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César M. ArconadaANDANZAS POR LA NUEVA CHINA
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C O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A LC O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A LC O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A L
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Elena Fortún y Matilde RasEl camino es nuestro
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Antonio Buero Vallejo y Vicente SotoCartas boca arriba
César M. ArconadaAndanzas por la nueva China
C O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A L
La Fundación Banco Santander pretende contribuir
al ámbito literario redescubriendo y recuperando, a través
de la Colección Obra Fundamental, a aquellos escritores
contemporáneos en lengua española a los que la desme-
moria histórica injustamente ha conducido al anonimato
y al olvido, siendo casi imposible por diferentes causas
encontrar actualmente su obra publicada.
Se trata de una colección pensada tanto para el lector
de hoy como para el estudioso, que persigue encontrar el
núcleo principal de la producción de estos escritores,
aquello que los caracteriza y distingue frente a los restan -
tes autores de su tiempo. Esta colección no pretende reco-
ger la obra completa de estos autores, sino las obras más
destacadas y difíciles de conocer para el lector actual de
esta pléyade de escritores que deben formar parte de nues-
tra historia literaria del siglo XX.
Suele desconocerse que, casi con sesenta años, el escritor César M. Arconada (Astudillo,Palencia, 1898-Moscú, 1964), uno de los renovadores de la narrativa y las vanguardias, pio-nero de la rehumanización de la literatura y el arte y escritor comprometido, afrontó unviaje de miles de kilómetros para documentar y escribir una crónica sobre la China en con-moción de Mao Tse-tung y la vida en ciudades como Yenán, Pekín, Shanghái, Sian oCantón y sus zonas rurales. El resultado fue un documento periodístico y literario inéditohasta ahora en el que se entremezclan leyendas y sabiduría popular, artesanía y modos deproducción, costumbres y paisajes desde una visión de la realidad humana y social delgigante asiático singular e inesperada, que resitúa y agranda la figura del autor en el contex-to de la generación del 27.
Arconada, escritor destacado en el panorama intelectual en ebullición de los años veinte
y treinta, fue redactor jefe de La Gaceta Literaria y crítico musical y literario, con obras ensu haber que dieron la vuelta al mundo (Vida de Greta Garbo, Cómicos del cine), así comonovelista revolucionario (Los pobres contra los ricos, Reparto de tierras), cuentista, poeta ydramaturgo. Tras ser rescatado por Nancy Cunard y Pablo Neruda de un campo de inter-namiento francés, se exilió en Moscú, donde se convirtió en el divulgador por excelencia dela literatura española del Siglo de Oro.
Gonzalo Santonja, catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense deMadrid y director general del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, Premio Nacionalde Ensayo y Premio Castilla y León de las Letras, es uno de los grandes especialistas enautores, tendencias y editoriales de la Edad de Plata, la guerra incivil y el exilio.
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A N D A N Z A S P O R L A N U E V A C H I N A
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CÉSAR M. ARCONADA
ANDANZAS POR LA NUEVA CHINA
Selección y prólogo de
Gonzalo Santonja
C O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N TA L
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COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTALResponsable literario: Javier Expósito LorenzoCuidado de la edición: Armero EdicionesDiseño de la colección: Gonzalo ArmeroImpresión: Gráficas Jomagar, S. L Móstoles (Madrid)
© Fundación Banco Santander, 2017© Herederos de César Arconada© Del prólogo, Gonzalo Santonja
Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente,podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo oen parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autori-zación.
ISBN: 978-84-16950-95-9Depósito legal: M-15982-2017
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Í N D I C E
Astudillo, Moscú, Pekín (los caminos del exilio), por Gonzalo Santonja [ XIII ]
Esta edición [ XXVII ]
ANDANZAS POR LA NUEVA CHINA
YENÁN, LA CIUDAD QUE NO SE PARECE A NINGUNA
En alguna fuente nace el río [ 5 ]
La madre tierra [ 11 ]
La ciudad de las cuevas [ 19 ]
La cueva de la cultura [ 23 ]
Bailes y canciones [ 25 ]
Una ojeada al museo [ 27 ]
PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
Divagaciones sobre el alma de la ciudad [ 35 ]
Pekín, la ciudad de la armonía [ 39 ]
La Montaña de los Diez Mil Años [ 43 ]
La Ciudad Prohibida [ 47 ]
Varias horas en una fábrica [ 51 ]
El Templo del Cielo [ 55 ]
Un día de verano en el Palacio de Verano [ 61 ]
Un dragón de cinco mil kilómetros [ 65 ]
El Templo de los Lamas [ 75 ]
Por las calles [ 77 ]
Mercados [ 83 ]
¿Quiere usted saber su carácter? [ 87 ]
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NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
Camino o dragón de hierro [ 91 ]
Un ejército invasor [ 95 ]
El Gran Canal [ 99 ]
Cantata al río Amarillo [ 103 ]
Nocturno [ 107 ]
Vado al amanecer [ 109 ]
A la casa... ¡de un capitalista! (Apuntes de un diario) [ 111 ]
SHANGAI: ECO DE AVENTURAS, SILVA DE HISTORIAS
El pulpo y sus tentáculos [ 117 ]
Ayer ciudad de aventureros [ 119 ]
Hoy, ciudad de los trabajadores [ 123 ]
Por las calles [ 125 ]
Entre gentes de mar y río [ 129 ]
HANGCHOW, POR TIERRAS DE NORIA Y ARROZALES.FLOR DE LEYENDAS
Y otra vez... [ 137 ]
Paraíso de la tierra, sucursal del cielo [ 141 ]
Geografía y poesía [ 147 ]
Visita a monumentos [ 151 ]
Noche en el lago [ 155 ]
No hay que reírse de los peces de colores [ 163 ]
Liang Shan-Po y Chu In-tai, Romeo y Julieta de las leyendas chinas [ 167 ]
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SIAN
La cuna de China [ 175 ]
Una maestra guerrillera [ 179 ]
Un poeta campesino [ 187 ]
Monumentos, historia y religión [ 193 ]
CANTÓN
Otoño [ 203 ]
Hacia el sur [ 207 ]
Changsha, capital del reino Chu [ 211 ]
Camino de Cantón [ 217 ]
Cantón [ 219 ]
SHIWAN, ARTESANÍA DEL BARRO
Porcelana china [ 223 ]
MISCELÁNEA
Los chinos son... chinos [ 231 ]
Sobre lo que llamamos ópera china [ 237 ]
El arte de comer y la ciencia de la cocina [ 247 ]
Los jeroglíficos y su destino [ 253 ]
Breviario de sabiduría popular [ 259 ]
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A la memoria de María Cánovas,
esposa de Arconada, mujer del exilio,
perdida y hallada en su niebla.
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Gonzalo Santonja
ASTUDILLO, MOSCÚ, PEKÍN (LOS CAMINOS DEL EXILIO)
Si vas a emprender el viaje hacia Ítacapide que tu camino sea largo,rico en experiencia, en conocimiento.
Constantino Cavafis, «Ítaca»
I
Poeta entre el clavel y la espada, para Rafael Alberti 1965 fue un año de cla-
veles, marcado por premios como el de Grabado en la V Rassegna di Arti Figu-
rative di Roma, que supuso el espaldarazo de su obra pictórica, y el premio Lenin,
con varios libros traducidos al ruso.
Con ese motivo, el autor de Marinero en tierra y María Teresa León regresaron
una vez más a Moscú (la visita inicial se produjo en 1932), donde enseguida se
encontraron con María Cánovas, la mujer de su viejo amigo y camarada César
Muñoz Arconada1, relación establecida en Madrid a comienzos de los años treinta
1 María Cánovas, que nació en Mahón y falleció en Barcelona (28 de octubre de 1987), fue una mujer mo-
derna, deportista y de cultura que dominaba el ruso y ejerció durante veintitrés años como redactora de LaMujer Soviética. Se casó con Arconada en 1952, tras divorciarse de Marcelino Usatorre (con quien tuvo dos
hijos), jefe de la 122 Brigada Mixta de la 27 División del ejército republicano, unidad formada por comunistas
catalanes al comienzo de la guerra y cuya comandancia desempeñaba cuando cruzó la frontera (La Bajol,
8 de febrero de 1939), tras combatir en los frentes de Aragón, Segre y Ebro, siendo internado en el campo de
Saint Cyprien.
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[XIV] ASTUDILLO, MOSCÚ, PEKÍN (LOS CAMINOS DEL EXILIO)
y especialmente afianzada en la aventura de Octubre, órgano de expresión de la
Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios (Madrid, 1933-1934), publicación
periódica, editorial y guiñol teatral que los unió para siempre, con el hispanista
Fedor Kelin y la revista Literatura Internacional / Literatura Soviética2 como puen-
tes tendidos sobre el pozo negro de la diáspora3.
Y en aquella ocasión Alberti entregó a María Cánovas una cuartilla con la can-
ción 11 de sus Baladas y canciones del Paraná 4, versos de despedida «recordando
a César», con quien tantas conversaciones él y María Teresa tenían pendientes,
entre otras, y no la menos cordial, sobre China, invitadas ambas parejas a la
«nueva China de Mao Tse-tung» por su Asociación de Escritores, respectivamente
en 1955 y 1957, experiencias concretadas en sendos libros de viaje, de fortuna
muy desigual.
Así, mientras Sonríe China de María Teresa León, con poemas y dibujos de
Rafael Alberti, fue de inmediato publicado por Jacobo Muchnik (Buenos Aires,
1958), el extenso reportaje de César M. Arconada, del que María Cánovas me
2 Según Natalia Kharitónova, «desde los primeros momentos de su estancia en Moscú» Arconada colaboró
en la revista Internatsionálnaia Literatura de la Unión de Escritores de la URSS, cuya edición española apa-
reció en 1942, ocupando en su redacción los cargos de redactor responsable y, desde 1943, redactor jefe.
Suspendida la publicación en 1945, reapareció al año siguiente, convertida en Literatura Soviética, cambio
que no se limitó al nombre porque, «sustituyendo a una edición española independiente, la revista se trans-
formó en una de las publicaciones de la editorial, única para todas las versiones en las lenguas extranjeras...»
(César M. Arconada, Cuentos de Madrid, Sevilla, Renacimiento, 2007 [«Biblioteca del Exilio», 33], prólogo,
págs. 29-31). 3 Los Alberti siempre compartieron sus visitas del exilio a la URSS con Arconada, y este participó en los ho-
menajes que les tributaron en Moscú, de algunos de los cuales llegaron ecos a España, por ejemplo del con-
vocado a finales de diciembre de 1962, reflejado por ABC: «En la casa de los escritores de Moscú se ha
celebrado un acto de homenaje al poeta comunista español Rafael Alberti. El acto fue presidido por el escritor
Ilya Ehremburg [...]. También hablaron el escritor español asimismo comunista César Arconada y el poeta
soviético Mijail Suslof», añadiendo que «la prensa rusa ha concedido gran importancia a este homenaje y ha
publicado amplias informaciones sobre la figura de Alberti [...], más como comunista que como poeta y es-
critor». En cuanto a Mijail Suslof, se trata de Mijaíl Súslov (1902-1982), ideólogo del PCUS y responsable
directo de las relaciones con el PCE, dirigente con Stalin, Nikita Jrushchov y Brézhnev (ABC, Madrid, 29 de
diciembre de 1962). 4 Buenos Aires, Losada, 1954.
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GONZALO SANTONJA [XV]
confió una copia a máquina con correcciones manuscritas de su puño y letra,
hasta ahora permanecía inédito, primero frustrada su publicación en Moscú al
plantearse la ruptura entre las dos potencias comunistas y después descartada por
Ebro, la editorial del PCE (París). Rechazada asimismo en Buenos Aires, todavía
aguardaba su turno en el largo proceso, manifiestamente inconcluso, de recupe-
ración de los autores del exilio, una tarea iniciada por José Esteban desde Edicio-
nes Turner antes de la muerte de Franco, cuyo catálogo amparó la reedición de
La turbina, la primera novela del autor (Madrid, Ulises, 1930), reimpresa en
pugna con el aparato censor5.
De la propia María Teresa León existe un amplio repertorio de inéditos, con
más de cincuenta originales, de diversa extensión y en distinto momento de es-
critura, reseñados por Juan Carlos Estébanez Gil6, así como de numerosos autores
de los cuales apenas se han rescatado algunas obras, lo que sigue confiriendo ac-
tualidad a aquel lamento de Pedro Garfias: «España que perdimos, no nos pier-
das», verso de «Entre España y México», escrito a bordo del Sinaia mientras el
poeta veía por última vez la costa española7:
5 De hecho, la censura se llevó por delante dos folios de mi introducción (Madrid, Turner, 1975, colección
«La Novela Social Española»). 6 María Teresa León. Escritura, compromiso y memoria, Burgos, Instituto Castellano y Leonés de la Lengua,
2003, págs. 460-463. El repertorio de inéditos incluye creaciones radiales, obras de teatro, apuntes y hasta
un reportaje literario sobre Rumanía con más de ciento cincuenta folios, repartidos en veinte capítulos.7 Pedro Garfias, cordobés que nació en Salamanca (1901) y falleció en México (Monterrey, 1967), ha sido
uno de los autores mejor recuperados, aunque su obra no haya alcanzado la difusión merecida, salvo el poema
«Asturias», cantado por Víctor Manuel y convertido en una especie de segundo himno regional. La recupe-
ración de Garfias en España ha sido fruto del trabajo de José María Barrera, que en 1993 publicó su Obrapoética completa (Écija, Gráfica Sol), y de Francisco Moreno Gómez, editor (Poesía completa, Córdoba, Ayun-
tamiento de Córdoba, 1989, y Poesías completas, Madrid, Alpuerto, 1997) y biógrafo definitivo del poeta
(Pedro Garfias, poeta de la vanguardia, de la guerra y del exilio, Córdoba, Diputación de Córdoba, 1996). El
Colectivo Cultural Pedro Garfias de Guadalajara (Jalisco, México), presidido por el doctor Raúl Vargas López,
publicó en 2014 una antología excelente de su obra poética, Poblando soledades, dirigida por Vargas y al cui-
dado de Erika Natalia Juárez Miranda y José Manuel Razo León.
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[XVI] ASTUDILLO, MOSCÚ, PEKÍN (LOS CAMINOS DEL EXILIO)
España que perdimos, no nos pierdas,
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.
Con ese deseo de volver afrontó María Cánovas sus años finales, «desesperada»
y con la España oficial de espaldas, aunque ahora la historia se cuente como se
quiera. Así me lo explicaba en 1980:
«Estoy desesperada, pues quiero repatriarme y son tantas las teclas que tocar
que una no sabe por dónde empezar. Fíjate, cuarenta y pico de años esperando
poder volver y cuando puedes se te plantean infinidad de problemas casi insolu-
bles. El primero y principal es el económico»8.
El exilio no fue una fiesta, y la democracia tampoco regaló nada a los trans-
terrados del común. Más allá de las personalidades señeras, cada cual tuvo que
arreglarse como pudo. A María Cánovas, que consiguió regresar en 1984, llega-
ron a pedirle «un depósito en el banco de 800.000 pesetas que no tengo, para
que se le conceda [a su hijo] la nacionalidad española, cuando él es hijo y tata-
ranieto de españoles...»9. Las cosas fueron así.
8 Carta fechada en Moscú el 7 de julio de 1980, un folio por ambas caras, a máquina, con añadidos y posdata
a mano. Para instalarse en España, María Cánovas necesitaba que se le reconociera la pensión de viuda de ofi-
cial de correos, porque su jubilación soviética se reducía a diez mil pesetas y no quería ser una carga para «los
míos, muy buenos y muy humanos, como casi todo el pueblo llano». 9 Inmaculada de la Fuente, «María Cánovas», El País, Madrid, 29 de enero de 1985.
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GONZALO SANTONJA [XVII]
II
Si todo el mundo se ocupase de sus asuntos, bramó la Duquesa, el mundo marcharía más deprisa.
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas
César Arconada, que nació y creció en Tierra de Campos, era comunista y mi-
litante del PCE. Se exilió en la URSS y escribió Andanzas por la nueva China en
la segunda mitad de los años cincuenta, en el fragor de la Guerra Fría, con el blo-
que soviético férreamente incomunicado. El autor de Urbe, poema vanguardista,
y Reparto de tierras, novela social realista, escribió su crónica a partir de esa doble
condición: con la nostalgia de «mi meseta castellana de pastores», con las raíces
descuajadas y las entrañas removidas10, y «meditando desde la Plaza Roja»,
identificado con las directrices del Partido Comunista de la Unión Soviética
(PCUS), escritor en viaje de trabajo por China porque así lo dispuso «el capitán
de mi bandera»11. Y lejos de ocultarlo, paladinamente lo declara en las primeras
páginas del libro, en las que también se acoge al magisterio de dos nombres se-
ñeros de nuestra literatura: don Alonso Quijada y Unamuno, definiéndose más
por las discrepancias que por las coincidencias.
Don Quijote «tenía la intrepidez de lanzarse sin miedo a toda aventura. No anali-
zaba, no paraba mientes»12. Él, sin embargo, analizaba y paraba mientes, y además lo
hacía, como acabo de señalar, desde la Plaza Roja y como exiliado comunista español.
«He cursado la Universidad de la Plaza, y esto es mucho», concluía, satisfecho de su
condición de autodidacta que, convicto de marxismo, se mostraba seguro de haber
encontrado «una brújula de oro»13 en la ortodoxia de un prosovietismo sin fisuras.
10 Andanzas por la nueva China, pág. 1 (cito del manuscrito original en los casos de extractos no incluidos en
el presente volumen).11 Ibid., pág. 7.12 Ibid., pág. 8.13 Ibid., pág. 10.
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[XVIII] ASTUDILLO, MOSCÚ, PEKÍN (LOS CAMINOS DEL EXILIO)
Unamuno se movía desde un sentimiento trágico de la vida. Por su parte, él
se guiaba por un «sentimiento de responsabilidad, de seriedad», derivado de su
adscripción marxista-leninista e identificado con el partido, que a la sazón le re-
quería un reportaje sobre la nueva China del mismo modo que durante la Guerra
Incivil le llamó a escribir una novela sobre la resistencia popular en el campo fran-
quista (Río Tajo).
Ahora bien, Arconada era escritor y en cuanto tal respetaba su oficio, siempre
en tensión frente al reto de la hoja en blanco. «Pasan los años —confesaba—, se
acumulan experiencias, prácticas, y es lo mismo»: tensión e incertidumbre, dudas.
Sobre todo al comienzo. Luego, «cuando la obra se empieza es cuando surge la fe
y el entusiasmo».
Desde tales planteamientos encaró el autor la tarea. Nada tenía que ver su
perspectiva, pongo por caso, con la de Un notario español en Rusia de Diego Hi-
dalgo (Madrid, Cenit, 1929), político radical, diputado en Cortes (1931, 1933),
cofundador de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética (1933) y ministro
de Guerra durante la insurrección de Asturias, un curioso con intención de neu-
tralidad; y muchísimo menos con la de Manuel Chaves Nogales en La vuelta a
Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia Roja (Madrid, Mundo Latino,
1929), periodista de adscripción liberal que, con errores y aciertos, cuajó una cró-
nica deslumbrante, fustigada desde un extremo y desde el otro. Ni neutralidad
ni liberalismo.
Con quien sí presenta Arconada numerosas afinidades y profundas coinci-
dencias es con la María Teresa León de Sonríe China, afinidades y coincidencias
no ya de orientación política, que eso iba de suyo, sino en clave de estrategia
narrativa y también en cuanto a los medios del viaje. Hidalgo y Chaves se mo-
vieron por libre, en función de sus recursos o los de su periódico, mientras
Arconada y los Alberti gozaron del apoyo oficial, lo cual se tradujo en facili-
dades materiales y en un nutrido séquito en el que no faltaron guías, secreta-
rias, conductores, traductores ni médicos, pero también en menos capacidad
de decisión de la que tal vez creyeran, llevados a fin de cuentas a los lugares
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GONZALO SANTONJA [XIX]
que el partido consideraba idóneos, hablando con quien sus acompañantes
decidían y, en última instancia, preguntando y recibiendo respuesta por boca
ajena.
En esa situación, desde el principio surgieron discrepancias. Arconada de-
seaba ir a Yenán, punto final de la Larga Marcha y centro neurálgico de la
China comunista desde 1935 a 1948; sus anfitriones albergaban otros planes.
Arconada se movía a ciegas, opinaba desde la historia y se dejaba llevar por las
intuiciones, pero quienes tutelaban sus pasos habían planificado aquella visita
minuciosamente. Nunca se plantaban en una negativa categórica, jamás le lle-
vaban la contraria de manera taxativa. Unas veces justificaban sus decisiones
por imperativos de tiempo, otras por las distancias, la falta de comodidades o
la dificultad del camino. El tira y afloja se desarrollaba invariablemente con
amabilidad en las formas:
«—¡Yenán! —insisto yo.
A decir verdad, no sé en qué parte de China se encuentra Yenán. Pero tengo
una idea fija: Yenán. Sé que la fuente del río está en ese lugar [...]. Se me figura
que si no voy a Yenán no podré escribir sobre China. ¡Manías! Puede ser. Pero
esa manía ha nacido y no puedo ahogarla: es la esperanza de mi pluma.
Chou Nan [con ella estamos tratando el plan de nuestros viajes] no está con-
forme con que vayamos a Yenán. Nos lo dice con esa suavidad de los chinos, que
tiene algo de la suavidad de los lotos. Sonríe para hacer más agradable la nega-
tiva.
—Es un viaje difícil, no van a tener ustedes comodidades».
Finalmente irían a Yenán. En esa ocasión Arconada se salió con la suya; en ge-
neral sucedió lo contrario. «Ermitaño de cerros», el escritor reclamaba espacios
abiertos, pueblos perdidos, ríos y bosques; en cambio sus anfitriones le conduje-
ron de cooperativa en cooperativa, de casa del pueblo en casa del pueblo, de tra-
bajador ejemplar en trabajador ejemplar, de héroe en héroe. Puesto a escoger,
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[XX] ASTUDILLO, MOSCÚ, PEKÍN (LOS CAMINOS DEL EXILIO)
habría preferido alguna paseata «con mochila a la espalda», pero acababa acep-
tando. Comunista convencido, alababa el maquinismo, la propiedad colectiva y
la forja del hombre nuevo.
La industrialización se le representaba como la panacea, el emblema del pro-
greso. La modernidad triunfante sobre los viejos modos de producción, la socie-
dad atrasada y las prácticas casi feudales eran asuntos de fondo por lo demás ya
vertebradores de La turbina, novela publicada en vísperas de su ingreso en el PCE
y de su afiliación a la UGT a través del Sindicato de Empleados de Correos, con
el carnet extendido el 27 de mayo de 193114. Esa convicción venía de lejos, lite-
rariamente de los orígenes, porque también se registra en Urbe, su aportación
poética a las vanguardias, aunque sin el alineamiento político partidista de estas
Andanzas.
Y a veces está presente hasta el desbordamiento. Por ejemplo, en los diversos
fragmentos en que, interiorizando los tópicos propagandísticos del sistema,
aborda la cuestión espinosa de la reeducación de los capitalistas, proceso que
ahora sabemos terrible, aunque resulte evidente que nuestra perspectiva no es
ni muchísimo menos la de Arconada. En este sentido, el autor descubre las
cartas marcadas de su ortodoxia en el capítulo dedicado a Shanghái, la legen-
daria ciudad «misteriosa y tenebrosa, el antiguo paraíso de la aventura y los
pecados», supuestamente transformada en «una ciudad espiritualmente nueva,
purificada por un nuevo humanismo»15. Y ese tono alcanza su cenit cuando
sus anfitriones, corteses hasta la exquisitez, le sientan a dialogar con un capi-
talista reeducado, en una amable versión chinesca de las confesiones espontáneas
de los procesos de Moscú:
«—En China se oye hablar mucho de la reeducación de los capitalistas. Qué
pensar. ¿Usted es, por lo tanto, un ejemplo de esa reeducación?
14 Fondo documental del Ayuntamiento de Astudillo (Palencia), donado por Carmen Usatorre Cánovas, hi-
jastra de Arconada. 15 Andanzas por la nueva China, pág. 299.
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GONZALO SANTONJA [XXI]
—Sin duda alguna, aunque estoy muy lejos todavía de la licenciatura de la
reeducación. Necesito aprender mucho, y espero aprenderlo con la ayuda del go-
bierno y del Partido»16.
Plegado a la humillación, el capitalista desgrana una lección bien aprendida,
apurando hasta el fondo el cáliz de las palinodias: «El Partido despliega una gran
actividad en la educación de los capitalistas, pero a mi juicio va muy lento». Ar-
conada anotó aquella proclama sin permitirse ningún atisbo de inquietud ante
tamaña docilidad. De tal guisa se profesaba entonces la ortodoxia comunista en
los países autodenominados del socialismo real, y un refugiado español no era
quién para cuestionarla.
A cambio de plegarse de buen grado a los dictados de la verdad oficial, nuestro
escritor disfrutó en su viaje de condiciones privilegiadas. Lo descubriría en cuanto
el tren saliera de la estación de Pekín. Ya había percibido algo extraño al dejar el
hotel, demasiada gente a su alrededor, y todos caminando en la misma dirección:
«Li Tsin-suan, ¿pero no vamos solos con usted y el dramaturgo?»17.
«Aprovechan nuestro viaje para ir a Yenán a sus asuntos».
La sospecha se confirmó enseguida. Claro que aquellas gentes iban «a sus asun-
tos», pero es que tales asuntos eran precisamente ellos, César Arconada y María
Cánovas.
«Pasan las horas, y es claro que nuestro grupo, que al principio, como sucede
en los borrosos amaneceres con las cosas, veíamos confuso, se va concretando en
forma y en esencia. Nuestra diplomática Li Tsin-suan ya no puede andarse por
las ramas. El grupo —diez en total— viene a nuestro servicio, para hacernos li-
viano y cómodo el viaje.»
Arconada no salía de su asombro («¡Pero si yo soy un pobre diablo, un pe-
lagatos!»), y un tanto abrumado se autojustificaba con la suposición de que,
16 Ibid., pág. 295. 17 «En Sian convivimos con un magnífico camarada, el dramaturgo Ban In-sian, que nos acompañó a todas
partes.»
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[XXII] ASTUDILLO, MOSCÚ, PEKÍN (LOS CAMINOS DEL EXILIO)
«de haberlo sabido, hasta hubiera renunciado a mi viaje». Sin embargo, ya solo
quedaba asentir. Cocinero, conductor y guías, incluso médico («la que yo creía
esposa del dramaturgo»). «Hasta qué extremo llega la amabilidad de los chi-
nos», concluye.
Pero no descontextualicemos el libro. Después de la guerra española y sus de-
sastres, después de los campos franceses de internamiento, de las angustias del
estalinismo, de la dureza de la vida en la Unión Soviética durante la invasión nazi
y de las tensiones de la Guerra Fría, Arconada se dejaba cuidar, escuchando a
cambio lo que se quería que escuchase y dando por bueno cuanto le decían tan
obsequiosos anfitriones.
III
Viaje de los hombres a travésde su libertad. Se les veía ir de una casade tablas podridas, mal compuesta, a una nuevecita pintada de blancocon sus grabados y libros y flores.
María Teresa León (1935)
Arconada parte en Andanzas de un afán divulgativo, pone a la historia en diá-
logo de contrastes con el presente y tiñe de épica nacionalista la crónica de la re-
volución, engastando la cotidianeidad de la nueva China en el fondo inmemorial
de las leyendas. En apariencia sencilla, la estructura de la obra responde a un
planteamiento muy meditado, con la escritura al servicio del relato y el estilo ple-
gado a la eficacia, dejando por aquí y por allá cabos sueltos, más adelante unidos
en un habilidoso entramado recurrencial.
El componente divulgativo se despeña por «unos capítulos de historia de
China resumidos en unas páginas», extractos de manual con redacción enfática
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GONZALO SANTONJA [XXIII]
y absolutamente previsible. «Empecemos por la aurora de la esperanza para los
pueblos: 1917», comienza. Entonces «amaneció en Rusia, pero los resplandores
llegaron a todas partes y más a los pueblos, como China, bárbaramente explotados
por el imperialismo y el feudalismo»18, presentación seguida por una cronología
elemental («En 1921 se creó el Partido Comunista...», «En octubre de 1934 co-
menzó la epopéyica Gran Marcha», etc.) rematada por una especie de poema,
naturalmente de Mao Tse-tung: «Miles de ríos se deslizan / y miles de montañas
se alzan en el camino, / pero nuestro ejército no teme las dificultades: / necesita
hacer una Gran Marcha».
Lo mejor del libro descansa sin duda en la mirada del autor, palentino
de Tierra de Campos extasiado ante la inmensidad de una geografía gigan-
tesca, con ansias de pastor y más aún de águila para recorrer valles y sobre-
volar ríos. Arconada sentía la llamada de la tierra, «el color humano de la
arcilla» y «el color alfarero de la sangre», sus tonos blanquecinos en las se-
quías, como el de los huesos consumidos por el sol. Se dejaba ganar por el
grito oscuro de los bosques, hombre de llanura fascinado por la ebullición
de los cerros, ora «recostados unos en otros», unidos «como dos amantes»,
ora guardando las distancias, «mirándose las caras frente a frente». Y soñaba
con el enigma de las bocas negras de la tierra, las cuevas, hijas de la natura-
leza y de los hombres, que componen la arquitectura de Yenán, «la ciudad
que no se parece a ninguna de las que uno ha visto en la vida». Por ahí crece
la obra, vivificada por el asombro, la mirada azul, la palabra justa y la des-
cripción envolvente.
Por ahí crece la obra, repito, y también sigue creciendo en los momentos en
que Arconada se aventura por el laberinto de las leyendas populares, otro rasgo
derivado de su castellanidad, con la infancia marcada por la flor nueva de los ro-
mances viejos y los relatos legendarios. Las Andanzas por la nueva China adquieren
un ritmo fluvial cuando se olvida de la doctrina, o sencillamente cuando sabe
18 Ibid., págs. 16-21.
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[XXIV] ASTUDILLO, MOSCÚ, PEKÍN (LOS CAMINOS DEL EXILIO)
atenuarla, abriendo ventanas a los cuentos intemporales y al horizonte de la in-
trahistoria de una cultura muchas veces milenaria, viva en el corazón y en los la-
bios de las gentes. Escritor de partido, en esos momentos se revela sobre todo
escritor, con el afán proselitista ocultado.
Ocultado con habilidad literaria, pero nunca olvidado. Me explicaré: «La
más bella montaña tiene su leyenda...», escribe al hilo de la visita a un pueblo
remoto de Hunan. «Una incomodidad» indeseada a juicio del séquito que para
él, siempre deseoso de «adentrarse en el campo», es sin embargo un placer. «¿Y
cuál era la leyenda de la montaña?» Pues hacía mucho, muchísimo tiempo,
«un emperador vino de caza a estos parajes» perdidos y, anda que te anda, ven-
ciendo espesuras, surcando valles, «se le ocurrió subir a lo alto», escalar hasta
la cumbre más escarpada, «como si dijéramos a la puntiaguda mansión de las
nubes», lo que, escalando, escalando, al final consiguió.
«Y cuando había coronado la cumbre» escuchó, sin saber de dónde procedía,
«seguramente del cielo», una música deliciosa, una música callada diría Bergamín,
que lo inundó de placer. Y luego apareció «un ave de singular belleza». Como
flotando en aquella armonía, «parecía estar hecha con sedas y rasos de sueños»,
suma de prodigios con resultado de éxtasis. Al volver en sí, el emperador la nom-
bró «la más bella montaña y mandó construir un monasterio en la misma cús-
pide».
Pues bien, «al pie mismo de esta montaña está el pueblo» que acogía la vi-
vienda, «el santuario» familiar de Mao Tse-tung, el emperador de la nueva China,
«hoy sede de una cooperativa» flanqueada por un grupo escolar, o sea los monas-
terios de aquel tiempo remozado19.
La obra se desliza por tanto desde la historia al presente, pero a un presente
refundador de la historia, en el que se incorporan en pie de igualdad las realiza-
ciones y las creaciones míticas y se equiparan los dirigentes revolucionarios a las
figuras protohistóricas, sagradas y mitológicas. A las fabulosas edades antiguas se
19 Andanzas por la nueva China, «Pueblo: Shaoshan; distrito: Siangtan; provincia: Hunan», págs. 455-469.
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GONZALO SANTONJA [XXV]
superpone la fabulosa edad revolucionaria, tan destinada a durar y sobrevivirse
como aquellas. Arconada había dado con la llave de la técnica proselitista. Sus
Andanzas parecían tener el camino de la edición despejado.
El conflicto chino-soviético, sin embargo, lo cerró enseguida, primero en
Moscú y años después en París, porque la obra, evidentemente prorrusa, carecía
ya de hueco en el catálogo de Ebro, la editorial del PCE plegada a los designios
del eurocomunismo. Más difícil aún era su publicación en España20 bajo el nom-
bre de César Muñoz Arconada, casi el único escritor republicano refugiado en la
URSS, borrado de la historia oficial y apenas considerado en las del exilio, fun-
damentalmente escritas desde México, Cuba, Argentina y Chile, países que reci-
bieron el mayor contingente de la intelectualidad transterrada.
Esa cadena de adversidades se quiebra ahora con esta extensa edición antoló-
gica, llevada a término por el empeño decidido de Javier Expósito, responsable
literario de la Colección Obra Fundamental, cruz y raya de tantos silenciamientos.
Así las cosas, y en expresión cervantina, Andanzas por la nueva China ha llegado
por fin a la del alba.
G. S.
20 Felipe Muñoz Arconada, que desconocía el título de la obra («un libro sobre la República Popular China,
escrito después de su estancia en ella»), me hizo saber que tampoco halló aceptación en Buenos Aires: «Sé que
envió copia a una editorial de Buenos Aires, que no consideró oportuna su edición» (Budapest, 10 de febrero
de 1975, Archivo GS).
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ESTA EDICIÓN
La reforma de la escritura china, o sea el tránsito del chino tradicional, todavía
mantenido por varias comunidades, al chino simplificado, promovido por la Re-
pública Popular, se concretó en 1955 en el Congreso Chino para la Reforma de la
Escritura. Allí se nombró un comité que al año siguiente estableció una primera
relación de caracteres reformados, corregida en 1964 y 1977, un proceso todavía
considerado inconcluso.
Arconada, cuyas andanzas por China se desarrollaron durante los momentos
iniciales de dicha reforma, que le interesó en profundidad (véase «Los jeroglíficos
y su destino»), se guio por el oído y seguramente también se dejaría aconsejar por
sus acompañantes a la hora de transcribir los nombres de ciudades, parajes y per-
sonas, de modo que escribió, por ejemplo, Tun Chuen donde habría correspon-
dido normativamente Tongchuan, Chansá por Changsha, Chiniu por Chinu o Si
Tsan An en vez de Chang-an.
Esta edición respeta la literalidad del texto, revisado y preparado para la im-
prenta por María Cánovas, esposa y compañera del autor en aquel viaje, pero
hemos procurado normalizar las grafías de los nombres propios que aparecen a
lo largo del texto en todos los casos que hemos podido documentar, a partir del
sistema tradicional de transcripción usado en Occidente desde el siglo XIX o el
sistema Wade-Gales, en ocasiones, en lugar del pinyin, que adecúa la fonética al
hablante extranjero y es más habitual en la actualidad. Cuando no ha sido posible,
por tratarse de lugares ilocalizables, intelectuales locales y personajes populares
perdidos en el anonimato, hemos conservado las transcripciones del autor. Tam-
bién hemos corregido erratas y errores de puntuación mecanográficos evidentes,
adaptando la acentuación a las normas de la RAE.
G. S.
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ANDANZAS POR LA NUEVA CHINA
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YENÁN, LA CIUDAD QUE NO SE PARECE A NINGUNA
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EN ALGUNA FUENTE NACE EL RÍO
Hay fuentes que no hacen río, pero no hay río que no tenga madre fuente. Me fi-
guro la nueva vida de China como un río inmenso de limo fecundo y de aguas cau-
dalosas. Y entonces me pregunto: ¿dónde están sus fuentes? Porque quiero ir a
buscarlas, a contemplar desde ellas el curso serpenteante, a ver desde lo alto y desde
lo niño el proceso de formación: los afluentes que lo acaudalan, los obstáculos que
lo cercan, las llanuras que lo ensanchan, los cascajales que lo purifican.
Chou Nan es una mujer fuerte, alta. Entre las menudas chinas parece madre de
ellas, aunque Li Tsin-suan, nuestra traductora, tenga dos hijos pareciendo una cría
en edad de ir a la escuela. Chou Nan tiene una cara ancha, inteligente, con ojos sal-
tones y vivos que hacen indispensables las gafas. Hay en esta cara algo de intelectua-
lidad nativa: podría tomársela por profesora, hija de profesores.
Con ella estamos tratando el plan de nuestros viajes.
—¡Yenán! —insisto yo.
A decir verdad, no sé en qué parte de China se encuentra Yenán. Pero tengo una
idea fija: Yenán. Sé que la fuente del río está en ese lugar, y fuera de esta idea no veo
nada. Se me figura que si no voy a Yenán no podré escribir sobre China. ¡Manías!
Puede ser. Pero esa manía ha nacido y no puedo ahogarla: es la esperanza de mi pluma.
Chou Nan no está conforme con que vayamos a Yenán. Nos lo dice con esa sua-
vidad de los chinos, que tiene algo de la suavidad de los lotos. Sonríe para hacer más
agradable la negativa.
—Es un viaje difícil, no van a tener ustedes comodidades —y mira a mi mujer
buscando apoyo en la tradicional debilidad de las mujeres.
Hablarme a mí, ermitaño de cerros, de incomodidades es tiempo perdido. Soy
capaz de irme andando, con mochila a la espalda, como un santo peregrino. Así fue-
ron muchos en otro tiempo. Y ella misma nos dice no solo con orgullo —existe en
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China el legítimo orgullo de haber estado en Yenán—, sino para convencernos de la
realidad de las dificultades:
—Yo también estuve en Yenán…
—Tanto mejor para saber que hay gentes a quienes las dificultades no intimidan.
Aquella tarde no quedó decidido nada. Empezó mi incertidumbre. Cuando a los ena-
morados les sucede tal cosa, se acrece más su amor por la amada. Mi amada era Yenán.
Ese día, en casa sobre la mesa, mi compañera y yo desdoblamos un mapa y nos
pusimos a buscar Yenán con esa actitud de acertijo que tiene el buscar en los mapas
de nombre dado.
Por fin dimos con él, pequeñito, emboscado su nombre en la confusión de colores,
letras, signos. Dimos con él: estaba no muy distante de la Gran Muralla y del río
Amarillo.
Tomamos una tira de papel y medimos en el mapa y en la escala la distancia desde
el punto ferroviario más próximo. Total, nada: en el mapa, el salto de una pulguita,
y aun menos. En la escala, trescientos kilómetros. ¿Pero a quién asustan hoy trescien-
tos kilómetros? No estamos en los tiempos de Maricastaña.
Y en fin, resolvimos: ¡a Yenán como sea!
Vimos otro día a Chou Nan, concretamos sobre otros puntos de nuestro viaje, y
ella, tan suave y sutil como otras veces, volvió a insistir en las dificultades. Al fin, por
muy de cerros que sea uno, también tiene su pizca de diplomacia, y con el dolor del
corazón, herido hasta casi sangrar, tuve que decir:
—Es claro, si no puede ser... ¡Lo siento, pero lo que no puede ser no puede ser!
Parecía como si hubiera en Yenán secretos de Estado, y que yo renunciaba a mis
ilusiones para no olfatear lo que maldito si me importaba.
—En fin, ya veremos —nos dijo la camarada Chou Nan no cerrando del todo
las puertas, y me figuré que ese era el lenguaje de la famosa cortesía china. Yo, por
ejemplo, hubiera dado un portazo…
Y días después, en otra entrevista, se resolvió la cuestión.
—¡Van ustedes a Yenán! —nos dijo sonriente sabiendo lo que nos complacía la
resolución.
[6] YENÁN, LA CIUDAD QUE NO SE PARECE A NINGUNA
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Y pensando en Yenán, cultivando como una flor amada la ilusión de Yenán, en-
ternecedor las más de las veces he vivido casi dos meses. Íbamos de un sitio a otro,
veíamos esto o aquello, todo muy interesante, muy valioso, enternecedor las más de
las veces, pero ya siempre regando mi flor de amaranto, mi Yenán querido, esperando
el día señalado para emprender el viaje.
Además, por si fuera pequeña mi ilusión, en todas partes donde iba me la acre-
centaban. Hablando con algunos camaradas, nos preguntaban a veces:
—¿Dónde van ustedes desde aquí?
—Desde aquí vamos a tales y a tales sitios y después a Yenán.
Casi siempre la exclamación era la misma:
—¡Ah, Yenán! ¡Para nosotros es una ciudad sagrada! Yo también estuve allí...
Y yo sacaba la conclusión de que todas las personas importantes de la nueva China
habían estado en Yenán.
Y además, unánimemente, todos la calificaban de lo mismo: ciudad sagrada. Esto
me ponía tan ufano que sentía crecérseme el corazón en el pecho. ¿Cómo hubiera sido
posible estar en la nueva China y no pisar la ciudad sagrada de la nueva China?, aunque
hubiera tenido que ir pisando clavos como los antiguos santos en las peregrinaciones.
Por fin, a mediados de agosto, partimos en avión hacia Sian, capital de la provincia
de Shensi, punto de partida para ir a Yenán.
En Sian convivimos con un magnífico camarada, el dramaturgo Ban In-sian, que
nos acompañó a todas partes. Ban In-sian es bajo, más bien fuerte, peludo, cosa que
no suelen ser los chinos, de cara ancha y enérgica, serio, formal. Tiene cuarenta y tres
años, pero no aparenta más de treinta y cuatro. Conozco de antiguo sus facciones: he
trabajado algunos años con un tártaro muy parecido a él.
Y otra vez en las conversaciones surge lo mismo: Yenán, ciudad sagrada. En ella
vivió durante el período revolucionario, allí estrenó varias obras de teatro. Y de nuevo,
con menos insistencia que en Pekín, comienza a insinuarme las dificultades, a decirme
que incluso los jóvenes y fuertes regresan con molimiento de huesos. Me propone,
en sustitución del viaje, organizar algunas entrevistas con personas conocedoras del
Yenán de aquel tiempo.
CÉSAR M. ARCONADA [7]
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—¡Por favor!
Si él hubiera sabido de mis inquietudes y mis ilusiones, del mimo con que yo
había cuidado mi flor de amaranto, seguro que no me habría hecho proposiciones
tan inaceptables.
Un día, de mañana, me dijo nuestro dramaturgo-mentor:
—Mañana salimos para Yenán. A las siete en punto. Iremos en tren cien kilómetros,
hasta el final de la línea férrea, y allí nos esperará un auto que hoy ha salido de aquí.
¡Al fin a Yenán!
El tiempo había sido bueno, despejado, caluroso, pero en los últimos días co-
menzaron esas escalonadas tormentas de verano que se presentan cada día, la de
hoy siempre un poco más tarde que la de ayer, como en una carrera de relevos. Y
por la tarde llovió.
Al anochecer se presentó Ban In-sian en nuestra habitación con serio semblante:
—Malas noticias. Han telefoneado de allá arriba diciendo que ha llovido durante
estos días y que no se puede pasar.
¡Por la Virgen de la Cueva, qué importa un chaparrón más o menos! ¿Qué es un
chaparrón, y además en verano? Agua, que no balas de ametralladora.
Pero él insistía en que era imposible salir, en que había comenzado la época de las
lluvias y había que renunciar al viaje.
¡Yenán! ¡Yenán! ¡Adiós a la ciudad sagrada, adiós a mi cuidada flor de amaranto!
Se me caían las ilusiones encima como la techumbre de un templo. No podía con-
formarme, no podía creerlo. ¡Volver a Pekín, y tener que decir: volvemos sin ver
Yenán, ¡por causa de unos malditos chaparrones! Y, en la amargura de la desilusión,
me parecía imposible que pudiese escribir una sola línea sobre China.
—¡Usted es escritor, Ban In-sian, y puede imaginarse lo que esto significa para mí!
—Sí, lo comprendo muy bien, pero es imposible, imposible.
Había sonado la palabra fatal, irreparable, odiada: ¡imposible!
Aquella noche no pude dormir. Hacía tiempo que no me había sucedido nada
semejante, aunque debo confesar que soy como un niño: que no me arranquen las
ilusiones porque es motivo de berrinche.
[8] YENÁN, LA CIUDAD QUE NO SE PARECE A NINGUNA
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A la mañana siguiente se presentó Ban In-sian con mejor talante: traía noticias
de no se qué puntos —yo no comprendía nada de eso— diciendo que el tiempo
había mejorado y que si hoy no llovía saldríamos mañana.
¡Otra vez la mustia flor que se endereza, regada no con agua, sino con azul de
cielo despejado! Aquel día estuvimos viendo una antiquísima pagoda y yo prometí
pedir a Buda que no lloviera. La celestial súplica se convirtió en broma de todo el
viaje.
Poca amistad y conocimiento he tenido en la vida con Buda, pero sin duda,
viendo que yo, aunque infiel, era huésped, accedió a mi ruego: no llovió.
Y al día siguiente, por la mañana temprano, emprendimos el viaje. [...]
CÉSAR M. ARCONADA [9]
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LA MADRE TIERRA
En el verano chino, tan ardoroso, la madrugada es el único instante de fresco
alivio. Corre una breve brisa matinal que parece el velo de la noche rezagado en la
humedad de los arrozales.
Al salir del hotel para ir a la estación advierto excesivo trajín de gente y pregunto
a Li Tsin-suan, la traductora:
—Li Tsin-suan, ¿pero no vamos solo con usted y el dramaturgo?
La traductora que llevamos ahora habla español, y bastante bien. Es emocionante
caminar por el interior de China con esta muchachita que habla tu propio idioma,
aprendido sin profesores, en las horas libres de su oficina, con el estímulo que impulsa
hoy aquí a millares de personas: ser más útil a su nuevo país, a su gran patria.
—Aprovechan nuestro viaje para ir a Yenán a sus asuntos —me dice. Tan peque-
ñita como una niña, tan joven, tan suave y candorosa a primera vista, y parece como
si Li Tsin-suan hubiera estudiado altos cursos en una escuela diplomática.
Nos acomodamos todos en el tren: muchos y con muchos bultos. Viene en el
grupo incluso una mujer, y yo pienso que es la esposa del dramaturgo, que tal vez
tiene los padres en algún pueblo de la ruta y aprovecha la ocasión para hacerles una
visita, y de paso, a la vuelta, traerse unos ricos lomos de cerdo.
Echo a un lado estas minucias. ¡Que sea lo que sea! Es tan agradable subirse a las
siete de la mañana a un tren provincial camino de no sé dónde, por el interior de
China, que todo lo demás se borra de mi presencia. ¡Y pensar que nos habían preve-
nido de la incomodidad de este tren con asientos de madera! ¡Pero si no hay mejor
placer para mí que ir en este vagón abarrotado de campesinos que vuelven a sus al-
deas, con bultos infinitos de compras que han hecho en la ciudad! Me ponen una
chaqueta acolchonada para dar blandura al asiento, y la rechazo. Quiero que el tren
provincial sea tren provincial, y no burro con arreos de caballo.
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Al cabo de una hora, quizá menos, dejamos la línea provincial; la cola del tren se
convierte en cabeza, y salimos hacia el norte. La mañana es luminosa como una al-
berca. Vamos por uno de esos valles planos que son la riqueza agrícola de China. En
los horizontes, altas barreras de sierras de picos agudos como dentaduras de grandes
dragones. Norias bajo copudos árboles, algodonales en flor, un canal que están cons-
truyendo, alguna vez la pagoda enhiesta, como un centinela remoto, un río ancho
con puente provisional de madera, rezagos aún, como las troneras que hay en todos
los sitios estratégicos, de la guerra de liberación.
En los pueblos se va bajando la gente con sus bultos. Este es un pueblo grande, a
lo que parece, y los campesinos, con una disciplina que me asombra, para salir de la
estación se ponen de dos en dos, y a su vez los que van a subir al tren también entran
en fila, como si esperasen en la calle un autobús.
Pasan las horas, y es claro que nuestro grupo, que al principio, como sucede en
los borrosos amaneceres con las cosas, veíamos confuso, se va concretando en forma
y en esencia. Nuestra diplomática Li Tsin-suan ya no puede andarse por las ramas.
El grupo —diez en total— viene a nuestro servicio, para hacernos liviano y cómodo
el viaje. ¡Trágame, tierra! Me muero de vergüenza, quiero meterme debajo del asiento.
De haberlo sabido, hasta hubiera renunciado a mi viaje y a mis caras ilusiones. ¡Pero
si yo soy un pobre diablo, un pelagatos! ¡Si no he tenido nunca más séquito que el
de las gallinas cuando iba al corral a darles de comer y me seguían!... ¡Hasta qué ex-
tremo llega la amabilidad de los chinos!
¿Qué funciones cumple cada uno? De momento, en el tren, solo se ha destacado
Ni, la que yo creía esposa del dramaturgo. Resulta que esta mujer, de amable sonrisa,
también baja, aunque más fuerte que la traductora, es ¡un médico que llevamos para
que cuide de nuestra salud durante el viaje, y nuestra salud es excelente! Ha sacado de
su botiquín —ahora veo la cruz roja— unas píldoras contra el mareo y nos las hace
tomar. ¡Ya no hay otro remedio que entrar por el aro! ¡Que un médico: pues venga, a
tomar alguna pócima aunque no la necesitemos!
Hemos dejado atrás el valle fértil y entramos en angosturas: inicios de montaña.
Estamos como quien dice a la puerta de un paisaje inaudito de cerros. Al principio
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me asombra ver, como en Castilla, más aún, porque en tal medida no lo he visto
nunca, la tierra terrera, la tierra más tierra de todas las tierras, algo como la madre
tierra. Pero más adelante, franqueadas estas puertas, el paisaje es el más terrenal de
los paisajes.
Es una tierra de adobe y tejar descarnados, molino inmenso de polvo cuando no
llueve y cenagal de barro cuando caen cuatro gotas. Tierra seca de terraplenes, llena
de millones de agujeros para lagartijas, para serpientes, para oropéndolas, para hor-
migas, para águilas y, por último, para el hombre: aquí la casa del hombre es la cueva
hecha en los cerros terrosos.
A las dos de la tarde llegamos a Tongchuan, estación terminal del ferrocarril.
Mucha gente por el polvo de los caminos y entre los tenderetes de las calles. Carros
con carbón de alguna mina próxima o con pesada arena para los tejares. La China
de la época de la muralla china. Dan pena los hombres que tiran de los carros como
en la China medieval, pero qué se le va a hacer, son los últimos años de tal herencia
maldita: pronto las fábricas harán automóviles y los hombres no irán en las bacas
sino junto al volante. Dan ganas de ir a las fábricas a gritar: ¡obreros, adelante la in-
dustria y el plan quinquenal!
Comemos y descansamos en Tongchuan, en las oficinas del Partido, donde nos
reciben los secretarios con su pulcro traje azul y la estilográfica en el bolsillo izquierdo
de la guerrera. Es un recinto de modestas casitas. Hay habitaciones dispuestas para
pernoctar, no sé si destinadas a viajeros especiales o a los secretarios cuando las reu-
niones se prolongan en la noche.
Al llegar a estos sitios, lo primero que te encuentras es, como en todas partes, con
unos chinos de delicada y suave amabilidad, ya sean altos funcionarios, ya sean mozos
que traen el té. Después de darte la bienvenida, te llevan a una habitación grande,
con una amplia mesa en el centro, sin duda la mesa de reuniones, y alrededor pe-
queñas mesas y divanes. Lo primero que te entregan son unos zorros y un palanga-
nero. Con los zorros ya sabes lo que tienes que hacer: sacudirte el polvo. Y con el
palanganero…, lavarte. Sí, lavarte, ¿pero cómo? En el agua caliente de la hermosa
palangana amarilla con un paisaje de vivos colores, mojas la toalla, restriegas el jabón
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en ella, y te la pasas por la cara o el cuerpo. No hay que secarse: después de lavarse
esto proporciona frescura. Limpias y escurres la toalla y la dejas para que otro, después
de cambiada el agua, haga lo mismo.
Mientras tanto ha habido una movilización de muchachos con grandísimos ter-
mos, también de colores: hay que tomar té verde con azúcar. (El termo sustituye en
China al somovar ruso, y es en cada casa un objeto valioso.)
Comemos, no todos juntos, sino con prevista etiqueta: los demás, en otra habita-
ción, comida china; nosotros, con la traductora, solos, comida europea. Ya sabemos las
funciones de otros dos acompañantes: uno es el cocinero para preparar esta comida y
el otro es un camarero para servírnosla. Traen provisiones para varios días, incluso bo-
tellas de agua gaseosa. ¿Han estudiado todo para hacernos más agradable el viaje?
A las cuatro de la tarde emprendemos el camino en los dos Willys, uno más pe-
queño, el nuestro, y otro mayor, donde van las provisiones y parte de la gente. Ahora
me doy cuenta de la misión de cuatro personas más: dos son los chóferes, y otros
dos, uno que viene con nosotros y otro que va con ellos, una especie de guardianes
personales, como si dijéramos las autoridades. En el viaje de regreso también actúan.
Pasamos por las huertas del pueblo, entramos luego en una garganta, y al cabo de
un rato comenzamos la primera excursión a la meseta. Unas horas después estamos
en medio de un extraño mundo geológico, mar solitario de terrosas colinas, ásperas,
descarnadas, de matorrales espinosos y de hierbas con olor a tomillo, paraíso de mi-
llares de faisanes y perdices.
No estamos en ningún sitio anónimo, sino en una famosa región, conocida en
toda China, que se llama «meseta de arcilla». Comienza en los alrededores de Tong-
chuan, o antes, abarca todo el norte de la provincia de Shensi y llega hasta más arriba
de Yenán, junto a la Gran Muralla, casi en los límites de Mongolia.
En el curso del tiempo, las aguas han hecho en estas tierras arcillosas y de margales
hendiduras de profundos valles y precipicios. La carretera pasa a veces por estrechí-
simos ismos: uno piensa que el año próximo el precipicio de la derecha se va a unir
con el de la izquierda. Tierra de aluvión por todas partes. Las raíces de los escasos ár-
boles quedan al descubierto y se los ve morir sin tener donde asegurarse. Configura-
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ción caprichosa, complicada. Hasta Yenán bajamos a valles y subimos a mesetas once
veces por inverosímiles curvas y desniveles al borde de temibles precipicios.
Ahora comprendo yo dos cosas: por qué insistían en las dificultades del viaje y
por qué el Partido Comunista eligió esta región, de naturales defensas, como resi-
dencia de ejércitos e instituciones. La carretera no es mala en sí, pero en cuanto llueve
queda interceptada por los barrizales y los ríos desbordados. Yenán y su región se
abastece con camiones, que unas veces pueden llegar y otras se quedan por el camino,
en interminables filas, en espera de que se abran los pasos, como en los puertos donde
hay montañas nevadas.
Entre estos terrenos, por el límite oriental de la provincia, pasa el Huang He o
río Amarillo, famoso entre los ríos del mundo por muchas particularidades: por ser
amarillo, color de arcilla, color de tierra, color que toma principalmente de los alu-
viones de esta meseta; por tener un cauce variable a causa de la tierra que arrastra:
treinta y cuatro kilogramos en un metro cúbico, por término medio; en período de
fuertes lluvias, cuatrocientos, y excepcionalmente quinientos ochenta; y por sus trá-
gicas inundaciones, tan antiguas como la existencia del propio río: el pueblo lo llama
«río del dolor».
De antiguo es la idea de dominar a este potro rojillo, a este «río del dolor».
Hay en cada país empresas-sueños que viven largos siglos en forma alada de sueños
y que solo se convierten en realidad cuando el pueblo, libre de cadenas, puede
realizarlas por sí mismo y para sí mismo. ¡Ya está en marcha, gracias al régimen
popular de China, el grandioso proyecto de su transformación! Se harán embalses,
centrales eléctricas, canales de irrigación, muros para contener los aluviones; se
ahondará su cauce y, en fin, el «río del dolor» se convertirá en el «río de la alegría»,
porque sus aguas, en los mil ochocientos kilómetros de su curso, serán no ciega
furia destructora, sino dócil fuerza sometida por el hombre para darle riqueza y
felicidad.
Pasamos por muchos pueblos, pueblos de altura, de meseta, ásperos de vientos,
donde todo es de tierra: tapias, paredes, tejados, murallas, capillas religiosas, pozos,
todo de tierra, hasta el cuerpo de los chicos que corretean llenos de polvo.
CÉSAR M. ARCONADA [15]
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Un mercado en un pueblecito, al repecho de una cuesta. Aquí está el rodeo: bu-
rros, mulas, carros, guarnicionería y tenderetes de refrigerio. ¡Ay, me gustaría bajarme,
feriar un burrillo y marcharme con él a donde me diera la gana!
El chófer, que no por primera vez hace esta ruta, dice que pronto llegaremos a un
pueblo grande. Cierto, pasado un rato descendemos a un valle estrecho, donde la
vista descansa de los paredones y el polvo, en el río y en el verdor de los árboles.
Estamos en Guanlin, la tumba del emperador. ¿Qué emperador de qué dinastía?
Nadie lo sabe. No ha quedado su nombre, pero después de muerto ha quedado su
tumba para dar nombre a su pueblo: la tumba del emperador.
Hacemos un alto en una especie de fortaleza recostada en la montaña, con guardia
de soldados. Es un antiguo templo budista, hoy casa del ayuntamiento. Nos recibe
la autoridad del distrito, un hombre amable —no hay chino que no lo sea— con bi-
gote negro y recortado, vestido de azul, como todos, con zapatillas negras, y otra vez
lo mismo: los zorros, los palanganeros, los termos con el agua caliente y el té.
Pasamos aquí la noche. Yo me creo que estoy en un castillo, y que el hombre si-
lencioso del bigote es el alcalde. La naturaleza tiene aquí algo de oasis. Por algo el em-
perador desconocido eligió para reposar el único bosque que existe en una ladera.
Por la mañana, muy temprano, cuando el sol no ha descendido aún al valle en su
borriquillo, emprendemos otra vez la marcha, subiendo y bajando de valles a mesetas
y de mesetas a valles, bordeando estas tremendas erosiones. A las doce del día des-
cansamos en otro pueblo, Tsan Fan, que quiere decir: lugar de tomar té. Pero no to-
mamos té, comemos. Paramos en el local de una cooperativa, casa del terrateniente
en otros tiempos. Tiempos lejanos, porque este pueblo fue liberado en 1935, es decir,
trece o catorce años antes que el resto de China.
Presurosos, por el deseo de llegar cuanto antes, otra vez a los coches. De
nuevo, horas y horas de marcha, pero ya sin subir ni bajar. Caminamos por un
valle, también estrecho, árido, con paredones de tierra que forman desfiladeros.
Pero se puede ir más deprisa porque no hay curvas y precipicios temerosos. Un
valle, no diría yo ameno, como los clásicos, pero un valle con su correspondiente
río Amarillo.
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Se van haciendo más numerosas las cuevas, en los pueblos y fuera de los pueblos;
habitadas o libres, en los montes, como sitios donde guarecerse, o como cubiles de
lobos.
Son las tres de la tarde, y al fondo del valle, después de atravesar un puente de un
río casi seco, aparece… ¡Yenán!
CÉSAR M. ARCONADA [17]
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LA CIUDAD DE LAS CUEVAS
Para definir Yenán habría que decir: la ciudad que no se parece a ninguna de las
que uno ha visto en la vida.
Es muy difícil explicarla o pintarla porque son cerros hechos ciudad, la naturaleza
primitiva transformada en conglomerado humano, una ciudad de casas que no son
casas, sino cuevas, una ciudad que tiene la arquitectura gigantesca de la tierra y los
montes.
No basta decir: el valle se hace cañón de desfiladero y desemboca en otro valle
transversal por donde salta, que no se recrea, otro río caprichoso, si hoy corderito
manso, mañana, cuando caigan cuatro gotas, lobo feroz. En la confluencia de otros
dos valles que se unen en forma de T está situada la ciudad, con la aguja de una pa-
goda antiquísima en el cerro de la confluencia, como un vigía en sitio estratégico,
como el faro de las miles de águilas que hay en los montes.
No basta decir: y por el llano, junto al río, en la escasa distancia de montes a mon-
tes, pasan la carretera y la calle principal, y hay casas de ladrillos, y comercios, y hos-
pitales, y librerías, y un teatro. Todo nuevo, reciente, porque los bombardeos del
Kuomintang destruyeron la ciudad que podía destruirse: la que estaba hecha de casas.
No basta decir: y una muralla, vieja, ya en muchos sitios derruida, sube del río a
las cumbres de los montes, abrazando, sinuosamente, la primitiva ciudad, la que está
en los cerros frente a la pagoda.
No basta decir: todo esto no es suficiente, nadie podrá comprender así el aspecto
de esta ciudad extraña y única. Para describirla hay que transformarse en pastor, en
águila, acaso en rapaz cogenidos.
El primer elemento de la ciudad es la tierra, igual que en toda esta región. Tierra al
descubierto, al desnudo, tierra tierra, como si dijéramos el cuerpo de la tierra, tierra
viva, pues la he visto desmoronarse y caer con estrépito delante de una casa cueva;
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tierra que cuando llueve toma el color humano de la arcilla, el color alfarero de la sangre,
y cuando el tiempo es seco, adquiere un color blanco, como el de los huesos o el del sol.
El segundo elemento lo componen los montes o cerros con sus configuraciones,
cada uno con su especial relieve, recostados unos en otros con particular actitud, pues
hay unos que parecen unirse con fuerza como dos amantes, y otros guardan las dis-
tancias, mirándose las caras frente a frente; otros se repliegan fuera de la línea como
rezagados; otros, al contrario, parecen la madre venturosa en trance de fecundidad;
aquel se ha empinado sobre los otros, este parece que se ha puesto en cuclillas, como
suelen ponerse los chinos, y el de más allá dijérase que se esconde avergonzado de las
caries que el tiempo le ha hecho.
El tercer elemento está formado por las cuevas en sí, hechas por el hombre donde
le ha parecido, aprovechando el terreno, escarnándolo más. Son infinitas bocas negras,
fauces de tierra que se abren unas encima de otras sin más orden ni más ley que los
que dictan el propio relieve. El hombre se ha adaptado a la tierra, moldeándola.
Forma una pared, cava una terracilla, deja unos poyos, abre trepadores caminos, hace
un agujero para ventana, otro para que salga el humo. Tiene en cuenta el canal de las
aguas y el abrigo del viento. Y a veces en el propio techo de su vivienda siembra maíz.
Si compra un burro —solo el admirable burro trepa por los cerros— toma el azadón
y le abre una cuadra; si compra un cerdo, le hace cochiquera, y si gallinas, les monta
un gallinero de cuatro azadonazos.
Y no digo más de esta ciudad de cerros, de estos cerros vivos. Si os los imagináis,
¡gracias! Y si no, maldecid de mi torpón pincel.
Paran los coches a la entrada de la ciudad, a mano izquierda. Después del recibi-
miento, huelga decir que caluroso, trepamos, como es natural, hacia el cerro, aunque
aquí por escaleras de cemento.
Es un amplio recinto, en diversos planos; los edificios están escalonados en la
pendiente. En la última terraza tenemos por pared el cerro, que sigue hacia arriba.
En algunas partes, casas cueva; en otras, casas semicueva, como también hay muchas,
es decir, una pequeña entrada construida sobre el terraplén, y al fondo la cueva; en
otras, pabellones edificados normalmente.
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Esto se llama «Departamento de Protocolo». ¿Qué significa tal denominación?,
diréis. Eso mismo me pregunté yo: por lo visto en el antiguo Yenán revolucionario
era una especie de ministerio de Estado, con hostería para los huéspedes extranjeros.
Aquí, en una terraza inmediata, tenía su residencia la Unión de Escritores, en cuatro
cuevas de portaladas revestidas de cal. Más arriba aún, departamentos vacíos, vivien-
das de aquel tiempo de aglomeración.
Hoy ha quedado solo como residencia de huéspedes extranjeros, holgada residen-
cia, como esos palacios antiguos que en la mudanza del tiempo han venido a ser vi-
viendas de una persona. En la parte baja, a la entrada, en unos pabellones, está
instalado el Museo de la Revolución; en una terraza superior, los edificios de los co-
medores y una biblioteca; y más alto aún, en la mitad del cerro, nuestras viviendas y
un edificio grande que hace de sala de recepciones; encima de todo esto, casas ajenas
con sus corralillos y, trepando más, la cumbre descarnada donde tienen sus nidos
cueva las águilas.
Para quitar un poco de desnudez de la tierra, en nuestra terracilla crecen unas flores
y unos girasoles. Tenemos enfrente un bajo tapial con un balcón corrido. Se asoma uno,
y se ve el extraño panorama de la ciudad, sobre todo los cerros de enfrente, más aguje-
reados que los nuestros. En el estrecho valle resuenan los ecos, como si los ruidos tuvieran
alas. Rebuznan cientos de burros, cantan los gallos algareros de la madrugada, y durante
todo el día, insistente, se oye una bucólica dulzaina no se sabe dónde.
Me estaría las horas muertas de codos en este vallado, viendo esta naturaleza hecha
ciudad, estas hondonadas de la gigantesca meseta de arcilla, unidas por una carretera
que se corta y las deja aisladas del mundo.
Sí, las horas muertas.
Pero a la vez no piensa uno solamente en la extraña naturaleza de la ciudad, en su
pintoresca fisonomía. Piensa uno, sobre todo, en lo que esta escondida ciudad fue
durante diez años en la nueva vida que surgió de estas cuevas, en el renacimiento de
un río grande, grande, inmenso, que después fue extendiéndose por toda la inmen-
sidad de China, reviviéndolo todo con sus aguas purificadas y fecundas.
CÉSAR M. ARCONADA [21]
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LA CUEVA DE LA CULTURA
Hoy, de mañana, volvemos al valle transversal, después de trasponer la puerta de la
muralla. Y cruzamos el río por un puente cercano a la ciudad. Marchamos otra vez
en dirección a la residencia del Partido y de los dirigentes, pero nos detenemos antes
de llegar a ella, en las proximidades del pueblo.
Es otra residencia, peor que la del Huerto de los Nísperos, donde estuvieron en
1946-1947, es decir en la última etapa, la dirección del ejército y la residencia de Mao
Tse-tung y los jefes del Partido.
Nos detenemos poco: las mismas casas cueva conocidas, un jardín, la modesta casa
campesina donde vivía Mao Tse-tung, un cenador entre los árboles gigantescos y las lilas.
Por esta misma ribera del río, volviendo a la ciudad, subimos a uno de los cerros.
Desde el primer día se había detenido la vista en un punto de él, como algo extraño y
singular. En el conjunto de las cuevas, apareció una que es como si dijéramos la catedral
de las cuevas. Aquí donde todo es tierra frágil y resbaladiza presta a desmoronarse y
marchar, hecha barro rojo, al agua de los ríos, esta cueva bajo un caucho enorme tiene,
muy bien dicho, algo de prehistórica mole de catedral.
Y cerca de santidades anda, porque la cueva es un antiquísimo santuario, quién
sabe, tal vez de los primeros tiempos del budismo. Estamos en el interior del pe-
ñasco, y vemos toda la cueva —que es grande y tiene en el centro como una columna
también de piedra— esculpida en budas simétricos de poco más de una pulgada.
Unos tras otros, una fila encima de otra fila. No existe pared; la pared la construyen
los budas esculpidos en la gigantesca piedra. Dicen que hay diez mil; contarlos es
imposible. Santuarios con muchos budas son corrientes en China, y cuando la can-
tidad de budas es incontable, siempre dicen que hay diez mil.
Este viejo santuario, venido a menos como muchas glorias pasadas que el tiempo
trastoca, fue la imprenta de Yenán, y sigue siendo imprenta hoy, en la que se tira el
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periódico de la localidad. En este recinto de múltiples budas, pliegan papeles unos
muchachos. En otra cueva inmediata, donde en el centro hay un inmenso buda es-
culpido en un bloque, están las grandes y numerosas cajas de jeroglíficos chinos*, y
en otra cueva más allá, dos máquinas de imprimir.
Atrás, borrosa, queda la historia de estas cuevas santuario. En lo que pienso ahora
con emoción es en las cuevas imprenta. He aquí esta máquina vieja, viejísima, que
debe de renquear, que debe de chirriar de dolor de huesos y de vejez. Dejadme que
me incline ante ella y la salude. Hay que nombrarla héroe y colocarla en un museo,
lo más pronto posible. Yo me la figuro, afanosa, incansable, bajo una luz mortecina,
dale que dale, en este cerro de Yenán, tras-tras, tras-tras, pliego va, pliego viene, im-
primiendo jeroglíficos en toscos papeles —que luego serían libros, periódicos, revis-
tas—. Y gracias a ti, máquina héroe, las grandes ideas que iban a tomar forma en
China se difundían ante los hombres, haciendo, como la tierra madre de un grano
ciento, y como el fuego de una chispa mil.
¡Yo te saludo, vieja máquina impresora y obrera; los millones de hombres a quienes
has refrescado la mente con el rocío de amanecer de las nuevas idea te deben el ho-
menaje del museo!
[24] YENÁN, LA CIUDAD QUE NO SE PARECE A NINGUNA
* Se refiere a los ideogramas. (N. del E.)
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BAILES Y CANCIONES
Sigue amusgado el tiempo, el cielo con fosca careta de nubes. Llueve por las noches,
y esta música sobre las ventanas y los tejados, que en ocasiones es tan agradable de
escuchar antes de dormir, ahora nos alarma: se nos figura que va a inundar toda la
meseta.
Ya hemos identificado al décimo camarada de los que vienen con nosotros para
hacernos la vida cómoda y agradable. Es el encargado de organizar las distracciones.
Es increíble hasta qué extremos llega la minuciosidad de los chinos.
Y si hay funcionario, tiene que surgir la función. Cada noche, en la sala central
del Departamento de Protocolo tenemos alguna distracción variada: unas veces baile,
otras cine, otras música. Hoy actúa el conjunto de bailes y canciones de Yenán. ¡Bien-
venido el arte!
En China, como en la Unión Soviética, están muy extendidos estos conjuntos, y
su larga línea va desde los conjuntos nacionales, famosos en todo el país y en el ex-
tranjero, hasta el modesto conjunto de aficionados de una fábrica o de los campesinos
de una aldea.
El de aquí es profesional, organizado en la época revolucionaria, y se compone
de sesenta personas. Lo dirige Chan Min-lian, un hombre alto, de unos cuarenta y
cinco años, de perfil agudo y pelo rizado.
Tiene este conjunto, a mi modo de ver, una característica encantadora: su aroma
campesino. No sé por qué, me parece que huele a ese tomillo alto que crece bravío
en los cerros.
Y he aquí, salen los muchachos y las muchachas, vestidos de campesinos, a bailar
una danza. Lo primero que se destaca es el color. En toda China existe la poesía de
los vivos colores, pero más que en ninguna parte aquí en el norte. Hasta las mucha-
chas, por amor a los colores fuertes, llevan en el pelo lazos de cintas rabiosamente
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verdes, rosa o azules que en la negrura de los cabellos son como mariposas. Lo se-
gundo que uno advierte es la gracia mímica de los bailes. Esta mímica, que en la
ópera llega al más culto grado, es como si dijéramos el vuelo del baile, el viento de la
danza. Y tercero, la expresividad de la música, que habla, que canta, que expresa
todos los sentimientos como si ella misma, independientemente, fuese un ser hu-
mano.
Después cantan una canción al héroe de Yenán, Liu Chi-tan [...]: «Es enero, frío
en el campo. El año nuevo entra, y allá en el norte, el valiente Liu Chi-tan está de-
cidido a ser comunista…».
Con esa voz aguda de garganta, característica del canto chino, esta canción parece
el chillido de un pájaro que vuela libre por los montes.
Luego viene un baile de tambores, y aquí la estridencia de los colores de los trajes
—verde, rosa, salmón, rojo— se une a la estridencia del ruido de los porches, hasta
envolverlo a uno y embriagarlo con el opio del estruendo, como el de la pirotecnia
de los árabes. Y con los ruidos de platillos y tambores le pasa a uno como con los co-
lores estridentes: es necesario verlos utilizados por los chinos para sentir su belleza.
Y el número final es una corta ópera. Y como de las óperas he de hablar cuando
llegue la ocasión más directa, solo digo a qué hace alusión: durante el bloque de
Yenán se precisaban hoces para recoger la cosecha. El herrero debe hacer la forja de
doce en una noche. Pide ayuda a la mujer, pero ella se hace la remolona: ni quiere
trabajar ni comprende por qué molestarse. He aquí la idea política de la obra: la in-
corporación de la mujer al trabajo y a la ayuda a la revolución. La mujer del herrero
termina haciendo por él las hoces que los campesinos necesitan.
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UNA OJEADA AL MUSEO
Este museo de Yenán tiene, precisamente, el interés del mismo Yenán. Es una par-
tícula del futuro gran museo chino de la Revolución.
Hay aquí de todo, como en cada museo. ¿No os ha pasado alguna vez, en el volar,
más que correr, de los tiempos, que os habéis tropezado con un muchachote que vis-
teis en la cuna cuando era pequeño: niño débil, indefenso, que os obligaba a meditar
sobre su incierto destino?
Esta comparación entre la cuna de ayer y el mozarrón de hoy surge en Yenán
—cuna de la nueva China— a cada momento. Salen del arca los vestiditos infantiles
de este hombrón gigante, y es curioso verlos.
Y así también en el museo. Te produce asombro que de aquello proceda esto, que
lo pequeño se haya transformado en grande. Y claro, no hay por qué asombrarse: es
la ley de la vida y del desarrollo. Pero el corazón también tiene su ley: emocionarse a
pesar de las leyes eternas de la naturaleza.
Y emoción es cada piedra de Yenán, y emoción es cada objeto de este museo. De-
cidme: ¿cómo no emocionarse ante este viejo uniforme del Ejército Rojo, hecho de
lienzo burdo y metido luego en anilina azul para teñirlo? ¿Cómo no pararse a con-
templar estas falsas pistolas hechas de madera y metidas en fundas de verdad para
infundir respeto al enemigo? ¿Y este modelo de ametralladora con el que se hacía ver
al enemigo que se tenían sin tenerlas: una lata de petróleo con una sarta de petardos
que se encendían dentro? ¿Y estas picas de palo y estas hoces, y estos cañones hechos
de troncos de madera?
Las paredes y las vitrinas están llenas de documentos valiosísimos, de los cuales
le cuesta a uno arrancar la vista para pasarla a otra parte. Fotografías de héroes,
documentos del Partido. Los billetes que circulaban en la región fronteriza, cer-
tificados de la propiedad que se daba a los campesinos después del reparto de las
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tierras, documentos de la Gran Marcha, llamamiento a los soldados y avales de
comida…
Y en otra salita, el pensamiento revolucionario en acción, multiplicado por aquella
venerable máquina de imprimir que saludamos el otro día en la cueva de los budas.
Aquí están las revistas y los periódicos de aquel tiempo, impresos en tosco papel
hecho en la misma ciudad. Aquí están los libros de Mao Tse-tung escritos y publica-
dos en Yenán. Aquí, toda la propaganda: libros y folletos sobre la producción, sobre
técnica militar, de cultura y educación, de literatura y arte…
Pliegos de aleluyas para impulsar el trabajo de los campesinos, primitivos aperos
de labor, un calendario, una chaqueta convertida en harapos, un traje de fiesta de los
campesinos en la época feudal de los terratenientes; y no figura el traje de diario por-
que era la propia piel del bracero…
Palabras de Mao Tse-tung dedicadas al héroe de Yenán, Liu Chi-tan: «Héroe na-
cional y dirigente de masas». De Chu En-lai: «Durante los cinco mil años de historia
ha habido muchos héroes, pero él era un verdadero héroe del pueblo». Y de Chu Te:
«Ejemplo del Ejército Rojo».
Como siempre, al salir, se escriben en el libro unas palabras, unas opiniones que
expresan tus sentimientos. No sé lo que puse. Algo que suena redondo, que cumple
un deber y que ahí queda olvidado para siempre, como una cortesía volandera.
Mas lo que yo hubiera querido poner después de la visita al Museo Revolucionario
de Yenán son otras pocas palabras: ¡Gloria al Partido Comunista chino!
La lluvia se ha puesto terca, como uno de los burros de aquí, buenos, pero cabe-
zones. Y estamos «prisioneros» de ella, en Yenán. Ya deberíamos haber salido, que es-
tamos holgando, después de finalizar nuestra labor.
El dramaturgo, jefe de nuestra expedición, como general de unas unidades detenidas
en la marcha, se pone en contacto cada día con la naturaleza. Unas veces telefonea a no sé
qué parte pidiendo noticias sobre su estado de ánimo, otras a no sé qué pueblo para recibir
el parte del estado de los montes, otras habla con determinados trozos de la carretera. Y
siempre hay algún enemigo que no quiere permitir dar la vuelta a los «prisioneros», o se in-
terroga al chófer de cada camino que pasa pero ninguno viene más allá de unos kilómetros.
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Llevamos aquí cinco días más de la cuenta. Corren rumores de que las provisiones
de «comida europea» se acaban, y nuestra traductora, silenciosamente, se ha dado de
baja de nuestro comedor y se ha ido al de los camaradas chinos. ¡Me importa un
bledo que se acaben! ¡Mejor, así podré comer con los palillos las ricas porquerías que
ellos guisan!
Y al fin, después del claro de una noche despejada nos lanzamos a la carretera, casi
a la ventura, pues no hay ningún indicio de que las comunicaciones estén francas.
¡Mala está la indina (sic)! Barro espeso de alfarería hay cuanto se quiera. El chófer
dice que si arriba, por las cuestas, está así, no podremos continuar. Pero sorteando
escollos avanzamos adelante, y a medida que avanzamos más seco está. Vuelven las
esperanzas de poder salir de la «prisión».
Pasan los kilómetros. Como hemos partido al amanecer, los tres viajeros de atrás,
nuestro «ángel de la guarda», mi mujer y la traductora, cabecean, somnolientos; el
chófer trabaja en el volante, y yo, lo que son las cosas, pienso en este viejo cacharro
que nos lleva. Es un Willys, cucaracha trepidante, carricoche de caminos, sonajero
de chatarra.
Dime, Willys, ¿cómo estás aquí, andando por lugares extranjeros, llevando hoy
en tu lomo a un pobre diablo de pluma que, además, acaba de fijarse en ti y te va a
sacar en los papeles? No, tú no has entrado aquí legalmente, con factura de aduanas.
Tú has venido aquí a malas querencias, a quitar al pueblo chino lo que era suyo.
Antes que tú hubo otros: ingleses, franceses, alemanes, japoneses. Y tú eres el último
vástago de una familia de opresores. Pero la familia fue lanzada de aquí, y tú quedaste
prisionero. ¡Ah, eres un prisionero de guerra! Acaso en el asiento donde voy yo fuese
en otros tiempos un general americano, orgulloso de su cargo, de su nacionalidad y
de sentirse dueño de la «pobre China», y lo que son las cosas, «la pobre China» te ha
hecho prisionero. ¡Trabaja, trabaja, Willys, que de todos modos, por muchos años
que te queden de vida, ni tú ni miles como tú podréis pagar lo que aquí habéis tra-
bajado durante siglos!
A mediodía llegamos a un valle y enseguida vemos el panorama: no se puede
pasar. Una de dos: o anoche el dramaturgo no se puso en comunicación con el río,
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o este, huraño, le engañó. Todo puede ser. El río Trchin baja bravo: el agua salta por
el puente y se ensancha en la otra ribera. Las aguas traen entre el espeso barro rojo
pequeños troncos y raíces que los campesinos del lugar sacan fuera.
Meditación al borde del agua. Nadie se atreve a pasar ni de aquí para allá ni de
allá para acá, pero nuestro chófer, que se llama Yoan Kai y es ocurrente e intrépido,
se decide, ante la expectación de todos, a hacer la prueba. Pasa él solo con el coche,
rasgando la corriente. Y como le sale bien, vuelve a por nosotros y nos cruza. Detrás
cruza también nuestro segundo coche. Somos los primeros en pasar desde hace cuatro
o cinco días. Pero no habíamos contado con la nueva sorpresa. En la otra orilla, tras
una revuelta de la carretera, había un inmenso tapón. Nadie pensaba que alguien pu-
diera pasar, y camiones, corzos y caballerías de cinco días de estancamiento se habían
amontonado, impidiendo el paso.
Y aquí comenzaron a actuar los que hasta aquí no habían actuado: las dos auto-
ridades gubernativas de nuestros coches. En un cuarto de hora a lo más pusieron
orden en aquel desconcierto y se abrió un paso en la carretera.
Comimos en el pueblo ya conocido por «la tumba del emperador», y en la costa-
nilla de la tarde llegamos, sin novedad, al término del ferrocarril, donde hicimos noche.
Al día siguiente se dividieron las opiniones de los expedicionarios: quién proponía
dejar los coches y marchar en tren, quién seguir en los coches, en los cuales se llegaría
antes, aunque también corrían rumores de otro río… La culpa de que nos decidiéra-
mos a ir en coche la tuve yo, que, viejo y todo, siempre estoy dispuesto a correr aven-
turas, y más cuando en caso de apuros puedo decir: «Tío, sáqueme usted de este río».
Anduvimos y anduvimos por mundos de paredones de tierra, y por sí o por no,
a veinte kilómetros del río paramos en un pueblo grande, San-Yveng, a indagar si el
paso estaba libre. Este río no era broma: el coche tenía que pasar en balsa. Y bien:
nos dijeron en la casa del Partido que el río traía tal corriente que hasta dentro de va-
rios días no podría pasar nadie. Por si acaso, el secretario despachó a un mandadero
para ver cómo tenía el pulso el río Jui. Volvió al cabo de un rato, y nos dijo que tenía
ínfulas de océano y que era imposible cruzarlo. Habría que dejar los coches y tomar
el tren, que pasaba al atardecer por el pueblo.
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Y así hicimos. Pasamos varias horas en la casa del Partido, con secretarios jóvenes,
simpáticos y deferentes. A la hora del tren —¡válgame Dios la popularidad de tener
otra cara que los chinos!— salimos a la calle, a tomar los coches para ir a la estación,
y nos encontramos con que todo el callejón estaba invadido de gente que hacía
oleadas: primero los niños, después personas mayores, detrás viejos. Y todos nos mi-
raban con tal ingenua curiosidad que uno, aunque azorado, quería sacar la cara na-
riguda para que se la viesen. Resulta que por este pueblo —felizmente— no había
habido nunca extranjeros. Y ahora veían a dos chiquilicuatros inofensivos.
Entrada la noche llegamos por fin a la ciudad de Sian, capital de la provincia.
Si al correr del tiempo, en cualquier parte, algún curioso periodista me pregunta
por las sensaciones más luminosas de la vida en mi madurez, yo le diré una corta pa-
labra: Yenán.
CÉSAR M. ARCONADA [31]
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PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
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DIVAGACIONES SOBRE EL ALMA DE LA CIUDAD
Figuraos: vine en lomos de este dragón de hierro que llamamos tren, con la inquie-
tud y curiosidad del que llega al término de un largo viaje y otros caminos le esperan,
a la puerta de la estación, para llevárselo quién sabe adónde y quién sabe con qué
compañías. El ferrocarril siempre tiene algo de pasillo que une dos habitaciones, de
corredor de tránsito desde un lado al otro. Y resulta que el hombre es así: incluso a
este corredor ambulante le toma cariño, lo hace suyo, y cuando lo abandona parece
que ha abandonado su segunda casa para entrar en la tercera, completamente desco-
nocida.
Y llegar a la ciudad de tu destino, donde vas a vivir. Se para el tren suavemente,
echando las máquinas sus últimos resoplidos de vapor. Saludos, despedidas, nuevas
gentes, trajín de equipajes, ruido de carretillas, y te olvidas de una cosa que hubieras
querido hacer: despedirte de estos hierros serviciales y decirles: ¡gracias!
Como las estaciones de todo el mundo son parecidas, y se comprende, porque
están hechas por una inmensa compañía anónima e internacional que se llama capi-
talismo, no te das cuenta, al descender de ellas, de dónde estás. Piensas que a lo mejor
el dragón ferrado, como en un cuento, te ha jugado una broma, y después de dar
vueltas y revueltas por otros paralelos sin fin te devuelve al punto de partida. Hasta
el reloj en lo alto parece ser el mismo.
Y de pronto, salgo de la estación, me topo de frente con la plaza que le hace ronda
de honor como en un ceremonial, y me restrego los ojos asombrado. ¡Ah, sí, ya veo,
no estoy en cualquier parte, estoy precisamente en Pekín! Y me dan ganas de decir a
la gente que ha venido a recibirme: olvidaos un momento de mí, por favor, dejadme
que me siente en este banco, rodeado de la multitud que espera trenes, a contemplar
la plaza y saludar también a esta bella amiga que viene a verme: la ciudad. Ella tiene
un alma, y quiero vérsela.
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Las plazas de las estaciones pueden definirse como antesalas del país. En ningún
sitio mejor comenzaréis a conocer el país que en las plazas de las estaciones. En ellas
se reúnen las gentes de todos los sitios, y si observáis cómo se reúnen, qué llevan,
qué hacen, qué dicen, tendréis una idea bastante clara de muchas cosas. ¡Lástima que
no pueda sentarme ahora en el banco de los hombres sencillos como un sencillo
hombre más!
Es fugaz esta visión de la plaza porque entre saludos y parabienes te meten con
prisas en un coche y te alejan de aquí como queriendo acelerarte el fin del viaje, que
acaba en el reposo del hotel. Y sin embargo… me podéis creer: hoy, al cabo de algún
tiempo, cuando Pekín me es casi familiar, vengo algunas veces a la plaza de la estación
para refrescar aquella visión primera, desconcertante y asombrosa. ¡Algo vengo bus-
cando! ¡Tal vez el alma de la ciudad!
Y es que la plaza de la estación central de Pekín está situada en un lugar especial,
como para impresionar al viajero. La línea férrea entra en la ciudad bordeando la
muralla de la ciudad tártara y acaba justamente en una de sus puertas, en la más im-
portante, que comunica la ciudad tártara con la ciudad china.
De pronto se encuentra el viajero con una muralla gigantesca. ¡Cómo será este
muro, que me asombra a mí que soy de España, país de murallas y castillos! He con-
tado los pasos que tiene de ancha: treinta y seis. Encima de ella crecen árboles y hasta
jardines, hacen los soldados la instrucción, se alzan torres viejas, inmensas, y podrían,
si quisieran, hacer que circulasen automóviles.
En las ciudades amuralladas las puertas tienen todas su importancia y su carácter.
Son el umbral del entra y sale de la gente, de los autos, de los carros, de las bicicletas,
de las cosas, hasta incluso del viento, que también circula de acá para allá. Estas puer-
tas que se abren en la plaza de la estación son las más importantes de la muralla. For-
man parte del eje simétrico de esta ciudad de la simetría. Son las Puertas del Sur y el
sol les da de frente.
Todas las ciudades tienen un alma, como ya se sabe de sobra, y no puede ser de
otro modo porque representan el corazón de una comarca, de una provincia, de un
país. Tienen un alma, sí, como todas las cosas de nuestra historia y de nuestra vida,
[36] PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
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como todo aquello que los hombres han trajinado y trabajado mucho y durante
mucho tiempo.
¡Ea, buscadla, y veréis lo difícil que es dar con ella! También cada flor tiene su
perfume. Tratad de definirlo, y veréis lo difícil que es. Como si quisierais aprisionar
al viento se os escaparía, no podríais encerrarlo en palabras, clasificarlo.
Y lo mismo esa alma de las ciudades, que es vagabunda y compleja, sutil y frágil,
escurridiza y transparente. Uno quisiera, como el príncipe feliz que encuentra el pá-
jaro de fuego, hallar esa alma en alguna parte, hecha pájaro o flor, y aprehenderla
gozoso del hallazgo. Pero, ¡ay!, lo mismo que la victoria a los paladines, que es fruto
de gran batalla, así el secreto de las ciudades solo se obtiene —si se obtiene— después
de grandes búsquedas y de afanosas observaciones.
¿Dónde está ese tu secreto, Pekín, dónde está tu alma de ciudad?
Y como es lógico, me va a venir a mis manos, milagrosamente, el pájaro de fuego
al primer día, a las primeras miradas. ¡Busquémoslo a través de las calles, de la historia,
de los hombres! ¡Busquémoslo a través del pasado, del presente, del ayer y del hoy, de
lo viejo y lo nuevo, de lo que está en las puertas de los cementerios, para morir, y
de lo que está apuntando, verde, con los surcos de la primavera, para vivir y crecer.
No sé por qué, el corazón me dice que al final del recorrido tendré que venir hasta
las Puertas del Sur a tratar de aprehender la alada o inaprensible alma de la ciudad.
Pero entonces tal vez venga ya como el paladín va a su última batalla: cargado de tro-
feos y de experiencias.
CÉSAR M. ARCONADA [37]
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PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
En el lenguaje hiperbólico de la vieja China, la Armonía era la diosa suprema.
Armonía quiere decir reglas, concierto, orden, disposición, arquitectura.
Lo primero que asombra en Pekín es su armonía. Todo está hecho con la idea de
la armonía, del orden perfecto. Todas las ciudades del mundo están formadas por
superposición de épocas. Pekín parece que fue hecho de golpe, de una vez, en una
noche y por un poderoso mago. Y gracias a eso pudo el mago arquitecto hacer su
composición, tirar sus líneas y formar un conjunto bello percibido por la diosa Ar-
monía. Si me dicen que la mano del diablo —de tantas leyendas— está señalando
en una de estas torres, lo creeré. Porque parece una ciudad hecha por un brujo ar-
quitecto en colaboración con el diablo.
Pekín está situado en la fértil llanura del mar. Esta llanura larga, extensa, verde,
feraz de aguas y cultivos, es como el rostro sonriente de China. Tras ella está otra
China áspera, dura, de montañas profundas que parecen no tener fin. Pekín está casi
al lado de una de esas cordilleras, que hace amena su llanura y es barrera contra el
soplo arenoso de los desiertos mongoles.
El mago arquitecto tomó esta llanura como un papel blanco y señaló un centro:
ese centro, como es lógico en todo orden jerárquico, fue el palacio imperial, extendido
de norte a sur en una serie de distintos pabellones. A este palacio hubo que rodearlo
de muros, que palacios sin protección jamás se hicieron, y surgió así, en un cuadro
central, lo que se llama la Ciudad Prohibida.
El emperador debió de examinar los muros y las altas torres que en las esquinas
muy bellamente vigilaban, y no debió de sentirse satisfecho del todo. Quería más se-
guridad. Entonces el arquitecto pensaría en otro muro protector: en el muro de los
fosos y el agua. Y así surgieron junto al palacio, fuera de su recinto, tres lagos: Pei-
hai, lago del norte; Nan-hai, lago del sur; y Chon-hai, lago del centro, conocidos
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hoy como «los tres mares». Estos lagos eran como el espejo del palacio y además
fuente de los canales: barrera de agua que bañaba los muros de la Ciudad Prohibida.
En tal estado de la inmensa fábrica arquitectónica, se pensó, no sin armonía, que
no hay corte sin cortejo ni señor sin servidores. Tomó el mago la regla de las cuadraturas
y trazó unas líneas abarcando los lagos y otros terrenos contiguos. Puso no ya muralla,
sino una tapia roja —el rojo y el amarillo eran los colores que correspondían al em-
perador—, y se trazó así otro cuadro encerrando el cuadrado menor de la Ciudad
Prohibida, la ciudad imperial donde vivían los servidores más servidores del emperador.
Mas no acaba aquí la cadena, como esas cajas que se meten unas en otras y que
los maestros chinos suelen hacer. El arquitecto pensaría, y estaba en lo cierto, que no
hay imperial dignidad sin dignidades, y entonces trazó un cuadrado mucho más am-
plio para que cupieran muchas, lo cercó con una gigantesca muralla y quedó formada
lo que se llama la ciudad tártara, donde vivían, como he dicho, las altas dignidades
de palacio.
Todo muro requiere, si no ventanas para ver, por lo menos puertas para entrar y
salir. Siguiendo este pensamiento, se abrieron en la muralla, siguiendo las reglas de
la armonía, puertas al norte, al sur, al este y al oeste para que pudieran ir y venir las
dignidades en la dirección que les placiera o tuviesen menester.
Ahora bien, puertas sin vigilancia poca seguridad tienen, aunque los portones
sean ferrados y claveteados. Y surgieron en las puertas, encima de la muralla, unas
torres inmensas de cinco pisos, con cinco tejados, que daban belleza a la sequedad
de la muralla y, sobre todo, eran vigías despiertos a todos los horizontes.
El emperador, curioso como todo humano, aunque hijo del cielo, quiso ver esta
armonía de la tierra, y al lado de su palacio, como continuándolo al norte, se hizo
construir una montaña con un mirador central y dos a cada lado, en distintos niveles,
y encerró todo en una tapia roja. Esto se llama de diversas maneras: Montaña Pinto-
resca, Montaña del Carbón, o Montaña de los Diez Mil Años. Unos dicen que está
formada con el carbón que los emperadores mongoles tenían en reserva para caso de
cerco, otros que está hecha de la tierra que se sacó al formar los lagos, otros, en fin,
dicen que era un centinela de la Ciudad Prohibida.
[40] PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
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Cuanto más emperador se es, más pompa se tiene. Y entre esa pompa figura el
ruido de músicas, cornetas, campanas y tambores. Siguiendo la línea del norte se alzó
la torre del Tambor, y a continuación, más abajo, la torre de la Campana. Cuando el
emperador salía de palacio para alguna solemnidad, redoblaba el inmenso tambor,
con vozarrón de porche, y la campana era golpeada con un hierro —que no tenía ba-
dajo—. Estas llamadas eran para que la gente se encerrase en sus casas y cerrase ven-
tanas y puertas, y no osase mirar, ni siquiera por una rendija, al hijo del cielo.
Hecha esta ciudad de ciudades, algo faltaba todavía. De emperador para abajo,
toda persona de rango necesita vivir con el rango que le pertenece. Esto se traduce en
que necesita palanquines, alfombras, trajes, zapatos, comidas, dulces, regalos, mesas,
espejos, biombos, cuadros, relojes y mil y mil necesidades del cuerpo y de los sentidos.
Aparte de que, si bien se mira, ¿quiénes son los que levantan las propias ciudades y los
palacios? Los emperadores y dignatarios no son, con sus manos limpias.
Entonces se pensó: ¡ah, pues es cierto, todo esto lo hacen los chinos! Y despecti-
vamente ordenaron: «¡Constrúyase una ciudad para los chinos!».
Y junto a un cuadrilátero surgió otro, un poco más ancho y más corto, con idén-
ticas murallas e idénticas puertas y en él se metió a los chinos, necesarios pero des-
preciables, y el recinto se llamó ciudad china, algo así como ciudad de los pelagatos
miserables.
En la ciudad china, acaso por estar al sur, se levantaron dos templos grandiosos:
el Templo del Cielo y el Templo de la Agricultura. Cada año, en las fiestas de prima-
vera, iba a ellos el emperador, por una vía imperial de graves losas, puertas y arcos
triunfales que partían en Tiananmen hasta la ciudad china. Ese día los chinos, ni que
decir tiene, no podían salir a la calle, ni aparecer ante el emperador con su aspecto
natural de chinos.
Si a este grandioso conjunto le agregamos, dentro y fuera de las murallas, un sinfín
de templos, palacios, pagodas, tumbas, arcos y demás menudos monumentos, ten-
dremos una idea de lo que es el esquema arquitectónico de la muy famosa ciudad de
Pekín.
CÉSAR M. ARCONADA [41]
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LA MONTAÑA DE LOS DIEZ MIL AÑOS
No tiene diez mil años o acaso sí, quién sabe, mas tiene muchos sin duda. Los sa-
bios, que lo saben todo, dicen que es un parque del siglo xiii.
Hasta ahora estuvo cerrado, porque antes era el mirador de los emperadores, des-
pués porque a nadie le importaba un comino abrirlo. Y solo ahora, restaurado como
todo, se le ha dicho al pueblo, como en todas partes: ¡entra, son tus posesiones! Y el
pueblo, curioso por naturaleza, ni corto ni perezoso lo ha invadido para ver la ciudad
desde el centro, de un modo panorámico, y sentirse desde la altura jubiloso de la he-
redad recién heredada.
¡Qué bien decía el tío Vicente que iba al ruido de la gente! ¡Vamos, vamos con ella!
Porque quiero ver su mirada abierta, quiero ver cómo sube erguida, pisando firme,
quiero ver su alegre sonrisa, quiero ver el huerto inestimable de su libertad. Las vieje-
citas, esas viejecitas pulcras, atildadas, de cabellos peinados con una meticulosa escru-
pulosidad, suben apoyadas en los brazos de sus hijos. Me da gusto verlos: en ninguna
parte como aquí se observa la veneración por los viejos, el cariño con que los hijos
tratan a los padres y los nietos a los abuelos. Los llevan de la mano, poco a poco, si-
guiendo sus pasos de ancianidad, pendientes de su mirada.
¡Lo que pensarán estos viejecitos al subir hasta aquí! Muchos llevan todavía los
pies mutilados, hechos pezuñas de cabra. Todos son víctimas del feroz feudalismo,
que tenía un centro bajo la belleza de estos palacios. ¡Y ahora libres, subiendo apo-
yados en los hijos, pisando por donde pisaba el emperador, cosa que antes a ningún
mortal le estaba permitida! ¡Ellos sí que verán la nueva vida como un camino de jar-
dín!
Es bellísima la vista de Pekín desde este mirador imperial. Si subís de noche veréis
el borboteo brillante de las luces perfilando el entorno de las calles y las murallas de
las distintas ciudades. La luna pone un velo misterioso en la porcelana de los tejados,
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y el mármol de los canales, parece que hila seda blanca. Los lagos, de noche, tienen
un verde profundo de lotos en primavera y se diría que podría caminarse por ellos
como por la hierba de un parque. Da un poco de miedo esta ciudad de tantos mudos
palacios. Parece que cada uno es la tumba de muchas vidas, y que todos en conjunto
son un inmenso cementerio de grandezas pasadas.
De día, la visión de la ciudad tiene otro aspecto distinto. Los tejados de los pala-
cios, de porcelana amarilla, brillan como si ardiesen, como una llama, como esos en-
cendidos trigales en agosto. El sol cabrillea en las tejas y parece que saltan esos peces
de colores, unidos en el mundo, que hay aquí en los estanques: abultados ojos y velos
de hadas agitándose continuamente.
La ciudad es alegre y festiva de colores. Infunde respeto la solemnidad de las pers-
pectivas, pero a la vez tiene algo de campesina con sus casas de un piso, los patios ce-
rrados, las calles estrechas y la profusión de árboles que salen de todos los sitios, altos,
frondosos, casi gigantes, haciendo que las casas estén, como en el campo, al lado de
los árboles, y no como en las ciudades europeas, que los árboles están pequeñitos, al
lado de las casas enormes. Y esos lagos, que de noche me parecían misteriosamente
profundos, ahora de día me creo que son los estanques de una huerta cuyas aguas
riegan bancales de fresca lechuga.
Y la luz de Pekín, ahora en verdad, es blanca, lechosa, me parece mediterránea. Y
el paisaje en torno, tan llano, tan suave, tan feraz sin ser frondoso, con familias de
árboles alrededor de las casas o de las norias, me recuerda a la huerta de Valencia.
Otra observación de altura: a diferencia de nuestras ciudades, no se destacan los
templos. En China, el templo y el palacio tienen la misma arquitectura. El templo
es un palacio más, cuando no una casita como en los pueblos. No es ostentoso, do-
minante, no amedrenta ni amenaza. Lo único que se destaca, allá al fondo, entre los
tejados grises, es la cúpula del Templo del Cielo, que es un templo pagano donde no
hay ni dioses ni santos, ni representaciones ni figuras.
Dentro de este mirador hay, sobre el pedestal, un buda grande. Solo él, mirando
al sur y a los palacios, sin culto, sin esos velitos de sándalo que forman olorosa ceniza,
sin la «jada», tela de seda, el regalo más valioso del Tíbet y que a veces tienen los
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budas en los brazos. Quien desea rezar entra en el recinto interior, se apoya en la ba-
randilla y reza. Posiblemente entrará alguna vieja a rezar. Es casi seguro. Y alguna le
agradecerá a él —que no tiene arte ni parte— la felicidad de la nueva vida.
Descendemos por una de las escalinatas. Y abajo, en el paseo, la gente rodea a un
árbol, a su vez rodeado de una valla de piedra: dicen que es una valla de castigo por-
que en este árbol se ahorcó el último emperador de la dinastía Ming. No se colgó
por gusto de columpiarse. Hubo una sublevación campesina, y las tropas de los su-
blevados se acercaban a Pekín, que luego tomaron. El emperador no quiso esperar
los acontecimientos, que tal vez le hubieran sido favorables, y se ahorcó. Claro que
los manchúes que iban a sustituir a su dinastía también avanzaban hacia Pekín. Su
situación no era fácil. Pero, en tales casos, más emperadores han sido los que han
huido que los que se han ahorcado.
Como el parque acababa de abrirse y el nombre de él no era muy familiar, la gente
conocía el sitio como el «parque donde se suicidó el emperador».
CÉSAR M. ARCONADA [45]
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LA CIUDAD PROHIBIDA
La Ciudad Prohibida solo se puede ver de paso, con ojos de curiosidad. De otro
modo sería como meterse en el fondo del mar y fijarte en cada planta rara por sepa-
rado. La gente así hace: vaga un poco por el palacio, abrumada por tantas cosas.
La curiosidad de los chinos es inmensa. Quieren verlo todo, saberlo todo. Pero
aún no están en ese período de enorgullecerse de todo cuanto de valioso han hecho
los antepasados. Se enorgullecen de ser dueños, más que de ser ricos. No es que sea
la cuestión de los museos grano de anís —el gobierno popular se preocupa de con-
servar, defender y estudiar la riqueza del pasado—, pero hay otros problemas más
importantes. Aún no existen en los museos guías capaces: los que hay son preparados
en unos meses; saben poco, y, por consiguiente, no ayudan al visitante a comprender
justamente el pasado ni a valorar los objetos que tiene ante la vista.
Dentro de la Ciudad Prohibida hay no un museo, sino muchos. Aunque en ella
todo es simétrico, como presidido por el Pabellón de la Suprema Armonía, la exten-
sión y la profusión de edificios hace complicada la visita. Como no escribo una guía,
sino mis impresiones, quiero llegar a una síntesis en las ideas.
Un palacio chino —este palacio imperial como supremo palacio— no responde
a la idea occidental de palacio: un edificio de varios pisos, grande y suntuoso. El pa-
lacio chino es una profusión de edificios que llamamos pabellones. Los pabellones
importantes, por ejemplo los del trono, se diferencian de los que son menos sobre
todo en la elevación, en el basamento. El pabellón más importante, además de ser el
mayor, como corresponde, se alza sobre distintas terrazas, en disminución, con ba-
laustradas de labrados mármoles, y a veces para llegar a la escalera hay que atravesar
puentes y canales. El emperador no subía por una vulgar escalera de peldaños; as-
cendía por una rampa de mármol donde estaban labrados los dragones, símbolo de
su poderío.
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La configuración del pabellón en sí es la misma en el que sirve de trono que, ba-
jando hasta el otro extremo, en el que habita el pobre campesino y se llama casa. Es
una sala larga y estrecha, dividida en tres partes —mayor la del centro— por unas
tallas de madera. Las puertas y los ventanales se abren, con preferencia, al mar. Y el
pabellón no tiene ventanas sino hojas que se levantan, con cuadritos no de cristales,
sino de papel de color, por donde entra la luz pero no las miradas.
La importancia de un pabellón está también en el patio que le sirve de marco, de
grandes losas, solemne, inmenso si es el del trono, pequeño si es el pabellón donde
vivía una concubina o pequeñísimo si es el que tiene la casa de un campesino. El pa-
bellón principal está encuadrado entre otros pabellones más pequeños y accesorios a
los lados, y otro, igual de grande, de frente, comunicándose así unos pabellones con
otros por las esquinas de los patios y por las puertas principales.
Y por fin, el tejado, que en los edificios chinos es la culminación de su belleza, como
en las chinas de las óperas el peinado con deslumbrantes adornos o en los generales sus go-
rros de mil pompones titilantes. Los pabellones son de madera, con brillantes columnas
rojas revestidas de laca, y estas maderas están profusamente pintadas de vivos colores, lo
cual da al pabellón abigarramiento y sensualidad oriental, como las ricas túnicas bordadas.
El refinamiento del arte chino está en el tejado, bellísimo, airoso, con movimiento
como la falda de un traje popular; tiene alas, como si fuera un pájaro multicolor;
tiene curvas de cisnes que navegasen en el cielo; son quillas de navíos de cuento. Los
tejados de los palacios imperiales son de cerámica dorada y en las esquinas de los ale-
ros se ven una tras otra cinco figurillas como duendes, más una cabeza cornuda. Fá-
bulas de antes dicen que los aleros eran así para que los malos espíritus se enredasen
en ellos. La misión de estas pequeñas fierecillas era espantarlos. Esa misma misión
dicen que cumplen los fieros leones de las entradas de las casas: la de espantar a los
malos espíritus. Decían que los tales se metían derechos, puerta adentro, y por eso a
la entrada de cada patio, frente a la puerta, hay una pequeña pared blanca, como un
biombo, para que los espíritus se den de morros en ella y no sigan adelante.
Hasta el tejado de casa campesina tiene su refinamiento. Hay casas que son de
barro, incluso el tejado, y parece que están hechas en un alfar, hay otras de tejados
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sin cobijas, otras con ellas, y muchas tienen en la cresta como dos cuernos. De cual-
quier forma que sea, el tejado está unido al edificio, forma un cuerpo con él, está
como modelado, tiene una perfección escultórica.
Y basta ya de andar por los tejados, con peligro de caernos. Descendemos. Y ya
en las losas (hay que decir que en estas losas crece en las junturas la hierba, y tienen
a veces, por encima, un húmedo verdín, que es la alfombra de la soledad y los siglos
echada sobre ellas), recorramos esta multitud de pabellones donde vivieron empera-
dores, emperatrices, príncipes, concubinas, corte y cohorte, servidos y servidores.
El trono, o el tronillo si se trata de una dignidad inferior, se alza en la parte central
del pabellón. Separados, como antes he dicho, no por tabiques, puertas o cortinas,
sino por un complicado ramaje de talla en madera, hay dos aposentos: uno a la de-
recha, lugar de recibimiento, y otro a la izquierda, donde tras unas cortinas mosqui-
teras están las duras tablas de la cama, que aun regias, duras son, con esa fresca esterilla
de la cama que sirve de sábana bajera, semejante a la que yo he tenido todo el verano
para dormir, pues sábanas y colchones no se pueden aguantar.
Dentro de estas habitaciones aparecen multitud de objetos, de utilidad o decoración,
donde está concentrada la esencia del arte chino. El pueblo chino es un maravilloso ar-
tífice, sus manos no son de hombre, sino de mago. ¡Por algo decíamos para ponderar la
dificultad, la maestría de algo que era «un trabajo chino». La gran escuela china de arte-
sanía, escuela de muchos siglos y de muchos maestros, aparece en estos maravillosos ob-
jetos de madera tallada, de cerámica, de jades y piedras preciosas, de marfil, de cristal,
de esmalte, de bordados, de plumillas de ave, de paja, objetos todos de tan costosa y per-
fecta ejecución que seguramente el artista ha dejado en ellos los años fugaces de la vida.
Es aquí donde está concentrado el gran arte chino, decorativo por excelencia, que
rodeaba de belleza al hombre, haciéndolo delicado y fino como los mismos objetos. Y
estos objetos necesitan su ambiente, la compañía de otros objetos, la convivencia de
unos espíritus que sepan comprenderlos. Por eso, cuando una de estas maravillosas obras
se aísla, se la cambia de ambiente o la cogemos con nuestras toscas manos —los chinos
suelen tener manos delicadas de artífices— y la llevamos a nuestras desnudas habitacio-
nes, pierde su esencia, se marchita, como una flor sin agua, se convierte en bibelot o bu-
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jería barata. Son objetos que requieren familia de objetos, ambiente y, alrededor, espíritus
delicados, refinados, que los comprendan y los amen. Son la poesía de las cosas, y, por
lo mismo, reclaman, alrededor, poesía.
Salimos de los pabellones, patios y corredores que separan los distintos grupos de
edificios, y entramos en un pequeño jardín. La residencia de los emperadores tenía
grandes jardines, que hoy son recreo de los trabajadores, y otros pequeños, más ínti-
mos, como antesalas floridas de las losas escuetas de los patios.
El jardín tiene, en la naturaleza, el mismo refinamiento que las salas en los pabellones.
Los sauces están recortados en forma de sombrilla, los viejos pinos tienen un retorcimiento
de dragones, las flores son delicadas y diversas, como hechas exprofeso por artífices; hay
plantas con hojas de dos colores: verde y blanco, verde y rojo; los peces de colores son de
raras especies, únicas en el mundo, según dicen; obligada en todo jardín, la montañita
artificial, con mirador en la cima; hay grutas húmedas y prominencias de piedra con ca-
minitos tortuosos, hay monumentos en las rocas horadadas del mar, de caprichosa forma,
hay fuentes, canales, puertecillos, cuevas, aguas tapizadas de lotos, y por todas las riberas,
maravillosos sauces que inclinan sus cabellos de tierno verde primaveral.
Y todo esto —perspectivas, pabellones, tejados, colores, jardines, patios, armonía y
delicadeza, intimidad y grandiosidad—, todo esto es lo que hace maravilloso y único
este palacio-ciudad o esta ciudad-palacio, que de ambos modos puede denominarse.
El sol de oro refulge en el oro cerámico de los tejados, las columnas rojas parecen fuego,
los vivos dibujos de la complicada madería semejan fantásticos tatuajes, las agua duermen
en los canales como si fueran amantes de los mármoles y estuvieran entre sus brazos…
Y todo esto zumba como un sueño extraño, como la narración de una bellísima
leyenda.
Y al final, cuando uno se despierta y su figura vuelve a tomar parte humana,
cuando con los propios pies sale uno de este recinto de la perfecta armonía, de la su-
prema delicadeza, del gusto y el refinamiento, piensa no en el placer de los que todo
esto gozaron, sino en la maestría, en el arte de los que todo esto hicieron.
En la sombra quedan los emperadores, y se alza, en su grandeza y sabiduría crea-
tiva, el pueblo.
[50] PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
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VARIAS HORAS EN UNA FÁBRICA
Como Pekín no es una ciudad industrial no se apresuran a ponerte en contacto con
la clase obrera.
—Los progresos industriales los verá usted en el noreste —te dicen.
Pero a casi todos los huéspedes les enseñan lo que en la industria es característico
del nuevo Pekín: una de sus fábricas textiles, bien sea la primera, bien sea la segunda,
que así, por la numeración, se las distingue.
Nosotros vamos camino de la segunda. Atravesamos las murallas por la Puerta
del Este y salimos a una carretera, que pienso es calle vieja, luego se transforma en
calle y campo con edificios nuevos de viviendas, y más allá la carretera se abre paso
por entre los altos maizales, de tan lanzudos ya inclinados, que van camino de la
vejez del otoño.
Nos detenemos en ese límite en que la ciudad suele decir al campo: ¡basta, no
puedo correr más, aquí descanso por ahora!
Entramos en un recinto: ¡otra vez obras y más obras! Todo tiene el aspecto de lo-
cura que dan las construcciones: carros que van y vienen, andamios, roderas por los
caminos, barro, montones de ladrillos. Al fondo se ve la fábrica, recién acabada, con
una fachada que parece la de un ministerio. Detrás se ven las cristaleras de las naves,
y contiguos, unos largos esqueletos de cemento que son, según parece, nuevas naves
en construcción.
Dentro, todo está tan nuevo y tan limpio que da reparo hasta pisar. Nos enseñan
primero las dependencias accesorias: el salón de reuniones, los baños, las duchas, los
armarios para que las obreras se cambien de ropa… Después entramos en la fábrica.
En realidad, los simples mortales no sabemos cómo se hacen las cosas, y muy mal,
porque es muy interesante ver cómo las cosas se hacen. Llevamos traje, zapatos, som-
brero, calcetines, reloj, estamos rodeados de muebles, libros, yeso de paredes, piedras,
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[52] PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
cemento, cristales, utilizamos desde el cuchillo hasta el aparato de radio, tomamos
tranvías, trenes, aviones. En fin, somos fieles amigos de miles y miles de cosas que la
sabiduría del hombre ha inventado y que la destreza obrera ejecuta. ¡Y las conocemos
tan acabadas, sabemos tan poco de cómo se hacen, del esfuerzo que cuestan, de las
atenciones y desvelos que llevan en sí! No sé si a ustedes les sucede lo mismo, pero
yo a veces tomo en las manos un objeto insignificante, lo miro y lo remiro, y exclamo:
¡cómo quisiera conocer tu biografía!
Y así sucede que cuando vamos a uno de estos lugares donde se hacen las cosas
—lugares que solo conocemos por haberlos mirado por las ventanas, al pasar deprisa
por una calle de los arrabales—, todo nos asombra, como a los niños; las máquinas
nos parecen seres inteligentes, y los obreros, sabios más sabios que los mismos sabios.
Traigo a colación este pequeño desahogo divagativo porque se me vino a la mente
al visitar esta fábrica tan nueva, tan bien montada, tan espaciosa, tan cómoda. Los
chinos están orgullosos de ella, y es natural, porque es una fábrica modelo, con má-
quinas chinas y montadas por ellos. Como nueva, aún no rinde cuanto podría, aún
no trabajan en tornos, probablemente habrá sus más y sus menos en las reuniones
de producción. Pero esto es nada: baches de camino nuevo. Y muy bien que estén
orgullosos de lo que ellos tienen y de lo que ellos hacen.
Y los trabajadores, orgullosos de trabajar en una fábrica así: sin amos japoneses
—casi todas las fábricas textiles pertenecían antes a los japoneses—, ni de ningún
país, ni siquiera del propio, delante de unas máquinas acabadas de hacer, que en la
marca tienen caracteres chinos y no extranjeros, en unas condiciones higiénicas y de
seguridad que más no sé si caben.
Resulta por demás curioso y ameno pasearse cómodamente por entre las má-
quinas: no hay polvo, los respiradores se lo llevan. La ventilación es perfecta. En
algunos talleres donde la atmósfera se seca se produce artificialmente la humedad.
Todas las máquinas que ofrecen algún peligro, en caso de que quien las maneja se
descuide, tienen suplementos de protección. Los talleres son claros, con luz indi-
recta, el suelo de linóleo, limpio. Y de una fila a otra de máquinas caben seis per-
sonas cogidas del brazo.
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Es interesante, si bien se observa, el trabajo mecánico de las obreras, el trabajo
humano de las máquinas. La obrera, que maneja con una rapidez asombrosa los hilos,
tiene algo de máquina, y la máquina, que mueve con un ritmo perfecto sus mecanis-
mos y palancas, tiene mucho de obrera.
Taller por taller, vamos viendo las diversas operaciones para transformar la materia
en material. Y si de un taller a otro se trunca la sucesión, me defraudo y digo a la se-
cretaria de la fábrica, nuestra acompañante, que, por favor, nos enlace la cadena de
procesos. Y así vemos desde que la lana entra en el lavado y la carda hasta que la úl-
tima máquina dobla las piezas de tela ya acabadas.
Ahora se me ocurre que siguiendo el hilo de esta tela podría hablar de los vestidos
y vestimentas que con ella se hacen los chinos y las chinas. Pero no, basta, ya he ras-
cado bastante el violín. Quédese para otro día, y oigamos lo que nos dicen sobre la
fábrica.
La secretaria nos explica que solo hace dos meses que la fábrica ha empezado a
producir. Tiene 95.700 husos y 2.040 máquinas. Fabricará al día, cuando esté a pleno
rendimiento, 6.000 piezas de 36 metros. Es decir que a una ciudad de 72.000 almas
podría regalar la fábrica un traje diario a cada uno. Trabajan 1.500 hombres y 1.600
mujeres. Todo el personal ha acabado la escuela primaria y algunos parte de la se-
cundaria. En otra ciudad tiene la fábrica una escuela técnica. Allí estudian medio
año o un año, y después de esta preparación comienzan a trabajar. Cada máquina
tiene 400 husos, y una obrera atiende máquina y media, es decir, 600 husos. Los
sueldos varían, naturalmente; el menor es de 30 yuanes al mes, y el más elevado, de
más de 60.
Otra mujer de más edad, representante de los sindicatos, nos habla del trabajo de
su sector. Dice que los sindicatos se han creado en la fábrica no hace mucho, en una
reunión general. El sindicato tiene diversos comités: organización, condiciones de
trabajo, condiciones de seguridad, comité femenino, de producción, de finanzas y
de agitación. Además, cada taller tiene su comité interior. Cada día se lee el periódico
colectivamente, por grupos. La fábrica tiene una escuela media, con mil alumnos.
Tiene su jardín de infancia.
CÉSAR M. ARCONADA [53]
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Una muchacha muy joven, tímida, con cara inteligente, es la representante de la
juventud. Dice que pertenecen a la juventud 900 obreros y obreras, y que una de sus
tareas es ayudar a los camaradas retrasados que tienen dificultades bien en el trabajo,
bien en el estudio. Celebran reuniones, discuten películas, libros o los artículos de
los periódicos. Funcionan adjuntos al club diversos círculos de aficionados en los
cuales toma parte especialmente la juventud. Estos círculos los dirigen artistas pro-
fesionales. Tienen círculos de ópera clásica, de canciones y bailes, de música. También
hay equipos de deporte.
Y no queremos molestar más, que ya hemos estado varias horas en esta nueva fá-
brica-palacio husmeando de aquí para allá. ¡Muchas gracias, camaradas!
¡Que vuestro orgullo de tener máquinas chinas y fábrica modelo no sea simple-
mente vanagloria, sino estímulo de trabajo!
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EL TEMPLO DEL CIELO
Se considera al Templo del Cielo el segundo monumento artístico de Pekín. Pri-
mero el palacio imperial, después el Templo del Cielo.
No se sabe quién fue el poeta arquitecto que concibió este clásico poema de es-
tricto ritmo matemático y, a la vez, de aérea fantasía y grandiosa composición. No se
sabe quién fue. ¿Y qué más da? Ha sido el pueblo. Toda la belleza la ha creado el pue-
blo, el más genial poeta de los poetas. Y así, esta obra maravillosa podemos decir que
la ha creado el pueblo chino, lo mismo que tantas otras que le han dado en la dinastía
de los siglos fama de genial creador.
Lo mismo que aquí un palacio no es un palacio, sino una ciudad de palacios, así
un templo tampoco corresponde a la idea que nosotros tenemos de los templos. Es
todo un conjunto arquitectónico, todo un poema, dividido en estancias, encerrado
en un muro que tiene de largo seis mil cuatrocientos metros.
Está situado al sur —la nigromancia china siempre descifraba el sur—, en la ciu-
dad exterior o ciudad china. Fue construido en 1421, durante el reinado de Yong
Le, el emperador de la dinastía de los Ming que abandonando sus loas aborígenes
hizo de Pekín la corte, siguiendo la tradición de la dinastía mongola.
El culto del cielo debe encontrarse en China en la más lejana antigüedad. Las re-
ligiones posteriores nacidas en la edad histórica no destruyeron del todo ese culto, y
como una supervivencia ritual de él quedaron en el ceremonial de la corte diversas
fiestas panteístas, complicadas y misteriosas, con sacrificios y oraciones que se cele-
braban en distintas épocas del año.
Este recinto, conocido con el nombre general de Templo del Cielo, comprende
en verdad dos templos, donde se celebraban distintas fiestas en distinta épocas del
año. Estos dos templos son: el «templo donde se implora al cielo por la buena cose-
cha» y el «altar del cielo».
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En las fiestas de Año Nuevo y primavera, que coincidían con nuestro mes de fe-
brero, se abrían las puertas de Tiananmen y por un camino sagrado de grandes losas
salía el emperador hacia el sur, al Templo del Cielo. Dicen que el emperador, sentado
en su trono y abiertos todos los portones de torres y murallas, podía ver cuando qui-
siera este largo y recto camino, que en la arquitectura de la ciudad era como un eje
sustentador del equilibrio. Y ahora salía por él, cruzaba la muralla poderosa y mar-
chaba con su corte, en línea recta y solemne hacia el templo consagrado al cielo. En
la torre de la Campana y en la del Tambor, al lado opuesto, es decir, detrás, al norte,
retumbaban el porche y el metal indicando a la gente que se recogiera en sus casas
porque el «hijo del cielo», a quien no podían ver, iba al templo a rezar para que su
padre, el Cielo, diera a sus súbditos cosecha próspera.
Es impresionante la belleza y armonía de este templo, que se eleva sobre las terra-
zas de piedra y mármol, como queriéndose alzar al cielo. El camino enlosado, la gran
llanura, el paisaje en torno, las perspectivas y los detalles, todo está estudiado para
que destaque sobre el azul del cielo este bellísimo templo redondo, de tres tejados
superpuestos, con tejas azules de cerámica que brillan al sol, como las aguas de un
mágico lago.
Tan solemne es el ritmo de esta arquitectura que uno, para no estropearlo, busca
el centro de todo a fin de caminar por él. Pero al mismo tiempo, en contraste con la
severidad de las reglas, el color y la forma destruyen esa severidad y surge la armonía
de las contraposiciones que es tan corriente en el arte chino.
Comparaba yo, camino del templo, este pequeño edificio de abalorio con nuestra
mole inmensa de El Escorial, construido un siglo después. Allí, como aquí, también
la simetría es rígida, también las amplitudes y las perspectivas forman la base estruc-
tural del poema, también lo circundante, el fondo de naturaleza, se ha estudiado e
incluido en el conjunto de la composición y la armonía. Y sin embargo, partiendo de
principios idénticos, qué divergencia entre el pardo sayal y la recómoda túnica, entre
lo austero y lo jubiloso, entre la impresión por la oscuridad y la impresión por el color,
entre las líneas pesadas y las líneas aéreas, entre la piedra berroqueña y pesada y la fra-
gilidad de porcelanas, lacas y mármol. El templo de El Escorial está más cerca de la
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profundidad del purgatorio que del júbilo del paraíso, y al revés, el Templo del Cielo
está más cerca del cielo —de ese cielo de las leyendas chinas adonde fueron personas
de la tierra que a veces bajan a ella para vivir como mortales— que de las tenebrosas
sombras del purgatorio.
Los templos budistas, aparte de las pagodas, que no son templos sino torres, si-
guen la arquitectura de los palacios. Y este templo, en cambio, se aparta de ese ca-
mino, influenciado, sin duda, por la misma divinidad, el cielo al que está consagrado.
Por eso la redondez, la elevación, la ligereza y el color azul de sus tejados son obligadas
premisas de su estructura.
Como en las antiguas construcciones chinas, las paredes son de madera y no tie-
nen una función sustentadora; la base es, en primer término, la alta terraza escalonada
con los mármoles primorosamente labrados, y después, sobre ella, las grandes co-
lumnas también de madera, que suelen ser troncos de grandes árboles, laqueados en
rojo. Estas columnas sustentan todo el edificio, de tres superpuestos tejados.
En el interior de este templo no hay ni dioses, ni santos, ni representación alguna.
Hay, simplemente, un trono, en el centro de un retablo tallado, donde se sentaba el
«hijo del cielo», y a los lados otros asientos para los príncipes y familiares. Cuatro co-
lumnas centrales, rojas con ornamentos dorados, representan las cuatro estaciones
del año. Doce columnas de menor tamaño simbolizan los doce meses del año, y otras
doce columnas, en la línea de la pared exterior, representan las doce horas del día.
Sobre el blanco mármol de las terrazas se eleva una sinfonía inusitada de vivos
colores: azul, verde, rojo, dorado, que forman unidad con el paisaje verde y el cielo
alto y profundo. Parece un templo puesto por el cielo mismo en un recamado pedestal
de mármoles.
Dentro del inmenso recinto, pero formando otro grupo arquitectónico diferente,
separado uno de otro por tapias interiores, se eleva el segundo templo: el «altar del
cielo».
A este templo venía el emperador al comienzo del solsticio de invierno a ponerse
en comunicación espiritual con su padre el Cielo, darle cuenta de sus actos y recibir
la divinidad de su gracia.
CÉSAR M. ARCONADA [57]
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Este templo también es redondo, simbolizando el cielo, sobre una terraza, aunque
con balaustrada de mármol y menos columnas. Tiene un solo tejado, grácil como
una sombrilla, y las tejas de cerámica son azules.
Otro de los símbolos del cielo es una gran terraza abierta, de mármoles y piedras,
que forma parte del conjunto de los templos. Es la terraza de los sacrificios y como
otro templo cuya cúpula fuera el propio cielo… La idea panteísta del cielo como
poder parece tener expresión más directa en esta terraza, en este templo natural,
donde la comunicación de hijo a padre no era interceptada por ninguna interposición
terrena.
Son curiosos los efectos acústicos que producen las matemáticas de una arquitec-
tura tan rigurosa. En el patio del templo hay tres losas que son, según dicen, el eje
de todo el conjunto. Le hacen a uno ponerse sobre la primera y dar una palmada, y
el eco repite una palmada. Avanza uno hasta la losa inmediata, y da una palmada: el
eco repite dos. Se coloca uno sobre la tercera losa, da otra palmada y el eco repite
tres golpes.
Otro fenómeno curioso de acústica se produce en la tapia de ladrillo, también
circular, que rodea el templo. Una persona se pone de cara a la tapia y comienza a
hablar bajito, casi bisbiseando, como si rezase, y otra persona, al lado contrario, tam-
bién colocada cerca de la tapia, oye perfectamente lo que aquella dice. Todos los vi-
sitantes utilizamos este antiguo teléfono natural para decir cuatro insulsas palabras,
las primeras que se nos ocurren, pero cuentan, y seguramente es verdad, que este te-
léfono inalámbrico sirve para algo más que para decir tonterías. En Pekín hay, como
en todas partes, novios tímidos que no se atreven a confesar a la amada los senti-
mientos de su corazón. Entonces, un día, vienen de visita al templo; él se coloca a
un lado de la pared circular, ella a otro. Y muy bajito transmite a su novia las hermosas
palabras, también eje de su construcción: ¡te amo! Y a la salida del templo, ya han
acordado, a menudo, la fecha de su boda.
En el recinto del Templo del Cielo hay también muchos edificios auxiliares, el
palacio de los músicos, la cámara donde el emperador se vestía, las cocinas donde se
preparaba comida de abstinencia, el local de los animales del sacrificio, el sitio de los
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gusanos de seda… Y extensos parques con añejos pinos, algunos de cuatrocientos
años, que tienen formas extrañas.
Este hermoso monumento de la arquitectura china fue en un tiempo, cuando
la guerra de los bóxers, hablando más en plata, durante una de las intervenciones
extranjeras contra los patriotas chinos, cuartel de las tropas inglesas. Después,
completamente abandonado, fue durante mucho tiempo campo de polo, donde los
extranjeros de Pekín venían a divertirse.
Ni que decir tiene: es hoy cuando este poema arquitectónico resuena más hermoso
y canta un himno de grandeza, armonía e inspiración al maestro genial que le dio
forma.
CÉSAR M. ARCONADA [59]
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UN DÍA DE VERANO EN EL PALACIO DE VERANO
Como para descansar el espíritu de la rigidez simétrica del palacio imperial, los
soberanos de las dos últimas dinastías —los Ming y los Ching— crearon esta resi-
dencia de verano, en los alrededores de Pekín.
En el palacio imperial, los jardines equivalen a un verde complemento de piedras,
mármoles y tejados de oro. Por el contrario, aquí, en la residencia veraniega de los
emperadores, los edificios son un complemento arquitectural de la naturaleza.
El paraje es en verdad bellísimo, como esos sitios predilectos de las leyendas chinas
donde descienden los espíritus que moran en el cielo a urdir, cual si fueran mortales,
una intriga de amor. El palacio solo dista de Pekín diez kilómetros. Los domingos,
sobre todo, mucha gente toma sus bicicletas o los autobuses y se va a pasar el día en
los jardines del palacio: pasea en barca, se baña, ve las obras artísticas que en los pa-
bellones se conservan, sube si quiere a lo alto y contempla el paisaje, se sienta junto
a los estanques de lotos, hace fotografías en las puertas redondas, entra en el barco
de piedra, pasea por las galerías descubiertas, come en los restaurantes del malecón,
y al anochecer regresa a Pekín.
En los días de verano vienen especialmente familias y excursionistas. Ambos gru-
pos me admiran. Me admira la virtuosidad de estas familias que seguramente son
como uno se las imagina viéndolas aquí en el parque: compenetradas, cariñosas, sen-
cillas, limpias, honestas. De las virtudes tradicionales se ha desprendido hoy la cáscara
rijosa de las relaciones feudales, y de este modo, las virtudes antiguas se han acrisolado
con la camaradería fluyente de la nueva vida.
Los excursionistas también conmueven como un fenómeno nuevo, como la ex-
presión de la nueva camaradería. Son jóvenes, trabajadores de una misma institución
o de una misma fábrica. Van juntos hombre y mujeres, muchachos y muchachas, jó-
venes y viejos. Se nota, al verlos, frescura de relaciones, camaradería y sencillez. No
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veréis en estos grupos nada agrio, discordante. Hay mucha gente, y nadie es notado
ni nadie estorba a nadie.
Otra observación dominical: no veréis por ninguna parte una mota de papel tirada
en el suelo. Hay una pulcra limpieza en todo: en las blusas de las muchachas, en los
trajes de los hombres, en las túnicas de las viejas, en los peinados, en los trajecitos de
los niños… Y esta pulcritud en la gente se transmite también al parque, donde nadie
tira en el suelo ni una cerilla, donde los niños van a los recipientes a echar los restos
del helado, donde, con una corrección ejemplar, nadie pisa por donde no debe y
todo el mundo observa unas normas de cívica urbanidad que son escuela de muchos
siglos de cultura.
Ir un día de verano al Palacio de Verano es como buscarle al verano de Pekín un
oasis, como echarse siestas reclinado en la almohadilla de una montaña, o como salir
de una fragua y refrescarse en una fuente.
De las montañas del oeste avanza hacia la llanura un pequeño espigón en cuya
falda, como un regazo de gasa, se extiende un ancho lago. Este espigón, en el poético
lenguaje chino, se llama «Montaña de los Diez Mil Años de Longevidad». Reclinado
en esta montaña, aprovechando su configuración con una maestría sin igual, ha sur-
gido el palacio. Impresiona cuando se ve por primera vez este conjunto arquitectónico
en consonancia con una naturaleza maravillosa. De nuevo, aquí lo artificial y lo na-
tural forman un acorde, están enlazados, después de un meticuloso estudio, por el
genio chino de la armonía, que es capaz de hacer milagros.
Probablemente lo primero en aparecer sería el templo de las nubes, o de los diez
mil budas, en lo alto, y desde allí hacia abajo surgió la construcción en piedra donde
se asienta la torre o mirador principal, que, escalonándose en pabellones, baja hasta
los arcos junto al lago.
Pero esta vez lo mismo: no es un palacio, sino un conjunto de palacios. Y tampoco
de palacios solamente, sino de torres, de miradores, de pabellones, de templos, de
jardines, de pagodas, de lagos, de ríos, de islas, de tumbas, de kioscos, de puentes, de
galerías, de malecones, de balaustradas de mármol… Es el poema estival y florido
donde cada cosa o paraje tiene una denominación poética: monasterio de la reunión
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de las nubes, kiosco de las flores, jardín de la armonía en el placer, torre del dios de
la literatura, claras riberas y bancos en el mar tranquilo, en el mar de la perfecta sa-
biduría, vestíbulo de vejez feliz, torre de la vida perpetua y pura…
Hay aquí mucho de los esplendores decadentes de la última dinastía, que, cada
vez más odiada por el pueblo, se rodeaba de una vida falsa y lujosa en el aislamiento
de la naturaleza. En el palacio imperial de Pekín se ve el poder del imperio, aquí su
decadencia. Allí se refleja el auge de la dinastía de los Ming, aquí el ocaso de la di-
nastía de los Ching.
A finales del siglo pasado, la emperadora Tsu Si, a los sesenta años, decidió retirarse
del ruido mundanal y vivir en este palacio. Lo embelleció, acumuló riquezas, trasladó
aquí la corte como un cisne que busca el paisaje más bello para morir, y como mujer,
aunque emperadora, se cubrió los ojos con un abanico perfumado de sándalo para
no ver lo que pasaba en su reino. Dicen que pidió un empréstito de veinticuatro mi-
llones para construir una flota que luchase contra la flota japonesa, y se gastó el dinero
en este palacio: construyó un barco de piedra, en el lago, bello para el solaz pero
inútil para la guerra.
A los muertos no se les piden cuentas. Este suceso trágico en su vida, hoy es una
anécdota. Incluso la misma emperatriz es una anécdota. Pero en cambio lo sustancial
es el talento creador de los maestros que nos legaron todas estas bellezas. El dinero
era del pueblo, robado al pueblo y malversado en contra de los intereses del pueblo.
Pero el aliento creador del pueblo hizo de la malversación una obra de arte. Y se per-
dió —qué más da— el honor de la emperadora, pero se acrecentó la genialidad del
pueblo artista.
En este día bochornoso de verano, es bello subir hasta la cumbre por las escaleras
de los distintos cuerpos del conjunto central, hasta la capilla de los budas. Es fatigoso
tal vez, pero la gente sube para recrear la vista en el bellísimo paisaje. Abajo, entre los
árboles, centellea el sol en la porcelana amarilla de los tejados; de frente, el lago como
un jirón del alto cielo luminoso que se hubiera caído allí para servir de alfombra a la
montaña. Sobre el agua, entre la orilla y la isla de Lu Van Tao, se refleja el puente de
los diecisiete arcos: parece un dragón que quisiera penetrar en la isla saltando sobre
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el agua. A la derecha, en otro espigón, como un faro, la pagoda de la Fuente de Jade,
de tostada cerámica, con las campanillas tintineantes de las esquinas de los tejadillos.
Más al fondo, las dentadas cumbres de la cordillera, como caravanas de camellos que
van a los desiertos mongoles. Y a la izquierda, en la llanura frutecida, Pekín bajo los
árboles y los cantos de las cigarras, unido al paisaje, como un hijo, con murallas y
todo, que a distancia parecen las tapias de un huerto colmenero.
Es un cuadro para ser dibujado con dulces tonos en un abanico y que un poeta
famoso le pusiera unos versos…
Bajar las escaleras, desde la cumbre al lago, es más fácil que subirlas desde el lago
a la cumbre. Pero es más agradable volver entre los pinos por los senderos, detenién-
dose a descansar en los miradores que uno encuentra, distribuidos a propósito por
las cimas. Si uno se coloca de espaldas al lago, el paisaje es no menos bello: más
adusto, más montañoso, pero también transparente como una porcelana. Por todas
partes parecen crecer pagodas, como espigados lirios, y por los declives de las mon-
tañas, tribus de templos abandonados y tumbas bajo una tortuga, símbolo de la lon-
gevidad, con una piedra encima donde hay una inscripción que marca la vida del
mandarín enterrado.
Atardece. Hay que volver a la ciudad, y sin embargo uno se resiste al regreso como
si estuviese soñando con un paisaje encantado y no quisiera despertarse. Y solo acepta
con docilidad el retorno cuando una palabra surge: ¡volver!
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UN DRAGÓN DE CINCO MIL KILÓMETROS
No sé si he dicho que como llanero que soy me gustan las montañas y lo que tienen
de exorbitante monstruosidad.
Siempre que salgo de Pekín veo, al fondo, como una decoración, las montañas
del oeste, igual que se ve en Madrid, aunque más lejos, la sierra de Guadarrama.
Y hoy, por fin, voy contento: caminamos hacia ellas, casi a cruzarlas.
Sus primeros indicios aparecen en mensaje de riachuelos fogosos que van haciendo
cantar a las aguas entre el pedrisco. Después de ver tantos ríos de arcilloso barro,
donde ni los pies puede uno mojarse, agrado produce ver la linfa tan pura, que podría
servir de recreo a las náyades.
Así, un poco desde lejos, las montañas parecen otras murallas de Pekín que la na-
turaleza ha levantado. Uno mira: ¿dónde tendrá las puertas de entrada? Porque tan
cerradas están, apretándose unas a otras, que parece imposible franquearlas si no es
por agujero de topo, o hacia arriba por vuelo de ave.
Pero resulta que era un error de lejanía. Sí, tienen acceso: hay un portón abierto,
por donde sale al llano un río, y por él entran dos intrusos que se aprovechan de que
el portón esté abierto, el ferrocarril y la carretera. Y durante todo el camino van juntos
río, ferrocarril y carretera, por un estrecho corredor, turnándose, cruzándose, cuándo
a una mano, cuándo a otra. Y arriba, las empinadas montañas viéndonos como gi-
gantes a las hormigas.
Las montañas chinas son bellísimas de forma, pero desnudas, con un verde ralo,
sin árboles, sin que casi nadie las pueble, y temibles por la profundidad que tienen,
como si fueran juntas varias cordilleras no en fila, sino en rebaño.
Vamos por la ruta de un viejo paso, antigua comunicación entre Mongolia y
los valles chinos, entre el desierto y la feracidad. Que el desierto está a un hálito
de aquí bien se ve, porque nos encontramos con una pequeña caravana de came-
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llos, animales pacientes, de color de arena y como hechos para ambular por las
arenas.
Y al fin, después de trepar y rastrear por el lomo de las montañas, he aquí ante
los ojos: ¡el dragón de cinco mil kilómetros, la Gran Muralla china!
Viene bajando de las altísimas cumbres, llega al valle, donde a través de unas puer-
tas la atraviesa el camino, y otra vez trepa a las cúspides, como si tuviera amoríos con
las nubes y las nieblas y todos los templos.
Estamos ante una de las obras más grandiosas del mundo antiguo. Este enorme
muro se extiende al norte de China, de occidente a oriente, desde la profundidad del
país hasta el mar, cerrando el paso a las tribus nómadas, codiciosas del botín que la
rica civilización china había acumulado en las llanuras y los valles del sur, donde el
clima era templado y la tierra fértil.
Las murallas tienen su origen en los independientes reinos del norte, que siempre
estaban a la brega con los nómadas invasores, pero fue el primer emperador, Tsin Shi
Huan, que unificó dos de los reinos quien mandó construir, a partir de las antiguas
murallas, una nueva que defendiera sus vastos territorios.
Esto aconteció en el año 221 antes de nuestra era. Esta ingente obra duró diez
años. Aseguran que un lugarteniente, Meng Tian, empleó trescientos mil soldados
para construirla.
Como el refrán dice que donde quiera que fueres haz lo que vieres, pues yo lo
digo. Todos los días vienen de Pekín excursionistas a ver la muralla. Hoy también, a
pesar de que es día de nubes bajas y amenaza lluvia: hay muchos estudiantes.
Trepan por la muralla, y trepamos nosotros con un camarada búlgaro, pintor. Llegan
a su fortín, y nosotros llegamos. Suben a otros más altos y subimos, aunque nuestras eda-
des no son de correr y trepar. Pero ¿adónde vamos? —reflexiona cada uno—. ¿A recorrer
por lo alto de la muralla los cinco mil kilómetros, en pos de la cumbre, coronada por un
fortín? Y si subieras a ella, encontrarías otra y otra, y más allá otra. Se impone la reflexión,
y después de hacer fotografías y airear los pulmones, descendemos al punto de partida.
Desde lo alto uno se imagina batallas con hunos y mongoles queriendo atravesar
con su loca caballería esta barrera de ladrillos, piedra y tierra. La muralla tiene sesenta
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y seis metros de alto. Su anchura es, en la parte baja, de seis metros y medio, y en la
parte alta, un metro menos. Lo mismo que las de Pekín, puede decirse que son mu-
rallas rellenas de tierra. Cada ciento veinte metros hay una casamata, donde los de-
fensores se resguardaban, y cada diez kilómetros unas torres vigía: en caso de alarma
encendían allí hogueras.
Algunos dicen que la historia desmiente la eficacia de la Gran Muralla: a pesar de
ella, los mongoles y los manchúes invadieron el país. Aunque es así, en las primeras
edades de China la Gran Muralla tuvo que tener gran importancia defensiva, evitando
las sucesivas invasiones de pueblos que vivían montados a caballo, y por lo tanto in-
quietos y briosos.
Aparte de si fue o no eficaz como máquina defensiva —y allá los historiadores
con sus ideas—, uno la mira como un monumento grandioso del pueblo chino. ¡Qué
de sangre, de esfuerzo, de vidas no habrá costado esta obra gigantesca! Ahí está el
genio del pueblo y su dolor, su esfuerzo y su dolor: alegrías y afanes de muchos años,
sueños y canciones de muchos días.
¡Quién sabe, a lo mejor fue aquí donde vino a llorar, según la leyenda, Miu Tsian-nui!
¡Acaso más arriba, al norte de Yenán, donde hay unas fuentes que, según dicen, nacieron
de sus lágrimas! Lo cierto es que en alguna parte de la Gran Muralla lloró Miu Tsian-nui…
... Cuando al emperador Tsin Shi Huan se le ocurrió defender la paz de sus reinos
con una muralla, pensó en los hombres que habían de construirla. Pero hombres
tenía muchos el emperador: hizo una leva y se llevó a trescientos mil. ¿Qué le im-
portaba al emperador el llanto de las esposas y las madres, qué le importaban los su-
frimientos de los que habían de arrastrar las piedras al hombro hasta las cumbres?
Vivía en los reinos del emperador un hombre llamado Ban Si-lian. Era pobre, y
por eso se lo llevaron a construir la Gran Muralla, de la que lenguas corrían que iba
a ser como un dragón de miles de lis. Se lo llevaron a pesar de que no quería, porque,
pobre y todo, era feliz: tenía una mujer bella y joven que se llamaba Miu Tsian-nui.
Triste quedó la pobre Miu Tsian-nui cuando se fue su marido, a quien tanto
amaba. Triste la cara, triste el corazón. Miraba a un lado: solo recuerdos de él; miraba
a otro, más recuerdos.
CÉSAR M. ARCONADA [67]
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Pasaban los días, y ella tan sola, tan sola… Llegó la primavera, florecieron las
rosas, brotaron los árboles, se cubrió la tierra de una alfombra verde. Y ella tan sola,
tan sola… Y cantaba:
La golondrina hace el nido,
marzo se llena de rosas;
todo sonríe de amores,
y yo siempre triste y sola…
Llegó el otoño, se cayeron las hojas, y no llegaban noticias de su marido. Sintió
inquietud por la suerte de su amado. Preguntó hacia qué parte caía la Gran Muralla
que levantaban, y le dijeron que al norte, donde eternamente zumba el viento helado.
Entonces preparó para el marido ropa de invierno y botas fuertes. ¿Pero quién le lle-
varía esas prendas? Tan lejos, allá al norte, donde zumba el viento helado. Pero el
amor todo lo puede, para él no hay distancias: ella misma decidió ir a llevárselo.
Era un día de otoño, frío y oscuro, cuando Miu Tsian-nui salió al camino y em-
prendió la marcha. Caían las hojas de los árboles, pardos estaban los rastrojos, y sola
caminaba y caminaba la joven esposa. Era la primera vez que dejaba su casa querida.
Las buenas gentes le indicaban el camino, y ella seguía adelante, adelante…
Un día, por la tarde, cuando ya las fuerzas le faltaban encontró un pequeño tem-
plo que se alzaba entre una arboleda. Se echó en tierra, cansada, y enseguida se quedó
profundamente dormida. Sueña. Tiene un sueño pavoroso. Le parece que su marido,
con los brazos en alto, corre a su encuentro. Ya estaba cerca, cerca, casi a punto de
abrazarla. Le late el corazón de felicidad…, y de súbito él le dice que hace tiempo
que ha muerto. La pobre mujer, llena de espanto, da un grito y se despierta. La noche
en torno. Sola. Recoge sus bártulos, recupera fuerzas, y otra vez a caminar, hacia el
norte, a donde dicen que están levantando la Gran Muralla.
Pasaban los días, no tenía fin el camino. Una vez Miu Tsian-nui llegó a una casita
en el paso de unas montañas. Extrañada el ama de la casa del aspecto de la mujer ca-
minante, le preguntó:
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—¿Adónde vas de camino, hija mía?
—Voy a la Gran Muralla.
—¡Oh, está tan lejos!... Altas montañas y ríos rápidos cortarán tu camino. ¿Podrás
tú, débil mujer, traspasar esos obstáculos?
Y entonces Miu Tsian-nui cuenta su pena a la vieja mujer. Le dice que lleva al
marido amado ropa de abrigo, y que no habrá nada en el mundo que pueda detener
sus pasos hasta que lo encuentre.
Las sinceras palabras conmueven a la vieja, y al día siguiente por la mañana, ella
misma acompañó a la mujer hasta lejos, y al despedirse le dio un abrazo muy fuerte.
Y caminó, caminó Miu Tsian-nui por un estrecho valle que las altas montañas
hacían oscuro. Las nubes cubrían el cielo. Corría un viento frío. Anduvo mucho
tiempo por el valle sin encontrar una casa. Alrededor, siempre piedras y piedras. La
oscuridad ocultó el camino. La pobre mujer no sabía por dónde ir. De pronto, al-
zando la vista a las montañas, vio un río. «¿Hacía dónde corre? —piensa—. Aquí
voy a hacer noche», y se echó en unas matas. Hambrienta y helada, Miu Tsian-nui
recuerda al pobre marido que tal vez esté sufriendo del frío de las montañas.
Al despertarse por la mañana, no creía en lo que sus ojos estaban viendo: todo
alrededor apareció nevado, y hasta su mismo vestido lo cubría la nieve. ¿Cómo
marchar ahora? Entonces, Miu Tsian-nui se fijó en un cuervo negro. Graznó
dos veces el cuervo y levantó el vuelo. Otra vez, voló sobre ella, se posó y graznó
dos veces. «Me dice que vaya tras él —piensa—: Al fin hay un ser que quiere
alegrarme un poco». Respira profundo y marcha tras el cuervo, diciendo estas pa-
labras:
¡En torbellinos gira la nieve, y yo
llevo a mi esposo ropa de invierno!
¡Viejo cuervo, oh, mi solo compañero de camino,
Gran Muralla,
oh, qué lejos estás,
qué larga es la distancia hasta mi amado!
CÉSAR M. ARCONADA [69]
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Así cruzó montañas y ríos. Muchos días pasaron hasta que Miu Tsian-nui encon-
tró la Gran Muralla. Pero cuando la vio como inmensa serpiente deslizarse por las
cumbres, se quedó asombrada. Por todas partes piedras y secas hierbas, ni un árbol…
Sobre la muralla se apresuraban los hombres, uno así como emperador mandaba a
los braceros.
Lentamente marcha Miu Tsian-nui por la muralla, buscando entre los hombres
a su marido. Pregunta a uno, pregunta a otro, pero nadie le da señales de él.
Al fin, Miu Tsian-nui supo la amarga verdad sobre la suerte de su pobre marido.
El trabajo forzado le había llevado a la muerte. Y había sido enterrado bajo la muralla
que durante muchos años regó con su sudor.
Días enteros estuvo llorando la viuda Miu Tsian-nui. Y tantas y tantas y tan amar-
gas fueron sus lágrimas que la muralla se derrumbó en una extensión de ochenta lis.
Se levantó un fuerte huracán que alzaba las piedras y la arena.
«¡Las lágrimas de Miu Tsian-nui han derribado la Gran Muralla!», decía la
gente.
Cuando esta nueva llegó al emperador, este quiso ver enseguida a Miu Tsian-nui.
La viuda fue al encuentro del soberano. Tal era la belleza de la mujer que al verla solo
pudo compararla con un hada, y enseguida quiso hacerla su concubina. El corazón
de la viuda latía de odio, pero no había fuerza humana que pudiera salvarla. Entonces
la mujer obró con astucia. «Muy bien —dijo—, me someto a tu voluntad, pero antes
tú debes comprometerte a cumplir tres deseos míos». Sonríe el emperador, esperando
oír las tres peticiones de la bella mujer. «Primero, debes enterrar a mi marido en un
ataúd de oro con tapa de plata; segundo, todos tus ministros y generales deben acom-
pañar el cadáver de mi marido. Tercero, tú mismo debes tomar parte en el entierro
mañana por la mañana.»
Maravillado el emperador de la belleza de la joven mujer, inmediatamente dio
palabra de cumplir sus deseos.
Al día siguiente así se hizo. En el entierro, el emperador fue el primero tras los
restos de Ban Si-lian. Tras él, generales y ministros y signatarios. Alegre estaba el em-
perador en esos momentos: al fin la bella Miu Tsian-nui iba a ser suya.
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Pero ocurrió un acontecimiento inesperado. Después de despedirse del cuerpo de
su amado marido, Miu Tsian-nui se arrojó al agua de un río rumoroso que por allí
pasaba. Entonces el emperador dio inmediata orden de sacar a la mujer del río. Pero
surgió otro acontecimiento inesperado: Miu Tsian-nui se convirtió en un pececito
de oro y se ocultó en la profundidad de las aguas.
A la vuelta de la Gran Muralla, es costumbre visitar la tumba de los Ming, que
cae a mano.
La dinastía de los Ming abarca el período comprendido entre 1368 y 1644. Es la
época del Estado fuerte y poderoso, del florecimiento de las artes, sobre todo de la ar-
quitectura. A base de la explotación y la miseria del pueblo, florece una época de esplen-
dores y riquezas artesanas, un clasicismo en las artes, una especie de Renacimiento, un
mayor boato en las costumbres, un desarrollo de la aristocracia. La mayor parte de los
monumentos que hoy se conservan datan de la época de los Ming.
Iba yo inquieto por si nos habíamos dejado el funeral monumento. Sabía que es-
taba en las montañas, y salíamos ya de ellas, otra vez camino de Pekín, por el llano.
Pero no, más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena. Después de caminar
un rato en dirección a la ciudad, tomamos a mano izquierda y poco después aparece
ante nosotros…
¿Qué aparece ante nosotros? De nuevo la sorpresa: lo mismo que los palacios no co-
rresponden a nuestra idea de palacio, tampoco la idea de las tumbas imperialistas corresponde
a la realidad.
Primero, lo grandioso no son las tumbas, sino el paisaje, que es un inmenso circo
donde hacen guardia las gigantes cumbres. A esta hora del atardecer se destacan sobre
el cielo como guerreros inmóviles guardando la paz de los muertos. Por lo tanto, la
naturaleza es en este lugar el mayor monumento funerario, el monumento dentro
del cual están los otros monumentos.
La muerte tiene en China su culto ancestral y complicado. Existe el culto a la
muerte. En Pekín hay una calle especial, al lado de la calle del teatro, donde se com-
pran todos los accesorios que los muertos requieren: almohada de madera con seda
y bordados de flores, coronas de miles de abigarrados colores; un ataúd parece un
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navío. El entierro era la ruina de la familia, que se gastaba en él los dineros de sus
ahorros y los que pedía prestados. Las nuevas costumbres van apagando el fuego de
las viejas, pero las cosas de la muerte son de fuerte arraigo y no cambian así como
así. Aún se ven por las calles entierros a la antigua. El pesado ataúd va sobre un carro
del que tiran dos bueyes. Sobre la caja, las ropas del muerto. Delante, coronas de
papel. Acompaña al cortejo una música estridente de platillos. Detrás van los fami-
liares con batas blancas. Uno de ellos, tal vez el más cercano, lleva un palo con flores
y dibujos de papel. En algunos entierros van los bonzos con sus batas de un rojo des-
colorido; una de las mangas de la bata suelta, sin meter en el brazo, y tiene el ropaje
aspecto de manteo terciado: los tibetanos también se visten así.
Antiguamente, la elección del lugar de la tumba debía hacerla el geomántico
para consulta de los «libros funerarios». Nada debía turbar la paz de los muertos, su
segunda vida. La jerarquía era estricta: las clases inferiores, enterradas bajo tierra
plana; los príncipes, bajo colinas de escasa elevación, y los emperadores en túmulos
de montaña.
En este anfiteatro inmenso, perdidas casi en las faldas de las montañas, hay trece
tumbas, de trece emperadores. La que suele visitarse es la tumba central, la del empe-
rador Yong Le. A ella se llega por una avenida central, que es el eje de todo este pano-
rama funerario. A esta avenida, que se llama «camino del espíritu», se entra por unos
bellísimos arcos de mármol labrado, habitual entrada de las tumbas de altas dignidades.
Se pasa un puente y se llega a una puerta roja: en ella se detenía el cortejo y los caballeros
descendían de su montura. Sigue el camino, y pasa por una torre: dentro está la tortuga
símbolo de eternidad —sosteniendo un monolito de homenaje al emperador Yong
Le—. Vienen después esas bellísimas columnas aladas que representan naves, y que se
ven en muchos sitios, hasta en la plaza de Tiananmen.
Después aparecen, a un lado y otro del camino, unas inmensas esculturas: dos
leones de rodillas, dos de pie, dos camellos también de rodillas, dos de pie, dos ele-
fantes de rodillas, dos de pie, dos monstruos de rodillas, dos de pie, dos caballos de
rodillas, dos de pie, cuatro mandarines civiles, cuatro militares y cuatro monjes. Estos
personajes tienen tres metros de altura, y los elefantes, por ejemplo, cuatro.
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Se sigue adelante y, después de cruzar un arroyo, se entra en el recinto de la tumba.
Hasta llegar a ella hay que pasar por tres distintos patios, puertas, edificios, templos,
uno de ellos grandioso con cuarenta y seis columnas hechas de enormes troncos de
árbol cubiertos de laca y pintados con profusos adornos.
Cuando fuimos nosotros había allí numerosos obreros y pintores restaurando el
monumento. En medio de tantos y tan suntuosos edificios queríamos saber en defe-
nitiva dónde estaban los restos del viejo emperador. Preguntábamos a los obreros y
nadie daba razón, unos decían que detrás, en un túmulo sobre el cual crecen los ár-
boles, otros opinaban que estaba debajo del último pabellón. ¡Total, señor, que tanta
majestad y riqueza, tanto resplandor y vanidades y resulta que nadie sabe bajo qué
trozo humilde de tierra mora el poderoso emperador!
CÉSAR M. ARCONADA [73]
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EL TEMPLO DE LOS LAMAS
Dicen las viejas referencias que hay en Pekín y sus alrededores más de diez mil
templos. Descontando los que la mudanza del tiempo se haya llevado, de todos
modos tantos son que uno renuncia a visitarlos. A templo por día, se necesitarían
más de veinte años.
Pero el Templo de los Lamas figura entre los monumentos actuales de Pekín que
el gobierno popular ha restaurado y embellecido. Cuentan que un extranjero lamaísta,
al llegar a Pekín, lo primero que hizo fue preguntar por ese famoso templo que, según
los periódicos de su país, había sido destruido por ya se sabe quién: los enemigos de
la religión. El viajero, desde la estación fue en coche al templo y se quedó admirado:
no solo existía, sino que existía con esplendor. Quienes habían casi destruido el edi-
ficio en otro tiempo, en 1900, eran los «amigos» de la religión, los intervencionistas,
que hicieron de sus recintos cuarteles para sus tropas.
Los templos no difieren de los palacios: se componen de varios pabellones, uno
después de otro, separados por patios.
A la entrada, en el vestíbulo, a un lado y a otro, están las esculturas policromadas
de los temibles dioses guerreros, guardianes del templo, y en medio el Buda que vendrá,
sonriente, ventrudo, obeso, sentado de un modo poco respetuoso. Se pasa de uno a
otro edificio, y la misma disposición, pero con otras imágenes: en el centro una distinta
representación de Buda, meditabundo sobre un lecho de lotos, y a los lados, junto a
las paredes, sus discípulos favoritos. Y en cada pabellón, nuevos budas, estáticos, sere-
nos, representación de la belleza, con «la cabeza de oro, un cuerpo sin tacha como una
piedra de jade y cabellos del color del lapislázuli, cayendo en bucles rizados».
Poco más o menos así es este templo. Después del vestíbulo, se pasa al templo de
la eterna armonía. A los lados, numerosas imágenes de santos y demonios. En el cen-
tro, Shakyamuni. Otra sala: la eterna protección divina, con tres estatuas de Buda.
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La del medio representa la longevidad, Buda tiene en los brazos la jada, tela de seda
blanca con que en el Tíbet se recibe a los huéspedes.
El templo siguiente, decorado con grandes retablos de numerosas esculturas sobre
la vida del Buda, es como un aula sagrada donde el gran maestro enseña a los discí-
pulos la doctrina del lamaísmo.
En el templo siguiente, el principal sin duda, hay una sorprendente estatua de
Buda, la más grande de todas las estatuas interiores, pues mide treinta metros, y es
como un inmenso fantasma que parece que va a echar a volar y salirse por la cúpula
agitando, como alas, sus blancos ropajes.
Dicen que antes vivía en este templo el Buda viviente. Hoy viven cerca de noventa
lamas, según nos dice el lego que nos acompaña. Sus residencias están a la entrada,
en las pequeñas casas del patio. Dos veces al día, a las seis de la mañana y a las cinco
de la tarde, vienen al templo a hacer sus oraciones.
Al salir, un creyente, llegado acaso del Tíbet, entra en el templo de la eterna sabi-
duría y hace mil reverencias al lama que nos conduce, hasta ponerle rojo, y luego se
postra ante el buda del centro.
Los templos son para los creyentes, y los que importunan no son ellos sino los
infieles visitantes que venimos a fisgonear. Nos retiramos: que vengan los fieles, sin
que se sonrojen los sacerdotes.
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POR LAS CALLES
Si Pekín tiene su armonía, las calles también. Todo era jerárquico en esta ciudad: los
palacios, las casas, los barrios, las calles. Hasta los puntos cardinales estaban ordenados
en jerarquías.
En la escala jerárquica de las calles existe, comenzando por la cúspide, la avenida
de Tun Tsan An y Si Tsan An, la más ancha de toda la ciudad, que va de este a oeste
y en el centro da entrada, por el sur, al palacio imperial: la conocida puerta de
Tiananmen.
Vienen después, en el estricto orden de la armonía, las calles eje, las calles que
van de puerta a puerta de las murallas, del sur al norte, del este al oeste. Son calles
solemnes, anchas también, calles de perspectiva y de séquito, calles que son a la ciudad
como las columnas a un edificio: sostenedoras de su fábrica.
Siguen luego las calles secundarias, pero también principales, un poco más estre-
chas. Estas calles, de un lado a otro, en dos direcciones, cuadriculan la ciudad, son
los barrotes de un enrejado, son como lanzones que prestan guardia al palacio-cen-
tro.
Entre todas estas calles se abren paso los callejones, estrechos, casi sin aceras, por
donde difícilmente pasa un coche, con largos tapiales y portones de laca roja que dan
entrada a los patios de las viviendas.
Y por último existe el grado inferior de toda la jerarquía: el pasadizo. Por él puede
pasar una persona. Si se cruza con otra, ambas, para pasar, tienen que dar media
vuelta. Si llueve, la persona tiene que renunciar a abrir el paraguas, que aquí es como
una flameante cúpula: las cañas de las varillas no caben en el pasadizo.
Cada calle tiene su vida, y la vida de cada calle sus diferentes aspectos, según las
horas del día. El pasadizo es como una vereda individual; los callejones son tranquilos:
mujeres y críos en las puertas, y por encima de los tapiales, una acacia frondosa que
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se asoma como si quisiera dar un salto y fugarse; las calles secundarias suelen ser bu-
lliciosas y animadas; las calles eje, traficadoras, como cruces de carreteras; y la avenida
central es grave, solemne, oficial y vía de paso, como un ancho corredor de un salón
de recepciones.
Hoy por hoy, el dueño de la calle es el ciclista. Así como la contradicción arqui-
tectónica está entre los viejos patios mandarines y las necesidades de la moderna ciu-
dad, en el tráfico la contradicción está entre el ciclista y el chófer. ¿Quién va cara a
quién? El chófer, naturalmente, pero en la actualidad son más los ciclistas que los
chóferes, más las bicicletas que los automóviles. Es difícil ser chófer en Pekín: sus
enemigos son el peatón, el ciclista, el riksha del triciclo, el camión triciclo y el carro
de mulas. A veces se ve un corro de gente. ¿Qué ha pasado? El atropello de un ciclista,
es claro. La gente forma en la calle una especie de juicio popular, donde, con mucho
comedimiento, todos intervienen defendiendo la verdad de los hechos.
Todo el mundo tiene su bicicleta: con ella van a todas partes. A la entrada de cada
tienda, de cada teatro, de cada oficina, de cada estadio hay, como si dijéramos, perchas
para colgar las bicicletas; lo mismo que hay guardarropas, hay guardabicicletas. La
dejas en ellos: si es un comercio, simplemente en la calle; si es un lugar concurrido
te dan un número, la recoges a la salida, ¡y a pedalear otra vez!
Ni el tranvía ni el autobús han vencido al transporte individual de la bicicleta.
También en este aspecto coexisten el transporte colectivo y el transporte privado.
¿Cuál será el destino de la brillante máquina equilibrista? ¿Desaparecerá con el tiempo
como en todas las grandes ciudades, o permanecerá, tozuda, como en los Países Bajos,
haciendo de humilde coche privado?
El taxi de Pekín es hoy el triciclo del riksha. Los rikshas ya no tiran enganchados
a las varas del cochecito, ya no son «animales de dos patas», como antes se los llamaba.
Su coche de varas ha evolucionado a triciclo, y con él se dedican unos a transportar
gente y otros a transportar bultos.
Pero, a pesar de la transformación, es una industria tan decadente como la de los
coches de punto en las primeras décadas de nuestro siglo. Son artefactos viejos, casi
chatarra, con desgarradas capotillas cuando llueve y amarillas lonas por delante. El
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mismo riksha es ya como el viejo cochero en la época de la decadencia del coche:
una ruina, algo que está en los umbrales de desaparecer.
Dicen que con el advenimiento de la República Popular quisieron quitar los rikshas,
pero ellos mismos, que son un ejército numeroso, protestaron. ¿Qué iban a hacer si
se quedaban sin trabajo? Se organizaron en sindicatos, tienen hasta emulación, y hon-
radamente cumplen sus humildes funciones de transportar personas, cosas y niños a
los jardines de infancia.
Se discute a veces si es humano el tomar un riksha. Los soviéticos no lo toman;
los de las democracias populares sí, y los chinos también, todos, sin ningún escrúpulo.
Hay quien dice: lo mismo que existen prejuicios burgueses, existen prejuicios prole-
tarios; tener reparo en tomar un riksha es uno de los prejuicios proletarios.
Yo lo he tomado dos veces, para probar de todo. Una era de noche; al triciclo se
le salía la cadena a cada paso y teníamos que pararnos; por la calle había poca gente;
yo me ahuecaba como para pesar menos. Otra vez fue de día; el riksha se perdió; me
hablaba en chino, y yo contestaba con gestos. Me estuvo paseando por las calles, pre-
guntando las señas, que yo llevaba escritas, en todos los puntos de rikshas. Yo iba con
el alma encogida, con la cabeza baja, se me partía el corazón viendo que aquel hombre
me llevaba con sus piernas. Al pasar un puente, curvo como todos los puentes chinos,
tuvo que bajarse del triciclo y empujar. Yo no sabía qué hacer, si también bajarme o
salir corriendo. Al fin resultó que el riksha sabía ruso, y nos hicimos amigos. Era
joven, fuerte. Me dijo que sabía conducir automóviles, pero que de chófer no tenía
trabajo, y por eso era riksha, aunque se ganaba muy poco. Yo le animé: pronto la fá-
brica de automóviles comenzaría a trabajar. Después me buscaba cada día a la puerta
del hotel. Yo tuve que decirle que mi traductora no me permitía ir en riksha por…
miedo a que me constipara.
La calle comercial china es un verdadero bazar, abigarrado de todo, de cosas, de
color, de jeroglíficos anunciadores, de letreros de tela flotantes como banderas, de
amontonamiento y revoltijo. Aquí casi no existe el gran comercio capitalista, apara-
toso, lujoso. Hasta el comercio es artesano. El dueño está sentado en la tienda, casi
desnudo en verano, con una pernera del pantalón subida, abanicándose, esperando
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a que entre el comprador. Y abre su comercio cuando quiere y cierra cuando le da la
gana: a veces incluso a altas horas de la noche aún espera a su posible comprador no-
cherniego.
Solo el comercio estatal tiene disciplina de horario. Su distintivo es una estrella
roja en la fachada. No hace mucho ha surgido en Pekín un gran almacén, de varios
pisos, desafiante en medio de los pequeños comercios particulares. De mal agüero es
para ellos la presencia de este poderoso rival. Pero la época de transición es así. Y, por
otra parte, el pequeño comerciante vive con poco: es un pobre ratoncito en medio
de cuatro trastos. Está acostumbrado a esperar sentado, y puede esperar con la misma
tranquilidad la ruina de su chamizo. Aunque ninguna ruina le espera, sino la trans-
formación. Luego vivirá incluso mejor.
No hay separación entre las tiendas y la calle. Las tiendas no tienen puertas, y
todos los géneros parecen desbordarse en la calle como si fuesen a escapar. Las calles,
en verano sobre todo, son tertulia, dormitorio, comedor, cocina, corro de críos. Tie-
nen ese carácter popular que el calor de agosto daba a las calles de Madrid. En las
aceras de las calles populares se come en largas mesas de madera, al lado de la caldera
que hace los fritos. En cada esquina hay cuatro tazas: el que quiere se sienta en el
suelo y toma té.
Las calderas en presencia del público están en todos los barrios, exhalando humo
y olor, que es el saumerio de las barriadas populares. Se venden nuestros clásicos chu-
rros, menos aceitados, y en otoño e invierno castañas asadas. No sé si en España existen
ya castañeras. Por si existen, me da pena decir que aquí ese negocio está mecanizado:
las castañas se remueven, mientras están en la caldera, por medio de un motor.
Por la calle, tocando un gong al ritmo del balancín o unas tablas de bambú, pasan
el hojalatero, el carpintero, el trapero, el que vende grillos o peces, el que vende tiestos
o el que negocia con dulcería. El balancín es aquí como la alforja o la sera entre noso-
tros. El balancín sirve para todo: para llevar tierra, piedras, agua, los cerdos al mer-
cado, los títeres a la feria. Hasta he visto a las madres llevar en ellos a los hijos
pequeños. A mucha gente, desde casi el comienzo de su vida hasta su muerte, la
acompaña al hombro el balancín. Y el balancín, flexible caña de bambú partida por
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la mitad, impone su ritmo de marcha. Todo el transporte de municiones durante la
guerra de liberación lo hicieron los soldados y los campesinos con estos balancines y
a ritmo de balancín.
No me canso de andar por las calles con tiendas, profusas de todo. Porque lo
mismo que la cocina china dicen que tiene cinco mil platos, en las tiendas tienen la
profusión de raras e inverosímiles cosas, y solo contemplarlas ya es un placer.
Todo el que haya estado en Pekín conoce la calle Ban Fu Sin. Las chucherías que
he regalado a los amigos, allí las he comprado, probablemente en unas inmensas ga-
lerías que hay a mano derecha. ¡Qué no habrá, señor, en estos encantados pasajes de
apretadas tiendas! Toda la maestría artesanal china está aquí, expresada en millones
de objetos y chucherías, en baratijas y bujería encantadas, en tentadoras obras de
orfebres, miniaturas y caprichos.
Y si queréis podemos ir a las calles de las antigüedades, o a la de las sederías, o a
la de los pintores, o a la del teatro, o a la de los muertos…
¡Qué encanto tiene China! ¡Se ve que todo viene de lejos y del pueblo!
CÉSAR M. ARCONADA [81]
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MERCADOS
El barrio más popular de Pekín es la ciudad china. Entre la ciudad tártara y la ciu-
dad china hay gran diferencia. Aquí no hay tapiales ni patios, palacios señoriales ni
feroces leones en la entrada. La gente vive más apretada, estrecha, las calles tienen
más animación, el comercio es más vocinglero, los anuncios más profusos y las calles más
pintorescas.
La arteria principal de la ciudad es la calzada imperial que iba desde el palacio,
cruzando la muralla, hasta el Templo del Cielo. Me gusta bajar por esta calle, animada,
abigarrada, llena de comercios populares, cauce por donde el campo labrador llega
hasta la ciudad. Me recuerda un poco a la calle Toledo de Madrid.
Por ella vienen los campesinos, confusos y recelosos de meterse en fauces extrañas,
a comprar el harnero o la piel curtida, la soga o el rastrillo, las hierbas para hacer
tisana o la lona amarilla para no mojarse.
Los vendedores conocen bien la psicología del campesino, hay que cazarlo como a
los pájaros, de un modo cauteloso. Por eso exponen todo su género a la vista, y cuando,
receloso, vacilante, se para algún campesino en la tienda, se cuidan muy bien de no es-
pantarle; le dejan que vaya tomando confianza, como la perdiz antes de entrar en el lazo.
Los mercaderes, que siempre tienen el alma astuta, como el demonio, saben que
a los campesinos no les gusta adentrarse en la ciudad y prefieren quedarse a hacer sus
compras en los arrabales. Y por eso han ido a los arrabales al encuentro de los cam-
pesinos, y en ellos han establecido sus tienduchas.
Probablemente el origen de este mercado del sur haya sido ese: el encuentro del
astuto mercader con el receloso campesino; del mercachifle de la ciudad con el paleto
del pueblo.
Pero al socaire de este tráfico entran en el mercado, como abigarradas danzarinas,
las musas del pueblo, que desde siglos lo acompañan y lo divierten.
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El mercado en sí no es más que una barricada de tenderetes de madera, con esa
estrechez de calles y pasos tan querida al alma del chino, y donde se vende, a precios
módicos, todo lo que ha menester para su vida el hombre, en este caso, sobre todo,
el campesino.
Lo importante no es el mercado en sí; es su aire popular, antiguo, superviviente,
que llega, a través de las murallas, de la profundidad del país y de la historia.
Aquí están las barracas de los circos, de circos que parecen llevados en carros de
brillantes colgajos, con sonaja de esquilas y cascabeles. Han montado sus lonas, han
desplegado sus carteles deliciosos, pintados por maestros populares, y llaman al pú-
blico con su charanga y su verbo hiperbólico.
Aquí está, entre el pueblo, la musa maravillosa del teatro y la música, repre-
sentando esas leyendas chinas que todo el mundo conoce y que viven hoy, como
hace mil años, encarnando la poesía, la valentía, la nobleza y la generosidad del
pueblo.
Entre las barracas y la multitud, tienen plaza los abiertos comedores, alrededor
de la caldera de aceite y el mágico cocinero, que a la vista del público hace sus pres-
tidigitaciones culinarias. Las mesas, limpias, tienen el refregado color de la madera
muchas veces lavada. La gente se sienta en los banquillos y pide lo que quiere, el sim-
ple arroz, o el pato laqueado, los callos o el mabis frito. Estos restaurantes populares
al aire libre no dejan de ser la expresión del arte culinario chino, famoso en el mundo
y sin igual en parte alguna.
Debajo de otro toldo hace la gente corro al hombre forzudo de los sables. También
de la antigüedad viene en China el culto al sable y a la destreza de su manejo. Los
guerreros de las óperas chinas arman furibundas peleas de sables, donde uno sufre
por sus cabezas, que las presiente cercenadas de un momento a otro, surgiendo un
surtidor de sangre de sus troncos. Este juego de sables entre un hampón comediante
y su hijo, que yo he vi un domingo en el parque de Sun Yat-sen, llega también al
mercado popular.
Más allá otro corro de oyentes, alrededor de una mujer que romancea historias
antiguas y modernas, heroicas y de costumbres, subrayando su dramatismo con unas
[84] PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
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tablas de bambú, especie de castañuelas. La mujer habla sin fin y sin descanso con
expresivos gestos, embelesando al público, que está prendido de la narración.
En la otra parte se alza el tinglado de las estampas. Por unos fénix se sienta uno en
pequeños bancos y mira a través de un lente estereoscópico el paso de diversas estampas
populares y revolucionarias, desde la sublevación Taiping hasta la folletinesca historia
de la muchacha de los cabellos blancos. El trujamán de este retablo de las maravillas
va explicando cada estampa con palabras que seguramente parten el corazón.
Si uno quiere lavarse la cabeza o repasarse la barba o cortarse el pelo, ahí, en otra
esquina, están al aire libre los viejos palanganeros de los fígaros populares, sus teteras
de agua caliente esperando a que os sentéis en los banquillos y agachéis sobre ellos la
cabeza.
También hay saludadores que con piedras de jade pasándolas por la cabeza os qui-
tan males y demonios que tengáis dentro.
Y saltimbanquis y volatineros que se voltean como campanas y cimbrean sus cuer-
pos como verdes cañas de bambú.
Y el titiritero con su manojo de títeres que asoman por encima de un biombo de
colorines.
Y prestidigitadores que manipulan sus trucos gastados...
Basta. Llega a marear este desconcierto, y uno descansa desembocando en la calle
y volviendo otra vez a la vida de hoy.
Seguramente algún día, la ciudad, poco piadosa, borrará con escoba implacable
este rincón de feria y algarada, donde se mezclan lo antiguo y lo moderno, el ayer y
el hoy de la vida del pueblo. Se retirará seguramente, sumiso y consciente de su débil
poder, pero como un brote tenaz aparecerá más abajo igual que un ejército siempre
en retirada pero nunca destruido del todo.
CÉSAR M. ARCONADA [85]
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¿QUIERE USTED SABER SU CARÁCTER?
Entre los miles de templos de Pekín y sus alrededores, hay uno que enseguida te
seduce por su denominación: el templo de las Nubes de Jade Verde.
Y después de oír tal nombre, sea como sea quieres ir.
Está detrás del Palacio de Verano, en la hendidura de dos montañas. Como en
todas partes, los monjes tenían el privilegio de escoger para ellos los más bellos parajes.
Aunque no sea más que para gozo de la vista, hay que pasar un día en este hermoso
lugar: se ve la llanura de Pekín, la pagoda de cerámica de la fuente de jade, el lago
del Palacio de Verano, la colina de las hojas de loto…
El templo está recién restaurado, hermoso, cuidado hasta la pulcritud. Como mu-
chos templos, es una sucesión de edificios escalonados en la montaña. El último tiene
una terraza de mármol donde se elevan unas torres de estilo hindú. Desde este mira-
dor, el paisaje es maravilloso; por detrás, los jardines y las pinas ascensiones a las
montañas; por delante, la llanura.
Se ve que es uno de los viejos templos y monasterios a los cuales las distintas épo-
cas de la historia han ido aportando su presente. Allí está la mano ruda de los mon-
goles y el gusto barroco de los últimos tiempos de la dinastía Ming, pasando por el
clasicismo brillante de escalinatas y arcos.
Como se sabe, Sun Yat-sen murió en Pekín en 1925. En uno de los edificios de
este templo fue expuesto su cadáver, y hoy está dedicado a su memoria. Lápidas con-
memorativas, su retrato, la urna de plata que regaló la Unión Soviética…
Las nubes de jade verde no están en el templo, pero estoy seguro de que muchos
días, al crepúsculo, suben por la montaña hasta coronar las cumbres.
La curiosidad del templo no son las nubes, sino otra cosa.
En uno de los pabellones, oscuro y no muy grande para impresionar más, hay
quinientas estatuas de tamaño natural, talladas en madera, policromadas. Según dicen
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 87
son efigies de divinidades menores. Están unas junto a otras, formando pasillos.
Realmente es una extraña multitud humana. La particularidad de estas quinientas
figuras consiste en que cada una de ellas tiene su expresión acusada, es la encarnación
de un carácter. Si este local de muchos fantasmas no causase un poco de respeto, po-
dría uno detenerse a hacer estudios psicológicos.
De todos modos la tradición popular es tan sabia que como rueda de la fortuna
en los experimentos psicológicos ha tomado esta colección de estatuas.
La prueba consiste en esto: entras en el recinto, te fijas en cualquiera de las divi-
nidades, a partir de ella cuentas tantas estatuas como número de años tienes. Es claro
que las mujeres de cierta edad nunca cuentan en voz alta, y la mayor parte de las
veces no están conformes con su suerte. La estatua que corresponde a tal número de
años es la que corresponde a tu carácter: mírala bien, estúdiala, tal vez sea verdad.
A mí me tocó la imagen de un viejo —es verdad— con iluminada serenidad en
el rostro —tal vez— y una antorcha en la mano —hermoso—. Como la imagen re-
presenta la luz, no protesté ni empecé a contar de nuevo. Verdad o no, en la rueda
de la fortuna me ha tocado un premio de poesía.
En cambio las señoras que me acompañaban nunca estaban conformes con la re-
presentación de su carácter, y contaban y volvían a contar. Mas para que acaben de
una vez no hay más que ir tras ellas siguiéndoles la cuenta. Prefieren ignorar su ca-
rácter a que los demás sepan sus años.
[88] PEKÍN, LA CIUDAD DE LA ARMONÍA
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NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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CAMINO O DRAGÓN DE HIERRO
No pidas más, mi gozo: levantarse con el averío, ir a una estación, acomodarse en la
ventanilla de un tren, y por el camino de hierro de las andanzas meterse tierras aden-
tro de un país que desconoces.
Pekín también madruga, como los pájaros. Toda China madruga, hacendosa de
muchos quehaceres. Por los arrabales cruzan las hendiduras y puertas de las murallas
los tropeles de bicicletas, carrillos y triciclos de los rikshas, gente con balancines, ca-
miones. Solo las murallas dan una sombra densa, como un tapiz tejido durante mu-
chos siglos.
Pronto, este camino o dragón de hierro que va de norte a sur por la plana de la
fertilidad de China, cruzando ríos y yendo a desembarcar en el río mayor de todo el
país, le mete a uno en el campo, le lleva a través del campo.
Los ríos, que vienen de los cañones de las montañas con los gañotes oprimidos
de ahogo, se ensanchan en la llanura, abren sus colas como los pavos reales, dan a
luz pariendo infinitos cauces, que son verdaderos laberintos de aguas prolíficas, y a
la vez implacables como una maldición cuando en verano vienen las lluvias y, tras
ellas, las dañinas riadas.
Esta llanura inmensa, cenagosa y verde de arrozales es como el cuerpo humano,
ramoso de venas. ¡Agua, agua por todas partes; cuando no río, arroyo; cuando no
arroyo, canal; cuando no canal, regato; cuando no regato, charco; cuando no charco,
inundación! El chino de aquí es tanto terrestre como anfibio. Vive más dentro del
agua que fuera. Unas veces va por los canales o los ríos, en el ajetreo y la trashumancia
de juncos y champanes; otras va, casi desnudo, con unas chaquetas de paja como co-
razas por entre el barro de los arrozales. La madre del arroz es el agua, el cenagal. El
arroz tiene una sed infinita que solo se colma cuando va a ser cosechado y se seca el
tallo y la espiga. Mientras no llega ese otoño, está pidiendo agua continuamente.
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El arroz, sediento siempre, pide agua; y los campesinos se la dan. Para dar de
beber a los arrozales convierten cada campo en isla, fácil de inundar en la mañana,
cuando no aprieta el sol agosteño. El trasiego del agua del regato a la tierra lo hacen
los chinos, laboriosamente, con norias portátiles, a mano o a pedal.
A cada paso, por todas partes, veo esta penosa labor de trasegar el agua. Bajo un
pequeño sotechado de paja, a cuyo techo trepan unas matas de calabaza que dan
arriba su fruto, están los pedales de la noria. Pedalea toda la familia, el padre, los
hijos, a veces la mujer. Es como una bicicleta parada, una bicicleta para absorber el
agua que necesitan los sedientos arrozales.
Algún día no lejano le llegará la renovación a este viejo artefacto chino. Las fábri-
cas enviarán motores al borde de los regatos y sacarán toda el agua que sea preciso
con un leve runruneo como de avispa. Y no habrá más este incesante pedaleo de las
norias bicicleta.
¡Ay, arroz, cuánto exiges del hombre!
Bien es verdad que el hombre te devora con la misma ansiedad que tú le devoras
a él los afanes y el agua.
En el restaurante del tren, en las estaciones, al pasar en los pueblos por los um-
brales de las casas, en todas partes, el chino con el tazón de arroz y los palillos. El
tazón de arroz es su trozo de pan, su mejor alimento. Arroz por la mañana, al me-
diodía y por la noche. Arroz cocido, natural, al que añaden trozos de carne o verdura
o pescado o… demonios.
Caminamos por la tierra china. El día es largo, y hay tiempo para todo, hasta
para ver cómo se caza a las moscas.
Los trenes y vagones, como tantas cosas, tienen larga vida, son herencias capita-
listas del pasado.
Tal vez resulten ya viejos, pero los chinos, como hacendosos amos, tratan hoy su
hacienda —nueva y vieja— con tanta solicitud que hacen decente lo viejo, resplan-
deciente lo nuevo, y limpio todo. La limpieza de los vagones llama la atención. A
cada momento pasa un mozo quitando el polvo y la carbonilla; los despojos y la ba-
sura son inmediatamente recogidos del suelo; la escupidera, especie de bacinilla ta-
[92] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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pada con una madera y un palo, es un utensilio indispensable cada cinco pasos —
hasta el gargajo habitual de los chinos parece un signo de repulsión a la suciedad—;
y a las apestosas e insolentes moscas, todo el mundo en China les ha declarado la
guerra: por los vagones pasa de vez en cuando el mozo, el de las moscas, no con el
mosqueador en la mano para espantarlas, sino con un matamoscas especial que se
vende en todas las tiendas y con el cual va, una por una, dándoles un papirotazo.
Los trenes limpios, las estaciones limpias, la gente limpia… La higiene parece un
regidor invisible que dicta sus disposiciones en todas partes.
Para el tren. Estación de recambio de máquina o abastecimiento de agua. Si es de
mañana, la gente baja al andén y, a las órdenes de la radio, hace gimnasia, porque
todo el mundo hace gimnasia en China. Si la parada es a cualquier hora del día, se
lanzan sobre los puestos de vituallas situados a lo largo del andén. Los vendedores
llevan bata blanca y la boca tapada con una gasa. Esta curiosa medida higiénica está
muy extendida en todas partes. A veces se ve por las calles o en el teatro, o en los jar-
dines, a toda una familia con esa especie de bozal de la higiene, o lo que es más in-
comprensible: una pareja de novios.
¿Y la pulcritud de estas viejas, sobre todo, tan aseadas, tan relavadas, tan limpias?
¿Y los niños tan compuestos? ¿Y las muchachas con sus percales modestos, restregados
cada día y secados al sol? La palangana, grande y amarilla, con vivos dibujos de flores
o paisajes, es el utensilio más trasteado de toda la casa.
El tren o dragón de hierro en esta tierra de dragones pasa ahora por lugares
inundados, donde se ven los náufragos arbolitos asomando sus copas como para no
ahogarse. Légamo, bejucos, raíces, residuos de riadas recientes. Plantas azotadas, patos
gozosos, un madero que flota, tal vez arrancado del quicio de una puerta donde el
agua ha llegado como patrulla de un ejército invasor…
CÉSAR M. ARCONADA [93]
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UN EJÉRCITO INVASOR
Durante la primavera y el verano entran en China, como una patrulla de reco-
nocimiento, los cálidos monzones del océano. Y al revés, el albo gigante de Siberia,
señor del norte, envía durante el invierno sus vientos abanderados. En la primavera
y el verano estas dos patrullas se encuentran en el curso del Yangtsé, y como tropas
enemigas que proceden de distintos reinos —una del calor, otra del frío— arman
zafarrancho de combate. Dicen que nacen los ciclones.
Lo que nace es un ejército de incontables unidades, arrebatado, furioso, que cae
del cielo negro a la tierra glogloteando, que invade los campos y los devasta, como
un Atila que cada año causa daños y víctimas sin cuento, se apodera de todo y lo
destruye.
A la llegada de este temible ejército invasor se oía antes por la llanura el grito de
«¡sálvese quien pueda!», como una orden individual de desbandada ante el implacable
poder del turbión de las aguas.
La gente, para salvarse, buscaba alturas y flotadores. Perecían cosechas, animales,
enseres y riquezas, y hasta muchos hombres, a pesar de su intrepidez, eran arrollados
por la furia de estos ejércitos invasores. ¡Menos mal que no disponen de la bomba
atómica y solo son bárbaros en el atropellar!
Escapando de ellos, la gente busca los altozanos, los aleros, las copas de los árboles,
donde se apiñan como grajos. A veces, del peso, las ramas se tronchan y la gente cae
al agua, que furiosa como un monstruo, la devora en el acto.
Debo decir que este año, cuando yo paso por los campos de batalla de la llanura
china, los choques de primavera y de verano han sido no muy encarnizados, poco
cruentos.
Pero el año anterior, según me cuentan, fueron de los bravos: los ejércitos invasores
se portaron como lo que son. Solo que….
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En cien años atrás no se había conocido inundación tan grande. La última notable
fue en 1931, cuando subieron las aguas 28,28 metros y los fatídicos ejércitos inva-
dieron dieciséis provincias, una extensión de 318.000 kilómetros cuadrados; las víc-
timas fueron 3.700, muchas de ellas por hambre y abandono. En las calles de Nankín
y de Wuhan, grandes ciudades, el agua subió a dos metros.
El año pasado fueron mayores aún las riadas, el nivel de las aguas alcanzó los
29,37 metros. Sin embargo, la extensión inundada fue menor, los daños menos cuan-
tiosos y las víctimas muy pocas.
No es difícil adivinar el porqué de esta diferencia. En 1931 gobernaba en China
el Kuomintang y, ante la invasión de las aguas, el grito de ataque era el individual
«¡sálvese quien pueda!», favorable al hombre de posibles, que se salvaba, y fatal para
el pobre desvalido, que encontraba la muerte.
Ahora en China existe un gobierno popular, y el grito de ataque, el año pasado,
no fue el egoísta de «¡sálvese quien pueda!», sino el fuenteovejuno de «¡todos a una!».
En abril, con antelación a la llegada del enemigo, se creó, adjunto al gobierno,
un estado mayor de la inundación, encargado de ordenar las fuerzas de combate
y disponer la estrategia y la táctica convenientes. Telégrafos y teléfonos, en la
zona de la posible invasión, se pusieron en guardia conmutados con la capitanía
de las fuerzas populares. Se establecieron miles de puntos de observación, especie
de fortalezas donde se hacía perpetua guardia, vigilando el estado del cielo y de
las aguas.
En junio inició su furioso ataque el río, pero, a diferencia de otros tiempos, ya no
pilló desprevenido e inerme al pueblo. El gobierno hizo un llamamiento a los campe-
sinos y una inmensa leva voluntaria pudo organizarse. Millones de soldados se pusieron
instantáneamente en pie de guerra. Las cifras de este ejército son impresionantes: diez
millones. El ejército verdadero, con todos sus recursos, también fue utilizado contra
las fuerzas locas de la naturaleza.
El estado mayor comenzó a actuar en estado de guerra: movilización, ejércitos,
llamamientos, consignas: «¡Atajad el paso de las aguas! ¡A mayor nivel de las aguas,
mayor altura de los diques!».
[96] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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Como los caballos que se desbocan llevan frenos, bocados, bridas y muserolas, en
los ríos chinos hay en las llanuras frenos de contención, largos muros que encauzan
las revoltosas e indisciplinadas aguas primaverales.
Pero a veces, como el año pasado, tales frenos resultan insuficientes y el agua, tes-
taruda, ansiosa por encabritarse y correr, salta por encima de los muros y se sale con
la suya, que es invadir los campos llanos, las tierras bajas.
La lucha consiste en reforzar los muros, en tapar las brechas que abre el enemigo,
en poner espolones, en elevar con sacos terreros los diques, en acudir presto a donde
el peligro es mayor, en coordinar el conjunto de las operaciones, en saber dirigir el
numeroso ejército puesto en pie de guerra.
Y surgió, el año pasado, un heroísmo colectivo movido por el ideal, consciente
de su poder y de su deber. Rompió el agua, en cierta parte, los muros, y un destaca-
mento de mil personas corrió al lugar del peligro. Se arrojaron al agua y, sosteniendo
con las manos una hilera de ladrillos, contuvieron el ímpetu de la corriente hasta que
descendió el nivel; formaron un muro humano, un dique de cuerpos.
Treinta mil soldados de este ejército, una vez contenida la invasión, fueron con-
decorados.
Solo un gobierno popular, que puede poner en movimiento infinitos recursos, y
un pueblo que puede alzarse al grito de «¡todos a una!» pueden vencer o contener
estas terribles inundaciones o invasiones de los ejércitos de la naturaleza, madre que
da o quita según le place su capricho.
CÉSAR M. ARCONADA [97]
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EL GRAN CANAL
No es extraño que el hidalgo manchego don Quijote viera gigantes en los molinos,
cuando yo, menestral de Castilla, veo desde el tren procesiones con estandartes re-
mendados, andrajosos, como si esos pendones fuesen conducidos por la llanura por
manos de mendigos.
Y como no estoy loco, por fortuna, me pongo a cavilar: ¿qué diablos será esta fan-
tasmal procesión? Desde la ventanilla del tren solo veo, entre los campos de arroz, la
parte superior de los pendones, lo mismo que en los títeres solo se ve, fuera del reta-
blillo, medio cuerpo de las figuras. Sobre el verde tan vegetalmente verde de los arro-
zales, y de cara al llameante sol de verano, los pardos pendones tienen algo de cueros
tensos de tambores gigantes que el cálido viento tamborilero debe ir golpeando.
Al cabo de un rato de desvaríos, inquieto por si mi cabeza estuviese tocada, me
dicen que vamos paralelos al Gran Canal, y que lo que me parecían fantasmagóricos
pendones son las velas de los juncos que navegan por él.
¡El Gran Canal!
Su nombre va siempre unido al de la Gran Muralla. Son los dos grandes de la
vieja China, dos monumentos grandiosos del pueblo que tuvo el gigantesco empeño
de construirlos.
Esta primitiva calzada de agua se comenzó a construir a finales del siglo iv antes
de nuestra era. El príncipe Wu tenía su dominio en el sur, por las riberas de Yangtsé,
y como todo príncipe celoso de aumentar sus territorios comenzó este canal, hacia
el norte y el occidente, por donde quería ensanchar su poder. En principio, pues, el
canal fue concebido como una vía militar entre el Yangtsé y el Huang He, los dos
ríos arteriales del corazón de China.
Como es natural, la vida de un hombre, o de muchos, por príncipes que sean, re-
sulta corta para empresa tan larga. Se sucedían las dinastías, y cada una, atendiendo
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 99
a sus conveniencias, de distinta índole, continuaba, ampliaba o abría nuevas redes
de canales que eran, en primer término, fluviales ríos de comunicación para el trato
y el comercio de las gentes, sin contar altos fines de la estrategia militar.
El Gran Canal tenía otro objetivo importante, sin el cual los reinos no pueden
subsistir, por mucho que sea su abolengo; servía para la saca y lleva de los tributos o
arbitrios que los súbditos del reino debían pagar al soberano reinante, con menos
dolor que temor.
Por eso más adelante, cuando se unieron los reinos y los cetros y la capital del inmenso
territorio chino pasó a Pekín, al canal, también como a otro dragón del imperio, lo hicieron
llegar hasta las mismas puertas de la ciudad, donde se descargaban los productos tributados
por los súbditos para mantener el rango y el boato de tan gran imperio.
El Gran Canal tiene una longitud de mil ochocientos kilómetros, aunque con la
red de canales construidos en la antigüedad la cifra se eleve a dos mil quinientos ki-
lómetros. El canal principal, por donde el emperador transitaba con sus carabelas,
tiene quince metros de profundidad y setenta de anchura. Comienza en Pekín y llega
hasta Hangchow, en el océano, después de atravesar la fértil llanura oriental de China
y cruzar, cortándolos, sus dos ríos más importantes.
En el transcurso de muchos años —milenios—, esta gigantesca obra humana, si
bien hecha con sangre de vidas arrancadas de los lares, fue un poderoso medio de
unificación política y económica, de comunicación y tráfico, de lazos y relaciones.
Con el correr de los tiempos, que todo lo mudan y transfiguran, al aparecer otras
vías de comunicación el Gran Canal fue perdiendo importancia, como las murallas,
torres y fortalezas guerreras. Y como la edad y el abandono todo lo robinan o lo ador-
nan de verdín, el viejo canal llegó a nuestros días enmohecido y renco en el caminar,
como valetudinario soldado.
Pero hoy, después del triunfo popular, vuelve a vivir de nuevo. Se han emprendido
grandes obras para remozar el milenario gigante, y como en la era del poder del pue-
blo no hay competencias entre la compañía de los ferrocarriles o la de los barcos, de
los ríos de agua o de los ríos aéreos, el Gran Canal vuelve a tener vida, y mucha más
tendrá en el futuro.
[100] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 100
Por ahora aún navegan por él los viejos juncos, de remendada vela cuadrada,
que a mí me parecieron pendones de procesión; incluso he visto en alguna parte
de su curso, por primera vez en mi vida, a los sirgadores tirando penosamente de
una barcaza.
Pero estos son cuadros de la agonía del pasado, supervivencias ya hechas jirones
cuya mudanza se está forjando bajo el humo que sale por las chimeneas de las fá-
bricas.
Pronto el Gran Canal será una vía acuática importante de la gran China.
CÉSAR M. ARCONADA [101]
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CANTATA AL RÍO AMARILLO
Cuando, en el rodar uniforme del tren, llegamos a orillas del río Huang He, los pasajeros
y yo, a la par, nos apresuramos a ponernos junto a las ventanillas, como si fuese a pasar,
por encantamiento, un dios mitológico y no quisiéramos perdernos el espectáculo.
¡Cuánto dice este río, amarillo de aguas, amarillo de nombre, al corazón de cada
chino!
Este valle del río, hacia la profundidad del país, fue la cuna de la civilización
china. Parece como si el alba de China hubiera salido en remotísimos tiempos de
las aguas amarillas de este río corazón, de este río sagrado, extendiéndose luego por
anchos territorios.
La China revolucionaria cuenta en su historia con dos músicos famosos: Nie Er
(1912-1935) y Sin Sing Hoi (1905-1945). El primero escribió muchas canciones re-
volucionarias, entre ellas la «Marcha de los voluntarios», hoy convertida en el himno
de la República Popular. Este gran músico murió en un accidente, bañándose en una
playa en Japón, adonde había tenido que marchar para no ser detenido. Acabó su
vida cuando comenzaba a desarrollarse su talento: tenía veinticuatro años.
Pero la revolución poseía tantas fuerzas creadoras, en todos los órdenes de la ac-
tividad humana, que la inspiración musical de Nie Er apareció en otro gran músico,
joven también, y también patriota y revolucionario: Sin Sing Hoi.
En el año de la muerte de su antecesor, Sin Sing Hoi vuelve de París a Shangai,
donde tiempo atrás había sido expulsado del conservatorio por revolucionario. Es el
momento de agudización de la lucha contra los japoneses invasores; el joven com-
positor toma las armas: escribe su primera sinfonía, titulada «Liberación nacional».
Dos años después, los japoneses entran en Shangai y el músico huye de la ciudad.
Más tarde aparece en Wuhan, donde entonces existía un gran movimiento antijapo-
nés. El compositor escribe muchas canciones patrióticas.
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Poco después de crearse la zona libre del noroeste, Sin Sing Hoi se fue, con el nú-
cleo más avanzado de la intelectualidad, a Yenán, donde dirigió la academia de arte
Lu Sin. En mi viaje a Yenán vi una fotografía de él: al lado de las cuevas, Sin Sing
Hoi dirige un coro de unas veinte voces. ¿Qué cantan? Cantan una famosa obra cre-
ada por el músico en las cuevas de Yenán: «Cantata al río Amarillo».
Esta cantata es hoy muy famosa, lo mismo que su autor. Sin Sing Hoi simbolizó
en el río —corazón de China— las grandezas del pueblo, los anhelos de libertad, la
firmeza en la victoria y el próximo futuro feliz. Pero no olvidó, como nadie olvida
en China, la fosca naturaleza de ese río que, si por un lado es generoso en el dar, tam-
bién es pródigo en el quitar. Por algo el pueblo lo llama el «río del dolor».
Desde remotísimos tiempos, el pueblo decía que en China había un inmenso dra-
gón. Cuando este dragón reclinaba en la tierra su cabeza, la tierra se secaba; cuando
la metía en el Huang He, el río se quedaba sin agua porque el dragón se la bebía
toda; cuando estornudaba el monstruo, se levantaba un leve viento y caía una lluvia
menuda; se enfurecía el dragón, daba unos fuertes bramidos que llegaban al cielo, y
entonces surgían los truenos y las fuertes lluvias, y el Huang He se desbordaba…
Siglos y siglos ha luchado la gente contra este terrible dragón sin conseguir vencerlo.
Se cuenta que ya el legendario emperador Yu el Grande, que vivió dos mil años antes
de nuestra era, luchó contra la voluntad del cielo para aplacar las furias de este dragón.
Mas lo que no pudieron conseguir ni magos ni emperadores ni gobernantes a
horcajadas del poder lo va a conseguir la ciencia al servicio del pueblo, apoyada por
el pueblo, en la época del poder popular.
Vemos el río y nos parece una de esas carillas de papel de oficio con muchos rin-
gorrangos y anchos márgenes de cortesía. El cauce es inmenso, pero acanalado, en
regueros, como si fuera un río que trotase rodeado de muchos potrillos-riachuelos.
¡Es un río singular este Huang He! Hace el daño y esconde la mano.
Tiene una largura imponente incluso para un dragón legendario: 4.845 kilóme-
tros. Viene de muy lejos, apresado entre montañas, cargado de afluentes, lluvias y
barro, y cuando desemboca en el llano da un grito de libertad y se desparrama gozoso,
como regodeándose en el anchuroso lecho, sin pensar en los daños que causa.
[104] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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Y además, el gigantón de río —¡parece mentira!— es caprichoso como una damisela
amuselinada. Ha habido años en que se ha empeñado en no ir por donde siempre iba
y, saliéndose de madre, ha tirado por donde le daba gusto, con horror de los campesinos
y con asombro del mar, que lo veía retirarse de un sitio y aparecer en otro. Dicen que
nueve veces ha cambiado de lecho el famoso río.
¿A qué se deben esos caprichos? Se llama Amarillo por su color, y su color procede
de la tierra. Agua, tierra, barro, vasijas, cuevas. He ahí el alma de la remota China. Y
el río es aún una reminiscencia de esa prístina antigüedad.
A veces el río-agua se transforma en río-barro, y por eso cuando llega a la llanura
trae los elementos para construirse él mismo un cauce nuevo. Según datos, durante
los períodos de grandes lluvias, en un metro cúbico de agua trae el río quinientos
ochenta kilogramos de arcilla.
Sin Sing Hoi escribió su famosa cantata al río Amarillo, en Yenán, de cara a la es-
peranza y al porvenir. Allí, donde estaba concentrada en cuevas la existencia de la re-
volución, el músico pudo intuir los años futuros de su gran pueblo y de su gran río.
Esos años, entonces futuro, son hoy presente. El pueblo, que es el mayor mago
que existe, está en el poder, y entre sus manos tiene la suerte de los hombres, y de los
ríos, y de las montañas, y de las ciudades, y de los caminos, y de todo…
Durante mi estancia en China, el Huang He por todas partes: estaba de moda.
Veía su cauce tortuoso en revistas, en el cine, en exposiciones, en carteles. Me enteraba
de sus particularidades. Percibía que al río sustancial de China le había llegado su
hora de transformación.
La Asamblea de representantes del pueblo había aprobado un plan grandioso,
uno de esos sueños que solo el socialismo puede realizar.
Todo consiste en hacer, de un río loco, un río cuerdo; de una maldad, un bien;
de un tesoro oculto, una riqueza útil; de una fuerza encabritada, un servicio regi-
mentado; de un caudal de agua, un caudal de felicidad para los hombres.
En un futuro no muy lejano, la maga ciencia, con todo el poder de ella y del pue-
blo, transformará el río. Pondrá muros en sus riberas para que no se deshilachen y se
troncen. Entre montaña y montaña levantará presas que regulen el agua y produzcan
CÉSAR M. ARCONADA [105]
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 105
energía eléctrica. Se afianzará el cauce. Se ahondará la profundidad. Navegarán los
grandes barcos. Inmensas llanuras estarán nutridas de múltiples venas de regatos. En
fin, el río-naturaleza se transformará en río-ciencia.
Una nueva cantata al río Huang He la va a escribir el pueblo en los próximos
años al transformar el río-cuna de China. El acorde final de esa cantata dirá: «¡Gloria
al pueblo todopoderoso!».
[106] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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NOCTURNO
Viene la noche. El tren sigue por su camino llevándonos hacia el sur. En un cielo
de límpido azul aparece la luna como un farol chinesco. Tras la llanura surgen las
montañas. Nuestro vagón es corrido, y vemos pasar a los viajeros por el pasillo, sigi-
losos, para no despertar a nadie.
Todo está regido por la meticulosidad y el orden. El tren llega a su hora, parte a
su hora, corre a su velocidad, se para, vuelve a marchar, toma agua… Cientos de em-
pleados están pendientes del correr de nuestro tren. Por la noche, ellos velan, están
en las agujas, en las garitas, llaman por teléfono, sacan sus ahumadas banderas, tocan
pitos… El general de los ferrocarriles se llama Orden. ¿Y qué otro nombre puede
tener una empresa de tal índole? Pues en otro tiempo, en China, ese general estaba
loco y se llamaba Desbarajuste.
Echado en mi lugar del vagón, en el duermevela de la noche y la marcha, del
ritmo y de la mortecina luz, pienso en el viaje por China de un compatriota mío,
ilustre por su pluma, que era más bien pincel.
Blasco Ibáñez hizo en 1924 un viaje alrededor del mundo y, como parte del
mundo no pequeña, pasó por China. Procedente del Japón llegó a Mukden, luego
fue a Pekín y más tarde, en un tren como este, acaso en este mismo, acaso en este
mi vagón y en este mi departamento, hizo el viaje de Pekín a Shangai, como ahora
yo.
Y yo, en 1955, recuerdo que hablaba del desorden de los trenes. Nunca se sabía
la hora de partir ni la de llegar. Estaban días enteros parados. Descarrilaban con fre-
cuencia. Los trenes eran sucios e incómodos, y además…
Por la ventanilla veo la luna como yendo a apoyar su dorada cabeza en las cumbres
de unas montañas. Y pienso: sí, deben de ser las mismas montañas de que hablaba
Blasco Ibáñez.
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Era un tren especial de adinerados turistas. Las señoras llevaban riquísimas joyas.
Antes de salir de Pekín los periódicos habían anunciado que tal vez el tren sería asal-
tado por los bandidos. El gobierno, por así llamarlo, temeroso de que aquel botín de
joyas le costase un disgusto diplomático, puso al tren guardia especial de soldados
con ametralladoras.
Días antes había sido asaltado otro tren. Los viajeros iban con el alma en un hilo.
Unos a otros se contaban ferocidades pavorosas que ponían los pelos de punta. Al-
guna señora, por precaución, se tragó sus diamantes. Se esperaba el asalto al llegar a
las montañas. Nadie dormía. Todo el mundo creía ver de un momento a otro el re-
brillo de los puñales en la noche.
No pasó nada, aunque debió pasar, qué diablos. Los famosos bandidos chinos no
estuvieron a la altura de su fama. [...] No pasó nada porque en aquellos tiempo a los
bandidos les infundía respeto el pasaporte norteamericano de los turistas. Con gusto
se hubieran apoderado del joyerío de las damas, pero como las uvas estaban altas, tal
vez reflexionaron como la zorra.
¡Cómo han cambiado los tiempos!
Voy en el expreso de Shangai, tan tranquilo, sin temor a bandidos ni a asaltos. Y
no me dan miedo la noche y las montañas, donde la luna ha terminado de reclinar
su cabeza como si quisiera dormir…
Y si pienso en los bandidos de antaño es por hacer fugaces las horas de la duer-
mevela.
[108] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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VADO AL AMANECER
Al filo del alba el tren se para con holgura de tiempo. Los viajeros duermen, ha-
bituados ya a sentir en la somnolencia la alterna contraposición de paradas y mar-
chas. Pero ahora el ritmo cambia: la parada se prolonga demasiado, se oyen voces,
hirientes en el silencio, silbidos de maniobras; los ferroviarios van y vienen con
pasos firmes; danza en la oscuridad interior del tren el reflejo de las luces de los fa-
roles que los empleados llevan en la mano. Se oye el lloriqueo de un niño que pide
pañal seco.
A los cristales de las ventanillas se asoman las caras mal dormidas, maceradas por
el insomnio, con ojos turbios guarnecidos de ojeras y legañas. Algo anormal pasa. Si
Blasco Ibáñez viniera en su tren de turistas ricos, pensaría: ¡ya están aquí!
Pero no, no son bandidos lo que nos han cortado el paso. Es otro río: ¡y nadie
más! Y este insolente interceptor no es nada menos que el Yangtsé, el mayor río de
China. Bien es verdad que cada río baja cortando los caminos y las tierras, que se
quedan distantes, mirándose perpetuamente de una orilla a otra sin poderse jamás
unir.
Los hombres no se dejan vencer por los ríos, por bravos, anchos y gigantes que
sean, y tienen de orilla a orilla un camino que se llama puente. Más he aquí que to-
davía los hombres no han emprendido la empresa trabajosa y costosa de tender un
puente en el Yangtsé para unir las dos orillas en una distancia de varios kilómetros.
El puente será tendido, que las fuerzas de hoy no son las de ayer.
Pero mientras tanto el tren llega a la orilla del Yangtsé, corriendo, y como no
puede dar un brinco de pájaro se queda parado ante el agua y pita: ¡eh, buena gente,
pasadme por el vado!
Entonces aparecen unos ferroviarios-barqueros, dividen en dos el tren, lo meten
en una barcaza y nos pasan a la otra orilla.
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El río es inmenso, y tiene tal espesura de agua que parece como si uno pudiera
andar por la superficie sin hundirse. Las olas semejan cuerpos de ballenas, no alas de
gaviota como en los ríos corrientes.
Parece como si la barcaza llevase el amanecer a la otra orilla. El cielo se abre y va
tomando también el color del río. Al fondo, el cabrilleo de luces de una ciudad ago-
niza envuelto en la luz acerada del amanecer.
Llegamos a la otra orilla, el tren vuelve a ser tren, la máquina nos lleva, con su re-
soplar de vapores, y a los cinco minutos estamos en Nankín.
[110] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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A LA CASA... ¡DE UN CAPITALISTA!(Apuntes de un diario)
10 de julio. Estoy haciendo el plan de viaje como un trotamundos egoísta que pide
todo y no da nada. Que le muestren las cosas, que las olfatee y garrapatee en sus
apuntes. ¿Y después? ¡Si te he visto no me acuerdo! Me da rabia pensar que algunas
veces las hojas de los cuadernos de viaje se ven en los muladares y no han servido
para nada: tal vez solo para que los pájaros que las picotean se enteren de lo que existe
en China.
No quisiera que mis apuntes, los que pienso tomar, fueran como esas recetas de
los médicos que el pobre doctor escribe y luego no sirven para nada porque no se va
a la botica a comprar el mejunje y se prefiere la tisana casera.
12 de julio. Me preguntan: ¿qué quiere usted ver? ¡Vaya atolladero en que me meten!
Es como si a un chico le llevan a una confitería y le preguntan qué es lo que quiere. O
dirá: ¡todo!, o dirá que no sabe, aunque los ojos se le encandilen y se relama los labios.
Pero hay una cosa que no vacilo en decir, como si procediera de una idea precon-
cebida: quiero ver a un capitalista.
¡Diablos! ¿Qué es esto? Miro a los ojos de mi amable interlocutora y me parece
ver en ellos una chispa de asombro. Tal vez se pregunte: ¿quién es este pelagatos y de
dónde viene que lo primero que pide al llegar a China es que le muestren a un capi-
talista, como si en el mundo no hubiera pocos?
Resulta que estaba equivocado: aquella chispa traviesa en los ojos no significaba
asombro sino ironía, porque no soy yo solo el viajero que al llegar a China pide hablar
con un capitalista; son todos.
Los viajeros que vienen de los países capitalistas muestran deseos de ver a un ca-
pitalista no por curiosidad humana de ver a un hombre que tiene no pocos dinerillos
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en el banco, negocios entre manos y vida regalada y fácil, porque en su patria basta
con que asomen las narices a la puerta para verlos a docenas. No. A ellos, natural-
mente, les interesan las relaciones sociales, la convivencia de elementos del socialismo
y del capitalismo. Y a muchos, comprobar, incluso, que no ha peligrado ni peligra la
integridad del «burgués insaciable y cruel».
Yo, como cualquier pelafustán criado en selva, he visto tigres a tutiplén. No me
pasará como a una muchacha conocida mía, criada en la Unión Soviética, que cuando
en China vio a un capitalista abrió unos ojos tan grandes como los de un buey y es-
tuvo mirándole todo el rato con la curiosidad de tener enfrente a un bicho raro.
No. A mí no me pasa eso, los conozco, casi puedo rastrearlos por el olor como
los perdigueros la caza. Y sin embargo…, hace tanto tiempo que no los veo que aparte
de un interés político tengo también un interés físico.
No lo puedo remediar: quiero ir a la casa… ¡de un capitalista!
16 de julio. ¿Qué hay del capitalista?, pregunto como si sospechara que iban a
escamoteármele. La amable interlocutora que planifica nuestros viajes sonríe de
nuevo. Yo pienso: no hay que insistir, a lo mejor no quieren mostrarlos, o a lo mejor
piensa que quiero verlo para que me haga alguna declaración contra el gobierno y
me diga que es un mártir oprimido por el yugo del socialismo, en espera de ser libe-
rado por la revolución capitalista.
¡No, diantre, no insisto más!
17 de julio. Hoy, a la hora de la cena, ha venido a vernos nuestra amable plani-
ficadora de viajes y de sueños.
Come con nosotros —mi mujer, la traductora y yo—, y entre plato y plato de
torrados langostinos y pollo salsero, saca un estadillo y nos lee el plan de nuestro iti-
nerario.
No dice nada de lo que yo esperaba que dijera…
Suelto a volar una mirada de decepción tan aguda que la amable planificadora
parece adivinarla. Después de un corto silencio exclama:
[112] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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—Al capitalista podrá usted verlo y hablar con él en Shangai…
¡Ah! ¡Por fin! Estoy salvado. ¡Tendré capitalista delante de mis ojos!
24 de julio. Mañana partiremos de Nankín. Siempre da pena marchar de un
sitio, pero en China da más pena aún porque en cualquier parte echa uno raíces
enseguida.
Hoy me he entrevistado con un camarada que es director de los grandes almacenes
de la ciudad. Me ha dado información sobre la situación económica de la ciudad durante
la época de Chiang Kai-shek. La situación ya se sabe cómo era: catastrófica. El dinero
no tenía valor: los pequeños negocios, en ruinas; los pequeños comerciantes y negocian-
tes, en quiebra; los grandes especuladores, con las cuatro familias a la cabeza, en auge.
Mi interlocutor es un hombre más bien alto, fino, elegante, lleva un traje de seda
blanco con la camisa airosa por encima del pantalón. Se da frescor agitando con un
movimiento delicado un hermoso abanico negro donde resaltan los colores abiga-
rrados de una escena de ópera china. Tiene la cara un poco plana, con ojos grandes
y las cejas muy curvas, pero alargada, puntiaguda, ligeramente amarilla y sin un pelo
duro de barba o bigote.
Y hablando, en el curso de la conversación, trayendo a cuento el estado de la gente
de negocios, soltó de pronto, en el más inesperado momento:
—¡Ya ve usted, yo también soy capitalista!
Me quedé de una pieza. Estaba hablando con un capitalista sin saberlo. No me
importaba ya un comino la situación económica de la ciudad, sino el hombre capi-
talista que estaba frente a mí.
Pero no hubiera sido correcto desviar la conversación y, pensando en el de Shan-
gai, no descendí a la interviú personal: tras el paréntesis de asombro, siguió charlando
de complicadas cosas económicas.
Yo no podía escucharle.
24 de julio (noche). Banquete de despedida con varios escritores de Nankín.
¡Qué amabilidad, qué intimidad con gente conocida ayer! Yo no sé lo que escribe Li
CÉSAR M. ARCONADA [113]
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 113
Lian, alto, correcto y cariñoso, que nos ha acompañado siempre. No sé si Li Tsin,
un poeta joven que nos recita unos versos a la manera antigua de los bardos, es bueno
o malo. A mi lado está una novelista, sonriente, con gafas, llena de vida y efusión; se
llama Huang Sui; no sé, no sé si su pluma es suelta o torpe, superficial o profunda.
En la presidencia está Chan Shan Tsun, miembro de la junta de la Unión de Escri-
tores, bajito, un poco cegato, de expresión abierta, con un tic nervioso…
También ha estado en el banquete el capitalista. Hombre de negocios entre hom-
bres de letras, tal vez se sentía incómodo. No dijo esta boca es mía.
[114] NANKÍN, POR LOS CAMINOS DEL DRAGÓN
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SHANGAI: ECO DE AVENTURAS,SILVA DE HISTORIAS
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EL PULPO Y SUS TENTÁCULOS
Cada ciudad tiene su historia, su vida, su alma. Cada ciudad tiene su fama y su le-
yenda. Cada ciudad, brotada en distintas partes del mundo, amasada por diferentes
afanes y tejida por tantos telares y tejedores, tiene su olor, su música, sus flores, sus
primaveras y otoños, sus inviernos y sus veranos…
En la tribu numerosa de ciudades, Shangai, como se sabe, no es inclusera.
Tenía fama en el mundo de bigarda y misteriosa. Los crímenes más refinados se
cometían en Shangai, y la esencia viciosa de todos los barrios chinos del mundo estaba
en esta ciudad de los más pecadores pecados.
Si yo fuera un raspaplumas gacetillero, de los que tantos hay, aprovecharía la oca-
sión, y puesto que la pintan calva, escribiría hoy, al llegar aquí, un «lo que fuera»,
solo que con este título seductor: «Dos misterios de Shangai».
Pero como no soy de la calaña de los halagadores de las flaquezas no puedo, aun-
que me maten, hacer de trujamán del demonio.
Además, para escribir hace falta ver. Y la verdad: yo no veo el antiguo Shangai
como una Sodoma china.
Y como lo veo de otro modo, así, de otro modo, voy a describirlo.
Dicen que comenzó siendo una aldehuela de pescadores: barcas, redes tendi-
das, escamas y pies descalzos. A sus plantas un río, el Huangpo, no escaso, sino
acaudalado; a sus espaldas, el dragón inmenso del Yangtsé, que viene por la lla-
nura cebado y pesado, a punto de morir; y al frente, por si fuera poca agua, el
océano.
Seguramente los primitivos pescadores que se asentaron con sus trabajos en estas
riberas no pensaron que las tantas aguas, si bien eran sustento, iban a ser, a la postre,
su ruina, porque se transformarían en caminos, y a los pescadores les desplazarían
los astutos mercaderes.
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Durante siglos, Shangai fue una de las tantas ciudades chinas, pero con la parti-
cularidad de ser trajinante de tierra y mar, portón de las carabelas de los navegantes,
aduana del comercio, trasiego de mercancías.
Los ringorrangos arquitectónicos del feudalismo, cuya quintaesencia estaba en
Pekín, holgaban en esta ciudad marítima de traficantes, donde la suciedad, el desgarro
y las ambiciones tenían su casi libre imperio.
Hay leyendas de monstruos salidos del mar que infunden terror en la tierra. Pero
estas historias de cartel de feria siempre acaecieron en remotísimos tiempos sin ca-
lendario. Lo insólito del caso es que Shangai fue protagonista de tales historias en
tiempos relativamente próximos, en el siglo pasado.
De los mares le vino un monstruo. Ese monstruo marino ya no era animal legen-
dario, que otros eran los tiempos, sino un repugnante pulpo, negro, viscoso, insacia-
ble, con sus largos tentáculos extendiéndose como lianas por un tronco.
Este pulpo tiene un nombre en la historia: se llama colonialismo.
En Shangai, al lado del mar, se aposentó el cuerpo del dañino molusco-monstruo
y extendió sus tentáculos por toda China, agarrando, sin otra consideración que su
voracidad, todo cuanto la tierra y los hombres producían.
Y así se agrandó Shangai: bajo la negra viscosidad de este pulpo. ¡Seis millones de
almas!
De bueno el pulpo no trajo nada, sino la queja de los que aplastaba con su cor-
pachón y atenazaba con los tentáculos, porque el dolor se transformó en rebeldía y
la rebeldía en lucha, y la lucha, al fin y al cabo, en victoria.
El pueblo, en 1949, cercenó los tentáculos del monstruo-pulpo y lo arrojó otra
vez al agua, de donde había salido.
Y lo que son las cosas: el filo de la espada que lo cercenó fue amolado bajo la as-
fixiante opresión de su propio cuerpo.
[118] SHANGAI: ECO DE AVENTURAS, SILVA DE HISTORIAS
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 118
AYER CIUDAD DE AVENTUREROS…
Así como el paraíso de los justos estaba en el cielo, el paraíso de los aventureros
estaba en Shangai. Así se llama a esta ciudad: «paraíso de los aventureros». ¡Qué fran-
quicia, poderío y vara alta no tendrían aquí los aventureros para denominar a la ciu-
dad su paraíso!
Todo el año estaba el río revuelto, y las ganancias de esos modernos pecadores, a
diferencia de los primitivos pobladores de la ciudad, eran tantas que no había gavetas
honestas que las pudieran guardar. ¡Qué condiciones para el amasijo de bienes y for-
tunas! ¡Qué ambiente de trapacería y fiereza! ¡Qué libertinaje de impudores y ape-
tencias, de crímenes y atropellos!
El batiburrillo tenía por fuerza que hacer una ciudad abatiburrillada, hasta el
punto de darle un aspecto de carnaval de la arquitectura.
En Shangai ya no existe la estricta linealidad de las viejas ciudades chinas. Las ca-
lles van por donde quieren, como arroyuelos desmandados buscándose unos a otros.
Creció la ciudad sin orden ni concierto, sin la unidad de una dirección.
Shangai, como otras ciudades de China, pertenece al tipo de ciudad multicolonial.
Era recinto de varios amos, distintos por su nacionalidad, enemigos por sus intereses,
pero iguales por su religión: el culto al dinero.
Cada uno de ellos tenía en la ciudad su coto cerrado, su feudo, su concesión, con
leyes propias, con fuerzas propias, con propias características nacionales. Y a veces,
incluso para entrar había que pagar portazgo, en los tranvías nuevo billete y en los
jolgorios nocturnos especiales impuestos. Los chinos no eran considerados personas,
y por eso ponían en muchos sitios un letrero que decía: «Se prohíbe la entrada a los
perros y a los chinos».
Los chinos vivían en sus barrios chinos, en esas angosturas de barracas que se ven
todavía en las afueras de la ciudad, donde la basura y la vida humana se confunden,
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 119
se estrechan. Cada mañana, después de lavarse en los verdes charcos podridos, los
chinos marchaban a las fábricas de los japoneses o de los ingleses, de los franceses o
de los alemanes, como el burro que va a la noria; entregaban a los fabricantes toda
su energía, que ellos transformaban en oro, y volvían por la noche a sus zaquizamís
a reponer en parte las fuerzas agotadas, más con sueño —que es artículo gratuito—
que con alimentos comprados y pagados a tocateja. Con la misma propiedad que se
llamaba «paraíso de los aventureros» podía llamarse «infierno de los explotados».
La diversidad de amos y nacionalidades ha dado a Shangai el abigarramiento
arquitectónico que tiene. Cada capitalista que construía una casa quería que tuviese
su sello nacional, y parece como si también en esto los colonizadores estuvieran en
competencia: a ver quién hacía más suyo Shangai, ciudad de todos menos de los
chinos.
Por eso se entrelazan aquí todas las arquitecturas, como en baile de carnaval los
disfraces. Junto al severo edificio de un banco francés con cariátides en la fachada, el
gigantón rascacielos, adefesio del gusto. Al lado de una nórdica casa de puntiagudos
tejados, el cubo de un arquitecto esquemático y lecorbusiano. Frontero a un palacio
irlandés donde por los muros trepa el verdor de las enredaderas, un aborto alemán
rimbombante de perifollos. Contigua a una iglesia gótica, otra protestante. En las
proximidades de un club inglés, otro americano. Frente por frente a un restaurante
francés y un garito chino para extranjeros…
El hotel donde yo vivo es uno de los más altos rascacielos de la ciudad. Me place
asomarme a la ventana, porque, desde el piso 20, tan bien se ve el cielo como el suelo,
el lucerío de las tormentas en lo alto o los reflejos luminosos de la ciudad por la
noche.
No veo sino horizonte de casas, con esa ondulación de oleaje que tienen los teja-
dos. Parece como si la ciudad no tuviera fin, como si se perdiese en las nubes.
Acodado en el alféizar, que da paso al frescor de una tormenta de verano, piensa
uno en el pasado de esta ciudad revuelta, carne de colonizadores, paraíso de aventu-
reros. Pero aunque el pasado incita a meditar sobre él, también el presente muestra
a cada paso su presencia, y se establece una dualidad de meditaciones.
[120] SHANGAI: ECO DE AVENTURAS, SILVA DE HISTORIAS
Nueva Maq-Andanzas por la nueva China.qxp_Maquetación 1 12/6/17 16:54 Página 120
Del pasado hablan las huellas, pero del presente habla la vida, que es imperio po-
deroso. Ya no están aquí los colonizadores, amos de todas las haciendas, propietarios
de todas las propiedades. Los echó el pueblo chino de un puntapié bien dado, y to-
davía están aullando a la puerta, relamiéndose el escozor y añorando el sustancioso
hueso que roían.
Ladren o no, la verdad es la verdad: solo recuerdos quedan de ellos. Recuerdos,
muchos: este hotel era de ellos, el club de al lado era de ellos, las fábricas también,
los coches ni que decir, el agua, la luz, los barcos, los jardines, las flores…
Y sobre este fondo de amargos recuerdos, la vida teje hoy los grandes y ambiciosos
afanes de los chinos.
CÉSAR M. ARCONADA [121]
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HOY, CIUDAD DE LOS TRABAJADORES
Aquel Shangai del misterio y la propicia aventura se ha convertido hoy en un Shan-
gai claro, limpio, honesto, en una hirviente ciudad de millones de trabajadores que
laboran para la grandeza de su patria y para el bienestar de ellos mismos.
Siempre fue Shangai la mayor ciudad industrial de China. Pero en el pasado esa
industria tenía un específico carácter colonial: era propiedad de los colonizadores,
servía a sus intereses de colonizadores y producía en forma típicamente colonial.
Era una industria fragmentaria, complementaria, de detalles, con vista por una
parte a los beneficios y, por otra, a impedir el desarrollo industrial de China.
Hoy la industria de Shangai ha cambiado por completo. Los talleres que antes
hacían detalles de máquinas, hoy hacen máquinas completas, tornos. Otro tanto su-
cede en la rama de los aparatos eléctricos, las turbinas, las calderas. Antes en Shangai
había astilleros donde solo se hacían reparaciones; ahora se han ampliado y se cons-
truyen barcos.
Shangai tiene hoy la mayor industria textil de China; los algodonales de todo el
sur proveen de materia prima a las fábricas, y estas, según he oído, pueden vestir en
un año a treinta millones de chinos con trajes de algodón.
Las bicicletas, que ruedan en multitud por todas partes, salen de las fábricas de
Shangai hacia todo el inmenso país, y no solo hasta él, sino que ruedan por todo el
inmenso Oriente. Otro tanto sucede con las domésticas máquinas de coser o con las
prácticas plumas estilográficas.
Shangai, el centro industrial y comercial más grande del país, fue una de las primeras
ciudades donde resonaron los estridentes platillos del júbilo y aparecieron por las calles
los danzantes dragones: toda la industria y el comercio de la ciudad pasaba a tomar un
carácter socialista. Las industrias y los comercios particulares que aún tenían gran vo-
lumen se transformaban en empresas mixtas de particulares y del Estado.
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Con mayor razón, la antigua urbe de los amos es hoy la más populosa ciudad de
los trabajadores, únicos amos de ella.
No solo ha cambiado el carácter de Shangai, sino el propio Shangai. Han apare-
cido nuevos barrios obreros que vienen a desplazar el monstruoso apelotonamiento
de barracas de los antiguos arrabales. Las fábricas de hoy no son las de ayer: los nuevos
amos —los trabajadores— les han dado nuevo carácter, nueva estructura.
Donde antes había, en el centro de la ciudad, un hipódromo para distracción ex-
clusiva de los adinerados, hoy existen una ancha plaza y un bello parque. Un canó-
dromo, destinado, como es lógico, a los mismo fines, se ha convertido en un inmenso
local de espectáculos. Los clubes elegantes, que en otro tiempo eran palacios de va-
nidades y regodeos de toda índole, hoy son palacios de los trabajadores, centros de
cultura y de limpio esparcimiento.
Desaparecidos los feudos, Shangai se ha integrado en un todo: se ha unificado el
transporte urbano, las comunicaciones son otras. Los servicios comunales se han me-
jorado mucho. Los tubos de conducción de agua, que antes constituían una red limitada
a los barrios de los ricos, hoy se extienden por toda la ciudad. Más de quinientos kiló-
metros de nuevas tuberías han irrumpido por las calles y las casas que antes solo veían
el agua de la lluvia.
Mercados, parques, guarderías infantiles, escuelas, teatros, cines… Todo lo viejo,
transformado; todo lo nuevo añadido en suma fabulosa. ¡Y todo al servicio común
de los trabajadores, amos del nuevo Shangai de hoy!
[124] SHANGAI: ECO DE AVENTURAS, SILVA DE HISTORIAS
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POR LAS CALLES
En medio de la ciudad, cercado el recinto por una verja que se alza como impi-
diendo que se escape el jardín, está el babilónico rascacielos del hotel. Alrededor,
allá fuera, en las cambiantes horas del día o de la noche, la ciudad inmensa y des-
conocida, con su enredada maraña de calles, con sus hervideros de vida, como ru-
morosos almenares.
Tiene la ciudad su tentación, como todo lo desconocido. Parece que está uno en
medio de un bosque sin fin, prisionero de sus gruesos leñadores. Y donde hay tenta-
ción, casi siempre apunta el pecado.
Se han dejado ya los coches y los intérpretes, terminadas o interrumpidas las en-
trevistas o las visitas, y los huéspedes extranjeros quedan solos en el hotel, como des-
validas criaturas: fuera de aquí de nada les valen los idiomas que parlotean, como no
sea el de la mímica, escaso en recursos. La ciudad tiene sus peligros, puede uno per-
derse si no se van echando miguitas de pan por los senderos del bosque…
Y sin embargo, la tentación de escapar a lo desconocido es irremediable. Veo a
muchos vacilar, ante las puertas del jardín, como si en su interior estuvieran luchando
a muerte la tentación y el peligro. Casi siempre vence la tentación, y el extranjero
franquea la verja. ¿Por dónde tirar? ¿A la derecha o a la izquierda? ¿Por dónde ir, in-
defenso y minúsculo como una hormiguita, cuando todos te miran y nadie te en-
tiende?
Y a mí me gusta este juego, y me escapo a veces por la ciudad observando todas
las precauciones posibles para no perder la orientación. Le revienta a uno tener cara
de europeo y estar haciendo siempre de solitaria máscara que atrae la atención y hasta
hace llorar a los niños pequeños, como si fuera el coco, si uno se fija en cualquiera
de ellos. Lo malo es que nunca va uno perdido del todo, que se lleva en la cara el pa-
saporte.
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Mas, aun con todo y con lo que sea, camino y camino por las calles…
Tiendas y tiendas, una tras otra, diminutas casi todas, en los bajos de las casas, en
los portales, en las aceras, en las esquinas, y casi hasta en los árboles. Toda la ciudad
parece un inmenso tenderete por donde los escasos compradores se pasean como
reyes. El vendedor espera al cliente a veces sentado, inmóvil, abanicándose, con una
pernera del pantalón subida, el pecho al aire y los ojos rasgados como ausentes.
La ciudad tiene un centro, que es como la culminación de su bullicio y su mer-
cado: edificios más altos, comercios mejores, grandes almacenes, teatros, cines, anun-
cios luminosos, como sucede en todas las grandes ciudades. Partiendo de él llega uno
a zonas más silenciosas, como si la vida se remansase, para después, saliendo de ellas,
llegar otra vez al torrencial bullicio.
He aquí la zona del puerto con su vida propia, siempre en trajín: aduanas, ban-
cos, edificios de antiguas compañías, casas comerciales, oficinas… Otro es el espí-
ritu que mora en estos solemnes edificios, que mueve a las gentes, que se esparce
por las calles, que condiciona y regula las relaciones de unos con otros. Y sin em-
bargo, en lo aparente la misma febrilidad, el mismo futuro acelerado, el afanoso ir
y venir de la multitud.
Shangai es puerto fluvial, en el Huangpo. El mar está distante, ni se ve ni casi se
presiente, y el río es como una ancha avenida por donde van y vienen barcos y barcas,
canoas, champanes, gabarras, remolcadores, tranvías, con la misma intensidad que
circulan bicicletas y coches por una calle. La ribera de ambas orillas es puerto y bu-
llicio, ajetreo y tráfico. Parece como si el río fuese pequeño para contener el comercio
de la ciudad, que se vuelca en él como avenidas de agua en un torrente.
Al atardecer, sobre todo, es difícil cruzar las calles de Shangai. No es probable que
te atropelle un coche, porque son pocos los que circulan, pero puedes ser envuelto y
devorado por una nube de bicicletas que se te echan encima como un temible en-
jambre. La bicicleta es, en todas las ciudades chinas, la reina silenciosa de la calle,
pero en ninguna parte como en Shangai, grande, populosa e industrial, donde cada
uno tiene un caballo de dos ruedas para trasladarse de un sitio a otro sin pagar nada,
pedaleando.
[126] SHANGAI: ECO DE AVENTURAS, SILVA DE HISTORIAS
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Menos los rikshas, cuyo caballo es de tres patas. Los triciclos de los rikshas son
mayores que los de Pekín. En Pekín solo cabe una persona; aquí por lo menos dos,
a veces incluso toda una familia que se pasea al atardecer tomando el fresco en esta
extraña carretela rodada por un hombre pedaleando.
El aspecto de Shangai se diferencia mucho del aspecto de otras ciudades de China.
En los demás sitios, el viento de la revolución parece que ha unificado a la gente.
Apenas si se notan las diferencias económicas de unos y otros. Las multitudes tienen
un tono azul, proletario y uniforme, como si todos salieran de unos inmensos altos
hornos.
Pero en Shangai es distinto. Las clases y las diferencias económicas se advierten
más.
Se ve a la pudiente burguesía, se distingue a las familias de los fabricantes, se ven
muchachos que todavía no tienen otra preocupación que la de componerse y pasear,
se notan los desniveles del dinero y de los bolsillos de cada uno. Las huellas del capi-
talismo son más visibles que en otras partes, no solo en casas y calles, sino en la gente
que viste con elegancia, y no pocas mujeres hasta con desenvuelta coquetería, lo cual
da motivo para ironizar en el resto de China sobre las muchachas de Shangai.
Por las noches hay en todas partes el bullicio del sur, algarero y callejero. La gente
sale de sus casas, se vuelca en la calle, hace tertulia en las puertas, mientras los niños
en las aceras cantan a coro, bailan graciosamente la danza del loto o se mueven como
los artistas de la ópera china.
Cuando volvemos al hotel después de una tímida incursión por las calles, nos pa-
rece que hemos realizado una gran hazaña. No hemos descubierto los famosos «mis-
terios» de la ciudad, antiguo filón de los turistas de otro tiempo, pero, en nombre de
la verdad, tampoco nos importa gran cosa, porque el Shangai de hoy no es misterio,
sino trabajo honesto; no es guarida de aventureros, sino población de trabajadores;
no es ciudad colonial, sino ciudad china.
CÉSAR M. ARCONADA [127]
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ENTRE GENTES DE MAR Y RÍO
El cielo, después de unos días de tormentas, ha quedado tranquilo y azul, como si
reposase del ajetreo que ha tenido.
Salimos a la hora de la siesta, con los ojos aún pitarrosos de adormecimiento.
Cruzamos el centro, pasamos un puentecillo, vías de ferrocarril, arrabales, y resulta
que la ciudad no es tan infinita como nos había parecido: hemos traspuesto el fielato
de sus dominios y ya estamos en los del campo, verdes y vegetales.
Pero no por mucho tiempo: el campo nos despacha, como si estuviera malhu-
morado con la ciudad, y al fin caemos en un poblado. No hace falta preguntar lo
que es. Huele a salazones y tripas de pescado. Toneles por todas partes. Redes y ma-
romas. Un poco más lejos, el velamen antiguo de las embarcaciones, en un pequeño
puerto en el río.
Las casas son de madera, con solanas, saledizos, desvanes, escaleras exteriores…
Como en los cuentos. Las lluvias y las caricias ventoleras del mar han puesto pátina
negra a la madera de las casas. Parece que han sido ahumadas a la vez que los arenques.
Entramos en el patio de una de estas casas ribereñas. Huele a pescado de miles de
años, con un olor no interrumpido desde los primeros pobladores de Shangai. Tre-
bejos y aparejos. Montones de sal refulgente al sol. Cajones y barricas también negros
como las casas.
Por una escalera chirriante subimos a una habitación abuhardillada con un ven-
tano que se asoma al mundo de las chimeneas y los aleros. Todo es de madera, pero
clara, de color pino centelleante. En el centro, una mesa grande, como para mucha
marinería. De las vigas del techo penden cadenetas verdes y flores rojas que son lla-
maradas de color.
Y alrededor de esta mesa grande, muchos hombres con trajes azules, color de mar
en tormenta, serios y cohibidos, con ese alejamiento que a veces tienen los hombres
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que navegan. En contraste con este retablo de tallas de hombres silenciosos, destaca
la locuacidad del presidente de la cooperativa, obsequioso, abierto, cumplido y hasta
espléndido, porque ha llenado la mesa de sandías y melocotones.
—¿Es que aquí se pesca la fruta junto con los peces?
—No, claro —dice sonriente—, están pescadas en las huertas, que también están
al lado, y sin red: basta agacharse y alargar la mano. ¡Si los pescadores pudieran hacer
lo mismo en el mar, con los peces!…
Nos refrescamos con la fruta y el té verde en tazas con tapadera. El hombre locuaz,
al parecer gerente popular de esta empresa-cooperativa, nos saluda, pues la cortesía,
y en China más aún, no es patrimonio de tierra o de mar, y después nos pone al tanto
de los asuntos de la pesca. Como hace cada persona hoy en China, no puede separar
el presente del pasado, que se contrapesan en los platillos de la balanza.
—Poco de bueno pueden contar los pescadores cuando recuerdan el pasado. Ellos
pescaban y las ganancias se las llevaban otros: «Tengo las redes llenas, y las manos va-
cías…». Aquí en este distrito había un tal Sha, acaparador y cacique, que asesinó a mu-
chos pescadores que no se sometían a su voluntad.
Si en los negocios de tierra había tiburones, ¿cómo no iba a haberlos en los de
mar? Resulta que a los pobres pescadores los explotaban —cosa nada nueva en este
mundo—. Los engañaban, les robaban, iban a la cárcel. Entre las garras de los usu-
reros estaban todos ellos. Los patronos, para tener más ganancias, los hacían salir al
mar con barcos de río, y muchos perecían. Claro que a veces perecían en la tierra: el
Kuomintang hacía una leva y se los llevaba al ejército. Había bandidos de mar, nietos
de piratas, que robaban a los pescadores. En fin, otro mal los acechaba de continuo,
y no de los leves: el despido, quedarse sin trabajo y dedicarse al pordioseo.
La vida, poco fiestera. De comer, casi nada. Ropa, unos harapos. De habitación,
chozas de paja, cuando no la cala del mismo barco. Si enfermos, ni hospital donde
sanar. Si muertos, ni caja donde ser enterrados.
—Después de la liberación —continúa nuestro informante poniendo peso en el
otro platillo—, todo ha cambiado. Los intermediarios desaparecieron. Las ganancias
tienen otra escala de distribución: los pescadores reciben el cincuenta y dos por ciento
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y los patronos de los barcos el cuarenta y ocho por ciento. El nivel de vida ha mejo-
rado. Los pescadores pueden comer cuatro veces al día. Tienen ropa, hasta las mujeres
pueden lucir vestidos nuevos. En este distrito hay unas mil trescientas familias. Se
han construido muchas casas para los que vivían peor. Ahora hay un hospital. En los
barcos se llevan libros para leer, y en los ratos de asueto los que saben enseñan a los
que no saben. Hasta tenemos un diputado, pescador, en la Asamblea Nacional, que
vive en nuestro distrito…
Cuando vi que ya la balanza estaba colmada y el peso de un platillo era incom-
parablemente superior al del otro, le pregunté:
—Dígame, por favor, ¿dónde estamos? ¿Y todos estos camaradas, que me figuro
marineros, quiénes son?
—En 1950, después de la liberación, se creó en Shangai un centro distribuidor
de pescado. El gobierno popular ayudó a los pescadores en el aspecto material y en
la organización. Surgieron las cooperativas, no de producción sino de compraventa,
a la cual pertenecen los pescadores. Los miembros eligen su comité. La cooperativa
compra el pescado y lo distribuye. A los pescadores los provee de medios de produc-
ción, de ropas, de alimentos. En cinco años, la producción ha aumentado casi el dos-
cientos por ciento.
—Pero los barcos…
—Si, los barcos siguen siendo de los patronos. Pero los pescadores, cuanto más
pescan, más reciben. Dentro del barco están organizados en grupos de ayuda mutua.
Si quieren ustedes, ellos pueden hablarles de sus asuntos —y echa una mirada por
los contornos de la ancha mesa hacia el grupo silencioso de los marineros.
«Si cada uno de ellos habla —pienso yo—, tenemos aquí faena para largo, y, aunque
muy gustosa faena la de escuchar relatos de vidas, tenemos el tiempo medido a rasero».
—Podríamos escuchar a dos pescadores —propongo—, uno de mar y otro de río.
El hombre locuaz se dirige al grupo de marineros, y del fondo, como si avanzase
de la proa a la popa, se acerca un hombre. Es joven, solo tiene veinticinco años. Su
piel es cobreña, como si el mar tuviese fuego en su caricia. Su mirada es ancha, ha-
bituada a mirar horizontes desde la borda.
CÉSAR M. ARCONADA [131]
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Se llama este hombre Lo Shan-lin. Tiene fortaleza y serenidad en la pisada, aunque
no es grandón. Por lo visto, es jefe de una brigada de ayuda mutua en un barco de
pesca de altura.
—En mi casa todos éramos pescadores, pero muy pobres. Comíamos cascarilla
de arroz, como los cerdos. Un día llegaron a la aldea los del Kuomintang y el barco
donde pescábamos, aunque viejo, lo requisaron. Asesinaron a muchos pescadores,
entre ellos a un hermano mío, que protestaban contra sus atropellos. Yo me fui río
adelante con otra gente del pueblo, huyendo de allí. Pero llegamos a un sitio donde
nos pararon. A los que iban mejor vestidos los dejaron pasar. A mí no, que llevaba
ropas muy viejas, de cuatro o cinco años, y parecía un mendigo.
De tumbo en tumbo, Lo Shan-lin llegó a Shangai poco después de la liberación.
Tenía miedo de la ciudad y no quiso quedarse en ella. Le tiraban el agua y los barcos
y, río abajo, se vino aquí. Todavía no estaban arregladas las cosas, la vida seguía siendo
difícil. Pero después se fundó el centro de abastecimiento y los pescadores recibieron
dinero a crédito. Los patronos se vieron obligados a comprar nuevas redes. Y en fin,
comenzaron a respirar.
—La producción de nuestro grupo es un treinta y ocho por ciento mayor que la
de aquella gente que no está organizada. Sesenta y cinco personas formamos la bri-
gada, en cinco barcos. Del dinero que ganamos una parte se destina a fondo social,
para cuando alguno esté enfermo o tenga necesidad. Estamos juntando para comprar
barcos. Con el tiempo los pescadores tendrán sus propios barcos, y no dependeremos
de los patronos.
Surge un pugilato entre los pescadores de mar y río, sobre las diferencias y las ven-
tajas de unos y otros. Yo colijo por el aire de la conversación que, pescadores todos,
pertenecen a dos mundos muy distintos, como en otra esfera el artesano y el obrero.
Los de mar no tienen barco y dependen de un patrono con barco. Los de río tienen
una barquichuela y la vida de ellos es errante y libre, como gitanos del agua.
Los hombres de río y remo, que han intervenido en las réplicas, delegan en su
jefe de brigada para que vaya a la cabecera de la mesa, donde estamos nosotros, a ex-
poner su opinión.
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Llega un hombre enjuto, también curtido de aires, con salientes pómulos. Y el
pelo, corto y puntiagudo, de áspero erizo bajando en punta hacia la frente. Los dientes
hacia fuera parece que se le quieren salir de la boca. Lleva un pantalón corto y una
camisa azul.
Comienza sentenciosamente, como un libro:
—Los pescadores de río nacen en el barco, viven en el barco y mueren en el barco.
Aperrada era nuestra vida en otro tiempo. Como no teníamos casa, no existíamos
para nadie, solo para los explotadores, que nos arrebataban el pescado y nos pagaban
una miseria. Sí, teníamos barco casa, pero…
—Pero no teníais amo como nosotros —replicó uno de mar.
—¿Quién vivía sin amo entonces? Solo los amos no tenían amo. Los demás, todos,
si queríais comer. Nosotros en el río éramos libros, pero si querías vender la pesca,
ya sabías: a la puerta del usurero acaparador estaban sus cadenas.
Luego, Shan Te-tse, que así se llamaba el pescador, abandona las ideas generales,
y habla de él mismo:
—Yo tenía una barca vieja que hacía aguas por todas partes. Éramos seis personas:
una abuela, mi madre, una hermana, un hijo, mi mujer y yo. Cuatro generaciones
metidas en una barquilla. Comiendo, las más de las veces, lo que la casualidad nos
proporcionaba. Recuerdo un 24 de diciembre. Había nevado. Era de noche. Dor-
míamos todos cubiertos con sacos. De pronto me di cuenta de que la barca se iba
hundiendo: entraba el agua y nos estaba empapando. Como pudimos llevamos la
barca a la orilla y empezamos a tapar con yute las hendiduras y rendijas. La barca se
deshacía de vieja, y nuestra suerte, de no haber cambiado las cosas con la liberación,
hubiera sido la de casi todos los pescadores pobres: se hunde su viejo barco, y ¡a tierra,
a pedir limosna!
Hace una pausa, como haciendo frontera entre dos etapas de su vida, y prosigue:
—Luego se fundó la asociación de pescadores, el gobierno nos prestó ayuda, a
mí me dieron un crédito, y compré en 1951 una barca nueva. Pagué parte de ella.
Pero como la barca era pequeña, y grande la familia, me hice en 1954 con una barca
mucho mayor, y vivimos en ella más holgados. Mi equipo de ayuda mutua está for-
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mado por ocho barcos. Organizados en estos equipos tenemos los pescadores muchas
ventajas, entre otras que con la ayuda mutua pescamos más. Pero la vieja vida nómada
por los ríos pesa mucho todavía, y hay pescadores reacios a la organización.
—En todo pasa lo mismo —dice el hombre locuaz—, hay quien se adelanta al
tiempo, y hay quien se queda a la zaga y el tiempo se pone delante de él.
—Cuando fundemos una cooperativa —dice el pescador—, pondremos motores
a los barcos, y ya verán entonces los pescadores individuales…
Se entabla otra discusión sobre la forma de trabajo de los equipos de ayuda mutua
en río o mar. Resulta que esas formas están más definidas en el campo que en el agua.
Como las palabras no tienen fin y parecen formar una red que nos envuelve a todos,
el hombre locuaz propone que visitemos los depósitos de la cooperativa.
Salimos todos a la calle y andamos un buen trecho por el poblado hasta llegar al
depósito, lo cual sirve para que se una a nosotros toda la chiquillería, curiosa de ver
por sus andurriales a gente extraña y, tal vez para ellos, fantasmal.
De los depósitos vamos al puerto, donde nos muestran algunos barcos que están
en reparación.
Después de despedirnos de esta buena gente curtida en durezas y vientos anchu-
rosos, tomamos una canoa, y por el río Huangpo adelante salimos casi hasta el mar,
allí donde las aguas del Yangtsé, que vienen por la izquierda, amarillas de marga y de
tierras interiores, se unen con las aguas verde azulado del mar.
Y hecho este saludo al océano, volvemos, río arriba, hasta Shangai, por esta curiosa
vía llena de barcos de toda índole, de todos los calados y de todas las edades. Es cu-
rioso ver estos viejos barcos chinos, como carabelas de remotos tiempos, de remen-
dado velamen, con dos ojos grandes en proa para escrutar el misterio de los mares.
Por las orillas, fábricas y chimeneas, barcos anclados y depósitos de mercancías. Al
arrimo de la ciudad, distribuidos en embarcaciones, los barrios fluviales de champa-
nes. Y, cada vez, a la derecha, la agigantada estructura del puerto con la fogosa lumi-
nosidad de sus anuncios y de sus focos.
Es ya de noche cuando desembarcamos.
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HANGCHOW, POR TIERRAS DE NORIA Y ARROZALES. FLOR DE LEYENDAS
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Y OTRA VEZ…
Y otra vez, para goce y descanso de la contemplación, en un tren provincial, humoso
y que para en todas partes.
Suben y bajan, entran y salen en el vagón madres con niños, mofletudos como
angelotes, golosineros y caprichosos; el mandadero de una cooperativa, que ha ido
al pueblo grande a marcar una herramienta; el médico rural, con túnica negra, bonete
y apiñonados ojos de misterio; el campesino, enjuto y limpio, de piernas tan empa-
padas de barro de arrozal que parecen ellas mismas hechas de barro; grupos de estu-
diantes con estilográficas y letras en el pecho que indican el centro donde estudian;
soldados de traje de color lino y aguas revueltas, también con su letrero en la guerrera;
mujeres con bultos que abren una refrescante sombra amarilla; mozos del tren, re-
partidores de té, vendedores de dulces y vituallas…
Poco después de salir de Shangai, el tren cruza los límites de una provincia y entra
en otra, más al sur —Chekiang—, cuyo centro es la famosa ciudad de Hangchow.
Se considera la provincia más rica de China, y no es de extrañar: está situada en el
sur-oriente, en el paralelo 30 —Arabia, Egipto, sur de Marruecos—, y es una pro-
vincia costera, llanera y montañera. Y falta un era todavía, que caracteriza a estas tie-
rras y las hace excepcionalmente abundosas de riquezas: es también riera, canalera.
El tren pasa como por un territorio «veneciano»; parece como si aquí, en esas
dulas, convergieran, enmarañados, todos los ríos, canales, balsas, acequias y regatos
de China para hacer islas de todas las tierras, puerto fluvial de cada pueblo, y baño y
lavadero de cada casa campesina. Por las aguas hay un trajín de barcas como vehículos
en una calle de ciudad; hay pescadores y buscadores de hierbas, transportadores de
mercancías y viajeros, vagabundos de barca y buhoneros. En algunos sitios aparecen
apiñados los pueblos barca, abigarrados de chiquillos y ropas tendidas, pintorescos
como tribus o campamentos de gitanos…
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Son tierras de noria y arrozal, barrizosas; por donde entra el verde tierno de los
tallos van los campesinos arrancando malas hierbas, desnudos de piernas, con una
coraza de paja que los hace parecer bausanes de mitos, con sombrero, también de
paja, ancho y moldeado como una cazuela. Los únicos animales de labor son los
búfalos, tranquilos, panzudos, de baja cornamenta en medialuna. A veces se ve una
pareja de ellos bañándose en un charcal de aguas lechosas y revueltas; otras veces
pasta uno en el ribazo con un niño dormido y echado cuan largo es en el lomo del
pacífico animal; con frecuencia, al lado del amo se refugia la bestia en la sombra del
pequeño sotechado de la noria, por donde trepan varias plantas de calabaza de ama-
rillas flores.
En las montañas hay minerales, canteras; en los declives y paratas, plantíos de té;
en los llanos, arrozales, y en tierra de secano, algodón; frutas variadas en los huertos;
pescados en los ríos y balsas; en los pueblos, criadores de gusanos de seda porque es
una particularidad de la provincia, y su capital, Hangchow, es llamada la ciudad de
la seda; artesanía por todas partes: sombrillas, paraguas, trenzado de sombreros de
paja, esterillas, papel encerado, yute, talla en piedra, alfarería…
Bondad de clima y riqueza de tierra, celebridad de los hombres y compacta po-
blación con el mayor porcentaje de China: mil habitantes por kilómetro cuadrado.
Pueblos ricos y grandes, donde en medio, como en las ciudades europeas, se eleva
una iglesia gótica, construida, claro está, no antes del siglo pasado. Es el recuerdo de
las misiones católicas y protestantes, que se apostaban donde había riqueza como la
colmena donde hay flores de romero para libar.
Se ven por el campo muchas casitas que parecen de juguete: cuatro paredes y un
tejado, y no levantan arriba de un metro. Parecen casas para pulgarcitos o para ena-
nos, diseminadas, solitarias, al lado de unos arbustos y de dos árboles en vela. Pero
¿dónde está la puerta? Las diminutas casitas no tienen puerta ni hace falta alguna: el
morador de ellas entró aquí para no salir nunca jamás. ¡Son tumbas! El túmulo pri-
mitivo se ha transformado aquí en casa.
El tren, que iba por llanura de horizontes lejanos, se acerca a una cadena de mon-
tañas, y paralelamente, pero con holgura, caminan tren y cordillera durante algún
[138] HANGCHOW, POR TIERRAS DE NORIA Y ARROZALES. FLOR DE LEYENDAS
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tiempo. Ya no me intereso por las casas campestres. Solo pienso en Hangchow, famosa
entre las más famosas ciudades de China.
Mientras íbamos por el llano, no me preocupaba que la ciudad nos sorprendiera
de improviso aunque fuese náyade hermosa. No me podía imaginar sobre plana su-
perficie, aunque de seda o tul, la ciudad como un dechado de belleza.
Por eso, a veces buscaba en la ventanilla los horizontes para descubrir montañas
que fueran indicio del arribo a la ciudad. Creía que la ciudad de la belleza forzosa-
mente tendría que estar reclinada en montañas, como una Venus que al salir de la
espuma blanca se tiende en el mullido y verde césped de una pradera.
Y llegaron las montañas, y con ellas el presentimiento de la ciudad. Pero no de
súbito, sino que, como a toda reina, estaban las montañas escoltándola y dándole
honores.
Después de una hora o más de guardia de honor, apareció la diosa…
CÉSAR M. ARCONADA [139]
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PARAÍSO DE LA TIERRA, SUCURSAL DEL CIELO
De fronteras allá de China, por el vasto mundo, el nombre de Hangchow no es
conocido: ciudades hay muchas; lugares hermosos, cuantos se quieran; tradiciones,
no pocas. ¿Por qué otorgar realce y celebridad a un paraje de la remota China, en los
confines de Asia, donde el ocioso turista no pisaba?
Pero, de fronteras adentro, Hangchow es una ciudad famosísima desde tiempos
remotos, y basta con pronunciar su nombre para que cada chino lo sintetice en una
idea: hermosura. China tiene el privilegio de paisajes hermosos, de lugares singular-
mente poéticos. Cada chino ama el paisaje, se ensueña en él y lo recrea en su imagi-
nación. Por algo el arte, desde siempre, es en China la poetización del paisaje. El
bello paisaje, la naturaleza de flores y de pájaros, de animales y de plantas viven dentro
del alma de los chinos y en torno de sus ojos, desde el abanico al patio-jardín de su
casa, desde el cuadro alargado de la pared al ribereño soto de las afueras.
Y en esta deificación del paisaje, Hangchow es el cetro de la belleza. ¿Os figuráis
lo que es entonces Hangchow para China? Se la llama «la perla de China», se la con-
sidera símbolo de la belleza, se dice: el paraíso estaba antes en el cielo, ahora ha bajado
a Hangchow; un dicho es familiar en China: qué bien nacer en Suochow (alusión a la
belleza de sus muchachas); qué bien comer en Cantón (elogio a la maestría culinaria
de esta ciudad); qué bien morir en… (encomio a los féretros de esa ciudad, que son
de regia madera); qué bien vivir en Hangchow (alabanza a su excepcional belleza).
Hangchow, en las leyendas populares, es una especie de sucursal poética del cielo.
A veces, las deidades moradoras del cielo, sobre todo cuando son jóvenes y tienen
comezones en el corazón y sed de aventuras, descienden a la tierra, cosa por otra
parte reveladora: demuestran que en las alturas celestes también existen el tedio y el
descontento. Por lo visto, el cielo de los que moran en el cielo es la tierra, y a ella se
escapan de tapadillo las diosas más locuelas.
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Ahora bien, no ponen sus plantas divinas en cualquier parte, sino que, espíritus
de belleza, eligen para vivir en la tierra el lugar más bello. Por eso su lugar preferido
es Hangchow.
¿Quieren ustedes oír la leyenda de la serpiente blanca famosa en toda China, uno
de los bellísimos temas de sus óperas?
… Hangchow, orillas del lago. Dos deidades serpiente han caído del cielo; la ser-
piente blanca viste de blanco como con pétalos de flor de almendro; la serpiente
verde, su criada, viste de verde como con hierba de prado húmedo de rocío.
Las diosas contemplan el paisaje, ensimismadas en su belleza incomparable, como
si en el cielo no hubiera tales prodigios. Y he aquí que aparece un joven, y la serpiente
blanca, diosa de frágil corazón, deseosa de probar los deleites de la tierra, se prenda
del doncel y despliega sus artes seductoras.
Le pregunta adónde va, cómo se llama y qué profesión tiene. Es un pobre mancebo
de botica, tiene un nombre corriente y espera a que un barquero le lleve a la otra orilla.
Comienza a llover. Las diosas, que han bajado del cielo sin paraguas, como es na-
tural y más siendo serpientes, se mojan, y la criada pide al joven que deje a su señora
ampararse en el paraguas, a lo cual, y sin turbación, accede el mozo.
Llega el barquero y cruzan el lago en dulce balanceo. Persiste la lluvia y el paraguas
no solo los ampara con su cúpula sino que los estrecha, les acerca y, en definitiva, les
une. El paraguas, que la joven diosa se ha llevado a su casa para no mojarse, sirve de
pretexto para que al día siguiente el mozo vaya a casa de la desconocida a recoger el
vulgar artefacto.
El pabellón donde viven las diosas, junto al lago. La serpiente blanca contempla
el paraguas y piensa en el joven por quien su corazón late de amor. Pronto se presenta
el mancebo a recoger su paraguas. Le recibe la serpiente verde, le obsequia con té, le
da las gracias y… le dice que su señora quiere casarse con él.
No le disgusta esto al joven, porque la dama tiene la belleza y la blancura del loto
y tampoco su corazón es indiferente a esa belleza.
—Pero soy muy pobre —dice el galán humildemente—, y por eso no pensaba
casarme.
[142] HANGCHOW, POR TIERRAS DE NORIA Y ARROZALES. FLOR DE LEYENDAS
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—¡No importa! —le responde la criada—, nosotras tenemos de todo —¡qué
podía faltarles a ellas, señoras del cielo!—, pase a esa habitación y cámbiese de ropa.
Aparece el joven, con una deslumbrante vestimenta que realza su hermosura y su
juventud. Le ve la serpiente blanca, mozo apuesto y gentil, y su corazón no resiste
las dulces tentaciones del amor…
Ya se han casado. Él ha puesto en casa un comercio de brebajes y mejunjes para
sanar dolencias. Dos campesinos llegan a la mansión; traen al droguero un presente
por haberse curado con las pócimas que él les dio.
Pero he aquí que un día, en la felicidad del hogar, se interpone la sombra del es-
píritu del mal, envidioso de la dicha ajena. Llega un monje que conoce al joven feliz.
—En tu casa —le dice— hay una serpiente blanca.
—¿En mi casa? En mi casa no hay ninguna serpiente.
—La serpiente blanca es tu mujer.
—¡Qué dice usted, padre! Mi mujer es buena, no puede ser, no lo creo…
—Te has casado con un espíritu y tú mismo te vas a condenar.
—No puede ser, no lo creo…
—El 5 de mayo, día de la fiesta popular, dale a beber una copa de vino y verás
cómo se transforma en serpiente.
Se va el monje cruel que ha sembrado la duda en el corazón del joven, y cuando
la puerta se cierra las preocupaciones le rasgan la felicidad y se la devoran como una
manada de lobos hambrientos.
El 5 de mayo, a las doce del día, según la tradición, los espíritus que viven en la
tierra se transforman otra vez en espíritus.
Día de la fiesta. Ella quiere que su joven esposo se vaya a la ciudad.
—No, amada mía —le dice—, no iré a ninguna parte. Tú no te encuentras bien
y la criada se ha marchado a la fiesta.
La esposa, como cualquier mujer de la tierra, va a tener un hijo.
—Bebamos una copa de vino en honor de la fiesta.
Trae las copas, con tintineo de esquilas, y escancian en ellas el vino. Se acerca
la hora.
CÉSAR M. ARCONADA [143]
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—¡Bebe, mi amor, por nuestra felicidad, bebe!
Apura la diosa el vino y sale de la habitación. El esposo se queda preocupado.
¿Será verdad el maleficio? ¿Tendrá razón el monje? ¿Será su mujer una serpiente?
Y he aquí que de repente aparece en la ventana el cuello erguido de una serpiente
blanca. El joven da un grito y cae al suelo muerto.
Al cabo de un instante, pasado el maleficio, se presenta la esposa y llora lágrimas
de dolor ante el cuerpo del esposo amado. Toma la espada y se va al bosque en
busca de una flor que le devuelva la vida.
Abruptas montañas. La joven tiene que luchar denodadamente contra los guar-
dianes de la flor hasta vencerlos. Después de la victoria, el viejo espíritu del bosque
le da la flor que devuelve la vida. Con ella en la mano, regresa a casa y salva a su
amado.
Le ha devuelto la vida, pero no la confianza. ¿Quién es su mujer, persona o espí-
ritu, serpiente o ser humano?
La criada propone a su señora:
—Digámosle que somos serpientes, y si quiere vivir con nosotras que viva.
Pero la felicidad prefiere el engaño que la prolonga a la verdad que puede hacerla
morir.
Llega el amado, recién vuelto a la vida.
—Bebamos una copa de vino —dice la criada— por el fin de esa mortal enfer-
medad.
El joven se inquieta. ¿Otra vez?… ¿La serpiente?
—Ven conmigo —le dice la esposa.
—¿Adónde?
Le lleva a la cocina y le muestra una serpiente que hay en ella.
—¿Ves? —le dice—. El día de la fiesta se metió esta serpiente en casa, y tú la viste.
—¡Así quisiera que fuese! Pero el monje me dijo —y cuenta todo. La diosa ser-
piente se pone triste.
—¡No, no creas al monje, esta era la serpiente!
Pero un día se presenta otra vez el monje, testarudo en el mal ajeno.
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—¿A qué viene? —le pregunta el joven.
—Esa mujer será tu muerte: vives con un demonio. Déjala, vente conmigo al
templo de Tin-san.
Él no quiere, se resiste, ama a su esposa mujer o serpiente, pronto va a ser padre…
—¡No, no quiero!
Pero, al fin, el monje le convence y se va con él…
Las dos diosas, espada en mano, llegan en barca al monasterio. Sale un monje a
recibirlas. Preguntan por el joven esposo.
—No se le puede ver —dicen—, ya es un monje. Ha venido por su voluntad.
Ellas insisten y amenazan. Entonces aparece el viejo bonzo, prior del monasterio.
—¡Devolvedme a mi marido! —pide la esposa, y la criada, enérgica, empuña la
espada y quiere luchar.
El viejo reflexiona:
—Hasta que el sol no salga por occidente y los ríos corran hacia atrás, no tendréis
vosotras al joven.
Pero las diosas no están indefensas y hacen guerra al monasterio. Crecen las olas,
guerrean los monjes, salen los peces a la tierra y ayudan a las serpientes. Es fiera la
lucha, pero no vence nadie.
Sin embargo el joven, ayudado por un lego, niño todavía, se escapa del convento,
arrepentido, y se entrevista con la amada en el puente caído, famoso en China.
La serpiente verde reprocha a la serpiente blanca su debilidad. Dice que el joven
tiene la culpa de haberse ido al monasterio.
—No tiene la culpa él, sino el monje.
Y sobre el puente aparece el joven marido. La mujer le reprocha su acción, la
criada quiere descargar sobre él un golpe con la espada.
—No tuve yo la culpa, amada mía —dice—, sino el monje. No me marché por
mi voluntad.
Entonces ella, con lágrimas de amargura y amor, le declara que es una serpiente.
El joven se queda estático, mudo de asombro, inmóvil sobre el puente. Y por fin,
echándose en sus brazos, le dice:
CÉSAR M. ARCONADA [145]
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—¡Aunque seas una serpiente, yo te quiero, amada mía!…
Y los tres juntos vuelven a casa.
Pero el espíritu del mal no ceja en sus propósitos de lucha contra la felicidad. ¡No
ceja, no!
La diosa serpiente ya ha dado a luz un niño en casa de la hermana del joven,
donde ahora viven. Le acuna el padre entre sus brazos. Y de pronto le anuncian que
el monje está en la puerta.
—Dile que no estoy en casa —responde.
La esposa le manda que cambie los ropones al niño, y cuando el joven sale, aparece
el monje acompañado de otro malvado malbaratador de dichas que lleva una caja
con un espejo. Al reflejarse en él la diosa, se convertirá en serpiente.
Llora la pobre esposa las últimas lágrimas de su vida en la tierra. Entra el marido
con el niño, la madre lo toma en los brazos y le canta la última canción.
El espíritu del mal es cruel hasta el fin. Transforma a la mujer en serpiente, la
mete en la caja y se la lleva a enterrarla bajo la pagoda Leifeng.
Y pasan los años. El hijo de la diosa serpiente ha crecido, se ha hecho mayor, va
a la pagoda, lucha contra los generales que la defienden y salva a su madre.
Preguntad en Hangchow por la pagoda Leifeng. Todos os dirán dónde quedan
sus ruinas. Se miran en las aguas del lago, y recuerdan a los chinos la lucha de la luz
contra las tinieblas del feudalismo…
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GEOGRAFÍA Y POESÍA
El mapa ante los ojos y veis Shangai arriba, esquivando el mar por oriente y el río
Yangtsé por el norte, como si la ciudad tuviera miedo de las aguas procelosas, en la
punta central del relieve marítimo de China.
Y doscientos kilómetros más abajo, esa punta litoral forma un ancho estuario en
cuyo fondo aparece Hangchow como asomada al ventanal del mar que Shangai rehu -
sará.
Pero no es verdad la geografía del mapa. La perla de China se asoma no al infinito
mar de las tempestades, sino al lago más bello del mundo, según dicen las gentes,
como una princesa que mira su hermosura en un espejo.
Este espejo encantado se llama lago Sihu.
El lago tiene después amores con un río, y el río, correveidile y trotamundos como
todos los ríos, se entiende con el mar. ¡Y allá ellos con lo que hacen!
Pero la princesa, honesta beldad tendida en el remanso de las aguas, solo limpios
amores de poesía tiene con el lago. Se contemplan, se aman, se cantan canciones de
viento y ola, y solo por la noche, cuando la princesa duerme, celosa la luna viene al
lago a bañarse y seducirlo con su luz misteriosa de danzarina navegante en velos de oro.
… A mediodía, la hora de las chicharras, se detiene el tren en Hangchow, sin
haber hecho violencia con montañas y barreras, con arrabales o murallas. Simple-
mente, llega del llano.
La plazoleta de la estación, con blancura y pulcritud de balneario. Partida de ca-
minos y comienzo de divergencias: la poesía, con sus maletas de ocio y curiosidad,
toma rumbo a la izquierda; la prosa de la vida, con sus bultos, mercancías, camiones
y multitudes, toma la dirección de la derecha.
Hangchow es una ciudad de más de medio millón de habitantes, centro admi-
nistrativo, industrial, cultural, ciudad antigua, capital de China en los comienzos del
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milenio de nuestra era, término del Gran Canal, que parte de Pekín, ciudad famosa
por sus sedas, cuya fabricación se remonta a tiempos antiguos, cuando por el canal
y el río Huang He salían a Europa, por la llamada ruta de la seda, los tejidos de abi-
garrados colores que aquí se fabricaban.
A nosotros, como vates de la poesía que somos, nos llevan por la izquierda, a re-
crearnos en la contemplación. También es un camino antiguo, pues las bellezas del
lago no se han descubierto ahora. Ya los poetas de la vieja China venían aquí a ins-
pirarse en la naturaleza, y algunos como Lin Je-tsin se retiraban del fasto mundanal
para buscar aquí la deleitosa naturaleza.
Y en otros tiempos construían sus moradas en la ribera los hombres de dinero;
venían en otoño y en primavera las gentes acaudaladas; hoteles, fondas, restaurantes
y tiendas de chucherías y recuerdos se multiplicaban al olor pegajoso de la riqueza.
Y así se iba formando la segunda ciudad, la del ocio y el boato de la vida, a la izquierda
de la otra, la artesana, laboriosa y prosaica.
Hoy, con el patas arriba de los nuevos tiempos, las cosas han cambiado y los lí-
mites antiguos son únicamente huellas de otras edades menos felices para el pueblo.
Hoy no es privilegio de pudiente el recreo de la belleza. Todo está abierto a todos y
es para todos. En las riberas del lago y en las faldas de los montes comienzan a apa-
recer blancos sanatorios y casas de descanso sindicales para los trabajadores de Shan-
gai. Los estudiantes vienen de excursión a visitar pasajes y monumentos. Los pioneros,
como avecicas volanderas, llegan también, en bandadas, con el guía de banderín rojo.
De todas partes de China viene gente sencilla y trabajadora a no morir sin haber
visto la divina sucursal del cielo en la tierra.
El camino de la estación pronto desemboca en la ribera, y el lago aparece re-
fulgente de luz, como un cristal, hermoso y grande, pero no tan grande como
para que se pierdan las orillas, ni tan pequeño como para que ellas aprisionen el
agua haciéndola cautiva.
Al lago, en amplio anfiteatro, se asoman las apretujadas y verdes montañas como
si levantaran sus crestas para contemplar las irisadas aguas. Por las faldas, entre los
pinos de formas caprichosas, se clavan los templos, las pagodas, los pabellones y kios-
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cos, las casas blancas. Al fondo, en las cumbres más empinadas, por las noches par-
padean perennes y solitarias luces de monasterios.
La belleza del lago tiene todos los tonos y contrastes de una sinfonía. Su fondo es
recio y elevado, de crestería de águilas; luego pasa a los enmarañados pinares como
tupidos acordes que se entrelazan; más abajo comienzan las agujas de las caprichosas
pagodas, y el retozo de la brisa hace tocar sus innúmeras campanillas; por las riberas
surge el ensueño de los sauces en las poéticas avenidas, como si el agua del lago sur-
giese en surtidores de verdes ramas desfallecidas; después viene el deslumbramiento
lírico del lago con su refulgencia interrumpida por las islas, donde también destella,
entre los árboles, la porcelana de los tejados curvos; los puentes empinados; la misma
avenida que cruza el lago de parte a parte dividiéndolo, donde las filas de sauces se
reflejan en las aguas, continuamente peinándose sus cabellos de seda; las extensiones
de lotos con flores de una pureza de cielo al amanecer; las barcas bogadoras con la
rítmica canción de los remos; las gaviotas que parecen flores de loto que han alzado
el vuelo; el canto de los pájaros en la fronda de las orillas; y todo esto envuelto en
perfumes de troncos de árbol, desde el sándalo hasta el pino, desde el cerezo hasta el
terebinto…
CÉSAR M. ARCONADA [149]
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VISITA A MONUMENTOS
El hotel donde nos han alojado está en la falda de los montes, y para alcanzarlo
cada día hay que trepar por rampas y escaleras. A través de la enramada de los pinos
se divisan, desde terrazas y ventanales, fragmentos deslumbrantes del espejo del lago.
Jardín arriba se llega al indispensable mirador, donde se puede, a la manera china,
contemplar y soñar el paisaje.
Tiene el hotel algo de hostería, de albergue de montaña. Para las necesidades de hoy
resulta insuficiente y viejo. Por la noche hacen su aparición los permanentes huéspedes:
ratones, y los musicales trompeteros: mosquitos, amén del calor nocturno del lago que
sube como de una caldera. Contra el calor le ponen a uno bloques de hielo en una tina
y el ventilador; contra los mosquitos se despliega el tul del mosquitero, previsión en el
sur de China para tal contingencia de concierto; y contra los ratones, solo hay un re-
medio: el ruido del zapato que se les arroja al rincón donde trajinan.
Un poco más allá de este hotel están construyendo otro, para sustituirlo, y por lo
que ya se ve tras los andamios no desmerecerá de los magníficos hoteles, unos de
antes y otros de ahora, que hay en las ciudades chinas.
Después de una breve siesta salimos a cumplir, como cada día, nuestro programa,
que es el trabajo de los huéspedes gorrones.
Vamos a la «montaña que vuela», poético nombre como todos en China. No está
lejos de la orilla del lago, en la embocadura de un desfiladero umbroso por donde
baja un riachuelo susurrante con prisa de unirse pronto al lago famoso. Al lado
mismo, refrescándose con el torrente, está la montaña que vuela. Si os sentáis en el
kiosco de bebidas que hay enfrente con ánimo de refrescaros, deleitaros con el ma-
ravilloso paisaje y ver a la montaña alzar el vuelo, no conseguiréis más que los dos
primeros placeres, y no es poco. No veréis volar a la montaña que vuela porque el
alado promontorio está a gusto donde está: contemplando eternamente el lago.
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Entonces ¿qué, no ha volado nunca? Sí ha volado. Según la leyenda, vino volando
de la India. Y como es natural, montaña que vuela, y además desde la India, patria
de Buda, enseguida se la consideró sagrada. Casi enfrente de ella, en la otra falda del
desfiladero, se alzaron un templo y un monasterio, y los monjes escultores, como en
tantas partes sagradas de China, comenzaron a esculpir en las rocas de la montaña
budas y más budas. No llegan a mil, como en muchos otros sitios; se quedan en seis-
cientos cincuenta. Pero de todos modos son muchos; las rocas sobre las que se asienta
la montaña están talladas como un gran retablo.
Estas rocas terminan en cuevas y socavones, como si fuesen las patas de la montaña
que vuela. Dentro también hay tallas. En la oscuridad, las cuevas parecen primitivos
santuarios. Algunos monjes o fieles budistas están sentados, absortos en la medita-
ción, como si fuesen un buda más tallado en las sombras.
El templo es de la época en que la montaña vino volando desde la India, es
decir, de los primeros siglos de nuestra era, cuando comenzó a extenderse el bu-
dismo por China. Pero como es frecuente en los templos, y más cuando es la ma-
dera el material con que están construidos, cada época lo ha renovado, poniendo
en él su huella; y a veces, de la primitiva construcción solo existen ya unas piedras
desgastadas.
La misma estructura escalonada de todos los templos chinos, con varios patios y
pabellones. Los sucesivos budas. Los generales defensores de la entrada. Los discípulos
a los lados. Un inmenso retablo que representa una montaña con la talla de sus re-
lieves, configuraciones, ríos, puentes, casas, lagos, animales y personas. ¡Cuánto la-
borioso trabajo de talla y qué fervor por la naturaleza y el realismo! De estos retablos
gigantescos procede el arte de la talla transmitido a esos cuadros en relieve, de pati-
nadas maderas, que son uno de los primores del arte chino.
De aquí vamos, por el malecón de la ribera, hasta la tumba de Yue Fei, que está
frente al lago.
A comienzos del siglo xii, poco antes de la invasión de los mongoles, invadieron
el territorio chino por el norte, desde Manchuria, las tropas del reino Yurchen. Des-
pués de apoderarse, unas veces por la fuerza y otras por la unión, del norte de China,
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llegaron al centro, tomaron la capital del imperio Song, que entonces era Kaifeng,
en el Huang He, y bajaron hasta las márgenes del Yangtsé.
Entonces se formó la dinastía Song del Sur, con Hangchow como cabeza del im-
perio. En esa época de lucha contra el invasor surgió un gran capitán, Yue Fei, que
puso a raya al enemigo. Pero el éxito de Yue Fei y sus milicias populares sembró in-
quietud en el emperador y su corte, así como en muchos señores feudales, gentes
todas empingorotadas, pero sin ningún patriotismo, que preferían el pacto con el in-
vasor a la movilización del pueblo.
Los intrigantes traidores llamaron al capitán de Hangchow, lo metieron en una
mazmorra y, en secreto, le dieron muerte. Consiguieron sus propósitos, claro está,
pero su crimen no quedó impune. Yue Fei se convirtió en un héroe popular, una es-
pecie de Cid, también gran capitán de aquel tiempo, simbolizando para la gente la
valentía, la nobleza, la honradez y el patriotismo. Y los traidores se han convertido
en réprobos, en seres despreciables que el pueblo impreca y escupe.
Tal es la historia de este gran militar, cuya tumba no es la mansión de reposo de
un personaje histórico que vivió en época lejana. Es mucho más, es algo vivo y pre-
sente, es la mansión mortuoria de un héroe a quien el pueblo sigue hoy rindiendo
honores y apoyando en la justicia de su causa y en el juicio de su muerte. La pervi-
vencia de la tradición — Yue Fei es en China tan popular como el Cid en España—
demuestra la impresión que debió de causar al pueblo la muerte misteriosa de su ca-
pitán y la repulsa que en el corazón de la gente debió surgir contra los traidores.
El recinto se compone de dos partes: el templo al héroe en un patio y su tumba
en otro. En el templo, también defendido por dos generales, aquí no mitológicos
sino de sus huestes, aparece Yue Fei en un altar, fuerte, noble, con espesa barba negra.
En la mano tiene un rollo de papel: es la orden de retirada de su ejército dada por los
traidores. El rostro del héroe refleja indignación, pero, a la vez, acatamiento del man-
dato del emperador.
En otro altar aparece Yue Fei con toda su familia: el padre, la madre, su mujer; a
un lado, un nieto; al otro, una hija. El altar representa la santificación de toda la fa-
milia del héroe.
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En el lado opuesto, otro altar, con las cinco mujeres de Yue Fei, cada una con sus
peculiaridades y su carácter reflejado en el rostro. La santificación popular ha llegado
hasta las concubinas.
En otro patio están las tumbas, de él y de su hijo, en forma de túmulo. A los
lados, las figuras de seis generales y dignatarios, tres a cada lado del camino que con-
duce a la tumba, más dos caballos, dos leones y dos corderos. Al lado del túmulo, la
mesa de piedra donde en la fiesta de la Primavera el pueblo deposita los manjares
que deben alimentar a los muertos. Junto a la tumba y en el camino sagrado, retor-
cidos y viejos pinos que simbolizan la eternidad. Se conserva un árbol que murió,
según cuenta la leyenda, cuando enterraron al héroe y trozos de otro árbol que crecía
en la prisión de Yue Fei y que después de su muerte fue cortado y convertido en re-
liquia.
A la entrada, versos patrióticos escritos por el mismo capitán, que además de ma-
nejar la espada era también diestro en la pluma.
Y a un lado del recinto, rodeadas por una verja, las enanas figuras de los traidores
—hechas intencionadamente enanas—. Durante siglos y siglos, la gente que venía a
visitar la tumba del héroe lanzaba al salir escupitazos sobre estas esculturas que per-
sonifican la traición a la patria y el deshonor de la conciencia. Las figuras se iban
poco a poco deformando y en los últimos tiempos han tenido que poner un letrero
que dice: «Se ruega al público no escupir».
Y es claro: disciplinada, la gente ya no escupe. Pero no por eso deja de mostrar in-
dignación hacia los asesinos del héroe. Es una expiación eterna la de estos verdugos.
Sale uno de la tumba de Yue Fei, no como de un monumento antiguo, con cierta
indiferencia, sino como si saliera de la audiencia del tribunal popular.
Vueltas aquí, vueltas allá, se ha ido la tarde y regresamos al hotel a cenar temprano,
para luego, como es costumbre, salir al anochecer a pasear en barca por el lago.
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NOCHE EN EL LAGO
En esa hora de raso y seda del atardecer, cuando sauces, pagodas, montes y pabe-
llones se reflejan en la quieta y misteriosa superficie de las aguas color de ópalo, arriba
una barca al malecón, cargan termos y tazas para tomar el té, y comienza el ritmo
del varal del barquero, el embrujado rumbo por el lago.
Se pasa bajo el puente de Silan, que comunica la ribera con la punta de verdor
donde está la casa del poeta Lin Je-tsin; se accede al remanso de los lotos, que es
como un jardín que han hecho para su recreo los cisnes y ánades y que a estas horas
florece para los luceros; nos acercamos, evocadores, a las ruinas de la pagoda donde
estuvo encerrada la serpiente blanca y al puente caído donde celebraron su entrevista
los amantes; llegamos al «espolón blanco» que ha dividido las aguas del lago como
para hacer que los sauces de las dos hileras tuvieran espejo; otro puente que se enca-
brita para que pasemos; y por fin la amplitud del lago, después del sitio llamado
«canto de los ruiseñores» para oír, si posible fuera, el tono de sus flautas, que siendo,
como lo son, servidores de la orquesta de la princesa del lago, debe de ser tono de
encantamiento.
Navega navegando, absortos en el embeleso de la poesía, se ha venido la noche,
como si las montañas del contorno hubiesen arrojado sobre el lago soplos de sombras.
Se han encendido las luces por todas las orillas, y cada una de esas luces habla, o
canta, o se comunica con otra, o se hablan de amores, o rezan como las de las ermitas
que parpadean en las cumbres.
De la ciudad, cuyos resplandores se ven al fondo, vienen en embarcaciones de
remo grupos de jóvenes que cantan. Los faroles de las barcas confunden su luz con
el reflejo de las estrellas. Dicen que los peces, en estas noches ardientes de verano,
saltan del agua a gran altura y hasta se meten en las barcas, deseosos de respirar frescor,
pero yo no lo creo: saltan, sí, porque se los ve de vez en cuando abrir la ventana de
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las aguas y asomarse, pero no lo hacen por futesas prosaicas, sino por el deseo irre-
sistible de ver también ellos el lago y deleitarse con su poesía.
Lo mismo hacen las estrellas en el cielo, que parece que todas se han agolpado
para mirar desde arriba la belleza terrenal de estos lugares. Y nosotros, como todos
los navegantes, aunque sean de barquichuelas y lago, miramos las lejanas luces de las
costas del cielo, y cada cual da rienda suelta a su alma para que también navegue.
Como se divisa muy bien, como río de espuma, la Vía Láctea, alguien alude a
una leyenda tan popular en China que todos la conocen. Llamar a las puertas de la
fantasía y no abrirlas es imperdonable. Por eso pedimos al instante que alguno de
nuestros acompañantes chinos nos cuente la leyenda. Se abre en el lago una laguna
de silencio, y una voz de mujer comienza a referirnos la leyenda de
EL PASTOR Y LA TEJEDORA
Sucedió esto hace muchos años, cuando no se contaban las noches y los días. En
un lugar de China vivía un muchacho. Sus padres habían muerto, y le recogió su
hermano mayor, que tenía mujer de mal genio. Le trataba mal. Para comer le daban
las sobras; para vestir, harapos; para dormir, la paja de la cuadra, al lado del búfalo.
Por la mañana temprano salía al campo con el animal, y solo al atardecer volvía.
El búfalo se había hecho a la compañía del muchacho, que le hacía caricias y le lla-
maba con palabras cariñosas. El búfalo amigo correspondía al cariño del muchacho
con mansedumbre, moviendo la cabeza y lamiéndole la cara.
Como nombre el muchacho no tenía, la gente empezó a llamarle Niulang (el
pastorcillo). ¡Qué no hacía el niño pastor con su amigo el búfalo! Todo el día estaba
con él. Elegía, para que comiera, los mejores prados; cuando quería beber, lo subía
a las fuentes de la montaña, donde el agua es limpia; si hacía calor, lo ponía a la
sombra de un árbol; en invierno, cuando azotaba el viento, lo resguardaba tras unos
peñascos al sur donde templaba el sol; si los moscones le picaban, el pastorcillo se
los quitaba de encima espantándolos. No hablemos ya de que lo tenía limpio como
el jaspe.
[156] HANGCHOW, POR TIERRAS DE NORIA Y ARROZALES. FLOR DE LEYENDAS
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Como estaban todo el día juntos, en soledad, se hablaban el uno al otro contán-
dose sus alegrías y sus penas, el búfalo en su lenguaje de animal, y el niño en su len-
guaje de persona. No con igual lenguaje, pero se entendían bien.
Pasó el tiempo. Niulang se hizo mozo. Un día le llamó el hermano y le dijo:
—Hermano, ya eres mayor. Ha llegado la hora de que vivas independientemente,
crees tu familia y te alimentes de tu trabajo. Nuestros padres, al morir, algo nos dejaron
en herencia. Vamos a dividirlo: para ti el búfalo y el carro, para mí todo lo demás.
Y la mujer, con su mal genio, añadió:
—Te damos lo suficiente para que te valgas y te las compongas por ti mismo, de
modo que cuanto más pronto dejes la casa, mejor para nosotros.
El joven pastor pensó enseguida: «Si la cuñada me arroja de aquí como al agua de
un cantarillo, ¿voy a quedarme o a entristecerme por eso? Tomaré el viejo carro, que aún
puede servirme, y a mi fiel y eterno amigo el búfalo, que para mi felicidad me han dado,
y me marcharé donde sea. Es igual adónde ir y dónde vivir».
Así lo pensó, y así lo hizo. Enganchó al animal al carro y salió por los caminos.
Cruzó bosques, ríos, montañas. Cortaba leña y la vendía en las ciudades. Dormían
al raso. A veces se daban calor los dos juntos.
Pasó mucho tiempo. Una vez, en las montañas, encontró una casita con el tejado
caído y alrededor un trocito de tierra para cultivarla. Y pensó quedarse allí a vivir.
Por la noche, cuando va a echarse a dormir, oye una voz que le llama: «¡Niulang!».
Hacía tiempo que no oía una voz humana, y se quedó asombrado. «¿Quién será?»,
piensa mirando con recelo a todos lados. Y de pronto ve que su viejo compañero el bú-
falo abre la boca y habla con el lenguaje de las personas. Al mozo no le extrañó esto:
casi le parecía natural. Acudió a él deprisa, y el fiel amigo le comunicó un secreto:
—Mañana por la tarde, cuando comience el crepúsculo, vete corriendo a la derecha
de la montaña. Allí verás un bosque, y delante de él, un lago. Justamente a esa hora en el
lago se bañarán las hadas. Sus vestidos estarán en la orilla. Tú te acercas con cuidado, tomas
un traje rojo, lo escondes en el bosque y esperas allí. El hada que vaya a buscar su vestido
será la que se case contigo. Recuerda lo que te he dicho y mira bien, no te equivoques.
—Todo lo recordaré —contestó Niulang lleno de alegría.
CÉSAR M. ARCONADA [157]
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Al día siguiente, tan pronto apuntó el crepúsculo vespertino en el cielo, Niulang
se va hacia la derecha del bosque y llega al sitio indicado. Todo está en silencio. Solo
las olas azules se mecen en la orilla. Las nubes se reflejan en el lago.
Oye risas musicales de muchachas. Y de pronto ve: se están bañando en las aguas
cristalinas del lago. Con cuidado, da unos pasos por la ribera y ve sobre la hierba,
como si fuera un jardín, los vivos colores de muchos vestidos diferentes. Busca el de
color rojo. Lo encuentra, lo coge en sus manos y se marcha al bosque.
—Es ya tarde, hay que volver a casa —oye que dice una de las muchachas—. A
hurtadillas hemos descendido a la tierra, con la gente. Si la vieja reina del cielo lo
sabe, nos castigará.
Y poco después la más bella de todas decía:
—Quedémonos un poco más. No cualquier día podemos venir a bañarnos —y
de pronto una exclamación—: ¿Dónde está mi vestido? ¿Nadie lo ha visto?
Entonces, al oír esto Niulang, sale del bosque con el vestido en la mano y dice:
—No te preocupes, muchacha, aquí está tu vestido.
La joven se viste y empieza a peinarse sus largos cabellos. Habla Niulang y cuenta
su amarga vida en casa del hermano, y cómo fue arrojado de ella y ahora vive en una
cabaña con su fiel amigo el búfalo. La muchacha le escucha con tanta atención que
se olvida de todo. A sus ojos asoma tal luz de sentimiento y amor que el mozo com-
prende que ha encontrado la compañera eterna de su vida.
Después, la muchacha cuenta a Niulang su vida.
Nieta de la reina del cielo, es famosa porque sabe tejer las sedas de más vivos co-
lores. Por eso se llama Chinu (la tejedora). Cada día, por la mañana y por la tarde,
su abuela adorna el cielo con las sedas que ha hecho Chinu día y noche. Trabaja tanto
Chinu que todo el tiempo se lo pasa sentada en el palacio, sin levantar la cabeza,
siempre con la lanzadera entre las manos. Se cansa mucho, pero la reina no tiene
compasión: «¡Venga, venga, más telas hermosas!». Y lo peor de todo: la abuela no le
permite ir a deleitarse con la belleza maravillosa del cielo. Solo si teje la tela necesaria
para cubrir todo el cielo puede dejar el trabajo, acercarse a una ventanilla y mirar la
hermosura del cielo. ¿Pero qué puede verse desde una ventanita tan pequeña?
[158] HANGCHOW, POR TIERRAS DE NORIA Y ARROZALES. FLOR DE LEYENDAS
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No hay allí libertad. La joven había pensado muchas veces en escapar, descender
con la gente y vivir entre ella con libertad. En secreto, había hablado de la huida a la
tierra con sus amigas. ¿Pero cómo hacerlo sin que se enterase su abuela?
Y hoy, después de comer, la reina probó un vino de miles de años. Le gustó
mucho, y bebió otra vez. Entonces le entró una irresistible somnolencia, y poco des-
pués se durmió. Y las muchachas, aprovechando esta oportunidad, volaron a la tierra,
con la gente. Descendieron hasta el lago y decidieron bañarse…
Escuchó Niulang la narración de la joven con vivo interés, y dijo:
—Pues si en el cielo se vive tan mal, quédate aquí. Trabajaremos juntos. ¡Nos ca-
saremos y viviremos juntos toda la vida en la tierra!
—¡Muy bien, acepto! —contesta la muchacha con resolución.
Y cogidos de la mano, marchan a la cabaña de Niulang. Lo primero que Niulang
muestra a su amada es el búfalo, su fiel amigo. La joven lo acaricia, y el animal pone
en ella su mirada de bondad y de nobleza, como si diera su conformidad.
Y pasó el tiempo. Chinu hacía las labores de la casa. A veces iba al campo y ayu-
daba a su esposo. Eran felices, y el tiempo corría veloz. Pasaron tres años. Ya habían
nacido dos hijos: una niña y un niño. Cuando comenzaron los pequeños a hablar,
algunas veces Chinu les mostraba las estrellas en el cielo, les contaba historias inte-
resantes sobre la vida allá arriba.
—Aunque allá arriba hay ricos palacios —les decía—, sin embargo no existe la
libertad. Mejor vivir en la tierra que en las altas nubes.
Les contaba el agrado con que ayudaba a Niulang, con qué gustó oía el murmullo
del arroyuelo que pasaba al lado de la casa, el encanto que tenía escuchar el rumor
del viento al mover las hojas de los árboles… Los niños, sentados de rodillas, escu-
chaban con atención, y también se sentían felices.
Sin embargo, una pena se callaba Chinu: sentía temor de que su abuela, la reina
del cielo, al fin supiera que vivía aquí.
Un día, Niulang subía con su búfalo al campo, a darle de comer. Y he aquí
que otra vez, mirándole con ojos empañados en lágrimas, le habló con voz hu-
mana:
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—¡Se muere tu ayudante, Niulang! Está visto, ha llegado la hora de separarnos.
Cuando yo muera, me quitas la piel y la guardas. Si en la vida tienes un momento
difícil, te echas sobre ella, que te ayudará.
Dijo esto y se murió el noble y fiel amigo. Mucho le lloró Niulang, y fue muy
triste arrancarle la piel, pero lo hizo como le había mandado, y después lo enterró
cerca de la casa.
A la reina le llegó el rumor de que las muchachas habían descendido a la tierra
y se habían bañado en el lago. Como castigo las encerró en una habitación oscura,
hasta que envejecieran, y después las soltaría. En cuanto a Chinu, volcó todo su
odio contra la nieta por haberse quedado en la tierra. La reina decidió atrapar a la
rebelde nietecilla y castigarla con una dura pena.
Mandó entonces a un fiel criado que buscara en la tierra a Chinu. ¡Ay, ocultarse
ya no era posible! El criado supo que Chinu vivía en la casa de Niulang y era su es-
posa. Y un buen día, la reina misma descendió del cielo y se presentó en la cabaña.
Niulang no estaba en casa: había ido al campo a trabajar.
Entonces la vieja agarró a Chinu y la quiso llevar con ella a las alturas. Los niños,
al ver esto, se asieron a la madre y no la soltaban. Pero la reina les dio un empujón,
hasta hacer que se cayeran, agarró a la madre y se la llevó consigo al cielo. Cuando
vio Chinu que sus hijos se quedaban sin madre, de su corazón brotó sangre y las lá-
grimas empañaron sus ojos. Solo pudo gritar:
—¡Corred con vuestro padre!.
Al volver Niulang a casa y ver que los niños lloraban y que allí orden no había, se
enteró de todo con gran pena, y decidió enfrentar a la reina y salvar a Chinu. ¿Pero cómo
subir al cielo? Pensando, pensando, se acordó de las últimas palabras del búfalo al morir.
Rápidamente se echó sobre la piel y puso dos cestas en el balancín. En una colocó
al hijo, en la otra, a la hija.
Y comienza a elevarse, alto, más alto. El viento silba en sus oídos. De pronto ve
que vuela con la reina su amada esposa.
Grita:
—¡Soy yo, mi querida Chinu, yo!
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Los niños también comienzan a llamar a su madre. Ya casi van a alcanzarla, y
la liberarán de las garras de la abuela. Pero en ese momento la reina del cielo se
quita una aguja del cabello y la arroja contra él.
Y entonces, ante Niulang surgió un ancho río. Olas inmensas se balanceaban en
él: cruzarlo era imposible.
De modo que desde ese momento Niulang quedó en una orilla del río y Chinu
en otra. Solo mirarse podían el uno al otro, pero nunca estar juntos.
Y así se les puede ver ahora en el cielo. En la parte sur de la Vía Lactea —el río
del cielo— está la estrella Vega, y al otro lado, enfrente, la estrella Altair.
Tal fue el cruel castigo de la reina. Pero Chinu no perdió la esperanza de encon-
trarse con su amado. Tenía fe en que llegaría otro tiempo y se encontraría con su es-
poso. Y el tiempo pasó, y la ira de la reina fue templándose y por fin permitió que
una vez al año, el séptimo día del séptimo mes, Chinu se encontrase con Niulang.
Y cada año, en ese día, todas las urracas vuelan al cielo y con sus cuerpos forman
un puente para que Niulang y Chinu se encuentren en él.
Por eso dice la gente que ese día no se ve en la tierra ni una sola urraca: es claro,
todas están en el cielo haciendo el puente con sus alas.
Y otros dicen que si ese día estás sentado al lado de una vid puedes escuchar cómo
hablan los dos eternos amantes que pronto han de separarse hasta el próximo año…
Cuando acaba la leyenda y se hace el silencio, todos miramos al cielo, hacia la
Vía Láctea, el río que separa a los dos amantes. Y tratamos de descubrir en ambas
orillas al pastor y a la tejedora convertidos en estrellas, perpetuamente parpadeando,
como si desde lejos se hablasen de amor…
CÉSAR M. ARCONADA [161]
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NO HAY QUE REÍRSE DE LOS PECES DE COLORES
La frase «¡Me río yo de los peces de colores!», que significa, compuesta en otras pa-
labras, ¡no creo en lo que me dices!, debe de venir de lejos, cuando ningún pescador
había sacado de nuestros ríos al pececito de oro, como el viejo pescador del cuento
de Pushkin.
No, no se creía en la existencia de peces de colores, y sin embargo ya se debía de
hablar de ellos, tal vez gente viajera los había visto con sus propios ojos y lo propalaba
en medio del general escepticismo.
Si ahora digo yo aquí que en Hangchow he visto peces de colores, se reirán ustedes
no de los peces, sino de mí: bueno, ¿y qué novedad es esa? ¡Tras el cristal de cualquier
pecera pueden contemplarse!
Es cierto. Pero resulta que fue aquí, en este manantial que hemos venido a visitar,
donde surgieron los primeros peces de colores del mundo, y no ayer o hace unos
años, sino nada menos que en el siglo x.
En ese tiempo la capital de la dinastía Song estaba en Hangchow. Entre los dig-
natarios del emperador hubo uno que, cultivando en sus estanques carpas corrientes,
consiguió algunas de color plateado y, más tarde, otras con rayas anaranjadas.
El dignatario le comunicó al emperador la novedad, este se interesó por ella, y en
un manantial de aguas puras, de los que abundan al pie de estas montañas, en la pa-
goda Liuhe, hicieron un estanque para proseguir los experimentos con los peces. Pero
más éxitos no se obtuvieron.
Dos siglos después, el emperador Chao Gou, también de la dinastía Song y tam-
bién en Hangchow, capital de ella, volvió sobre el asunto —no de Estado, sino de
curiosidad y belleza— de los peces de colores. Mandó construir en los jardines de su
palacio estanques especiales, interesó en ello a la corte de dignatarios, que hicieron
lo mismo, y poco a poco comenzaron a surgir de aquellos estanques diferentes clases
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de maravillosos peces de colores. La cría de estos peces de oro se hizo habitual entre
la nobleza y en la corte, y se rivalizaba en casta de peces como en las cortes europeas
en castas de perros o de caballos. Los poetas empezaron a hablar de ellos en sus poe-
mas, los pintores a dibujarlos, y los tratadistas y especialistas a considerar el asunto
de un modo científico.
En el siglo xvi, la curiosidad, hasta entonces limitada a la alta nobleza palaciega, se
extendió entre la gente, y el interés por los peces de colores se hizo popular. Esa popu-
laridad no ha disminuido, no ha pasado: es una tradición viva. Por las calles hay ven-
dedores de peces de colores que van con sus peceras en balancín; adorno poético de las
casas son las diferentes peceras, y en los parques despierta la curiosidad de todo el
mundo la rara colección de peces, de los cuales ya hemos hablado en otra parte.
También es curioso acudir a ver peces de colores al primitivo palacio donde sur-
gieron. Es un estanque no muy grande que encuadra una galería de madera. La gente
toma el té alrededor, compra comida, se la arroja a los peces, y horas y horas se puede
uno pasar, acodado en la barandilla, viendo dar vueltas por las aguas transparentes
del manantial, alrededor de una diminuta pagoda que se alza en el centro, acaso igual
a la vieja pagoda de Liuhe, ya desaparecida, a toda una bandada de peces de colores,
de tamaños distintos, algunos enormes, y de distintos tonos de rojo.
Resulta, pues, que de este palacio solariego de los peces han salido todos los abo-
lengos que luego se extendieron por las peceras y los estanques de todo el mundo.
No es posible reírse hoy de los peces de colores: existen en todas partes. Pero los
peces de raras formas y diversos colores que hay en China, en ninguna parte existen.
Dicen que no se pueden sacar de aquí, y no porque lo prohíban las aduanas: o se
mueren o producen pestes y enfermedades.
Ascendemos por la falda de otra montaña hacia el templo de Sufó. Como en todas
partes del mundo, bien sabían los monjes elegir lugar para sus templos y monasterios.
Según la verdad o la leyenda, este sitio lo eligió un monje y le ayudó un tigre.
Que pudo haber tigres en estas soleadas montañas, no lo dudo, pero que ya no
los hay, tampoco, a menos que también los tigres organicen excursiones culturales:
camino arriba, siguiendo un arroyo que baja cristalino y vocinglero, encontramos
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grupos de excursionistas de escuelas e institutos, pioneros, trabajadores de la ciudad,
huéspedes turistas. Todos vienen a beber agua o a recogerla en sus cantimploras. Agua
de un venero que se llama Hupao, el Salto del Tigre.
Al monje le pareció el sitio maravilloso: en la ladera de la montaña, mirando al
sol naciente, entre espesura de pinos y bambúes. El monje señaló el sitio, pero un
pequeño inconveniente tenía el lugar: carecía de agua. Para cualquiera que no fuese
monje esto habría podido ser un inconveniente, para el monje no. Un día se puso a
rezar con fe, y entonces, de la espesura del bosque un enorme tigre dio un salto y
donde puso las patas brotó una fuente de agua clara y gustosa de beber.
Desde entonces, la fuente se llama el Salto del Tigre. Esto ocurrió mil doscientos
años atrás, durante la dinastía Tang.
Al lado del manantial, para hacer más plástica la leyenda, han colocado un tigre
de piedra que la gente contempla mientras bebe té hecho con el agua de la fuente.
Y cuando llega alguno que no es de casa, como nosotros, aparte de prepararnos
el sabroso té, nos hacen un curioso experimento. Traen un tazón, lo llenan de agua
hasta los mismos bordes y después echan en el tazón una moneda. El agua sube un
poco. Echan otra moneda, el agua sube más. Echan otra y otra, y el agua sube por
encima del borde del tazón sin derramarse una sola gota, como si fuese espesa
papilla.
¡Buen salto dio el tigre!, que trajo agua, y además aguas milagrosas, que aumen-
tarían la fe en las almas de los creyentes y los beneficios en los monasterios de los
monjes.
Hace mil doscientos años esto debía de parecer milagroso.
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LIANG SHAN-PO Y CHU IN-TAI, ROMEO Y JULIETA DE LAS LEYENDAS CHINAS
Antes de marchar, pesarosos, de estos lugares de encantamiento, visitamos de co-
rrida la ciudad. No solo hay en ella pintorescas callejuelas de artesanos, calles enteras
de abiertos comercios, mercados en las aceras, frituras y tabernuchas en los portales,
puentes, canales y barquichuelas como acuáticos parajes venecianos. También hay
muchos centros de enseñanza, unos —los menos— de antes y otros —los más—
creados recientemente en el auge de la nueva vida.
Y entre los estudiantes que vemos salir de estos centros figuran muchas jóvenes.
Esto nos hace pensar en la situación de la mujer en China de otros tiempos, cuando
el feudalismo o los vestigios del feudalismo oprimían no solo sus pies —«Tras de
cada par de pies pequeños de mujer hay un puchero grande lleno de lágrimas»—,
sino toda su vida, toda su alma.
Por este camino, pensando en la adversa y triste suerte de la mujer china en
otros tiempos, llegamos a una popular leyenda de amor, que data del siglo iv de
nuestra era y que, en parte, tiene por escenario Hangchow.
En un pueblo de esta provincia de Chekiang, llamado Chekiaching, vivía un
rico propietario de vastos dominios. Su nombre era Yuan-uai, y tenía una hija,
bella pero enferma. Una vez que Chu In-tai —así se llamaba la hija— estaba
sentada tras la ventana de su habitación, vio que por la amplia calzada que pa-
saba por delante de la casa iban muchos estudiantes. Envidia tuvo de ellos, libres
y alegres camino de la ciudad, y en ese momento le vino a la mente una idea:
marcharse también ella a estudiar en la muy bella y afamada ciudad de Hang-
chow.
¡Peregrina y difícil empresa, porque el padre consideraba que no eran estudios
y sabidurías lo que adornaba a la mujer sino las virtudes y el recato doméstico! Los
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[168] HANGCHOW, POR TIERRAS DE NORIA Y ARROZALES. FLOR DE LEYENDAS
propósitos de Chu In-tai se los hace saber al padre la diligente criada, y, como es
natural, este los rechaza por completo.
Una ingeniosa artimaña se le ocurre a la joven: se disfraza de quiromante, se hace
presentar a su padre y le aconseja que su hija única debe estudiar.
Al fin y a la postre, el padre, que amaba mucho a su hija, viendo la firme resolu-
ción que tenía de emprender estudios, da su conformidad.
Chu In-tai y su sirvienta In Sin se visten de hombre, preparan bártulos y balancín
y se ponen en camino hacia Hangchow. En ruta encuentran a un muchacho llamado
Liang Shan-po, que, con su criado Si-Tsiu, también marchaba a la ciudad para pro-
seguir sus estudios. Comienzan a hablar, se hacen muy amigos, y continúan juntos
las etapas de camino que les quedan por hacer.
Y juntos estudian Liang Shan-po y Chu In-tai tres años completos. Durante este
tiempo se han creado entre ellos unos fuertes lazos de amistad. Pero Chu In-tai se
había enamorado de Liang Shan-po sin que este sospechara que su fiel amigo era una
muchacha.
El padre quería ver a su hija, tanto tiempo ausente, y le envió una carta en la cual
le decía que se apresurase a volver. Antes de la vuelta, Chu In-tai descubre a la esposa
de su maestro el secreto de su condición y de su amor, haciéndole jurar que no ha de
revelarlo. El secreto no es tal secreto: la mujer del profesor ya lo había sospechado,
pues, al fin, mujer también era ella.
Liang Shan-po acompaña a su querido amigo. Llegan a un prado, mullido y abun-
dante de flores, y se ponen los dos a hacer ramilletes. Las aguas de un lago duermen
plácidas y solo se mueven en círculos las ondas que hacen una pareja de patos en re-
tozo de primaveral idilio.
Pasan dos amigos.
—¡Apuestos jóvenes! —exclama él.
—¡Sí, pero son hombres!
Mas a pesar de las ingenuas alusiones, que a Chu In-tai le desbordan del alma, el
joven no comprende. Al fin, antes de despedirse, la joven le hace ver que tiene una
hermana, Dsiumei, más joven que él y muy parecida, que quiere ser novia de Liang
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CÉSAR M. ARCONADA [169]
Shan-po, de quien mucho tiempo le ha hablado y ponderado. Acepta el joven la pro-
posición, y promete que pronto, si es posible, irá a conocer a su novia.
Se separan. Vuelve el joven a Hangchow. Un día en que el estudiante, ante un
libro abierto, está en su habitación entregado a sus estudios y a sus nostalgias, apa-
rece la esposa del maestro y le revela todo el secreto. Entonces él recuerda las alu-
siones del lago, la fingida hermana, el atractivo encanto de su alma, y embargado
de gozo infinito se pone en marcha hacia la aldea de Chu para pedir al padre, ofi-
cialmente, la mano de su hija.
Mas pronto las alegrías tórnanse en tristeza. De vuelta a la casa, un día el padre
dice a su hija que debe casarse con Ma Ben-tsa, hijo del regidor del pueblo, con quien
de antiguo ha concertado el matrimonio.
—¡No quiero casarme con él! —exclama resueltamente la joven.
El padre se extraña, pues lo convenido es ley, y las hijas deben aceptar esa ley de
la voluntad del padre para darles esposo.
—¿Qué ha pasado en estos tres años? —pregunta.
La sirvienta, después de ser amenazada, cuenta todo al padre, el cual se enfurece.
—¡Nunca había visto yo tal cosa! ¡Es un derecho del padre elegir marido para las hijas!
Y llega a la casa Liang Shan-po, se entrevista con el padre, y este hace ver al joven
que sus ilusiones no tienen fundamento, aunque hayan estudiado juntos tres años y
se amen. In-tai tiene ya prometido.
Se va el padre, intranquilo pero firme en su resolución, y aparece In-tai, vestida
ya de mujer, como corresponde a su condición tanto tiempo ocultada. La joven invita
a Liang Shan-po a subir al primer piso de la casa, donde están sus habitaciones: allí
podrán hablar.
—Quiero ver a vuestra hermana menor —le dice él con ironía.
—La hermana menor soy yo —contesta la joven también con ironía no limpia
de amargura.
La situación es difícil, más aún, desesperada. Él quiere ver de nuevo al padre, ha-
blarle, decir que se aman, que podrán arrancarles la vida pero no el amor. ¿Pero cómo
vencer la ley de los jueces y la ley de la costumbre?
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—Si no podemos casarnos aquí en la vida, tenemos otro camino —resuelve la
joven—: ¡Unirnos después de muertos!
Y los jóvenes amantes juran que así lo harán.
Poco después, de regreso a su casa, Liang Shan-po no puede resistir la aflicción,
enferma de gravedad y, por fin, muere. Cuando Chu In-tai se entera de la muerte de
su amado, su dolor no tiene límites ni alivio, y una sola idea guía su ánimo: cumplir
el juramento.
Se va a celebrar la boda. Los emisarios del prometido llegan con todos los requi-
sitos ceremoniales para llevarse a Chu a la mansión de su novio. In-tai suplica al
padre que la deje ir a la tumba de Liang Shan-po a rezar por él: de otro modo no
aceptará subirse al palanquín para ir a la boda.
Da el padre su conformidad a la súplica de la hija, y entonces ella toma asiento
en el palanquín. La comitiva se pone en marcha, camino de la casa del prometido, y
antes, según la promesa, pasan junto a la tumba de Liang Shan-po, que está en un
lugar cercano.
La comitiva se detiene. Chu baja del palanquín, encamínase a la tumba de su
amado, y lágrimas de infinita amargura riegan el suelo.
De pronto, el cielo se cubre de negras nubes hasta casi hacerse de noche. Estalla
una furiosa tormenta. Los relámpagos se entrechocan como refulgentes espadas. Re-
tumban pavorosos los truenos.
Cuando la tormenta alcanza su álgido punto, estalla un trueno tan ensordecedor
que a todos hace estremecer de espanto.
En ese momento se abre la tumba de Liang Shan-po y en su negra boca se arroja
Chu In-tai.
La tormenta ha pasado ya. El cielo aparece claro como un lago infinito. Luce el
sol, las flores se abren, y un aliento amoroso de primavera a todo parece dar vida y
hermosura.
Y entonces de la tumba salen dos mariposas, como dos flores con alas, que revo-
lotean juntas, gozosas, traviesas y enamoradas. La naturaleza toda canta al triunfo
del amor.
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Y el pueblo, a través de miles de generaciones, canta también al eterno, puro y
firme amor de Liang Shan-po y Chu In-tai.
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LA CUNA DE CHINA
Si el viaje a Yenán —la cuna de la nueva China— no se hubiese llevado a efecto,
de seguro que mis andanzas de pies y pluma no habrían pasado por Sian —cuna de
la vieja China—, porque no figura esta ciudad en la hoja de ruta de los habituales
itinerarios que los huéspedes recorren.
¡Es curiosa la proximidad de estas dos cunas, la vieja y la nueva, a lugares de tierra
y barro, de cuevas y ríos de aguas amarillas! Solo por meditar un instante en esta cu-
riosidad de la historia merecía la pena traspasar las montañas, dejando la verde llanura
de la costa, e internarse un poco en lugares de antigüedad y epopeya, por donde ha
pasado la historia de hace miles de años y la de hace dos decenios.
Cuando de Sian se habla, se la nombra famosa, sobre todo, por su antigüedad,
pero a la vez por su vida nueva, savia que reverdece y transforma la vieja aridez.
De Pekín a Sian se tardan en avión unas horas. Es un amanecer de lluvias estivales,
con cerrazón y canturreo de agua. Los aviones esperan que abra el día, como pájaros
resguardados en los nidos, y los viajeros, yendo de la sala a las puertas del aeródromo,
interrogan a las nubes sobre sus propósitos de quedarse o marcharse del cielo.
Ni se van ni se quedan, mas parece que los horizontes han enviado mensajes fa-
vorables, porque los aviones comienzan a partir en distintas direcciones. El nuestro
debe ir en ruta al noroeste chino, después a Urumchi, capital de la región autónoma
de los uigures, y luego de atravesar frontera, llegar a Alma-Atá, en el Asia Central so-
viética. Es la antigua ruta de la seda, hoy establecida por el aire y dentro de poco por
un ferrocarril que ya va avanzando por pantanosas tierras, altas montañas y desiertos
de muerte.
Esa situación privilegiada, de borde de ruta, de venta de camino entre Oriente y
Occidente, y entre China y la India, es lo que hizo de Sian la capital de once antiguas
dinastías, aunque en aquellos tiempos no se llamaba así, sino Changan.
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Sian está situada en la cuna de China —cuna de barro—, en el curso medio
del río Amarillo, en la margen derecha del Wei He, y todas estas regiones han visto
el alba de la historia de China, dos mil años antes de nuestra era. Pero ellas han te-
nido una vida anterior a la historia, cuatro mil, cinco mil años antes de la era que
llamamos nuestra. ¡Aunque pocos son esos años comparados con los quinientos
mil del Sinanthropus, o de otra manera llamado el «hombre de Pekín»!, a quien un
día fui a ver a Chou-kou-tien, no lejos de Pekín, en nombre de mis viejos antepa-
sados los habitantes de la cueva de Altamira.
Los sabios excavadores, llamados arqueólogos, descubren con frecuencia por los
alrededores de Sian poblados de barro, casas, tumbas, objetos y restos humanos de las
más primitivas culturas. En 1954 descubrieron uno de estos poblados. Las casas eran
redondas, de barro; en el centro, el hogar; se han hallado restos de ceniza y de alimen-
tos: huesos de animales y de frutas. También se han encontrado muchos objetos de
cerámica y de piedra: hachas, cuchillos y diversos utensilios hechos de hueso.
Pero este remotísimo pasado es solo subsuelo y prestigio de antigüedad sobre el
cual se alza la ciudad subsistente, ya en relaciones —también largas— con la historia,
unas veces favoreciéndola; otras, como madrastra, olvidándola. A esta ciudad hoy de
nuevo favorecida se dirige nuestro avión, ya rasgando las nubes en descenso.
Y de pronto vemos ese cuadrado de campamento de las viejas ciudades chinas ro-
deado de torres y murallas, con calles rectas, de sur a norte o de este a oeste, que
hacen cuadriculado su recinto, como si una bordadora fuese a poner sus primores en
un cañamazo. Casas bajas, de grises tejados, con árboles en los patios que dan color
al gris de las tejas y humedad de pozo a un ambiente de fuego de llanura. Torres en
el centro, con tejados de ala. Nuevos edificios de rojo ladrillo en las afueras. Y tras
las murallas, tierras acecinadas de arcilla y greda.
—¿Sian? —preguntamos de pronto al vernos sobre un gran poblado, antes de lo
que uno pensaba.
—Sí, Sian.
Bien. Descendemos. Y al bajar a tierra, una vaharada de fuego nos envuelve como si
ardiesen las entrañas del ancho valle donde se asienta la ciudad. Rápidos después de las
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habituales presentaciones, vamos al hotel por las viejas calles de provincia llenas de
gente trajinera. Carros, rikshas, bicicletas, hombres con balancines, muchachas con
lazos azules o rosas en el pelo negro, niños en todas las puertas, comercio menudo y
callejero…
Y de pronto uno se queda sorprendido ante el hotel de Sian, al parecer despro-
porcionado con respecto a la ciudad, como si estuviera hecho pensando en el futuro.
Y tal vez sea así. Es el mayor edificio de la ciudad, suntuoso y bello, amplio y casi
grandioso. Tiene incluso un teatro para varios cientos de espectadores. Tan nuevo es
que están rematando sus avenidas los obreros: recubren los paseos del jardín con blo-
ques de cemento.
Y muy bien que sea así: verlos trabajar desde la ventana es un espectáculo y no
un matar el tiempo. No es una brigada numerosa: diez o doce peones. No hacen
nada extraordinario: enlosar un suelo. De su trabajo no quedará memoria: uno de
tantos. ¡Pero Dios santo, con qué fervor trabajan estos simples peones, casi desnudos,
bajo un sol tórrido! Acaso como los antiguos levantaban las catedrales o antes de
nuestra era dieron pecho con la obra gigante de la Gran Muralla china. Los artefactos
que emplean son los mismos: picos, palos de bambú, balancines. Con un mazo de
madera, del cual, en radio, penden sogas, apisonan la tierra. Diez en corro, tiran de
las cuerdas, levantan el mazo y lo dejan caer. Todo esto al ritmo de una saloma, que
hace más antiguo el trabajo y más solanero el calor de la siesta.
La gente llama al hotel «edificio de gran altura» porque tiene seis pisos. Desde su
amplia terraza se ve toda la ciudad a la redonda. El día de la llegada, tan ardiente era
la calina que no veíamos ningún horizonte. ¿Dónde estaba situada la ciudad? Pero al
día siguiente, por la mañana, como en una decoración de teatro, se perfilaron al sur
los enhiestos picachos de una cordillera y vimos que la ciudad se sentaba sobre la
vasta llanura de un valle, en medio de feraces campos, muchos de ellos algodonales
ya floridos. Más lejanos, por todas partes se divisaban los trozos curvos de horizontes
montañosos que cerraban el ancho valle.
Así conocimos Sian, la vieja ciudad china, capital de la provincia de Shensi, ca-
mino de Yenán y preparando el viaje a esta ciudad sagrada. Antes de la liberación,
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Sian era solo la vieja y muerta ciudad antigua, reanimada, en los últimos años, por
las tropas del Kuomintang que cercaron la «región fronteriza», región liberada cuya
capital era Yenán.
Mucho tiempo no ha pasado desde entonces. ¡Qué son unos años en la milenaria
historia de la ciudad! Pero, sin embargo, al lado de lo viejo nace presuroso lo nuevo.
La ciudad tiene una poderosa central eléctrica, varias fábricas textiles, fábricas de cal-
zado, de maquinaria, numerosos centros de enseñanza donde se ha concentrado la
preparación de los hombres que van a dirigir la naciente vida industrial de la región.
Ya no se habla de Sian solo como una ciudad antigua. Si se la nombra es para
decir: antigua en verdad, pero ya nueva, renovada y llena de vida.
En la dinastía Tang —618-906 de nuestra era—, dicen que Sian era dos veces
mayor que en nuestro tiempo. Como les pasó a lo largo de la historia a muchas ciu-
dades, glorias y fortunas, fue enflaqueciéndose y arruinándose. Pero con la liberación
acabó su caída. De nuevo empezó a crecer, y crece y crece de año en año. De nuevo,
Sian será tan grande como fue, y más tarde, mucho mayor de lo que fue.
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UNA MAESTRA GUERRILLERA
A unos kilómetros de Sian, en medio de los campos de algodón, el gobierno po-
pular ha construido una fábrica textil. Por curiosidad digo que la fábrica tiene 50.800
husos, 2.016 máquinas modernas, trabajan 1.774 hombres y 1.956 mujeres, y pro-
duce diariamente 201.168 metros de tela.
No venimos a ver la fábrica, que ya hemos visto otras, sino a hablar con Li Kan,
la secretaria del Partido, y a hablar no de asuntos políticos de los que hoy le atañen
sino de su vida pasada, de la cual hemos oído hablar con elogio.
Entre la gente que sale a recibirnos, ¿quién puede ser Li Kan? Cualquiera. Entre
las tejedoras que entran o salen, que van por los pasillos o se apresuran por los patios,
¿quién puede ser Li Kan? Cualquiera. Entre las personas que están sentadas a la mesa,
como en una reunión, ¿quién me han dicho que es Li Kan? No sé, cualquiera.
Porque la secretaria del Partido puede ser, en efecto, una de tantas trabajadoras
de aquí o de allá, de esta o de otra fábrica. Su sencillez es la sencillez de todas; y su
modestia, la modestia de todas. Su vida es distinta: una maestra guerrillera…
Tal vez no tenga treinta y cinco años, o tal vez sí. Siempre es difícil precisar la
edad de una mujer china. Lleva el pelo cortado, hueco y frondoso, recogido con un
pasador negro. Una blusita blanca de algodón, pantalones, zapatillas negras, la esti-
lográfica en el bolsillo y el reloj de pulsera. Se le avivan los ojos cuando habla del pa-
sado, y a pesar de cercarlos las arrugas, se aniña Li Kan al hablar de sus lances juveniles
de guerrillera. Cuando sonríe muestra las encías y los pequeños dientes, y eso le da
un aire de campesina sencillota y noble.
—Nos han dicho que es interesante su vida y hemos venido a conocerla a usted
—digo sin más preámbulos.
—Si solo es eso…, pues ya me conocen —sonríe—. Por lo demás, le han enga-
ñado: vidas hay por todas partes más interesantes que la mía. Yo no soy más que una
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de tantas mujeres de las miles y miles que vivieron los años de la revolución y de la
guerra liberadora.
—Bien, una mujer como muchas. Entonces hablar con usted es como hablar
con muchas como usted.
—Mejores. A pesar de lo que le han contado, yo no hice nada extraordinario.
—No busco novelas de aventuras, Li Kan. Sencillamente, la vida de una mujer
sencilla.
Y Li Kan comienza a referirnos su vida.
Una aldehuela de veinte casas rodeadas de tierras que dan de comer no mal a cuatro
labradores de carro y mulas, y mal al resto. Abundancia no existe, pero existe paz. Los
gallos saludan al sol, y el sol, cada mañana riega con sus rayos arrozales y algodonales.
El padre no era tan pobre como para demandar ayudas y préstamos en las fiestas
de año nuevo, ni tan rico que le rodeasen criados y servidores. Tenía cuatro tierras
propias y cuatro en arriendo. De lo que se cuenta como mucho solo tenía una cosa:
hijos. Eran seis, todos pequeños como ratillas. Y con el padre y la madre eran ocho
a la mesa y solo dos a la despensa.
Cuando Li Kan tenía cinco años, la desgracia, que no mira a qué casa va, se llevó
al padre por el camino del no volver. La madre tuvo que apechugar con la suerte y
sacar adelante a los hijos. Se iba al campo antes de que el sol apareciese y volvía al
caer la noche. Una cría algo mayor que Li Kan la ayudaba. Li Kan también tenía que
poner sus bracitos en movimiento: cuando se marchaban la madre y la hermana, se
quedaba de dueña de todo, y tenía a su cargo los quehaceres de la casa y el cuidado
de los más pequeños.
Sin embargo, salieron adelante, y mal que bien sin no poco esfuerzo comían, cre-
cían, y Li Kan pudo incluso ir a la escuela, graduarse a los dieciséis años de maestra
y ejercer no lejos de su pueblo. En el tiempo libre, que no era mucho, iba al campo
a recoger algodón para ganar algún dinero.
La vida era difícil, pero cuando hay paz se va tirando, incluso, a veces, con alegría.
Pero en 1938 llegaron a la región los japoneses invasores. El enemigo pisoteaba no
solo los caminos, sino los sembrados, las vidas, la paz. ¡Al enemigo, al enemigo qué
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le hace frente! Pronto se formaron en la región guerrillas, y tan fuertes que no pocas
veces derrotaron a los japoneses.
Bien fuera por esto o por otras razones de conveniencia militar, el caso fue que
los japoneses establecieron su línea un poco más al norte de donde Li Kan tenía su
escuela. ¡Ya era fronteriza y guerrera la vida de todos, y también la de los niños y
maestros! Li Kan entró en relación con los guerrilleros, como la mayor parte de los
campesinos de la región.
Frecuentemente los japoneses hacían incursiones por la provincia para rapiñar lo
que pudieran, hacer daño por todas partes y sembrar el dolor a diestra y siniestra.
Tenían especial inquina a los maestros: como todos los invasores, se mofaban del que
enseñaba, temiendo que enseñase a odiarlos.
Cuántas veces Li Kan, mientras daba sus clases, oía gritar en la calle:
—¡Que vienen los japoneses!
Y entonces recogía a los chicos, como la gallina recoge a sus polluelos cuando se
acerca el peligro, y trasladaba la escuela al bosque. Y no siempre al mismo sitio, para
desorientar a los perseguidores. Traían perros terribles. Más de un maestro murió
desgarrado por sus colmillos. Así vivían en el campo. Daba las clases, y a la vez, maes-
tra y alumnos eran guías e informadores de los guerrilleros.
Los japoneses tuvieron noticias de la maestra guerrillera y se pusieron a buscarla
como si fueran de cacería. Entonces Li Kan empezó a cambiar de escuelas y de pue-
blos para que los cazadores se desorientasen con sus zigzags.
Un día estaban sentados a la mesa comiendo. La maestra vivía con unos campe-
sinos y de pronto entró una vecina:
—¡Li Kan, se acercan con los perros!
Pero ni perros ni perreros tuvieron suerte: Li Kan se escondió en unas cuevas que
había en el corral. Indagaron, pero no dieron con ella. Los campesinos no abrieron
la boca, salvo para decir que nada sabían de la maestra.
Otra vez, en vísperas de año nuevo, que coincide con las fiestas de primavera y
son días de gran regocijo, los invasores la sorprendieron en casa. Li Kan estaba pre-
parando una hornada de empanadillas. Vivía también con una familia de campesinos
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y en nada se diferenciaba de ellos: vestía igual y, lo más importante, pensaba igual.
En el pueblo en que estaba, Li Kan procuraba unirse a los campesinos, compenetrarse
con ellos, ayudarles, hacerse querer.
—¿Quién es esta? —preguntaron los soldados a la dueña de la casa.
—Mi hija —contestó sin vacilar la campesina—. ¿No ven que se parece a mí?
Li Kan temblaba, pero hacía todo lo posible por disimularlo.
—¿Saben dónde está la maestra del pueblo?
—Si está en el pueblo, búsquenla por el pueblo; o si se ha marchado, indaguen
adónde se ha marchado —contestó a lo campesino la campesina.
—¿Pero usted no la conoce?
—No reparé nunca en ella. Debo decirles que yo nunca supe lo que era una es-
cuela, y esta hija mía tampoco lo sabe. Trabajamos, y tan perra es la vida que tiempo
no nos queda para andar en curiosidades.
Se fueron a otra parte a seguir las pesquisas. Al marcharse, Li Kan dio un beso
fuerte a su noble y sencilla salvadora.
La misión que encomendaron a Li Kan fue hacer que en tan difíciles condiciones
continuaran abiertas las escuelas de la región.
Todo era anormal, todo estaba al borde del toque a rebato. Cuando los japoneses
se iban, los muchachos acudían a la escuela; cuando llegaban de nuevo, se metían en
casa, se cerraba la escuela y los maestros se confundían entre los campesinos o se es-
condían.
Los alumnos mayores se dividían en grupos y, junto con los maestros, hacían es-
cuela en los bosques, en los montes o en las cuevas. A veces los japoneses atrapaban
uno de estos grupos, y después de adiestrar a los muchachos trataban de utilizarlos
como agentes.
Ella fue la encargada del trabajo político entre los maestros, de dirigirlos, de unir-
los, de explicarles la situación y lo que significaban los invasores. La tarea era difícil
para ella, mujer al fin y al cabo, y joven. Tenía que andar mucho por las regiones
ocupadas, ir a pie por caminos y carreteras, vencer infinitos peligros. Muchas veces
hacía las jornadas de noche para asistir a las reuniones y atravesaba las líneas con
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ayuda de los campesinos. Tenía miedo, pero también valor, y por eso vencía el miedo.
Miedo tenía la muchacha de diecinueve a veinte años que iba sola por los caminos;
valor tenía la mujer hecha en la lucha, que sentía un odio profundo por los invasores
de su tierra.
Rabiosos al no poder encontrar a la maestra guerrillera, averiguaron una cosa más
fácil; de qué pueblo era la muchacha. Se presentaron en la aldea, llegaron a su casa
y, con malos modales, preguntaron a la madre:
—¿Dónde está su hija, vieja del diablo?
La madre, que tenía entereza y valor, contestó altiva:
—Está con los guerrilleros.
—¡Pues tú vas a pagar por ella!, y cuando la atrapen nuestros perros, volveremos
a devolverte lo que te vamos a quitar.
Encerraron a la madre en una habitación, prendieron fuego a la casa y le quitaron
la vida.
El primero de mayo del 42, los japoneses emprendieron una fuerte ofensiva y
ocuparon toda la región. Se redujo la zona liberada. El funcionamiento de las escuelas
se hizo más difícil.
En 1943, Li Kan y otros muchos guerrilleros se retiraron hacia el oeste. En el
oeste había sido creada una universidad, llamada del Norte de China, y en ella se
matriculó.
Pero también por allí atacaron los japoneses, y los estudios se trocaron de nuevo
en actividades guerrilleras: movilizar a los campesinos contra los invasores, ayudarles
a que escondieran el grano, proponer la disminución de las rentas…
Los invasores invadían. Su lema era: matar todo, quemar todo, robar todo.
Los grupos guerrilleros siempre estaban caminando de un sitio a otro, con la
manta al hombro, durmiendo en cualquier parte. Ayudaban al ejército; unas veces
luchaban con él, otras en grupos, como guerrilleros.
En 1944, el Partido, a fin de conservar a sus mejores militantes, dio la orden de
que sus cuadros se retiraran a Yenán. Allí se encaminó Li Kan con un grupo numeroso
de guerrilleros y soldados.
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Llegar a Yenán no era fácil. Tenían que atravesar las líneas enemigas, cruzar ríos
y montañas; iban a pie, cargados, algunas veces tenían que correr, perseguidos por
los japoneses. Cuatro meses tardó la maestra en llegar, aunque a veces hacían jornadas
diarias de más de cincuenta kilómetros.
En el camino cogió unas fiebres palúdicas. Caminaba tiritando, arrastrando los
pies. Luego la llevaron en caballería. Pero al cruzar la «montaña que atraviesa el cielo»,
al norte de la provincia de Shensi, comenzó a granizar y, la mala suerte sabrá por qué,
agarró el tifus. Tuvieron que dejarla en un hospital, donde estuvo a la muerte cerca
de un mes.
Por fin llegó a Yenán. Dos meses estuvo en la universidad popular allí creada, pero
enseguida fue enviada a trabajar de nuevo en el campo: dirigía las escuelas de invierno
creadas para los campesinos de la región liberada. De momento había acabado su
vida guerrillera.
Pero este trabajo duró solo dos años.
1947. Comienza la guerra de liberación. En Yenán se han recuperado fuerzas, se
han adquirido conocimientos y se han contrastado experiencias. Y ahora, desde las
áridas cuevas, ¡a extender el viento libre de Yenán por todo el país!
Otra vez Li Kan se convirtió en guerrillera y fue enviada a la retaguardia: trabajaba
en un comité especial encargado de la llegada del ejército de liberación.
A comienzos del 48, la maestra guerrillera se convirtió en maestra simplemente:
se acercaba la victoria. Hacían falta maestros en las regiones liberadas y Li Kan fue
encargada de prepararlos rápidamente.
En la segunda mitad del año, trabajó como secretaria del Partido de un distrito
liberado: tanta exigencia traían los urgente quehaceres que trasladaban a los militantes
de unos cargos a otros.
Por fin, la victoria: alegría, pero no descanso. Fiesta, y al día siguiente, otra vez
de jornada.
En ese año 1949, Li Kan fue jefa del departamento de propaganda de un distrito.
Un año después, presidenta de la Federación Democrática y secretaria del Comité
Femenino del Partido de su región.
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En 1951, la reforma agraria. Li Kan es enviada otra vez al campo como secretaria
de un comité encargado del reparto de tierras.
Acaba este fuego, ¡y a apagar otro!: subsecretaria general de la Federación de Mu-
jeres Democráticas del Norte.
En 1954 se inicia la construcción de esta fábrica textil, y Li Kan es enviada a for-
mar parte del comité de preparación y construcción de la misma.
Y por fin, ya en marcha la fábrica, fue nombrada secretaria del Partido. La maestra
guerrillera se incorporó a la producción.
—Ya ve usted la de saltos y volteretas que he dado —termina con una sonrisa
delicada—. Lo que haré de aquí en adelante, nadie lo sabe. Iré adonde me manden
y trabajaré lo mejor que pueda.
Miro, remiro y miro a esta mujer, y me recuerda a muchas mujeres jóvenes de la
nueva China. Al verlas, parece que no son nada: una de tantas entre tantas. Pero en
cambio han pasado por las llamas de muchas hogueras, forjándose en ellas y prepa-
rándose para ser rectoras de asuntos públicos y comisarias de las almas de la gente
sencilla.
Y esto es hoy Li Kan, la antigua maestra guerrillera: una comisaria de almas entre
las obreras y los obreros de esta gran fábrica.
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UN POETA CAMPESINO
Que crezca, al llegar el renuevo y la mudanza de la primavera, el joven, verde sau-
cillo, bien, es la ley de la vida. Pero que crezca, en esa agitada estación, el añoso y
seco roble es casi un milagro.
Un añoso roble es el campesino Ban Lao-tsiu, y en la primavera impetuosa de la
nueva China tanto ha crecido que se ha hecho popular.
Ban Lao-tsiu era un campesino en su aldea, Sian-Chao, y sigue siéndolo, y lo será
mientras viva. Pero este campesino, coplero del lugar, tenido acaso por loco como
todos los vates, se ha hecho famoso como poeta, ha crecido el rústico hombre hasta
convertirse en personaje.
Milagros tales, solo en tal régimen de efervescente primavera pueden acontecer.
No dio de sí el tiempo para rendir visita a este campesino en sus campos, que dis-
tan de la capital una buena jornada por malos caminos. Pero me lo figuro atareado
de acá para allá, en mil faenas, charlando mucho y con todos, durmiendo la siesta
bajo el parral del patio y rodeado de una porrada de nietos y biznietos.
Y me lo figuro también, a ratos, en los transportes del embeleso, conversando
con las jóvenes musas, de las cuales es amigo desde la remota infancia, sobre flores,
pájaros, arroyos, fiestas, primaveras, amores, ternuras, deseos, fantasías, que de miles
temas conversan los poetas con ellas.
Como yo no pude ir a verle, vino él a verme a mí, a pesar de sus años, que son ya
no pocos: sesenta y tantos.
Como no podía ser de otro modo, es viejo de aspecto y joven de espíritu. Los
duros afanes del campo le han aviejado, pero los jubilosos amores con las musas le
han rejuvenecido.
El rudo trabajo de toda su vida ha dejado, como la reja del arado en la tierra, hue-
llas en su rostro, surcado por profundas arrugas, dijéranse barranqueras y caminos.
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Tiene el color del cobre, de la tierra cocida. Va sin afeitar, y su bigote entrecano es
hirsuto, rebelde. Los ojos se le hacen pequeños bajo unos párpados que mueve sin
cesar, nerviosos.
Nos saluda con una cortesía y una educación que tienen sabor añejo como la mi-
lenaria cultura del pueblo chino. Se da aire con un rústico abanico de paja tejida.
Una vez sentados a la mesa, quiere levantarse para hablar como si estuviera en una
reunión solemne o como una prueba más de cortesía.
Comienza expresando su satisfacción por la entrevista.
—Gracias a los comunistas —dice— podemos vernos hoy y estar aquí charlando.
Sin ellos nunca nos hubiéramos visto.
Estas palabras me sorprenden un poco, por inesperadas. ¿Por qué el viejo campe-
sino trae aquí a colación a los comunistas? Pero enseguida me doy cuenta de que el
viejo personifica en ellos todo lo que de nuevo y renovador hay en China. Él ve a los
comunistas como a titanes que han removido el mundo.
Comienza a hablar con voz bella y fuerte —he ahí la voz juvenil de las musas—.
Pronuncia con claridad, agitando la mano derecha, una mano ruda, deformada, de
campesino que ha empuñado azada y estera durante toda su vida.
—Soy de una familia de campesinos medios. Veinte mus, no más teníamos de
hacienda. Con dificultad me envió mi padre a la escuela, pero no pude asistir sino
año y medio, y casi no aprendí nada. Mi padre me obligó a vender chucherías en un
pueblo cercano al mío, pero mucho mayor. Después de la revolución de 1911 volví
a la aldea y comencé a trabajar en el campo.
Se entusiasmó hablando: la sangre joven que las musas le transmiten le brinca
por las venas seniles. Tenemos que rogarle un mayor comedimiento para que la in-
térprete traduzca.
—A los treinta años comencé a escribir cosas que me salían de la cabeza.
Bueno, no es verdad que escribiera, yo no sabía ni un jeroglífico. Ni siquiera
sabía expresarme de palabra. Me llamaban en la aldea «el bonachón». Pensaba
los versos y se los decía a un amigo letrado para que los pusiera en el papel. Mis
primeros versos fueron contra el opio, contra el juego, contra los vicios y las
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malas costumbres. El 12 de diciembre de 1936, en Sian, arrestaron a Chiang
Kai-shek, y yo inventé una poesía sobre este suceso, que se olvidó pronto porque
no llegó a escribirse.
Quiere mostrarme algo y sale en busca de un libro. Entonces nos damos cuenta
de su agilidad. Es enjuto y alto, como un varal de bambú, algo encorvado como mu-
chos campesinos a los que el trabajo en la tierra dobla igual que el viento a las espigas
maduras.
—Antes de la liberación —prosigue ya de vuelta— había en nuestra aldea un al-
calde bandido. Se llamaba Chiu Sun-chen; era odiado por todos porque a todos ul-
trajaba. Yo compuse esta coplilla sobre el tipo aquel:
Chiu Sun-chen es un bandido,
de Sian-Chao rey y señor,
que a su antojo humilla al pueblo.
Y si tiene corazón
es más cruel que el de un lobo.
Parece un perro de presa,
tiene colmillos de tigre,
ojos de mono y morros de cerdo.
Gris el pelo, flácidas las mejillas,
y ni a su padre respeta.
Recita con voz clara, de memoria, con entonación popular. Se le escucha con el
placer con que siempre se escucha a un bardo. Prosigue su explicación:
—Solo a los más íntimos di a conocer los versos, pues temía que si el bandido
se enteraba me ahogase en el río, como a un perro. Pero llegó la liberación, y en-
tonces fue otra cosa. El bandido huyó del pueblo, aunque atraparon a un pariente
suyo también de cuidado. En el juicio, ante dos mil personas, yo recité mi poesía.
Al volver a casa, mi mujer me asustó: ¡ay, Tsiu, qué has hecho, el lobo todavía anda
suelto por ahí y en cuanto se entere vendrá y nos matará a todos! Yo también me
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asusté. ¡Quién sabe, de los lobos cualquiera se fía! Pero al año siguiente cayó el su-
jeto en manos de la justicia; se celebró el juicio, lo condenaron y todos nos queda-
mos tranquilos.
No adivino hacia dónde nos conduce el poeta campesino en la narración de su
vida. Pero inmediatamente me doy cuenta: es el comienzo de su popularidad fuera
de la aldea. Y este momento lo tiene el viejo muy presente.
—A raíz del juicio contra ese bandido llegó a la aldea un redactor del periódico de
la provincia. Le escribieron mi poesía, y poco después apareció en el periódico. Era la
primera vez que me veía en los papeles. Desde ese momento comencé a escribir coplas
más a menudo y a recitarlas en los mítines: «Hay que vivir las inquietudes de la pri-
mavera», «La heroína del trabajo San Lui-chan», «Cuando recuerdas al presidente
Mao» y otras.
En Sian, la capital de la provincia, el poeta solo había estado una vez, en 1921,
cuando aún no existía el ferrocarril. En 1950, la Unión de Escritores lo invitó el pri-
mero de agosto, fiesta del Ejército Popular de Liberación. Conoció a los escritores,
vio el cine por primera vez, estuvo en la tribuna de las autoridades presenciando el
desfile, le llevaron de excursión… Y todas estas impresiones inolvidables cristalizaron
luego en nuevas poesías que, después de hacérselas escribir, se publicaban en los pe-
riódicos y él recitaba en los mítines.
En 1953 se celebró en Pekín el II Congreso de los Trabajadores de la Literatura y
el Arte, y Ban Lao-tsiu asistió como delegado. Recitó sus poesías, le retrataron con
Mao Tse-tung, conoció a los dirigentes del Partido y del gobierno, y compuso, a
partir de sus impresiones, una nueva poesía: «Estuve en Pekín».
Ban Lao-tsiu es ahora un hombre famoso en China. En 1954 se editó un libro
suyo con el título de Poesías escogidas, y hoy sus versos se leen en todas partes. Nos
regala un ejemplar: portada azul con adornos blancos, y en la primera página la fo-
tografía del poeta popular recitando en una tribuna.
Queremos oír de nuevo su entonación y le pedimos que nos recite algunas poesías
del libro. Se levanta con solemne sencillez y comienza recitando estos cuatro versos
de un poema sobre Yenán:
[190] SIAN
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CÉSAR M. ARCONADA [191]
Todo oscuro, en derredor,
cubren las nubes el cielo;
llega el viento de Yenán
y abre camino a un sol nuevo.
Después nos recita otra poesía, que se le ocurrió, según cuenta, hojeando la revista
Unión Soviética. Y a continuación unos versos sobre la nueva aldea.
No queremos fatigarlo, aunque le oímos con mucho agrado. Sigue hablando y
me enumera los cargos que ocupa, como resumiendo su actividad pública de una
manera ponderada y digna: miembro de la Unión de Escritores de China, de la junta
directiva de la Asociación de Amistad China-Unión Soviética, del Consejo Político
Consultivo de la provincia, de la Asociación de Trabajadores de la Literatura y el Arte
y, por último, propagandista en su aldea.
A pesar de que el camino de su vida es un fenómeno natural en un país donde el
pueblo está en el poder, me quedo mirando a este viejo poeta campesino, joven de
entusiasmo, y me emociono.
—También en España —le digo— hay pueblos con poetas campesinos. He co-
nocido a no pocos. Pero allí no pasan de ser locos de aldea.
—Si el arroz no tiene agua, ¿cómo puede crecer? Gracias a los comunistas —in-
siste en su idea—, todo ha cambiado aquí. ¿Hay en su país comunistas?
—Es claro que los hay.
—Pues entonces también cambiará todo.
Tornando la conversación por otro camino, le pregunto por sus actividades diarias
en la aldea.
—Cultivo arroz, maíz, trigo. Soy jefe de una brigada de ayuda mutua. Queríamos
haber formado una cooperativa, pero no tenemos en el pueblo gente que la dirija.
Hoy ya la habrán formado.
—Usted mismo…
—Yo soy hombre de pocas luces, y además, viejo. Pero me gusta trabajar. Mientras
trabajo invento mis versos. ¿Y sabe usted?, ahora no necesito que nadie me los escriba:
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[192] SIAN
lo hago yo mismo. Asisto por las noches a la escuela, como otros muchos en mi pue-
blo, y he aprendido a escribir.
Un poco infantil, como todos los viejos, toma mi libro de apuntes y trata de
leerlos, pero al ver otros caracteres que no son los suyos, se echa hacia atrás, sonríe y
me devuelve el cuaderno.
—Hasta me pagan los periódicos cuando publican mis versos, y yo, hace poco, con
ese dinero he comprado un carro para mi brigada, que me costó trescientos yuanes.
Nos reímos de la aplicación de los derechos de autor, aunque es justa. Le decimos,
para terminar la charla, que nos exprese sus sueños actuales, sus deseos. Se queda un
poco pensativo, y contesta:
—Quisiera visitar Moscú, pero no sé si eso será posible.
—Todos los sueños son ahora posibles. Si ha llegado usted de desconocido poeta
de aldea a poeta popular en toda China, mucho más fácil es ir de Pekín a Moscú.
—¡Sí, pero soy tan viejo ya!…
—No lo crea: tiene usted la eterna juventud de la poesía.
Nos despedimos, y al darle las gracias por todo, le deseamos muchos éxitos en la
poesía y en el campo, sus dos amores. Él nos despide con una cortesía que es mezcla
de etiqueta de hombre de mundo y ceremonial campesino.
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MONUMENTOS, HISTORIA Y RELIGIÓN
El Museo de Historia de Sian es uno de los más ricos de China. Su caudal de ob-
jetos aumenta cada año a medida que los arqueólogos van descubriendo más historia
antigua de esta región cuna de los valles del Huang He, cuna de la milenaria China.
Y además de rico, el museo de Sian es bello: está al lado de las murallas, en una
calleja silenciosa, dentro de un recinto de hermosos pabellones y fragantes jardines.
Se podría pasar con gusto un día entero yendo de pabellón en pabellón y de vitrina
en vitrina soñando con la remota historia de este gran país, perdiéndose uno, como
vago fantasma, entre las piedras y los bancos surcados de jeroglíficos, entre tumbas,
tortugas, leones, grifos, dragones, ibis…
Pero como tal deleite solo está al alcance del erudito provincial que dispone de tiempo
y de soledades, a nosotros, el director del museo, muy amablemente y con mucho co-
nocimiento de su profesión, nos lleva por sus bellos dominios, a saltos, con rapidez, y
deteniéndonos solo ante los objetos más relevantes de un período de la historia.
Como se sabe, los chinos tienen prioridad de invención sobre muchos adelantos.
Aquí están en el museo, mostradas con la modestia que caracteriza a este pueblo, al-
gunas de las conquistas de su ingenio, de su pensamiento, de su laboriosidad, de su
floreciente desarrollo en épocas remotas, cuando las culturas de los pueblos de Occi -
dente iban a la rezaga.
De los escritos en bambú o en seda, pasamos la vista a un libro curioso que hace
mil trescientos años era el manual escolar de los chinos: planchas de laurel sobre cuyo
barniz están escritos los jeroglíficos. El libro tiene doscientas y pico páginas, y no sé
cómo lo llevarían los escolares a la escuela: tiene un metro de ancho y uno y medio
de largo.
Y sin embargo, en ese tiempo ya existía el papel, que un chino llamado Tsai Lun
había inventado en el año 105 de nuestra era a partir de trapos y corteza de árbol.
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Precisamente desde Sian pasó el invento al centro de Asia y a Persia. Bastantes años
después, los cruzados se llevaron a Europa el secreto tomado de los árabes, que fueron
los intermediarios culturales entre Oriente y Occidente.
En las tallas siempre han sido los chinos extraordinarios artistas, y pruebas de esa
rica tradición aparecen hoy por todas partes. Una de las cosas más notables expuestas
en el museo de Sian son unos bajorrelieves de piedra. Según dice la leyenda, el em-
perador Tai-tsung de la dinastía Tang, que reinó hace mil doscientos años, tenía seis
bellos corceles. Cierta vez, en un combate, estos intrépidos caballos consiguieron al
emperador la victoria sobre su enemigo. El emperador mandó a un escultor que los
inmortalizase en piedra, y el artista esculpió en piedra blanca los caballos, con tal di-
namismo y rea lidad que resultaron verdaderas obras maestras. Dos de estos caballos
se los llevaron los americanos, cuando tales robos podían realizarse, dejando en su
lugar las fotografías de los corceles; otro lo rompieron —para tratar de llevárselo ocul-
tamente a cachos—, y los demás se exponen hoy en el museo como valiosos ejemplos
del arte escultórico.
La brújula, mecánica estrella y guía de navegantes, también nació en China, y de
aquí extendió su útil empleo por el mundo. He aquí en la vitrina una curiosa y pri-
mitiva brújula, abuela o bisabuela de la que hoy conocemos. Se utilizaba en China
este «instrumento» en el siglo III antes de nuestra era, en el período que la historia
china llama de los «reinos guerreros». En esa época ya se conocía el «hierro imantado»,
que se utilizaba para encontrar los yacimientos de hierro. Esta brújula primitiva con-
siste en una cuchara de escanciar vino sobre una plancha cifrada. El mango de la cu-
chara, imantado, hace de aguja. El sabio chino Shen Guo (1023-1063 de nuestra
era) inventó la brújula de imantada aguja, que los chinos comenzaron a utilizar para
la navegación y que, como tantos otros inventos y conocimientos, se extendió por
Europa a través de los árabes y facilitó los grandes descubrimientos; el más sensacional
e importante de todos: el de América.
He aquí otro «juguete». Es una especie de jarra de madera con unos rampantes
dragoncillos alrededor. Estos dragones tienen entre los dientes una pequeña bolita.
Debajo de cada dragón, unas ranas con un péndulo. ¿Qué aparato es este? Un antiguo
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sismógrafo inventado por el sabio astrónomo y poeta Chan Hen en el año 132 de
nuestra era. En caso de temblor de tierra, las bolitas caen de las bocas de los dragones
y registran en el péndulo de las ranitas el movimiento de la tierra.
Otra curiosidad, también expuesta, que data del siglo III, es un carrito para regis-
trar las distancias. Encima del carrito hay un tambor. Cuando el carro recorría un li
(576 metros), dos muñecos daban un golpe de tambor. El movimiento de sus brazos
estaba conectado a una rueda dentada que medía la distancia; los muñecos no hacían
sino registrarla a golpe de tambor.
Cerámica, mayólica, alfarería de todas las edades, muestras de todas las artesanías,
tan desarrolladas en China, libros curiosos y valiosos sobre medicina, farmacopea,
ciencias naturales, viajes; abanicos, máscaras teatrales, el arte mural de las cuevas, en
fin, la historia, reflejada en multitud de objetos, de una cultura larga de vida y rica
en consecuciones…
En el mismo centro de la ciudad, en el cruce de las calles principales, como si
fuera su eje, se alza hermosa y solícita de preferencias la torre de la Campana. Cerca
de ella, como una hermana menor, también bella, se alza la torre del Tambor.
Tienen seiscientos años estas dos hermanas, muchos para la integridad de la be-
lleza. Pero el poder popular, estos últimos años, las ha retocado y hermoseado con
tal acierto, con tanto gusto y delicadeza, con tanta tradición de arte, que verdadera-
mente es un placer contemplarlas y visitarlas.
Por fuera no son nada, torres al estilo chino desde cuyos balcones se ve el pa-
norama geométrico de la ciudad, pero dentro de las torres se han encontrado las
esencias decorativas del arte chino. La torre de la Campana se destina hoy a tribuna
de las autoridades de la ciudad en los días de solemnes desfiles. La torre del Tambor
es un pequeño museo de arte dedicado especialmente a hombres famosos, sabios,
escritores, artistas, desde los tiempos remotos del alba de la cultura china hasta
nuestra época.
Sian o Changan, como en la antigüedad se llamaba, no solo era centro comercial
de las caravanas que iban a Asia y Europa, sino centro religioso en la ruta de los pe-
regrinos a la India.
CÉSAR M. ARCONADA [195]
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El budismo comenzó a extenderse por China en los primeros siglos de nuestra
era. Esto significó entre otras cosas el desarrollo de las relaciones con la India, patria
de Buda. A finales del siglo IV, el monje Fa Sian realizó el primer viaje a los lugares
sagrados donde el Buda había vivido, Kapilavastu, Kushinagar. Algunos años después,
un descendiente del Buda vino a Sian y a Nankín y por largos años se dedicó junto
a Fa Sian a traducir al chino textos sagrados.
En el año 629, reinando en China la dinastía Tang, que tenía en Sian la sede de
su imperio, el sabio monje Hsuan-tsang recibió del emperador el mandato de em-
prender un viaje por la India. El peregrino fue el primer viajero chino que, atrave-
sando las altas montañas del Tíbet, llegó a la India, país que recorrió en distintas
direcciones.
Dieciséis años duró el viaje de Hsuan-tsang, desde el año 629 al 645. Recorrió
cien países —según cuenta la leyenda—, grandes y pequeños, y el peregrino monje
acopió no pocos datos y conocimientos. Se trajo de la India un gran número de có-
dices budistas, que en años posteriores de paciente y sabia labor tradujo y comentó.
Además, después de su vuelta escribió un libro que luego se hizo famoso: Apuntes
sobre los países de Occidente.
Todo el mundo en China conoce este libro, que es una obra clásica. Y se conoce
no solo por el libro en sí, que es valioso, sino porque en el siglo XVI el escritor
Wu Chengen escribió, a partir de él, una novela fantástica titulada Viaje a Occidente,
muchas de cuyas aventuras son famosas.
Algunos de los episodios del libro del sabio monje y peregrino están representados
en los retablos de los templos, otros han pasado a las leyendas populares, a las narra-
ciones, algunos han sido utilizados para argumentos de viejas óperas.
¿Quién no conoce en China a Sun Wu-kung, el rey de los monos? Es poderoso,
resoluto, valiente, hábil en el manejo de todas las armas. Los regidores del cielo lo
consideraban un enemigo poderoso y temible. Para vencerlo utilizan no la fuerza,
sino la astucia: le hacen santo en el cielo. Pero, a pesar del honor de la santidad, le
dan como misión dirigir y vigilar el huerto de los melocotones. Al fin, el mono des-
cubre la estratagema y en una fiesta sagrada se rebela contra el cielo. Rompe los ár-
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boles, tira los melocotones, se bebe todo el vino en un banquete, roba el elixir de la
vida al filósofo Lao-tse y se vuelve a la tierra, a la Montaña de las Flores y los Frutos.
Los regidores del reino de Dios, enterados de la rebelión, ordenan al general de
los ejércitos del cielo que vaya con sus huestes y haga prisionero a Sun Wu-kung.
Pero los ejércitos celestiales, después de empeñada lucha, son derrotados por los monos…
Este episodio del rey de los monos que se rebela contra el cielo, tema de una de
las más populares óperas chinas, procede del libro del monje peregrino, recreado des-
pués por el novelista del siglo XVI. Y acaso sus orígenes sean anteriores al monje bu-
dista. Tal vez proceda del folklore. Los monos en rebelión, con todos los atributos de
valentía, ingenio, astucia y destreza, representan al pueblo en la lucha contra la opre-
sión de los poderosos.
En China, donde hay tantas pagodas famosas por diversos motivos, una de las
más famosas entre todas es la de Sian, llamada Dayanta, la «pagoda de los ánades sil-
vestres». En muchos libros aparece como monumento histórico.
Dicen que la célebre pagoda se alzaba en medio de la ciudad. Hoy, al contrario,
la ciudad se extiende al lado de ella, y solo las nuevas construcciones del renovado
Sian se acercan por los yermos solares al célebre monumento. En el futuro, la pagoda
estará en medio de un parque, restaurada y más bella que nunca, hablando del pasado
remoto con la bullidora vida presente.
A la vuelta de la India, el sabio peregrino mandó construir la pagoda y el anexo
monasterio, no solo en honor a Buda sino como archivo de los códices, cánones y li-
bros que trajo de su viaje, y además, como mansión tranquila para su trabajo de tra-
ducirlos y ordenar sus abundantes memorias de tantos años de peregrino por tierras
extrañas.
La pagoda, que es de ladrillo, sólida, en forma piramidal y con influencias indias,
tiene siete pisos y su altura es de sesenta y cuatro metros. Cada piso tiene cuatro bal-
cones, a los cuatro horizontes. Como en todas las pagodas, el interior no es notable,
y los doscientos cincuenta escalones les cuesta subirlos incluso a piernas ágiles, pero
la compensación está en el recreo de los miradores, que tienen espléndidas vistas a
los cuatro puntos cardinales.
CÉSAR M. ARCONADA [197]
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Por todas partes, en las puertas de entrada, en el monasterio, en los patios, hay
inscripciones y escritos, piedras memoriales con apretados jeroglíficos donde los chi-
nos querían perpetuar su recuerdo. Los poetas de la dinastía Tang venían aquí, a la
pagoda, y escribían en las piedras sus versos. Los dignatarios del reino, después de
aprobar sus exámenes, venían en reconocimiento a la pagoda y dejaban sus firmas
en las piedras. Los nuevos monjes peregrinos, que se detenían a orar, también querían
dejar constancia de su paso.
El monasterio, con sus huertos y sus tierras, rodea la pagoda, y el verdadero templo
está antes de entrar en ella, en la rampante subida hacia la torre. Al pasar por el tem-
plo, pregunto a uno de nuestros acompañantes.
—¿Y hay monjes en el monasterio?
—Sí —me contesta.
—¿Podríamos hablar con alguno de ellos? —insinúo.
Monjes y sombras de monjes hemos visto en muchos lugares sagrados. Pero da la im-
presión de que los monumentos ya no les pertenecen, de que son los monjes los que per-
tenecen a los monumentos. El gobierno no escatima recursos para la restauración de los
lugares religiosos, pero, a la vez, estos, sin perder su carácter sagrado, se han convertido
en monumentos nacionales, que pertenecen a todos, creyentes o no, fieles de una religión
o de otra. Y los monjes y las sombras de los monjes parecen no dueños, como tal vez
antes, sino celosos guardianes de la fe y de las obras hermosas que la fe hizo en el pasado.
En el templo mismo, a un lado, hay una puerta de madera como las de nuestras
sacristías. Esperamos unos minutos: hay que tener en cuenta que la visita es impre-
vista, y todo huésped que no anuncia su llegada perturba la tranquilidad.
Nos mandan pasar. Resulta que la habitación de la puerta no es una sacristía sino
una celda, o más bien un corriente cuarto doméstico. Una mesa con libros, sillones
conventuales, una cama, ropa tendida, viejos arcones, una palangana. En la pared,
un dibujo de la pagoda y el retrato de Mao Tse-tung. La habitación tiene algo de
todo: de desván de bohemio pintor, de celda, de cuchitril de empleaducho…
Cuando el monje nos recibe, se ajusta su larga bata azul oscuro como si acabase
de ponérsela. Es un hombre alto, fuerte, de cara llena y sonrisa un poco irónica. Está
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pulcramente afeitado, lo cual hace más elegante su porte. Es muy ceremonioso y
cumplido este monje budista.
—Perdone —nos disculpamos— por no haber anunciado con antelación la visita.
El deseo de ella me ha sobrevenido hace un momento.
—No se preocupe —sonríe—, con mucho gusto estoy a la disposición de ustedes.
—Hay gentes en el mundo —comienzo— interesadas en enmarañar los hilos y en
enturbiar las aguas. Y uno de sus temas preferidos es el de la persecución de las religiones
y el exterminio de sus ministros, cosa que se hace, según ellos, en la China roja.
Como si el monje estuviera al cabo de la calle —¡y claro que lo está!—, no se in-
muta lo más mínimo y me contesta:
—Antes de la liberación, a causa de la propaganda que hacía el Kuomintang, tam-
bién creíamos nosotros eso mismo. Pensábamos que cuando llegaran los comunistas
lo destruirían todo. Llegaron los comunistas, ha pasado el tiempo, y nuestra expe-
riencia desmiente los antiguos temores: nada han destruido; al contrario, el gobierno
nos ayuda a reconstruir el templo. Y en cuanto a nosotros… Cuando antes llegaban
los soldados del Kuomintang, teníamos que dormir en los establos, el gobierno de
Chiang Kai-shek no tenía con nosotros ninguna atención.
Hace una pausa como para separar el montón de los pecados del montón de las
virtudes, y prosigue:
—Ahora disfrutamos de todos los derechos políticos. Hasta tenemos representantes
nuestros en la Asamblea Nacional. La Constitución protege las ideas religiosas.
Como un perfecto diplomático a la vez que un perfecto ciudadano, me contesta
a una vaga pregunta:
—Estudiamos las cosas nuevas para ir junto con todo el país. Los monjes desem-
peñamos un papel en la construcción de nuestro país y por lo tanto debemos saber
adónde va el país.
—¿Se ocupan ustedes solo de las cuestiones religiosas?
—No, también cultivamos tierras del monasterio. Producimos legumbres, hor-
talizas… Queremos contribuir al esfuerzo de todo el pueblo para la reconstrucción
de China. Queremos que todos los pueblos del mundo vivan en paz y sean felices.
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—¿Frecuenta la gente el templo? —pregunto. Tengo la idea de que en China fre-
cuentan los templos más curiosos que fieles.
—Hay que tener en cuenta —me responde con tacto y mesura— que la gente de los
alrededores es campesina, y está muy ocupada en sus trabajos. Vienen en las fiestas reli-
giosas, por ejemplo en la fiesta de la Primavera. Además, en enero y en septiembre cele-
bramos fiestas especiales y vienen muchos monjes y religiosos de otros sitios.
—¿Es numerosa aquí la comunidad?
—No, somos nueve. Pero durante el Kuomintang solo había tres.
—¿Y en la ciudad?
—Entre monjes y bonzos habrá unos sesenta o setenta.
No queremos interrumpir por más tiempo los quehaceres, las meditaciones y las
soledades de este diplomático de la «pagoda de los ánades silvestres», que nos despide
como nos recibió, solemne, ceremonioso, con un enigmático gesto de ironía en el
rostro rasurado y fresco.
Al marcharme pienso de nuevo en el fundador de la pagoda, el sabio monje pe-
regrino Hsuan-tsang, recoleto en estos jardines, traduciendo cánones, rodeado de
discípulos y escribiendo sus viajeras memorias.
Mil trescientos años lleva en pie, sobre esta llanura histórica y prehistórica de
Sian, la bella «pagoda de los ánades silvestres». Muchas mutaciones han visto sus ojos
abiertos a los cuatro horizontes, y muchas más verán todavía. El tiempo corre muy
deprisa ahora. Surge lo nuevo, con ímpetu increíble, alrededor de la vieja pagoda.
Sian, muerta ciudad de provincia hasta hace poco, se transforma en poderoso centro
industrial y cultural de China.
Pasaron como los ánades en otoño las dinastías que hicieron grande la ciudad,
vinieron épocas de olvido y de ruina, de abandono y silencio. Pero esas épocas aca-
baron para siempre. Hoy reina una dinastía que no pasará nunca: la del pueblo, y
con ella, Sian renace…
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OTOÑO
Tiene la Primavera dos amantes: uno joven y fogoso de pasión que se llama Verano;
otro maduro y generoso en dádivas que se llama Otoño. Los dos amantes vienen en
su busca, cada cual con su alma y sus dones, pero solo el Verano, como galán más
joven, alcanza a la hermosa Primavera y en su pasión de fuego la ahoga. El Otoño
llega con retraso a la cita y jamás ha podido ver a la hermosa, ni siquiera rozar su tú-
nica espléndida con un dedo. Y decepcionado, dolido de su tardanza, se va apagando
su pasión hasta morir aterido en los brazos desnudos del Invierno, varón que con la
Tierra, su esposa, son los padres de la juvenil y hermosa Primavera.
En este amante retrasado pienso yo ahora, venido el otoño, de regreso en Pekín,
dispuesto a ordenar mis apuntes de viaje. En honor a la verdad hay que decir que, en
el país que sea, el clima es un personaje famoso del que primero se habla y se reciben
noticias por diferentes conductos. Y así en China, que os dirán:
—El invierno es frío, la primavera ventosa, el verano lluvioso y caluroso, y el
otoño, espléndido.
Todo el mundo, unánime, os elogia el otoño.Y helo aquí. Como todo lo elogiado
de un modo desmedido, se lo recibe con recelo. Pero al fin, la verdad es verdad y
triunfa: terminamos por reconocer que el otoño en China es maravilloso.
El cielo es transparente y azul claro. Si sopla viento del norte, el sol produce deleite
de solana. Si el día es calmo, el otoño parece un veranillo retrasado. Por las noches
refresca y lagrimea la tierra sin blanquear la escarcha. A veces, de improviso, amanece
un día triste y lluvioso, y uno piensa: «¡Adiós el otoño, tan largo y luminoso como
nos lo prometían!». Pero al día siguiente amanece otra vez radiante el cielo, y la tierra
se viste de colores.
Zascandileo por Pekín, voy a los museos, vuelvo al palacio imperial, a los parques
y jardines, me meto en los bazares. De nuevo tengo a la menuda Li Tsin-suan de tra-
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ductora y guía. Como persona, ella tiene su ideal: traducir del ruso obras literarias.
Como cada ideal, el suyo tiene sus costaneras y dificultades: en vez de estar sentada
a una mesa traduciendo con deleite y paciencia, debe acompañarme a mí y tradu-
cirme las fugaces conversaciones de cada día. ¡Pero con qué atención, solicitud y di-
ligencia cumple ella esto que no es su ideal, sino, simplemente, su deber! Parece como
si entre el deber y el placer no existiera contradicción alguna, hasta tal punto el con-
cepto del deber es alto y sagrado entre los chinos.
A veces viene a cenar conmigo el escritor Yan Sho, alto, delgado, sonriente y ama-
ble, vestido todavía con prendas de soldado, como recuerdo de una época cercana
de convivencia, en el ejército de liberación, entre las armas y las letras. ¡Otro soldado
del deber! Por enfermedad del poeta Emi Siao, él dirige este año la sección extranjera
de los escritores. Dirigir y escribir a la vez es imposible. Entre el papel donde se de-
rrama la inspiración y el papeleo donde se derraman los trámites oficinescos existe
también una dolorosa contradicción. Por eso los escritores pasan por los cargos sin
apoltronarse ni adocenarse. Un año de prosaica aunque necesaria labor, ¡y cambio
de pluma! Dejan la oficinesca péndola de los engorros y toman en sus manos la re-
voltosa, libre y no siempre dócil pluma de la creación.
Cuando su ajetreo se lo permite, también me hace compañía en la mesa Len Pe-sen,
y su conversación y su trato siempre me parecen una fiesta. Len Pe-sen es un alto fun-
cionario de otra cancillería: la Sociedad de Relaciones Culturales con el Extranjero. Estos
funcionarios son algo así como diplomáticos de la cultura, y como tales diplomáticos se
pasan la vida en ceremonias, fiestas, banquetes, viajes y entrevistas. En este cometido,
que siendo honroso no es envidiable, Len Pe-sen me parece un verdadero maestro. Él
no es lo que aquí se llama «un cuadro joven». Es un hombre maduro, rico en experiencias
y conocimientos, con esa sólida cultura que algunos —no muchos— adquirían en los
viejos centros de enseñanza. Es un encanto hablar con él porque todo lo sabe, porque
de todo puede informarnos, porque en todo muestra la ponderación de su juicio. Len
Pe-sen es la conjunción valiosa del viejo intelectual honrado y el nuevo mundo joven.
Pero hay en China otra generación, la generación media, también muy valiosa, si
no por la profundidad de sus conocimientos, sí por la firmeza de sus convicciones.
[204] CANTÓN
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Es la generación que irrumpió a la vida en los años de la agresión japonesa y la guerra
liberadora. Es una generación de valientes, soldados y guerrilleros, movilizados por
la bandera de la revolución. Toda esta gente forma hoy un estadio intermedio entre
los «viejos cuadros» y los «cuadros jóvenes». A esta generación de dirigentes pertene-
cen muchas mujeres manumitidas entonces de la esclavitud feudal, que se han forjado
en la escuela de la lucha de unos años de intenso batallar.
Chon Nan es una de estas mujeres. Trabaja también en la Sociedad de Relaciones
Culturales con el Extranjero, en la sección europea, según me parece, y con frecuencia
viene a cenar conmigo y se interesa por los mínimos pormenores de mi vida y de mi
salud. Tiene salientes pómulos y unos ojos que, a través de las gafas, siempre ve uno
reidores y vivos. Ella misma tiene una perpetua sonrisa, como la exteriorización de
su perpetua amabilidad.
Como la fiesta dedicada a Cervantes, en la cual debo tomar parte, se aplaza, Chon
Nan se inquieta por si me aburro en la soledad del hotel. Ella no sabe que jamás me
aburro porque sé divertirme yo mismo, y jamás estoy solo porque siempre me acom-
paña todo lo que en el mundo existe.
Un día me propone:
—¿Y no querría usted salir otra vez de viaje? Díganos adónde, y se lo preparamos.
Yo no tenía intención de salir de nuevo a los caminos, pero la oferta hace que surja
en mí, de nuevo, la comezón de los viajes y la ilusión de lo desconocido.
—Tal vez… sí… —comienzo como vacilando, para luego aceptar decidido.
—¿A qué sitio quiere usted ir, qué quiere ver?
—En las confiterías no hay que preguntar a los niños qué dulce quieren porque
se verán perplejos. Ofrézcame usted misma.
Chon Nan me propone dos variantes, las dos orientadas al sur, como en busca
del sol que cualquier día el otoño de Pekín puede nublar. Una de ellas es ir a la ciudad
de Kunming, en la provincia de Yunnan, que los chinos llaman de la «eterna prima-
vera». En esta región conviven diversas nacionalidades.
La otra variante es ir a Cantón, ciudad de renombre universal, que en la lejanía de
nuestros recuerdos está iluminada por la gloria de ardientes luchas revolucionarias.
CÉSAR M. ARCONADA [205]
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[206] CANTÓN
Pienso durante unos días los pros y los contras de los dos itinerarios. Me atrae la
idea de conocer el auge de las nacionalidades en la China popular, pero comprendo,
a la vez, que tal empresa exige no solo punto o capítulo aparte, sino libro especial.
—He tomado partida por Cantón —confieso un día a Chon Nan—. Cuando
usted quiera, decida la partida. Dicen que de camino se puede visitar el pueblo natal
de Mao Tse-tung. Si no hay inconveniente podría detenerme en él…
Claro, no hay inconveniente; pero además, advierto en el rostro de Chon Nan
una leve sonrisa como de agradecimiento por haber expresado tal deseo.
A los pocos días queda ultimado el plan del viaje, mas surge una pequeña contra-
riedad. Me dice muy amable:
—Su traductora, Li Tsin-suan, no podrá ir con usted porque uno de sus hijos está
algo enfermo. Le acompañará Ban You-chai, a quien según parece usted ya conoce.
Me disgusta la decisión porque los hábitos tienen su fuerza poderosa y las simpa-
tías sus querencias.
A Ban You-chai apenas lo conozco de haber coincidido un día de excursión a
la muralla china con un pintor búlgaro, a quien servía de intérprete. Me pareció
un mozo simpático, pero, aun con todo, preferiría a la ejemplar Li Tsin-suan.
Pero si es decisión es ley, y no cabe discutir ni lamentarse. ¡Vayamos con Ban You-
chai!
Y a los pocos días, por la noche, emprendemos el viaje.
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HACIA EL SUR
El ancho valle, la fértil llanura de China, está surcado, de norte a sur, no solo por la
vieja ruta acuática del Gran Canal, sino por dos líneas férreas. Una de ellas sigue más
o menos la traza del canal, y llega al borde del Yangtsé. Cruza en pontón el río, entra
en Nankín, continúa luego a Shangai, y de aquí a Hangchow. Ya hemos recorrido esa
ruta.
La otra línea hacia el sur camina paralela, separada por unos quinientos kilóme-
tros. Es la primitiva línea férrea Pekín-Hankou, ciudad también situada en la margen
del Yangtsé, pero no a la derecha de su curso, como Nankín, sino a la izquierda. De
nuevo vamos al río Azul, pero por otra ruta, más al interior del valle.
Por la mañana, al despertarme, acudo al espejo de la ventanilla para ver qué faz tienen
las tierras por donde cruzamos, y comenzar amistad y diálogo con los nuevos parajes.
La llanura es aquí más severa, más seca, sin ese entrecruzamiento de venas de
agua que caracteriza a estas tierras planas en el recorrido de la otra traza, más al
oriente. En realidad caminamos casi por los límites de la llanura. A la derecha, todo
el tiempo va la línea paralela a las montañas, que se divisan a una distancia no mayor
de cincuenta kilómetros. Es la meseta de arcilla margosa que abraza en su curso el
Huang He y en cuyo interior se halla la ciudad de Yenán.
El otoño también hace más severos los campos, vistiéndolos de pardas estameñas de
ermitaños. Tienen el color de las perdices. El cielo es puro y azul; el oreo, de agradable
frescor; el sol, picante; la tierra, dura; calmo el ambiente y anchurosa la luz. Las mañanas
tienen regusto de caza, alegría de ir a campo traviesa, de cazcalear sin rumbo ni prisa, de
compartir con las hormigas de una quebrada el parco almuerzo del morral.
Vamos por la provincia de Hebei, que comienza al norte de la Gran Muralla, tiene
en su centro a Pekín y se estrecha hacia el sur, sin llegar sus confines a la cuenca del
río Amarillo. ¡Anchos territorios los de esta provincia, donde viven treinta y cinco
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[208] CANTÓN
millones de personas! Extensos, variados y ricos. Al norte, regiones mineras: carbón,
hierro. Al sur, campos algodoneros.
Al día siguiente ya rodamos por otra provincia: Henán. También rica: tabaco, al-
godón, frutos, bosques, minas. Su eje es el río Huang He, en cuya ribera está la ciudad
de Chengchow, su centro administrativo. Industria textil y fábrica de maquinaria de
esta industria, que abastece de telares modernos a todas las nuevas fábricas que surgen
en China.
Luoyang: vieja ciudad, capital de nueve dinastías, con las cuevas sagradas de Long-
men, donde hay noventa mil imágenes de Buda esculpidas en piedra y el primer mo-
nasterio budista que se erigió en China. Kaifeng, también ciudad de leyendas, tan
vieja como la vieja China. Cuenca del Huang He, cuna de primitivas civilizaciones…
El paso del Huang He siempre despierta curiosidad, no solo en los extranjeros,
sino en los del país. ¡Claro, no es un río cualquiera, es el abuelo de los ríos de China,
y, viejo y todo, lleno de endemoniados ímpetus y con aguas de color fuego!
Al aproximarnos a su cuenca ya se lo presiente: a sus lados aparecen los montes ero-
sionados, la tierra cruda de la alfarería, las viviendas cueva. El ferrocarril cruza el río sobre
un largo puente de hierro, precisamente al lado del portillo por donde las aguas salen a la
llanura. Desde aquí, va severamente encauzado por los malecones para que no haga daños
si, como es corriente, le entran ganas. Este año ha sido juicioso, y además no es el otoño
su estación de encabritamiento. Ahora pasa holgado por su anchísimo cauce, entre
meandros arenosos, como si estuviera hecho jirones, o desmelenada su cabellera rubia.
Cruzado el río, entramos en el territorio de otra provincia: Hubei, uno de los
centros económicos más importantes de China, tanto agrícola como industrial. Ba-
jamos hacia la cuenca del río de los ríos de China: el Yangtsé. Es la parte centro-sur
de China, rica en todo, desde aguas en miles de lagos hasta yacimientos de diversos
metales, desde el arroz al trigo, desde el tabaco al algodón.
Es alta noche cuando llegamos a Hankou, término del ferrocarril de Pekín. Otra
gran ciudad, antiguamente avanzadilla interior de los colonizadores, depósito de sus
robos, trueques y combinaciones, puerto fluvial, camino hacia todas direcciones,
punto de partida hacia Cantón…
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«Punto de enlace de nueve provincias» se suele llamar en China al centro admi-
nistrativo, provincial, conocido con el nombre de Wuhan. Esta denominación abarca
tres ciudades que están juntas, dos de ellas en la margen izquierda del río: Hankou y
Hanyang, y la otra, Wuchang, en la margen derecha. Es como un triángulo de ciu-
dades, una de ellas separada por el río.
De orilla a orilla, no existía puente; porque si bien es verdad que de antiguo y de
siempre se ha sentido la necesidad de poner en comunicación, por esta parte, las tie-
rras del norte y del sur del Yangtsé, sin embargo las dificultades de tal empresa —río
anchuroso, caudaloso y de intrépidas aguas—, junto al poco estímulo por las obras
públicas no rentables que tenían los antiguos amos del país, no hacían posible que
una obra de tal envergadura se llevase a cabo.
Esta obra la está llevando con éxito a su fin el gobierno popular. En la actualidad
la construcción de este puente es una de las obras más notables de China. Cada
día hablan de ella periódicos y revistas. Trabajan técnicos soviéticos y han empleado
nuevos procedimientos de construcción. Cada pilar que surge en el río es como
un paso en la victoria de la nueva China. El puente va a ser gigantesco. Tiene un
kilómetro de largo y estará dividido en dos pisos; ferrocarril abajo y carretera arriba.
Según el plan debía ser terminada en 1958 la vía ferroviaria, y un año después, la
carretera. Pero los constructores, estimulados por todo el país, que tiene puesta la
atención en el puente sobre el Yangtsé, han decidido terminarlo para el primero
de octubre de 1957.
Pronto, pues, un gran puente pondrá en comunicación directa el norte y el sur,
Pekín con Cantón. Pronto este centro de Wuhan, ya de por sí importante, se con-
vertirá en uno de los centros más activos y ricos del país. Aquí se construye la segunda
base siderúrgica de China, una de las mayores del mundo. Surgen fábricas textiles,
de industria ligera, de máquinas y herramientas, centrales eléctricas, astilleros.
… Después de descabezar un sueño de amanecida en el hotel de Hankou, parti-
mos hacia la ribera del río, al puerto. Se toma un barco grande, que hace la travesía
de orilla a orilla, y en unos cuantos minutos cruzamos el río, no lejos de las obras del
puente, que se divisan coronadas de grúas y andamios.
CÉSAR M. ARCONADA [209]
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El barco atraca en el muelle de la otra ciudad del triángulo: Wuchang. Desde el
muelle, en automóvil hasta la estación por las habituales calles chinas de pequeños
comercios quincalleros y talleres artesanos, con grandes letreros y abigarrados colores.
Y así, interrumpida ahora por el río, continúa la vía férrea a Cantón. El tren pasa
por una región de lagos y embalses, ríos y riachuelos, como si fuesen todos vástagos
del prolífico padre Yangtsé. Y bien entrada la mañana, llegamos a otra provincia:
Hunan. Es la provincia natal del presidente Mao Tse-tung, conocida por los movi-
mientos campesinos, uno de ellos en 1927 (Sublevación de la Cosecha de Otoño),
dirigido por el Partido Comunista y el mismo Mao Tse-tung.
El tren comienza a festonear colinas y a las tres de la tarde bordeamos el mayor lago
de China: el Dongting, cantado por el famoso poeta clásico Chu Yuan, también, según
parece, oriundo de otras tierras del sur del Yangtsé.
Durante un largo trayecto, los reverberos del lago aparecen de vez en cuando por
los pliegues de los montes, trayendo visiones de mar, barquichuelas, redes, pueblecitos
de pescadores, gaviotas y hombres descalzos…
A los pueblos de adobe o tierra de la China del norte suceden los pueblos de pie-
dras grises de la China del sur, con sus hornacinas religiosas en los aledaños, como
nuestros cruceros, los santuarios donde se conservaban las tablillas de los ascendientes
familiares, la casa fortín del antiguo terrateniente, defendida por torretas donde ha-
cían vigilancia los guardaespaldas armados.
También la llanura central, pródiga, cuidada, mimada por los campesinos, quedó
atrás, murió en las márgenes del Yangtsé.
Esta del sur es tierra más áspera, frondosa y salvaje, toda sinuosa de colinas y pe-
queños valles que el hombre cultiva dejando las laderas o los espontáneos abrojos.
Cuanto más nos adentramos en la provincia, la turbulencia de las montañas es
más ingente y el tren tiene que ir buscando pasos y corredores para sortearla. Por
uno de estos angostos valles se echa la noche encima, como telón tendido de cumbres
a cumbres, y solo al cabo de algún tiempo hiere la oscuridad el lucerío precursor de
un centro urbano. Nos acercamos a Changsha, capital de la provincia.
[210] CANTÓN
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CHANGSHA, CAPITAL DEL REINO CHU
Dicen que Changsha fue capital del reino Chu, en el siglo iii antes de nuestra era.
El reino Chu era la patria del famoso poeta Chu Yuan, de donde fue desterrado,
como sucedió siempre a los poetas validos, por intrigas cortesanas. Acaso viviera aquí
el célebre poeta patriota. De todos modos, tierra de Changsha pisaron sus pies, y sus
ojos vieron las mismas cadenas de montes y montañas que ahora contemplo yo.
De buscar en antigüedad tan remota se encargan los arqueólogos, que descubren
con frecuencia en la ciudad y sus contornos huellas de los tiempos lejanos. Tenemos
referencias de este pasado por lecturas, que no por monumentos. En la ciudad, solo
un ángulo de la muralla resta en pie, acoplada a un parquecillo urbano, y sirve de ro-
mántico mirador a las parejas de enamorados.
Por lo demás, Changsha es una antigua ciudad china de provincia, hoy remozada,
con nuevos barrios, edificios nuevos, con un arrabal recién construido de instituciones
de enseñanza superior, con calles limpias, con industrias acabadas de montar, con li-
brerías, y un hotel también despampanante… Como todas las ciudades de la China
del sur, parece que tiene más habitantes de los que caben en ella, y esto da a sus vías
bullicio y agitación. El río es la principal arteria de tráfico comercial, y de ella parten
carros y carrillos con mercancías tiradas por personas. El carro y la familia de carga-
dores, desde el abuelo al nieto, son casi los únicos medios de transporte comercial
que la ciudad tiene por ahora y ha tenido durante siglos. Los rikshas han conquistado
hace tiempo los pedales del triciclo, pero los cargadores de aquí no han conseguido
ni la mula ni el burro que tire de los carros: los arrastran ellos mismos. Y así saltarán
dentro de poco de la tracción humana a la tracción mecánica, sin haber pasado por
la tracción animal.
Tres cosas tiene Changsha que relumbran: la habilidad artesana hace bellas cajitas
de bambú, las manos primorosas de las mujeres bordan en seda, y la ciudad tiene
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[212] CANTÓN
historia de recuerdos de los primeros pasos del Partido Comunista y de la juventud
de Mao Tse-tung.
Por esto último hemos llegado aquí.
Nos llevan a un lugar que se llama el «estanque limpio». No hay ya ningún estan-
que, ni limpio ni sucio. Son los arrabales de la ciudad y en ellos se alza entre jardines
una recogida casita convertida en museo.
La construyó un comerciante de la ciudad a finales de la Primera Guerra Mundial.
Por aquel tiempo, Mao Tse-tung estudiaba en el Instituto de Pedagogía y daba clase
en una escuela.
Se casó el maestro con la hija de uno de sus profesores, y como el casado nido
quiere, según el dicho popular advierte, Mao alquiló esta casa para vivir. La casa parece
estar hecha, en efecto, para goce de la vida conyugal: jardín, dos patios, una verja, so-
ledad silenciosa y el sol que acaricia a través de los ventanales las habitaciones…
Pero la casa había sido alquilada sobre todo por un revolucionario.
Mao vivió en esta casa cerca de tres años, pero no en paz, sino en actividad per-
petua. Eran los primeros años de la década de los veinte. Mao, de vuelta de Shangai,
traía la misión de organizar el Partido a partir de los círculos marxistas ya creados
por él, y de agrupar a los trabajadores en sindicatos.
Trabajaba de día como maestro, y por la tarde y la noche se dedicaba a su actividad
revolucionaria. Raro era el día que en esta pequeña habitación de la casa no había alguna
agitada reunión. Discutían y hablaban mucho. Al lado, en una cama de paja, lloraba a
veces un niño, y la madre, temerosa de que su llanto molestase a los huéspedes, le mecía
acariciadora. ¡Cuántas palabras, cuánto ir y venir, cuántos afanes para hacer que los tra-
bajadores se concertaran en una organización y defendieran sus intereses!
Uno más uno son dos. Dos más dos, cuatro… ¿Pero cuántas energías, voluntades,
palabras y convicciones no se necesitan para organizar a cien mil obreros? Y organizarlos
así, en la clandestinidad, con la oposición de los amos, de la gente poderosa y pudiente,
de los arbitrarios militares que mandaban en la provincia.
Cierta vez, los obreros de un sindicato se declararon en huelga. Pedían que les
aumentasen su jornal en unos fénix. Pero los patronos, como siempre, no querían:
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CÉSAR M. ARCONADA [213]
se dijera que arrancarles esos céntimos era como arrancarles la piel. Y el gobierno
provincial —ni que decir tiene— apoyaba a los patronos.
Los obreros organizaron una manifestación con el propósito de ir al gobierno a pedir
el aumento. ¡Caso inaudito! ¿Que los obreros se insolentan y juntos vienen a pedir algo?
¡En qué tiempos vivimos! «¡Capitán, los soldados a la calle, con los fusiles cargados!»
Avanzaban los obreros. Al frente iba Mao Tse-tung. Se acercaron al edificio del
gobierno. Los soldados formaron una barrera, preparados para disparar si seguían
avanzando hacia el edificio. El gobernador militar se negó a hablar con los obreros,
porque tal cosa era rebajarse y rebajar su autoridad. Crecía la indignación entre los
manifestantes, que estaban dispuestos a lanzarse contra los soldados, lo cual habría
sido el comienzo de la matanza.
Mao Tse-tung tocó un pito, y la masa bullente se controló. Entonces, todos a
una, resonó en la plaza:
—¡Vi-va la huel-ga! ¡No queremos que nuestros hijos se mueran de hambre!
El eco del clamor penetró en el edificio del gobierno. Tras los cristales amagaban
los rostros de los relamidos militares, hartos de comer y de robar.
Los jefes de la tropa habían visto tocar el pito a uno de los trabajadores de la ma-
nifestación, y supusieron que tal persona era el cabecilla. Entonces intentaron atra-
parlo. Pero fue inútil: los mismos obreros le ayudaron a confundirse entre la multitud
y escapar.
Días después, Mao Tse-tung, en nombre de los obreros, fue a visitar a los gober-
nadores militares para pedir el aumento de sueldo.
El visitante, claro, no era mudo: sabía hablar y requetehablar, y dar cien mil vueltas
a sus interlocutores, que enseguida percibieron la superioridad del que tenían delante
y se empequeñecieron detrás de la mesa.
—¿Usted trabaja? —le preguntaron con un poco de ironía.
—Sí, yo trabajo. Si no trabajase me parecería a los militares, y no quiero.
—¿Usted es el representante de los obreros?
—Sí, soy su representante. En nombre de ellos vengo a pedir que accedan ustedes
a sus peticiones.
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[214] CANTÓN
—Muy bien, muy bien… ¿Y cómo se llama usted?
—Eso a ustedes no les importa, mejor dicho, no debe importarles. Y si quieren,
de eso hablaremos después.
Los militares, al fin, accedieron a las peticiones y los obreros ganaron la huelga,
pero después…
Un día, por la noche, los policías fueron a la apacible casita del «estanque limpio»
a detener a Mao. Y este saltó por la verja del patio de atrás, que da a los arrabales. En
la noche sonó el pito de los policías, ladró un perro, se oyeron unos pasos, y nada
más…
Así acabó la apacible vida conyugal de unos recién casados…
… Es domingo, muy de mañana, con raso cielo y limpia atmósfera. Changsha es
pródiga en montañas de todos los tamaños y colores, que la rodean a diferentes dis-
tancias, como colosos guardianes. Pero una de ellas, la más cercana y la más alta, está
dedicada al placer de la ciudad: es como su bello parque municipal.
Los chinos aman la naturaleza, y este amor se les ha acrecentado ahora por la fe-
licidad de la vida. Acostumbrados a madrugar, los domingos no se les pegan las sá-
banas, y aprovechan el asueto para gozar del campo.
Bajamos a la margen del río, siempre en perpetua actividad, continuamente en
trajines, como vía principal de mil afanes. Pero no hay puente para cruzarlo. Los
viandantes tienen una rústica pasarela, pero los coches necesitan ser transportados a
la otra orilla en una balsa. Siendo estudiante, dicen que Mao Tse-tung cruzaba a
nado, cada mañana, el río, camino de la montaña, donde iba a estudiar. Con un
brazo sostenía los libros fuera del agua y con el otro nadaba. El río es ancho y a veces
bullicioso.
Llega la balsa, nos cruza a la otra orilla, sube el coche un repecho de calles de arrabal,
y nos encontramos de nuevo en la orilla de otro río o manga del ya cruzado. Nos pasa
otra balsa, y enseguida comienza el acceso a la montaña, en cuya falda la ciudad ha
construido y está construyendo muchas de sus instituciones de enseñanza.
Por todas partes, grupos de jóvenes excursionistas, parejas de enamorados, desta-
camentos de pioneros con su corneta y tambor batiente. El monte Yuelu está muy
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CÉSAR M. ARCONADA [215]
animado, y se comprende: es un paraje maravilloso. Arroyos, puentes, caminos ser-
penteantes, inmensos árboles copudos, monumentos, viejos monasterios, tumbas,
kioscos para descansar y tomar té…
Estamos a finales de octubre y en la vegetación triunfa todavía el verde ampuloso
y fresco del verano, sin que el otoño se perciba más que en contadas cañas de grandes
hojas que van tornándose de oro.
Nos paramos en uno de los kioscos, asentado en un espigón de la ladera, levantado
a propósito para contemplar la belleza en torno. Se llama Ei Ba Ten.
El kiosco, recién restaurado, se ha convertido en un monumento. Aquí venía Mao
Tse-tung a estudiar y a leer. Era el año 1920. Estudiaba en el Instituto de Pedagogía
de la ciudad. Se habían ya creado los primeros círculos marxistas. Mao Tse-tung había
estado los años anteriores en Pekín. En la capital conoció a Li Ta-chao, profesor de
la universidad, bibliotecario y uno de los primeros marxistas de China. Mao Tse-
tung se empleó en la biblioteca, como ayudante de Li Ta-chao. En 1919 surge el mo-
vimiento antiimperialista conocido como Cuatro de Mayo, que tanta influencia tuvo
en el desarrollo de la revolución China. Después, represión, dispersión, nuevos lugares
y nuevos trabajos. Se arrojaban semillas, y germinaban…
Trepamos más arriba, hacia otro kiosco rústico donde se descansa y se toma el té,
entramos en un monasterio de barroca portada en cerámica, con reptantes dragones
y alegorías, vemos un monumento a unos militares sublevados contra el emperador.
Todavía las cumbres están lejanas y renunciamos a subir más. Que las escale la ra-
diante juventud, que para eso es joven y las ha conquistado. Antes de la revolución
estos parajes no eran lugares libres, sino de privilegio. La gente sencilla no tenía ac-
ceso, y además, por el cruce de los ríos había que pagar portazgo. Por eso los estu-
diantes pobres pasaban a nado, con los libros en alto para que no se mojasen.
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CAMINO DE CANTÓN
De Changsha partimos de noche. Al día siguiente nos amanece corriendo el tren
por un largo cañón de montaña. El sol fogarea en las cumbres, y abajo todavía se re-
pechan las sombras, desvaneciéndose poco a poco.
Ahora nos damos cuenta del aislamiento de Cantón y sus valles, que también ha
tenido su parte de influencia en la historia de esa ciudad. Las montañas se enseñorean
por todas partes, formando espesas barreras, y no son generosas ni siquiera para dar
paso a los ríos, que tienen que vencer sus impasibles formaciones por medio de vueltas
y revueltas.
Así es el difícil acceso a la provincia de Guandong, que tiene por capital a Cantón.
Cuando miramos estas tierras abruptas se nos presentan con aureola de leyenda: las
de la derecha fueron el nido aguileño del movimiento revolucionario llamado de Tai-
ping; las de la izquierda, las primeras bases del Ejército Rojo chino hasta la iniciación
de la Gran Marcha, en 1935.
El ferrocarril, al abrirse paso hacia Cantón, no ha tenido más remedio que pedir
permiso al río para descender a su lado, para utilizar la angostura por él abierta en
las montañas. Y aun así, y aunque es artefacto estrecho, no tenía sitio y los cons-
tructores tuvieron que recortar las montañas y horadarlas cuando se obstinaban en
su estrechez.
En este desfiladero, la agigantada naturaleza sobrecoge. El boscaje de las montañas
desciende hasta el mismo río, los torrentes huidizos se precipitan por el declive de
los pliegues; algunas casas aisladas, que parecen más refugio de fieras que de hombres,
están como colgadas en las pendientes; el río, abajo, sereno en su desliz, tiene un
verde y profundo color vegetal.
Y con frecuencia, en medio de esta imponente soledad, en algún claro de arena
se ve una barquichuela vagabunda donde vive toda una familia. Es un miembro
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[218] CANTÓN
errante de la numerosa familia de los champanes chinos, anclada en esta playa salvaje,
donde ha pasado la noche y de donde partirá hoy aguas arriba o aguas abajo, vagando
siempre como gitanos de río, como vagabundos de barca, como nómadas de caminos
acuáticos. Los he visto por todas partes, por todos los ríos, pero hoy, aquí, en este te-
rrible desfiladero, me han impresionado más. Me dan ganas de tirarme del tren, ha-
cerme un hueco en la primitiva hoguera que han encendido al amanecer, y luego
irme con ellos a vivir una vida salvaje de gitanos de agua dulce. Me propongo, cuando
llegue a Cantón, hablar con los vagabundos.
Más adelante, ya entrada la mañana, como una recompensa a su tenacidad, el fe-
rrocarril recibe anchuras de valles, riqueza de tierras, pueblos, vida. Las montañas se
han apartado, como formando un corro, y en el centro florece la exuberante vegeta-
ción del sur. El río tiene anchuras para zigzaguear a su antojo y aparecen carreteras y
caminos, poblados y gente.
Las altas montañas se alejan y solo plácidas colinas han dejado aquí las cordilleras
como avanzadillas suyas. Se alejan, pero siguen presentes con su majestad, cerrando
de cárdenas sombras los claros horizontes.
Se va sintiendo cada vez más la muelle placidez marina, costera, la luz del sureño
subtrópico. Es avanzado otoño, pero la naturaleza no hace caso de la estación y pro-
longa el estío.
Unas colinas convertidas en pelados cementerios, donde los muertos deben de
estar estrechos porque las piedras que indican sus tumbas se juntan unas con otras,
sin orden ni cuidado, y henos aquí en los arrabales de Cantón, alegres de fronda y
huertos, sin esa aspereza mísera de los alrededores de las grandes ciudades.
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CANTÓN
Lo mismo que el origen, el auge y la vida de Shanghai se deben al río Huangpo,
así la esencia y la existencia, lo bueno y lo malo de Cantón se deben al río Zhu Jiang,
en cuya margen izquierda se asienta, como Shanghai en la del Huangpo.
Por el río, al mar; por el mar, al ancho mundo; por el ancho mundo, comercio y
rivalidad, tráfico de vida y de muerte.
Esta arteria río-mar, animada, poblada, ajetreada, día y noche despierta, es el cen-
tro vital de Cantón, su camino de la vida. Del corazón del puerto hacia arriba, hacia
las peladas colinas de los cementerios, parten los infinitos cauces de las calles.
Los edificios terminan en lo alto con esos miradores del cielo que son las terra-
zas, y abajo con esos paraguas de la ciudad que son los soportales. Al llegar a Can-
tón me pareció encontrar algo de España: los clásicos soportales por donde en las
ciudades de provincia se pasea calle abajo, calle arriba, cobijo de los vientos y las
lluvias, de los galanteos y los amores. Pero aquí, en Cantón, los soportales no se
extienden, con sus columnas de ciempiés, por una calle o una plaza, como en Es-
paña, sino por toda la ciudad. Los soportales hacen más íntimas las tiendas, que se
desbordan por ellos, los talleres artesanos más estrechos y oscuros, la gente más bu-
lliciosa arrastrando sandalias de madera por las losas, y la vida más encapotada,
como metida en un túnel.
Por lo demás, Cantón tiene esa alegría de luz de las ciudades meridionales, ese
esplendor de fronda, ese adormecerse y al mismo tiempo agitarse de las ciudades
enervadas por el calor. Remontamos ya el otoño, pero aquí no se percibe: los ár-
boles están verdes, en todas partes voltean los ventiladores, la gente va en mangas
de camisa, se toman naranjadas y gaseosas, y por las noches se da uno papirotazos
en la cara intentando matar a los malditos cínifes que te desazonan y no te dejan
dormir.
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[220] CANTÓN
Cantón, como Nankín, rinde homenaje a la memoria del doctor Sun Yat-sen.
Parte de la vida y de la actividad política del gran hombre público se desarrolló en
Cantón, y la ciudad no lo ha olvidado.
Adonde primero os llevan es a ver la plaza-monumento a él dedicada, un ejemplo
más de la gran tradición arquitectónica de China. El monumento que centra la plaza
no parece ser la estatua de Sun Yat-sen, pequeña para la amplitud del contorno, sino
un vasto edificio de estilo nacional que lleva el nombre de Palacio de Sun Yat-sen.
Aquí se alzaba en tiempos el palacio gubernamental, donde el gran político trabajaba.
Fue destruido por el Kuomintang, y luego, en 1929-193l, se construyó en los solares
esta inmensa sala de espectáculos y reuniones, la mayor de China, con cabida para
cinco mil personas, de audaz arquitectura y bello estilo, que hace honor al arquitecto
que lo creó, llamado Ni Yen-che.
En el centro de la ciudad se quedó rezagada una colina, que hoy sirve de hermoso
mirador y de recreo. Se ha convertido en parque. Al pie de ella han abierto unas pis-
cinas; más arriba, hace unos años, con el esfuerzo común de obreros y estudiantes,
cavaron en las rocas para hacer un estadio de cincuenta mil plazas; aún más arriba
está el Museo Provincial, bastante amplio y curioso, y ya en la cumbre, dominando
toda la ciudad, se eleva un obelisco, también dedicado a la memoria de Sun Yat-sen.
Puerto adelante, por los malecones del trajinero río, se llega a una especie de isla
separada de la ciudad por canales y puentes. Es la antigua concesión inglesa, porque
Cantón también fue ciudad de concesiones extranjeras o puerto de rapiñas. Y más
aún: la primera ciudad avasallada y la primera ciudad defendida contra el avasalla-
miento extranjero. Es una página nada limpia de la nada limpia historia inglesa.
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SHIWAN, ARTESANÍA DEL BARRO
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PORCELANA CHINA
Pasaba el tiempo, había visto muchas cosas —de las que podía hablar— y se acer-
caba la hora del regreso, y sin embargo, algo esencial no había visto: el arte del barro.
¿Y cómo marcharse de China sin hablar de la porcelana china, que es famosa en toda
la redondez de la tierra?
Pero la famosa porcelana, que fue en tiempos lujo, ornato y asombro de los pala-
cios, no es otra cosa que una blanca, frágil y transparente princesa salida del mísero
barro, padre de la civilización china, lecho del nutricio arroz, paredón del albergue y
materia de la vasija donde se come.
Cuando proyectábamos el viaje a Cantón mostré deseos de visitar un centro de
alfarería.
—¡Ah! —me dijeron—. Para eso hay que ir no a la provincia de Guandong, cuya
capital es Cantón, sino a la provincia de Kiangsi, cuyo centro provincial es Nanchang.
—¿Y pilla lejos de la ruta?
—Hay que desviarse del camino cerca de Changsha y tomar la dirección Hang-
chow-Shangai, hacia el centro-oriente.
—En fin, si no es posible… —renuncié alicorto.
Mas no contaba con una verdad: que en el país del barro, en todas partes lo cue-
cen. Cierto, la provincia de Kiangsi es la más famosa en tal artesanía; allí hacían en
tiempos la porcelana para el palacio imperial; los más finos trabajos salen de sus hor-
nos, pero no menos cierto es que la cerámica en China es como la ópera, que cada
lugar tiene la suya con rasgos especiales. Si las labores de Kiangsi se distinguen por
su finura, Anjoi se ha especializado en temas de leyendas, Yunán en claros dibujos
incrustados en fondos oscuros, Shansi en el vidriado en negro…
Y resultó, para mi satisfacción, que también en la provincia de Guandong había
un centro famoso de cerámica: Shiwan, a unas horas de camino de Cantón.
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[224] SHIWAN, ARTESANÍA DEL BARRO
Organizaron la visita, y una mañana luminosa atravesamos el río en una barcaza
y salimos en dirección suroeste hacia el pueblo alfarero, en automóvil, por la ener-
vante llanura subtropical.
En la mitad del camino desembocamos en una ciudad, Foshan, por cuyas calles,
mercantiles y pintorescas, cruza rápido el auto. Algunos portalones de tiendas están
abarrotados de chucherías de cerámica, lo cual indica que hemos entrado en la capital
del centro productor.
Otra vez en la carretera. Llama la atención la abundancia de ciclistas con una per-
sona montada tras el sillín. Por lo visto son pasajeros. Bicicletas taxi. Se paga al ciclista
una pequeña cantidad, te montas atrás y te lleva donde desees.
La proximidad del pueblo de la alfarería se nota por todo; en la tierra caliente y roja,
en montones de desperdicios de cacharrería, en carros y burros que vienen cargados con
objetos de cerámica, ya industriales, ya domésticos, en los adornos de las casas situadas
en el camino, en el humo de los hornos y en el olor a cochura.
Y, vencida una loma, entramos en el pueblo, pintoresco como el que más.
Paramos en la plaza, a la entrada del pueblo. Andar por él no se puede más que a
pie, y si te cimbreas un poco tropiezas con las casas. Entramos en la calle principal,
larga y larga como una lombriz y de un metro de ancha. Es principal no solo porque
aquí están las tiendas y los talleres, sino porque las callejuelas que de ella parten tienen
medio metro de anchura.
El suelo está enlosado como un pasillo. Toda la calle es un portalón tras otro con
tiendas y tenderetes, portales donde se venden miles de objetos de cerámica, desde
la figurita y el florero hasta la miniatura de barro negro con escenas de trabajo ma-
ravillosamente plasmadas. En algunos portalones, en la fresca sombra, una mujer
moldea pacientemente alguna figurita o la pule con la alpañata. En otros recintos, al
fondo, se ven los artesanos talleres con los hombres moviendo los tabanques. Y en
las lomas que encallejonan la estrecha calle, los hornos rudimentarios con la hornaza
preparada y los atifles.
El pueblo entero es ceramista, y cada casa, una tienda o un taller. Esta tradición
viene de siglos, de la dinastía Song, al comienzo del milenio. Los secretos del alcaller
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CÉSAR M. ARCONADA [225]
se pasan de padres a hijos, y de generación en generación todo el pueblo sigue mo-
delando con maestría el sanco arcilloso.
Como les ha sucedido a todas estas artes menestrales, iban de mal en peor, ago-
nizando, y solo el aliento de la larga tradición las sostenía. Y hubieran desaparecido
si no llega la aparición del poder popular, que les ha dado nueva vida. En el período
de la última dinastía había en Shiwan cien maestros de este arte; en los últimos tiem-
pos del Kuomintang, solo dos quedaron. Veinte mil trabajadores se dedicaban en el
pueblo a la cerámica, y solo habían quedado dos mil.
El gobierno popular, a través de órganos como la Academia de Pintura, el Minis-
terio de Industria Ligera, el Ministerio de Cultura, etc., ha prestado atención y ayuda
a estas artes populares y, en especial, al arte del barro.
Una de las medidas ha consistido en mejorar la calidad de las labores, en reunir
a los viejos maestros para que transmitan a grupos de capaces discípulos los secretos
de la maestría. Con este fin se han creado en algunos lugares de tradición cerámica
talleres artísticos de experimentación, especies de casas de arte popular, instituciones
oficiales que velan por que no se apague el fuego de estas tradiciones artísticas del
pueblo, fomentándolas y dirigiéndolas.
Al otro lado del pueblo, después de cruzar esta calle lombriz, entre las anchas
hojas de unos plátanos y unos gigantescos cidros se alza la blanca y recién construida
casa de arte establecida en Shiwan. Es como una encalada villa veraniega en medio
de un pueblo de viejos tapiales y pozos por donde crecen enredaderas silvestres.
Todo está limpio, en orden, como si fuese un laboratorio de medicina y no un
taller de barros. Entramos en una recepción, con ancha mesa en el centro, donde
está preparado el té habitual. Por las paredes, diferentes vitrinas con las obras más
conocidas allí creadas.
Nos presentan a los dos principales maestros. No os extrañéis: son famosos en toda
China, las obras que han salido de sus manos podéis verlas por todas partes, con fre-
cuencia hablan de ellas y de ellos las revistas y los periódicos. Y sin embargo, aquí
están estos famosos maestros de arte popular, con nosotros, modestos, silenciosos, ar-
tesanos trabajadores que aman con pasión su oficio y no las pompas y vanidades.
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[226] SHIWAN, ARTESANÍA DEL BARRO
Uno de ellos se llama Liu Chuan. Enjuto, cara angulosa y adusta, ojos pequeños
y penetrantes, negra cabellera revuelta. Su padre también fue un maestro conocido, y
su abuelo, y su tatarabuelo. Familia de maestros ceramistas, y basta.
La especialidad de este artista son las figuras. Su creación del poeta clásico Chu
Yuan es una obra maestra: la encontraréis en todas las tiendas y bazares de China.
Tampoco son menos conocidas las figuras de Li Shi-chen, famoso sabio farmacólogo
del siglo xvi, y la de Ban Si-chi, conocido pendolista del siglo iv de nuestra era que
recibió un ganso de premio por transcribir libros sagrados. Ahora —según me dice
el maestro— está creando personajes de cuentos y leyendas populares.
Otro artista famoso de este pueblo y de este taller es Tsui Tsian. Todavía joven,
tiene cara de fervoroso menestral, de muchacho entregado a su arte con toda el alma.
Tsui Tsian se ha especializado en animales y objetos decorativos. Durante algún
tiempo estuvo en el ejército de liberación, sirvió en caballería y creó diversas figuras
de caballos en movimiento. En la vitrina se muestran muchas de sus obras: floreros,
lámparas, ceniceros, teteras, la gallina y los polluelos, perdices, gansos, leones deco-
rativos, cisnes… Tsui Tsian sigue la tradición preciosista y barroca de la cerámica,
que tanto arraigo tiene en China.
En una habitación espaciosa y clara del primer piso está el taller de los maestros, donde
trabaja el comité de arte, compuesto por viejos maestros y nuevos artistas. Antes de la li-
beración, los maestros transmitían sus habilidades a los hijos o se las llevaban a la tumba;
discípulos no tenían. Ahora, todo lo contrario, el auge de este arte popular se basa en que
cada maestro no es una unidad de creación, un poseedor único de los secretos del arte,
sino un maestro con discípulos. Precisamente: con discípulos. Unos ayudan a los otros.
Esta institución de arte popular no se dedica directamente a la producción: crea
y ejecuta los modelos que luego se distribuyen por los talleres y alfarerías del país
para reproducirlos con fines comerciales.
En los bajos del edificio están instalados los talleres. Los recorremos de punta a
cabo, pasando de proceso en proceso, acompañados de los maestros y de otras per-
sonas. Empezamos por el taller de modelado, donde expertas manos trabajan con los
palillos el gres y el caolín. De la arcilla va surgiendo el perfil de las figuras.
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CÉSAR M. ARCONADA [227]
En otro taller hacen los moldes de escayola donde echan el barro líquido que
luego cuaja. Parece como si guardasen el barro en un estuche, como si lo arroparan.
Una vez cuajado, abren el estuche, rompen las vestiduras que lo envuelven y aparece
el liso y moldeado objeto, con el cálido color de la arcilla pura.
Otro recinto, ni tan silencioso ni tan limpio. Aquí es donde hacen el barro en
una especie de ancha tolva. Traen la arena en barcas, de sitios especiales. Y aquí hacen
lo que se llama escarchar, desleír la arcilla en agua, y luego sajelar, que en los alfares
consiste en limpiar de chinas el barro.
En los patios soleados de la parte trasera del edificio están puestas a secar ringleras
de objetos recién salidos de los moldes de escayola.
Pasamos a otro taller: es el de pulimentado. Unos hombres de hábiles manos ma-
nejan la alaria y la alpañata con las cuales pulen las piezas hasta la perfección. De
aquí se las lleva a otro taller, donde en múltiples vasijas está el mogate: barnices y es-
maltes con que se cubre el barro antes de meter las piezas en el horno.
El horno se halla fuera de la casa, en los montículos de enfrente, y no está en co-
rrespondencia con la modernización de los talleres. Es un horno primitivo, artesano,
de siglos, en forma de tubo en declive, con distintos sectores para los diferentes pe-
ríodos de cocimiento de la hornaza. El horno estaba apagado en el momento de nues-
tra visita, pero tenía cierto encanto primitivo, sabor de alfar con miles de años, pátina
de humos y barros, viejo maderamen de sotechado que parece derrengarse...
Nos despedimos de los maestros: ¡muchos éxitos, famosos artistas! Dejamos la
casa de arte con sus laboriosos trabajadores en los talleres: ¡que el aliento de la nueva
vida sea fructífero para el renuevo del arte tradicional de la cerámica! Volvemos a
cruzar la calle y entramos en muchas tiendas a comprar maravillosas chucherías y
miniaturas: ¡Ay, qué «manos de chino» tan hábiles para bordar como para modelar,
para hacer máquinas como para construir un país! Dejamos por fin el pueblo para
regresar a Cantón: ¡Ay, Shiwan, Shiwan, pintoresco pueblo alfarero, cómo te recuerdo
y cómo te deseo prosperidad y vida creadora!
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LOS CHINOS SON… CHINOS
Las perogrulladas de los niños tienen a veces perspicacias de sabios. Me refirieron la
impresión de un niño europeo al llegar a China con sus padres. El primer día después
de la llegada, salió el pequeño a pasear, y a su regreso a casa le preguntó el padre: «¿Qué
tal, hijo, has visto muchas cosas?». El pequeño se quedó un instante parado, como re-
flexionando, y contestó: «¡Pero, papá, si no se ven más que chinos por todas partes!».
La ingenua observación del niño concierne, en cierta medida, a todo viajero de tierras
remotas que tiene también una idea remota de China y de los chinos. El viajero siente
una vaga extrañeza al ver a chinos de verdad, en su país de verdad, trabajando de verdad
en todas las actividades humanas. Lo mismo que en el insondable firmamento, en el
mundo también hay países-nebulosas, más cercanos a la leyenda que a la realidad. Y
cuando uno cae en tal o cual país de estos —China, pongamos por caso—, se asombra
de que incluso tal país exista en realidad.
China tiene miles de años de existencia y de cultura. Pero cada viajero cree descubrir
a China y a los chinos como un Marco Polo de nuestro siglo. La ópera china tiene tam-
bién miles de años de tabladillo escénico, y sin embargo, no hace mucho París y Occi-
dente se quedaron alelados de admiración al descubrirla, como un nuevo meteoro.
¡Revelación! Esta es la palabra que fluye en cada viajero, conturbado por el asom-
bro, agitado por las inquietudes y desazones del explorador que se adentra en un
mundo desconocido. Y en esta actitud mística hacia la revelación se mezcla todo: el
encanto de lo desconocido, el perfume de la leyenda, el vestigio de lo primitivo, la
pátina de la longevidad y, en gran medida, el avance de lo nuevo, el hoy enarbolado
con empuje por el pueblo.
Los chinos son conscientes de esa fascinación y la fomentan de la única manera
posible: intensificando las visitas, las relaciones culturales, los viajes, las amistades,
los intercambios, haciendo política de puertas abiertas y de acogida cariñosa.
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[232] MISCELÁNEA
Y no sienten miedo o vergüenza o complejos de mostrar cómo viven o mostrarse
como son. Realistas, aman la verdad, y con la verdad cautivan. Han sido pobres hasta
ayer, andrajos les quedan muchos todavía, y no intentan nunca disimularlos con cha-
farrinones. Cuando las cuentas son claras, no hay razón para hacer malabarismos con
los números.
Son modestos, se presentan con modestia, y no hacen una virtud de la modestia.
La simpatía de la modestia atrae a todo el que va a China, porque la modestia une,
mientras el orgullo separa. Incluso su atuendo modesto, de gente trajinada y sencilla,
es cautivador: no lo ve uno como cendal ascético, sino como traje de faena; no como
una nivelación impuesta por una idea —que sería al fin y al cabo orgullo—, sino
como una nivelación impuesta por un común trabajo.
Si la modestia sube a un escabel, se convierte en falsa modestia; si baja un escalón,
pierde la dignidad. Como todas las virtudes, sus pasos caminan a una pulgada del
pecado. Por todas partes, en China, se advierte la dignidad. La dignidad de la pobreza,
que es ejemplar virtud.
He ido por muchas zonas de China, y no siempre por los caminos reales; he visto
a mucha gente de condición diversa; he pasado por sitios donde la miseria todavía
muestra su faz descarnada, pero no me he tropezado en ninguna parte con pordio-
seros. No he visto ni un solo mendigo, ni uno solo para muestra. Y cada viajero puede
testimoniar lo mismo. Es algo inexplicable y asombroso que la necesidad rechace la
pedigüeñería en términos tan absolutos. Parece como si a cada alma, incluso a la más
cerrada, hubiese llegado una partícula del polen de la dignidad que la revolución ha
expandido.
Y tampoco existe la granjería de la modesta dádiva, que llamamos propina —os-
tentación de quien la da y humillación de quien la recibe—. El modesto servidor
que os sirve no se considera un criado, sino un trabajador, y por eso no acepta el
gaje, sino el salario de su empleo. Además, haréis mal en ver al servidor modesto
como estática alma muerta: fuera del servicio anda con sus papeles y sus libros, tiene
sus aspiraciones, estudia, se prepara, y, como todo en China y la China entera, su
hoy no será su mañana; su mañana será mejor.
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CÉSAR M. ARCONADA [233]
He hablado del polen de la revolución. Y es verdad, vuela visible o invisible, fe-
cundo siempre, por todos los ámbitos, y es difícil que una u otra partícula no caiga
sobre alguien. Pero la revolución no es una varita mágica que transforma de golpe lo
malo en bueno, lo feo en hermoso, lo atrasado en adelantado, lo injusto en justo, lo
negro en blanco, etc. No es varita mágica, pero sí varita de muchas virtudes.
Dediquemos, por ejemplo, un párrafo a la honradez. No es posible que las nuevas
relaciones humanas hayan hecho honrados a los chinos, y sin embargo tampoco es
posible que ellas no hayan influido para acrisolar las viejas cualidades desfiguradas
por otras relaciones sociales.
Si a China vais, os asombrará la honradez de los chinos, y ocasión tendréis a cada
momento de advertirla en la vida diaria. Habéis entrado en un comercio a hacer
compras. Salís a la calle, os alejáis, y de pronto alguien viene corriendo a buscaros:
os han cobrado unos céntimos de más y vienen a devolvéroslo. Recién llegado,
cuando no se sabe ni lo que valen las cosas ni lo que vale el dinero, me alejé un poco
del coche a comprar unos helados. El vendedor era un crío. Le di un yuan y volví al
coche sin esperar la vuelta. La traductora me preguntó que cuánto había pagado al
vendedor y cuánto me había dado este de vuelta. Cuando supo que no me había de-
vuelto nada, se movilizó al punto, pensando que me habían engañado. Bajó del coche,
y en ese momento el crío vendedor llegaba jadeante a entregar la vuelta: no tenía
cambio de un yuan y había atravesado la calle para cambiar el billete en un puesto.
Otra vez, en un viaje, en el dormitorio de la casa donde paramos a pasar la noche
se me cayeron al suelo inadvertidamente varias monedas soviéticas que no tenían
ningún valor real. Una semana después, a la vuelta, me devolvieron las monedas de
níquel.
Ejemplos de hacendada honradez puedo mostrar muchos, y no solo en relación
con míseras monedas. Di una vez a lavar el pantalón, sin fijarme en que en el bolsillo
tenía no sé cuánto dinero, bastante, seguramente el sueldo de un mes de cualquiera
de las personas por cuyas manos pasó la prenda. Y al cabo de unos días me devolvie-
ron el dinero: lo había encontrado la lavandera. Un conocido, visitando una pagoda,
perdió una pluma estilográfica de oro. Y cuando ya se marchaba, un riksha —segu-
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[234] MISCELÁNEA
ramente tan pobre como una rata— le trajo corriendo la pluma que había encon-
trado. Se la entregó sin exigir ni insinuar propina alguna, siguiendo el mandato del
código tradicional de la honradez.
Manido atributo es el de calificarlos de amantes del trabajo. Y sin embargo, la
observación no por general deja de ser justa, sino al contrario, se hace evidente. Se
ve a un pueblo que desde inmemorables tiempos ha respirado una atmósfera de tra-
bajo, de esfuerzo, de penoso ganarse la vida. La naturaleza es pródiga, pero a la vez
dura. Dominar los caudales de agua que caían o corrían, ponerlos al servicio de la
fecundidad y no de la destrucción, ha sido la tela de Penélope de los campesinos de
China, la inmensa mayoría de la población. Las tierras eran ricas, pero mal distri-
buidas. La explotación de los humildes, siempre vigente y cada vez mayor. La miseria,
el destino de millones de familias, por lo demás prolíficas.
Los niños pasaban de andar a gatas a ayudar a sus padres; los viejos iban directamente
del trabajo a la sepultura. Las mujeres campesinas, con reatas de críos y quehaceres do-
mésticos, ayudaban a los hombres en el campo. El trabajo se respiraba desde el nacer,
como el aire, y se dejaba al morir, como todo. Quién empuñaba el arado, quién mercaba,
quién con habilidosas manos hacía primores de artesanía, quién era titiritero ambulante,
quién se dedicaba a la trashumancia… ¡Laboreo, siempre laboreo!
Y el trabajo, por duro que sea, no se maldice, se ama. Se maldice a quien explota,
a quien le tiraniza a uno por medio del trabajo, pero no al trabajo en sí, que es hijo
de tu esfuerzo y creación de tu mente, que ves su fecundidad y su provecho, aunque
de él se beneficien otros. Y amas lo que es tuyo, lo que has hecho, lo que de tus manos
ha salido, independientemente de que te lo roben y sirva para engordar a un amo.
Sí, amaban los chinos el trabajo, antes, cuando siendo esfuerzo propio era bene-
ficio ajeno. ¿Y cómo no lo han de amar ahora cuando, trocadas las relaciones sociales,
el esfuerzo y el beneficio es común?
«¡Irán muy lejos los chinos!», dice la gente, y esta confianza en el hacer, en el
crecer, en el caminar lejos, nace de verlos hoy trabajar unidos en una gran causa
común, afanosos, disciplinados, con esmero, con amor, casi con devoción, armados
de una bizarría y una conciencia, de una seguridad y un júbilo que hacen posible lo
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imposible, que reducen lo gigantesco a proporciones humanas, y acercan el porvenir
luminoso de todo un pueblo.
En China, en la memoria del pueblo, vive el legendario Lu Ban, que encarna la
fuerza, la sabiduría y la destreza del pueblo. Todo lo extraordinario, lo gigantesco, lo
sobrenatural, el puente encantado o la alta muralla, la esbelta torre o el maravilloso
palacio, aquello que el pueblo anónimo había hecho y de lo cual él mismo se admi-
raba, se lo atribuían a Lu Ban. Por no decir pueblo, decían, personificándolo, LuBan.
Pero la fuerza, la sabiduría y la destreza de Lu Ban eran la fuerza, la sabiduría y la
destreza del pueblo.
Y hoy, cuando los mitos se quedan en mitos, ya se sabe que todo lo gigantesco
que en China se hace ahora —que es mucho— no se atribuye a Lu Ban. Sin rodeos,
se atribuye al pueblo.
«¡Los chinos son encantadores!», oiréis decir a todo el que haya convivido con
ellos, a todo el que regresa de una visita a China. Nadie acoge mal al forastero ni
nadie que invita deja de desvivirse en cortesías. ¿Pero qué atractivo personal tienen
los chinos, qué seductoras artes del acogimiento despliegan si tan unánime es la sa-
tisfacción de los huéspedes?
Quien más y quien menos ha oído hablar de la extremada cortesía china. Cierto,
los chinos, como todos los pueblos viejos, tienen codificadas muchas costumbres,
entre ellas el trato con las personas. Pero el artificio seduce solo a quien es artificial.
Por el contrario, el encanto de los chinos está en la naturalidad, en la sencillez. Su
viejo código del trato se queda en vacío armazón; lo que ponen en el trato no es el
artificio, sino los sentimientos.
Los chinos no te atraen ni con la palabra, ni con la prodigalidad, ni con la gracia,
ni con el relumbrón, ni con las estúpidas apariencias. Te atraen por sus cualidades
humanas, por los sentimientos, porque prodigan no lo externo, que está al alcance
de todos, sino lo íntimo, lo individual, porque te entregan su corazón con la sencillez
más humana. Por un lado son como niños: claros, puros, limpios de sentimientos;
por otro, son extremadamente complejos, profundos, agudos, inteligentes, poseedores
de una viva perspicacia escrutadora.
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[236] MISCELÁNEA
Puedes confiar en su palabra: nunca olvidan nada; puedes confiar en su honradez:
la pulcritud sin mácula; puedes confiar en su amistad: nunca se agotan o limitan sus
sentimientos; puedes confiar en su sensibilidad: tienen la finura de esas hojas que al
más leve contacto se contraen sensibles; puedes confiar en su generosidad, en su me-
ticulosidad, en su destreza y en su inteligencia.
Tienen un vivo corazón y un alma cálida y desbordante. Son reservados, y no se
reservan. Son callados y hablan lo preciso. Son serios, y fluye de ellos una radiante,
serena e infantil alegría. Un minuto después de conocer a cualquiera, ya se ha roto el
hielo de las distancias: te parece que tienes al lado un amigo de toda la vida, un fa-
miliar querido, algo tuyo y entrañable.
Gente honesta y sencilla, hace honestas y sencillas las relaciones humanas. Nunca
se ven por la calle alborotos o escándalos, ni siquiera en señalados días de fiesta. No
riñen unos con otros, no se pelean, no discuten con destemplanza, no se ve a nadie
borracho, procuran no molestarse unos a otros. Las relaciones entre los jóvenes son
puras. Los novios van por las calles o por los parques cogidos de la mano, como dos
niños que tuvieran miedo de perderse… El hogar es sólido; el matrimonio, firme, y
la familia —tradicionalmente—, una institución sagrada. Se quiere a los niños y se
respeta y casi venera la vejez. Las huellas feudales de la inferioridad de la mujer van
desapareciendo. La mujer ha sufrido mucho: «Tras unos pies mutilados, hay un pu-
chero lleno de lágrimas», dice el proverbio chino. «El fideo no es arroz, y la mujer no
es ser humano», rezaba otro. Pero hoy la mujer ha conquistado la igualdad y la dig-
nidad durante tanto tiempo negadas y regateadas.
¿Divagar más sobre los chinos y sus cualidades? ¡No, basta! Se los conoce un poco,
y se los ama mucho. Por lo demás, los chinos son… chinos.
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SOBRE LO QUE LLAMAMOS ÓPERA CHINA
Uno de los espectáculos más sorprendentes de China es lo que llamamos, por de-
nominarlo de algún modo, ópera china, o drama musical, como otros, también por
designarlo de alguna manera, lo califican.
El espectáculo es sorprendente para el espectador extranjero, que el primer día,
desde su butaca, descubre un mundo insospechado, maravilloso, fantástico, rico en
poesía y variado en facetas. En cuanto al espectador chino, esa sorpresa no existe: es
un mundo al que está habituado desde niño.
La denominada ópera china, que nada tiene que ver con la ópera europea, es el
arte más popular de China, el arte nacional por excelencia. Por todas partes existen
diferentes teatros y estilos, es un arte nacido en el pueblo y desarrollado por el pueblo,
aunque, como es lógico, siendo un arte nacional, el feudalismo dominante durante
muchos siglos ejerció sobre él su perniciosa influencia, tratando muchas veces de
confundir sus rasgos populares e infundirle los rasgos de su feudal ideología.
Pero es imposible matar lo inmortal y dar sepultura a lo que tan arraigadamente
vive. Acabaron casi con la ópera conocida por la denominación «Kun-chu», y el arte
resurgió encarnado en la llamada «ópera de Pekín». La última dinastía también llevó
a la decadencia esta última, y de nuevo apareció ese arte, floreciente, en la conocida
«ópera de Shaosing». Lo que es del pueblo y en el pueblo se nutre, vive eternamente
en el pueblo, y cualesquiera sean los vaivenes y los avatares, siempre queda rescoldo
para hacer fogarada.
Ni que decir tiene: ahora que el propio pueblo es tesorero de sus tesoros, él los
muestra, los acrecienta y les da esplendor. Existe en toda China un auge floreciente
de este popular género de la ópera. Cada pueblo tiene su teatro, cada región su es-
tilo. Resurgen los viejos géneros que habían desaparecido. Adquieren esplendor
viejos teatros, como el de Pekín. Se renuevan las formas, se estudian los estilos, se
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crean escuelas de aprendizaje donde los viejos artistas transmiten a los jóvenes la
difícil maestría de su trabajo escénico. En fin, la ópera china ha entrado en un pe-
ríodo de auténtico florecer. Para el viejo arte ha llegado una nueva primavera.
Pero no todo ha caminado y camina por llanura fácil. Hubo gentes que, to-
mando el consabido rábano por las hojas, menospreciaron este género y propug-
naron su eliminación, identificando su vida con la existencia del feudalismo. No
sin lucha ha sido vencida esta tendencia sectaria. Y otra, no menos dañina: la del
revisionismo de todo, la de teñir de blanco lo negro haciendo caso omiso de las
circunstancias históricas, la de cambiar, muchas veces a capricho, caracteres y si-
tuaciones, menospreciando la tradición en nombre de una mal entendida moder-
nización.
[...]
Un día, el escritor Mao Dun, ministro de Cultura y presidente de la Unión de
Escritores, me preguntó, como es de rigor en China al hablar con los huéspedes:
—¿Va usted a la ópera?
—¡No faltaba más! Siempre que puedo —contesté—, y más o menos como todo
el mundo, soy un gran admirador de ella.
—¿Y qué defectos le ha encontrado?
Me figuré que aludía a las influencias feudales que se entrelazan en las obras con
la cultura popular y democrática. Mas para un simple espectador extranjero percibir
tal sutileza es difícil, y contesté a Mao Dun:
—Puede que los haya, pero yo no los veo.
No podría ser un arte popular si en él no tuviesen expresión los mejores y más
distintivos rasgos del pueblo, revelados a través de mitos, generales, emperadores o
dignatarios feudales. Incluso en medio de este deslumbrante mundo, muchas veces
feérico, aparece en ocasiones el pueblo, pintado de un modo parco y realista, como
en el viejo barquero de Río en otoño o la mujer y los hijos abandonados del ambicioso
Tsin Jan-lin, en la obra que lleva este título.
En los temas de las obras están encarnadas las virtudes que el pueblo ama, que
conmueven su corazón y alientan sus ímpetus generosos: la valentía, el patriotismo,
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la justicia, la destreza, la protesta contra la opresión, la pureza del amor, la amistad…
Numerosas obras están dedicadas a la mujer, víctimas de los inhumanos códigos
feudales, que sometían a las conveniencias paternas los íntimos sentimientos del
amor. A este tema están dedicadas dos de las obras más famosas del repertorio chino:
La leyenda de la serpiente blanca y Liang Shan-po y Chu In-tai.
He mencionado antes la obra Tsin Jan-lin porque me impresionaron mucho su
realismo y su fuerza dramática, aguda y primitiva como la de un moderno folletín.
La obra habla del destino de una mujer abandonada por su marido. Este se va a la
ciudad a buscar acomodo, entra a servir en el palacio del emperador y al cabo de
algún tiempo se casa de nuevo con una hermana de él. La primera mujer peregrina
en compañía de sus hijos en busca del marido. Cuando después de muchas dificul-
tades consigue penetrar en palacio, el marido se niega a reconocerla y rechaza a sus
hijos en aras de la ambición. Interpuestos en su camino de ambiciones, manda al
verdugo que los mate. La obra representa el calvario de esta madre hasta conseguir
en la corte el justo castigo del infame esposo, que por la ambición ha renegado de la
humilde mujer y de los hijos.
Por trágicos que sean los temas, el mundo de este primitivo teatro chino está pre-
sentado con luminosidad, con belleza, con infinita poesía. Desde los esplendorosos
colores de las vestimentas hasta el rítmico paso lleno de gracia de las mujeres; desde
los movimientos de los brazos y las manos a juego con las anchas, largas e impolutas
mangas de los vestidos hasta los vivos bermellones de los maquillajes; desde la deli-
cadeza de los gestos hasta la policromía de los adornos, todo es luminoso, encendido,
poético y floreciente como un jardín en primavera. Aun los más rudos temas guerre-
ros están encarnados en síntesis poéticas, en bellísimas alegorías.
Es evidente que la fuente de este teatro está en la plaza pública, en los juglares y
saltimbanquis, las danzas y pantomimas, las canciones y músicas. Elementos de este
primitivo escenario han quedado muchos en la sucesiva evolución del género.
Los historiadores fijan en la dinastía Tang (618-907) la creación y el desarrollo
de este original teatro. Uno de los emperadores de la dinastía, Ming Huang, fue él
mismo músico, dedicó especial atención a la ópera, fundó escuelas de actores y mú-
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sicos, compuso muchas obras, dirigía a veces la orquesta, y realizó diferentes reformas,
uniendo la canción y el baile en el espectáculo.
En 1956 se presentó en Pekín, con éxito extraordinario, una compañía de ópera
al estilo Kun-chu. Era la resurrección del más viejo estilo, la fuente primitiva de
donde habían tomado agua prolífica todos los estilos procedentes de la mayor parte
de las regiones del país.
Kunshan es un pueblecito de una de las provincias del sur, ribereña del Yangtsé,
lugar donde surgió durante la dinastía Tang o quizá antes este género musical-dra-
mático. Desde Kunshan se extendió por todo el territorio del sur.
Ante la invasión mongola, la vieja cultura china, cuyas fuentes estaban en los terri-
torios centrales del Huang He, se replegaron al sureste, a Hangchow y sus privilegiadas
tierras. Y así también el ya extendido arte de la ópera. Pero los mongoles, conquistado-
res, fueron enseguida conquistados. Tal como sucedió en el plano estatal, así aconteció
en el terreno artístico. El primer emperador mongol, de la dinastía Yuan (1276-1368),
se convirtió en un admirador y protector del arte teatral chino, y esto dio gran impulso
a su desarrollo. Surgieron distintas ramificaciones: «ópera del sur», «ópera del norte».
Fue a comienzos del siglo xvi cuando el género de ópera de Kunshan, recogiendo
la tradición y enriqueciéndola con las nuevas aportaciones del norte y del sur, adquirió
su máximo desarrollo. El imperio de la ópera de Kunshan duró hasta mediados del
siglo xix. Luego cayó hasta el extremo de no quedar, a comienzos de siglo, más que
cinco o seis actores de ese género. El origen de esta caída se explica así: las clases feu-
dales habían ido eliminando poco a poco de las obras los elementos populares y es-
tableciendo en ese arte el influjo pernicioso de sus gustos.
Acabó en la historia de ese arte la gloriosa y larga dinastía de la ópera de Kunshan,
y apareció, de sus cenizas, el imperio de otra dinastía: la ópera de Pekín, hoy tan po-
pular dentro y fuera del país.
La ópera de Pekín ha recogido la tradición de la ópera de Kunshan, renovándola.
Por lo que a mí se me alcanza —espectador muchos días de estos maravillosos espec-
táculos—, la ópera de Pekín ha conservado el carácter añejo, primitivo, popular de
este arte. Desecha la teatralización, la modernización, los elementos externos, para
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concentrar el interés en la acción dramática y el actor. Las representaciones tienen
casi siempre un fondo neutro de cortinajes, a veces solo con ligeros elementos deco-
rativos de simbólicas alusiones.
Las obras revelan su origen remoto: o son mitos y cuentos primitivos de hadas, o
son elementales historias guerreras donde juegan asombrosamente las lanzas o las es-
padas. Acrobacia, malabarismo, destreza, agilidad, dominio de la danza, el canto y la
mímica, todas estas cualidades debe reunir el actor de la ópera de Pekín. El aprendi-
zaje de los actores es tan difícil que solo cabe comenzarlo de niños y estar durante
toda la vida en perpetuo adiestramiento.
La gloria actual de la ópera de Pekín es el actor Mei Lanfang, a quien varias veces
he visto en escena con motivo de algún acontecimiento, pues ya raramente se presenta
ante el público. Tiene más de sesenta años y hace, prodigiosamente, papeles femeni-
nos de muchachas jóvenes. Mei Lanfang es el último representante glorioso de una
tradición de actores-intérpretes de papeles femeninos. Como se sabe, en el teatro
chino no actuaban mujeres. Los papeles femeninos eran interpretados por hombres.
Tales actores, además de las destrezas y capacidades enumeradas, debían tener una
habilidad más, sobremanera dificultosa: la de imitar a la mujer.
Cuando se ve en escena a Mei Lanfang, uno se admira del prodigio: es imposible
advertir que el intérprete es un hombre, y además un hombre que tiene más de se-
senta años. A tal perfección llega su arte, heredado de padres y abuelos, también ac-
tores de papeles femeninos.
Mei Lanfang es adorado por el público. No solo es un gran actor, sino uno de los
grandes maestros de este viejo arte teatral chino, a cuyo desarrollo, en la ópera de
Pekín, ha dedicado toda su vida y su talento.
Últimamente, con la ópera de Pekín rivaliza en fama la ópera de Shaosing. Con-
temos, en unas cuantas líneas, su historia.
Shaosing es una ciudad del sur, en la provincia de Chekiang, no lejos de Shangai.
En esta ciudad, capital de un reino antes de nuestra era, existía un arte teatral llamado
«Yueju», procedente del nombre del reino, Yue. Este género, que se distinguía por su
aproximación a la canción popular y por sus emotivas melodías, se ha conservado,
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como arte local, hasta nuestros días. Medio siglo atrás, pequeñas compañías de hombres
solos reunían a los campesinos en las plazas y hacían sus representaciones teatrales.
Poco a poco, estos grupos de aficionados se transformaron en profesionales. Y es
de señalar una particularidad curiosa: las mujeres desplazan a los hombres. Lo mismo
que en la vieja tradición el acceso de las mujeres al arte escénico estaba prohibido, en
la ópera de Shaosing solo trabajaban mujeres y en las obras ellas hacían los papeles
masculinos. Y esta particularidad es, incluso hoy, específica de la ópera de Shaosing,
aunque ya se habla de suprimirla.
La compañía de Shaosing, transformada en profesional, se trasladó durante el pe-
ríodo de la invasión japonesa a Shangai, y en esta ciudad, y en no mucho tiempo, el
género de Shaosing tanto se ha desarrollado y transformado, tanta popularidad ha
adquirido que, viendo en escena las representaciones maravillosas de esta compañía,
cuesta trabajo creer que un cuarto de siglo atrás fuera casi una compañía de ambu-
lantes actores a la que llamaban Diduci porque los instrumentos de percusión de su
primitiva orquesta resonaban: «di-di» y «du-du».
¿En qué dirección se ha desarrollado la ópera de Shaosing hasta alcanzar éxito
y resonancia en el país y en el extranjero? Ha ido, contrariamente a la ópera de
Pekín, por la línea de la modernización teatral. La mayor parte de las obras de su
repertorio están tomadas de narraciones y novelas, en las cuales el argumento está
más desarrollado, la profundidad psicológica más patente y los caracteres más de-
finidos. Todo esto aumenta la intensidad dramática y facilita el multifacético tra-
bajo de los actores.
Por otra parte, la ópera de Shaosing tiene en cuenta los adelantos escénicos, la re-
novación de los medios escenográficos. Al revés que la ópera de Pekín, no va por el
camino de la síntesis sino de la amplitud, de la utilización de todos los recursos mo-
dernos para hacer de las representaciones espectáculos teatrales, bellos, originales y
emotivos.
¿Habéis asistido a una representación de ópera clásica china, de cualquier género,
de Pekín o de Shaosing, de Kunshan o de Guandong, del norte o del sur, de una
aldea o de una ciudad?
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La primera impresión —confesadlo— es de desconcierto ante algo inusitado,
nuevo y original que se presenta ante vuestra sensibilidad moderna —ojos, oídos,
gustos, hábitos, pensamientos, espíritu— como mensajero de miles de años atrás,
como si el cerrado horizonte de los tiempos se hubiera abierto y os encontraseis en
un remoto pasado.
Pero pronto os acostumbráis, y más pronto si estáis en la propia China, donde el
ambiente ayuda. Entonces comenzaréis a gozar del placer de tales e inusitadas repre-
sentaciones, y a precisar la belleza de los detalles, y a entregaros por entero a un arte
tan maravilloso.
Empieza la orquesta, que está oculta en el proscenio, su breve evocación ambien-
tal. Pero nada tiene que ver con nuestra orquesta, ni con nuestra música, ni con nues-
tras óperas. La orquesta se compone de no más de diez músicos, que tocan sin director
y sin papeles, y da la sensación de que ellos van siguiendo a los cantantes, subrayando
sus palabras y sus acciones, y no al revés, que los cantantes siguen a la música. Es
una orquesta popular, de timbres metálicos. Los violines chillan, vibran el gong y el
batintín, retumba el timbal y castañetean los instrumentos de percusión hechos de
madera de bambú.
La música está por entero supeditada a la acción dramática. Su misión es acen-
tuarla, lo mismo que la mímica de los actores, lo mismo que los colores, los sím-
bolos, los trajes. El eje de la ópera china es la acción, y alrededor de ella, como
satélites, giran todos los elementos. Y la música, con sus recursos expresivos, no es
el menor de ellos.
La mímica es como una muda música en el espectáculo de las óperas chinas.
Así como la música de los sonidos subraya los estados de ánimo, la música de la
mímica subraya, o mejor dicho dibuja, el ambiente. El arte chino, al igual que
los niños, no teme lo convencional. En escena —como antes en la plaza pública—
nada existe. Pero el actor puede entrar a caballo, subir una escalera o una montaña,
cruzar un río, luchar contra las olas, saltar una muralla. Ni caballo ni escalera o
montaña, ni río, ni olas, ni muralla aparecen en escena, pero la sensación de que
existen debe transmitírsela el actor al espectador por medio de la mímica. De tal
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forma, la mímica se convierte en elemento no solo primordial sino, a veces, sus-
tancial.
Por ejemplo, los movimientos de la barca en un río —en escena no hay barca ni
río—, imitados con minuciosidad, realismo y gracia, pasan en algunas obras a ser
casi lo esencial de ellas, como en el primer cuadro de la Serpiente blanca, o en Río en
otoño, donde una barca cruza de orilla a orilla a una monja que va a reunirse con su
amante, o en la Rebelión del pescador y otras muchas obras, donde el supuesto río y
la supuesta barca sirven de pretexto para convertir en arte la minuciosa mímica de
los actores.
Otro tanto sucede con las luchas guerreras, que están expresadas por medio de la
danza o de juegos malabares con las espadas y las picas, o con saltos y volatines, evo-
luciones y pasos en la escena, o figurando la lucha en el agua, a caballo, contra dioses,
nubes, dragones y elementos de la naturaleza.
La ópera china tiene un código profuso de convencionalismos que todos los es-
pectadores conocen. Cada gesto de la mano o de los dedos tiene una significación.
Significan algo la manera de andar, los objetos que el actor lleva consigo. Cuando un
personaje entra en escena se sabe si va a pie o a caballo, si es monja o general, si hombre
de letras o traidor, por ciertos detalles y gestos convencionales. Tienen su significación
los colores, las vestimentas, el maquillaje, los dibujos de las túnicas, los adornos de
la cabeza, el modo de andar. Todos estos convencionalismos crean un mundo real,
diverso y rico; mezclan la realidad y la fantasía en un desembarazado juego; ensanchan
el mundo y sus límites y, por sí mismos, se transforman en arte, en poesía.
La ópera china es un espectáculo lleno de poesía, de gracia, de luminosidad, de
plasticidad, fuerte y delicado a la vez, real y fantástico, profundo y ligero. En cada
detalle aparecen la maestría y la sabiduría del pueblo, su alma y los largos años de su
historia.
Los tejedores aparecen en las finísimas sedas; los bordadores, en los laboriosos
trabajos de los vestidos; los orfebres y maestros artesanos, en los titilantes adornos de
las cabezas; los pintores, en las combinaciones sorprendentes de color; los danzarines,
en los bailes; los volatineros de las plazas, en los saltos; los fantaseadores, en el argu-
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mento de las obras. Toda la delicadeza, la poesía, la luminosidad, el gusto, la belleza
del pueblo chino están expresados en la ópera.
Y no es casual que el arte de la ópera sea el arte más popular en China. Es, en
esencia, un arte del pueblo, y encarna el alma del pueblo.
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EL ARTE DE COMER Y LA CIENCIA DE LA COCINA
—¡Bueno, ya nos dirás a la vuelta a qué saben las culebras, los perros fritos, los sesos
de mono, los mosquitos vivos y las ratas al horno! —le despiden a uno cuando va
camino de China.
Es primordial hacer humor e hipérbole a propósito de la comida china. Tanta
fama ha adquirido ese arte que se ha hecho legendario.
De tal suerte, viene a acontecer que, llegado a China el extranjero de andanzas,
se convierte en regocijado acontecimiento la mesa de las gastronomías. Los chinos,
conocedores del camino por donde van tus deseos, salen enseguida a tu encuentro,
ofreciéndote, allí donde vayas, lo que también con hipérbole ellos llaman «modesto
banquete».
Sobre estos banquetes tan prodigados y tan pródigos cabe decir que tienen de
modestos lo que el demonio de santo, pero sí rebosan de finura, de medida, de en-
canto, de discreción, de cortesía. En ellos se ponen de manifiesto las admirables dotes
de trato humano que los chinos poseen. A cualquier persona modesta le espeluzna
un tanto la idea de banquete, aunque se trate de disminuir su carácter calificándolo
de modesto. Pero a la postre, después de la primera prueba, saldrá convencido de la
habilidad de los chinos para hacer agradable lo desagradable, leve lo pesado y come-
dido lo propenso a desmesura. Y gritará: ¡vivan los banquetes!
Como primera cosa, al banquete se lo despoja de solemnidad: por ahí empieza el
encanto. Sin empaque oficial y frío, el banquete se transforma en reunión amistosa
e íntima, donde se ponen a prueba las captadoras dotes de simpatía de los chinos.
No es casual que el banquete comience en torno a las mesas de té, donde en los diez
primeros minutos se inicia la aproximación de los comensales, los previos conoci-
mientos entre unos y otros. En estos divanes para el té se da el primer papirotazo a
la molesta y rígida solemnidad.
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Desde los divanes se va a la mesa del ágape, ya cercenada un tanto la engorrosa
etiqueta. Entonces piensa uno: ahora vienen las huecas altisonancias, ahora viene el
trastrueque: la conversación transformada en oratoria y la comida en juego de elo-
cuencia. Pero no sucede así. La comida se queda en comida, con valor por sí misma
y por servir de vehículo a las humanas relaciones. En cuanto a la elocuencia, ¡se le re-
tuerce el cuello, como pedía el clásico!
Y a pesar de todo se pronuncian brindis a porrillo. Cada comensal el suyo y el
anfitrión cuantos quiera. Nuevo plato, nuevo brindis. Pero el brindis no es dis-
curso pedante, sino cuatro palabras de sincera cortesía. Los brindis no perturban
la intimidad del banquete; al revés, son una consecuencia de esa intimidad, son
como declaraciones de amor dichas en tono de confidencia, como un revoloteo de
espiritualidad en la mesa de la tragantona.
Y ya que a la tragantona hemos llegado, hablemos del famoso yantar.
La refinada cultura china se refleja en su refinada ciencia culinaria. Es asombroso
el arte con que los chinos han hecho manjar de todos los dones de la naturaleza. La
cocina europea ha tendido a la síntesis, mientras la cocina china ha desarrollado la
variedad. Los europeos hacen escrúpulos a muchas cosas, eliminando muchas de ellas
sin lógica alguna. Según los chinos todo se come. La cuestión reside en saberlo pre-
parar con arte y gusto. Los chinos tienen un dicho: «De lo que existe en el aire, úni-
camente los cometas no se comen; de lo que existe en la tierra, solo las sillas».
Dicen que hay en la cocina china más de cuatro mil variados platos. ¡Bueno estaría
el estómago si en los banquetes los sirvieran todos! Pero donde hay abundancia hay
rumbo. No los sirven todos, es claro, pero sí bastantes para indigestar a los modernos
Pantagrueles. El más simple banquete se compone de ocho o diez platos, sin contar con
la numerosa familia de entremeses y los aditamentos de los postres. Y hay festines en los
que los platos llegan a veinte. Un proverbio chino dice: «El viajero no debe contar la
distancia; en la mesa no se deben contar los platos».
¿Que no hay tragaderas humanas que puedan tragar tanto? Aquí reside otra de
las particularidades de la comida china, cuya esencia consiste no en la cantidad, sino
en la variedad. La cocina china es cara no por lo que se come, sino por lo que se des-
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perdicia antes de llegar a la mesa, debido a las manipulaciones del cocinero, y en la
mesa misma, a causa de la delicadeza del comensal, que nada rebaña y se atiene al
dicho de que de lo bueno, poco.
El arte chino de comer consiste no en tragar, sino en probar, en catar. El comensal
no devora, como el cerdo; pica, como el pájaro. Los zancudos palillos tienen algo de
pinza de cangrejo y pico de ave. Con ellos en la mano, el comilón va picando de aquí
o de allá, de este o del otro plato.
En la mesa china no existe el cuchillo. ¿Para qué se necesita? La medida de cada
manjar es el trocito. Los cocineros deben, por tanto, preparar de antemano, en la co-
cina, los alimentos en forma de trocitos para que en la mesa los palillos los atrapen
con facilidad. No existe, por tanto, el tenedor… Una de las gracias habituales de los
banquetes consiste en ver al indefenso huésped manejando torpón los palillos. En pre-
visión de suplencia e inhabilidad, le ponen a uno el tenedor junto al plato. Por lo
demás, el manejo de los palillos no es tan difícil; solo tiene un secreto: saber colocarlos
entre los dedos para que, como en el cangrejo, una de las pinzas sea fija y la otra ejerza
la función de atrapar. El primer palillo, el agarrador, debe ser manejado por el pulgar
y el índice; el segundo, el fijo, debe estar colocado entre el dedo corazón y el anular.
Nos falta hablar de la cuchara. ¿Se utiliza, no se utiliza? Ante ti, en la mesa, entre
las copas y los vasos, te ponen un platillo para escanciar el vino caliente, un tazón
para el arroz, que te sirven en las postrimerías del festín y no lo pruebas, y otro tazón
con una cuchara especial de artística cerámica. En este recipiente, con la cuchara alar-
gada, de corto mango y bellos dibujos populares, se come la sopa, al final, como el
último plato de los postres, como si fuera el lavatorio estomacal del banquete.
El banquete comienza con la infinita variedad de los entremeses: embutidos, tro-
citos de pato, menudillos, medusas, huevos podridos (huevos duros, negros, que se
preparan especialmente para que se pudran), semillas de loto (estas semillas se con-
sideran en China símbolo del amor: son sabrosas, pero tienen unas pepitas amargas).
Después de esta introducción en frío viene una sucesión de platos calientes. Por
ejemplo, langostinos (se comen mucho y preparados de muy diversa forma), estrellas
de mar (escurridizo, gelatinoso manjar, pero muy apreciado), trozos selectos de gallina
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con guarnición de bambú joven, pedacitos de rana con tomate (a la orilla de los lagos
son más sabrosas), enormes percas fritas con setas (este pescado está hecho con salsa
de caramelo. Al principio os extrañará comer pescado dulce, pero pronto os acos-
tumbraréis y os parecerá en extremo gustoso), pato laqueado (este plato es famoso
sobre todo en Pekín, donde incluso hay viejos restaurantes especializados en su pre-
paración, como el Fun Tse-yuen, en una callejuela de la ciudad china, donde los es-
critores me dieron el banquete de despedida. Los patos laqueados se ven en las tiendas
y escaparates de figones de Pekín: parecen patos a los cuales un limpiabotas ha sacado
brillo con betún dorado. Los patos son grandes, hermosos, bien cebados, pero lo que
en el banquete comes es simplemente la piel frita del pato envuelta en unas obleas
de harina con un poco de cebolla), nidos de golondrina (por raro que parezca, tam-
bién se comen los nidos de golondrina: es una especie de gelatina, sacada de unos
nidos de pájaros que viven en las rocas del mar. Según dicen, es un alimento tónico
y nutritivo. A mí no me agradó mucho: falta de costumbre, tal vez), aletas de tiburón
(uno de los platos más delicados de la cocina china, verdaderamente sabroso y caro.
La fiera voraz de los mares, que devora a los hombres, es devorada por los hombres,
como manjar exquisito, en los banquetes).
Otro proverbio chino dice: «No hay comida alguna que pronto o tarde no tenga
fin». Después de los innumerables platos, con el tazón de sopa por final, el banquete
termina. ¿Termina? No, falta el broche. Los comensales se levantan de la mesa
—campo de despojos después de una batalla cruel— y se sientan a otra mesa limpia
donde está la fruta: uvas, plátanos, naranjas, manzanas, peras… Tomas una pera,
grande, fresca y madura, y enseguida te advierten: es necesario comerla toda, no se
puede dividir porque la pera es símbolo de separación. Y, sin muchas ganas, te comes
hasta el rabo. Alcanzas del frutero una manzana, enorme, sonrosada, llena de aroma
como un pebetero. Menos mal: «La manzana —te dicen— es el símbolo de la paz,
y por lo tanto se puede dividir y comer entre varios». Y la divides para hacer honor
a la paz…
Te levantas de la mesa, por fin, harto y molesto, pensando acaso en el feo pecado
de la gula. Pero cada pecador tiene su camino de contrición. Otra frase proverbial de
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los chinos dice: «Al vestirte, piensa en el trabajo de los tejedores; en la mesa, piensa
en el duro trabajo de los campesinos».
Piensa en ellos, haz la penitencia que sea menester, que al día siguiente, si ha lugar,
serás invitado a otro «modesto banquete».
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LOS JEROGLÍFICOS Y SU DESTINO
En la nueva China, azacaneada por el deseo de saber, se habla mucho de los jero-
glíficos y de su destino.
Por un lado, se canta su venerable ancianidad, su barbuda belleza, la tradición
que portan los múltiples balancines de sus rasgos, el saber y la poesía que han acarrea -
do por el camino milenario de la historia.
Mas, por otro, se censura y reprocha su complicación mandarina, sus ringorrangos
de feudal secreto, su veste recamada de inadecuados pliegues y vuelos para la vida de
hoy, su falta de ligereza y ductibilidad, su tardo paso de palanquín, su resistencia to-
zuda a la democratización.
Y en vista de los pros y los contras, del «verso» y el reverso, a los venerables ancia-
nos de la escritura china, aunque con todo respeto y honor, se los ha llevado a juicio.
En el acto de comparecencia, los sabios togados han dicho sus pareceres, y por fin se
ha dictado sentencia.
De momento, esa sentencia no ha sido de pena de muerte sino de amenaza de muerte.
Y mientras la hora del sepelio o la jubilación llega —aunque no se prevé de inmediato—,
se han adoptado algunas medidas pertinentes y democratizadoras, entre ellas —como
aquella de Pedro I en Rusia con sus cortesanos— la de rapar o recortar sus barbas.
Por lo tanto, la primera medida adoptada en la resolución de una conferencia que
para la reforma de la escritura ha tenido lugar consiste en la simplificación de algunos
jeroglíficos. El jeroglífico se compone de diversos rasgos trazados en torno a una clave
esencial. Estos rasgos llegan a veces a veinte o más. Con la simplificación se han re-
ducido a cuatro, cinco, tres, seis. El número de estos jeroglíficos simplificados, bien
en sus rasgos, bien en su clave, casi llega a dos mil.
Otra reforma consiste en suprimir la escritura vertical, utilizada hasta ahora. Había
en esta cuestión cierto eclecticismo: algunos periódicos y revistas seguían el sistema
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vertical, otros habían pasado ya al horizontal; unos libros se ojeaban de izquierda a
derecha, como los nuestros; otros, según la tradición china, de derecha a izquierda.
Se va camino de suprimir estas particularidades, de unificar los sistemas, de univer-
salizar la estructura y, de ese modo, llegar al objetivo principal: facilitar la lectura,
hacerla asequible a la gente.
Otro problema más complicado es el de la unificación del idioma. En tiempos
antiguos el idioma chino era único, común, escrito y hablado. Mas después, cuando
la cuenca del río Amarillo dejó de ser valle paternal del primitivo Estado y sus mo-
radores se extendieron por el sur, hacia nuevos territorios aislados y de difícil comu-
nicación entre sí, el primitivo idioma único se subdividió en dialectos.
De tal suerte, un mismo jeroglífico adquirió en partes distintas del territorio di-
ferente categoría fonética. Es decir, el jeroglífico es en China un elemento unificador.
En cada sitio, un determinado jeroglífico se pronuncia de modo diferente, pero su
significado es el mismo. Muchas veces, la gente, para entenderse en la conversación,
traza el jeroglífico con el dedo en la palma de la mano. Eso basta para vencer la im-
precisión fonética y hacerse comprender unos a otros.
Por lo demás, los dialectos son muchos, y resulta difícil entenderse de una región
a otra, de una localidad a otra. A cualquier parte donde vamos fuera de la región de
Pekín, necesitamos un traductor local, intermediario entre la gente con quien habla-
mos y nuestro traductor.
Pero en el curso de los años, y debido a influencias económicas y políticas,
de entre todos estos dialectos ha adquirido supremacía el habla de Pekín, el dia-
lecto llamado putonghua. Es el más extendido, el que podría llamarse oficial; se
escucha en la radio, se emplea en el cine, se utiliza para la transcripción a idiomas
extranjeros…
Así pues, otra de las reformas consiste en hacer, a partir del habla de Pekín, un
habla común; normalizar el lenguaje hablado y poder pasar después a la radical me-
dida de la fonetización. Ya se trabaja en este sentido. La prensa ha divulgado un pro-
yecto de alfabeto, en lo fundamental con caracteres latinos, que será discutido en la
próxima conferencia.
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De este modo, la reforma de la lengua irá implantándose en sucesivas etapas, sin
precipitación ni extremismo, conscientes de la dificultad que esto entraña y de la
trascendencia de la cuestión.
Grande es el mérito de los jeroglíficos, portadores, a través de los siglos, de la gran
cultura de un país, pero su pervivencia, en la república del pueblo, es un freno al
desarrollo cultural de las masas, un obstáculo para la democratización de la cultura,
para la formación del hombre nuevo.
Con el tiempo —en un plazo no lejano relativamente—, pasarán los jeroglíficos
a ser clave de eruditos, signos de archivos y bibliotecas, y las notables obras con
ellos escritas serán traducidas a la nueva escritura, cosa que hoy mismo se hace con
las obras literarias del pasado, escritas en forma tal que solo los eruditos descifran
su lenguaje.
Por lo tanto, los jeroglíficos, como todo en China, están en período de transición.
Mientras caminan por él, aunque en descenso, tienen vigencia, y es curioso conocer al-
gunas de sus particularidades, por las que yo, lego, superficialmente me he interesado.
I. El idioma chino tiene cuatro tonos, lo cual se presta a equívocos, pues palabras
iguales cambian de significación según el tono. Estos cuatro tonos se dividen así:
1) llano (–); 2) ascendente (/); 3) descendente-ascendente (\/), y 4) descendente (\).
II. La primitiva escritura china fue pictográfica. El chino es un idioma ideográfico.
Los primeros jeroglíficos eran dibujos que representaban con trazos una idea. Estos
dibujos fueron cambiando con el tiempo, simplificándose.
Por ejemplo:
1) Montaña
2) Sol
3) Luna
III. Cada jeroglífico se compone de elementos que a su vez representan nuevas
ideas que se asocian para formar la idea principal.
CÉSAR M. ARCONADA [255]
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[256] MISCELÁNEA
2) (dsun-fidelidad) significa centro
significa corazón
3) (kan-mirar, leer) significa mano
significa ojo
Es decir, fidelidad significa: el centro del corazón.
Es decir, la mano puesta sobre los ojos para ver, para mirar.
4) (guo-estado, país) significa frontera, límite, cuadrado
significa príncipe
Es decir, país significa tierra o fronteras del príncipe.
5) (ai-amar, querer) significa garras, uñas
significa techo, tejado
significa corazón
significa doblarse las piernas
Es decir, amar significa: las uñas se han clavado tan fuerte en el corazón que hasta
las piernas se han doblado.
IV. No cada jeroglífico es una palabra. La mayoría de las palabras se componen
de dos jeroglíficos y algunas de tres.
He aquí unos ejemplos para comprender la diferencia entre un jeroglífico y una
palabra:
Es decir, hablar significa: palabras que salen de mil bocas.
1)
(hua-palabra) significa hablar
significa mil
significa boca
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CÉSAR M. ARCONADA [257]
1) (cooperación)
2) He aquí un ejemplo de relación objetiva:
(Kan shu-leer)
V. Formación de las palabras.
significa mirar, leer; significa libro; significa pincel
significa hablar
3) (ge ming-revolución)
significa cambiar significa suerte, destino.
1) (che) Este jeroglífico significa «carro», pero para expresar la pa-
labra «carro» es necesario añadir otro: , que es un sufijo para
determinar los sustantivos.
2) Significa «mujer», pero la palabra «mujer» es . El segundo
jeroglífico añadido, , significa «persona, hombre».
significa «hombre, marido, género masculino», pero la pa-
labra «hombre» se escribe así: .
Es decir, revolución significa: cambiar el destino.
significa boca
significa boca con lengua
3) (gong) Significa «trabajo». Por lo tanto, la palabra «trabajar» se
escribe .
significa juntos, unidos
significa trabajar, hacer
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Un refrán nuestro, para determinar algo ininteligible, dice: «Está escrito en chino».
Y sin embargo, por estos ejemplos, ya ven ustedes: no es tan fiero el león como lo
pintan. Y tiene su encanto ese juego y vuelo de las ideas para formar los jeroglíficos
y las palabras.
Pero es evidente: la sucesión de las simples letras es más fácil, vuelan, se unen con
más rapidez para decir tonterías o para expresar sabidurías, que esto no depende de
ellas sino de la mente que las echa a volar y las reúne en las líneas como golondrinas
en los cables.
[258] MISCELÁNEA
España: (Xi ban ya)
significa oeste
significa parte
España: una parte del oeste.
Y por último, he aquí la descomposición de dos palabras: China, España.
(Chong guo-China)
significa centro
significa estado
significa chino
4) significa carro
significa fuego
significa locomotora: carro de fuego
significa gas
significa automóvil: carro de gas
significa electricidad
significa tranvía: carro eléctrico
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BREVIARIO DE SABIDURÍA POPULAR
Al correr de las conversaciones y las lecturas, me he ido interesando también por
esas chispas de la sabiduría popular que son los proverbios y refranes. Pueblo de vieja
historia, pueblo de vieja sabiduría. Estas bandadas de sabias frases —voladoras como
las aves— son abundantes en los ámbitos de la milenaria China. Por fuerza tiene que
ser breve mi muestrario, aquí donde hago cajón de sastre de esta miscelánea.
Quien no sube a las montañas no ve los valles.
•
Si el maestro quiere que sea mejor su trabajo, tiene que afilar su instrumento.
•
Las palabras claras no son agradables de escuchar, pero son eficaces; la buena
medicina es amarga, pero ayuda al enfermo.
•
Las palabras lisonjeras no son sinceras; las palabras sinceras no contienen lisonjas.
•
Al fuego no lo envuelves en papel.
•
El oro verdadero no se oscurece en el fuego.
•
Con una viga no construyes un edificio.
•
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Un árbol no es un soto.
•
Cuando en las montañas no vive el tigre, entonces el mono es el rey.
•
Si has puesto un plantón por la mañana,
no esperes descansar bajo su sombra por la tarde.
•
Si en la muestra tienes una cabeza de carnero,
no vendas carne de perro.
•
Cuando bebas agua, no te olvides del hombre que ha hecho el pozo.
•
Después de salir el ladrón, ya es tarde para cerrar la puerta.
•
Cuando nieva, envía carbón de encina.
(Ayudar al otro cuando lo necesita.)
•
Incluso un ganso deja sombra cuando vuela.
(Cada acontecimiento deja su huella.)
•
Al comienzo, cabeza de tigre; al final, cuerpo de serpiente.
(Un asunto que termina desinflándose después de haber comenzado
con mucho ruido.)
•
[260] MISCELÁNEA
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Buscar un hueso en un huevo de gallina.
(El quisquilloso.)
•
El melonero no te dirá que el melón es amargo;
el vinatero no te dirá que el vino es débil.
•
Si un siglo vives, durante un siglo estudia.
•
Es un buen tambor, no es necesario golpear fuerte.
•
Si no se aumentan los conocimientos cada día, estos disminuyen.
•
Incluso la mejor memoria es peor que la más desteñida tinta.
•
El mal trabajador siempre se queja de sus instrumentos.
•
Hasta un barco grande puede hundirse a causa de una pequeña brecha.
•
Los conocimientos son una riqueza que no pierde el que los posee.
•
Una palabra dicha en voz baja al oído puede recorrer miles de leguas.
•
Cuanta más leña, mayor llama; cuantas más personas, mejor decisión.
•
CÉSAR M. ARCONADA [261]
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Tarde, si esperas abrir un pozo cuando tienes sed.
•
De común acuerdo puede sacarse oro de la arcilla.
•
No preguntes el camino al ciego.
•
Un pelo no hace un hilo; un árbol no hace un bosque.
•
Los ricos, en todas las épocas del año cambian de vestido,
pero los pobres, todas las estaciones tienen el mismo.
•
Con la comida de un rico tendría el pobre para comer medio año.
•
Todo el año no puede llover; el pobre no puede ser pobre todo un siglo.
(La esperanza de los pobres en un tiempo mejor.)
•
Donde cada uno piensa por separado, todo será desdichado.
•
Matar moscas en la cabeza del tigre.
(Ocupación peligrosa.)
•
Aplacar la sed con vino envenenado.
(Actuar sin pensar en las consecuencias.)
•
[262] MISCELÁNEA
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CÉSAR M. ARCONADA [263]
Pescar la luna en el agua.
(Ofrecer una ayuda sin eficacia.)
•
Aconsejarse con el tigre sobre cómo quitarle la piel.
•
Detener el caballo al borde del precipicio.
(Acordarse de una necesidad en el último momento.)
•
Más saben dos personas que una.
•
Si todos recogen leña, subirá alta la llama.
•
Entre muchas personas, solo un sabio se encuentra.
•
Con un puñado de paja no hierve el agua.
•
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César M. ArconadaANDANZAS POR LA NUEVA CHINA
Cés
ar M
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aANDANZAS POR LA NUEVA CHINA
C O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A LC O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A LC O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A L
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César M. ArconadaAndanzas por la nueva China
C O L E C C I Ó N O B R A F U N D A M E N T A L
La Fundación Banco Santander pretende contribuir
al ámbito literario redescubriendo y recuperando, a través
de la Colección Obra Fundamental, a aquellos escritores
contemporáneos en lengua española a los que la desme-
moria histórica injustamente ha conducido al anonimato
y al olvido, siendo casi imposible por diferentes causas
encontrar actualmente su obra publicada.
Se trata de una colección pensada tanto para el lector
de hoy como para el estudioso, que persigue encontrar el
núcleo principal de la producción de estos escritores,
aquello que los caracteriza y distingue frente a los restan -
tes autores de su tiempo. Esta colección no pretende reco-
ger la obra completa de estos autores, sino las obras más
destacadas y difíciles de conocer para el lector actual de
esta pléyade de escritores que deben formar parte de nues-
tra historia literaria del siglo XX.
Suele desconocerse que, casi con sesenta años, el escritor César M. Arconada (Astudillo,Palencia, 1898-Moscú, 1964), uno de los renovadores de la narrativa y las vanguardias, pio-nero de la rehumanización de la literatura y el arte y escritor comprometido, afrontó unviaje de miles de kilómetros para documentar y escribir una crónica sobre la China en con-moción de Mao Tse-tung y la vida en ciudades como Yenán, Pekín, Shanghái, Sian oCantón y sus zonas rurales. El resultado fue un documento periodístico y literario inéditohasta ahora en el que se entremezclan leyendas y sabiduría popular, artesanía y modos deproducción, costumbres y paisajes desde una visión de la realidad humana y social delgigante asiático singular e inesperada, que resitúa y agranda la figura del autor en el contex-to de la generación del 27.
Arconada, escritor destacado en el panorama intelectual en ebullición de los años veinte
y treinta, fue redactor jefe de La Gaceta Literaria y crítico musical y literario, con obras ensu haber que dieron la vuelta al mundo (Vida de Greta Garbo, Cómicos del cine), así comonovelista revolucionario (Los pobres contra los ricos, Reparto de tierras), cuentista, poeta ydramaturgo. Tras ser rescatado por Nancy Cunard y Pablo Neruda de un campo de inter-namiento francés, se exilió en Moscú, donde se convirtió en el divulgador por excelencia dela literatura española del Siglo de Oro.
Gonzalo Santonja, catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense deMadrid y director general del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, Premio Nacionalde Ensayo y Premio Castilla y León de las Letras, es uno de los grandes especialistas enautores, tendencias y editoriales de la Edad de Plata, la guerra incivil y el exilio.
CUBIERTA Andanzas por la nueva China.qxp_cubierta Esteban Salazar OK.QXD 8/6/17 11:08 Página 1