Chatterton - ESP

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  • Digitalizado por srp

  • PETER ACKROYD

    CHATTERTON

    EDHASA

  • Ttulo original: Chatterton

    Traduccin de Toni Pascual

    Primera edicin: mayo de 1989

    Peter Ackroyd, 1987 Edhasa, 1989

    Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona Tel. 2395105*

    ISBN: 84-350-0543-7

    Depsito legal: B. 5.797-1989

    Impreso por HUROPE, S.A. Recaredo, 4. 08005 Barcelona

    Impreso en Espaa Printed in Spain

  • Para Christopher Sinclair-Stevenson

  • Thomas Chatterton (1752-1770) naci en Bristol. Se educ en la Colston's School de dicha ciudad y durante unos meses estuvo de aprendiz de un abogado, pero su educacin result menos importante que los dictados de su genio. Su padre muri tres meses antes de que naciera su hijo, y desde muy pequeo Chatterton se sinti fascinado por la antigua iglesia de Saint Mary Redcliffe, donde en otro tiempo su padre haba actuado como corista. Tena siete aos cuando su ma-dre le entreg ciertos fragmentos de manuscrito que haban sido en-contrados en el archivo de aquella iglesia, y enseguida tom forma su imaginacin. Dijo a su madre que haba encontrado un tesoro, y l se alegraba mucho, porque no poda haber nada igual. Se enamor, tal como deca su madre, del pasado y la antigedad de Bristol. Se puso a escribir poemas, y, posteriormente, a la edad de quince o diecisis aos, compuso la serie de Rowley: eran stos poemas aparentemen-te escritos por un monje medieval y durante muchos aos se acepta-ron como tales, pero eran obra del joven Chatterton, que haba con-seguido crear un estilo medieval autntico a partir de una refundicin nica de sus lecturas y de su propia invencin. Cansado por fin de Bristol y tentado por las perspectivas de xito literario, Thomas Chatterton viaj a Londres a la edad de dieci-siete aos. Pero sus esperanzas de fama iban a quedar sin cumplirse, al menos durante su vida. Los libreros se mostraron poco entusiastas o indolentes, y las revistas de Londres rehusaron publicar la mayora de las elegas y versos que les ofreca. Al principio se hospedaba en Shoreditch con unos familiares, pero en mayo de 1770 se traslad a una pequea buhardilla de Brooke Street, en Holbom. Fue ah donde, la maana del 24 de agosto de 1770, aparentemente rendido por su lucha contra la pobreza y el fracaso, ingiri arsnico. Cuando forza-ron la puerta de su habitacin encontraron esparcidos por el suelo pequeos pedazos de papel con su escritura. Se llev a cabo una pes-quisa judicial y se pronunci el veredicto de felo de se o suicidio; a la maana siguiente fue sepultado en el pequeo cementerio del asilo de desamparados de Shoe Lane. Se sabe de la existencia de un solo re-trato contemporneo de Chatterton, pero la imagen de chico maravi-lloso ha quedado fijada para la posteridad en el cuadro, Chatterton,

  • de Henry Wallis. Se complet en 1856, y muestra al joven George Meredith haciendo de modelo para el poeta difundo, yacente en su buhardilla de Brooke Street.

  • -Ven -dijo-. Vayamos a dar un paseo por el prado. Tengo la cosa ms ingeniosa del mundo para ti. El solo hecho de que te la lea, ya vale un imperio. Agit el librito en alto, pero su actitud vehemente asus-t a la chica y sta se alej de l a toda prisa. A continua-cin, cobrando valor al ver a un amigo que estaba sentado en la escalinata de la iglesia, ella le grit por encima del hom-bro: -Mira lo pobre que llegas a ser. Dios mo, Tom, tus za-patos abren la boca de hambre! -No soy tan pobre como para necesitar la compasin de chicas como t! Chatterton ech a correr a campo traviesa, dando el rostro al viento que le helaba; entonces se detuvo de golpe, se sent sobre la hierba cortada y, mirando fijamente al campanario de Saint Mary Redcliffe, murmur las palabras que tanto le haban conmovido:

    Cercano est el momento de mi partida. Prximo el huracn que esparcir mis hojas. Maana puede que aparezca el vagabundo... Sus ojos me buscarn por todos los rincones, y no, no me van a encontrar.

    Dirigi la mirada a la iglesia y, con un grito, levant los bra-zos.

    *

  • -S, soy un poeta modelo -deca Meredith-. Estoy simulando que soy otra persona. Wallis levant la mano y le hizo callarse. -Ahora la luz es la adecuada. Te da por toda la cara. Echa atrs la cabeza, as. -Gir l la cabeza para mostrarle cul era el movimiento requerido.- No, an ests echado co-mo si intentaras dormirte. Permtete el lujo de la muerte. Sigue as. Meredith cerr los ojos y dej caer la cabeza contra el cojn. -Puedo soportar la muerte. Lo que no puedo soportar es precisamente la representacin de la muerte. -Quedars inmortalizado. -Sin duda. Pero, va a ser Meredith, o va a ser Chatter-ton? Quiero saberlo, simplemente.

    * Harriet Scrope se levant de la silla, ansiosa de comunicar su noticia. -Cortada est la trama -dijo- que muy alta podra haber crecido. -y se contorsion como si estuvieran a punto de cor-tarla en dos con una sierra. -Rama. Sarah Tilt era muy circunspecta. -Perdona? -Era una rama, querida, no una trama. Si es que se trata de una cita. Harriet se puso erguida. -Crees que no lo s? -Hizo una pausa antes de empezar de nuevo.- Los poetas, en nuestra juventud, conocemos la holgura. Pero al final nos llegan desaliento y locura. -Sac la

  • lengua y la mantuvo inmvil a un lado de la boca, e hizo bailar sus ojos. A continuacin volvi a sentarse.- Por supuesto que s que es una cita. He dado mi vida a la literatura inglesa. Sarah an estaba indiferente. -Entonces es una lstima que no obtuvieses nada a cam-bio. Y las dos se echaron a rer.

    * Charles Wychwood estaba sentado con la cabeza inclinada. Contemplaba cmo las hojas caan al suelo; crujan al chocar las unas con las otras, y tambin le llegaba el ruido de marti-llos y taladros, de obreros que se llamaban unos a otros de-ntro del nuevo edificio. Entonces volvi el dolor, y fue slo ms tarde cuando se dio cuenta de que el viento haba barri-do las hojas y los ruidos haban cesado. Haba un joven de pie junto a l, mirndole fijamente; puso su mano sobre el brazo de Charles como si estuviera refrenndole. -De modo que ests enfermo -dijo uno de los dos. Y el otro respondi: -S que lo estoy. Charles volvi a bajar los ojos, desesperado, y, cuando los levant, la imagen de Thomas Chatterton haba desapare-cido.

  • Primera parte

    Mirad su rostro lgubre, ved all su viveza, qu angustiado, qu marchito, seco, muerto! Thomas Chatterton, Una excelente balada de compasin. He visto en el esto una flor pisada, quebrarse y marchitarse en su lozana. Thomas Chatterton, La historia de William Canynge.

  • 1

    N CUANTO HUBO DOBLADO LA ESQUINA, BUSC la casa situada por encima de la arcada. Y cuando entr en Dodd's Gardens, pareci que el sol estaba espern-

    dole al final de aquella calle larga y estrecha. -No hay alma alguna, slo rostros -dijo al levantar los ojos hacia las casas que en aquel momento le cercaban: las pilastras copiadas de las fachadas dieciochescas y reprodu-cidas en miniatura; los pequeos balcones de hierro, algunos de ellos pintados haca poco y otros graneados de herrum-bre; los frontones tan deteriorados y derruidos que apenas eran reconocibles por encima de las puertas y ventanas; los ventanales de abanico de curiosas molduras, y tan descolori-dos por los aos que a travs de ellos ya no poda pasar luz alguna; los estucados rebuscados, ninguno de ellos sin tacha o deterioro; la madera podrida, y la piedra fracturada mu-tilada. Esto era Dodd's Gardens, de Londres W14 8QT. Pero a Charles todas esas casas le parecan iguales, to-das ellas residencias muy agradables. Hundi sus manos en los bolsillos de su abrigo caqui y se puso a silbar, detenin-dose nicamente para acariciar a un perro negro y grande que vena hacia l a paso largo. -Verdad que nos lo pasaramos bien corriendo juntos por el campo? -dijo. Se inclin para hablarle en un tono de mayor confianza-. Como Charlie Brown y Snoopy. Como el Ni-o Indio y Lassie. Como el ciego y el viejo perro Tray. El

    E

  • campo no est muy lejos, sabes? Podramos llegar all si qui-siramos. Cualquiera puede hacerlo. Y con este ltimo mensaje de consuelo se alej andando; el perro se qued tendido entre la suciedad, y mir a Charles mientras continuaba alejndose por la calle con su paso des-envuelto. Despus le vio detenerse, retroceder un paso, ras-carse la cabeza y desaparecer. Al principio, Charles pens que se haba abierto un bo-quete en un lado de Dodd's Gardens; fue slo entonces, al bajarse de la acera, cuando vio la curvatura de la arcada, y a continuacin la casa por encima de sta. La estructura esta-ba hecha de piedra en su totalidad, de modo que pareca mu-cho ms antigua que las casas de ladrillo junto a ella, y cuan-do Charles pas por debajo de la arcada el aire se hizo ms fro. Alguien haba manchado uno de los muros interiores con la silueta negra de un rostro, y por encima de su cabeza haba seales y pintadas rebuscadas esparcidas por todo el techo de madera y las vigas de hierro oxidadas que lo sus-tentaban. Despus de la arcada haba un pequeo patio, y en cuanto Charles entr en l advirti un pequeo letrero junto a una puerta de color azul: ANTIGEDADES LENO. NO SE QUEDE AH. HGANOS DE LO MS FELICES. VAMOS, SUBA. Esto le divirti. Cogi los dos libros, que haba llevado bajo el brazo todo el rato, y se los puso encima de la cabeza; a con-tinuacin atraves de puntillas el patio, mantenindolos pre-cariamente en equilibrio hasta que se le cayeron, y los cogi al vuelo. Haba dos tramos de escaleras de piedra, con un fuerte olor a desinfectante, y al subirlas oy unas voces enfadadas por encima de su cabeza. No pudo discernir lo que decan, pero s distingui los gritos enfurecidos y estentreos de

  • una mujer y, oponindose a ellos, los bramidos de un hombre que pareca al borde de la histeria. Charles lleg al primer rellano, donde encontr una puerta que ostentaba un letrero: S, AQU EST USTED. EN CASA DE LENO. Llam, indeci-so, e inmediatamente se produjo el silencio. Volvi a llamar, y desde dentro una voz grave susurr adelante. Abri la puerta y, al mirar a su alrededor, vio a un hombre ocupado afanosamente en desempolvar el pico de un guila disecada. -Busco... -Ah, s. -Busco al seor Leno. -Yo mismo. El hombre an le daba la espalda, y acababa de bajar hasta las garras del animal muerto. -Hola. Soy Wychwood. ste era el saludo acostumbrado de Charles. El seor Leno pareci perplejo. Cmo? -Wychwood. Llam esta maana por telfono. Por eso de los libros. -Probablemente sea cierto. El seor Leno se gir de repente para ponerse de cara a Charles, y ste, algo alarmado, se fij en una marca de naci-miento de un tono morado intenso que se extenda de un lado a otro de su mejilla derecha; por un momento le dio una apa-riencia salvaje. -Querida -dijo dirigindose al vaco-. Querida, hay un seor en nuestro local. Y Charles comprendi que la voz estentrea que haba odo desde la escalera era, de hecho, la del mismsimo seor Leno.

  • -Seor Witch, tenga la bondad de... Hizo un gesto con la mano pero no complet la frase, y en medio del repentino silencio Charles ech una ojeada a la habitacin con un inters benvolo, casi de propietario. Des-de el suelo hasta el techo estaba llena de adornos, grabados, animales disecados y curiosidades de todo tipo: cucharas que aparentemente haban sido lanzadas desde una gran distan-cia a un frutero agrietado, una hilera de pisapapeles de mar-fil que reposaban sobre unas partituras descoloridas, un montn de muecas con los miembros de todas ellas enreda-dos como si las hubieran fusilado y lanzado a una fosa comn, piezas de ajedrez de colores intensos colocadas junto a bus-tos de yeso, y encima de varios estantes polvorientos Char-les distingui las cartas de una baraja, libros, cuencas de ar-cilla y tres pequeas sombrillas de encaje que se tocaban por los extremos. Haba platos llenos de botones y mondadien-tes, cajones de madera entreabiertos y atiborrados de vie-jas revistas, y dos anaqueles de latn donde se haban archi-vado un gran nmero de estampas. Una estufa de parafina quemaba en un rincn de la habitacin (peligrosamente cerca de un caballo de balancn de madera), y por primera vez Charles se fij en que, a pesar del calor intenso que proceda de la estufa, el seor Leno llevaba un traje oscuro de tres piezas. -Seora Leno -volvi a llamar-, ese seor an est con nosotros. Baja y s una buena madre. Una rampa de metal comunicaba esta habitacin con otra situada en un plano ligeramente ms elevado (la dife-rencia en altura atestiguaba la avanzada edad de la casa, que pareca haberse inclinado o hundido en uno de sus lados), y de ah sali como un rayo, como propulsada por una poderosa

  • mano, una silla de ruedas que se detuvo muy de repente al lado de un torso sin cabeza hecho de escarola rosada. La se-ora Leno no prest atencin a Charles, pero se ech hacia adelante en su silla y lanz un gruido poco ruidoso a su ma-rido. Tambin iba vestida de negro riguroso, pero su aspecto sombro apareca modificado por el pequeo sombrero viole-ta que colgaba precariamente de su pelo castao, al parecer lustroso. -Seor Witch... -Wood. -El seor Wood te ha trado libros, querida. Fue slo entonces cuando levant los ojos hacia Charles, casi con coquetera, y con un movimiento repentino estir los brazos para arrebatarle los dos tomos que le tenda. stos se titulaban El arte perdido de tocar la flauta en el siglo dieciocho, de James Macpherson. La mujer emiti un peque-o ruido en la parte posterior de su garganta; a Charles le pareci un hipo de alegra. -Es la flauta, seor Leno, la inspiracin divina. -Llvatela a los labios, querida. Es decir, a tus labios metafricos. La seora Leno levant los ojos hacia Charles, que haba estado sonriendo durante este breve dilogo. -Es usted de talante distrado? Con su pelo de nido de pjaro y su bigote de pelusa de melocotn, es usted un ban-dido de esos que se hacen pasar por juglares? Dnde est su precioso instrumento? Charles, no del todo sorprendido por las preguntas de la mujer, en seguida les brind su confianza; le pareca como si hubiese conocido a esas personas durante toda su vida. -Podra haber sido flautista...

  • En realidad, haba comprado aquellos libros en un puesto del mercado en Cambridge, haca algunos aos; no haba sido ms que un capricho impulsivo, pero en aquel momento deci-di que estaba destinado a ser flautista, as que ley las pri-meras pginas detenidamente, pero al poco dej los libros de lado y raramente volvi a echarles una ojeada, si es que algu-na vez lo hizo. El arte perdido de tocar la flauta en el siglo dieciocho se convirti en una parte de la vida de Charles que ste llevaba consigo de un lugar a otro, como una advertencia permanente de que an podra convertirse en un gran flau-tista si algn da deseaba llegar a serlo. N o hay reglas acostumbraba a decir. Todo es posible. Pero aquella maana se haba despertado en un estado de desesperacin, como si hubiese pasado la noche luchando con un enemigo que no poda vencer, y por primera vez en muchos meses admiti lo pobre que era y lo mucho ms pobre que con toda probabilidad sera. Ociosamente, para calmar sus pensamientos, haba cogido los dos tomos de James Macpherson, y casi inmediatamente se le ocurri que podra venderlos por una buena suma. Su depresin se disip: esta-ba tan impresionado por su perspicacia en cuestiones de ne-gocios que olvid su pobreza y consider la posibilidad de empezar una nueva carrera como librero. -Podra haber sido flautista, pero en realidad soy escri-tor -dijo, y mir directamente a los ojos de la mujer. -Lo saba, seor Leno! -Su marido se chup las mejillas, agrandando en cierto modo la zona de su marca de nacimien-to, y no dijo nada.- Est usted en el reino de la ficcin? O simplemente en el de la imaginacin? -Bueno, en realidad, en este momento me encuentro trabajando en unos poemas.

  • -Ah, la poesa. No es ms que un puado de devaneos! -Durante todo el rato permaneci inclinada sobre su silla de ruedas, examinando los libros.- Mi segundo nombre es Poesa. Sibila Poesa Leno. Su marido haba vuelto al guila disecada, y ahora se di-rigi a ella por encima del hombro. -Ha llegado la seora Leno a alguna conclusin? La mujer profiri un breve chillido y seal hacia un grabado de una flauta antigua. -Mira, cario, mira qu llaves doradas. -Pero cerr el li-bro antes de que l tuviese oportunidad alguna de seguir su consejo. Puedo ofrecer quince. Charles se mostr incrdulo. -Quiere usted decir libras esterlinas? -No, no quera decir libras, sino monumentos de la edad del hierro. Charles sac las manos de los bolsillos, y empez a re-torcerse un bucle de su pelo con dos dedos. La seora Leno estaba, una vez ms, absorta en sus cavilaciones, as que l se dirigi a su marido. -Puede usted subir un poco ms? El seor Leno estaba puliendo con gran fiereza las ga-rras, y pregunt al pjaro muerto: -Puede la seora subir un poco ms? -La seora podra subir. -El estado de trance de la se-ora Leno haba quedado interrumpido.- Podra subir tan alto como la Torre de Correos si tuviese sus piernas. Pero no to-do es posible. Este mundo no es perfecto. Charles estaba tan sorprendido de la insignificancia de la suma ofrecida que perdi el inters en el tema y empez a pasearse por la tienda con un aire indiferente como el de un

  • visitante inadvertido y a quien nadie hubiese anunciado. En todo caso, ya no estaba seguro de que la conversacin estu-viera dirigida a l, o simplemente de que se hablasen el uno al otro. -Poesa y pobreza. -La seora Leno declamaba.- Poesa y pobreza. -Prosigue, querida. -No son ms que una buhardilla y una urna funeraria! -No hay quien la haga callar hoy -dijo el seor Leno en un tono que consegua combinar el deleite y el resentimien-to-. Ahora me doy cuenta de ello. Charles crey que esta observacin, al menos, le haba sido dirigida a l: estaba examinando una baraja eduardiana de cartas del Tarot, y al girarse, en efecto, estaban los dos mirando en direccin a l. -Mire, quisiera ms. sos son libros valiosos. -El muchacho quisiera ms, seora Leno. -Ah, s? Yo quisiera correr descalza por las rocas de Brighton, pero qu supone eso? -Con plumas en sus cabellos. -El seor Leno suspir. De repente, Charles sinti repugnancia por el olor de la estufa de parafina, y se volvi de nuevo a las cartas del Ta-rot. Fue entonces cuando vio el cuadro. Tuvo la sensacin va-ga y fugaz de que le observaban, y por lo tanto gir la cabeza a un lado y se encontr con los ojos de un hombre de media-na edad que le miraba. Por un momento permaneci asombra-do mirndole a su vez fijamente. Despus, mediante un es-fuerzo, se acerc al cuadro y lo cogi. La tela haba sido fi-jada torpemente a un marco ligero de madera, y lo sostuvo con los brazos extendidos para examinarla debidamente. Era el retrato de un hombre sentado. Haba una cierta tranquili-

  • dad despreocupada en la postura de ste, pero entonces Charles se fij en la firmeza con que su mano izquierda aga-rraba unas pginas de manuscrito que descansaban en su fal-da, y en la indecisin con que la derecha pareca estar sus-pendida sobre una mesilla en la que cuatro tomos en cuarto estaban amontonados uno encima del otro. Quiz se dispona a apagar la vela, que vacilaba junto a los libros y arrojaba una luz incierta sobre todo el lado derecho de su rostro. Llevaba una chaqueta o abrigo azul oscuro y una camisa blanca sin corbata, con un cuello grande que ondeaba por encima de la chaqueta; un atuendo que podra parecer demasiado al estilo de Byron, demasiado joven para un hombre que claramente haba entrado en la mediana edad. Su pelo blanco y corto apareca dividido para ostentar una frente alta, y tena una nariz chata muy peculiar y una boca grande; pero Charles se fij especialmente en los ojos. Parecan ser de colores dis-tintos, y daban a aquel hombre desconocido (puesto que en la tela no figuraba ninguna leyenda) una expresin de poder burlona e incluso perturbadora. Adems, haba algo en su rostro que resultaba familiar. De repente, se encontr con la seora Leno a su lado. -Aceptamos Access, Visa, American Express... -Y la tarjeta de Oro de la Co-op, querida. -Y tambin la tarjeta Diners. No lo olvide nunca. -Dio un golpecito en la pierna a Charles.- Me han dicho que el plsti-co alivia el dolor. Pero eso usted ya lo sabe. Usted es poeta. Al considerar el cuadro una vez ms, Charles decidi que, por lo menos, le intrigaba. E inmediatamente la idea de vender los libros sin ms se convirti en algo absurdo; el di-nero se habra gastado pronto, pero el cuadro permanecera siempre en sus manos. Volvi a alegrarse:

  • -Aunque, desde luego, me interesara un cambio. -Dice que me cambiara usted, bandido? La seora Leno era muy juguetona. -Pero, tendr el coraje de separarse de l? Habla, se-ora Leno, o para siempre... Se oy el silbido de una tetera procedente de la habita-cin contigua y el seor Leno, girando sobre sus talones, des-apareci. La seora Leno podra soportar muy bien separarse de aquel cuadro en particular, ya que la presencia de ste en la tienda le haba inquietado desde el principio. En varias oca-siones lo haba arrastrado desde su escondrijo y lo blandi ante su marido, diciendo: Hay muerte en ese rostro!. A lo cual l responda invariablemente: Hay muerte en todos los rostros. Una ligera tos anunci la vuelta del seor Leno, y la mu-jer se le acerc con la silla de ruedas para dirigirse a l: -Principios del siglo diecinueve. Sin marco. leo sobre lienzo. Veinte por treinta. Lo hacemos o no? -Luego aadi, levantando los ojos hacia Charles con expresin melanclica:- Pero, es que puedo mandarlo al mundo exterior? Hay majes-tad en ese cuadro. -Lo seal con el dedo.- Es como un rayo oculto. Haba, quiz, un ligero tono de impaciencia en la voz de su marido. -Va a separarse de l por dos tomos encuadernados? -Una flauta por un caballero. Por un caballero, una flau-ta. Qu va a ser, seor Leno, qu va a ser? -Tocaremos la flauta, querida? Sus miradas se encontraron brevemente.

  • -Hecho! -exclam la mujer, acercndose tanto con la si-lla de ruedas a su marido que pareca dispuesta a arrollarle-. El sucio acto ha sido ejecutado. El poeta me ha vencido. Me alegro de haberme vestido de negro hoy. Charles la sigui, sosteniendo con impaciencia el lienzo, pero ella se encogi en su silla. -No, no. Ahora es suyo. -Lo siento. -Charles se ech a rer.- Slo me preguntaba si me lo podra usted envolver. Y le tendi la mano derecha para mostrarle el polvo que haba quedado en ella, procedente de uno de los lados de la tela. La mujer mir horrorizada los dedos de Charles. -Tenemos una bolsa. -El seor Leno se coloc entre am-bos y cogi el lienzo.- Siempre habr una bolsa por ah. La seora Leno se quit el sombrero violeta en un gesto de reverencia al cuadro, murmur adis, monada, y se re-tir por la rampa hasta la otra habitacin, mientras su mari-do intentaba, sin conseguirlo, meter la tela en una bolsa de plstico que ostentaba en un lado la leyenda EUROPA'80 con letras amarillas. -No se preocupe -dijo Charles, cogindole el cuadro-. En realidad, no tiene importancia. -Siempre tendr importancia. -El seor Leno hizo una solemne reverencia y condujo a Charles hasta la puerta.- Pe-ro si es la hora del t! Tan pronto como Charles hubo bajado la escalera y se dispona a entrar en el patio, oy una vez ms los gritos y chillidos histricos de la discusin que haba interrumpido haca unos minutos. Pero an sonrea cuando volvi andando por Dodd's Gardens, llevando ante l el cuadro. Mir si vea al perro negro para enserselo, y se detuvo indeciso en el

  • lugar donde lo haba visto por ltima vez. Mir entre las rui-nas de la casa que haba junto a l, pero all no haba nada excepto musgo y malas hierbas, latas de cerveza vacas y claros de csped oscuro que destellaban a la tenue luz del sol. A continuacin levant los ojos y se encontr a s mismo mirando fijamente el interior de una habitacin sin muebles a travs de la ventana de una planta baja. Las cortinas esta-ban a medio correr, pero pudo distinguir claramente a un ni-o de pie en un rincn de la habitacin. Tena los brazos pe-gados rgidamente al cuerpo y pareca que devolva la mirada a Charles, quien se fij en un pajarito posado en el hombro derecho del nio. Entonces una nube cubri el sol y el inter-ior de la habitacin se oscureci.

    oh, s Los Wychwood vivan en el tercer piso de una casa de la zona oeste de Londres; en otro tiempo haba sido una mansin vic-toriana de cierta magnificencia, pero en los aos sesenta fue transformada en un gran nmero de pisos pequeos. Sin em-bargo, se haban conservado algunos de los elementos origi-nales, y en especial la escalera, que, aunque con algunas de sus tablas flojas y muchos tramos de barandilla astillados o rotos, an se elevaba retorcindose de una planta a otra. Charles acababa de llegar al tercer rellano cuando vio a su hijo, Edward, tumbado de bruces en lo alto de la escalera. -Llegas tarde, pap. Su mentn descansaba sobre sus manos y lea el Beano, y no levant los ojos hacia su padre.

  • -No es verdad, Edward el Imposible. T has llegado temprano. -El chico se ri con irona y continu leyendo.- Dnde tienes la llave, Edward el Desprevenido? -Me la cogiste ayer. Perdiste la tucha. -La tuya, Edward el Inesperado, la tuya. Charles intent agarrar el pelo castao y erizado de su hijo, y, a continuacin, pasndole por encima con delicadeza, ech a correr hacia la puerta riendo. Edward hizo una mueca cmica y sonri ampliamente; despus se levant y, cambian-do de expresin para fruncir el entrecejo, sigui a su padre hasta el interior de la habitacin delantera del piso. Pareca que dicha habitacin estuviese ocupada por un estudiante, y en efecto, las sillas anaranjadas de vinilo, la endeble mesa de madera de pino, el sof hundido y los carte-les que anunciaban varios ejemplos de film noir, todo ello proceda de la pensin donde Charles se hospedaba cuando iba a la universidad. (Incluso la mayor parte de su ropa pro-ceda de all.) Charles ya haba entrado en su estudio, un rincn de la habitacin aislado por un biombo pintado de un verde intenso, y Edward se dispuso a entrar en l de punti-llas. Conteniendo la respiracin, mir a travs de las ranuras y se sorprendi bastante al ver que su padre le hablaba al retrato de un hombre de avanzada edad. Eres mi obra maestra, deca. Edward se retir a la habitacin, y continu callado cuando su padre le llam gritando: -Edward el Idlatra! Ven aqu un momento y mira lo que tengo! -No hubo respuesta.- Es importante, Eddie! -y el mu-chacho, fingiendo reticencia, se acerc al biombo.- Qu te parece esto? Edward ech una breve ojeada a la tela. -Es una imitacin.

  • Charles ya se haba convencido a medias a s mismo de que haba adquirido un cuadro de gran valor, y se sinti algo decepcionado por esta respuesta. -Y dnde has aprendido esas palabrejas, Edward el Nada Generoso? El chico resisti la tentacin de sonrer. -Mam te va a matar cuando se entere. Charles dej el cuadro y puso una mano contra su pecho. -Qu dulce, morir de esa muerte. No creo que lo haga. Y en eso, Edward, por fin, se ech a rer; inmediatamen-te Charles arremeti contra l, le cogi y empez a hacerle cosquillas en las piernas y tobillos. El muchacho no poda de-jar de rerse, pero haciendo un gran esfuerzo exclam: -Mam te va a matar por gastarte su dinero! Charles ces de hacerle cosquillas y le dej con grave-dad en el suelo. Edward retrocedi un paso, se frot los ojos y a continuacin con aire desafiante mir a su padre; pero Charles haba vuelto a coger el cuadro y empez a silbar li-geramente una meloda disonante mientras aparentaba que le echaba un vistazo. En un esfuerzo por aplacarle, el chico le rode la cintura con los brazos y le susurr: -Es una imitacin. -No tienes nada que hacer, Edward el Parado? -Charles vacil al decir la ltima palabra, le pareci que se ruborizaba ante su hijo, y prosigui:- Estoy ocupado. -A continuacin aadi, con una voz lnguida:- Quiero estar solo, Edwardino. En efecto, algo pareca mantenerle realmente ocupado, porque dej el cuadro y de un cajn de su pequeo escritorio de madera sac una hoja de papel. La enroll en el carro de su mquina de escribir porttil y escribi:

  • TERCERA PARTE los puentes del contento

    Charles mir por la ventana, tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que sus ojos se desviaban de repen-te, asustados, del cielo infinito, para concentrarse en un go-rrin tembloroso que estaba posado en lo alto del tejado de la casa de enfrente. Pareca tener el ala derecha rota, y el aire vibraba en torno a ella; los ojos de Charles volvieron a desviarse, tratando de borrar esa imagen. Haba trabajado durante algunas semanas en un poema extenso, pero le gustaba componerlo con lentitud y de mane-ra discontinua: slo era cuestin de tiempo el convertirse en un poeta reconocido, y no crea que tuviese ninguna prisa. Es-taba tan seguro de sus propias dotes que no tena ninguna in-tencin de ceder a los convencionales anhelos de reconoci-miento; an no. Estaba satisfecho del verso que acababa de escribir, y con un repentino arrebato de entusiasmo volvi a coger el cuadro y lo puso sobre el escritorio, ante s. Le dolan los ojos, y por un momento se llev a ellos su mano derecha. A continuacin se chup la punta del dedo ndice y la pas len-tamente por la superficie pintada de los cuatro tomos que haba al lado del misterioso personaje sentado: haba ahora una zona frotada entre el polvo que cubra la tela, y a Char-les le pareci que alcanzaba a distinguir unos leves trazos de escritura en los libros. Se limpi el dedo chupndolo mien-tras los contemplaba. -Pap! -S? -Qu ests haciendo, pap?

  • -Me como el pasado. -Qu? -Estoy ocupado en un trabajo de investigacin. -Puedes venir aqu, por favor? A Charles no le disgust del todo esta nueva interrup-cin de su tarea, y con un gesto teatral se levant y corri el biombo a un lado. -De qu se trata, Edward el Exasperante? Se dispona a aproximarse a su hijo cuando se abri la puerta del piso y Vivien Wychwood entr en la habitacin. Charles se detuvo sin haber concluido su movimiento y la mi-r casi con timidez, mientras que Edward exclamaba hola, mam, la coga del brazo, e intentaba conducirla a la cocina. Tena hambre. Pero ella se resisti. -Cmo va todo? -le pregunt tranquilamente a su mari-do. -Pues mira, va. Le vino a la mente la visin de un movimiento que resul-taba irresistible, y de l mismo como parte de dicho flujo. -Te volvi el dolor de cabeza? -No, se lo di a Edward. Quiere llevrselo a la escuela. -No bromees sobre eso, Charles. Bromearas desde tu lecho de muerte. Pareca agotada despus de su da de trabajo, pero an consigui sonrer cuando Charles simul que se mora y se de-j caer sobre el sof, con un brazo colgando sobre la alfom-bra. Edward se subi encima de l, y ambos fingieron poner-se a luchar mientras Vivien les miraba. Pero tan pronto como sta se quit el abrigo y entr en la cocina, interrumpieron el combate. Edward encendi la televisin y se tendi en el sue-

  • lo ante el aparato, mientras que Charles permaneca en la puerta de la cocina y observaba cmo su mujer preparaba la cena. -Hoy he encontrado una ganga -dijo por fin. Vivien cerr los ojos por un momento, temiendo lo peor. -Has avanzado en tu trabajo, Charles? -He encontrado un retrato que podra ser muy valioso. -No olvides que Philip va a venir a cenar. Estaba cortando con gran fiereza unas zanahorias; es-taba acostumbrada a los frecuentes arrebatos de entusias-mo de Charles, que por lo general se desvanecan con tanta rapidez como le llegaban, pero sin embargo se enfadaba cuando estorbaban el trabajo literario de l. -Est derrochando nuestro dinero, mam. Es una imita-cin! -dijo Edward a gritos, por encima del volumen de la te-levisin. En ese momento, Vivien manifest su ira, pero la dirigi hacia su hijo. -No hables as de tu padre! Trabaja mucho! Charles se acerc a ella y la rode con el brazo, como si fuese ella la que necesitara que la defendiesen. -No quieres venir a verlo, Viv? Me parece que te gus-tar. Con un suspiro, Vivien se volvi y le sigui hasta la habi-tacin delantera; all, l se agach detrs del biombo y en el acto volvi a salir de un brinco, sosteniendo el cuadro ante s de un modo que ocultaba su rostro a Vivien. -Voila! -La intensidad de su voz pareca ligeramente amortiguada. -Mange tout! -dijo Edward chillando. sta era la nica frase en francs que conoca.

  • Vivien no pareca impresionada de un modo especial. -Quin es? -No lo compr -deca Charles-, lo cambi. Recuerdas aquellos libros sobre la flauta? -Pero, quin es? La cabeza de Charles apareci desde detrs del lienzo, y busc con los ojos la figura sentada para observarla. -No ves qu expresin tan inteligente tiene? Creo que debe de ser pariente mo. Edward se ri con una carcajada irnica. -Me parece sospechoso. -Pero, no te resulta familiar? No puedo poner un dedo sobre l... -Pues t pusiste un dedo sobre el cuadro, pap. -Edward ya no finga estar absorto en el programa de televisin.- Vi cmo lo hacas. Vivien pareca haber perdido ya el inters en el tema. -Puedo ver lo que has escrito hoy? -pregunt, acercn-dose al escritorio de Charles. Por lo visto, l no la haba odo. -Creo que puede ser un gran escritor. Mira los libros que tiene a su lado. Vivien estaba mirando el nico verso que Charles haba compuesto aquella tarde, y dijo dulcemente: -No te preocupes si no puedes escribir todos los das, amor. En cuanto te libres de esos dolores de cabeza... Charles se enfureci de repente. -Quieres dejar de hablar de eso, por favor? Durante algunas semanas haba sufrido dolores de ca-beza intermitentes, con una prdida de visin perifrica en

  • el ojo izquierdo. Le haba visitado un mdico, que le diagnos-tic jaqueca y le recet unos calmantes; esto satisfizo com-pletamente a Charles, que consideraba la identificacin de su estado casi equivalente a su curacin. -No estoy enfermo! Se acerc a la ventana y mir a travs de ella la hilera de casas victorianas de primera poca al otro lado de la ca-lle; y, puesto que el sol del atardecer destellaba en el estuco descolorido de las fachadas, tuvo una visin de la calle como si fuese algo irreal, sin fondo ni volumen; si era victoriana era slo un diorama, una tela enrollada que se desenvolva y produca la sensacin de un mundo en movimiento. Era como el sueo de una opresin, y saba que tena que despertar de l antes de que le aprisionara. -Lo siento -dijo volvindose-, no pretenda gritar. Ed-ward le miraba solemnemente. -T y yo, Eddie, vamos a investigar sobre este cuadro -prosigui, intentando cambiar de tema rpidamente-. Vamos a resolver el misterio. Edward se levant del suelo y cogi de la mano a su pa-dre y a su madre, exclamando: -Lo haremos todos! Sin embargo, pareci que a Vivien esta expansin slo la desalentaba; despus de soltarse despacio de la mano de su hijo y de inclinarse para darle un beso en la coronilla, regre-s a la cocina. -Philip estar aqu pronto, ya os podis ir preparando -dijo.

    si esto es real

  • Philip Slack estaba de pie indeciso en medio de la habitacin. Haca quince aos que conoca a Charles (haban ido juntos a la universidad), pero, con la cabeza ligeramente inclinada y sus manos movindose nerviosamente de los bolsillos de su chaqueta a los de sus pantalones sin buscar nada en concre-to, pareca como si no estuviese seguro de la acogida que iba a recibir, si es que sera tal cosa. Edward, que estaba viendo la televisin, se volvi por un instante. -A dnde ha ido pap? -El vino. -Philip baj los ojos mientras hablaba con el muchacho, haciendo an ms sepulcral su voz ya de por s grave. A abrir las botellas de vino. Siempre llevaba dos botellas en su visita semanal, y cuando las ofreca a sus anfitriones con una cierta timidez, Charles siempre se mostraba sorprendido por el regalo. Ed-ward le sonri de un modo muy cordial. -Puedo tocarte la barba, Philip? -Oh! -Dud, no del todo seguro de cmo podra llevarse a cabo eso.- Supongo que s. Se inclin un poco hacia adelante, y Edward le dio un ti-rn brusco. -Huy! -Es de verdad! El chico pareci decepcionado. En este momento, Charles sali de la cocina llevando las botellas de vino abiertas. -Sera mejor que te sentaras, Philip. Ests poniendo nervioso a nuestro querido Eddie. Philip se aclar la voz. -Aqu?

  • -Donde quieras. Charles agit las botellas, y derram un poco de vino ro-sado en la alfombra. -Todo lo que tengo es tuyo. Philip mir cuidadosamente a su alrededor antes de ele-gir su silla acostumbrada, que era la ms incmoda, mientras que Charles ya se haba tendido en el sof. -Un da duro en la oficina, muchacho? -Cosas de ordenadores. Philip trabajaba en una biblioteca pblica. -Y dime, qu son esas cosas? Philip estaba acostumbrado a la indiferencia aparente de su amigo. -Ya sabes, aprendiendo a hacer funcionar ordenadores. -No, no lo s. -Charles estaba de muy buen humor.- Re-sulta divertido, pero no lo s, Philip. Nosotros, los parados, somos as a menudo. En esencia, somos soadores. Estamos en un plano ms elevado. -Edward se ri del chiste de su pa-dre.- Y eso me recuerda que tengo algo que ensearte. Se levant de un salto del sof, y Philip, inquietado por el repentino movimiento, hizo a su vez el gesto de levantarse de su silla. Edward se dio cuenta de ello, y sonri. -Qu te parece? Charles extrajo el lienzo con un ademn elegante y lo sostuvo a poca distancia del rostro de Philip. -Qu es eso? -Es un retrato, creo. Qu te parece a ti que es? Retrocedi unos pasos y movi el cuadro de un lado a otro, con un movimiento parecido al de una bailarina de strip-tease: Philip slo pudo centrar su atencin en los ojos, que parecan mantenerse del todo fijos.

  • -Quin? -He aqu el misterio, mi querido Holmes. En cuanto lo haya resuelto, ser un hombre rico! Pero en ese momento, Vivien entr en la habitacin lle-vando los platos de la cena, y Charles se apresur a devolver la tela a su lugar. Philip se levant torpemente para saludar-la, y al hacerla se ruboriz. Admiraba a Vivien; la admiraba por salvar a Charles, tal como ste deca a menudo de s mismo. En esto era absolutamente objetivo: saba que la ini-ciativa de Vivien protega a Charles con tanta seguridad co-mo su paciencia le calmaba, y ahora, mientras le daba un beso en la mejilla, aspir el frescor de su perfume. Edward tiraba de un lado de su vestido, reclamando su atencin. -No le toques la barba, mam. Es de verdad. Le duele. Al cabo de unos instantes se sentaron alrededor de la mesita donde acostumbraban a tomar la cena, y Vivien sirvi la sopa. -Qu es esto? -pregunt Edward con una mueca mien-tras miraba el lquido oscuro que le echaban en el plato. Charles se ri del desconcierto de su hijo. -Potaxpapilla, Eddie. La sopa de la vieja viuda Twankey, hecha de nios pequeos. Nunca se sabe, podra ser que en-contrases dentro a uno de tus amigos. -Basta, Charles. -Vivien no se estaba divirtiendo.- Hars que tenga pesadillas. Edward miraba del uno al otro, rindose con una risilla sofocada, Charles le susurr algo al odo, y el chico se retor-ci de risa de tal manera que Vivien tuvo que hacer que vol-viese a la mesa de un tirn. A continuacin, despus de que Vivien se lo pidiese, Philip empez a hablar titubeando de su

  • trabajo, de que se prevea una huelga de los empleados de la limpieza, de que se hablaba de prohibir ciertos libros y pe-ridicos que ofendan los diversos prejuicios de sus colegas. Pero el tema del empleo de Philip nunca pareca interesar de un modo especial a Charles, quien, dejando que su sopa se en-friase, empez a contar a su hijo una larga y complicada his-toria de fantasmas. Termin al exclamar Charles en voz muy alta: -Moriris todos! En el silencio general que sigui a esta exclamacin, Vi-vien quit los platos de la mesa y a continuacin trajo el pla-to principal de chuletas de cordero, zanahorias y patatas fritas. Entonces Charles y Philip, como hacan a menudo, em-pezaron a hablar de los autores coetneos, a quienes haban conocido en la universidad. Se intercambiaron las ltimas no-ticias acerca de ciertas vidas frustradas o desafortunadas, pero la solidaridad que en realidad ambos sentan era algo que, en su mayor parte, se mantena a un nivel tcito. Vivien haba trabajado de secretaria en una oficina antes de cono-cer a Charles, y esta actitud reservada la haba sorprendido al principio; ahora daba por supuesto el peculiar modo de ser de ambos. De sus coetneos ms prsperos hablaban an me-nos, y cuando lo hacan era de un modo tan titubeante que rayaba en la indecisin; como si ambos fueran conscientes de los peligros de parecer envidiosos. Hubo un tiempo en que Charles pasaba largas y placenteras horas con Philip paro-diando o vituperando alegremente el trabajo de escritores jvenes en quienes no vean la posibilidad de ningn mrito. Pero en los ltimos aos haba dejado de hacerlo. Y Philip, ahora ya ms relajado gracias al vino, deca: -Hay un nuevo Flint.

  • De repente Charles se mostr atento, y Philip baj los ojos hacia su plato. -Una novela -aadi con ms cautela. -Cmo se llama? -Meridiano Cero. Philip no saba si deba sonrer, y mir a Charles para orientarse. -Vaya, muy segn la moda. Muy contemporneo. Diga-mos que pintoresco? Charles imitaba los ritmos ms bien rimbombantes de Andrew Flint; los conoca bien, puesto que Flint y l haban sido amigos en la universidad, cuando la combinacin de so-lemnidad y guasa de Flint le haba atrado realmente. Ahora prosigui para decir: -Es una lstima que sea tan mal escritor. -S. Me sorprende que venda. Philip siempre se adhera al parecer de Charles en este tipo de asuntos. -Cualquier cosa puede venderse, Philip. Cualquier cosa. Aburridos con esta conversacin, Vivien y Edward hab-an llevado los platos a la cocina. Estaba oscureciendo, y, en medio del repentino silencio que se hizo entre los dos hom-bres, Charles Wychwood pudo or el ruido de los platos al sa-car la mesa en otras habitaciones, de voces y de risas en los pisos prximos al suyo. Por un momento le pareci que todos los inquilinos de esa casa eran intrusos inoportunos, como imgenes distorsionadas en la cabeza de otra persona. -Odio este lugar -dijo a Philip. Al avanzar el crepsculo, quedaron ambos sumidos en la penumbra, y pudieron mirarse el uno al otro fijamente.

  • -Pero, qu se supone que debo hacer? A qu otro sitio podramos ir? En qu otro sitio nos podramos permitir vi-vir? Vivien volvi a la habitacin, y, tan pronto como hubo encendido la luz, Charles pareci estar alegre una vez ms. -Por qu no incluyes mi libro en la lista de tu biblioteca? -pregunt de repente Philip-. Entonces podra reclamar el derecho de prstamo en bibliotecas pblicas. -Buena idea. Philip removi con el tenedor el ruibarbo que Vivien le haba trado. Saba que por libro Charles quera decir la serie de poemas que Vivien y l haban xerografiado. Los haban grapado y los dejaron en varias libreras de poca im-portancia, donde se haban ido empolvando encima de las es-tanteras; que Philip supiese, an estaban all. Vivien intuy su inquietud y le sirvi racin doble de nata para acompaar al ruibarbo, y se pusieron a hablar de otras cosas. Aunque ninguno de los dos atribua a la universidad cualidades espe-ciales, sino todo lo contrario, Vivien no poda evitar fijarse en que, al menos cuando hablaban entre ellos, las referencias a sus vidas con posterioridad a aquella poca eran ms neu-tras y menos entusiastas. Los das que haban pasado desde entonces parecan existir slo como fichas de algn tipo de juego, faltndoles una significacin verdadera e incluso a ve-ces inters. Hablaban de los acontecimientos recientes a la ligera, en frases breves o incompletas, como si no merecie-ran que prolongasen en ellos su atencin. Y durante todo el rato se estuvieron preguntando, mientras se coman el rui-barbo y la nata, qu era lo que les haba pasado a sus vidas.

  • -Scrope -dijo Philip finalmente en voz baja, mirando profundamente en direccin a su regazo, donde haba ido a parar una brizna del ruibarbo. -Qu? Charles pareca distrado. -Ves en alguna ocasin a Harriet Scrope? Vivien se inclin hacia su marido. -Ah tienes a alguien que podra ayudarte a publicar. Charles estaba visiblemente molesto. -No quiero ayuda de nadie! -y a continuacin aadi: Ya he publicado. Harriet Scrope era la novelista un tanto mayor para quien Charles haba trabajado durante poco tiempo de se-cretario. No haba sido el ms ordenado ni el ms eficiente de los ayudantes, y se separaron, bastante amigablemente, al cabo de seis meses. Eso haba sido haca cuatro aos, pero Charles an hablaba de ella con cierta familiaridad y afecto; es decir, cuando se acordaba de que exista. Y su enfado ya se haba disipado. -Me pregunto cmo estar la abuelita -dijo-. Me pre-gunto si... Estaba a punto de aadir algo ms cuando Edward, aho-ra con su pijama puesto, irrumpi en la habitacin y se puso a bailar alrededor de la silla donde estaba sentado su padre. -Qu hay de mi cuento? -dijo gritando-. Se est haciendo tarde! Vivien se dispona a llevrselo lejos de la mesa, cuando Charles le cogi el brazo con la mano para detenerla. -No, tengo que contarle su cuento -dijo-. Todo el mundo necesita los cuentos.

  • De modo que padre e hijo, uno detrs del otro, se fue-ron a la habitacin, dejando solos a Philip y Vivien. Philip se aclar la voz; movi su plato vaco unos centmetros a la de-recha y a continuacin lo volvi a poner en su lugar anterior; recorri la habitacin con los ojos, intentando eludir a Vi-vien. Entonces descubri el retrato, que Charles haba deja-do al lado del escritorio. -Me pregunto quin es se -dijo en voz muy alta-. Pue-do echar una ojeada? Se levant rpidamente de la mesa y se acerc al cua-dro.

    ste es l Charles se lo pasaba muy bien contando cuentos a su hijo; tan pronto como se sentaba en un lado de su estrecha cama, las palabras parecan llegarle con gran facilidad. No como las de su poesa, que eran claras y precisas, sino un tipo distinto de palabras, vivaces, turbias, ricas, extravagantes; las lla-maba las palabras de sus cuentos. Esa noche hablaba dulce-mente a Edward, creando un mundo en donde los conejos crecan hasta alcanzar una talla enorme y sus pasos retum-baban bajo un cielo violeta, un mundo donde las estatuas se movan y el agua hablaba, donde las piedras bostezaban bajo rboles gigantescos. En ese mundo los nios podan vivir cientos de aos sin hacerse viejos, siempre que prometiesen olvidar el pas donde haban nacido... Edward ya se haba dormido. Pero Charles permaneci all, sentado a su lado, contemplando cmo su visin se desvaneca lentamente. Cuando volvi por fin a la habitacin delantera, Philip estaba mirando el rostro de la tela. -Chatterton -dijo.

  • -Lo siento. Estaba a muchas millas de aqu. Philip se volvi hacia l; tena los ojos radiantes. -Es Thomas Chatterton. Charles an estaba soando en aquel otro pas. -Oh, t, muchacho maravilloso -parafrase automtica-mente-, que pereci en su orgullo... -Mira la frente alta y los ojos. -Philip insista de un mo-do infrecuente en l.- No te acuerdas del cuadro que tengo en casa? Charles record difusamente la reproduccin de un re-trato, el retrato de Chatterton cuando era joven, que colga-ba de la pared en el pequeo piso de Philip.' -Pero, no muri cuando era muy pequeo? Quiero decir, cuando era muy joven? Mir a Vivien, casi en tono de disculpa, pero sta estaba leyendo el peridico vespertino. -No se suicid? -De veras? -Philip se mir con aire misterioso los zapa-tos. -Si no me crees... Charles se acerc rpidamente a su librera y cogi un tomo voluminoso. Encontr la referencia que deseaba, y la ley en voz alta. -Thomas Chatterton, el imitador de poesa medieval y quizs el ms grande falsario literario de todos los tiempos. Nacido en 1752, muerto por su propia mano en 1770. Cerr el libro con un ademn elegante. -Pero ste es el. -Ya lo veo. Magnficamente cojonudo. Ambos procedan de familias londinenses pobres, y en algunas ocasiones Charles diverta a Philip con sus parodias

  • extravagantes del acento de lo que llamaban las clases al-tas. Pero a Philip no haba nada que le divirtiese esa noche. -No, de veras. Es l. Impresionado por la seriedad de su amigo, Charles vol-vi a mirar el retrato y se puso a considerar seriamente esta nueva posibilidad. -Ya te dije que me resultaba familiar, verdad, Vivi? Ella se limit a asentir, sin levantar los ojos del peridi-co. El escepticismo de Charles se iba desvaneciendo a medi-da que hablaba. -Podra ser l... Quin sabe? -y a continuacin exclam, con una excitacin creciente:- Mira los libros que tiene a su lado! Puede que los libros nos lo digan! Philip los observ detenidamente, como si por un acto de voluntad pudiese penetrar a travs de la ptina de vejez y mugre que oscureca el lienzo. En ese momento, Vivien se levant y se llev los ltimos platos a la cocina, sin que los dos hombres se diesen cuenta. Saba que el cuadro proporcionaba a Charles una oportunidad ms de desatender su trabajo, y esto la inquietaba puesto que crea en su poesa tanto como l mismo. Cuando le cono-ci, en una fiesta, haca unos doce aos, supo enseguida cun extraordinario era; y ese precoz reconocimiento nunca se haba borrado de su memoria. Incluso entonces l le haba hecho rer, pero cuando contaba chistes y haca el payaso, ella se daba cuenta de lo frgil que era: cuando se cas con l, poco tiempo despus, en realidad fue para defenderle co-ntra el mundo. Cerr la puerta de la cocina al meterse de-ntro, pero an le llegaban las voces excitadas de ambos; des-

  • pus Charles entr precipitadamente y le pidi un poco de agua no muy caliente y un pao. Cuando Charles volvi a la habitacin delantera, Philip ya haba situado el lienzo en el centro de la pieza, sobre el sue-lo. Lentamente Charles pas el pao hmedo por la parte su-perior del cuadro: lo que hasta ese momento haba parecido ser una sombra, quiz de algn objeto fuera del campo de vi-sin del artista, se resolvi en una nube de mugre y polvo que consigui quitar suavemente; los colores de las cortinas que haba detrs del personaje sentado se hicieron ms variados, y los perfiles de sus repliegues se volvieron ms acusados y ms claros. Estos nuevos colores y contornos parecan salir de la mano de Charles, y era como si ste se hubiese conver-tido de pronto en el pintor del cuadro, como si slo ahora se completase el retrato. -Aqu. -Philip sealaba unas letras algo ms oscuras que acababan de hacerse visibles en el ngulo superior derecho.- Puedes leerlas ahora? Charles acerc tanto su cara que su aliento empa el lienzo, y dijo en voz baja: - Pinxit George Stead. 1802. Con impaciencia, pas el pao por el resto de la tela y examin los cuatro tomos que, entre la brillantez desacos-tumbrada de la pintura, ahora le parecan resplandecer. Y cuando se hicieron visibles los ttulos, los recit a Philip: s-tos eran Kew Gardens, La venganza, Aella y rala. Philip se tumb en el suelo boca arriba, y mir fijamente el techo; a continuacin se puso a hacer girar las piernas en el aire, como si fuese en una bicicleta imaginaria y al revs. -Y eso? -Charles le miraba asombrado. -sos son los libros -dijo Philip dirigindose al vaco.

  • -Qu? -sos son los libros de Chatterton. Estaba rindose, al parecer de alguna escena divertida que tena lugar en el techo. Charles se levant rpidamente y volvi al libro que haba consultado haca unos minutos, y se dio cuenta de que le temblaban las manos al leer en voz alta lo siguiente: -Thomas Chatterton complet su imitacin de un poe-ma medieval, Vala, unos das antes de su suicidio, aunque hay algunos indicios de que una stira titulada La venganza fue su ltima obra. -Se acerc a Philip y amablemente le ayud a levantarse.- Si naci..., quiero decir, si esto es cierto. Si na-ci en 1752, y el retrato fue pintado en 1802, eso supone que tena cincuenta aos. Mir al hombre de mediana edad representado en la te-la. -Contina. -Lo que significara..., lo que significara..., que Chatter-ton no muri. -Charles se detuvo para aclarar su confundida mente.- Continu escribiendo. Philip volva a hablar en voz muy baja. -Entonces, qu pas...? No complet su pregunta, pero Charles saba ya con exactitud lo que quera decir. Fue entonces cuando se dio cuenta de la verdad. -Simul su propia muerte. En aquel momento son el telfono, y por un momento los dos se abrazaron el uno al otro, aterrados. Despus Char-les se ech a rer, y en su emocin descolg el auricular y dijo canturreando: -Cmo est usted, seor? Le he estado esperando.

  • Pero su entusiasmo se vio rpidamente refrenado, y cuando Vivien entr para averiguar quin haba llamado, cu-bri el auricular con la mano y dijo en un susurro: -Harriet Scrope. Mientras hablaba con la Scrope ejecutaba una danza silenciosa sobre la alfombra, doblando ligeramente las rodillas mientras se mova hacia atrs y hacia adelante con pasos diminutos. -Quiere verme -dijo a Vivien al colgar el auricular. -Por qu? -En realidad, no lo ha dicho. Y, de hecho, no le interesaba de modo especial; se haba distrado por un momento, y ahora le volvi toda la emocin anterior. Rode con el brazo el hombro de Philip y los dos miraron juntos a Thomas Chatterton a los ojos. -Oh, s -dijo por fin Charles-, si esto es real ste es l.

  • 2

    ARRIET SCROPE NO ERA FELIZ. CAMBI DE PO-sicin en su silla de mimbre desvencijada porque las pequeas astillas del material del que estaba hecha

    se le clavaban en la espalda y en las nalgas; era incmoda, pe-ro estaba acostumbrada a ese tipo de incomodidad en espe-cial, y en este momento incluso le resultaba agradable. -Madre no se siente bien -dijo. Se reclin en su asiento y mir a su alrededor con asco: las fotografas enmarcadas sobre la repisa de la chimenea, los dos trincheros de madera de roble oscura, el sof tapi-zado de seda azul, la coleccin de grabados de Hogarth col-gados de la pared, la alfombra de pelo largo y color ultrama-rino de Peter-Jones, el aparato de televisin Sony, el ejem-plar del diccionario de Johnson que serva de base a la mas-carilla de John Keats reproducida en edicin limitada. Cuan-do muera, pens, cuando muera se llevarn todo esto...; e in-tent imaginar la existencia de esos objetos en otras casas cuando hubiese muerto. Y cuanto ms consideraba esto lti-mo, tanto ms le pareca que ya no se encontraba en la habi-tacin... Al despertarse mir de reojo a su gato, que dormitaba acurrucado en el ltimo estante de su librera; ste abri un ojo inmediatamente, alarmado. -A madre le gustara mearse encima de todo esto, y despus le gustara quemarlo -dijo-. Sera como quemar su

    H

  • propia vida, observando cmo las llamas animaban el ambien-te. La puerta se abri un poco, y Harriet se irgui. Apareci una mano, despus una frente, a continuacin un par de ojos y finalmente una voz diminuta. -Oh, seorita Scrope, pens que estaba usted dormida, enrealidad. -Era Mary, la nueva ayudante de Harriet. Se levant de su silla de mimbre con gran dignidad. -No roncaba. Le estaba hablando al Seor Gaskell. -Lo siento... Harriet cruz las manos sobre el pecho. -No hay ninguna necesidad de sentirlo. No me han viola-do ni me han tapado la boca con un calcetn, verdad, queri-da? Mary supuso que se diriga al gato, y prodig a ste una sonrisa conmiserativa al entrar en la habitacin. -Hay algo que desee, Harriet, en realidad? Harriet hizo una mueca: le haba dado permiso a esta joven para que la llamara por su nombre de pila, pero era una decisin que ahora lamentaba. La idea de que en realidad le gustara verla despojada de sus ropas, en paos menores, y luego azotada duramente le pas en un momento por lo que quedaba de su conciencia; pero le sonri con benevolencia. -No, gracias, querida. Estoy perfectamente vestida, y me siento muy feliz. -Se inclin y acarici la oreja izquierda, mutilada, del Seor Gaskell.- Madre es perfecta de veras, no? Una rfaga de aire procedente de la puerta abierta hizo temblar las aletas de la nariz de Harriet, y se volvi alarma-da hacia Mary. -Huele a algo, aqu dentro? -dijo.

  • Se dej caer de rodillas y se puso a olfatear la alfom-bra. Mary se sorprendi momentneamente, pero, en un ges-to de buena voluntad, tambin se arrodill y apunt con su nariz en direccin a varios rincones sospechosos. Crea que ya haba llegado a entender completamente a su patrona, y estaba decidida a no dejarse impresionar por nada que hicie-ra o dijera. Haba ledo todas sus novelas, que describan a sus amistades como interesantes, en realidad, aunque en su fuero interno le horrorizaban las peculiaridades de la imaginacin de Harriet. Se toparon con los traseros respectivos al moverse en tndem por la alfombra, y Harriet le dirigi una mirada pe-netrante. -Qu ests haciendo con mi culo? Soy la nica que se puede sentar en el suelo aqu. Mary se levant torpemente, consiguiendo an sonrer a Harriet, que en ese momento lama, como experimento, un mechn de pelo desprendido de la alfombra. La chica opt por mantener su sonrisa hasta que Harriet se levant y la vio, porque quera impresionarla con lo mucho que admiraba y le gustaba la mujer. Por fin Harriet se puso de pie, diciendo entre dientes: -Debo de haberlo imaginado. Estos das me imagino mu-chas cosas. Se volvi hacia Mary, aliviada. -Quieres que escuchemos un poco de msica? -Le gui el ojo.- Vosotros, los jvenes, lo sabis todo acerca del ali-mento del amor verdad? Apret el botn de su radio porttil Grundig, y al mo-mento el son de la msica ligera llen la habitacin.

  • -Seor Gaskell! -dijo en tono reprobatorio, como si el gato hubiese cambiado de emisora por travesura, y con los brazos extendidos arremeti hacia el animal, que con un chi-llido huy de la habitacin-. Que te den po'l culo! -grit al verle correr buscando la puerta. Despus, con bastante os-tentacin, cambi de frecuencia hasta encontrar la de una emisora de msica clsica, y permaneci un rato en silencio escuchando uno de los ciclos de canciones de Schumann. A pesar de lo definitivamente romntico de la msica, cuya le-tra le recordaba a un loro que le haba desaparecido, el ros-tro de Harriet adopt una expresin cada vez ms fra. Dis-tradamente alarg la mano para acariciar al gato, pero en lugar de ste encontr el vaco, lo que, sin embargo, pareci consolada igual de bien. -Qu va a hacer madre? -dijo en voz baja dirigindose al espacio vaco-. Qu se supone que tiene que hacer? Mary, siempre impaciente por responder, decidi que por una vez Harriet se diriga a ella. -Con lo del olor, que digamos? Harriet pareci no or esto, y apag la radio con un ademn elegante en el preciso instante en que el loro iba a volver a aparecer con un zapato de nio en el pico. -Has mecanografiado las notas, querida? Por fin Mary supo que Harriet le hablaba a ella, e inme-diatamente se entusiasm. -S, por supuesto. Y me parece que... Durante todos los das del mes pasado Mary Wilson se haba sentado con un magnetfono colocado recatadamente en sus rodillas, con el riesgo de que se le cayera (por un mo-mento haba intentado dar la impresin de que no saba nada de cuestiones tcnicas o mecnicas, pero una mirada de

  • Harriet fue suficiente para disipar la impresin de que esto le granjeara las simpatas de su patrona), mientras Harriet, con una voz estridente o, en ocasiones vacilante, contaba viejas historias de su pasado literario. Si estas memorias comprenderan la autobiografa que su editor, en un momento de desesperacin, le haba propuesto escribir, o si las incor-porara en algn tipo de diario, Harriet an tena que deci-dirlo. Eso, es decir, si llegaba el momento de plantearse una decisin. -Y me parece que... -Ah, s? Qu es exactamente lo que te parece? Mary no repar en el tono de voz de Harriet. Acababa de terminar un curso de literatura inglesa en la universidad de Oxford, y estaba ansiosa de exhibir los conocimientos que haba adquirido en los seminarios. -Me parece que han interpretado mal la literatura con-tempornea. -Y quines son exactamente los que han hecho eso, querida? -Harriet siempre estaba al acecho de este pronom-bre, que en este uso concreto denunciaba por ser algo tan corriente como la mierda. -Digamos que los acadmicos, que han falsificado... dijo Mary titubeando. En realidad no saba lo que intentaba decir, y Harriet la interrumpi. -O sea, que t sabes lo que es verdadero y lo que es fal-so, no? Mary se ruboriz ligeramente, y Harriet se abland. Adopt su acento de patrona barriobajera, que haba sido su propensin divertida ms corriente desde los aos cin-cuenta.

  • -Ezto ya er colmo de lo' colmo'. Mushasho, qu te paeze la chiquiya? -Esta ltima observacin se diriga al Se-or Gaskell, que haba irrumpido en la habitacin y se detuvo de repente a muy poca distancia de la silla de Harriet.- Qu te paza, entonze'? Aah, ya z, ya z. - Recitndose an su le-tana a s misma, Harriet se levant y se dirigi hacia una pe-quea alcoba que haba en un rincn de la habitacin, donde poda vislumbrarse una hilera de botellas. Se sirvi un poco de ginebra, pero no antes de preguntar a Mary:- Quiere' un poquiyo, mona? -La chica puso objeciones aunque le estaba muy agradecida.- Etonze', ere' una gena chica. -Volvi con su ginebra y, sentndose de nuevo en la incmoda silla de mimbre, cogi una cucharilla de plata que estaba encima de un trinchero. A continuacin se puso a sorber la ginebra de la cucharilla; crea que el contacto del alcohol con el metal combinado con las dosis necesarias, que aunque reducidas, tambin podan ser numerosas, impeda que se emborracha-se. Sin embargo, esta teora an no se haba verificado cien-tficamente, y haba ocasiones en que Mary la oa canturrear la letra de alguna cancin popular durante las horas de repo-so en que, segn la mujer afirmaba con insistencia, mante-na las piernas levantadas. Miraba a Mary por encima del borde de la cuchara. -Y ahora que las has mecanografiado, espero que quie-ras ponerlas por orden. -Cmo? -Mis notas. -Se call por un momento.- En realidad. Sin duda, Mary no la entenda. -He comprado un fichero para ponerlas dentro...

  • Harriet solt una carcajada sonora, y una vez ms la imagen de su ayudante fustigada en su presencia destell un tanto en su extraordinaria imaginacin. -Esperaba recibir un poco ms de ayuda que eso, seori-ta Wilson. -Pareci lamentar su repentina formalidad.- Ya sabes, slo para ahorrarme tiempo. El tiempo pasado es el tiempo futuro, despus de todo, no es verdad, querida? Hizo una mueca grotesca al gato, abrindose la boca hacia los lados con los dedos, antes de reanudar su conver-sacin. -No te cont nada acerca de Tom Eliot, y de cmo bai-laba conmigo en su oficina de la Faber and Faber? Mary asinti, aunque ahora estaba bastante preocupada por las intenciones de su patrona. -Era tan bueno conmigo... -deca Harriet. En realidad recordaba muy pocas cosas del poeta, y no estaba segura de que ste hubiese sabido nunca quin era ella. Mary adopt una expresin reverente, y espero mien-tras su patrona tomaba cuatro sorbos de ginebra en rpida sucesin. -Por qu no relacionas a nuestro querido Tom con todos esos fragmentos acerca de Fitzrovia? -Se lami el alcohol que le quedaba en el labio superior.- Ya sabes, tiene que haber una racin. No puedo pensar en todo. Se acerc de nuevo a la alcoba y se llen el vaso: el Se-or Gaskell la sigui con el rabo entre las piernas mientras ella estaba de pie ante las botellas, y se inclin para verter un poco de ginebra en el platillo del animal, que haba queda-do all. Se irgui con dificultad. -No lo puedo hacer yo sola. No, no puedo. -Digamos que no puedes levantarte?

  • -No, seorita Wilson. Siempre puedo levantarme. Soy bastante parecida a Lzaro, al menos en este aspecto. Dej su vaso, atraves la habitacin y se inclin sobre Mary; estaba tan cerca de su ayudante que a sta le llegaba el efluvio dulzn del alcohol en su aliento. -No puedo escribir sobre el pasado. Madre tiene las manos atadas, no lo ves? Le tendi las manos y las puso una encima de la otra co-mo si estuviesen atadas con una cuerda. Mary las mir, horrorizada, al mismo tiempo que Harriet inspeccionaba las manchas oscuras en la piel arrugada y reseca. -Hay muchas cosas que se tienen que ocultar dijo. Mary estaba alarmada. -Pero yo tampoco puedo hacerlo! -Que no puedes hacer el qu, querida? -No puedo escribirlo en tu lugar. No puedo inventrme-lo. Harriet le acariciaba el pelo. -Pero, es que no lo sabas? Todo es inventado.

    sobre lo que no podemos hablar Tan pronto como Mary sali de la casa, cerrando la puerta despacio, Harriet se levant de un salto y de nuevo sintoniz la emisora de msica ligera en la radio. Mientras el comps de la msica reverberaba por la habitacin y el gato retro-ceda, ejecut algunos pasos y giros con un arranque repenti-no de energa. Pero se detuvo casi al instante, y mir fija-mente el espejo dorado que colgaba encima de la repisa de la chimenea.

  • -Escucha, djame que te cuente un secreto -dijo al re-flejo de s misma, formando con los labios la letra de la can-cin. Apag la radio y, cogiendo el telfono, marc lentamen-te un nmero. Empez a hablar al vaco tan pronto como res-pondieron a su llamada: -No, seorita Wilson -deca-, ya firmare ese documento ms tarde. -Siempre que llamaba por telfono, le gustaba dar la impresin de que se encontraba enfrascada en asuntos urgentes.- Hola querida, eres tu? -Ahora se diriga a una persona de verdad, su especial amiga Sarah Tilt.- Te en-cuentras ya mejor? Espero que no sea ms que unos espas-mos digestivos, no? Muy bien. Por fin. Escucha, querida, Madre proyectaba una pequea visita. -Se hizo una pausa.- S, en efecto, es bastante importante. -Hizo una mueca al Seor Gaskell, y le susurr:- No lo cuentes! -A continuacin se volvi hacia la voz de su amiga, que creca en impaciencia.- Qu era lo que decas, querida? No, no estar mucho tiempo en casa. -Colg el auricular, le dio una palmada y murmur:- Zorra! Tan pronto como sali de la casa se sinti mucho ms optimista. Viva en una pequea calle que daba a Bryanston Square, la zona cercana a Marble Arch que an insista en llamar Estuconia, o, cuando se senta especialmente alegre, Tiburnia. Le encantaba de un modo especial guiar hasta all a los visitantes para mostrarles la pequea placa que seala el lugar donde en otro tiempo estaba emplazada la horca: -Les colgaban por seis peniques, y ahora no existe tal moneda! -sola decir-. Qu extraos trucos juega la historia a nuestros bolsillos!

  • Pero esta tarde se encaminaba hacia Bayswater, donde viva Sarah Tilt. A pesar de un gran nmero de pruebas en contra, Harriet an crea que caminar la calmaba y que al-go parecido a una marcha forzada la ayudaba a resolver las cosas. En el curso de esos viajes largos e irregulares haba cambiado el nombre de todas las calles por donde pasaba, y ahora segua su camino por el Valle de los Huesos, el Paraso de las Furcias y el Bulevar de los Sueos Interrumpidos. Cuando entr en el Valle de los Huesos Mortales (llamado as a causa de las fachadas blanquecinas y relucientes de las mansiones georgianas que all haba), se puso a meditar tris-temente sobre su conversacin inconclusa con Mary. Por su-puesto que Harriet no poda escribirlo todo ella sola. Si con-tase la verdad, y relatase la verdadera historia de su vida, si revelase lo que incluso hablando consigo misma llamaba su secreto, se produciran fuertes protestas contra ella, una depuracin y una purificacin que, estaba convencida de ello, la llevaran a la muerte... y se estremeci de ilusin al dejar atrs el Bulevar de los Sueos Interrumpidos (una zona de ligues homosexuales) y meterse en el Paraso de las Furcias. En seguida se puso sobre aviso, a la expectativa de cualquier indicio de la accin, tal como sola aludir a ella ante Sarah Tilt aunque era demasiado temprano para cual-quier actividad sostenida de las prostitutas que frecuenta-ban esa calle, y Harriet, malhumorada, intent recordar lo que haba estado pensando. Pero no pudo mantener su acti-tud introspectiva durante mucho tiempo; algo la retuvo, haciendo que su atencin se desviase bruscamente de s misma y se acelerase en una direccin distinta. Consigui pe-netrar un poco ms en s misma, pero entonces el procedi-

  • miento tom un rumbo contrario y se vio forzada a emerger de nuevo al mundo; la experiencia era como la de la cada. El sombrero de piel se le desliz hasta cubrirle el rabi-llo del ojo izquierdo, y con un suspiro volvi a echrselo hacia atrs, tocando suavemente el pajarito disecado sujeto al sombrero con alfileres; ahora, con ambos ojos de vuelta a la accin, mir a su alrededor con redoblado inters. Un ciego vena andando por el Paraso de las Furcias; se detuvo vaci-lante a pocos metros de ella y tante cautelosamente con su bastn en un crculo ante s. Todo lo que necesitas, viejo -se dijo a s misma-, es un crculo de fuego. Se acerc a l ilu-sionada, adoptando una vez ms su extravagante acento ba-rriobajero. -Puedo ayuda'le, ze? Zoy jubila. -Quiero ir a la oficina de Correos. - Voyen eza direccin -dijo-. Le yevar. El hombre permiti que Harriet le cogiera del brazo, aunque a sta le pareci que le mostraba muy pocos signos de gratitud. Sin embargo, tena un rostro impasible, y por un momento Harriet mir horrorizada sus ojos blancos y vueltos hacia arriba. Y si pudiese verla, al fin y al cabo? - y dnde ezt zu perro? -Est enfermo. -El hombre continu sosteniendo ante s su bastn, como si an no le acompaase nadie-. Es muy viejo -coment con tristeza. Continuaron andando en silencio durante unos instantes. -Zabe uzt? Yo eztuve ciega una ve'. Tuve catarata'. A Harriet le gustaba inventar historias sobre s misma.- Me encontraba mu' bien ziendo ciega. -De veras? -Nunca ze zabe, verda que no?

  • -Cuanto menos ves, ms cosas puedes imaginar. Volvi el rostro hacia un lado en direccin a Harriet, sonriendo, y sta se encogi de miedo.- No se le ocurrira pensar que yo lo supiese todo acerca de los colores, verdad? -Pu no. -Pero lo s. Tengo todos estos colores en mi cabeza. -Ah, z? -A veces es mejor no ver -aadi. Volvieron a callarse, y Harriet le agarr ms firmemen-te, como si fuese ella la que necesitara que le dirigiesen. -Ziente uzt el tacto de la piel? -pregunt Harriet, poniendo la mano del hombre sobre su abrigo-. Me cozt mu' caro, pero que mu' caro. -y aadi, en un tono expansivo:- Tengo un zombrero, pa' que haga juego. Lztima que no puea uzt verlo. Me cozt un gevo. -Gozaba con su nueva identi-dad.- Cuando mi viejo eztir la pata, me dej un peyizco, zabe uzt? Era tazidermizta. Zabe uzt a qu me refiero con ezo de la tazidermia? Quiero dezi yenar lo' animale' con too de coza'. El hombre asinti, pero a Harriet le pareci que estaba inquieto. Podra darse cuenta por el tono de su voz de que ella se estaba inventando una historia? Y entonces se le ocu-rri lo extrao que resultaba estar mirando a alguien que no poda devolver esa mirada: el horror de la ceguera resida menos en la incapacidad de ver que en no saber cundo te estaban observando. -Dgame uzt, cmo ze mantiene uzt limpio? -le pre-gunto. -Me lavo, como todo el mundo -dijo l tajantemente. -Z, pero, cmo zabe uzt...?

  • Iba a pedirle que le contara cmo haca lo que hacan las otras personas, pero al mirar fijamente su rostro atento y dolorido, empez a entrar en la oscuridad que le amortajaba. Empez a imaginar su vida, pero sinti que daba un traspi e iba a caer, de modo que se ech hacia atrs. -Aqu la tiene uzt, ze -dijo alegremente-. Ezt a la vuerta de la ezquina, a la deresha. Que lo paze uzt bien, mozo. Se separ de l y, por un momento, cerr los ojos y se volvi ciega.

    sobre eso debemos guardar silencio Harriet estaba de pie gravemente en el pasillo cuando Sarah Tilt abri la puerta. Se besaron mutuamente en la me-jilla y despus Sarah dio un paso atrs. -Ya veo que llevas tu uniforme de guardia -dijo. Y, en efecto, el sombrero de piel de Harriet, que haba vuelto a deslizrsele hasta el nivel de las cejas, pareca en parte un gorro militar. -Pens que si me pona la piel, me perdonaras. Esta observacin no signific nada para Sarah, pero es-taba acostumbrada a las inconsecuencias de su amiga. -Parece que tienes buen aspecto -aadi Harriet. -Siempre que escucho eso, me lleno de terror. -Muy bien, entonces contina. Llnate de terror. Cruz el vestbulo y lleg a la sala de estar. Sarah la si-gui, sacndole la lengua al trasero de su vieja amiga, cubier-to por la piel del abrigo, y a continuacin le pregunt si le apetecera un caf. Esper ansiosa su mirada de desilu-sin, que saba que a Harriet le resultaba imposible disimu-

  • lar, antes de proseguir. -O quiz preferiras algo con una cuchara? Harriet se ri con una risilla sofocada y levant su dedo ndice. -Unas gotitas nada ms, querida. Dale a Madre un poco de ginebra mientras an tenga fuerzas para tragrsela. -Y mientras yo tenga fuerzas para mirarlo. Harriet no oy este aparte dicho entre dientes. Se qui-t el sombrero de piel, levantndolo por encima de su cabeza con ambas manos como si participase en una antiqusima ce-remonia de desnudo; quitarse el holgado abrigo de piel supu-so una autntica lucha, y exigi todo un repertorio de movi-mientos antes de que la mujer pudiese escapar de l. -Has terminado? -Sarah contempl el caro atuendo con una cierta hostilidad. -No he terminado, querida, simplemente he abandonado. Harriet acept la copa de ginebra y la cucharilla de pla-ta que en se momento Sarah le ofreca, y mir a su alrededor mientras tomaba su primer sorbo, que prolong saborendo-lo. -Sabes? Todo esto siempre me recuerda la consulta de un psiquiatra -prosigui-. No es que haya ido nunca a un psi-quiatra por supuesto que no. No quiero que fisgoneen sobre mis cosas. El piso de Sarah estaba amueblado con un estilo moder-no y funcional que, junto con su coleccin de cuadros pin-tados segn la tradicin abstracta de los aos cincuenta, da-ba a la habitacin un aspecto algo fro. Harriet dej reposar la parte inferior de su cuerpo en un rincn, y por un momento Sarah pens horrorizada que se dispona a aliviarse all mis-mo.

  • -Qu es esto sobre lo que me voy a posar? -pregunt Harriet. El objeto en cuestin se pareca a una tabla serrada por la mitad y montada en un bidn de gasolina. -Se llama silla. -Pero, por qu es negra? No me gusta sentarme encima de las cosas negras. -Ni siquiera sobre tu gato? -Bueno, la excepcin confirma la regla. Sarah opt por no reaccionar a esta observacin en concreto. -Esa silla es muy buena para conservar la postura, aun-que Dios sabe que:.. Harriet la interrumpi: -Pero no es muy buena para un vestido caro, verdad que no? Sarah ech una ojeada a su falda roja, que en otro tiempo haba sido chic, con aire de desaprobacin. -No cuando ya es casi un harapo. Y a continuacin aa-di, incapaz de dejar de sonrer:- Pareces comida de perro. -Hum, am, am. Qu hay para tomar con el t? Ambas mujeres se echaron a rer, y despus suspiraron profundamente. -Bueno, intentemos ser ingeniosas y alegres -dijo Harriet, reclinndose en la silla-. Pregntame lo que he esta-do haciendo. -No tengo un estmago lo bastante fuerte. -S, contina. Pregntame. Sarah estaba decidida a que no la forzara, por medio de amenazas, a someterse. -Coge un platanito, querida. Se supone que eres la Reina de lo Gtico, al fin y al cabo.

  • ste era el ttulo que Sarah le haba otorgado haca mu-chos aos, aunque por lo general las novelas de Harriet se consideraban lgubres, hasta el extremo de rayar en lo ma-cabro. Harriet baj los ojos hacia el frutero. -De dnde provienen? Del Tercer Mundo? -Profiri esta ltima frase con repugnancia. -No s de dnde provienen -respondi Sarah-. Pero s hacia dnde van. Cogi uno de los pltanos, lo pel y empez a comrselo con avidez. Era la avidez de una anciana y fascin a Harriet, que en otras ocasiones haba intentado imaginar su propio aspecto al comer. Observ a Sarah mientras se limpiaba de-licadamente el labio superior, sobre el cual a Harriet le pa-reci que poda detectar los primeros y tenues indicios de bigote. -Las bananas te ayudan a ver en la oscuridad -dijo Sa-rah, dejando a un lado su pauelo-. O se trata slo de un chisme de viejas comadres? -aadi, sonriendo furtivamente a Harriet. -Yo no puedo saber eso, verdad que no? Pero s que me recuerda algo. -Harriet salt de la silla.- Hoy he conocido a un ciego muy especial. Me cont que era taxidermista. Nunca cre que un ciego pudiese mentir, y t? -y prosigui despus de una breve pausa:- Excepto... que hay poetas que son cie-gos, no? -Por lo general, no les gua un nio? Harriet no respondi a esto ltimo, y ya se haba puesto a imitar los gestos del hombre que haba conocido durante el trayecto hasta casa de Sarah, cerrando los ojos y andando a tientas por la pequea sala de estar.

  • -Dnde est mi perro? -dijo gimiendo-. Dnde est mi viejo amigo Tray? Alargaba las manos hacia algunos artilugios de valor, pe-ro Sarah resisti la tentacin de gritarle. -Te va a dar una trombosis, querida -dijo amablemente. Ya haba reparado anteriormente en cmo la edad y la relati-va fama haban hecho que Harriet se volviera ms intranqui-la: pareca que cuanto ms escriba, ms incoherente se haca su personalidad-. Por qu no te sientas un momento? Harriet se detuvo en medio de la habitacin e hizo bai-lar sus ojos hacia atrs, imitando al ciego. Despus mir fi-jamente a Sarah con un asombro simulado. -Qu mundo, feliz es ste que tiene en s a tales muje-res? dijo Sarah sealo en direccin a donde estaba la silla, y Harriet se sent-. Los ciegos no me gustan -aadi-. Hacen que se me contraigan los dedos del pie. -No saba que tuvieras sentimientos en esa parte del cuerpo -dijo Sarah dulcemente. -Madre tiene sentimientos de los que t no sabes nada. -Harriet la mir con dureza.- Es todo corazn, y siempre lo ha sido. Era sta una de sus afirmaciones ms corrientes, e indi-caba que en aquel momento se haban agotado todos los de-ms temas de conversacin. Harriet cerro los ojos e intento Estirarse en la silla, pero sta no tena respaldo y cay hacia atrs contra la pared. Sarah an no estaba segura de por qu Harriet haba insistido en visitada aquella tarde en concreto, pero le pareca que ya le haba prestado atencin ms que suficiente, y no hizo caso del graznido procedente de su vie-ja amiga al caer sta hacia atrs.

  • -Bueno -dijo en voz muy alta-. Y ahora, veamos. Qu es lo que he estado haciendo yo? Hubo un prolongado silencio. -Te han despojado de tus ropas y te han dado por muerta? -sugiri Harriet, esforzndose por adoptar una po-sicin erguida-, O ha sido algo desagradable? Sarah ignor sus palabras. -He estado trabajando mucho en el libro. -Haba un tono de desafo en su voz. -De veras? Harriet saba que Sarah haba estado ocupada en su proyecto, un estudio de las imgenes de la muerte en la pin-tura inglesa que provisionalmente se titulaba El arte de la muerte; la haba absorbido durante los ltimos seis aos, y no pareca que fuera a terminarlo pronto. -Echando an el cubo a ese viejo pozo, no? Sarah le dirigi una mirada de enfado, y Harriet se re-trajo un poco. -Lo siento -dijo-. Ya sabes que la muerte me pone ner-viosa. -A ti todo te pone nerviosa. Sarah estuvo tentada de cambiar en seguida de tema, puesto que en realidad tema el desdn de Harriet, pero necesitaba hablar de ello; ese libro no le dejaba un momento de descanso. Haba examinado las diversas imgenes de la muerte, desde la descripcin medieval del cadver demacra-do hasta la riqueza teatral de los monumentos funerarios barrocos; desde los relatos lgubres de la pintura de gnero victoriano hasta la violencia abstracta del arte contempor-neo, y por lo tanto ahora poda clasificar muchas de las alte-raciones en la representacin de las escenas de moribundos,

  • naturales o patticas, violentas o solitarias. Y durante todo ese tiempo fue como si estuviera, contemplando su propia muerte. Pero entonces Sarah se sinti obligada a extender el al-cance de sus investigaciones; a intentar comprenderlo todo, reconocer y explicar la imaginera de la muerte en la totali-dad de sus manifestaciones. Estudi las artes moriendi del siglo diecisiete; visit museos de Grecia e Italia con el obje-to de trazar esbozos de urnas; document los cambios ms insignificantes en los ritos funerarios; ley manuales sobre disecacin y embalsamamiento; investig el culto romntico a los muertos; en cualquier ciudad o pueblo donde se encontra-se, nunca dejaba de visitar el cementerio. Y, al llevar a cabo todas estas cosas, conjur sus propios temores. Transform la muerte en un espectculo. S, a pesar de todas sus inves-tigaciones, no consegua cobrar el nimo suficiente para completar el libro; haba escrito ciertos captulos, y tomado abundantes notas sobre los restantes, pero se le resista la exposicin final del tema. No quera dejarse reducir. Y era consciente, adems, de que la conclusin del libro instaurara de nuevo sus viejos temores. Puesto que ste sera su ltimo libro. -Necesito ms tiempo -deca a Harriet-. Tengo todas las ideas. -Se seal la cabeza con el dedo.- Y tengo los cua-dros... -Tienes algunos nuevos? Harriet estaba perdiendo la paciencia con su amiga. Sa-rah lo saba, e interrumpi sus quejas habituales para recitar la lista de pinturas que haba localizado haca poco tiempo. -La muerte de Bunyan, La muerte de Voltaire, La muerte de...

  • Harriet experiment un pequeo estremecimiento de placer. -Pero t no sabes cmo murieron realmente, verdad? -dijo, cortndola en mitad de la frase. Estaba removiendo ruidosamente la cucharilla en su vaso vaco y Sarah, con un aire experto de resignacin propio de una mrtir, se levant para rellenarlo-. Los pintaron a partir de su propia imagina-cin, no es as? -aadi Harriet mientras agarraba la botella y volva a llenarse el vaso. Sarah la mir fijamente: haba ocasiones en que Harriet hablaba como un cro, y nunca estaba del todo segura de has-ta qu punto esto era deliberado. -Difcilmente lo podran haber hecho en el momento de su muerte, querida. Cost aos terminar algunos de esos cuadros. Y los cuerpos se pudren, como t muy bien sabes. -Entonces, qu utilizaban los pintores? -Otra vez la pregunta de un cro. -Utilizaban modelos, como se suponan que deban hacerlo. -Modelos? Modelos que fingan estar muertos? -Que yo sepa, no les mataban all mismo. Qu es lo que quieres? Sangre? Harriet se daba golpecitos con la cuchara en la punta de la nariz. -O sea que los muertos pueden ser representados por otras personas que simulen la muerte? -Lo que tiene de significativo la muerte es que puedes convertirla en algo bello. Aunque la muerte en s misma nunca es muy atractiva. Piensa en Chatterton...

  • Harriet, que ahora empezaba a aburrirse con la excesi-va sobriedad de la conversacin, se levant de un salto de la silla. -Cortada est la trama -dijo-, que muy alta podra haber crecido, -y se contorsion como si estuvieran a punto de cor-tarla en dos con una sierra. -Rama. Sarah era muy circunspecta. -Perdona? -Era una rama, querida, no una trama. Si es que se trata de una cita., Harriet volvi a ponerse erguida. -Crees que no lo s? Me he pasado la vida soltando ci-tas! Y a continuacin empez de nuevo:- Los poetas, en nuestra juventud, conocemos la holgura. -Se regocij blan-diendo las manos en el vaco.- Pero al final nos llegan des-aliento y locura. Sac la lengua y la mantuvo inmvil a un lado de la boca, e hizo girar sus ojos. Despus se sent, con bastante pesa-dez, y tom otro sorbo de ginebra. -Por supuesto que saba que era una cita. He dado mi vi-da a la literatura inglesa. Sarah an estaba indiferente. -Entonces es una lstima que no obtuvieses nada a cam-bio. Harriet intent, sin conseguirlo, aparentar que esto la haba herido. -Se supone que soy famosa, por lo menos. -S, y tengo entendido que algunas personas estn deci-didas a disecarte. -Sarah hizo una pausa.- Lo que va a suce-der por primera vez en muchos aos.

  • Harriet se ri con una risita sofocada. -Que lo haga aquel ciego. -Se llev las manos al regazo y se las estruj.- Pero tendr que hacerlo por la boca. Todos los dems orificios estn cerrados. -Bueno, esperemos que al menos empiece por la boca, querida. Harriet decidi no replicar pagndole con la misma mo-neda, y con un aplomo calculado cogi una revista de arte que estaba encima de la mesilla de cristal de Sarah. -Ah! -dijo-, Seymour, mi preferido. Hoje las reproducciones de los cuadros ms recientes de Joseph Seymour, que se haban incluido en una exagerada publicacin obituaria en elogio del pintor. -Qu piensas de ste? -pregunt a Sarah, levantando en alto uno de ellos y casi rasgando la pgina al hacerla. Representaba a un nio de pie frente a un edificio en ruinas; su mirada fija estaba dirigida hacia el exterior de la tela, mientras que por encima de l se levantaba una serie de pequeas habitaciones derruidas. Seymour haba pintado con todo detalle el papel rasgado de las paredes, las caeras rotas, los muebles abandonados, la totalidad de los cuales pareca dar vueltas en espiral hacia dentro hasta llegar a un punto de fuga en el centro del cuadro; en contraste, el rostro del nio careca de rasgos distintivos, era algo abs-tracto. Sarah no comparta la admiracin de Harriet por la obra de Seymour. -Por qu no lo compras? Es uno de esos pintores realis-tas que parecen gustarte tanto. Harriet dej la revista y se acerc a la ventana.

  • -Pero, quin puede decir lo que es real y lo que es irreal? -pregunt mientras bajaba los ojos hacia el pequeo patio que haba debajo. -Deberas saberlo. Eres t la que est escribiendo sus memorias. -En realidad, por eso es por lo que vine a verte. -Harriet por fin record el verdadero objetivo de su visita.- Mira, lo cierto es que no puedo. Quiero decir que... -Vacil, pero no pudo resistir esa espina clavada.- Me parece que me vuelvo como tu, Sarah. No puedo terminarlas. No consigo llegar a ningn sitio. Sarah extendi las piernas y se inclin para mirarse de cerca las medias, al tiempo que las alisaba con la mano, lo que la haca sentirse ms cmoda. Esper a que Harriet prosi-guiese. -Mira, el caso es que no tengo nada que contar. -y dn-dole an la espalda, remed la boca abierta y la mirada fija de una boba. -Lo que en realidad quieres decir es que tienes dema-siadas cosas que contar. Harriet volvi la cabeza, alarmada. -A qu te refieres con eso de que tengo demasiadas cosas que contar? Sarah se dio cuenta de la inquietud de su amiga. -En realidad, no me refera a nada... - Naturalmente. - excepto a que has conocido a muchsimas personas, y a que has escrito muchsimos libros. -Hizo una pausa para destacar lo que iba a aadir.- Y a que has vivido por un pero-do de tiempo relativamente largo.

  • Harriet vio el retrato de Seymour con el nio de pie frente al edificio en ruinas, y por un momento cerr los ojos. -Ojal pudiera empezarlo todo de nuevo. -No seas absurda! -La idea de un renacimiento seme-jante le resultaba espantoso a Sarah.- Sabes que ha sido un triunfo! -Un triunfo? Mrame no ms. -Harriet se volvi hacia Sarah, y le tendi las manos en actitud como de splica. Sarah baj los ojos. -Lo que necesitas es una ayudante -dijo tranquilamente. -Ya tengo una ayudante. Tengo a esa pequea zorra es-tpida, Mary Wilson. -Imit la voz aguda y lastimera de la joven.- Esa que empieza cada frase que dice con un me pare-ce que. -No, quiero decir alguien que pueda ayudarte a escribir. Necesitas a alguien que te inspire. Fue en ese momento cuando Harriet se acord de Char-les Wychwood; no haba sido el ms eficiente de los secreta-rios, que ella recordase, pero era un poeta, en cierto modo, y haba conseguido hacerla rer. Y fue aquella misma noche cuando le llam, en el mismo momento en que l se encontraba limpiando el retrato que haba encontrado en la Casa sobre la Arcada. No quera hablar del asunto por telfono, dijo mientras Charles miraba fijamente y con entusiasmo a los ojos de Thomas Chatterton. -Qu es lo que dijo aquel ridculo alemn? -prosigui-. Sobre lo que no podemos hablar, sobre eso debemos guardar silencio.

  • 3

    ARRIET SCROPE SE ESTABA PREPARANDO UN sndwich. -Mostaza! -grit, y levant el pequeo bote ama-

    rillo en seal de triunfo-. Encurtido! -Desenrosc el tarro.- Deliciosa manduca! -Sumergi el cuchillo en una lata pequea de crema de anchoas Gordon's y unt con l dos rebanadas de pan blanco antes de aadir estos condimentos.- Mrala! -dijo al picante manjar que se haba preparado-. Tienes unos colores tan vivos! Eres demasiado bueno para que te coman! Sin embargo, se las arregl para tomar un bocado grande y, abriendo an ms los ojos, lo engull con saa. Pero aunque le gustaba la perspectiva de comer, detestaba el proceso fsico en s mismo: siempre que coma, miraba a su alrededor con inquietud, y en ese momento, a medida que otras piezas grandes de pan untado con crema de anchoa, encurtido y mostaza bajaban por su tubo digestivo, miraba fijamente al Seor Gaskell como si estuviese viendo al gato por primera vez. A continuacin lo agarr y se puso a besarle despiada-damente los bigotes mientras ste se debata en sus firmes manos. -Supongo que quieres un poco de encurtido, cario -dijo-. Pero el encurtido es para las personas. Madre es eso; por lo menos, as me lo parece. Lo sostuvo en alto con los brazos extendidos, y se en-frasc con el en uno de sus combates de mirada fija. El

    H

  • Seor Gaskell parpade primero, y ella, con un grito de Victoria!, volvi a besarle: Al hacerlo, el gato se puso a husmear el rastro de anchoa en su aliento, y Harriet lo dej rpidamente en el suelo. -Dime -suspir-. Alguna vez sueas con Madre? Cerr los ojos por un momento e intent imaginar el mundo de los gatos: ha