Cuando los mitos eran chiquitos
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Música
En el principio era el desiertoAl reinventor del vallenato lo
conocí a principios del año 1983, bajo
un chubasco infinito, en un portal del
barrio La Soledad, uno de los más tra-
dicionales en Bogotá, donde por
entonces quedaban los estudios de la
extinta programadora televisiva
Punch, y que eran en realidad media
docena de casas republicanas adap-
tadas a la carrera, donde directores y
guionistas temerarios se daban a rea-
lizar colosales superproducciones de
garaje.
Yo estaba acompañado del hoy
famosísimo Fernando Gaitán Salom,
Cuando los mitos eran chiquitos
También las grandes estrellas, los triunfadores indiscutibles, los planetarios,los premiados tuvieron un inicio donde no faltaron la incomprensión, las dudas,la injusticia y el rechazo. Así les ocurrió a Carlos Vives, Shakira y Juanes, lostres íconos de nuestra mitología pop. Algunos recuerdos de aquel origen.
Por Iván Beltrán CastilloFoto por Jairo Quintero
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quien era mi socio de ficciones y un
pichón de libretista, al que tampoco
nadie le paraba bola. Hacía unas
semanas trabajábamos como libretis-
tas y esperábamos la entrega de un
demoradísimo e irrisorio cheque,
cuando vino a unírsenos un mucha-
cho asombrosamente buenmozo, a
quien también le debían sus honora-
rios, y quien parecía exhausto de
cobrarlos.
El hombre se presentó: “mucho
gusto, me llamo Carlos Vives y hace
poco trabajo en la televisión”. Empe-
zamos a conversar con desgano, como
se acostumbra hacer en los sitios acci-
dentales y tediosos, y al instante se
percataba uno de que su interlocutor
no era absolutamente nadie: un sama-
rio vestido como cualquier hijo de
papi, que, no obstante, delataba fácil-
mente su procedencia tropical.
En esa puerta los tres parecíamos
náufragos de la cruel factoría del
espectáculo, y el compañero de vano
nos contó que actuaba en los drama-
tizados del mediodía, y que, aunque
era feliz, lo exasperaban las demoras
en los pagos, los risibles montos y lo
flojo de algunas de las historias gra-
badas.
Pronto tomó confianza y terminó
confesándonos que lo suyo era la
música, más exactamente el rock.
Tocaba los fines de semana en algu-
nos bares al norte de la ciudad y tra-
taba de conseguir, sin demasiado éxi-
to, recursos para grabar su primer dis-
co, por el que deambulaban las figu-
ras emblemáticas de Fito Páez y
Charly García.
El apuesto principiante hablaba
bastante más de lo que se espera de un
fortuito compañero de tormenta y has-
ta casi llegó a exasperarnos. En aquel
marco todas sus ensoñaciones y todos
sus proyectos parecían adquirir un aire
irreal, imposible y hasta irrisorio.
Eran las primeras salidas a terre-
no de Carlos Vives y solamente con-
taba con la fe tibia de algunos direc-
tores de televisión, encabezados por el
fallecido Mario Sastre, quien no cesa-
ba de repetir como una cantinela:
“este buenmozote se muere por entrar
al medio. Es mal actor y casi no tie-
ne memoria, y además, quiere ser can-
tante, pendejada típica que arruina a
los amateur. Sin embargo, les fascina
a las mujeres y eso juega a su favor.
Las enloquece con su risa endiosada,
sus ojos de conquistador mediterrá-
neo, su cuerpo barnizado por las tar-
des de playa. Crea entre las actrices,
las maquilladoras, las asistentes y
todas las que se encuentran cerca, una
auténtica tempestad de coquetería y
de velado erotismo. Sin embargo,
esta virtud no le alcanzará y es casi
seguro que no llegue a parte alguna.
Vives será efímero: otro espejismo,
otro bello que pasa por la televisión
sin dejar huella, una chispa inocua de
las que, tristemente, abundan en el
mundo de la farándula”.
“Es un hippie, un soñador malu-
co, un idealista bueno para nada, un
aburrido. En Santa Marta no tiene par-
che ni compadres. Se dedica noche y
día a rasgar una guitarra, porque se le
ha metido en la cabezota que tiene
madera de cantante: si hasta se cree
John Lennon. Cuando vamos de
parranda se nos pega, pero nosotros
no le paramos pelota, como que lo
hemos decretado el último de la fila”,
me dijo poco tiempo después un
samario de su barrio, machista, camo-
rrero, misógino y beodo.
Resulta que Carlos Vives nunca
tuvo las señas de identidad de los
impetuosos jovencitos caribeños y
desentonaba en los rituales y ceremo-
nias característicos de su tierra, aun-
que, como lo demostraría luego, ama-
ba sus mejores frutos, su folclore, sus
paisajes, su culinaria, sus mujeres.
Una pertinaz reportera del espec-
táculo colombiano, Ana Sofía Sierra,
me contó que el primer disco de rock
de Vives fue un fracaso, pero que la
vida le cambió cuando alguien notó
que él podía interpretar al prodigio-
so compositor vallenato Rafael Esca-
lona en un melodrama que relataría su
vida. “Recuerdo que entrevisté al
maestro y me anotó con desconcier-
to y molesta sorpresa: ‘¿cómo es
posible que vayan a poner a un niñi-
to lindo a ser de Escalona, cuando él
no tiene nada que ver con la música
vallenata?’. Un año después, cuando
el mismo maestro vio el éxito de la
novela y el renacimiento que repre-
sentó para sus temas, se percató del
talento de Vives, y reconoció que le
habían callado la boca, literalmente”.
Poco tiempo antes de que apare-
ciera en el mercado el exitoso primer
volumen de Los clásicos de la Provin-
cia, yo fui contratado por una revista
para hacer un especial sobre lo que
hasta entonces había sido su carrera.
Durante el rito de las entrevistas, en
las que se me reveló como un gran ser
humano, y donde no faltaron las gra-
ves confesiones, ni la narraciones tem-
pestuosas y ni tan siquiera las lágri-
mas, al samario le gustó mi forma de
capturar los recuerdos y me ofreció
trabajo a su lado.
Yo, indeciso ante la oferta, le con-
sulté a una señora, amiga crepuscular
que tenía ínfulas de vidente, y ella me
dijo con palabras cargadas de grave-
dad: “Si te vas a meter con artistas que
sea con los buenos, los exitosos como
Claudia de Colombia o El Puma, no
con teloneros menores y sin futuro
como el tal Vives. Es apenas un bala-
dista”.
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La ‘barranquillerita’del montónPor esa misma época, mi danza por
distintas salas de redacción me hizo
caer en una revista popular de gran
tiraje, orientada por cuatro o cinco
reporteras expertas en farándula.
Entonces apareció Shakira en esce-
na: pequeña, serpenteante, de una
luminosa sencillez y tan disciplinada
como para recorrer en un solo día, bajo
una temperatura crepitante de 30 gra-
dos a la sombra, todas las emisoras de
su ciudad, promocionando sus prime-
ros trabajos, donde la voz pletórica de
matices y quiebres eróticos ya se mos-
traba obediente. La barranquillera
pasaba horas en los salas de recibo y
en ocasiones la diligencia terminaba en
fracaso cuando algún disc jockey le
decía: “Muñeca, hoy no tuvimos tiem-
po, tienes que volver mañana, el triun-
fo es un problema de paciencia”.
No se trataba, claro está, de la impe-
tuosa diva que en la actualidad al cami-
nar por cualquier calle del mundo
levanta una barahúnda de admiración
e histeria. Era más bien una mucha-
chita frágil y discreta a la que daban
ganas de abrazar y proteger, y que tenía
cierto parecido con las vírgenes enig-
máticas que salen en los cuadros del
pintor colombiano Alejandro Obregón.
Un buen día, mientras yo garrapa-
teaba el retrato de algún ídolo de barro,
ella llegó a las instalaciones de la revis-
ta indiscreta. Estaba acompañada úni-
camente por su mamá, quien no cesa-
ba de acicalarla y recomponerla, como
acostumbran hacer todas las señoras el
día que en que sus hijas celebran los
15 años.
La futura estrella no causó ningún
revuelo, apenas una que otra furtiva
mirada masculina, y la acostumbrada
curiosidad de las encargadas de servir
los tintos. Así pasaron 10, 15, 20 minu-
tos. Entonces Shakira se levantó de su
silla y se aproximó a mi escritorio. Le
pregunté qué necesitaba y ella me res-
pondió que había concertado una cita
con la directora, pero que ni siquiera
nadie se tomaba el trabajo de contar-
le que ella estaba en la oficina.
“Estoy muy angustiada, hay otras
dos entrevistas esta misma tarde y ten-
go vuelo para Barranquilla a las siete
de la noche”, dijo Shakira y me pare-
ció trágica y por lo tanto bella.
Estuvimos hablando unos 10 minu-
tos, eternizados en mi memoria, no
porque haya departido con la futura
diosa, sino todo lo contrario: porque
alguna vez conversé con la joven anó-
nima que está sepultada en su pasado.
Me contó que acababa de grabar un pri-
mer trabajo musical, financiado por sus
familiares y amigos, y que necesitaba
presentárselo a todo el mundo. De eso
dependía su destino y no se imagina-
ba ejerciendo profesión distinta a la de
cantar. Era fácil darse cuenta de su
excitación, pero en ningún instante se
descompuso. También me habló de su
ascendencia árabe, de su pasión por la
Arenosa y de que adoraba a sus padres.
“¿Y los periodistas cómo te tra-
tan?”, le inquirí.
“Como me están tratando aquí. Es
que nadie me cree y ni siquiera se
toman el trabajo de escucharme. Me
doy cuenta cuando me entrevistan de
que quieren salir rápido del asunto e
irse a escribir sobre los personajes
importantes”, dijo.
Activado por aquella frase, crucé la
sala de redacción y entré sin golpear a
la oficina de la directora. Esta se encon-
traba en compañía de dos redactoras,
mirando, con gesto de cazador san-
griento, unas fotos chivosas donde se
revelaba el romance escandaloso de dos
figurines. La interrumpí de todas
maneras y le dije que una tal Shakira
la estaba esperando hacía más de
media hora.
“¿Shakira?, no la recuerdo”, dijo la
directora, y miró a sus subalternas
demandándoles información. A nin-
guna de las tres el asunto pareció inte-
resar demasiado. “¿Cuál es esa tal Sha-
kira?”, repitió. “Con ese nombrecito no
va a llegar muy lejos... dizque Shaki-
ra: que tal la lobería”.
Y entonces una de las periodistas
la puso al tanto. Recuerdo que mien-
tras hablaba dibujó una sonrisa no
exenta de crueldad:
“Shakira es —dijo irónicamente la
reportera— una barranquillerita medio
maluca que quiere ser estrella, pero tie-
ne todo el corroncho alborotado. Es
mejor salir y hacerle un par de pre-
guntas y publicarle una nota, porque,
además, es bastante intensa y no la
ganamos”.
No era la única periodista que pen-
saba así. Ana Sofía Sierra reconoce que
Bogotá trató muy duro a la futura
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Shakira era una muchacha frágil y discretaantes de convertirse en la diva impetuosa quees ahora.
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estrella internacional: “Shakira sedu-
cía con su inteligencia, pero también
agredía con su pedantería de niña
genio. Ella es lectora precoz de libros
de autoayuda y eso le dio, creo yo, una
independencia de pensamiento sor-
prendente. Recuerdo que poseía una
gran seguridad en sus composiciones.
Yo pensaba, pero, ¿qué puede compo-
ner una niña de 14 años que no ha vivi-
do nada? Sí. Siempre se portó como
una estrella. De hecho cuando arribó
a la capital, lo primero que hizo fue
contratar una jefe de prensa, a quien
le asignaba arduas tareas con modales
imperativos de superstar: ‘Quiero entre-
vista con Julio Sánchez Cristo, con Juan
Gossaín, con Pacheco…’, decía. Y eso
causaba mucha gracia, viniendo de una
niña tan común y tan anónima”.
Un perpetuo cazador de reportajes
a las estrellas del espectáculo, Víctor
Manuel García, cuenta que en 1995,
cuando era periodista de farándula en
el diario El Tiempo, Shakira llegó a la
sala de redacción, acompañada por su
jefe de prensa, María del Rosario Sán-
chez, sin que nadie siquiera volteara a
mirarla: “Venían exhaustas y al pre-
guntarles el porqué, María del Rosario
me respondió, con mucha naturalidad,
que las dos se habían bajado de un bus
urbano tres cuadras antes, y habían lle-
gado caminando porque no tenían para
el taxi. ¡Y pensar que hoy Shakira mon-
ta en avión privado!”.
Parcero desde el comienzo
Tampoco Juanes pudo escapar a la
adolescencia de la gloria y, posiblemente,
su metamorfosis no habría llegado a pro-
ducirse de no mediar la mano milagrosa
del legendario productor Fernán Martínez,
sabio alquimista del mundo de la música,
y quién borró de la faz de la Tierra al sen-
cillo roquero paisa Juan Esteban Aristizá-
bal, como se llamara en su juventud, figu-
ra vital pero discreta del grupo colombiano
de rock Ekhymosis.
Según las personas que estuvieron
cerca, había en Juan Esteban una senci-
llez exagerada. Así lo recuerda, Víctor
Manuel García: “En 2001 él llegó a la
redacción de la revista Shock para posar
con la camiseta de la selección Colombia,
junto a dos actores colombianos que esta-
ban disparados en ese momento, pero que
ahora han pasado a ser tocados por la dis-
creción o el olvido: Carolina Acevedo y su
entonces novio, Roberto Cano, que pro-
tagonizaban la novela Pobre Pablo. A Jua-
nes le tocó esperar casi toda una maña-
na a que arribaran los ocupadísimos acto-
res a posar para la portada. Entonces, se
puso a hablar con el fotógrafo, los pro-
ductores y periodistas de dicha revista, sin
ningún atisbo de impaciencia”.
Era notoria su distancia crítica de la
farsa mundana del espectáculo. El hom-
bre no se concebía estrella, y, cuando no
se encontraba acuartelado con su clan,
paseaba alegremente por las calles de
Medellín como cualquier muchachito del
montón.
Yo lo vi y saludé muchas veces, cier-
ta tarde en Laureles, alguna vez en el con-
currido Junín y también en el parque Lle-
ras, todos lugares emblemáticos de Mede-
llín. La personalidad del artista me llama-
ba la atención y creo que visualicé su
grandeza y sus infinitas posibilidades. Por
ese motivo en marzo de 1998 aposté por
él como una posible y restallante novedad
para la televisión. Ocurrió cuando el
director Sergio Osorio llegó a mi casa, muy
tenso, porque no encontraba el casting
ideal para el protagonista masculino de la
telenovela Perro amor.
“Quiero alguien nuevo, hondo, sor-
prendente, con carisma. Un talento que se
encuentre ahí, pero que nadie haya visto
ni detectado por completo”, inquirió el
director.
“Creo que sé de alguien con esas
características”, le dije al naciente caza-
dor de estrellas: “Se trata de un roquero
paisa. Se llama Juan Esteban Aristizábal y,
si lo enganchas, tendrás un éxito indis-
cutible”.
Sergio Osorio en 1998 se enfrentaba a
su primer proyecto gigante, y aunque se
pretendía revolucionario y vanguardista, ter-
minó por primar en él el sentido de con-
servación. Tal vez por eso, después de mirar
videos y fotografías, escuchar su música, y
aunar información sobre mi recomendado,
me dijo a boca de jarro:
“Mira, tu estrella no me choca. Pero está
muy crudo y no lo conocen ni en su casa.
No lo voy a llamar porque puede costarme
muy caro. Mejor lo hacemos a nivel profe-
sional con algún actor curtido, una figura
famosa y probada... tal vez Danilo Santos”.
Durante todos estos años me he pre-
guntado qué hubiera sucedido si Osorio
enganchaba a Juan Esteban en aquel coti-
zado folletín. Y estoy seguro de una cosa:
eso habría cambiado por completo el cur-
so del destino. Tal vez, tendríamos otro
galán de melodrama. Pero no existiría Jua-
nes.