COMITÉ DE CULTURA - Gaceta Nicolaita...tigiosa universidad, al distinguido presidium y final-mente...

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Rodrigo Pardo Fernández, responsable. Ana Cristina Ramírez Barreto, Patrimonio cultural. Miguel Ángel Villa Álvarez, Actividades artísticas COMITÉ DE CULTURA Comisión para la Conmemoración del Centenario de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo Continuar leyendo pág.2 ... La importancia de invertir en la educación José Hernández Moreno M uchas gracias y buenas tardes a todos. Pri- meramente quiero dar las gracias al rector el doctor Medardo Serna González, al doc- tor Carlos León Patiño, a los docentes de esta pres- tigiosa universidad, al distinguido presidium y final- mente a todos los presentes en este evento. Estoy conciente del gran honor pero sobre todo la gran responsabilidad que significa recibir esta distin- ción de la institución académica que fundó don Vasco de Quiroga para, a través de la educación, transfor- mar a las personas y convertirlas en protagonistas

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Rodrigo Pardo Fernández, responsable. Ana Cristina Ramírez Barreto, Patrimonio cultural. Miguel Ángel Villa Álvarez, Actividades artísticasCOMITÉ DE CULTURA

Comisión para la Conmemoración del Centenariode la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

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La importancia de invertir en la educaciónJosé Hernández Moreno

Muchas gracias y buenas tardes a todos. Pri-meramente quiero dar las gracias al rector el doctor Medardo Serna González, al doc-

tor Carlos León Patiño, a los docentes de esta pres-tigiosa universidad, al distinguido presidium y final-mente a todos los presentes en este evento.

Estoy conciente del gran honor pero sobre todo la gran responsabilidad que significa recibir esta distin-ción de la institución académica que fundó don Vasco de Quiroga para, a través de la educación, transfor-mar a las personas y convertirlas en protagonistas

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Rumbo al Centenario

en la aspiración de humanizar las rela-ciones sociales, buscando hacer reali-dad la utopía de Tomas Moro; también en donde impartió clases el Padre de la Patria, don Miguel Hidalgo y Costilla; en donde estudió el talento más precla-ro de la insurgencia y a quien debemos nuestro origen como nación.

Este crisol forjaba al hombre de un país que emergía de una noche de tres siglos de ignominia y explotación, fue clausurado pensando que así se perde-rían las ideas, nada más falso; en 1847 Melchor Ocampo promueve y realiza la apertura de una nueva etapa institucio-nal bajo la denominación de Primitivo y Nacional Colegio de San Nicolás de Hi-dalgo; Ocampo, el filósofo de la Refor-ma, sabía que la paz y el desarrollo del pueblo sólo es posible y se construye con la palabra, con la idea, con los prin-cipios, con la educación, para fortalecer la armonía y la solidaridad social, ex-presando “es hablando y no matándo-nos como habremos de entendernos”.

Convencido del valor sustantivo de la educación para el progreso de los pueblos, el 15 de octubre de 1917 (el próximo sábado se cumplen 99 años de esta fecha), el entonces goberna-dor Pascual Ortiz Rubio estableció la Universidad Michoacana, tercer etapa institucional que da continuidad a los esfuerzos de Vasco de Quiroga y Mel-chor Ocampo.

Esta universidad, cuna del nicolaicis-mo, ha sabido desarrollar y dar cauce a los ideales de sus fundadores, distin-guiéndose por su protagonismo en los reclamos sociales de los diversos mo-vimientos fundacionales de la patria, a saber, la independencia, la reforma y la revolución. Hoy, en la era del conoci-miento, ocupa un lugar destacado por la certificación de licenciaturas, maes-trías y doctorados, para asistir, en este mundo competitivo, a la definición del sentido social frente a la lógica finan-ciera de la globalidad.

No podría ser de otra forma: ser ni-colaita es estar en la defensa de nues-tra esencia como sustento de la so-

ciedad que aspiramos a construir para nuestros hijos, en donde con mejores condiciones alcancen su realización en la armonía y la felicidad.

Al recibir el doctorado Honoris Causa orgullosamente me asumo nicolaita.

Lo cual significa luchar para que la justicia social sea la acción pública que compense y evite las distorsiones del desarrollo económico, dándole un rostro humano para que el valor no se confunda con el precio, ni el éxito con la ganancia.

La fortaleza de la sociedad pasa ne-cesariamente por la armonía y por opor-tunidades de acceso a la educación, al trabajo, al disfrute de la cultura y la re-creación; recordemos que “educando al niño no castigaremos al adulto”.

El reto sustantivo de la universidad es hacer de la educación el punto de apoyo para mover el mundo; que la educación de calidad sea el referente para, dialécticamente, sintetizar lo me-jor de las partes para construir nuevos espacios de oportunidades para la rea-lización de la juventud, en la definición de una sociedad que se caracterice por la igualdad, la fraternidad y la legalidad.

Ante las dificultades económicas del estado para garantizar la educación de calidad es necesario hacer, entre otras, las siguientes consideraciones. La uni-versidad debe aumentar sus relaciones con fundaciones y organismos empre-sariales para que la investigación cien-tífica genere valor agregado y acceda a incentivos fiscales que generen recursos para apoyar a estudiantes de bajos re-cursos con becas, con créditos estudian-tiles y con financiamiento para investi-gación científica; la riqueza nacional se sustenta en las patentes que se regis-tren, en el conocimiento que se crea.

El gobierno debe de ser eficiente en el gasto público, pero más eficiente en la inversión; en este sentido hay sec-tores que atiende el presupuesto de egresos de la Federación que pueden esperar y, en todo caso, en mi humilde opinión, hay un efecto menor.

En educación, que es la verdadera inversión que sustenta el presente para fortalecer el futuro, el gobierno no debe descuidar el valor insustituible del tiem-po y la oportunidad para que la juven-tud, a través del estudio, de la educa-ción de calidad, desarrolle sus potencia-lidades creativas y creadoras, para que

se convierta en el protagonista histórico al atender el llamado del porvenir.

Un recorte presupuestal en la edu-cación pública nos debilita como so-ciedad, excluye de oportunidades a los jóvenes, retrasa el acceso al conoci-miento y distorsiona las oportunidades de bienestar que demanda la sociedad.

Desde este espacio hago un llamado para que el rubro de la educación no se vea afectado negativamente, por el contrario, se estudien formas mixtas de participación para fomentar la investi-gación e impulsar círculos virtuosos en donde todos ganen, que es reflejo de que gana el pueblo.

La educación es y debe seguir siendo el medio natural por excelencia para la movilidad social. A través de la educa-ción es posible el cambio social, porque se sustenta en la transformación de la persona que, con base en el estudio, ac-cede a conocimientos y habilidades para un mejor desempeño en todo el entor-no; sin embargo, la enorme disparidad que se advierte en la sociedad mexicana dificulta enormemente que los sueños y aspiraciones de la juventud estudiosa se hagan realidad.

Es mucho lo que falta por hacer para tener una sociedad sin asimetrías, pero eso exige el compromiso y la acción sin tregua y sin descanso. Cumplamos, congruentes y solidarios, con nuestra responsabilidad, reflexionemos para pensar cómo corresponder a todo lo que nos ha dado la universidad, cómo apoyar y aumentar su fortaleza y mejo-rar su servicio a la sociedad; dejar para después estrategias, a través de la pre-sión, para ver qué le sacamos.

Muchos son los michoacanos que se han distinguido en la política, en la ciencia, la diplomacia, el deporte, en las letras, en el arte, pero debemos re-conocer que es resultado del contexto en que se han desarrollado: Lázaro Cár-denas, Francisco Múgica, Luis Padilla Nervo, Alfonso García Robles, Salvador Pineda, Ignacio Chávez, Alfredo Zalce, Antonio Martínez Báez, Rubén Rome-ro, Mariano Silva Aceves, Juan Gabriel y Marco Antonio Solís, el compositor Martin Urieta, el escultor José Luis Pa-dilla, por sólo mencionar unos pocos.

Esto es muestra de un talento natural para con la perseverancia lograr que los sueños se hagan realidad, es muestra de que en Michoacán se piensa en grande, que la adversidad la vemos como obstá-culos para exceder y reafirmar nuestro espíritu de superación.

Pero no perdamos de vista que, aun-que es un orgullo ser la excepción, el propósito es que el éxito sea lo común en los integrantes de una sociedad que se impone a su tragedia.

JOSÉHERNÁNDEZ

Me apena ser el error en la estadís-tica; deseo ir, como lo escribe el poe-ta León Felipe “con las riendas tensas / y refrenando el vuelo / porque no es lo que importa llegar solo / ni pronto, / sino llegar con todos y a tiempo.”

Mis padres nacieron muy cerca de aquí, sin embargo en aquel tiempo seguramente por la falta de vías de comunicación pareciera que era muy lejos, tan lejos como las propias es-trellas. Al igual, en la década de los 70, cuando mis padres aun pensaban que permaneceríamos en México, dejaron a mi hermano mayor con mis abuelos en La Piedad, donde terminaría sus estudios de secundaria y preparatoria, para despues asistir a esta benemérita institución, donde estudiaría la carre-ra de ingeniería eléctrica. Una prueba del buen trabajo de esta universidad es la carrera existosa de mi hermano en el extranjero.

Cuando era estudiante, aun recuer-do sus viajes en camión de más de seis horas los fines de semana entre More-lia y La Piedad.

Actualmente hay una autopista y una carretera la cual nos permite via-jar fácil y rápidamente hasta la capital; sin embargo esto no ha sido suficiente para cambiar el rancho de mis padres: Ticuitaco está ahora muy cerca, pero sigue estando lejos del desarollo, como lo están muchas comunidades olvida-das, por algunos, pero no por todos.

Estoy convencido de que la única manera de transformar una sociedad es con educación. No existe diferencia de ningún tipo entre los seres humanos. Lamentablemente todavía en nuestra sociedad la diferencia entre ser y no ser, entre soñar y alcanzar un sueño para muchos es el dinero, y eso no debería ser, la única diferencia, si se le brindan las mismas oportunidades, debería ser el talento y la agresividad que cada jo-ven ponga para alcanzar su sueño. Si mis padres no me hubieran inculcado el valor de la educación sería una más de las estadísticas, y no un error en ellas

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Rumbo al Centenario

como para algunos parezco cuando co-nocen mi origen humilde, mexicano, michoacano y campesino. Mi origen migrante, hijo de padres cosechado-res de frutas en un país que no era su tierra, origen del cual me siento muy orgulloso, porque gracias a ellos pude alcanzar mi sueño, y pasar de cosechar fruta a cosechar las estrellas. Pero ¿por qué debe ser extraño que esto suceda, por qué existen más historias de fracaso que de éxito? ¿Por qué más narcotráfi-co, violencia, protestas, huelgas, co-rrupción, etcétera?, ¿será acaso porque

las cosas se están haciendo bien o hay algo que falta? En mis mensajes men-ciono cinco ingredientes que me dio mi padre para poder alcanzar mi sueño. Cada historia de éxito tiene sus propia receta, pero hay un ingrediente que no falta en ninguna, que no falla, es el ingrediente número cuatro de la rece-ta de mi papá: la educación, pero una educación de calidad, una educación puesta en la agenda nacional, no sólo en el discurso político. Muy pocos so-mos pioneros por naturaleza, y muchos menos estamos dispuestos a cambiar o

hacer sacrificios del presente que tene-mos por la esperanza de un futuro me-jor. Muy pocos politicos están dispues-tos a tomar decisiones si los resultados son más allá del sexenio. Mi mayor de-seo es que la educación en México pase a ser la prioridad en la agenda nacional de todos los políticos, los gobernantes, las universidades, las religiones, los lí-deres sindicales, los maestros, los pa-dres de familia, las organizaciones no gubernamentales. De todo el pueblo de mi pueblo que es México, para que to-dos podamos ser sin distinción en este

país gente feliz, libre de pensamiento, ciudadanos del mundo e innovadores. Recuerden amigos que nuestro recurso más valioso en México no son recursos naturales como el petróleo, el oro o la plata: es nuestro recurso intelectual. Debemos invertir en este recurso en forma constante y agresiva en vez de recortar su presupuesto.

Muchas gracias por honrarme con este reconocimiento y hacerme parte de esta distinguida familia.

13 de octubre de 2016

Una historia circular

Los actores se adiestran para en-trar en personaje; durante meses viven de otro modo para apro-

piarse de la personalidad que deben representar. Me gustaría disponer de la técnica del Actors Studio para encarnar con propiedad el honroso y excéntrico papel que me han asignado.

Agradezco la distinción de ingresar a la nómina de graduados de honora-rios de esta Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Lo que he hecho para llegar aquí es menos deci-sivo que la generosidad de una institu-ción dispuesta a reconocer a un alumno que no ha asistido a clases y a atribuirle el mérito compensatorio de no haber perdido el tiempo fuera de las aulas.

La alegría de estar ante ustedes se mezcla en forma necesaria con el cues-tionamiento de mis cualidades. Los logros nunca son completos. Cuando le dedico un libro a una de mis maes-tras de primaria, me siento culpable de seguir teniendo mala letra. De niño, la caligrafía torcida me parecía una li-beración de los rigores escolares. Ese desvío de la norma me ayudó a escribir con gusto, pero también me convenció de que sólo podía expresarme en for-ma rara, transgresora. Encuentro ahí un núcleo decisivo para el arte. Toda obra creativa implica una ruptura con lo habitual. ¿Puede, por tanto, ser re-conocida por las convenciones? ¿No es la aceptación una prueba de que la novedad artística ha fracasado, asimi-lándose a los gustos comunes?

Todo autor desea establecer contac-to con los otros; de lo contrario, no pu-blicaría. Sin embargo, también preten-de ofrecer un discurso disruptivo, que

cuestione la tradición. En consecuencia, la aceptación unánime es un castigo.

Por suerte, la mayoría de los reco-nocimientos son parciales y dependen de la arriesgada decisión de un jurado que, en la oscuridad del paisaje, en-ciende una ventana hasta entonces oculta para que alguien se asome ahí. No se trata de un certificado de inmor-talidad sino de una invitación a dete-nerse en algo que no ha sido adverti-do. Tanto el autor como el jurado han apostado por el riesgo. El auténtico consenso, si acaso llega, pertenece a la ignorada posteridad.

Las dudas para merecer un recono-cimiento aumentan cuando se trata de un grado académico. Recuerdo una le-jana conversación con mi padre, en los tiempos en que me disponía a entrar a la Universidad. Yo dudaba entre seguir la carrera de Sociología o la de Cien-cias Políticas, indecisión basada en una certeza negativa: no quería estu-diar Letras. Temía convertir mi pasión por la literatura en un matrimonio por conveniencia. Decidí, pues, cursar una carrera que me brindara un contexto en temas sociales sin ahogar mi fervor literario, pero no sabía cuál escoger. En aquella plática, mi padre respondió en forma inolvidable: “Elige lo que quie-ras para la licenciatura; lo único que importa es el doctorado”. Su respuesta no estaba animada por la pedantería, sino por la convicción de que la vida in-telectual sólo se puede desarrollar en la Universidad. En otro momento, me había dicho: “La Universidad es nues-tra madre y nuestro padre”. No conce-bía una existencia fuera de esa órbita. Mi madre, por su parte, era doctora en

Psicología. ¿Qué puede hacer un hijo de académicos para asegurarse un ca-mino original? No llegar al doctorado.

Mi paso por la Universidad Autóno-ma Metropolitana, campus Iztapalapa, fue más grato y estimulante de lo que había previsto, pero no me alentó a ha-cer estudios de posgrado. La literatura estaba en otra parte.

Imaginaba un destino aventure-ro, como el de Ernest Hemingway, Jack London o André Malraux, o por lo menos como el de José Revueltas, quien, como su amado Dostoyevski, encontró su universidad en la cárcel. La intensidad del presidio me parecía superior a los estudios académicos. Aunque trabajé en un barco carguero y milité en un partido político que tenía menos de mil miembros, nunca prota-gonicé grandes peripecias. Mi vida ha sólo sido intrincada en la medida en que depende del multiempleo al que se somete un escritor que procura ser independiente, pero no cacé leones ni conocí el frente de batalla.

Leí con el desorden de quien agota la bibliografía necesaria para escribir un prólogo o se documenta para hacer una crónica. No hay modo de admirar a un autor sin sentir deseos de cono-cer qué otros autores lo han formado. Cada descubrimiento literario lleva al descubrimiento adicional de las in-fluencias que forjaron esa voz única. Sin otro método que la curiosidad, tracé genealogías y mapas literarios para mi uso personal. En 1989 escribí un primer ensayo, la introducción a los Aforismos, de Georg Christoph Li-chtenberg, que traduje para el Fondo de Cultura Económica. Se lo dediqué a

Luis Villoro porque era el género que él ejercía con excelencia. Preferí poner su nombre completo que la frase “a mi padre”. Lo hice recordando la manera apodíctica en que él me saludaba por teléfono: “Habla tu papá, Luis Villoro”. A la distancia, distingo en mi gesto una búsqueda simultánea de cercanía y diferenciación. Escribir un ensayo sobre un pensador del siglo XVIII era una aproximación a los intereses de mi padre; al mismo tiempo, yo era otro; quería tener mi propio nombre, aunque muchos me dijeran “Luis”.

Esa dedicatoria -señal de afecto y reticencia- fue una decisión tan capri-chosa como la de asumir que, al no llegar al doctorado, escaparía a la ad-mirable y abrumadora sombra de mi padre. Pero el destino tiene otro modo de tirar los dados.

En el año de 1990, Adolfo Bioy Ca-sares estuvo en México y se le dedicó una mesa redonda en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fui uno de los participantes.

Juan Villoro

El 13 de octubre fueron otorgados cuatro doctorados honoris causa, entre otros al astronauta de origen michoacano José Hernández Moreno, investigador en Ingeniería Mecánica, Eléctrica y de Materiales, y al escritor Juan Villoro Ruiz, periodista y profesor universitario, quien ha cultivado géneros literarios diversos,

de la crónica a la novela, de la poesía y el teatro al ensayo; su padre, Luis Villoro, donó a su muerte su acervo bibliográfico a la Univesidad Michoacana.

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Rumbo al Centenario

Ahí atisbé a una hermosa muchacha, que me hizo pensar en la heroína de La invención de Morel.

Poco más tarde, Ramón Xirau me invitó a ser jefe de redacción de una revista que él pensaba dirigir y llevaba el apropiado nombre de Utopías, pues ja-más publicamos número alguno. Nos reunimos con la directora de la Facultad, la filósofa Juliana Gonzá-lez, y ella nos entregó unos doscientos trabajos que los maestros deseaban publicar. Aquel torrente de textos se debía menos a la fecundidad creativa de los profesores que al deseo de obtener puntos para mejorar su sueldo, pues Utopías iba a ser una revista “con arbitraje”. Xirau entendió que, para mantener el nivel de calidad, tendría que rechazar a la mayoría de sus colegas. No quiso asumir ese cruento papel y renunció a la dirección. Juliana me dijo que habían previsto una plaza de medio tiempo para el puesto de jefe de redacción. Ya que la revista se había can-celado, ¿no me interesaba dar clases? Repetí lo que había dicho en otras ocasiones: el mundo académico no me parecía un ámbito propicio para un escritor.

Al salir de su oficina, la diosa Fortuna dejó caer una carta marcada. En el pasillo vi a la chica vislumbrada en el homenaje a Bioy Casares. Se acercó a mí y pre-guntó: “¿Usted da clases aquí?” Mi vocación cambió para siempre. Regresé a la oficina de la directora y dije que quería ser maestro (en beneficio de la co-rrección política, aclaro que sólo me casé con la chica muchos años después, cuando ya había dejado de ser mi alumna).

Así comenzó una trayectoria en la que aprendí a lamentar no haber cursado el doctorado. Las acade-mias extranjeras suelen reconocer equivalencias con mayor flexibilidad que la mexicana. De Asociado A en la UNAM pasé a full professor en Yale, Princeton y la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. En algún momento, me propuse cursar un doctorado a distan-cia en Sociología, en la Universidad Complutense de Madrid. El tema iba a ser el uso social de la verdad en México y el director, Roger Bartra. Pero las urgencias del multiempleo acabaron con este proyecto. Las trescientas páginas que debía tener la tesis fueron sustituidas por miles de páginas para la prensa.

Carlos Monsiváis se definía como “doctor honoris causas perdidas”. El término le iba de maravilla por-que abanderaba ilusiones no siempre realizables. Cada escritor elige a sus precursores, aunque no pueda estar a su altura. Menciono a Monsiváis por-que su voz falta en un momento aciago de la historia mexicana. El autor de Días de guardar alertó sobre la descomposición del sistema político mexicano, la rampante desigualdad social, la impunidad y la dis-criminación racial y de género. Al mismo tiempo, ejerció el sentido del humor y demostró que nuestra mayor riqueza es el lenguaje.

Quienes éramos más jóvenes que él y participába-mos de sus ideas, lo seguimos en manifestaciones de apoyo a una figura histórica, singular excepción en la corrompida política mexicana, Cuauhtémoc Cárde-nas, ex gobernador de Michoacán que en 1988 con-tendió por la presidencia, y la ganó pero fue víctima de un fraude, y en 1997 se convirtió en el primer jefe de gobierno electo en la Ciudad de México. No siem-pre nuestras causas han sido perdidas.

La hora mexicana impone compromisos distintos

para cada escritor. Me parece no sólo legítimo sino necesario que incluso en medio del horror se escri-ban sonetos amorosos, cuentos fantásticos o piezas de teatro del absurdo. En lo que a mí toca, he que-rido, como mis admirados Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska, ser fiel al género de la crónica y reflejar los quebrantos de nuestro tiempo. Por otra parte, he procurado que en mis cuentos y novelas y, sobre todo, en mis libros para niños haya espacio para la ironía y la celebración sensual de la existencia. Nada es más disidente en el México de hoy que sentirse bien. La literatura es la utopía portátil que brinda una felicidad rebelde en medio del espanto.

Se escribe en aislamiento; sin embargo, esa sole-dad es relativa. El autor trabaja con un idioma que es una construcción gregaria. Lo mismo puede decirse de la tradición a la que pertenece. En sentido estric-to, no hay literaturas individuales. Todo proviene de alguien más.

Recibir una distinción obliga a reconocer una deu-da con la imaginación colectiva. Cuando releo un texto mío y algo me sorprende, su mayor virtud es que parece escrito por otro. Ese grado de autonomía define a la obra literaria, que desconcierta incluso a quien la hizo. Resulta difícil sentirse orgulloso de eso porque su principal mérito es que parece ajeno.

Las ascensiones provocan una paradójica humil-dad, según saben los astronautas que al ver la Tierra desde el espacio exterior suelen cobrar conciencia de su pequeñez y sentir un fervor místico por el planeta azul. Pero no hay que ir tan lejos para experimentar eso. Recuerdo las palabras de un amigo excursionis-ta acera de la moral que se aprende en la montaña: “Llegar a la cima es optativo; descender es obliga-torio”. Eso es válido para quien sube el Everest o los cuatro o cinco escalones que llevan a un foro.

Comencé recordando la discusión que mi padre y yo tuvimos en torno al doctorado, que ahora recibo en condición honorífica, en un sitio decisivo para él, pues aquí dio clases. Cuando alcanzó la edad de los profetas, decidió mudarse a Morelia y regalar su bi-blioteca a esta Universidad. Permitió que cada uno de sus hijos se quedara con algunos ejemplares de recuerdo. En forma tímida, mis tres hermanos y yo tomamos unos cuantos volúmenes. Sin acuerdo pre-vio, quisimos respetar la unidad de la biblioteca, que era el retrato de una mente.

No se trataba de los miles de tomos nunca leídos y encuadernados en piel que suelen tener los políticos, sino de una biblioteca de trabajo, concentrada en te-mas de filosofía e historia de México, que podían ser de utilidad a estudiosos de esas materias.

Mi padre nació en Barcelona y creció en Bélgica, en un internado de jesuitas. Llegó a México en la ado-

lescencia. La pobreza del país lo horrorizó, pero más aún el hecho de pertenecer al rango de los explota-dores, pues su familia tenía haciendas mezcaleras en San Luis Potosí. Toda su vida fue un dilatado gesto de reparación, un intento por conocer la cultura profun-da y soslayada de este país y de imaginar otro mundo posible, más justo y solidario, una sociedad por venir.

Sí, mi padre tenía doctorado. Pero su estudio más profundo ocurrió en otra parte. En enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional puso el tema indígena en la agenda de la modernidad. Luis Villoro había empezado su trayectoria intelectual es-tudiando a los primeros intérpretes de los indios. El saldo de ese empeño fue Los grandes momentos del indigenismo en México. Hacia el final de su vida, los zapatistas le dieron la oportunidad de acercarse en forma directa a las comunidades indígenas. En 2001, lo acompañé al Congreso Nacional Indígena en Nurío, Michoacán, y fui testigo de la deferencia con que lo trataban sus interlocutores. En la Ciudad de México, Luis Villoro Toranzo era un veterano profesor universi-tario. En las comunidades indígenas, era un “hombre de juicio”. Ahí, él se veía a sí mismo como un alumno.

Junto con su compañera, la filósofa Fernanda Na-varro, afincada en Morelia, recorrió las comunidades purépechas. Un día, una mujer le comentó: “Gracias a usted no me da vergüenza ser indígena”. Luego le dijo “tata”, apelativo que antes habían recibido Vas-co de Quiroga y el general Lázaro Cárdenas. Fue el momento más alto de su vida.

Los restos de mi padre están en dos lugares. Depo-sitamos sus cenizas en el “caracol” de Oventik, bajo un árbol de liquidámbar, junto a la cabaña de madera donde se reúne la Junta de Buen Gobierno. Ahí, el ru-mor del follaje recuerda las ideas del filósofo.

La otra parte de su cuerpo está en esta Universi-dad. Son los libros que leyó, el saldo de su mente, que no deja de dialogar con los lectores.

He escrito este texto para darles las gracias y para tratar de entrar en personaje, es decir, para hacerle honor a una causa.

¿Qué es una universidad si no una forma de la fi-liación, un espacio donde el saber pasa de una gene-ración a otra? Hace 42 años mi padre me dijo: “Lo único que cuenta es el doctorado”. Como correspon-de al orgullo de un hijo desobediente, viví para no hacerle caso. Hoy, la buena voluntad de ustedes, me obliga a corregirme. Los libros que he escrito me han traído a la casa que conserva los libros de mi padre, una historia circular, urdida por la forma generosa en que el jurado leyó mis textos y en un giro digno de la ficción, decidió concederme un título sin examen de por medio. Muchas gracias.

13 de octubre de 2016

J U A NV I L L O R O