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Cuba libre

Vivir y escribir en La Habana

Yoani sánCHez

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Primera edición: junio de 2010

© 2010, Yoani Sánchez© 2010, Editorial Marea, SRL, Buenos Aires, Argentina© 2010, de la presente edición en castellano para todo el mundo excepto Argentina y Uruguay: Random House Mondadori, S. A. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Printed in Spain – Impreso en España

ISBN: 978-84-8306-906-6Depósito legal: B-17.232-2010

Fotocomposición: Víctor Igual, S. L. Impreso en Limpergraf Pol. Ind. Can Salvatellac/Mogoda 29-3108210 Barberà del Vallès

Encuadernado en Encuadernaciones Bronco

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í nd i c e

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Artículos2007 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192008 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 932009 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247

Índice de artículos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 359

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i nt roducc i ó n

Garras y alas

Hay criaturas mestizas difíciles de clasificar en algún orden y una de esas es mi escritura, a medio camino entre la crónica, el exorcismo personal y el grito. El hipogrifo nacido de estos dos años escribiendo un blog en internet tiene garras reales afincadas en la cotidianidad para extraer las anécdotas que cuelgo en mis posts. Las alas se las brinda la virtualidad, el enorme ciberespacio donde mis textos hacen lo que yo no podría: moverse y expresarse libremente. Al mirar este híbrido, algunos piensan que su cuerpo aleonado se acerca al perio­dismo, mientras otros lo juzgan como literatura. Yo, que no puedo controlar ya los empujones y arañazos que me lanza el animal, solo atino a recordar que su nacimiento fue una terapia personal para espantar el miedo, para sacudirme el temor escribiendo —precisa­mente— sobre aquello que más me paralizaba.

La uña retocada de esta bestia virtual puede verse en el sitio Ge­neración Y, pero la mayor parte de su anatomía ocurre en la Cuba real de principios de este milenio. Justamente en un país donde las clasi­ficaciones se expresan rígidas y los apelativos, contundentes. Aquí solo se puede ser «revolucionario» o «contrarrevolucionario», «escri­tor» o «ajeno a la cultura», pertenecer al «pueblo» o a un «grupúscu­lo». En fin, no hay espacio para que mi hipogrifo planee sin el grille­te de lo «conflictivo» y sin las represalias de quienes no entienden su mescolanza. De manera que mi escritura ha terminado por tocar mi vida, cambiarla, ponerla patas arriba y hasta colocarme en la mirilla de instituciones culturales y represivas. Por momentos me gustaría imaginar que mi obra está en un anaquel y que no la llevo sobre mis hombros —cada minuto de mi existencia— decidiendo si sigo libre o si voy tras las rejas, si obtengo o me niegan una autorización para viajar fuera del país y si en los bajos de mi edificio están —o no— los dos hombres que me siguen a todas partes.

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Desde aquel abril de 2007 en que comencé a redactar mis desen­cantadas viñetas de la realidad, no he tenido un minuto de aburri­miento. En cientos de ocasiones he evocado —al mirar el lugar de mi pasada inercia— lo cómodo que se estaba sin abrir la boca. En una sociedad como la mía, pronunciarse es el camino más corto para atraer problemas. Al intentar librarme de ciertos demonios acumulados, en realidad estaba generando endriagos de múltiples cabezas que se sal­drían totalmente de control. Me hubiera gustado vivir más plácida­mente el acto escritural, pero en Cuba no hay elección, no hay lugar para criaturas híbridas y novedosas como puede llegar a ser un blog.

Bauticé mi nuevo espacio de exorcismo como Generación Y, una bitácora inspirada en gente como yo, con nombres que comienzan o contienen una y. Nacidos en la Cuba de las décadas de los setenta y los ochenta, marcados por las escuelas en el campo, los muñequitos rusos, las salidas ilegales y la frustración. Pues en aquellas décadas tan controladas, al menos una parcela de libertad quedó sin supervisión: el simple acto de nombrar los hijos. De ahí que nuestros padres —parametrados hasta el exceso, vistiendo todos el mismo modelo de pantalón o de blusa que les daban por el racionamiento— se expla­yaron libremente al colgarnos estos nombrecitos exóticos. Soy fruto directo de esa franja de libertad onomástica que quedó sin fiscalizar, por eso mi obsesión por empujar los límites. Pertenezco a ese mon­tón disperso, que incluye lo mismo a interrogadores de la policía política que a «jineteros» cazadores de turistas para sacarles los dóla­res. Pero una cuer da de cinismo nos ata a todos. La dosis necesaria para habitar una sociedad que sobrevivió a sus propios sueños, que vio agotarse el futuro antes de que llegara. La penúltima letra del abecedario sobresale entre quienes arribaron a la pubertad cuando ya se había caído el muro de Berlín y la Unión Soviética era solo el nombre de una revista en colores que se empolvaba en los estanqui­llos. En ausencia de utopías a las que aferrarse, la nuestra es una ge­neración de plantas en el suelo, vacunada de antemano contra los ensueños sociales.

Tampoco mi breve pasado de pionerita repetidora de consignas, adolescente evasiva y aprendiz de cuanta línea esotérica pasaba por mi lado me avala ante quienes quieren un historial que me sustente. Intento decirles que solo soy una treintañera compulsiva a quien le

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gusta teclear y poner por escrito lo que vive; pero ellos necesitan más. Quieren que, como en esos currículos exagerados, les declare que siempre fui el pichón de rebelde que parezco ahora. Pues no, Generación Y es lo más arriesgado que he hecho en mis tres décadas de vida y después de comenzar a escribir en mi bitácora, me tiem­blan a menudo las rodillas. Para evitar endiosamientos y futuras cru­cifixiones, aclaro en una de las páginas de mi blog que este es un ejercicio personal de cobardía para decir en la red todo aquello que no me atrevo a expresar en la vida real.

Además del miedo, está el delicado tema de la tecnología. Mi vie­ja laptop, que un balsero necesitado de un motor de Chevrolet me había vendido medio año antes, fue la base material de la que surgió Generación Y. El medioevo comunicativo en el que he vivido todos estos años me ha hecho diestra en utilizar los más increíbles medios para expresarme. Tuve teléfono en casa —por primera vez— a los veintidós años, de ahí que el aparato de auriculares y botones no fue el primer peldaño para conectarme con otros. La computación llegó antes, en uno de esos típicos saltos tecnológicos que ocurren tan fre­cuentemente por aquí. En esta isla peculiar hemos asistido a la venta de reproductores de DVD sin que antes ninguna tienda vendiera case­teras de video. Imbuida de esa tendencia al brinco tecnológico, cons­truí mi primera computadora en el lejano año 1994. Con la testaru­dez que ya exhibía a los dieciocho años, me uní al mouse y al teclado de por vida. Pionera en tantas cosas e ignorante en otras, soy ahora una mezcla rara de hacker y lingüista (si mis profesores de semántica y fonología se enteran de mi decantación por los circuitos eléctricos, confirmarían sus negativos pronósticos sobre mi futuro académico). Armé mis frankensteins con piezas de todas partes y en infinitas ma­drugadas conecté motherboards, micros y fuentes eléctricas. Para cuan­do decidí hacer mi propio blog, ya había superado la furia de construir ordenadores y me dedicaba a recargarlos con mis propios textos.

De manera que el camino a la escritura no lo hice de esa forma lineal que podría esperarse de un licenciado en filología, que se ha pasado la mayor parte de su vida leyendo la obra de otros. El primer giro abrupto lo había dado a mediados del año 2000, cuando me gradué de la universidad y discutí una tesis con el título de «Palabras bajo presión: un estudio de la literatura de la dictadura en Latino­

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américa». Poner por escrito las características de los caudillos, sátrapas y dictadores de esta parte del mundo estimuló —en parte gracias al tribunal que juzgaba mi análisis— la sensación de que yo hacía un paralelismo provocador entre estos personajes de la literatura y el autócrata que nos gobernaba. El día que discutí mi trabajo de gra­duación lo tengo guardado en la memoria como el momento en que di el portazo a la profesión que había estudiado por cinco años. A partir de ahí me convertí en una filóloga renegada, que descubrió en el código binario un entorno más claro y con menos dobleces que el rebuscado mundo de la intelectualidad. Me lancé a devorar esas lar­gas cadenas del lenguaje html en compensación por todos los adjeti­vos y verbos que no me habían dejado usar libremente.

Carezco de la objetividad de un analista, de las herramientas de un periodista y de la suave mesura de un académico. Mis textos son arrebatados y subjetivos, cometo el sacrilegio de usar la primera per­sona del singular y mis lectores han comprendido que solo hablo de aquello que he vivido. Nunca he recibido clases de cómo presentar una información, pero la filología me ha dejado una innegable enfer­medad profesional: juntar palabras sin cometer demasiados errores. Jugueteé con el idioma en mis años de estudiante, y sé de las trampas que la petulancia verbal les tiende a los que pretenden desmontar la lengua. Soy como esos diseñadores gráficos que un día se deciden a tomar un pincel y comprueban que ya su mano no se puede permitir un brochazo no estudiado. No hay nada inocente en mis redacciones, porque un lingüista nunca podrá escudarse en que no sabía de ante­mano la fuerza de las frases que ha amontonado. Por eso, ante la con­tinua observación de que escribo «bien» siempre respondo con una corta frase: «Lo siento, no puedo evitarlo, me formaron para eso».

Empecé con mi blog sin calcular —responsablemente— la rela­ción entre kilobytes publicados y ofensas recibidas, historias narradas y enemigos ganados. Vivo mis textos con una intensidad inusual para un escritor, pues arrastro las consecuencias que cada uno de ellos pro­duce y recibo inmediatamente el feedback de los lectores. Ya no puedo vegetar a salvo como tantos otros que jamás serán manipulados, ins­trumentalizados o puestos en entredicho por nadie. Son esos que han logrado tan idílico estadio de preservación personal gracias a que no se pronuncian ante nada. En similar mudez, viven millones sobre esta

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isla, como si supieran de antemano lo que yo comprobé meses des­pués de comenzar mi bitácora: que al opinar me estaba delatando.

Están también los cientos de comentaristas que abarrotan mi espacio en internet para hacerme saber su solidaridad o su antipatía, su ilusión o su decepción en torno a mí. Ese es un hecho ante el que mi escritura no puede permanecer indemne. Las paredes de mi vida se hacen más transparentes y gente de todas partes del mundo está pendiente de mis estados de ánimo y presta atención a los posibles castigos que me puede acarrear mi labor online. Solo la pérdida de mi privacidad, el fin de una burbuja fabricada con años de silencio, inti­midad y reserva, evita que me devore la maquinaria que se ha traga­do a tantos. Cada persona que me lee me protege, y solo la custodia de ellos me ha permitido llegar hasta aquí.

La anatomía de una «Y»

Los primeros textos los colgué desde esos hoteles donde legalmente no podía entrar. Mi pellejo blancuzco, heredado de dos abuelos es­pañoles, me permitió burlar a los custodios, que me creían extran­jera. Si acaso me preguntaban adónde iba, les respondía con un ger­mánico «Entschuldigung, ich spreche keinen Spanisch». Llevaba el memory flash con los últimos posts y el reloj me advertía que en quin­ce minutos ya no podría pagar el alto precio de la conexión a inter­net. El bolsillo podía salir muy mal parado si me demoraba demasia­do entre un click y otro.

Tantos tropiezos para colarme en los segregados enclaves turísti­cos y unos meses después el gobierno de Raúl Castro anunciaría que el apartheid terminaba. Nos permitirían la compra de ordenadores y la reservación de una habitación en un hotel, pero no quedaría claro con qué salario pagaríamos los excesivos precios de esos servicios en moneda convertible. A pesar de esa flexibilización, los cubanos segui­mos siendo internautas indocumentados, pues nuestras incursiones en el terreno de internet están marcadas por la ilegalidad. Las trans­gresiones ocurren cuando alguien compra una contraseña en el mer­cado negro para conectarse a la red, o usa una conexión oficial para entrar a determinada información restringida. Si en lugar de eso se

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paga el excesivo precio de conexión en un hotel, entonces se está delatando la fuente ilegítima de nuestros recursos materiales. Yo per­tenezco al último grupito de criminales, pues desde hace diez años me lancé a ganarme la vida como maestra de español y guía de la ciudad, sin tener licencia para ello.

Cuando todavía no estaba permitida la venta de ordenadores, ya había tenido que decir frente a decenas de periodistas que poseía una laptop. Todos sabían que no la había podido adquirir legalmente en las tiendas de mi país y eso era un riesgo que presagiaba confiscacio­nes. No obstante, mis exhibicionistas declaraciones parecían prote­germe en lugar de implicarme. Com pren dí entonces que el fenóme­no blogger era nuevo también para los censores; no sabían todavía cómo actuar ante él. Cada intento por silenciar mis escritos generaría más y más hits en el servidor donde estaba alojada mi bitácora. Los tiempos se habían transmutado y los métodos de coacción no habían podido adaptarse a la velocidad que había impuesto la tecnología.

Por otro lado, un mecanismo de vieja lavadora soviética apuntala cada post que logro publicar. El proceso de sacar los textos al mundo virtual es demasiado raro para ser comprendido por cualquiera que no viva en Cuba. Nada de inmediatez o de pretender ser informati­va, mi acceso a la red solo me permite apelar a la reflexión o la cró­nica, que no se añejan rápidamente. El estilo de mis textos y su en­foque están dados por la indigencia informática que los rodea, por la evasiva internet, tan escasa aquí como la tolerancia. Para aumentar las dificultades, en marzo de 2008 el gobierno cubano implementó un filtro tecnológico para bloquear mi blog hacia el interior de Cuba. Afortunadamente la misma comunidad que se había creado con los lectores me salvó de colgar un cartel de «cerrado» en mi sitio web. Manos virtuales y amigas me han ayudado a mantener mi espacio, a pesar de haberme convertido en una bloguera a ciegas.

Un texto de Andrew Sullivan titulado «¿Por qué bloggeo?» caería en mis manos cuando Generación Y llevaba meses en la red y ya me habían otorgado el premio Ortega y Gasset de periodismo. Con su lectura comprendería que mi espacio no cabía en el concepto de una bitácora. Me era imposible actualizar cada día, o narrar la inmediatez de lo ocurrido en la otra esquina. Tampoco podía participar en los comentarios que generaba cada texto o responder las preguntas que

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los lectores lanzaban. Sin embargo, las ausencias tecnológicas se vie­ron compensadas por la aparición de otros creadores de criaturas peculiares como la mía. Ya no estaba tan sola en la blogósfera dentro de la isla, pues surgieron sitios como Octavo cerco, de Claudia Cadelo, Desde aquí, llevado por Reinaldo Escobar, Habanemia, de la joven Lía Villares, y Sin evasión, que con agudeza administra Miriam Celaya. Se hizo anómala la semana en que no me enterara del surgimiento de un nuevo espacio virtual y personal hecho desde Cuba y marcado por las mismas dificultades tecnológicas que tenía yo. La cercanía de temáticas y la necesidad de trasmitirnos experiencias nos hizo en­contrarnos frecuentemente, en algo que bautizamos como «Itinera­rio blogger».

Creamos copias de nuestros blogs para lectores que nunca po­drían conectarse a la gran telaraña mundial. En conciertos, exposi­ciones y plazas públicas distribuimos nuestros textos, sabiendo que esa pequeña difusión tiene como contraparte un deseo oficial de si­lenciarnos. Cada copia entregada es como la inoculación de un virus de consecuencias impredecibles: el bacilo de la opinión libre, la in­fección que provoca en alguien ver a otro expresarse sin máscaras. Una sociedad llena de diques y controles es especialmente suscepti­ble a esta gripe blogger, sobre todo si la vacuna contra ella se basa en los desgastados métodos de antaño: la difamación, las acusaciones de que somos fabricados por la CIA y el intento de hacer parecer que no somos parte del «pueblo».

Radiactividad

Generación Y me ha traído también un halo radiactivo que se ha ido extendiendo alrededor de mi cuerpo. Algunos, con esa reserva que se manifiesta ante los condenados o los enfermos, han dejado de llamarme y, si me ven, solo hablan de la familia y de los niños. A pesar de las emanaciones nocivas que comencé a exhalar hace más de dos años, hubo quienes se mantuvieron cerca un tiempo hasta que la contaminación resultó demasiado peligrosa. Así que mientras pierdo amigos en el mundo real —asustados por las advertencias hechas por la policía política— el ciberespacio me genera nuevas y

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virtuales compañías. Los comentaristas hicieron suyo mi blog y crearon una comunidad cuyo objetivo principal es discutir sobre Cuba. Han llegado bajo simpáticos seudónimos o con sus propios nombres: La Lajera, Gabriel, Tseo, Olando Martínez, Luz Clarita, Julito64, Camilo Fuentes, Fantomas, Web Master, Rodolfo Monte­blanco, Dago Torres, Mario Faz, Lord Voldemort y otros. La conga improvisada que hicieron cuando se anunció que Generación Y gana­ba el premio al mejor weblog del certamen The Bobs estremeció durante días la blogósfera mundial. Agarrados de la cintura o de los hombros, bordearon su malecón imaginario mientras celebraban que mi bitácora —la nuestra— se había alzado con el galardón.

Paralelo a esos momentos de franca diversión, está el costo per­sonal y social de mi blog, que ha sido especialmente difícil de llevar en el último año. En la medida en que me hacía más conocida, los ataques arreciaban. Hasta el Comandante —agazapado— me lanza­ría su primer arañazo en el prólogo del libro Fidel, Bolivia y algo más. Sin embargo, yo pertenezco a ese grupo que no ha soñado nunca con encontrarse al Máximo Líder en la calle. No he elaborado argu­mentos para convencerlo, ni he hecho una lista de problemas a plan­tearle. A diferencia de varias generaciones que apostaban por ese tropezón fortuito que los haría dialogar con el poder, he preferido pensar que nunca lo veré en carne y hueso. Entrar en una contro­versia con él no es algo que me genere ningún orgullo personal, prefiero condenar a la «no respuesta» a quien llenó mi vida con su imagen, su uniforme verde olivo y sus discursos interminables. Qué mejor refutación cuando me acusó de «recibir premios que mueven las aguas de los molinos del imperialismo» que subrayarle con mi indiferencia que Él había dejado de importarme. Como en uno de esos tangos para cantar después de un par de copas, quería decirle a Fidel Castro que todo lo que él representaba y decía había «en tra do en mi pasado, en el pasado de mi vida».

A pesar de esas acusaciones y del bloqueo tecnológico a mi sitio web, las ilegales antenas satelitales —escondidas tras una sábana, una jaula de palomas o un inocente tanque de agua— han difundido las noticias sobre mí que la prensa oficial esconde. Una buena parte de los que me reconocen en la calle han visto mi rostro en esos perse­guidos programas que se transmiten desde México o Miami. De

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desapercibida y anónima, pasé a llevar unas enormes gafas para que no me identificaran en todas partes. Muchos de los que se me acer­can no saben qué es un blog y jamás han navegado por internet, pero identifican mi cara con lo prohibido, que es —indiscutible­mente— mucho más atractivo que lo autorizado.

Algunos de los que me saludan por la calle me preguntan por re­presalias, como si solo el golpe validara, o ser víctima fuera la condi­ción indispensable para que me escucharan. No tengo moretones que mostrar, solo me fracturé un hueso una vez en mi infancia y durante años nadie tocó a mi puerta para advertirme nada. El machismo tiene un único lado positivo: enfrentados a la disyuntiva de a quién llevarse detenido, han venido todas las veces por mi esposo, Reinaldo. Mis ovarios son culpables, pero subestimados. Algo de ese menosprecio isleño hacia las faldas actuó como blindaje protector durante un tiem­po. Hasta que, en diciembre de 2008, le vi por primera vez el rostro a Fantomas. Una citación llegó a mi casa y en una sórdida estación de policía me advirtieron de que «había traspasado todos los límites».

Hace meses que sé que no hay retorno al mutismo. Gene ra ción Y derritió la máscara que llevé durante muchos años y dejó a la intem­perie un nuevo rostro que cada cual percibe a su manera. Las pala­bras vertidas en ese diario virtual no han tenido la carga pesada de los que han sido víctimas o verdugos, son —simplemente— los demo­nios liberados de alguien que se siente «responsable» de lo ocurrido en su país. El blog me ha traído enemigos y fanáticos, insomnio y paz, la perenne zozobra de sentirme vigilada y la tranquilidad de quien no tiene nada que ocultar. El cartelito de enemiga del gobier­no cubano no hay quien me lo quite, aunque yo he preferido ratifi­car que solo me siento una ciudadana. Tantos kilobytes utilizados me han reafirmado que no soy yo, ni somos nosotros, los que nos oponemos a algo, sino que es la realidad cubana —esa que describo en mis posts— la que se muestra profundamente contestataria, mar­cadamente opositora.

Yoani SánchezLa Habana, octubre de 2009

Blog Generación Y http://www.desdecuba.com/generaciony

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carte l e s s í , p e ro s olo s ob re p e lota

Por estos días el país vive una fiebre beisbolera a partir de los últimos partidos co­rres pondientes al play off de la serie nacional. Los in­dustria listas* visten de azul, mien tras que el rojo es el co­lor de quienes le van a San­tiago de Cuba. En numero­sos balcones, puertas y muros se leen carteles como «In dus triales cam peón» o «Santiago es mucho San tiago». A los militantes del Par­tido les han sugerido que durante los juegos en el gran estadio La ti­no americano deben evitar que se grite despectivamente la palabra palestinos para referirse a los jugadores del equipo oriental. Mientras que el despliegue policial dentro y alrededor del propio estadio solo es comparable con el ocurrido durante la Cumbre de Países no Ali­neados en septiembre último.

Hasta yo, que no comparto la pasión beisbolera, veo los partidos transmitidos en la TV y salto cuando anotan los leones industriales. Sin embargo, no dejo de notar que durante estos días la pelota nos sumerge en un sopor irreal y que hasta la aparición de los tolerados carteles es un paréntesis, un permiso temporal, del que no podremos hacer uso para otros temas. Me puedo imaginar qué pasará si una vez concluida la final cuelgo en mi balcón un mínimo papel que diga «Sí al etanol»** o «Internet para todos».

4 de abril de 2007

* Industriales es el nombre del equipo de béisbol de la capital.** Fidel Castro siempre se opuso a la producción de etanol, y más aún a buscar la

inversión extranjera que los expertos creen necesaria para desarrollar la industria cubana. En su opinión, la producción de etanol causaría una subida de precios de los alimentos.

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un amane c e r e n la habana de sde m i balc ó n

En mi libro de geografía de 6.º grado aparecía una foto sobre la contaminación am­bien tal en los países capita­listas. No re cuer do si era una vista de Londres o de Berlín, solo sé que esta imagen se le parece.

9 de abril de 2007

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re nd i c i ó n de « c ue nto s »

El último viernes de abril, en el edificio donde vivo, fue la Asamblea de Rendición de Cuentas (o de «cuentos» como les gusta llamarla a mis vecinos). El arsenal de quejas era potente, pero fueron «bateadas», «aclaradas» o «elevadas» por nuestro hábil delegado de la circunscrip­ción. Entre los puntos a discutir, el ya permanente tema de la calidad del pan, la recogida de basura y la entrada de agua en la zona. Las respuestas, por su parte, eran también ya conocidas: «En medio de la difícil situación que atraviesa el país...», «los compañeros de la pana­dería están haciendo un esfuerzo...» y «el cambio climático está afec­tando el suministro de agua».

En fin, después de más de treinta años de la existencia de estas reuniones tenemos clara al menos una cosa: por ese camino no se solucionan los problemas. Más que representar a su comunidad fren­te a las autoridades, los delegados parecen entrenados en justificar ante nuestros ojos todo lo que se hace «por allá arriba». No son ele­gidos por su capacidad de gestión, y mucho menos porque tengan un programa para mejorar las condiciones de vida de sus comunida­des, sino que están allí por su adhesión e incondicionalidad al go­bierno.

Pocos creen ya que de las reuniones de rendición de cuentas vayan a emerger soluciones. Todos los otros caminos civiles para de­mandar, exigir y buscar respuestas están atrofiados y cortados. Activar esas vías, volver a tomar conciencia de que nos merecemos un buen pan, una eficiente recogida de los desechos y de que los recursos hídricos del país nos pertenecen es el primer paso. Inevitablemente hay que replantearse en su totalidad las actuales vías que tiene el pueblo para hacer cumplir con sus deberes al gobierno.

30 de abril de 2007

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t i rar y t i rar b i e n

El domingo pasado mi hijo de once años tenía que par-ticipar a las ocho de la ma-ñana en una práctica de tiro convocada por su escuela. Amén de lo divertido que puede ser para un niño de esa edad arrastrarse en la hierba, camuflarse con fango o correr en zigzag, lo que

subyace detrás de esta obligada convocatoria a familiarizarse con las armas es ciertamente estremecedor.

A partir de eso me he comenzado a cuestionar si Cuba ha sus-cripto los acuerdos internacionales de no participación de niños en conflictos bélicos, que incluyen, claro está, no darles ningún tipo de entrenamiento militar a menores de edad.

Lo que entre los niños podría quedar como una divertida jornada de domingo, jugando al tiro al blanco y creyéndose los héroes de las películas, tiene detrás un concepto que de tan repetido apenas si repa-ramos en la gravedad de lo que encierra: «la guerra de todo el pueblo».

¿Acaso no expone esta consigna que, en la tan anunciada guerra contra nuestro territorio, nadie podrá contabilizar víctimas civiles, pues todos seremos considerados soldados que debemos acatar las numantinas orientaciones que llegan desde arriba? ¿Significa esto que en un estado de alarma mi hijo tendrá que empuñar un fusil y obedecer? Me niego a aceptar que mi familia y yo seamos otra cosa que civiles desarmados, que se niegan a portar, familiarizarse o apren-der a manejar un arma.

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nuevo s í m bolo de e statu s

Vivo equidistante de dos mercados agropecuarios, uno donde venden campesinos, cooperativistas o sus corres­pondientes intermediarios y el otro que está a cargo del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT). En el primero hay casi de todo: frutas, vegeta­les, viandas y hasta carne de cerdo. El estatal pocas veces tiene algo más que boniato, ají, cebolla o fruta bomba verde,* y cuando llega algún producto cárnico las colas se alargan. La diferen­cia fundamental entre estos dos «agros» no está en la variedad sino en el precio, tan es así que mis vecinos llaman al mercado de los campe­sinos «el agro de los ricos» y al del EJT el de «los pobres».

Lo cierto es que para lograr una comida medianamente ba­lanceada hay que pasar por los dos. Primero se deben inspeccionar las tarimas repletas de los mismos productos que abundan en la gran área perteneciente al EJT y después evacuar los antojos y los caprichos de calidad con los bruñidos tomates del mercado de los «guajiros».

A veces, cuando el deseo y la nostalgia me pican, me voy a com­prar una piña al «agro de los ricos». Tengo el cuidado de llevar una bolsa de tela para guardar a la reina de las frutas y esconder de las miradas el obsceno símbolo de estatus que ella representa.

18 de mayo de 2007

* Papaya.

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lo s h i jo s de la e s p e ra

He leído hace unos días en el periódico Granma que la po blación cubana decrece y que en 2006 hubo una dismi-nución aproximada de 4.300 habitantes en comparación con el año anterior. La noticia no me sorprende, pues ya ha-bía podido notar que aquello

de veinte estudiantes por aula en las escuelas primarias obedecía más a una realidad demográfica que a la aplicación de algún novedoso mé-todo pedagógico.

Sin embargo, entre las amigas y amigos de mi generación hay un verdadero boom de embarazos y nacimientos. Son los hijos que fue-ron pospuestos con los argumentos del espacio, la emigración o la situación económica; pero que sus padres —ya treintañeros— se ven compulsados a tener ahora.

Mis amigos se imaginaron la llegada de sus bebés de otra manera. Soñaron con resolver sus problemas habitacionales antes de que vinie-ran los niños a su vida. Algunos se vieron a sí mismos como padres de hijos que montaban en trineo y hablaban dos lenguas; mientras que otros proyectaron que en su propio país con sus salarios podrían costear los pañales desechables, los biberones y los regalos de los Reyes Magos.

La vida normalmente se burla de los pronósticos, así que ahí es-tán mis amigas ya a punto de parir o meciendo niños en un sillón, y mis amigos sofocados tratando de dividir el poco espacio que habi-tan en la casa de los abuelos, haciendo cálculos que no pueden cum-plir con sus exiguos salarios y soñando si todavía habrá espacio en el trineo, ahora que son más para llevar.

19 de mayo de 2007

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c uando m i ro la t e l e . . .

Esta semana hacemos una terapia antitelevisión en nuestra casa. Em­pezamos gradualmente y estamos ahora en la etapa de encender al «gordito autosuficiente» pero no subirle el volumen. Es interesantísi­mo lo que se logra. Ante nuestros ojos pasan imágenes que, de tan predecibles, la propia imaginación les pone voz y sonido. Si sale un campo sembrado, oigo dentro de mí a un conocido locutor que anun­cia un sobrecumplimiento de la producción de papas. Si, en su lugar, lo que vemos son imágenes de personas vestidas con batas blancas, entonces inmediatamente emerge en mi mente el discurso sobre los médicos cubanos que brindan sus servicios en Bolivia o Venezuela.

Lo que nunca ocurre es que al mirar, en mute, uno de esos reporta­jes, surja de mí algo cotidiano y realista que se parezca a lo que oigo cada día en la calle. Nuestra pantalla chica nos muestra «lo que debimos haber sido» o, peor aún, «lo que debemos creer que somos». Así que el locutor que todos llevamos dentro nunca dice algo como «los precios están por las nubes», «en mi policlínico solo quedan 17 médicos, por­que todos los demás se han ido de misión», «si no robo en el trabajo no puedo vivir», o «¿dónde están las malditas papas que no llegan?».

La tele se parece tan poco a mi vida que he llegado a pensar que es mi existencia la que no es real; que las caras alargadas que veo en la calle son actores que merecerían un Oscar (o un Coral);* que los cientos de problemas que sorteo para alimentarme, transportarme y simplemente existir, son solo líneas de un guión dramático, y que la verdad, de tanto que insisten, debe ser la que me cuenta el Granma, el Noticiero Nacional de Televisión y Mesa Redonda.**

21 de mayo de 2007

* Premio que otorga el Festival de Cine de La Habana. ** Programa informativo de televisión oficialista.

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a la s om b ra de un « a l m e ndr ó n »

«¿Pa La Habana?», me gri ta el chofer como si la esquina de Boyeros y Tulipán donde estoy parada no perteneciera a la urbe en que he nacido y vivo. Yo respondo con un gesto del dedo hacia la iz­quierda y confirmo: «Sí, pa la Frater ni dad», porque me gusta hacerle ese diario ho­menaje al parque de La Cei­

ba (ese que se cuenta tiene debajo una «prenda» que enterró Macha­do y que nos condena a la eterna infelicidad nacional).*

Me subo al «almendrón»** y me acomodo entre otros pasajeros que miran hacia la parada que dejamos atrás y parecen aliviados de estar «aquí» y no «allí». Los diez pesos me laten en el bolsillo, pero el recuerdo de la nueva guagua articulada con mínimas ventanas me devuelve el convencimiento de haber hecho lo mejor. El carro tiene licencia, y capacidad para ocho pasajeros, dos junto al chofer, tres en el medio y otros tres atrás, donde una vez estuvo el maletero. Me toca el asiento de los afectados, que es el que debe plegarse cada vez que alguien llega a su destino. No importa, nada es peor que el «ja­moneo» en el camello.***

Pasamos frente a un control de policías, que hacen su agosto

* Se refiere al parque de la Fraternidad, donde hay un árbol plantado en 1928 por el dictador Gerardo Machado.

** Sobrenombre que se les da en Cuba a los coches viejos, especialmente los estadouni dens es producidos antes de 1959.

*** Ómnibus articulado denominado así porque su techo es ondulado como si tuviera gibas.

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