CUATRO CUENTOS NATURALISTAS (S. XIX) - I.E.S. … · ! 3! —¡Sancha! ¡Sancha! —volvió a...

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1 CUATRO CUENTOS NATURALISTAS (S. XIX) Vicente Blasco Ibáñez: SANCHA Emilia Pardo Bazán: LAS MEDIAS ROJAS LELIÑA Leopoldo Alas Clarín: ADIÓS, CORDERA VICENTE BLASCO IBÁÑEZ EMILIA PARDO BAZÁN LEOPOLDO ALAS CLARÍN

Transcript of CUATRO CUENTOS NATURALISTAS (S. XIX) - I.E.S. … · ! 3! —¡Sancha! ¡Sancha! —volvió a...

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CUATRO CUENTOS

NATURALISTAS (S. XIX)

Vicente Blasco Ibáñez: SANCHA Emilia Pardo Bazán: LAS MEDIAS ROJAS

LELIÑA Leopoldo Alas Clarín: ADIÓS, CORDERA

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

EMILIA PARDO BAZÁN

LEOPOLDO ALAS CLARÍN

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VICENTE BLASCO IBÁÑEZ Sancha

El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la Albufera una extensa llanura baja

cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas. Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado por un muchacho pastaba entre las malezas, y a

su vista surgió en la memoria de los hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano. Los de tierra adentro que volvían a sus casas después de ganar los grandes jornales de la siega

preguntaban quién era la tal Sancha que las mujeres nombraban con cierto terror, y los del lago contaban al forastero más próximo la sencilla leyenda que todos aprendían desde pequeños.

Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en otros tiempos sus cabras en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, ¡muchos...!, tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor: ni el mismo tío Paloma.

El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos, en las mañanas de calma:

—¡Sancha! ¡Sancha...! Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la ofrecía un cuenco de

leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo1 cortando cañas en los carrizales2 y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil, que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces, el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nervioso impulso volvía a enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo3, o enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí caída y como muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de la cara con el silbido de su boca triangular.

Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que robaban leña en la Dehesa4, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban5 en la maleza6. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.

La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de la Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y andaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos juncales7 que cubrían las pestíferas8 lagunas.

Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la Dehesa.

Transcurrieron ocho o diez años, y un día los habitantes del Saler vieron llegar por el camino de Valencia apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, un soldado, un granadero9 enjuto10 y cetrino11, con las negras polainas12 hasta encima de las rodillas, casaca13 blanca con bombas14 de paño rojo y una gorra en forma de mitra15 sobre el peinado en trenza.

Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra de su infancia. Emprendió el camino de la selva costeando el lago, y llegó a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses16. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la proximidad del granadero.

—¡Sancha! ¡Sancha! —llamó suavemente el antiguo pastor. Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero invisible que pescaba en el

centro del lago.

                                                                                                                         1  flautilla  de  caña  que  produce  un  sonido  muy  agudo.  2  Sitio  lleno  de  carrizos  (plantas  largas  que  se  crían  cerca  del  agua  y  sus  hojas  sirven  para  forraje).  3  Perrillo.  4  Zona  de  la  Albufera  de  Valencia.  Se  refiere  a  un  terreno  amplio,  generalmente  acotado    y  por  lo  común  destinado  a  pastos.  5  Abundaban,  se  multiplicaban  rápidamente.  6  Espesura  que  forma  la  multitud  de  arbustos,  como  zarzales,  jarales,  etc.  7  Sitio  lleno  de  juncos  altos,  al  lado  del  agua.  8  Apestosas.  9  Soldado  de  artillería  que  lanza  las  granadas.  10  Seco.  11  De  color  amarillo  verdoso,  enfermizo.  12  Botas  altas.  13  Chaqueta  larga    (propia  de  soldados  antiguos).  14  Como  distintivos  de  la  casaca  militar  puesto  que  era  artillero.  15  En  forma  alargada  y  en  punta.  16  Animales  de  ganado,  vacas,    ovejas,  etc.  

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—¡Sancha! ¡Sancha! —volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se agitaban y oyó un

estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que pareció helarle la sangre, paralizar su vida. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino.

—¡Sancha! —gritó el soldado, retrocediendo a impulsos del miedo—. ¡Cómo has crecido...! ¡Qué grande eres!

E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.

—¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para estos juegos. Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos;

su aliento le agitaba el bigote, causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos se contraían, se estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados anillos.

A los pocos días, unos pescadores encontraron su cadáver: una masa informe, con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga.

(Fragmento perteneciente al primer capítulo de la novela Cañas y barro, 1902).

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EMILIA PARDO BAZÁN

Las medias rojas

Cuando la rapaza17 entró, cargada con el haz18 de leña que acababa de merodear19 en el monte del señor amo20, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro21, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea22, color de ámbar23 oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó24 el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas25 que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas26 aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas27, las echó en el pote28 negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz29 secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente30, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros31, grises, entre el azuloso de la descuidada barba.

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre32; pero el labriego no reparaba33: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita34: algo de color vivo, que emergía35 de las remendadas y encharcadas sayas36 de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...

—¡Ey! ¡Ildara! —¡Señor padre! —¿Qué novidá37 es esa? —¿Cuál novidá? —¿Ahora me gastas medias, como la hirmán38 del abade39? Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del

pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas40 de vivir.

—Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse41—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén42. —Luego43 nacen los cuartos44 en el monte —insistió el tío Clodio con amenazadora sorna45.

                                                                                                                         17  Muchacha   adolescente.   Término   familiar   y   coloquial   muy   utilizado   en   Galicia.   Al   presentar   al   personaje   femenino   con   esta  denominación  el  lector  ya  sabe  que  no  se  trata  de  una  señora  o  señorita  de  clase  alta,  a  las  que  jamás  se  la  denominaría  así.  18  Montón  atado  de  hierbas,  leña,  etc.  19  Coger  o  robar  lo  que  ve  por  el  campo  cuando  se  vaga  por  él.  20  Resulta  fácil  deducir  que  este  “señor  amo”,  propietario  de  montes  y  bosques,  es  un  terrateniente  cerca  de  cuyas  tierras  se  encuentra  la  vivienda  de  la  rapaza.  Se  le  denomina  “amo”  para  subrayar  que  la  rapaza  (y  su  familia)  son  gente  humilde,  pobre,  en  comparación  con  aquel.  Efectivamente,  los  terratenientes  gallegos  del  s.  XIX  pertenecían  casi  siempre  a  la  nobleza  y,  por  supuesto,  eran  personas  ricas  y  poderosas.  21  Cortar  un  trozo  de  tabaco  prensado  (venía  envuelto  en  paquetes  de  papel)  y  deshacerlo  para  convertirlo  en  picadura  con  la  que  se  lía  el  cigarrillo.  22  Se  refiere  a  una  uña  del  propio  tío  Clodio:  una  uña  córnea,  o  sea,  con  forma  de  cuerno  (alargada,  curva,  puntiaguda).  23  Resina  fósil,  de  color  amarillo  más  o  menos  oscuro,  opaca  o  semitransparente,  muy  ligera,  dura  y  quebradiza,  que  arde  fácilmente,  con  buen  olor,  y  se  emplea  para  fabricar  cuentas  de  collares,  boquillas  para  fumar  etc.  (En  este  caso  se  está  describiendo  el  color  y  el  aspecto  de  la  uña  del  tío  Clodio)  24  Se  arregló,  ordenó.  25  O  sea,  después  de  su  excursión  por  el  bosque  para  recoger  leña,  lleva  el  pelo  lleno  de  trozos  de  “ramillas”  de  árboles  y  arbustos  con  los  que  se  ha  rozado.    26  Tareas.  27  Coles.  28  Vasija  redonda,  generalmente  de  hierro,  con  barriga  y  boca  ancha  y  con  tres  pies,  que  suele  tener  dos  asas  pequeñas,  una  a  cada  lado,  y  otra  grande  en  forma  de  semicírculo.  Servía,  como  se  ve  aquí,  para  guisar  en  fuego  grande  de  leña.  29  Muy,  bastante.  30  Sin  gracia  ni  elegancia  ninguna,  es  decir,  descuidadamente.  31  Conducto  o  agujero  por  donde  se  escapan  o  sumen  las  aguas.  32  Áspera,  desagradable.  33  No  le  hacía  caso  a  la  humareda  34  Una  cosa  o  detalle,  antes  nunca  visto  35  Salía,  se  destacaba  36  Encharcadas  sayas:  mojadas  faldas  37  Novedad.  Evidentemente  es  un  vulgarismo.  Los  personajes  hablan  mal  porque  no  tienen  educación.  38  (vulgarismo),  hermana.  39  Sacerdote  con  cierto  poder  dentro  de  una  parroquia.  40  Con  apetencia,  con  deseos.  41  Sin  miedo,  sin  alarma  ante  las  palabras  del  padre.    42  A  nadie  o  a  ninguno.  Nuevo  vulgarismo.  43  Entonces  es  que…  

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—¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él46... Y con eso merqué47 las medias. Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados48 en duros párpados, bajo cejas hirsutas49, del

labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado50, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó51 brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba52:

—¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas53 andan las gallinas que no ponen! Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su

temor de mociña54 guapa y requebrada55, que el padre la marcase56, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba57, que le desgarró los tejidos58. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar59 en ella un sueño de porvenir60. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas61 tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas62 se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía63: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho64, que le adelantaba los pesos65 para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino66, sagaz67, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:

—Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas68 manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo69, con que se escudaba Ildara, trémula70. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso71. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor72, en que sin escrúpulo73 la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo74, que fecundó75 con sudores tantos años, a la cual profesaba76 un cariño maquinal77, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   44  Las  monedas,  el  dinero.  45  Ironía,  tono  burlón  con  que  se  dice  algo  con  mala  intención.  46  Que  no  dirá  otra  cosa  él  (es  decir,  como  te  dirá  él  mismo).  47  Compré.  48  Encajados,  embutidos.  49  Tiesas,  duras  (como  púas  o  pinchos).  50  Despatarrado.  51  Mover,  agitar  con  violencia  y  fuerza.  52  Mascullar,  hablar  fuerte  pero  confusamente.  53  Se  dice  de  la  gallina  y  de  otras  aves  cuando  se  echan  sobre  los  huevos  para  empollarlos  (el  padre  dice  que  las  gallinas  llevan  días  sin  poner  huevos,  es  decir,  que  no  se  cree  lo  que  acaba  de  contarle  la  hija).  54  Chica  joven.  55  piropeada,  elogiada  por  los  hombres  que  alaban  sus  atractivos.  56  La  hiriera  dejándole  alguna  marca  en  la  cara  o  el  cuerpo  para  siempre.  57  Aro  con  tejido  metálico  entrelazado  y  tupido  por  donde  pasa  una  semilla,  un  mineral  u  otra  materia  con  el  fin  de  separar  las  partes  menudas  de  las  gruesas.  58  La  piel.  59  Comenzar,  crear  algo  nuevo.  60  De  futuro.  61  Vientre,  interior.  62  Tantas  personas  de  su  pueblo  y  de  los  de  otros  pueblos  vecinos.  63  Indiferente  hacia  una  esperanza  (de  mejorar  su  vida)  que  le  llegaba  ya  tarde  (porque  se  había  hecho  viejo).  64  Compinche.  65  El  dinero,  las  monedas.  66  Astuto.  67  Agudo,  inteligente.  68  Llenas  de  miedo,  aterrorizadas.  69  Manecitas  todavía  no  deformadas  por  el  duro  trabajo.  70  Temblorosa.  71  Parecido  al  terciopelo.  72  Ira,  rabia,  descontrol  animal.  73  Sin  pensárselo,  sin  distinguir  el  bien  del  mal.  74  Alquiler  para  mucho  tiempo  (se  sobreentiendo  que  lleva  tierras  del  “señor  amo”,  mencionado  antes).  75  Cultivó,  hizo  brotar  cosechas.  76  Por  la  cual  sentía.  77  Sin  emociones  ni  sentimientos  pero  constante,  permanente.  

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Salió fuera, silenciosa, y en el regato78 próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.

Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza79 y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos80, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa...

                                                                                                                         78  Arroyo  pequeño.  79  Descanso,  placer,  diversión.  80  Capaces  de  trabajar.  

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EMILIA PARDO BAZÁN

“Leliña”  

Siempre que salían los esposos en su cesta81, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos82 en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo83 o piedra, el hito84 que señala una demarcación, o el crucero85 cubierto de líquenes86 y menudas parasitarias87. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

—Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho88! En este momento, el sol la hiere de frente... Fíjate. La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que

Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares —¡a veces en los cubiles 89 y cuadras del ganado!— y comía..., si le daban «un bien de caridad». Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir! Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia90, allí se moriría de hambre.

Inútil socorrerla con dinero; a la manera que su abierta boca de imbécil dejaba fluir la saliva por los dos cantos91, de sus manazas gordas, color de ocre92, se escapaban las monedas, yendo a rodar al polvo, a perderse entre la espesa hierba trigal93. Manolo y Fanny lo sabían, porque, al principio, acostumbraban lanzar al regazo94 de la tonta pesetas relucientes... Ahora preferían atenderla de otro modo: con ropa y alimento. El pañuelo de percal95 amarillo, el pañolón96 anaranjado de lana, el zagalejo97 azul de Leliña, se lo habían regalado los esposos. ¡Cosa curiosa! Leliña, indiferente a la comida, gruñó de satisfacción viéndose trajeada de nuevo. Una sonrisa iluminó su faz inexpresiva, al ponerse, en vez de sus andrajos, las prendas de esos matices98 vivos, chillones, por los cuales se pirran las aldeanas de las Mariñas de Betanzos99, el más pintoresco rincón del mundo...

—¡Hembra al fin!100... —fue el comentario de Manolo. —¡Pobrecilla! —exclamó Fanny—. ¡Me alegro de que le gusten sus

galas101!...                                                                                                                          81  Carruaje  de  cuatro  asientos  con  caja  de  mimbre  cubierta  por  un  toldo  y  provista  de  cortinas  plegables.  82  Saúco  en  flor:  un  arbusto  típico  de  España  (ver  imagen).  83  Con  el  sentido  de  rama  de  árbol  (se  sobreentiende,  caída  en  el  camino).  84  Mojón  o  poste  de  piedra,  por  lo  común  labrada,  que  sirve  para  indicar  la  dirección  o  la  distancia  en  los  caminos  o  para  delimitar  terrenos.  85  Cruz  de  piedra  que  se  coloca  en  los  cruces  de  caminos  o  en  los  atrios.  86  Liquen:  costra  gris,  parda,  amarilla  o  rojiza  de  naturaleza  vegetal  que  cubre  piedras  y  troncos  de  árboles  en  lugares  húmedos.  87  Plantitas  o  florecillas  que  crecen  alrededor  de  piedra  y  árboles  y  que  obtienen  desde  otra  planta  alguna  o  todas  las  sustancias  nutritivas    para  su  desarrollo.  88  Pájaro  de  aspecto  desagradable  y,  por  extensión,  persona  de  desagradable  o  despreciable  por  su  aspecto  o  costumbres.  89  Sitios  donde  los  animales,  principalmente  las  fieras,  se  recogen  para  dormir  (ver  imagen).  90  Vasija  ancha  de  media  esfera  con  sobras  o  desechos  de  comida.  91  Comisuras.  92  Amarillo  oscuro.  93  Hierba  trigal:  heno  blanco,  hierba  común  que  crece  en  los  bordes  de  caminos  y  carreteras.  94  Cavidad  que  forma,  entre  la  cintura  y  las  rodillas,  la  falda  de  una  persona  sentada.  95  Tipo  de  tela  de  algodón.  96  Pañuelo  grande  que  sirve  para  abrigarse.  97  O  refajo.  Falda  con  vuelo,  de  tela  humilde,  que  usaban  las  mujeres  de  pueblo  encima  de  las  enaguas  (ver  imagen)  98  Variaciones  de  un  mismo  color  sin  que  pierda  el  nombre  que  lo  distingue  de  los  demás.  99  pueblecito  de  Galicia  en  la  provincia  de  La  Coruña.  100  ¡Mujer  a  fin  de  cuentas!  

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Fanny ansiaba hacer algo bueno; tenía el alma impregnada de una compasión morbosa102, originada por la íntima tristeza de su esterilidad. Diez años de matrimonio sin sucesión, el dictamen pesimista de los ginecólogos más afamados de Madrid y París, pesaban sobre sus tenaces ilusiones maternales. «Ensayen ustedes una vida muy higiénica, aire libre, comida sana...», les ordenó, por ordenarles algo, el último doctor a quien acudieron en consulta. Y se agarraron al clavo ardiendo de la rusticación103, método que si no les traía el heredero suspirado, al menos debía proporcionarles calma y paz. Pero en medio de la naturaleza remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares104, la nostalgia de los esposos revistió caracteres agudos; se convirtió en honda pena. Fanny no contenía las lágrimas cuando encontraba a una criatura. ¡Y en la aldea mariñana cuidado si pululaban105 los chiquillos! A la puerta de las casucas, remangada la camisa sobre el barrigón, revolcándose entre el estiércol del curro106, llevando a pastar la vaca, tirando peladillas107 a los cerezos o agarrándose al juego108 trasero del coche y voceando: «¡Tralla atrás...!»109; en el atrio de la iglesia, a la salida de misa, con un dedo en la boca, en la romería comiendo galletas duras, en la playa del vecino pueblecito de Areal escarabajeando110 al través de las redes tendidas a manera de cangrejillos vivaces... no se hallaba otra cosa: cabezas rubias, ensortijadas, que serían ideales si conociesen el peine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosadas, chiquillería, chiquillería.

—Los pobres, señorita, cargamos de hijos111... Es como la sardina, que cuanta más apañamos112, más cría el mar de Nuestro Señor... —decía a Fanny una pescadora de Areal, la Camarona, madre de ocho rapaces, ocho manzanas por lo frescos113...

La dama torcía el rostro para ocultar al esposo la humedad que vidriaba sus pupilas, y allá dentro, dentro del corazón, elevaba al cielo una oferta114. Quería realizar algo que fuese agradable al poder115 que reparte niños, que fertiliza o seca las entrañas de las mujeres. No permitiría ella aquel invierno que la idiota, la mísera Leliña, tiritase en la cuneta encharcada y helada; apenas soplase una ráfaga de cierzo116, recogería a la inocente, dándole sustento y abrigo, y la Providencia, en premio, cuajaría en carne y sangre117 su honesto amor conyugal... Por eso —al divisar a Leliña cuando cruzaban al pie del enredijo118 de saúcos en flor—, Manolo, confidencialmente, empujaba el codo de Fanny, y una esperanza loca, mística, ensoñadora, animaba un instante a los dos esposos. La idiota no les hacía caso. Ellos, en cambio, la contemplaban, se volvían para mirarla otra vez desde la revuelta. Les pertenecía; por aquel hilo tirarían de la misericordia de Dios.

Fue Manolo el primero que advirtió que los cocheros se reían y se hacían un guiño al pasar ante la idiota, y les reprendió, con enojo:

—¿Qué es eso? ¡Bonita diversión, mofarse de una pobre! ¡Cuidadito! ¡No lo toleraré! —Señorito... —barbotó119 el cochero, que era antiguo en la casa y tenía fueros120 de confianza—. Si es

que... ¿No sabe el señorito?... —y puso las jacas al paso, casi las paró. —¿Qué tengo de saber? Porque sea lela esa desdichada, no debéis vosotros... —Pero, señorito.... ¡si es que ya corre por toda la aldea!... —¿Qué diantres es lo que corre? —Que, perdone la señorita, Leliña está... Un ademán completó la frase; Fanny y Manolo se quedaron fríos, paralizados, igual que si hubiesen

sufrido inmensa decepción. La señora, después de palidecer de sorpresa, sintió que la vergüenza de la idiota le encendía las mejillas a ella, que había proyectado redimirla y salvarla. Bajó la frente, cruzó las manos, hizo un gesto de amargura.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   101  Ropas  elegantes.  102  Enfermiza  103  Rusticación  (de  verbo  rusticar):  salir  al  campo,  habitar  en  él,  sea  por  distracción  o  recreo,  sea  por  recobrar  o  fortalecer  la  salud.  104  remozada,  germinadora,  florida,  despierta  ya  bajo  las  caricias  solares:  renovada,  revitalizadora,  llenas  de  flores  y  despierta  bajo  el  calor  del  sol  (se  refiere  a  la  naturaleza  en  primavera)  105  Abundaban  106  En  Galicia  lugar  cercado  adonde  se  conducen  los  caballos  criados  en  libertad  para  enlazarlos  y  marcarlos  con  hierro.  107  Piedras  pequeñas  108    En  un  vehículo  de  cuatro  ruedas,  conjunto  formado  por  cada  par  de  ruedas,  el  eje  que  las  une  y  las  demás  piezas  que  le  corresponden.  109  Exclamación  coloquial  en  gallego  con  el  significado  de  “¡Niño  atrás!”.  El  “tralla”  era  el  niño  que,  para  jugar  o  divertirse,  se  subía  a  la  parte  trasera  de  un  coche  de  caballos  y  se  daba  un  paseo  breve.  Con  el  grito  “¡Tralla  atrás!”  se  avisaba  al  conductor  de  que  un  niño  se  había  montado  atrás,  irregularmente,  en  el  vehículo.      110  Moviéndose  como  escarabajos.  111  cargamos  de  hijos:  nos  cargamos,  llenamos.  112  Pescamos.  113  Reticencia  y  elisión,  es  decir:  por  lo  frescos  que  son.  114  Ofrecimiento.  115  Se  refiere  evidentemente  al  poder  de  Dios.  116  Viento  frío  del  Norte.  117  cuajaría  en  carne  y  sangre:  convertiría  en  un  hijo…  (sinécdoque)  118  Maraña.  119  balbució,  dijo  entre  dientes,  atropelladamente  y  sin  pronunciar  bien.  120  Derecho,  permiso.  

  9  

—Eso debe de ser mentira —exclamaba Manolo, furioso—. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe en cabeza humana!... ¡La idiota! ¡La lela! Digo que no y que no...

Marido y mujer, entre el ruido de las ruedas y el tilinteo de los cascabeles de las jacas, que volvían a trotar, examinaron probabilidades, dieron vueltas al extraño caso... ¡Vamos, Leliña ni aun tenía figura humana! ¿Y su edad? ¿Qué años habían pasado sobre su testa greñosa, vacía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta? ¿Cincuenta? Su cara era una pella121 de barro; su cuerpo, un saco; sus piernas, dos troncos de pino, negruzcos, con resquebrajaduras... ¡Leliña!... ¡Qué asco! Y al volver de paseo, envueltos ya en la dulce luz crepuscular de una tarde radiosa122, viendo a derecha e izquierda cubiertos de vegetación y florecillas los linderos123, respirando el olor fecundo, penetrante, que derraman los blancos ramilletes del vieiteiro124, y a Leliña ni triste ni alegre, indiferente, inmóvil en su sitio acostumbrado, Manolo murmuró, con mezcla indefinible de ironía y cólera:

—¡Como la tierra!... Fanny, súbitamente deprimida, llena de melancolía, repitió: —¡Como la tierra!... No hablaron más del proyecto de recoger a la idiota. Ya era distinto... ¿Quién pensaba en eso?

Preguntaron a derecha e izquierda, poseídos de curiosidad malsana, sin lograr satisfacerla. ¿El culpable del desaguisado125? ¡Asús, asús! Nadie lo sabía, y Leliña de seguro era quien menos. No sería hombre de la parroquia, no sería cristiano; algún licenciado de presidio126 que va de paso, algún húngaro de esos que vienen remendando calderos y sartenes... ¡Qué pecado tan grande! ¡Hacer burla de la inocente! El que fuese, ¡asús!, había ganado el infierno...

El verano transcurrió lento, aburrido; comenzaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo, al acercarse a los saúcos, donde ahora el fruto, los granitos, verdosos, se oscurecían con la madurez, volvían el rostro por no mirar a Leliña.

De reojo la adivinaban, quieta, en su lugar. Un día, Fanny, girando el cuerpo de repente, apretó el brazo de su marido, emocionada.

—¡Leliña no está! ¡No está, Manolo! Cruzaron una ojeada, entendiéndose. No añadieron palabra y permanecieron silenciosos todo el tiempo

que el paseo duró. Durmieron con agitado sueño. Tampoco estaba Leliña a la tarde siguiente. Más de ocho días tardó la idiota en reaparecer. Antes aún de llegar al grupo de saúcos, Fanny se estremeció.

—Tiene el niño —murmuró, oprimida por una aflicción127 aguda, violenta. —Sí que lo tiene... —balbució Manolo—. Y le da el pecho. ¿No es increíble? Abierto el ya haraposo pañolón de lana, recostada sobre el ribazo128, colgantes los descalzos pies

deformes, la idiota amamantaba a su hijo, agasajándole con la falda del zagalejo, sin cuidarse de la humedad que le entumecía los muslos.

—¡Si hoy parece una mujer como las demás! —observó Manolo, admirando. Fanny no contestó; de pronto sacó el pañuelo y ahogó con él sollozos histéricos, entrecortados, que acabaron en estremecedora risa.

—Calla..., calla... Déjame... No me consueles... ¡No hay consuelo para mí! Ella con su niño... ¡Yo, nunca, nunca! —repetía, mordiendo el pañuelo, desgarrándolo con los dientes, a carcajadas.

El esposo se alzó en el asiento, y gritó: —Den la vuelta... A casa, a escape129... ¡Se ha puesto enferma la señora!

                                                                                                                         121  masa  muy  junta  y  apretada.  122  Que  despide  rayos  de  luz.  123  Márgenes  de  las  propiedades.  124  Saúco  en  gallego.  125  Destrozo,  desastre,  maldad.  126  licenciado  de  presidio:  hombre  que  ya  ha  cumplido  condena  y  acaba  de  abandonar  la  prisión.  127  Tristeza,  dolor.  128  montón  de  tierra  con  elevación  y  declive.  129  a  escape:  de  inmediato,  aprisa.  

  10  

LEOPOLDO ALAS “CLARÍN” Adiós, Cordera

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao130 Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro131 de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón132 de conquista, con sus jícaras133 blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral134 de Puao135. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco136 en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón137, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos 138 ; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona139, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio140.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla141, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!” Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera

vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe142 de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina

                                                                                                                         130  Prado  (en  expresión  popular  asturiana)  131  Vía  del  tren  (galicismo  adaptado  al  español)    132  Bandera  o  estandarte  militar  o  religioso  (más  largo  que  ancho)  que  se  utilizaba  en  las  batallas  antiguas  y  que  se  sigue  utilizando  en  la  procesiones  actuales.  133  Una  jícara  es  un  aislante  eléctrico  fabricado  habitualmente  en  porcelana  o  en  cristal.  Las  jícaras  se  encontraban  en  postes  de  tendido  eléctrico  y  de  telégrafo.  Soportaban  los  cables,  para  evitar  que  éstos  los  tocaran,  reduciendo  el  riesgo  de  descarga  (ver  foto)  134  Casa  rectoral  o  parroquial,  aquella  en  la  que  vive  el  párroco  de  un  pueblo  o  aldea.  135  Aldea  junto  a  Gijón  donde  viven  los  hermanos.  136  El  “pino  seco”  es  el  palo  o  poste  del  telégrafo.  137  herramienta  sonora  que  sirve  para  regular  y  afinar  instrumentos  musicales.  Ver  este  vídeo:    http://www.youtube.com/watch?v=stxtqkZzJ-­‐U.  O  sea,  se  compara  el  sonido  del  diapasón  con  los  sonidos  del  viento  cuando  golpea  el  palo  del  telégrafo  y  su  tendido  de  hilos.  138  los  animales,  en  general  139  Matrona,  con  el  sentido  de  madre  de  familia  (da  leche),  noble  y  bondadosa.  140  Poeta  latino  en  cuya  obra  son  frecuentes  los  cantos  elogiosos  a  la  naturaleza  y  a  la  vida  humana  sencilla,  equilibrada  con  aquella.  141  llindarla:  (asturianismo)  pastorearla,  sacarla  al  campo  a  comer  pasto,  hierba.  142  Cerca  o  cercado  para  ganado  hecho  de  estacas  altas  entretejidas  con  ramas  largas.  

  11  

asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas143 de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino144 por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto145 silencio de tarde en tarde con un blando son146 de perezosa esquila147.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz148 parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana149, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo150 destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud151 y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común152, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos153, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados154, y la libraban de las mil injurias155 a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso156 para estrar157 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias158 que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación159 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas,

                                                                                                                         143  Especies  o  tipos  144  Se  trata  del  planeta  Venus.  145  Majestuoso,  que  merece  respeto.  146  sonido  147  Cencerro  pequeño,  en  forma  de  campana.  148  frente  149  Poema  épico  hindú,  escrito  en  sánscrito,  del  s.  III  a.  C.,  atribuido  al  poeta  Valmiki.  150  Imagen  de  un  dios  o  diosa.  151  Dedicación  con  interés  o  afecto  152  las  rapadas  y  escasas  praderías  del  común:  los  prados,  escasos  y  casi  sin  hierba,  de  las  tierras  comunales,  propiedad  de  todos  los  vecinos.  153  cerro  o  monte  de  poca  altura  en  terreno  llano.  154  Agotados,  empobrecidos  155  Perjuicios,  daños  156  caña  de  maíz  con  su  follaje,  que  después  de  separada  de  la  mazorca  se  guarda  en  haces  para  alimento  de  vacas,  toros  y  bueyes.    157    (asturianismo)  cubrir  o  alfombrar  el  suelo  158  Ocurrencias,  soluciones  159    la  cría  recién  nacida  (significado  habitual  en  asturiano)  

  12  

soltaban el recental160, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

—Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida161 del mundo. Cuando se veía

emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella162, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz163 inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * *

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas164 por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa165 de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo166, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá167 la había llevado al xatu168.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada169 mohínos170, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma171 del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba172. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal173, dando plazo a la fatalidad174. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo175, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por

                                                                                                                         160  Ternero  recién  nacido  161  pasta  de  vaca  sufrida:  la  mejor  naturaleza  de  vaca  sufridora  162  arco  que  se  forma  al  extremo  del  yugo  que  se  pone  a  los  bueyes,  mulas.  etc.  163  Parte  trasera  del  cuello  164  Par  de  vacas  que  sirven  en  la  labor  del  campo  o  en  los  acarreos.  O  sea,  Antón  se  da  cuenta  de  que  jamás  tendrá  cuatro  vacas.  165  Inspiración,  solución,  arreglo.  166  Regazo  (cavidad  que  forma,  entre  la  cintura  y  las  rodillas,  la  falda  de  una  persona  sentada)  significa  aquí,  por  sinécdoque,  ternura,  mimo,  afecto  maternal.    167  (asturianismo)  mi  padre  o  mi  papá.  168  (asturianismo)  toro.  169  corral  o  cercado  delantero  de  una  casa  campesina.  170  Tristes,  mustios,  sombríos.  171  Razón  o  argumento  falso  con  apariencia  de  verdad.  172  Resguardarse,  protegerse.  173  Plaza  tradicional  de  Gijón  donde  se  hacía  feria  de  ganado.  174  dando  plazo  a  la  fatalidad:  esperando  a  que  ocurriera  lo  fatal,  lo  no  deseado,  o  sea,  que  alguien  le  diera  lo  que  pedía  por  la  vaca.  175  Barrio  de  las  afueras  de  Gijón.  

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fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

* * *

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil176 precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante177 de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

“¡Se iba la vieja!” —pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. “Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.” Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba

su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis178, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado179, y se sacó a la quintana180 la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes181. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho182, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes183, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo184; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:

—Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes185. —Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

—¡Adiós, Cordera! —gritaba Rosa deshecha en llanto—. ¡Adiós, Cordera de mío alma! —¡Adiós, Cordera! —repetía Pinín, no más sereno. —Adiós —contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre

los demás sonidos de la noche de julio en la aldea. * * *

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella

soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto. De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas

ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.                                                                                                                          176  Bajo,  indigno.  177  Persona  que  gana  una  cosa  subastada.  178  Expresión  latina:  “desde  el  punto  de  vista  de  la  eternidad”.  El  sentido  aquí  es  que  el  tiempo  no  existía  para  ella.  179  El  comisionado  es  el  encargado  del  rematante,  del  que  se  ha  hablado  antes.  180  quinta,  parcela  de  campo.    181  Inoportunas,  no  venían  a  cuento.  182  (asturianismo)  estiércol  o  excremento  del  animal.  183  Esfuerzos,  trabajos.  184  paralización,  inmovilidad  corporal,  atontamiento  del  ánimo.  185  acá  vos  digo;  basta  de  “pamemes”:  ¡aquí  os  digo!,  ¡basta  de  pegos!  (pamemes  (asturianismo):  tonterías,  cosas  sin  importancia,  pegos)  

  14  

—¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. —¡Adiós, Cordera! —vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de

Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo: —La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos. —¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, Cordera! Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les

arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...

—¡Adiós, Cordera!... —¡Adiós, Cordera!...

* * * Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía186 la guerra carlista. Antón de

Chinta era casero187 de un cacique188 de los vencidos189; no hubo influencia para declarar inútil190 a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera191, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche192 de tercera multitud de cabezas de pobres quintos193 que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas194 de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

—¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!... “Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones,

para los indianos; carne de su alma, carne de cañón195 para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían196 los castaños, las vegas y los peñascos...

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte. —¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del

telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

—¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

1893

                                                                                                                         186  Estaba  en  pleno  desarrollo.   Es  decir,   Pinín   tiene  que   ir   a  hacer   el   servicio  militar,   que  entonces  era   teóricamente  obligatorio  para  todos  los  jóvenes  españoles.  Como  había  guerra  contra  los  carlistas,  hacer  el  servicio  militar  significaba  ir  a  la  guerra.  187  El  campesino  que  cuida  de  una  casa  o  propiedad  rural  de  un  rico  cuando  este  no  vive  en  ella.  188  En  la  España  del  s.  XIX,  persona  que  en  un  pueblo  o  comarca  controlaba  casi  todo  el  poder  político.  189  Los  vencidos  de  las  llamadas  “guerras  carlistas”  fueron  precisamente  los  carlistas,  que  luchaban  contra  los  realistas,  es  decir,  contra  el  ejército  del  joven  rey  de  España  Alfonso  XII.  Clarín  se  refiere  aquí  sin  duda  a  la  llamada  3ª  Guerra  Carlista  (1872-­‐1876),  que  tuvo  un  cierto  impacto  en  las  cuencas  mineras  de  Asturias  (Gijón,  Langreo,  etc).      190  no  hubo   influencia   para  declarar   inútil…  No   fue  posible   buscar   influencias   (o   sea,   “enchufes”  o   recomendaciones)   para   evitar   que  Pinín  fuera  a   la  guerra.  Tengamos  en  cuenta  que  durante   la  segunda  mitad  del  s.  XIX   los  hijos  de  nobles  y  clases  pudientes  quedaban  exentos  de  hacer  el  servicio  militar  si  pagaban  al  Estado  por  no  ir  o  si  pagaban  a  jóvenes  pobres  para  que  les  sustituyeran.  La  única  forma  en  que  un  chico  pobre  se  librara  de  la  guerra  era  que  él  o  su  familia  fuera  “protegido”  por  algún  personaje  con  mucho  poder  político.  A  finales  del   s.  XIX,   la   tercera  guerra  carlista,  y   luego   las  de  Marruecos,  Cuba  y  Filipinas   fueron  auténticos  mataderos  de   trabajadores  y  campesinos  jóvenes.  191  Abertura  (desmonte)  hecha  en  el  terreno  (dejando  taludes  a  ambos  lados)  para  que  pase  por  ella  una  vía  de  tren,  camino,  carretera,  etc,    192  vagón  193  Jóvenes  que,  por  edad  cumplida,  estaban  obligados  a  hacer  el  servicio  militar.  194  Entre  hermanos  (tanto  realistas  como  carlistas  eran  españoles)  195  Carne  de  cañón:  soldados  a  los  que  se  expone,  sin  consideración  ninguna,  a  peligro  de  muerte.  196  Rebotaba  como  eco  en…