada.

Fragmentado él mismo, este espectador no aspira a habitar un espacio con pretensiones de unicidad; le corresponde un espacio expositivo igualmente desbaratado, quizá semejante al que vemos en los montajes del Guggenheim: una tautológica deconstrucción de arquitectura deconstructivista. Se trata de un espacio captado mediante la clonación de puntos de vista. Y tal vez por ello, la imagen del hall del museo de Bilbao es semejante a la que se obtendría a través de un cristal esmerilado. Es, curiosamente, una visión muy parecida a la de algunas pinturas del cubismo. En ese aparente desorden que el cubo blanco repudiaría como contrario a su doxa, se aprecia una especie de despliegue de arcos, bóvedas y efectos trencadís que sugieren tanto una gruta como la arquitectura modernista con la que no casualmente está emparentada la de Gehry. Aunque no por ello dejan de quedar residuos de esa intención no confesada por el discurso de lo moderno de asimilar todo lo posible el espacio artístico al espacio sagrado, al templo.

La ironía es conciencia de ser uno y otro al mismo tiempo. La responsabilidad de un cierto ingrediente irónico se ha depositado aquí enteramente en la figura del visitante de museos. Hay ironía en esa figura que da la sensación

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protagonista ha de tomar una decisión en el primer capítulo: debe elegir una de entre dos opciones, lo cual determinará irreversiblemente su futuro. Sin embargo, el capítulo 2, y el resto de capítulos de aquí en adelante, menos uno, se desdoblan, lo que nos permite seguir paso a paso la vida que lleva la protagonista en cualquiera de las dos alternativas que se le presentaban en el primero. Un lector avezado habrá adivinado cuál es el otro capítulo que solo tiene una única versión. En conclusión, el desdoblamiento no parece haber procurado más vidas, o una vida más intensa, o más experiencias, o un destino diverso.

“Hemos llegado a un punto en el que ya no vemos el arte, sino que vemos en primer lugar el continente”, “sin sombras, blanco, limpio, artificial: el espacio se dedica por completo a la tecnología de la estética” escribía O’Doherty en los setenta. Se podría decir que con estas series de Arancha Ruiz hemos llegado a un punto en el que ya no podemos ver el continente sino en su relación con los contenidos, los espectadores y el resto de agentes artísticos, para recuperar la capacidad de ver de nuevo el arte.

Gracias a la introducción de los cuerpos en la exposición, los continentes recobran vida, y también el arte es la vida, por fin recuperada

de estar castigada de cara a la pared, así como la hay en el hecho de que esa espectadora plural se convierta en parte de la exposición, se exponga ella misma, sin poder distinguirse del espacio expositivo, amalgamado con él, como lo harían las estructuras de una pieza minimal. ¿Acaso el personaje repetido de camiseta a rayas no guarda un parecido razonable con las piezas geométricas que invadían el espacio blanco de la galería en el momento de apogeo de la escultura Minimal? A eso es a lo que acaba pareciéndose finalmente ese espectador acosado por el arte desde los orígenes mismos de la modernidad: acosado por la interrogación acerca de cuál es la ubicación ideal para ver esta o aquella obra, una obra que cada vez invade con mayor insolencia su territorio; porque no sabe qué es lo que debe ver exactamente, o porque aún no sabe que el “debe” de su interrogación, debería desaparecer del campo de la experiencia artística. Por momentos, las fotografías de Arancha Ruiz me parecen la escenificación de estos síndromes contemporáneos.

También cabría la posibilidad de que el observador se desdoble frenéticamente en busca de una experiencia más intensa del arte, para ganar ese plus de vida que el “white cube” le había arrebatado. En la novela de Lionel Shriver El mundo después del cumpleaños (Anagrama, 2009), la

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pag. 12 y 13

Sin Título,serie de 2 fotografías 60 x 90 cm c/u. 2012.

apéndice imágenes pag. 5, 6 y 7

Sin Título,serie de 3 fotografías 60 x 90 cm c/u. 2012.

pag. 10 y 11

Sin Título,serie de 2 fotografías 60 x 90 cm c/u. 2012.

pag. 14 y 15

Sin Título,collage 28 fotografías, Impresión digital, 30 x 20 cm c/u. total 374 x 65 cm. 2012.(detalle)

pag. 8 y 9

Sin Título,collage 77 fotografías, Impresión digital, 42 x 28 cm c/u.total 196 x 462 cm. 2012. (detalle)

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