Cuento - Vinedo de Sangre - Nabot El Jezreelita [HeMem]

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VIÑEDO DE SANGRE

LA HISTORIA DE NABOT, EL JEZREELITA

UN CUENTO HE’MEMDe la serie INSPIRACIÓN BÍBLICA

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ESCRITORES·TEOCRATICOS EDICIONES

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© Mayo 2007Autor: He’Mem

Obra: “Viñedo de sangre”

Basada en la historia de Nabot, el jezreelita.

Segunda edición

Mayo 2010Publicado por:

Escritores·Teocráticos Ediciones

www.escritoresteocraticos.net

Nota: Este cuento, aunque basado en el relato bíblico, tiene pasajes ficticios de la imaginación del

autor, acerca de cómo pudo haber sido la vida de Nabot, el fiel siervo de Jehová. .

Dedicado a mi hijo Daniel.

Autorización:

ESTÁ PERMITIDA la producción y difusión total o parcial de este cuento, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos.

ESTÁ PROHIBIDA la comercialización de este cuento, o el cobro de dinero para recuperación de gastos de producción. Su distribución sólo se autoriza de forma gratuita.

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PRÓLOGO

Este es un cuento inspirado en gran parte, en el relato bíblico del fiel siervo de Jehová, Nabot, el jezreelita, registrado en el 1er libro de los Reyes. Aunque gran parte de este cuento recoge pasajes bíblicos, el autor ha imaginado cómo pudo haber sido la vida de Nabot y su familia, en especial al enfrentarse a la difícil prueba de ser leales a Jehová ante las amenazas de la inicua reina Jezabel, y del rey Acab, su débil esposo.

Este relato se presenta en forma de un drama bíblico, el cual es utilizado por dos ancianos, para ayudar a una familia que se ha estado apartando de la verdad, debido a problemas personales entre hermanos y que se siente tratada injustamente por la congregación.

El consejo oportuno de los ancianos, a uno de los miembros de esa familia, logra que finalmente toda la familia recobre su juicio y goce en perdonar a los que les han ofendido...

El autor ha investigado cuidadosamente la documentación de respaldo de esta historia, y la ha presentado en forma cronológica. Sin embargo, es posible se hayan producido algunas inexactitudes, por lo que espera la comprensión de sus lectores.

—El Autor—

Notas

Los siguientes personajes de la obra, son ficticios, y sus nombres no aparecen en la Biblia:

—Jael : Esposa de Nabot

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—Jezanías : Hermano de Jael, y cuñado de Nabot.—Azael : Hijo de Jezanías, y sobrino de Nabot.—Baruj : Hijo de Jezanías, y sobrino de Nabot.—Melaquías : Sacerdote de Jehová.—Ulsías : Jefe de la guardia.—Tobías : Oficial de la corte.

Los nombres de los hijos de Nabot: Nadab y Eliab, son supuestos. La Biblia no da sus nombres. También es supuesta la relación de parentesco entre Bidqar, el adjutor de Jehú, y Nabot el jezreelita.

El consejo de los ancianos de la congregación (ficticia) Antares, a Jehú Valverde, en la parte final de este cuento, está basado íntegramente en el artículo “Cuidado con condolerse de usted mismo”, de La Atalaya del 1 de febrero de 1978, páginas 3 al 4, revisado por un anciano de experiencia.

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—Viñedo de Sangre— (La historia de Nabot, el jezreelita)

En la Biblia no se dice mucho acerca de Nabot, el leal siervo de Jehová. Sin embargo, si examinamos su breve historia, podemos entender por qué resulta ser un excelente ejemplo de lealtad para nosotros. En la congregación de Villa Antares, su vida de lealtad y fidelidad sin tregua, está por cambiar la actitud de una entera familia de siervos de Jehová que se han desanimado por un problema de personalidades…

N LA CONGREGACIÓN había un magnífico espíritu de predicación. Daniel Román, el superintendente presidente del cuerpo de ancianos y Lionel Núñez, superintendente de servicio, estaban haciendo un magnífico trabajo con los jóvenes de la, a su vez

joven Congregación Villa Antares. Muchos de ellos estaban sirviendo de precursores auxiliares de tiempo continuo. Los cinco precursores regulares de la congregación eran una excelente ayuda para mantener muy bien atendido al extenso territorio que estaba asignado a la congregación.

E Sin embargo, no ocurría así con Jehú Valverde, joven siervo ministerial recién nombrado, de unos veinte años, y que de un tiempo a esa parte, se veía bastante desanimado. Incluso había faltado a su responsabilidad de acomodador en la congregación en más de una oportunidad. Su familia, compuesta de su padre, su madre y su hermana menor, se había estado alejando de la congregación desde hacía un buen tiempo, pese a los sinceros y oportunos intentos de los ancianos por ayudarles. Finalmente, habían caído en la completa inactividad desde hacía un año más o menos. El hermano Núñez se hizo acompañar con Luís Méndez, superintendente de la Escuela del Ministerio Teocrático para hacerle una visita de estímulo en su hogar. Pero debido a que su Padre, el hermano Axel Valverde estaba resentido con los ancianos, les pidió que atendieran a su hijo en la congregación. Jehú concordó en reunirse con ellos, al término de la reunión de ese fin de semana. Concluida la reunión del estudio de la revista La Atalaya, los hermanos se reunieron con el joven Jehú, en la salita lateral al Salón del Reino. El hermano Núñez inició la conversación una vez que hubieron orado para pedir la guía de Jehová.

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—Nos alegra mucho que hayas aceptado reunirte con nosotros, Jehú. Sabes que te tenemos mucho cariño y deseábamos esta entrevista contigo –dice conciliadoramente el hermano Núñez.

—Gracias, hermano Núñez. Yo también les tengo afecto –responde cabizbajo el joven. Se nota en su rostro un dejo de tristeza.

—Los sabemos, Jehú. Y es por eso que nos preocupa el que te estés ausentando poco a poco de las reuniones –agrega el hermano Méndez, mientras pone su mano derecha afectuosamente en el hombro de Jehú–. No nos gustaría que…

—¿Qué me pasara lo mismo que a mi familia, hermano Méndez? –interrumpe el joven, completando la oración.

—Bueno, no es eso precisamente lo que tenía en mente decir, pero ya que tú lo mencionas, creo que también es válido lo que dices –responde con una sonrisa el hermano Méndez–. Sin embargo, lo que quería mencionar es que nos preocupa que llegues a perder el gozo en el servicio a Jehová, y más tratándose de un joven que ha sabido sortear las adversidades más difíciles como has hecho tú. Te has mantenido leal a Jehová a pesar del alejamiento de tu familia. Y eso es algo muy loable y de admirar. Sabemos que eso no es fácil.

—Creo que ya no tengo las fuerzas suficientes para continuar, hermano Méndez –responde tristemente el joven–. A veces pienso que ya no vale la pena seguir luchando contra la corriente.

—¿Por qué piensas así hijo? –pregunta bondadosamente el hermano Núñez–. ¿Crees que tal vez no hayas recibido la suficiente ayuda de parte de nosotros?

—No, hermano Núñez, no es eso. Ustedes han sido muy buenos conmigo. Lo que sucede es que me agota mucho tratar de ayudar a mi familia para que se activen de nuevo. Mi padre habla muy mal de ustedes. Está muy resentido, y sus argumentos… bueno… debo reconocer que a veces creo darle la razón, y sé que él no puede tener razón al apartarse de Jehová. No sé… estoy muy confundido.

—Tus padres estaban aceptando la ayuda que les ofrecíamos, Jehú –dice el hermano Méndez–. Pero desde que se formó esta nueva congregación, hace más de un año, que no han querido recibir nuestras visitas. Dicen que nosotros le hemos dado todo nuestro favor al hermano Robles con quien tuvo ese problema de negocios.

—Sí. Está muy resentido porque él perdió su privilegio de siervo ministerial por todo ese asunto –agrega tristemente el joven–. Y como al hermano Robles lo nombraron siervo ministerial hace un mes en esta congregación, dice que hay favoritismo entre ustedes.

—Lo sabemos –responde el hermano Núñez–. Y es una pena, porque de nada ha servido el que le demostráramos que no es como él piensa. Está empecinado en no reunirse con la congregación, como una forma de devolver el agravio. Y lo único que ha conseguido es

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apartar a su familia del camino a la vida eterna. Es muy triste. Esperamos que tú no sigas ese ejemplo.

—Bueno, en un principio yo tenía muy claro todo, especialmente cuando el hermano Méndez y el hermano Díaz se reunieron conmigo ¿Recuerda hermano Méndez? —pregunta el joven mirando al hermano anciano.

—Por supuesto, Jehú. Recuerdo que vimos el ejemplo de los hijos de Coré, y cómo ellos apoyaron a Jehová, mediante Moisés, a pesar de la oposición de su padre y su familia.

—Así fue –continúa el joven–. Sin embargo, a veces creo hallarle razón a mi padre cuando dice que el asunto no se investigó bien, y que ustedes no quisieron escuchar todo lo que él sabia acerca de la actitud del hermano Robles. El tiempo que ha pasado sin que, según mi padre, se haya hecho nada al respecto, lo tiene muy ofendido.

—Mira, Jehú –interviene el hermano Núñez–, yo participé en ese comité que atendió las quejas de tu padre acerca del negocio en que se envolvieron él y el hermano Robles. Y por respeto a la confidencialidad de todo ese asunto, y por mi lealtad a Jehová, no te puedo revelar los detalles de toda esa investigación. Y cualquier cosa que te haya dicho tu padre, es su versión particular de los hechos. Como tú sabes, y como bien lo dice la Biblia, siempre hay dos lados en una controversia. Y aún cuando a uno le pudiera parecer lógica y veraz una de las versiones, generalmente cuando se conoce el otro lado, el asunto puede cambiar drásticamente de aspecto.

—Y yo no pretendo que usted falte a su deber de anciano, hermano Núñez. Solo que me parece tan injusto que si mi padre y el hermano Robles tuvieron culpa compartida en todo ese enojoso asunto, solo mi padre haya salido perjudicado.

—La diferencia está en la actitud, hijo. Puedo garantizarte que gran parte de ese perjuicio es producto de la propia actitud de tu padre, Jehú –responde conciliadoramente el hermano Núñez–. Ambos asumieron sus responsabilidades cuando se trató su situación. Sin embargo, el hermano Robles fue humilde al disculparse con tu padre y resarcirle, en lo que pudo, de todas la molestias y pérdidas económicas que afectaron a tu padre. También esperó pacientemente recibir privilegios en la congregación. Por ello se le nombró siervo ministerial el mes pasado. Y su nombramiento ya dista casi tres años desde el episodio con tu padre.

—Hace mucho tiempo, en el antiguo Reino norteño de Israel, una familia debió también enfrentar situaciones muy difíciles –interviene el hermano Méndez, abriendo su Biblia con referencias. El hermano Núñez y Jehú, hacen lo propio–. Esa familia era la de Nabot, el jezreelita.

—¿Nabot? ¿El de la viña? –pregunta Jehú.—El mismo, Jehú –responde el hermano Méndez–. Y precisamente esa viña fue, por

decirlo así, la manzana de la discordia para un débil e infame rey de Israel… Acab.

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—¿No fue en esa oportunidad en que a Jehú, por orden de Jehová se le ordenó acabar con toda la casa de Acab, hermano Méndez? –pregunta el joven.

—Así es Jehú. Uno de los comandantes del ejército de Acab, que tenía tu mismo nombre, fue utilizado por Jehová para administrar justicia.

—Mi padre me contó que fue precisamente por él, que a mi me pusieron ese nombre. Usted mencionó a Nabot como jezreelita. ¿Significa que él vivía en Jezreel, hermano Méndez?

—Así es Jehú. El vivió en tiempos muy difíciles, cuando la Ley de Jehová no se respetaba. Nabot era propietario de una viña por la cual fue víctima de un maligno complot de la reina Jezabel. La viña que Nabot tenía en Jezreel se podía ver desde el palacio del rey Acab. Nabot rechazó la oferta que le hizo Acab de comprarle la viña o cambiársela por otra mejor en otro lugar, porque Jehová había prohibido vender a perpetuidad las herencias familiares. Sin embargo, la maligna reina Jezabel, esposa de Acab, consiguió dos testigos que acusaran falsamente a Nabot de blasfemar contra Dios y contra el rey. Como resultado, se dio muerte a Nabot y a sus hijos.

—¿A sus hijos también? Yo pensé que solo se había lapidado a Nabot.—La inicua reina quería asegurarse que no quedaran herederos de las posesiones de

Nabot. También así se aseguró que no hubiera “vengadores de la sangre”, según la ley, ya que esta permitía la venganza por la muerte de un inocente.

—Realmente era muy mala… muy cruel, diría yo –exclama Jehú meneando su cabeza.—Así es Jehú –responde Lionel Núñez–. Pero en ese entonces Jehová utilizó a su

profeta Elías para cumplir su propósito de vengar la muerte de Nabot y sus hijos.—Recuerdo haber leído que en un momento Elías temió ser muerto por la reina

Jezabel, y se deprimió mucho por eso...—Así es Jehú, tienes razón. Jezabel era muy, muy inicua. Fue una reina dominante y

una enérgica defensora del baalismo en oposición a la adoración de Jehová. En este aspecto era como su padre Etbaal, rey de Sidón, por lo visto el mismo de quien los historiadores Menandro y Flavio Josefo, dicen que era un sacerdote de la diosa Astarté, y que asesinó a su propio rey a fin de conseguir el trono.

—¿Y por qué entonces Acab se casó con ella, si era tan mala? –pregunta cándidamente Jehú.

—Es muy probable que el matrimonio de Acab con Jezabel se celebrase por razones políticas –responde el hermano Nuñez–, sin tener en consideración las desastrosas consecuencias religiosas. Después de una alianza como ésta, resulta lógico esperar que Acab, para satisfacer a su esposa baalita, edificase un templo y un altar a Baal, erigiese un “poste sagrado” fálico y se uniese a ella en su culto idolátrico.

—¡Qué terrible! –exclama Jehú.

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— La Biblia dice que por ello Acab ofendió más a Jehová que todos los reyes de Israel anteriores a él –agrega el hermano Méndez.

—¿Y Acab no protestaba por los excesos de su inicua esposa, hermano Méndez?—No, Jehú. Se dejó dominar por su inicua esposa. Por eso Jehová lo hizo responsable

de cada una de las atrocidades de Jezabel, quien llegó a extremos realmente impensables. No satisfecha con que la adoración a Baal contase con la aprobación oficial del gobierno, la inicua reina intentó desarraigar del país la adoración a Jehová. Con ese fin ordenó matar a todos los profetas de Jehová, pero Dios advirtió a Elías para que escapase al otro lado del Jordán, y Abdías, el mayordomo de palacio, escondió a otros cien profetas en cuevas. Algún tiempo después, Elías tuvo que volver a huir para salvar su vida, cuando Jezabel, por medio de un mensajero personal, juró matarle.

—Debe haber sido muy difícil para los pocos adoradores de Jehová que quedaban, mantener la lealtad en medio de esas terribles circunstancias.

— No tengas la menor duda de eso, Jehú. Especialmente para la familia de Nabot. Aunque la Biblia no lo menciona, Nabot debía tener hermanos, sobrinos y otros parientes que debieron ver con impotencia cómo se asesinaba impunemente a ese fiel siervo de Dios.

—Tiene razón hermano Méndez. Yo no sé cómo habría reaccionado en esas circunstancias tan injustas –dice Jehú, con un dejo de tristeza.

—Solo podemos imaginar lejanamente lo que esos siervos de Jehová debieron padecer –dice el hermano Núñez. Vamos a repasar algunos pasajes de esta inolvidable historia de lealtad, y tratar de remontarnos con los ojos de la fe a esos electrizantes días de Israel durante la última mitad del siglo X a.E.C. en los días del profeta Elías, donde solo había 7.000 israelitas que no habían doblado sus rodillas ante el dios falso Baal.

—Qué interesante, hermano Núñez. Es en el 1er Libro de los Reyes donde aparece su historia, ¿verdad?

—Así es, Jehú. Busca por favor el Registro de 1ro de los Reyes Capítulo 16 versículos 28 en adelante... ¿Podría ayudarnos con la lectura, hermano Méndez? Hasta el versículo 33 por favor...

—Por supuesto, hermano Núñez... dice...

“Por fin Omrí yació con sus antepasados, y fue enterrado en Samaria; y Acab su hijo empezó a reinar en lugar de él. Y en cuanto a Acab hijo de Omrí, él llegó a ser rey sobre Israel el año treinta y ocho de Asá el rey de Judá; y Acab hijo de Omrí continuó reinando sobre Israel en Samaria veintidós años. Y Acab hijo de Omrí procedió a hacer peor a los ojos de Jehová que todos los que fueron antes de él. Y aconteció que, [como si fuera] la cosa más insignificante el que anduviera en los pecados de Jeroboán hijo de Nebat, ahora tomó por esposa a Jezabel hija de Etbaal el rey de los sidonios, y se puso a ir y servir a Baal e inclinarse

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ante él. Además, erigió un altar a Baal en la casa de Baal que edificó en Samaria. Y Acab pasó a hacer el poste sagrado; y Acab llegó a hacer más para ofender a Jehová el Dios de Israel que todos los reyes de Israel que hubo antes de él.”

—En ese ambiente Nabot debió enfrentarse a la inicua Jezabel, y al corrupto rey Acab –dice Lionel Núñez, luego de la lectura–. Podemos imaginarnos a Nabot y sus hijos, podando la viña de su propiedad, cerca del palacio, residencia Real de Acab, en Jezreeel, base militar central del Ejército Real de Israel...

“ .... La viña que Nabot tenía en Jezreel, se podía ver desde el palacio del rey Acab. Nabot, quizás, podía ver al taimado rey observando su viña desde su ventana real...”

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—Mira, padre mío… allí está Acab, mirando nuevamente desde su ventana… —Lo veo, Eliab, hijo mío –responde Nabot, secando su frente y volteando su vista

hacia el lugar que le señalara su hijo. Luego vuelve a su trabajo de poda–. No se conforma por mi negativa a venderle la viña.

—¿Y por qué no usa uno de los muchos viñedos que tiene en Jezreel? ¿Y sus terrenos de pasturaje? ¿Acaso no puede tomar uno de esos para que le sirva de huerta de legumbres? –pregunta Nadab, su otro hijo, el mayor.

—Ninguno de ellos está cerca de su palacio, como nuestra viña, Nadab –responde Nabot, sentándose en un taburete–. Por eso está empecinado en que le venda nuestra propiedad hereditaria.

—Pero él sabe que no podemos hacer eso, padre mío –replica Eliab–. La ley de Jehová lo expresa claramente. ¿No dice acaso la ley: “la tierra no debe venderse en perpetuidad, porque la tierra es mía, dice Jehová?Pues ustedes son residentes forasteros y pobladores desde mi punto de vista. Y en toda la tierra de su posesión ustedes deben otorgar a la tierra el derecho de ser recobrada por compra.”?1

—Claro que lo sabe, hijo. Pero a Acab no le quita el sueño pasar por alto la ley de Jehová. Le ofrecí venderla hasta el jubileo, pero él no está interesado en que nuestra familia recobre el viñedo. La quiere a perpetuidad.

—Es que nosotros no podemos ser desleales a nuestro Dios y simplemente pasar por alto su ley. ¿Qué clase de siervos de Jehová seríamos? ¿No le dijiste eso?

—Se lo dije, Nadab. Se lo dije. Incluso nuestro pariente, Bidqar, el adjutor del ejército de Acab, estaba presente. Él abogó por mí, pero fue inútil. Bidqar me informó que Acab vendrá nuevamente con una oferta final, pero mi respuesta será la misma pues no es cuestión de conveniencia sino de lealtad a Jehová. Y no me moveré un palmo de mi posición. ¿Saben ustedes el peligro al que nos enfrentamos, hijos míos, ahora que Jezabel está actuando en contra de los siervos del Dios Verdadero? Debemos confiar nuestros riñones a Jehová.

—Nosotros te apoyamos, padre. Nuestra alma es lo mismo que tu alma, y lo que decidas, a la sombra de la ley de Jehová, haremos –responden con energía sus hijos–Si vives, viviremos. Si mueres, moriremos. Iremos juntos al Seol.

1 Lev.25:23-28

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... 15 años antes, en casa de Nabot, en Jezreel...

—¡Padre, padre mío!... –exclama agitado, Nadab, hijo mayor de Nabot, de unos 17 años a la postre, mientras ingresa corriendo por el pórtico de su casa.

—¿Qué ocurre, Nadab? ¿Qué agita tu corazón, hijo mío? –responde Nabot saliendo al encuentro de su hijo que, agitado, recupera el resuello mientras su padre lo sujeta de los hombros.

—¡El hombre del Dios Verdadero estuvo aquí!... Y trajo terribles sentencias de parte de Jehová, padre mío –responde Nadab, sentándose en un banquete, en el pórtico de entrada.

—¿Y cómo lo sabes, hijo? ¿Habló contigo?...—No, padre. Lo hizo en el mercado de verduras. Habló a todos los que estaban allí.

Dijo venir desde Samaria y que ese mismo mensaje, su amo el profeta Elías, se lo entregó al mismísimo rey Acab.

—¿Y cuál fue el mensaje, hijo mío?—Lo escribí aquí, padre, para no olvidarme –responde Nadab, sacando un trozo de

arcilla cocida desde sus prendas exteriores–. Lo repitió varias veces, durante toda la mañana. Mucha gente se reunió a escucharlo. La mayoría se mofó del hombre del Dios verdadero, pero hubo algunos hombres devotos de Jehová que se lamentaron en llanto, polvo y ceniza...

—Vamos, lee hijo. Quiero saber qué dijo el profeta de Jehová.—Dijo... (leyendo del trozo de arcilla)... “Por cuanto Acab llegó a hacer más para

ofender a Jehová el Dios de Israel que todos los reyes de Israel que hubo antes de él, tan ciertamente como que vive Jehová el Dios de Israel, delante de quien en efecto sus profetas están de pie, no habrá durante estos años ni rocío ni lluvia, excepto por orden de la palabra de Elías, el profeta de Jehová”.

—¡Por fin Jehová se ha cansado de ver las iniquidades de Jezabel, y el silencio de Acab! –responde Nabot, mirando al cielo con sus manos juntas como en oración–. Ciertamente al mencionarlo, lo está haciendo directamente responsable por las blasfemias de su esposa Jezabel, y de las muchas esposas que tiene y que han seguido a Jezabel en su perversa adoración a Baal y a la diosa Astarté. Jezabel se ufana gloriándose en el hecho pregonado por ella a los cuatro vientos de la tierra, que es la principal sacerdotisa de Baal en Israel.

—Lo sé padre –responde Nadab, entregando el trozo de arcilla a su padre–. Los jóvenes en el mercado se extasían comentando libidinosamente las prácticas inmundas que en secreto se realizan en el templo de Baal en Samaria. Dicen que la misma Jezabel se encierra por días enteros junto a muchachas y muchachos en frenéticos bailes sensuales que se oyen por las cercanías del templo.

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—Hasta Acab ha participado desvergonzadamente en esos ritos, Nadab –dice Nabot, mientras invita a su hijo, con un gesto, a entrar es su casa–. De esa manera se ha hecho culpable de apostasía y de adulterio y fornicación en exceso. Ha convertido a Israel en una Sodoma, y sus prácticas han superado a las de Gomorra. La indignación de Jehová caerá sobre esta tierra, y sobre la casa de Acab, lo sé. Jehová nunca ha tolerado por tiempo indefinido la maldad. Aún cuando se trate de su propio pueblo.

—¿Crees que el rey recapacite de sus pecados, después de este castigo de Jehová, padre?

—No, Nadab. No lo creo. Acab ha permitido que su esposa pagana Jezabel lo indujera a adorar a Baal, a construirle un templo y a erigir un poste sagrado en honor de la diosa Astarté. En poco tiempo ya hay en Samaria cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y cuatrocientos profetas del poste sagrado, todos los cuales comen de la mesa de Jezabel, a expensas del Reino de Jehová. No... Acab no moverá un dedo en contra de su esposa sidonia.

—Aquí vienen mi madre y Eliab, mi hermano menor, padre –interrumpe Nadab, recibiendo las verduras que su madre trae, y poniéndolas en la rústica mesa de madera. Nabot besa el la mejilla a su esposa mientras ayuda a ordenar los víveres sobre la mesa.

—Nadab... ¿Dónde andabas, hijo? –pregunta su madre al muchacho, mientras se acomoda un delantal–. Te necesitaba para que me ayudaras a recoger las verduras de la huerta.

—El joven viene del mercado de verduras, mujer –se anticipa en responder Nabot–. Lo envié al herrero por unas herramientas, y volvió con noticias nada buenas.

Nabot refiere a su esposa todos los acontecimientos de esa mañana. La familia se sienta a comentar las palabras de Jehová a su profeta.

—Seguro esta penalidad que viene sobre Israel, nos afectará a nosotros también, ¿verdad mi señor? –pregunta la esposa de Nabot, con un dejo de preocupación.

—Mucho me temo que sí, esposa. Las primeras plagas que Jehová trajo sobre Egipto, afectaron por igual a egipcios e israelitas. Pero tal como nuestro Dios cuidó de su pueblo en aquel entonces, cuidará ahora de sus leales.

—Padre, ¿crees que pasaremos hambre? ¿Que moriremos de hambre? –pregunta, Eliab su hijo menor, de unos doce años.

—No, Eliab, hijo mío. Jehová no permitirá que sus leales sufran penalidades extremas. Aunque seguramente será un periodo muy difícil, Él se encargará de darnos las cosas necesarias para sobrevivir. Nuestra huerta de verduras nos sostendrá según la voluntad de nuestro Dios.

—Pero el pozo de agua seguro se secará, padre.

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—No debemos conjeturar nada, hijo mío. Debemos orar y confiar plenamente y con todo el corazón en nuestro Dios leal. No querremos ser como los que no mostraron fe en la ocasión en que los diez hombres que fueron a espiar la tierra, llevaron un mal informe a los hijos de Israel.

—Sí, padre mío –interrumpe entusiasmado Eliab, poniéndose de pie y gesticulando con sus manos–. Tú nos leíste del rollo de Moisés, cómo Josué y Caleb fueron muy leales a Jehová y no apoyaron a los que se quejaron injustamente de Jehová. Y se enfrentaron a la furia de la chusma que quería golpearlos.

—Pero a pesar de su lealtad, tuvieron que padecer el mismo castigo que Jehová prescribió a los desleales ¿verdad padre? –pregunta Nadab, su otro hijo.

—Y no se quejaron por ello –concuerda Jael, su esposa–. Supieron entender la situación y no se resintieron contra de Jehová.

—Así es, esposa. No sabemos hasta qué punto deberemos padecer la sequía de la que profetizó el hombre del Dios verdadero. Pero de una cosa sí deberemos estar seguros: Jehová no abandonará a sus leales, y nos hará pasar con éxito este desierto árido.

...Un año y medio después, en el palacio de marfil del rey Acab, en Samaria....

— Este es el sexto mes desde que debieron venir las lluvias, Jezabel. Y no ha caído una sola gota de rocío sobre todo Israel. Empiezo a creer que las palabras del profeta de Jehová se están cumpliendo –dice el rey Acab, recostado en un camastro lujosamente decorado, a su esposa Jezabel, quien se arregla el vestido frente a un espejo de bronce bruñido, ayudada por una de sus sirvientas–. Me aterroriza pensar en todo lo que se nos avecina.

— ¡Jehová, Jehová, Jehová...! Hasta cuando deberé oír ese nombre despreciable –contesta Jezabel, volteándose bruscamente en dirección de su esposo–. Tú no sabes nada Acab. Lo que ocurre es que eres muy blando con tus siervos. Mi padre Etbaal ya habría enviado a ejecutar diez veces a ese... a ese... Elías, profeta de calamidades. Las cosas son muy diferentes en Sidón. Allá mandan los reyes. Aquí vergonzosamente mandan los profetas y los sacerdotes.

— Pero tú has visto que todo lo que el profeta dijo...

— ¡No es el profeta, ni ese... Dios tuyo, el que está haciendo esto, Acab! Ya te lo he dicho antes. Es por tu negligencia en honrar al poderoso Baal, dios de la lluvia y la fertilidad, por lo que ocurren estas cosas, y por lo que ha

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venido esta sequía. Si hubieras hecho que el pueblo diera verdadera honra a Baal, eso lo habría hecho más poderoso, para luchar contra el dios Mot, señor de la muerte y la aridez.

— Pero el pueblo adora a Jehová, Jezabel. Él ha sido siempre el Dios de esta nación...

— Porque tu gente apesta de lo ignorante que son, Acab, esposo mío. Y tú eres su rey. Deberías preocuparte por sacarlos de la mentira en que tus profetas los tienen sumidos. Ellos se han hecho poderosos con engaño y falsedad. Por eso son más poderosos que el mismo rey de esta nación. Y mientras ellos existan, Mot seguirá teniendo cautivo al gran Baal en las profundidades de la tierra, y la lluvia no vendrá sobre Israel. Ni su hermana, la diosa Anat, puede ayudar a Baal. Ella combate contra Mot, pero no ha prevalecido contra él.

— ¿Tú crees que esa lucha entre los dioses es verdad, Jezabel?

— ¡Por supuesto que es verdad, Acab! Y deberías avergonzarte de ponerlo en duda. ¡Ofendes a los dioses! ¿Por qué crees que las tierras en Fenicia y en Tiro y en Sidón son tan fértiles? Porque allí se adora y se honra a los dioses cananeos. Si tu pueblo honrara a los dioses, no habría venido esta sequía.

— Pero le he erigido un templo a Baal... y también le he erigido un templo a Astarté, la diosa a la que le rindes culto permanente...

— ¡Pero no es suficiente, Acab! Los templos de mis dioses palidecen ante el gran templo que tiene tu dios en Judá. Deberías hacerles un templo así, que realmente los honrara. Y tú mismo deberías dar el ejemplo a tu pueblo, visitando más frecuentemente el templo de mis dioses.

— Pero si yo te he honrado Jezabel. No puedes negarlo. Te he acompañado en tus ritos a la diosa Astarté...

— Y ella te lo ha pagado, esposo mío –responde Jezabel, cambiando el tono de su voz, hacia un tono seductor y comprensivo, mientras se recuesta al lado de su esposo, cruzando con su pierna semidesnuda el cuerpo del rey, mientras le susurra al oído y acaricia suavemente su rostro–. Te ha dado el privilegio especial de comprar la virginidad sagrada de las jóvenes hermosas de tu pueblo que se han dedicado a su deidad. Y puedes hacerlo cuando quieras. La diosa se honra con tu visita, y se complace en tus placeres.

— Y por ello me he traído el reproche de mi pueblo y de los sacerdotes de... de Jehová –responde en tono taimado Acab.

— ¿Ya ves? Tú mismo me das la razón, esposo mío. Tu dios y sus sacerdotes no quieren que su pueblo sea feliz, ni honren con sus cuerpos sagrados a la fertilidad de la tierra. Y hablan de la prostitución sagrada, Acab,

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sagrada... como si fuera algo pecaminoso. Para ustedes todo es “prohibido”, “anatema”. No deben comer manjares exquisitos, no pueden embriagarse, no pueden buscar esposas en otros pueblos, no pueden recortarse ni adornarse la barba, no pueden acostarse con una mujer... por todos los dioses, Acab... ¿hay algo que su dios les permita hacer?

— Tal vez tengas razón Jezabel... pero...— ¿Tal vez? ...¿Tal vez tenga razón? –

replica Jezabel, incorporándose bruscamente, y con tono airado–. Sabes que tengo razón Acab. Lo sabes –repite, señalando a su esposo con el dedo índice–. Tus otras esposas también lo creen. Pero no se atreven a decírtelo. Pero yo soy tu esposa principal, y la reina. Y te lo digo. Y soy sacerdotisa de Astarté, esposa de Balaam, diosa del amor y la fecundidad, la diosa madre de los cielos. Por eso la honro, y por eso he traído para ella cuatrocientos sacerdotes a su templo. Y traeré más, cuando todo Israel sea devoto de ella.

— No puedo erradicar la adoración de Jehová, Jazabel –arguye débilmente Acab–. Es el Dios de la nación. Los sacerdotes ...

— ¡Los sacerdotes de tu dios son unos conspiradores! –interrumpe airadamente Jezabel–. Especialmente ese profeta... ese... ese Elías... tu enemigo...

— ¿Mi enemigo?... pero...— ¿No te das cuenta, esposo mío, de que

ese abominable profeta de calamidades, está conspirando contra tu reinado? Está alzando a todo Israel en contra tuya. ¿Y dudas que sea tu enemigo? ¿No piensas en el pequeño Ocozíaz, tu primogénito real? ¿Qué le dejarás de herencia? Si sigues permitiendo eso, lograrás que a tu hijo lo asesinen los conspiradores… como Zimri mató a Elah. Debieras honrar a tu padre, Omrí, quien hizo justicia, y aseguró la paz de Israel al convenir nuestro matrimonio con mi padre y unir a dos naciones haciéndolas más poderosas. Pero eres débil de carácter, esposo mío. Necesitas mi ayuda y la de los dioses.

Un sirviente, el mayordomo de palacio, ingresa precipitadamente al recinto y se detiene a la entrada. Acab, al verlo, lo hace acercarse con un gesto de su mano. El sirviente se acerca al rey y mira respetuosamente a Jezabel, esperando la orden de Acab.

— Habla, Abdías. La reina es lo mismo que el rey y no hay cosa alguna de lo que ella no deba estar enterada, de modo que, habla.

— Jehová, y todos los demás dioses estén contigo mi señor Acab. Traigo una palabra de Melaquías, el sacerdote de Jehová y de los demás sacerdotes que sirven en el templo.

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— Puedes omitir a Jehová en tu saludo, Abdías –interrumpe sarcásticamente Jezabel, mientras toma asiento en un lujoso sillón de madera y marfil, con decoraciones de oro.

— Habla, Abdías. ¿Cuál es la palabra de los sacerdotes de Jehová? –ordena Acab.

— Que permitas que puedan ver tu rostro, oh Rey, porque tienen una palabra de Jehová para ti...

— ¡Qué insolencia! No lo permitirás, ¿verdad, Acab? –interrumpe Jezabel.

— ¿Cómo puedo enterarme de lo que quieren sino los recibo, Jezabel? ¿No irán a asesinarme delante de la guardia real verdad? Haz que pasen, Abdías. Pero solo el que los representa. ¿Está Elías entre ellos?

— No, mi señor Acab. Solo los sacerdotes.— Está bien. Diles que veré sus rostros.

Solo el de Melaquías.

El sirviente se retira con una venia, regresando luego con uno de los sacerdotes de Jehová.

— ¿Qué es lo que debes decirme, Melaquías? ¿Vienes a ofenderme a mi propio palacio? –pregunta Acab sarcásticamente, mientras despide con un ademán al sirviente.

— La palabra que tengo es solo para el rey –dice el sacerdote mirando severamente a Jezabel, la que no puede disimular su ira, al escucharlo.

— El rey no oculta nada a la reina, Melaquías, de modo que puedes entregar tu palabra al rey...

— No mi señor, rey Acab. Si no que la palabra que traigo, solo debo entregarla al rey.

— ¿No temes provocar a ira al rey y a la reina, Melaquías? –pregunta Acab, en tono burlón, mientras Jezabel se pone de pié indignada–. ¿O te vas a ocultar “valientemente”, como tu profeta Elías?

— Elías no se oculta, mi señor Acab. Solo sigue los designios de Jehová. Pero él no te desea el mal. Ya quisiéramos todos los sacerdotes de Jehová, y sus profetas, que volvieras tu corazón a sus disposiciones reglamentarias, y te atrajeras la buena voluntad de nuestro Dios, para ti y para todo Israel...

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— Sí, sí, sí. Lo que digas, Melaquías –interrumpe altaneramente Acab al sacerdote–. Pero no te hice ver mi rostro para que me enseñes a gobernar, si no para que me declares esa palabra tuya y de Jehová. Habla, Melaquías...

— Que el rey, por favor, no se enardezca de cólera, si no que se me permita hablar esta sola cosa: ¿Pudiera la reina honrarnos con privacidad, oh rey Acab? Lo que tengo que decirte se me ordenó hacerlo solo en tu presencia.

— Está bien, Melaquías. Mira que verdaderamente te muestro consideración con esta cosa que has pedido –responde Acab, haciendo un gesto a su esposa Jezabel, para que los deje solos–. De lo contrario, me atormentarás hasta morir...

— ¡Los dioses no olvidarán esta afrenta, Melaquías! –dice airadamente Jezabel, mientras se retira del lugar con aires de ofendida, acompañada por su sirvienta. Los demás siervos del rey, también se retiran, a excepción de los dos soldados de la guardia personal de Acab.

— Habla, Melaquías... Di la palabra que tienes para mí, y luego márchate –ordena Acab, mientras se acomoda en su diván de marfil.

— Oh, rey Acab, tu sabes de la palabra de Jehová que te vino por boca de su profeta, Elías, y cómo éste profetizó esta sequía que ya ha comenzado sobre todo Israel. Pero has estado endureciendo tu corazón para con Jehová tu Dios.

— Contra Israel ha hablado Elías, Melaquías. Su maldición traerá sufrimiento a todo el pueblo de Jehová. Sufrirán por igual, y más, puesto que la gente de la tierra es pobre.

— No, mi señor el rey, sino que es la palabra de Jehová, lo que ha hablado Elías, no una maldición. Todo el pueblo sufre, pero porque tú, oh Acab, estás permitiendo que tu esposa Fenicia, esté volviendo el corazón del pueblo a la adoración de dioses extranjeros, de los cuales Jehová dijo “no deben volverse a servir a los dioses de las naciones”.

— Es solo otra forma de adoración, Melaquías. No puedo obligar al pueblo que adore a Jehová. ¿No dice la ley de Moisés que se debe adorar voluntariamente a Jehová? Que cada uno decida a qué dios va a adorar. Es su asunto. El rey no tiene parte en eso, Melaquías.

— Pero no es solo una forma de adoración, oh rey Acab. Se están cometiendo atrocidades que están trayendo culpabilidad de sangre sobre la nación, y sobre tu casa, ya que eres su rey.

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— Creo que exageras, Melaquías. Elías te ha trastornado con sus exageraciones y acusaciones infundadas.

— Que el rey me permita traer la prueba de esas atrocidades y que en su sabiduría decida si estamos trastornados o se está cometiendo locura deshonrosa en Israel...

— ¿Prueba? ¿Qué truco quieres hacer ahora, Melaquías?

— Juzga tu oh rey, y da tu veredicto –dice el sacerdote, mientras se dirige a la puerta de entrada donde uno de los sacerdotes de Jehová le entrega una vasija de arcilla cocida, luego de lo cual, Melaquías cierra la puerta del aposento. Luego se dirige con la vasija ante la presencia de Acab y la destapa. Acab da una exclamación de sorpresa y desagrado, mientras se tapa la nariz ante el hedor.

— Sí, mi señor el rey. Es el cadáver de un niño recién nacido. De un niño Israelita. Muchos como él se están ofreciendo en sacrificio a la diosa Astarté, todas las semanas en sus ritos secretos, en el medio mismo de Samaria, en el templo de la diosa. Muchas de esas vasijas se han encontrado en los alrededores del templo. Ese es el precio que se paga por adorar a dioses que nada valen. Como puedes ver, rey Acab, no estamos delirando ni trastornados. ¿Vas a permitir que estos crímenes se sigan cometiendo en Samaria?

— ¿Y qué puedo hacer, Melaquías? –responde Acab, visiblemente afectado hasta las lágrimas, incorporándose incómodo de su diván–. Son negocios de dioses cananeos. Yo soy Israelita, rey de Israel. No tengo derecho en inmiscuirme en sus ritos sagrados.

— Pero están asesinando niños Israelitas, rey Acab –responde con vehemencia el sacerdote indicando el interior de la vasija–. Sin duda es tu asunto. Tú eres el rey de Israel. Si no actúas, Jehová traerá su indignación contra este pueblo y contra su rey. El clamor del pueblo contra tu esposa Jezabel, es cada día mayor. Los sacerdotes de Jehová claman en polvo y ceniza en la plaza del mercado de Samaria. Ningún sacrificio podrá expiar los pecados de tu casa. Y hay indignación de parte de Jehová para contigo. ¿Y cómo podrás alargar tus días sobre la tierra?

— Oren a Jehová, para que no me sucedan esas cosas que mencionas, Melaquías–responde visiblemente afectado el rey Acab, dando por finalizada la conversación.

Luego de retirarse el sacerdote, Acab se deja caer muy afectado sobre su diván. Jezabel ingresa furibunda, arrojando un jarrón de cerámica al suelo, cerca de la puerta de entrada y que estaba sobre un pedestal, quebrándose en mil pedazos.

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— ¿Cómo has podido permitir que un simple sacerdote de tu dios haya venido a ofender al rey en su propia cara? –dice airada, agitando su puño delante de Acab–. Y lo que es más reprensible aún –agrega casi gritando fuera de sí–. ¡Dejarlo que profanara los sacrificios sagrados de Astarté! Hay indignación de parte de los dioses contra ti, Acab...

— Me mostró el cadáver de un pequeño niño muerto, Jezabel... –responde Acab, muy afectado–. ¿Qué podía decir? Dice que hay muchos niños enterrados cerca del templo de la diosa...

— ¿Y eso te descompone el vientre, Acab? ¿Acaso Abraham, tu antepasado, no estuvo dispuesto a sacrificar a su propio hijo a petición de tu dios? –responde Jezabel, con altivez–. Al contrario, aquí nadie obliga a los siervos de Baal ni de Astarté a ofrendar a sus hijos. Lo hacen como ofrenda voluntaria. Es el mayor honor que pueden rendir a los dioses. Por ello los dioses les agradecen dándoles fructífera descendencia y cosechas abundantes.

— Pero en Israel no se acostumbran tales sacrificios –responde débilmente el rey–. Melaquías dice que el clamor del pueblo crece, y es cada día mayor. Los sacerdotes de Jehová se han reunido vestidos de saco y claman en polvo y ceniza en la plaza del mercado...

— ¿Y crees que no lo sé? –responde furibunda, Jezabel–. Hablan cosas horribles de mí, y están determinados a traer sobre mi cabeza todas las calamidades que ocurren en Israel. ¡Ya estoy harta de ellos! ¡Harta! ¡Exijo que hagas algo Acab! ¡Están conspirando contra ti y el reino, en tus propias narices, esposo mío! ... ¡Y no haces nada! ¡Nada!

— ¿Pero qué puedo hacer, Jezabel? –responde Acab, con debilidad–. Son los sacerdotes de Jehová, el Dios de esta nación... No puedo atentar contra sus sacerdotes... ¿Cómo sabes que esta sequía no es producto de la indignación de Jehová contra Israel? ¿Cómo puedo yo, agregar a su cólera, castigando a sus sacerdotes? Soy su rey... Se supone...

— ¡Vas a llevarme a la locura con tus indecisiones, Acab! –interrumpe groseramente, Jezabel, mientras se pasea impaciente por la habitación–. ¿Acaso no temes la cólera de los dioses? ¿Acaso Jehová, es el único dios que hay aquí? Él es un dios. Los dioses cananeos son cientos... ¿Quién es mas poderoso, Acab? ¡No seas necio, esposo mío!

— Pero, aún así, no puedo...— Está bien Acab...esposo mío... Si no

quieres hacer nada mientras ves cómo se derrumba el reino a tu alrededor, al menos

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permíteme defender a mí, nuestra honra y a tu nación, ya que parece que no le importan a su rey –interrumpe irónicamente Jezabel, inclinando su cabeza para mirar al rey a los ojos, justo enfrente de él, mientras le extiende su mano a modo de solicitud.

— Haz lo que sea bueno a tus ojos –responde Acab, depositando en la palma de la mano de Jezabel, su anillo de sellar. Jezabel sale de la habitación dando un portazo.

Jezabel llama al mayordomo y le da instrucciones de reunir al jefe de la guardia real y a su escribiente. Luego de reunidos en el despacho de Jezabel, la reina ordena cerrar la puerta y pone al mayordomo a vigilar la entrada, con instrucciones de no dejar entrar a nadie, so pena de muerte. Abdías, el mayordomo, escucha con sigilo por un resquicio de la habitación.

— Quiero que reúnas a la guardia, y a cincuenta soldados seleccionados, siervos de Baal, Ulsías. –ordena Jezabel, mientras su escribiente redacta sus órdenes–. Buscarás a todos los sacerdotes de ése... ese Jehová –dice en tono despectivo–, y los reunirás, con engaño, en las caballerizas de palacio. Quiero que no falte ni uno solo. Detrás de ellos deberás cerrar las puertas herméticamente. Haremos un gran sacrificio a Baal... Quizás así la diosa Anat pueda fortalecer el brazo de Baal, para oponerse al dios Mot, y así tengamos lluvias. Cualquiera que escape, lo reclamaré de tu mano, Ulsías.

— Sí, señora –responde el soldado–. ¿El rey está enterado de esto, mi señora?

— Lo está. Aquí está su sello, Ulsías –responde Jezabel, estampando el sello del rey sobre las órdenes escritas por el secretario, y entregándoselas al soldado. Éste sale de la habitación. Abdías el mayordomo, se apresura a salir de palacio una vez despachado por la reina.

...Unos meses después, en casa de Nabot, en Jezreel...

— Esposo mío, la huerta se ha secado y ninguno de los almácigos a fructificado –dice la esposa de Nabot, mostrando unas verduras secas–. También el pozo de agua está seco desde hace un mes, y el agua que hemos juntado

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ya se terminó. Solo nos queda un cubo de agua, un efá de harina y un jarro de aceite. ¿Qué haremos para sobrevivir?

— Lo que hemos hecho siempre, mujer –responde Nabot, rodeando con su brazo derecho a su esposa–. Confiar en Jehová. Reúne a los hijos, haremos una oración a Jehová.

Jael, la esposa de Nabot, reúne a toda la familia alrededor de la mesa rústica. El efá de harina, y el jarro de aceite están sobre la mesa. Nabot dirige una sentida oración a Jehová. Su familia mantiene sus cabezas respetuosamente bajas. Al finalizar la oración, Nabot da instrucciones:

— Prepara un pan de harina, mujer, con el aceite. Comamos el alimento prescrito para este día, y dejemos la preocupación del día siguiente a nuestro Dios.

— Si, mi señor –responde Jael, mientras se acomoda un delantal, y da instrucciones a sus hijos para que le ayuden.

— Padre, ¿Qué pasará con las familias de Israel? ¿Les proveerá alimento Jehová? –pregunta Nadab, el hijo mayor.

— Jehová está disciplinando a su pueblo, Nadab, por causa de Acab quien ha permitido que su esposa fenicia esté volviendo el corazón del pueblo hacia los dioses falsos. Y ahora hay más indignación de parte de Jehová para con Acab y su casa, por cuanto Jezabel dio muerte a Melaquías y a los demás de los sacerdotes de Jehová en Samaria. Pero Él cuidará a su pueblo de acuerdo con su voluntad. En cuanto a los que han resultado fieles a los caminos de Jehová, se ha asegurado su protección y bendición. Él es el águila que cubre con alas remeras a sus leales. No debemos temer a la adversidad.

— Pero los sacerdotes fueron leales a Jehová, y sin embargo fueron muertos, padre –dice Eliab, su otro hijo–. ¿No pudo protegerlos Jehová?

— Lejos está de la Altísima imposibilidad alguna, Eliab –responde Nabot–. Y lejos del Altísimo cometer injusticia. ¿No recuerdas la historia de Job, el Uzita, en los escritos de Moisés? Sus diez hijos, siervos del Altísimo, fueron muertos injustamente, pero no por Jehová.

— Oh, sí, padre –interviene Nadab, entusiasmado–. El Maligno, enemigo de Dios, pidió probar a Job, causándole calamidad. Entre eso, mató a sus hijos.

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— Qué bien que lo recuerdes, Nadab. Aunque la prueba, autorizada por Jehová, era para Job, eso significó la muerte injusta de sus diez hijos. Y no es que Jehová no pudiera impedirlo. Simplemente lo permitió.

— ¿Y por qué lo permitió, padre? –pregunta interesado, Eliab.

— La integridad de sus leales estaba siendo cuestionada por el Malo, Eliab –responde Nabot, rodeando con su brazo a su hijo–. Al permitir la prueba, Jehová demostró que sus siervos pueden serle fieles hasta la misma muerte. No condicionamos nuestra adoración a Jehová, solo si nos conserva la vida, como muy bien lo demostró el fiel Job. Si se nos amenaza de muerte, no abandonamos los principios justos de Dios.

— Sabemos que Jehová puede restaurarnos la vida ¿verdad padre? –responde Eliab, con seguridad.

— ¿No dice acaso la Escritura acerca de Job: “Si un hombre muere ¿puede vivir?” –asiente Nabot–, y la escritura responde: “Tú llamarás y te responderé. Por tu criatura sentirás vehemente anhelo”.

— Eso significa que Job saldrá del Seol y vendrá a la vida ¿verdad padre? –pregunta Eliab.

— Así es. Y todos sus hijos con él. –responde sonriente Jael, la esposa de Nabot–. Y si permanecemos leales a Jehová durante esta difícil prueba, aunque muramos, Jehová nos reservará la vida indefinida, tal como a Job y a todos los profetas y siervos fieles de Dios. Por eso, como dice su padre, nunca debemos dudar del cuidado amoroso de Jehová, por muy difíciles que sean las pruebas a las cuales tengamos que enfrentarnos en el futuro.

— Hablas con la verdad, mujer –responde complacido Nabot–. Es precisamente así, como tú dices. No sabemos muy bien por qué Jehová permitió la muerte de los sacerdotes, pero en su sabiduría él hará que se les haga justicia. La casa de Acab deberá responder por esa gran maldad, y a su debido tiempo, Jehová reclamará la sangre de todos sus siervos.

Esa noche los pensamientos tranquilizadores de la conversación que sostuvieron, hacen que la familia de Nabot duerma placidamente. A la mañana siguiente Jael se levanta muy temprano, pensando en salir en busca de alimento para la familia, sin saber claramente dónde dirigirse. Las palabras de su esposo resuenan en sus oídos y la tranquilizan. Ya Jehová su Dios, les mostrará la salida. Tiene absoluta convicción de ello. Piensa en lavarse el rostro, pero luego recuerda que se terminó el agua que habían juntado, justo el día anterior. Y aún,

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cuando hubiera quedado alguna, ciertamente no la desperdiciaría mojándose el rostro. Mecánicamente se dirige a la cocina, como todos los días.

Nabot despierta sobresaltado debido a las palabras excitadas de Jael su esposa...

— ¡Nabot, Nabot! ¡Despierta! –repite con insistencia, mientras remese a su esposo que refriega sus ojos todavía medio dormido.

— ¿Qué ocurre, mujer? ¿Qué agita tu corazón?

— Ven a ver esto... tienes que verlo... ¡Ay, mi Dios!, aún no lo creo...

— ¿Qué ocurre? ¿Has perdido el juicio?— ¡Me pague Jehová con sus

misericordias! Si he de perderlo, júzguelo mi señor... ven y ve...

Jael conduce a su esposo hasta la cocina y nerviosa, le señala la mesa, sobre la cual se encuentra la vasija con harina y el jarro de aceite... Nabot no puede creer lo que contemplan sus ojos... ¡La vasija de harina está llena hasta el borde! ¡Y la jarra de aceite hasta el cuello! Como si ambos lo hubieran pensado al mismo tiempo, se dirigen corriendo al cubo donde habían juntado agua y que debería estar casi vacío. ¡Lleno hasta el tope!

Durante todo el período de tiempo que duró la sequía, siempre sucedía lo mismo, cada mañana. Solo se detuvo al caer las primeras lluvias sobre Israel.

También, durante ese tiempo que duró la sequía, Acab no ablandó su corazón, para dejarse disciplinar por Jehová. De modo que Jehová envió a su profeta Elías a su encuentro, enviándolo a llamar con Abdías, el mayordomo de palacio, el que ocultó a cien de los profetas de Jehová para salvarles la vida, por cuanto Jezabel se había propuesto eliminar la adoración de Jehová en Israel.

Incidentalmente, Acab, inducido por Jezabel, había enviado por toda la tierra en busca de Elías, el profeta, y no lo halló, porque era de Jehová que el rey no lo hallara.

Y aconteció que cuando Acab se encontró con Elías, el profeta de Jehová… Acab le dijo taimadamente…

— ¿Eres tú, el que acarrea extrañamiento al pueblo de Israel, enemigo mío?

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— Yo no he acarreado extrañamiento a Israel –responde Elías, señalando a Acab con su báculo–. Si no que eres tú, y la casa de tu padre el que ha acarreado extrañamiento. Porque ustedes han abandonado insolentemente los mandamientos de Jehová, tu Dios, y Dios de tu pueblo, Israel. Y te pusiste a seguir a los baales, y te vendiste miserablemente a tu esposa sidonia, a Jezabel tu esposa fenicia.

— ¿Cómo llevaremos este negocio a su final, Elías? –responde Acab, evadiendo las palabras del profeta–. La tierra se muere, y se dirá de Jehová: “su propio Dios los mató de hambre, porque no pudo ante los dioses cananeos”. ¿Es eso lo que deseas para tu Dios, Elías?

— Yo te diré cómo terminaremos este negocio, Acab, por cuanto has abandonado tu reino en manos de Jezabel, tu esposa. Y ahora envía… júntame a todo Israel en el monte Carmelo, y también a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y a los cuatrocientos profetas de Astarté, que están comiendo a la mesa de Jezabel.

De modo que Acab procedió a enviar a los hijos de Israel, y a congregar a los profetas en el monte Carmelo.

Elías ordenó erigir dos ofrendas simultáneas. A Baal y a Jehová. Baal no respondió a las súplicas de sus sacerdotes, porque no es Dios. Toda la mañana, hasta el mediodía, se cortaron según su costumbre, hasta sangrar, pero no hubo nadie que respondiera. Pero Jehová escuchó la oración de Elías, su profeta, y el brazo de fuego de Jehová descendió desde los cielos y devoró toda la ofrenda mojada, junto con las piedras y el agua que Elías había ordenado sobre la ofrenda. Y el pueblo se llenó de temor, y clamó con sus rostros a tierra: “¡Jehová es el Dios verdadero! ¡Jehová es el Dios verdadero!”. Entonces Elías ordenó que prendieran a los sacerdotes de Baal, y a los sacerdotes del poste sagrado, de Astarté, y los hizo degollar en el valle torrencial de Cisón, ante la mirada atónita del rey. Ahora Elías dijo a Acab:

—Sube, porque hay sonido de aguacero, desde la persona de Jehová.Más tarde, Elías envió a su servidor a Acab, el rey, con un mensaje: “Engancha el carro

y baja, para que no te alcance el aguacero”. De modo que el rey siguió adelante en su carro, y se encaminó a Jezreel. Cuando Acab refirió a Jezabel, su esposa, todo lo que había acontecido en el monte Carmelo, y de la muerte de los profetas de Baal y del poste sagrado, ella entró en cólera asesina contra Elías:

— ¡Así me haga Baal, y todos los dioses, y así añadan a ello, si mañana a esta misma hora no hago el alma de Elías como el alma de cada uno de los profetas de Baal que él degolló delante del rey! –dijo Jezabel en ardor de cólera.

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Luego envió un mensajero a Elías con el mensaje. Pero no lo halló, porque él mismo entró en el desierto, por su alma.

Mientras tanto sucedió que con las nubes y el viento, vino un gran aguacero sobre Israel. Y la tierra descansó de su aridez.

Y sucedió, después de estas cosas, a la vuelta de diez años, en el año veinte del reinado de Acab, que había una viña que pertenecía a Nabot el jezreelita, con la que Jehová había bendecido a Nabot, la cual estaba en Jezreel, al lado del palacio de Acab el rey de Israel. Así que Acab habló a Nabot y dijo: “Dame tu viña, sí, para que me sirva de huerta de legumbres, porque está cerca de mi casa; y déjame darte en lugar de ella una viña mejor que ella. O si es bueno a tus ojos, ciertamente te daré dinero por precio de esta”. Pero Nabot no consintió en ello, y dijo a Acab: “Es inconcebible por mi parte, desde el punto de vista de Jehová, que yo te dé la posesión hereditaria de mis antepasados”.

Y Acab volvió a Nabot con insistencia, pero Nabot no consintió en venderla, porque amaba la ley de Jehová.

En casa de Nabot, reciben la visita de Bidqar2, el adjutor de Jehú, uno de los comandantes del ejército de Acab. Incidentalmente, Bidqar era pariente de Nabot. Nabot le honra con lo mejor de su alimento. Toda la familia está reunida en la mesa, a la hora de la cena.

— Me da gusto, Bidqar, que estés con nosotros –dice jovialmente Nabot–. Es bueno verte. No es frecuente ver tu rostro, por tu servicio en el ejército.

— Lo sé, Nabot. Sin embargo los días para Israel no son buenos. La adoración a Jehová está resentida. Acab y su esposa Jezabel, están empeñados en ofender a Jehová. A pesar de que la muerte de los profetas de Baal, a manos de Elías, el hombre del Dios verdadero, ha hecho que muchos se vuelvan a Jehová, no ha sido fácil mantener la lealtad a sus mandatos. Jezabel ha vuelto a traer otros sacerdotes de Baal.

— El rey está pretendiendo que le vendamos a perpetuidad nuestra viña. Y no podemos hacerlo sin transgredir la palabra de Jehová –explica Nadab, hijo mayor de Nabot.

— Estoy enterado de los intentos de Acab por quedarse con la viña de ustedes, Nadab –responde Bidqar, poniendo su mano en el hombro derecho de Nadab quien está sentado a su lado en la mesa–. Ha consultado con sus siervos, sobre las disposiciones de la ley de Moisés acerca de eso. Así nos hemos enterado. Abdías, el mayordomo de palacio, siervo del Dios altísimo, nos tiene al tanto de lo que el rey planea. Y sabemos que volverá a ustedes, con una nueva oferta.

2 Tercer hombre en el carro de guerra. El que lleva el escudo.

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— Y tendrá de nosotros la misma respuesta, Bidqar –responde con seguridad Nabot–, puesto que no es asunto de conveniencia, si no de ser leales a la ley de Dios.

— ¿Entiendes el peligro que está envuelto en este asunto, Nabot, pariente mío? –pregunta con preocupación, Bidqar–. ¿Estás seguro de lo que haces tú y tu familia?

— Lo estoy –responde con seguridad Nabot, a lo cual su familia asiente con la misma seguridad–. Sabemos de lo que es capaz Jezabel. Pero estamos determinados a no ofender a Jehová nuestro Dios. Si hemos de bajar al Seol, bajaremos al Seol. Que así sea. No cederemos en nuestra integridad.

— Siempre he sabido de tu integridad, Nabot –responde Bidqar, con admiración–. Alabo a Jehová –dice, elevando sus manos y su mirada al cielo–, por sus siervos leales como tú y tu familia, Nabot. y como Abdías que cada día arriesga su vida en palacio, al ocultar a los sacerdotes de Jehová de la mano de Jezabel.

— Sé del valor de Abdías –responde Nabot–. Y Jehová ciertamente le pagará su bondad amorosa, tal y como pagó la bondad de Job, su siervo, a quién Satanás pidió para zarandear como a trigo en el viento.

— Mi padre dice que Satanás puede reclamar nuestra integridad, también, Bidqar –interviene Eliab, hijo menor de Nabot–. Y hemos jurado no transigir, tal y como lo hizo Job.

— Así es, Eliab. En estos difíciles tiempos que vivimos, todos los siervos de Jehová estamos siendo puestos a prueba, por el Inicuo –asiente Bidqar–. Toca a cada uno de nosotros demostrar cuán grande es nuestra fe y nuestro amor a Jehová.

— ¿Quedarán muchos leales a Jehová en Israel, Bidqar? –pregunta Eliab.

— Abdías dice que Elías ha sabido por boca del Altísimo, que existen siete mil israelitas que no han doblado sus rodillas ante Baal –responde Bidqar–. Entre ellos, sin duda, estás tú y tu familia, pariente mío.

— ¡Bendito sea el Dios Altísimo, que ha mantenido los corazones de esos siete mil, apegados a sus tiernas misericordias! –responde emocionada Jael, esposa de Nabot–. Y bendito de Jehová sea mi señor Nabot, por conducir nuestra lealtad por el camino de la vida.

— Jehú, uno de los comandantes militares de Acab, al cual sirvo en mi división de carros de guerra, también es uno de ellos –dice Bidqar–. Jehú aborrece los métodos de Jezabel, y la cobardía de Acab para no oponerse a su esposa sidonia. Pero dice que mientras Jehová no intervenga, no podemos conspirar contra el

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rey, como algunos se lo han propuesto. Dice que es mejor seguir el camino de David, el rey, quién no alargó su mano contra Saúl, su enemigo, porque era el ungido de Jehová, que seguir el camino de Zimri, que asesinó a su señor, el rey Elah.

— Jehová se encargará de ensalzar a todos los que con humildad se someten a Su voluntad –dice Nabot–. Que su lealtad sea grabada en el rollo de Dios, para conocimiento de naciones, como la lealtad de David, el rey.

Y sucedió, después de esto, que Acab el rey, bajó a Nabot con una nueva propuesta...

— Nabot, mira que te he mostrado consideración hasta este punto, y he ejercido paciencia para contigo y para con tu testarudez hasta este mismo día –dice Acab bajando de su carro. Le acompañan algunos soldados y Bidqar, pariente de Nabot, el adjutor de Jehú el comandante militar–. He traído una oferta que no podrás rechazar, ya que perjudica al rey en beneficio tuyo: Dame tu viña, y yo por mi parte te daré en perpetuidad dos de mis mejores viñas, a las puertas de Jezreel. Además te pagaré con dinero en plata, la compensación que me pidas y que sea bueno a tus ojos pedir. Podrás agradecer a tu Dios esta bondad mía, ya que viene de Jehová.

— ¿Cómo puede venir de Jehová esta cosa, oh mi señor el rey, si me pides que pase por alto su ley, en beneficio tuyo? –responde con seguridad Nabot, en presencia de sus hijos–. ¿Puede complacerse el Altísimo mismo, en que se traspase su palabra, y bendecir por ello? No, si no que esta oferta viene de tu propia boca, mi señor, y no de Jehová. Y no debe persistir el rey en querer comprar la viña, pues lo decidido, decidido está: No venderemos.

— Tu comportamiento es como el comportamiento de los asnos de Judá, que no van al campo aunque se les alimente diez veces, y que solo el golpe del cayado logra mover un poco, Nabot –dice indignado el rey, subiendo a su carro y dando vueltas a sus caballos que tiran el carro para regresar a palacio–. ¿No dice la escritura que no debes provocar al rey, Nabot? ¿No temes la ira del rey?

— La escritura también dice, “no debes poner a prueba a Jehová tu Dios”, mi señor –responde con firmeza Nabot, mientras sus hijos le rodean con su brazo–. Y tú me incitas a provocar a ira al Poderoso.

— Veremos, Nabot... veremos quién es más testarudo de los dos –dice Acab, fustigando con furia a los caballos y retirándose de Nabot. Bidqar le guiña un ojo a Nabot y le sonríe complacido, retirándose con el rey, en dirección a Samaria.

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Frustrado, Acab, al llegar al palacio de marfil, se encerró en su aposento interior. Entonces se acostó sobre su lecho y mantuvo su rostro vuelto. A la hora del crepúsculo sus siervos ingresaron a su cuarto con el alimento del rey, sin embargo el rey no consintió en comer, y ordenó le retiraran las viandas. Los sirvientes le refirieron las palabras del rey a Jezabel, su esposa.

Por fin vino al rey, Jezabel su esposa y le habló:

— ¿Por qué está triste tu espíritu y no estás comiendo pan, esposo mío? –le dice Jezabel, recostándose al lado del rey.

— Por causa de Nabot, el jezreelita –responde taimado Acab, sin voltear el rostro–. Procedí a hablar con él, y a decirle: ‘Dame tu viña, sí, por dinero. O, si prefieres, déjame darte otra viña en lugar de ella’. Incluso le ofrecí

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una oferta en contra del rey –dice volteándose hacia su esposa–, pero él dijo: ‘No te daré mi viña’”.

— ¿Eres tú el rey, o son tus siervos los que ejercen ahora la gobernación real sobre Israel? Levántate, come pan y alégrese tu corazón. Yo misma te daré la viña de Nabot el jezreelita.

— ¿Lo harás? –pregunta Acab, con interés–. ¿No irás a...?

— ¿Mandarlo asesinar? –responde hipócritamente Jezabel–. Tal vez si estuviera en Sidón este negocio se resolvería fácilmente, pero en Israel... ¿cómo podría hacerlo, si el rey me ha quitado su favor y me prohíbe ir contra de la voluntad de su Dios y la de sus siervos? No te preocupes, esposo mío. Todo se hará según las leyes de tu pueblo y de tu Dios.

— Que tus palabras resulten verdaderas. Ya bastante tengo con profetas y sequías, además de tener que lidiar con Ben-hadad y los sirios.

Inmediatamente después de eso, Jezabel, envió por Abdías, el mayordomo y le ordenó traer a unos oficiales de la corte versados en la ley de Jehová. Tres oficiales de la corte vinieron a Jezabel, con una copia del rollo de la ley. Abdías no pudo ubicarse convenientemente para escuchar a la reina. Por lo que debió permanecer fuera del aposento real.

— Quiero que busquen en la ley de este dios de Israel, motivo para culpar a Nabot, el jezreelita –ordena Jezabel a los oficiales–. Deberán buscar causa de muerte.

— Los pecados que prescribe la ley, como merecedores de juicio de muerte, no alcanzan a Nabot, el jezreelita, mi señora –responden los oficiales–. Es un hombre apartado del mal, y fiel a la ley de su Dios.

— ¿Cómo puede existir un hombre que no tenga defecto alguno? –responde furibunda–¡Todos los hombres tienen debilidades!, ¿verdad?

— No este hombre, mi señora –responden los oficiales–. No causa de muerte.

— ¡Entonces le inventaremos uno! –grita Jezabel, golpeando la mesa–. ¿No dice la ley de ustedes, que si un hombre comete adulterio, se le debe lapidar? Pues le enviaremos una sacerdotisa joven de Astarté, que está a mi servicio, para embaucarlo y hacer que cometa locura deshonrosa. Luego le lapidaremos.

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— Nabot jamás será embaucado con eso, mi señora. Su fidelidad es proverbial en Jezreel. Además el hombre ya está entrado en años.

— ¿Y cómo se puede condenar a un hombre por algo que no pueda negar? –pregunta Jezabel.

— No es posible, mi señora –responden los oficiales–. Solo por boca de dos o tres testigos se puede condenar a un hombre, según la ley de Moisés.

— ¿Y eso es todo? ¿Y ustedes creen que es imposible hacerlo? ¡Já! Cosas más difíciles que esa, se hacen en Sidón. Búsquense un asunto que parezca posible de ser efectuado por el jezreelita, y luego buscaremos los testigos.

— Es muy difícil la tarea que nos ha encomendado la reina. Solo hay un asunto que pudiera parecer posible en Nabot, pero nadie lo creerá.

— ¡No tienen que creerlo, Tobías! ¡Solo acatarlo! –responde altaneramente Jezabel–. ¿Se puede invalidar la palabra de dos testigos en un juicio?

— Solo con la palabra de otros dos testigos.

— ¿Ya ven? Está hecho. Búsquenme esa cosa que dicen, en la ley, y luego enviaremos cartas a los ancianos de Jezreel.

— Deberá proclamarse un ayuno, para efectuar esta cosa, frente a los ancianos y frente al pueblo. No es posible de otro modo –responden los oficiales.

— Pues, que sea –dice Jezabel, despachando a los hombres–. Los dioses les pagarán generosamente a todos por esta cosa que están haciendo a favor del rey.

Por lo tanto, ella escribió cartas en nombre de Acab y las selló con el sello de él, y envió las cartas a los ancianos y a los nobles que había en Jezreel, la ciudad de él, que moraban con Nabot. Pero escribió en las cartas, diciendo: “Proclamen un ayuno, y hagan que

Nabot se siente a la cabeza del pueblo. Y hagan que se sienten enfrente de él dos hombres, individuos que no sirvan para nada, y que testifiquen contra él, y digan: ‘¡Has maldecido a Dios y al rey!’. Y sáquenlo fuera y apedréenlo para que muera”.

De modo que los hombres de su ciudad, los ancianos y los nobles que moraban en su ciudad, hicieron tal como Jezabel les había enviado palabra, tal como estaba escrito en las cartas que ella les había enviado.

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Aunque sabían de la inocencia y el camino recto, a los ojos de Jehová, en los que Nabot andaba, porque temieron la voz de Jezabel, proclamaron un ayuno e hicieron que Nabot se sentara a la cabeza del pueblo, en la puerta de la ciudad, ante los ojos del pueblo y de los ancianos del lugar:

Entonces dos de los hombres, individuos que no servían para nada, entraron y se sentaron enfrente de él; y los hombres que no servían para nada empezaron a testificar contra él, es decir, contra Nabot, enfrente del pueblo, diciendo:

— ¡Hemos oído a este hombre, a Nabot, maldecir a Dios y al rey!

— ¿Son así estas cosas, Nabot? –preguntan los jueces y ancianos–. ¿Qué tienes que decir acerca de ello?

— ¡Varones, hermanos! –responde Nabot elevando sus manos en dirección del pueblo y de los jueces–. No es ante un pueblo que no me conoce, que presento mi defensa. Ustedes saben y son testigos de cómo me he comportado ante la ley de mi Dios. Si acaso alguna vez ofendí gravemente a alguno de ustedes, y si acaso ofendí, no de gravedad, ¿no le resarcí cuatro veces la pérdida, voluntariamente?

Deliberadamente, los jueces y los hombres de mayor edad, no levantaban la vista del suelo, y ninguno se atrevía a mirar a Nabot a los ojos, pues sabían de la injusticia que estaban llevando a cabo por palabra de Jezabel.

— ¿Acaso alguna vez hubo un juramento falso en mi boca, para ofender el nombre de Jehová? –continúa su defensa, Nabot–. ¡Cuánto menos una blasfemia o maldición contra su santo nombre! ¡Jamás suceda eso, no de mi boca! ¿No compartí con muchos de ustedes mis pocos bienes durante la sequía de la profetizó, Elías, el hombre del Dios verdadero? Muchos de ustedes aquí presentes, son testigos de mi integridad para con las disposiciones reglamentarias de Jehová. ¿Cómo pueden ustedes creer que mi alma se deleitaría en maldecir a mi Dios, que me sostuvo en tiempos de angustia y que me bendijo con mi heredad en Jezreel? Ahora por causa de esa heredad estoy aquí, siendo juzgado ante ustedes por algo que no hice.

— Pero hay testigos, Nabot –interrumpe uno de los jueces, sin mirar el rostro de Nabot.

— ¿Lo son? –replica Nabot–. Si me han oído maldecir al rey, que digan cuándo, o delante de quién lo hice, para que su testimonio sea verdadero. ¿No son testigos todos ustedes de la forma en que me he referido al rey, a pasar de que él procura injustamente mi viña? Porque es por eso que todo este asunto está en pie aquí hoy, delante de ustedes.

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— ¡Lo oímos en su viña, al atardecer! –interrumpen los falsos testigos–. Todos los que se dirigían de regreso del campo a sus moradas, lo oyeron.

— ¿Y quiénes son esos? –pregunta Nabot– ¡Que presenten su testimonio!

— No sabemos. No reconocimos a nadie, ya que era la hora del crepúsculo –responden mentirosamente los testigos–. Pero si están aquí, que presenten su testimonio.

— ¿No digo la verdad, cuando afirmo que ustedes son testigos falsos y que fueron alquilados por Jezabel? –responde Nabot, logrando una reacción ofuscada de los jueces.

— ¿Nos acusas a nosotros también, Nabot, de estar comprados por la reina? –dicen los jueces poniéndose de pié.

— Si han sido alquilados o no lo han sido, no me corresponde a mí decirlo, oh jueces –responde Nabot–, ya que solo Jehová escudriña los riñones. Pero la ley dice: “No debes levantar falso testimonio contra tu prójimo”, y aquí, séales sabido, se está juzgando a un inocente, sobre la base de un falso testimonio.

— Conocemos la ley, Nabot –responden los jueces–. No es necesario que tú nos la enseñes. Y la ley dice que por boca de dos o tres testigos queda probada la verdad. Y la verdad es que se te acusa por boca de dos testigos, que has blasfemado contra Jehová y maldecido al rey. Eso son los hechos.

— Dime Nabot –pregunta el más ofuscado de los jueces–, ¿Tus hijos te oyeron maldecir a Dios también? Porque la ley dice que si lo oyeron y no dieron testimonio de ello a los jueces, son culpables de muerte, al igual que tú.

— ¿Cómo puede un hijo oír algo que nunca se dijo? –responde valerosamente Nadab, el hijo mayor de Nabot.

— ¿Qué dicen los dos testigos? –insiste el juez–. ¿Oyeron sus hijos a su padre, maldecir a Dios y al rey?

— Le oyeron –responden infamemente los testigos falsos–. Estaban junto a su padre cuando Nabot maldijo a Dios.

— Ya nada más hay que probar. El asunto está decidido. Culpables son de muerte –dice el juez–. Sabes lo que eso significa, Nabot.

— Lo sabemos –responde valerosamente Nabot–. Y estamos preparados para eso. Toda mi familia lo está. El Enemigo ha tratado de que abandonemos nuestra integridad, y no lo haremos. Al Seol bajaremos, y de allí subiremos, porque no hemos abandonado las misericordias de Jehová.

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— Jehová es testigo de este juicio, Nabot –responden los jueces–. Y por cumplir sus disposiciones es que te juzgamos hoy.

— Dices, bien, y por tus palabras serás juzgado, y por tus palabras condenado –responde Nabot–. Pero séales sabido a todos ustedes, que si me dan muerte a mi y a mis hijos, es sangre inocente la que están poniendo sobre las cabezas de ustedes mismos y sobre sus jueces, y sobre la casa de Acab el rey.

Tras eso lo sacaron a las afueras de la ciudad y lo apedrearon con piedras, de manera que murió. Y también dieron muerte a sus hijos con él. Entonces enviaron a decir a Jezabel: “Nabot ha sido apedreado de modo que está muerto”.

La muerte de Nabot - Caspar Luiken (1672-1708)

Y Bidqar, el adjutor de Jehú, se hizo cargo de la viuda de Nabot, el jezreelita, y encomendó su cuidado a sus parientes en Jezreel.

Y sucedió que, en cuanto Jezabel oyó que Nabot había sido apedreado de manera que había muerto, Jezabel se lo informó de inmediato a Acab, el rey:

— Levántate, esposo mío, y toma posesión de la viña de Nabot el jezreelita, que él rehusó darte por dinero; porque Nabot ya no está vivo, sino muerto

— ¿Muerto? ¿Acaso ha sido asesinado? –responde asustado Acab–. ¿Qué tengo que ver en este asunto, Jezabel?, ¿No tengo ya,

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suficiente de maldiciones de profetas, que ahora debo sumar otra maldición por sangre inocente?

— ¿Y quién dice que es sangre inocente, Acab? –responde cínicamente Jezabel–. Resulta que fue hallado culpable de maldecir a su Dios y al rey. ¿Y no dice tu ley que quien hace tales cosas es juzgado digno de muerte? Pues, fue juzgado por boca de dos testigos y lapidado según la ley.

— Pero sus hijos reclamarán su muerte y...— Sus hijos ya no están en el mundo de

los vivos, Acab. Fueron testigos de la blasfemia de su padre, y no lo informaron ¿No eran también culpables de juicio de muerte?

Y aconteció que, en cuanto oyó Acab que Nabot estaba muerto, al punto se levantó Acab para bajar a la viña de Nabot el jezreelita, para tomar posesión de ella. Y para asegurar su integridad, llevó consigo a Jehú, uno de los comandantes militares de su ejército, y a Bidqar, el adjutor, además de una decena de soldados de su guardia real. Sin embargo, en camino a Jezreel, Elías, el profeta de Jehová, salió al encuentro del rey, por mandato de Jehová, el Dios de Israel. Al verlo Acab le increpó:

— ¿Me has hallado, oh enemigo mío? –le reprocha Acab, deteniendo su carro.

— Te he hallado –le responde Elías, señalando al rey con su báculo–. Y esto es lo que ha dicho Jehová, concerniente a Acab, el rey de Israel: “¿Has asesinado, y también tomado posesión?” ‘Ciertamente vi ayer la sangre de Nabot y la sangre de sus hijos —es la expresión de Jehová—, y yo ciertamente te lo pagaré en esta porción de terreno. En el lugar donde los perros lamieron la sangre de Nabot, los perros lamerán tu sangre, aun la tuya”.

— Yo no he alargado mi mano contra Nabot –responde Acab–. Jezabel...dijo...

— Lo que por mano de Jezabel se hace, Acab pone su sello de aprobación. Esto es lo que ha dicho Jehová de Acab, su declaración formal contra el rey: “Por razón de que te has vendido para hacer lo que es malo a los ojos de Jehová, aquí voy a traer calamidad sobre ti; y ciertamente barreré de modo completo tras de ti y cortaré de Acab a cualquiera que orina contra una pared y al imposibilitado e inútil en Israel. Y ciertamente constituiré tu casa como la casa de Jeroboán hijo de Nebat y como la casa de Baasá hijo de Ahíya, por la ofensa con que has ofendido y luego hecho pecar a Israel’. Y también respecto a Jezabel ha hablado Jehová, diciendo: ‘Los perros mismos se comerán a Jezabel en la porción de terreno de Jezreel. A cualquiera de Acab que muera en la ciudad, los

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perros se lo comerán; y a cualquiera que muera en el campo, las aves de los cielos se lo comerán. Sin excepción, nadie ha resultado como Acab, que se vendió para hacer lo que era malo a los ojos de Jehová, a quien incitó Jezabel su esposa. Y fue actuando muy detestablemente al ir tras los ídolos estercolizos, igual a todo lo que habían hecho los amorreos, a quienes Jehová expulsó de delante de los hijos de Israel”.

En cuanto Acab oyó estas palabras, procedió a rasgar sus prendas de vestir.— Son demasiadas las indignaciones de

Jehová contra su siervo –exclama visiblemente afectado, Acab, al punto de lágrimas. Su voz se quiebra en sonidos guturales–. No hay mortal que las resista. Ora por mi Elías, a tu Dios, para que no me sucedan todas esas cosas de las que has hablado.

Luego regresó a Samaria con el comandante militar y su adjutor.Y aconteció que luego que Acab oyó estas palabras, procedió a rasgar sus prendas de

vestir y a ponerse saco sobre la carne; y emprendió un ayuno y siguió acostándose en saco y andando desalentadamente. Y no consintió en hablar con Jezabel, su esposa.

Y vino la palabra de Jehová a Elías, el tisbita, y dijo: “¿Has visto cómo se ha humillado Acab a causa de mí? Por razón de que se ha humillado a causa de mí, no traeré la calamidad en sus propios días. En los días de su hijo traeré la calamidad sobre su casa”.

Después de estas cosas, surgió guerra contra Siria, nuevamente, para recuperar para Israel las tierras de Ramot-Galaad, que el rey Ben-hadad había prometido a Acab, el rey de Israel. Y el rey de Israel y Jehosafat el rey de Judá procedieron a subir a Ramot-galaad. Y hubo un soldado que dobló el arco en su inocencia, pero logró darle al rey de Israel entre los accesorios y la cota de malla, de modo que él dijo al conductor de su carro: “Sácame del campamento, porque me han herido gravemente”. Y el rey mismo gradualmente murió al atardecer; y la sangre de la herida siguió derramándose en el interior del carro de guerra. Y como a la puesta del sol, la batalla se escapó de Israel, y dijeron: “¡Cada uno a su ciudad, y cada uno a su tierra!”. Así murió el rey Acab y fue llevado a Samaria, donde lo enterraron.

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Y empezaron a lavar el carro de guerra junto al estanque de Samaria, y los perros se pusieron a lamer su sangre, conforme a la palabra de Jehová que él había hablado en el asunto de Nabot el jezreelita. Por fin yació Acab con sus antepasados; y Ocozías su hijo empezó a reinar en lugar de él.

Y Ocozías no hizo mejor que su padre, Acab el rey de Israel, si no que siguió haciendo lo que era malo a los ojos de Jehová. Y continuó inclinándose a Baal, ofendiendo a Jehová, y andando en los caminos de Acab, y en los caminos de su madre, Jezabel.

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Y aconteció que al cabo de dos años, Bidqar, el adjutor del ejército de Israel, visitó a sus parientes en Jezreel, en compañía de Micaya, hijo de Imlá, uno de los profetas de Jehová, a quien Acab había tenido recluido en la casa de detención cuando subió a Ramot-Galaad. Incidentalmente, estos parientes son los que se hicieron cargo de Jael, la esposa de Nabot, el jezreelita cuando éste fue muerto en conspiración por Jezabel, esposa de Acab, el rey de Israel:

— La paz de Jehová sea contigo, Bidqar –saluda Jezanías, pariente de Bidqar, mientras sujeta los caballos del carro del adjuntor.

— Y también contigo, Jezanías –responde Bidqar, bajando de su carro para fundirse en un abrazo con su pariente. Luego presenta a Micaya quien responde inclinándose en saludo.

— Jael preguntaba si vendrías, Bidqar –dice Jezanías–. Te ha esperado con impaciencia desde la muerte de Ocozías.

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— Me lo anticipaba el corazón, hermano mío. Sé lo difícil que ha sido para ella esperar la justicia de Jehová –responde Bidqar, ingresando a la casa junto a su pariente–. Por ello he pedido a Micaya, profeta del dios verdadero, me acompañe.

Al interior de la vivienda, Jael, esposa de Nabot, recibe alegre y efusivamente a Bidqar. Luego de los saludos iniciales y de ordenar el lavado de los pies de Bidqar y Micaya, la familia se sienta a comer a la mesa, atendida por sirvientes.

— Hemos sabido de la muerte del rey Ocozías, Bidqar, y eso nos ha dado una luz de esperanza –dice Jael, visiblemente emocionada–. Ya han transcurrido tres años desde que asesinaron injustamente a Nabot, y aún no se cumplen las palabras de Elías, el profeta de Jehová concerniente a la casa de Acab.

— Lo sé, Jael –responde comprensivamente Bidqar–. No debemos olvidar que la palabra de Jehová estipuló que el juicio de la casa de Acab, no ocurriría en sus días, ya que Acab se humilló ante Jehová.

— Pero Acab está muerto –interviene Azael, hijo de Jezanías, hermano de Jael, dando una mirada a Micaya–. Y ahora reina Jehoram, hijo de Acab y Jezabel. ¿No debería Jehová cumplir su palabra?

— Permítaseme responder a la inquietud del joven Azael –dice Micaya, el profeta, haciéndose cargo de la pregunta de Azael–. Jehová está muy al tanto de todas las injusticias que se están cometiendo en Israel, y de las abominaciones que Jezabel sigue cometiendo en la adoración a Baal y a la diosa Astarté.

— Pero ¿no ha pasado el suficiente tiempo ya para que se cumpla la palabra de Jehová sobre la casa de Acab? –pregunta Baruj, hermano de Azael–. ¿Cuánto más deberá gobernar Jehoram, antes de que veamos se haga justicia a Jael, esposa de Nabot, mi tío?

— ¿Acaso deberíamos establecer desde nuestro punto de vista cuándo Jehová deberá intervenir? –responde calmadamente Micaya–. ¿No ha probado el Altísimo que siempre cumple su palabra? Su justicia nunca llega tarde. Lo probó en el caso de su siervo Job. Y también lo hizo en mi caso.

— ¿En tu caso, mi señor? –pregunta interesada Jael–. Bendito sea Jehová por ello, mi señor Micaya.

— Que así sea alabado, Jael –responde Micaya–. Acab envió por mí en la ocasión en que el rey de Israel se unió a Jehosafat, rey de Judá, para subir a la guerra en Ramot-Galaad. Sedequías, hijo de Kenaaná, y los profetas falsos que pertenecían a Acab, profetizaron la victoria para el ejército de Acab. Pero Jehová

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me mostró indisputablemente la derrota de su ejército y la muerte de Acab. El rey prefirió el consejo de Sedequías y los demás profetas, que en número eran como cuatrocientos.

— ¿Y qué hizo contigo, mi señor? –pregunta respetuosamente Azael.

— Ordenó me encerraran en la casa de detención y me alimentaran con una ración reducida de pan y una ración reducida de agua hasta que él volviera en paz de Ramot-Galaad –responde Micaya–. Yo le dije en aquel entonces: “Si vuelves de manera alguna en paz, Jehová no ha hablado conmigo”. Y añadí: “Oigan, gentes todas”. Estaba absolutamente seguro de la palabra de Jehová. Y no quedé defraudado. El rey no volvió con vida, tal y como lo había profetizado Jehová. Luego me liberaron.

— Pero Ocozías tomó su lugar, y continuó en el camino de Acab, su padre –dice Jezanías –. ¿Se podría decir que su muerte indica el comienzo del juicio de la casa de Acab?

— Ocozíaz cayó por el enrejado de su cámara del techo que estaba en Samaria, y enfermó –responde Bidqar–. Eso finalmente le causó la muerte.

— Sin embargo no se humilló al Dios de sus antepasados, si no que buscó la guía de los dioses falsos, de Baal-zebub, el dios de Eqrón, para inquirir de su enfermedad –interviene Micaya–. Pero Jehová envió al encuentro del siervo de Ocozíaz, a Elías mi señor, el profeta de Jehová, y le dijo: ‘Di a Ocozías: ¿Será por no haber Dios alguno en Israel por lo que estás enviando a inquirir de Baal-zebub, el dios de Eqrón? Por lo tanto, en cuanto al lecho al cual has subido, no bajarás de él, porque positivamente morirás.

— ¿Y cómo lo tomó Ocozías? –pregunta Baruj.

— No se humilló a Jehová, Si no que añadió a su pecado y envió a cincuenta guerreros de su ejército, tras Elías el tisbita –responde Bidqar, el adjuntor.

— ¿Y capturaron a Elías? –pregunta Jezanías, con sumo interés.

— No volvieron –responde Bidqar–. Cuando enviaron a inquirir por el camino que tomaron los cincuenta, los encontraron calcinados por fuego, ¡A los cincuenta y al jefe de cincuenta!

— ¡Dios sea santificado! –exclama Jael–. ¡El juicio de Jehová! ¿Se humilló Ocozías después de eso?

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— Añadió a su pecado enviando a otros cincuenta y al jefe de los cincuenta –responde Bidqar–. Pero nuevamente fueron calcinados por el fuego de Jehová. Solo el tercer grupo de cincuenta logró volver con Elías, porque se humillaron en gran manera al profeta, y Jehová consintió en que Elías los acompañara. Ocozías solo consiguió que Elías, mi señor, confirmara la palabra de Jehová en cuanto al rey: Que moriría y no se levantaría del lecho de enfermedad.

— ¿Significa, entonces, que el juicio sobre la casa de Acab, ha comenzado? –pregunta Baruj.

— El juicio de Jehová contra la casa de Acab siempre ha estado en curso –responde Micaya–. Desde la salida de la palabra de Jehová a Acab, el rey de Israel, en la viña de Nabot, el jezreelita. Cómo se vaya desenvolviendo esa palabra, deberemos esperar y ver, que no llegará tarde.

— Solo que resulta tan desanimador ver pasar el tiempo, mientras Jezabel sigue mofándose de Jehová –dice Jael, con pena–. Ella domina el reino en manos de sus hijos, como lo hizo en los días de Acab.

— Nadie puede mofarse del Dios Altísimo, Jael –responde Micaya–. Sus juicios son severos, y son eternos. Debemos ejercer paciencia, y confiar plenamente en Jehová y su palabra. Nunca defraudará a los que le son leales.

En cuanto a Jehoram, hijo de Acab, comenzó a reinar en Samaria sobre Israel en el año dieciocho de Jehosafat, rey de Judá, reinó doce años. Y continuó haciendo lo malo a los ojos de Jehová, aunque no como su padre y su madre, pues quitó las estatuas de Baal que su padre había hecho.

No obstante, se entregó a los pecados de Jeroboam, hijo de Nabat, que hizo pecar a Israel y no se apartó de ellos.

En sus días, se sublevó Mesá, rey de Edom, contra Israel, y fueron derrotados los edomitas por intervención de Jehová. También en sus días Eliseo, el tisbita, entregó su manto a Eliseo, su servidor, por mandato de Jehová. A éste traspasó su espíritu de poder. Después de estas cosas, Ben-hadad el rey de Siria procedió a juntar su campamento militar y a subir contra Samaria para sitiarla. Y una gran hambre surgió en Samaria. Y Jehová mismo había hecho que en el campamento de los sirios se oyera estruendo de carros de guerra, ruido de caballos y el estrépito de un gran ejército, por lo que se dijeron unos a otros: “¡El rey de Israel ha tomado a sueldo contra nosotros a los reyes de los hititas y a los reyes de los egipcios para que vengan a atacarnos!”.

De modo que se levantaron y huyeron al anochecer, abandonando sus tiendas, sus caballos y sus asnos —el campamento tal cual estaba— y huyeron para salvar sus vidas.

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Once años pasaron desde que Jehoram comenzó a reinar sobre Israel, a la muerte de su hermano Ocozías.

En Casa de Azael, hijo de Jezanías y cuñado de Nabot, quien se hizo cargo de Jael, la esposa del jezreelita, la amargura se ha apoderado del corazón de Baruj, hermano de Azael, mientras trabajan en el campo, en Jezreel:

— ¿Y porqué he de seguir esperando la justicia que nunca llega, Azael? –dice ofuscado Baruj, mientras recoge en hatos las gavillas de su terreno.

— Porque la justicia llegará, Baruj –responde Azael, su hermano, quien también recoge y ata gavillas–. Esa justicia está anunciada por el Altísimo mismo, y Él no es hombre para que pueda mentir, dice el Salmo.

— Tú, nuestro padre Jezanías y Jael siguen repitiendo eso, desde que mataron injustamente a Nabot, nuestro tío –responde molesto, Baruj–. Todo lo que sé, es que ya han pasado quince años de eso. ¡Quince años, Azael! Y la verdad, ya me cansé de esperar. He llegado a la conclusión de que da lo mismo. Basta mirar a los adoradores de Baal, cómo prosperan, Azael. Tienen la panza gorda y se burlan de la palabra de Jehová todos los días. Los jóvenes van en tropel al templo de Astarté, la diosa Sidonia. Y las mujeres jóvenes se jactan de haber entregado su virginidad a la Diosa. A nadie parece importarle la ley de Jehová.

— Tu corazón se ha llenado de amargura, Baruj –responde Azael, tomando a su hermano por el hombro–. ¿No recuerdas el Salmo de Asaf? El Salmista reconoció: “Por poco resbalaron mis pasos, porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos”. Y al igual de lo que sucede ahora, él dijo concerniente a los inicuos de su día: “Se mofan y hablan con maldad de hacer violencia; hablan con altanería”.

— Es lo que digo, Azael. Tu boca misma lo reconoce. No existe ningún temor de Dios.

— Como en aquel entonces, Baruj. Pero el Salmista recapacitó y dijo: “Luego medité para entender esto, y tuve comprensión de su final. Ciertamente en senda resbaladiza los colocas, los precipitas en ruina, son acabados por el espanto”. Y luego toma su decisión al decir: “Pero yo estaré siempre junto a ti, tú me tomas de mi diestra”.

— Pero en nuestro caso, ellos no han sido acabados, Azael –replica Baruj, mientras otea hacia la distancia.

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— ¿Qué ves hermano mío? –dice Azael, mirando en dirección donde Baruj ha fijado su atención.

— Se ve la polvareda de unos carros de guerra que van en dirección del palacio de Jehoram, el rey. Y dos carros de guerra les salen a su encuentro... ¿Qué estará pasando, Azael? ¿Puedes ver?

— ¡Parece el guiar de Jehú, el comandante militar al cual sirve Bidqar –responde Azael–, nuestro pariente! ¿Ves algo?

— La polvareda no deja ver bien, Azael. Uno de los carros que salieron a su encuentro, se ha detenido y el otro ha enfilado en dirección del camino de la casa del jardín.

— ¡Mira, Baruj!, un carro de guerra viene en dirección de la huerta de verduras de Acab, donde Nabot tenía su viña –dice Azael, ciñéndose su prenda exterior de vestir–. ¡Qué extraño...! Bidqar dijo que el ejército de Israel estaba afincado en Ramá peleando contra Hazael el rey de Siria. ¿Qué hace el carro de guerra de Jehú aquí, en la posesión hereditaria de Nabot?

— ¡Mira Ásale –exclama excitado Baruj–, arrojan el cuerpo de un hombre en la porción del campo que pertenecía a Nabot, nuestro tío!

— ¡Vamos, Baruj, salgamos al encuentro de los hombres!

— ¡No, hermano, mío! Puede que terminemos mal ya que no sabemos el motivo de esta incursión.

— No lo creo, Baruj. Los hombres son de la cuadrilla de Bidqar. Algo extraño pasa, y quiero saber qué es.

Los dos hombres se acercan en dirección al carro de guerra que ya está enfilando en dirección por donde vino. Al verlos, los hombres que lo conducen, en sus armaduras, se detienen y se acercan a Azael y su hermano.

— ¿Quiénes son ustedes? ¿Hay paz? –pregunta uno de los conductores del carro.— Somos agricultores de Jezreel, mi señor –responde Azael.— ¿Son acaso parientes de Nabot, el jezreelita, ya que están cerca de su casa? –

pregunta el otro soldado, logrando que Azael y Baruj crucen miradas nerviosas.— Lo somos, mi señor. Yo soy Azael, y mi hermano es Baruj, sobrinos de Nabot, el

jezreelita –responde Azael, con intranquilidad.— ¡Bendito sea Jehová, el Dios de Israel a quien Nabot sirvió con fidelidad misma, y que

nos trajo hasta ustedes! –responde el conductor del carro–. El hombre que hemos arrojado en la porción de terreno de Nabot, el jezreelita, es el rey Jehoram, hijo de Acab, rey de Israel.

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Jehú, el rey, le dio muerte por mandato de Jehová, y nos ordenó arrojarlo aquí, para que se cumpliera la palabra de Elías el profeta de Jehová.

— ¿Jehú el rey? –preguntan sumamente extrañados los dos hermanos–. ¿Es el mismo Jehú, el comandante militar del ejército?

— El hombre del Dios verdadero lo ungió rey de Israel, por mandato de Jehová –responde el otro soldado–. Y ahora el rey Jehú está completamente determinado a cumplir toda la palabra de Jehová, que Jehová habló por boca de Elías, su profeta, concerniente a la casa de Acab. Ahora se dirige a cumplir la palabra de Jehová en la persona de Ocozías, nieto de Acab, rey de Judá, y de Jezabel, esposa de Acab, y en toda su casa.

— ¿Y qué se ha de hacer con el cuerpo de Jehoram, el rey? –pregunta Baruj, con reticencia.

— No deben enterrarlo de ningún modo –responde el conductor del carro–, para que se cumpla la palabra de Jehová. Los pájaros han de comer su carne, y los animales del campo sus intestinos. Encárguense que nadie traspase la palabra del Dios verdadero, y se atreva a enterrar a Jehoram. Indisputablemente son ahora, reos de muerte. No deben permitir que sea enterrado.

Los hombres de alejan a todo galope en el carro de guerra, en dirección del palacio del rey. Azael y Baruj, se quedan como petrificados. Aún no asumen todo lo que está sucediendo. El cadáver de Jehoram, yace desangrándose en la porción de terreno que pertenecía a Nabot. Las aves de carroña comienzan a reunirse a su alrededor.

— ¡Bidqar! ¡Esperábamos con impaciencia tu visita! –exclama Jael, saliendo al encuentro de su pariente, en casa de Jezanías, su hermano.

— Que la paz del Justo, sea contigo, Jael –responde Bidqar, aún con su cota de malla, bajando de su carro de guerra. Le acompaña Abdías, el mayordomo de palacio, quien también saluda afectuosamente a la mujer.

— Pasen a mi casa, y coman y beban, y se les regocije el corazón –dice Jezanías, ayudando a los hombres con las riendas de los caballos.

— Traemos noticias que consolará sus corazones, Jael –dice Bidqar, mientras se sienta a la mesa. Abdías hace lo propio. Jael pone alimento delante de los hombres, después que Baruj lava sus pies.

— Azael y Baruj ya han regocijado mi atormentado corazón, Bidqar –responde contenta, la mujer–. ¡La palabra de Jehová concerniente a Nabot, mi maltratado esposo, se ha comenzado a cumplir! Las aves de los cielos dan cuenta del cuerpo de Jehoram, el rey, en la porción de terreno donde estaba nuestra viña, en estos mismos momentos.

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— ¡Eso solo es el comienzo, Jael! –responde Bidqar, poniendo su diestra en el hombro de Abdías, el mayordomo de palacio–. Cuéntales, Abdías...

— La bondad de Jehová sea sobre ti, Jael, y sobre tus parientes, que han debido esperar con fe y paciencia, la palabra de Jehová en cuanto a la casa de Acab –responde Abdías, poniéndose de pie, mientras hace descriptivos ademanes en su relato–. Jehú el rey, nombrado por Jehová, después de dar muerte con su saeta a Jehoram, el rey de Israel, ordenó seguir a Ocozías, rey de Judá, nieto de Acab y de Jezabel. Le siguieron por el camino del huerto y lo asaetearon de muerte, en la subida de Gur, junto a Ibleam. Pero Ocozías huyó a Meguido. Creemos que ya debe haber muerto.

— Nadie sobrevive a una herida como esa, Abdías –corrobora Bidqar–. Pero ahora déjeseme contar cómo murió Jezabel...

— ¿Murió... Jezabel? –preguntan en una exclamación, casi con incredulidad, Jael y los demás.

— Por palabra de Jehová, Jael –responde Bidqar–. Después que mi señor Jehú, el rey ungido de Jehová, asaeteó a Jehoram, nos dirigimos a toda carrera hacia el palacio aquí en Jezreel. Jehú guiaba el carro con furia y determinación. Pero al entrar por la puerta del muro principal, Jezabel se asomó por el ventanal de palacio...

— Jezabel estaba esperando a Jehú, Bidqar –interrumpe Abdías–. Yo estaba junto a otros dos sirvientes en el aposento de arriba, cuando informaron a Jezabel de la muerte de Jehoram, por mano de Jehú, el rey. Ella se maquilló los ojos con antimonio, y se arregló el cabello. Luego se asomó por el ventanal.

— La vimos, Abdías –responde Bidqar–. Se veía patética con su cara pintarrajeada. Fue cuando vio a mi señor Jehú, que le grito: “¿Le fue bien a Zimrí, el que mató a su señor?”.

— ¿Qué le respondió Jehú, Bidqar? –pregunta Jezanías, conteniendo la respiración.— Gritó en dirección de nosotros: “¿Quién está conmigo? ¿Quién?” –responde

interrumpiendo, Abdías–. Cuando los dos oficiales de la corte se asomaron conmigo, les ordenó: “¡Déjenla caer!”. Los dos oficiales que estaban conmigo la jalaron de las piernas y sin más, la dejaron caer al piso de piedra de la plaza de palacio.

— ¡El juicio de Jehová! –exclama Jael, muy impresionada.— Con el peso de la caída –prosigue Bidqar–, su sangre salpicó la pared y los

caballos. Al encabritarse, los caballos la pisotearon.— ¡Qué muerte más horrible! –exclama Baruj–. Debe de haber sido espeluznante.— Enseguida entramos con mi señor Jehú al palacio –prosigue Bidqar–. Luego de

comer un poco, mi señor Jehú nos ordenó enterrar a Jezabel, pues era hija de reyes. Pero cuando fueron los hombres para enterrarla, vieron que los perros ya casi se habían deshecho de ella. Solo habían dejado el cráneo, los pies y las palmas de sus manos.

— ¡Qué horrible! –exclama Jezanías, y los demás.

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— ¡Tal como había predicho la palabra que Jehová habló por medio de su siervo Elías, el tisbita! –continúa Bidqar–. Yo y mi señor Jehú, íbamos guiando tiros de caballos detrás de Acab, cuando él tomó posesión de la viña de Nabot, y Jehová mismo alzó esta declaración formal contra él: “Ciertamente vi ayer la sangre de Nabot y la sangre de sus hijos —es la expresión de Jehová”. Y después de predecir la muerte de Acab y sus hijos, dijo: “Y los perros comerán la carne de Jezabel, junto a la muralla de Jezreel. Y el cuerpo muerto de Jezabel ciertamente llegará a estar diseminado como estiércol en la porción de terreno de Jezreel, para que nadie pueda decir: “Ésta es Jezabel” ”.

— ¡Jehová no olvidó a mi señor Nabot! –dice Jael, rompiendo a llorar en brazos de Jezanías –. Y ahora está permitiendo que mis canas bajen al Seol en paz...

— Y yo hago confesión de mis pecados –dice Baruj, hijo de Jezanías, visiblemente emocionado–, porque no tuve la fe de Jael, y de mi padre Jezanías y de Azael, mi hermano. Y no esperé pacientemente en Jehová como ellos. Permítaseme, sin embargo, compartir el

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Y la palabra se realizó sin falta...

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regocijo de los justos que esperaron en el Dios de Justicia, y no salieron defraudados. Benditos sean ellos, y bendito sea el nombre de Jehová, el Dios de tiernas misericordias.

—o—

Y el rey Jehú, se dirigió a Samaria y dio muerte a los ochenta hijos del rey Jehoram, por mano de los principales de la ciudad, quienes pusieron sus cabezas en cestos y las enviaron a Jehú. Y Jehú hirió a todos los principales de Jehoram, y a los que quedaban de Acab en Samaria, hasta exterminarlos, según la palabra de Jehová, por medio de Elías, el profeta. Luego, por medio de astucia, reunió a todos los sacerdotes y siervos de Baal y los pasó a filo de espada. No quedó uno solo de ellos. Así eliminó Jehú a Baal de Israel.

Y Jael, por instrucciones de Jehú, tomó posesión de la granja de verduras de Acab, que había pertenecido a Nabot, su esposo, y que le fuera usurpada por complot de asesinato, ordenado por Jezabel. Azael, su sobrino la tomó como su madre, y le dio descendencia hereditaria. Vivió para ver a los hijos de los hijos de Azael, quienes cultivaron un viñedo que daba las mejores uvas en todo Jezreel. Uvas de un color rojizo con el cual se hacía un vino dulce de esplendoroso sabor. Conocida por todo Israel —la viña de Nabot, el jezreelita—, como el “viñedo de sangre”.

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— ¡Qué historia más electrizante! –exclama Jehú Valverde, el joven siervo ministerial de la congregación Antares–. Si hasta me parece estar viendo a la familia de Nabot, orando y dando gracias sinceras a Jehová por haber hecho justicia a Nabot y sus hijos, sus leales siervos.

— Sin duda que así debió haber sido, Jehú –asiente Lionel Núñez, uno de los ancianos.

— Nunca me había puesto a pensar en lo difícil que debe haber sido para Nabot y su familia, permanecer leales a Jehová ante el poder del rey Acab y Jezabel –dice emocionado, Jehú.

— A veces, Satanás ataca directamente nuestra lealtad. Como en el caso de Nabot –. Concuerda Luís Méndez, el otro anciano de la congregación Antares–. Nabot no era testarudo, sino leal. La Ley mosaica prohibía que el israelita vendiera su tierra heredada a perpetuidad. Nabot seguramente sabía que este rey cruel podía hacer que lo mataran, pues Acab ya había permitido que su esposa Jezabel diera muerte a muchos de los profetas de Jehová. Sin embargo, Nabot se mantuvo firme.

— ¡Qué magnífico ejemplo de integridad! –repite Jehú–. Seguramente sus familiares deben haber pensado mucho en el derrotero que tomaron Nabot y sus hijos.

— Así es, Jehú –responde el aludido–. Ellos pudieron haberse preguntado: ¿Significó la muerte de este fiel siervo de Dios, que la lealtad de Nabot estaba equivocada?

— ¡No! ¿verdad hermano?— Por supuesto que no, Jehú. Nabot se cuenta entre los muchos hombres y mujeres

que están ‘vivos’ en la memoria de Jehová en estos momentos, durmiendo seguro en el sepulcro hasta el momento de la resurrección

— Nunca me puse a pensar que pasaron casi quince años, antes que Jehová juzgara la casa de Acab, y a la inicua reina Jezabel –dice Jehú–. Debió exigir mucha fe en ellos para saber esperar en Jehová, y seguir confiando en su palabra... ¡Y mucha paciencia...!

— Es verdad, Jehú –interviene Luís Méndez–. La misma promesa da seguridad a los leales de Jehová hoy en día. Sabemos que nuestra lealtad puede costarnos cara en este mundo. La lealtad le costó la vida a Jesucristo, y él dijo a sus seguidores que a ellos no se les trataría mejor. Tal como la esperanza respecto al futuro sostuvo a Jesús, de igual manera nos sostiene a nosotros. Así podemos ser leales ante cualquier forma de persecución.

— ¡Qué terrible sería si tuviéramos que sufrir como Nabot y sus hijos! –exclama con un suspiro, Jehú.

— Es cierto que relativamente pocos de nosotros sufrimos hoy estos ataques directos a nuestra lealtad –interviene Lionel Núñez–. Pero es posible que el pueblo de Dios se enfrente a más persecución antes de que venga el fin. Pero... ¿cómo podemos estar seguros de que vamos a ser leales? Siéndolo ahora. Jehová nos ha dado una gran comisión: predicar

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su Reino y enseñar acerca de él. Debemos llevar a cabo lealmente esta obra vital. Si no permitimos que las imperfecciones humanas erosionen nuestra lealtad a la organización de Jehová y si nos guardamos de las formas sutiles de deslealtad, como las lealtades equivocadas, estaremos mejor preparados en el caso de que se someta nuestra lealtad a pruebas más severas. De cualquier manera, siempre podemos tener la seguridad de que Jehová es infaliblemente leal a sus siervos leales. Sí, él guardará a los que le son leales.

— Eso me recuerda a mi familia –dice tristemente Jehú–. ¡Cuán equivocado está mi padre, y mi familia por apoyarlo! Y pensar que yo mismo estuve a punto de serle desleal a Jehová en este asunto.

— Afortunadamente no ocurrió así en tu caso, Jehú —dice Lionel Núñez–. Como se ilustra en el caso de Acab, el que cede al compadecerse o dolerse de sí mismo va en un derrotero indeseable. Porque ese dolerse de uno mismo puede denotar un interés excesivo y desequilibrado en uno mismo, puede ser muy perjudicial. Puede hacer de uno un individuo hosco y despreciable a los ojos de otros, como sucedió en el caso del rey Acab. Atrae a tal grado la atención de uno a su interior que el interés amoroso en otros disminuye o hasta desaparece. El que se entrega a compadecerse de sí mismo pudiera ver de manera tergiversada asuntos serios y, por lo tanto, pudiera manifestar mal juicio. Esa condición pudiera también debilitar espiritualmente a uno y, peor, llevarlo a transigir bajo presión, de modo que sacrifique la posición limpia que ha tenido delante de Dios. Por eso tenemos buena razón para cuidarnos de andar doliéndonos de nosotros mismos.

— ¿Cree que pueda yo hacer algo para ayudar a mi familia, hermano Lionel? –pregunta esperanzado Jehú.

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— Por supuesto, Jehú. Puedes sugerirles analizar juntos la historia de Nabot. Tu padre no es un mal hombre. Es generoso y hospitalario. Solo que está muy resentido. Quizás a ti te escuche si le pides a Jehová en oración que predisponga su corazón. Puedes hacerle notar que para resistir los sentimientos de mirarse con compasión, la persona tiene que tener el punto de vista correcto de sus problemas y pruebas. Debemos considerar las experiencias desagradables como oportunidades para mejorar en el despliegue de cualidades excelentes al vernos bajo pruebas. Por ejemplo, si las cosas siempre nos salieran sin asperezas, ¿cómo podríamos saber si realmente tenemos paciencia, aguante o gobierno de nosotros mismos? Por otra parte, las circunstancias difíciles pronto nos aclaran qué nos falta. Esto nos coloca en mejor posición para progresar. Pudiera ser que alguien necesitara dedicar más tiempo a un estudio serio de la Palabra de Dios y a hacer mayor esfuerzo por aplicar el conocimiento que ha adquirido. Es posible que deba tener más asociación con personas que sean dechados en el despliegue de excelentes cualidades cristianas. Sí, cuando uno considera las pruebas por las que pasa como disciplina o entrenamiento procedente de Jehová, sin duda está más interesado en esforzarse por lograr progreso en su personalidad y, por lo tanto, hay menos probabilidad de que ceda a sentimientos de dolerse exageradamente de sí mismo.

Jehú puso en práctica el consejo de los ancianos con su familia. Y para sorpresa de él mismo, su padre no solo estuvo dispuesto a analizar con toda la familia, la experiencia de Nabot, si no que ésta conmovió su corazón, y toda la familia asistió un día de reunión pública al salón del reino. El amor y el gozo que le demostraron los hermanos a toda la familia de Jehú, logró lo que no se había podido en casi tres años de inactividad. Ya van más de dos meses desde aquella primera visita al salón del reino. Con la ayuda de los ancianos, el padre de Jehú entregó su primer informe de actividad, y su madre y su hermana, prometieron hacerlo el mes entrante. Jehú hizo este simple comentario, lleno de gozo: “Jamás olvidaré lo que Jehová hizo por mi familia, y jamás olvidaré a Nabot, el jezreelita”...

Individualmente, todos nosotros, los siervos de Jehová, podemos ayudar a los que sucumben fácilmente al dolerse de sí mismos. Una necesidad humana fundamental es la de ser amado. Por lo tanto, podemos ayudar a los

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que se inclinan a dolerse de sí mismos. ¿Cómo? Haciendo que se den cuenta del hecho de que se les necesita, se les ama y se les aprecia. Esto también se puede hacer mostrándoles que están contribuyendo definitivamente a la felicidad de otros. Además, expresiones de aprecio y estímulo genuinos pueden lograr mucho en cuanto a elevar su estado de ánimo, mientras que al mismo tiempo se señalan franca y amigablemente los peligros del compadecerse de sí mismo.

—FIN—

_________________________________________________________

—Documental—

Fecha seglar JUDA ISRAEL

Año de reinado Rey Sucesos

Año de reinado Rey Sucesos

NOTA: Las fechas de los sucesos relacionados con NABOT son

aproximados

952 a.E.C 26 ASA 1 ELAH OMRI- Gobierna sobre Tirzá951 a.E.C 27 2 ZIMRI Se rebela y mata a Elah950 a.E.C 28 3 OMRI Recupera Samaria

29 430 5

947 a.E.C 31 6 OMRI Rey sobre todo Israel32 7

33

Nace Jehoram, hijo de Jehosafat, que a la postre tenía

27 años 834 935 1036 1137 12

940 a.E.C 38 1 ACAB Comienza reinado

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939 a.E.C 39 Asá enferma 240 3

937 a.F.C 41 Asá muere 4936 a.F.C JEHOSAFAT 5935 a.E.C 1 6 Elías profetiza Sequía

2 7Jezabel mata profetas de Jehová./Viuda de Sarepta

3 8

932 a.E.C. 4 9Muerte Profetas de Baal

/Jezabel amenaza a Elías.5 106 11

7Se casa Jehoram (16

años) con Atalía 12

8Nace Ocozías hijo de

Jehoram y Atalía. 139 14

10 1511 16

924 a.E.C 12 17 Asiria Ataca a Israel13 1814 19

921 a.E.C. 15 20 Asesinato de Nabot16 21

919 a.E.C 17 1 22 OCOZÍAS Acab Muere /Ramot Galaad918 a.E.C 18 2 Muere Ocozías

917 a.E.C 19 1 JEHORAM Hermano menor de Ocozías20 221 322 4

913 a.E.C 1 23 JEHORAM Jehosafat muere 52 24 6

911 a.E.C. 3 25 74 85 96 107 11

906 a. E.C. 8OCOZÍAS (Jehoacás) Muere Jehoram 12

905 a.E.C. 1 ATALÍAOcozías muere a manos

de Jehú JEHÚJehoram y Jezabel mueren a

manos de Jehú

NOTA: Los ocho años que se dice que reinó Jehoram de JUDÁ, se cuentan a partir de 913 a. E.C. (2 Re 8:17.) Por consiguiente, durante estos años tanto el reino septentrional como el meridional tuvieron gobernantes con el mismo nombre. Además, eran cuñados, puesto que Jehoram de Judá estaba casado

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con Atalía, que era hija de Acab y de Jezabel y hermana de Jehoram de Israel. (2Re 8:18, 25, 26; véase núm. 2.)

Nota del Autor: Si se cuentan desde el 935 a.E.C. los 25 años de reinado de Jehosafat, éstos terminarían el 911 a.E.C. Sin embargo, la lista cronológica del libro "Toda escritura" señala como el año 913 a.E.C el entronizamiento de Jehoram, su hijo. Lo que debería coincidir con su muerte. Pero hay dos años de desfase no aclarados. Pero coincide con lo que dice la Biblia en cuanto a que Ocozías, de Israel, comenzó su reinado en el año 17 de Jehosafat. No coincide con el comienzo del reinado de Jehoram de Israel, puesto que la Biblia señala que su reinado comenzó el año 18 de Jehosafat, y según el orden del reinado de Jehosafat aquí descrito, coincide con el año 19 de Jehosafat. (Nota particular, no del Esclavo Fiel)