Del Rey Joaquín

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1 HÉCTOR HIDALGO LOS GUANTES DELREY JOAQUÍN EDITORIAL ANDRÉS BELLO

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HÉCTOR HIDALGO

LOS GUANTES DELREY JOAQUÍN

EDITORIAL ANDRÉS BELLO

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RABIETAS EN EL CASTILLO

—Ya está el rey gruñón con sus exigencias —repetían una y otra vez los sirvientes del rey Joaquín, mientras corrían por los pasillos del castillo para complacer cada uno de sus interminables caprichos. Nadie dudaba de que el solitario rey siempre complicaba las cosas en el pequeño Remo del Mar, minúscula franja costera de la vieja Francia. Y desde la mañana, muy temprano, su molesta voz resonaba por todo el castillo; se parecía al viento que golpea las ventanas a la hora de la siesta, en una calurosa tarde de verano. —Estos huevos están demasiado cocidos! ¡Les he dicho que no me gustan cargado! ¿Qué pasa con la sal, que no está en la mesa? Este mantel tiene migas! —gritaba el rey con exasperación, mientras señalaba el fino mantel bordado y ribeteado con hilos de oro. Enseguida, tomaba el jarro con jugo de naranjas y, cuando se aprestaba a beber, volvía a la carga: —iQué asco; este vaso tiene pestilentes huellas digitales! ¿Es que no saben lavar, inútiles? Los pobres criados se apresuraban a cambiarle el vaso y, tratando de no tocarlo con sus manos, le presentaban otro envuelto en servilletas. Al fin concluía el desayuno, y entonces el rey Joaquín se

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dedicaba a resolver múltiples asuntos propios del Estado. En el salón aguardaban los ministros y consejeros, cada uno portando legajos de documentos que debían ser estudiados por el monarca. Muchos de aquellos documentos consistían en contratos y proyectos que pretendían agilizar aún más el prestigioso mercado externo del Reino del Mar. Cada mañana los barcos partían cargados con maderas finas, además de. variados productos del mar ¿n dirección a las islas y reinos costeros del Mediterráneo. Un par de semanas más tarde, regresaban trayendo finas telas de Turquía, vinos asoleados de España, mandarinas dulces y jugosas de la Isla Grande de Sicilia y muchos, pero muchos barriles con aceite de oliva provenientes de las colinas pedregosas de Grecia. En las reuniones matinales se hablaba de precios y calidad de los productos; de reparación de naves y muchas cosas más relacionadas con el floreciente intercambio comercial del reino. Con tanto trabajo, la mañana transcurría con inusitada rapidez para el rey. En el gran salón de reuniones solía oírse su refunfuño mientras leía documentos. A veces hacía preguntas sobre uno que otro despacho, y de vez en cuando se escuchaba el rasguido de su pluma al firmar cierto papel importante. No lejos de allí, los cocineros no se daban respiro con los preparativos del almuerzo, realizando un trabajo cuidadoso y de gran delicadeza. A tal punto, que siempre los resultados se anunciaban con anticipación, gracias a los estimulantes aromas provenientes de la cocina, que avivaban el apetito de

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los miembros de la corte y también de los ministros invitados, según fuera la ocasión. Sin embargo, los cocineros trabajaban inquietos, puesto que, después de servir el primer plato al monarca, invariablemente se quedaban esperando alguna desconsideración de su parte. Tal como sucedió aquella vez cuando, a través de la hoja entreabierta de la puerta de la cocina, llegó hasta ellos la voz del rey sobresaltándolos con un reproche más: —Esta carne está fría! —gritó lanzando un tenedor hacia la cocina. Los cocineros se tiraron los mostachos demostrando el enojo que les provocaba un gesto tan injusto como aquel. Estaban visiblemente ofendidos en su orgullo personal, sobre todo porque se esmeraban tanto en complacer al complicado rey y los resultados siempre eran desastrosos. —Y el vino, para qué hablar del vino blanco. Son tan torpes que no han notado lo tibio que está y cómo desagrada al paladar —seguía rezongando el rey. En el castillo el ambiente había llegado a ser tan tenso que, para aminorarlo, los nobles llevaron a los juglares al comedor real para que entonaran sus dulces baladas acompañándose de laúdes y flautas. Pero como los juglares también estaban nerviosos, se les enredaron los dedos en las cuerdas de los instrumentos, y desafinaron penosamente. Pero antes de recibir la típica andanada de críticas, se retiraron cabizbajos y avergonzados. Luego le tocó el turno al grupo de bufones. Esos enanitos regordetes y sonrosados, de ojillos nerviosos y pícaros se

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esmeraron por presentar ante el rey las caídas más divertidas y los saltos acrobáticos de mayor audacia; pero cuando todo parecía marchar bien, escucharon decir al rey:

—Bah, de nuevo con estas cositas tan ridículas, Es mejor que se vayan a dar un. baño a la playa, a ver si así se les refresca el ingenio. Y prácticamente nadie lo pensó dos veces. Salieron todos con apresuramiento, lanzando un comprensible suspiro de alivio. A veces, durante la sobremesa, el rey Joaquín se quedaba largo rato lanzando monedillas a un vaso. Aquella parecía una buena diversión; sin embargo, de pronto el tintineo de las monedas le provocaba nuevas molestias. Entonces, hastiado y malhumorado, como siempre, se limitaba a refunfuñar en medio del gran comedor de su castillo, absolutamente solo. La vida del monarca del Reino del Mar era triste, muy triste. No había logrado casarse en la edad aconsejable, pues su constante irritación ahuyentó hasta a las doncellas más pacientes de los reinos vecinos. Ya superaba los cuarenta años y una pequeña panza anunciaba su inminente madurez. Además, muy cercanas a las sienes, aparecían rebeldes las primeras „canas. También el pueblo se sentía demasiado defraudado para estar alegre y desde hacía un buen tiempo no se organizaban fiestas. Parecía que hasta la primavera pasaba de largo. Tal

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vez, entre las pocas costumbres que se conservaban de las viejas celebraciones populares estaban los paseos a la playa, tradición defendida por todos, pues era una de las favoritas del Reino del Mar. El pueblo nunca hubiera imaginado que a su rey lo iba a consumir la soledad. Qué impotentes se sentían todos los habitantes al no saber cómo remediar un problema tan abrumador. Cuando Joaquín recién fue coronado, las fiestas duraron semanas; el pueblo se sintió tan contento que plantó lirios por todo el borde del camino que conducía al castillo. Al principio todo marchó muy bien. Tenían un soberano joven, resuelto y trabajador. Pero el rey, de tanto trabajar, se despreocupó de sí mismo, y los asuntos del reino consumieron sus mejores años, en la misma medida en que el malhumor lo atacó como una plaga. Muy pronto los lirios se cubrieron con el polvo que levantaban los caballos que pasaban por allí, siempre al galope, transportando al rey. Joaquín jamás descorrió los visillos del carruaje para echar un vistazo al panorama, para ver aunque fuera por una vez las flores plantadas por su pueblo en su honor. Hasta que un día, irremediablemente, las flores se secaron.

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UNA PARTIDA DE CAZA Pero no todo tenía que ser sinsabores en la vida del rey . Joaquín. Había algo que verdaderamente le interesaba: una buena partida de caza. Una vez al mes, en plena temporada de caza, el rey salía muy temprano acompañado por una comitiva de nobles y servidores, con sus fieles perros y las mulas cargadas con víveres. Era un ruidoso y alegre grupo que, en cada partida, se preparaba para una festiva jornada; pero en cuanto se adentraban en el bosque, invariablemente, comenzaban los problemas: —No se adelanten que los jabalíes se ahuyentan; eviten que los perros ladren, ¿no ven que los pájaros se asustan y las mejores piezas se alertan? Eran tantas las exigencias y reconvenciones del rey que, a poco andar, todos estaban muy exasperados. ¡Qué difícil era congeniar con el famoso rey Joaquín! Un buen día, durante una de aquellas memorables partidas de caza, sucedió algo increíble. Primero fueron los nobles quienes, tímidamente, pidieron permiso al rey para retirarse. Como respuesta, el monarca los reprendió largamente, agregando luego que no necesitaba a nadie, a nadie, ni siquiera a los criados. Entonces, aprovechándose de las circunstancias, los nobles decidieron regresar a sus hogares con la mayor de las prisas. Y los criados, en su desesperación, también determinaron, impulsivamente, pisar los talones de los nobles y escaparse tras ellos. Fue un acto de inusitada rebeldía; nunca se había visto algo

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así en el reino. Pero eran tantas las recriminaciones recibidas que, molestos y hastiados, todos decidieron partir sin preocuparse por lo que podría suceder después. Por fortuna, el rey no lo tomó tan mal, pues les dijo como única despedida, rezongando con despecho: —Qué bien, qué bien, al fin estaré libre de tanto majadero! Atardecía cuando el rey decidió adentrarse en el bosque. Iba sólo acompañado por su caballo y una muja, con la correspondiente carga de víveres y muy bien atada a la montura de su cabalgadura. Por cierto, también lo seguían sus fieles perros, a distancia prudente, ya que si se acercaban demasiado, el rey les gruñía muy molesto al escuchar el resquebrajamiento de las ramas secas provocado por sus livianas pisadas. El monarca avanzó, hasta que la escasa luz del sol de esa hora ya no penetró a través del espeso ramaje de los árboles del bosque. —Hum —masculló el rey Joaquín—, se me ha hecho demasiado tarde para regresar. Acamparé por aquí cerca. Buscaré un lugar apropiado y mañana muy temprano reanudaré la caza. Les demostraré a esos inútiles cómo se obtienen las mejores piezas, sin la ayuda de nadie, sólo con mi habilidad y mi fino pulso. Pero el rey Joaquín, preocupado únicamente de hallar un buen sitio para acampar, no reparó en la vida nocturna del bosque, plena de rumores y movimientos furtivos. Los búhos de la misteriosa noche giraron la cabeza, buscando con sus ojos penetrantes a los conejos que

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acostumbraban juguetear sobre los troñcos caídos. Era muy entretenido escucharlos conversar tan animadamente, como si tuvieran la más activa de las competencias: Uh uh, u!, uh. Los vi primero que tú. Mientras las ranas de los charcos alegraban la noche con su canto: Croar croar, croar croar. - ¡Qué noche más linda para cantar‟ Y los grillos repetían como si partieran nueces: Cric cric, cric cric. Nosotros estamos aquí. —Debo encontrar un claro en el bosque para descansar; recuerdo que por aquí hay un buen sitio —dijo el rey Joaquín, buscando la compañía de su voz en medio de esa tremenda soledad. No se había equivocado. A poco andar divisó un pequeño montículo cubierto de pasto. Era un perfecto círculo en medio del bosque, en cuyo centro había un tronco seco tumbado que, a la distancia, parecía un enorme animal durmiendo plácidamente. El rey Joaquín se instaló junto al tronco seco, descargó sus animales para que descansaran y preparó una fogata para calentar las presas de ciervo precocidas que llevaba y para preparar un jarro de buen té. De pronto se acordó de sus perros, que seguramente estarían tan hambrientos como él. Los llamó con dos fuertes silbidos y ellos acudieron de

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inmediato, gimiendo y moviendo el rabo amistosamente. Después de alimentarlos con compasión, el rey se echó encima una piel y se acomodó para conciliar el sueño. Pero antes, dio una mirada significativa a sus valiosos guantes, los que siempre portaba cuando salía de caza. Guantes que, según él, le traían buena suene y permitían, por acción de un secreto poder, afinar todavía más su ya prestigiosa puntería. Esa bella prenda había pertenecido a cada uno de los últimos monarcas del Reino del Mar, es decir, tenían una antigüedad de, por lo menos, un par de siglos. Los guantes estaban bordados con finos hilos de oró y con el resplandor del fuego relucían soberbios y distinguidos. Finalmente los ajustó al cinturón y cerró los ojos buscando el sueño, lo que no le resultó nada de difícil, pues casi de inmediato su cabeza se inclinó vencida sobre el pecho. La noche siguió desplegando sus misterios; mientras, los búhos continuaron en entretenida competencia: Uh u/y, uh uh. De nuevo los vi primero que tú. Y los grillos saltaron animados, entrecruzando sus antenitas: Cric cric, cric cric. . A que no sabes quién vi? las ranas del bosque muy contentas

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LA REUNIÓN ANUAL DE LOS DUENDES

Jamás supo el rey Joaquín que aquella noche de luna llena era precisamente la fecha de la reunión anual de los duendes. Tampoco supo que había acampado justo en el lugar que esos diminutos seres, que surgían de entre las raíces de los árboles más añosos, habían elegido desde hacía un par de siglos para debatir las mejores acciones anuales de los seres humanos. A medida que los duendes se congregaban junto al tronco seco, los animales permanecían más silenciosos y expectantes, respetuosos de tan magnífica y singular reunión.

De las más ocultas e impensadas ranuras muy disimuladas en torno a las raíces de los grandes árboles del bosque, salían los duendes. Aún conservaban el olor inconfundible a tierra húmeda, propio de las profundidades, y en sus ojos surgía un brillo especial que recordaba el viejo resplandor de algún mineral escondido que ellos cuidaban. Porque esa era la principal ocupación de los duendes en todas las naciones: vigilar los minerales del planeta. Se sabía que en muchas ocasiones habían ayudado a los hombres,

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guiándolos en el descubrimiento de alguna yeta escondida. Pero en otras tantas oportunidades, se habían arrepentido de ayudarlos pues, debido a esa ciega ambición que los impulsaba a horadar la tierra sin el más mínimo cuidado, los hombres les destruían sus hogares subterráneos. Cuando esto ocurría, los duendes se enojaban tanto que, para castigarlos, desviaban el curso de los riachuelos del subsuelo, provocando peligrosas e inexplicables inundaciones en los túneles de las minas. Los duendes de la costa de Francia formaban una colonia reducida que provenía del norte de Italia. Hacía ya un par de siglos que habían abandonado aquel lugar, para esquivar a los voraces trolls, sus más fieros enemigos. Los trolls eran seres de extrema crueldad. Sus mayores entretenciones consistían en quemarles los botines y, cuando lograban capturarlos, los ataban de los pies con cuerdas hechas de tripas de ciervo, y luego, sólo por divertirse, los hacían girar azotándolos contra las rocas. Esta había sido la causa de la emigración de los duendes italianos hacia tierras del Reino del Mar. Cuando los trolls advirtieron la desaparición de los duendes italianos, los buscaron incansablemente por las montañas de la Emilia-Romanía, por los bosques de castaños del Piamonte, y hasta por los nevados cantones suizos. Pero la búsqueda resultó infructuosa. Todo fue inútil. Por más que los tro11s pegaban la nariz al suelo, como los mejores sabuesos, no descubrieron ni la más

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mínima huella de los duendes italianos. Aunque no olvidemos que los trolis poseían un olfato privilegiado: eran capaces de percibir a la distancia el ácido olor a herrumbre para saber que estaban cerca los duendes celadores de minerales. Los trolls acostumbraban instalarse por horas detrás de los peñascos, o bien, se ocultaban entre los matorrales y esperaban pacientemente la aparición de algún duende para divertirse a costa de él, tratándolo con gran crueldad. Pero por lo general los duendes lograban descubrirlos porque a los trolis les era muy difícil esconder el temible resplandor de sus ojos enrojecidos o la pestilencia de su tosca nariz; a pesar de que, para disimular su presencia, enrollaban su cuerpo contrahecho y peludo y semejaban grotescos montículos. Así, cuando en las noches de luna llena se divisaba el primer birrete rojo, característico de los duendes, esos montículos oscuros se deshacían para asumir la ferocidad propia de los trolis y luego, abalanzarse sobre los pequeños hombrecillos del subsuelo, sembrando un verdadero pánico entre ellos. Los trolls eran seres nocturnos muy temidos por su gran peligrosidad. A los animales les bastaba percibir su presencia para quedar paralizados de pavor y permanecer frente a ellos sin mover siquiera el rabo, con los ojos desorbitados, en espera del zarpazo que les quitaría la vida. Lo único que los salvaba de esa muerte segura era la cercanía del amanecer. Según las crónicas, la luz del día aterrorizaba a los trolis porque para estas fieras era una amenaza mortal: los rayos

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del sol los convertían rápidamente en monstruosas estatuas de piedra. Pero todas estas historias eran para los duendes del Reino del Mar parte de un pasado que ya no querían ni siquiera mencionar. Ahora vivían tranquilos y, además, los pocos campesinos que sabían de su existencia guardaban el secreto con extremado celo. Y no era para menos, pues los duendes, profundos conocedores de las hierbas y de su poder medicinal, entrega- han a los campesinos una importante ayuda. Por ejemplo, sus consejos eran infalibles para mejorar el dolor de panza; sabían cuál era el mejor remedio para aliviar el malestar reumático, los calambres, el insomnio, el nerviosismo y el estornudo alérgico, entre otros tantos males propios del campo. Y además, ¿cómo no iban a estar agradecidos los campesinos de estos huidizos y misteriosos hombrecillos, si jamás faltó en sus hogares la pepita de oro oculta bajo la almohada cuando esperaron el nacimiento de un hijo? Los duendes también recibían el cariño de los animales del bosque, pues les prestaban numerosos servicios: los ayudaban a tener sus crías, les sacaban las espinas de las patitas, o desarmaban las trampas que instalaban los cazadores.

Cada año, en noche de luna llena, se reunían junto al viejo tronco seco. Daba gusto verlos aunque, a fuerza de permanecer por tanto tiempo en el subsuelo, luciesen barbudos y pálidos, pero con el buen humor siempre inscrito

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en sus semblantes. Aquella memorable noche todos, sin excepción, acomodaron su birrete rojo y puntiagudo, se estiraron el blusón azul afirmándolo con un grueso cinturón de cuero y hebilla de hierro forrado, alisaron sus abultados pantalones cobre musgo y sacudieron el polvo de los botines confeccionados por sus propias manos con piel de liebre. Todos se preocupaban de estar bien presentados para el momento en que se iniciara la ceremonia anual. Lo único que diferenciaba a los duendes entre sí era el colorido de sus espesas barbas. Cuando ellos se acercaban a los ciento setenta años, inicio de la edad adulta, las harbas comenzaban a adquirir un tono gris ceniza que aumentaba poco a poco, ya que estos vejetes podían superar los cuatrocientos años.

En la reunión que se realizaba esa no ch se pudo contar algo así como una treintena de duendes, los que no medían más de quince centímetros; es decir, no eran más grandes que la mano de hombre adulto bien estirada. Bajo la claridad de la luna, los duendes se sentaron rodeando el tronco y descansando sus panzas prominentes sobre las piernas entrecruzadas. Pero la mayoría no sintió tanta tranquilidad cuando observó la presencia de un intruso que dormía pesadamente en el lugar más significativo del escenario ceremonial. Pietro, el más viejo de los duendes italianos, que ya frisaba los trescientos ochenta años, tranquilizó a la congregación de

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hombrecillos con un chasquido, con el que pareció decirles: “calma, calma, no hay problemas”, y enseguida, de una bolsita hecha con piel de ciervo, que siempre llevaba amarrada al cinto, sacó una misteriosa cajita dorada, la abrió con gran cuidado y extrajo de ella un polvillo luminoso que dejó caer sin miramientos sobre la cabeza del rey Joaquín. Sin duda así tomaba precauciones para impedir que el inoportuno despertara e interfiriera en aquel ceremonial secreto. Pero, al parecer, todas sus precauciones estaban de más, pues el rey dormía tan profundamente que no lo habrían despertado ni siquiera con una estridente clarinada. Resultaba muy cómico ver a los duendes sentados alrededor del tronco, Parecían una treintena de barquillos de helados de fresa encajados en el pasto. Algunos comían nueces, otros almendras, y todos bebían, en sus tazones de arcilla cocida, jugos de frutas silvestres mezclados con licor de rosas. ¡Vaya reunión! Si hubiera despertado el rey gruñón, tremendo escándalo que habría armado. Pero su sueño era muy intenso, y nada de agradable por lo que se podía deducir de su ceño fruncido. El rey no descansaba de sus rabietas ni siquiera cuando dormía. —Este pobre hombre ya no da más en su desesperación —comentó Pietro, y agregó compasivo—: Su ira no es más que una careta, un mensaje que ni sus toscos siervos ni sus insensibles nobles han comprendido. Este rey dama por lograr esa felicidad que es tan esquiva para él. Les propongo que lo ayudemos. Él podría ser nuestra mejor acción anual, ¿qué les parece?

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—Aprobado! Aprobado! —saltaron los duendes. —Y cómo lo ayudaremos? —preguntó con timidez Celestino, un duende muy joven que, a juzgar por el colorido castaño de su barba, tendría alrededor de ciento treinta años. —Será muy fácil, muchacho, muy fácil. Le brindaremos el más bello de los sueños, que lo transformará por el resto de su vida. Quedará marcado profundamente, y al mismo tiempo, le daremos una manito a su pueblo que lo pasa tan mal. Dicho y hecho. Pierro sacó de su bolso un frasquito que contenía un misterioso líquido espumoso y burbujeante, al tiempo que repitió ceremoniosamente, en medio del silencio: —La felicidad consiste en luchar durante toda la existencia para hacer realidad los sueños más hermosos. Después untó unas gotas del líquido en la nariz del rey Joaquín, quien reaccionó de inmediato con un colosal estornudo. Todos pensaron que despertaría y que hasta ahí no más llegaría la reunión. Sin embargo, el rey siguió durmiendo y, al cabo de un rato, su rostro se fue despejando de aquella permanente severidad. Envalentonados por los resultados, y ante la sonrisa que nacía en la cara del rey, los duendes aplaudieron con vivacidad. ¿Y cómo no iba a sonreír el rey? En su sueño se encontraba en el taller de carpintería del castillo, construyendo un juguete de madera para su primer hijo. Trabajaba con entusiasmo, tarareando una dulce canción infantil. En tanto, la reina, distinguida y serena, tejía a su lado un suéter celeste, ilusionada con su futura maternidad.

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Mientras el rey soñaba —era su primer sueño feliz, el único que recordaría por un buen tiempo—, sus perros vigilaban con una tranquilidad increíble, porque, al igual que los demás animales, poseían la capacidad de comunicarse con los seres crepusculares. La luna avanzaba por el cielo como buscando afanosamente el horizonte del mar, para por fin descansar y dar paso al nuevo día. Los duendes trabajaban con nerviosismo y bastante agitación. Les quedaba mucho por hacer antes de que amaneciera. Tenían que completar los últimos detalles de la buena acción del año. Y en medio de tanto revuelo se escuchó: Cric cric, cric cric, ¿Qué está pasando aquí? Así murmuró un grillo muy despistado, y Pietro, el duende mayor, cruzó el dedo índice sobre sus labios, como si con ese gesto quisiera regañarlo por la inusitada interrupción.

LOS DUENDES LABORIOSOS

—Muchachos, falta poco para que llegue el amanecer. Brindemos antes de despedir esta gloriosa jornada —dijo Pietro, sentencioso, demostrando el notable ascendiente que tenía sobre el resto de los duendes. —Hurra! ¡Viva! —gritaron todos los demás, con la nariz algo enrojecida y los pómulos brillosos, sin duda por los efectos del licor de rosas. Enseguida se levantaron con gran dificulmd, estiraron las

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piernas haciendo sonar los huesos y sacudieron las hojas que se les habían pegado en los blusones. Algunos muy tentados de la risa enderezaron sus birretes, caídos en medio de aquella algazara.

—Un momento! ¡No se vayan todavía, que queda algo muy importante por hacer! —volvió a gritar el jefe de los duendes, quien con gran seguridad manejaba indiscutiblemente los hilos de la trama. —Qué, mi señor? —preguntó tímidamente Bernardino, el duende menor de todos; es decir, un simpático muchacho de sesenta y cinco años. —Pues, quitarle los guantes al rey Joaquín. Estos hermosos guantes bordados con hilos de oro. Con ellos lograremos su definitiva felicidad. Y antes de que la luna se escondiera en el mar, tejieron con el hilo de uno de los guantes, una impecable bufanda, y con el del otro, un delicado pañuelo de dama, en el que, llenos de nostalgia, bordaron flores nativas de su lejana Italia. Los

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duendes trabajaron en silencio y con sorprendente prolijidad, aunque bastante intrigados por el destino de la fina labor que estaban realizando. Y sin poder aguantar por más tiempo la curiosidad, Bernardino, representando la inquietud del grupo, preguntó al honorable anciano: —Qué haremos con estas prendas tan finas? —La última acción la realizaré yo, sin la ayuda de ustedes. Buscaré a dos campesinos de confianza y con ellos daré los pasos finales. Y por ahora, no más preguntas; ya llegará el momento en que lo sabrán todo, hasta el más mínimo detalle. Por ahora, confíen en mí, que no los defraudaré. Despejen y limpien todo, hasta borrar el más leve indicio de nuestra presencia, pues si algún día nos descubren, se acabará para siempre nuestra tranquilidad y tendremos que emigrar a otro lugar. Después de escuchar atentamente estas palabras, los duendes regresaron a sus hogares, tan cansados como alegres. Cuando Pietro se aseguró de que todos sus camaradas habían bajado a las profundidades de la tierra a través de las raíces de los árboles, se dirigió tan rápido como pudo hacia un lugar conocido sólo por él.

Al cabo de un rato, la brisa de la mañana trajo la alegre pulsación de la vida cotidiana del bosque. Mientras, junto al tronco seco, un hombre seguía durmiendo plácidamente, ignorante de cuanto había sucedido durante la noche en aquel lugar.

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UN REGALO INESPERADO

Al amanecer, de la fogata sólo quedaban unos cuantos tizones blanqueados por la ceniza. Cerca de allí, los perros gimieron al ver que el amo despertaba sentándose con dificultad. El rey sentía un fuerte dolor de cabeza, que atribuyó a la incomodidad del lecho improvisado en que había dormido durante toda la noche. Permaneció largo rato con la mirada perdida en dirección del caballo que ramoneaba unas ramas tiernas y las masticaba con pesada lentitud. De pronto, sorprendido por sus propias cavilaciones, el rey murmuró molesto: —Bah! ¡Qué terrible pesadilla! Soñé que era feliz, Yo, cantando, construía un juguete

para mi primer hijo. ¡Pamplinas!‟ Es mejor que regrese al castillo cuanto antes. Estoy seguro de que los criados deben estar perdiendo el tiempo aprovechándose de mi ausencia.

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Salvo, naturalmente, su fuerte dolor de cabeza, en el bosque todo parecía en orden. Más bien, casi todo: algo angustiante había sucedido. El rey abrió tamaños ojos cuando notó la ausencia de lo que más apreciaba. —Mis guantes! —exclamó con furia—. ¡Mis valiosos guantes! Los buscó por todos lados, infructuosamente, y desolado, volvió a exclamar: —Increíble!, ¡han robado mis guantes durante la noche! ¡Ya verán estos facinerosos lo que les pasará! ¡Los buscaré hasta en el último rincón del reino y los colgaré! No escaparán estos desvergonzados que han osado robarme lo que más aprecio. No estaba de humor para continuar cazando, de manera que decidió regresar al castillo lo más rápido posible.

En su atolondramiento dejó abandonada la mula en el bosque, y cuando se acordó de ella ni siquiera se preocupó. Sabía que el dócil animal siempre se las arreglaba para regresar a casa, sin importar el lugar donde se encontrara. Mientras galopaba en dirección al castillo, muchos pensamientos contradictorios comenzaron a revolotear en la cabeza del rey Joaquín. ¿Sería conveniente dar aviso del robo? ¿Y en cuanto al sueño?... Hacía tanto tiempo que no cantaba. Y aquella hermosa mujer, tan serena, que estaba a su lado... ¿Quién podría ser? Jamás la había visto... ¿Y si la buscaba?

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—Por qué me preocupo tanto por un tonto sueño? —se preguntó—. Aunque es extraño, no deja de ser tonto e irreal. Además, así como van las cosas, nunca tendré un hijo, pues ninguna doncella se acerca a mi reino. Una nube de polvo anunció desde la distancia la llegada del rey al castillo. Los vigías apostados en los torreones lo saludaron con vivacidad tocando sus clarines. Cuando era inminente su cercanía, el gran puente levadizo desprendió su pesada hoja para brindar acceso al rey. De inmediato, un enjambre de sirvientes corrió para atenderlo, pero él ni siquiera los saludó. Bajó de su caballo y con tranco largo se dirigió hacia el comedor real, donde se instaló a esperar el desayuno, que llegó más rápido que un suspiro. Trinchó el jamón con rabia. Estaba tal vez dolido por la pérdida de sus queridos guantes, y además, sentía un persistente y agudo dolor que abarcaba la zona del cuello y la cabeza. Pero, a pesar de todo aquello, siguió recordando su sueño: “Es estúpido pensar que algún día me case. Y un hijo, un hijo... Es imposible. Pierdo mi tiempo pensando en tales locuras, cuando debería preocuparme por el paradero de mis guantes. Encargaré a un par de nobles para que investiguen en absoluto secreto. Pero por ahora debo olvidar este problema”.

—Que vengan los bufones! ordenó a gritos—. Quiero saber si me tienen alguna novedad para alegrar esta desagradable mañana.

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Ruidosamente se presentaron ante el rey varios hombrecillos de cabeza grande y vientre fofo. Vestían sus típicas prendas multicolores y de inmediato comenzaron su actuación con un número que consistía en a1tar y caer innumerables veces. Pero todo resultó inútil. El rey, sin mirarlos siquiera, siguió sumergido en profundas cavilaciones. Tan ensimismado estaba, que se sobre- saltó cuando la voz del chambelán anunció una inesperada delegación del Reino de las Montañas. Dos hombres de aspecto sencillo, apostados junto al gran portón que conducía al interior del castillo, esperaban pacientemente que se les diera la autorización para entrar. Habían solicitado una entrevista con el monarca del Reino del Mar por encargo del reino vecino situado en esa gran zona de las montañas. En las manos de uno de los emisarios destacaba un gran sobre con una misiva, mientras que en las del otro se podía ver un pequeño y misterioso paquete. Los enviados del Reino de las Montañas caminaron con nerviosismo por los fríos pasillos del palacio. Cuando al fin ingresaron en la gran sala de recepciones oficiales, el rey Joaquín frunció el ceño como único saludo, sin percatarse de la apariencia de aquellos toscos visitantes que no disimulaban su incomodidad ante tan lujoso ambiente. Pero el rey, que no estaba para andar haciendo deducciones ante un par de hombres sencillos y nerviosos, sólo atinó a tomar el obsequio y la carta, mascullando algunas palabras de agradecimiento. Aunque su descortesía no era de extrañar, los nobles quisieron aminorarla y rápidamente se llevaron a

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los visitantes al gran comedor, donde les ofrecieron un suculento refrigerio. Los hombres comieron con una avidez casi lastimosa y a nadie se le ocurrió alargar la velada cuando manifestaron su interés en retirarse. Durante el resto del día rondó por el palacio una cadena de rumores y comentarios curiosos. ¿Qué habría recibido como regalo el rey Joaquín? ¿Qué diría la carta? Sólo más tarde, cuando el rey se retiró a su recámara, rompió con inconfesado interés el envoltorio del obsequio, ¿Y con qué se toparon sus nerviosas manos? Nada menos que con una bufanda blanca, bordada con finos hilos de oro. ¿Quién le enviaba algo tan delicado? En realidad, no ignoraba quién: según las palabras de los emisarios del Reino de las Montañas, la reina había mandado el regalo. Pero, ¿cómo era ella? Sólo sabía que era viuda y que gobernaba un pueblo muy pobre y sencillo, aledaño al suyo. Claro que para salir de tanta curiosidad quizás bastaba con leer la misteriosa carta. Así, alejado de miradas curiosas, se dispuso a echarle un vistazo. Rompió el sobre y se encontró ante una escritura menuda y cuidada, que reflejaba un texto muy delicado... Y comenzó a leer:

Ya había olvidado la gentileza, la sonrisa, el ensueño. Verdaderamente usted me ha emocionado con tan noble gesto. Me siento muy alegre e impulsiva, y no puedo desperdiciar la ocasión para invitarlo a que i me visite. Me

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sentiría muy feliz si usted accediera a mi petición. Disculpe que sea tan directa, pero mi alma es sencilla como mi reino y aquí acostumbramos plantear las cosas sin rodeos. Ya que usted ha manifestado su deseo de conocerme y hasta me propone buscar una

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Estimado rey Joaquín

Su regalo ha sido la más bella sorpresa jamás recibida. Nunca pensé que tan digna persona como usted se fijara en mí, que soy sólo una viuda solitaria y aburrida. Vivo en un país de montañas y más montañas y gobierno a hombres rudos y toscos que huelen a carbón, carneros y vinos mal preparados oportunidad concreta para cumplir con tal anhelo, yo lo invito, sin más, a mi reino. Podríamos reunirnos en mi jardín y tomaremos té de flores y bizcochos de miel, ¿qué le parece? El 21 de marzo, como usted lo señala en su carta, sería un buen día, pues coincide con las fiestas de la llegada de la primavera. Mis cortesanos y todo mi querido pueblo realizan excursiones a la montaña y al atardecer regresan cargados con flores y frutos silvestres. Muy pocas veces los acompaño en sus festividades: prefiero permanecer en mi jardín, bordando o conversando con mis criadas. Por lo tanto, ese día estaremos tranquilos, sin presencias inoportunas. No deje de venir, que lo espero con simpatía. No sabe

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cuánto anhelo conocer al rey poeta. Se despide su encantada servidora.

Reina Antonieta.

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—jQué broma estúpida es esta?! —ex clam el rey paseándose por la pieza—. ¿De dónde sacan que soy poeta? Esto lo debe haber urdido alguno de mis tantos enemigos. Ordenaré al Jefe de Policía, al Capitán de la Guardia Real y a mis más fieles consejeros que descubran a los culpables y los encierren de por vida en los húmedos calabozos del castillo, Allá tendrán bastante tiempo para escribir románticas cartas a las ratas. Pero la bufanda estirada sobre la cama seguía despidiendo extraordinarias luminiscencias... —Y qué hago con esta famosa bufanda? Me podría servir para atar a los perros cuando ladran por la noche y no dejan dormir. Creo que sería un buen destino para ella y la respuesta adecuada a tan torpe broma. El rey tomó la bufanda con teatral brusquedad, como si fuera un gesto destinado a un público que no existía. Pero la suave textura de la prenda acarició sus manos.

Estaba completamente solo y no resistió la tentación. Con un impulso desconocido en él, rodeó su cuello con la bella prenda. Se acercó al espejo y no pudo evitar una sonrisa de agrado. Reconoció en silencio, a pesar suyo, que era una bufanda estupenda. —Es mejor que la guarde, total, nadie sabe de ella. La podré usar en las ceremonias oficiales. ¡Y pobre del que se atreva a preguntar algo!... ¡Lo ahorcaré con la misma bufanda!

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El resto del día transcurrió con bastante tranquilidad. Tan ocupado estuvo el rey Joaquín atendiendo sus numerosas obligaciones, que no gritoneó a nadie, cosa muy rara en él. Finalmente, al anochecer, se retiró a su dormitorio cansado y soñoliento. Recién en ese instante, recordó que poseía una bufanda nueva. Bueno, sin duda porque todavía permanecía sobre la cama donde la había dejado y era muy difícil no reparar en su presencia. La observó con una mezcla de recelo y secreta complicidad. Se acercó lentamente a ella, del mismo modo que cuando estamos en presencia de una nueva mascota y no sabemos si nos recibirá con un mordisco o con un gesto amistoso. Hasta que no resistió más, e impulsivamente, se la puso al cuello. De inmediato una agradable tibieza acarició su cuerpo. La bufanda le infundía un estado de serenidad espiritual muy pocas veces experimentada. Pensativo e intrigado por los giros que asumía de pronto su vida, fue recorriendo aquel día tan diferente a los acostumbrados. Curiosamente, no había pasado ningún mal rato, no había lanzado tenedor alguno a la puerta de la cocina, no había reprendido a los criados ni a los ministros, ni a los perros, ni a nadie... ¿Qué le estaba sucediendo? Se re- costó sobre la cama y el calorcito de la bufanda lo envolvió como si estuviera flotando entre nubes entibiadas por el sol del verano. Y una leve sonrisa iluminó su rostro poco antes de quedarse completamente dormido.

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LOS PREPARATIVOS DE LA REINA ANTONIETA —Beatriz, ¿qué sabes del rey Joaquín? Era la tercera vez que ese día la reina Antonieta consultaba sobre el soberano del Reino del Mar, y siempre la respuesta recibida era poco alentadora La dama de la corte, con una leve sonrisa de picardía, le respondió: —Mi señora, es un hombre famoso por su mal humor. Es terco, empecinado y bastante enojón... Pero, también, terriblemente solitario; creo que le haría bien casarse. Al oír nuevamente la misma respuesta la reina Antonieta se sonrojó y apretó secretamente en el interior del bolsillo

de su vestido la carta que había recibido y que ya había leído y releído tantas veces. —Gracias, Beatriz, ahora déjame sola. Debo tomar algunas decisiones y mejor será que me concentre para no equivocarme... ¿Así que es soltero? —volvía a la carga la reina Antonieta, dejando de manifiesto su interés. —Soltero y muy rico, pero triste y desesperado. Otra

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persona sería si tuviera una familia. —Y la dama de la corte se retiraba conteniendo la risa. Se había creado en ambas mujeres una simpática complicidad cuando conversaban sobre el rey Joaquín. Sobre el peinador de la reina se veía un fino pañuelo en el que resaltaban las flores primaverales bordadas con hilos de oro... Todo resultaba tan emocionante para una viuda como ella que, aunque joven y hermosa, no tenía la menor posibilidad de volver a casarse. Entre la gente que la rodeaba no había nadie de su completo agrado y jamás llegaba una visita hasta el empobrecido Reino de las Montañas. La reina Antonieta suspiró profundamente y se aproximó al tocador. Tomó el delicado pañuelo y lo acercó a su rostro con los ojos entrecerrados. Al instante sintió que la rodeaba un misterioso perfume a flores desconocidas. Un perfume que la transportaba a tierras que soñaba con conocer algún día. Sacó la carta de su bolsillo y comenzó a leerla por enésima vez:

En incontables oportunidades en mis largos paseos por el bosque, he observado a la distancia su bella y furtiva figura. Mi nombre es Joaquín, como usted habrá de saber, y soy el soberano del Reino del Mar. ¡Qué increíble!, estando tan cerca no nos conocemos, tan sólo nos separa una extensa zona boscosa, bosques que conozco como la palma de mi mano Cuando voy allí, mi mayor placer es seguir los hilos de las

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aguas de las vertientes que se desplazan desde vuestro reino y cruzan por entre los árboles del bosque, en un rumor cantarino y refrescante. Soy un admirador de los árboles, de sus altivas copas que recortan el cielo despejado del verano, de la vida que palpita en cada presencia de la naturaleza. Pero, querida reina, nada más bello que su dulce persona que adoro a la distancia, en

Querida reina Antonieta:

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especial cuando su largo cabello se mece con la brisa como se cimbran los trigales dorados repletos de verano. Siempre he pensado que tenemos muchas cosas en común y tanto de qué hablar; por eso he decidido visitarla, naturalmente si usted acepta. Pienso que el día más apropiado sería el 21 de marzo, fecha en que mi pueblo celebra la llegada de la primavera y organiza, en consecuencia, excursiones y paseos por las extensas playas de mi reino. Pocas veces participo de esas aburridas celebraciones. Prefiero cabalgar en los bosques. No me conteste, sólo espere mi llegada; mientras tanto, reciba con la mayor de las admiraciones este presente, este bello pañuelo, como símbolo de una amistad que nace.

Rey Joaquín.

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La reina Antonieta no dudó ni siquiera un segundo de las palabras del rey Joaquín. Debía conocerlo como fuera, estaba decidida a esperarlo, y motivada por esta idea, pasaba tardes enteras pensando en el día en que el monarca asomara por el camino que conducía a su palacio, casi oculto entre las montañas. Lo malo era que para el 21 de marzo todavía faltaba una larga e interminable semana. Estaba tan

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empeñada en este encuentro porque no quería pasar el resto de su vida acompañada sólo por toscos leñadores, cabreros y carboneros o, en el mejor de los casos, entre complacientes y serviles damas de la corte. La imagen del rey Joaquín había llegado en el momento preciso para recuperar la felicidad perdida. Con tales razonamientos la reina Antonieta se dedicó a preparar el ansiado encuentro con Joaquín.

UNA ROCA MUY MISTERIOSA Los barco salieron aquella mañana muy temprano, despenando los muelles con su alegre bullicio de sirenas, campanadas y pitares. Cada vez que las naves emprendían la travesía por la ruta del Mediterráneo, por rutinarias que estas fueran, se escuchaba el mismo alegre alboroto, porque era un pueblo eminentemente marinero, que jamás dejaba de demostrar un amor sabiamente repartido entre el mar y la aventura. Aunque parecía que en la capital del Reino del Mar transcurría una mañana muy típica, no era tan así, pues todos se habían levantado muy temprano para los preparativos de la fiesta de celebración de la llegada de la primavera. Apresuradamente, todos se dirigían hacia los negocios de víveres, pues estos permanecían abiertos sólo hasta el mediodía; nadie quería faltar a la excursión anual a las playas. Bueno, casi nadie, porque en el castillo real sucedía algo muy diferente. Aun cuando los miembros de la corte y los criados

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se preparaban para el día de fiesta, el rey anunció, como de costumbre, que no participaría. Y nadie se extrañó de su Decisión; más bien, muchos disimularon un gran suspiro de alivio. El rey Joaquín tenía otros planes que nadie sospechaba. Como en años anteriores, había comunicado a los ministros más cercanos que aprovecharía ese día para dar un paseo por el bosque colindante con el reino. Cuando muy temprano el rey se asomó por la ventana de su dormitorio, sonrió complacido al ver la numerosa peregrinación de alegres excursionistas desplazándose hacia las extensas playas del reino. Y no hubo testigos cuando comentó con picardía: —Que les vaya bien, tontorrones, demórense todo lo que quieran y báñense hasta que les dé hipo, porque en ese preciso momento yo estaré cruzando los bosques en dirección a las montañas. Y así fue como, montado en el mejor de sus caballos, partió por el camino opuesto al que emprendían los excursionistas, acompañado solamente por un par de perros. Se había hecho el propósito de visitar a la reina Antonieta, a pesar de la desconfianza que le inspiraba aquella carta y aquel regalo. Había pensado tantas veces que aquello bien podría ser una cruel broma de sus enemigos. Pero también estaba la posibilidad de que todo fuera cierto y, entonces, estaría ante la mejor de las oportunidades para que su vida cambiara. Por eso, había decidido correr el riesgo y visitar a la reina

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viuda. No le vendría mal conocerla. Además, secretamente se había convencido de que no tenía por qué sentirse condenado a vivir en soledad. No era justo. Esa era la razón que lo impulsaba a realizar el último intento de resolver sus problemas personales, aunque, eso sí, lo haría con la mayor de las cautelas. Rápidamente se internó por el bosque, siguiendo la misma ruta de aquella noche en que desaparecieron sus guantes, pues no perdía la esperanza de recuperarlos. Al medio día llegó al claro que ya tanto conocía. Allí, precisamente, junto al tronco seco volcado sobre la maleza, descansaría, comería alguna cosa y dejaría que su caballo se acercara al arroyuelo que pasaba por las inmediaciones. El lugar estaba igual como lo había dejado después de esa última partida de caza y de esa noche tan desgraciada. Mientras se paseaba para estirar las piernas, observó el lugar con atención. Le era muy familiar el perfecto círculo de pasto que bordeaba el tronco seco. Pero... ¿todo estaba igual? Le pareció que no era así. Sintió una extraña inquietud cuando descubrió cierros cambios que antes no había advertido. Algunos árboles aparecían cortados de cuajo, tal como si un poderoso rayo los hubiera partido en dos. También descubrió huellas desconocidas sobre el pasto, el que además se veía arrasado, como si un enorme animal hubiera pasado por encima. Un olor bastante nauseabundo llegaba hasta él transportado por la brisa, y para colmo, el caballo comenzó a relinchar y a bufar; pateando el suelo con nerviosismo como si presintiera un peligro inminente.

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Entonces el rey chasqueó la lengua y tranquilizó a su caballo acariciándole el lomo; luego aseguró su espada al cinto y siguió tras la pista del mal olor. Al poco rato dedujo que las numerosísimas huellas en el pasto, que denotaban gran agitación, debían pertenecer a alguna fiera que afanosamente buscaba sorprender alguna presa sobre la cual dejarse caer, tal como atacan los peores animales depredadores. De pronto, se detuvo sorprendido. Casi había tropezado con una extraña roca negra, semiescondida entre la maleza. Jamás había reparado en ella en sus numerosas excursiones a aquellos lugares. Descubrió, además, que allí nacía ese olor insoportable que venía sintiendo desde hacía un rato. La forma de la roca era rarísima. Parecía un animal monstruoso con el cuerpo encogido. Su superficie era lisa, de color verde oscuro con vetas negras y pardas. El rey pensó que podría ser una de aquellas piedras misteriosas que, como bolas de fuego, caían de vez en cuando del cielo en las noches de verano. Había oído decir que se incrustaban en la tierra y que cuando se enfriaban, dejaban un gran forado. Decían también que esas rocas celestiales tenían las mismas características de los metales enfriados después de pasar por el estado líquido... Pero él no veía forado alguno. Además, sabía que las piedras que caían del cielo despedían una enorme estela de luz y producían un estruendo que nadie olvidaba, y nada de eso había sucedido en su reino desde hacía muchos años. Con extrema curiosidad, el rey desenfundó la espada y, sin

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miramientos, raspó la extraña piedra. Al hacerlo, de su superficie, brotó un extraño líquido oscuro, gelatinoso y nauseabundo. Como no supo explicarse lo que sucedía, decidió que en otra ocasión indagaría con la ayuda de los mejores sabios el reino. No era el momento para detenerse a desentrañar tales misterios. Lo único que le importaba era seguir su camino y no llegar retrasado a su cita en el Reino de las Montañas. Había transcurrido más de una hora desde que se detuvo a descansar y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer. Por lo tanto, aunque bastante intrigado por lo que había visto, reanudó la marcha. Sin embargo, no dejaba de preocuparle una curiosa coincidencia: allí, en torno al tronco seco, últimamente estaban sucediendo cosas muy extrañas, muy extrañas... Se daba cuenta de que por aquel claro del bosque experimentaba la contradictoria sensación de lo que se rechaza y al mismo tiempo se busca, Allí se habían gestado sus recientes. cambios. Allí había perdido sus queridos guantes y también allí había tenido ese extraño sueño que todavía rondaba en su mente. Y ahora la roca, la misteriosa y fétida roca. Pero... ¿de dónde había salido? Después de tales razonamientos, el rey Joaquín no volvió a pensar en el asunto, pues a medida que pasaba el tiempo la imagen de la reina Antonieta iba poblando su mente como si fuera un gigantesco manto cubriendo la faz de la tierra. Y ya no se detuvo sino hasta que hubo transcurrido la mitad de la tarde, cuando, a la distancia, divisó un imponente castillo

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sobre las colinas que precedían la gran zona montañosa. Por fin estaba ante el imponente castillo del Reino de las Montañas.

Era un reino que a Joaquín lo llenaba de curiosidad, ya que aun estando tan cerca del suyo nunca había existido ningún tipo de acercamiento social, exceptuando algunos rutinarios acuerdos comerciales que su próspero reino mantenía con tantas naciones. El rey estaba a punto de conocer a la reina viuda, famosa por su soledad y belleza. A la distancia una clarinada que llegó apenas a los oídos de Joaquín invitó al monarca a que se identificase mostrando su emblema. Esta era una costumbre de la época, y también un buen método para protegerse de personas indeseables o de visitantes peligrosos. El rey sacó entonces de las alforjas un pendón que desplegó para que ondeara con el viento de las montañas y mostrara los bellos peces dorados, símbolo de su reino.

EL ENCUENTRO EN EL JARDÍN

El sonido de los clarines volvió a interrumpir la quietud de la tarde, se extendió por el \ espacio y se encajonó entre

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los montes para ser devuelto como un lejano y difuso eco, que se perdió rápidamente entre los estrechos valles del Reino de las Montañas. El rey visitante contestó enarbolando el pendón de los peces dorados, con el que manifestaba que iba en son de paz. La respuesta no se hizo esperar. Al mismo tiempo que bajaban el puente levadizo que protegía la entrada al castillo, en los alminares ondearon al viento los pendones del reino, Eran triangulares y de fondo blanco y en su centro destacaba una

cadena de hermosas montañas encerrada en un círculo dorado. Al interior del castillo se advertía el nerviosismo de las criadas que corrían por los pasillos. Se dirigían al jardín portando bandejas repletas de exquisitos bizcochuelos espolvoreados con azúcar, pastelillos de miel con trocitos de almendras y jarros de cristal con jugo de naranjas, frambuesas y manzanas. La reina se preocupaba hasta del más mínimo detalle para que la velada no sufriera ningún contratiempo. Había preferido saltarse la tediosa ceremonia protocolar de la

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recepción y esperar al rey en el jardín. Antonieta, más hermosa que nunca con su vestido verde y su largo cabello rubio atado con el fino pañuelo que le regalara el rey. Cuando, a lo lejos, la reina divisó a aquel hombre de mediana edad, algo gordito y de cabello entrecano que caminaba con paso resuelto por los sinuosos senderos del jardín, sintió de inmediato simpatía por él. El rey era sobrio en el vestir, aunque un elegante y juvenil detalle llamó poderosamente la atención de las criadas y de las escasas damas de la corte que observaban la escena. Era una estupenda bufanda blanca qoe llevaba alrededor de su cuello y que, gracias al viento de las montañas, parecía flamear a los sones de su paso enérgico. El rey detuvo su mirada en los ojos profundamente verdes de Antonieta. “Verdes como la inmensidad del mar de mi reino”, comentó para sí. La reina, como si agradeciera su pensamiento, le extendió los brazos con excesiva cordialidad para alguien a quien veía por primera vez, y lo saludó con una exagerada sonrisa: —Gracias por venir Su Majestad. Corno puede apreciar, he adornado mis cabellos con su delicado obsequio. Debo confesar que jamás había recibido algo tan distinguido. El rey se inclinó y besó las manos de la reina con formal cortesía, mientras repasaba sus sorprendentes palabras. estaba seguro de no haber enviado tal regalo, aunque él sí había recibido de ella la bufanda que llevaba puesta. Pero la reina no prestaba ni la más mínima atención a su propio regalo; la

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verdad es que se comportaba como si jamás hubiera visto esa bufanda. El rey sentía que su cabeza daba vueltas y más vueltas; unas cuantas, por la sorpresa y otras tantas, por el bochorno. “Qué está sucediendo?”, se preguntaba una y otra vez el rey. Como no había explicación alguna ante tanto misterio, decidió seguir cautelosamente el curso de los hechos para ver si en el camino se aclaraba el embrollo. —Yo también estoy agradecido por su distinguido regalo —contestó con diplomacia—. Le puedo comentar que desde que usted me envió esta hermosa bufanda no he dejado de ponérmela ni siquiera un día. “Que yo le mandé?”, pensó intrigada la reina Antonieta mientras relampagueaban sus ojos verdes contemplando la prenda. Pero luego, su pensamiento cambió por completo: “Qué vergüenza!; ¡cómo no se me ocurrió retribuir su regalo! —se dijo—. Pero, ¿quién lo haría por mí?... Vaya, vaya, qué misterioso es todo esto, Debe haber sido alguno de mis consejeros; cuando lo descubra recompensaré su iniciativa como corresponde, pero también lo reprenderé duramente por no avisarme, Por el momento, me haré la que estoy enterada de todo”. Después de que todas estas ideas pasaran velozmente por su cabeza, contestó muy suelta de cuerpo: —0h, qué bueno que le ha gustado! Esa bufanda es el producto de mis horas libres, que son muchas, y de mi afición, por cierto; debo confesar que me encanta ejecutar trabajos recamados en oro. —Vaya, qué extraordinaria habilidad posee usted: por lo

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demás, es digna de sus delicadas manos —dijo el rey lisonjeramente. —Usted no lo hace nada de mal: hay que reconocer que ha tenido un gusto muy fino al elegir este hermoso pañuelo para mí. —Querida Antonieta, lo hice con gran placer, y está muy a tono contigo! —exclamó el rey gruñón con sorprendente entusiasmo, y agregó, algo avergonzado—: Disculpa el trato personal, pero siento que ya somos amigos, ¿no crees? —Yo pienso lo mismo, y lamento que no nos hubiéramos conocido antes, especialmente porque pertenecemos a reinos vecinos y ambos estamos tan solos. Y luego de estas palabras, la reina le brindó una amplia sonrisa y también una significativa mirada. Tan significativa, que las criadas y damas de la corte, que se hallaban a discreta distancia, se guiñaron un ojo con picardía. —Excelente, Antonieta, excelente; te cuento que estuve bastante tiempo dedicado a la elección de tu pañuelo, y todos los desechaba, hasta que me decidí por uno entre los recuerdos familiares, siempre pensando en algo adecuado a tu persona.

El rey Joaquín se desconocía al escuchar sus propias mentiras, pero no le quedaba otra cosa sino seguir el hilo de aquellos raros sucesos que estaba viviendo. Ya no podía retroceder. La conversación adquiría un evidente tono de

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galanteo, una atmósfera cordial y cómplice que por nada rompería. Rápidamente el animado diálogo derivó a temas personales, y ambos hablaron con sorprendente sinceridad de sus solitarias existencias, de sus pesares, frustraciones y secretos anhelos de felicidad. El rey no quiso referirse a su fama de hombre de carácter difícil. No tenía sentido hacerlo, puesto que Antonieta no había conocido dicha faceta, y por lo demás, estaba dispuesto a olvidar tan desagradable pasado. Presentía que la reina Antonieta lo ayudaría a enterrar para siempre sus desgracias; estaba seguro de que así sucedería. El rey se lamentó mucho cuando se percató de que ya había llegado la hora de la despedida. ¡Justo cuando una gran amistad nacía en aquel encantador jardín!

El sol descendía en dirección a los lejanos bosques, demarcando con su luminosidad dorada el confín del Reino de las Montañas. A Joaquín le llevaría gran parte de la noche cruzar esas espesas arboledas; Antonieta, afligida sólo de imaginar que pudiera ocurrirle alguna desgracia, quiso retenerlo ofreciéndole hospedaje por esa noche, y sugiriéndole que postergara su viaje para la mañana siguiente. Así evitaría correr cualquier peligro. El rey respondió que sus ministros estarían muy preocupados si no regresaba durante el día y que a la mañana siguiente debería resolver muchos asuntos de importancia. Además que, por haber dormido tantas veces en los claros del bosque, conocía cada una de sus rutas interiores como la palma de su mano.

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Y no hubo caso, ninguno de los argumentos de la reina lo hizo desistir. Así, después de mutuas promesas de próximas visitas, los monarcas se despidieron conmovidos por una mezcla de alegría y esperanzas que se habían adueñado de sus vidas. Un grupo de nobles acompañó al rey Joaquín hasta los límites del Reino de las Montañas y lo dejó frente a la sombría y acechante espesura. Pero el rey no estaba preocupado por tener que atravesar el bosque; sólo le importaba recordar los momentos pasados con la reina y soñar haciendo planes, muchos planes para el futuro. Hasta la negra y maloliente roca descubierta cerca del tronco seco se había borrado ya de su mente. Saludó a los nobles con un amistoso gesto y de inmediato se internó por los oscuros laberintos del bosque, actitud que a juicio de los montañeses, era muy temeraria e irresponsable. Faltaba un poco más de dos horas para que oscureciera totalmente. El rey Joaquín tenía la esperanza de cruzar gran parte de los bosques antes de que anocheciera, aunque cabalgar en medio de la noche no le preocupaba en lo más mínimo. Por lo tanto, continuó sin detenerse siquiera a mirar hacia atrás, a sabiendas de que los montañeses no le despegaron la mirada hasta que se internó en el bosque.

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EL ATAQUE DE LOS TROLIS

Esta historia pudo haber tenido muy pronto una culminación feliz. Podríamos adivinar lo que debería haber acontecido después: la unión de los dos reinos con el consiguiente casamiento de Joaquín y de Antonieta. Sin embargo, sucedieron muchas cosas diferentes a las esperadas desde el mismo momento en que Joaquín se internó en el bosque. El rey no se detuvo sino hasta llegar al claro; es decir, al círculo de pasto en torno al tronco seco donde acostumbraba acampar. Pero algo extraño sucedía allí. El caballo se puso muy inquieto, los perros comenzaron a ladrar y a enseñar los dientes, como dirigiéndose a las tenebrosas sombras de los árboles al contraluz de la luz de la luna, colándose por entre el ramaje. “Algún jabalí, quizá —pensó Joaquin—, o una rata; pero algo que se mueve en la espesura del bosque asusta a los perros”. Enseguida se dispuso a preparar una fogata para protegerse de las fieras y, también, para calentarse los huesos un rato antes de seguir rumbo al castillo.

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Cuando recolectaba ramas secas para preparar la fogata, los aullidos de los perros se hicieron tan fuertes y provocaron un alboroto tan grande en el bosque, que los pájaros volaron despavoridos. El rey se irguió con brusquedad, aferró la empuñadura de su espada y escudriñó el lugar con mirada desconfiada. Algo oculto en la semipenumbra, algo maligno y acechante sembraba inquietud y temor entre los animales y agudizaba los sentidos del propio rey que se mantenía expectante, dispuesto a enfrentar a aquel enemigo que no se dejaba ver, y que quizás fuera muy peligroso.

De pronto, cayeron pesadamente sobre el rey y alrededor de él varios bultos malolientes. Pero no eran bultos precisamente, sino seres que mugían en forma desagradable. Rodearon a Joaquín clavándole miradas afiebradas y relampagueantes al resplandor de la fogata. Se parecían a aquellos orangutanes que solían exhibir los circos ambulantes cuando llegaba la primavera al Reino del Mar. Pero, a la vez, parecían seres humanos, aunque con la cabeza desproporcionadamente grande para el tamaño del cuerpo. Sus ojos, rodeados de gruesos pelos negros; adquirían un color rojo fulgurante cuando se posaban en la que podría ser su próxima víctima. Pero lo que más repugnaba de estos seres era su enorme nariz, que despedía una pestilencia difícil de soportar. El rey Joaquín jamás había visto a esas criaturas. Ni siquiera entre los personajes fabulosos de los cuentos que le contaban sus padres o su

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nodriza durante su infancia figuraban seres tan horribles como aquellos. Claro que no era el momento para este tipo de reflexiones. Había que hacer algo, y rápidamente, para zafarse de ellos. No alcanzó a desenvainar la espada, cuando sus perros, tomando la iniciativa, se abalanzaron sobre las fieras. Pero fueron repelidos con golpes tan certeros y brutales que cayeron violentamente a varios metros de distancia, azotándose contra los troncos de los árboles y quedando fuera de combate. Al mismo tiempo, el caballo huyó despavorido perdiéndose entre los árboles. Entonces el rey reaccionó. Asestó un seco golpe de espada sobre el brazo de una de las fieras, cercenándoselo como si fuera de mantequilla. El brazo peludo cayó sobre la maleza y la criatura aulló de dolor. Sin embargo, desafiando toda ley natural, el muñón volvió a regenerarse en un nuevo brazo; o mejor dicho, brotó una nueva garra, hecho que fue acompañado por una carcajada terrible de este extraño ser que parecía sentirse invencible. Luego dos de las fieras inmovilizaron al rey sujetándolo de pies y brazos, haciéndolo caer estrepitosamente. Acto seguido otra media docena se abalanzó sobre Joaquín, propinándole golpes hasta nacerle perder el conocimiento. Después, lo arrastraron hasta el grueso tronco seco, lo ataron con fuerza y comenzaron a saltar y aullar descontroladamente, disfrutando del triunfo sobre aquel enemigo que se había presentado ante ellos por

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casualidad, pues Joaquín no era de ningún modo el objetivo que perseguían estas extrañas fieras. Los gritos provocaron tal conmoción entre los animales del bosque, que, paralizados por el pavor, permanecieron como estatuas en el lugar donde se encontraban. El rey no sabía que estaba nada menos que ante los feroces y crueles trolis. Estos habían localizado, por fin, a los escurridizos duendes que perseguían desde hacía tantos años en las inexpugnables montañas del norte de Europa. Tampoco sabía que estos brutales seres jugueteaban primero con sus víctimas y, después, cuando ese juego los aburría, las mataban con un certero golpe de sus garras. Aquella era la costumbre preferida de estas repugnantes criaturas de la noche. Entretanto, en las cercanías, un asustado grillo saltó y comenzó a cantar: Cric cric,cric ¿ric, es lo más horrible que en mi vida vi. El búho, reponiéndose del susto, aleteó nervioso de rama en rama, dando la voz de alarma: Uh uh, uh uh. hay que avisarle a los duendes. Entonces; ¿voy yo o vas tú? Y el grillo entusiasmado insistió: Cric cric, cric cric, hay que avisarle a los duendes. Mejor déjenme este trabajo a mí.

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Y de inmediato, el grillo comenzó a escarbar la tierra con sus patas, que parecían finas y efectivas sierras, y muy pronto desapareció por entre las raíces de un gran tronco. Iba hacia las profundidades de la tierra, al lugar donde habitaban los duendes, lugar tan secreto que ni siquiera los demás animales sabían de él. El grillo se sentía orgulloso y privilegiado de conocer tal secreto; los propios duendes lo habían elegido para que diera la voz de alerta ante alguna amenaza. En esta ocasión debía trabajar con mucha rapidez si quería salvar al rey, que se encontraba fuertemente atado a un árbol y con la cabeza inclinada, inconsciente e ignorante del inmenso peligro que corría su vida. Por fin el grillo pudo cantar: Cric cric, cric cric, los encuentro alfin, apúrense, que la Reina Antonieta sufrirá sin su querido Joaquín. Cric cric, cric cric, - ademas, arriba hay un terrible hedor que no se siente aquí... Terminó el grillo alborotando todo, saltando sobre la alfombra de lana de oveja del salón del venerable duende Pietro. Y no fueron necesarias más palabras; Pietro supo de inmediato qué era lo que alarmaba tanto al grillo del bosque. Comprendió que había llegado la hora de actuar para defender aquel territorio, ganado con inmenso sacrificio, desde hacía largos años. El Reino del Mar era para ellos,

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desde siglos, su verdadera patria y no volverían a huir como cuando vivían aterrorizados en los territorios del norte de Italia. Enfrentarían de una vez por todas la amenaza que los perseguía como sombra despiadada. Además, con los años los duendes italianos habían aprendido muchas cosas para defenderse de los trolls. Por ejemplo, conocían un polvillo que provocaba una inagotable picazón y estornudos, peor que los polvos de mostaza. El efecto duraba una semana completa y en la desesperación no les quedaba a los atacados sino huir y lanzarse a algún río o al mar. Pietro salió rápidamente a través de una portezuela secreta que lo conectaba con las casas de Otros duendes; en sus manos portaba una pequeña bolsa de cuero repleta con los polvos de la picazón. Enseguida echó una buena cantidad del polvo en un cuerno caprino y partió a defender al rey Joaquín acompañado de sus mejores hombres. Cuando los trolls vieron emerger desde la base de un gran tronco al duende Pietro, mugieron de contentos, con esa típica voz gutural y siniestra que poseían. Aunque sabían que sus antiguos enemigos se encontraban en aquellos lugares, jamás pensaron que estos iban a aparecer tan pronto. De inmediato los trolls se abalanzaron sobre él, pero Pietro dio un tremendo soplido al cuerno y con esta acción diseminó por el bosque un picante polvo azulino.

Los trolls comenzaron a estornudar y a rascarse y a frotar sus cuernos contra los troncos con desesperación. El duende

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Pietro aprovechó la ocasión para cargar de nuevo el cuerno, y atacó a uno tras otro, consiguiendo que un notable grupo de seres monstruosos corriera por el interior del bosque. Buscaban algún lugar donde hubiera agua para así desprenderse de la insoportable picazón que sufrían entre estornudos y más estornudos que hacían estremecer hasta los más pequeños de sus duros pelos. Era tanto su descontrol que no advirtieron que por allí cerca pasaba un pequeño riachuelo, y pensaron que su única salvación estaba en el mar. Aunque faltaba mucho para llegar hasta él, los trolis sabían que era preciso hacerlo durante la noche; de lo contrario, si en su huida los encontraba la luz del día, sus vidas estarían en peligro. Por eso corrieron con verdadera desesperación. Por su parte, el rey Joaquín también comenzó a estornudar y a sentir picazón. Intentó rascarse, pero le fue imposible, pues sus manos estaban atadas, Igualmente los perros, aunque muy mal heridos, reaccionaron restregándose sobre la maleza reseca, para tratar de desprender el polvo azulino que les había cubierto el lomo. El rey gritaba desesperado para que alguien lo liberara de tal suplicio. Pietro observaba la escena con cautela. Por muy angustiante que fuera la situación del rey, cualquier decisión que asumiera pesaría sobre el futuro de los demás duendes. Como buen líder, tenía plena conciencia de que era muy

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arriesgado extender el secreto de la existencia del pueblo de los duendes, que hasta el momento había mantenido con éxito. Presentía que no era conveniente que el rey Joaquín lo viera, pues no estaba preparado para tal descubrimiento; si algo fallaba, todos los duendes se verían obligados a abandonar el Reino del Mar, que tanto amaban. Se acordó de sus polvos del sueño que en una ocasión anterior había usado con el mismo rey gruñón.

Entonces, con sigilo, se acercó a Joaquín por la espalda, trepó a un árbol y, aferrándose a las ramas de la copa, dejó caer desde allí el polvo del sueño, que bajó lentamente despidiendo estrellitas que refulgieron en la noche. El rey lo aspiró y pasó del desmayo a un sueño profundo. Los duendes se apresuraron a soltar sus ataduras para dejarlo recostado y dormido junto al tronco seco. Los duendes estaban tranquilos; habían ganado un combate que parecía definitivo, sabían que los 1ro/ls no se detendrían hasta llegar al mar, y para eso faltaba mucho, posiblemente toda la noche: esa era la idea, que ellos llegaran al amanecer y así estarían perdidos para siempre. Entonces pudieron volver a sus hogares a reanudar también su sueño interrumpido. Y cuando la tranquilidad volvió a reinar en el bosque, el grillo comenzó a saltar muy exaltado y llamó a sus amigos;

Cric cric, cric cric,

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despierten todos tantas noticias tengo aqui que hablaré hasta por los codos. Pero la rana, molesta, se despertó asustada, y también despistada, reclamando para diversión de tódo el bosque: Croar croar, croar croar, el cuerpo me pica tanto que me hace saltar y saltar, como por encanto.

CUANDO JOAQUÍN DESMADEJA SUS SUEÑOS - A veces hay sueños tan extraños, que al intentar recordarlos uno se da cuenta de que carecen totalmente de sentido y de que no tienen ningún punto de apoyo con la realidad aunque tratemos de usar toda nuestra imaginación. Eso le sucedió a Joaquín, porque sin saber cómo, de pronto se encontró cabalgando al tranco rápido de su caballo, en dirección al castillo. ¿Cómo había cruzado la extensa zona boscosa que delimitaba naturalmente los dos reinos? Lo último que recordaba y de manera tan difusa que no sabía si todo había sido un mal sueño, era su enfrentamiento con aquellas extrañas fieras de cabeza descomunal y cuerpo peludo. Había

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sido vencido a fuerza de golpes, y amarrado casi inconsciente al tronco de un árbol. Luego recordaba un segundo episodio tanto o más fantástico que el encuentro con las fieras: Todavía no se reponía del asombro, cuando unos duendes, similares a los hombrecillos fabulosos de los relatos contados por las nodrizas de su infancia, le soltaron las ataduras. Después, lo ataron por la cmtura y, lanzando la cuerda hacia las ramas más firmes de un árbol, jalaron con fuerza, al mismo tiempo que un par de duendes tironeaba el caballo, para dejarlo a una distancia que permitiera a los hombrecillos elevar al rey Joaquín, quien después de todos estos esfuerzos se vio instalado en la silla del caballo y cabalgando en medio del bosque. La operación, dirigida por el duende más anciano, resultó exitosa. Pero... ¿Había sido realmente un sueño?... ¿Había estado toda la noche en el bosque? —Qué historia es esta? —se preguntó el rey—. Los duendes están solamente en la imaginación de los campesinos y en los cuentos de liadas. Debo estar durmiendo todavía—. Y continuó pensando en voz alta: —Lo único que me interesa es regresar de inmediato a mi reino. Tengo tantos asuntos por resolver... Y todo esto, será como cualquier otro sueño. No lo comentaré con nadie. ¿Quién creería que me enfrenté a los trolis y fui salvado por una decena de duendes del bosque que hablaban con un inconfundible acento italiano? Vaya, vaya. Amanecía cuando fue reconociendo los valles que antecedían a la extensión del mar de su reino. Atrás quedaban las

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montañas y la espesura de los bosques; ahora cabalgaba por caminos arenosos propios de las zonas costeras. De pronto, divisó un extraño roquerio en el mar, que le llamó poderosamente la atención. A la distancia las rocas parecían figuras monstruosas que se blanqueaban con la espuma dejada por la acción de las olas que rompían sobre aquellos promontorios desconocidos. El rey no quiso detenerse. Ya investigaría esa extraña formación rocosa. Ahora lo. único que le interesaba era llegar a su castillo para ordenar sus ideas, que eran tantas...

LAS TRANSFORMACIONES DEL REY GRUÑÓN - A partir del encuentro con la reina y de la extraña aventura vivida en el bosque, el rey su frió una serie de transformaciones que se notaron especialmente en su carácter y en el modo de relacionarse con su pueblo. Todos se preguntaban qué le estaría sucediendo. Algunos pensaban que estaba enfermo; otros, que estaba enamorado. ¡Enamorado?! ¿Y de quién? Nadie le conocía aventura alguna. Sin embargo, algo se sospechaba, puesto que de vez en cuando desaparecía por un par de días, penetrando en el bosque mucho más a menudo que de costumbre. Pero, qué importaba si con sus furtivas salidas tenían ahora un rey mucho más comprensivo y afectuoso.

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Tan buen ambiente había en el Reino del Mar, que un día los ministros le propusieron al rey organizar una gran fiesta, con muchos invitados, para celebrar el Día de la Amistad. Aprovecharían para invitar a representantes de todos aquellos reinos con los cuales mantenían un nutrido intercambio comercial. La idea no pareció descabellada. Harían buenas relaciones, ahondarían amistades comerciales y, de paso, proporcionarían una buena entretención al pueblo, que ya casi se había olvidado de divertirse. Su única distracción eran aquellas excursiones anuales a las playas cuando se celebraba la llegada de la primavera. —Está bien —dijo el rey, sonriendo socarronamente—. Debemos tener esta fiesta; nos servirá para mejorar nuestras relaciones comerciales, como ustedes dicen, y podremos crear otras. Les propongo que también invitemos a representantes de los reinos con los cuales no tenemos ningún tipo de relaciones. Será muy beneficioso. Por ejemplo, por ejemplo, este.. .el Reino de las Montañas.

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—Pero si ellos son tan pobres?, ¿de qué nos puede servir tenerlos aquí? —protestó un ministro. —Cómo que pobres? —exclamó el rey—. Bueno, un poco; pero nosotros les podemos comprar carbón, y sus ríos son muy importantes. De sus montañas proviene no sólo el agua que riega nuestros campos, sino también el agua que nosotros bebemos. ¿No les parece importante todo esto? Además, ¿por qué basamos todo en las ganancias comerciales? —Pero, Majestad, usted nos ha enseñado que así se debe actuar. Lo hemos hecho por muchos años y seguimos la máxima que usted mismo creó: Trabajar para producir, vender para ganar Es la base de ¡a riqueza del Reino del Mar. —Es verdad, lo reconozco. Pero debo decirles que últimamente he pensado de otro modo. Durante años hemos sido una nación muy próspera, pero no por ello hemos logrado tener muchos amigos. Nos mantienen a prudente distancia porque siempre los tratamos sólo como clientes De otros reinos sólo conocemos los muelles, las bodegas, los puertos, los grandes mercados de intercambio. Qué lástima que todo sea así, aunque, lo reconozco, la culpa ha sido mía, como también la barbaridad de la famosa máxima. Yo la inventé para ocultar mi frustración, mi fracaso y, de paso, los arrastré a todos ustedes; espero que sepan perdonar a este monarca tan torpe. Los ministros se quedaron mudos y estupefactos. Se sentían conmocionados ante la sinceridad de su rey. Y, en vez de

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guardarle rencor, sintieron por él un gran afecto y respeto. —Pero no pongan esas caras de funeral pues estamos preparando una fiesta —irrumpió el rey desgranando una carcajada jamás oída en el castillo ni en ninguna parte. Una carcajada libre, espontánea, llena de esperanzas para un pueblo entristecido a fuerza de costumbre. Y entonces el rey, con sorprendente aplomo y dominando la situación, agregó: —Además, el día de la fiesta les tendré una sorpresa, mejor dicho, un regalo, a ver si así perdonan a este rey tan odioso y gruñón. —De qué se trata, Majestad? —preguntó un ministro al que apenas le salió la voz. —Oh, no sean impacientes. Ahora, déjenme solo. Esta noche quiero dormir mucho porque mañana necesito el mejor ánimo para conversar con mi pueblo al que tengo tan abandonado. Los ministros se fueron retirando poco a poco, incrédulos ante lo que sucedía. Si otro les hubiera contado todo lo que habían visto y escuchado, no le habrían creído. Pero no les quedaba más remedio que aceptar la realidad. Ellos mismos habían sido testigos de lo ocurrido en el castillo del Reino del Mar. Nadie dudaba que algo importante le estaba pasando al otrora complicado soberano. Aquella memorable noche, el rey escribió el más significativo de los mensajes, y un par de emisarios de confianza lo llevaron secretamente al Reino de las Montañas. El texto de

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la carta era el siguiente:

Mi reino prepara una gran fiesta a la que hemos llamado El Día de la Amistad. Pienso que es la mejor oportunidad para anunciar nuestra boda. Estoy seguro de que tú sabes cómo deseo que seas mi esposa para así amarte cada día más y más. Y nuestros reinos unidos harán que la prosperidad cunda en nuestros queridos pueblos. La fiesta será en una semana más, el 21 de junio, cuando el verano surge con sus frutos maduros y el sol resplandece sobre la gran extensión de nuestro mar, playas, valles, y sobre tus hermosas montañas, Invita a tu corte, trae a tu pueblo, que quiero que se sientan como en tu casa, porque mi reino será tan tuyo como mío en poco tiempo más. Querida Antonieta, serás la visita más ilustre, y. te convertirás en el acontecimiento más extraordinario de mi vida. Con creciente amor.

Querida Antonieta:

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EL DÍA DE lA AMISTAD .Finalmente, cuando llegó aquel gran día, que sería memorable, el pueblo del Reino del Mar amaneció engalanado con banderas y risas fáciles. Las casas relucían recién pintadas y muchos extranjeros se paseaban por la capital del Reino del Mar, convertida en un alegre y amistoso puerto de callecitas zigzagueantes,

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estrechas y empinadas en las colinas suaves y arboladas. Los niños, asomados a los balcones, jugaban a adivinar de dónde eran las banderas y los innumerables barcos que atracaban en el muelle. Los adultos trataban de adivinar la nacionalidad de los que se expresaban en idiomas desconocidos. ¡Todo era tan divertido! Un torneo con competencias de destrezas físicas, danzas con banderas multicolores, carreras de caballos y bailes en cada barrio, y no faltaron los casamientos. Todos recordarían por siempre tan hermosa jornada. La fiesta en el castillo real fue estupenda, aunque entre los ministros y nobles de la corte del Reino del Mar circulaba un rumor ansioso y pleno de complicidad. Todos esperaban la sorpresa y el regalo ofrecidos por el rey. El Primer Ministro, sabedor al parecer de un secreto guardado celosamente, hizo sonar una campanilla para llamar la atención. Su rostro se veía iluminado por una gran sonrisa, que anticipaba la mejor de las noticias. De inmediato se produjo en el salón un silencio expectante. El Primer Ministro anunció que el rey Joaquín haría uso de la palabra. Mientras el obispo se instalaba al lado del monarca, provocando con este gesto un ambiente de mayor solemnidad, el rey comenzó a hablar:

—Estimadas y dignas visitas, queridos ministros, amado pueblo. Este será para mí —y espero que lo compartan conmigo también—, el día más feliz de mi vida. Al fin ha

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llegado la alegría a este reino, al fin tendrán un monarca digno de ustedes. Sé que por mucho tiempo los hice sufrir con mi mal humor; espero y les ruego que me perdonen. Ahora quiero compartir mi felicidad con ustedes: les presento a mi novia, la reina Antonieta, que rige los destinos del Reino de las Montañas. Y como a mi lado se encuentra nuestro obispo, le pediré que nos case de inmediato. Sorprendidos, los miembros de la corte del Reino del Mar nunca olvidarían aquella escena: el rey Joaquín ante lo más distinguido de su pueblo, ante las visitas de diversos reinos y, reconozcámoslo, superando su propio pasado gris y enojoso, se presentaba con seguridad, aplomo y superioridad, como nunca antes lo había hecho. Todos estaban admirados.

La fiesta de la boda duró tres días. La reina Antonieta se trasladó al castillo del Reino del Mar y se construyeron caminos que cruzaban los bosques y unían ambos reinos. Hubo muchos sucesos importantes en aquellos meses, pero en medio de las tantas sorpresas que se producían cada día, una mañana aconteció algo realmente insólito. Había pasado un año desde la boda y la reina Antonieta esperaba su primer hijo. Dos elegantes emisarios de un reino cuyo nombre no fue precisado esperaban ser recibidos por el rey Joaquín. Era dos curiosas personas que evidenciaban nerviosismo e impaciencia por entregar un obsequio al rey. Algunos nobles recordaron vagamente que aquellos hombres eran los mismos que, hacía ya algún tiempo, se habían presentado en

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el castillo con otro regalo misterioso y una enigmática carta para el rey. Jamás supieron ellos quién la enviaba ni de qué se trataba. Recibió el rey el obsequio y la carta. También él recordó en ese momento aquella otra carta que había dado origen a tantas transformaciones. Joaquín agradeció a los emisarios y, con gesto amistoso, los invitó a que se quedasen unos días en el castillo, Pero ellos rehusaron con gentileza y se despidieron con notable nerviosismo. Entonces el rey se dirigió a su aposento junto a la reina Antonieta, y abrió el paquete. Grande fue su sorpresa cuando se encontró con sus amados guantes. Abrió en seguida el sobre y leyó la siguiente frase, escrita en una tarjeta sin firma alguna: La felicidad consiste en luchar durante toda la existencia para hacer realidad los sueños más hermosos. El rey Joaquín tomó los guantes y los besó sin preguntarse quién se los enviaba. Vagamente recordó haber escuchado aquellas palabras, como en un lejano sueño. Con extraña decisión, se dirigió al taller de carpintería del castillo y comenzó a fabricar un juguete para su primer hijo, que muy pronto vería correteando por1os pasillos del castillo. Y no podía dejar de pensar: todo esto ¿lo había vivido ya o lo había soñado? ¿Qué misterios habitan en la vida de cada persona cuando la magia logra atravesar sus días?

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SUGERENCIAS PARA UNA LECTURA INTERACTIVA DE LOS GUANTES DEL REY JOAQUÍN - CONOZCAMOS AL AUTOR DEL LIBRO Héctor Hidalgo nació en San Fernando (Chile), el 25 de junio del año 1947. Desde muy niño manifestó una profunda afición por el maravilloso mundo de la Literatura, vocación que se materializa en la dedicación de toda una vida entregada al fomento de la lectura desde diversas perspectivas. Se tituló como Bibliotecario en la Universidad de Chile, carrera que ejerció durante varios años a cargo de bibliotecas escolares, donde da a conocer sus primeros cuentos a los pequeños lectores. Fue distinguido con el Primer Lugar por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura el año 1995 con su libro Los Gafos de Venecia y otros cuentos. Actualmente se desempeña cano Presidente del lbby en Chile y como docente en la Universidad Tecnológica Metropolitana. Sus libros son lectura de programa y están en las bibliotecas de todo el país. CÓMO NACE UN ESCRITOR El autor nos cuenta cómo se gestó en él este amor a los

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libros y su vocación de escritor Escuchemos sus propias palabras:

Frente a la casa de mi infancia, en San Fernando —recuerda Héctor Hidalgo—, estaba el campo, y el verdadero patio de mis juegos nació en esos lejanos caminos polvorosos que conducían a los potreros. Me recostaba en la hierba a observar a los queltehues que, engalanados con sus elegantes alas remeras, de color gris pizarra, se dirigían a los confines de los campos; me entretenía con las casitas de barro de los camarones, o simplemente, siguiendo un camino rodeado de zarzales, álamos y sauces hasta llegar a los montes y desde la cumbre observar el manto de casas y calles simétricas de la ciudad. Allí nacieron mis sueños, el amor por la naturaleza, por los pájaros, los animales, los ríos y la admiración por los cambios de colores de los cielos estacionales. También los sueños nacieron de las lecturas. Una tarde de verano, sentado a la sombra de un parrón, me encontré por primera vez con Alicia en el país de las maravillas, y nunca más pude olvidar esas extrañas historias del subsuelo, ese mundo de fantasías sin límite. También leí por aquel entonces los libros de piratas de Emilio Salgan, las travesuras de Tom Sawyer; conocí la astucia de Manuel Rodríguez, burlándose del capitán San Bruno en las novelas históricas de Liborio Brieva; disfruté además de las heroicas y románticas páginas de las obras de Jorge Inostrosa sobre la Guerra del

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Pacifico y las inolvidables historias de Hernán del Solar También llegaron Julio Verne y sus mundos anchurosos, Manuel Rojas y la dignidad de la vida, Charles Dickens y sus historias sentimentales, y el más sobrecogedor de todos: Edmundo D‟Amicis cori su nostálgico Corazón. Tendría unos diez años y ya había empezado a escribir, a soñar con ser escritor Llené muchos cuadernos con poemas, historias de misterio y aventuras alocadas. Fui por muchos años un tímido autor que guardaba sus fantasías en carpetas y en cuadernos que todavía conservo y que fueron el germen de mis futuros libros. Hasta que una mañana, ya siendo un adulto! t en una de las tantas jornadas del cuento que hacía en una biblioteca escolar, debido a mi profesión de bibliotecario, se me ocurrió leerles a los niños una de mis historias escondidas. Se trataba de una mujer de goma que se estiraba a su antojo y que trabajaba cautiva en un circo, pero que sus ojos expresaban un dejo de angustia y soledad. El mundo del circo, los artistas, el levantador de pesas, el mago, el hipnotizador, la amistad de un papá extravagante y fantasioso con su hija, todo eso entretuvo mucho al auditorio y de pronto me di cuenta de que podia comunicar mis historias a los niños, y con su aliento publiqué mis primeros libros en el año 1993; La Mujer de Goma y El pino de la colina. Después vinieron otros tantos... La pajarera de Samuel Encino, Cuentos mágicos del sur del mundo, Los gatos de Venecia y otros cuentos, El piano de Neruda y otros cuentos, Los cuentos de la Ciudad Dormida, El regreso de la Mujer de Goma, Un diálogo pendiente,

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Receta para espantar la tristeza, y ahora el libro que tienes en tus manos, Los guantes del rey Joaquín, una novela de amor, de aventuras, fantasias lejanas, con duendes, trolls, reyes, castillos y bosques misteriosos y encantados, pero sobre todo, una historia de amor de dos personas que se encuentran en la soledad y que unen sus reinos con el nacimiento de los mejores sentimientos. Pienso que tengo un gran compromiso con mis historias y también con los lectores. Ha nacido entre nosotros la complicidad que otorga la lectura. Mis libros recorren el país y también se asoman a lugares más lejanos; ellos se han convertido en viajeros entusiastas que permanentemente invitan a recorrer espacios. En mis libros conviven los animales que hacen defensa de la naturaleza y que son buenos amigos de las personas, los árboles que hablan, las mujeres que se estiran, los hombres que cuidan de los pájaros o los que se sumergen en la espesura de los bosques del sur y se transforman en poetas; también los mineros que persiguen a los pájaros fabulosos en la noche transparente del desierto, o los personajes de la Literatura que reclaman porque ya no los leen, y tantos otros que me acompañan y que también lo haóen con los niños „ los jóvenes. Ese es mi papel, ofrecer historias, contarlas, brindar con ellas amistad, alegría, sentimientos; conversar mis mundos con los lectores. Lo demás les pertenece a ellos, quienes al realizar su lectura le darán un brillo renovado, como sucede siempre con cada lector,

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APROXIMACIÓN A LA NOVELA 1. Explica el titulo de la novela e inventa otro adecuado. 2. ¿Por qué razones crees tú que el rey Joaquín llegó a ser tan malhumorado? 3. Describe al rey Joaquín al principio y al final de la historia. 4. Cuenta un hecho u opinión del rey Joaquin como si tú fueras: a) Un cocinero de palacio b) Un pequeño bufón. 5. ¿Con qué adjetivos describirias a la reina Antonieta? 6. ¿A qué personajes describen estas palabras; gruñón, trabajador, solitario, egoísta? 7. ¿Por qué huyeron de Italia los duendecillos? 8. ¿Qué buenas acciones realizaban los duendes en el Reino del Mar? 9. ¿Qué efecto provocaba la luz del dia en los trolis? 10. ¿En qué estación del año se conocieron Joaquín y Antonieta? ¿Qué representa esa estación? 11. ¿Cuál fue el bello sueño que le provocaron los duendes a Joaquín? 12. ¿Crees que es posible realizar en la realidad nuestros sueños? 13. ¿Cuáles sueños tuyos te gustaría que se hicieran realidad? 14. ¿En qué momento de la novela aparece este mensaje:

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“La felicidad consiste en luchar durante toda la existencia para hacer realidad los sueños más hermosos.

Comenta esa idea. 15. Cuenta o dibuja el final de la novela. lE Inventa otro capitulo, a modo de epilogo, Imaginando la vida de Joaquin y Antonieta con su pequeño hijo. Puedes inspirarle en uno de estos títulos pata escribir tu nuevo capitulo; a) Travesuras en el palacio b) El principito y os duendes c) Los trolls atacan de nuevo

Asociación de ideas Piensa rápidamente y relaciona estos objetos con un hecho o personaje importante: a) Guantes e) bufanda b) cartas f) pañuelo c) lirios g) juguete d) rocas h) cuerno ¿Sinónimos y antónimos? Observa las parejas de palabras y determina si son sinónimos o antónimos, colocando So A en la línea: 1. desagradable-grato 2. — - maligno-perverso 3. despavorido-tranquilo 4. pestilencia-aroma

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5. ______ — notorios-inadvertidos 6. — gruñón-gentil 7. -- bochorno-sofoco 8. intrigada-curiosa 9. difuso-confuso e

10. rutinario-extraordinario 11 usanza-costumbres 12 propósito-meta Comp/elación de oraciones Lee atentamente las palabras del cartel y selecciona las adecuadas para completar as oraciones que vienen a continuación: irritados - satisfacer - monarca - fétidas - denso - perniciosa - inusual - refunfuñar k. desconfianza - recriminaciones - atónito - leve a) El ambiente en el castillo era muy b) La mañana transcurrió con .._ - . rapidez c) Este vaso tiene huellas digitales. d) Se esmeraban en — al rey e) Tenían un - - joven, resuelto y trabajador. e) Tenían un - - joven, resuelto y trabajador. 1) El malhumor lo atacó cual plaga . y no deseada. g) Eran tantas las exigencias y — — que el rey tenía a todos muy h) La observó con una mezcla de ... y secreta complicidad.

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i) Una _____- — sonrisa iluminó su rostro poco antes de quedarse dormido. ¿ Verdadero o falso? Lee las afirmaciones y aclara si son verdaderas o falsas, ampliando la respuesta. 1. - . - Los duendes viven más o menos doscientos años.

2. Los trolls miraban con pavor a los duendecillos. 3..._. - Los trolis eran seres nocturnos y de gran peligrosidad. 4. . . . El rey Joaquín era un hombre gordo y canoso. 5. — Pietro era el más joven y fuerte de los duendes. 6. - Pietro robó los guantes del rey Joaquín para hacerle una broma pesada. 7. La reina Antonieta le regaló a Joaquín una hermosa bufanda. 8. — . ... El Reino del Mar estaba ubicado en la vieja Italia. Una entre vista imaginaria Imagínate que eres un periodista y debes entrevistar a un escritor. Hablas con él por teléfono y te envía un fax con su biografía. Basándote en ese texto debes hacer la entrevista. inventado al menos ocho preguntas. Haz tu entrevista, releyendo Conozcamos al autor del libro y Cómo nace un escrito y seleccionando los aspectos más importantes. Ej.: ¿Qué significa para usted ser escritor? “Pienso que tengo un gran compromiso con mis historias y también con los lectores de mis historias... Mi papel es

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ofrecer historias, contarlas, ofrecer con ellas amistad, alegría, sentimientos, etc.