Claudia y el mago

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CLAUDIA Y EL MAGO LEOPOLDO M.ª Carmen de la Bandera Ilustración: Claudia Ranucci

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Cuento infantil

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CLAUDIA Y EL MAGO LEOPOLDO

M.ª Carmen de la BanderaIlustración: Claudia Ranucci

Después de Claudia, aprendizde bruja, continúa la historia

de esta joven aficionada a la magia y su peculiar abuela, la Bruja Azul. Esta vez conoceremos

la historia de su abuelo, el mago Leopoldo, pero también sabremos lo que

Claudia cuenta de sí misma:sus sentimientos, la relacióncon sus amigas, las peleas

con su hermano, el chico declase que le gusta, las nuevascompañeras de la escuela quehan venido de otros países...Y, por supuesto, asistiremosa un espectáculo de magia.

Edad recomendada para este libro:

A partir de 8 años

I S B N 978-84-667-7717-9

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M.ª Carmen de la Bandera

CLAUDIA Y EL MAGOLEOPOLDO

Ilustración: Claudia Ranucci

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amiga Flor ya no es la más íntima,ahora es Vero y otras niñas nuevas.

Como es muy decidida, a veces se mete en aventuras peligrosas.Lo de Edu... bueno, no te locuento, lee el libro y teenterarás.

Si nos conocemos, ojalá nosvolvamos a ver, y si no, con unpoco de suerte, a lo mejor voy a tu cole.

Un beso.

Nuevamente tenemos a Claudiacontándonos sus cosas. Ahora estáen 5.º de Primaria. Se ha metidoen un grupo de teatro y ahí puededar rienda suelta a sus fantasías.

A su madre y a su abuela Pepa(la Bruja Azul) les cuesta trabajohablar de su abuelo, el gran magoLeopoldo, que murió siendo joven, y a ellas les trae recuerdos, pero Claudia descubre unos papelesque hablan de él.

A partir de ese momento quedafascinada con la historia y se da cuenta de que puede ser suheredera. Así se lo comenta a suabuela, quien le dice que no esfácil. Para ser maga se necesitanpoderes y voluntad para adquirirdestreza. ¿Lo conseguirá? Si sigue los consejos de su abuela, es posible.

En el colegio ha tenido algúnque otro problema, aunque hay quereconocer que ella no tuvo laculpa. La relación con el nuevotutor es muy buena. Parece que su

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EL MAGO LEOPOLDO

NO tuve más remedio que aceptar las condi-ciones que me impusieron papá y mamá; ellossabían las ganas que tenía de hojear los librosdel nuevo curso, por eso me dijeron:

—Nada de libros mientras tengas el cuartocomo una leonera.

Lo peor era que los dos estaban de acuerdo,así que no había escapatoria. Tengo que reco-nocer que, aunque me sonó un poco a chan-taje, llevaban razón.

Cuando llegamos de las vacaciones, dejé laropa sobre una silla. Al día siguiente me faltótiempo para llamar a Flor. ¡Tenía tantas cosasque contarle! Ella también tenía ganas de ver-me, y quedamos en el parque que está enfren-te de casa. Nada más vernos, nos dimos unabrazo y enseguida empezaron los relatos. Leconté lo de la carta de Edu.

A mi nieta Claudia.Recuerda que leer es divertido.

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eran muy simpáticos, y que le gustaba uno deellos.

Yo aún estaba con mi medio enfado y noquise comentar nada. Le dejé que hablara has-ta que se me fue pasando. Entonces tomé elrelevo y le conté lo de la excursión a Chipionapor la playa desde Sanlúcar. Se sorprendiócuando le dije que había encontrado, en unacasa medio derruida, una gata recién paridacon un gatito en la boca, que es la forma quetienen los gatos de transportar a sus hijitos. Lecomenté lo antipática que fue Susana, la ami-ga de mi hermano, que me utilizó para que ledejaran sus padres y luego no me hizo ni caso.Lo de mi cumpleaños... En fin, lo más impor-tante del verano, que era mucho1.

Así se nos pasó el tiempo sin darnos cuen-ta, y como llegué un poco tarde, en casa tuvecaras largas.

Al día siguiente llamó Verónica, y me ofrecípara ir a por el pan, una excusa como otra cual-quiera para encontrarme con ella. Lo mismo quecon Flor, nos llevó un buen rato ponernos al día.

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—¿Que Edu te escribió?—Sí.—¡No me lo puedo creer! Eso es que está

coladito por ti.—No creo, porque era una carta muy sosa.

Se despedía solo con un «adiós», ni siquiera unbeso.

—Porque es un cortado.Cuando yo le contesté sí que le dije «Adiós,

un beso». A mi amiga Lola le pareció la cosamás normal del mundo.

—Pues claro, hija, como tiene que ser —leentró la risa—. Pareces una niña pequeña di-ciendo estas cosas.

Me dio rabia el comentario y a punto estu-ve de no seguir hablando. Me quedé callada yella aprovechó para contarme lo suyo.

Había estado quince días en un hotel deBenidorm, como todos los años. En la pisci-na hizo amigos: dos chicos de Madrid y unachica de Ciudad Real: ha quedado en versecon los de Madrid, lo malo es que viven porMoncloa y eso está muy lejos de nuestro ba-rrio, así que hay que coger autobús y metro,y seguro que no le dejan. Siguió contando que

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1 Lo cuento todo en Claudia, aprendiz de bruja.

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Por la tarde fuimos a Leganés a ver a losabuelos Fermín y Paloma. Total, que con unascosas y otras, el cuarto seguía hecho unapena.

A la abuela le dije que no querían comprar-me los libros, para ver si se aliaba conmigo yablandaba el corazón de los que me hacíanchantaje. Se sorprendió:

—Carlos —le preguntó a papá—, ¿por quéno le compráis los libros a la niña?

—Mira, Claudia —me reprendió papá—: nohay mayor mentira que una verdad a medias.Dile el porqué.

Cuando la abuela se enteró, le dio la razóna papá; no me salió bien la jugada, al contra-rio, había un nuevo aliado en mi contra.

—En cuanto llegues a casa recoges el cuar-to, y sin rechistar —me dijo.

Aunque de mala gana, así lo hice: la ropainterior y las camisetas en los cajones, los ves-tidos y pantalones en perchas colgadas en elropero. Los zapatos y las zapatillas me costóacoplarlos debajo de los cajones.

—¿Ves como ahora está mucho mejor? —dijomamá después de pasar revista.

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Refunfuñando por dentro, de mala gana, se-guí la operación limpieza. Papel por papel,como había ordenado la sargento (mi madre).

Mira por dónde, después de todo, me ale-gré, porque entre tanto revoltillo salieron unasfotos de mi abuelo Leopoldo, el mago, el pa-dre de mamá, junto a recortes de periódicosque hablaban de él. Recordé que me los habíadado la abuela Pepa —la Bruja Azul2— cuan-do vino a pasar las Navidades con nosotros.Como soy un desastre, los dejé en aquel albo-roto de papeles donde era imposible encontrarnada. ¡Qué alegría! Si no hubiese sido por laautoridad competente —mi madre—, ahoraesos recuerdos tan valiosos estarían en el con-tenedor de reciclaje. Es verdad que la BrujaAzul tenía los originales, y que aquello eran co-pias, pero aun así la hubiese defraudado, y ellaconfía mucho en mí.

Miré las fotos. Eran variadas. Se veía a unhombre alto, moreno, el pelo liso, melena cor-ta, barba y bigote muy cuidados, mirada y son-

2 Le puse ese mote porque se pinta el pelo de azul y tienepoderes de bruja buena.

—Sí, pero es un rollo hasta que se ve todoordenado.

—¿Y esto qué es? —dijo la supervisora entono de enfado mientras abría el mueble don-de guardaba los libros, los trabajos que habíahecho durante el curso y todos los papeloteshabidos y por haber. Cayeron en cascada losdesperdicios acusadores.

—Es que no caben.Dije lo primero que se me ocurrió.—¡Naturalmente! Con este desorden, no me

extraña. ¿Y es aquí donde quieres poner los li-bros nuevos?

—Sí.—Tienes un morro que te lo pisas. Ahora

mismo lo recoges todo. Los papeles que nosirvan, a la papelera; los que quieras conservar,en una carpeta; los libros, en esta estanteríadonde están los de otros cursos. Con una ba-yeta, limpias el polvo por dentro. Cuando todoesté en orden, entonces tendrás los nuevos li-bros.

Lo dijo todo seguido, casi sin respirar, y enun tono tan autoritario que no me dio otra op-ción que la de obedecer.

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gente. Cuando él se fue, estuvo durante untiempo muy deprimida; no quería salir, se ne-gaba a abandonar esa casa tan llena de re-cuerdos. Conseguí que se viniese con nosotrosdurante una temporada. Lo hizo de mala gana,ya sabes lo independiente que es. Tú fuiste unbálsamo para su tristeza; se pasaba ratos mi-rándote con ternura y decía suspirando: «¡Unavida se acaba y otra empieza!».

Mamá aguantó las lágrimas. Al fin, se en-contró con fuerzas y accedió a mis ruegos. Mecontó cosas, algunas ya las conocía por miabuela, pero me seguían sorprendiendo aun-que me las repitieran mil veces:

—A los siete años, mi bisabuelo le regaló aLeopoldo una baraja de cartas y le enseñó ahacer algunos juegos de manos. También a mibisabuelo le iba el rollo de la magia, y era bas-tante diestro con la baraja, pero solo se lucíaen algunas fiestas familiares. Eso fue suficien-te para despertar en el niño la afición. Consolo ocho años sorprendía a todos con su ha-bilidad. Alternó los estudios de bachillerato enSevilla, donde vivía, con la profesión de ten-dero, ayudando a su padre en la tienda de te-

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risa misteriosa como corresponde a un mago.Después de mirar y leer todo con atención, lla-mé a mamá para enseñarle el hallazgo.

—No sabía que guardabas esto. ¿Desdecuándo lo tienes? —preguntó sorprendida.

—Me los dio la abuela Pepa cuando vino enNavidades.

No le confesé que casi terminan en la pa-pelera.

Estuvo un rato mirando, revisando sin deciruna palabra. Yo respeté su silencio porque sa-bía que todo aquello le traía grandes recuerdos.

—El abuelo Leopoldo era un hombre extra-ordinario. Uno de los mejores magos del mun-do. Fue una pena que no lo conocieras. Tú te-nías solo dos meses cuando murió.

—¡Qué pena, me hubiese gustado cono-cerlo!

—Naturalmente, pero la vida a veces es asíde injusta —le brillaban los ojos. Después deunos segundos de silencio, continuó—: Laabuela Pepa quedó muy afectada, porque seamaban y estaban muy compenetrados en eltrabajo. La Bruja Azul, como tú la llamas, erala ayudante perfecta: guapa, discreta, inteli-

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muy malos, tanto que alguna vez pensó en de-jar todo aquello y volver a la vida cómoda deSevilla, donde sus padres gozaban de una bue-na posición y le hubiesen recibido con los bra-zos abiertos. Por otra parte, su orgullo y susdeseos de triunfar no se lo permitían, así quedecidió aguantar: volvería a su tierra siendo unmago famoso.

»La ocasión se le presentó una noche en unode los garitos en los que actuaba por cuatro pe-rras. Al terminar la sesión, se le acercó un es-pectador joven, casi de su misma edad, le pre-guntó que dónde había estudiado magia y élrespondió que en ningún sitio, que había apren-dido todo en los libros que él mismo compra-ba. “Es sorprendente, chico, tú tienes poderesde mago. ¿Conoces la Sociedad Española deIlusionismo?”, le preguntó. “No —contestóél—. Me han hablado de ella, pero no sé dón-de está”. “Yo te llevaré”, dijo el joven.

»A partir de este encuentro casual, su vidacambió. Junto a Héctor, que así se llamaba sunuevo amigo, también aprendiz de mago, sedirigieron a la sede de la Sociedad Españolade Ilusionismo, que estaba en una habitación

las de la calle Puente y Pellón. El poco dineroque le daban en la tienda se lo gastaba en li-bros de ilusionismo y magia. Leía las vidas delos grandes magos, como la del gran Houdini,el argentino René Lavand, David Devant...

»Desde los quince años se perdía por la no-che sevillana frecuentando bares y garitos don-de le dejaban demostrar su poder y habilidad.Por más que él trataba de tranquilizar a la fa-milia de que no hacía nada malo, sus padresconsideraron que no era la vida más adecuadapara un jovencito de su edad, y terminaron porprohibirle tajantemente las salidas nocturnas.A regañadientes, obedeció, pero en cuantocumplió los dieciocho años se marchó a Ma-drid con sus libros de magia y sus ilusiones. Suspadres se llevaron un disgusto tremendo, por-que habían previsto que el hijo continuase conel negocio paterno.

»Llevaba algún dinero que tenía ahorrado,pero pronto se le terminó y tuvo que trabajaren lo que salía: cargar camiones, repartir pan,servir copas... y por las noches, igual que ha-cía en Sevilla, buscar algún local, lucir sus ha-bilidades y darse a conocer. Pasó momentos

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de un pequeño piso perdido en el laberinto deMadrid. Allí fueron los dos jóvenes, cargadosde ilusiones, pidiendo que les dejasen perte-necer a dicha sociedad. Pero la cosa no eracomo ellos se habían imaginado: allí no en-traba cualquiera.

»El hombre que los recibió detrás de unamesa tenía cara de pocos amigos y apenasmiró a los jovencitos que esperaban. Cuentami madre que Leopoldo, que siempre llevabauna baraja de cartas en el bolsillo, la sacó ycon una sola mano, abriéndolas en abanico,realizó varios movimientos e hizo que una delas cartas volara hasta meterse dentro de un li-bro que había sobre la mesa. Lo hizo con talhabilidad y rapidez que sorprendió al hombre,y a partir de ahí no tuvo más remedio que to-marles en serio. Héctor aprovechó el mo-mento para sacar de un sombrero que encon-tró en la percha multitud de monedas quesirvieron para celebrar entre los tres el felizencuentro. Fue el comienzo de una gran amis-tad y una brillante carrera.

»Leopoldo aprovechó bien los estudios y lle-gó a ganar el Premio Internacional de Carto-

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»Viajaron por el mundo entero, hasta queun día, sin que nadie lo esperase, la muerte sellevó al gran mago Leopoldo».

Cuando mi madre terminó de recordarmeaquella historia tan maravillosa, me sentí feliz:había valido la pena remover y ordenar los pa-peles. Yo, Claudia, con diez años recién cum-plidos, que quería ser actriz y maga, llevaba enlas venas la sangre, la herencia, los poderes deun gran mago y de una bruja maravillosa.

magia. Cuando ya era un mago famoso, volvióa su querida Sevilla. Sorprendió a todos, y enuna de las actuaciones conoció a tu abuela: deun flechazo entre ellos nació un amor que durótoda la vida. Tus bisabuelos, los padres de laBruja Azul, no querían esa relación porqueellos eran una familia muy respetada en la ciu-dad, y eso de que su hija fuese la mujer de unmedio brujo no les gustaba. Pusieron toda cla-se de trabas, pero al final triunfó el amor. Secasaron en la iglesia de El Salvador de Sevilla.Cuentan las crónicas que fue la novia más gua-pa que se había conocido hasta entonces.