La fuerza más potente del mundo, LA FE. La cosa más fácil, EQUIVOCARSE El error mayor, ABANDONARSE.
Cosa,Obra,Mundo
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Cosa, Obra, Mundo
1.-¿De qué cosa se trata?
Preguntamos. Es evidente que la fórmula nos es familiar; es de uso común preguntar:
¿de qué cosa se trata...?, y es evidente también que en tal formulación la palabra cosa
no está designando lo que usualmente pensamos cuando la ocupamos aisladamente. Las
cosas que hay en esta sala, por ejemplo, son las sillas y la mesa, el pizarrón y las luces,
los lápices y los zapatos que usamos. Pero no llamamos cosas a las personas que
asistimos a la conferencia e incluso es extraño referirse a un animal, a una planta o a
una piedra en esos términos. Pensamos en las cosas y nos representamos, en primer
lugar, algo presente (ousia) compuesto de una forma (morphe) y una materia (hyle),
producido (poiesis) en vistas de cumplir una función. Un artefacto, en eso pensamos
cuando decimos cosa: algo hecho con arte, donde la palabra latina arte traduce a su vez
la voz griega techné: un tipo de saber que hace capaz de producir o hacer bien algo (un
puente o un discurso o la salud en el cuerpo enfermo, navegar o esculpir). La techné,
pues, de donde procede la palabra técnica, no sólo es el nombre para el hacer y el saber
hacer del obrero manual, sino también para el arte, en el sentido de la bellas artes. Tales
categorías -materia y forma, producción y finalidad, arte y técnica-, categorías con las
que nos representamos las cosas y que vienen, como ya se ve, de muy antiguo, no tocan
sin embargo el uso que de la palabra cosa hacemos cuando preguntamos ¿de qué cosa
se trata...?
Cuando así preguntamos lo que queremos saber es acerca del asunto que reúne a
aquellos que hablan de algo, la cuestión que da sentido a la actividad de un grupo. Cosa
allá significa presencia autónoma producida con arte e industria; cosa aquí significa: el
asunto que nos concierne y nos reúne. Para el primer uso de la palabra cosa tenemos
categorías que nos permiten una definición; del otro uso de la misma palabra, no nos
hacemos una noción clara y, más bien, nos queda oculto desde que nos representamos
las cosas según las categorías tradicionales que, pese a su aparente condición evidente,
son interpretaciones que provienen de antaño.
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Entonces, ¿de qué cosa se trata aquí, cuál es nuestro asunto? Se trata del arte y de esas
cosas que son las obras de arte, cosas que no son, al parecer, meras cosas, cosas usuales,
pese a que en un sentido -en tanto artefactos, algo producido a través de una técnica-
pueden ser representados según las categorías antedichas de materia y forma y
sustancialidad. Según Heidegger, cuyo pensamiento -y cuya retórica- conduce
notoriamente lo dicho hasta aquí, la interpretación tradicional del ser de las cosas, que
está a la base de lo que hasta hoy entendemos cuando hablamos de la realidad
(res/cosa), impide pensar lo propio de la obra de arte. Las tres interpretaciones del ser
cosa con que se cuenta son: el concepto de cosa como soporte de atributos; el concepto
de cosa como unidad de múltiples sensaciones; el concepto de cosa como materia
formada. El intento de captar la condición de la obra de arte a la luz de tales conceptos
fracasa –afirma Heidegger-, no sólo porque tales conceptos no captan la condición de
cosa, sino porque al plantear la cuestión de la obra sobre la base de su ser cosa se fuerza
a la obra a entrar en un preconcepto que obstruye el acceso al ser obra de la obra. No se
puede decidir, pues, acerca de la condición de cosa de la obra hasta no haber mostrado
claramente el reposar en sí de la obra: esa condición de autonomía, de autorreferencia,
que parece caracterizarla. No se alcanza, pues, a la obra por la vía de los conceptos
previos acerca de la cosa. Ocurre más bien al revés, dice Heidegger: por la obra se hace
patente el ser de la cosa. ¿Por qué? Porque en la obra se pone de manifiesto un mundo.
Lo que queda impensado por el pensar tradicional, lo que no puede ser pensado con sus
categorías, es el mundo, pese a que la condición indispensable de toda relación
comprensiva con cosas -de todo modo de ocuparnos de cosas- es la trama que las reúne
significativamente y que les da a cada una un sentido, un lugar, una justificación. Se
diría que lo que se quiere pensar bajo ese nombre -mundo- tiene que ver, más bien, con
lo mentado por la palabra cosa, cuando usamos ésta en el sentido vago de: lo
concerniente, lo que, en cada caso, nos atañe y que campea, impera, de un modo que no
es el de lo fácticamente presente, acordando a las cosas y las relaciones que
establecemos en medio de ellas en un horizonte global de sentido.
Pues bien: la cosa del pensar heideggeriano es: el acontecer de un mundo, entendido
esto como condición fundamental, aunque inadvertida, del comparecer usual e inusual
2
de las cosas. El mundo comparece en esas cosas que son las obras de arte, pero el ser de
éstas se despliega en el lenguaje de su contemplación (recepción). En todos los casos la
reflexión heideggeriana comienza por desmontar la historia interpretativa que está
presente en las palabras que inmediatamente se nos imponen a la hora de pensar en las
cosas. Desmontar la historia interpretativa consiste en escuchar en las palabras la
interpretación que habla a través de ellas y que hace que nos remontemos al contexto de
pensamiento en que tales nociones fueron generadas y acuñadas. Así presentado,
pareciera que el ejercicio de Heidegger allí donde presume pensar en algo que nos
concierne, que compromete el actual estado de las cosas, fuera a dar al pasado. Y algo
de eso hay, es cierto. A condición de que pensemos bien qué significa actualidad,
presente y pasado.
Convencionalmente, conducidos por lo que concebimos como realidad y ello a partir de
la determinación de la cosa como lo fácticamente presente, nos representamos el pasado
como aquello que ya fue y quedó a la espalda, inoperante. Pero el pasado nos precede,
lo que llegó primero, antes que nosotros, y -como quien nos precede en una fila- está
delante, esperándonos. Somos prematuros respecto del pasado. La actualidad de una
época -su novedad- vive de la inadvertencia del pasado que habla en ella. “Toda
novedad es olvido”, dice F. Bacon, según cita Borges en un cuento famoso. La tarea
del pensar, según prescribe Heidegger, consiste en desplegar la presencia de lo presente
-el ser de lo ente- y, en contra de las inercias instituyentes de la tradición, volver
audible la interpretación en cuya dimensión inadvertidamente está cautiva nuestra
comprensión.
En contra del pensar tradicional, decimos, puesto que éste, según la lectura de
Heidegger, se constituye precisamente sobre el olvido de eso, a saber: que su
interpretación del ser se erige sobre una interpretación inadvertida del tiempo, según la
cual el ahora es el límite entre lo que ya fue y lo que aún no es. No puede pensar la cosa
sino como lo artefactualmente presente, lo que está ahí, ahora, sin relación a lo que
determina la comprensión que hacemos de ella, y que proviene del pasado que nos
anticipa.
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A la hora de pensar estamos ya en el lenguaje y en éste hablan palabras cuyo sentido
nos precede, respecto del cual somos prematuros. Experimentar esa prematurez respecto
del lenguaje que hablamos y que nos habla desde el futuro-anterior es la principal
invitación del pensamiento de Heidegger. A la pregunta (moderna) de Bugs Bunny:
¿Qué hay de nuevo, viejo?, la respuesta heideggeriana sería: Lo-de-nuevo-viejo.
2.-Una cosa que sirve para orinar.
Ensayemos el análisis de un caso que es, al mismo tiempo, una cosa, una mera cosa.
Quienes tengan una mínima cultura en el arte del siglo XX y reconocen La fuente de
Marcel Duchamp, expuesta por vez primera en 1917 en Nueva York. Reproducida mil
veces en libros y revistas de arte o en programas culturales de televisión, este objeto se
erige como emblema de la producción de la vanguardia estética de comienzos del siglo
XX, la cual, a su vez, marcará la característica del arte moderno hasta hoy. La
actualidad del arte actual dura, pues, más o menos cien años y durante esa centuria,
como afirmó Adorno en 1970, “ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es
evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a
la existencia.” Que esta afirmación es correcta lo comprueba esta obra en la que la
noción misma de obra -y por lo tanto la noción de autor- queda manifiestamente puesta
en crisis e inadecuada. Porque a simple vista, sin el aval de una presentación que
contextualice este objeto como objeto de arte, lo que aquí tenemos es sencillamente un
urinario, esto es, una cosa hecha para orinar y cuyo emplazamiento usual es el baño
público de varones. Si dejamos de lado el elemento paródico y provocativo que está
presente en la proposición de Duchamp (como en las acciones del Dadá bajo cuyo signo
en general se lo pone), podemos sacar conclusiones interesantes.
Decimos, por ejemplo, que un urinario es algo que sirve para... y llamamos a eso un
utensilio. Así, la cosa queda definida desde su función. Mas, una cosa funciona
únicamente en su espacio de uso, en el contexto instrumental en el que tiene su lugar,
aquí el baño y no cualquier baño, sino el baño público de varones, institución propia de
la ciudad moderna, esto es, la ciudad históricamente determinada por relaciones de
producción industrial. El urinario no es una cosa manufacturada, sino un artefacto de
loza que a partir de un prototipo que ha sufrido pocas variaciones desde su diseño
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inicial, ha sido producido en series ilimitadas por la industria del enlozado (en su línea
blanca), todo lo cual hace parte de ese tipo de sociedad así llamada de masas. Por
consiguiente, la condición usual de la cosa depende de un contexto instrumental que, a
su vez, se inscribe en una red de relaciones que definen una época histórica, un mundo,
en este caso el mundo tecno-industrial y de economía capitalista.
Sin embargo, no es usual que pensemos todo esto cada vez que usamos una cosa.
Usualmente ni siquiera vemos la cosa en su condición de cosa, sino que sencillamente
disponemos de ella, la usamos, y lo que tenemos a la vista es lo que estamos haciendo y
lo que queremos hacer. Tal es así que para que la cosa se haga presente en su estar ahí,
en su mero estar presente, debe fallar, hacerse indisponible, destacar de su contexto
usual porque no funciona. “La esencia de un objeto tiene algo que ver con sus restos:
no forzosamente con lo que queda después de que se ha usado, sino con lo que se
desecha para el uso.” (Barthes). De ahí, acaso, la condición fantasmal que las cosas
adoptan en el cuarto de los cachureos, donde van a dar cuando ya no sirven y son
desechadas: lo que campea en el cuarto de los trastos es el espectro de un mundo, de un
contexto que brilla por su ausencia, en esa apilación heterogénea de cosas descolocadas,
despojadas del contexto usual que les daba sentido y reducidas así a su presencia
facticia, idiota, indispuesta. De ser así, usualmente las cosas jamás están presentes como
cosas y para que esto ocurra es necesario un contratiempo que perturbe el
funcionamiento de la actividad en la que estábamos ocupados: pequeños o grandes
accidentes que provocan, según se dice, que el mundo se nos venga encima.
Sin embargo, lo que aquí nos ocupa no es un mero urinario descolocado de su espacio
usual. Es este objeto firmado, según sabemos, por un artista y reconocido desde su
exposición inicial, a través de múltiples reproducciones, como un hecho estético
característico del arte moderno. Es evidente por otra parte que lo que yo les muestro
aquí no es una reproducción del objeto manipulado por Duchamp, ni es tampoco ese
mismo objeto. Por lo demás, ¿qué importancia podría tener exhibir el original de
Duchamp considerando que ese original es cualquier urinario, igual a éste? Se puede
adivinar, pues, que el concepto mismo de “original”, “único” (y también, por tanto, el
de reproducción o copia), nociones inevitables a la hora de pensar la obra de arte
tradicional, quedan completamente fuera de lugar enfrentados al urinario de Duchamp,
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que palmariamente hace comparecer un mundo industrializado donde los objetos, que
arman el espacio de la vida, no son productos artesanales, manuales, sino el resultado de
un proceso producción en serie, mecánico, técnico. La producción de objetos y de la
estetización de las mercancías corre por cuenta del diseño de prototipos y de su
reproducción técnico-industrial.
Si es así, ¿qué hace que el urinario devenga objeto de arte? De otra manera: ¿qué es lo
que firma Duchamp, de qué es autor, en que consiste su acto creativo, cuando lo
expuesto es una cosa ya hecha, un ready-made, como él mismo lo llama?
Respondemos: Duchamp es autor del acto, de la decisión, de exponer ese objeto dentro
del contexto del arte, en el espacio de una sala de exposiciones. Duchamp es autor,
pues, de un gesto, gesto intelectual que problematiza la noción misma de autor.
Aislando el urinario de su espacio de uso, de donde le venía su definición como útil, su
función, suspende su sentido usual, y así, reducido el objeto, a su ser mera cosa, a su
presencia obtusa, sin sentido, lo pone en otro contexto, en un contexto que como tal
releva el puro aspecto de la cosa, su ser la presencia material de una forma. En una sala
de exposiciones, el espacio del arte, las cosas que hay, sensu stricto, no sirven para
nada, excepto para ser contempladas en su presencia estética, es decir: dadas a la
percepción sensible. La relación estética despoja al signo de su significado y lo
considera en su pura dimensión significante: la cosa (signo, mensaje, objeto) queda así
entregada en su aspecto, compareciendo infamiliar (como una mueca que señala algo
pero que no se sabe qué señala); signo, sí, pero con significado desconocido. Para que
algo comparezca así basta arrancarlo de su contexto usual -en cuya trama la cosa
funciona y es usada-, infamiliarizarlo y colocarlo dentro de aquel espacio inusual que es
el arte, en el que las cosas quedan reducidas a su aspecto, a su exposición. Si al urinario
le venía su definición de su espacio de uso, a la obra de arte, modernamente, le viene su
definición de tal del espacio de arte y esa definición, en la época de la reproducción
técnica, tiene que ver principalmente con el valor exhibitivo. Así dice Benjamin. El
arte, el valor artístico, queda así como determinación que proviene de la institución
europea del arte, cuya autonomía fue gradualmente constituida durante el siglo XIX.
3.-El campo del arte.
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En 1936, Heidegger se pregunta -como ya lo indica el título de su ensayo- por el
origen de la obra de arte. Origen es pensado ahí como la fuente de donde procede la
esencia, el Wesen, de algo, su modo de darse en una época determinada. ¿Cuál es la
fuente de aquello que entendemos como obra de arte? La respuesta inmediata y trivial
es el artista: el artista crea la obra. Pero, continúa Heidegger, ¿cuál es el origen del
artista, qué es aquello que hace de juan pérez un artista, que es lo que lo instituye en ese
rol, en esa inscripción social? Respuesta inmediata de nuevo: la obra de arte. La obra de
arte -su producción- es lo que instituye a su productor como artista. Tenemos, pues: el
artista es el origen de la obra, la obra es el origen del artista. Notoriamente nos
movemos en un círculo. Heidegger sale, o más bien entra, en ese círculo afirmando: El
arte es el origen tanto del artista como de la obra. Mas ¿qué es el arte? El arte es el
ponerse en obra la verdad, y aquí verdad se entiende como acontecimiento
desocultador, como evento que abre una época histórica, su horizonte de comprensión.
En principio, en contra de lo que Heidegger quiere decir, traduciré sociológicamente
esta cuestión: obra y artista, eso que una sociedad concibe como obra de arte y artista,
tienen su origen en la institución del arte, en el arte como institución. “Con el concepto
de institución arte queremos designar -cito a Bürger- tanto al aparato de producción y
distribución del arte como a las ideas que sobre el arte dominan en una época dada y
que determinan esencialmente la recepción de las obras.”
Me explico. La producción artística se realiza dentro de una sociedad y una cultura
dadas. Un verdadero juego de intereses o tendencias, a veces conciliables y a veces
incompatibles, un cúmulo de factores económicos y sociales, políticos y coyunturales,
intervienen para dar a luz la producción artística y para determinar qué es arte y
separarlo de lo que no lo es, en un proceso intermitente que abarca desde el autor de la
obra hasta el receptor. El productor se constituye como tal dentro de las instituciones
que conforman esa cultura, la cual es incorporada a través del aprendizaje de saberes, de
lenguajes y prácticas, usos y costumbres. La institución para el artista es más que un
medio, grupo de pertenencia o instrumento útil. Digamos: no es un medio, es el medium
en que se constituye. La familia, la escuela, la universidad, los diversos órganos de
comunicación, se encargan de establecer, instituir, hábitos, saberes, formatos, lugares y
obras consagradas -forman un "cuerpo" cultural", que prescribe un modo de hacer, un
modo de decir, medios para hacerlo, un modo de leer. Esta formación, sin embargo, es
relativa a un momento cultural de una sociedad histórica.
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El arte como institución, como campo autónomo, al modo en que todavía lo
reconocemos, tiene su inicio en el siglo XVIII. El arte es una institución moderna. El
museo, las galerías, un mercado específico, los críticos, las escuelas de arte, la
historiografía del arte, la teoría del arte, esto es, la estética como disciplina autónoma, la
profesionalización de los artistas y de los espectadores -en términos de expertos o de
aficionados- van constituyéndose en un campo cultural que tiene su culminación en el
esteticismo de fines del siglo XIX. Es desde ese campo autónomo, relativo a
condiciones socio-históricas perfectamente codificables -relaciones de producción
capitalista- que se interpreta la producción artística del pasado, bajo el nombre de arte
(incluyendo p. ej. las imágenes del paleolítico): se construye la "historia del arte",
simultáneamente en que se historiza y se estetiza las obras introduciéndolas en el
museo. A ello es inherente, como a toda ideología, la naturalización: digamos, se lee el
constructo, la mediación cultural, como estado natural de las cosas. Arte, pues, es el
sistema de ideas acerca de obra, artista, espectador, cuyo soporte es la institución
burguesa del arte. Tal ideología estética entiende al artista como genio, el acto creativo
como inspiración, la obra como objeto que posee un valor intrínseco y que es expresión
de la subjetividad privilegiada del creador; la recepción como actualización del buen
gusto que juzga la verdad de la obra, es decir cuya lectura corresponde al sentido
original y único de la obra. Tal sistema de ideas, que persevera aún como supuesto en el
lenguaje de sectores importantes de la cultura, y que condiciona las prácticas, los
saberes, las lecturas, esto es: la producción, la circulación y la recepción o consumo de
las obras, tiene así su historia, tiene sus condiciones socio-históricas de constitución.
Un análisis de esta índole ciertamente pone en crisis la creencia idealista e idealizante
en la condición increada del creador (Bourdieu) y la condición aurática de la obra, en
tanto hace relativa esa creencia a condiciones socio-históricas de producción, cuya
inadvertencia es indispensable para la perseverancia de tales creencias. Así, el proceso
de creación es expresión menos de los estados de ánimo del artista que del sistema de
enseñanza artística, a su vez expresión de una ideología estética (o de varias)
determinada por ideologías sociales y políticas. Así también el gusto estético (cito a
Bourdieu) "es ante todo un comportamientos social adquirido. Frente a un cuadro, las
reacciones de un individuo no tienen que ver solamente, ni principalmente, con el
carácter particular de su personalidad, sino que están muy estrechamente condicionadas
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por la existencia de determinantes sociales respecto de los cuales sus aptitudes
personales son de muy poco peso."
No es que pretendamos negar la autonomía del arte (universo que posee sus propias
tradiciones, sus propias leyes de funcionamiento y de reclutamiento, y por ende su
propia historia) refiriendo al artista y su producción a condiciones sociales
extraartísticas. Lo que quiere decir es que esa autonomía del arte (que el credo
esteticista naturaliza y lo da por evidente), es la autonomía de un campo que se va
instituyendo poco a poco y bajo ciertas condiciones, en el transcurso de la historia.
Desde este punto de vista, la producción artística puede ser analizada según cómo ésta
se inscribe o se desvía en menor o mayor grado de las condiciones que la determinan,
del estado de lengua dominante; según cómo -esto en el arte de las vanguardias- se
instalan en relación a la institución cultural en general y a la "institución arte" (Bürger)
en particular -experimentando con nuevas medios, desviándose premeditadamente de
las formas y retóricas consagradas, dislocando los corpus sancionados por la tradición,
dislocando (cambiando de lugar) los códigos de recepción -en fin, intentando poner en
crisis, entrar en debate, con los campos instituidos, para abrir nuevos campos de
percepción, no codificados aún, resemantizar los signos conocidos, construir nuevas
lecturas de la realidad territorializada culturalmente. Los discursos artísticos
experimentales, que abandonan el terreno de lo consagrado e instituido, inciden de esta
manera en el aparato cultural, buscando su ubicación en él hasta obtenerlo, ya sea por la
adaptación de las organizaciones existentes, ya por el nacimiento de otras.
En este sentido, una revolución simbólica, que transforma las estructuras mentales, que
perturba profundamente los cerebros -lo que explica la violencia de las reacciones de la
crítica y del público burgués-, puede ser llamada la revolución por excelencia. El
poder de nombrar, en particular de nombrar lo innombrable, lo que todavía no se
percibe o es rechazado, es un poder considerable. Es el caso por ejemplo cuando las
palabras hacen existir públicamente, por lo tanto, oficialmente, cuando hacen ver o
prever cosas que no existían sino en estado implícito, confuso, hasta rechazado. "Los
productores culturales tienen un poder específico, el poder propiamente simbólico de
hacer ver y de hacer creer, de llevar a la luz, al estado explícito, objetivado,
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experiencias más o menos confusas, imprecisas, no formuladas, incluso informulables,
del mundo natural y del mundo social, y de ese modo, de hacerlas existir." (Bourdieu)
Si esto es cierto, cabe entonces interrogarse acerca de cómo es posible que esto ocurra,
a saber: ¿en qué consiste el acontecimiento “de hacer ver y de hacer creer, de llevar a la
luz”, esto es: de poner de manifiesto y traer al lenguaje un estado de cosas ignorado
hasta ahí, “de hacerlas existir”? Y es de esta pregunta que el pensamiento de Heidegger
recibe su obligación. La pregunta heideggeriana era: ¿qué instituye la obra como obra y
al artista como artista? La respuesta de Heidegger es: el arte. El arte como aquello
“desde donde” algo viene a la existencia. Origen.
Se puede suponer que lo que Heidegger quiere pensar es aquello que desencadena el
proceso instituyente, abre el nuevo ámbito de verdad, el cual será explotado y
desarrollado a lo largo del proceso originado… “Una manera extraordinaria de llegar a
ser la verdad y hacerse histórica”.
4.- El origen de la obra de arte.
Describimos un caso, un ready-made: una cosa que pone en cuestión la conceptualidad
a la luz de la cual tradicional y convencionalmente se entiende lo que es arte, artista,
obra. Su análisis exigió que detuviéramos la mirada en la condición de cosa de las cosas
y nos encontramos con que ésta no es ni evidente ni sencilla y considera distinciones, a
saber: útil, objeto, contexto instrumental, mundo, obra. Todo ello parece ratificar la
afirmación de Adorno que cité al principio, a saber, que en la época en cuya actualidad
somos “nada referente al arte es evidente”. W. Benjamin caracteriza esa época de la
visualidad desde la técnica que permite la reproducción mecánica de las imágenes.
Heidegger la llama “época de la imagen del mundo” -esto es: en la que el mundo por
vez primera se convierte en representación para un sujeto y cuya actualidad consiste en
la artefactualidad tecno-científica y en la desacralización del mundo. Otro fenómeno
clave de la modernidad, según él, es “el proceso de colocar el arte en el campo visual
de la estética. Esto significa: la obra de arte para a ser objeto de la vivencia y, en
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consecuencia, el arte se considera expresión de la vida humana.” Es decir, lo que más
arriba se explicó en los términos (sociológicos) de institución del arte como campo.
Es en tensión respecto de ese estado de las cosas, propio a la existencia histórica
moderna, que Heidegger se pregunta por el origen de la obra de arte. “Origen significa
[...] aquello de donde y por lo cual una cosa es lo que es y como es. Lo que algo es y
como es, lo denominamos su esencia. El origen de algo es la procedencia de su
esencia.” Preguntar por el ser de algo -esto es, por aquello gracias a lo cual
comprendemos ese algo- es preguntar por su origen: la fuente que proyecta la apertura
en medio de lo cual ese algo se muestra y en cuyo ámbito somos el ente que somos.
Preguntar por el ser de la obra de arte es, entonces, preguntar por su origen. Hacia el
final del ensayo se lee: “El origen de la obra de arte, es decir, a la vez, de los creadores
y los contempladores, es decir, de la existencia histórica de un pueblo, es el arte. Esto
es así porque el arte en su esencia es un origen y no otra cosa: una manera
extraordinaria de llegar a ser la verdad y hacerse histórica.” Desde el final podemos leer
el título: El origen de la obra de arte es el arte. El arte en esencia es un origen. Pensar
esto compromete de lleno la cuestión de la verdad, entendida como desocultación y
acontecimiento.
Lo que, según la descripción heideggeriana, revela una obra, por ejemplo un cuadro
pintado por Van Gogh en el cual comparecen unos modestos zapatos de campesino, es
justamente lo que por lo regular en nuestra relación con las cosas queda inadvertido: el
mundo. Pese a ser la condición del mostrarse de las cosas y de nuestra relación con
ellas, el mundo permanece por lo regular inobjetivable. Eso es, en cambio, lo que se
pone en obra explícitamente en la obra de arte -y eso define su ser. Poniéndose en la
cercanía de la obra se aproxima, así, lo habitualmente lejano. La obra de arte -aquí la
pintura de Van Gogh- revela lo irrepresentable (si representación es siempre
representación de algo fácticamente presente). Revela aquello que sustenta la
manifestación de las cosas y que, de ordinario, se sustrae a la comprensión, no obstante
todo comprender encuentra allí su fundamento. Esto es: la apertura de un mundo. “La
obra, contra lo que podría parecer a primera vista, dista mucho de limitarse a ser una
mejor presentación gráfica de lo que sea un instrumento, antes bien en la obra y sólo
mediante ella se pone propiamente de manifiesto el ser-instrumento del instrumento.” Y
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más adelante: “Si lo que pasa en la obra es un hacer patente los entes, lo que son y
como son, entonces hay en ella un acontecer de la verdad.” En la obra de arte, la verdad
del ente se ha puesto en obra. “La esencia del arte sería, pues, esta: el ponerse en obra la
verdad de lo ente.”
Tales conclusiones Heidegger la hace salir, en principio, de su “contemplación”, de su
lectura, de una obra de arte. Ésta ha traído a la cercanía lo lejano. Deberíamos
entender entonces que esta reflexión sobre el arte -que incluye la contemplación de
obras de arte: cuadro de Van Gogh- encuentra, también ella, su origen en el arte, puesto
que el arte como origen -es decir, como puesta en obra de la verdad- considera tanto la
creación de obra como su recepción. El arte es un origen. Origen, en alemán, se dice
der Ursprung y Sprung, significa: salto. Ursprung: salto originario. La obra de arte se
define como salto originario. Salto ¿desde dónde?, ¿hacia dónde? Desde el lugar en
medio del cual familiarmente, usualmente, estamos -exiliados, por así decir, de nuestro
propio domicilio, creyendo que somos sujetos del lenguaje (que también nos
representamos como instrumento)-, hacia el mismo lugar, sólo que ahora
destrivializado, comprendiendo que eso que llamamos realidad está sustentado en el
lenguaje que nos habla. En la obra de arte se pone en obra el horizonte global de
significación -el mundo- que trama la verdad de las cosas.
5.- Obra, lenguaje y mundo.
De querer entender qué significa eso que llamamos un mundo (el mundo europeo-
occidental por ejemplo), pensaríamos menos en un serie de hechos históricos que en el
modo en que comprendemos esos hechos, el modo en que los jerarquizamos y los
discriminamos. Es decir pensaríamos en la conceptualización que discierne, por
ejemplo, lo natural de lo histórico-cultural, lo real de lo irreal, lo que es verdadero de lo
que es mera apariencia, lo que es arte de lo que no lo es; pensaríamos, en fin, en los
criterios últimos a la luz de los cuales el ser humano, históricamente, ha configurado
significativamente su existencia, el sentido que ha dado a su poder-ser; qué es lo que ha
creído que es importante, bueno y malo, noble o sórdido, posible o imposible, etc.
¿Dónde ir a buscar, entonces, una definición de la existencia histórica? Serían aquellas
obras en las cuales son inaugurados temáticamente esos conceptos que orientan como
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supuestos la comprensión de la realidad y de la historia, donde encontraríamos el
sentido último de lo que llamamos mundo.
Me explico: una cosa es analizar la construcción de los hechos, el modo en que éstos
son significados según las lenguas disciplinares o según la vulgata cultural imperante
(digamos: la enciclopedia de una época), y otra, pensar las palabras en las que anuda el
sentido de esa enciclopedia y el trance por el cual esas palabras se transformaron (la
sustitución inadvertida de una enciclopedia por otra). Una cosa, pues, la enciclopedia;
otra, el poema y su poética. Desde Heidegger podemos restringir la palabra
acontecimiento a este último punto: la verdad -como apertura de un campo de
visibilidad que recorta lo posible de ser pensado- acontece y acontece como poema.
Decir esto, que la verdad acontece, que la verdad no es atributo de la enunciación de los
hechos, sino que designa el horizonte de comprensión previo que articula la relación a
los hechos, significa un desvío respecto a la lengua del pensar tradicional que vive en
el supuesto de un referencia absoluta -natural, sustancial, verdadera- para el discurso.
Decir que la verdad -como apertura histórico-destinal- acontece, significa zafar la
verdad de su relación a una presencia constante y desfondar la realidad (disolver el
fondo sustancial -cósico- asociado a ese nombre), haciéndola relativa a los discursos
que contingentemente la definen, la interpretan, la significan, aligerada de toda sujeción
trascendente y arraigada, a lo más, en una tradición de monumentos lingüísticos. Decir
que la verdad acontece, significa decir que "el ser comprendido es lenguaje"
(Gadamer), que nos abrimos a la realidad a través de las hablas en las que culturalmente
hemos sido formados, y que las coordenadas que articulan esa apertura son inauguradas
contingentemente por obras que hacen historia -poemas del ser. De ser así, eso que
llamamos "realidad" -la experiencia comprensiva que nos constituye- estaría sustentada
en las obras imponentes. Traducimos: obras en las que se dan a leer los supuestos
últimos que organizan el saber y, por tanto, la existencia de una época, es decir:
aquellas obras que instituyen el "vocabulario final" (Rorty) a partir del cual la realidad,
para la existencia de una comunidad, es hablada y comprendida, por lo que se refiere a
sus supuestos últimos. Estas funcionarían como testamentos en cuya herencia se
abrirían las coordenadas fundamentales que articularían la historia de una comunidad.
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El lenguaje que hablamos -y gracias al cual nos abrimos comprensivamente a la
realidad- estaría sustentado en esas aperturas lingüísticas que nombrarían
inauguralmente las cosas, trayéndolas, acercándolas, de un nuevo modo, haciéndola
comprensibles, poniéndolas de manifiesto. Lo posible de ser pensado, lo pensable,
estaría acotado por el lenguaje en el que nos constituimos. Lo que sustenta nuestra
experiencia -nuestro estar en relación al ente- es un repertorio de nombres, que tiene su
origen en aquellas obras que inauguran lingüísticamente la realidad. Eso que se llama
un mundo histórico, sería la trama significativa global que hace de trasfondo para la
comprensión tanto cotidiana como teórica y cuyos supuestos últimos se dan a leer en la
lengua de esas obras en las que se pone en obra "una manera extraordinaria de llegar a
ser la verdad y hacerse histórica". Desde esta perspectiva no somos más que las palabras
que hablamos. Nuestra relación a lo ente -relación que define al ente que somos-:
relaciones pragmáticas, relaciones objetivantes, relaciones productivas, se sustentan en
la manifestación de lo ente -en su tener sentido-, cosa que supone una comprensión del
ser y ésta se da a leer en las palabras elementales que lo nombran. Pues bien, esa
interpretación, presente incluso en el habla corriente, es justamente la que Heidegger
revela como sustentada en un encubrimiento primero, a saber: el encubrimiento de la
dimensión de inteligibilidad primaria y fundamental que sustenta nuestras relaciones
usuales con las cosas, el sentido que ya está presente en las destrezas y competencias
que diseñan nuestro ser-en-un-mundo.
6.-Creación y recepción.
Obra de arte es aquélla en la que "se pone en obra la verdad", esto es: aquélla cuyo
lenguaje hace advenir una nueva comprensión a la experiencia o, dicho de otro modo:
traen la experiencia a una nueva verdad, a un nuevo estado de presencia. La potencia de
una obra puede medirse justamente por el establecimiento de una manera de decir que,
al menos en el momento de su irrupción, no tiene antecedentes a la vista -es su propio
parangón. La verdad que acontece en la obra considera esencialmente el despliegue de
su recepción. Una obra se da a leer. Pero leer es ya el efecto de un aprendizaje y todo
aprendizaje supone una institución histórica que discrimina lo normal, que sanciona lo
que se debe aprender. Leemos según se nos ha enseñado a leer -lo que debe ser leído y
la forma en que debe serlo: un canon y una disposición. Se tiene entonces que la obra
fundamental, "sin precedentes" como se diría, es aquélla en la que se pone en obra un
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nuevo modo de leer y, así, el acontecimiento es la irrupción de una nueva proposición
de lectura. Es a fuerza de reiterar, es decir, escuchar lo obtuso en lo obvio -la
inteligibilidad en medio de la cual estamos ya- que la verdad se pone en obra. Reiterar
es, pues, liberar -revocando lo meramente pasado- lo monstruoso que late en la
comprensión en la que estamos familiarmente emplazados, moviéndonos en ella con
seguridad de insomnes.
Reiteración no es, como se echa de ver, lectura pasiva de lo pasado (que construiría la
dimensión de lo actual), sino que es, por el contrario, despliegue resuelto de lo que, en
la tradición histórica imperante, ha quedado excluido, olvidado, reprimido, y que, como
reserva de lo que no ha dejado de ser, retorna sólo por medio de la lectura que escucha
en la actual institución de lectura lo inaudito en ella, a saber: aquello que desde lo
pasado se proyecta más allá de nosotros, sosteniendo en su apertura lo que es, lo
presente. La historia, así pensada, acontece como el retorno de lo reprimido. La
comprensión común, por el contrario, vive la relación con lo presente con la impresión
de que se trata de algo in-mediato, plenamente motivado en lo actual. Sin embargo, esa
actualidad es la de un texto hecho de palabras no necesariamente comprendidas y cuyo
sentido "habrá sido" el que, en el futuro, retroactivamente, la nueva lectura revele, a
fuerza de reiterar la condición obtusa sobre cuya inadvertencia la actualidad se erige.
"No olvidemos jamás que la significación de las cosas que se oyen a menudo no se
revela sino hasta más tarde." (Freud). Cada nueva lectura -esto es: cada reiteración, que
es una proposición de lectura- hace advenir lo posible -la apertura de un destino que
asigna a la existencia el ámbito de su poder-ser- y su institución es el fundamento de la
historia.
El arte es, pues, el origen de una disposición, de un modo de leer desviado que, en
principio, transgrede la institución de lectura dominante. Sabemos que una obra
consiste en su ser leída y en su ser dada por leída. Sabemos que ella misma está hecha
de lecturas, es una nueva proposición de lectura. Pero decir nueva comprensión o
verdad nueva, resulta dudoso. Lo nuevo se manifiesta como tal teniendo a la vista un
estado precedente. Es en el recorte con lo anterior que lo nuevo comparece. Sin
embargo, si entendemos bien, lo precedente está ya comprendido desde la "nueva"
verdad, comprehendido dentro de ella. La obra impone principalmente un modo de
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comprender lo precedente. La posteridad de una obra no es otra cosa que la institución
que la da por leída y por la cual el cierre primero -la infamiliaridad adventicia- de esa
obra devino apertura, horizonte familiar de comprensión. ¿Cómo se impone la obra,
como se transforma en institución lo que irrumpió como indisposición dislocante del
conjunto de disposiciones que constituían la institución actual de recepción? Se impone
como "ruido", como indisposición, como infamiliaridad. Precisemos: ruido dentro de
un campo sonoro, indisposición dentro de un contexto de disposiciones, lengua
infamiliar para ese estado de familiaridad dispuesto por la lengua dominante -
inverosímil respecto al uso verosímil de un juego lingüístico. La historia, en este
sentido, es la reconstrucción que verosimiliza a posteriori el momento obtuso inicial
cuando ese obtuso devino significante a través de su uso -como es el caso del
aprendizaje de todo lenguaje: "Es como el principiante que ha aprendido un idioma
nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo
idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin
reminiscencias y olvida en él su lengua natal." (Marx). Digamos: la novedad es tal justo
mientras tanto la "nueva" lengua no se impone aún. La condición de imponencia de la
obra presupone el trabajo de recepción que instala a la obra, leyéndola y releyéndola, y
su asimilación, el darla por leída. El acontecimiento es la proposición de lectura, sí,
pero una vez que ésta se ha institucionalizado, esto es, se ha transformado en
disposición de lectura, en cultura -en vulgata. El acontecimiento es leído como tal
retrospectivamente, a posteriori, cuando el acontecimiento ha dejado de ser tal, cuando
estamos ya cautivos dentro de él. Su irrupción es sólo ruido; su asimilación y
generalización es ya familiaridad. El proceso de institución -instalación, asimilación,
divulgación- es borrado por la institución misma; la órbita de visión instituida olvida los
procesos de aprendizaje, sus resistencias, sus chirridos, por los cuales lo obtuso devino
obvio. Habitantes de la nueva lengua leemos lo precedente desde ella y olvidamos en
ella al que fuimos -el principiante que fuimos (y que, inadvertidamente, en cada caso
somos). Desde aquí, retroactivamente, se puede decir, entonces, que la obra imponente
"habrá sido" el fruto de reiterar (de leer), por parte de un oído indispuesto, los ruidos
sobre cuya borradura se erige la institución de lectura dominante -escuchar la condición
obtusa de la letra impuesta y en cuya trivialización nos olvidamos de la historia gradual
y compleja de su estereotipación. ¿Y si a este instante de claridad que aún vive en la
advertencia del ruido que lo sustenta -este paso de lo obtuso a lo obvio que no borra
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todavía lo obtuso inicial- lo definiéramos como Borges define la experiencia estética:
la "inminencia de una revelación que no se produce"? El hecho estético, así definido,
consiste en ese instante de suspensión, en vilo entre la advertencia de un significante
obtuso que lo inaugura y un significado advenidero que no llega. Permite al sujeto ser
testigo de aquello que al sujeto, cautivo en su actualidad, se le escapa: el trance inactual
del significante al significado, “una manera extraordinaria de llegar a ser la verdad y
hacerse histórica” -en palabras de Heidegger.
Desde allí, acaso, podamos entender ahora la afirmación heideggeriana: “El origen de
la obra de arte, es decir, a la vez, de los creadores y los contempladores, es decir, de la
existencia histórica de un pueblo, es el arte.”
7.- La obra de arte en la época de la reproducción técnica
Este es el título de un ensayo que W. Benjamin escribe en 1935, y que se terminó
imponiendo para la teoría y práctica estéticas durante la segunda mitad del siglo. En él
se postulan “unas tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte bajo las actuales
condiciones de producción”, tesis que “dejan de lado una serie de conceptos heredados
(como creación y genialidad, perennidad y misterio)...” En los años treinta, Benjamin
podía hacer valer aún el impulso político, el moralismo característico de las vanguardias
históricas, oponiendo -como se propone al final de su ensayo- a la estetización de la
política, llevada a cabo por los fascismos, la politización del arte: es la voluntad utópica
desplegada en los manifiestos vanguardistas, a saber: transformar la vida humana a
través del arte.
Un texto de P. Valéry preside el ensayo:
“En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción sobre las
cosas era insignificante comparado con el que nosotros poseemos, fueron instituidas
nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el acrecentamiento sorprendente de
nuestros medios, la flexibilidad y la precisisón que éstos alcanzan, las ideas y
costumbres que introducen, nos aseguran respecto de cambios próximos y profundos en
la antigua industria de lo Bello. En todas las artes hay una parte física que no puede ser
tratada como antaño, que no puede sustraerse a la acometividad del conocimiento y la
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fuerza modernos. Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte años,
lo que han venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que novedades tan
grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva,
llegando quizás hasta a modificar de una manera maravillosa la noción misma del arte.”
Se trata para Benjamin de dilucidar la transformación sufrida por la obra de arte, su
concepto tradicional, por la irrupción de la técnica fotográfica y, derivada de ésta, por la
técnica del cine. Lo importante aquí, como en la cita de Valéry, es el reconocimiento de
que un nuevo dispositivo técnico-maquínico no viene sencillamente a agregarse al
conjunto de instrumentos ya habidos para mediar, entre sujetos y realidad, que
permanecerían entretanto intactos, inmodificados en su concepto, sino que implica una
transformación general de las relaciones con la realidad, un cambio de la verdad de la
existencia histórica. (Dicho por Heidegger: “La técnica no es pues un mero medio, la
técnica es un modo de salir de lo oculto.”) Parafraseando heideggerianamente la
pregunta benjaminiana: ¿qué pasa con las obras de arte, qué pasa con el arte, dentro del
espacio de verdad (de manifestación) abierto por la técnica reproductiva?
“Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la
existencia de las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción sensorial.
Dichos modo y manera en que esa percepción se organiza, el medio en el que
acontecen, están condicionados no sólo natural, sino también históricamente.” La
nueva técnica, en ese sentido, produce realidad y esto significa: desencadena nuevas
prácticas que disponen al sujeto de un nuevo modo ante la realidad, que es dispuesta de
modo nuevo por la nueva técnica. La realidad, eso que impensadamente llamamos la
realidad, es objetivada, puesta dentro de posibilidades de manifestación, de un modo
ignorado antes de la irrupción del nuevo dispositivo técnico y cuyas consecuencias son
imprevisibles. Y es así que la representación del estado de las cosas, depende cada vez
del lenguaje heredado, y, por consiguiente, va siempre a la zaga, rezagado, respecto de
las transformaciones producidas por las nuevas condiciones de producción: los cambios
culturales -cambios de sensibilidad, cambios en los modos de relación con las cosas,
cambios de subjetividad- son pensables después, con retraso, y exigen una
transformación del lenguaje conceptual que ha quedado obsoleto por la fuerza de las
modificaciones producidas. El hecho es que, a la hora de pensar en la obra de arte y en
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la práctica artística, aún hoy como veíamos, las categorías ordinariamente empleadas y
dadas por evidentes provienen del romanticismo, de la estética moderna, aún cuando
nada de la producción artística de este siglo bajo el signo de las vanguardias se deja
pensar a la luz de tales categorías, que la misma práctica del arte se encargó de poner en
crisis. Semejante fenómeno queda al descubierto, por ejemplo, en la reiterada pregunta
por el valor artístico de la fotografía, cuestión que se erige sobre la inadvertencia de que
la técnica fotográfica hace sufrir una transformación al arte en su concepto y, por tanto,
mal podríamos, sin caer en anacronismo, medir la condición de la fotografía desde una
noción de arte que, por la fotografía, ha devenido impertinente. La plasmación
mecánica de las imágenes, permitida por el invento de la fotografía, marca el destino de
éstas. El fenómeno queda descrito así: “La época de su reproductibilidad técnica
desligó al arte de su fundamento cultual: y el halo de su autonomía se extinguió para
siempre.”
Benjamin desarrolla el tema de la modificación fundamental que sufre la interpretación
de la realidad (de la realidad de la obra de arte) con la irrupción del dispositivo técnico
(la fotografía y el cine). El resultado es la desacralización, la secularización del arte. La
expansión que sus imágenes adquieren gracias a la técnica, el reforzamiento de su
capacidad de incidencia y circulación social, van unidos a una pérdida de la antigua
distancia reverencial que la obra exigía en su emplazamiento tradicional, en el ritual
religioso o en el ritual secularizado de la colección museal. “Por primera vez en la
historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de la
existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte, en medida
siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser
reproducida.” La reproducción fotográfica de la obra de arte le quita a ésta su condición
de única y la desarraiga de su emplazamiento original y de la tradición que le daba
contexto. Con ello se liquida el sistema de conceptos a la luz del cual se interpretaba
estéticamente la obra de arte, sus atributos de irrepetibilidad y autenticidad: “El aquí y
ahora del original constituye el concepto de su autenticidad”. Y en relación al cine: “La
importancia social de éste no es imaginable incluso en su forma más positiva, y
precisamente en ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación del
valor de la tradición en la herencia cultural”. Y ensaya una noción para dar cuenta de tal
acontecimiento: la noción de aura. En la época de la reproducción mecánica de la
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imagen la obra de arte sufre una pérdida de aura y define: “aura es la manifestación
irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)”.
Esta formulación del valor cultual en términos de percepción espacio-temporal,
Benjamin la ilustra del siguiente modo:
“Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el
horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de
esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en
los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos
circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida
de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las
masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar su singularidad de cada tipo
acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad
de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien
en la copia, en la reproducción. [...] Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura,
es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido
tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se
denota así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un
aumento de la importancia de la estadística.”
8.-Tan lejos, tan cerca.
Benjamin ve, pues, en la acortamiento de las distancias y la disposición a reducir toda
distinción (es decir: la uniformación de las cosas y su disponibilidad para el consumo
masivo a través de la reproducción mecánica de imágenes), la clave de la época técnica
que, al parecer (si nos atenemos al ejemplo que él mismo ofrece), liquidaría, dejaría sin
efecto, en el pasado, otro tipo de relación con las cosas, otro tipo de experienciar lo
próximo y lo lejano.
No deja de ser curioso que a la hora de pensar la técnica como la esencia del mundo
moderno, Heidegger en más de un punto, aunque en un registro y con propósitos que
no podrían parecer más lejanos a los de Benjamin, considere el fenómeno en términos
similares. El síntoma del predominio de la objetivación tecnocientífica es, también para
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él, precisamente la ausencia de toda cercanía y, por tanto, de toda lejanía. De la
superación de toda distancia, a través de la tecnología telemediática, audiovisual,
locomotriz, resulta, para Heidegger, el arrasamiento de la posibilidad de acercar lo
lejano. Así lo dice en el ensayo “La cosa” (1954):
“Todas las distancias, en el tiempo y en el espacio, se encogen. A aquellos lugares para llegar a
los cuales el hombre se pasaba semanas o meses viajando se llega ahora en avión en una noche.
Aquello de lo que el hombre antes no se enteraba más que pasados unos años, o no se enteraba
nunca, lo sabe ahora por la radio, todas las horas, en un abrir y cerrar de ojos. El germinar y el
crecimiento de las plantas, algo que permanecía a lo largo de las estaciones, lo muestra ahora el
cine a todo el mundo en un minuto. Los lugares lejanos de las más antiguas culturas, lo muestra
el cine como si estubieran presentes ahora mismo en medio del tráfico urbano de nuestros días.
El cine, además, da testimonio de lo que muestra haciéndonos ver al mismo tiempo los aparatos
que lo captan y el hombre que se sirve de ellos en este trabajo. La cima de esta supresión de
toda posibilidad de lejanía la alcanza la televisión, que pronto recorrerá y dominará el
ensamblaje entero y el trasiego de las comunicaciones.” [...] “Ahora bien, esta apresurada
supresión de las distancias no trae ninguna cercanía; porque la cercanía no consiste en la
pequeñez de la distancia. Lo que, desde el punto de vista del trecho que nos separa de ello, se
encuentra a una distancia mínima de nosotros -por la imagen que nos proporciona el cine, por el
sonido que nos transmite la radio- puede estar lejos de nosotros.” [...] “Lo terrible es aquello
que saca a todo lo que es de su esencia primitiva. ¿Qué es esto terrible? Se muestra y se oculta
en el modo como todo es presente, a saber, en el hecho de que, a pesar de haber superado todas
las distancias, la cercanía de aquello que es sigue estando ausente.”
Una manera de acercarse a lo que Heidegger quiere pensar es por la vía de considerar el
ademán, el gesto de mano, que su pensamiento, que la práctica de su pensamiento
reitera: pensar como acercar, traer a lo próximo, lo que para la comprensión corriente es
lo más lejano. La pregunta por el ser de algo es, desde Heidegger, la pregunta por
aquello que proviniendo desde lo más lejano permite que algo advenga a nuestra
proximidad. Es la pregunta por el origen. Una afirmación central en Ser y Tiempo
(1927) es: “El ente que somos en cada caso nosotros mismos es ontológicamente lo más
lejano”. Quiere decir: Lo más próximo -tanto que se trata de nuestro propio modo de
ser- es justamente lo que al pensamiento más cuesta acercar, traer temáticamente al
lenguaje, y esto es: el horizonte que dimensiona, da medida y pone en su sitio a las
cosas para ese ente cuyo ser residiría en estar en relación a las cosas gracias a desalejar
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un horizonte. En ese sentido, la destrucción fáctica del planeta podría ocurrir cuando el
mundo -el acontecer de un horizonte que da dimensión a las cosas- hace mucho hubiese
desaparecido, y, por tanto, a nadie ya le importara su catástrofe.
Ahora bien, ¿cómo Heidegger pretende revertir tal estado de cosas? Respuesta:
preguntando por la cosa, ensayando un acercamiento no objetivante a la cosa, esto es:
dejando comparecer la cosa (una jarra, por ejemplo), haciendo retornar en el lenguaje lo
que de ella ha quedado velado bajo la representación tradicional y científica que
usualmente -siglos ha- hacemos de ella, esto es: el mundo que la circunscribe y en cuya
dimensión -cercana/lejana- nosotros inadvertidamente habitamos. Atención flotante que
libera el oído a las múltiples caminos de sentido presentes en el hablar del lenguaje:
universo connotativo pluridimensional, acallado por el cauce de sentido temáticamente
elegido. A través de este ejercicio, Heidegger desfundamenta, desestabiliza, la
representación dominante y el marco mismo de la verdad objetivante. La pregunta por
el ser, se resuelve por la pregunta por el ser de la cosa -lo impensado, sobre lo cual se
erige el predominio metafísico de la técnica-, y esta pregunta, a su vez, se experimenta
como ejercicio de distancias: sólo desalejando, acercando lo lejano -el horizonte cuya
línea da la medida de nuestro lugar: el límite de nuestra muerte, por ejemplo, nos pone,
como se dice, en nuestro sitio como mortales- es posible estar en la cercanía de algo.
¿De qué cosa se trata en ese pensar que gira en torna a lo propio de la cosa, sobre cuyo
olvido se levantaría el estado técnico de las cosas? Se trataría del ocultamiento de la
condición necesaria que permite que el hombre sea humano, esto es, definido por
Heidegger, cuidar de que el ser, como mundo, acontezca. La determinación técnica de
lo ente impide que el mundo comparezca en las cosas, excluye la lejanía -la relación a
un horizonte-, condición necesaria para que pueda pensarse lo propio de nuestra
relación a las cosas, lo más cercano, tanto que es la relación misma lo que nos distingue
como humanos; excluye la posibilidad de un desde dónde las cosas reciben su
determinación como cosas.
No está claro si el arte siga siendo todavía un modo esencial y necesario en el que
acontece la verdad decisiva para la existencia histórica.-
Enero del año 2000.
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____________________________________________________________________Obras referidas:
Martin Heidegger: Caminos del bosque, Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1995 Conferencias y artículos, Odós, Barcelona,1994
Walter Benjamin: “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I, Taurus ediciones, S.A., Madrid, 1973.
Pierre Bourdieu: Sociología y cultura, Ed. Grijalbo, México, 1990.
Peter Bürger: Teoría de la vanguardia, Ediciones Península, Barcelona, 1987.
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