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SOBRE EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN, Schopenhauer

Schopenhauer tomó de Kant la diferencia entre lo que percibimos (fenómeno) y la cosa en sí (noúmeno). El mundo que percibimos no es sino el resultado de nuestras representaciones. «Todo lo que existe, existe para el pensamiento.» Pero, a diferencia de Kant, Schopenhauer entiende que tenemos un modo de acceder al noúmeno, a la cosa en sí. «Nosotros mismos somos la cosa en sí.» Si por el intelecto accedemos al fenómeno, por el cuerpo podemos acercarnos a la cosa en sí. Por nuestro cuerpo conocemos lo que el mundo es en sí mismo, "voluntad", necesidad, deseo. El instinto de conservación del individuo (agresividad) y el instinto de conservación de la especie (sexualidad) son los modos principales de esta voluntad de vivir. En el fondo, el mundo no es sino voluntad, deseo insatisfecho, anhelo insaciable.

Dado que Schopenhauer entiende, siguiendo a Kant, que la causalidad es una categoría del entendimiento (una categoría a-priori aportada por el sujeto) su conclusión es que, si bien los actos voluntarios particulares tienen una finalidad, la voluntad en sí misma (que, por ser en sí, está más allá de todo fenómeno) no tiene causa ni fin alguno. Es una voluntad sin sentido y, por lo tanto, sin posibilidad de alcanzar una realización total. En el fondo, el mundo es un dolor, un sufrimiento sin finalidad ni sentido.

Respecto de nuestra existencia, Schopenhauer dice que nuestra vida «oscila como un péndulo entre el dolor y el hastío». Cuando queremos algo sufrimos porque no lo tenemos. Cuando lo logramos, o comenzamos a desear otra cosa (nuevo dolor) o ya no deseamos nada (hastío). Estamos encerrados en este círculo.

Así pues, Schopenhauer es el primero que hace de un sentimiento específico, el dolor, una aparición patente del ser mismo, la primera manifestación del hombre en el mundo. Dentro de una voluntad metafísicamente siempre insatisfecha al carecer de fin, en la interpretación de Schopenhauer, una bipolaridad sentimental dolor/placer constitutiva del ser queda definitivamente inclinada en una constante y ontológica negación de la felicidad. Esta condición primaria hace que los sentimientos adquieran una potencia de realidad subjetiva recurrente en nosotros que convierte a la afectividad en un proceso que supera a la voluntad y a la representación. Observación que en una perspectiva nietzscheana representa una concepción de los sentimientos separada del pesimismo de Schopenhauer, ajena al imperio de la voluntad.

De todas formas, Schopenhauer tiene una propuesta: huir del mundo. No acepta el suicidio como camino, porque el suicida no renuncia a la vida sino a la vida que le ha tocado vivir, buscando otra mejor. Sí reconoce como alternativas válidas la contemplación artística y la vida ética. Quien contempla algo bello lo admira pero no pretende lo observado para sí. Suspende por un instante el deseo, la voluntad, y durante ese instante se escapa de este mundo. Pero esta salida es para pocos, e incluso para esos pocos dura poco tiempo. Por ello, el camino más recomendable es el de la vida ética. El sabio sabe que, en el fondo, él y los demás son lo mismo. Supera todo egoísmo y vive la mayor de las virtudes, la piedad. El sabio sufre tanto su dolor como el ajeno y hace lo posible por aliviarlo. Si se quiere lograr una perfección mayor, se puede intentar vivir la "santidad", la negación de la voluntad de vivir. Así se logra una perfecta indiferencia y una castidad perfecta.

Sobre el final de su vida, Schopenhauer comenzó a cobrar notoriedad, y su obra, antes vendida como papel, fue reimpresa y se agotó rápidamente.

La filosofía de Schopenhauer influyó en el joven Nietzsche, quien luego de leer “El mundo como voluntad y representación” se hizo ferviente discípulo suyo (sin conocerlo personalmente, porque para ese entonces ya había muerto). También influyó sobre el pensamiento del joven Freud, quien cuenta en sus cartas que se reunía con otros colegas para leer a Schopenhauer.

Un cuidadoso análisis de la obra central de Schopenhauer, “El mundo como voluntad y representación”, muestra que muchas de las ideas más características de Freud habían sido anticipadas por Schopenhauer. Todo pensador expresa siempre algo de la cultura de su tiempo, por supuesto, pero los paralelismos que encontramos entre Freud y Schopenhauer van más allá de la mera influencia cultural. El concepto schopenhauriano de voluntad contiene los fundamentos de lo que en Freud llegarán a ser los conceptos del inconsciente y del Ello. Los escritos de Schopenhauer sobre la locura anticipan la teoría de la represión de Freud y su primera teoría sobre la etiología de las neurosis. La obra de Schopenhauer contiene aspectos de la futura teoría de

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la libre asociación. Y lo que es más importante, Schopenhauer anticipa la mayor parte de la teoría freudiana de la sexualidad.

Schopenhauer, como psicólogo de la voluntad, es el padre de toda la psicología moderna. Desde él parte una línea que, a través del radicalismo psicológico de Nietzsche, va directa hasta Freud y los hombres que construyeron su psicología del inconsciente y la aplicaron a las ciencias de la mente. Schopenhauer también considera que en el mundo hay que distinguir dos dimensiones: la voluntad y la representación. El mundo que se percibe todos los días, “con sus soles y galaxias”, es el mundo de la representación. Se trata de un mundo sujeto al principio de razón suficiente, a la ley de causalidad, que explica la relación entre todos los fenómenos de la naturaleza. Pero ese mundo como representación es sólo una manifestación, o, como diría Schopenhauer, una objetivación, de una realidad más originaria: la voluntad. Una voluntad, un deseo cósmico único, es lo que se manifiesta en la pluralidad de los fenómenos observables. En cada ser se afirma una misma voluntad de existir. El voluntarismo es el fundamento de la filosofía de Schopenhauer.

El mundo como representación, el que puede ser conocido por la ciencia, es, según Schopenhauer, una mera apariencia, una ficción. Un “velo de Maya”, por utilizar un término de la filosofía hindú muy apreciado por Schopenhauer, que encubre la verdadera esencia del mundo. O un sueño, como indicó Calderón, a quien Schopenhauer leía y citaba en castellano. El fundamento último de ese mundo de pluralidades e individualidades, de fenómenos, es la voluntad, la cosa en sí, que, como en Kant, no puede ser conocida científicamente pero que es un supuesto ineludible del mundo.

La voluntad única y ciega, es decir, no orientada hacia ningún fin, desea, y la expresión y objetivación de esos deseos son las cosas del mundo como representación. En todos los seres de la naturaleza, incluso en los inanimados, y en cada ser humano, desea esa voluntad cósmica. Y en el caso de los seres humanos, ese deseo es tanto el fundamento del conocimiento como de la acción. Nuestra facultad de conocer está determinada por nuestra facultad de desear, nuestra inteligencia es un instrumento, casi un juguete, de nuestros deseos. Es ilusorio, por lo tanto, pensar que podemos decidir libremente nuestras acciones de acuerdo con una capacidad de deliberación autónoma. La libertad no existe, pues el ser humano está sometido siempre a los motivos de su voluntad.

Ahora bien, la voluntad que obra en cada sujeto particular sólo puede conducir al dolor o al aburrimiento. Si los deseos no se cumplen el sujeto sufre, si se cumplen, se aburre. Por eso, señala irónicamente Schopenhauer, la religión cristiana sólo ha podido representarse la vida eterna como una alternativa entre el dolor infinito del infierno y el aburrimiento infinito del cielo. Como en el budismo que tanto admiraba, en Schopenhauer, el deseo conduce necesariamente a la frustración.

En la medida en que se afirme la voluntad de existir, la vida del hombre será, pues, insatisfactoria. Pero como el ser humano es esencialmente voluntad, deseo, la insatisfacción no es un avatar fortuito en su vida sino su más íntimo destino. El voluntarismo de Schopenhauer da lugar a su pesimismo. Existen pocas posibilidades de romper el círculo egoísta y doloroso de la afirmación de la voluntad, pero Schpenhauer indica algunas.

La primera de ellas podría ser la ética. Schopenhauer critica la afirmación kantiana de que la moral tiene su fundamento en la razón práctica. El comportamiento moral de los seres humanos no se basa en la razón sino en el sentimiento y, más en concreto, en el sentimiento de compasión. A través de la compasión, los seres humanos reconocen que el dolor de sus semejantes es el mismo que el suyo propio porque tiene su origen en la misma voluntad doliente. La universalidad de la ética no se basa, por lo tanto, en la universalidad de la razón sino en el dolor universal de la voluntad. Reconociendo en el otro el propio dolor, el sujeto es capaz de vencer la tendencia egoísta a afirmar su voluntad.

Una segunda forma de paliar el sufrimiento de la voluntad viene dada por el arte. En la contemplación estética el ser humano es un observador desinteresado que no tiene en cuenta sus deseos útiles. Todas las artes son expresiones de la voluntad, pero se trata, de acuerdo con el vocabulario de Schopenhauer, de representaciones no sujetas al principio de razón suficiente y por ello libres de la cadena causal del mundo fenoménico. Las distintas artes responden a distintas objetivaciones de la voluntad, pero la música ya no es una objetivación más de la voluntad, sino una representación directa de la voluntad. Por eso la música es, en realidad, el lenguaje de la esencia del mundo y por ello, también, la audición musical es la forma suprema de contemplación estética, la más liberadora. Paradójicamente, Schopenhauer coincide con Hegel al afirmar que la cima de la música occidental es la obra de Rossini. Pero la paradoja es sólo aparente: mientras Hegel señala que la ópera rossiniana es la expresión musical más perfecta porque en ella interviene la palabra y así se acerca al concepto, Schopenhauer insiste en que la grandeza de Rossini reside en que su música es tan perfecta que puede soportar libretos banales.

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Ética y estética, tal como las entiende Schopenhauer, pueden proporcionar una cierta liberación de la voluntad, pero pasajera e insuficiente. Para que haya una liberación definitiva, la voluntad ha de negarse por completo a sí misma. Sólo la renuncia radical al deseo hace posible la felicidad; en esto, Schopenhauer vuelve a coincidir con los budistas. Ahora bien, esta anulación de la voluntad de vivir no puede identificarse con el suicidio. En el suicidio, la voluntad de vivir se afirma, el suicida, en el fondo, pretende mejorar su vida y cumplir un deseo. Sólo la muerte por inanición estaría justificada. A quien niega su voluntad es verdad que no le queda nada. Pero su perspectiva también es distinta: “para quienes han dado la vuelta y negado a la voluntad, este mundo nuestro tan real, con todos sus soles y galaxias, no es nada”. Con esta frase acaba El mundo como voluntad y representación.

La filosofía de Schopenhauer contiene, pues, un enfrentamiento hasta el insulto con la filosofía establecida, una afirmación radical del deseo, una actitud general pesimista y una propuesta de salvación estética. Si a esto se añade que muchos jóvenes de la época entendieron, erróneamente, el pensamiento schopenhaueriano como una invitación al suicidio, puede comprenderse que Schopenhauer haya sido considerado como el gran filósofo del romanticismo. Su legado histórico trasciende con mucho, sin embargo, esta localización. Nietzsche retomaría su filosofía de la voluntad para darla una orientación afirmativa. Freud pensó, como él, que la racionalidad y la inteligencia humana hundían sus raíces en deseos inconscientes. Y si Schopenhauer leyó con pasión a Gracián y Calderón en su lengua vernácula, la literatura española del siglo XX le devolvería el reconocimiento. En novelas como La voluntad de Azorín o El árbol de la ciencia de Baroja se refleja el conflicto schopenhaueriano entre voluntad e inteligencia. Y Miguel de Unamuno encontrará en la voluntad de existir individual el fundamento de sus ideas sobre el ansia de inmortalidad.