Cuando los ogros se quedan solos

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Un abuelo explica a su nieto, a partir de los hechos vividos en su niñez, cómo las personas pueden convertirse en ogros, cómo los ogros imponen su autoridad y cómo los ogros, finalmente, no son más que hombres que han renunciado a pensar. De esta manera intenta explicar el exterminio judío sucedido durante la Segunda Guerra Mundial, y también el posterior juicio a los dirigentes nazis responsables: cómo unos hombres que querían cumplir órdenes, no se detuvieron a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos y acabaron llevando a cabo actos crueles y totalmente imperdonables.

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Cuando los ogros se quedan solos

Texto e ilustraciones de

Pere Puig Paronella

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Primera edición: julio 2012

© Pere Puig Paronella, para el texto y las ilustraciones

Concepción gráfica: Imma Canal

© 2012, Editorial ProteusC/ Rossinyol, 4 08445 Cànoveswww.editorialproteus.com

ISBN: 978-84-15549-48-2Depósito legal: B-19029-2012

Todos los derechos reservadosImpreso en España - Printed in Spain

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Para StefaniaPere Puig

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—Sobre todo, no riegues las malas hierbas.

Mi abuelo tiene un patio lleno de tiestos con árboles pequeños

que trasplanta junto al camino cuando ya han crecido lo suficiente.

—¿Por qué no se pueden regar? —pregunto yo, con la regadera en

la mano.

—Porque si lo haces no dejarán crecer bien al árbol.

—Ah, claro, porque sino la mala hierba crecería tanto que acaba-

ría matando al árbol, ¿verdad?

El abuelo se queda pensando un momento y dice:

—No, las malas hierbas no crecen mucho, mira —arranca la mala

hierba con todas sus raíces—. ¿Ves?, las raíces son pequeñas. El proble-

ma de las malas hierbas es que salen muchas y acaban matando al árbol.

Ven, te voy a contar una historia que aún no te he contado nunca.

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Hace mucho tiempo, cuando yo era un jovencito, los ogros se

convirtieron en los amos y señores de nuestras vidas. Todo pasó tan rá-

pidamente… O quizás no, quizás no lo supimos ver y por eso nos lo

encontramos de golpe y porrazo.

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Hasta entonces vivíamos tranquilos, más o menos felices, más o

menos contentos… Pero en pocos meses algunos de nosotros se con-

virtieron en ogros, unos por aquí, otros por allá, como si surgiesen de

debajo de las piedras. Siempre ha habido ogros, pero en aquellos tiem-

pos, cuando yo era joven, en vez de ir cada uno por su cuenta, tal como

acostumbran a hacer, se encontraban para hacer juntos sus fechorías.

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¿Que cómo una persona se convertía en ogro?

No lo sé muy bien, pero seguramente sucedía más o menos así:

uno de nosotros, de repente, creía que era el único que sabía hacer bien

las cosas; pensaba que solamente él, o la gente que pensaba como él,

tenía la solución para arreglar las cosas que iban mal. Como para él los

otros no valían para nada, era necesario dominarlos para que las cosas

volviesen a funcionar. Quienes no estábamos de acuerdo con ellos nos

convertíamos automáticamente en sus enemigos y en la causa de todos

los males. Entonces crecían unos palmos más que las otras personas,

sus caras se enrojecían y los ojos les brillaban como las brasas del fue-

go. Y lo más importante: ¡tenían un hambre de mil diablos que no se

acababa nunca!

Los ogros se reunían en las afueras de los pueblos, en grupos de

siete u ocho miembros, y nosotros los mirábamos de reojo porque nos

daba miedo mirar directamente a sus ojos: ¡cualquier cosa los irritaba!

Hacían de todo para conseguir la comida que necesitaban, nos robaban

el fruto de los campos, las herramientas, entraban en nuestras casas y

lo revolvían todo buscando monedas o cualquier cosa que tuviese valor.

Después vinieron los empujones y las bofetadas, pero incluso entonces

continuábamos pensando que lo único que querían los ogros de nosotros

era nuestra comida o todo aquello que pudiese servir para comprarla.

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No supimos ver que al final de todo nos tenían reservada una terri-

ble sorpresa: ¡la comida éramos nosotros!

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Los ogros empezaron a controlar cada uno de los pueblos y cada

una de las ciudades donde vivíamos, hasta que llegó un momento en

el cual lo dominaron prácticamente todo. El mundo se dividía en dos

partes: los ogros y el resto, es decir, nosotros. Y, como el mundo tenía

que ser suyo, hicieron todas las leyes que les dio la gana para conseguir

que nosotros no tuviésemos derecho a nada. Nos iban amontonando en

una misma zona, del mismo modo que hacemos los hombres con las

ovejas para que no se nos escapen. Vivíamos con un miedo atroz y sólo

deseábamos, cada noche, que no se nos llevaran.

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