Cuento de Navidad - … · ritu de una idea sin que provocara en mis lectores males- ... buena- en...

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Cuento de navidad Charles Dickens Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cuento de navidad

Charles Dickens

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PREFACIO

Con este fantasmal librito he procurado despertar al espí-ritu de una idea sin que provocara en mis lectores males-tar consigo mismos, con los otros, con la temporada niconmigo. Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseosde verle desaparecer.

Su fiel amigo y servidor,

Diciembre de 1843

CHARLES DICKENS

PRIMERA ESTROFA

EL FANTASMA DE MARLEY

Marley estaba muerto; eso para empezar. Nocabe la menor duda al respecto. El clérigo, el fun-cionario, el propietario de la funeraria y el que presi-dió el duelo habían firmado el acta de su enterra-miento. También Scrooge había firmado, y la firmade Scrooge, de reconocida solvencia en el mundomercantil, tenía valor en cualquier papel donde apa-reciera. El viejo Morley estaba tan muerto como elclavo de una puerta.

¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo quehay de especialmente muerto en el clavo de unapuerta. Yo, más bien, me había inclinado a conside-rar el clavo de un ataúd como el más muerto detodos los artículos de ferretería. Pero en el símil secontiene el buen juicio de nuestros ancestros, y noserán mis manos impías las que lo alteren. Por con-siguiente, permítaseme repetir enfáticamente queMarley estaba tan muerto como el clavo de unapuerta.

¿Sabía Scrooge que estaba muetto? Claro quesí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían

sido socios durante no sé cuántos años. Scroogefue su único albacea testamentario, su único admi-nistrador, su único asignatario, su único herederoresidual, su único amigo y el único que llevó luto porél. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afec-tado por el luctuoso suceso; siguió siendo un exce-lente hombre de negocios el mismísimo día del fu-neral, que fue solemnizado por él a precio de gan-ga.

La mención del funeral de Marley me hace retro-ceder al punto en que empecé. No cabe duda deque Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlocon toda claridad, pues de otro modo no habríanada prodigioso en la historia que voy a relatar. Sino estuviésemos completamente convencidos deque el padre de Hamlet ya había fallecido antes delevantarse el telón, no habría nada notable en suspaseos nocturnos por las murallas de su propiedad,con viento del Este, como para causar asombro -ensentido literal- en la mente enfermiza de su hijo;sería como si cualquier otro caballero de medianaedad saliese irreflexivamente tras la caída de la no-che a un lugar oreado, por ejemplo, el camposantode Saint Paul.

Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley.Años después, allí seguía sobre la entrada del al-

macén: «Scrooge y Marley». La firma comercial eraconocida por «Scrooge y Marley». Algunas perso-nas, nuevas en el negocio, algunas veces llamabana Scrooge, «Scrooge», y otras, «Marley», pero élatendía por los dos nombres; le daba lo mismo.

¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejopecador avariento que extorsionaba, tergiversaba,usurpaba, rebañaba, apresaba! Duro y agudo comoun pedemal al que ningún eslabón logró jamás sa-car una chispa de generosidad; era secreto, repri-mido y solitario como una ostra. La frialdad quetenía dentro había congelado sus viejas facciones yafilaba su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas,daba rigidez a su porte; había enrojecido sus ojos,azulado sus finos labios; esa frialdad se percibíaclaramente en su voz raspante. Había escarchacanosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siem-pre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacíaque su despacho estuviese helado en los días máscalurosos del verano, y en Navidad no se deshelabani un grado.

Poco influían en Scrooge el frío y el calor exter-nos. Ninguna fuente de calor podría calenta.rle,ningún frío invernal escalofriarle. El era más cortan-te que cualquier viento, más pertinaz que cualquiernevada, más insensible a las súplicas que la lluvia

torrencial. Las inclemencias del tiempo no podíansuperarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas yneviscas podrían presumir de sacarle ventaja en unaspecto: a menudo ellas «se desprendían» congenerosidad, cosa que Scrooge nunca hacía.

Jamás le paraba nadie en la calle para decirlecon alegre semblante: «Mi querido Scrooge, ¿cómoestá usted? ¿Cuándo vendrá a visitarme?» Ningúnmendigo le pedía limosna; ningún niño le pregunta-ba la hora; ningún hombre o mujer le había pregun-tado por una dirección ni una sola vez en su vida.Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle;al verle acercarse, arrastraban precipitadamente asus dueños hasta los portales y los patios, y des-pués daban el rabo, como diciendo: «¡Es mejor notener ojo que tener el mal de ojo, amo ciego!»

Pero a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso erapreicsamente lo que le gustaba. Para él era una«gozada» abrirse camino entre los atestados sende-ros de la vida advirtiendo a todo sentimiento desimpatía humana que guardase las distancias.

Erase una vez -concretamente en los días mejo-res del año, la víspera de Navidad, el día de Noche-buena- en que el viejo Scrooge estaba muy atarea-do sentado en su despacho. El tiempo era frío, des-apacible y cortante; además, con niebla. Se podía

oír el ruido de la gente en el patio de fuera, cami-nando de un lado a otro con jadeos, palmeándose elpecho y pateando el suelo para entrar en calor. Losrelojes de la ciudad acababan de dar las tres, peroya casi había oscurecido; no había habido luz entodo el día y las velas brillaban en las ventanas delas oficinas cercanas como manchas rojizas en laespesa atmósfera parda. Bajó la niebla y fluyó portodas las junturas, resquicios, ojos de cerradura, yen el exterior era tan densa que, aunque el patio erade los más estrechos, las casas de enfrente no eranmás que sombras. Al ver como caía desmayada-mente la sucia nube oscureciendo todo, se hubierapensado que la Naturaleza vivía cerca y estabaelaborando cerveza en gran escala.

La puerta del despacho de Scrooge permanecíaabierta de modo que pudiera atisbar a su empleadoque estaba copiando cartas en una deprimente ypequeña celda, una especie de cisterna. Scroogetenía un fuego muy escaso, pero la lumbre del em-pleado era todavía mucho más pequeña: parecía unsolo tizón. Pero no podía recargar la estufa porqueScrooge guardaba el carbón en su propio cuarto, yseguro que si el empleado entraba con la pala sujefe anticiparía que tenían que marcharse ya. Porconsiguiente, el empleado se arropó con su bufanda

blanca a intentó calentarse con la vela; no era hom-bre de gran imaginación y fracasaron sus esfuerzos.

«¡Feliz Navidad, tío; que Dios lo guarde!», ex-clamó una alegre voz. Era la voz del sobrino deScrooge, que apareció ante él con tal rapidez queno tuvo tiempo a darse cuenta de que venía.

«¡Bah! -dijo Scrooge-. ¡Tonterías!»El sobrino de Scrooge estaba todo acalorado por

la rápida caminata bajo la niebla y la helada; teníaun rostro agraciado y sonrosado; sus ojos chispea-ban y su aliento volvió a condensarse cuando dijo:

«¿Navidad una tontería, tío? Seguro que no lodices en serio.»

«Sí que lo digo. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derechotienes a ser feliz? ¿Qué motivos tienes para estarfeliz? Eres pobre de sobra.»

«Vamos, vamos»-respondió el sobrino cordial-mente-.«¿Qué derecho tienes a estar triste? ¿Quémotivos tienes para sentirte desgraciado? Eres ricode sobra.

Scrooge no supo repentizar una respuesta mejory dijo otra vez: «¡Bah!» -y siguió con- «¡Tonterías!».

«No te enfades, tío», dijo el sobrino.«¿Cómo no me voy a enfadar» -respondió el tío-,

«si vivo en un mundo de locos como éste? ¡FelicesPascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! ¿Qué son

las Pascuas sino el momento de pagar cuentasatrasadas sin tener dinero; el momento de dartecuenta de que eres un año más viejo y ni una horamás rico; el momento de hacer el balance y com-probar que cada una de las anotaciones de los li-bros te resulta desfavorable a lo largo de los docemeses del año? Si de mí dependiera -dijo Scroogecon indignación-, a todos esos idiotas que van porahí con el Felices Navidades en la boca habría quecocerlos en su propio pudding y enterrarlos con unaestaca de acebo clavada en el corazón. Eso es loque habría que hacer».

«¡Tío!», imploró el sobrino.«¡Sobrino!», replicó el tío secamente, «celebra la

Navidad a tu modo, que yo la celebraré al mío».«¡Celebraré!», repitió el sobrino de Scrooge.

«Pero si tú no celebras nada...»«Entonces déjame en paz», dijo Scrooge. «¡Que

te aprovechen! ¡Mucho te han aprovechado!»«Puede que haya muchas cosas buenas de las

que no he sacado provecho», replicó el sobrino,«entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que alllegar la Navidad -aparte de la veneración debida asu sagrado nombre y a su origen, si es que eso sepuede apartar- siempre he pensado que son unasfechas deliciosas, un tiempo de perdón, de afecto,

de caridad; el único momento que concozo en ellargo calendario del año, en que hombres y mujeresparecen haberse puesto de acuerdo para abrir li-bremente sus cerrados corazones y para considerara la gente de abajo como compañeros de viaje ha-cia la tumba y no como seres de otra especie em-barcados con otro destino. Y por tanto, tío, aunquenunca ha puesto en mis bolsillos un gramo de oro nide plata, creo que sí me ha aprovechado y me se-guirá aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!»

El escribiente de la cisterna aplaudió involunta-riamente; se dio cuenta en el acto de su inconve-niencia, se puso a hurgar en la lumbre y se apagódel todo el último rescoldo.

«Que oiga yo otro ruido de usted», dijo Scrooge,«y va a celebrar la Navidad con la pérdida del em-pleo. Es usted un orador convincente, señor»,agregó volviéndose hacia su sobrino. «Me preguntopor qué no está en el Parlamento».

«No te enfades, tío. ¡Vamos! Cena con nosotrosmañana».

Scrooge dijo que le acompañaría -sí, de verasque lo dijo-. Pero completó la frase diciendo que leacompañaría antes en la calamidad.

«Pero ¿por qué?», exclamó el sobrino de Scroo-ge. «¿Por qué?»

«¿Por qué te casaste?», dijo Scrooge.«Porque me enamoré».«¡Porque te enamoraste!», gruñó Scrooge, como

si fuese la única cosa en el mundo más ridícula queuna feliz Navidad. «¡Buenas tardes!»

«No, tío, tú nunca venías a verme antes dehacerlo. ¿Por qué lo pones como excusa para novenir ahora?»

«Buenas tardes», dijo Scrooge.«No quiero nada de ti; no te estoy pidiendo nada;

¿por qué no podernos ser amigos?»«Buenas tardes», dijo Sctooge.«Lamentó de todo corazón verte tan inflexible.

Tú y yo no hemos tenido ninguna querella, al menospor mi parte; pero he hecho esta prueba en honor ala Navidad y mantendré el espíritu de la Navidadhasta el final. Así, pues, ¡Felices Pascuas, tío?»

«Buenas tardes», dijo Scrooge.A pesar de todo, el sobrino salió del cuarto sin

una palabra de enfado. Se detuvo para felicitar alescribiente, quien, frío como estaba, fue más afableque Scrooge y devolvió cordialmente la salutación.

«Otro que tal baila», murmuró Scrooge que lehabía oído. «Mi escribiente, con quince chelinessemanales, esposa y familia, hablando de FelicesPascuas. Es para meterse en un manicomio».

Aquel lunático, al acompañar al sobrino deScrooge hasta la puerta, dejó entrar a otras dospersonas. Eran unos caballeros corpulentos, deagradable presencia, y ahora estaban de pie, des-cubiertos, en el despacho de Scrooge. Llevaban enla mano libros y papeles, y le saludaron con unainclinación de cabeza.

«De Scrooge y Marley, creo», dijo uno de los ca-balleros comprobando su lista. «¿Tengo el placer dedirigirme a Mr. Scrooge o a Mr. Marley?»

«Mr. Marley lleva muerto estos últimos sieteaños», repuso Scrooge. «Murió hace siete años,esta misma noche».

«No nos cabe duda de que su generosidad estábien representada por su socio supérstite», dijo elcaballero presentando sus credenciales.

Y era cierto porque ellos habían sido dos almasgemelas. Al oír la ominosa palabra «generosidad»,Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y de-volvió las credenciales.

«En estas festividades, Mr. Scrooge», dijo el ca-ballero tomando una pluma, «es más deseable quenunca que hagamos alguna ligera provisión para lospobres y menesterosos, que sufren muchísimo enestos momentos. Muchos miles carecen de lo más

indispensable y cientos de miles necesitan una ayu-da, señor».

«¿Ya no hay cárceles?», preguntó Scrooge.«Está lleno de cárceles», dijo el caballero vol-

viendo a posar la pluma.«¿Y los asilos de la Unión?», inquirió Scrooge.

«¿Siguen en activo?»«Sí, todavía siguen», afirmó el caballero, «y de-

searía poder decir que no».«Entonces, ¿están en pleno vigor la Ley de Po-

bres y el Treadmill?», dijo Scrooge.«Los dos muy atareados, señor».«¡Ah! Me temía, con lo que usted dijo al princi-

pio, que hubiera ocurrido algo que les impidieraseguir su beneficioso derrotero», dijo Scrooge. «Mealegro mucho de oírlo».

«Teniendo la impresión de que esas institucio-nes probablemente no proporcionan a las masasalegría cristiana de mente ni de cuerpo», respondióel caballero, «unos cuantos de nosotros estamosintentando reunir fondos para comprar a los pobresalgo de comida y bebida y medios de calentarse.Hemos elegido estas fechas porque es cuando lanecesidad se sufre con mayor intensidad y másalegra la abundancia. ¿Con cuánto le apunto?»

«¡Con nada!», replicó Scrooge.

«¿Desea usted mantener el anonimato?»«Deseo que me dejen en paz», dijo Scrooge.

«Ya que me preguntan lo que deseo, caballeros,esa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y nopuedo permitirme el lujo de que genre ociosa lacelebre a mi costa. Colaboro en el sostenimiento delos establecimientos que he mencionado; ya mecuestan bastante, y quienes están en mala situacióndeben ir a ellos».

«Muchos no pueden ir; y muchos preferirían lamuerte antes de ir».

«Si preferirían morirse, que lo hagan; es lo me-jor. Así descendería el exceso de población.Además, y ustedes perdonen, a mí no me consta».

«Pero usted tiene que saberlo», observó el caba-llero.

«No es asunto mío», respondió Scrooge. «A unhombre le basta con dedicarse a sus propios asun-tos sin interferir en los de los demás. Los míos metienen a mí continuamente ocupado. ¡Buenas tar-des, caballeros!»

Viendo claramente que sería inútil seguir insis-tiendo, los caballeros se retiraron. Scrooge reanudósus ocupaciones con una opinión de sí mismo muymejorada y mejor humor del que en él era habitual.

Entretanto la niebla y la oscuridad se habían in-tensificado de tal modo que unas cuantas personascorrían de un lado a otro con resplandecienteshachas de viento, ofreciendo sus servicios para irdelante de los coches de caballos hasta su destino.Se hizo invisible la antigua torre de una iglesia cuyavieja y ronca campana siempre estaba espiandosigilosamente en dirección a Scrooge por un venta-nal gótico del muro, y daba las horas y los cuartosen las nubes con trémulas vibraciones posteriores,como si allí arriba le castañeasen los dientes en sucabeza helada. El frío se extremó. En la calle princi-pal, hacia la esquina del patio, unos obreros esta-ban reparando la conducción del gas y habían en-cendido una gran hoguera en un brasero; en tornoal fuego se había reunido un grupo de hombres ymuchachos andrajosos que, en éxtasis, se calenta-ban las manos y guiñaban los ojos ante las llamara-das. La llave del agua había quedado abierta y, alrebosar, se congelaba en rencoroso silencio hastaconvertirse en hielo misantrópico. La brillantez delos escaparates, donde al calor de las lámparascrujían las ramitas y bayas de acebo, volvía rojizoslos pálidos rostros al pasar. Los comercios de po-llería y ultramarinos ofrecían una espléndida esce-na; resultaba casi imposible creer que allí pintasen

algo unos prïncipios tan tediosos como los de lacompraventa. El lord mayor, en su baluarte de lamagnífica Mansion House, daba órdenes a sus cin-cuenta mayordomos y cocineros para celebrar lasNavidades como correspondía a la casa de un lordmayor; y hasta el sastrecillo, a quien él había multa-do con cinco chelines el lunes pasado por andarborracho y pendenciero por las calles, estaba en subuhardilla revolviendo la masa del pudding del díasiguiente, mientras su flaca esposa y el bebé habíansalido a comprar carne de ternera.

¡Todavía más niebla y más frío! Un frío punzan-te, penetrante, mordiente. Si el buen San Dunstan,en vez de utilizar sus armas habituales, hubierapinzado la nariz del Espíritu Maligno con solo untoque de semejante clima, seguro que éste habríaproferido los mejores propósitos. El poseedor deuna joven y escasa nariz, roída y mascullada por elhambriento frío como un hueso roído por los perros,se encorvó ante el ojo de la cerradura de Scroogepara deleitarle con un villancico. Pero a los primerossones de

«¡Dios bendiga al jubiloso caballero!¡Que nada le traiga el desaliento!»

Scrooge agarró la vara con tal energía que elcantor huyó despavorido, dejando el ojo de la cerra-dura para la niebla y para la todavía más amableescarcha.

Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. Conmuy mala voluntad, Scrooge desmontó de su tabu-rete y, tácitamente, admitió el hecho ante el expec-tante empleado de la Cisterna, que sopló la vela alinstante y se puso el sombrero.

«Supongo que usted querrá libre todo el día demañana», dijo Scrooge.

«Si le parece conveniente, señor».«No me parece conveniente», dijo Scrooge, «y

no es razonable. Si por ello le descontara mediacorona, usted se sentiría maltratado, ¿me equivo-co?»

El escribiente esbozó una tímida sonrisa.«Y sin embargo», dijo Scrooge, «no cree usted

que el maltratado sea yo cuando pago un jornal sinque se trabaje».

El escribiente comentó que sólo se trataba deuna vez al año.

«Es una excusa muy pobre para saquear el bol-sillo de un hombre cada 25 de diciembre», dijoScrooge abotonándose el abrigo hasta la barbilla.«Pero supongo que deberá tener el día completo. ¡A

la mañana siguiente preséntese aquí lo antes posi-ble!»

El escribiente prometió que así lo haría y Scroo-ge salió gruñendo. En un abrir y cerrar de ojosquedó clausurado el establecimiento; el escribiente,con los largos extremos de la bufanda colgando pordebajo de su cintura (no lucía abrigo) se lanzó vein-te veces por un tobogán en Cornhill, a la cola deuna fila de chicos, en honor de la Nochebuena;luego corrió a su casa, en Camdem Town, lo másdeprisa que pudo, para jugar a la «gallina ciega».

Scrooge tomó su triste cena en su habitual tristetaberna; leyó todos los periódicos y se entretuvo elresto de la velada con su libro de cuentas; despuésse marchó a su casa para acostarse. Vivía en unashabitaciones que habían pertenecido a su difuntosocio. Era una lóbrega serie de cuartos en un des-vencijado edificio aplastado en el fondo de un patio,donde desentonaba tanto que uno podía fácilmenteimaginar que había corrido hacia allí cuando erauna casa jovencita, jugando al escondite con otrascasas, y había olvidado el camino de salida. Ahoraya era lo bastante vieja y lo bastante lúgubre paraque nadie viviese en ella, salvo Scrooge; todas lasdemás habitaciones estaban alquiladas para ofici-nas. El patio estaba tan oscuro que el mismo

Scrooge, que conocía cada piedra, no dudó en irtanteando con las manos. La niebla y la escarchapendían sobre el negro y viejo portón de la casa;parecía que el Genio del Tiempo estaba sentado enel umbral, en dolientes meditaciones.

Ahora bien, es una realidad que el aldabón notenía nada especial excepto que era muy grande.También es cierto que Scrooge lo había visto nochey día durante todo el tiempo que llevaba residiendoen aquel lugar. Cierto también que Scrooge teníatan poco de eso que se llama fantasía como cual-quier hombre en la City de Londres, incluyendo -queya es decir- la corporación municipal, los concejaleselectos y los miembros de la Cámara de Gremios.Téngase también en cuenta que Scrooge no habíadedicado un solo pensamiento a Marley desde quehabía mencionado aquella tarde el fallecimiento desu socio siete años atrás. Y entonces que alguienme explique, si es que puede, cómo ocurrió que almeter la llave en la cerradura de la puerta, y sin quese diera un proceso intermedio de cambio, Scroogeno vio un aldabón, sino el rostro de Marley en elaldabón.

El rostro de Marley. No era una sombra impene-trable como los demás objetos del patio, sino quetenía una luz mortecina a su alrededor, como una

langosta podrida en una despensa oscura. No mos-traba enfado ni ferocidad, pero miraba a Scroogecomo Marley solía hacerlo: con fantasmagóricoslentes colocados hacia arriba, sobre su frente fan-tasmal. Sus cabellos se movían de una maneraextraña, como si alguien los soplara o les aplicaraun chorro de aire caliente; y aunque tenía los ojosmuy abiertos, mantenían una inmovilidad perfecta.Esto y su coloración lívida le hacían horripilante;pero a pesar del rostro y de su control, el horror pa-recía ser algo más que una parte de su propia ex-presión.

Cuando Scrooge miraba fijamente este fenóme-no, volvió nuevamente a ser un aldabón.

No sería cierto afirmar que no estaba sobresal-tado, o que sus venas no notaban una sensaciónterrible que no había vuelto a experimentar desdesu infancia. Pero puso la mano en la llave que habíasoltado, la hizo girar con energía, entró y encendióla vela.

Con una indecisión momentánea, antes de ce-rrar la puerta hizo una pausa y miró cautelosamentehacia atrás, como si esperase el susto de ver lacoleta de Marley asomando por el lado del recibidor.Pero en el otro lado de la puerta no había más quelos tomillos y las tuercas que sujetaban el aldabón,

de manera que dijo: «¡Bah, bah!», y la cerró de unportazo.

El ruido retumbó por toda la casa como un true-no. Todas las habitaciones de arriba y todos losbarriles de la bodega del vinatero, abajo, parecíantener una escala propia y distinta de ecos. Scroogeno era hombre que se asustara con los ecos. Ase-guró el cierre de la puerta, atravesó el recibidor ycomenzó a subir las escaleras, pero lentamente ydespabilando la vela.

Se podría hablar por hablar sobre la manera deconducir una diligencia de seis caballos por un buentramo de viejas escaleras o a través de una mala yreciente Ley del Parlamento, pero sí digo de verasque se podría subir por aquellas escaleras con unacarroza fúnebre y ponerla a lo ancho, con el ba-lancín hacia la pared y la puerta hacia la balaustra-da; y se podría hacer con facilidad. Había anchurasuficiente y aun sobraría sitio; tal vez por estarazón, Scrooge pensó que veía moverse delante deél, en la penumbra, un coche de pompas fúnebres.Media docena de lámparas de gas del alumbradopúblico no hubieran sido excesivas para iluminar laentrada de la casa, de manera que se puede imagi-nar la oscuridad que había con la vela de sebo deScrooge.

Siguió subiendo sin importarle un comino: la os-curidad es barata y a Scrooge le gustaba. Pero an-tes de cerrar su pesada puerta recorrió las habita-ciones para ver si todo estaba en orden; deseabahacerlo porque seguía recordando el rostro.

Cuarto de estar, dormitorio, trastero. Todo comodebía estar. Nadie bajo la mesa, nadie bajo el sofá;una pequeña lumbre en la parrilla de la chimenea;cuchara y bol preparados; y sobre la repisa de lachimenea el cacillo de las gachas (Scrooge estabaresfriado). Nadie bajo la cama; nadie dentro delarmario; nadie metido en su bata, que colgaba con-tra la pared en actitud sospechosa. El trastero, co-mo de costumbre; el viejo guardafuegos, zapatosviejos, dos cestas de pesca, un palanganero de trespatas y un atizador.

Bastante satisfecho, cerró su puerta y se atrancópor dentro echando un doble cierre, cosa que nosolía hacer. Así, a salvo de sorpresas, se quitó lacorbata, se puso la bata y las zapatillas, el gorro dedormir y se sentó junto al fuego para tomarse lasgachas.

Era una lumbre muy débil para una noche tancruda. No tuvo más remedio que arrimarse a ellacomo si estuviera incubando, para sacar de aquelpuñadito de combustible la mínima sensación de

calor. La chimenea era antigua, construida hacíamucho tiempo por algún comerciante holandés, ytodo su contorno estaba alicatado con pintorescosazulejos holandeses que ilustraban las SagradasEscrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del Faraón,reinas de Saba, mensajeros angélicos descendien-do por el aire sobre nubes como colchones de plu-mas, Abrahanes, Baltasares, Apóstoles zarpandoen barcos de mantequilla, cientos de imágenes paradistraer sus pensamientos; sin embargo, aquel ros-tro de Marley, muerto siete años antes, venía comoel antiguo callado del Profeta y se lo tragaba todo.Si cada uno de los lisos azulejos hubiese estado enblanco y Scrooge hubiese tenido la facultad de re-presentar en su superficie alguna figura extraída delos dispersos fragmentos de su pensamiento, encada uno de ellos habría aparecido una copia de lacabeza del viejo Marley.

«¡Tonterías!», dijo Scrooge, y empezó a caminarpor la habitación. Dio varias vueltas y volvió a sen-tarse. Al apoyar la cabeza en el respaldo de la buta-ca, su mirada fue a posarse sobre una campanilla,una campanilla fuera de use que colgaba en el cuar-to y, con algún propósito ahora olvidado, co-municaba con un aposento situado en el piso másalto del edificio. Con gran sorpresa y con un miedo

extraño, inexplicable, cuando la estaba mirando vioque la campanilla comenzaba a oscilar. Al principiose balanceaba tan poco que apenas hacía ruido,pero pronto repicó fuerte, y también lo hicieron to-das las demás campanillas de la casa.

La cosa debió durar medio minuto, tal vez un mi-nuto, pero pareció una hora. Las campanillas en-mudecieron igual que habían sonado: a la vez. Lue-go siguió un ruido estridente que venía de muy aba-jo, como si una persona estuviese arrastrando unapesada cadena sobre los barriles de la bodega delvinatero. Entonces Scrooge recordó hacer oído queen las casas embrujadas los fantasmas arrastrabancadenas.

La puerta de la bodega se abrió de repente conun estruendo, y Scrooge oyó aquel ruido con másclaridad en los pisos de abajo; luego, subiendo porlas escaleras y, seguidamente, aproximándose di-rectamente hacia su puerta.

«¡Siguen siendo tonterías!», dijo Scrooge. «¡Nome lo puedo creer! »

No obstante, se le demudó el color cuando, sinpausa, aquello atravesó la pesada puerta y sequedó en la habitación ante sus ojos. Cuando esta-ba entrando, las mortecinas llamas saltaron como si

exclamasen: «¡Le conocemos! ¡Es el fantasma deMarley!», y volvieron a decaer.

El mismo rostro, el mismísimo. Marley comosiempre, con su coleta, chaleco, calzas y botas; lasborlas de las botas tiesas y erectas, al igual que lacoleta, los faldones de la levita y los caballos. Lacadena que arrastraba la ceñía por medio cuerpo;era larga y se le enroscaba como una cola; estabahecha (Scrooge la observó atentamente) con arqui-llas para dinero, llaves, candados, libros de contabi-lidad, escrituras de compraventa y pesadas talegasde acero. Su cuerpo era tan transparente que alobservarlo y mirar a través de su chaleco, Scroogepodía ver los dos botones de la espalda de la levita.

Scrooge había oído decir frecuentemente queMarlcy no tenía entrañas, pero nunca se lo habíacreído hasta ahora.

No, ni siquiera ahora se lo creía. Aunque mirabaal fantasma de arriba abajo y la veía de pie ante él;aunque percibía el escalofriante influjo de sus ojos,mortalmente fríos; aunque observó incluso la texturadel paño doblado que le enmarcaba la cara, desdela barbilla hasta la cabeza, envoltura que no habíanotado antes..., aún seguía incrédulo y luchabacontra sus propios sentidos.

«¿Qué significa esto?», dijo Scrooge, caústico yfrío como nunca. «¿Qué se lo ha perdido aquí?»

«¡Mucho!» Era la voz de Marley, sin la menorduda.

«¿Quién eres tú?»«Prcgúntame quién fui».«Pues ¿quién fuiste?», dijo Scrooge alzando la

voz. «Eres puntilloso... como sombra». Iba a decir«para ser una sombras, pero le pareció más apro-piado lo otro.

«En vida yo fui tu socio: Jacob Marley».«¿Puedes... puedes sentarte?», preguntó

Scrooge, mirándole dubitativamente.«Sí puedo».«Entonccs, hazlo».Scrooge había formulado la pregunta porque no

sabía si un fantasma tan transparente podía estaren condiciones de tomar asiento; presentía que, encaso de que le resultara imposible, tal vez se haríanecesaria una explicación embarazosa. Pero elfantasma se sentó al otro lado de la chimenea comosi estuviera acostumbrado.

«Tú no crees en mí», observó el fantasma.«No, yo no», dijo Scrooge.«¿Qué otra demostración quieres de mi existen-

cia, además de la de tus sentidos?»

«No lo sé», dijo Scrooge.«¿Por qué dudas de tus sentidos?»«Porque», dijo Scrooge, «cualquier cosa les

afecta. Un ligero desarreglo intestinal les hacetramposos. Puede que tú seas un trocito de carneindigestada, o un chorrito de mostaza, una migajade queso, un fragmento de patata medio cruda.¡Hay en ti más salsa de carne que carne de tumba,seas quien seas!».

Scrooge no tenía mucha costumbre de hacerchistes y en modo alguno se sentía gracioso enton-ces. La verdad es que intentaba estar ingeniosopara distraerse y dominar el terror que le invadía; lavoz del espectro le removía hasta la médula de loshuesos.

Scrooge presentía que iba a desmoronarse siseguía sentado en silencio, sin apartar la mirada deaquellos ojos inmóviles, vítreos. También había algomuy espantoso en el halo infernal que envolvía alespectro. Scrooge no podía verlo, pero se notabaclaramente, pues aunque el fantasma estaba senta-do en perfecta inmovilidad, su cabello, faldones yborlas seguían agitándose como por el vapor calien-te de un horno.

«¿Ves este palillo de dientes?», dijo Scroogevolviendo con rapidez a la carga por el motivo ya

señalado y deseando apartar de sí, aunque fueratan sólo un segundo, la petrificada mirada de laaparición.

«Lo veo», replicó el fantasma.«No lo estás mirando», dijo Scrooge.«Pero lo veo», dijo el fantasma, «de todos mo-

dos».«¡Bueno!», prosiguió Scrooge. «Sólo tengo que

tragármelo y el resto de mis días me veré persegui-do por una legión de diablos, todos de mi propiacreación. ¡Tonterías! Eso es lo que te digo, ¡tonter-ías!»

En ese momento el espíritu lanzó un espeluz-nante quejido y sacudió la cadena con un ruido tanlúgubre y aterrador que Scrooge tuvo que agarrarsea los brazos del sillón para no caer desvanecido.Pero el espanto fue todavía mayor cuando al quitarel fantasma la venda que enmarcaba su rostro, co-mo si dentro de la casa le sofocara el calor, ¡se ledesmoronó la mandíbula inferior sobre el pecho!

Scrooge cayó de rodillas y, con manos entrela-zadas, imploró ante él:

«¡Piedad!», exclamó. «Horrenda aparición, ¿porqué me atormentas?»

«¡Materialista!», replicó el fantasma. «¿Crees ono crees en mí?»

«Sí, sí», dijo Scrooge. «Por fuerza. Pero ¿porqué los espíritus deambulan por la tierra y por quétienen que aparecerse a mí?»

«Está ordenado para cada uno de los hombresque el espíritu que habita en él se acerque a suscongéneres humanos y se mueva con ellos a lolargo y a lo ancho; y si ese espíritu no lo hace envida, será condenado a hacerlo tras la muerte.

Quedará sentenciado a vagar por el mundo -¡ayde mí! y ser testigo de situaciones en las que ahorano puede participar, aunque en vida debió haberlohecho para procurar felicidad.

El espectro volvió a lanzar otro alarido, sacudióla cadena y se retorció con desesperación sus ma-nos espectrales.

«Estás encadenado», dijo Scrooge tembloroso.«Cuéntame por qué».

«Arrastro la cadena que en vida me forjé», repu-so el fantasma. «Yo la hice, eslabón a eslabón,yarda a yarda; por mi propia voluntad me la ceñí ypor mi propia voluntad la llevo. ¿Te resulta extrañoel modelo?»

Scrooge cada vez temblaba más.«¿O ya conoces», prosiguió el fantasma, «el pe-

so y la longitud de la apretada espiral que tú mismoarrastras? Hace siete Navidades ya era tan pesada

y tan larga como ésta. Desde entonces, has traba-jado en ella aún más. ¡Tienes una cadena impresio-nante!»

Scrooge miró de reojo a su alrededor como siesperase encontrarse rodeado por cincuenta o se-senta brazas de cadenas, pero no vio nada.

«Jacob», dijo implorante. «Querido Jacob Mar-ley, cuéntame más. Dime algo tranquilizador, Ja-cob».

«No puedo», contestó el fantasma. «Eso tieneque venir de otras regiones, Ebenezer Scrooge, yson otros ministros quienes lo aplican a otra clasede personas. Tampoco puedo decirte todo lo quequisiera; sólo un poquito más me está permitido. Yono tengo reposo, no puedo quedarme en ningunaparte, no puedo demorarme. Mi espíritu nunca salióde nuestra contaduría -¡óyeme bien!-, en vida miespíritu jamás se aventuró más allá de los mezqui-nos límites de nuestro tugurio de cambistas. ¡Y aho-ra me esperan jornadas agotadoras! »

Siempre que se ponía meditabundo, Scroogetenía la costumbre de meter las manos en los bolsi-llos de los pantalones. Así lo hizo ahora, pero sinalzar la mirada y sin ponerse en pie, mientras pon-deraba las palabras del fantasma.

«Has debido estar un poco torpe, Jacob, co-mentó Scrooge con tono de negociante profesional,aunque con humildad y deferencia.

«¡Torpe!», repitió el fantasma.«Siete años muerto», musitó Scrooge, «¿y via-

jando todo el tiempo?>«Todo el tiempo», dijo el fantasma. «Sin descan-

so, sin paz, con la incesante tortura de los remordi-mientos»

«¿Viajabas rápido?», dijo Scrooge.«En las alas del viento», contestó el fantasma.«Has debido pasar por encima de muchos terre-

nos en siete años», dijo Scrooge.Al oír esto el fantasma dio otro alarido y restalló

la cadena en el silencio de muerte de la noche, contal estrépito que la Patrulla Nocturna habría tenidotoda la razón si le hubiera denunciado por escánda-lo público.

«¡Oh! cautivo, preso, aherrojado», gimió el fan-tasma, «¡sin saber que son necesarios años y añosde incesante labor de criaturas inmortales para queesta tierra entre en la eternidad después de haberhecho en ella todo el bien que sea posible. Sin sa-ber que todo espíritu cristiano, actuando carita-tivamente en su pequeña esfera, sea la que sea, seencontrará con que su vida mortal es demasiado

breve para sus grandes posibilidades de servicio.Sin saber que ninguna clase de arrepentimientopodrá enmendar la oportunidad perdida en vida! ¡Yése fui yo! ¡Ay, eso me sucedió!»

«Pero tú siempre fuiste un buen hombre de ne-gocios, Jacob, balbuceó Scrooge, que ahora empe-zaba a aplicarse el cuento.

«¡Negocios!», exclamó el fantasma entrelazandootra vez las manos. «El género humano era asuntomío. El bienestar general era negocio mío; la cari-dad, compasión, paciencia y benevolencia erantodas de mi incumbencia. Mis relaciones comercia-les no eran más que una gota de agua en el an-churoso océano de mis asuntos».

Levantó la cadena con el brazo extendida, comosi ella fuera la causa de su irreparable dolor, y la tirócon violencia contra el suelo.

«En esta época del año es cuando sufro más»,dijo el espectro. «¿Por qué habré andado entre lamultitud de mis semejantes con la mirada baja, sinalzar nunca mis ojos hacia esa bendita Estrella queguió a los Santos Reyes hasta el humilde portal?¡Como si no existieran hogares a los que me hubie-ra podido conducir su luz!»

Al oír al espectro expresarse en aquellos térmi-nos, Scrooge se sentía sumamente acongojado yempezó a temblar como una hoja.

«¡Escúchame!», exclamó el fantasma. «Mi tiem-po se acaba».

«Lo haré», dijo Scrooge, «¡pero no seas cruel!¡No te pongas poético, Jacob! ¡Te lo suplico!»

«No podría decirte cómo me aparezco ante ti demanera visible, pero he estado sentado a tu lado,invisible, durante días y días».

No era una idea muy agradable. Scrooge se es-tremeció y enjugó el sudor de su frente.

«Y no es una parte ligera de mi penitencia», pro-siguió el fantasma. «Esta noche estoy aquí paraadvertirte que aún te queda una oportunidad paraescapar a un destino como el mío. Una oportunidad,una esperanza que yo te he conseguido, Ebene-zer».

«Siempre fuiste un buen amigo», dijo Scrooge.«¡Gracias!>

«Vas a ser hechizado por Tres Espíritus», conti-nuó el fantasma.

El semblante de Scrooge se quedó casi tan des-encajado, como el del fantasma.

«¿Era eso la oportunidad y la esperanza quemencionaste, Jacob?», preguntó con voz quebrada.

«Lo es».«Yo..., yo casi estoy pensando que mejor no»,

dijo Scrooge.«Sin esas visitas», dijo el fantasma, «no tendrás

esperanza de evitar un destino como el mío. El pri-mero vendrá mañana, cuando las campanas den launa».

«¿No podrían venir los tres y acabar de una vez,Jacob?», insinuó Scrooge.

«Espera al segundo a la noche siguiente a lamisma hora. El tercero, a la siguiente noche, cuan-do se extinga la vibración de la última campanadade las doce. No volverás a verme y, por la cuentaque te sigue, ¡recuerda todo lo que ha sucedidoentre nosotros!»

Tras pronunciar estas palabras, el espectro re-cogió el pañuelo de encima de la mesa y se lo vol-vió a enrollar bajo la mandíbula, tal como lo teníaantes. Scrooge supo que así lo había hecho por elsonido de los dientes al chocar cuando el vendajevolvió a juntar las mandíbulas. Se atrevió a levantarla mirada otra vez y se encontró con el visitantesobrenatural encarándole en actitud erguida, con lacadena enroscada al brazo.

La aparición se ajejó retrocediendo y a cada pa-so que daba la ventana se iba abriendo poco a po-

co, de manera que al llegar el espectro estabaabierta de par en par. Le hizo señas a Scrooge paraque se aproximase y éste así lo hizo. Cuando esta-ba a dos pasos de distancia, el fantasma de Marleylevantó la mano para advertirle que no siguieraacercándose. Scrooge se detuvo. Se detuvo máspor miedo y sorpresa que por obediencia: nada máslevantar la mano comenzaron a oírse extraños rui-dos; sonidos incoherentes de lamentación y pesar;quejidos de indecible arrepentimiento y compunción.El espectro, tras escuchar por un momento, se unióal macabro gorigori y salió flotando hacia la negra ysiniestra noche.

Scrooge continuó hasta la ventana con desespe-rada curiosidad. Se asomó.

Por el aire se movían sin descanso, de un lado aotro, numerosísimos fantasmas que gemían al pa-sar. Todos llevaban cadenas como las del fantasmade Marley; unos cuantos (tal vez gobiernos culpa-bles) iban encadenados en grupo; ninguno estabalibre de cadenas. Scrooge había conocido en vida amuchos de ellos. Había tenido bastante relación conun viejo fantasma que llevaba un chaleco blanco yuna monstruosa caja de caudales atada al tobillo,que lloraba compungido porque le era imposibleauxiliar a una desdichada mujer con un hijito, a la

que estaba viendo allá abajo apoyada en el quiciode la puerta. Claramente se percibía que el tor-mento de todos ellos consistía en que deseabanintervenir, para bien, en situaciones humanas, perohabían perdido para siempre la capacidad de hacer-lo.

Scrooge no sabría decir si aquellas criaturas sedisolvieron en la niebla o si la niebla les ocultó, peroellos y sus voces espectrales desaparecieron a lavez. La noche volvió a ser como cuando él llegó asu casa.

Cerró la ventana y examinó la puerta que habíacruzado el fantasma. Seguía con el doble cierre quehabía echado con sus propias manos y los cerrojosestaban intactos. Intentó decir «¡Tonterías!», perose quedó en la primera sílaba. Estaba extenuado y,ya sea por las emociones vividas, las fatigas del día,los atisbos del Mundo Invisible, la sombría conver-sación con el fantasma o lo tardío de la hora, se fuedirectamente a la cama, sin desvestirse, y se quedódormido al instante.

SEGUNDA ESTROFA

EL PRIMERO DE LOS TRES ESPIRITUS

Cuando Scrooge se despertó, la oscuridad eratan intensa que al mirar desde la cama apenas pod-ía diferenciar la trasparencia de la ventana de lasparedes opacas de su aposento. Cuando estabaintentando traspasar la oscuridad con sus ojos degavilán, las campanas de una iglesia cercana dieronlos cuatro cuartos; él permaneció atento a la hora.

Para su gran sorpresa, la campana mayor pasóde las seis a las siete, de las siete a las ocho, y asísucesivamente hasta las doce; luego dejó de sonar.¡Las doce! Cuando se acostó eran mas de las dos.El reloj no funcionaba bien. Tal vez se le había in-crustado un carámbano en la maquinaria. ¡Las do-ce!

Apretó el resorte de su reloj repetidor para com-probar el error del otro reloj enloquecido, pero supequeña pulsación acelerada latió doce veces y sedetuvo.

«Pero, ¿qué está pasando? ¡Es imposible!», dijoScrooge. «No es posible que haya estado durmien-

do un día completo hasta la noche siguiente ¡Y esimposible que le haya sucedido algo al sol y seanlas doce del mediodía!

La idea no dejaba de ser alarmante; saltó de lacama y se fue acercando a tientas hasta la ventana.Para poder ver algo tuvo que frotar la escarcha conla maga de la bata; aún así, logró ver muy poco.Sólo consiguió comprobar que continuaba una nie-bla y un frio muy intensos y que no se oía ruido deactividad de gente alarmada, como se habría escu-chado ineludiblemente si la Noche hubiese derrota-do al claro Día, tomando posesión del mundo. Eraun gran alivio porque sino hubiera días que contar lode «a tres días de esta primera de cambio, pagaréal señor Ebenezer Scrooge o a su orden...etc.» sehabría convertido en papel mojado, como los pa-garés de los Estados Unidos.

Scrooge se volvió a la cama, pensó y repensópero no se le ocurria ninguna explicación. Cuandomás pensaba, más perplejo estaba, y cuanto másprocuraba no pensar, más pensaba en ello. El fan-tasma de Marley le había trastomado pro-fundamente. Cada vez que, tras madura reflexión,llegaba a la conclusión de que todo era un sueño,sus pensamientos, al igual que un fuerte muelle

tensado, volvían a la posición inicial y replanteabanel mismo problema: «¿era o no era un sueño?».

Scrooge permaneció en tal estado hasta que lascampanas dieron otros tres cuartos de hora y en-tonces, súbitamente, recordó que el fantasma lehabía anunciado una aparición cuando la campanadiera la una. Decidió permanecer alerta hasta quepasase ese tiempo. Y considerando que tenía tantaposibilidad de dormirse como de ir al cielo, tal vezaquella fuese la resolución más prudente que podíahaber adoptado.

El cuarto de hora se le hizo tan largo que en másde una ocasión tuvo la impresión de haberse ador-mecido sin oír el reloj. Al fin, un repique llegó a susoídos atentos.

«Ding, dong»«Y cuarto», dijo Scrooge, contando.«¡Ding, dong!»«¡Y media!», dijo Scrooge.

«¡Ding, dong! »«Menos cuarto», dijo Scrooge.«¡Ding, dong! »«La hora», dijo Scrooge triunfalmente, «¡y nada

de nada! »

Había hablado antes de que sonase la campanade las horas, que lo hizo a continuación con unaprofunda, triste, cavernosa y melancólica U N A . Alinstante, la habitación quedó inundada de luz y secorrieron los cortinajes de su cama.

Las cortinas de la cama fueron descorridas -loaseguro- por una mano. No las coronas de la cabe-cera ni de los pies, sino las del lado hacia el quemiraba. Las cortinas de la cama fueron descorridas;Scrooge se incorporó precipitadamente y, en postu-ra semi-recostada, se encontró cara a cara con elvisitante ultraterrenal que las había descorrido. Es-taba tan cerca de él como yo lo estoy de ti, lector, yen espíritu estoy a tu lado.

Era un extraño personaje, como un niño, y sinembargo parecía un anciano visto a través de unacierta áurea sobrenatural que le daba el aspecto dehaber ido retrocediendo del campo visual hastaquedar reducido a las proporciones de un niño. Elcabello le caía hasta los hombros y era blanco; co-mo el de un anciano, sin embargo, no había arrugasen su rostro sino la más aterciopelada lozanía. Ten-ía unos brazos muy largos y musculosos, igual quelas manos, dando una impresión de fuerza excep-cional. Sus piernas y pies, al igual que los miembrossuperiores, estaban desnudos y maravillosamente

conformados. Vestía una túnica inmaculadamenteblanca y ceñía su cintura un lustroso cinturón conhermoso brillo. En la mano llevaba una rama verdede acebo y, en extraña contradicción con tal invemalemblema, su ropaje estaba salpicado de flores esti-vales. Pero lo más sorprendente era el chorro de luzfulgente que le brotaba de la coronilla y hacía visi-bles todas estas cosas. También tenía un gorro conforma de gran matacandelas, que ahora llevababajo el brazo, pero sin duda utilizaría en los momen-tos de apagamiento.

Con todo, no era esto lo más extraordinario.Cuando Scrooge le miró con creciente atención vioque el cinturón destellaba y titilaba ora en un punto,ora en otro, y donde en un instante había luz, enotro momento estaba apagado, de manera quefluctuaba la propia imagen del personaje: ahora erauna cosa con un brazo, ahora con una pierna, des-pués con veinte piernas, o un par de piernas sincabeza, o una cabeza sin cuerpo. Las partes que sedisolvían estaban fundidas con las densas tinieblasde modo que nada de ellas se podía vislumbrar. Ylo maravilloso es que reaparecía nuevamente conmás claridad y nitidez que antes.

«¿Es usted, señor, el espíritu cuya llegada seme anunció?», preguntó Scrooge.

«Yo soy».La voz era suave y afable, curiosamente apaga-

da, como si en vez de estar tan cerca, hablase des-de lejos.

«¿Quién y qué es usted!», preguntó Scrooge.«Soy el fantasma de la Navidad del Pasado».«¿Pasado lejano?», inquirió Scrooge mientras

observaba su estatura minúscula. .«No. Tu pasado».Si alguien le hubiera preguntado, Scrooge tal vez

no habría sabido explicar la razón, pero sentía undeseo especial de ver al espiritu con el gorro puestoy le rogó que se cubriera.

«¡Qué dices!», exclamó el fantasma, «¿ya quie-res apagar, con tus manos mundanas, la luz que tedoy? ¿No te basta con ser uno de esos cuyas pa-siones hicieron este gorro y me han obligado a lle-varlo encasquetado hasta las cejas durante años yaños?».

Con la mayor reverencia, Scrooge negó cual-quier intención de ofender y todo conocimiento dehaber «encapotado» voluntariamente al espíritu enningún momento de su vida.

Luego le preguntó abiertamente qué asuntos lehabían llevado allí.

«¡Tu propio bien!», dijo el fantasma.

Scrooge expresó sus agradecimientos, pero sindejar de pensar que para alcanzar esa finalidadhubiera sido preferible dejarle descansar toda lanoche, sin sobresaltos. El espíritu debió de leer supensamiento porque dijo de inmediato:

«¡Y todavía te quejas! ¡Ten cuidado!Y al decir esto, extendió su poderosa mano y le

agarró por brazo con suavidad.«¡Levántate y ven conmigo!»De nada habría servido que Scrooge arguyera

que ni el clima ni la hora resultaban los más ade-cuados para sus propósitos peatonales, ni que lacama estaba caliente y el termómetro muy por de-bajo del punto de congelación; ni que iba muy ligerode ropa, en zapatillas, bata y gorro de dormir, o queestaba sufriendo un resfriado. El apretón, aunquesuave como el de una mano femenina, era ineludi-ble. Scrooge se levantó, pero al ver que el espírituse dirigía a la ventana se colgó de su túnica y su-plicó:

«Yo soy hombre mortal y podría caerme».«Basta un simple toque de mi mano ahí», dijo el

espíritu posándola sobre su corazón, «y quedarássalvo para esto y más aún».

Tras pronunciar estas palabras, atravesaron lapared y fueron a dar a una carretera en plena cam-

piña, con campos de labor a ambos lados. La ciu-dad se había desvanecido por completo, hasta elúltimo vestigio. La oscuridad y la bruma habíandesaparecido con la ciudad, dando paso a un díainvernal, claro y con nieve cubriendo el suelo.

«¡Cielo Santo!», dijo Scrooge enlazando susmanos y observando el entorno. «¡Yo nací en estelugar! ¡Aquí pasé mi infancia! ».

El espíritu le miró de soslayo con indulgencia. Elsuave toquecito, aunque ligero y breve, parecíaseguir afectando a las sensaciones del anciano,percibía mil olores flotando en el aire, cada cualrelacionado con mil recuerdos, ilusiones y preocu-paciones, olvidados largo, largo tiempo atrás.

«Te tiemblan los labios», dijo el fantasma. «Y¿qué tienes en la mejilla?»

Scrooge musitó, con inusual vacilación en la voz,que era un grano, y rogó al fantasma que le llevaraa donde tuviera que llevarle.

«¿Recuerdas el camino?», interrogó el espíritu.«¡Que si lo recuerdo!», exclamó Scrooge con

fervor. «Podría reconocerlo a ciegas».«Es raro que te hayas olvidado durante tantos

años», observó el fantasma. «Vámonos».Echaron a andar por la carretera. Scrooge iba

reconociendo cada portilla, cada poste, cada árbol,

hasta que apareció en la lejanía un pueblecito consu puente, iglesia y serpenteante río. Ahora veíantrotar, en dirección a ellos, unos cuantos caballitospeludos, montados por chicos que llamaban a otroschicos subidos en carretas y carros conducidos porgranjeros. Todos manifestaban gran animación y elancho campo terminó llenándose de una música tanalegre que hasta el aire fresco se reía al escucharla.

«Solamente son las sombras de lo que ha sido»,dijo el fantasma. «No son conscientes de nuestrapresencia».

La bulliciosa comitiva se iba acercando; Scroogesabía los nombres de todos. ¡Cómo disfrutó al ver-los! ¡Qué brillo tenían sus fríos ojos y qué palpita-ciones en su corazón mientras pasaban! Se sintióinundado de gozo cuando les oyó felicitarse la Na-vidad, al despedirse en los cruces de los caminospara ir cada cual a su hogar ¿Qué era para Scroogela Feliz Navidad? ¡Y dale con feliz Navidad! ¿Québien le había proporcionado a él?

«La escuela no está vacia del todo», dijo el fan-tasma. «Aún queda allí un niño solitario, abandona-do por sus compañero».

Scrooge dijo que ya lo sabía. Y sollozó.Dejaron la carretera principal para continuar por

un sendero, bien recordado y enseguida llegaron a

una mansión de ladrillo rojo deslucido, con unacúpula en el tejado coronada por una veleta de galloy una campana. Era una gran casa, pero venida amenos. Las espaciosas dependencias se utilizabanmuy poco y las paredes estaban húmedas y enmo-hecidas, las ventanas rotas, las puertas vencidas.Por los establos se contoneaban y cacareaban lasaves de corral. La hierba invadía cocheras y cober-tizos. El interior de la casa no había conservadomejor su antiguo esplendor; cuando penetraron enel sombrío vestíbulo y dieron un vistazo por laspuertas abiertas de numerosas habitaciones, lasencontraron pobremente amuebladas, frías y des-tartaladas. Había algo en el aire, en la desoladadesnudez del lugar, que de alguna manera se aso-ciaba al hecho de madrugar demasiado y comermuy poco.

El fantasma y Scrooge atravesaron el vestíbulohasta llegar a una puerta en la parte trasera de lacasa. Se abrió y dio paso a un cuarto largo, me-lancólico y desnudo, desnudez aún más acentuadapor las sencillas alineaciones de bancos y pupitres.En uno de ellos, un muchacho solitario leía cerca deun fuego exiguo. Scrooge se sentó en un banco yse le cayeron las lágrimas al ver su pobre y olvidadapersona tal y como había sido.

El eco latía en la casa, chilliditos y carreras deratones tras el entarimado, un goteo de la fuentesemicongelada del deslucido patio trasero, un susu-rro entre las ramas sin hojas de un álamo desespe-rado, el inútil balanceo de una puerta de despensavacía, el chisporroteo del fuego, llegaron al corazónde Scroope con su influjo enternecedor y dieronrienda suelta a sus lágrimas.

El espiritu le tocó en el brazo y señaló hacia sujoven persona, absorta en la lectura. De pronto,apareció tras la ventana un hombre maravillosa-mente real y visible, exóticamente ataviado, con unasegur en su cinturón y llevando de la brida un asnocargado de leña.

«¡Es Alí Babá!», exclamó Scrooge extasiado.«¡Es mi querido y honrado Alí Babá! ¡Sí, sí, yo lo se!Una Navidad, cuando aquel niño solitario tuvo quequedarse aquí completamente solo, él vino, porprimcra vez, igual que ahora. ¡Pobre muchacho! ¡YValentine y su hermano salvaje Orson, ahí van! ¡Yese otro, ¿cómo se llama?, al que pusieron en cal-zoncillos, dormido, en la puerta de Damasco. ¿No loves! ¡Y el caballerizo del Sultán colocado por losGenios boca abajo, ahí está de cabeza! ¡Se lo me-recía; me alegro, ¿quién le mete a casarse con laprincesa?!.

Los hombres de negocios que conocían aScrooge se habrían llevado una sorpresa mayúscu-la si le hubiesen visto gastar toda su energía entales asuntos, con un tono de voz de lo más singu-lar, a medio camino entre la risa y el llanto, y sihubiesen observado su rostro excitado y acalorado.

«¡Ahí está el Loro!», exclamó Scrooge. «El cuer-po verde y la cola amarilla, con algo parecido a unalechuga saliéndole de lo alto de la cabeza. ¡Ahíestá! Pobre Robin Crusoe, le dijo cuando volvió acasa tras navegar alrededor de la isla. "Pobre RobinCrusoe, ¿dónde has estado Robin Crusoe?". Elhombre pensó que soñaba, pero no. Era el loro,¿verdad?. ¡Allá va Viernes, corriendo hacia la pe-queña ensenada para salvarse! ¡Vámos! ¡Corre!».

Después, con una repentina transición, muy le-jana a su habitual carácter, dijo compadeciéndosede su pasado: «¡Pobre muchacho!», y volvió a llo-rar.

«Desearía...», murmuró metiendo la mano en elbolsillo y mirando alrededor, tras secar los ojos conla manga, «pero ahora ya es demasiado tarde».

«¿De qué se trata», preguntó el espíritu.«Nada», contestó Scrooge, «nada. Anoche, un

chico estuvo cantando un villancico en mi puerta.Desearía haberle dado algo; eso es todo».

El fantasma sonrió pensativamente a hizo unademán con la mano mientras decía: «¡Veamos otraNavidad!».

Con estas palabras, la persona del Scrooge ju-venil se hizo mayor y la estancia se volvió un pocomás oscura y más sucia. Los paneles encogidos,las ventanas rotas; fragmentos de yeso se habíandesprendido del techo dejando a la vista las rasillas.Pero Scrooge no sabía cómo se habían producidoestos cambios; no sabía más que tú, lector. Lo úni-co que sabía es que era cierto, así había sucedido;y sabía que él estaba allí, otra vez solo, cuandotodos los demás chicos se habían ido a casa a pa-sar las festivas vacaciones.

Ahora no estaba leyendo sino dando pasos arri-ba y abajo, desesperado. Scrooge miró al fantasmay con un dolorido movimiento de negación con lacabeza, dirigió una mirada llena de ansiedad haciala puerta. La puerta se abrió y una niñita, de edadmucho menor que el muchacho, entró como unaexhalación, le echó los brazos al cuello y le besabarepetidamente llamándole «Querido, querido her-mano».

«¡He venido para llevarte a casa, querido her-mano!», decía la niña palmoteando con sus manos

pequeñas y encogida por las risas. ¡Para llevarte acasa, a casa, a casa!

«¿A casa, mi pequeña Fan?», contestó el mu-chacho.

«¡Sí!», dijo la niña desbordante de felicidad. «Acasa, a casa para siempre. Ahora Padre está mu-cho más amable, nuestra casa parece el cielo. Unabendita noche, cuando me iba a la cama, me hablótan cariñoso que me atreví a preguntarle una vezmás si tú podrías volver; y dijo que sí, que era lomejor, y me mandó en un coche a buscarte. ¡Ya vasa ser un hombre», dijo la niña, abriendo los ojos, «ynunca vas a volver aquí; estaremos juntos toda laNavidad y será lo más maravilloso del mundo!»

«¡Eres toda una mujer, Fan!», exclamó el chico.Ella palmoteaba, reía a intentó llegarle a la ca-

beza, pero era demasiado pequeña y reía otra vez,y se puso de puntillas para abrazarle. Luego em-pezó a arrastrarle, con infantil impaciencia, hacia lapuerta, y él de muy buen grado la acompañó.

Una voz terrible gritó en el vestíbulo «¡Bajad elbaúl del Sr. Scrooge, aquí!». Y en el vestíbulo apa-reció el director de la escuela en persona, observóal Sr. Scrooge con feroz condescendencia y le es-trechó las manos, sumiéndole en un estado de terri-ble confusión. A continuación condujo a Scrooge y

su hermana hasta la sala de visitas más estremece-dora que se haya visto, donde los mapas en la pa-red y los globos terráqueos y celestes en las venta-nas estaban cerúleos por el frio. Allí sacó una licore-ra de vino sospechosamente claro, y un bloque depastel sospechosamente denso, y administró a losjóvenes «entregas» de tales exquisiteces. Al mismotiempo, envió fuera a un enflaquecido sirviente paraque ofreciese un vaso de «algo» al chico de la pos-ta, quien respondió que daba las gracias al caballe-ro, pero si lo que le iban a dar salía del mismo barrilque ya había probado anteriormente, prefería notomarlo. El baúl del señor Scrooge ya estaba ama-rrado en el carruaje; los niños se despidieron gusto-sos del director de la escuela, se acomodaron en ély rodaron alegremente hacia la curva del parque,las veloces ruedas pulverizaban y rociaban de es-carcha y de nieve las oscuras hojas perennes de losarbustos.

«Fue siempre una criatura tan delicada que pod-ía caerse con un soplo. ¡Pero qué gran corazóntenía!», dijo el fantasma.

«¡Sí que lo tenía!», lloró Scrooge. «Tienes razón.No seré yo quien lo niegue, espíritu. ¡Dios me li-bre!».

«Murió cuando ya era una mujer», dijo el espíri-tu, «y tenía, creo, hijos».

«Un hijo», puntualizó el fantasma. «¡Tu sobri-no!».

Scrooge sintió malestar y contestó solamente«sí».

Aunque sólo hacía un momento que había deja-do atrás la escuela, ahora se encontraban en labulliciosa arteria de una ciudad, donde sombras detranseúntes pasaban y volvían a pasar, donde som-bras de carruajes y coches luchaban por abrirsepaso, y donde se producía todo el tumulto y es-trépito de una ciudad real. Por el adorno de las tien-das se notaba claramente que también allí era eltiempo de la Navidad. Pero era una tarde y las ca-lles ya estaban alumbradas.

El fantasma se detuvo en la puerta de cierto al-macén y preguntó a Scrooge si lo conocía.

«¡Conocerlo!», dijo, «¿Acaso no me pusieron deaprendiz aquí?».

Ante la visión de un viejo caballero con pelucagalesa, sentado tras un pupitre tan alto que si élhubiese sido dos pulgadas más alto su cabezahabría chocado contra el techo, Scrooge exclamócon gran excitación:

«¡Pero si es el viejo Fezziwig!, ¡Dios mio, esFezziwig vivo otra vez!».

El viejo Fezziwig posó la pluma y miró el reloj dela pared, que señalaba las siete. Se frotó las manos,se ajustó el amplio chaleco, se rió con toda su per-sona, desde la punta del zapato hasta el órgano dela benevolencia y gritó con una voz consoladora,profunda, rica, sonora y jovial:

«¡Eh, vosotros! ¡Ebenezer! ¡Dick!».El Scrooge del pasado, ahora ya un hombre jo-

ven, apareció con prontitud acompañado por sucompañero aprendiz.

«¡Dick Wilkins, claro está!», dijo Scrooge al fan-tasma. «Sí. Es él. Me quería mucho, Dick, ¡PobreDick! ¡Señor, señor!». «¡Hala, chicos! », dijo Fezzi-wig, «se acabó el trabajo por hoy. ¡Nochebuena,Dick! ¡Navidad, Ebenezer! ¡A echar el cierre! », ex-clamó Fezziwig con una sonora palmada,¡sin espe-rar un momento! ».

¡No se podría creer la rapidez con que los chicosse pusieron manos a la obra! Cargaron a la callecon los cierres -uno, dos, tres-, los colocaron en susitio -cuatro, cinco, seis-, echaron las barras y lospasadores -siete, ocho, nueve- y volvieron antes depoder contar doce, trotando como caballos de carre-ras.

«¡Vamos allá!», exclamó Fezziwig resbalandodesde el alto pupitre con pasmosa agilidad. «¡Des-pejad todo, muchachos, aquí hay que hacer muchositio! ¡Venga Dick! ¡Muévete, Ebenexer! ».

¡Despejad! No había nada que no quisiesen opudiesen despejar bajo la mirada del viejo Fezziwig.Quedó listo en un minuto. Se apartaron todos losmuebles como si se desechasen de la vida públicapara siempre. El suelo se barrió y fregó. Se adorna-ron las lámparas y se amontonó combustible juntoal hogar, y el almacén se convertió en un salón debaile tan acogedor, caliente, seco y brillante comouno desearía ver en una noche de invierno.

Llegó un violinista con un libro de partituras y seencaramó al excelso pupitre convirtiéndolo en esce-nario, y al afinar sonaba como un dolor de estóma-go. Entró la señora Fezziwig, sólida y consistente,toda sonrisas. Entraron las tres señoritas Fezziwig,radiantes y adorables. Entraron los seis jóvenespretendientes cuyos corazones ellas habían roto.Entraron todos los hombres y mujeres jóvenes em-pleados en el negocio. Entró la criada, con su primoel panadero. Entró la cocinera con el amigo de suhermano, el lechero. Entró el chico de enfrente, delcual se sospechaba que su patrón no le daba comi-da suficiente; entró disimuladamente tras la chica de

la puerta siguiente a la de al lado, de la que se hab-ía comprobado que su señora le daba tirones deorejas. Todos entraron, uno tras otro. Algunos tími-damente, otros descaradamente; unos con gracia,otros desmañados; unos tirando, otros empujando.De una a otra forma, entraron todos. Y allí estabanveinte parejas a la vez, de las manos media vuelta yde espalda para atrás; juntos en el medio y otra vezadelante; gira y gira en diversas figuras de afectuo-sa agrupación; la vieja pareja de cabeza, girandosiempre hacia el lado equivocado; la nueva parejade cabeza a empezar otra vez cuando les tocaba eltumo; todos parejas de cabeza y ninguna de cola.Cuando se vio el resultado, el viejo Fezziwig, dandopalmadas para detener la danza, gritó: ¡Muy bien!, yel violinista hundió su rostro acalorado en un grantanque de cerveza, especial para la ocasión. Sinquerer más descanso, volvió a empezar al instante,aunque todavía no tenía bailarines, como si al violi-nista anterior lo hubiesen tenido que llevar a sucasa agotado. Ahora parecía un hombre nuevo,dispuesto a vencer o morir.

Hubo más danzas; luego, juego de prensas ymás danzas; había tarta, sangría caliente, un granpedazo de asado frío y un gran pedazo de hervidofrío, pastelillos de carne y abundante cerveza. Pero

el gran efecto de la velada se produjo tras el asadoy el hervido, cuando el violinista (un perro viejo; laclase de persona que sabía lo que hacía mejor quenadie) atacó los acordes de «Sir Roger de Cover-ley». El viejo Fezziwig sacó a bailar a la señoraFezziwig, encabezando la danza otra vez frente aunas parejas que no se achicaban fácilmente, gentecapaz de danzar aunque no tuviesen noción deandar.

Pero aunque hubiesen sido muchas más pare-jas, el viejo Fezziwig habría podido medir fuerzascon todos, y lo mismo la señora Fezziwig. Por loque a ella respecta, merecía emparejarse con él entodos los sentidos de la palabra, y si ésta no esalabanza suficiente, digaseme otra y la utilizaré.Ellas brillaban como lunas en todas las fases de ladanza. No se podía predecir qué harían al momentosiguiente. Y cuando el viejo Fezziwig y señora reali-zaron todas las figuras de la danza -avance y retira-da, sujetando a la pareja de las manos, inclinación yreverencia; movimiento en espital; «enebra la agujay vuelve a tu sitio»-, Fezziwig «cortó»; cortó tangallardamente que pareció parpadear con las pier-nas en el aire antes de caer de pie sin una vacila-ción.

Este baile doméstico se dio por terminado cuan-do sonaron las once. El señor y señora Fezziwigtomaron posiciones a ambos lados de la puerta yfueron dando la mano a todos, uno por uno, a medi-da que salían, y al mismo tiempo les desearon Feli-ces Navidades. Lo mismo hicieron con los dosaprendices; se fueron apagando las voces alegres ylos dos chicos se dirigieron a sus camas, situadasbajo un mostrador de la trastienda.

Durante todo este tiempo Scrooge actuó comoun hombre fuera de sus cabales. Su corazón y sualma estaban puestos en la escena con su antiguoser. Lo corroboraba todo, recordaba todo, disfrutabacon todo, y era presa de la más extraña agitación.Hasta que los iluminados rostros de Dick y su yoanterior quedaron fuera de la vista, no se habíaacordado del fantasma, y ahora fue consciente deque éste le miraba intensamente mientras la luz desu cabeza iluminaba con brillante claridad.

«Con qué poca cosa», dijo el fantasma, «sesienten llenos de gratitud esos dos tontos».

«¡Poca cosa!», repitió Scrooge.El espiritu le hizo seña de que escuchase a los

dos aprendices, que se deshacían en alabanzas deFezziwig. Después dijo:

«¡Pero si es cierto! No ha hecho más que gas-tarse unas pocas libras de tu dineto mortal, tal veztres o cuatro. ¿Merece por eso tal gratitud?».

«No es así», dijo Scrooge irritado con la obser-vación y hablando sin querer como su yo pasado yno como el actual.

«No se trata de eso, espíritu. Tenía la facultadde hacernos felices o desgraciados, de hacer nues-tro trabajo agradable o pesado, un placer o un tor-mento. Su facultad estaba en las palabras y en lasmiradas, en cosas tan insignificantes y sutiles queresulta imposible valorarlas. La felicidad que propor-ciona vale más que una fortuna».

Percibió la mirada del espíritu y se calló.«¿Qué sucede? », preguntó el espíritu.«Nada de particular», dijo Scrooge.«Yo pienso que sí», insistió el fantasma.«No», dijo Scrooge, «No. Me gustaría tener la

oportunidad de decirle un par de cosas a mi escri-biente ahora mismo. Eso es todo».

Mientras formulaba este deseo, su ser del pasa-do apagaba las lámparas. Scrooge y el fantasmavolvieron a quedar al aire libre.

«Me queda poco tiempo, observó el espítitu.«¡Rápido!».

No se dirigía a Scrooge ni a nadie visible, peroprodujo un efecto inmediato. Scrooge volvió a con-templarse otra vez. Ahora tenía más edad, un hom-bre en plenitud de vigor. Su rostro no presentaba losagrios y rígidos rasgos de años posteriores, peroempezaba a mostrar signos de preocupación y ava-ricia. Sus ojos tenían una movilidad ansiosa, codi-ciosa, incesante, que indicaba la pasión que en élse había enraizado y seguiría creciendo.

No estaba solo. Una joven rubia y vestida de lutoestaba sentada junto a él; en sus ojos había lágri-mas que brillaban a la luz del fantasma de la Navi-dad del pasado.

«¿Qué ídolo te ha desplazado?», replicó él.«Uno de oro».«¡Pero si es la actividad más imparcial del mun-

do!», dijo él. «Nada hay peor que la pobreza y nohay por que condenar con tal severidad la búsquedade la riqueza».

«Tienes demasiado miedo al mundo», dijo elladulcemente. «Todas las demás ilusiones las hassepultado con la ilusión de quedar fuera del alcancede los sórdidos reproches del mundo. He visto su-cumbir, una tras otra, tun más nobles aspiracioneshasta quedar devorado por la pasión principal, elLucro. ¿No es cierto?».

«¿Y qué? », replicó él. «¡Y qué si ahora soy mu-cho más listo?. Contigo nada ha cambiado».

Ella negó con la cabeza.«¿En que he cambiado?', preguntó él.«Nuestro compromiso fue hace tiempo. Se hizo

cuando ambos éramos pobres y conformes conserlo hasta que, con mejores tiempos, pudiéramosmejorar de fortuna con paciente labor. Tú eres loque ha cambiado. Cuando non comprometimos erasotro hombre.

«Era un muchacho», dijo él con impaciencia.«Tu propio sentido lo dice que no eres el mis-

mo», replicó ella. «Yo sí. Aquella que prometió feli-cidad cuando no éramos más que un solo corazón,está abrumada por el dolor ahora que somos dos.No sabes cuán a menudo y con qué profundidad lohe pensado. Me basta con haberlo tenido que pen-sar para que te libere de tu compromiso».

«¿Acaso te lo he pedido? ».«Con palabras, no. Nunca».«Entonces, ¿cómo? ».«Con una naturaleza cambiada, con un espíritu

alterado, otra atmosfera vital, otra Ilusión como granmeta. Con todo aquello que había hecho mi amorvalioso a tun ojos. Si entre nosotros no hubiera exis-tido esto», dijo la joven mirándole dulcemente pero

con fijeza, «contéstame, ¿me habrías buscado yhabrías intentado conquistarme? ¡Ah, no! ».

El, sin poderlo evitar, pareció rendirse a la justi-cia de sus suposiciones. Pero hizo un esfuerzo paradecir: «No pienses así».

«Con mucho gusto pensaría de otro modo si pu-diera», respondió, «¡bien lo sabe Dios! Tras haberconstatado una verdad como ésta, sé lo fuerte airresistible que debe ser. Pero si hoy, mañana, ayer,estuvieses libre de compromisos, ¿podría yo creer-me que ibas a elegir a una chica sin dote -tú, quetodo lo mides por el rasero del Lucro? O si la eligie-ses, traicionando tun propios principios, sé quepronto te arrepentirías y lo lamentarías. Por eso tedevuelvo tu libertad. De todo corazón, por el amorde aquel que fuiste un día».

El estaba a punto de decir algo, pero ella prosi-guió apartando su mirada:

«Es posible que te duela, casi lo deseo en me-moria de nuestro pasado. Transcurriría un tiempomuy, muy corto y lo olvidarás todo, gustosamente,como si te despertases a tiempo de un sueño im-productivo. ¡Que seas feliz con la vida que has ele-gido! ».

Ella le dejó y se separaron.

«¡Espíritu, no quiero ver más! », dijo Scrooge.Llévame a casa. ¿Por qué te complaces torturán-dome? ».

«¡Sólo una imagen más! », exclamó el fantasma.«¡Ni una más! », gritó Scrooge. «¡Basta! ¡No

quiero verlo! ¡No me muestres más! »Pero el implacable fantasma le aprisionó entre

sun brazos y le obligó a observar lo que sucedió acontinuación.

Era otra escena y otro lugar: una habitación nomuy grande ni elegante, pero llena de confort. juntoa la chimenea invérnal se hallaba sentada una bellajoven tan parecida a la anterior que Scrooge creyóque era la misma hasta que la vió a ella, ahora ma-trona atractiva, sentada frente a su hija. En aquellaestancia el ruido era completo tumulto pues habíamás niños allí de los que Scrooge, con su agitadoestado mental, podía contar. Y, al contrario que enel celebrado rebaño del poema, no se trataba decuarenta niños comportándose como uno solo, sinoque cada uno de los niños se comportaba comocuarenta. Las consecuencias eran tumultuosas has-ta extremos increíbles, pero no parecía importarle anadie; por el contrario, la madre y la hija se reíancon todas las ganas y lo disfrutaban. La hija prontose incorporó a los juegos y fue asaltada por los

jóvenes bribones de la manera más despiadada. ¡Loque yo habría dado por ser uno de ellos! ¡Claro queyo nunca habría sido tan bruto, no, no! Por nada delmundo habría despachurrado aquel cabello tren-zado ni le habría arrancado de un tirón el preciosozapatito. ¡De ninguna manera! Lo que sí habríahecho, como hizo aquella intrépida y joven nidada,es tantear su cintura jugando; me habría gustadoque, como castigo, mi brazo hubiera crecido entorno a su cintura y nunca pudiera volver a endere-zarse. Y también me habrá encantado tocar sus la-bios y haberle hecho preguntas para que los abrie-se; haber mirado las pestañas de sus ojos bajos sinprovocar un rubor; haber soltado las. ondas de supelo y conservar un mechón como recuerdo de va-lor incalculable; en suma: me habría gustado, loconfieso, haberme tomado las libertades de un niñosiendo un hombre capaz de conocer su valor.

Pero ahora se escuchó una llamada en la puerta,inmediatamente seguida de tales carreras que ella,con un rostro risueño y el vestido arrebatado, fuearrastrada hacia el centro de un acalorado y turbu-lento grupo justo a tiempo para saludar al padre quellegaba al hogar, auxiliado por un hombre cargadode juguetes navideños y regalos. Luego todo fuevocear, luchar y asaltar violentamente al indefenso

porteador. Le escalaron con sillas, bucearon en susbolsillos, le expoliaron los paquetes envueltos enpapel marrón, le sujetaron por la corbata, se le col-garon del cuello, aporrearon su espalda, y le dieronpatadas en las piernas con un amor irreprimible.¡Las exclamaciones de admiración y contento quesiguieron a cada apertura de paquete! ¡La terriblenoticia de que habían sorprendido al bebé en elmomento de llevarse a la boca una sartén de jugue-te, y se sospechaba con mucho fundamento que sehabía tragado un pavo pegado a una planchita demadera! ¡El alivio inmenso al descubrir que era unafalsa alarma! ¡El gozo, la gratitud, el éxtasis! No esposible describirlos. Baste decir que, por orden degradación, los niños y sus emociones salieron delsalón y, de uno en uno, se fueron por una escaleraa la parte más alta de la casa; allí se metieron en lacama y, por consiguiente, se apaciguaron.

Y ahora Scrooge miró con mayor atención quenunca, cuando el señor de la casa, con su hija cari-ñosamente apoyada en él, se sentó con ella y con lamadre en su sitio junto al fuego. A Scrooge se lenubló la vista cuando pensó que una criatura tangrácil y llena de promesas como aquella podríahaberle llamado «padre» y ser una primavera en elmacilento invierno de su vida.

«Belle», dijo el marido volviéndose sonrientehacia su mujer, «esta tarde he visto a un viejo ami-go tuyo».

«¿Quién era?».«No sé... ¡Ya lo sé!», añadió de un tirón, riendo

sin Parar. «El señor Scrooge».«Era el señor Scrooge. Pasé por delante de su

despacho y como tenía encendida la luz, casi nopude evitar el verle. He oído decir que su socio seestá muriendo y allí estaba él solo, sentado. Solo enla vida, creo yo».

«¡Espíritu!», dijo Scrooge con la voz quebrada,«sácame de aquí».

«Te he dicho que éstas eran sombras de las co-sas que han sido», dijo el fantasma. «Son lo queson ¡No me eches la culpa! »

«¡Sácame!», exclamó Scrooge. «¡No lo resisto!».Se giró hacia el fantasma y viendo que le con-

templaba con un rostro en el que, de cierto modoextraño, había fragmentos de todos los rostros quele había mostrado, forcejeó con él.

«¡Déjame! ¡Llévame de vuelta! ¡No sigashechizándome!».

En el forcejeo, si se puede llamar forcejeo aun-que el fantasma, sin resistencia notaria por su parte,no parecía afectado por los esfuerzos de su adver-

sario, Scrooge observó que su luz era intensa ybrillante; vagamente asoció este hecho con el influjoque sobre él ejercía, y agarró el gorro-apagador y,con un movimiento repentino, se le incrustó en lacabeza.

El espíritu cayó debajo, de manera que el apa-gador le cubrió totalmente. Pero aunque Scrooge lopresionaba con todas sus fuerzas, no pudo apagarla luz, que salía por debajo en chorro uniforme so-bre el suelo.

Se sentía agotado y vencido por un irresistiblesopor; también se dio cuenta de que estaba en supropio dormitorio. Dio un último empujón al gorro ysu mano se relajó; apenas tuvo tiempo de llegartambaleante a la cama antes de hundirse en unsueño profundo.

TERCERA ESTROFA

EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPIRITUS

Cuando se despertó en medio de un prodigiosoronquido y se sentó en la cama para aclarar susideas, nadie podía haver avisado a Scrooge de queestaba a punto de dar la una. Supo que había reco-brado la conciencia justo a tiempo para manteneruna entrevista con el segundo mensajero, que se leenviaba por mediación de Jacob Marley. Pero sintióun frío desagradable cuando empezó a preguntarsequé cortina descorrefia el nuevo espectro; por esolas recogió todas él mismo, se tumbó de nuevo ydirigió una cortante ojeada en torno a su cama.Quería plantar cara al espíritu cuando apareciera yno deseaba que le cogiera desprevenido porque sepondría nervioso.

Los caballeros del tipo poco ceremonioso, quese jactan de conocer bien la aguja de marear acualquier hora del día o de la noche, expresan suamplia capacidad para la aventura diciendo que sonbuenos para cualquier cosa, desde jugar a «cara ocruz» hasta cometer un asesinato; entre estas dos

actividades extremas, qué duda cabe, hay toda unaamplia gama. Sin atteverme a decir otro tanto deScrooge, no es equivocado pensar que estaba pre-parado para recibir una gran variedad de extrañasapariciones y que nada, desde un bebé hasta unrinoceronte, le habría cogido muy de sorpresa.

Ahora bien, al estar preparado para casi todo, enmodo alguno estaba preparado para nada. Por con-siguiente, cuando la campana dio la una y no apa-reció ninguna forma, Scrooge fue presa de violentostemblores. Cinco minutos, diez, un cuarto de hora,una hora... y nada. Todo ese tiempo permaneciótendido encima de la cama, que se había convertidoen origen y centro del resplandor de luz rojiza quehabía fluido sobre ella cuando el reloj proclamó lahora; al no ser más que luz resultaba más alarman-te que una docena de fantasmas porque él era in-capaz de adivinar su significación y su propósito. Enalgunos momentos, Scrooge temió hallarse en elmomento culminante de un interesante caso decombustión espontána, sin tener el consuelo desaberlo. Sin embargo, al final acabó pensando-como usted o yo hubiéramos pensado desde elprincipio, pues la persona que no está metida en elproblema es quien mejor sabe lo que se debehacer-, al final, como decía, acabó pensando que tal

vez encontraría la fuente y el secreto de esta luzfantasmal en la habitación de al lado, donde parecíaresplandecer. Cuando esta idea acaparó toda sumente, se levantó sin ruido y se deslizó en sus za-patillas hasta la puerta.

En el momento de asir la manilla de la puerta,una voz le llamó por su nombre y le ordenó entrar.Scrooge obedeció.

Era su propio salón, sin duda alguna, pero habíasufrido una transformación sorprendente. El techo ylas paredes estaban tan cubiertos de vegetaciónque parecía un bosquecillo donde brillaban por to-dos lados bayas chispeantes. Las frescas y tersashojas de acebo, muérdago y yedra reflejaban la luzcomo si se hubiesen esparcido allí y allá numerososespejitos, y en la chimenea rugían tales llamaradascomo nunca había conocido aquel triste hogar petri-ficado en vida de Scrooge, de Marley, ni en muchos,muchísimos inviernos atrás. En el suelo, amontona-dos en forma de trono, había pavos, ocas, caza,pollería, adobo, grandes pemiles, lechones, largasristras de salchichas, pastelillos de carne, tartas deciruela, cajas de ostras, castañas de color rojo in-tenso, manzanas de rojo encendido, naranjas jugo-sas, deliciosas peras, inmensos pasteles de Reyesy burbujeantes boles de ponche que empañaban la

estancia con sus efluvios deliciosos. Cómodamenteinstalado sobre todo ello, estaba sentado un Gigan-te festivo, de esplendoroso aspecto, que sosteníauna antorcha encendida, parecida a un cuerno de laAbundancia; la sostenía muy alta para que la luzcayera sobre Scrooge cuando cruzó la puerta y miróde hito en hito.

«¡Entra!», exclamó el fantasma. «¡Entra y me re-conocerás mejor!»

Scrooge avanzó tímidamente a inclinó la cabezaante el espíritu. Ya no era el obstinado Scrooge deantes, y aunque los ojos del espíritu eran francos yamables, no le gustó encontrarse con aquella mira-da.

«Soy el fantasma de la Navidad del Presente»,dijo el espíritu. «¡Mírame!»

Scrooge lo hizo reverentemente. Estaba vestidocon una simple túnica, o manto, de color verde os-curo, ribeteado con piel blanca. Esta prenda le que-daba muy holgada, dejando al descubierto su anchopecho como si desdeñara protegerse u ocultarsecon cualquier artificio. Sus pies, visibles bajo losamplios pliegues del manto, también estaban des-nudos, y en la cabeza no llevaba más cobertura queuna guirnalda de acebo salpicada de brillantescarámbanos. Sus bucles, de color castaño oscuro,

eran largos y caían libremente, libres como su rostrocordial; su chispeante mirada, su mano generosa,su animada voz, sus ademanes espontáneos y suaire festivo. Ceñía su cintura una antigua vaina,pero sin espada, y la antigua funda estaba herrum-brosa.

«¡Nunca habías visto nada como yo!», exclamóel espíritu.

«Jamás», logró responder Scrooge.«¿Nunca has salido con los miembros más jóve-

nes de mi familia; quiero decir -porque yo soy muyjoven- mis hermanos mayores, nacidos en estosúltimos años?», prosiguió el fantasma. manos ma-yores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió elfantasma.

«Creo que no», dijo Scrooge. «Me temo que no.¿Tienes muchos hermanos, espíritu?»

«Más de mil ochocientos», dijo el fantasma.«¡Familia tremenda de mantener! », murmuró

Scrooge.El fantasma de la Navidad del Presente se le-

vantó.«Espíritu», dijo Scrooge sumisamente, «condú-

ceme a donde desees. Anoche me llevaron a lafuerza y aprendí una lección que ahora estoy apro-

vechando. Este noche, si tienes algo que enseñar-me, lo aprenderé con provecho».

«¡Toca mi manto!»Scrooge hizo lo que se le indicó con mano firme.Acebo, muérdago, bayas rojas, yedra, pavos,

ocas, caza, pollos, adobo, ternera, lechones, salchi-chas, ostras, pastelillos, tartas; fruta y ponche des-aparecieron instantáneamente. También desapare-ció la habitación, el fuego, el rojizo resplandor, lahora de la noche, y ellos estaban en las calles de laciudad en la mañana del día de Navidad. El tiempoera crudo y la gente hacía una especie de músicachocante, pero viva y nada desagradable, al quitarla nieve de la acera de sus casas y de los tejados;para los chicos era una delicia total ver cómo caía lanieve explotando en la calle y salpicando con pe-queños aludes artificiales.

En contraste con la blanca y lisa capa de nievede los tejados y con la nieve más sucia del suelo,las fachadas de las casas parecían negras y lasventanas todavía más negras. En la calle, las pesa-das ruedas de coches y carros habían arado conprofundas rodadas la última nieve caída, y esossurcos se cruzaban y entrecruzaban cientos deveces en las intersecciones de las grandes atteriasy formaban intrincados canales, difíciles de rastrear,

en el espeso lodo amarillo y agua helada. El cieloestaba oscuro y las calles más cortas taponadas poruna neblina negruzca, medio derretida, medio he-lada, cuyas partículas más pesadas caían cual du-cha de átomos de hollín; parecía que todas las chi-meneas de Gran Bretaña se habían puesto deacuerdo para encenderse a la vez y estuviesendisparando a discreción para satisfacción de susqueridos fogones. En el clima de la ciudad no habíanada alegre; no obstante, flotaba en el aire un júbilomuy superior al que podría producir el sol más bri-llante y el aire más límpido del verano.

La gente que paleaba la nieve en los tejados es-taba llena de jovialidad y cordialidad; se llamabanunos a otros desde los parapetos y, de vez encuando, intercambiaban bolazos de nieve -proyectilbastante más inofensivo que muchos comentariosjocosos-, riendo con todas las ganas si daba en elblanco y con no menos ganas si fallaba. Las tiendasde los polleros todavía estaban medio abiertas y lasde los fruteros irradiaban sus glorias. Allí habíagrandes cestos de castañas redondos, panzudoscomo viejos y alegres caballeros, recostados en laspuertas y desbordando hacia la calle en su apo-plética opulencia. Había rojizas cebollas de España,de rostro moreno y amplio contorno, de gordura

reluciente como frailes españoles que, desde losestantes, guiñaban el ojo con irresponsable maliciaa las chicas que pasaban y luego elevaban la mira-da serena al muérdago colgado. Había peras ymanzanas, apiladas en espléndidas pirámides. Hab-ía racimos de uvas colgando de ganchos conspi-cuos por la buena intención de los tenderos, paraque a la gente se le hiciera la boca agua, gratis, alpasar; también había pilas de avellanas, marrones,aterciopeladas, con una fragancia que evocaba lospaseos por los bosques y el agradable caminarhundido hasta los tobillos entre las hojas secas;había manzanas de Norfolk, regordetas y atezadas,resaltando entre el amarillo de naranjas y limones y,con la gran densidad de sus cuerpos jugosos, pi-diendo a gritos que se las llevasen a casa en bolsasde papel para comerlas después de la cena. Hastalos peces dorados y plateados, desde una peceraexpuesta entre los exquisitos frutos, y a pesar depertenecer a una especie sosa y aburrida, parecíansaber que algo estaba sucediendo y daban vueltasy más vueltas en su pequeño mundo con la excita-ción lenta y desapasionada propia de los peces. ¡Yen las tiendas de ultramarinos! ¡Ah, los ultramari-nos! A punto de cerrar, con uno o dos cierres yaechados, pero ¡qué visiones por los huecos! Los

platillos de las balanzas golpeaban el mostrador conalegre sonido; el rollo de bramante desaparecía conrapidez; los enlatados tableteaban arriba y abajocomo en manos de un malabarista; los mezcladosaromas del té y el café eran una delicia para el olfa-to; estaba lleno de pasas extrañas, almendras blan-quísimas, largos y derechos palos de canela y otrasespecias delicadas, y los frutos confitados, biencocidos y escarchados con azúcar, hacían sentirdesvanecimientos, y después una sensación biliosa,incluso a los espectadores más fríos. Los higosestaban húmedos y pulpusos, las ciruelas francesasse ruborizaban con modesta acrimonia desde suscajas tan ornamentadas. Todos los comestibleseran magníficos y bien presentados para la Navi-dad. Pero eso no era todo. Los clientes estaban tanapresurados y agitados con la esperanzadora pro-mesa del día que tropezaban unos con otros en lapuerta, entrechocaban sus cestos, olvidaban lacompra en el mostrador y volvían corriendo a reco-gerla, cometiendo cientos de equivocaciones de esaclase con el mejor humor. El especiero y sus de-pendientes eran tan campechanos y bien dispues-tos que los pulidos corazones con que ataban susmandilones por detrás podrían haber sido sus pro-pios corazones, llevados por fuera para inspección

general y para ser picoteados por cuervos navide-ños si así lo prefiriesen.

Pero pronto los campanarios llamaron a la ora-ción en iglesias y capillas, y allá se fue la buenagente en multitud por las calles, con sus mejoresgalas y su más jubilosa expresión. Y al mismo tiem-po, desde muchas callejuelas, pasadizos y bocaca-lles sin nombre, emergieron innumerables personasque llevaban su cena a asar en las panaderías. Elespíritu parecía estar muy interesado por estos po-bres festejadores, pues se detuvo con Scrooge jun-to a la entrada de una panadería para levantar lascubiertas de las cenas que transportaban y las ro-ciaba de incienso con su antorcha. La antorcha erade una clase muy poco corriente, pues en una o dosocasiones en que algunos de los que acarreabanlas cenas tropezaron con otros y hubo palabrasmayores, el espíritu los roció con unas gotas deagua de la antorcha, y de inmediato recuperaron elbuen humor; decían que era una vergüenza disputaren el día de Navidad. ¡Y era muy cierto!

Las campanas dejaron de sonar y se cerraronlas panaderías, pero permaneció una confortante yvaga representación de todas esas cenas en elderretido manchón de humedad sobre cada horno

de panadero, donde el suelo todavía humeaba co-mo si se estuvieran cociendo las losas.

«¿Tiene algún sabor especial eso que salpicascon la antorcha?», preguntó Scrooge.

«Sí lo tiene. Mi propio sabor».«¿Serviría para cualquier cena de hoy?», pre-

guntó Scrooge.«Para cualquiera que se celebre con afecto. Pe-

ro más para una cena pobre».«¿Por qué más para una pobre?», preguntó

Scrooge.«Porque lo necesita más».«Espíritu», dijo Scrooge tras un momento de va-

cilación, «de todos los seres que hay en los muchosmundos que nos rodean, me asombra que seas túel que más desea restringir las oportunidades deesa gente para disfrutar inocentemente».

«¡Yo!», exclamó el espíritu.«Les quitarías sus medios para poder cenar ca-

da séptimo día, a menudo el único día en que sepuede decir que cenan», dijo Scrooge, «¿verdad?:..

«¡Yo! », exclamó el espíritu.«¿No quieres que se cierren estos locales los

días del Señor?», dijo Scrooge. «Pues llegas almismo resultado».

« ¡Que yo quiero! », exclamó el fantasma.

«Perdóname si me equivoco. Se ha hecho en tunombre o, al menos, en el de tu familia», dijoScrooge.

«En esta tierra tuya hay algunos», replicó elespíritu; «que pretenden conocernos y que cometensus actos de pasión, orgullo, mala voluntad, odio,envidia, beatería y egoísmo en nuestro nombre;pero son tan ajenos a nosotros y nuestro génerocomo si nunca hubieran vivido. Recuerda esto yéchales la culpa a ellos, no a nosotros».

Scrooge prometió que así lo haría y se marcha-ron, invisibles igual que antes, hacia los suburbiosde la ciudad. Una notable cualidad del fantasma(Scrooge la había observado en la panadería) con-sistía en que, pese a su talla gigantesca, podía aco-plarse a cualquier sitio fácilmente, y mantenía sugracia de criatura sobrenatural tanto si el techo eramuy bajo como si se encontraba en un grandiosovesti'bulo.

Y tal vez por el placer que el buen espíritu en-contraba en demostrar esa facultad, o bien por supropia naturaleza generosa, afable, cordial, y susimpatía por los pobres, condujo a Scrooge asido asu manto directamente a casa de su escribiente. Enel umbral, el espíritu sonrió y se detuvo para bende-cir el hogar de Bob Cratchit con las aspersiones de

su antorcha. ¡Imagínate! Bob sólo ganaba quince«pavos» a la semana; los sábados no se embolsabamás que quince copias de su propio nombre, ¡y apesar de todo el fantasma de la Navidad del Pre-sente bendijo su casa de cuatro habitaciones!

La señora Cratchit, esposa de Bob Cratchit, engalana-da pobremente con un vestido al que ya le había dado lavuelta dos veces, pero esplendoroso en cintas (baratas ymuy lucidas por cuatro perras), se levantó y puso el man-tel ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas,igualmente aderezada con lazos. Mientras tanto, el señori-to Peter Cratchit hundía un tenedor en la cazuela de laspatatas y se metía en la boca los picos de su monstruosocuello de camisa (propiedad privada de Bob, transferida asu hijo y heredero en honor a la festividad del día), encan-tado de encontrarse tan elegantemente ataviado y ansiosopor exhibirse en los parques y paseos de moda. Y ahorados pequeños Cratchit, niño y niña, llegaron corriendoprecipitadamente y gritando que habían olido la oca fuerade la panadería y que sabían que era la suya; entre placen-teros pensamientos de cebolla y salvia, estos jóvenesCratchit bailaban en torno a la mesa y ensalzaban al seño-rito Peter Cratchit mientras él (sin orgullo, aunque elcuello casi le estrangulaba) atizaba el fuego hasta que ellento hervor de las patatas sonó fuerte al chocar con latapadera y quedaron listas para sacar y pelar.

«¿Qué estará haciendo vuestro dichoso pa-dre?», decía la señora Cratchit. «Y vuestro herma-no, Tiny Tim; ¡y Martha ya había llegado hace me-dia hora, el año pasado!»

«¡Aquí está Martha, madre! », dijo una chicaapareciendo por la puerta.

«¡Aquí está Martha, madre!», gritaron los dosCratchit pequeños. «¡Hurra! ¡Martha, hay una oca...!»

«¡Ay, mi niña querida, qué tarde vienes!», dijo laseñora Crarchit besándola una y otra vez, y quitán-dole el chal y el sombrerito con celo oficioso.

«Anoche tuvimos que terminar un montón detrabajo», respondió la chica, «y esta mañana des-pacharlo, madre». «¡Bueno! Ahora ya estás aquí yeso es lo que importa», dijo la señora Cratchit.«Siéntate junto al fuego para entrar en calor, cari-ño».

«¡No, no! ¡Ya viene padre!», gritaron los dosjóvenes Cratchit que estaban en todo. «¡Escóndete,Martha, escóndete!»

Martha así lo hizo antes de que entrase Bob, elpadre, con tres pies de bufanda, cuando menos, portodo abrigo, colgándole por delante, y su gastadaindumentaria bien remendada y cepillada paraguardar una apariencia adecuada, y en sus hom-

bros Tiny Tim. ¡Ay, Tiny Tim!: llevaba una pequeñamuleta y sus piernas enfundadas en armazones dehierro.

«¿Dónde está Martha?», exclamó Bob Cratchitmirando alrededor.

«No va a venir», dijo la señora Cratchit.«¡Que no va a venir!», dijo Bob con súbito des-

ánimo, pues había traído a Tim a caballo todo eltrayecto desde la iglesia y había llegado a casadesenfrenado. «¡No venir el día de Navidad?»

Martha no quería verle disgustado, ni siquierapor broma, de manera que salió antes de tiempo desu escondite tras la puerta del armario y corrió a susbrazos, mientras los dos pequeños Cratchit se apo-deraron de Tiny Tim y le arrastraron hasta el lavade-ro para que pudiera escuchar el sonido del puddingde Navidad metido en el barreño.

«¿Y qué tal se portó Tiny Tim?», preguntó la se-ñora Cratchit cuando Bob ya se había recuperadodel susto y, muy contento, había estrechado a suhija entre sus brazos.

«Tan bueno como un santo o más», dijo Bob.«Al estar sentado solo tanto tiempo, se vuelve pen-sativo y piensa las cosas más extrañas que se pue-dan imaginar. Cuando volvíamos a casa me dijo queesperaba que la gente se fijase en él en la iglesia

porque está tullido, y para ellos sería agradablerecordar en el día de Navidad a quien hizo andar alos mendigos cojos y ver a los ciegos».

La voz de Bob era trémula al contarlo, y todavíatembló más cuando dijo que Tiny Tim estaba cre-ciendo fuerte y sano.

Antes de que se hablase otra palabra, se oyeronlos golpes de la activa muletita contra el suelo yTiny Tim regresó escoltado por su hermano y suhermana hasta su taburete junto a la chimenea;mientras tanto, Bob, recogiendo las mangas -comosi, ¡pobre hombre! , pudieran quedar todavía másraídas- preparó un brebaje caliente de ginebra ylimones en una jarra, lo revolvió a conciencia y lopuso a calentar en la chapa de la cocina. El señoritoPeter y los dos ubicuos Cratchit pequeños se fuerona recoger la oca y con ella regresaron pronto enanimada procesión.

Sobrevino una excitación tal que cualquierahubiera creído que una oca era la más rara de lasaves, un fenómeno plumoso, a cuyo lado un cisnenegro resultaría de lo más vulgar; y en realidad, enaquella casa era algo así. La señora Cratchit pusola salsa (preparada de antemano en una pequeñasalsera) casi hirviente; el señorito Peter hizo purélas patatas con incteíble energía; la señorita Belinda

endulzó la salsa de manzana; Martha limpió lasfuentes; Bob puso a su lado a Tiny Tim en una es-quina de la mesa; los dos jóvenes Cratchit coloca-ron sillas para todo el mundo, sin olvidarse de símismos, y montando guardia en sus puestos man-tenían la cuchara en la boca para no chillar pidiendooca antes de que les llegara el turno de servirse.Por fin se trajeron las fuentes y se bendijo la mesa.Luego siguió una pausa en la que no se les oía nirespirar, mientras la señora Cratchit, mirando len-tamente a lo largo del trinchante, se preparaba parahincarlo en la pechuga; pero en cuanto lo hizo,cuando brotó el esperado borbotón del relleno, sealzó un clamor de delectación por toda la mesa, aincluso Tiny Tim, excitado por los dos Cratchit pe-queños, golpeó el tablero con el mango del cuchilloy gritó débilmente: «¡Hurra!»

Nunca hubo una oca como aquélla. Bob decíaque no podía creer que se hubiera cocinado jamásuna oca como aquélla. Su sabor, ternura, tamaño ybajo precio fueron temas de universal admiración.Acompañada por la salsa de manzana y el puré depatata, fue cena suficiente para toda la familia; ymás aún, como dijo muy contenta la señor Cratchitsupervisando una pequeña partícula de hueso enuna fuente, ¡no se la habían acabado! El hecho es

que cada cual tomó lo suficiente, y en especial lospequeños Cratchit se habían atiborrado de cebolla ysalvia hasta las cejas. Pero ahora la señorita Belin-da cambió los platos mientras la señora Cratchitsalía del cuarto sola -demasiado nerviosa para so-portar testigos- para sacar el pudding y traerlo a lamesa.

¡Supongamos que no esté bien cocido! ¡Supon-gamos que se rompa al sacatlo! ¡Supongamos quealguien haya saltado la pared del patio y lo hayarobado mientras festejábamos la oca! -suposiciónque puso lívidos a los dos jóvenes Cratchit-. Todaclase de horrores fueron supuestos.

¡Vaya! ¡Mucho vapor! El pudding se sacó del ba-rreño. ¡Un olor como el de los días de hacer colada!Era el paño. Un olor como el de un restaurante si-tuado al lado de una confitería y una lavandería. Erael pudding. La señora Cratchit volvió en medio mi-nuto, acalorada pero sonriendo con orgullo, con unpudding como una bala de cañón moteada, denso yfirme, flambeado con la mitad de medio cuartillo debrandy y omado de acebo en la parte superior.

Bob Cratchit dijo que era un pudding maravillosoy que lo consideraba lo mejor que la señora Cratchithabía hecho desde que se habían casado. La seño-ra Cratchit dijo que, ahora que ya se le había quita-

do el peso de encima, confesaría que había tenidosus dudas sobre la cantidad de la harina. Todostenían algo que decir sobre el pudding, pero nadiedijo, ni pensó, que era pequeño para una familia tangrande; hacerlo hubiera sido como una blasfemia.Todos ellos habrían enrojecido ante una insinuaciónsemejante.

Al terminar la cena se despejó el mantel, se ba-rrió la zona de la chimenea y se recompuso el fue-go. Se probó la mezcla de la jarra y se consideróperfecta, se trajeron a la mesa manzanas y naranjasy se metió al fuego una paletada de castañas. Lue-go toda la familia Cratchit se agrupó en tomo a lachimenea, en lo que Bob Cratchit llamaba «círculo»queriendo indicar medio círculo; y al lado de BobCratchit se desplegaba la cristalería de la familia:dos vasos y un recipiente para natillas, sin mango,que sirvieron para el líquido caliente de la jarra tanbien como si hubieran sido copas de oro. Bob loescanció con expresión radiante, mientras las cas-tañas en el fuego chascaban y se resquebrajabanruidosamente. Luego Bob brindó:

«Felices Pascuas a todos nosotros, queridos.¡Que Dios nos bendiga!

Toda la familia lo repitió.

«¡Dios bendiga a cada uno de nosotros! », dijoTiny Tim en último lugar. Estaba sentado muy cercade su padre, en su pequeño escabel. Bob sosteníaen su mano la manita marchita del niño, como si leamase, como si quisiera tenerle muy cerca de sí ytemiera que se lo arrebatasen.

«Espíritu», dijo Scrooge con un interés que nun-ca antes había sentido, «dime si Tiny Tim vivirá».

«Veo un sitio vacante», contestó el fantasma,«en ese pobre rincón de la chimenea, y una muletasin dueño amorosamente conservada. Si esas som-bras permanecen sin cambios en el futuro, el niñomorirá».

«No, no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíri-tu! Dime que se salvará».

«Si esas sombras permanecen inalteradas por elfuturo, ningún otro de mi especie», replicó el fan-tasma, «le encontrara aquí. ¿Y qué más da? Si setiene que morir, lo mejor es que así lo haga y dismi-nuya el exceso de población».

Scrooge hundió su cabeza al oír al espíritu citarsus propias palabras, y se sintió abrumado por elarrepentimiento y la pena.

«Hombre», dijo el fantasma, «si tienes corazónhumano, no de piedra dura, olvida esa malvadajerga hasta que hayas descubierto qué es el exceso

y dónde está el exceso. ¿Quién eres tú para decidirqué hombres deben morir y qué hombres debenvivir? Es posible que a los ojos del cielo tú seasmenos valioso y menos merecedor de vivir que mi-llones, como el hijo de ese pobre hombre. ¡Oh Dios!, ¡tener que escuchar al insecto en la hoja disertan-do sobre lo demasiado que viven sus hambrientoshermanos en el suelo!»

Scrooge se encogió ante la reprobación del fan-tasma y, tembloroso, hincó la mirada en el suelo,pero la levantó rápidamente al escuchar su nombre.

«¡El señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el se-ñor Scrooge, Fundador de la Fiesta.

«¡El Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamóla señora Cratchit enrojeciendo. «Me gustaría tener-le aquí. Para festejarlo le diría cuatro cosas y espe-ro que tenga buenas tragaderas».

«Querida mía», dijo Bob; «los niños: es Navi-dad».

«Tiene que ser Navidad, estoy segura, dijo ella,«para beber a la salud de un hombre tan odioso,tacaño, duro a insensible como el señor Scrooge.¡Sabes que es cierto, Robert! ¡Nadie lo sabe mejorque tú, pobre mío!

«Querida, es Navidad», fue la tranquila respues-ta de Bob.

«Bebo a su salud porque tú me lo piedes y por eldía que es», dijo la señora Cratchit, «no por él. ¡Pormuchos años! ¡Alegre Navidad y feliz Año Nuevo! Elva a sentirse muy alegre y muy feliz, ¡no me cabe lamenor duda!»

Los niños bebieron detrás de ella. Era la primerade sus acciones que no tenía sinceridad. Tiny Timbebió el último, pero le importaba un comino.Scrooge era el ogro de la familia. La sola menciónde su nombre arrojó sobre la reunión una negrasombra que no se disipó hasta cinco minutos mástarde. Pasada la sombra, estaban diez veces máscontentos que antes por el mero alivio de haberacabado con el Malvado Scrooge. Bob Cratchit leshabló de la situación que tenía en perspectiva parael señorito Peter, que, si se conseguía, supondríaunos ingresos semanales de cinco chelines y me-dio. Los dos jóvenes Cratchit se desternillaban derisa ante la idea de Peter convertido en hombre denegocios; el propio Peter miraba pensativamente alfuego entre sus cuellos como si meditara sobre lasespeciales inversiones que debería decidir cuandoentrase en posesión de un ingreso tan apabullante.Martha, que era una pobre aprendiza en un taller desombrerera, les contó la clase de trabajo que teníaque realizar, las muchas horas seguidas que debía

trabajar y cómo estaba deseando tomarse un largodescanso en cama a la mañana siguiente, pues eldía siguiente era festivo y lo pasaba en casa. Tam-bién les contó que había visto a una condesa y a unlord unos días antes, y que el lord «era de alto comoPeter», ante lo cual Peter se subió los cuellos tantoque no se le podía ver la cabeza. Todo este rato, lascastañas y la jarra hacían ronda, y después escu-charon una canción sobre un niño perdido en lanieve; la cantaba Tiny Tim con una vocecita que-jumbrosa, y la cantó realmente muy bien.

No había nada de alta categoría en lo que hac-ían. No eran una familia distinguida; no iban bienvestidos; sus zapatos estaban lejos de ser imper-meables; sus ropas eran escasas, y Peter podríahaber conocido, y es muy probable que así fuera, elinterior de una casa de empeños. Pero estabanfelices, agradecidos y satisfechos unos de otros, ycontentos con el presente. Cuando empezaron aperderse de vista, todavía parecían más felices, conel brillante chisporroteo de la antorcha del espírituque se marchaba, y hasta el último instante Scroogeno apartó de ellos sus ojos, sobre todo de Tiny Tim.

En aquellos momentos comenzaba a oscurecery nevaba intensamente. Scrooge y el espíritu sefueron por las calles; era maravilloso el resplandor

de los fuegos rugientes en las cocinas, salones ytoda clase de habitaciones. Aquí, el revoloteo de lasllamas dejaba ver los preparativos para una agra-dable cena, con platos calentándose junto a la lum-bre y cortinas de color rojo oscuro a punto de sercorridas para aislar del frío y la oscuridad. Allá, to-dos los niños de la casa salían corriendo en la nievepara recibir a sus hermanas casadas, hermanos,primos, tíos, tías... , y ser el primero en felicitarles.Aquí se reflejaban en las celosías las sombras delos invitados reuniéndose, y allá un grupo de chicasguapas, todas con capucha y botas de piel y parlo-teando a la vez, se dirigían a paso rápido hacia lacasa de algún vecino donde, ¡ay del soltero que lasviera entrar arreboladas -bien lo sabían ellas, astu-tas hechiceras!

Pero a juzgar por el número de personas que seencaminaban a reuniones amistosas, cualquieradiría que en las casas no habría nadie para dar labienvenida; sin embargo, en todas se esperabacompañía y se avivaban las lumbres hasta la alturade media chimenea. ¡Cómo exultaba el fantasma!¡Cómo henchía su desnudo pecho la respiración!¡Cómo abría la palma de su mano libre y regaba achorros generosos todo lo que quedaba a su alcan-ce con inofensivo regocijo! El mismo farolero, que

corría antes de puntear con motas de luz la callelúgubte, iba arreglado para pasar la noche en algu-na parte y, sin más compañía que la Navidad, se riósonoramente cuando pasó el espíritu.

Y ahora, sin una sola palabra de advertencia delfantasma, se detuvieron en un hostil y desiertopáramo, con monstruosas masas pétreas disemina-das como si fuera un cementetio de gigantes. Elagua corría por todas panes -al menos así lo habríahecho si la helada no tuviera prisionera-, y sólocrecían musgos, tojos y densas matas de burdahierba. Hacia el Oeste, el sol poniente había dejadouna banda de rojo ardiente que iluminó la desola-ción durante unos instantes, como un ojo rencoroso,y se fue cerrando, cerrando cada vez más, hastaperderse en las espesas tinieblas de la noche másnegra.

«¿Qué sitio es éste?», preguntó Scrooge.«Un lugar donde viven los mineros, que trabajan

en las entrañas de la tierra», contestó el espíritu.«Pero me conocen. ¡Mira!»

Se encendió una luz en una cabaña y ellos seaproximaron rápidamente. Atravesaron la pared depiedra y barro y encontraron una animada reuniónen torno a una cálida lumbre. Un hombre muy viejoy una mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y

otra generación posterior, todos engalanados consus ropas de fiesta. El viejo, con una voz que ape-nas sobrepasaba el ulular del viento en la yermaextensión, les cantaba un villancico que ya era muyantiguo cuando él había sido niño, y de vez encuando todos le acompañaban a coro. Cuando losdemás unían sus voces, la del viejo se volvía másalegre y potente, y cuando se callaban, él bajaba eltono.

El espíritu no se demoró allí; indicó a Scroogeque se sujetase al manto y, pasando sobre el pára-mo, se dirigió rápidamente... ¿adónde? ¡No al mar?Sí, al mar. Para espanto de Scrooge, al mirar haciaatrás vio al final de la tierra firme una temible ali-neación de rocas; sus oídos quedaron ensordecidospor el retumbar del agua que se desmoronaba ru-giendo y se estrellaba con furia contra las siniestrascavernas que había ido socavando, y con fierezaintentaba perforar la tierra.

A una legua aproximadamente de la costa se al-zaba un faro solitario construido sobre un siniestroarrecife de hundidas rocas, azotadas y arañadaspor el oleaje. En la base colgaban grandes aglome-raciones de algas y las aves marinas -se diría quenacían del viento, como las algas del agua- se ele-

vaban y caían a su alrededor como las olas quepeinaban.

Pero incluso aquí los dos hombres que atendíanlas señales habían encendido una lumbre que, através del portillo abierto en los gruesos muros depiedra, arrojaba un rayo de luz sobre el mar tene-broso. Estrechando sus encallecidas manos porencima de la mesa basta donde estaban sentados,se desearon una Feliz Navidad con sus jarras degrog. Uno de ellos, el más viejo, con un rostro mar-cado por la inclemencia del tiempo como el mas-carón de proa de un viejo navío, entonó una cancióntan vigorosa como una tempestad.

Una vez más, el fantasma se fue apresurada-mente sobre el negro y agitado mar lejos, muy lejos;tan lejos de cualquier costa, como le dijo a Scrooge,que descendieron sobre un barco. Permanecieron allado del timonel, del vigía de proa, de los oficialesde guardia, fantasmales y oscuras sombras en suspuestos, pero todos ellos tarareaban música navi-deña o tenían el pensamiento puesto en la Navidad,o hablaban a sus compañeros de alguna Navidadpasada con añoranza del hogar. Y todo hombre abordo, despierto o dormido, bueno o malo, habíatenido una palabra más amable para los demás enese día que en cualquier otro día del año; y había

compattido en alguna medida el festejo; y había re-cordado a los seres queridos, y había sabido queellos se acordaban de él.

Mientras escuchaba el aullido del viento y pen-saba qué cosa tan grande es moverse a través desolitarias tinieblas sobre un abismo desconocido,cuyos secretos son tan profundos como la muerte,para Scrooge constituyó una gran sorpresa oír unasonora carcajada. Y la sorpresa todavía fue mayorcuando reconoció que la había proferido su propiosobrino, y se encontró en una estancia cálida y res-plandeciente, con el espíritu sonriendo a su lado ymirando al sobrino con aprobadora afabilidad.

«¿Ja, ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja,ja!»

Si por una improbable casualidad el lector cono-ciera a un hombre con una risa más feliz que la delsobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es quetambién a mí me gustaría conocerle. Preséntemeloy yo cultivaré su amistad.

Es una ley de la compensación justa, equitativa ysaludable, que así como hay contagio en la enfer-medad y las penas, nada en el mundo resulta máscontagioso que la risa y el buen humor. Cuando elsobrino de Scrooge se reía sujetándose los costa-dos, girando la cabeza y arrugando el rostro con las

más extravagantes contorsiones, la sobrina deScrooge -por matrimonio- reía con tantas ganascomo él. Y el grupo de sus amigos no se quedabaatrás y todos se desterniIlaban.

«¿Ja, ja! ¿Ja, ja, ja, ja!»«¡Dijo que las Navidades eran tonterías, os lo ju-

ro!», exclamó el sobrino de Scrooge. «¡Y además selo creía!»

«Más vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indig-nada la sobrina de Scrooge. Esas benditas mujeresnunca hacen nada a medias. Se lo toman todo muyen serio.

Era muy atractiva, sumamente atractiva. Teníaun rostro encantador, con hoyuelos en las mejillas yexpresión de sorpresa; una boquita roja y suave queparecía estar hecha para ser besada -lo era, sinduda-; todo tipo de pequitas junto a su barbilla, quese mezclaban unas con otras al reírse; y el par deojos más luminoso que se haya visto. Al mismotiempo, era del tipo que se podría describir comoprovocativa, ya me entienden, pero de una maneraadecuada. ¡Ah, sí, perfectamente adecuada!

«Es un viejo tipo cómico», dijo el sobrino deScrooge, «es la verdad; y no tan agradable comopodría ser. Sin embargo, en su pecado lleva la pro-pia penitencia, y no quiero decir nada contra él».

«Estoy segura de que es muy rico, Fred»,apuntó la sobrina. «Al menos eso es lo que siempreme has dicho».

«¡Y eso que importa, querida!», dijo el sobrino.«La riqueza no le sirve de nada. No hace con ellanada bueno. No la utiliza para su bienestar. Ni si-quiera tiene la satisfacción de pensar. Ja, ja, ja, quealgún día nosotros la disfrutaremos».

«Acaba con mi paciencia», observó la sobrina deScrooge. Las hermanas de la sobrina y todas lasdemás señoras expresaron igual opinión.

«Yo sí tengo paciencia», dijo el sobrino. «Me dalástima; no puedo enfadarme con él. El que sufrepor sus manías es siempre él mismo. Le da porrechazarnos y no querer venir a cenar con nosotros.¿Cuál es la consecuencia? No tiene mucho queperder con una cena. »

«Yo pienso que se pierde una cena muy buena»,interrumpi6 la sobrina. Todos asistieron, y eran jue-ces competentes puesto que acababan de cenar y,con el postre sobre la mesa, estaban apiñados juntoal fuego, a la luz de la lámpara.

«¡Bueno! Me alegra mucho escucharos», dijo elsobrino de Scrooge, «porque no tengo mucha fe enestas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Top-per? »

Estaba claro que Topper le había echado el ojo auna de las hermanas de la sobrina, pues respondióque un soltero no era más que un pobre proscritosin derecho a expresar una opinión sobre la mate-ria. Ante lo cual la hermana de la sobrina -la relleni-ta con la pañoleta de encaje, no la de las rosas- seruborizó.

«Vamos, Fred, continúa», dijo la sobrina deScrooge palmoteando. «¡Nunca termina lo que em-pieza a contar! ¡Qué hombre más absurdo!»

Al sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risay como era imposible evitar el contagio, aunque lahermana rellenita lo intentó de veras con vinagrearomático, su ejemplo fue seguido por unanimidad.

«Iba a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «quela consecuencia de su displicencia hacia nosotros, yel no querer celebrar nada con nosotros es, piensoyo, que se pierde buenos ratos que no le haríanningún daño. Estoy seguro de que se pierde com-pañías más agradables que las que pueda en-contrar en sus pensamientos, metido en esa oficinaenmohecida o en su polvorienta vivienda. Todos losaños quiero darle la oportunidad, tanto se le gustacomo si no, porque me da lástima. Puede que re-niegue de la Navidad hasta que se muera, perosiempre tendrá mejor opinión si ve que voy de buen

humor, año tras años, para decirle ¿cómo estás, tíoScrooge? Aunque sólo sirviera para que se acorda-ra de dejarle cincuenta libras a ese pobre escribien-te suyo, ya habría merecido la pena; y pienso queayer le conmoví.

Ahora les tocaba reírse a los demás con la men-ción de haber conmovido a Scrooge. Pero el sobrinotenía muy buen carácter, no le importaba que serieran -se iban a reír de cualquier modo- y les fo-mentó la diversión pasando la botella alegremente.

Tras el té, disfrutaron con un poco de música.Era una familia aficionada a la música, y puedoasegurar que sabían lo que se traían entre manoscuando cantaban un solo, o a varias voces; sobretodo Topper, que podia gruñir como un auténticobajo sin que se le hincharan las venas de la frente niponerse colorado. La sobrina de Scrooge tocababien el arpa y, entre otras piezas, tocó una ligeratonada (insignificante, cualquiera podría aprender asilbarla en dos minutos) que había sido muy familiarpara la niña que había recogido a Scrooge en elinternado, como le había hecho recordar el Fantas-ma de la Navidad del Pasado. Al sonar esa musi-quilla, le volvieron a la mente todas las cosas que lehabía mostrado el fantasma; se fue enterneciendocada vez más, y pienso que si años atrás hubiera

escuchado esa música a menudo, tal vez habríacultivado con sus propias manos las cosas buenasde la vida para su propia felicidad, sin recurrir a lapala de enterrador que sepultó a Jacob Marley.

No se dedicaron a la música toda la velada.Después de un rato jugaron a las prendas. Es bue-na cosa volverse niños algunas veces, y nunca me-jor que en Navidad, cuando se hizo Niño el Funda-dor todopoderoso. ¡Un momento! Anteriormentehubo un juego a la gallina ciega. Por supuesto quelo hubo. Y yo no me creo que Topper estuvieserealmente a ciegas ni que tuviera ojos en las botas.Mi opinión es que todo lo habían tramado él y elsobrino de Scrooge, y el Fantasma de la Navidaddel Presente lo sabía. Su manera de perseguir aaquella hermana rellenita, de la toca de encaje, eraun ultraje a la credulidad del género humano. Dabatopetazos a los hierros de la chimenea, derribabasillas, se estrellaba contra el piano, se asfixiabaentre los cortinajes, pero a donde iba ella, él ibadetrás. Siempre sabía dónde estaba la hermanarellenita. No quería agarrar a nadie más. Si alguientropezaba contra él, como algunos hicieron, y sequedaba quieto, fingía que fallaba al procurar atra-parle, de manera afrentosa para el humano enten-dimiento, y acto seguido se deslizaba en dirección a

la hermana rellenita. Ella gritó varias veces que eratrampa, y con razón. Pero cuando al fin la atrapó,cuando pese a los sedosos rozamientos y rápidasondulaciones de ella logró arrinconarla en una es-quina sin escapatoria, entonces su conducta fue delo más execrable. Simulaba no saber que era ella;simulaba que era necesario tocar su peinado, y paracerciorarse bien de su identidad tanteó una deter-minada sortija en sus dedos y una determinadacadena en su cuello; ¡fue vil, monstruoso! Sin dudaella le hizo saber su opinión cuando otro hacía degallina ciega y ellos estaban juntos, muy confiden-ciales, detrás de los cortinajes.

La sobrina de Scrooge no estaba jugando, sinosentada cómodamente en un gran butacón, con lospies sobre un escabel, en un atopadizo rincón, y elfantasma y Scrooge estaban detrás de ella. Pero seincorporó al juego de prendas y obtuvo resultadosadmirables con todas las letras del alfabeto. Tam-bién lo hizo muy bien en el juego «Cómo, cuándo ydónde», y para secreto regocijo del sobrino deScrooge, sacó mucha ventaja a sus hermanas, quetambién eran chicas sagaces, como Topper podríaconfirmar. Allí habría unas veinte personas, jóvenesy viejos, pero todos estaban jugando, y tambiénjugaba Scrooge; olvidando por completo los motivos

por los que estaba allí y que los demás no podíaoírle, algunas veces daba las respuestas en voz altay casi siempre acertaba, pues la aguja más aguda,la mejor Whitechapel, y con el ojo bien abierto, nosuperaba en agudeza a Scrooge, aunque él se em-peñaba en ser terco.

Al fantasma le agradó mucho verle con aquellaactitud y le miró con tal benevolencia que Scroogele suplicó como un niño que le permitiera quedarsehasta que los invitados se despidieran. El espíritu ledijo que no era posible.

«Van a empezar otro juego», dijo Scrooge.«¡Sólo media hora, espíritu; sólo media!»

Era el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino deScrooge tenía que pensar en una cosa y los demásdescubrir lo que era haciéndole preguntas que úni-camente podía responder con un «sí» o un «no».Del continuo bombardeo de preguntas a que fuesometido se deducía que había pensado en un ani-mal, un animal vivo, un animal bastante desagrada-ble, un animal salvaje, un animal que a veces rugíay gruñía, y otras veces hablaba, y vivía en Londres,y andaba por la caIle, y no se le exhibía al público, ynadie le llevaba atado, y no vivía en un zoológico, ynunca le mataron en un mercado, y no era un caba-llo, asno, vaca, toro, tigre, perro, cerdo, gato no oso.

Cada nueva pregunta provocaba en el sobrino unataque de risa tan irrefrenable que le obligaba alevantarse del sofá y dar patadas al suelo. Final-mente, la hermana rellenita, que había caído en unataque similar, exclamó: «¡Ya lo tengo! ¡Ya sé loque es, Fred! ¡Ya sé lo que es!»

«¿Qué es?», gritó Fred.«¡Es tu tío Scro-o-o-o-oge!»Así era, ciertamente. Hubo un sentimiento gene-

ral de admiración, aunque algunos objetaron que larespuesta a «¿Es un oso?» debió haber sido «Sí»,puesto que la respuesta contraria era suficientepara desviar el pensamiento del señor Scrooge,suponiendo que alguna vez se les hubiera ocurridopensar en él.

«Gracias a él hemos tenido un buen rato», dijoFred, «y sería ingratitud no beber a su salud. Aquítenemos preparadas copas de vino caliente y brindopor tío Scrooge».

«¡Bueno! ¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.«¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo para el

viejo, sea lo que sea!», dijo el sobrino. «El no me loaceptaría, pero da lo mismo. ¡Por tío Scrooge!

Tío Scrooge se había ido poniendo impercepti-blemente tan contento y animado que habría co-rrespondido bebiendo a la salud de la inconsciente

reunión, y les habría dado las gracias con palabrasinaudibles si el fantasma le hubiera dado tiempo.Pero toda la escena se esfumó con el hálito de lasúltimas palabras del sobrino, y él y el espíritu em-prendieron nuevos viajes.

Vieron mucho, fueron muy lejos, visitaron mu-chos hogares, pero siempre con un desenlace feliz.El espíritu permaneció junto al lecho de los enfer-mos y ellos se animaban; junto a los que estaban entierra extraña y se sentían más cerca de la patria;junto a los hombres que luchaban, y les daba pa-ciencia para alcanzar su mayor aspiración; junto a lapobreza y la convertía en riqueza. En hospicios,hospitales, cárceles, en todos los refugios de lamiseria donde la pequeña y vana autoridad delhombre no había hecho cerrar las puertas para de-jar al espíritu fuera, les dejó su bendición y a Scroo-ge el ejemplo.

Era una noche muy larga, si es que era solamen-te una noche, cosa que Scrooge dudaba puesto quelas fiestas navideñas parecían haberse condensadoen el período de tiempo que pasaron juntos. Tam-bién era extraño que mientras la forma externa deScrooge no se había alterado, el fantasma habíaenvejecido, había envejecido a ojos vista. Scroogeobservó el cambio pero no habló de ello hasta que

salieron de un festejo infantil de víspera de Reyes yal mirar al espíritu cuando salieron al exterior ob-servó que se le había encanecido el cabello.

«¿Es tan breve la vida de los espíritus?», pre-guntó.

«Mi vida en este globo es muy corta», respondióel fantasma. «Se termina esta noche».

«¡Esta noche!», exclamó Scrooge.«A medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».En aquel momento las campanas del reloj daban

las doce menos cuarto.«Perdóname si me equivoco», dijo Scrooge mi-

rando con inquietud el manto del espíritu, «peroestoy viendo algo raro que te asoma por el ropaje.¡Es un pie o una garra!»

«Por la carne que tiene encima, podría ser unagarra», fue la respuesta, cargada de tristeza, delespíritu. «Mira esto».

De los pliegues del manto salieron dos niños;unos niños harapientos, abyectos, temibles, espan-tosos, miserables. Se arrodillaron a sus plantas y secolgaron del manto.

«¡Hombre! ¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», ex-clamó el fantasma.

Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, mu-grientos, malencarados, lobunos, pero también

prosternados en su humildad. Donde la gracia de lajuventud debió haberles perfilado los rasgos y reto-cado con sus más frescas tintas, una mano marchi-ta y seca, como la de la vejez, les había ator-mentado, retorcido y hecho trizas. Donde podríanhaberse entronizado los ángeles, acechaban losdemonios echando fuego por sus ojos amenazado-res. Monstruos tan horribles y temibles como aque-llos no se han dado en ningún cambio, degradacióno perversión de la humanidad a lo largo de toda lahistoria de la maravillosa Creación.

Aterrado, Scrooge se echó atrás. Intentó decirque eran unos niños agradables, pero su lengua senegó a pronunciar una mentira de tal magnitud.

«¿Son tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudodecir.

«Son del hombre», dijo el espíritu mirándolos. «Yse agarran a mí apelando contra sus progenitores.Este chico es la Ignorancia. Esta chica es la Nece-sidad. Guárdate de los dos y de todos los de sugénero, pero guárdate sobre todo de este chicoporque en la frente lleva escrita la Condenación, amenos que se borre lo que lleva escrito. ¡Niégalo!»,exclamó el espíritu señalando con la mano hacia laciudad. «¡Difama a quienes te lo dicen! Admítelo

para tus propósitos tendenciosos y empeóralo to-davía más. ¡Y aguarda el final!»

«¿No tienen refugio ni salvación?», gimió Scroo-ge.

«¿No están las cárceles?», dijo el espíritu devol-viéndole por última vez sus propias palabras. «¿Nohay casas de misericordia?»

La campana dio las doce.Scrooge miró a su alrededor y ya no vio al fan-

tasma. Al cesar la vibración de la última campanadarecordó la predicción del viejo Jacob Marley y, ele-vando la mirada, vio cómo se acercaba hacia él unfantasma solemne, envuelto en ropas y encapucha-do, deslizándose como la niebla sobre el suelo.

CUARTA ESTROFA

EL ULTIMO DE LOS ESPIRITUS

El fantasma se aproximó despacio, solemne y si-lenciosamente. Cuando estuvo cerca, Scrooge cayóde rodillas porque hasta el mismo aire en que elespíritu se movía parecía emanar desolación y mis-terio.

Iba envuelto en un ropaje de profunda negruraque le ocultaba la cabeza, el rostro, las formas, ysólo dejaba a la vista una mano extendida, de noser por ella, habría sido difícil vislumbrar su figuraen la noche y diferenciarle de la oscuridad que lerodeaba.

Scrooge notó que era alto y majestuoso y que supresencia misteriosa le llenaba de grave temor.Nada más podía discernir pues el espíritu ni habla-ba ni se movía.

«¿Me hallo en presencia del Fantasma de la Na-vidad del Futuro?» dijo.

El espíritu no respondió, pero señaló hacia de-lante con la mano.

«Has venido para mostrarme las imágenes decosas que no han sucedido pero sucederán másadelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así, espíritu?»

Los pliegues de la parte superior del ropaje secontrajeron por un instante, como si el espírituhubiera inclinado la cabeza. Esa fue la única res-puesta.

Aunque por entonces ya estaba muy habituado ala compañía espectral, Scrooge tenía tanto miedo ala silenciosa figura que sus piernas le temblaban yse dio cuenta de que apenas lograba mantenerseen pie cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizouna pausa, como si hubiera observado su condicióny le concediera tiempo para recuperarse.

Para Scrooge fue peor. Un vago horror le hizoestremecerse al saber que unos ojos fantasmalesestaban fijamente clavados en él mientras sus pro-pios ojos, forzados all máximo, no podían ver másque una mano espectral y un bulto negro.

«¡Fantasma del Futuro!», exclamó, «te tengomás miedo a ti que a cualquiera de los espectrosque he visto. Pero sé que tu intención es hacerme elbien y como tengo la esperanza de vivir para con-vertirme en una persona muy distinta de la que fui,estoy dispuesto para soportar tu compañía y hacerlocon el corazón agradecido. ¿No vas a hablarme?»

No hubo contestación. La mano señalaba haciadelante.

«¡Dirígeme! », dijo Scrooge. «¡Dirígeme! Cae lanoche y yo sé que el tiempo apremia. ¡Condúceme,espíritu! »

El fantasma se movió igual que se le había acer-cado. Scrooge le siguió a la sombra de su ropaje,que le sostenía -pensó- y le llevaba en volandas.

Casi no parecía que hubiesen entrado en la city,sino que la city parecía haber brotado por su cuentapara circundarles. Y allí estaban, en el mismo co-razón de la city, en la Bolsa, entre los hombres denegocios que se apresuraban de aquí para allá,hacían tintinear las monedas en sus bolsillos, con-versaban en grupos, miraban sus relojes, juguetea-ban con sus grandes sellos de oro, tal como Scroo-ge les había visto hacer con mucha frecuencia.

El espíritu se detuvo al lado de un grupito de nego-ciantes. Al observar que les estaba señalando con la ma-no, Scrooge avanzó para oír su conversación.

«No», decía un hombre muy gordo con una pa-pada monstruosa, «no estoy muy enterado. Lo úni-co que sé es que está muerto».

«¿Cuándo murió?», preguntó otro.«Anoche, creo. »

«¿De qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un ter-cero mientras sacaba una gran cantidad de rapé deuna caja enorme. «Pensé que no se iba a morirnunca. »

«Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo.«¿Qué ha hecho con el dinero? » preguntó un

caballero de rostro enrojecido y con una pendulean-te excrecencia en la punta de la nariz que temble-queaba como el moco de un pavo.

«No he oído nadas dijo el hombre de la gran pa-pada bostezando de nuevo. «Tal vez lo ha dejado asu Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es todo loque sé».

Esta gracia fue recibida con una carcajada gene-ral.

«Seguramente tendrá un funeral muy barato»,dijo el mismo, «porque os aseguro que no conozcoa nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos unapartida de voluntaríos? »

«No me importa ir si va a haber un almuerzo»,observó el caballero de la excrecencia en la nariz.«Pero si voy, hay que darme de comer. »

Más carcajadas.«Bueno, después de todo, yo soy el más desin-

teresado», dijo el primer interlocutor, «pues nuncallevo guantes negros y nunca almuerzo. Pero yo me

ofrezco a ir si va alguien más. Cuando me pongo apensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo suamigo más íntimo pues solíamos detenernos a char-las cuando nos encontrábamos. ¡Adiós! »

Todos se dispersaron y se mezclaron con otrosgrupos. Scrooge los conocía y miró al espíritu pi-diendo una explicación.

El fantasma se deslizó hasta una calle. Señalócon los dedos a dos personas que se encontraban.Scrooge volvió a prestar atención pensando que allípodría estar la explicación.

También conocía a esos dos hombres perfecta-mente. Eran hombres de negocios muy ricos e im-portantes. Siempre había considerado esencial quele tuvieran en su estima desde un punto de vistamercantil, claro está, exclusivamente desde el puntode vista de los negocios.

«¿Cómo está Vd.?», dijo uno.«¿Qué tal está Vd.?» respondió el otro.«¡Bien!» dijo el primero. «Por fin le ha llegado la

hora al viejo diablo, ¿eh?»«Eso me han dicho», contestó el segundo.

«Hace frío ¿verdad?»«Normal para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a pati-

nar?»«No, no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»

Ni otra palabra más. Ese fue el encuentro, laconversación y la despedida.

Al principio Scrooge estaba más bien sorprendi-do de que el espíritu concediera importancia a con-versaciones tan triviales, en apariencia. Pero teníala seguridad de que en ellas se ocultaba algúnpropósito y se puso a considerar cuál sería. Difícil-mente podrían tener alguna relación con la muertede Jacob, su antiguo socio, pues se había produci-do en el pasado y el campo de acción de este fan-tasma era el futuro. Tampoco lograba relacionarlascon alguien muy vinculado a él mismo. Pero no lecabía duda de que, quienquiera que fuese el objetode las conversaciones, éstas contenían una mora-leja para su provecho; por eso resolvió atesorarcada palabra que escuchase y cada cosa que viese,y muy especialmente su propia imagen cuando apa-reciese. Tenía la esperanza de que encontraría ensu conducta del futuro la clave que le faltaba pararesolver fácilmente los acertijos.

Miró a su alrededor buscando su propia imagenpero en su esquina habitual estaba otro hombre, yaunque el reloj señalaba la hora en que él solíaestar allí, no vio rastro de su persona entre las multi-tudes que cruzaban el porche. Sin embargo, no sesorprendió demasiado pues había tomado la resolu-

ción de cambiar de vida y pensaba y deseaba queesa resolución ya se empezaba a llevar a la prácti-ca.

A su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fan-tasma con la mano extendida. Cuando cesó la pen-sativa búsqueda, Scrooge creyó adivinar, por el girode la mano y su posición en relación a él, que losojos invisibles le estaban mirando inquisitavamente.Esto le hizo estremecerse y notar intenso frío.

Salieron del ajetreado escenario para llegar auna tenebrosa zona de la ciudad, donde nunca an-tes había penetrado Scrooge, aunque reconoció lalocalización y su mala reputación. Los caminos erantortuosos y angostos, la tiendas y las caws misera-bles, la gente medio desnuda, borracha, desaseada,repugnante. Callejones y arcadas, como otros tan-tos pozos negros, vertían sus ofensivos olores, su-ciedad y vida sobre las calles desparramadas, y elbarrio entero apestaba a crimen, a inmundicia y amiseria.

Muy en el interior de este antro de citas infameshabía un tenducho que sobresalía bajo el tejado deun cobertizo y allí se compraba metal, trapos viejos,botellas, huesos y grasientos despojos de carne. Enel suelo del interior se apilaban llaves herrumbro-sas, clavos, cadenas, bisagras, limas, básculas,

pesos y chatarra de toda clase. En aquellas monta-ñas de trapos inmundos, montones de grasa putre-facta y sepulcros de huesos, se mantenían y oculta-ban secretos que pocas personas habrían queridodesvelar. Un bribón canoso, de unos setenta años,estaba sentado en medio de sus mercaderías juntoa una estufa de carbón hecha de ladrillos viejos, seprotegía del aire frío del exterior con una miscelá-nea de guiñapos sucios colgados de una cuerda amodo de cortina, y estaba fumando su pipa con todoel bienestar de un tranquilo retiro.

Scrooge y el fantasma llegaron junto al hombreen el momento en que se introducía subrepticia-mente en la tienda una mujer con un pesado fardo.Apenas acababa de entrar cuando otra mujer,igualmente cargada, también se metió. Un hombre,vestido de negro descolorido, las siguió muy prontoy, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas se hab-ían sobresaltado al reconocerse. Tras una cortapausa de turbada consternación, en la cual se habíaacercado a ellos el viejo de la pipa, los tres estalla-ron en una carcajada.

«¡Qué sea la asistenta la primera!» exclamó laque había entrado en primer lugar. «La segunda, lalavandera, y el empleado de la funeraria el tercero.

¡Viejo Joe, mira que es casualidad encontrarnosaquí los tres sin querer!»

«No hay mejor sitio para que os reunáis», dijo elviejo Joe sacando la pipa de la boca. «Vamos alsalón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya losabes; y las otras dos no son extrañas. Esperad aque cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo rechina!Creo que en este sitio no hay un metal más herrum-broso que esas bisagras; y estoy seguro de que nohay aquí huesos más viejos que los mios. ¿Ja, ja!Todos llevamos muy bien el oficio, nos entendemosbien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.»

La sala consistía en el espacio que quedaba trasla cortina de trapos. El viejo atizó el fuego con unavieja varilla de alfombra de escalera, despabiló lahumeante lámpara (ya era de noche) con la boquillade su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lohacía, la mujer que había hablado antes arrojó sufardo al suelo y se sentó en un taburete con osten-sible complacencia cruzando los codos en sus rodi-llas y mirando con abierto desafio a los otros dos.

«¿Qué pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber»,dijo la mujer. «Todo el mundo tiene derecho a cui-dar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!»

«¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera.«El más que nadie.»

«Bueno, pues entonces no se quede ahí mirandocomo si tuviera miedo, mujer; ¿quién es el másprecavido? Supongo que no vamos a andamos conmiramientos.»

«¡Claro que no!», dijeron a la vez la señora Dil-ber y el hombre. «Esperemos que no.»

«Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer. «Yabastó. ¿A quién se perjudica con estas cuatro co-sas? Supongo que al muerto no.»

«Claro que no», dijo la señora Dilber riendo.«Si quería quedarse con las cosas después de

muerto, el viejo malvado y tacaño», prosiguió lamujer, «por qué no fue una persona normal y co-rriente en vida? Si lo hubiera sido, alguien se habríaocupado de él cuando estaba tocado de muerte envez de estar ahí tirado, solo, dando las últimas bo-queadas. »

«Esa es la mayor verdad que se haya dichonunca», dijo la señora Dilber. «Fue un castigo deDios.»

«Lástima qué no haya sido un castigo un pocomás abundante», replicó la mujer, «y os aseguroque lo hubiera sido si yo hubiera podido echar elguante a otras cosas. Abra el fardo, viejo Joe, ydígame cuánto vale. Hable claro. No me importa serla primera ni que éstos lo vean. Antes de encon-

trarnos aquí ya sabíamos de sobra que nos está-bamos socorriendo a nosotros mismos, creo yo. Noes ningún pecado. Abra el fardo, Joe».

Pero la cortesía de sus amigos no lo iba a permi-tir y el hombre de negro desteñido abrió la brecha elprimero y exhibió su botín. No era muy copioso. Unpar de sellos, una caja de lapiceros, unos gemelosde camisa y un alfiler de corbata sin gran valor. Esoera todo. El viejo Joe examinó y valoró los objetoscuidadosamente y fue anotando con tiza en la paredlas cantidades que estaba dispuesto a dar por cadauno; cuando vio que no había más, hizo la sumatotal.

«Esta es la cuenta», dijo Joe, «y no doy uncéntimo más aunque me aspen. ¿Quién es el si-guiente?»

La siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toa-llas, unas pocas prendas de vestir, dos viejas cu-charillas de plata, un par de pinzas para el azúcar yunas cuantas botas. Su cuenta quedó expresada enla pared igual que la anterior.

«Siempre pago demasiado a las señoras. Es unadebilidad que tengo y así es como me arruino», dijoel viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me discute porun penique más, me arrepentiré de ser tan genero-so y rebajo media corona.»

«Y ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mu-jer.

Joe se puso de rodillas para abrirlo con más co-modidad, y tras deshacer muchísimos nudos,arrastró un rollo grande y pesado de una cosa oscu-ra.

«¿Qué diréis que es ésto? », dijoJoe. «¡Cortinasde cama!»

¡«Ay!», exclamó la mujer riendo y echándosehacia delante sobre sus brazos cruzados. «¡Cortina-jes de cama!»

«No me irá a decir que las descolgó con anillas ytodo mientras él estaba allí acostado» dijo Joe.

«Sí, lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no ibaa hacerlo?»

«Usted ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe,«y seguro que la hará. »

«Lo que sí es seguro, Joe, es que cuando alargola mano a algo no lo voy a soltar por un hombrecomo era él, le doy mi palabrax, respondió la mujerfríamente. «¡Cuidado!, que no se caiga el aceite enlas mantas.»

«¿Eran de él?» preguntó Joe.«¿De quién piensa usted, si no?» replicó la mu-

jer. «Me atrevo a decir que no va a coger frío sinellas.»

«Supongo que no habrá muerto de algo conta-gioso, ¿verdad?», dijo el viejo Joe interrumpiendo eltrabajo y mirando interrogativamente.

«No tema», respondió la mujer. «Yo no le teníatanto apego como pata andar merodeando a sualrededor para quedarme con esas cosas si lo de élhubiera sido contagioso. ¡Ah! , puede sacarse losojos mirando la camisa que no encontra.rá ni unagujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él tenía yademás es muy buena. De no ser por mi, la habríandesperdiciado».

«¿A qué llama desperdiciar?» preguntó el viejoJoe.

«A ponérsela para enterrarlo, claro está», replicóla mujer con una risotada. «Alguien fue tonto comopara hacerlo, pero yo se la volví a quitar. Si el percalno sirve para éso, no sirve para nada y al cadaver lesienta igual de bien; no podía estar más feo que conla otra».

Scrooge escuchaba este diálogo horrorizado. Sehabían sentado agrupados en torno al botín a laescasa luz de la lámpara del viejo, y Scrooge lescontemplaba con un aborrecimiento y una repug-nancia tales que no habrían sido mayores aunquehubiera tratado de demonios obscenos comerciandocon el mismísimo cadaver.

«Ja, ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joesacó una bolsa de franela con dinero y distribuyó enel suelo las diversas ganancias de cada uno. «¡Asíse acaba, ya ven! El espantaba a todos cuandoestaba vivo para que nos aprovechásemos nosotroscuando estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!»

«¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies acabeza. «Ya lo veo, ya me doy cuenta. El caso deeste desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vidalleva ese camino hasta ahora. ¡Cielo santo! ¡¿Quées eso?!»

Retrocedió aterrado pues la escena había cam-biado y ahora casi tocaba una cama, una camadesnuda, sin cortinas, y en ella, bajo una sábanaandrajosa yacía algo tapado que, aunque mudo, seanunciaba con espantoso lenguaje.

La habitación estaba muy oscura, demasiadooscura para ver con detalle aunque Scrooge, obedi-ciendo a un impulso secreto, miraba ansioso desaber qué clase de habitación era. Del exterior ven-ía una pálida luz que caía directamente sobre ellecho, y en éste yacía el cadaver de aquel hombre,despojado, desposeído, sin que le velaran, sin quele lloraran, sin que le atendieran.

Scrooge echó una ojeada al fantasma. Su manoinvariable apuntaba a la cabeza. La cobertura esta-

ba colocada con tal descuido que la más ligera ele-vación, el movimiento de un dedo de Scrooge, habr-ía bastado para dejar el rostro al descubierto. El lopensó, sabía cuán fácil sería y estaba deseandohacerlo, pero para retirar el velo no tenía más capa-cidad que para alejar al espectro de su lado.

¡Oh muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tualtar y vístelo con esos pavores que sólo a ti obede-cen porque este es tu reino! Pero en tus terriblespropósitos no podrás volver odioso un solo rasgo nitocar un solo cabello de los rostros amados, honra-dos y reverenciados. Y no es porque la mano seapesada y se desplome al soltarla, ni porque sehayan parado los pulsos y el corazón, sino porqueERA una mano abierta, generosa; fiel; porque eraun corazón valiente, cálido y tierno; porque el pulsoera un pulso de un hombre de verdad. ¡Golpea,sombra, golpea y verás cómo manan de la heridasus buenas obras para sembrar en el mundo vidainmortal!

Ninguna voz pronunció esas palabras al oído deScrooge y sin embargo las escuchó cuando estabamirando el lecho. Si este hombre se pudiera levan-tar ahora, pensó, ¿cuáles serían sus sentimientos?¿La avaricia, el trato despiadado, la intención deacaparar? ¡A buen fin le habían llevado, en verdad!

Allí yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sinun hombre, mujer o niño que le dijera que habíasido atento con él en esto o aquello, y que en me-moria de una palabra amable sería amable con él.Un gato arañaba la puerta y se escuchaba un soni-do de ratas royendo bajo la chimenea. Scrooge nose atrevió a pensar qué buscaban en la habitacióndel muerto ni por qué estaban tan agitados a impa-cientes.

«¡Espíritu», dijo él, «este lugar es horrible. Des-pués de salir de aquí no olvidaré la lección, creéme.¡Vámonos!»

Pero el fantasma siguió apuntando con un dedoinmovil a la cabeza.

«Te comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría sifuera capaz. Pero no tengo fuerzas, espíritu, notengo valor.»

Otra vez pareció que le miraba.«Si hay en la ciudad alguna persona que sienta

emoción por la muerte de este hombre», dijo Scroo-ge dolido, «muéstramela, espíritu, te lo suplico.»

El fantasma desplegó su oscuro manto duranteunos instantes, como si fuera un ala, y al recogerlodejó ver una estancia iluminada por la luz del día,donde estaba una madre con sus hijos.

Ella esperaba a alguien con ansiedad, pues ibade un lado a otro de la habitación, se asomaba a laventana, miraba el reloj, intentaba -en vano- hacerlabor con la aguja y apenas podía soportar las vo-ces de los niños que jugaban.

Al fin, se escuchó la llamada tanto tiempo espe-rada. Ella se precipitó a abrir la puerta para recibir asu marido, un hombre cuyo rostro reflejaba preocu-pación y tristeza, aunque era joven. Ahora tenía unaexpresión extraña, una especie de intenso regocijoque le hacía sentirse avergonzado y que procurabareprimir.

Se sentó a cenar lo que ella había reservadocuidadosamente para él junto al fuego y, tras unlargo silencio, ella le preguntó tímidamente quénoticias había; él pareció incómodo al buscar unarespuesta.

«¿Son buenas o malas?», dijo ella para ayudar-le.

«Malas», respondió él.«No, Caroline. Todavía hay esperanza.»«¡Sólo la hay si él se conmueve!», dijo ella es-

pantada. «Si ha ocurrido tal milagro aún nos quedauna esperanza.»

«Ha hecho algo más que conmoverse», dijo elmarido. «Se ha muerto.»

Si la cara es el espejo del alma, ella era criaturadulce y apacible pero al oírlo se sintió agradecida enlo más profundo de su corazón y así lo expresó conlas manos entrelazadas. Al instante, pidió perdón ylo lamentó, pero el primero fue el sentimiento que lesalió del alma.

«Resultó bastante cierto lo que me dijo aquellamujer medio borracha, que te conté anoche, cuandointenté verle para conseguir un aplazamiento de unasemana; yo pensé que era una excusa para norecibirme, pero entonces él no sólo estaba muyenfermo sino que se estaba muriendo.»

' «¿A quién se traspasará nuestra deuda?»«No sé, pero antes de que eso ocurra ya ten-

dremos el dinero, y aunque no lo tuviéramos seríamuy mala suerte dar con un acreedor tan implaca-ble. ¡Esta noche podremos dormir sin congoja, Ca-roline!»

Sí. Se les había quitado un peso de encima. Alos niños, enmudecidos y apiñados alrededor paraoír algo que apenas comprendían, se les habíailuminado la cara, y el hogar era más feliz gracias ala muerte de aquel hombre. La única emoción queel fantasma pudo mostrar a Scrooge fue una emo-ción plancetera.

«Permíteme ver algo de cariño por un muerto»,dijo Scrooge, «o jamás podré librarme, espíritu, dela siniestra cámara que acabamos de dejar.»

El fantasma le llevó por varias calles que ya co-nocía y mientras avanzaban Scrooge miraba de unlado a otro buscándose, pero no se le veía. Entraronen la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar quehabía visitado anteriormente, y encontraron a lamadre y a los hijos sentados cerca del fuego.

Silenciosos. Muy silenciosos. Los ruidosos pe-queños Cratchit estaban quietos como estatuas enun rincón, sentandos mirando a Peter que tenía unlibro. La madre y las hijas estaban ocupadas en lacostura, pero muy en silencio.

«Y él puso a un niño en medio de ellos».¡Dónde había escuchado Scrooge aquellas pa-

labras? No las había soñado. Tal vez las había leídoel muchacho en voz alta cuando él y el espíritu cru-zaban el umbral. ¿Por qué no prosiguió?

La madre dejó la labor sobre la mesa y se llevóla mano al rostro.

«Me duelen los ojos de colorear», dijo.¿De colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!«Ahora ya están mejor», dijo la esposa de Crat-

chit. «Me lloran con la luz de la vela y no quiero, por

nada del mundo, que vuestro padre los vea asícuando vuelva a casa. Ya debe ser casi la hora».

«Más bien pasa», respondió Peter cerrando el li-bro. «Pero creo que estas últimas tardes viene an-dando más despacio que de costumbre, madre.»

Se quedaron otra vez muy silenciosos. Final-mente, con una voz firme, animada, que sólo sequebró una vez, ella dijo:

«Le recuerdo andando con... le recuerdo andan-do con Tiny Tim en sus hombros muy deprisa.»

«Y yo también», exclamó Peter. «Con frecuen-cia.»

«¡Y yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.«Pero él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta

a la labor, «y su padre le amaba tanto que no erauna molestia, ninguna molestia. ¡Y ahí esta vuestropadre en la puerta!»

Se precipitó a su encuentro y el pobre Bob, consu bufanda de lana -la necesitaba el buen hombre-entró en la casa. Ya tenía el té preparado en la cha-pa de la cocina y todos procuraron anticiparse a losdemás para servirle. Después, los dos jóvenesCratchit se sentaron en sus rodillas y apoyaron ensu rostro una pequeña mejilla como diciendo: «Note preocupes, padre. No estés triste.»

Bob estuvo muy animado con ellos y muy agra-dable con toda la familia. Contempló la labor queestaba sobre la mesa y alabó la habilidad y rapidezde la señora Cratchit y las chicas. Quedaría termi-nada mucho antes del domingo, les dijo.

«¡Domingo! Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijosu esposa.

«Sí, queridab, respondió Bob. «Me habría gusta-do que hubieras podido ir. Te habría tranquilizadover lo verde que es ese sitio. Pero ya lo verás confrecuencia. Le prometí que iría andando un domin-go. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró Bob. «¡Miniñito!»

Se desmoronó de una vez. No podía evitarlo. Talvez hubiera podido si él y su hijo no hubiesen esta-do unidos tan estrechamente.

Salió de la habitación y subió al cuarto de arriba,que estaba alegremente iluminado y decorado conadornos navideños. Cerca del niño, había una silla yse notaba que alguien había estado allí poco antes.El pobre Bob se sentó, y después de meditar unmomento se recuperó y besó aquella carita. Sesintió resignado con lo sucedido y volvió a bajarbastante animado.

Se agruparon junto al fuego y charlaron; las chi-cas y la madre continuaron trabajando. Bob les

habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino delseñor Scrooge, al que apenas había visto una solavez y sin embargo, al encontrárselo aquel día en lacalle, se había dado cuenta de que Bob parecía unpoco -«sólo un poco apagado, ¿verdad?»- y le pre-guntó qué le sucedía. «Se lo contés, dijo Bob, «por-que es el caballero más amable que os podáis ima-ginar. «Lo lamento de todo corazón, señor Crat-chit», dijo, «y lo lamento de todo corazón por subuena esposa. Por cierto, no se cómo podía saber-lo.»

«¿Saber qué, cariño?»«Pues eso, que tú eras una buena esposas, res-

pondió Bob.«¡Todo el mundo lo sabe!», dijo Peter.«¡Muy bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob. -Eso

espero-. «Lo lamento de todo corazón» -dijo él-,«por su buena esposa. Si de algo les puedo servir»-dijo él dándome su tarjeta-, «ahí es donde vivo. Leruego que venga a verme, pero no se trata de loque hubiera podido hacer por nosotros; era conso-lador por la manera tan afable de decirlo. Realmen-te parecía como si hubiese conocido a nuestro TinyTim y sintiera nuestro dolor. »

«Tengo la seguridad de que es un alma bonda-dosa», dijo la señora Cratchit. «Estarías más segu-

ra, querida, si le hubieras visto y hablado con él. Nome sorprendería, escucha bien lo que te digo, si élconsiguiera para Peter una colocación mejor. »

«¿Has oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.«Y entonces», dijo una de las chicas, «Peter se

asociará con otro y se establecerá por su cuenta. »«¡Cállate ya! », replicó Peter gesticulando.«Es probable que ocurra un día de éstos», dijo

Bob, «aunque para eso hay tiempo de sobra. Peroaunque nos separemos unos de otros, sea cuandosea, estoy seguro de que ninguno se olvidará deTiny Tim, ¿verdad?, la primera separación de unode nosostros».

«¡Jamás, padre! », exclamaron todos.«Y ahora yo sé, queridos míos», dijo Bob, «yo sé

que cuando recordemos lo paciente y tranquilo queera, aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, noreñiremos por naderías, olvidándonos así del pobreTiny Tim».

«¡No, jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoymuy contento! »

La Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, losdos jóvenes Cratchit le besaron, y Peter y él se es-trecharon las manos. ¡Espíritu de Tiny Tim, tu infan-til esencia procedía de Dios!

«Espectro», dijo Scrooge, «presiento que ha lle-gado el momento de separarnos. No se cómo, perolo sé. Dime quién era el hómbre muerto que vimos».

El Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que enanterior ocasión, le trasladó -aunque pensó que eran otrostiempos pues no parecía existir un orden en las últimasvisiones, si bien todas se desarrollaban en el futuro- a loslugars frecuentados por los hombres de negocios, pero aél no se le vela por ninguna parte. Además, el espíritu nose detenía sino que seguía directamente, como si se en-caminara a una meta ahora deseada, hasta que Scrooge lerogó que se detuviera unos instantes.

«En este patios, dijo Scrooge, «que estamosatravesando rápidamente es donde tengo mi des-pacho y ahí he trabajado durante largo tiempo. Es-toy viendo la casa. Déjame contemplar cómo estaréen el futuro».

El espíritu se detuvo pero la mano señalaba aotra parte.

«La casa está por allá», exclamó Scrooge.«¿Por qué señalas a otro lado?»

El dedo inexorable no cambió.Scrooge se precipitó hacia la ventana de su ofi-

cina y miró el interior. Seguía siendo una oficina,pero no la suya. Los muebles no eran los mismos y

el personaje sentado no era él. El fantasma seguíaseñalando la misma dirección.

Scrooge se volvió a unir a él y, deseando saberpor qué razón y a dónde iban, le acompañó hastauna verja. Antes de entrar se detuvo un momentopara mirat a su alrededor.

Un cementerio parroquial. Así pues, aquí yacíabajo tierra el desdichado hombre cuyo nombre iba aconocer ahora. ¡El sitio merecía la pena! Empare-dado entre edificios, cubierto de yerbajos-vegetación de la muerte, no de la vida-, demasiadoatiborrado de enterramientos, inflado de voracidadsatisfecha. ¡Bonito lugar!

El espíritu se detuvo entre las rumbas y señalóuna. Scrooge avanzó hacia ella temblando. El fan-tasma estaba exactamente igual que antes, peroScrooge tenía miedo de ver una nueva significaciónen su solemne forma.

«Antes de que siga acercándome a esa losa queseñalass, dijo Scrooge, «respóndeme a una pregun-ta. ¿Son las imágenes de cosas que van a sucedero solamente imágenes de cosas que podrían suce-der? »

Pero el fantasma señalaba, con el dedo haciaabajo, la rumba que tenía delante.

«El rumbo de la vida de un hombre presagiacierto final que se producirá si el hombre perseve-rax, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo, elfinal cambiará. ¡Dime que eso es lo que me estásenseñando!»

El espíritu permaneció tan incomovible comosiempre.

Tembloroso, Scrooge se arrastró hacia él y, si-guiendo la indicación del dedo, leyó en la losa de laabandonada rumba su propio nombre, EBENEZERSCROOGE.

«¿Soy yo el hombre que yace en la cama?»,gritó arrodillado.

El dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.«¡No, espíritu! ¡No, no, no!»Allí continuaba el dedo.«¡Espíritu!', gritó agarrándose con fuerza al man-

to, «¡escúchame! Ya no soy como antes. Gracias aeste encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Porqué me muestras todo esto si ya no hay esperanzapara mí»

Por vez primera la mano pareció vacilar.« ¡Espíritu bueno! », continuó diciendo postrado

en el suelo. «Tu benevolencia intercede en mi favory me compadece. ¡Dime que todavía puedo modifi-

car las imágenes que me has mostrado si cambiode vida! »

La mano benéfica temblaba.«Haré honor a la Navidad en mi corazón y procu-

raré mantener su espíritu a lo largo de todo el año.Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro; losespíritus de los tres me darán fuerza interior y noolvidaré sus enseñanzas. ¡Ay! ¡Dime que podréborrar la inscripción de esta losa»

En su agonía, se agarró a la mano espectral. Lamano trató de soltarse pero Scrooge la retuvo confuerza implorante. El espíritu, aún con mayor fuerza,le rechazó.

Alzando sus manos en una postrer súplica paracambiar su destino, Scrooge vio una alteración en lacapucha y túnica del fantasma, que se encogió, sedesmoronó y se convirtió en la columna de unacama.

QUINTA ESTROFA

DESENLACE FINAL

¡Sí!, y la columna era suya, de su propia cama, ysuya era la habitación. ¡Pero lo mejor de todo esque el tiempo que le quedaba por delante era supropio tiempo y podía enmendarse!

Mientras gateaba para salir de la cama, Scroogerepetía «Viviré en el Pasado, el Presente y el Futu-ro. Los tres espíritus del tiempo me ayudarán. ¡Oh,Jacob Marley! El Cielo y las Navidades sean loados!¡Lo digo de rodillas, viejo Jacob, de rodillas! »

Estaba tan alterado y tan acalorado con susbuenos propósitos que su quebrada voz apenas lesalía. Durante un conflicto con el espíritu había so-llozado violentamente y su rostro aún seguía hume-decido por las lágrimas.

«¡No las han arrancado! », exclamó Scroogeacunando en los brazos una de las coronas de sucama, «¡no las han arrancado con anillas y todo.Están aquí; yo estoy aquí y se disiparán las som-bras de las cosas que podrían haber sucedido. Sí,se desvanecerán, lo sé!»

Todo este tiempo tenía las manos ocupadas enhurgar sus ropas, volviéndolas al revés, poniendo lode arriba para abajo, arrancándolas, poniéndoselasmal y haciendo con ellas toda clase de extravagan-cias.

«¡No sé qué hacer!., decía Scrooge llorando yriendo al mismo tiempo, y haciendo con sus calzasuna perfecta representación de Laoconte. «Me sien-to tan ligero como una pluma, tan feliz como unángel, tan conrento como un colegial. Estoy tanembriagado como un borracho. ¡Feliz Navidad atodos, feliz Año Nuevo para el mundo entero! ¡Holaeh! ¡Yuupy! ¡Hola!»

Entró en el salón brincando y allí se quedó depie, completamente enredado.

«¡Ahí está el bol de las gachas!», exclamó em-pezando nuevamente a brincar junto a la chimenea.«¡La puerta por dónde entró el fantasma de JacobMarley! ¡La esquina donde se sentó el fantasma dela Navidad del presente! ¡La ventana dónde vi a losespíritus errantes! ¡Todo es verdad, todo ha sucedi-do de verdad. Ja, ja, ja!»

Para un hombre que llevaba sin practicar duran-te largos años, era realmente una risa espléndida,una risa de lo más insigne. ¡La madre de una larga,larga descendencia de radiantes carcajadas!

«¡No sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sécuanto tiempo he estado con los espíritus. No sénada. Estoy como un niño. Qué más da. No meimporta. Es mejor ser como un niño. ¡Hola! ¡Yuppy!¡Hola eh!»

Su paroxismo fue moderado por los repiques decampanas de iglesia más fragorosos que habíaescuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán, ding, dong,tilín, tolón! ¡Ah, glorioso, glorioso!

Corrió a la ventana, la abrió y asomó la cabeza.Ni bruma, ni niebla; claro, despejado, alegre, esti-mulante, frío; frío como el sonido de una gaita queinvita a la sangre a bailar. Sol dorado, cielo azul,dulce aire fresco, alegres campanadas. ¡Ah, glorio-so, glorioso!

«¿Qué día es hoy?», gritó Scrooge a un chicoque estaba abajo muy endomingado y que tal vezdeambulaba por allí para fisgarle.

«¿Qué?», respondió el chico con el mayorasombro.

«Qué día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.«¡Hoy!», respondió el muchacho. «Bueno, NA-

VIDAD.»«¡Es el día de Navidad!», dijo Scrooge hablando

consigo mismo. «No me lo he perdido. Los espírituslo hicieron todo en una sola noche. Pueden hacer lo

que quieran. Naturalmente. Claro que pueden.¡Hola, amiguito!»

«Hola», replicó el chico.«¿Conoces la pollería que está a dos calles, en

la esquina?», inquirió Scrooge.«Desearía haberla conocido», replicó el chaval.«¡Qué chico mas inteligente!», dijo Scrooge.

«¡Un muchacho notable! ¿Sabes si han vendido elpavo caro que tenían allí colgado? No digo el baratosino el pavo grande.»

«¡Cuál?, ¿uno que es tan grande como yo?», di-jo el muchacho.

«¡Qué encanto de chico!», dijo Scrooge. «¡Dagusto hablar con él. Sí, caballerete!»

«Allí está colgado ahora», respondió el chico.«¿De veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprar-

lo.»«¡Amos anda!», exclamó el muchacho.«No, no», dijo Scrooge, «hablo en serio. Vete y

cómpralo y diles que lo traigan aquí, que yo les daréla dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con elmozo y te daré un chelín. ¡Si vuelves con él en me-nos de cinco minutos te daré media corona! »

El chico salió disparado, como si hubiera tenidouna mano firme apretando un gatillo.

«¡Se lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!»,musitó Scrooge, frotándose las manos y dester-nillándose de risa. «No sabrá quién se lo manda. Esde un tamaño doble que Tiny Tim. ¿Joe Miller nun-ca gastó una broma tan graciosa!»

No estaba firme la mano con que escribió la di-rección, pero la escribió como pudo y bajó para abrirla puerta de la calle antes de que llegara el hombrede la pollería. Cuando estaba esperando, la aldaballamó su atención.

«¡La amaré mientras viva!», exclamó dándolepalmaditas. «Apenas me había fijado en ella ante-riormente. ¡Qué expresión tan honrada tiene en elrostro! ¡Es una aldaba maravillosa! ¡Aquí está elpavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted? ¡Felicesfiestas!»

¡Aquello era un pavo! Aquel ave no podríahaberse sostenido sobre sus patas; las habría re-ventado en un momento como si fuesen palillos delacre.

«Oiga, es imposible cargar con esto hasta Cam-dem Town», dijo Scrooge. «Tendrá que ir en co-che.»

La risa ahogada con que dijo eso, y la risa aho-gada con que pagó el pavo, y la risa ahogada conque pagó el coche, y la risa ahogada con que re-

compensó al muchacho, solamente fue superadapor la risa ahogada con que se sentó, sin aliento,otra vez en su butaca, y continuó riéndose aho-gadamente hasta que lloró.

Afeitarse no era una tarea fácil porque su manoseguía muy temblorosa y para afeitarse es necesa-rio prestar atención, incluso aunque no se esté bai-lando mientras uno se afeita. Pero aunque se hubie-ra cortado la punta de la nariz, se habría puesto unesparadrapo y seguiría tan satisfecho.

Se vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, sa-lió a la calle, llena de gente a aquellas horas, talcomo él había visto con el Fantasma del Presente.Caminando con las manos a la espalda, Scroogemiraba a todos con sonrisa embelesada. Ofrecía unaspecto tan entrañable que tres o cuatro personassimpáticas le dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Quetenga feliz Navidad!» Y Scrooge solía decir despuésque esos habían sido los sonidos más alegres quejamás había escuchado.

No había llegado lejos cuando vio venir hacia élel caballero solemne que, el día anterior, había en-trado en su despacho diciendo: «De Scrooge y Mar-ley, creo». El corazón le latió con violencia al pensarcómo le miraría aquel viejo caballero cuando se

cruzasen; pero también sabía cuál era el paso adar, y lo dio.

«Estimado señor», dijo Scrooge acelerando elpaso y asiendo al viejo caballero por ambas manos.«¿Cómo está Ud.? Espero que haya tenido éxitoayer. Fue muy amable por su parte. ¡Feliz Navidad,señor!»

«¿El señor Scrooge?»«Sí», dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me te-

mo que no le resulte grato. Permítame pedirleperdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge lemurmuró algo al oído.

«¡Dios mío!», exclamó el caballero como si se lehubiera cortado la respiración. «Mi estimado señorScrooge, ¿lo dice en serio?»

«Se lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo me-nos. Le aseguro que van incluidos muchos atrasos.¿Me hará Vd. este favor?»

«Mi estimado señor», dijo el otro estrechándolelas manos. «¡No sé qué decir ante tal munifi...»

«No diga nada, por favor, atajó Scrooge. «Vengaa verme. ¿Vendrá a visitarme?»

«¡Lo haré!», exclamó el caballero, y estaba claroque esa era su intención.

«Gracias», dijo Scrooge. «Muy agradecido. Unmillón de gracias. ¡Adiós!»

Estuvo en la iglesia, deambuló por las calles,contempló a la gente apresurándose de un ladopara otro, dio palmaditas en la cabeza de los niños,se interesó por los mendigos, miró las cocinas delas casas, abajo, y las ventanas de arriba, y descu-brió que todo le resultaba un placer. Nunca habíaimaginado que un paseo le pudiera reportar tantafelicidad. Por la tarde, encaminó sus pasos hacia lacasa de su sobrino.

Pasó por delante de la puerta una docena de ve-ces antes de acumular el valor suficiente para subiry llamar. Peto tuvo el atranque y lo hizo.

«¿Está el señor en casa, guapa?», dijo Scroogea la chica. «¡Guapa chica, en verdad!»

«Sí, señor»«¿Dónde está, cariño? », dijo Scrooge.«Está en el comedor, señor, con la señora. Le

acompañaré arriba, por favor. »«Gracias. Ya me conoce», dijo Scrooge con la

mano puesta en la manilla del comedor. «Voy aentrar, guapa».

Abrió la puerta suavemente y asomó la cara.Ellos estaban revisando la mesa (magníficamentepuesta), pues estas parejas jóvenes siempre se

ponen nerviosos con cosas así y les gusta que todoesté como es debido.

«¡Fred!, dijo Scrooge.«¡Ay, Señor, qué susto se llevó la sobrina políti-

ca! Scrooge había olvidado que estaba sentada enel rincón, con el escabel, si no, por nada del mundolo habría hecho. »

«¡Válgame Dios! ¿Quién es? », exclamó Fred.«Soy yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar.

¿Puedo quedarme, Fred? »¡Que si podía! Fue una suerte que no se le caye-

ra el brazo con las sacudidas. En cinco minutos sesentía como en su casa. Nada podía ser más entra-ñable. La sobrina era igual que la había visto. YTopper, cuando llegó. Y la hermana rellenita, y to-dos los demás. ¡Maravillosa reunión, maravillososjuegos, maravillosa concordia, ma-ra-vi-llo-sa felici-dad!

Pero a la mañana seguiente llegó temprano a laoficina. ¡Si pudiera ser el primero y sorprender aBob Cratchit llegando con retraso! En ello habíapuesto todo su empeño.

¡Y lo consiguió; sí, lo consiguió! En el reloj dieronlas nueve. Bob sin aparecer. Dieron las nueve ycuarto. Bob sin aparecer. Llegó con diciocho minu-

tos y medio de retraso. Scrooge se sentó con lapuerta abierta para verle entrar en la Cisterna.

Antes de abrir la puerta ya se había quitado elsombrero y también la bufanda; en un santiamén yaestaba en su taburete, trabajando intensamente conel lapicero como si intentara dar marcha atrás altiempo.

«¡Hola! », gruñó Scrooge, fingiendo lo mejor quesupo su voz habitual. «¿Qué significa esto de llegara estas horas? »

«Lo siento mucho, señor», dijo Bob. «Me he re-trasado» «¿Se ha retrasado?», repitió Scrooge. «Sí.Eso creo. Haga el favor de venir».

«Es la única vez en todo el año, señor», se ex-cusó Bob saliendo de la Cisterna. «No se volverá arepetir. Ayer tuvimos un poco de fiesta, señor».

«Pues le diré una cosa, amigo mio», dijo Scroo-ge, «no voy a continuar consintiendo cosas comoésta. Y por consiguiente», prosiguió, saltando de suasiento y aplicando a Bob tal empujón en el chalecoque le hizo retroceder tambaleándose hasta la Cis-terna otra vez, «y por consiguiente ¡estoy a puntode subirle el sueldo! »

Bob temblaba y se acercó un poco más a la varade medir. Por un instante, tuvo la idea de pegar a

Scrooge con ella, sujetarle y pedir ayuda a la gentedel patio y ponerle una camisa de fuera.

«¡Feliz Navidad, Bob! » dijo Scrooge con incon-fundible acento de sinceridad, al tiempo que le dabapalmadas en la espalda. «¡La más Feliz Navidad,Bob, mi buen compañero, que yo le haya deseadoen muchos años! Le aumento el sueldo y me pro-pongo auxiliar a su necesitada familia; ¡trataremossus asuntos esta misma tarde ante un bol navideñode «obispo» humeante , Bob! ¡Atice las estufas ycompre otro cubo de carbón antes de ponerse aescribir ni el punto de una «i», Bob Cratchit!»

Scrooge cumplió más de lo prometido. Lo hizotodo y muchísimo más; fue un segundo padre paraTiny Tim, que no murió. Se convirtió en el amigo,amo y hombre más bueno que se conoció en lavieja y buena ciudad o en cualquier otra buena ciu-dad, pueblo o parroquia del bueno y viejo mundo.Algunas personas se reían al ver el cambio, pero éllas dejaba reírse sin prestarles atención pues era lobastante sabio para darse cuenta de que nada bue-no sucede en este globo sin que determinadas per-sonas se harten de reír al principio; sabía que talespersonas siempre estarían ciegas y consideraba elmalicioso brillo y arrugas de sus ojos como unaenfermedad cualquiera, con manifestaciones menos

atractivas. Su propio corazón reía y con eso le bas-taba.

No volvió a tener trato con aparecidos, pero enadelante vivió bajo el Principio de Abstinencia Totaly siempre se dijo de él que sabía mantener el espíri-tu de la Navidad como nadie. ¡Ojalá se pueda decirlo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así,como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos,a cada uno de nosostros!

FIN