Cuadernillo

28
Orfeo y Eurídice Orfeo canta. Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas! El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor. De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro. —¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella. Soy Eurídice, una hamadríade. Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo. —¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre? Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico y poeta. Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de tortuga—, agrega: ¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara. Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo? Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama. —Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas... Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada. —Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo! Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse... ¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice! La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante esposo, exclama: ¿Podrás atraparme? Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo. —No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo. ¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas! ¿Por qué me rechazas, Eurídice? ¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo! Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir. Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca. En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la muchacha. —¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor. Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse. ¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido? Creo... que me mordió una serpiente. Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los invitados. Eurídice... te suplico, ¡no me dejes! Orfeo, te amo, no quiero perderte... Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo. Eurídice ha muerto. Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos. Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.

description

cuadernillo 1°

Transcript of Cuadernillo

Orfeo y Eurídice

Orfeo canta.

Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña sucanto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy lalira posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas!

El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para nolastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrirsus capullos para escucharlo mejor.

De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza.Sentada en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detienecon la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyadesque habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante,sorprendidos y encandilados uno por el otro.

—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándosea ella.

—Soy Eurídice, una hamadríade.

Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprendeque el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.

—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de

la Música! Soy músico y poeta.

Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en unmagnífico caparazón de tortuga—, agrega:

—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.

—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?

Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que laninfa conozca su fama.

—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzadouna de sus flechas...

Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en unacarcajada.

—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido

nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Éltambién ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puñopara no gritar de celos. Y jura vengarse...

¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!

La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado atodas las hamadríades, que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, parahacer una broma a su flamante esposo, exclama:

—¿Podrás atraparme?

Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo selanza en su persecución. Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que suenamorado queda fuera de su vista, se precipita en un bosquecillo para esconderse.Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.

—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus

colmenas!

—¿Por qué me rechazas, Eurídice?

—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!

—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.

Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresacorriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue decerca.

En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en lapantorrilla de la muchacha.

—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.

—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?

—Creo... que me mordió una serpiente.

Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas parteslas hamadríades y los invitados.

—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!

—Orfeo, te amo, no quiero perderte...

Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno hahecho su trabajo. Eurídice ha muerto.

Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.

Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre quelas hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salende sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de loshumanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allámiles de fuentes de lágrimas.

—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!

—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!

—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!

Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Lashamadríades, emocionadas, le murmuran:

—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra aorillas del río de los infiernos, donde se reúnen las sombras.

Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:

—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!

A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor habíahecho a Orfeo perder la razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadievuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas,velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas.

—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernosconsentirá en devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerzade mi amor!

La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Peroaventurarse allí sería una locura!

Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna;se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina poreste estrecho sendero? Enseguida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, apareceun río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...

Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyasorillas están pobladas por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo,entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejande gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz viajero queviene del mundo de los vivos!

De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación.Interrumpe su canto para llamarlo:

—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!

Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barqueroencargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir alviajero en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla, frente a dos puertas debronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de losinfiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces

de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna.

Hades mira despectivo al intruso:

—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?

Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica entono desgarrador:

—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De miamor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda.Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí,devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.

Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terribleCerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Searrastra por el suelo, gimiendo!

—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— quenadie sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir!

—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido ami Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella,permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!

Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído.Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:

—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea:acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...

Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.

—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulceque la crueldad de nuestra separación! ¿Qué debo hacer?

—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado misdominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me hascomprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás aEurídice para siempre!

Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.

—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.

Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabrenchirriando.

—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!

Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hacelentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia,la incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar:"¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir

la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bamboleapor segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, elviejo barquero emprende el camino contra la corriente.

Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduceal mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aireque soplan en la caverna, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujerque siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa parareunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y siella se extravía?

Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a losruidos que, a sus espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuandovislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si nofuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que soncapaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los desdichados humanos!Para darse ánimo, murmura:

—Vamos, sólo faltan algunos pasos...

Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al airelibre, a la gran luz del día!

—Eurídice... ¡por fin!

No aguanta más y se da vuelta.

Y ve, en efecto, a su amada.

En la penumbra.

Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites deltenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.

—Eurídice... ¡no!

Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye parasiempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza:

—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!

El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que esinútil desandar el camino de los infiernos.

—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!

Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todosaquellos que cruzó en su camino. La conciencia de su culpabilidad hace que sudesesperación sea ahora más intensa que antes.

—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires haciaatrás... Tienes que aprender a olvidar.

—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los

dioses han querido castigar, sino mi excesiva seguridad.

La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar:día y noche quiere comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia notardan en quejarse de ese duelo molesto y constante.

—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarmelejos del sol y de las bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!

Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamoresindican que una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, bebennumerosos convidados. Algunos, ebrios, cortejan de cerca a mujeres que han bebidomucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lollaman:

—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!

—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!

—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!

Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, amenudo, en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.

—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.

—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de lasbacantes, señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras porcompañera!

—Imposible. Nunca podría amar a otra.

—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?

—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?

Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantesno están dispuestas a permitírselo.

—¿Quién es este insolente que nos desprecia?

—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!

Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo notiene ni energía ni deseos de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infiernono lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la muerte.

Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunadoviajero que se atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeresfuriosas desgarran el cuerpo del desdichado poeta. Una de ellas lo decapita y seapodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otrarecoge su lira y también la tira al agua.

La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.

Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes yahabían abandonado. Piadosamente, las musas recogen los restos del músico.

—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremosa Orfeo un templo digno de su memoria.

—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?

—Ay, no las hemos encontrado.

Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.

Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube uncanto de asombrosa belleza. Parece una voz acompañada por una lira.

Aguzando el oído, se distingue una triste queja.

Es Orfeo llamando a Eurídice.

La dolorosa historia de Orfeo y de Eurídice es mencionada por los trágicos griegos,entre ellos Eurípides (siglo V a. C.) en su obra Las bacantes. Más adelante, esahistoria fue tema de muchas óperas, como las de Claudio Monteverdi (siglo XVII) ylas de Christoph Gluck (siglo XVIII).

Filemón y Baucis

A Zeus, el más poderoso de los dioses, le gustaba bajar a la Tierra. Disfrazadode simple viajero, se mezclaba entonces entre los humanos para observarlos, ponerlosa prueba o seducirlos...

Aquel día, acompañado de su hijo Hermes, que también era su cómplice,caminaba por las rutas de Frigia. Como caía la noche, las dos divinidades entraron enun pueblo de casas de rica apariencia.

—¡Ya era hora! —exclamó Hermes señalando el cielo, donde se acumulabanlas nubes.

Zeus se encogió de hombros. La lluvia no le preocupaba, y la tormenta aúnmenos: ¿acaso él no comandaba el rayo?

—¡Bueno! —exclamó—, he aquí un pueblo que me parece próspero. Veamossi sus habitantes nos ofrecen un techo...

Justamente, el dueño de una lujosa mansión estaba por entrar en su morada.Zeus se dirigió a él:

—Noble señor, ¿aceptarías brindar hospitalidad a estos dos viajeros rendidos?

El hombre apenas miró a los desconocidos. Se apresuró a entrar en su casa ycerró la puerta, cuyo pestillo de madera cayó pesadamente. Ante el rostrodesconcertado de su padre, Hermes estalló en una carcajada. Señaló sus vestimentas ydijo:

—¡Hay que decir que con estas ropas ridículas no inspiramos demasiadorespeto! ¿Quién creería que son dioses los que se esconden detrás de estos harapos?

Llamaron a la puerta de la segunda casa, cuya fachada era tan opulenta como lade la primera. Transcurrió un largo rato hasta que apareció, en el hueco de la puerta,el rostro de un hombre maduro. Bordados de plata adornaban su túnica.

—¿Qué pasa? —gruñó mirándolos de arriba abajo desconfiado—. ¿Quiénesson ustedes?

—Extranjeros que pedimos...

—¿Extranjeros? ¡Sigan de largo!

Con estas cálidas palabras, el dueño de casa les cerró la puerta en la cara. Yacomenzaban a caer las gotas de lluvia.

—Padre —dijo Hermes—, ¿no crees que deberíamos regresar al Olimpo? Missandalias aladas...

—Llama a esta otra puerta.

Suspirando, Hermes obedeció. Esta vez, les abrió un joven esclavo1; suexpresión era temerosa y, sobre sus hombros, se adivinaban marcas de latigazos.

—¡Ah, joven! —exclamó Zeus—. Mi hijo y yo estamos extenuados. ¿Tu amonos concedería su hospitalidad?

Los dioses vieron en la sala principal una enorme mesa bien provista alrededorde la cual numerosos comensales celebraban un festín. Se oían cantos y risas. Eljoven esclavo les susurró:

—¡Ay, las consignas son estrictas! Sólo debo dejar entrar a los invitados. Miamo odia a los intrusos.

—No se enterará de nada —dijo Hermes, sacando una moneda de su bolsillo—. Seremos discretos. ¡Y un lugar en el establo nos bastará!

—Imposible... Oh, creo que ahí viene. ¡Aléjense antes de que los eche con susperros!

La lluvia, ahora, era intensa.

—Padre —protestó Hermes—, ¿por qué obstinarnos? ¡Vistamos, al menos,nuestros mejores trajes! Ya que no logramos despertar compasión, inspiremosconfianza.

—De ninguna manera. Quiero saber hasta dónde llegan el egoísmo y laarrogancia de la gente de este pueblo.

Al cabo de una hora, ya sabían a qué atenerse: ninguno de los habitantes delpueblo los había invitado a entrar. A veces, se habían limitado a gritarles, desde detrásde la puerta cerrada, que buscaran hospitalidad en otro sitio; otras veces, a pesar deque luces y voces indicaban que la vivienda se hallaba habitada, no habían obtenidorespuesta a sus llamados y a sus repetidos golpes.

Zeus se sentía herido.

—¿Cómo castigar a estos groseros?

—Nos estamos empapando. ¡Regresemos al Olimpo!

—Espera. Todavía, queda una última casa...

—¿Esa choza miserable, a un lado del camino?

—Mira: se filtra una pálida luz por la ventana.

Se acercaron y llamaron a la puerta. Les abrió una pareja de ancianos. A juzgarpor su delgadez, no debían saciar su hambre todos los días. Pero su rostro expresabadulzura y calma. La mujer, preocupada, les dijo enseguida:

—¡Desdichados, afuera bajo la lluvia, a esta hora! Entren rápido a secarse.

Los dioses disfrazados se instalaron frente a la chimenea. El dueño de casatomó el último leño de una magra pila de madera para arrojarlo al hogar y reavivar elfuego. Zeus hizo notar a su hijo el altar doméstico donde habían depositado algunasofrendas, prueba de que esos humanos honraban, a menudo, a los dioses.

—Cuando hayan entrado en calor —dijo su anfitrión mostrando la mesa—,compartirán nuestra comida. Desgraciadamente, será modesta: no tenemos más queun poco de sopa y pan para ofrecerles. ¿Baucis, puedes agregar dos cuencos?

La anciana obedeció mientras su marido partía el pan en cuatro, reservando laspartes más grandes para sus invitados.

—¿Filemón? —exclamó de golpe la mujer—. Estoy pensando: nuestro ganso...—Tienes razón, Baucis —respondió el anciano sonriendo—. No nos

atrevíamos a matarlo, ¡pero esta es una buena ocasión!

Conmovidos por la amabilidad de su anfitrión, los dioses quisieronimpedírselo, pero este ya había salido en su busca. Al volver, sostenía por las patas aun ganso tan delgado como sus dueños. El animal, que debía comprender lo que leesperaba, chillaba con desesperación.

Hasta entonces, Zeus y Hermes no habían reaccionado. De común acuerdo,decidieron revelar su identidad. Cambiaron de repente sus harapos empapados portrajes secos y dignos de su condición. Sus anfitriones, todavía, no habían visto nadade ese prodigio: ¡estaban demasiado ocupados corriendo detrás de su ganso! Enefecto, el ave se les acababa de escapar y corría revoloteando por la habitación. ¡Ytenía más energía que los dos ancianos que se habían lanzado tras él! Finalmente,terminó por refugiarse entre las piernas de los dioses, sentados cerca del hogar. Fuerecién en ese instante cuando Filemón y Baucis notaron los lujosos ropajes de sus

visitantes y la nobleza de su porte. Estupefactos, comprendieron que no habíanalbergado a dos viajeros comunes y se prosternaron a sus pies. Con voz temblorosa,Filemón balbuceó:

—¡Nobles señores, sé que esta pobre cena es indigna de ustedes! Si meayudaran a recuperar el ganso...

—Generoso Filemón —dijo Zeus levantándose—, me niego a que sacrifiques aeste animal. Y a ti, Baucis, te agradezco esta comida que querías compartir connosotros. ¡Que esté a la altura de su acogida!

En un segundo, la mesa se cubrió de carnes jugosas, de aves asadas y de vajillade plata que desbordaba de delicados manjares. Los dos ancianos, que jamás habíanvisto nada parecido, abrieron desmesuradamente los ojos.

—Sepan, Filemón y Baucis, que se encuentran ante Zeus y Hermes. Estanoche, compartirán la cena habitual de los dioses...

Los ancianos asistieron, sin duda, al festín más grande de sus vidas. Pero siZeus y Hermes habían querido recompensar la hospitalidad de la pareja, tambiénbuscaban castigar la ingratitud de aquellos que se la habían negado. Una vezterminada la comida, condujeron en la oscuridad a Filemón y a Baucis fuera de lacabaña. Dóciles y temblorosos, unieron sus manos como si temieran perderse.

La lluvia había cesado. Aunque, en realidad, sólo había dejado de caer sobresus cabezas y, en cambio, parecía haberse redoblado en la llanura que acababan deabandonar. Con su índice que señalaba las nubes, Zeus hizo resurgir los rayos; tronóel cielo; y un verdadero diluvio se abatió sobre el pueblo. Abrazados uno a otro,Filemón y Baucis se preguntaban acerca del destino que los dioses les reservaban.

Cuando llegó el alba, ya no quedaba nada del pueblo. Y una vez que las aguasse retiraron, sólo emergió el techo de una choza.

—¡Nuestra cabaña! —exclamaron Filemón y Baucis.—¡Que, de ahora en más, sea un templo! —decretó Zeus.De inmediato, delante de los ojos pasmados de los ancianos, la pobre casucha

se transformó en un magnífico monumento de columnas de mármol.

—Ahora —les dijo Zeus—, quiero demostrarles mi agradecimiento. ¡Expresensus deseos, y se cumplirán!

Sorprendidos, Filemón y Baucis se consultaron con la mirada.

—Dios poderoso —respondió, al fin, Filemón—, déjanos convertirnos en losguardianes de este templo, así podremos honrarte durante mucho tiempo.

Hermes no pudo evitar una broma:

—¿Mucho tiempo? ¿Pero cuántos años más esperas vivir?

—Y bien, gran Zeus —agregó entonces la anciana Baucis—, permíteme sumarun deseo al de mi esposo: me gustaría vivir todavía la mayor cantidad de tiempoposible junto a él.

Zeus reflexionó. Buscaba la manera de complacer el extraño pedido deaquellos ancianos. Sólo los dioses —y, en muy rara ocasión, los héroes— podíanaspirar a la inmortalidad.

—¿Cómo? —se asombró Hermes—. ¿No están cansados el uno del otro?—No —respondió Baucis sonriendo—. Cuando nos conocimos y nos

enamoramos, no éramos más que niños. Desde entonces, jamás nos hemos separado.

—Y durante todos estos años —preguntó Zeus—, ¿no sintieron ganas desepararse después de una pelea...?

—No —confesó Filemón—. La Discordia, esa divinidad malhechora, nos haevitado siempre.

De repente, Zeus comprendió por qué esa pareja enternecedora los habíaalbergado tan espontáneamente: los ancianos se amaban. Quizá, residía allí el secretode su hospitalidad. Quien no puede brindar amor a quien está a su lado, ¿cómo podríabrindarlo a desconocidos? Al unísono, los ancianos concluyeron:

—¡Nuestro deseo más entrañable es morir al mismo tiempo!

Hermes dirigió a su padre una mirada divertida. Por una vez, simples humanosdaban a los dioses una lección de humildad. Zeus, en efecto, se peleaba a menudo conHera, su esposa...

—¡Que así sea! —decretó Zeus, tan conmovido como impresionado—. Mecomprometo, Filemón y Baucis, a cumplir sus deseos.

Entonces, atravesó el cielo un rayo enceguecedor.

Cuando, por fin, los dos ancianos pudieron abrir los ojos, estaban solos en lacolina.

Aún turbados por los recientes acontecimientos, dudaron largo tiempo antes deretornar a la llanura donde se erigía el templo que sería su nueva morada. Y al llegar,tuvieron la sorpresa de ser recibidos por un ave que avanzaba hacia elloscontoneándose con satisfacción.

En su generosidad, Zeus había salvado al ganso.

Pasaron los años.

Tan fieles a su palabra como a su amor, Filemón y Baucis fueron hasta el finlos guardianes del templo de Zeus. Los peregrinos que volvían año tras añocomprobaban, asombrados, que el paso del tiempo no tenía poder alguno sobre esosancianos acogedores y generosos.

Pero como Filemón y Baucis eran simples mortales, fue necesario que Zeuspusiera término a sus vidas. Un día que estaban tomados de la mano cerca del templo,constataron que sus cuerpos se iban endureciendo como si fueran de piedra. Al pocotiempo, eran incapaces de moverse. Este hecho no alteró la serenidad de ambos.

—Creo que es el fin —dijo Filemón—. Baucis, te amo.

—Es el fin —respondió Baucis—. Te he amado siempre.Fueron las últimas palabras que pronunciaron.

Poco a poco, sus cuerpos se cubrieron de corteza. Sus rostros se transformaronen follaje. Sus manos se convirtieron en ramas y sus dedos, en otras ramas, pero máspequeñas. Y, puesto que se encontraban muy cerca uno del otro, sus follajes seenlazaron en el mismo tierno verdor.

Se volvieron tan altos y tan bellos que, enseguida, sus sombras confundidasrecubrieron el templo.

¿Cuántos siglos vivieron así, uno junto a otro? Nadie lo sabe. Con el tiempo, eltemplo todo terminó por convertirse en ruinas. Pero aún hoy, donde se encontrabaFrigia, dicen que se puede ver un viejo tilo junto a un roble milenario.

Viajero, si un día pasas por allí, y ves un tilo y un roble cerca de algunasantiguas piedras, piensa que la vegetación es como la hospitalidad: se cultiva y serenueva. Y recuerda la historia de Filemón y de Baucis.

La historia de Filemón y de Baucis la relata el poeta latino Ovidio (siglo I) ensus Metamorfosis.

1- Los esclavos eran, generalmente, prisioneros de guerra y, muy a menudo losamos los maltrataban abusando de su poder.

El caballo de Troya

De espaldas a los muros de la inaccesible ciudad de Troya, Ulises pensaba, conla mirada perdida en el mar cercano...

Pensaba en Ítaca, la isla ahora lejana de la que era rey; pensaba en Penélope, suesposa, que había dejado allá, y en su hijo, Telémaco, que debía haber crecido mucho.

—¡Diez años! —murmuró dominando su tristeza—. Hace diez años que partí.Diez años perdidos sitiando una ciudad. Y todo esto para hacer honor a una promesay para obligar a Paris a devolver a la bella Helena a su esposo Menelao...

¡Cuántas víctimas durante esa interminable guerra que seguía enfrentando a lostroyanos con los griegos! Los mejores habían perecido: Héctor, el campeón de Troya,y el héroe griego, Aquiles. El mismo Paris había sucumbido a una flecha envenenada.Pero Helena quedó prisionera. Y la ciudad aún no se rendía.

—Sin embargo —declaró una voz cerca de Ulises—, la guerra va a terminarpronto, y Troya será destruida. Sí: los oráculos son precisos.

Ulises reconoció a Calcante, el viejo adivino. Y cuando iba a replicarle con unaironía, una idea loca le pasó por la cabeza.

—¿Estás rumiando alguna astucia, verdad, Ulises? —preguntó el anciano.El rey de Ítaca asintió, antes de agregar con fastidio:

—¿Cómo adivinas mis pensamientos antes de que los exprese?

—Olvidas —respondió Calcante— que ese es mi trabajo. Y todos sabemosque, de nosotros, tú eres el más astuto. ¡Habla!

—No. Primero debo reflexionar; luego, presentaré mi proyecto a nuestrosaliados.

Aquella misma noche, el rey Agamenón reunió a todos los jefes de Grecia queestaban sitiando Troya. Ulises, entonces, les declaró:

—Esta es mi idea: vamos a construir un inmenso caballo de madera...

—¿Un caballo? —exclamó Agamenón, que esperaba un plan de batalla menosextravagante.

—Sí. Un caballo tan grande que nos permitirá meter en sus entrañas, ensecreto, a un centenar de nuestros guerreros más valientes. Mientras tanto,desmontaremos nuestras tiendas y nos dirigiremos a nuestras naves. Es necesario quelos troyanos vean nuestros navíos alejarse de la costa.

Uno de los compañeros de Ulises, que se llamaba Sinón, exclamó,escandalizado:

—¡Estás loco! Entonces, ¿quieres levantar el sitio?

—Espera Sinón: ¡olvidas el centenar de griegos disimulados dentro delcaballo! Por otra parte, uno de nosotros permanecerá cerca de la estatua. Después denuestra partida, será capturado por los troyanos. Esto es lo que el espía les dirá: hartosdel sitio, los griegos regresaron a sus patrias. Para que Atenea les sea favorable, lehan construido este caballo...

—¿Atenea? —se sorprendió Agamenón—. ¡Pero Atenea es la protectora denuestros enemigos! ¡Tiene su estatua en Troya, el Paladión!

—Justamente: ¡nuestros enemigos creerán que queremos congraciarnos! —explicó Ulises. Estoy seguro de que, para no ofender a Atenea, los troyanos haránentrar en la ciudad ese caballo que le está dedicado a ella.

—¡Ya veo! —admitió Agamenón—. ¿Quieres, pues, arrojar nuestros mejoreshombres en la boca del lobo?

—No. Quiero, por el contrario, que nos abran el corral. Pues este caballo serátan gigantesco que no podrá pasar por ninguna de las puertas de la ciudad: ¡lostroyanos deberán derribar los muros para hacerlo entrar!

—¿Crees que se arriesgarán a eso? —preguntó el rey.—Sí, si están convencidos de que hemos levantado campamento, ¡y si ven

desaparecer nuestras naves en el horizonte! En realidad, éstas llegarán hasta la isla deTenes, que está cerca de aquí. Una vez que el caballo haya entrado en la ciudad,nuestro espía, a la noche, en el momento en que lo crea propicio, encenderá un fuegosobre las murallas. Nuestros ejércitos desembarcarán antes del alba y penetrarán en laciudad.

Epeo, el carpintero que había construido las barracas, se levantó para clamar:

—¡Esta estratagema me gusta! Construir un caballo así me parece posible: elmonte Ida, que está cerca de aquí, abunda en robles centenarios.

—En cuanto a mí —agregó el valiente Sinón—, ¡me gustaría ser el que sequeda cerca del caballo! Engañaré a los troyanos: una vez que la estatua gigante estéinstalada en la ciudad, ¡haré salir de sus entrañas a los que estarán escondidos!

—Es arriesgado —murmuró Agamenón, acariciando su barba—. Los troyanospueden matarte, Sinón. También es posible que nunca hagan entrar ese caballo, o quedescubran muy rápidamente a los que se encuentran en su interior.

—¡Por supuesto! ¿Pero no están cansados de esta guerra? ¿Y no tienen prisapor regresar a sus casas?

Le respondieron gritos unánimes: ese sitio había durado demasiado. A los ojosde los griegos, todos los riesgos valían más que prolongar la espera.

Desde lo alto de las murallas de su ciudad, el rey Príamo, estupefacto,observaba a sus enemigos: estaban quemando las barracas de sus campamentos,plegando sus tiendas y dirigiéndose a sus naves.

—¡Los griegos se van! —se asombró—. ¡Levantan el sitio!—Padre, no te fíes. Es una artimaña, te llevará a la derrota...

Casandra, la profetisa de la ciudad, estaba lejos de compartir el optimismo desu padre. ¡Ay! Nadie tenía fe en sus predicciones.

Casandra era tan bella que había seducido al mismo Apolo. Le había dicho: "Tepertenecería con gusto, pero concédeme antes el don de la profecía". Apolo habíaconsentido. Una vez obtenido el don, Casandra rechazó al dios burlándose de él.Como pensaba que era indigno quitarle lo que le había dado, Apolo declaró:

—De acuerdo... Sabrás leer el futuro, Casandra, ¡pero nadie jamás creerá en tuspredicciones!

—Es una artimaña, padre, lo sé, lo siento...

—Vamos, Casandra, no digas tonterías: si los griegos quisieran regresar, ¡noestarían destruyendo esas barracas que les llevó tanto tiempo construir! Mira, variasnaves ya están en el mar.

—Padre, ¿recuerdas lo que predije cuando Paris regresó aquí con la bellaHelena, hace ya diez años?

—¡Sí! Recuerdo que rompiste el velo de oro de tu tocado... Te arrancaste loscabellos y lloraste profetizando la pérdida de nuestra ciudad. Te equivocaste: ¡hemosaguantado el sitio y ganamos! Casandra —agregó Príamo—, mis ojos estándemasiado gastados para ver lo que los griegos están construyendo en la costa. ¿Quées?

—Parece una estatua —dijo Casandra—. Una gran estatua de madera.

Tres días más tarde, los troyanos debieron rendirse a la evidencia: ¡los griegoshabían partido! Desde lo alto de las murallas, no se distinguía sino la llanura desiertadonde tantos hombres habían caído y, allá, en el mar, las últimas velas de los navíosenemigos. En la playa, el extraño monumento que los griegos habían abandonadointrigaba al rey Príamo, que declaró:

—¡Vamos a ver qué es!

Por primera vez en diez años, fueron abiertas las puertas de la ciudad.

Cuando los troyanos descubrieron en la orilla del mar un suntuoso caballo demadera más alto que un templo, no pudieron contener su sorpresa y su admiración.

—¡Príamo! —gritó un troyano que se había aventurado debajo del animal.¡Acabamos de encontrar a un guerrero griego atado a una de las patas!

Corrieron a desatar al desconocido y lo presionaron con preguntas. Pero elhombre se negaba a responder.

—¡Que le corten la nariz y las orejas!

Torturado, el desafortunado griego terminó confesando.

—Me llamo Sinón. ¡Sí, nuestras naves han partido! Gracias a los consejos deladivino Calcante, los griegos han construido esta ofrenda a Atenea para que la diosales perdone la ofensa hecha a su ciudad. Para obtener un mar favorable, Ulises quisoahogarme e inmolarme a Poseidón. Pero me escapé y me refugié bajo la estatua. Parano disgustar a Atenea, a quien le pedía protección, Ulises se conformó con atarmeallí.

—¡Una ofrenda a Atenea! —exclamó Príamo, maravillado.—¿La dejaremos en la playa, expuesta al viento y a la lluvia? —preguntaron

varios troyanos.

—¡Sí! —dijo Casandra, estremecida—. Aún más: quemaremos esta ofrendaimpía. Es un regalo envenenado que nos han dejado nuestros enemigos.

—¡Cállate! —respondió el rey a su hija—. ¡Que se construya una plataforma!¡Que traigan rodillos! ¡Que conduzcan este caballo a nuestra ciudad, cerca del temploedificado en honor de la diosa!

Fue un trabajo más largo y difícil de lo previsto. Pero una noche, el caballo fuepor fin conducido triunfalmente a la ciudad, ante los troyanos reunidos sobre lasmurallas. Ay, las puertas eran demasiado estrechas para que pasara. Después de echaruna mirada a la llanura desierta, Príamo ordenó:

—¡Que se derribe uno de los muros de la ciudad!

—¡Padre —predijo su hija temblando—, veo a nuestra ciudad en llamas, veomiles de cadáveres cubriendo sus calles!

Nadie escuchaba a Casandra: los troyanos estaban subyugados por ese caballoespléndido y monstruoso a la vez, con las orejas levantadas y los ojos incrustados depiedras preciosas.

El animal fue empujado hasta el templo de Atenea, donde se inició una granfiesta que reunió a todos los troyanos sobrevivientes: la guerra había terminado, losgriegos habían partido, ¡y ese caballo llegaba justo para celebrar una victoria que yaninguno esperaba!

Nadie se preocupaba por Sinón, que había sido perdonado.

Deslizándose entre los festejantes, el espía griego llegó a las murallas desiertas;construyó una gran pira y, antes de encenderla, esperó que los troyanos cayeran,ebrios de danzas y de vino.

¡Con el correr de las horas, en el interior del caballo, Ulises y sus compañeroscomprendían que su estratagema se convertía en éxito! Habían oído el ruido de lasmurallas abatidas, los gritos de alegría y de victoria de los troyanos y, luego, elclamor de la fiesta que, ahora, se había callado. De repente, una voz de mujer surgióbajo los pies de los guerreros silenciosos:

—Ah, queridos compatriotas, ¿por qué me han abandonado? Esposo mío,ahora, ¿dónde estás? ¿Sabes que, después de la muerte de Paris, Deífobo, su propiohermano, me forzó a compartir su lecho? Y tú, valiente Ulises, ¿también te has ido?

Era la bella Helena. Menelao se disponía a responderle, pero Ulises le tapó laboca con la mano. Durante un tiempo, Helena gimió debajo del caballo. Luego, suvoz se alejó. Pero apareció otra:

—¿Ulises? ¿Diómedes? ¿Ayax? ¿Neoptólemo? ¿Menelao? ¡Soy Sinón! ¡Lostroyanos están descansando! Hace varias horas encendí la señal. Se acerca el alba...Rápido, ¡salgan!

De inmediato, en el interior de la estatua, Epeo sacó las trabas que soportabanel pecho. La pared vaciló. Ulises hizo caer unas cuerdas. Y cien guerreros armadossalieron uno a uno desde las entrañas del caballo. Al mismo tiempo, las naves griegas,eran empujadas por un viento favorable, desembarcaron en la playa. Los ejércitos deAgamenón se lanzaron hacia la Troya abierta. Mientras los griegos que surgieron delcaballo invadían la ciudad dormida, Ulises lanzaba gritos de victoria.

Los troyanos apenas tuvieron tiempo para comprender pasaba: la mayoríamurió en cuanto se despertó. Los más valientes, todavía no repuestos de la fiesta

nocturna, no opusieron más que una resistencia irrisoria. Los menos temerarios sesalvaron sólo porque huyeron.

Mientras por las calles, como por un arroyo, corría la sangre los troyanos degollados,Neoptólemo, hijo de Aquiles, descubrió a Príamo arrodillado frente al altar de Zeus.Sin piedad, degolló al rey. Más lejos, Menelao encontró a Helena en la habitación deDeífobo, hermano de Paris. Lo mató de una estocada antes de arrojarse hacia suesposa, al fin reencontrada. Áyax, al entrar en el templo, encontró a la bella Casandraal pie de la estatua de Atenea.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Hace tanto tiempo que te quería para mí!Mientras la hija de Príamo era privada de su honra, la diosa de piedra, según

cuentan, desvió la cabeza.

Cuando se levantó el día, no quedaba de Troya más que las ruinas; lo que nohabía sido destruido, terminaba de quemarse. Los griegos ya cargaban sus naves conel botín de la ciudad devastada. Ulises, frente al asombroso caballo que había traídola victoria, debió apartarse de repente: una mujer de una inmensa belleza pasabaindiferente a la matanza que indirectamente había provocado. Era Helena. Losguerreros, mudos de admiración, se detenían para contemplarla.

Ulises sintió una extraña amargura.

—¡Vamos! —dijo de pronto a sus hombres, que estaban subiendo a la nave—.¡Esta vez, la guerra ha terminado, regresemos a nuestra buena isla de Ítaca!

Agregó para sí: "¡Y junto a Penélope, mi querida esposa, que hace diez añosque me está esperando".

¡Ay, Ulises ignoraba que estaba lejos de regresar a su patria! Los diosesdecidieron otra cosa: habrían de pasar otros diez años antes de que regresara. Eltiempo de una larga odisea1.

'

La caída de Troya es tema de una hermosa tragedia de Eurípides llamada Lastroyanas.

Penélope y Ulises

Dando la espalda a la multitud que formaban sus pretendientes reunidos,Penélope tejía, con la mirada perdida en el mar. A veces, un largo suspiro se escapabade su pecho. Pensaba en Ulises, su esposo, que había partido veinte años atrás, y sesorprendía a veces diciendo:

—Dime, ¿cuándo volverás...?

A menudo, se dirigía así al que seguía amando, prolongando indefinidamenteel eco de su presencia.

—¡Penélope —le dijo de pronto Eurímaco—, debes elegir a uno de nosotros! Aesta altura, Ulises debe estar muerto, lo sabes perfectamente.

Penélope no creía ni una palabra. Diez años antes, se había enterado de que,gracias a la astucia de su marido, la ciudad de Troya, por fin, había sido tomada ydevastada.

Pero a sus ojos, no habría verdadera victoria hasta el regreso de su marido.

—¡Ítaca precisa un rey! ¿Cuándo te decidirás a volver a casarte?

—¿Debo repetírtelo, Eurímaco? —respondió suavemente—. Me casaré reciéncuando haya terminado mi labor.

—¡Hace tres años que estás tejiendo esa mortaja! —refunfuñó Antínoo, otropríncipe de la isla—. ¡Me parece que tejes de manera muy lenta!

Tejer una mortaja era un trabajo sagrado. Además, ésta estaba destinada aLaertes, padre de Ulises, que era muy anciano.

Pérfido, Eurímaco agregó:

—Sí, tu labor avanza mal, Penélope. Según mi parecer, deberías apurarte, pueslos días de Laertes están contados.

Penélope se estremeció sin atreverse a replicar. Día a día, los pretendientes altrono se inquietaban. En cuanto a su hijo Telémaco, había partido en busca de supadre. Sola, Penélope tenía cada vez mayor dificultad en contener la impaciencia detodos esos nobles que querían desposarla para tomar el poder. Fiel a Ulises, la reinahabía perdido la juventud, pero no las esperanzas. Se retiró a sus aposentos sin dirigirsiquiera una mirada hacia esos hombres codiciosos.

El alba estaba aún lejos cuando Penélope se levantó. Dejó su dormitorio conpasos sigilosos y llegó a la gran sala del palacio. Acercándose a la mortaja, tiró delhilo que sobresalía y comenzó a destejer lo que había hecho el día anterior. Esta es larazón por la cual su labor no avanzaba: ¡desde hacía muchos meses, Penélopedeshacía cada noche el trabajo de todo el día!

De repente oyó un ruido, se dio vuelta y reconoció a una sirvienta que,asombrada, observaba la maniobra de su ama.

—¡Espera! —exclamó Penélope—. ¡No te vayas, voy a explicarte!;Pero la muchacha había desaparecido. Y cuando Penélope, a la mañana, entró

en la sala del palacio, fue recibida por cien miradas severas o burlonas. Furioso,Eurímaco exclamó:

—Penélope, ¡has estado burlándote de nosotros! ¡Tu sirvienta nos explicó laestratagema! —agregó, señalando la mortaja—. Esta vez, ya no te escaparás pormedio de una traición. ¡Hoy te casarás con uno de nosotros!

En un rincón de la habitación, varios pretendientes se hallaban cómodamentesentados. Otros habían traído toneles y habían comenzado a beber el vino del rey. Losmás atrevidos ya daban órdenes a los domésticos como si el palacio les perteneciera.Penélope comprendió que estaba perdida: si no elegía un marido, esos nobles iban aenfrentarse y a vaciar el palacio. Entre ellos, Eurímaco, el más rico y poderoso, teníala arrogancia del que está seguro de ser elegido.

—Ah, Ulises —murmuró Penélope desesperada—, ¿cuándo volverás?—Pronto —le susurró al oído una voz familiar.El muchacho que acababa de unirse a la reina no era Ulises... ¡sino Telémaco!

Su hijo único estaba por fin ahí. Penélope se arrojó a sus brazos. Los pretendientespermanecieron un momento desconcertados por esa irrupción inesperada. El hijo deUlises había crecido en fuerza y en belleza; su regreso contrariaba los proyectos decien pretendientes. Pero Eurímaco, lleno de altanería, dijo:

—Y bien, Telémaco, ¿has encontrado a tu padre?

—No. Pero estoy seguro de que está vivo. Y sé que estará aquí dentro de poco.

—Vaya —agregó Antínoo observando a Telémaco—, tienes pelo en el mentón,ahora... ¿Qué dices, Penélope?

La madre de Telémaco aprobó temblando. Todos sabían que antes de partir,Ulises había dicho a su mujer: "Si no vuelvo, espera para casarte otra vez a quenuestro hijo tenga barba".

Esta vez, Penélope no tenía más razones para retroceder. Pero elegir unprotector le resultaba odioso. Y entre esos hombres que detestaba, ninguno era mejorque otro. Cuando estaba por contestar, un sirviente y un mendigo se presentaron:

—¡Eumeo! —exclamó Penélope sonriendo—. Entra, ¡eres bienvenido!Eumeo era el porquerizo del palacio. Se inclinó y señaló al hombre que lo

acompañaba. Era un mendigo harapiento, mayor y aún más sucio que él.

—Gran reina —dijo Eumeo—, este viajero pide hospitalidad.—Ven, buen hombre —dijo Penélope extendiéndole la mano al desconocido—.

Come, bebe y descansa: en mi palacio estás en tu casa.

—Este palacio —interrumpió Eurímaco— pertenecerá a partir de ahora alhombre con el que te cases. ¡Ahora te instamos a elegirlo!

Los cien pretendientes reunidos aprobaron, amenazadores. Y mientras seretomaba la conversación, a Penélope le intrigaba el comportamiento del viejo perrode su esposo: el animal, que hoy estaba ciego y casi inválido, había dejado a rastrassu rincón, cercano al trono vacío del rey; cuando llegó a los pies del mendigo, alzó lacabeza, gimió con debilidad y lamió las manos del viajero, que lo estaba acariciando.Después de eso, el perro, que parecía sonreír, exhaló su último suspiro, acurrucado enlos brazos de aquel.

—¡Maldito pulgoso, sal de aquí! —le espetó Eurímaco.—No —ordenó Penélope, asaltada por un presentimiento—. Euriclea, trae una

vasija con agua tibia y lávale los pies a nuestro huésped.

Euriclea era la sirvienta más anciana del palacio. Había sido la nodriza deUlises. Se apresuró a obedecer a su ama, que no hacía más que respetar lastradiciones de la hospitalidad.

Antes de ir a sentarse, el mendigo se inclinó al oído de Penélope parasusurrarle:

—¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo!

Estupefacta, Penélope miró al desconocido junto al que Euriclea se afanaba.No, era demasiado viejo y demasiado feo para ser su marido disfrazado. Sin embargo,ese era su estilo, introducirse de incógnito para confundir a sus enemigos.

Alzando nuevamente la cabeza, Penélope, perturbada, repitió palabra porpalabra:

—De acuerdo: me casaré... ¡con el que sepa tensar el arco de mi esposo!

Sorprendidos, los pretendientes se consultaron con la mirada. El primero,Eurímaco, reaccionó:

—¿Nos lanzas un desafío? ¿Y si veinte de nosotros lo lograran?

—En tal caso —replicó Telémaco—, mi madre organizaría un concurso de tiroy se casaría con el vencedor.

Penélope miró a su hijo. No estaba en su carácter tomar iniciativas tales. Laausencia y la experiencia, sin duda, lo habían hecho madurar. En ese instante, la viejanodriza de Ulises dio un grito; acababa de descubrir una cicatriz en la rodilla delmendigo.

—Oh, es una vieja herida —dijo este—, ya no me duele.Telémaco ya estaba regresando con el enorme arco de su padre y varias aljabas

llenas de flechas. Iba acompañado por Filecio, un fiel servidor que cargaba unadocena de hachas.

—¡Seré el primero en probarlo! —decretó Eurímaco.

Tomó la cuerda y la tensó tan fuerte, que su rostro enrojeció.

—No insistas —se burló Antínoo—. ¡La madera ni siquiera se ha doblado!Tomó a su vez el arco y trató de tensarlo. Sin éxito.

—Dámelo —dijo otro pretendiente empujando a sus compañeros.Fracasó como los dos primeros. Pasaron las horas. Y cuando cayó la noche,

ninguno había podido lanzar una flecha. Fue entonces cuando se alzó la voz del viejomendigo:

—¿Tal vez hay que ablandar ese arco? ¿Me permiten?

Antes de que alguno pensara en interponerse, Telémaco extendió el arma aldesconocido y empujó a Penélope hacia la puerta.

—Madre —le murmuró—, será mejor que partas.Quiso protestar. Pero con una señal de su hijo, Filecio la obligó a dejar la sala;

una vez afuera, Penélope oyó que trababan la puerta. Pensativa, regresó a susaposentos. De repente, vio en la habitación de su hijo decenas de espadas y de lanzasapiladas.

—Pero... ¡son las armas de mis pretendientes! ¿Quién ha ordenado que lasjunten aquí? ¿Y por qué?

Provenientes de la sala del palacio, un inmenso clamor y gritos de espanto lerespondieron. Entonces, una loca esperanza invadió su corazón...

¡Delante de los pretendientes anonadados, el viejo mendigo acababa de tensar,sin esfuerzo, el gran arco de Ulises! Aprovechando su sorpresa, Telémaco, por suparte, había fijado en forma de estrella las doce hachas en el muro, superponiendo losagujeros que perforaban el extremo de cada mango. El orificio único que ofrecían sehabía vuelto así el centro de un pequeño blanco.

Telémaco exclamó:

—¡Recuerden! ¡Sólo mi padre podía tensar su arco! ¡Y nadie más que él pudonunca alcanzar un objetivo tan pequeño!

Sin turbarse, el mendigo apuntó... y tiró. La flecha atravesó la estancia y fue aclavarse en el centro del blanco. Surgió un grito, que se multiplicó, en el que seadivinaban el estupor y el temor:

—¡Es Ulises!

—No puede sino ser él. Sin embargo, ¡es imposible!

Entonces, el mendigo se arrancó los harapos de una vez.

—¡Sí! —tronó—. Soy yo, Ulises, ¡el amo de esta isla y de este palacio! Estamañana, los feacios me han dejado en la playa de Ítaca. Y gracias a Atenea, que supoenvejecerme y disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados. ¿Codiciaban a miesposa? ¿Buscaban suplantarme?

—¿Quién te contó esas mentiras? —dijo Eurímaco, haciendo muecas.

—¡Eumeo, mi fiel porquerizo! Sin reconocerme, me ha recibido. Gracias a él,supe del engaño que tramaban. Con su ayuda y la de mi hijo, ninguno de ustedes seme escapará.

Eurímaco hizo un gesto para huir. Pero el bravo Filecio cuidaba la puerta, queestaba trabada. Antínoo, por su parte, quiso tomar su espada. Pero al igual que losotros pretendientes, comprendió que estaba desarmado. Entonces, se lanzó hacia lashachas. Una flecha le atravesó la garganta y lo detuvo en su impulso. Ulises ya estabaapuntando a otro, mientras gritaba:

—¡Telémaco, Filecio, Eumeo... apártense!

A la noche, Penélope se sobresaltó: había un desconocido en el umbral de suhabitación. Se levantó, se acercó al hombre e intentó identificarlo a la luz de la luna.

—Bien, Penélope —murmuró—, ¿no me reconoces?Temblando de pies a cabeza, no se animaba a comprender. El viajero iba

acompañado por Telémaco y Euriclea.

—¡Es él, ama! —le aseguró la nodriza en un sollozo.—Es él —le confirmó Telémaco—. ¿Madre, aún dudas?Dudaba. No quería creer en esa felicidad demasiado grande que barría de golpe

tantas tristezas acumuladas.

—Vaya —susurró Ulises, con un nudo en la garganta—, sólo dos seres me hanreconocido: mi perro, que me esperó para morir; y mi nodriza, que identificó laherida de la rodilla que antaño me hizo un jabalí. ¿Pero tú, Penélope, mi propiaesposa, no me reconoces?

No. Ese Ulises que había surgido hoy le parecía más extraño que el fantasmafamiliar con el cual conversaba y cuyo recuerdo había cultivado.

—¡Atenea, ilumíname! —imploró.La diosa lo oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y su rostro

cobró el brillo y la belleza de los héroes.

—Para probarte que no se trata de un engaño de los dioses —agregó él—, voya darte la prueba de que soy tu esposo: ¿ves nuestro lecho? ¿Qué otra persona sino yopodría describirlo con precisión?

Lo hizo, y con tales detalles que Penélope, enseguida, se arrojó entre susbrazos.

—Ulises —balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro amado—.¡Ulises, por fin, eres tú! Sí, has regresado...

—Veinte años más tarde —concluyó él—. Y después de cuántos viajes...—Yo —le respondió ella—, no he salido de la isla de Ítaca. ¡Sin embargo,

tengo la impresión de ser una náufraga que está errando desde hace veinte años y da

por fin con tierra firme!

Se abrazaron. Telémaco y Euriclea dejaron el dormitorio en puntas de pie. YAtenea, en su bondad, prolongó indefinidamente la noche del reencuentro de losesposos.

A la mañana, cuando volvieron a la sala del trono, ya no quedaban rastros de lamasacre de la víspera. Penélope vio entonces, abandonada en un rincón, su laborinconclusa. Se acordó de los años pasados en la espera de su esposo y suspiró.

—¿Qué es? —preguntó el rey de Ítaca palpando el tejido.—Una tela que estaba hilando... para pasar el tiempo.

Tiró del hilo. Y era como si Penélope volviera atrás, como si se borraran,acelerados, la impaciencia, la espera y los años. Pronto no quedó nada de la labortantas veces recomenzada. Sólo un recuerdo agudo y doloroso.

—¿Qué importa ahora? —dijo suspirando.Sí: la mortaja del viejo Laertes podía esperar. Ulises, Penélope y él vivirían aún

mucho, mucho tiempo más.

1-Las más célebres aventuras de Ulises comienzan aquí. Son relatadas por Homero enLa Odisea, palabra griega {odysseus) que significa "viaje accidentado".

MIL GRULLASELSA BORNEMANN

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo.Como todos los chicos.Porque ellos eran nuevos en el mundo. Tambíen, como todos loschicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, yotra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien quéera lo que estaba pasando.Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudadjaponesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en unclima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo conellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y elmiedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer entorno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte portodas partes.Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos

cada día para descubrirlo.¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro!Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela,cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie másque ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dosno buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que másde una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de bata-tas que había traído de su casa.–No tengo hambre –le mentía Toshiro, cuando veía que la niña ape-nas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo mi vian-da –y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso alas aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sue-ños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer degolpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejosaún...El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, quellegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sussoleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi niToshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendríanque dejar de verse durante un mes y medio inacabable.A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de laotra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posi-bilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar paciente-mente la reanudación de las clases.Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...Y aunque no lo supieran: “¡Por fin llegó agosto!”, pensaron los dosal mismo tiempo.Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto asus padres, hacia la aldea de Miyashima.Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarsevasijas en todos los rincones de su local.Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían mode-lando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas.–Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo.–Todo acaba algún día... –comentaba la abuela por lo bajo. YToshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque losojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se refe-rían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuandorecordaba a Naomi.¿Y Naomi?

El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar quecaminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alre-dedor. Un desierto helado y ella atravesándolo.Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos her-manos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálidamadrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeroshaikus:Lento se apaga el verano. Enciendo lámpara y sonrisas.Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro deuna cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curio-sidad de sus hermanos.El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y alas tías ¡Era tanta la ropa para remendar!Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallarel modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultabaaburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginabaque cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo paraque se cumpliese.La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su her-mano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa gue-rra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshirono la olvidara nunca...Y los dos deseos se cumplieron.Pero el mundo tenía sus propios planes...Pronto florecerán los crisantemos.Espera, corazón.Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.Naomi se ajusta el obi de su kimonoy recuerda a su amigo: “¿Qué estará haciendo ahora?”.“Ahora”, Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: “¿Qué estará haciendoNaomi?”.En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba ató-mica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.Dos viejos trenzan bambúes por última vez.Una docena de chicos canturrea: “Donguri-Koro Koro- Donguri Ko...” por últimavez.Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.Miles de hombres piensan en mañana por última vez.Naomi sale para hacer unos mandados.Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se

desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles,calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en elmismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomarningún camino querido.Nadie será ya quien era.Hiroshima arrasada por un hongo atómico.Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi.¡Y que aún estaba viva, Dios!Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidadpróxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que tambiénhabían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instala-do dentro de ellos, en su misma sangre.Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.El invierno se insinuaba ya en el aire y elmuchacho no sabía si era frío exterior o supensamiento lo que le hacía tiritar.Naomi se hallaba en una cama situada junto ala ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas.Apenas una tenue pelusita oscura.Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.–Voy a morirme, Toshiro... –susurró, no bien su amigo se paró, ensilencio, al lado de su cama–. Nunca llegaré a plegar las mil grullas queme hacen falta...Mil grullas... o “Semba-Tsuru”, como se dice en japonés.Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban disper-sas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamenteantes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.–Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces, pero su amiga no lo oíaya: se había quedado dormida.El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa seencontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche elporqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que,hasta ese día, había habido allí.Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos yhasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Peroya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entrelas sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que élcontinuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió elarmario donde se solían acomodar las mantas.Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles quehabía recolectado en secreto y volvió a su lecho.

La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas.Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recor-tó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno poruno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarleslas que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encon-traba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en gruposde diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaranel vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó lascien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de quesu familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso labicicleta de sus primos.No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el díaanterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida deNaomi dependía de esas grullas.–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidién-dole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba lacama de su querida amiga.Toshiro insistió:–Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor...Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chicole mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasi-bilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a unlado y le permitió que entrara:–Pero cinco minutos, ¿eh?Naomi dormía.Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobrela mesa de luz y luego se subió.Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Perolo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo;los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió queNaomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado yuna sonrisa en los ojos.

Tatami: estera que se coloca sobre el piso, en las casas japonesas tradicionales.Haiku: breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa.Obi: faja que acompaña al kimono.Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies yque se cruza por delante, sujetándose con una especie de faja llamada obi.Donguri-Koro Koro: Verso de una popular canción infantil japonesa.Miyashima: pequeña isla situada en las proximidades de la ciudad de Hiroshima.Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatropuntas después de colocar el contenido.Semba-Tsuru (Mil grullas): una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil

de esas aves–según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– selogra alcanzar la larga vida y felicidad.

Taro Urashima

Urashima vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas aloeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores.Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonioveía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima.Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea,cuando de pronto vio a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enormetortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo, hubieran acabado por matarla, yUrashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su malaacción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos, pensó dejarla en libertad,y para ello fue hacia la playa. Una vez allí, la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Viocómo la tortuga se alejaba poco a poco, y cuando la perdió de vista, Urashimaregresó a su casa. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de suspequeños verdugos.Transcurrió algún tiempo desde aquel día. Una mañana, el muchacho se fue apescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca enel agua, montó en ella y remó hacia dentro. Llevaba largo rato remando yperdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red, y cuando tiró para sacarlahacia fuera, notó que le pesaba más que de costumbre. Logró subirla, y con gransorpresa vio que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó en el mar,la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buencorazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, laprincesa Otohime. A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muygustoso. Juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad delreino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; elsuelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en losjardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerías. Hacia losasombrados ojos de Urashima avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, lahija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días enuna completa felicidad. Todos colmaban al pescador de todo género deatenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. Nopodía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué había de saberlo? No debíaimportarle. La vida en aquel lugar maravilloso le parecía inmejorable; nunca pudosoñar nada semejante.Pero sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin dudasufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la

tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontrabaaquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa:volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa,cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Aldecirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle deque se quedara junto a ella, pero nada logró. El pescador estaba firme en supropósito. Así, pues, prometió volverle a la aldea, y con un lucido cortejo leacompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashimauna pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si queríavolver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su acompañamientose internó en el mar.Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a lasaguas. Así estuvo algún tiempo; después recorrió la playa. De nuevo estaba en supueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde depequeño tantas veces había ido a jugar; le parecí a que su vida en la cuidad del marhabía sido un sueño. Qué lejos todo aquello! Entonces encaminó sus pasos hacia sucasa; pero cuando entró en la aldea no supo por dónde tirar. La encontrabacompletamente cambiada: no la reconocía. Las casas eran m´s grandes; tejados depizarra habían sustituido a los que él vio de paja. La gente se vestía con vistososkimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo; estaba seguro.La misma playa, las mismas montañas. Sólo las casas y la gente habían cambiado.Entonces decidió preguntar a unos muchachos en dónde se encontraba la casa delpescador Urashima, puesto que éste era también el nombre de su padre. Losmuchachos no supieron responderle; no conocían a tal pescador. Entró en uncomercio e hizo igual pregunta al dueño; pero le dijo lo mismo que loschicos: nunca había oído hablar de tal pescador, y eso que creía conocer a todo elpueblo.En esto acertó a pasar por allí un hombre que debía de tener muchos años, ajuzgar por su apariencia. Era conocido por saber mil historietas antiguas delpueblo y conocer las vidas de sus antiguos habitantes. Urashima se dirigió a él,por indicación del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa delpescador Urashima. El viejo no contestó; se quedó un momento pensativo, y alcabo de un rato dijo que casi lo había olvidado, porque habían pasado más de cienaños desde que murió el matrimonio. Su único hijo decían que un día salió apescar, y a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió.Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar habíaperdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos cuantos díashabían sido más de cien años.No supo qué hacer; se encontraba completamente solo en un pueblo que,aunque era el suyo, le era absolutamente extraño. Entonces se dirigió a la playa;puesto que había perdido a sus padres, volvería con la princesa Otohime. Pero ¿Cómollegar a ella? En su precipitación por ver a sus padres, olvidó, cuando se despidieron,preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. De pronto, recordó la cajitaque tenía entre sus manos; se olvidó de que no debía abrirla, y pensó que, haciéndolo,quizá pudiera ir junto a Otohime.

Desató sus cordones y la destapó. Al instante salió de ella una nubecilla que sefue elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentóalcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa; su atolondramiento lehabía perdido. Ya no volvería a verla. De pronto sintió que sus fuerzas leabandonaban, sus cabellos encanecían, innumerables arrugas surcaron su piel; sucorazón cesó de latir, y, al fin, cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueronlos muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida.era Urashima que había muerto de viejo.Todavía hoy algunos pescadores de ciertos pueblos del Japón cuentan a sushijos, para que no sean distraídos, la leyenda del pescador Urashima.

JUAN SIN MIEDO

Había una vez un padre que tenía dos hijos, el mayor de los dos era listo y prudente, ypodía hacer cualquier cosa. Pero el joven, era estúpido y no podía aprender nientender nada, y cuando la gente lo veía pasar decían:- Este chico dará problemas a su padre. -Cuando había que hacer algo, era siempre el hermano mayor el que tenía que hacerlo,pero si su padre le mandaba a traer algo cuando era tarde o en mitad de la noche, y elcamino le conducía a través del cementerio o algún otro sombrío lugar, contestaba:- ¡Oh no padre!, no iré, me causa pavor. - Ya que tenía miedo.Cuando se contaban historias alrededor del fuego que ponían la carne de gallina, losoyentes algunas veces decían:- ¡Me da miedo! -El chico se sentaba en una esquina y escuchaba como los demás, pero no podíaimaginar lo que era tener miedo:- Siempre dicen: "Me da miedo" o "Me causa pavor". - pensaba -Esa debe ser unahabilidad que no comprendo. -Ocurrió que el padre le dijo un día al muchacho:- Escúchame con atención, te estás haciendo grande y fuerte, y debes aprender algoque te permita ganarte el pan. -- Bien padre, - respondió el joven - la verdad es que hay algo que quiero aprender, sise puede enseñar. Me gustaría aprender a tener miedo, no entiendo del todo lo que eseso.-El hermano mayor sonrió al escuchar aquello y pensó: "Dios santo, que cabeza deadoquín es este hermano mío. Nunca servirá para nada.El padre suspiró y le respondió: - pronto aprenderás a tener miedo, pero no vivirás deeso.-Poco después el sacristán fue a la casa de visita y el padre le expuso su problema,contándole que su hijo menor estaba tan retrasado en cualquier cosa que no sabía niaprendía nada. -Fíjate - le dijo el padre - cuando le pregunté cómo iba a ganarse lavida me dijo que quería aprender a tener miedo.-

- Si eso es todo. - respondió el sacristán - puede aprenderlo conmigo. Mándamelo y lodespabilaré pronto-El padre estaba contento de enviar a su hijo con el sacristán por que pensaba queaquello serviría para entrenar al chico. Entonces el sacristán tomó al chico bajo sututela en su casa y tenía que hacer sonar la campana de la iglesia. A los dos días elsacristán lo despertó a media noche, y lo hizo levantarse para ir a la torre de la iglesiay tocar la campana."Pronto aprenderás lo que es tener miedo" pensaba el sacristán. Este sin que el chicose diese cuenta, se le adelantó y subió a la torre. Cuando el chico estaba en lo alto dela torre y se dio la vuelta para coger la cuerda de la campana vio una figura blanca depie en las escaleras al otro lado del pozo de la torre.- ¿Quién está ahí?- gritó el chico, pero la figura no respondió ni se movió.- Responde, - gritó el chico - o vete. No se te ha perdido nada aquí por la noche. -El sacristán, sin embargo, continuó de pie inmóvil para que el chico pensara que eraun fantasma. El chico gritó por segunda vez:- ¿Qué haces aquí?. Di si eres honrado o de lo contrario te tiraré por las escaleras.-El sacristán pensó que era un farol así que no hizo ningún ruido y permaneció quietocomo una estatua de piedra. Entonces el chico le avisó por tercera vez y como nosirvió de nada, se lanzó contra él y empujó al fantasma escaleras abajo. El "fantasma"rodó diez escalones y se quedó tirado en una esquina. Entonces el chico hizo sonar lacampana, se fue a casa, y sin decir una palabra se fue a la cama y se durmió. Laesposa del sacristán estuvo esperando a su marido un buen rato, pero no regresó. Alrato se inquietó y despertó al chico. Le preguntó:-¿Sabes donde está mi marido? Subió a la torre antes que tú. -- No lo sé. - respondió el chico - Pero alguien estaba de pie al otro lado del pozo de latorre, y como no me respondía ni se iba, lo tomé por un ladrón y lo tiré por lasescaleras. Ve a ver si era él, sentiría que así fuese.-La mujer salió corriendo y encontró a su marido quejándose en la esquina con unapierna rota. Lo llevó abajo y luego llorando se apresuró a ver al padre del chico.- Tu hijo, - gritaba ella - ha sido el causante de un desastre. Ha tirado a mi marido porlas escaleras de forma que se ha roto una pierna. Llévate a ese inútil de nuestra casa. -El padre estaba aterrado y corrió a regañar al muchacho: -¿Qué broma perversa esesta?, el Demonio debe habértela metido en la cabeza. -- Padre, - respondió - escúchame. Soy inocente. Él estaba allí de pie en mitad de lanoche como si fuese a hacer algo malo. No sabía quien era y le dije que hablara o sefuera tres veces. --¡Ah!- dijo el padre - sólo me traes disgustos. Vete de mi vista, no quiero verte más.-- Sí padre, como desees, pero espera a que sea de día. Entonces partiré para aprenderlo que es tener miedo, y entonces aprenderé un oficio que me permita mantenerme. -- Aprende lo que quieras, - dijo el padre - me da igual. Aquí tienes cincuenta monedaspara ti. Cógelas y vete por el mundo entero, pero no le digas a nadie de dondeprocedes, ni quién es tu padre. Tengo razones para estar avergonzado de ti. -- Si, padre, se hará como deseas. Si no quieres nada más que eso, puedo recordarlofácilmente. -Así que al amanecer, el chico se metió las cincuenta monedas en el bolsillo y se alejó

por el camino principal diciéndose continuamente: - Si pudiera tener miedo, sisupiera lo que es temer...-Un hombre se acercó y escuchó el monólogo que mantenía el joven, y cuando habíancaminado un poco más lejos, donde se veían los patíbulos, el hombre le dijo: - Mira,ahí está el árbol donde siete hombres se han casado con la hija del soguero , y ahoraestán a prendiendo a volar. Siéntate cerca del árbol y espera al anochecer, entoncesaprenderás a tener miedo.-- Si eso es todo lo que hay que hacer, es fácil. - contestó el joven -Pero si aprendo atener miedo tan rápido , te daré mis cincuenta monedas. Vuelve mañana por lamañana temprano. -Entonces el joven se fue el patíbulo, se sentó al lado y esperó hasta el atardecer.Como tenía frío encendió un fuego , pero a media noche el viento soplaba tan fuerteque a pesar del fuego no podía calentarse. Y como el viento hacía chocar a losahorcados entre sí y se balanceaban de un lado para otro, pensó: "Si yo tiemblo aquíjunto al fuego, cuánto deben frío deben estar sufriendo estos que están arriba".Como le daban pena, levantó la escalera, subió y uno a uno los fue desatando ybajando. Entonces avivó el fuego y los dispuso a todos alrededor para que secalentasen. Pero estuvieron sentados sin moverse y el fuego prendió sus ropas. Asíque el muchacho les dijo: - Tened cuidado u os subiré otra vez.-Los ahorcados no le escucharon y permanecieron en silencio dejando que sus haraposse quemaran.Eso hizo que el joven es enfadara, y dijo: - si no queréis tener cuidado, no puedoayudaros, no me quemaré con vosotros. - y volvió a subirlos a todos a su sitio.Después se sentó junto al fuego y se quedó dormido. A la mañana siguiente el hombrevino para obtener sus cincuenta monedas, le dijo: - Bien, ahora sabes lo que es tenermiedo. -- No, - contestó el muchacho - ¿cómo quiere que lo sepa si esos tipos de ahí arriba nohan abierto la boca?, y son tan estúpidos que dejan que los pocos y viejos harapos quellevan encima se quemen. -El hombre, viendo que ese día no iba a conseguir las cincuenta monedas, se alejódiciendo:- Nunca me había encontrado con un joven así. -El joven continuó su camino y una vez más comenzó a mascullar: - Si pudiera tenermiedo... -Un carretero que andaba a grandes zancadas tras él lo escuchó y le preguntó: -¿quiéneres?. -- No lo sé. - respondió el joven.Entonces el carretero preguntó: -¿De donde eres?. -- No lo sé.- respondió el muchacho.-¿Quién es tu padre?- insistió.- No puedo decírtelo. - respondió el chico.-¿qué es eso que estás siempre murmurando entre dientes?. - preguntó el carretero.-Ah, - respondió el joven - me gustaría aprender a tener miedo, pero nadie puedeenseñarme. -- Deja de decir tonterías. - dijo el carretero -Vamos, ven conmigo y encontraré unsitio para ti. -

El joven fue con el carretero y al atardecer llegaron a una posada donde pararon apasar la noche. A la entrada del salón el joven dijo en alto: - Si pudiera temer... -El posadero lo escuchó y riendo dijo: - si eso es lo que quiere puede que aquíencuentres una buena oportunidad. -- Cállate, - dijo la posadera - muchos entrometidos ya han perdido su vida, sería unapena y una lástima si unos ojos tan bonitos no volviesen a ver la luz del día. -Pero el muchacho dijo: - No importa lo difícil que sea, aprenderé. Es por eso que heviajado tan lejos.- Y no dejó en paz al posadero hasta que al final le contó que nolejos de allí se levantaba un castillo encantado donde cualquiera podría aprender confacilidad lo que era tener miedo, si podía permanecer allí durante tres noches. El reyhabía prometido que cualquiera que lo consiguiese tendría la mano de su hija que erala mujer más hermosa sobra la que había brillado el Sol. Por otro lado en el castillo seencuentra un gran tesoro guardado por malvados espíritus. Ese tesoro sería liberado yharían rico a cualquiera. Algunos hombres ya lo han intentado, pero todavía ningunoha salido.A la mañana siguiente el joven fue a ver al rey y le dijo: - Si se me permite, desearíapasar tres noches en el castillo encantado. -El rey le observó y como el joven le agradaba le dijo: - Puedes pedir tres cosas parallevarlas contigo al castillo, pero han de ser tres objetos inanimados. -Entonces el chico contestó: - Pues quiero un fuego, un torno y una tabla para cortarcon el cuchillo. - EL rey hizo llevar esas cosas al castillo durante el día. Cuando seacercaba la noche, el joven fue al castillo y encendió un brillante fuego en una de lassalas, puso la tabla y el cuchillo a su lado y se sentó junto al torno. - Si pudiera tenermiedo, - decía - pero tampoco lo aprenderé aquí. -Hacia medianoche estaba atizando el fuego, y mientras le soplaba, algo gritó derepente desde una esquina: - Miau, miau. Tenemos frío. -- Tontos, - respondió él - por qué os quejáis. Si tenéis frío venid a sentaros junto alfuego y calentaros. -Cuando dijo esto dos enormes gatos negros salieron dando un tremendo salto y sesentaron cada uno a un lado del joven. Los gatos lo observaban con mirada fiera ysalvaje. Al poco, cuando entraron en calor, dijeron: - Camarada, juguemos a lascartas. -- ¿Por qué no?. - contestó el chico - Pero primero enseñadme vuestras zarpas. -Los gatos sacaron las garras. -¡Oh!, - dijo él - tenéis las uñas muy largas. Esperad queos las corto en un momento. -Entonces los cogió por el pescuezo los puso en la tabla para cortar y les ató las patasrápidamente.- Después de veros los dedos, - dijo - se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.Luego los mató y los tiró fuera al agua. Pero cuando se había desecho de ellos e iba asentarse junto al fuego, de cada agujero y esquina salieron gatos y perros negros concadenas candentes, y siguieron saliendo hasta que no se pudo mover. Aullabanhorriblemente, desparramaron el fuego y trataron de apagarlo. El joven los observótranquilamente durante unos instantes, pero cuando se estaban pasando de la raya,cogió el cuchillo y gritó:- Fuera de aquí sabandijas. - y comenzó a acuchillarlos. Algunos huyeron, mientras

que los que mató los lanzó al foso. Entonces volvió y atizó las ascuas del fuego yentró en calor. Cuando terminó no podía mantener los ojos abiertos y le entró sueño.Miró a su alrededor y vio una enorme cama en un rincón.- Justo lo que necesitaba.- dijo y se metió en ella. Justo cuando iba a cerrar los ojos lacama empezó a moverse por sí misma y le llevó por todo el castillo.- Esto está muy bien, - dijo - pero ve más rápido. - Entonces la cama rodó como siseis caballos tiraran de ella, arriba y abajo, por umbrales y escaleras. Pero de repentegiró sobre sí misma y cayó sobre él como una montaña. Lanzando al aire edredones yalmohadas salió y dijo: - Hoy en día dejan conducir a cualquiera. - Luego se tumbójunto a su fuego y durmió hasta la mañana siguiente.A la mañana siguiente el rey fue a verle y cuando lo vio tirado en el suelo, pensó quelos espíritus lo habían matado. Dijo: - Después de todo es una pena, un hombre tanapuesto... -El joven lo escuchó, se levantó, y dijo: - No es para tanto. -El rey estaba perplejo, pero muy feliz, y le preguntó cómo le había ido. - La verdad esque bastante bien. - dijo - Ya ha pasado una noche, las otras dos serán del mismoestilo.-Fue a ver al posadero, quien poniendo los ojos como platos dijo: - Nunca esperévolverte a ver con vida. ¿Ya has aprendido a tener miedo?-- No, - respondió - es inútil. Si alguien me lo pudiera explicar. -La segunda noche volvió al viejo castillo, se sentó junto al fuego y una vez máscomenzó su cantinela: - Si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... -A medianoche se escuchó alrededor un gran alboroto que parecía como si el castillose viniera abajo. Al principio se escuchaba bajo, pero fue creciendo más y más. Derepente todo quedó en silencio y al rato con un gran grito, medio hombre cayó por lachimenea justo delante de él.- Hey, - gritó el joven - falta la mitad. Con esto no es suficiente.- Entonces el alborotocomenzó de nuevo, se escucharon rugidos y gemidos y la otra mitad cayó también.- Tranquilo, - dijo el joven - voy a avivarte el fuego. -Cuando había terminado y miró alrededor, las dos piezas se habían unido y hombreespantoso estaba sentado en su sitio.- Eso no entraba en el trato, - dijo él - ese banco es mío. -El hombre intentó empujarle, pero el joven no lo permitió, así que lo echó con todassus fuerzas y se sentó en su sitio.Más hombres cayeron por la chimenea uno detrás de otro, cogieron nueve piernashumanas y dos calaveras y las dispusieron para jugar a los bolos. El joven tambiénquería jugar: - Escuchadme, ¿Puedo jugar? -- Si tienes dinero, sí. - respondieron ellos.-- Si que lo tengo. - respondió - Pero vuestras bolas no son demasiado redondas. -Cogió las calaveras, las puso en el torno y las redondeó. -Así, - dijo - ahora rodaránmucho mejor.-- Hurra, - dijeron los hombres - ahora nos divertiremos. -Jugó con ellos y perdió algo de dinero, pero cuando dieron las doce todo desaparecióde su vista. Se acostó y se quedó dormido. A la mañana siguiente el rey fue a vercomo estaba: - ¿cómo te ha ido esta vez?- le preguntó.

- He estado jugando a los bolos, - respondió - y he perdido un par de monedas. -- Entonces no has tenido miedo? - preguntó el rey.-¿Qué?- dijo - Si me lo he pasado estupendamente. He hecho de todo menos saber loque es tener miedo. -La tercera noche se sentó en su banco y entristecido dijo: - Si pudiera tener miedo...-Cuando se hizo tarde, seis hombres muy altos entraron trayendo consigo un ataúd. Ledijeron al joven:- Ja, ja, ja. Es mi primo, que murió hace unos días.- y llamó con los nudillos en elataúd - Sal, primo, sal. -Pusieron el ataúd en el suelo, abrieron la tapa y se vio un cadáver tumbado en suinterior. El joven le tocó la cara pero estaba fría como el hielo. - Espera, - dijo - tecalentaré un poco- Se fue al fuego, se calentó las manos y las puso en la cara deldifunto, pero esta continuó fría. Lo sacó del ataúd, lo sentó junto al fuego y lo apoyóen su pecho frotándole los brazos para que la sangre circulara de nuevo. Como estotampoco funcionaba, pensó: " cuando dos personas se meten en la cama se dan calormutuamente". Así que se lo llevó a la cama, lo tapó y se tumbó junto a él. Al rato elcadáver entró en calor y comenzó a moverse.El joven el dijo:- ¿Ves primo como te he hecho entrar en calor?. -Sin embargo el cadáver se levantó y dijo: - Te estrangularé. --¿Cómo?, - dijo el joven - ¿Así me lo agradeces? Pues te vas a ir a tu ataúd ahoramismo. -Y lo cogió en volandas, lo tiró al ataúd y cerró la tapa. Entonces los seis hombresvinieron y se llevaron el ataúd.- No puedo aprender a tener miedo. - dijo el muchacho - Nunca en mi vida aprenderé.Un hombre más alto que los demás entró y tenía un aspecto terrible. Era viejo y teníauna larga barba blanca.- Pobre diablo,- gritó el viejo - pronto sabrás lo que es tener miedo, porque vas amorir.-- No tan deprisa, . respondió el muchacho - que yo tendré algo que decir en eso deque voy a morir.-- Pronto acabaré contigo.- dijo el demonio.- Tómatelo con calma y no digas bravuconadas que soy tan fuerte como tú o quizámás. -- Lo comprobaremos. - dijo el viejo - Si eres más fuerte, te dejaré ir. Ven y locomprobaremos.-Lo condujo a través de oscuros pasajes hasta una forja, allí el viejo cogió una enormehacha y de un tajo partió un yunque en dos.- Puedo mejorarlo. - dijo el muchacho y se fue a otro yunque. El viejo se acercó paraobservar con la barba colgando. El joven levantó el hacha, partió el yunque de un tajoy en el camino cortó la barba del viejo.- Te he vencido. - dijo el joven - ahora te toca morir a ti.- Y con una barra de hierrogolpeó al viejo hasta que empezó a llorar y a pedirle que parara, que si lo hacía ledaría grandes riquezas.El joven soltó la barra de hierro y le dejó libre. El viejo lo condujo de nuevo alcastillo y en un sótano le mostró tres cofres llenos de oro.

- De todo esto, - dijo el viejo - uno es para los pobres, otro es para el rey y el terceroes para ti.-Entretanto dieron las doce y el espíritu desapareció y el joven se quedó a oscuras.- Creo que podré encontrar las salida. - dijo el joven. Y tanteando consiguió encontrarel camino hasta la sala donde estaba el fuego y durmió junto a él.A la mañana siguiente el rey fue a verle y le dijo: - Ya tienes que haber aprendido loque es tener miedo. -- No, - contestó - vino un muerto y un hombre con barba me enseño un montón dedinero abajo, pero nadie me ha dicho lo que es tener miedo. -- Entonces, - dijo el rey - has salvado el castillo y te casarás con mi hija. -- Todo eso está muy bien, - dijo el joven - pero sigo sin saber lo que es tener miedo.-Se repartió el oro y se celebró la boda. Pero por mucho que quisiese a su esposa y pormuy feliz que fuese el joven rey siempre decía: - si pudiera tener miedo, si pudieratener miedo... -Eso acabó por enfadar a su esposa: "Encontraré una cura, aprenderá a tener miedo."Fue al río que atravesaba el jardín y se trajo un cubo lleno de gobios. Por la noche,cuando el joven rey estaba dormido, su esposa le quitó las sábanas y le vació encimael cubo lleno de agua fría con los gobios, de manera que los pececitos se pusieron adar saltos sobre él. El se despertó y gritó: - ¡Qué susto! , ahora sé lo que es asustarse.

Lo que sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta

Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo así:-Patronio, un pariente mío vive en un lugar donde le hacen frecuentes atropellos, queno puede impedir por falta de poder, y los nobles de allí querrían que hiciese algunacosa que les sirviera de pretexto para juntarse contra él. A mi pariente le resulta muypenoso sufrir cuantas afrentas le hacen y está dispuesto a arriesgarlo todo antes queseguir viviendo de ese modo. Como yo quisiera que él hiciera lo más conveniente, osruego que me digáis qué debo aconsejarle para que viva como mejor pueda enaquellas tierras.-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que le podáis aconsejar lo que debehacer, me gustaría que supierais lo sucedido a una zorra que se hizo la muerta.El conde le preguntó cómo había pasado eso.-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, una zorra entró una noche en un corral dondehabía gallinas y tanto se entretuvo en comerlas que, cuando pensó marcharse, ya erade día y las gentes estaban en las calles. Cuando comprobó que no se podía esconder,salió sin hacer ruido a la calle y se echó en el suelo como si estuviese muerta. Alverla, la gente pensó que lo estaba y nadie le hizo caso.»Al cabo de un rato pasó por allí un hombre que dijo que los cabellos de la frente dela zorra eran buenos para evitar el mal de ojo a los niños, y, así, le trasquiló con unastijeras los pelos de la frente.

»Después se acercó otro, que dijo lo mismo sobre los pelos del lomo; después otro,que le cortó los de la ijada; y tantos le cortaron el pelo que la dejaron repelada. Apesar de todo, la zorra no se movió, porque pensaba que perder el pelo no era un dañomuy grave.»Después se acercó otro hombre, que dijo que la uña del pulgar de la zorra era muybuena para los tumores; y se la quitó. La zorra seguía sin moverse.»Después llegó otro que dijo que los dientes de zorra eran buenos para el dolor demuelas. Le quitó uno, y la zorra tampoco se movió esta vez.»Por último, pasado un rato, llegó uno que dijo que el corazón de la zorra era buenopara el dolor del corazón, y echó mano al cuchillo para sacárselo. Viendo la zorra quele querían quitar el corazón, y que si se lo quitaban no era algo de lo que pudieraprescindir, y que por ello moriría, pensó que era mejor arriesgarlo todo antes queperder ciertamente su vida. Y así se esforzó por escapar y salvó la vida.»Y vos, señor conde, aconsejad a vuestro pariente que dé a entender que no lepreocupan esas ofensas y que las tolere, si Dios lo puso en una tierra donde no puedeevitarlas ni tampoco vengarlas como corresponde, mientras esas ofensas y agravioslos pueda soportar sin gran daño para él y sin pérdida de la honra; pues cuando unono se tiene por ofendido, aunque le afrenten, no sentirá humillación. Pero, en cuantolos demás sepan que se siente humillado, si desde ese momento no hace cuanto debepara recuperar su honor, será cada vez más afrentado y ofendido. Y por ello es mejorsoportar las ofensas leves, pues no pueden ser evitadas; pero si los ofensorescometieren agravios o faltas a la honra, será preciso arriesgarlo todo y no soportartales afrentas, porque es mejor morir en defensa de la honra o de los derechos de suestado, antes que vivir aguantando indignidades y humillaciones.El conde pensó que este era un buen consejo.Y don Juan lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:Soporta las cosas mientras pudieras,y véngate sólo cuando debieras.

El Príncipe Rana

Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos deoro. Su juguete preferido era una bolita de oro macizo. En los días calurosos, legustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día, labolita se le cayó en el pozo. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a verel fondo.—¡Ay, qué tristeza! La he perdido —se lamentó la princesa, y comenzó a llorar.De repente, la princesa escuchó una voz.—¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras?La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie.—Aquí abajo —dijo la voz.La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua.—Ah, ranita —dijo la princesa—. Si te interesa saberlo, estoy triste porque mi bolita

de oro cayó en el pozo.—Yo la podría sacar —dijo la rana—. Pero tendrías que darme algo a cambio.La princesa sugirió lo siguiente:—¿Qué te parecen mi perlas y mis joyas? O quizás mi corona de oro.—¿Y qué puedo hacer yo con una corona? —dijo la rana—. Pero te ayudaré aencontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga.—Iría a cenar a tu castillo, y me quedaría a pasar la noche de vez en cuando —propuso la rana.Aunque la princesa pensaba que aquello eran tonterías de la rana, accedió a ser sumejor amiga.Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro enla boca.La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y,sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo.—¡Espera! —le dijo la rana—. ¡No puedo correr tan rápido!Pero la princesa no le prestó atención.La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estabacenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño en las escaleras demármol del palacio.Luego, escuchó una voz que dijo:—Princesa, abre la puerta.Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana todamojada, le cerró la puerta en las narices. El rey comprendió que algo extraño estabaocurriendo y preguntó:—¿Algún gigante vino a buscarte?—Es sólo una rana —contestó ella.—¿Y qué quiere esa rana? —preguntó el rey.Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta.—Déjame entrar, princesa —suplicó la rana—. ¿Ya no recuerdas lo que meprometiste en el pozo?Entonces le dijo el rey:—Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar.A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió:—Súbeme a la silla, junto a ti.—Pero, ¿qué te has creído?En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y ella tuvo que acceder. Como lasilla no era lo suficientemente alta, la rana le pidió a la princesa que la subiera a lamesa. Una vez allí, la rana dijo:—Acércame tu plato, para comer contigo.La princesa le acercó el plato a la rana, pero a ella se le quitó por completo el apetito.Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo:—Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación.La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a laprincesa que se echó a llorar. Entonces, el rey le dijo:—Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su

ayuda en un momento de necesidad.Sin otra alternativa, la princesa procedió a recoger la rana lentamente, sólo con dosdedos. Cuando llegó a su habitación, la puso en un rincón. Al poco tiempo, la ranasaltó hasta el lado de la cama.—Yo también estoy cansada —dijo la rana—. Súbeme a la cama o se lo diré a tupadre.La princesa no tuvo más remedio que subir a la rana a la cama y acomodarla en lasmullidas almohadas.Cuando la princesa se metió en la cama, comprobó sorprendida que la rana sollozabaen silencio.—¿Qué te pasa ahora? —preguntó.—Yo simplemente deseaba que fueras mi amiga —contestó la rana—. Pero es obvioque tú nada quieres saber de mi. Creo que lo mejor será que regrese al pozo.Estas palabras ablandaron el corazón de la princesa. La princesa se sentó en la cama yle dijo a la rana en un tono dulce:—No llores. Seré tu amiga.Para demostrarle que era sincera, la princesa le dio un beso de buenas noches.¡De inmediato, la rana se convirtió en un apuesto príncipe! La princesa estaba tansorprendida como complacida.La princesa y el príncipe iniciaron una hermosa amistad. Al cabo de algunos años, secasaron y fueron muy felices.

La bella y la bestia

Había una vez un mercader muy rico que tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres;y como era hombre de muchos bienes y de vasta cultura, no reparaba en gastos paraeducarlos y los rodeó de toda suerte de maestros. Las tres hijas eran muy hermosas;pero la más joven despertaba tanta admiración, que de pequeña todos la apodaban “labella niña”, de modo que por fin se le quedó este nombre para envidia de sushermanas.No sólo era la menor mucho más bonita que las otras, sino también más bondadosa.Las dos hermanas mayores ostentaban con desprecio sus riquezas antes quienestenían menos que ellas; se hacían las grandes damas y se negaban a que las visitasenlas hijas de los demás mercaderes: únicamente las personas de mucho rango erandignas de hacerles compañía. Se lo pasaban en todos los bailes, reuniones, comediasy paseos, y despreciaban a la menor porque empleaba gran parte de su tiempo en lalectura de buenos libros.Las tres jóvenes, agraciadas y poseedoras de muchas riquezas, eran solicitadas enmatrimonio por muchos mercaderes de la región, pero las dos mayores losdespreciaban y rechazaban diciendo que sólo se casarían con un noble: por lo menosun duque o condeLa Bella -pues así era como la conocían y llamaban todos a la menor- agradecía muycortésmente el interés de cuantos querían tomarla por esposa, y los atendía con sumaamabilidad y delicadeza; pero les alegaba que aún era muy joven y que deseaba pasar

algunos años más en compañía de su padre.De un solo golpe perdió el mercader todos sus bienes, y no le quedó más que unapequeña casa de campo a buena distancia de la ciudad.Totalmente destrozado, lleno de pena su corazón, llorando hizo saber a sus hijos queera forzoso trasladarse a esta casa, donde para ganarse la vida tendrían que trabajarcomo campesinos.Sus dos hijas mayores respondieron con la altivez que siempre demostraban en todaocasión, que de ningún modo abandonarían la ciudad, pues no les faltabanenamorados que se sentirían felices de casarse con ellas, no obstante su fortunaperdida. En esto se engañaban las buenas señoritas: sus enamorados perdierontotalmente el interés en ellas en cuanto fueron pobres.Puesto que debido a su soberbia nadie simpatizaba con ellas, las muchachas de losotros mercaderes y sus familias comentaban:-No merecen que les tengamos compasión. Al contrario, nos alegramos de verlesabatido el orgullo. ¡Qué se hagan las grandes damas con las ovejas!Pero, al mismo tiempo, todo el mundo decía:-¡Qué pena, qué dolor nos da la desgracia de la Bella! ¡Esta sí que es una buena hija!¡Con qué cortesía le habla a los pobres! ¡Es tan dulce, tan honesta!…No faltaron caballeros dispuestos a casarse con ella, aunque no tuviese un centavo;mas la joven agradecía pero respondía que le era imposible abandonar a su padre endesgracia, y que lo seguiría a la campiña para consolarlo y ayudarlo en sus trabajos.La pobre Bella no dejaba de afligirse por la pérdida de su fortuna, pero se decía a símisma:-Nada obtendré por mucho que llore. Es preciso tratar de ser feliz en la pobreza.No bien llegaron y se establecieron en la casa de campo, el mercader y sus tres hijoscon ropajes de labriegos se dedicaron a preparar y labrar la tierra. La Bella selevantaba a las cuatro de la mañana y se ocupaba en limpiar la casa y preparar lacomida de la familia. Al principio aquello le era un sacrificio agotador, porque notenía costumbre de trabajar tan duramente; mas unos meses más adelante se fuesintiendo acostumbrada a este ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar por susafanes de una salud perfecta. Cuando terminaba sus quehaceres se ponía a leer, atocar el clavicordio, o bien a cantar mientras hilaba o realizaba alguna otra labor. Susdos hermanas, en cambio, se aburrían mortalmente; se levantaban a las diez de lamañana, paseaban el día entero y su única diversión era lamentarse de sus perdidasgalas y visitas.-Mira a nuestra hermana menor -se decían entre sí-, tiene un alma tan vulgar, y es tanestúpida, que se contenta con su miseria.El buen labrador, el padre, en cambio, sabía que la Bella era trabajadora, constante,paciente y tesonera, y muy capaz de brillar en los salones, en cambio sus hermanas...Admiraba las virtudes de su hija menor, y sobre todo su paciencia, ya que las otras nose contentaban con que hiciese todo el trabajo de la casa, sino que además seburlaban de ella.Hacía ya un año que la familia vivía en aquellas soledades cuando el mercaderrecibió una carta en la cual le anunciaban que cierto navío acababa de arribar,felizmente, con una carga de mercancías para él. Esta noticia trastornó por completo a

sus dos hijas mayores, pues imaginaron que por fin podrían abandonar aquelloscampos donde tanto se aburrían y además lo único que se les cruzaba por la cabezaera volver a la ociosa y fatua vida en las fiestas y teatros, mostrando riquezas; por loque, no bien vieron a su padre ya dispuesto para salir, le pidieron que les trajeravestidos, chalinas, peinetas y toda suerte de bagatelas. La Bella no dijo una palabra,pensando para sí que todo el oro de las mercancías no iba a bastar para los encargosde sus hermanas.-¿No vas tú a pedirme algo? -le preguntó su padre.-Ya que tienes la bondad de pensar en mí -respondió ella-, te ruego que me traigasuna rosa, pues por aquí no las he visto.No era que la desease realmente, sino que no quería afear con su ejemplo la conductade sus hermanas, las cuales habían dicho que si no pedía nada era sólo por darseimportancia.Partió, pues, el buen mercader; pero cuando llegó a la ciudad supo que había un pleitoandando en torno a sus mercaderías, y luego de muchos trabajos y penas se halló tanpobre como antes. Y así emprendió nuevamente el camino hacia su vivienda. Notenía que recorrer más de treinta millas para llegar a su casa, y ya se regocijaba con elgusto de ver otra vez a sus hijas; pero erró el camino al atravesar un gran bosque, y seperdió dentro de él, en medio de una tormenta de viento y nieve que comenzó adesatarse.Nevaba fuertemente; el viento era tan impetuoso que por dos veces lo derribó delcaballo; y cuando cerró la noche llegó a temer que moriría de hambre o de frío; o quelo devorarían los lobos, a los que oía aullar muy cerca de sí. De repente, tendió lavista por entre dos largas hileras de árboles y vio una brillante luz a gran distancia.Se encaminó hacia aquel sitio y al acercarse observó que la luz salía de un granpalacio todo iluminado. Se apresuró a refugiarse allí; pero su sorpresa fueconsiderable cuando no encontró a persona alguna en los patios. Su caballo, que loseguía, entró en una vasta caballeriza que estaba abierta, y habiendo hallado heno yavena, el pobre animal, que se moría de hambre, se puso a comer ávidamente.Después de dejarlo atado, el mercader pasó al castillo, donde tampoco vio a nadie; ypor fin llegó a una gran sala en que había un buen fuego y una mesa cargada deviandas con un solo cubierto. Quizás pecaría de atrevido, pero se dirigió hacia allí. Latentación fue muy grande, pues la lluvia y la nieve lo habían calado hasta los huesos;se arrimó al fuego para secarse, diciéndose a sí mismo: “El dueño de esta casa y sussirvientes, que no tardarán en dejarse ver, sin duda me perdonarán la libertad que mehe tomado.”Se quedó aún esperando un rato largo, observaba hacia los otros recintos para tratarde ubicar a algún habitante en la mansión, pero cuando sonaron once campanadas sinque se apareciese nadie, no pudo ya resistir el hambre, y apoderándose de un pollo selo comió con dos bocados a pesar de sus temblores. Bebió también algunas copas devino, y ya con nueva audacia abandonó la sala y recorrió varios espaciosos aposentos,magníficamente amueblados. En uno de ellos encontró una cama dispuesta, y comoera pasada la medianoche, y se sentía rendido de cansancio, entumecido y aturdido dela aventura pasada hasta encontrar este cobijo, decidió cerrar la puerta y acostarse adormir.

Eran las diez de la mañana cuando se levantó al día siguiente, y no fue pequeña susorpresa al encontrarse un traje como hecho a su medida en vez de sus viejas ygastadas ropas. “Sin duda”, se dijo, “o no he despertado, o este palacio pertenece a unhada buena que se ha apiadado de mí.”Miró por la ventana y no vio el menor rastro de nieve, sino de un jardín cuyosfloridos canteros encantaban la vista. Entró luego en la estancia donde cenara lavíspera, y halló que sobre una mesita lo aguardaba una taza de chocolate.-Le doy las gracias, señora hada -dijo en alta voz-, por haber tenido la bondad dealbergarme en noche tan inhóspita y de pensar en mi desayuno.El buen hombre, después de tomar el chocolate, salió en busca de su caballo, y alpasar por un sector lleno de rosas blancas recordó la petición de la Bella y cortó unapara llevársela. En el mismo momento se escuchó un gran estruendo y vio que sedirigía hacia él una bestia tan horrenda, que le faltó poco para caer desmayado.-¡Ah, ingrato! -le dijo la Bestia con voz terrible-. Yo te salvé la vida al recibirte ydarte cobijo en mi palacio, y ahora, para mi pesadumbre, tú me arrebatas mis rosas, ¡alas que amo sobre todo cuanto hay en el mundo! Será preciso que mueras, a fin dereparar esta falta.El mercader se arrojó a sus pies, juntó las manos y rogó a la Bestia:-Monseñor, perdóname, pues no creía ofenderte al tomar una rosa; es para una de mishijas, que me la había pedido.-Yo no me llamo Monseñor -respondió el monstruo- sino la Bestia. No me gustan loshalagos, y sí que los hombres digan lo que sienten; no esperes conmoverme con tuslisonjas. Mas tú me has dicho que tienes hijas; estoy dispuesto a perdonarte con lacondición de que una de ellas venga a morir en lugar tuyo. No me repliques: parte deinmediato; y si tus hijas rehúsan morir por ti, júrame que regresarás dentro de tresmeses.No pensaba el buen hombre sacrificar una de sus hijas a tan horrendo monstruo, perose dijo: “Al menos me queda el consuelo de darles un último abrazo.” Juró, pues, queregresaría, y la Bestia le dijo que podía partir cuando quisiera.-Pero no quiero que te marches con las manos vacías -añadió-. Vuelve a la estanciadonde pasaste la noche: allí encontrarás un gran cofre en el que pondrás cuanto teplazca, y yo lo haré conducir a tu casa.Dicho esto se retiró la Bestia, y el hombre se dijo:“Si es preciso que muera, tendré al menos el consuelo de que mis hijas no pasenhambre.”Volvió, pues, a la estancia donde había dormido, y halló una gran cantidad demonedas de oro con las que llenó el cofre de que le hablara la Bestia, lo cerró, fue alas caballerizas en busca de su caballo y abandonó aquel palacio con una grantristeza, pareja a la alegría con que entrara en él la noche antes en busca de albergue.Su caballo tomó por sí mismo una de las veredas que había en el bosque, y en unaspocas horas se halló de regreso en su pequeña granja.Se juntaron sus hijas en torno suyo y, lejos de alegrarse con sus caricias, el pobremercader se echó a llorar angustiado mirándolas. Traía en la mano el ramo de rosasque había cortado para la Bella, y al entregárselo le dijo:-Bella, toma estas rosas, que bien caro costaron a tu desventurado padre.

Y enseguida contó a su familia la funesta aventura que acababa de sucederle. Al oírlo,sus dos hijas mayores dieron grandes alaridos y llenaron de injurias a la Bella, que nohabía derramado una lágrima.-Miren a lo que conduce el orgullo de esta pequeña criatura -gritaban-. ¿Por qué nopidió adornos como nosotras? ¡Ah, no, la señorita tenía que ser distinta! Ella va acausar la muerte de nuestro padre, y sin embargo ni siquiera llora.Mi llanto sería inútil -respondió la Bella-. ¿Por qué voy a llorar a nuestro padre si noes necesario que muera? Puesto que el monstruo tiene a bien aceptar a una de sushijas, yo me entregaré a su furia y me consideraré muy dichosa, pues habré tenido laoportunidad de salvar a mi padre y demostrarle a ustedes y a él mi ternura.-No, hermana -dijeron sus tres hermanos-, tampoco es necesario que tú mueras;nosotros buscaremos a ese monstruo y lo mataremos o pereceremos bajo sus golpes.-No hay que soñar, hijos míos -dijo el mercader-. El poderío de esa Bestia es tal queno tengo ninguna esperanza de matarla. Me conmueve el buen corazón de Bella, perojamás la expondré a la muerte. Soy viejo, me queda poco tiempo de vida; sóloperderé unos cuantos años, de los que únicamente por ustedes siento desprenderme,mis hijos queridos.-Te aseguro, padre mío -le dijo la Bella-, que no irás sin mí a ese palacio; tú nopuedes impedirme que te siga. En parte fui responsable de tu desventura. Como soyjoven, no le tengo gran apego a la vida, y prefiero que ese monstruo me devore amorirme de la pena y el remordimiento que me daría tu pérdida.Por más que razonaron con ella no hubo forma de convencerla, y sus hermanasestaban encantadas, porque las virtudes de la joven les había inspirado siempre unoscelos irresistibles. Al mercader lo abrumaba tanto el dolor de perder a su hija, queolvidó el cofre repleto de oro; pero al retirarse a su habitación para dormir su sorpresafue enorme al encontrarlo junto a la cama. Decidió no decir una palabra a sus hijos deaquellas nuevas y grandes riquezas, ya que habrían querido retornar a la ciudad y élestaba resuelto a morir en el campo; pero reveló el secreto a la Bella, quien a su vezle confió que en su ausencia habían venido de visita algunos caballeros, y que dos deellos amaban a sus hermanas. Le rogó que les permitiera casarse, pues era tan buenaque las seguía queriendo y las perdonaba de todo corazón, a pesar del mal que lehabían hecho.El día en que partieron la Bella y su padre, las dos perversas muchachas se frotaronlos ojos con cebolla para tener lágrimas con que llorarlos; sus hermanos, en cambio,lloraron de veras, como también el mercader, y en toda la casa la única que no llorófue la Bella, pues no quería aumentar el dolor de los otros.Echó a andar el caballo hacia el palacio, y al caer la tarde apareció éste todoiluminado como la primera vez. El caballo se fue por sí solo a la caballeriza, y elbuen hombre y su hija pasaron al gran salón, donde encontraron una mesamagníficamente servida en la que había dos cubiertos. El mercader no tenía ánimopara probar bocado, pero la Bella, esforzándose por parecer tranquila, se sentó a lamesa y le sirvió, aunque pensaba para sí:“La Bestia quiere que engorde antes de comerme, puesto que me recibe de modo tanespléndido.”En cuanto terminaron de cenar se escuchó un gran estruendo y el mercader, llorando,

dijo a su pobre hija que se acercaba la Bestia. No pudo la Bella evitar unestremecimiento cuando vio su horrible figura, aunque procuró disimular su miedo, yal interrogarla el monstruo sobre si la habían obligado o si venía por su propiavoluntad, ella le respondió que sí, temblando, que era decisión propia.-Eres muy buena -dijo la Bestia-, y te lo agradezco mucho. Tú, buen hombre, partiráspor la mañana y no sueñes jamás con regresar aquí. Nunca. Adiós, Bella.-Adiós, señor -respondió la muchacha.Y enseguida se retiró la Bestia.-¡Ah, hija mía -dijo el mercader, abrazando a la Bella- yo estoy casi muerto deespanto! Hazme caso y deja que me quede en tu sitio.-No, padre mío -le respondió la Bella con firmeza-, tú partirás por la mañana.Fueron después a acostarse, creyendo que no dormirían en toda la noche; mas susojos se cerraron apenas pusieron la cabeza en la almohada. Mientras dormía vio laBella a una dama que le dijo:-Tu buen corazón me hace muy feliz, Bella. No ha de quedar sin recompensa estabuena acción de arriesgar tu vida por salvar la de tu padre.Le contó el sueño al buen hombre la Bella al despertarse; y aunque le sirvió un tantode consuelo, no alcanzó a evitar que se lamentara con grandes sollozos al momentode separarse de su querida hija.En cuanto se hubo marchado se dirigió la Bella a la gran sala y se echó a llorar; pero,como tenía sobrado coraje, resolvió no apesadumbrarse durante el poco tiempo que lequedase de vida, pues tenía el convencimiento de que el monstruo la devoraríaaquella misma tarde. Mientras esperaba decidió recorrer el espléndido castillo, ya quea pesar de todo no podía evitar que su belleza la conmoviese. Su asombro fue aúnmayor cuando halló escrito sobre una puerta:Aposento de la BellaLa abrió precipitadamente y quedó deslumbrada por la magnificencia que allíreinaba; pero lo que más llamó su atención fue una bien provista biblioteca, unclavicordio y numerosos libros de música, lo que reunía todo lo que a ella le hacía lavida placentera.-No quiere que esté triste -se dijo en voz baja, y añadió de inmediato-: para un solodía no me habría reunido tantas cosas.Este pensamiento reanimó su valor, y poco después, revisando la biblioteca, encontróun libro en que aparecía la siguiente inscripción en letras de oro:Disponga, ordene, aquí es usted la reina y señora.-¡Ay de mí -suspiró ella-, nada deseo sino ver a mi pobre padre y saber qué estáhaciendo ahora!Había dicho estas palabras para sí misma: ¡cuál no sería su asombro al volver los ojosa un gran espejo y ver allí su casa, adonde llegaba entonces su padre con el semblantelleno de tristeza! Las dos hermanas mayores acudieron a recibirlo, y a pesar de losaspavientos que hacían para aparecer afligidas, se les reflejaba en el rostro lasatisfacción que sentían por la pérdida de su hermana, por haberse desprendido de lahermana que les hacía sombra con su belleza y bondad. Desapareció todo en unmomento, y la Bella no pudo dejar de decirse que la Bestia era muy complaciente, yque nada tenía que temer de su parte.

Al mediodía halló la mesa servida, y mientras comía escuchó un exquisito concierto,aunque no vio a persona alguna. Esa tarde, cuando iba a sentarse a la mesa, oyó elestruendo que hacía la Bestia al acercarse, y no pudo evitar un estremecimiento.-Bella -le dijo el monstruo-, ¿permitirías que te mirase mientras comes?-Tú eres el dueño de esta casa -respondió la Bella, temblando.-No -dijo la Bestia-, no hay aquí otra dueña que tú. Si te molestara no tendrías másque pedirme que me fuese, y me marcharía enseguida. Pero dime: ¿no es cierto queme encuentras muy feo?-Así es -dijo la Bella-, pues no sé mentir; pero en cambio creo que eres muy bueno.-Tienes razón -dijo el monstruo-, aun cuando yo no pueda juzgar mi fealdad, pues nosoy más que una bestia.-No se es una bestia -respondió la Bella- cuando uno admite que es incapaz de juzgarsobre algo. Los necios no lo admitirían.-Come, pues -le dijo el monstruo-, y trata de pasarlo bien en tu casa, que todo cuantohay aquí te pertenece, y me apenaría mucho que no estuvieses contenta.-Eres muy bondadoso -respondió la Bella-. Te aseguro que tu buen corazón me hacefeliz. Cuando pienso en ello no me pareces tan feo.-¡Oh, señora -dijo la Bestia- , tengo un buen corazón, pero no soy más que una bestia!-Hay muchos hombres más bestiales que tú -dijo la Bella-, y mejor te quiero con tufigura, que a otros que tienen figura de hombre y un corazón corrupto, ingrato, burlóny falso.La Bella, que ya apenas le tenía miedo, comió con buen apetito; pero creyó morirsede pavor cuando el monstruo le dijo:-Bella, ¿querrías ser mi esposa?Largo rato permaneció la muchacha sin responderle, ya que temía despertar su cólerasi rehusaba, y por último le dijo, estremeciéndose:-No, Bestia.Quiso suspirar al oírla el pobre monstruo, pero de su pecho no salió más que unsilbido tan espantoso, que hizo retemblar el palacio entero; sin embargo, la Bella setranquilizó enseguida, pues la Bestia le dijo tristemente:-Adiós, entonces, Bella -y salió de la sala volviéndose varias veces a mirarla porúltima vez.Al quedarse sola, la Bella sintió una gran compasión por esta pobre Bestia.“¡Ah, qué pena”, se dijo, “que siendo tan bueno, sea tan feo!”Tres apacibles meses pasó la Bella en el castillo. Todas las tardes la Bestia la visitaba,y la entretenía y observaba mientras comía, con su conversación llena de buensentido, pero jamás de aquello que en el mundo llaman ingenio. Cada día la Bellaencontraba en el monstruo nuevas bondades, y la costumbre de verlo la habíahabituado tanto a su fealdad, que lejos de temer el momento de su visita, miraba confrecuencia el reloj para ver si eran las nueve, ya que la Bestia jamás dejaba depresentarse a esa hora, Sólo había una cosa que la apenaba, y era que la Bestia,cotidianamente antes de retirarse, le preguntaba cada noche si quería ser su esposa, ycuando ella rehusaba parecía traspasado de dolor. Un día le dijo:-Mucha pena me das, Bestia. Bien querría complacerte, pero soy demasiado sincerapara permitirte creer que pudiese hacerlo nunca. Siempre he de ser tu amiga: trata de

contentarte con esto.-Forzoso me será -dijo la Bestia-. Sé que en justicia soy horrible, pero mi amor esgrande. Entretanto, me siento feliz de que quieras permanecer aquí. Prométeme queno me abandonarás nunca.La Bella enrojeció al escuchar estas palabras. Había visto en el espejo que su padreestaba enfermo de pesar por haberla perdido, y deseaba volverlo a ver.-Yo podría prometerte -dijo a la Bestia- que no te abandonaré nunca, si no fueseporque tengo tantas ansias de ver a mi padre, que me moriré de dolor si me niegas esegusto.-Antes prefiero yo morirme -dijo el monstruo- que causarte el pesar más pequeño. Teenviaré a casa de tu padre, y mientras estés allí morirá tu Bestia de pena.-¡Oh, no -respondió la Bella, llorando-, te quiero demasiado para tolerarlo! Prometoregresar dentro de ocho días. Me has hecho ver que mis hermanas están casadas y mishermanos en el ejército. Mi padre se ha quedado solo. Permíteme que pase unasemana en su compañía.-Mañana estarás con él -dijo la Bestia-, pero acuérdate de tu promesa. Cuando quierasregresar no tienes más que poner tu sortija sobre la mesa a la hora del sueño. Adiós,Bella.La Bestia suspiró, según su costumbre, al decir estas palabras, y la Bella se acostócon la tristeza de verlo tan apesadumbrado. Cuando despertó a la mañana siguiente sehallaba en casa de su padre. Sonó a poco una campanilla que estaba junto a la cama yapareció la sirvienta, quien dio un gran grito al verla. Acudió rápidamente a sus vocesel buen padre, y creyó morir de alegría porque recobraba a su querida hija, con la cualestuvo abrazado más de un cuarto de hora.Luego de estas primeras efusiones, la Bella recordó que no tenía ropas con quevestirse, pero la sirvienta le dijo que en la vecina habitación había encontrado uncofre lleno de magníficos vestidos con adornos de oro y diamantes. Agradecida a lasatenciones de la Bestia, pidió la Bella que le trajesen el más modesto de aquellosvestidos y que guardasen los otros para regalárselos a sus hermanas; pero apenashabía dado esta orden desapareció el cofre. Su padre comentó que sin duda la Bestiaquería que conservase para sí los regalos, y al instante reapareció el cofre dondeestuviera antes.Se vistió la Bella, y entretanto avisaron a las hermanas, que acudieron en compañíade sus esposos. Las dos eran muy desdichadas en sus matrimonios, pues la primera sehabía casado con un gentilhombre tan hermoso como Cupido, pero que no pensabasino en su propia figura, a la que dedicaba todos sus desvelos de la mañana a lanoche, menospreciando la belleza de su esposa. La segunda, en cambio, tenía pormarido a un hombre cuyo gran talento no servía más que para mortificar a todo elmundo, empezando por su esposa.Cuando vieron a la Bella ataviada como una princesa, y más hermosa que la luz deldía, las dos creyeron morir de dolor. Aunque la Bella les hizo mil caricias no les pudoaplacar los celos, que se recrudecieron cuando les contó lo feliz que se sentía.Bajaron las dos al jardín para llorar allí a sus anchas.-¿Por qué es tan dichosa esa pequeña criatura? ¿No somos nosotras más dignas de lafelicidad que ella?

-Hermana -dijo la mayor-, se me ocurre una idea. Tratemos de retenerla aquí más deocho días: esa estúpida Bestia pensará entonces que ha roto su palabra, y quizás ladevore.-Tienes razón, hermana mía -respondió la otra-. Y para conseguirlo la llenaremos dehalagos.Y tomada esta resolución, volvieron a subir y dieron a su hermana tantas pruebas decariño, que la Bella lloraba de felicidad. Al concluirse el plazo comenzaron aarrancarse los cabellos y a dar tales muestras de aflicción por su partida, que lesprometió quedarse otros ocho días.Sin embargo, la Bella se reprochaba el pesar que así causaba a su pobre monstruo, aquien amaba de todo corazón, y se entristecía de no verlo. La décima noche queestuvo en casa de su padre, soñó que se hallaba en el jardín del castillo, y que veíacómo la Bestia, inerte sobre la hierba, a punto de morir, la reconvenía por susingratitudes. Despertó sobresaltada, con los ojos llenos de lágrimas.“¿No soy yo bien perversa”, se dijo, “pues le causo tanto pesar cuando de tal modome quiere? ¿Tiene acaso la culpa de su fealdad y su falta de inteligencia? Su buencorazón importa más que todo lo otro. ¿Por qué no he de casarme con él? Seré muchomás feliz que mis hermanas con sus maridos. Ni la belleza ni la inteligencia hacenque una mujer viva contenta con su esposo, sino la bondad de carácter, la virtud y eldeseo de agradar; y la Bestia posee todas estas cualidades. Aunque no amor, sí letengo estimación y amistad. ¿Por qué he de ser la causa de su desdicha, si luego mereprocharía mi ingratitud toda la vida?”Con estas palabras la Bella se levantó, puso su sortija sobre la mesa y volvió aacostarse. Apenas se tendió sobre la cama se quedó dormida, y al despertarse a lamañana siguiente vio con alegría que se hallaba en el castillo de la Bestia. Se vistiócon todo esplendor por darle gusto, y creyó morir de impaciencia en espera de quefuesen las nueve de la noche; pero el monstruo no apareció al dar el reloj la hora.Creyó entonces que le habría causado la muerte, y exhalando profundos suspiros, apunto de desesperarse, recorrió la Bella el castillo entero, buscando inútilmente portodas partes. Recordó entonces su sueño y corrió por el jardín hacia el estanque juntoal cual lo viera en sueños. Allí encontró a la pobre Bestia sobre la hierba, perdido elconocimiento, y pensó que había muerto. Sin el menor asomo de horror se dejó caer asu lado, y al sentir que aún le latía el corazón, tomó un poco de agua del estanque y leroció la cabeza. Abrió la Bestia los ojos y dijo a la Bella:-Olvidaste tu promesa, y el dolor de haberte perdido me llevó a dejarme morir dehambre. Pero ahora moriré contento, pues tuve la dicha de verte una vez más.-No, mi Bestia querida, no vas a morirte -le dijo la Bella-, sino que vivirás para ser miesposo. Desde este momento te prometo mi mano, y juro que no perteneceré a nadiesino a ti. ¡Ah, yo creía que sólo te tenía amistad, pero el dolor que he sentido me hahecho ver que no podría vivir sin verte!Apenas había pronunciado estas palabras la Bella vio que todo el palacio seiluminaba con luces resplandecientes: los fuegos artificiales, la música, todo eraanuncio de una gran fiesta; pero ninguna de estas bellezas logró distraerla, y se volvióhacia su querido monstruo, cuyo peligro la hacía estremecerse. ¡Cuál no sería susorpresa! La Bestia había desaparecido y en su lugar había un príncipe más hermoso

que el Amor, que le daba las gracias por haber puesto fin a su encantamiento. Aunqueeste príncipe mereciese toda su atención, no pudo dejar de preguntarle dónde estabala Bestia.-Aquí, a tus pies -le dijo el príncipe-. Cierta maligna hada me ordenó permanecerbajo esa figura, privándome a la vez del uso de mi inteligencia, hasta que alguna bellajoven consintiera en casarse conmigo. En todo el mundo tú sola has sido capaz deconmoverte con la bondad de mi corazón; ni aun ofreciéndote mi corona podríademostrarte la gratitud que te guardo y nunca podré pagar la deuda que he contraídocontigo.La Bella, agradablemente sorprendida, tendió su mano al hermoso príncipe para quese levantase. Se encaminaron después al castillo, y la joven creyó morir de dichacuando encontró en el gran salón a su padre y a toda la familia, a quienes la hermosadama que viera en sueños había traído hasta allí.-Bella -le dijo esta dama, que era un hada poderosa-, ven a recibir el premio de tubuena elección: has preferido la virtud a la belleza y a la inteligencia, y por tantomereces hallar todas estas cualidades reunidas en una sola persona. Vas a ser una granreina: yo espero que tus virtudes no se desvanecerán en el trono. Y en cuanto austedes, señoras -agregó el hada, dirigiéndose a sus hermanas-, conozco suscorazones y toda la malicia que encierran. Conviértanse en estatuas, pero conservenla razón adentro de la piedra que va a envolverlas. Estarán a la puerta del palacio dela Bella, y no les pongo otra pena que la de ser testigos de su felicidad. No podránvolver a su primer estado hasta que reconozcan sus faltas; pero me temo mucho queno dejarán jamás de ser estatuas. Pues uno puede recobrarse del orgullo, la cólera, lagula y la pereza; pero es una especie de milagro que se corrija un corazón maligno yenvidioso.En este punto dio el hada un golpe en el suelo con una varita y transportó a cuantosestaban en la sala al reino del príncipe. Sus súbditos lo recibieron con júbilo, y a pocose celebraron sus bodas con la Bella, quien vivió junto a él muy largos años en unafelicidad perfecta, pues estaba fundada en la virtud.

Anita

Casi todos los días, antes de almorzar, paseamos con Marcelo por la Plaza del Bajo.De allí salen los ómnibus que van a la campaña. Los pasajeros, que han llegado a laciudad con el primer ómnibus, recorren desde muy temprano los negocios próximos ala plaza, donde hábiles y ojerosos comerciantes (el metro de hule enroscado al cuello,el lápiz o la tiza de color en la oreja) les ofrecen sus variadas mercaderías.Apoyados en la puerta de sus tiendas (un cartel, en lo alto, anuncia la sorprendenteliquidación) los vendedores declaman una lista de fugaces artículos rebajados deprecio. Imposible evitar su exaltación sincera, sus gestos, su bigote. Los clientes sonarrastrados entre mimos y halagos al interior del negocio. Por último se detienenfrente a la desdeñosa patrona que juega con sus pulseras de oro, detrás de la caja

registradora, y acaban por entregarle los manoseados billetes.Pero también la Plaza del Bajo es el lugar preferido por los vendedores ambulantesque aparecen con sus monos sabios, sus víboras amaestradas, sus loros adivinos.Vociferan entre una multitud de hombres y mujeres que aguardan atónitos lademostración del prodigio; de pronto, sin darse cuenta, han comprado la biromedorada o la pipa sacacorchos, y antes de que la víbora baile, el loro vaticine, o elmono toque la guitarra.En uno de nuestros paseos por la plaza descubrimos al hombre del turbante. Eramoreno y delicado, con ojos de expresión melancólica. Sus dedos sostenían unasbolsitas de papel azul. Apenas se oía su voz aguda y entrecortada, como de rata.Tuvimos que acercarnos para saber qué decía. Pensé que era un vendedor pocodiestro: necesitaba algo más llamativo que un simple turbante para anunciar sumercadería.Con excepción de Marcelo, yo, y dos o tres chicos lustrabotas que estaban sentadosen el suelo comiendo laponias, nadie hacía caso del hombre del turbante ni de lasbolsitas azules que mostraba. Con los débiles sonidos que salían de su boca pudimoscomponer las siguientes frases: "Hierbas de Oriente. Curan toda clase deenfermedades. Se toman con la comida. Por un peso, un solo peso moneda nacional."Repitió varias veces las frases, equivocándose en el orden. Parecía no tener muchointerés en la venta porque en seguida se fatigó y comenzó a guardar las bolsitas enuna valija adornada con signos cabalísticos. Nos dio tanta pena el hombre de turbantecon su aire de palúdico y su mirada entre afiebrada y piadosa, que Marcelo y yodecidimos juntar las monedas que teníamos y comprarle dos bolsitas azules. De paso,le aconsejaríamos algo más eficaz para anunciar su mercadería: por ejemplo,atravesarse la lengua con una aguja, hipnotizar a un gallo, tragarse un hisopoencendido en nafta. El hombre sonrió al escuchar nuestras sugerencias. Antes, en losbuenos tiempos, nos dijo, vendía cientos de bolsitas, pero el negocio era un fracasodesde que el Inspector le había prohibido trabajar con ella. Preguntamos quién eraella. ¿Queríamos conocerla? Estaba ahí, en la valija, agregó, y se llamaba Anita. Nosmiramos con recelo pensando que el pobre estaba loco. El hombre abrió la valija,sacó una caja de alambre tejido, del que se utiliza en las fiambrerías, y dijo:—Salga, Anita. Aquí hay dos jóvenes que quieren conocerla.Entonces, del interior de la caja, saltó la araña pollito. Retrocedimos deslumbrados.La araña, grande como una mano, tenía el color de la miel de caña.—Salude a los jóvenes. Anita. No sea mal educada.La araña, posada en el hombro del vendedor de hierbas orientales, levantó dócilmenteuna patita peluda; luego, por voluntad propia, trepó al turbante donde se escondió.Intentamos sonreír. Marcelo, con su manía de coleccionar animales (tiene mariposasy un ciempiés disecado sobre su escritorio), le preguntó cuánto quería por Anita. Se lacompraba en el acto. (Yo adivinaba su pensamiento: la quería para ahogarla en unfrasco de formol.) El hombre le contestó que no se desprendería de ella por todo eloro del mundo.—Usted puede conseguir otra —dijo Marcelo.—No como Anita.—Le doy quince pesos.

—No.—Treinta.(Pensé: ¡Qué farsante! ¿De dónde los va a sacar?)—No—Cincuenta —insistió Marcelo con descaro.El hombre del turbante vaciló; luego pidió que le enseñara el dinero. Marcelo no lotenía, por supuesto.—Si espera media hora se los traeré.—No —dijo el hombre, y guardó la araña.Marcelo quedó decepcionado. íbamos a cruzar la plaza para tomar el tranvía, cuandoel hombre nos llamó:—Está bien —dijo—, se la dejo por ese anillo.Y señaló mi mano derecha. Le di mi anillo, un anillo de oro con iniciales, regalo demi abuela.—Pero se la vendo sin el estuche —aclaró.Aceptamos y fuimos hasta un almacén donde nos dieron una caja de galletas vacía.Allí metimos a la araña. Marcelo estaba radiante de felicidad. Yo le previne que deninguna manera aceptaría que Anita formara parte de su colección, que la quería viva.—Pero Anita será de los dos, ¿no?—Sí, de los dos.Antes de marcharse, el hombre del turbante nos dijo que la araña era muy cariñosa einofensiva, que se le partía el alma de tristeza al abandonarla, que no olvidáramosdarle su ración de moscas, ni su platito de agua limpia.Cuando volvimos a casa, mi abuela, por suerte, había salido. Entramos a mi cuarto.Marcelo, que también es artista, dibujó sobre la caja de galletas (antes hicimos unosagujeros en el cartón para que Anita no se asfixiara) una calavera. No porque la arañasignificara un peligro como el polvo de estricnina, tan parecido al talco, pero quetiene la virtud de inmovilizar a los gatos en lo alto de las cornisas de donde sedesploman al patio, y es divertido mirar sus ojos vidriosos, dilatados por el veneno.Anita era inofensiva. Así nos aseguró el hombre del turbante que conocimos en laPlaza del Bajo, hace un mes. La calavera de la tapa, pintada con tinta china, la dibujóMarcelo con un propósito meramente decorativo.Al poco tiempo descubrimos que el hombre del turbante era un impostor. La cariñosaAnita resultó una araña malhumorada que se negaba a saludar y. permanecía encogidaen el fondo de la caja. La verdad es que habríamos muerto de susto si se le hubieraocurrido repetir el salto espectacular del primer día. Cuando golpeábamos un lado dela caja, Anita despertaba. Tomados de la mano (la de Marcelo, helada) sentíamos elvértigo de observar su cuerpo peludo, sus ojitos brillantes, sus patas complicadas. Aveces, para sorprendernos, Anita movía rítmicamente las ocho patas. Por nosotroscorría un ligero estremecimiento, nos abrazábamos nerviosos, dábamos saltosalrededor de la caja.A Marcelo, una siesta, mientras estábamos encerrados en mi cuarto fumando loscigarrillos de mi abuela, se le ocurrió aquella atrevida idea. Tiramos a cara o cruz.Perdió él. Al principio estuvo dispuesto (además, le correspondía: él había inventadoel juego) pero luego desistió. Le dije que era un miedoso. Para humillarlo me acosté

en la cama y le pedí que me volcara la caja destapada. Marcelo dijo que así no eragracia, que antes me quitara la camisa. Me quité la camisa y esperé. Anita, como unamano de felpa, cayó sobre mi pecho. Se me paró el corazón. Marcelo salió corriendodel cuarto. Yo me apresuré a guardar la araña pollito que había subido por el respaldarde la cama y estaba inmóvil junto a la llave de la luz.Sé que fui injusto con Marcelo después de aquel incidente. Para mortificarlo paseabapor la vereda con el ruso Natalio, que le había ganado la última carrera de ciclismo.Un día me llamó por teléfono. Simulé la voz de mi abuela y le dije que estaba en eltecho, arreglando la antena de la radio. Debió de advertir el engaño porque no volvióa llamar. Marcelo andaba triste y aburrido. Yo lo miraba desde la terraza de mi casa,oculto entre los jarrones de manipostería, dar vueltas y más vueltas alrededor de lamanzana, en su Raleigh amarilla, esperando el momento en que me asomara a lapuerta de calle para comprar un helado, y entonces dirigirme la palabra como si nadahubiera sucedido. Utilizaría el pretexto de siempre: "¿Me prestarías una llave paraajustar una tuerca, o el inflador para la rueda de atrás que está en llanta?"No es que me pareciera una cobardía imperdonable el susto que se llevó aquellasiesta, sino que, por culpa de Anita, o mejor dicho del anillo que me costó, mi abuelame había suprimido el dinero de los domingos. Mentí que había perdido el anillo enla escuela.—Un día vas a perder la cabeza —dijo—; No hay cine hasta fin de mes.El verdadero motivo de mi enojo era que a Marcelo enterado del rigor de mi abuela;no se le hubiera ocurrido compartir mi desgracia y continuara yendo al cine —mientras yo quedaba encerrado en mi cuarto, muerto de envidia, en compañía de lataciturna Anita.Pero una mañana, cuando le estaba dando de comer a la araña, escuché música,tambores y una Voz que anunciaba por un altoparlante el debut del Circo Primavera.Salí del cuarto y me precipité a mirar el desfile. Me pareció decepcionante. Elelefante tenía las orejas desflecadas, a la jirafa le faltaba un ojo, los leones, marchitos,bostezaban en sus jaulas. Me sacó de aquel estado de depresión el alarido de miabuela. En el acto comprendí lo sucedido: había dejado abierta la puerta de midormitorio y ella, con esa maldita costumbre que tiene de entrar, apenas me descuido,a revisarme los papeles o a hurgar en los bolsillos de mis pantalones ("entré a ventilarel cuarto", dice), había descubierto a Anita sobre la almohada. Llegué a tiempo paraevitar el desastre. Mi abuela, armada de una escoba y una pava de agua hirviendo,corría a la araña que ahora trepaba ágilmente por la pared. Le dije que era una arañainofensiva, que Marcelo y yo la habíamos comprado por indicación de la maestra conel propósito de estudiarla y dibujar una lámina en colores para la clase de zoología.No hubo forma de tranquilizarla.—La araña se va ahora mismo de esta casa, o me voy yo —dijo.Ese día reanudé mi amistad con Marcelo. El tiene un altillo donde nadie sube: era ellugar más seguro para Anita.Anoche fui a casa de Marcelo para visitar a Anita. Había pasado una semana sin verlay la extrañaba. Marcelo, sentado en un sillón de mimbre de la galería, hojeaba unasrevistas. Subimos al altillo. El foco de luz, que Marcelo pintó de rojo con el esmaltepara las uñas de su tía, parpadeaba de vez en cuando.

—Es la instalación que está vieja —dijo.Y se acostó en la cama. Saqué la caja de galletas donde estaba Anita, encima delropero, me quité la camisa y me acosté a su lado. Marcelo dijo que tenía vergüenza delo que sucedió aquella siesta.—No es nada, yo también tuve miedo.—Repitamos el juego.— ¿Para qué?—Sí, tiremos una moneda.Volvió a perder. Me di cuenta de que estaba pálido.—No importa —le dije—. Jugaremos otro día.—No, ahora mismo.—No vas a resistir.—Sí, vamos.—Te permito cerrar los ojos.—Bueno, dale.Destapé la caja de galletas y arrojé la araña sobre su pecho. Marcelo apretó los labios,se quedó inmóvil. Anita se deslizaba suavemente hacia su ombligo. Miré a Marcelo:no abría los ojos y un hilo de saliva brillante comenzaba a bajarle de la boca.—Marcelo —le dije—, abrí los ojos y dejate de bromas. Mirá lo que hago con Anita.Alcé la araña y me la puse en la cabeza.—Mirá, Marcelo, no es nada, es inofensiva. Vamos, abrí los ojos.Tomé un vaso con agua que había sobre la mesa y se lo derramé en la cara; después ledi algunas palmadas en las mejillas. Al fin abrió los ojos.— ¿Y Anita? —preguntó.Yo tenía flojas las piernas, me temblaban las manos.—Basta de Anita —le dije.Entonces vi a la araña que trepaba por los cables de la luz en dirección al foco. Hubouna pequeña explosión, unas chispas azules, y el cuarto quedó a oscuras. Encendimosun fósforo. Marcelo se echó a reír como un loco: no había manera de hacerlo callar.Súbitamente me abrazó, llorando. Anita estaba muerta al lado de la cama.

Parábola del hijo pródigo También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que mecorresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provinciaapartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, ycomenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a suhacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le

daba. Y volviendo en sí, dijo: !!Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundanciade pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fuemovido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de serllamado tu hijo.Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anilloen su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Ycomenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó lamúsica y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, porhaberle recibido bueno y sano.Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba queentrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndotedesobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con misamigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hechomatar para él el becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, yha revivido; se había perdido, y es hallado.

Parábola de los talentos Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos, llamó a sussiervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a sucapacidad; y luego se fue lejos. Y el que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cincotalentos. Asimismo el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de suseñor. Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas conellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo:

Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobreellos. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho tepondré; entra en el gozo de tu señor. Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos meentregaste; aquí tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho tepondré; entra en el gozo de tu señor. Pero llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, te conocía queeres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que estuyo. Respondiendo su señor, le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que siego donde nosembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubierarecibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene leserá quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y el crujir dedientes.

El pescado desconocido a Unpoko KaragatoRAFAEL guardaba los pescados que pescaba con su padre cuando iban al río; losllevaba, en un tarrito lleno de agua, al jardín de su casa para echarlos en la fuente. Lesconstruía casitas con ladrillos o piedras y puentes con ramas. Su padre lo reprendíadiciéndole:-Cada cosa en su lugar. Los pescados se miran o se comen pero no se tocan… Yacordate: se le dice pez al pescado que no fue pescado y pescado al que fue pescado.-¿Cuándo se sabe si no fue pescado?-Cuando nada en el agua como en su casa. Rafael, nunca, nunca lo escuchaba.Un día le tocó llevar un pescado más grande que los otros; tenía una cara muy rara:sus ojos eran colorados, sus aletas estaban cubiertas de musgo y su cola se retorcíacomo la cola de una serpiente.-Dejalo -le dijo su padre-. Parece malo. Es un pescado desconocido.-Pez -corrigió el pescado.Rafael no hizo caso. Cuando llegó al jardín, tomó al pescado para echarlo adentro dela fuente. En ese momento el pescado dijo algo, algo que Rafael no comprendióporque el animal hablaba entre dientes. Durante toda la noche Rafael oyó resonar enel jardín la voz aguda y turbia del monstruo. Rafael no era miedoso: no tenía miedode los ladrones, ni de las tormentas, ni del dentista; no tenía miedo de la oscuridad,pero aquella vez

tuvo miedo del pescado desconocido.A la mañana siguiente, cuando Rafael se acercó a la fuente el pescado le habló:-No me iré de esta fuente ni de este jardín. Me gustan mucho.-Te divertís en la fuente, como yo me divertiría en el baño si no fuera por las orejas-dijo Rafael.-¿Quiénes son las orejas? -preguntó el pescado.-Estos dos cartuchos que tengo de cada lado de la cabeza. No me gusta que me laslimpien y siempre me las limpian en el baño.-¿Qué es el baño?-Es una fuente donde me baño y donde hay jabón.-¿Qué es jabón?-Algo que hace espuma.-Llevame allí. -No puedo; está dentro de la casa.Después de esta conversación se hicieron muy amigos. Pero el pescado se comía a losotros pescados.-¿Por qué te comés a tus compañeros? –preguntó Rafael.-¿De qué viviría?-¿No te doy gusanos y carne cruda?-No me alcanza -contestó el monstruo-. Agradecé que no te devore. Y que no devorea tus padres, como lo haré cuando sea más grande. Además la caza me entretiene.Rafael no se atrevió a decir a sus padres lo que había oído y siguió llevando pescadosa la fuente, para aplacar al monstruo.Un día encontró al pescado trepado a un árbol, torturando a una paloma, paracomérsela; otro día lo encontró escondido debajo de una planta, tratando de matarcon mucha lentitud a un gato.-No me gusta tu conducta -dijo Rafael-. Parecés una comadreja. Te llevaré al ríodonde naciste. Allí estarás mejor.Rafael se agachó para tomar al pescado, que echó a reír alejándose de un brinco.-Nunca podrás alcanzarme, y no me iré de este jardín -dijo con su voz aflautada.-Salvé tu vida ¿y así me agradecés?-¿No comés pescados y no comés gallinas? ¿En qué consiste mi mala conducta?-No se me había ocurrido pensar en eso -dijo Rafael, bajando la cabeza-. Comopescados y gallinas, es cierto, pero no los torturo antes de comerlos.El pescado crecía, pero nadie lo notaba porque el agua estaba cubierta de verdín. Undía Rafael no pudo ir al río, a traer pescados. Corrió a la fuente y el monstruo se loreprochó:-Si no me traés pescados, entraré en la casa y te comeré vivo.-Te he traído carne cruda. No me dan permiso para ir al río -gimió Rafael-. Lluevemucho y podría mojarme.-Más se mojaron en el diluvio. Te ordeno que vayas -respondió el monstruo- y nopodés desobedecerme.-Mi padre tiene un revólver. No te aventurés cerca de la casa, por favor.-¿Qué es un revólver?-Algo que mata.

-A mí nada me mata. Mi resolución es irrevocable.Rafael corrió adentro de la casa y se puso a jugar al dominó con su padre, como lohacía todos los domingos. A la hora del té, cuando la familia estaba reunida alrededorde la mesa, golpearon a la puerta. Rafael palideció. Rogó a todos que no abrieran,pero el padre, que esperaba visitas, abrió la puerta y dejó entrar a las visitas y, juntocon ellas, al pescado. Para que no lo reconocieran, el pescado se había puesto sobre lacabeza unas hojas de hortensia.-Esta noche es Nochebuena, pero parece que estamos en carnaval –dijo el dueño decasa al ver al enmascarado-. ¿Quién es éste? -Es una broma -respondió Rafael.-No voy a devorarte -dijo el pescado a Rafael, escondiéndose detrás de la puerta,con su risa estridente-. Soy bueno, porque soy todavía chiquito. Quiero vivir en tubaño.Pero tendrás que comer jabón o esponjas -dijo Rafael-, porque mi madre no mepermitiría llevar carne cruda ni gusanos ni pescados al cuarto de baño. ¿No querésque te muestre el árbol de Navidad?-Llevame a tu baño. Yo sé lo que hago -dijo el pescado con orgullo.Sin que nadie lo viera, Rafael lo llevó al cuarto de baño. Llenó la bañera de agua, loechó adentro, y luego volvió corriendo a la sala, para terminar de tomar su taza dechocolate. En los bordes de la bañera, en una jabonera había un jabón en forma depescado; en cuanto el monstruo lo vio, golosamente quiso comerlo. Sostuvo una largalucha, hasta que lo devoró. Con la boca llena de espuma, exclamó:-¡Qué pez resbaladizo y qué sabroso!Fueron sus últimas palabras. Murió en el acto.Cuando en la casa vieron al pescado muerto en el baño, el padre dijo a Rafael:-No vuelvas a poner un pescado en el baño. Los pescados de jabón son mejores.¿Pero dónde está el que te regalé?-Dentro del pescado -contestó Rafael.-Es la eterna historia -dijo el padre-. El pez grande se come al chico.