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SABOR CUBANO Desde Gredos al Malecón INDICE Capitulo I ...................................................... 1 Capitulo II ...................................................... 55 Capitulo III ...................................................... 84 Capitulo IV ...................................................... 152 Capitulo V ...................................................... 188

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SABOR CUBANO

Desde Gredos al Malecón

INDICE Capitulo I ...................................................... 1 Capitulo II ...................................................... 55 Capitulo III ...................................................... 84 Capitulo IV ...................................................... 152 Capitulo V ...................................................... 188

Mil gracias a la ciudad de Ávila por sus “pinchos”, por sus Murallas, piedras y montañas, reflejo de la España añeja, y por sus estimulantes fríos de invierno. Mi agradecimiento al pueblo de Cuba por ser como son: alegres, abiertos y llenos de Salsa y Son; a la ciudad de La Habana por su hipnótico encanto y a la playa de Varadero por hacerme sentir en un paraíso tropical; a todos mis amigos cubanos: Rafael, Armando, Yamilé y a otros que seguro conoceré por acogerme siempre con los brazos abiertos. Y, sobre todo, gracias a la cajita de plata, de guardar tabaco, que en 1893 llevara mi tatarabuelo a la Guerra de Cuba y que, más de cien años después, estrechada entre mis manos cruzó el “charco”. Única culpable de que yo hoy me digne a escribir esto.

Ésta pretende ser la historia de dos vidas que se cruzan, por una parte, la de un joven cubano que, sin llegar al fanatismo pero sin renunciar a los valores primarios inculcados por la revolución, se verá obligado a dejar su tierra; por otra la de un español que, pensando ir a la caza de las nuevas oportunidades ofrecidas por un pueblo hermano, acabará conquistado por éste, por sus gentes, por su paisaje y sus costumbres.

CAPITULO I

El cielo de La Habana estaba más limpio y diáfano que nunca, quizás hubiera deseado un tiempo infernal que no invitase a la melancolía. Aunque era el mes de febrero, el invierno tropical sólo tiene eso, el nombre. Los veintidós grados de temperatura, sumados a la falta de aire acondicionado en el aeropuerto “José Martí”, hacían que la sala de espera resultara realmente sofocante.

Guillermo miraba de un lado para otro observando el ir y venir de la gente, multicolor desfile desenfrenado, que le hacía parecer más insignificante si cabe. Como inmerso en otra dimensión sus movimientos lentos y pausados desentonaban con su entorno, sólo el pensamiento le fluía con rapidez. Las ideas luchaban en el interior de su cabeza intentando cuál de ellas salir victoriosa. A su vez, no podía apartar de su mente la imagen de Rosa, su madre, y de su hijo David que, con el último adiós, quedaron tras la puerta del control policial.

Por otra parte, el miedo a volar por primera vez, le provocaba una cierta taquicardia. En medio de aquel bullicio, casi podía escuchar sus propios latidos, se detuvo largo rato delante de los inmensos ventanales desde donde podía observar todos los aviones allí estacionados, preguntándose cuál sería el suyo.

Un aviso por megafonía le despertó de su letargo. “Pasajeros del vuelo 776 de Cubana de Aviación, con destino Madrid, embarquen por la puerta B-10”.

Así fue como Guillermo, sonámbulo y arrastrado por la gente, acabó sentado en el interior de un Boeing 747. Cuando el aparato encaró la pista 5 y aumentó a máxima potencia para proceder al despegue, sus manos sudorosas se aferraron al asiento como las garras de un felino. Segundos después, con la extraña sensación que produce en los oídos el cambio brusco de altitud, buscaba cualquier punto de referencia que le resultara familiar. Atrás quedaba La Habana mientras el paisaje se tornaba cada vez más azul, azul cielo, azul mar.

Dos horas más tarde, sobre las nueve de la noche, sirvieron a bordo una cena ligera, a base de comida preparada en distintas bandejas de plástico, sin demasiada calidad, pero que a él le supo a extraordinario manjar. Después del café, ya algo más relajado y con la mirada clavada en la gran pantalla de televisión que tenía delante, pero sin seguir el hilo de la película, se dejó llevar por los recuerdos. Pensó lo rápido que había sucedido todo y la fortuna de haber conocido a Don Mateo.

Guillermo Fernández, un fornido y bien parecido mulato de veintiocho años de

edad, había conocido a Don Mateo, un español de aspecto canoso, tres meses antes en la cola de la heladería Coppelia, la mejor de La Habana pero con el inconveniente de que siempre hay muchísima gente esperando su turno. Al parecer, estaba siendo increpado por un par de cubanos, que intentaban venderle tabaco “cohibas” de contrabando con el típico estilo meloso y persuasivo a la vez. Don Mateo, inconfundible turista a una legua, molesto por tantos días de acoso, pronunció alguna palabra malsonante que ofendió a los nativos. Cuando la discusión tomaba aires nada halagüeños intervino Guillermo, que por casualidad pasaba por allí y con buenos modales intercedió por él. Éste, agradecido, quiso invitarle a tomar una copa, comenzando así una relación de amistad y compasión que llevó a Don Mateo a conocer su familia, su casa y su precaria situación personal. Guillermo trabajaba dando clases de educación física en una pequeña escuela primaria, su salario de doscientos pesos al mes, como el resto de los pagados en Cuba, no daba para mucho. La cartilla de racionamiento aliviaba un poco el tema, apenas ocho o diez días. Vivía con su madre y su hijo en una ruinosa casa de Centro Habana, en la calle Neptuno, compartida con otras tres familias. La que iba a ser su futura mujer le abandonó al poco de nacer David, marchándose con un turista italiano que le prometía un mundo mejor. Experimentó en sus propias carnes, ante sus vecinos y amigos, la vergüenza de tener en la familia una “ desertora “. Él, que siempre había maldecido los cada vez más frecuentes casos de disidencia, en todas sus modalidades, desde los “balseros” que huían de su país buscando las costas norteamericanas hasta las jóvenes que se casaban con cualquier turista con tal de salir de Cuba. Incluso ahora, también él se sentía culpable por dejar su tierra. -Pero no, … mi caso es diferente – pensaba –. Es por un motivo justificado, para mejorar la situación de los míos…, además yo seguro que volveré. Don Mateo, que tenía un negocio de hostelería en España, concretamente en Ávila capital, le comentó que quizás podría darle trabajo allí. Así, lo que primero parecía una idea descabellada fue transformándose en una realidad, una vez superadas las lógicas dudas familiares y, sobre todo, los complicados trámites del gobierno cubano. El avión hizo escala en Barcelona, ciudad que sólo pudo ver desde el aire; a las dieciocho horas de haber partido de Cuba llegaba a Madrid, la una de la tarde una vez añadidas las seis por el cambio horario. Falto de sueño y totalmente destemplado por el cansancio salió por la terminal A de Barajas. Nervioso buscó con la mirada entre las cabezas del gentío que allí se agolpaba a la espera de familiares que arribaban. Al fin pudo distinguir, al fondo, una chica con un cartelito en alto que decía: “Sr. Mateo”.

-Hola, soy Guillermo – se presentó. -Encantada, soy María, trabajo para el Sr.Mateo y he venido a buscarte. -Sí, ya sé, me informó por teléfono.

Subieron al coche, un Renault exprés, que en sus laterales podía leerse “Hostal-Restaurante el Mirador”. Anduvieron varios kilómetros sin mediar palabra hasta que ella rompió el hielo. -¿Qué tal el viaje? - Bien, bien…¿eres cubana tú también? – se atrevió a preguntar.

-¡Oh no!, soy de canarias. -Pues hablas casi como una cubana. -Sí, se parece un poco – contestó ella.

Guillermo observaba atento el paisaje por donde pasaban, desde luego era nuevo y

fascinante para él; a lo lejos, se alzaba majestuosa la cruz del Valle de los Caídos, basílica construida en honor a las víctimas de la Guerra Civil Española. Pero lo que más le impresionó fueron las montañas nevadas de la sierra madrileña, jamás antes había visto nieve, tanta nieve, únicamente en algún documental televisivo o en las pocas películas a las que tuvo acceso. Pasaron por el túnel de Guadarrama y a la salida de éste el cambio climático fue brutal. Ahora la nieve ya no estaba en las cumbres, sino a un lado y a otro de la carretera, en las copas de los árboles.

-¡Caramba, cuanta nieve... y qué frío! La chica sonrió y aumentó la calefacción. -Sí, está todo blanco, la semana pasada estuvo nevando y a este lado de la montaña la nieve se aguanta más. Creo que Ávila es más fría que Madrid.

-¡Y mucho más que La Habana! ¿A qué temperatura estamos? – preguntó él.

-A unos... dos grados más o menos. ¿Y allí en Cuba? -Ahora, veinte, veintidós quizás. -¡Vaya invierno! – exclamó ella. De nuevo transitaron en silencio hasta la misma entrada de Ávila, lo hicieron por

el norte, por la carretera N-501; pasaron por delante del hospital Ntra. Señora de Sonsoles y la Escuela General de Policía. -Mira Guillermo, aquí vienen a estudiar todos los futuros policías de España. -¿Son muchos? – preguntó

-Dos mil cada año, esto le da bastante vida a la ciudad. Enfilaron la Avda. Portugal hasta llegar a la Puerta de San Vicente.

-¿Y esto... es un castillo? – se maravilló Guillermo. -No, estamos entrando en las murallas, en el casco antiguo. ¿Quieres que te

enseñe todo el perímetro amurallado?, en coche es un momento. María dio media vuelta, llegando a la Ronda Vieja, bordeándola hasta el Paseo del

Rastro y de allí a la calle San Segundo. -¿Es bonita, no? -¡Oh sí, seguro! – contestó él – es muy grande y esta bien conservada. -Creo que tiene... casi tres kilómetros y más de noventa torreones – añadió la

improvisada guía turística –. Bueno, ya te enseñaré el resto de la ciudad con más tiempo.

-Sí gracias, muchas gracias. Habían llegado pronto, de Madrid a Ávila apenas hay 110 Km. Aparcaron el

coche cerca de la Plaza de la Victoria, aunque todo el mundo la conoce como “El chico”. Antiguamente en la capital abulense existían dos mercados de frutas y verduras, uno en la Plaza de Sta. Teresa, llamado mercado grande y otro más pequeño o chico, así pues con esos nombres se quedaron las plazas.

Caminaron despacio, intentando no resbalar con algunos tramos de acera todavía helados, iban bien de tiempo y el hostal se encontraba muy cerca. Entraron por la puerta trasera, la del servicio, él tiritaba de frío ya que lo único que llevaba puesto era un jersey marrón de manga larga, éste era todo su vestuario de invierno. -Espera aquí, voy a llamar al jefe. -Bueno, de acuerdo – contestó él, mientras el corazón se le ponía a cien.

Aquellos escasos diez minutos le parecieron una eternidad, de vez en cuando pasaba algún camarero que, sin reparo, lo examinaba de arriba abajo, como si fuera un bicho raro. La verdad es que no abundaban los negros o mulatos por allí.

Al fin apareció, acompañado de María y un pequeño gato gris que presuroso les seguía.

-¡Hombre muchacho!, ¿cómo estás? - exclamó a cierta distancia el desmejorado Sr.Mateo, que aparentaba más viejo y barrigudo que la última vez que se vieron. -Encantado de volver a saludarle señor... Don Mateo - dudó por momentos como tratarle, en Cuba era Don, aquí algunos le decían señor y posteriormente sería el jefe. -Por favor, llámame Mateo a secas. -¡Oh sí, sí señor! - repetía. -Como quieras, dime señor, pero de ninguna manera Don ¿de acuerdo?. Oye otra cosa, supongo que sin problemas con el billete de avión y el dinero que te envié ¿no? - sentenció el presuntuoso y ostentoso jefe. -Muy agradecido señor, nunca podré pagarle lo que está haciendo por mí, yo... - añadía un halagador Guillermo, poniendo toda la palabrería propia de cualquier cubano que se precie. -Nada hombre, tiempo tendrás de pagarme. María te enseñará todo, tu habitación, el personal, y a Manolo que es el encargado, yo de hecho estoy poco por aquí. Bueno, vais a comer y luego te compras alguna cosa de abrigo. Don Mateo se retiró con una grata sensación, como si hubiese realizado una obra de caridad o beneficencia. Sus aires de grandeza se vieron multiplicados, mientras el gato gris seguía sus pasos. Guillermo tenía un hambre atroz, desde el ligero desayuno servido en el avión no había probado nada, y su estómago gruñía pidiendo clemencia. Después de lo que para él fue un festín, con pastel de manzana en los postres y chupito de licor con el café, subió a descansar a su habitación hasta las cinco de la tarde, hora en que abrían algunos comercios para poder comprarse algo de ropa. Su cuarto, como él lo llamaba, realmente era una buhardilla con el techo inclinado que en su parte más baja rozaba con la cabeza. Tenía un pequeño aseo y una ventana metálica, que no había manera de abrir por el óxido acumulado, desde la que podía ver un hermoso paisaje. La Sierra de Gredos se levantaba imponente ante sus ojos, divisaba toda la parte baja de la ciudad, el Valle Amblés y la gran mole de cumbres blancas, El pico Almanzor, que después varias veces visitaría. Esa misma tarde conoció al resto de personal del hostal y restaurante, pero con el que más conversó fue con Manolo, el responsable, en la práctica, del negocio. Un tipo de aspecto espigado, ojos verdes y el cabello negro siempre engominado, de unos cuarenta años que, a la postre, sería el personaje que más quebraderos de cabeza le traería. -Como ya sabes, Guillermo, de momento tu trabajo va a ser de ayudante de cocina – dijo Manolo. -De acuerdo, lo que usted mande. -¡No me trates de usted que no soy tan viejo, joder! Manolo, simplemente Manolo. -Oh sí, disculpa …¿y cuándo empiezo? -Tranquilo, mañana es domingo, el lunes tienes que ir con María al gestor a firmar unos papeles y por la tarde ya puedes comenzar. -Estupendo, muy bien. -Y no te preocupes que, con la buena planta que tienes, pronto acabaras de “metre” – profetizó irónicamente Manolo.

La primera semana transcurrió en un abrir y cerrar de ojos, prácticamente no tuvo tiempo de pensar ni de añorar lo que había dejado atrás. Entre el ritmo frenético del trabajo, en la grasienta cocina, y el nerviosismo propio del novato que intenta no

defraudar a su jefe, Guillermo llegaba por la noche rendido a su habitación y aunque trataba de poner en orden sus ideas, apenas se metía en la cama quedaba profundamente dormido. A los quince días ya le permitían preparar algún plato sencillo, como ensaladas y aperitivos. También empezó a tener más confianza con el resto de compañeros, si bien nunca supo hasta que punto éstos se mostraban completamente sinceros o, de alguna forma, era una atención falsa hacia él, marcada por la exótica combinación de un mulato y su característica sensualidad a la hora de expresarse, de moverse, y de bailar inclusive. Bastaba que alguien golpease repetidamente sobre un objeto y allí estaba el rey de la salsa moviendo el culo. Pero que más le daba, sabedor de que era el centro de atención no le importaba, se dejaba querer, admirar y ridiculizar; todo era válido a cambio de sentirse acompañado y arropado, cosa que al final muy pocas personas consiguieron. Entre ellas María, la canaria. -¿Cómo te va el trabajo? -De momento voy tirando, no he roto muchos platos todavía - respondió él Ella forzó una sonrisa. -En fin, casi que no nos vemos, yo en recepción y tú en cocina. Si necesitas alguna cosa o puedo ayudarte, tú dirás. Después de dudar un instante, él se atrevió a pedirle consejo. -Bueno, verás... fuera de aquí no conozco a nadie, ni sé donde comprar algunas cosas para escribir a mi casa, también quisiera saber como hacer para telefonear a Cuba, es muy caro ¿verdad?. -Sí es caro, pero depende a que hora y día llames, te puede resultar bastante más barato. -¡Ah, ya entiendo! - decía él, con cara de máxima atención. -Mira, yo si quieres te puedo acompañar y, de paso, compras cartas, sellos de correos o lo que necesites. Tú libras los martes y domingos, ¿no? -Sí, a partir de las cuatro de la tarde. -Pues nada, quedamos el martes, ¿vale? -¡Oh gracias! cuánto te lo agradezco... - empezó uno de sus interminables discursos de gratitud. Conforme iba dominando el trabajo y acostumbrándose a su nueva situación, fue cuando entró en un estado semidepresivo que le duró casi un mes. Ahora por las noches le costaba conciliar el sueño, echaba en falta su tierra, el calor tropical que le provocaba una transpiración perenne, la brisa marina y el olor de salitre que invadía a diario la parte vieja de La Habana. Pero, sobre todo, su mente buscaba incesantemente a Rosa su madre y al pequeño David, que con tan sólo cuatro años le acompañaba a pescar al Malecón. Los recordó con nostalgia.

* * * -¡Vamos hijito, hay que levantarse ya! Si quieres venir conmigo espabílate. -¿Hoy no hay escuela? - preguntó el niño. -No cariño, los domingos no, pero tenemos que ir tempranito si queremos coger un buen sitio para pescar. David se levantó perezosamente mientras su padre preparaba un poco de pan de centeno con unas tiras de tocino seco que el día anterior consiguieran en la tienda de racionamiento.

-¡Mami... nos marchamos! - gritó Guillermo. -No vuelvas tarde mi amor - contestó su madre desde la habitación contigua y única existente. Ellos dos, padre e hijo, dormían en un altillo de madera construido sobre el comedor. Caminaron por las callejuelas desiertas de La Habana Vieja buscando la zona del puerto, sintiendo el aire en sus caras que les traía una extraña mezcla de olores: a cloaca atascada, a madera podrida y corroída por el tiempo, a paredes húmedas, todo ello condimentado con un ligero toque salado. Se dirigieron a su lugar preferido, unas rocas que se adentraban unos metros en el mar. No eran los primeros, a tan temprana hora, ya había unos cuantos “domingueros” estratégicamente situados por el Malecón; algunos con sus rudimentarios y artesanales artilugios de pesca, otros simplemente contemplando el horizonte azulado, el infinito para ellos, soñando despiertos en pasados felices o futuros mejores. -¡Mira papi, un barco! - exclamó el pequeño. -Sí, “Deivit” - como él decía - un barco ruso, qué grande es, ¿no? -Yo quiero subir en uno - suplicaba. -Sí mi niño... algún día subirás - contestó Guillermo, escapándosele un largo suspiro. Era quizás uno de los últimos mercantes soviéticos, algún compromiso rezagado antes de entrar de lleno en pleno “período especial”. Había caído el muro de Berlín y desmembrado la Unión Soviética que, prácticamente, dejó de enviar ayuda al país. Cuba vendía azúcar a un precio político, es decir ventajoso, a cambio de petróleo, tecnología y bienes de consumo también en condiciones muy favorables. Pero esto se acabó, se avecinaban tiempos difíciles de subsistencia interna, agravados por el bloqueo de los Estados Unidos. Al mediodía, aparte de frijoles, comieron pescado, pero no mucho, pues aunque hubiese buena pesca ésta era para vender al mejor postor y así poder comprar otros productos de primera necesidad, sobre todo huevos y leche, con los que complementar la “masa cárnica” que les proporcionaba el gobierno, un sucedáneo de carne, pero de muy pobre aportación proteica. Los días festivos siempre había partido de béisbol televisado, una de las pocas distracciones ofrecidas por el canal oficial, además de documentales y los somníferos discursos de Fidel, no por su contenido que seguían con atención, sino por su extremada duración. Así, pues, muchos vecinos se reunían en el local social del barrio para, delante del viejo televisor, echar un trago.

-¡Mami, ya estoy aquí! -¿Quién ganó el partido? - preguntó Rosa. -Los de Matanzas, pero ha sido una injusticia de resultado, estabamos ganando... -

refunfuñaba Guillermo enfadado. -¡Ay mi amor, no te apures por tan poca cosa!

* * * Había tenido otra noche a caballo entre el sueño y el insomnio. Empezaba a

amanecer y de pie, delante de la ventana, contemplaba los tejados blancos de humeantes chimeneas a través de los cristales empañados. Serían calderas de gasóleo o de carbón, quizás algún horno con su tierno pan caliente - pensó al tiempo que intentaba consolarse – también es bonito todo esto, cuantos de mis paisanos no lo han visto jamás.

Bajó despacio las grandes escaleras de madera y piedra tallada que, al igual que las paredes de obra vista, daban al recinto un toque rústico, pero señorial a la vez. Y como siempre se rasgó la chaqueta de lana con el saliente puntiagudo de una de aquellas piedras, justo antes de doblar a la izquierda y entrar en la cocina.

Desayunó solo y en silencio, el turno de mañana llegaba a las ocho y media. Preparó unas tostadas con jamón, una pieza de fruta y un café fuerte, corto y muy dulce – imitación al cubano diría –. Para hacer tiempo cogió el periódico que había encima de la nevera, y fue pasando las páginas sin demasiado interés: ”Ávila prepara los carnavales de 1996...”, “El equipo abulense empató 2-2 en el estadio Adolfo Suarez, contra el Atlético Medinense...”, “El presidente del Gobierno, Felipe González, opina que las elecciones de marzo...”

Dejó el diario sobre la mesa y se dirigió al garaje en busca de la furgoneta, hoy debía recoger un encargo en una granja, no muy lejos, a unos seis kilómetros por la carretera de Piedrahíta. Conducía con precaución por la cuesta de la Ronda, el adoquinado estaba muy resbaladizo y a tramos helado. El termómetro exterior situado en el Puente Adaja, con sus grandes números rojos, señalaba -3º, no estaba mal para ser las nueve de la mañana. Cuando llegó al lugar indicado, tuvo que esperar diez minutos a que el personal del almacén abriese las puertas. Eran veinte cochinillos de una pieza, ya preparados para ir directamente al horno. Mientras cargaba las cajas en el maletero sintió lástima por los desdichados animalitos, cerdos casi recién nacidos, de rosada piel y ojos achinados que parecían todos sonreírle. ¡Qué pena!.

Después también pasó por un matadero, cercano a Solosancho, para aprovisionarse de carne destinada al famoso “Chuletón de Ávila”, medio kilo sobre el plato, que se corta como la mantequilla.

Los días fueron pasando inexorablemente, durante el mes de abril aumentaron las

horas de luz solar y mejoró mucho el tiempo. Se había aclimatado bastante al lugar, lo que le hizo sentirse un poco mejor, además empezaba a moverse con más libertad por la ciudad. A pesar de todo, su inicial perro lazarillo seguía siendo su mejor amiga y confidente, María.

No fue hasta que se decidió a buscar un gimnasio para poder entrenar, una de sus aficiones preferidas, cuando encontró a otras dos personas con las que compartiría plenamente su amistad: Carlos, el gerente del Sound Body y Javier, un socio habitual.

La cuota de inscripción era de cinco mil pesetas y cada mes cinco mil doscientas, demasiado para su bolsillo. El sueldo como pinche de cocina ascendía a sesenta mil, que en España no eran nada, pero para un cubano, con el hospedaje y manutención cubiertos, significaba una pequeña fortuna que, bien administrada, justificaba de alguna manera el sacrificio de estar seis meses alejado de los suyos. Además prometió a Don Mateo pagarle una parte del billete de avión y las primeras ropas que compró, a parte quedaba el viaje de regreso y los lógicos gastos extras que son inevitables en una ciudad.

Por tal cosa decidió hablar con Carlos y pedirle si era posible pagarle en especie, es decir, trabajando.

-Yo libro los martes y domingos por la tarde, si tú quieres podría hacerte la limpieza del local a cambio de poder venir a entrenar – rogaba Guillermo.

Carlos escuchaba con la mirada baja, disimulando con los papeles que tenía sobre el mostrador de recepción.

-Quisiera poder pagarte, pero tengo que ahorrar al máximo, ¿entiendes? – seguía suplicando.

-¿Cuándo vendrías a entrenar?

-Yo, durante la semana puedo venir entre las cuatro que acabamos de servir comidas y las seis, seis y media, que empezamos a preparar para la cena.

Tampoco era una hora de mucha afluencia en el gimnasio – pensó Carlos – no importaba uno más, aunque fuera gratis. Después de haber oído toda la historia y narrada en cubano, esto es, alegría y exageración si el momento lo precisa, o lágrimas y dramatismo si es el caso, pero siempre con amor, mucho amor, no tuvo más remedio que acceder. Se le ablandó el corazón.

-Verás, ya tenemos una mujer que nos hace la limpieza, no es necesario que lo hagas tú, pero... ¡me has convencido!, ven a entrenar cuando quieras y no te haré ficha de socio ¿vale? – dijo Carlos que seguía evitando la mirada

-¡Oh, gracias a Dios!, te lo agradeceré siempre -¡Pero oye tío, calladito! – ahora sí lo miró fijamente a los ojos – no digas nada de

esto a los demás. -Ok mi hermano, ni media palabra. No pudo resistir la tentación y ese mismo día entrenó. Con un pantalón corto y

una camiseta de tirantes, tipo imperio, lucía un torso agradable. Sin llegar a una musculación exagerada se le veía fuerte, buenos brazos, anchos hombros y excelentes piernas. Si acaso, los abdominales un poco flojos, seguramente debido a la mala alimentación en su país, alta en grasas y carbohidratos.

Llevaba una hora larga sin hablar con nadie, cuando se le acercó Javier, un chico algo mayor que él, de unos treinta años, pero más trabajado. No poseía el volumen de Guillermo, pero sí mayor definición muscular, mejor pecho y envidiables tríceps. No en vano había sido, anteriormente, culturista de competición.

-¡Hola! ¿qué tal?. Me llamo Javier Soler, he estado observando como entrenas y se nota que sabes de que va la historia, se te ve muy bien. ¿Eres nuevo verdad?

-Sí, soy nuevo aquí, Guillermo para lo que gustes. ¡Qué alegría poder hablar contigo!

-¿Por qué? – preguntó perplejo. -Eres el primero que me dirige la palabra desde que he entrado. -Por el acento eres canario, ¿no? -No, no, cubano, y allí hablamos mucho – dijo riendo –

con cualquiera, pero aquí... -Claro es un carácter diferente - Javier intentaba simpatizar. Charlaron amigablemente entre serie y serie de cada ejercicio e intercambiaron

opiniones sobre nutrición y culturismo. -Tenemos que quedar para otro día y tomar un pincho, me encantó hablar contigo

- Guillermo alargó el brazo. -Cuando quieras, yo siempre estoy por aquí - contestó Javier estrechándole la

mano. Esa noche preparando la cena, cortó lomo embuchado a ritmo de guaracha, sus

tres compañeros de fatiga no pudieron evitar aprenderse de memoria el estribillo de “Fin de semana” de Adalberto Álvarez y le cantó, en exclusiva, el último éxito de los Van Van a un besugo que, en su lecho de hojas de lechuga y con la boca abierta, parecía decirle: ¡bravo!

-¿Pero qué tienes hoy moreno? - exclamó Antonio, uno de los cocineros, que así le llamaba de vez en cuando.

-¿Qué tengo?, la sangre caliente hermano...”Échale limón... échale limón... - iba cantando el son de José Luis Cortés, al tiempo que movía la cintura –. Estoy feliz y contento porque he descubierto que todavía queda gente buena por el mundo.

-¿Qué te creías tú, que éramos demonios porque tuvimos una guerra con vosotros? - contestó uno, quizás pensando que se refería a ellos.

-¡Alto ahí macho! No empecemos hablando de política... que vosotros no tenéis ni puñetera idea de la Guerra de Cuba – decía Guillermo siempre en tono amistoso.

-Sí, ya lo sabemos. ¡Perdimos la guerra! – sentenció Antonio mientras le daba la vuelta a la tortilla de ajetes.

-Échale limón... échale limón... - continuaba cantando -. ¿Sabéis quiénes eran José Martí, Antonio Maceo o Máximo Gómez?

Todos se miraron sin responder. -Es normal que no lo sepáis, os han ocultado durante cien años lo que fue historia,

pero un poco negra para España y claro ¡no interesa! – gesticulaba cuchillo en mano -. ¿Y el general Martínez Campos y Weyler, quiénes eran?

-Generales españoles de la Guerra de Cuba – contestó Paco, el madrileño. -¿Y el caballo blanco de Santiago, de qué color era?, no te joroba – Antonio

rompió a reír a carcajada limpia. -En serio amigos – cambió un tanto el tono de voz – la culpa la tuvieron los

yanquis. ¿Conocéis lo del Maine, no? Todos volvieron a mirarse. -¡Jodeeeeer! – gritó Guillermo con gesto de desesperación – dejémoslo estar

porque si no... -Tranquilo moreno, no te vayas a cortar – le interrumpió el cocinero -. ¡Anda trae

las judías! -¡Tenga jefe!. Échale limón... échale limón... - continuó tarareando. Al día siguiente martes, que cerraba el establecimiento, había quedado con María

para visitar La plataforma de Gredos y desde allí ir a pie hasta “El circo” , que es como llaman al conjunto circular de crestas montañosas, que rodea la gran laguna en la parte alta y que simula un anfiteatro romano.

El Seat Ibiza devoraba la larga recta, pasado Salobral, dirección carretera Toledo, llegaron al cruce de la Venta de la Rasquilla y giraron a la derecha hasta el Parador Nacional.

Pararon un momento por necesidades fisiológicas. María entró en el bar, mientras Guillermo que esperaba a pie de coche, en un pensamiento de última hora y haciendo alarde de su agilidad, corrió detrás de un árbol, fue visto y no visto.

Pasando por Navarredonda llegaron al aparcamiento de la Plataforma, los últimos dos kilómetros franqueados por un metro de nieve. Dejaron el coche y se dispusieron a subir.

-Hay que darse prisa, son hora y media de subida y otro tanto de bajada – previno María.

-¿Cuánto?... vamos entonces, no se nos haga oscuro allí arriba. Caminaron a paso ligero los primeros tres mil metros, después la cosa cambiaría;

aunque él estaba en bastante buena forma, tuvo que aflojar la marcha, pues ella jadeaba como una yegua. El corazón le palpitaba queriéndosele salir del pecho, los ojos desorbitados y la cara roja como un pimiento delataban su agotamiento. Él le ofreció un poco de agua y continuaron sendero arriba, expulsando grandes bocanadas de “humo” al igual que con los mejores Montecristo.

La temperatura había disminuido unos grados en esos niveles de altitud y tuvieron que ponerse el jersey, que hasta entonces llevaban atado a la cintura. Conforme ascendían el paisaje se tornaba más lunar, apenas existía vegetación, solamente rocas y piedras. Unos grandes nubarrones se acercaban por el oeste y se levantó un incómodo

viento. Al fin llegaron exhaustos a la cima. -¡Oh, qué lindo! -Valía la pena subir, ¿no? – dijo María. -Por supuesto, es precioso. ¡Mira la laguna allí abajo! – exclamó él. La vista era impresionante, pero sólo tuvieron tiempo de hacer cuatro fotografías,

porque un ruido estremecedor les sobresaltó. -¿Qué ha sido eso, un trueno? -¡La hostia! vámonos rápido, si nos coge la lluvia aquí estamos listos – ella tuvo

pánico. Realmente la caja de resonancia que ofrecían aquellas montañas multiplicaba los

efectos sonoros de lo que podía ser una simple tormenta, transformándola en el peor de los Apocalipsis.

Tuvieron suerte ya que el cielo se aguantó amenazador, pero sin romper a llover, hasta que estuvieron a unos escasos doscientos metros del aparcamiento, de lo contrario el camino se hubiese transformado en un auténtico barrizal, dificultando notablemente el descenso; no obstante, fue suficiente para quedar empapados. Tras el sprint final entraron en el coche gritando y riendo como dos niños.

Sin darse cuenta se vieron inmersos en un estado de alegría y euforia propio de los mejores guiones cinematográficos de los años cincuenta, ambos se frotaban la cabeza mutuamente, sacudiendo finísimos estiletes de agua que, clavándose en sus caras, les hacían sentir una excitante sensación de frescor. Aunque estaban mojados no tuvieron frío, no hubo tiempo para ello, el sofoco fue mayor.

Guillermo tardaría en percatarse, su mano húmeda acariciaba, de delante hacia atrás, el cabello de María.

-Me encanta tu pelo... - sólo dijo eso. Por unos momentos sus miradas se cruzaron, quedando petrificadas a unos

centímetros una de la otra, podían sentir sus respiraciones entrecortadas. Protegidos dentro del cascarón de acero y aislados del mundo por la cortina de agua que se deslizaba sobre los cristales, sin saber quien debía dar el siguiente paso; los segundos fueron horas y éstas siglos. Cantidad de opciones pasaron por sus mentes hasta que ella no pudo más.

-Será mejor que nos marchemos, ¿eh? -Como quieras - se sintió incómodo, hubiera deseado fundirse allí mismo -.

¿Había provocado él la situación?. ¿Era culpable de algo? - pensaba -. ¿Me guardará rencor?

María conducía bastante erguida, intentando ver más de lo que podía, el enloquecido limpiaparabrisas cortaba la lluvia a velocidad de vértigo, gruñendo a cada compás; mientras él siempre con la vista al frente, disimulaba limpiando el cristal empañado.

“Quizás he sido un tonto desaprovechando la ocasión, seguramente ella esperaba algo más de mí, a lo mejor si la hubiese besado...” - pensaba confuso y enojado a la vez.

Llegando al Puerto del Menga amainó la tormenta y Guillermo decidió una solución intermedia, no forzar la situación pero tampoco abandonar, lanzando al aire una salida de compromiso. Tragó saliva y se envalentonó.

-¿Te apetece salir esta noche a tomar una copa? - preguntó con miedo a escuchar la respuesta.

-¿A tomar una copa?, bueno... ¿adónde? - contestó ella con timidez. -No sé, tú misma. -Podemos ir a ... El Ancla, ¿te parece? -Por mí perfecto.

Quedaron a las once de la noche en la puerta del hostal, cinco minutos antes los dos estaban allí. Fueron en coche bordeando las murallas iluminadas como reclamo turístico; ciertamente ofrecen un espectáculo singular, vistas desde el monumento de los Cuatro Postes la imagen del espectador es digna de la mejor postal.

Aparcaron en la Avda. Juan Pablo II muy cerca ya del pub, un local decorado con motivos marineros. Tomaron una caña de cerveza pero no acababan de encontrarse a gusto, ya que estaban ofreciendo por televisión un importante partido de fútbol de la Copa del Rey, entre el Real Madrid y el Sevilla C.F, por lo que estaba a rebosar de aficionados madrilistas. El griterío era ensordecedor y el ambiente no el más propicio para conversar.

-¿Por qué no vamos a otro lugar más tranquilo, que pongan un poquitico de música? – tuvo que gritar para ser escuchado.

-¿No te gusta el fútbol? -No, sí… pero prefiero charlar – desde luego sus intenciones eran otras ese día,

deseaba intimar con ella. Subieron por Jesús del Gran Poder, Sto. Tomás, Avda. José Antonio y el Jardín

del Recreo, de allí a pie hasta el pub Delicatesen; Éste era mucho más juvenil, con dos ambientes bien definidos: una primera zona de copeo con una gran barra y música moderna, a alto volumen, y una segunda estancia de luz más tenue y melodías más relajadas.

Se abrieron paso, poco a poco, entre un amasijo de cuerpos, cazadoras de piel, chaquetas de punto y jerseys de lana – todo pudieron sentirlo, olerlo – perfumes de Chanel, Yacaré, sudores rancios - incluso tocarlo – traseros gordos, pequeños, espaldas huesudas y senos voluptuosos.

Instintivamente se dirigieron al fondo, la segunda sala que, aunque no fuese una discoteca, la situación de las mesas alrededor de un espacio central, invitaba a bailar al que lo deseara. Escogieron una de las dos mesas que quedaban libres y repasaron visualmente todos y cada uno de los rincones del recinto, antigüedades que adornaban las paredes, carteles publicitarios de principios de siglo y marcas comerciales, unas ya extinguidas y otras curiosamente irreconocibles. Todo ello creaba una atmósfera “retro” , pero muy genuina.

Guillermo estaba impaciente por saltar a la palestra, tenía la esperanza que, de un momento a otro, los altavoces comenzaran a vomitar cascadas de notas salseras o rumberas que era lo suyo, pero no, sólo la voz grave de Kenny Rogers llegaba a sus oídos.

-¿Quieres bailar María? no es mi estilo, pero si no bailo me muero. -Bueno, no creas que yo sé mucho – ella vergonzosa aceptó al comprobar que no

eran los primeros, un par de parejas daban vueltas lentamente en un palmo cuadrado. Sus cuerpos se unieron, al principio con mucho cuidado, como si una fuerza

centrífuga quisiera separarles, sus corazones palpitaban a destiempo casi delatándoles públicamente; después el sudor frío se fue transformando en un cosquilleo constante y un invisible campo magnético los atrajo, el uno contra el otro, hasta llegar al leve roce epidérmico donde el más diminuto vello corporal pareciese terciopelo. Tres baladas de Scorpions duró el rito satánico para que sus pegajosas mejillas se apretaran más y más, buscando el placer del dolor facial. Las manos de él emprendían una suave ascensión hasta perderse en las ondulaciones del cabello femenino, los dedos de ella se clavaban irremediablemente en la franela que cubría aquellos anchos hombros. Así, soldados en una sola pieza, permanecieron una eternidad hasta que la guitarra del bluesmen Gary Moore les despertó del ensueño.

Apenas se habían sentado en el rincón mágico, camuflados únicamente por la

pequeña lámpara del centro de la mesa, franqueada por los dos botellines Mahou, Guillermo fue directo al grano; seguro de sí mismo, esta vez, puso el brazo encima de sus hombros e hizo intención de besarla, ella rápidamente retrocedió.

-¡No por favor! – hubo un silencio. -Lo siento, yo pensé... – su cara palideció súbitamente. Todas sus previsiones y teorías se vinieron abajo. ¿Tendrá prejuicios raciales? –

pensó -. De hecho no había saludado a nadie desde que entraron en el local -. ¿Se avergonzaba de que la viesen con un mulato, con un cubano?

Ella interrumpió sus reflexiones. -No es que no quiera, ¡es que no puedo!, estoy casada y no quiero que me vean,

una cosa es bailar y otra... ya sabes, a lo mejor alguien me conoce. -No lo sabía, nadie me dijo nada en el hostal. -Sólo lo sabe Manolo, no me gusta ir contando mi vida privada, tampoco

acostumbro a salir de fiesta por Ávila, siempre voy a Salamanca o Segovia donde tengo buenos amigos – explicaba ella encendiéndose un cigarro.

-¿Y tu marido? -Casi siempre está fuera, es policía y el muy “gilipollas” hace cuatro años que

solicitó el traslado al País Vasco para obtener méritos y ascender, o ganar un plus ¡qué sé yo!

-¿Y no te fuiste con él? – preguntó Guillermo. -No, le dije que mi trabajo estaba aquí y que hiciese lo que quisiera – se le escapó

una lágrima –. Todo hay que decirlo, mi matrimonio tampoco marcha demasiado bien – hizo una pausa para fumar –. Él viene un fin de semana cada quince días ¡catacrac! y... hasta otra.

-¿Y por qué no te separas? -Es una historia larga de explicar, su familia es muy conservadora y él se ha

criado en un ambiente, digamos machista y autoritario, la verdad es que le tengo miedo, tiene mal carácter – se limpió discretamente los ojos -. ¡Pero un día se va a enterar!

-No sé qué decirte chica… -¡Vámonos de aquí por favor! – María se levantó sin dejar opción, ni esperar

respuesta. Volvieron a cruzar los veinte metros de cabezas desmelenadas, de vasos en

equilibrio, entre pisotones de camperas y la espesa neblina de tabaco rubio. Pasearon un rato dando la vuelta completa a la manzana hasta subir por la calle

Duque de Alba. Ella fue explicándole los pormenores de su matrimonio y él escuchaba impotente, sin saber que hacer ni decir.

-Tú no estás casado, ¿verdad?, lo sé por los papeles de inmigración. -No, lo hubiese estado pero se fugó con otro, la muy … - pensó decir puta, pero

todavía su recuerdo era sagrado para él –. Se fue dejándome un hijo de meses, supongo que el señorito italiano no lo quería – Guillermo acabó también contando sus trapos sucios.

-Mira, aquí vivo yo – María giró la cabeza de izquierda a derecha y no había moros en la costa -. ¿Quieres subir?

Él no contestó, un zumbido le inundó los oídos y un escalofrío recorría su espina dorsal – sería ella la que acabara con su tortura.

-¡Quiero que subas Guillermo! – le agarró de la mano y él se dejó llevar. Esa noche no durmió en el hostal, ambos tuvieron una orgía de pasión, de

venganzas contenidas; unidos por la complicidad en el pecado de lujuria, embriagados de sexo, de copas de “Ribera” y cigarros a medio consumir. De madrugada, mientras ella permanecía dormida recostada a su lado, miró su blanca piel en contraste con la

suya, sus largas piernas y su angelical rostro, a pesar de estar en la treintena. Soñó despierto y fue viajando por el túnel del tiempo hasta diez años atrás, a su Cuba querida. Aunque había tenido posteriormente alguna relación esporádica con mujeres, ninguna como su amor platónico, Andrea, su novia de la adolescencia, la que años después le partiría el alma.

* * *

Siguiendo el ritual de los domingos se aseaba como nunca y se ponía sus mejores

alhajas, unos vaqueros descoloridos de tanto lavarlos y una camisa blanca de cuello desgastado por el roce, que se colocaba por fuera de los pantalones al estilo guayabera, luego unas gotas de perfume que parecía alcohol puro y costaba ocho pesos.

Caminaría ligero hasta El Vedado, donde vivía ella. Los miércoles y fines de semana eran los días de cita, a menudo daban largos paseos por el Prado o el Parque de los Enamorados, otras lo hacían por la zona de la “Rampa”, esto es calle 23 y colindantes, lugar de mucho colorido gracias a los hoteles que se encuentran allí: El Habana Libre, Capri, Nacional, etc; pero si podían y tenían algunos pesos lo mejor era coger una “guagua” para ir a las Playas del Este, muy cerca de La Habana. Allí, después de darse un baño, buscaban un rincón alejado de cualquier ojo indiscreto, bien en la arboleda cercana o en algún recoleto entre dos playas, y se dejaban llevar por el romanticismo propio de la edad.

Se juraban y perjuraban fidelidad eterna y sus manos, torpes en esas artes todavía, recorrían sus cuerpos descubriendo las nuevas sensaciones del juego amoroso. Olvidado quedaría para siempre el “bate” de béisbol, que tantas tardes de gloria le dio en la calle 3 confluencia con la 8, y el vestido de encaje blanco de la fiesta de mayoría de edad. Andrea le giró la gorra roja de “pelotero” para facilitar la maniobra, sus carnosos labios buscaron su boca, su cuello. Éste notó en su pecho la evidencia sublime del momento en forma de aguijones punzantes, que parecían querer atravesar la fina tela del sujetador, y como volcanes en erupción emergieron cuando él lentamente le bajó los tirantes, primero uno, después el otro. Sus pieles desnudas y morenas relucían sudorosas bajo los rayos de sol, que se filtraban entre las ramas de la gran palmera, y el silencio aliado era roto sólo por el murmullo de las olas y el chasquido de sus lenguas serpenteantes.

Minutos después contemplaban hipnotizados la inmensidad azul turquesa, abrazados como estatuas intuían que aquel instante sería por siempre mágico para ellos. Estuvieron así hasta el principio del ocaso y ya de regreso, cerca de la parada de autobús, decidieron celebrarlo con un guarapo, dulce zumo de caña de azúcar, hubiesen preferido un mojito bien fresco, pero no había para más. A la hora de despedirse hubo menos palabras de lo habitual, pero tampoco hacían falta, ligeras sonrisas y miradas insinuantes bastaban para reafirmar su complicidad; poco a poco fueron separando sus manos, sus dedos entrelazados. Sólo dijeron dos frases.

-¿Me querrás siempre? – preguntó ella. -Te lo juro nena, ¡toda la vida! Durante cuatro años siguieron disfrutando de aquel amor juvenil, de hermosos

planes de futuro, hasta que la cruda realidad cotidiana iría minando el mejor de los milagros, corrompiendo (como a tantas otras) la moral, los principios y las prioridades de una muchacha joven y bonita con ganas de vivir, dejándola prisionera de sus propias ambiciones, ciega e indefensa ante los cazadores de carne tierna, que buscan su negrita cubana de turno.

* * * No quiso despertar a María, tal y como lo habían acordado previamente, al

despuntar el día Guillermo se marchó antes de que echaran en falta su presencia. Abandonó sigilosamente el edificio y pensativo caminó hacia el hostal, iluminado por la luz amarillenta de los focos de la iglesia de San Pedro y protegiéndose del manto frío de la madrugada bajo los porches del “Grande” .

En lo sucesivo seguiría viéndose con la canaria a escondidas y siempre que les era posible se iban fuera de Ávila, lejos de cualquier conocido, bien a El Tiemblo, cerca del embalse del Burguillo donde paseaban en barca, o también a Arévalo a tomar una copa y comer un buen asado en el restaurante Las Cubas. Por motivos obvios siempre pagaba ella. Sin embargo esta relación era especial, existía una especie de pacto de mutuo acuerdo, pero del que nunca hablaron, de no llegar más allá de lo puramente material, sin entrar en sentimientos. Eran amigos, pasaban buenos ratos juntos y compartían sexo, puro y duro, sin promesas ni exigencias y jamás mencionaron la palabra amor.

Por una parte ella no se acababa de decidir a dar un giro radical a su vida y enfrentarse a su marido, por otra él que en los últimos años se había volcado sólo en su hijo, ni tan siquiera le pasó por la cabeza la interesada y egoísta idea de poder enamorar a una española y casarse sin amarla, simplemente para conseguir legalmente establecerse en España. Cuantos de sus compatriotas quisieran para sí dicha oportunidad, cientos de jóvenes cubanos salen cada año de la Isla de la mano de ricas turistas españolas, italianas, canadienses sobre todo, solteronas, separadas o viudas, cuarentonas y cincuentonas que ven así cumplido su capricho. Pero él no, estaba por encima de todo eso, todavía creía que las cosas mejorarían en su tierra y llevaba con orgullo y dignidad su cubanía.

Aquella misma semana hubo “movida” general en el hostal, el Sr. Mateo fue

ingresado de urgencias en el hospital provincial y de allí trasladado a Madrid. Tres días duró la agonía, un fulminante cáncer de estómago acabó con toda la prepotencia, poderío y el dinero del mundo. A los multitudinarios funerales acudieron representantes del Ayuntamiento, empresarios del gremio y el presidente de la cofradía de la Santa Cruz, de la que hacía más de treinta años era benefactor; no cabe duda de que era un personaje importante y muy conocido en Ávila. La ceremonia se celebró en la iglesia de Santo Tomás y, por supuesto, acudieron todos los trabajadores de la empresa. Guillermo no recordaba la última vez que había entrado en un templo y el sacerdote, hablando desde el púlpito, le hizo venir en mente los dirigentes del Partido Comunista en algunos de los mítines de la Plaza de la Revolución, allá en La Habana.

El establecimiento cerró dos días en señal de luto y al segundo, parte de la plantilla decidió ir a desayunar a la cafetería Maspalomas y comentar un poco lo sucedido. Don Mateo era soltero y sin hijos, por lo que corrían todo tipo de comentarios y especulaciones respecto al futuro del negocio.

-Dicen que lo ha comprado un empresario de Madrid – explicaba Antonio el cocinero – esperemos que no hagan demasiados cambios.

-También corren rumores de que lo quiere la Junta de Castilla y León, porque el edificio tiene valor histórico y no sé que “pollas” van a hacer – añadió Paco -. ¡Pedro, pon cuatro desayunos y un chocolate con churros! -. ¡Marchando! – contestaron desde la barra.

Guillermo que no quería entrar en polémicas, sólo hizo una breve alusión a su particular contrato laboral.

-Ojalá no haya problemas conmigo, porque en la embajada fue el jefe quien dio la

cara por mí. Manolo el encargado, que no estaba presente allí, sería el que al final quedaría

como gerente del negocio. El único heredero, un hermano de Don Mateo que vivía en Valladolid, le cedió la gestión, ya que él no tenía ni idea de hostelería pues se dedicaba a la industria del mueble. Cuando se hizo oficial la noticia todos recelaron, ya que ciertamente Manolo era un tipo un tanto especial. Sin embargo, se alegraron de que no se vendiera el hostal.

Guillermo aprovechó el día libre a tope, se permitió ir a buscar a Javier a su casa antes de acudir al gimnasio, sabía donde vivía, en la calle San Benito, pero nunca antes pasó del portal de entrada. Tendría que ir dos veces ya que Javier trabajaba de mañana y hasta las dos de la tarde no acababa la jornada. Después de la comida tuvo más suerte.

Pulsó el botón del interfono. -¡Diga! -¡Hola Javi!, soy Guillermo, ¿tienes un momento? -Sube. ¡Creeec...! – se escuchó el automatismo de la puerta. No subió por el ascensor, sino saltando las escaleras de dos en dos hasta el

segundo piso. Javier ya estaba esperándole en el rellano. -¿No trabajas hoy? -No, el jefe la ha “palmao” , ¿no te has enterado? -¡Anda!, ahora entiendo el follón de coches de ayer, dijeron que era un entierro,

pero no sabía que fuese el amo del Mirador. Un tío de “pasta” ese. -He pensado que podríamos entrenar antes y después dar una vuelta por ahí –

propuso Guillermo. -Pasa un momento que acabo de arreglar la cocina. El apartamento era pequeño pero muy acogedor y soleado, pocos muebles pero

funcionales. -¿Quieres una cerveza? -Bueno, te lo agradezco. Le sirvió un botellín y conectó el equipo de música para hacerle más grata la

espera. -¿Te gusta Gloria Estefan? -La verdad, no sé quien es, pero tú pon – contestó – al instante ya estaba

moviendo el culo. -¡Salsita moderna, esto es salsita! – gritó. Mientras, Javier se peleaba con los platos en la cocina. Por la tarde tuvieron un entreno de muerte, pero acabado éste Javier se excusó,

como otras veces, y no iría de copeo a ningún sitio. Guillermo empezó a tomar nota de esta reiterativa actitud, esperó unos días pero al final habló claro con él.

Fue un sábado lluvioso, torrencial mejor dicho, doce horas de precipitaciones con más de ochenta litros por metro cuadrado; de esos días que el agua corre en cascada desde la parte alta hasta la zona sur, ríos parecían las empinadas calles Alférez Provisional, Ntra. Sra. de Sonsoles y demás callejuelas de la zona San Nicolás y Plaza de las Vacas. A la intensa lluvia habría que añadir el deshielo propio de la época. En mayo, coincidiendo con la mejoría del tiempo, empezaba a deshacerse la nieve acumulada durante el invierno en la Sierra de Gredos, con lo cual el río Adaja bajaba al máximo de su caudal, desbordándose a su paso por la ciudad, al final de la tarde. Otro tanto sucedería con el río Chico que se une al primero cerca del Parque del Soto. Así pues, toda esa zona quedó inundada cortándose las carreteras que van a El Barraco y Burgohondo.

Guillermo y Javier entraron en el Sound Body chapoteando y con las zapatillas

llenas de barro, rápidamente se quitaron la humedad del cuerpo poniéndose manos a la obra, un buen entreno de pecho.

-¿Ponemos diez kilos más? -¡Coño!, si que vas fuerte hoy Javi, venga que no se diga. Javier, tumbado en la banca de press, gruñía como un energúmeno, levantando

una y otra vez los cien kilos de hierro. -¡Cinco, seis, siete… vamos, vamos, una más…ooocho! ¡De cojones tío! –

exclamó Guillermo al tiempo que con la punta de los dedos le ayudaba en el último esfuerzo.

Cambiaron de posición y ahora era Javier el que estaba al tanto de su compañero, observaba cada una de las repeticiones y como se hinchaba el pecho de su compañero en cada una de las fases negativas del ejercicio.

-¡Perfecto macho!. Hagamos un par de series de aperturas inclinadas, ¿de acuerdo?

-¡Ok mi hermano!. Tengo una congestión muscular bestial, si me pinchan con una aguja no la noto.

Guillermo entrenaba entusiasmado con aquel equipamiento, acostumbrado a las penurias de los gimnasios cubanos, fabricados con cuatro hierros viejos y máquinas construidas por ellos mismos, esto le parecía increíble, todo un sueño.

Al acabar la sesión de pesas decidieron tomar una sauna, otra novedad para el cubano que no sabía lo que era. Entraron desnudos, solamente protegidos por una toalla, y se dispusieron a pasar los quince minutos de rigor dentro del pequeño cuarto de madera finlandesa, a unos 30º de temperatura y dispuestos a sudar hasta la última gota, expulsando así las toxinas del cuerpo.

-¡Qué calor madre mía!, yo me ahogo – se quejaba. -Tranquilo hombre, lo que pasa es que no estás acostumbrado. Guillermo aprovechó el momento de relax para sincerarse. -Oye Javi, quería comentarte una cosa, … verás me he dado cuenta de que somos

buenos amigos y eres una persona estupenda, pero no sé … siempre has rehusado relacionarte conmigo fuera de lo estrictamente deportivo, es decir, que nunca quieres salir a dar una vuelta o a tomar algo por ahí, ¿tú me entiendes no?. Muchas veces pienso que quizás te molesta mi amistad, ¿tienes algún prejuicio? – le expuso su opinión con la máxima sinceridad.

Javier había estado escuchando sin interrumpir, sólo negando con la cabeza de vez en cuando.

-No, no es eso, lo que sucede es que no me gusta salir. Del trabajo a casa, el gimnasio y nada más, de verdad no es porque seas tú, hace tiempo que no alterno con nadie. ¡Ni con mujeres! – se echó a reír.

-¿Pero qué tiene de malo? -Algún día te lo explicaré, ¡bueno ya está bien, a la ducha! – dijo, queriendo

acabar con el tema. -No amigo, a mí no me puedes dejar así. ¿Qué coño te pasa? ¿puedo ayudarte en

algo? – insistió Guillermo cogiéndole del brazo y mirándole fijamente. -Está bien, eres un buen colega, pero hay cosas que no se pueden explicar en un

minuto, ¿sabes qué haremos? ya han empezado los partidos televisados de la Eurocopa de fútbol, el domingo por la tarde juegan España y Alemania, vienes a casa a comer y después charlamos tranquilamente del asunto viendo el partido, ¿vale? – propuso.

-A comer no podré, me encantaría pero hasta las cuatro no acabo de trabajar. -Entonces vienes por la tarde, tomamos unas tapitas y un par de cervezas, además

tengo una tarta al whisky que te cagas.

-De acuerdo, pero como no me gusta demasiado el fútbol, prefiero el béisbol; me contaras entonces que carajo te pasa, ¿ok? – contestó.

Los días siguientes a la muerte del Sr. Mateo, Guillermo observaría una

circunstancia nueva en relación con su trabajo y que, en última instancia, repercutiría de forma determinante en su estancia en Ávila. Manolo, antiguo encargado y ahora gerente del negocio, parecía estar mucho más amable y receptivo con él, detalles de los que incluso el resto de compañeros pudieron percatarse. Cada jueves lo invitaba a ir con él a Madrid, para comprar pescado fresco procedente de Galicia y realizar algunas gestiones bancarias. También dispuso de más horas libres, ya que lo relevaron de la ingrata labor de ser siempre el responsable de recoger, limpiar y dejarlo todo a punto para el próximo servicio; ya no tendría que ser el último en salir, ni el primero en entrar.

–Quizás tendré suerte con el cambio de dirección – pensó. Realmente, aunque nunca lo demostrara delante de los otros trabajadores, que

incluso hicieron bromas con la desaparición del jefe, sentía profundamente lo sucedido, pues le tenía un gran respeto y estima a Don Mateo por lo que había hecho por él, dándole la oportunidad de mejorar y conocer mundo.

Llegó el domingo y como estaba previsto, después del mediodía, fue a casa de

Javier en teoría a ver el fútbol, aunque estaba impaciente por conocer los problemas de su amigo. Transcurrió más de una hora viendo el partido entre tacos de queso, trozos de chorizo y tragos de cerveza, pero no se habló de nada que no fuesen las constantes oportunidades perdidas del equipo español y las duras entradas del lateral derecho germano, en vista de esto Guillermo pasó al ataque.

-¡A ver compadre, déjate de cuentos!. Explícame de una puñetera vez por qué si yo te invito esta noche a mover un poco el esqueleto, me vas a decir que no.

-¡Qué pesado eres tío!. Muy bien te lo diré, resulta que desde hace unos cinco años, vivo prácticamente recluido en Ávila, como dijo no sé quien; “alejado del mundanal ruido”. No me apetece salir de “marcha” , ni hacer lo que hacía antes, ¡y punto!. Según un psicólogo de mierda tengo complejo de culpabilidad. ¡No te jode el tío!, pero no me volvió a ver el pelo por la consulta – Javier hablaba mientras cogía aceitunas rellenas casi de forma convulsiva.

-¿Pero culpable de qué? -De matar a una persona, no mejor dicho a dos. ¿Contento?. -¡Madre de Dios! ¡Virgen de Regla!. No me digas que estoy hablando con un

asesino en serie – exclamó Guillermo, esperando lógicamente una respuesta más coherente.

–Explícate mi hermano, explícate y deja de comer aceitunas que van a hacerte daño.

Javier sin mirarlo y de forma autómata dejó de picotear el plato. -Jamás pensé que le contaría esto a alguien, mira tú por donde el cubanito de los

cojones haciéndome terapia de grupo – no pudo evitar una carcajada –. Como te decía la historia empezó hace años en Tarragona, ¿ya sabes que soy catalán, no?

-Sí lo sé, allí en Cuba hay bastantes personas con apellido Soler que son de origen catalán o valenciano, debido a la emigración española de principio de siglo, después de la guerra. ¡Pero cuenta, cuenta! – se frotó las manos.

Javier hizo una larga pausa meditando, en posición de rezo, la mejor manera de empezar.

* * *

Conoció a Cristina durante el verano del 89, de vacaciones en Salou, ella era

natural de Reus y él de Tarragona, aunque hasta hacía muy poco residía en Barcelona cursando estudios de informática.

En esos momentos se encontraba aprovechando los últimos días de agosto, antes de incorporarse a trabajar en el departamento de recursos informáticos de la empresa Nissan, en la Zona Franca de Barcelona, multinacional donde ya había realizado trabajos en régimen de prácticas universitarias.

Cada tarde él y unos amigos, a bordo del flamante Golf GTI de uno de ellos, se desplazaban hasta la zona de hoteles, del importante centro turístico, en busca de alguna extranjera perdida, como se suele decir en estos casos, para practicar un poco el inglés. Sin embargo sería una catalana la que se cruzaría en su camino; todo empezó en la playa de la Pineda con el típico “pique” entre reusenses y tarraconenses.

-Así que eres de Reus, ¿sabes qué es un barrio cercano al aeropuerto de Tarragona, no? - dijo él irónicamente.

-¿Y tú, sabes que Tarragona es el puerto de Reus? - contestó ella. La verdad, como todo el mundo sabe, es que el aeropuerto está en Reus y el

puerto en Tarragona, pero distan unos escasos quince kilómetros, y siendo ambas ciudades importantes, existe una cierta rivalidad.

Bromas aparte los dos quedaron rápidamente atraídos el uno del otro. A ella le gustó su físico musculoso y bien bronceado, que destacaba claramente en la playa rodeados como estaban de blancas carnes fofas, estómagos protuberantes y traseros celulíticos. A él le encandiló su simpatía y gran cultura, era estudiante de último curso de filología catalana y hablaba perfectamente ingles y francés, hija de una importante y rica familia con negocios inmobiliarios, “los Masdeu”.

Surgió una buena amistad que acabaría en mucho más que eso, tan enamorado estaba que, además de viajar cada fin de semana desde Barcelona, como la espera se le hacía eterna, muchos martes al salir del trabajo, pasadas las siete de la tarde, cogía el coche y conducía ciento treinta kilómetros, sólo para poder estar un par de horas con ella y después hacer el trayecto de regreso o bien tener que madrugar para estar al pie del cañón a las ocho de la mañana del día siguiente, que teniendo en cuenta la entrada a la ciudad Condal en hora punta es, sin exagerar, una auténtica locura.

De esta forma pasaron el primer invierno juntos hasta las vacaciones del verano siguiente, veintinueve días de idilio, sin embargo no tardaron en surgir problemas familiares. Los padres de ella querían para su hija alguna cosa más que un simple informático asalariado, procedente de una familia de clase media, por eso cuando vieron que la relación iba en serio no cesaron de poner trabas a la joven pareja.

-¿Qué tiene de malo ir un par de días juntos al Pirineo, somos adultos no te parece?

-Ya sabes como son mis padres, de otra época y anticuados, y no me dejan ir sola contigo - se excusó Cristina.

-No me digas que tienen miedo de que vuelvas con un “bombo” en la barriga. Pues que se enteren que eso puede suceder en cualquier rincón, en el coche, en un piso... es una falta total de confianza - conforme iba hablando más se enojaba.

-Sí creo que tienes razón, ¿pero qué quieres que haga?, no puedo enfadarme con ellos. Mira, cariño, un día vamos a un sitio y al otro... no sé... al Delta del Ebro, por ejemplo - ella intentaba quitar leña al fuego.

Continuaron caminando por la Rambla Nova hasta el Balcón del Mediterráneo, permanecieron un rato apoyados en la barandilla de hierro forjado desde la que se puede contemplar el puerto, la playa del Miracle y la estación de RENFE a lo lejos. Sintiendo

el cálido sol en sus caras se relajaron los ánimos. -Está bien, Cristina, iremos donde tú quieras, pero tarde o temprano tendrás que

tomar una decisión y enfrentarte a ellos si de verdad te importo; piensa que ya no eres una niña, tienes veintidós años y has acabado los estudios ¿qué más necesitas?

-Ellos dicen que todavía soy joven para comprometerme formalmente, que me centre en un buen trabajo y en el futuro.

-¡Tú lo has dicho nena, en el futuro!. Y eso tienes que decidirlo tú, no tus padres - dijo Javier poniéndole un brazo por encima de los hombros, ella recostó la cabeza.

-¿Sabes que haremos chato?. De momento el viernes nos vamos a cenar al Serrallo, ¿quieres?

-¿Acaso me propones una cena íntima? - ambos sonrieron -. ¿Y después qué? - añadió él sarcásticamente, besándola en la comisura de los labios.

Emprendieron el paseo de regreso, ahora por la acera derecha, Rambla abajo hasta la Plaza Imperial Tarraco, un buen trecho, pero inevitable ya que tenían el coche aparcado cerca de allí. La gente mataba las tardes de verano echando maíz, pipas y trocitos de pan a las ocas y patos del estanque central de la plaza.

Los siguientes meses sirvieron para unir aún más a la pareja, Javier poco a poco

fue desligándose de sus antiguas amistades y decantándose hacia el entorno social de ella. Éste era de otro nivel, costumbres y diversiones más difíciles de seguir y, sobre todo, de pagar. Ahora no bastaba con salir de copas y comer en un fast-foot, sino que había que ir a algún local de moda y cenar en restaurantes de cinco tenedores, de los que te recogen las migajas de pan con una palita y una bandeja de plata. También se acabaron las simples sesiones de discoteca para tener que asistir al último concierto de Miguel Bosé, ni la peña se conformaba con pasar una semana en la Costa Brava, lo suyo era estar en Ibiza.

Por todo eso le costaría mucho seguir el nuevo ritmo de vida, pero necesario, y él lo sabía, si quería verla feliz. No podía apartarla de su mundo, aunque eso significase volverse un poco “pijo” , lo asumía con resignación.

* * *

-¡Goool... gol de España! - el grito del locutor de televisión les hizo volver al

presente. -¿Ha marcado el equipo español? - preguntó Guillermo. -Sí, por fin hemos empatado, esto acabará así. Efectivamente a los cinco minutos el arbitro pitaría el final del encuentro. -¿Otra cerveza colega? - invitó el anfitrión. -Sí gracias, pero continua ¿qué pasó después? Javier apuró el trago.

* * * Al año siguiente Cristina decidió plantar cara a sus padres y a regañadientes

consiguió permiso para poder pasar tres días en Tossa de Mar con él, solos por primera vez en una confortable habitación del hotel Don Juan, con vistas al mar y sugestivo aroma a pescadito frito, gambas a la plancha y calamares a la romana, que entraba por la ventana entreabierta y que procedía de la barbacoa que tenían justamente debajo, en la planta baja.

-¿No te entra hambre con este olor? – dijo Cristina.

-No lo dudes, me comería un toro. -¡Podemos ir a comer una buena mariscada!. ¿Te apetece? – añadió ella. -Perfecto, un día es un día ¡al cuerno con la dieta! Como todavía era temprano, visitaron primero el bonito pueblo pesquero, la parte

más vieja y encantadora, cerca del torreón, que es lo único que queda de una antigua fortaleza. Contemplaron pacientemente un concurso de pintura rápida que se celebraba allí mismo en la calle, los artistas reflejaban perfectamente el ambiente de la villa marinera: sus callejuelas empedradas, casas de fachadas multicolores y el mar como telón de fondo.

A las doce y media, al igual que si fueran turistas extranjeros, ya estaban sentados en la terraza del restaurante El Bodegón, a la espera de un suculento plato de marisco regado por un buen vino blanco, un blanc pescador cumpliría a la perfección su cometido.

-Recuerda cariño que me has prometido que el año próximo iremos a Menorca – dijo ella mientras mantenía un duro combate con las patas de un langostino.

-Tranquila, a partir de mañana empiezo a ahorrar. Él sabía que el dinero no era problema, si hacía falta ella pagaba lo que fuera, pero

esto era algo que él no podía permitir, por principios y orgullo personal, por lo que intentó evitarlo siempre que pudo, no quería depender económicamente de la hija de los Masdeu. La lectura positiva de este malestar crónico fue que se vio obligado a superarse profesionalmente e intentar sacar dinero de debajo de las piedras. Hizo horas extras, pluriempleo sumergido e incluso se atrevió a realizar pequeñas inversiones en bolsa.

Pero como las desgracias nunca vienen solas, esta estancia en Tossa de Mar le saldría muy cara, pues a la larga tendría que reconocer, de alguna manera, que los padres de ella tenían razón desconfiando y no queriendo dejarla ir sola con él. Cayeron en el peor de los errores, Cristina quedó embarazada, lo que supondría un tremendo problema para ellos: la vergüenza de los padres y en último término el principio del fin.

Lo mantuvieron en secreto unos tres meses hasta que la evidencia fue tan grande que era imposible esconderlo más tiempo.

-Nena no te preocupes, tienes que decírselo y punto – él intentaba darle ánimos – yo estoy contigo en esto cariño.

-¡Pero mi padre me mata! - lloriqueaba ella – es una deshonra para él y la familia, seguro que me echa de casa.

-Será lo que Dios quiera, ¿qué puede pasar que te desherede? pues ¡a la mierda!. No necesitamos a nadie, yo te puedo mantener perfectamente – empezó a perder los estribos.

-No es eso Javi, no es eso... – continuaba llorando. El ocho de diciembre festividad de la Inmaculada, fue el día escogido, como se

esperaban la reacción a la noticia fue un verdadero drama. Su padre, totalmente fuera de sí, amenazó, insultó y no paró de hacer constantes alusiones a las profecías que él había augurado y que nunca fueron escuchadas. Después de la tempestad vendría la calma, pero quizás fue peor. Sus padres entraron en trance, hundidos y defraudados, apáticos apenas hablaban ahora; la madre, que se había mantenido neutral en todo momento, se levantó de la mesa y se fue a la cocina. La pareja avergonzada, cabizbaja, tampoco decía nada, sólo escuchaba al viejo loro “chapurrear” una frase incomprensible.

Su padre rompió el silencio para pronunciar el peor de los legados que se puede dar a un hijo.

-¡Márchate de mi casa, para mí estás muerta! A Cristina esas palabras se le clavaron como cuchillos en el pecho, pero aún más

que eso le dolió la actitud pasiva de su madre. Ella tenía esperanzas de contar al menos

con el apoyo y consuelo maternal. Javier tuvo que cogerla del brazo y prácticamente obligarla a salir de la casa, pues

había quedado inmóvil, en estado vegetativo, no reaccionaba, ni tan siquiera lloraba. -Vamos cariño, todo se arreglará – le dijo casi al oído. En casa de él, sin llegar al mismo dramatismo, la noticia también pesó como una

losa, si bien no rompieron las relaciones, con el tiempo observarían que éstas nunca serían las mismas. Un profundo sentimiento de culpabilidad y vergüenza ajena sentirían de por vida aquella familia, que veía, como casi siempre sucede, que el pequeño y débil decepciona al grande y poderoso rico. De hecho, parece mentira que en las postrimerías del siglo XX existan burgueses con ese tipo de moralidad.

Cristina tuvo que dejar de trabajar en los negocios de su padre y encontró un empleo de administrativa en una agencia de viajes en Barcelona; al menos de forma temporal estaría cerca de Javier, el único soporte afectivo que le quedaba. A pesar de todo, esta adversidad les sirvió para vivir los meses más felices de sus vidas, muy unidos compartían un pequeño apartamento en Hospitalet, esperando con impaciencia el nacimiento de su hijo.

De vez en cuando esa felicidad se veía enturbiada por arrebatos de ira y rabia coincidiendo con algún día señalado, acontecimiento familiar o encuentro casual, que les hacía recordar su condición de desterrados; como aquella noche que enfurecidos regresaban de Tarragona sin haber sido invitados a la boda de una prima hermana de ella, con la que siempre estuvo muy unida al igual que con sus tíos. Sin embargo ahora era rechazada.

-¡Es inaudito, cómo pueden hacerte esto! – exclamaba Javier golpeando el volante del Ford Fiesta. Después adoptaría una actitud depresiva y de resignación.

-Todo es por mi culpa... era a mí a quien no querían... si te hubiese dejado a su debido tiempo – casi suplicaba.

-No digas eso chato, yo te quiero – le consoló ella. Barcelona iluminada se veía radiante a lo lejos, los preparativos para las

olimpiadas del 92 se encontraban en su punto álgido, la ciudad se había transformado, estaba más bonita y con un dinamismo inusual. Se habían construido grandes obras de infraestructura y comunicación que la hacían más moderna y abierta al mar. Edificaron la Villa Olímpica y se acondicionó lúdicamente la zona del puerto. Allí decidieron ir a tomar una copa e intentar calmar el mal humor por lo sucedido. Cenaron en una pizzería (olvidados quedaron ya los lujosos restaurantes) y luego fueron a una sala de fiestas, de las que no pagas entrada tan sólo la consumición. Él continuaba aletargado y triste, bebió más de la cuenta, él que siempre se había cuidado y no estaba acostumbrado a los excesos, en esas condiciones pronto se encontró ligeramente mareado.

-Nena, mejor nos vamos a casa – le tembló la voz y ella se percató enseguida. -De acuerdo, ¿quieres que conduzca yo? – preguntó – te veo un poco... -¡Qué insinúas, qué estoy borracho! – le interrumpió él. -Por favor no grites que nos va a oír todo el mundo, está bien conduce tú. Las luces de los escasos coches que circulaban por la carretera, a esas horas de la

noche, le molestaban bastante, sin llegar a deslumbrarle si le exigían un esfuerzo de concentración; pero sin darse cuenta su cuerpo fue relajándose hasta un punto casi de flotación. Por su mente desfilaban perversas ideas de venganza, imaginó a los Masdeu en la peor de las miserias y se vio a sí mismo rico e influyente, arruinando uno a uno los negocios de la gran familia, soñó con la revancha. Los párpados le pesaban cada vez más y sus manos resbalaron por el cuero del volante.

Un haz de luz entraba por las ranuras de la persiana a medio cerrar, impactaba de

lleno en su rostro y le molestó. Abrió levemente sus ojos doloridos, alzó la vista y vio extraños artilugios colgando sobre la cabecera de la cama, un armario metálico a la derecha, repleto de diminutos botones y números verdes y rojos, arriba en el techo una gran lámpara colgaba amenazante. Pudo distinguir la silueta de dos personas uniformadas de blanco flanqueándole a ambos lados.

-Javier... Javier, ¿cómo se encuentra? Quiso responder pero su esfuerzo sólo le llevó a un inexpresivo gemido. Por un

instante pensó que era un sueño, pero de nuevo una voz lo alertó. -Javier despierte, haga un esfuerzo - una mano femenina apretó la suya. -¿Dónde... estoy? – balbuceó -En el hospital de San Pau, pero no se preocupe pronto estarás recuperado. ¿En el hospital? – pensó – estaba confuso, intentó levantar un brazo y pudo

observar su mano izquierda totalmente vendada. -¡Cristina! – pronunció ahora claramente. Otra persona de blanco entró en la habitación. -Doctor, ha recobrado el conocimiento – dijo la enfermera. Le explicaron que se había dormido al volante teniendo un grave accidente,

saliéndose de la carretera y cayendo a una acequia desde unos cuatro metros de altura. En un principio le dijeron que Cristina estaba ingresada en otro hospital, pero la verdad era bien distinta, había muerto en el acto y con ella el feto de siete meses. Como todavía no se encontraba en condiciones fisicas ni anímicas para aceptar el hecho prefirieron esperar hasta la tercera semana para comunicárselo, el capellán del centro fue el encargado.

-Hijo mío, traigo malas noticias – dijo el viejo sacerdote aguantando el crucifijo entre las manos.

-¿Malas noticias?, ¿no me voy de aquí...? - rápidamente se dio cuenta de su error, no podía ser un cura el portador de ese tipo de novedades.

Sus facciones se endurecieron y en décimas de segundo, dejaron de dolerle las dos costillas rotas y el dedo índice, que le quedó colgando unido únicamente por un trozo de piel y que le injertaron urgentemente, tampoco le incordiaba, sólo un nudo en la garganta le ahogaba.

-¡Cristina, es Cristina! ¿Qué le pasa? – gritó. -Tienes que armarte de valor y ser fuerte hijo. -¿Qué pasa? ¡Dígame! – repitió. -Cristina falleció – al fin se atrevió el anciano a decirlo, quitándose las redondas

gafas en un gesto de solemnidad. El mundo se derrumbó para Javier, no reaccionó violentamente como se

esperaban, no cogió al cura por la solapa de su impecable traje gris, ni intentó golpear la mesilla para hacer volar los restos de la comida. Miró a un lado y a otro, al fondo en la puerta donde sus padres disimulaban mirando al suelo, cómplices durante veinte días, de la mentira piadosa.

Después de unos minutos de interminable tensión habló con un hilo de voz. -¿Pero si me dijeron que estaba mejorando? – preguntó a nadie en concreto. -Murió en el accidente – susurró el capellán. Tras el sentimiento de culpabilidad le sobrevino una depresión por la que tendría

que medicarse, fármacos que le provocaban una falsa sensación de euforia y que una vez disminuida o suprimida la dosis, recaía notablemente. Continuamente se preguntaba por qué ella y el niño y no él, una angustia que le corroía las entrañas. Los médicos dieron como explicación a su relativa poca gravedad, el hecho de que su gran desarrollo muscular había amortiguado el golpe, concretamente el profundo corte que se hizo

desde la parte superior del pecho hasta el trapecio, pasando muy cerca de la yugular; de no haber sido por sus hipertrofiados pectorales y deltoides seguramente las consecuencias hubiesen cambiado drásticamente.

Otro contratiempo añadido a su fatalidad sería la postura intransigente de los que hubieran sido sus suegros, inmersos en una cruzada contra él, coléricos removieron cielo y tierra para buscarle responsabilidades civiles y penales, lo consideraban único culpable de la muerte de su hija y deseaban que pagase por ello, no sólo con dinero sino con su fracaso personal, anhelaban que jamás levantara cabeza y, como personas influyentes que eran, moverían los hilos necesarios para que Javier fuera rechazado en todos los ámbitos: social, económico y profesional, al menos en lo que respectaba a la provincia y comarca; y si en sus manos estuviese su muerte pagarían placenteramente.

Consiguieron una demanda judicial contra él y para colmo en el atestado policial tras el accidente, constaron las pruebas positivas de alcoholemia encontradas en su sangre al ingresar en el hospital. Le fue retirado el permiso de conducir durante seis meses y suerte tuvo de que el seguro cubriera la responsabilidad civil y pagara las indemnizaciones a la familia.

Ante este panorama y también para borrar recuerdos, situaciones y lugares decidió cambiar de aires. Aprovechó una convocatoria de promoción de su empresa para trasladarse a la factoría que ésta tenía en Ávila; sería como volver a empezar.

* * *

Hacía rato que se habían acabado las aceitunas, los tacos de queso y el chorizo,

únicamente unas tímidas patatas chips dejaban constancia de lo que fue un buen aperitivo.

-Comprendo perfectamente tu sufrimiento pero, perdona que te diga, igual que te has rehecho para trabajar y hacer gimnasia, ¿por qué no puedes salir de vez en cuando a divertirte? - preguntó Guillermo.

-¡No lo entiendes tío! fue por culpa de la maldita diversión, por beber, que tuve el accidente, por eso hoy no tengo una mujer y un hijo - contestó enojado, pero en el fondo las palabras de Guillermo le hicieron reflexionar, ¿por qué no se había recuperado socialmente?

-Tú ya sabes como soy, mi hermano, conmigo no puedes, ¡al carajo los problemas chico!, tú y yo vamos a salir esta noche de juerga, aunque tenga que pagar yo, ¿ok? - los dos rieron.

La testarudez, pero también la comprensión y simpatía cubana, habían conseguido

lo que nadie lograra en cinco años. A las ocho empezaron por el mesón Castilla, un tinto y una caña con sus

correspondientes pinchos, una paloma de ensaladilla y un chipirón servieron para abrir el apetito. El domingo por la tarde no es ni mucho menos el mejor día para el alterne y tapeo, no obstante los restos de gambas, cacahuetes, palillos y cientos de servilletas de papel estrujadas en pequeñas bolitas daban clara muestra de la descampada general que había tenido lugar momentos antes. Desde allí caminaron cruzando la Avda. Juan Pablo hasta el bar Herrería.

-Dos vinos por favor – pidió Guillermo. -Parece mentira, un cubano que lleva cuatro meses en Ávila enseñándome a mí los

bares de la zona sur. ¿Quién coño te contó a ti las costumbres de por aquí? – preguntó Javier.

-Alguna vez me han invitado los compañeros del hostal y también he salido con

María, una amiga – tuvo la tentación de confesarse, igual que él, y explicarle sus pormenores con la canaria, que estaba casada y demás, pero decidió posponerlo para mejor ocasión.

-¡Vaya, vaya, una amiguita!, ¿eh? – le golpeó levemente en el hombro. -En este bar te ponen dos aperitivos, el que tú pides y el que tengan de la casa ese

día – decía impresionado el cubano – no sé cómo pueden ganarse la vida. -Cambiando de tema con disimulo, ¿eh tío? – Javier entendió que no debía

indagar más –. ¿Qué te parecería cenar en un “chino” ? supongo que ya estás harto de cochinillo, chuletones y todo eso.

-¿Un restaurante chino? me encantaría, no he estado nunca ¿es muy caro? -No te preocupes está tirado de precio, además pago yo. -Amigo, me duele mucho que siempre tengas que pagar tú – puso su mejor cara de

convicción cubana, aunque lo decía de corazón – yo sólo puedo invitarte a una ronda… -¡Sin problemas macho!. No soy millonario, pero trabajo y me lo gasto ¿qué pasa?

– Javier alzó la copa. Lo cierto era que económicamente andaba sobrado, cobraba un sueldo decente y,

sobre todo, las inversiones en bolsa, que en su día inició y que incluso había desatendido durante largas temporadas, iban viento en popa. Su entrada bursátil coincidió con un periodo de varios años de constantes subidas, promedios de ganancia superiores al 20% anual; pero lo mejor estaba por venir, pues sin saber demasiado del tema, tendría la gran suerte de comprar acciones de Telepizza, que acababan de salir al mercado y que en apenas dos años le harían ganar un 2000%. Fue un caso insólito en la bolsa española, un valor con el que mucha gente hizo dinero.

La decoración, lo mismo que la presentación de los platos, le pareció exótica a Guillermo, pero en cierta medida le recordó especialidades cubanas, por ejemplo el arroz blanco muy frecuente en ambas culturas: “Arroz tres delicias” contra “arroz a la cubana”, “arroz con gambas” contra “arroz congrí” o los famosos “moros y cristianos”.

No tomaron postres, les apetecía dar un paseo desde allí, Avda. Portugal, hasta la heladería La flor valenciana, en la Plaza Ejército, y degustar un exquisito doble de nata y chocolate.

-Aquí hacen los mejores helados de Ávila – dijo Javier – otra cosa no conoceré pero esto… es mi perdición de los domingos. ¿A qué están de muerte?

-Delicioso sí, pero un día tienes que venir tú a La Habana y probar los de Coppelia ¡te vas a enterar! – le retó.

-¡Sí hombre, a eso mismo voy yo a Cuba, a tomarme un helado! Luego se dirigieron a una de las pocas discotecas que existen en la ciudad, en la

puerta de entrada Guillermo se puso a reír. -¿Qué te hace tanta gracia, macho? -El rótulo, es curioso allá tenemos también una sala de fiestas que se llama Sabor,

“Sabor Cubano”, un día tienes que… -¡Qué sí tío, qué sí, ahora mismo voy yo a Cuba al Sabor Cubano, me tomo un

“cubata” y vuelvo! ¿vale? – le interrumpió Javier, ambos rieron a carcajadas. Animados por las copas que llevaban y el vino del menú entraron valientes, como

dos pistoleros en el salón, sin embargo nadie se inmutó; lo cierto es que no conocían a ninguno de los presentes, dieron una vuelta por el local abriéndose paso entre la marea de saltimbanquis y contorsionistas hasta apoderarse de un pequeño rincón.

La soledad no les duró más de media hora, el tiempo que tardó el disc-jokey en poner “devórame otra vez”.

El cubano por poco se queda solo en la pista, su cuerpo de goma se contorneaba

sensual y sus manos invitaban a las chicas que se atrevían a revolotear a su alrededor con modestos gestos de cintura que no ensombrecían en lo más mínimo al aventajado bailarín.

Javier lo observaba apoyado en la barra como si la cosa no fuera con él, al segundo gin-tonic se acercó Guillermo con su séquito: dos gemelas de Cebreros y una abulense prima de éstas.

-Mira Javi, te presento a… - olvidó sus nombres. -Lourdes, Mónica… y yo Carmen – se presentaron ellas solas. -Encantado – contestó – besándolas levemente en las mejillas. -Estoy enseñándoles unos pasitos salseros a estas muchachas. ¿Por qué no te

animas a bailar? -No gracias, esto no me va, lo mío es el pop-rock. -¿Y la música máquina te gusta? – preguntó una de las gemelas. -Tampoco, ni la “máquina” ni el “bacalao” , nada de todo eso, soy un carroza de

cuidado. A la siguiente ronda Javier ya estaba maduro y un ligero cambio de ritmo, más

acorde con sus gustos, bastó para llevarlo al ruedo. Un centenar de jóvenes poseídos danzaban con extraños y alocados movimientos, todos dispares y que seguramente vistos desde los ojos de un sordo, parecerían la cosa más absurda del mundo, otra cuestión era ver al cubano, existía armonía, ritmo y sensualidad, mucha sensualidad, las dos hermanas empezaban ya a mover sus traseros con cierta soltura, imitando siempre al nuevo maestro.

Javier pasó una noche divertida como no recordaba hacía tiempo, exceptuando, claro está, las protocolarias cenas de Noche Buena con la familia que espera al hijo prodigo, que como dice el eslogan publicitario: “siempre vuelve por Navidad”. Ocasiones donde se permitía evadirse de este mundo con unas copas de cava catalán, la última vez fue durante el Fin de Año del 95.

De madrugada fueron a la Plaza del Rollo a comer chocolate con churros, un buen colofón a la velada de no ser por la resaca de caballo que les impediría entrenar al día siguiente.

-Compadre, dentro de tres horas tengo que estar fregando en la cocina del hostal ¿qué te parece?. Ya no sé si ir a dormir o mejor empalmar directamente – decía mojando el último churro, el de la vergüenza.

-Calla tío, yo mañana, es decir dentro de un ratito, tengo que empezar a preparar un nuevo “realise” del sistema operativo. ¡Vaya palo macho!

En lo sucesivo repitieron estas salidas, pero sin llegar a los excesos de esa noche, fueron al cine Victoria y en otra ocasión pasaron toda una tarde en El Escorial y El Valle de los Caídos. Guillermo recordó su viaje desde Madrid el día que llegó a España.

La primera quincena de junio Javier tuvo que asistir a un curso de formación en la

central de Nissan, en Barcelona, sobre la nueva aplicación de un sistema informático; el horario era muy apretado y ni tan siquiera pasó por Tarragona para visitar a sus padres. En realidad tampoco le importó demasiado, continuaría con lo acostumbrado una semana en las vacaciones de verano y otro tanto para las fiestas de Pascua.

Al regresar a Ávila tuvo una desagradable sorpresa, no encontró a Guillermo en el gimnasio a la hora habitual, tras esperar un tiempo prudencial fue a preguntar en recepción por su ausencia, tal vez estaba enfermo – pensó.

-Carlos ¿ha venido por aquí el cubano últimamente? -¡Qué va! se marchó hace una semana. -¿Adónde?

-A su tierra, a Cuba. -¿Pero así de repente, sin avisar? – dijo sorprendido Javier. -Sí, no se despidió de nadie, sólo preguntó por ti, pero no sabíamos como

localizarte. Parece ser que su hijo se ha puesto enfermo de gravedad, eso dijo, pero yo creo que hay “gato encerrado”, alguna cosa rara tuvo y se fue en el primer avión para La Habana.

-Hombre yo sé que tenía una historia con una canaria, que según me enteré por terceras personas estaba casada pero a parte de eso… - no acababa de entender los motivos.

-Lo siento no te puedo decir más, es una lástima porque me caía bien el chico. Carlos seguramente sabía que existían razones de peso para tomar esa decisión,

pero al ver que Javier no estaba al corriente, no creía oportuno dar más explicaciones. No entrenó a gusto esa tarde, durante unos días se sintió huérfano, se había

acostumbrado a compartir con Guillermo sus penas y alegrías, sus viejos secretos y lo más importante: el optimismo ante la vida que le transmitía su amigo.

CAPITULO II

El verano del 96 transcurrió sin pena ni gloria, la misma rutina de cada año una semana en la playa La Rabasada de Tarragona, aguantando al sobrino de cinco años, el hijo de Raquel su única hermana, y el resto de vacaciones en algún viaje organizado, por aquello de no ir solo, por la península o Portugal. Javier prácticamente conocía toda España, en especial la parte centro y norte, estuvo en Santander, en Asturias, Galicia, en Oporto, Aveiro y zonas de Andalucía; lo más lejos que se atrevió fue a Tenerife. Le encantó la Isla, con su cambio climático del norte respecto al sur, con el Teide como frontera, su árbol milenario, la playa de las Américas y la de los Cristianos, con su arena gris ceniza; la dulzura de sus gentes y su peculiar acento que más tarde retomó con Guillermo de forma parecida.

Este año se planteó ir a Túnez, un par de compañeros de trabajo le comentaron la oferta existente: por setenta mil pesetas una semana completa con todos los gastos pagados. Así pues se fue con ellos.

El Airbus 350 de Tunisair despegó de Barajas a las diez de la noche, con treinta minutos de retraso, quedaban por delante dos horas de viaje. Sin darse cuenta, la suave voz femenina que anunciaba por los altavoces, en diferentes idiomas, las medidas básicas de seguridad, le hizo pensar en Cristina, en lo bien que hablaba ella inglés. La cantidad de viajes que hubiese podido hacer al extranjero con un intérprete de ese nivel. A él, negado para los idiomas, le aterraba salir fuera de España, a no ser como en esta ocasión con todo programado. Recordó sus estúpidos celos en el hotel Don Juan de Tossa, cuando ella dialogaba con un grupo de estudiantes irlandeses con una fluidez envidiable.

* * *

Kevin, el pelirrojo, preguntaba a diestro y siniestro esforzándose en ser entendido

con ademanes y gestos, pero nadie de los presentes en el hall hablaba inglés más allá de las cuatro frases aprendidas de memoria por los empleados. Era un autocar de turistas recién llegado, su guía no estaba esperándoles y la recepcionista hacía quince minutos que estaba colgada al teléfono, no se sabía si intentando solventar el problema o disimulando y evadiéndose de él. Tuvo que ser Cristina la que pusiera orden en aquel caos, ayudó traduciendo papeles y facilitando números de información; al final resultó que el chófer se había equivocado de hotel.

-Ya está bien Cristina, esto no es la agencia, ¡vale! – se enfureció Javier – déjales que se las arreglen.

-¿Pero por qué? no cuesta nada ser amable. -Sí, lo que sucede es que ya hemos perdido media hora de playa. Su malestar se acentuó cuando esa misma tarde, a punto ya de regresar, apareció

parte del grupo con Kevin a la cabeza, disfrazados con sus atuendos de bañistas noveles, blancos como la leche, era imposible no distinguirlos en aquel mar de cuerpos rojizos, de pieles escamadas, ampollas a punto de reventar y narices untadas de protector solar.

-¡Hello! – dijo el pelirrojo. -¡La hostia! – fue suficiente para que Javier se enojara, se adelantó unos metros y

dejó a Cristina saludando a los “guiris” , como los llaman allí. Para empeorar la cosa, como era la última noche, no salieron fuera y decidieron

quedarse en la pequeña fiesta que organizaba a diario el hotel, música de organista y poco más. El salón estaba repleto de jubilados ingleses, alemanes y algunos estudiantes, que después de atiborrarse igual que animales en el buffet, y tomarse una botella de vino por cabeza, saltaban como locos al compás de una polka. Tocaban “Viva España” en el justo momento en que tres chicos y una chica ingleses se acercaron para sentarse en el sofá enfrente de Javier y Cristina, y de esa forma compartir mesa. A los pocos minutos había un mínimo de conversación que iría en aumento y, claro está, sólo Cristina contestaba. Javier pensó en imitar al tipo de la barra, que llevaba toda la noche sentado en el taburete sin apenas levantarse, fumando un cigarro detrás de otro y tomando whiskys dobles con hielo. Era un tipo esquelético, de ojos y pómulos saltones, con las orejas y nariz al rojo vivo, un alcohólico en toda regla de los que no se alteran ni molestan, de los que pasan horas y horas en la misma postura, con las piernas cruzadas, y que parece que dentro de los pantalones tuvieran dos escobas en lugar de extremidades, con su traje gris claro, vestido para la ocasión engullía los dobles en dos tragos, máximo tres.

El enfado de Javier duró hasta el día siguiente, por suerte era el último, recogieron las cosas de la habitación y dejaron el hotel Don Juan hasta nunca jamás.

Ya de vuelta a casa, en la intimidad del hogar, las aguas volvieron a su cauce. Era sábado y como tal hacían un extra en la cena, ambos cuidaban mucho la dieta a diario, pero el fin de semana era especial, se daban el placer de comerse unos buenos fritos o rebozados, beberse una botella de vino y en ocasiones al mediodía cava catalán; así pues tuvieron una cena romántica de copas altas, con un toque de embriaguez a causa del Rioja. Un cigarro compartido y un cómodo sofá era cuanto necesitaban para intentar seguir e imitar el guión de alguna película erótica, alquilada en el videoclub de la esquina.

* * *

Aterrizaron en el aeropuerto de Monastir y de forma bastante brusca por cierto, el

peor vuelo que había tenido, un microbús los llevó hasta el hotel en Hammamet. Llegaron pasadas las dos de la noche y al día siguiente empezaba el circuito por el país, todo un reto. El guía oficial era un tunecino llamado Nebil que había cursado estudios en España.

La primera etapa pasaba por Kairouan donde visitaron la mezquita, para continuar hasta Sbeitla y disfrutar de sus hermosas ruinas romanas, de allí fueron al pueblo de Nefta, la perla del Jerid, donde pernoctaron. Al día siguiente pasearon, en carruaje de caballos, por el oasis de Tozeur, mientras un nativo hacía exhibiciones de como trepar por una palmera de diez metros. Caminaron por un típico zoco, que es un mercado en el

que se vende comida, exhibida peligrosamente al sol, artículos de marroquinería artesanales, especias, alfombras y, sobre todo, cachimbas: grandes, pequeñas, de cristal, de cerámica, es sin duda uno de los principales souvenirs reclamados por los turistas, aunque después la mayoría no les dará el uso para el que fueron concebidas, es decir: fumar opio, en el mejor de los casos acabarán como adorno en lo alto de una estantería.

Otra cosa que les impresionó fue la forma que tienen de vender, es imposible transitar por una de sus calles comerciales y avanzar cinco metros sin que un vendedor te invite, casi te obligue con extraordinaria persistencia, a pasar al interior de su tienda o tenderete, te cogen del brazo y se indignan si los ignoras, es una falta de respeto hacia ellos. Mención especial merece el tema del regateo, todo un arte en esa cultura, en el que hay que estar muy atento para que no acaben cobrándote el doble del precio real del artículo en cuestión.

Después de la comida, servida en un restaurante sin climatización, a 28º y apretados como sardinas, fueron a visitar un zoo de animales característicos de la zona, un lugar destacado ocupaba el camello que bebía coca-cola. Por la tarde emprendieron el camino a través del gran lago de sal, llamado Chott el Djerid, hasta la población de Douz. Durante el trayecto Javier empezó a sentirse indispuesto, tenía náuseas y retortijones de vientre, pensó en la comida servida con aquellos calores, pero lo cierto era que se había deshidratado primero, tras una jornada calurosa y agotadora, y atiborrado de agua después, sin compensarlo con sales minerales; de hecho no fue el único del grupo que lo sufriría, vomitó en el autocar un par de veces y al llegar al hotel anduvo dando viajes de la cama al baño y viceversa hasta en siete ocasiones en apenas una hora, tuvo una descomposición de campeonato que le provoco décimas de fiebre y mucha flojedad. No bajó a cenar y fue visitado por el médico del complejo hotelero, un tunecino bigotudo, con el que no había manera de entenderse; ambos se esforzaron con gestos y alguna que otra palabra en inglés pero tendría que ser Nebil, el guía, quien hiciese las veces de traductor. Le recetó antidiarreicos y un analgésico para la fiebre, la consulta le costó seis dinares, al cambio unas novecientas pesetas, en concepto de propina se entiende, pero que allí es casi de uso obligatorio.

Al día siguiente, ya sin fiebre pero muy debilitado, subió al autocar con dos botellas de agua mineral. Partieron en dirección Gabes para visitar la ciudad y después dirigirse a Matmala, célebre por sus casas trogloditas que son cuevas construidas bajo tierra alrededor de un foso central, a unos diez metros de profundidad. Contaban que por esa zona se rodó parte de la película: “La Guerra de las Galaxias”.

A última hora de la tarde embarcaron en un transbordador para cubrir el trayecto hasta la isla de Djerba, pasaron allí la noche y por la mañana visitarían más mezquitas, comenzó a cansarse de ellas, las encontraba todas parecidas; una excepción fue la sinagoga “La Ghriba” , única en la isla, perteneciente a un núcleo de judíos que desde siempre han convivido con musulmanes.

El antepenúltimo día llegaron a Sfax, la ciudad industrial del país, luego pasarían por Souse, turística y costera por excelencia, con numerosos y lujosos hoteles. Los dos días finales fueron para Túnez capital, pasearon por la laberíntica Medina que es la parte antigua, y el museo del Bardo, el más importante en arte romano. Se dejaron la mitad de las suelas de los zapatos recorriendo Cartago de la que, en realidad, sólo quedan piedras y algunas columnas.

Para despedir el viaje, todo el grupo hizo una comida, en la que además del típico cuscús y bebida gratis a cargo de la organización, tuvieron helado de postre; Javier hizo la primera comida decente desde la indisposición del tercer día. Después del té con menta, la fotografía de rigor con los presentes, y las despedidas de los que habían intimado, al aeropuerto y hasta nunca. Adiós a los compañeros y también al país, pues

la experiencia estuvo bien pero no como para volver alguna otra vez, esa sería la conclusión final de Javier.

Habían pasado cuatro meses desde la marcha de Guillermo y por su cabeza

empezaba a anidar la hipotética idea de ir a Cuba y visitarlo. Si se atrevió a viajar a Túnez ¿por qué no al caribe?, además no había problemas de idioma – pensó.

Carlos, el dueño del Sound Body, le comentó que Guillermo había llamado en un par de ocasiones por teléfono, siempre a cobro revertido pues es carísimo pagar allí, del orden de mil pesetas minuto en una conferencia a Europa, un lujo que no está al alcance de muchas personas. También le enviaba un fuerte abrazo y saludos, y que aunque tenía su dirección le era imposible escribir, como no fuese dándole la carta a un turista español para que la sacara del país, y una vez en España la enviase por correo hasta Ávila. El servicio cubano de correos no funcionaba correctamente y se extraviaban, inclusive, las cartas que se recibían del exterior.

Al menos, a través de Carlos, había conseguido la dirección de su amigo en La Habana. A su renacido interés por todo lo relacionado con la Isla contribuyó en gran medida, por aquellas casualidades de la vida, un profesor llamado Gregorio, un exiliado cubano encargado de impartir un seminario sobre Seguridad e Higiene, al que su empresa le obligaba a asistir y que se celebraba durante varios días en el hotel Cuatro Postes.

Gregorio era licenciado en no se sabía cuantas materias, la mayoría no homologadas en España por lo que, después de haber sido catedrático de la Universidad de La Habana, se veía obligado a trabajar para una empresa privada de consultoría en Madrid. Era un romántico de la Revolución Cubana, si bien reconocía que se había degenerado, o mejor dicho, desgastado con el paso del tiempo respecto a sus ideales iniciales; todavía brillaban sus ojos al recordar aquellos primeros años de lucha contra el imperialismo. Como él muchos contribuyeron de forma desinteresada a la reconstrucción de la Patria y, según ellos, a la formación del hombre nuevo. El albañil o pintor construía o pintaba obras públicas, el médico o ingeniero impartía clases o colaboraba en proyectos de investigación, cada cual en la medida de sus posibilidades ayudaba al colectivo, todo ello además de la correspondiente jornada laboral. Eran tiempos de ilusión y esperanza en un mundo mejor, pero como todo en la vida, el ímpetu inicial fue decayendo hasta caer en el declive y la desidia; hoy el país aislado por el bloqueo y su propio empecinamiento se desangra materialmente en la necesidad de lo básico y cotidiano. Otro tema es la moral, orgullo e ideología cubana, unos la veneran y comparten, otros la detestan y los más la soportan y conviven con ella.

Lo cierto era que el profesor empezaba cada día hablando de metodología, antropología, luminotecnia, mediciones caloríficas, etc., y acababa, al mínimo interés de los asistentes, contando anécdotas de La Guerra de Cuba, del centenario de ese acontecimiento que estaba a punto de producirse y, sobre todo, de los gloriosos años sesenta. Lo narraba con la emoción de un padre que explica un cuento a su hijo, dando toda clase de detalles, nombres ilustres y fechas históricas. Habló de José Martí, de Céspedes, Máximo Gómez, del Grito de Beyle, la Paz de Zanjón, del acorazado Maine, de la dictadura de Batista y sus injusticias, de Fidel Castro y sus logros, casi les contó uno a uno los miles de maestros y médicos que había creado la Revolución. Lo que no dijo fue por qué él abandonó Cuba, ¿acaso había sucumbido al materialismo? ¿quizás el virus del capitalismo le infectó durante alguno de sus viajes al extranjero, gracias al puesto destacado que ocupaba en representación de su país?. En cualquier caso era un nostálgico revolucionario, eso sí exiliado.

Javier quedó tan impresionado por aquellas historias que aprovechaba los descansos del curso para, invitándole a un café, charlar tranquilamente con él e indagar más sobre su vida en la Isla e intercambiar opiniones políticas. Le mostró un mapa callejero de La Habana que había conseguido en una agencia de viajes, junto con numerosos catálogos de operadores turísticos que trabajan por el Caribe, y buscaron la situación exacta donde vivía Guillermo, por si lo necesitaba llegado el caso.

En los días sucesivos compró desesperadamente libros relacionados con Cuba, cualquier tema le interesaba. El primero que leyó fue “El desastre del 98” de J. Poyato, después “Cuba-España España-Cuba” de Moreno Fraginals, quinientas páginas de lectura en tres noches. “Espérame en La Habana” de J. Mach fue el siguiente, todas estas obras estaban situadas en el pasado histórico, desde los tiempos de los corsarios, pasando por la larga dominación española, hasta nuestros días. También devoró novelas como: “Y Dios entró en La Habana” de Vázquez Montalbán, “Así en el cielo como en La Habana” de J. Armas Marcelo. Posteriormente leería obras sobre la Revolución Cubana, tanto desde el punto de vista propagandístico del régimen castrista, como de los escritores disidentes exiliados en Miami; de esta forma podría contrastar información y ser más objetivo.

Su entusiasmo iba en aumento y cada vez veía más factible realizar el ansiado viaje. Durante un mes estuvo indeciso comparando precios, catálogos, posibles fechas de salida etc., el problema era que únicamente disponía de unos días libres en Navidad, que es temporada alta y las tarifas son prohibitivas, además eran fechas para estar en familia tanto él como allá en Cuba; tardó demasiado en decidirse y cuando lo hizo, llamando a la agencia para realizar la reserva, todo estaba completo, la verdad no le importó y pensó que lo mejor era dejarlo para el verano.

Sin embargo, lo que sí podía hacer era enviar una pequeña cantidad de dinero a su amigo para que pudiese pasar unas buenas Fiestas Navideñas, sabiendo que estaba tan necesitado. Siguiendo indicaciones de Carlos, que ya le había enviado cierta cantidad anteriormente, hizo una transferencia al Banco Internacional de Comercio en Cuba, de setenta dólares y ellos, previo cobro de una comisión, se encargaban de localizar al interesado, en La Habana, y hacerle llegar el dinero.

Lo consideró un pago justo, en contrapartida Javier había aprendido a dejar de lado el maldito ordenador, al menos fuera del trabajo, iba al cine de vez en cuando y disfrutaba los fines de semana tomando un par de pinchos antes de ir al “Restaurante Italiano” a comerse una de las mejores lasañas de la provincia, o quizás pasando por el “Mesón El Puente” y zampándose una ración extra de croquetas. Quién lo hubiese dicho meses antes cuando pasaba sábados y domingos pegado a su Pentium 133 con 16 Mb de memoria RAM, todo un fórmula 1 de su época, jugando con novedosos CD’S de estrategia o pilotando la avioneta Cessna de su magnífico simulador de vuelo Flight Simulator 95. También había pasado horas conectado a Canal Plus (canal televisivo de pago) empapándose de partidos de fútbol o videos musicales.

Continuando con su nueva terapia aceptó asistir a una despedida de soltero, algo impensable hasta la fecha, si bien colaboraba en cualquier regalo a compañeros o amigos, siempre tuvo a mano una excusa para no acudir a ningún tipo de celebración fuera de la empresa. En esta ocasión se casaba Ramón Peña, uno de los ingenieros de producción. La cena fue en el Bahía y antes de sentarse a la mesa todos estaban hartos de cerveza y gambas saladas, por lo que no había ninguna prisa en adelantar el festín. Eran casi las dos de la noche cuando se sirvió el último café y el homenajeado empezaba su estudiado discurso de agradecimiento. Las copas continuaron, ya con el grupo más reducido, en los bares musicales de la calle Vallespin. Finalmente, los “cinco valientes”, el novio y Javier entre ellos, se retaron a ir al club Winsor, que era una barra

americana de la Avda. José Antonio, donde unas cuantas sudamericanas esperan pacientemente a sus presas. Para ser un viernes por la noche había poca gente en el local, en una punta de la barra un camionero barrigón con una morena dominicana en sus rodillas, y en el otro extremo, justo al lado de la máquina tragaperras, un tipo con peluquín, traje y corbata aflojada para dar cabida a su nada despreciable papada, con el vaso en la mano, sudoroso, se expresaba delante de una colombiana como un agente de banca. La dueña del Club, sentada en un taburete cerca de la caja, consumía un pitillo con largas y profundas inhalaciones.

Todos se giraron al mismo tiempo hacia la puerta cuando entró el quinteto, el alboroto que hacían sobrepasaba el nivel sonoro de Dire Straits y su “Sultans of Swing”, melodía ideal para conjugar con los tonos azulados de la iluminación y los adornos de neón que había sobre los espejos y que, prácticamente, rodeaban el recinto. Las botellas de licor se multiplican bajo sus efectos y el visitante, con un golpe de vista, domina fácilmente y con disimulo toda la gama de insinuadoras ofertas que tiene a sus espaldas.

Contagiados por el clima reinante y la mirada represiva de la jefa bajaron considerablemente el tono de sus voces, esforzándose por contener las risas. El novio rebuscó en sus bolsillos las últimas cinco mil pesetas para fundirlas con sus compañeros.

-¡Cerveza para todos! – gritó. Javier saturado de alcohol pidió una tónica, era sin duda el más sereno y aún así le

pitaban los oídos y si cerraba un instante los ojos el mundo entero le daba vueltas, mejor no hacerlo. Todavía no estaban bien situados cuando dos de las tres chicas libres se lanzaron al ataque, Rosi y Chelo, colombianas también. Expertas en la materia no tardaron en adivinar cuál de ellos era el anfitrión de la fiesta.

-Hola chicos, ¿qué tal? – se colocaron estratégicamente una a cada lado. -¡Mira Ramón, te salen novias por todas partes! – dijo uno. -¿Es tu despedida de soltero? – le preguntó la más alta. -Sí ya ves, estos capullos que me han enredado… -¡A ver si lo desvirgamos de una vez! – insistía Juan, un técnico de laboratorio

que, sin duda, era el más extrovertido. -Que os creéis vosotros eso, como si no deberá estarlo ya, ¿verdad majo? –

contestó Rosi, la mulata, tocándole descaradamente la bragueta de los pantalones. Al novio se le cayó el Malboro que sujetaba entre los dedos. Javier sonreía desde

su aislamiento, apartado un metro de ellos, ni quería ni sabía como entrar en juego. Mientras, el alegre grupo seguía con la comedia, una tontería por aquí, una mentira por allá. Pasado el tiempo que estimaron oportuno las chicas fueron a por su primer objetivo.

-Bueno guapos, ¿por qué no nos invitáis a una copa? -¿Y cómo se llama la copa reina? – Juan, que era gato viejo, tenía a la mulata

rodeada con sus brazos y la iba sobando con disimulo. -Dos mil – contestó Chelo. -¡Dos mil… joder! – exclamó Ramón – sale más a cuenta pagar un “ polvo”,

¿cuánto cobráis? -Seis mil – respondieron las dos a la vez. -¡Un momento… entendámonos!. Por dos mil, ¿a qué hay derecho? – Juan

continuaba directo y al grano. -Pues no sé… podemos estar aquí charlando…, ir un rato al reservado… , si

queréis más, ya sabéis. Javier escuchaba petrificado la conversación, envidiaba el desparpajo de su

compañero, él jamás se atrevería a ser tan descarado. Pese a todo, al final la cosa

acabaría en agua de borrajas, ninguno de los presentes estaba en condiciones de satisfacer mínimamente a una mujer, ni a ellos mismos. Entre los cinco pagaron una copa a cada una, por los tres cuartos de hora que les dedicaron, y no pasaron de unos cuantos toqueteos. Los que se llevaron mejor parte: Juan con la mulata en su regazo y Ramón prácticamente incrustado entre los muslos descubiertos de la más alta, que sentada compensaba la diferencia de estatura. Los demás no dieron pie con bola.

Javier no se arrepintió de la experiencia, al fin y al cabo había roto el hielo en un tema tabú para él.

A la mañana siguiente tenía pensado levantarse tarde, y seguramente resacoso,

pero no, como cada sábado a las nueve estaba en la puerta de la panadería Don Pan, en ocasiones tenía que esperar que abriesen y siempre era de los primeros. Compraba una “pistola” integral sin sal y de regreso a casa el Diario de Ávila, alguna vez El país si le interesaba el suplemento. Desayunaba tranquilo e iba pasando las páginas una a una buscando los titulares más interesantes. El café le gustaba tomarlo en el bar del supermercado Gimesan donde al verlo entrar ya sabían que servirle, uno sólo, largo, con sacarina.

Después fue a sacar su flamante YAMAHA YZF 750 del garaje, la última adquisición gracias a sus inversiones en bolsa. A decir verdad, no era un gran aficionado a las motos, no pertenecía a ningún motoclub ni asistía a presenciar carreras del mundial de motociclismo, simplemente disfrutaba de la sensación de libertad que proporcionaba conducirla por desérticas carreteras comarcales o puertos de montaña. Ese día salió en dirección al Puerto del Pico, paró durante el trayecto a fumarse un cigarro relajadamente y se sentó a orillas del río Alberche; hacía una mañana espléndida, no demasiado gélida para principios de diciembre, contemplaba pensativo un pequeño salto de agua producido por un desnivel entre las rocas. Infinidad de manchas blancas, en las zonas más sombrías, adornaban la planicie verde hasta las primeras estribaciones de la cadena montañosa, allí el manto de nieve lo cubría todo. De vez en cuando tiraba una piedra al agua, intentando hacerla planear, era difícil pensar que en Cuba debían estar igual que en pleno verano, a 25º. Se esforzó en imaginar a Guillermo en pantalones cortos, camiseta de tirantes y sandalias, desgarbado, soportando el calor tropical estoicamente como en los documentales de países latinoamericanos que salían por televisión.

El veintitrés, víspera de Nochebuena, emprendía el camino hacia Tarragona, tenía

nueve días de vacaciones. Cargó el equipaje en el maletero de su Opel Kadett y al cerrar el portón trasero observó unos cuantos arañazos en la pintura, algunos de ellos llegaban hasta la chapa, pensó que quizás era hora de cambiar de coche, sólo tenía cinco años pero ciento y pico mil kilómetros, además vendiendo unas cuatrocientas acciones de Telefónica, con las que ya había ganado un 60%, la compra quedaba cubierta; por otra parte se le empezaba a acumular dinero en el banco y con los intereses a la baja, más impuestos, se iba perdiendo poder adquisitivo. Una de dos o se invertía en renta variable, asumiendo un cierto riesgo, o simplemente se gastaba.

Al coincidir con la operación salida de un periodo vacacional y con el tráfico existente por la M-40 en Madrid y la N II dirección Barcelona decidió pasar por Segovia, Soria, y Zaragoza, de allí por autopista hasta Valls y Tarragona; perdía media hora en circunstancias normales, pero se libraba de un posible atasco con lo que compensaba, con creces, el retraso. Puso una cinta de cassette de Bon Jovi y partió, a primeras horas de la mañana, dispuesto a realizar el viaje tranquilo y sin prisas, no tuvo elección pues había nieve y hielo por esa zona y era peligroso correr o andar nervioso.

Le gustó ver Segovia cubierta de pinceladas blancas, una imagen insólita ofrecía el Acueducto con un palmo de nieve entre sus arcadas, parecían “chorreones” de nata deshaciéndose. A su paso por el Puerto del Madero, en Soria, tuvo que aminorar la marcha y conducir con sumo cuidado, seguramente si hubiese pasado horas antes, habría tenido que poner cadenas ya que había mucho hielo.

En la gasolinera Casablanca, pasada Zaragoza, paró a comer un poco y tomar un café, sobre las cuatro llegaba a casa de sus padres. El recibimiento calcado de cada año.

-¡Javier, qué alegría volver a verte! – su madre lo abrazó. -Hola mamá, ¿cómo estás? -Muy bien hijo, pero ¿y tú, qué tal el viaje? - Algo cansado, he pasado por la general de Soria para evitar atascos en Madrid,

pero he encontrado nieve. ¿Y papá? -Está en el baño, ¡Pedroooo! – gritó Luisa, su madre, una murciana afincada en

Cataluña desde hacía treintitrés años, la típica ama de casa todo el día en bata y zapatillas, mirando telenovelas e intentando reprimir sus ansias de “picar” en la nevera.

-¿Cómo te va hijo? – dijo su padre abrochándose el cinturón. Era un funcionario de correos a punto de acogerse a la prejubilación, hombre de pocas palabras.

-Me has cogido en mal momento, estaba en el servicio... -Estoy bien, muy bien – interrumpió Javier -. ¿Vienen todos a la cena de mañana,

no hay nadie enfermo?, el año pasado Raquel tenía la gripe, ¿no? -Sí, creo que sí, pero ahora estamos todos sanos, gracias a Dios – Luisa se

santiguó. -¿Quieres comer algo? ¿ tomar un cafetito? -No ya he comido, prefiero darme una ducha y estirar un poco las piernas, estoy

agarrotado de conducir tantas horas. Bajó las viejas escaleras de granito, ennegrecidas por el paso del tiempo, hasta el

portal de entrada. Siempre notó el mismo olor a humedad. Podían pasar años, pero en cuanto volvía a pisar esa casa era como si hubiese estado cada día, sin haberse marchado jamás de allí; reconocía cada uno de los desconchados de la pared del primer piso, el óxido del pasamanos del segundo y el tufo inconfundible a cerrado, a ladrillos enmohecidos que habían visto pasar a tres generaciones. La casa de dos plantas y entresuelo estaba situada a mitad de la calle Unión, (antigua Hermanos Landa), Javier decidió subir en dirección La Rambla, había oscurecido y las luces navideñas adornaban hasta donde alcanzaba la vista. Los escaparates también estaban más iluminados que de costumbre y por algunos misteriosos altavoces, nadie sabía bien dónde estaban colocados, sonaban interminables villancicos encadenados. Podían verse abetos repletos de estrellas y bolitas de colores, algún Papá Noel, unos estáticos otros en movimiento, repartiendo caramelos a niños y no tan niños. La gente, como en todo el mundo, parecía más alegre y feliz que el resto del año, una auténtica hipocresía si se quiere.

Caminaba intentando esquivar los continuos e involuntarios encontronazos que la avalancha de personas, en dirección contraria, le iba propinando. Quizás era él quien andaba equivocado.

Se detuvo a la altura del hotel L’Auria, delante había aparcado un flamante Rover Coupé color rojo, le fascinó – voy a cambiar de coche – pensó. Siguió con paso cansino hasta la Plaza de la Font, donde vivía su hermana, y se dispuso a cumplir con otro de los protocolos establecidos de presentación, alzó la vista y pudo ver un gran rótulo iluminado que decía “Bon Nadal” (Feliz Navidad).

Tres días de excesos gastronómicos, empachos de turrón y resacas de cava cansan a cualquiera, Javier agradeció un día normal, con ensalada de atún y pollo a la plancha. Como era laborable, puso el teletexto del televisor para seguir la evolución de la bolsa, aunque no lo hacía de forma continuada, sí le gustaba llevar un cierto control. Quedó perplejo, estaba subiendo un 3% el índice general y un 9% sus acciones de Telepizza. Había ganado un millón de pesetas en apenas un mes, era un buen momento para vender algunas y realizar plusvalías.

Contento salió decidido a darse una vuelta por los concesionarios de automóviles y empezar a soñar con algún nuevo modelo. Fue hasta las afueras de Tarragona, por la carretera de Valencia, que es donde están ubicados la mayoría, visitó la Renault, la Fiat y finalmente la casa Citroën. Tomó buena nota de modelos y precios, pero no se decidiría hasta su regreso a Ávila, le interesaba comprarlo y matricularlo allí.

Sin poder evitarlo llegó el 31 de diciembre, Nochevieja, y de nuevo a los abusos:

cena copiosa, bebida en abundancia y, al igual que otros años, reunión familiar hasta las doce campanadas, después cada cual se lo montaba a su aire. Había quien se enganchaba a la televisión hasta las tantas y los que decidían acabar la noche en alguna fiesta popular o local de la ciudad.

-Javier, ¿has visto la nueva zona del puerto deportivo? – le preguntó su hermana. -No, no la conozco todavía. -Pues hay mucha animación, sobre todo por la noche, cantidad de bares musicales

uno pegado a otro, prácticamente tocándose, yo no sé como lo hacen para no mezclar los diferentes tipos de música, porque hay varios ambientes ¿sabes?, de verdad que vale la pena.

-Pero si antes sólo había un par de heladerías y una terraza – contestó. -Ya te digo, no lo reconocerías. Hoy sería un buen día para ir, seguro que habrá

una marcha increíble, yo porque con esto – señaló a su hijo pequeño – no puedo salir a ninguna parte, ¡qué si no verías tú!

Javier se animó y convencería a Raquel para que dejase a su marido acompañarle, a éste le encantó la idea. Decidieron dejar el coche e ir andando, desde la calle Unión quedaba relativamente cerca, fue un acierto pues el aparcamiento interior estaba completo y en el paseo marítimo la cola de vehículos estacionados llegaba a tener dos kilómetros en dirección a las playas. El recinto sufre por la noche una metamorfosis total, durante el día cierran los locales y el movimiento es el propio del amarre de embarcaciones de recreo, lanchas y pequeños yates, pero cuando oscurece se transforma en la zona lúdica más importante de Tarragona. Estaba repleta de gente, no cabía un alma, dieron una vuelta por la parte alta, la que está a nivel del paseo y donde se encuentran las terrazas, heladerías y restaurantes; después bajaron por unas escaleras interiores hasta el propio embarcadero donde está toda la serie de locales de ocio. Fueron inspeccionando de izquierda a derecha, entrando unos segundos en algunos de ellos, era imposible llegar a la barra, la mayoría tenían nombres caribeños: Malecón, Cayo Largo, Habana, Boca chica, etc., y la música era principalmente latina, otros locales eran más vanguardistas con estilos discotequeros esencialmente. Especial atención les mereció uno llamado Planet, en el centro había una tarima redonda en la cual bailaba un “boy” , es decir un chico de cuerpo esbelto y modélico que, en bañador ajustado, actuaba como reclamo, en ocasiones son chicas las que exhiben sus encantos.

Javier optó por el clima cubano que le ofrecía Malecón, del techo colgaban infinidad de banderitas de la República de Cuba alternándose con propaganda, en forma de botellas de cartón, de la marca de ron Havana Club, se fijó en el detalle del nombre comercial, estaba escrito con “v”. También había un gran mural pintado sobre una pared

que simulaba las coloridas fachadas del Malecón habanero. Tuvieron que esperar lo suyo para que les sirvieran un mojito, especialidad de la casa que se compone de: ron blanco, zumo de limón, azúcar, soda, hielo picado y hierbabuena. Entre el tumulto de improvisados salseros, destacaba una pareja que, por su forma de bailar y sus rasgos físicos, debían de tratarse de animadores contratados originarios de la Isla y, según supo después, los días laborables, a las once, enseñaban a bailar gratuitamente a los espontáneos asistentes. Pensó en volver en otra ocasión y aprender unos elementales pasos de salsa.

A la segunda copa ya estaban en igualdad de condiciones que el resto de personal, de vez en cuando su cuñado saludaba algún conocido o es que esa noche todos lo eran, pues acabaron la fiesta entre besos, abrazos y mutuos deseos de felicidad y prosperidad. “Feliz Año Nuevo” era la frase que iba de boca en boca.

Al día siguiente Javier acudió nuevamente al local, esta vez solo, aunque también

era festivo, 1 de enero, no había demasiada gente, quizás por los excesos del día anterior, pero él no tenía otra opción puesto que en veinticuatro horas emprendería el regreso a Ávila.

Observó a la joven animadora sentada al fondo, cerca de la cabina del disc-jokey. Se acomodó cerca de ella.

-¡Perdona! me han dicho que enseñas a bailar salsa, ¿es cierto? -Sí, estamos esperando un momento a que llegue más gente, ¿te gustaría

aprender? – le preguntó la muchacha, una cubana de veinticuatro años, de escultórico cuerpo y cabello negro azabache bien recogido.

-Bueno sí, lo mínimo para no hacer el ridículo si voy a Cuba – contestó Javier. -¿Vas a Cuba?. ¡Qué suerte chico!, yo hasta junio no podré, tengo contrato por

seis meses aquí – hizo una pausa para mirase el reloj – dentro de un momentico empezamos, por cierto me llamo Lolita, encantada.

-Igualmente, … soy Javier. Acababan de llegar dos parejas, que al parecer no era el primer día que asistían,

saludaron y se dispusieron a seguir a la experta que se colocó unos auriculares con micrófono incorporado, con el cual iría marcando los pasos por encima del nivel de la música.

-¡Un, dos… un, dos, tres! ¡Otra vez, la cintura suelta! ¡Un, dos… un, dos, tres! El escaso público que había en la barra, sonreía ante las torpezas de los noveles,

entre ellos Javier claro está. Ávila se encontraba más nevada que cuando se marchó, los puertos de La

Paramera, Peña Negra y El Pico, cerrados y cadenas en Villatoro. Los últimos veinte kilómetros desde Villacastín se le hicieron eternos, era puro hielo y realizó el trayecto, prácticamente, a cámara lenta.

Odiaba volver al trabajo después de un periodo de vacaciones, desconectaba hasta tal punto que no recordaba las tareas que dejaba pendientes. También empezaría a entrenar fuerte en el gimnasio, ansioso por perder los dos kilos de grasa acumulados durante las fiestas. Se tomaría tan a pecho el entreno y la dieta que para mediados de febrero estaba en una forma increíble, perdió cintura y ganó masa muscular, incluso durante unos días estuvo tentado de volver a competir, pero sabía lo duro que era y el coste económico que suponía en suplementos, sin contar con el riesgo físico si se toman sustancias químicas, imprescindibles para ser competitivo a nivel nacional, sin ellas no hay nada que hacer; al final desechó la idea y se conformó con lucir un buen cuerpo de cara al verano y al deseado viaje.

Finalmente le llegó el coche, había optado por un Renault Megane coupé, tuvo

que esperar casi dos meses pues era uno de los primeros modelos que salía al mercado y el color que escogió, amarillo canario, no había entrado todavía en la línea de producción. Tanto lo deseó, que ya lo había saboreado y disfrutado antes de tenerlo, aunque fuera por catálogo.

El primer fin de semana que contó con el vehículo se fue a probarlo a la Peña de Francia, provincia de Salamanca. Por las largas rectas existentes en la carretera del Barco de Ávila alcanzó fácilmente 160 km./h, no se atrevió a más ya que no era autovía. De Béjar a La Alberca, pasando por Miranda del Castañar, pudo simular a un piloto de rally, el puerto de Las Batuecas fue un campo de pruebas perfecto: curvas, contracurvas, asfalto en mal estado, etc. Cuando llegó a lo alto del Mirador la vista era casi aérea, a un lado Extremadura, al otro Castilla y León y al fondo, en el horizonte, la majestuosa torre del Homenaje en Ciudad Rodrigo. El regreso lo efectuó por la nacional de Salamanca y se le hizo de noche a la altura de Peñaranda, ahora conducía relajado, disfrutando de la suavidad del motor y la comodidad del coche, como en el anuncio televisivo, únicamente le faltaba una guapa acompañante a su lado -. ¿Y por qué no? – pensó.

Últimamente, por extraño que le pareciese, empezaba a sentir cierta necesidad de compañía, de mujer se entiende, seguramente influía en ello el volver a salir al mundo de los mortales, primero con Guillermo y después en Tarragona. Hasta entonces, desde la muerte de Cristina, sólo se había preocupado de trabajar y llevar una vida de acérrimo culturista, es decir, comer, entrenar, y descansar. Volvía a sentir las ansias de juventud pero, con el paso de los años, había olvidado las estrategias en el arte de “ligar” y se le acrecentó el sentido de la vergüenza y la timidez.

A la vista tenía ya las iluminadas murallas y por su mente iba anidando una idea - sólo existe una forma de tener compañía femenina sin pasar por los filtros que te marca la sociedad, ¡pagando! –. Mientras cenaba un ligero sandwich “Maspalomas” iría ultimando los detalles, volvería al Winsor y esta vez solo. Una segunda cerveza acabó de templarle los ánimos.

Aparcó su reluciente “deportivo” delante mismo de la entrada sobre la cual descansa un rótulo de neón con letras blancas y fondo azulado. Abrió una primera puerta y después una segunda, que añadía misterio a la clientela. Había algunas personas más que en la última ocasión, avanzó con paso inseguro hasta un taburete vacío sintiéndose observado por cientos de ojos cuando en realidad nadie lo miró, al menos por el momento, tendría tiempo de pedir un gin-tonic y encender un cigarro.

-¡Hola guapo, soy Chelo!, ¿buscas compañía? -No cabe duda de que sois rápidas y directas aquí ¿eh? – Javier contestó sin

mirarla a la cara. -¿Tú ya has estado antes, verdad? - la chica se sentó a su lado. -Sí, una vez hace cuatro o cinco meses, ¿se lo preguntas a todos o es que tienes

memoria de elefante? -De los chicos jóvenes y guapos me acuerdo siempre. Se acercó más y le puso una

mano sobre la rodilla y la otra en el hombro izquierdo, él nervioso jugaba con el vaso de tubo y expulsaba constantes bocanadas de humo alzando la cabeza. Entablaron una conversación de conveniencia en la que él explicó, de forma resumida y desvirtuada, su pésima vida amorosa haciéndose pasar por un novio abandonado. Ella le contaría las necesidades que tenía de enviar dinero a su madre enferma, allá en Colombia. Ni uno ni otro decía completamente la verdad, no obstante Javier se sentía reconfortado teniendo a una mujer hablándole al oído, rozándole, en un sutil juego de atracción y forzada

simpatía. Al rato se encontraba mucho más relajado y seguro de sí mismo, pero el reloj corría implacable y las dos mil pesetas de la copa de Chelo no daban para seguir eternamente, no por ella quizás, sino por la mirada inquisidora de la jefa.

Llegaba el momento decisivo, ir más allá, … seis mil, pagar otra copa o educadamente quedar para otro día. Optó por esto último. Había quedado satisfecho con un primer contacto de acercamiento, de hecho buscaba el calor humano más que el puramente sexual.

-¿Vendrás mañana? – preguntó ella. -Es un mal día el domingo, tengo que levantarme temprano el lunes, hay que

trabajar – contestó él aún sabiendo que volvería. -Quedamos tempranito hombre, te espero a las diez, ¿vale? – le despidió con un

cariñoso beso en la mejilla. No tuvo duda, al día siguiente, con puntualidad inglesa, entraba en el local. Se

sentó casi en el mismo lugar, miró a su alrededor y en un primer momento no vio a Chelo, después pudo distinguir sus botas de piel negra sobresalir detrás de una columna. Al instante se le acercó una mulata de ojos saltones y una delantera de descomunal calibre que desentonaba totalmente con su diminuto cuerpo.

-Buenas… ¿puedo sentarme a tu lado? – ya lo había hecho. -Verás yo… estaba buscando a… Chelo, creo que se llama – contestó con reparo

por el rechazo que suponía. -Sí mi amor, no hay problema. -Se levantó sonriente y sin molestarse lo más mínimo fue directa hasta donde

estaba su compañera, le dijo alguna cosa al oído y a los pocos minutos Chelo dejaba a su acompañante dirigiéndose hacia Javier.

-¿Qué tal? ya estoy aquí – le besó. -¿Estabas ocupada, no? -Tranquilo, hace rato que me lo quería quitar de encima, ¡es un plomo de tío!,

además ahora irá mi amiga. Después de hablar del tiempo y la noticia de la chica que habían encontrado

muerta en su casa, en el Paseo San Roque, y de una sobredosis, Javier tomó la iniciativa.

-Hoy prefiero ir al reservado…, bueno quiero decir a la habitación. -¡Perfecto mi amor! – contestó ella – ya sabes son seis mil por adelantado, si no la

dueña no me da la llave. Sacó discretamente el dinero y apuró su vaso. La siguió por unas escaleras hacia

el sótano donde había un pasillo con varias puertas, ella abrió una, la primera a la derecha.

-¡Pasa… por aquí por favor! -No sé porqué siempre imaginé que las habitaciones estaban en un segundo piso y

no bajando a un sótano – dijo él. -Ya sé porque lo dices, en este “mundillo” existen dos frases hechas: “ir de

putas” en lugar de decir… ir de alterne a un club o barra americana, y “subir a echar un polvo”, ¿te das cuenta? siempre se dice “subir” y no “bajar” – mientras hablaba iba desnudándose - ¡Quítate la ropa hombre!

Javier tembloroso empezó por la camisa, observó la habitación, había una cama de matrimonio, una mesilla con una diminuta luz roja y un televisor por donde una deteriorada película porno había pasado una y mil veces, al fondo un pequeño aseo.

-¡Anda mi madre, que cuerpazo tienes! – exclamó ella – vestido se te ve bien, pero no aparentas tan musculoso, ¿haces pesas o algo?

-Sí, practico culturismo, ahora estoy ligero de peso, si me ves con ochenticinco kilos no me reconoces.

-Con un chico así, habría que hacerlo gratis – dijo riendo. Lo cogió de la mano y lo llevó al baño. -Bueno mi amor… tengo que lavarte la “pirula” . -¡Pero si me he duchado antes de venir! – protestó él. -Lo siento, son normas de la casa. Javier se moría de vergüenza, se sintió incómodo y ridículo. Ella sostenía su pene

a la altura del lavabo mientras esperaba que saliese el agua a la temperatura adecuada, lo enjabonó, lo frotó y lo aclaró.

-¡Ves, ya está! – le acompaño hasta el catre. Estaba KO, la experiencia higiénica había acabado por ahogar las ya, de por sí,

precarias expectativas de éxito que llevaba. Su miembro, flácido como un globo deshinchado, parecía desconectado de su

sistema nervioso, no reaccionaba. -Tranquilo cielo, esto le ocurre al más pintado – intentaba calmarlo. -¡Joder, ya sabía yo que pasaría esto! – se enfureció, le horrorizaba que quedase

en entredicho su virilidad. Chelo se esforzaba con caricias y masajes, pero nada, se quedó con el condón en

la mano. Probaron diversas posturas: encima, debajo..., pero su pene no conseguía una plena erección, si acaso un leve endurecimiento, insuficiente para poder realizar un coito en condiciones.

-Voy a hacerte algo que no tengo costumbre hacer con cualquiera, ¿eh? y menos sin preservativo.

La colombiana acercó su boca al miembro viril y comenzó a trabajar, primero con su rasposa lengua le regaló suaves y cortas friegas, luego la felación fue completa se la introdujo hasta la garganta con acompasados “chupetones”. Parecía que iba surgiendo efecto, él contemplaba la escena a unos centímetros, miró sus pechos colgantes como ubres, sus pezones marrón oscuro, grandes, los más grandes que había visto jamás. Se imaginó con un pene largo y duro para poder vengarse de su fracaso anterior, que pudiese ¡penetrarla! ¡desgarrarla! por dentro, pero…

-¡Ahggg… ¡ - se le escapó un gemido y se corrió sin ver realizado su sueño. -Al final has podido, ¿no? – le animó ella. -Follar, no hemos follado que digamos… lo siento, pero no estoy acostumbrado a

estas situaciones – se excusó él. -¡Qué más da de una forma que de otra!, además te has llevado un premio mayor

– empezó a vestirse – en serio, para una chica es más difícil “chupársela” a un tío que abrirse de piernas y dejarse hacer, y mientras tanto una pensando en la compra de mañana.

Javier no contestó, pero en lo más profundo de su ser estaba herido, indignado consigo mismo.

Durante un tiempo no apareció por allí y cuando lo hizo tendría la sorpresa, para bien o para mal, de que Chelo ya no trabajaba en el local. Según le dijo Rosi, una compañera, se había marchado a un Club de Vigo. Las chicas que se dedican a la prostitución raramente están más de dos años en el mismo lugar, van trasladándose de un sitio para otro, ofreciendo así variedad a la clientela.

Javier tuvo, de marzo a junio, otra nueva recaída de su “síndrome pro-Cuba”,

buscó más literatura relacionada con la Isla, leyó incluso poemas de José Martí y recopiló catálogos turísticos actualizados de la temporada primavera- verano 1997.

No quería que le sucediera lo de la última vez y dos meses antes ya tenía hecha la reserva del viaje, previo pago de un 25% como anticipo. A través de Carlos recibió el agradecimiento de Guillermo por el dinero que le envió por Navidad. Javier por su parte, aprovechando el mismo conducto, le hizo saber que en julio iría a visitarlo.

Parecía que todo le iba de cara, en el trabajo le aumentaron el sueldo después de

tres años de no hacerlo, y la bolsa seguía proporcionándole beneficios constantemente. Vendió sus participaciones en un fondo de inversión japonés justo antes del desplome de la economía asiática, un golpe de suerte, novecientas mil pesetas limpias en cuatro meses habiendo arriesgado un millón, lo que no sabía es que hubo gente que no vendió a tiempo y lo perdió casi todo. En cualquier caso, lo suyo con lo de la renta variable era una auténtica locura. Durante cinco años había ahorrado con su trabajo unos cuatro millones y ahora tenía doce en el banco, y seguían subiendo por arte de magia. Lo veía tan fácil que no concebía la idea de que hubiese personas que no invirtiesen en bolsa. ¡Cómo podían estar tan ciegos y desconectados del mundo! – pensó.

Por fin llegó el verano y con él, el esperado día ”D” hora “H”.

CAPITULO III

Un empleado del Parking Vip estaba esperándole para recoger su vehículo, por el “módico” precio de quince mil pesetas lo custodiaban nueve días, devolviéndotelo limpio como una patena, en la misma puerta de salida, a la llegada del vuelo. No le agradaba la idea de dejar su coche nuevo a la intemperie en el aparcamiento general del aeropuerto.

Un sábado, a las once de la mañana y en el mes de julio, Barajas podía ser una auténtica trampa, el caos generalizado se respiraba en el ambiente, finalmente dio gracias a Dios ya que los retrasos sólo llegaron a cuarenta minutos. La terminal internacional era un hervidero de gente y el nerviosismo contagioso. Javier facturó dos grandes maletas, apurando al máximo los veinte kilos permitidos, de hecho su equipaje hubiese ocupado escasamente una, pero iba cargado de regalos para Guillermo y su familia; sobre todo llevaba medicinas, ropa, productos para la higiene, caramelos y una pelota de fútbol para David, también puso cantidad de latas de atún y barritas energéticas para su uso personal, no fuera que faltase proteína en la dieta.

Como equipaje de mano llevaba una bolsa, propaganda de la agencia de viajes, con más comida para el viaje, las cosas de valor y unas cuantas revistas de culturismo que, a buen seguro, entusiasmarían a Guillermo y que pesaban como mil demonios.

Jamás había volado tantas horas seguidas y estaba algo tenso por lo que hizo lo acostumbrado en estos casos: llenó el estómago en la cantina, tomó media botella de

vino y se fumó un cigarro con su café largo con sacarina. Después se encontró mucho mejor.

Por la puerta 34 accedió al “coloso” DC-10 de Iberia, su reserva le colocaba al lado del pasillo, no tendría buena vista pero sí comodidad a la hora de levantarse para ir al servicio o cualquier otra necesidad. Un grupo de asturianos armó gran alboroto al acomodarse y poner en orden sus pertenencias en los maleteros superiores, eran gente joven en su mayoría que empezaban la fiesta antes de tiempo, una amable azafata les llamó la atención en un par de ocasiones.

El “monstruo” se elevó con la misma aparente facilidad que lo hace cualquier otro avión más pequeño, al menos él no notó diferencia alguna. Empezaban a servir la comida cuando divisaron las primeras estribaciones de la costa, habían recorrido media España y cruzado Portugal en un abrir y cerrar de ojos. Tiempo tendría de cansarse de ver agua y más agua.

Tras el almuerzo los pasajeros parecían haberse puesto de acuerdo en guardar silencio, algunos hicieron una siestecita. La tranquilidad reinó unas tres horas, Javier seguía el argumento de una película policiaca a través de unos auriculares conectados a su asiento.

Coincidiendo con el final de la proyección el aparato atravesó una zona de turbulencias que obligó al pasaje a abrocharse el cinturón de seguridad, algunos vasos de plástico cayeron al suelo y hubo una cierta preocupación al principio, pero después se acabaría agradeciendo el rítmico traqueteo que, haciendo las veces de improvisado masaje muscular, relajaba sobrecargadas piernas y doloridas espaldas. Las manecillas del reloj parecían no querer avanzar y el aburrimiento empezó a hacer mella en el personal, Javier aprovechó para atrasar en su “Lotus” las seis horas de rigor y adecuarse al nuevo horario insular.

En un momento dado la gente se amontonó hacia la parte izquierda, tenían a la vista la costa cubana. Una larga y estrecha lengua de tierra se adentraba en el mar, era la península de Hicaros y sus playas de Varadero. Desde las alturas el juego de tonalidades azules era un espectáculo, desde oscuros marinos, pasando por verdes turquesas, hasta llegar casi a la transparencia mezclándose con la blanca arena de la orilla. Las cabezas se agolpaban de dos en dos por las diminutas ventanillas del DC-10. Se distinguían fácilmente aquellos viajeros que era la primera vez que visitaban Cuba de los que ya la conocían, la inquietud de los primeros los delataba, al final en la cola un grupo de cubanos, de los pocos que tienen la suerte de poder salir del país, ni siquiera se inmutaban, Javier al ir solo reprimía sus impulsos.

El comandante de la aeronave anunció que en quince minutos aterrizarían en La Habana, fueron virando hasta dejar la ciudad a la derecha al tiempo que descendían lentamente, más que volar parecían planear. Cuando las ruedas tocaron tierra todos aplaudieron instintivamente como colegiales en una excursión de final de curso y, haciendo caso omiso a las indicaciones, empezaron a sacar sus bolsas de los maleteros.

El aeropuerto era realmente pequeño si se comparaba con El Prat o Barajas, no se percibía un gran movimiento ni demasiado volumen de pasajeros, y menos mal pues pronto comprobaría que se encontraba en un país en el que no existen las prisas. Será la organización, el clima, sus costumbres o el férreo control policial, el caso es que para pasar por aduana tardaron una hora, es decir, un 10% del tiempo total del trayecto desde España, es increíble pero cierto.

-¿Va usted al hotel Riviera? – preguntó el policía ojeando sus documentos. -Sí señor, tres días, después voy de circuito. -Veo que es la primera vez que visita Cuba. ¿Así pues de turismo, no? -Sí, de vacaciones… un poco de playa y conocer el país – contestó Javier.

-Muy bien, que tenga usted una feliz estancia en la Isla – dijo el funcionario alzando la vista de los papeles.

En la recogida del equipaje facturado tampoco había prisa. La rapidez sólo hizo acto de presencia al salir por el vestíbulo principal donde decenas de “maleteros”, ofrecían sus servicios para acompañar al viajero hasta el taxi o autobús, disputándose las presas entre ellos. Fuera personas, ya no autorizadas por el gobierno, te ofrecen coche, habitación o simplemente te piden el macuto que llevas, propaganda de la agencia de viajes y que le haría un gran favor a sus hijos en la escuela. La policía interviene esporádicamente cuando el acoso se hace insoportable, ahuyentando a los pobres desgraciados hasta mejor momento.

Un agente de Iberojet esperaba en la puerta de salida a Javier y el resto de contratados.

-¡Iberojet, pasajeros de Iberojet aquí! – gritaba mostrando un portafolios con el logotipo de la empresa.

Al instante un corro de gente le rodeó, pasó lista y les indicó el número de autocar que debían coger.

-¡Veinte, el número veinte! saliendo a la derecha, allí les espera un guía que les acompañará a sus respectivos hoteles. ¡Buen viaje señores!

Javier gastó su primer dólar: la propina al esforzado maletero que, prácticamente sin pedir permiso, le llevó el equipaje. Eran las seis de la tarde cuando salían del aeropuerto y curiosamente el cielo se cubrió de negros nubarrones en unos momentos, a pesar de que minutos antes lucía un sol espléndido. Durante su estancia comprobaría como en esa época del año, casi a diario al atardecer, se generaba un aguacero que parecía el final del mundo para en una hora, máximo dos, se alejara tan rápido como vino.

Los barrios periféricos de La Habana le causaron un gran impacto, le parecieron desoladores, todo tenía un color grisáceo, triste. La pintura brillaba por su ausencia o, en el mejor de los casos, eran restos descoloridos lo que quedaba de la decoración de una hermosa ciudad. Vio persianas rotas, ventanas sin cristales y de repente empezó a llover, primero de forma tímida, después torrencialmente. Una mujer negra movía presurosa sus 90 kilos enfundados en unos llamativos shorts elásticos, color “fosforito” , cubriéndose con una bolsa de plástico y arrastrando de la mano a un niño llorón que no quería cruzar la calle. En un solitario semáforo una vieja moto con sidecar y tres personas a bordo les alcanzó por la izquierda, por la derecha una camioneta de museo llevaba el remolque repleto de jóvenes que regresaban del trabajo.

Eran grandes y anchas avenidas que, con un poco de imaginación, podías intuir bellas en su tiempo si los jardines y aceras estuvieran cuidadas. Con el escaso tráfico existente y los modelos de vehículos que circulaban parecía una ciudad americana de los años cincuenta. Javier se preguntó una y mil veces como se las arreglaban para hacer funcionar aquellos obsoletos y destartalados coches, los más novedosos eran “Ladas” rusos.

Lo mejor conservado, eran sin duda, las grandiosas pancartas y consignas revolucionarias que parecían vallas publicitarias sólo que, en lugar de anunciar tabaco o licores, exhortaban al patriotismo. “Socialismo o muerte”, “Venceremos compañeros”, “Vivo en un país libre”. Un gran retrato del “Che” presidía la Plaza de la Revolución.

Sobre las siete llegaba al hotel Riviera, flanqueado por el Malecón a un lado y el lujoso Meliá Cohiba al otro. Había dejado de llover y pronto luciría de nuevo el sol, sin embargo su reloj biológico le decía que era la una de la madrugada y estaba agotado por el viaje. Como no había concretado con Guillermo el día y hora de su llegada, por

posibles cambios en el último momento, decidió pasar por su casa a la mañana siguiente, una vez instalado y reposado.

Entró al vestíbulo del hotel, era grandioso cabrían perfectamente dos pistas de baloncesto, a la derecha cerca del bar una joven tocaba tristes boleros al piano, en el centro había un jardín de interior, con plantas naturales y artificiales, rodeado por numerosos sillones de piel color rojo. Espectaculares murales pintados en relieve decoraban todo el recinto, si bien era un hotel histórico, construido en tiempos de los americanos, se había reformado varias veces, sobre todo la parte baja, pues en más de una ocasión el mar embravecido traspasó el muro del Malecón inundando la carretera y los bajos de los edificios colindantes.

Después de pasar por recepción un “botones” lo acompañaría a la cuarta planta, así gastó su segundo dólar. Sin llegar a ser una suite, la habitación era amplia y confortable, ordenó sus pertenencias y tras una reconfortante ducha subió al ático donde estaba ubicado un restaurante panorámico. A las nueve abrieron el comedor, de nuevo sin prisas le sirvieron su pollo con arroz, más que hambre tenía sed y pidió su segunda “Cristal” . Si bien el vino es escaso y caro, la cerveza cubana es de muy buena calidad.

Salió a la terraza a fumarse un cigarro y reflexionar sobre el hecho de estar allí, pensó lo fácil que era ir de una parte del mundo a otra, unas horas antes desayunaba en España y ahora cenaba en Latinoamérica, imaginó la distancia en el mapa mundi, todo un milagro.

Había oscurecido y divisaba gran parte de la ciudad, desde luego La Habana de noche no es París, pero podía distinguir claramente unas zonas más iluminadas, otras diríase que a oscuras, sólo los majestuosos hoteles marcaban el contrapunto en la lejanía. El mar estaba un poco alterado después de la tormenta y pudo escuchar el sonido de las olas al romper contra las rocas a la vez que sentía en su rostro la brisa marina.

Se levantó temprano y bajó a desayunar, en esta ocasión en el restaurante de la

planta baja, se alegró de que fuera buffet libre así podría comer a sus anchas huevos cocidos como proteína y abundante fruta para darle energías, nunca tuvo suficiente con la típica tostada con mantequilla. Eran las nueve de la mañana y lo consideró demasiado pronto para presentarse en casa de su amigo, teniendo en cuenta que era domingo. Salió a pasear e inspeccionar los alrededores, no había cruzado la carretera cuando dos jóvenes, de unos catorce o quince años, le abordaron.

-¿Español, italiano?... ¡Amigo, amigo! - gritaron. No tuvo más remedio que parar. Le vendían de todo, aunque no tenían nada,

podían conseguir cualquier cosa, al menos eso decían. También, si la ocasión se prestaba, pedían tabaco, chicles y al final, con descaro, algún dólar. Javier les dio un cigarro y un billete para los dos. Pronto aprendería a seleccionar y controlar su generosidad, de lo contrario era imposible caminar por la ciudad, entrando fácilmente en banca rota.

Paseó un rato bordeando por completo la manzana, esporádicamente alguien le volvía a llamar la atención.

-¿Taxi, amigo? ¿Español?, ¡yo tengo familia en España! Todo el mundo en Cuba dice tener un familiar o amigo español, lo cierto es que

aprovechan cualquier ocasión para entablar conversación y enseñarte orgullosos sus amarillentas libretitas, con decenas de nombres y direcciones de turistas españoles o italianos, todos son amigos, grandes amigos, a los que no volverán a ver nunca jamás. Javier optó por no contestar, en lo posible, sólo negar con la cabeza y así no delatar su

nacionalidad. De hecho, ser español puede ser una ventaja o inconveniente en Cuba, depende como se mire o, mejor dicho, de la prisa que se tenga.

Paró en el Centro Vasco a tomar un café, sintió curiosidad por el nombre, ¿habría un Centro Catalán o Gallego?. Volvió al hotel a buscar la bolsa que tenía preparada con los regalos y subió a uno de los Turitaxis estacionados en la puerta, que son casi los únicos coches modernos que pueden verse en la Isla. Incluso los taxis para cubanos (color amarillo) son, en su mayoría, modelos soviéticos. Cinco dólares le costaría hasta la calle Neptuno. Conforme el vehículo iba dejando atrás El Vedado y adentrándose en Centro Habana pudo distinguir claramente el cambio urbanístico, las grandes casas señoriales y palacetes, ahora semiderruidos pero antaño símbolo de los nuevos ricos, daban paso a un enjambre de calles cuadriculadas mucho más populares y que, en su día, fueron de la clase media, pero que hoy ofrecían un aspecto deprimente. Le pareció como si una extraña plaga hubiese arrasado la zona o quizás una catástrofe natural, era el escenario perfecto para el rodaje de una película sobre la guerra de Bosnia, únicamente faltaría un francotirador apareciendo por una de las tantas ventanas rotas.

En domingo y a las once de la mañana apenas se veía gente deambulando, unos niños sentados en las aceras y alguna mujer tendiendo ropa en los balcones, una lo hacía en la misma calle.

Apenas dejaron la calle San Lázaro y enfilaron Neptuno pudo distinguir, a lo lejos, la recia figura de Guillermo, él también supo que venía, ya que no acostumbraban a pasar ese tipo de coches por allí y rápidamente llaman la atención. Aún no había bajado del taxi cuando escuchó gritar a su amigo.

-¡Javi! ¡Javi! Pagó al taxista y se saludaron efusivamente. -¡Qué alegría volver a verte compadre! – Guillermo realmente estaba emocionado. -¡La madre que te parió tío!, te marchaste sin decir nada – le recriminó Javier -

¿qué pasó? -¡Ah mi hermano!, ya te contaré. Pero sube hombre, quiero que conozcas a mi

mamá y al niño. Subieron por unas irregulares escaleras de baldosas variopintas y con algunas que

faltaban. Pasaron a través de un largo y oscuro pasillo, y una cocina que compartían con otra familia, hasta llegar a lo que debía ser el comedor, había una mesa, cuatro sillas con historia y un par de sillones de bambú.

-¡Mami… David… Javi está aquí! – gritó al entrar. Una mulata de buen ver y un niño sonriente salieron al paso. -Te presento a mi mamá, Rosa, y David, mi hijo – dijo orgulloso. -Encantado de conocerla señora. -¡Por Dios mi amor!, no me llames de usted – replicó Rosa –. Teníamos unas

ganas enormes de verte, nos ha hablado tanto de ti. -Mientras sean cosas buenas… por cierto, ¿sabías que llegaba hoy?, lo digo

porque parecía que estabas en la puerta esperándome. -Por lo que me dijo Carlos tenía que ser hoy o mañana y, la verdad, estaba

impaciente. Javier abrió la bolsa que llevaba y sacó los regalos. Primero las latas de atún y dos

paquetes de leche en polvo. -¡Toma macho, proteínas en cantidad! Después unas camisetas deportivas, una botella de perfume y ropa interior para su

madre, cosas que escaseaban allí. En otra bolsa más pequeña traía aspirinas, antibióticos y alguna que otra medicina, finalmente sacó la pelota y los caramelos para el niño. Éste saltó eufórico.

-No sabes tú cuanto te agradecemos esto, sé que lo haces de corazón – dijo Guillermo.

-Bueno, bueno… voy a sonrojarme – ya lo estaba, se sintió gratamente reconfortado –. ¡Quiero invitaros a comer!

-Me gustaría poder ofrecerte algo, no sé una bebida, cualquier cosa, pero no puedo Javi, sólo tenemos un poco de fruta, hasta mañana lunes no podemos ir a buscar la ración con los cupones del mes – Guillermo estaba verdaderamente apenado.

-¿Qué son los cupones? -Es una libretica, que la van marcando cuando vamos a buscar los productos,

¿ves? – le mostró una desgastada libreta color ocre. -¡Ah ya!, una especie de cartilla de racionamiento. En España también las hubo en

tiempos de la posguerra. En ese momento aparecieron tres o cuatro niños, hijos de los vecinos, que

enloquecieron de júbilo con los caramelos que generosamente les ofrecía David, les mostró feliz su nueva pelota.

-No se hable más, vamos a comer que invito yo, elige tú mismo el sitio ya que tienes experiencia en el tema.

-Pues… ¿Qué tipo de cocina prefieres? -Algo diferente a los hoteles, casero, típico de aquí. -¿Cocina criolla?, un Paladar entonces. Éstos eran pequeños restaurantes familiares, uno de los pocos negocios privados

permitidos en Cuba, y que sólo pueden tener doce sillas para comensales, limitando así sus posibilidades de beneficio. Suelen ser viejos palacetes reformados donde sirven buena y abundante comida cubana o criolla. Los suministros de estos establecimientos deben ser controlados por el gobierno y está penado que sus propietarios compren los productos en el mercado negro, es decir, directamente al agricultor o ganadero a precios más baratos; si te cogen cierran el local.

Fueron a un paladar de la calle “K”, era una bonita casa de estilo colonial, se acomodaron y pidieron un poco de todo. Arroz congrí, moros y cristianos, langosta enchilada, pollo relleno, arroz con leche y helado de guayaba.

-Te costará una fortuna - se quejó Guillermo. -Vosotros pedir, comer y a callar, ya te dije que tengo “pasta”, la bolsa me va

estupendamente. Comieron como nunca. -¡Yo quiero otro helado! - pidió el niño. -Por favor David, ¡compórtate! - le recriminó su abuela. -¿Cómo que no? ¡Camarero otro helado! - Javier gozaba en el papel de anfitrión -.

¿Esto de guayaba qué es? -Allí lo llamáis papaya, pero no se te ocurra decirlo por aquí mi hermano. -¿Por qué? -En Cuba se le llama así a... - dudó un instante mirando a Rosa - ... a los genitales

de las mujeres, ¿tú me entiendes? -¡Hostia, lo que aprende uno! - todos rieron, hasta el niño sin saber porqué -. Por

cierto Guillermo, todavía no me has dicho el motivo de tu inesperada marcha de Ávila. -Ya te contaré en otro momento - respondió mirando de reojo a David en un claro

gesto de que no quería decirlo en su presencia. Javier entendió perfectamente, pero quedó más intrigado que antes. Cincuenta dólares más la propina le costó la comida, la cual pagó gustoso.

Por la tarde fueron a visitar la parte antigua llamada Habana Vieja. No podía tener mejores guías.

Comenzaron por la Plaza de Armas, con su Palacio de los Capitanes y Museo de la Ciudad, después la Plaza de la Catedral, en la cual Guillermo hizo alarde de su memoria escolar explicando que el edificio era del estilo cubano barroco, empezándose a construir en 1748 y finalizándose en 1777. Pasaron por la Plaza Vieja, viendo el hotel Ambos Mundos donde Ernest Hemingway, el famoso escritor, tenía siempre reservada una habitación. Tomaron un “Daiquiri” en la “Bodeguita del Medio”, con sus autógrafos pintados en la pared, es tradición que todo el que pasa por allí escriba su nombre. Al salir se dirigieron a la zona centro, al Paseo del Prado frontera natural entre La Habana Vieja y Habana Nueva. El calor empezó a hacer estragos.

-Vosotros casi que no sudáis, pero yo... ¡Mira cómo voy! - se quejaba Javier que además tenía los pies doloridos.

-Es la falta de costumbre compadre. Acabaron con el Capitolio y poco más, el niño también comenzaba a incordiar. -Yo estoy reventado, ¿qué os parece si quedamos para después?. Voy al hotel a

descansar un rato, ducharme, cambiarme de ropa y si queréis vamos esta noche a algún sitio - propuso Javier.

-Tengo una idea mejor, yo me quedo con David en casa y vosotros dos os vais juntos, que seguro tenéis muchas cosas por explicar, ¿ok? - Rosa no dejó alternativa.

Finalmente los dos amigos quedaron citados para las nueve en la puerta del hotel y allí decidirían. Cogieron un taxi, en esta ocasión a instancias de Guillermo, sería un “botero” , un ilegal por decirlo claramente, que con su vieja reliquia ofrecía el servicio por menos dinero.

Dejó la familia Fernández en su casa y continuó hasta el Riviera, observó atónito el interior del “Plymouth” del 56, le faltaba: el retrovisor, la manecilla de la puerta, un limpiaparabrisas y lo peor de todo tenía un cristal roto, sin contar el estado de chapa y pintura. Pero el coche corría.

-¿Cómo consigue que esto funcione jefe? ¿y los recambios?, porque tiene lo menos cuarenta años ¿verdad? – no pudo reprimir su curiosidad.

-¡Cuarentitrés compadre!. Aquí no hay recambios de nada, pero lo arreglamos todo, ¡seguro!. Hay gente “manitas” que de un ventilador te hacen un helicóptero – contestó el chófer.

-Ya veo ya, y la policía, ¿no dice nada por la competencia a los taxistas? -Verá usted…, hacemos lo que podemos, hay que buscarse la vida, la cosa no

llega para mantener la familia. Yo tengo cuatro niños, ¡ya me dirá! … pero si te agarra la policía te multan o te requisan el coche, depende como les coja. Tres dólares y un paquete de chicles para sus hijos fue la tarifa.

Ya en su habitación se tumbó un rato en la cama, puso la televisión y apareció Fidel, transmitían un reportaje sobre su último discurso en el Palacio de Congresos. Fue una “nana” para él, se durmió.

A la hora convenida bajó a recepción, Guillermo se retrasó diez minutos llegando

exhausto. -Perdona Javi pero he venido corriendo, esto está lejos de mi casa y hoy no había

“guagua” . -Perdona tú, de haberlo sabido hubiese ido yo o te habría dado dos o tres dólares

para un taxi, no he caído en ello.

Decidieron tomar una cena ligera en el restaurante Grill del mismo hotel, escogieron una solitaria mesa en un rincón para poder conversar tranquilamente y mientras esperaban tomaron unas cervezas.

-¡Dos “Cristal” por favor! – le pidió al camarero. -Bueno macho, ¿por qué te largaste de aquella forma tan precipitada? – preguntó

impaciente. -Intenté localizarte pero fue imposible, estabas de viaje y todo fue muy rápido –

Guillermo puso cara de circunspecto –. Te lo voy a contar porque eres mi amigo y un día tú también me confiaste tus problemas y amarguras, además ¡qué coño!, necesito explicárselo a alguien, necesito vomitarlo, ¿entiendes?. Mira, fue por culpa de Manolo.

-¿Qué Manolo, el del hostal? -Sí, el mismo hijo de puta – perdió la calma y se le inflaron las venas de la frente

al recordarlo. -Esto se pone interesante, ¡desembucha!

* * *

El mes de junio traería a la capital abulense los primeros calores, Guillermo

empezaba a sentirse como en casa, sin embargo añoraba el mar. Manolo, antiguo encargado y ahora gerente, últimamente estaba de lo más amable y espléndido con él, le prometió llevarlo un fin de semana a la costa alicantina y así lo hizo, reservó una habitación doble en un hotel de Playa San Juan; argumentando que no quedaban habitaciones libres, compartieron alojamiento.

Manolo corrió a cargo de todo, pagó la estancia, cenas, comidas y discotecas. No reparó en gastos, lo consideró una inversión para ganarse su amistad, estaba preparando el terreno.

-He pensado que deberías comprarte otro bañador, ese que llevas estará bien en tu país, pero aquí está pasado de moda – le dijo Manolo.

-Hombre yo... – Guillermo miró a su alrededor, por toda la playa, buscando alguna semblanza con el suyo.

-No te preocupes, sé que vas escaso de dinero, déjame que te lo regale yo. Fueron de compras y acabó comprando el bañador, unos pantalones de pinzas y

un jersey blanco “Lacoste”. En otra ocasión lo invitó a su finca de Madrid, poniendo a su disposición el chalet

y la piscina para lo que quisiera. Llegarían a tener una estrecha relación en muy poco tiempo. Guillermo le habló de Javier y le comentó que fuera con ellos al gimnasio, viendo que éste mostraba un cierto interés por los físicos en forma, las dietas y el tema de masajes, pero nunca accedió a conocer a Javier. Manolo le dijo que tenía un pequeño gimnasio en su casa y se brindó a enseñárselo.

-No creas que tengo mucha cosa, una banca, una barra con pesos, unas mancuernas, una bicicleta estática y una máquina multiusos. ¿Por qué no vienes a verlo y me das tu opinión?, ¡ven un día a cenar! – finalmente lo convencería.

Guillermo llamó a la puerta, era un apartamento reformado de la calle Reyes

Católicos. -¡Pasa, pasa! – Manolo le recibió sudoroso, en pantalones cortos de ciclista y el torso desnudo –. Perdona, estaba haciendo un poco de ejercicio.

Pudo observar que tenía buenos abdominales y a diferencia de cuando lo vio en la playa, se había depilado el pecho y las piernas.

-¿Te depilas? – preguntó Guillermo.

-No tengo mucho pelo que digamos, pero sí me lo he quitado, es por los masajes ¿sabes?, va mejor si te pones linimento o algún tipo de aceite, ¿tú tienes idea de dar masajes?

-Depende, si es deportivo y de recuperación muscular un poco, pero si te refieres a masaje de rehabilitación y todo eso, pues no – contestó modestamente.

-Tienes que hacerme una demostración porque me parece que mi masajista no es demasiado bueno.

Guillermo no sabía que decir, le resultaba incómodo pero no podía negarse, se creyó obligado por los favores que le debía.

Empezó por las piernas, zona que dominaba perfectamente, después Manolo le pediría que continuase por la espalda tumbándose boca abajo en la colchoneta de hacer abdominales.

Sus morenas manos que resaltaban negras sobre aquella piel blanca, fueron bajando desde el cuello hasta casi los glúteos, primero suavemente para después acabar con vigorosas palmadas.

-Tienes buenas manos, sí señor – Manolo se levantó - bueno voy a darme una ducha, acomódate estás en tu casa – se puso la toalla alrededor de la cintura pero a mitad del pasillo se le cayó al suelo, mostrándose así como vino al mundo.

A Guillermo le molestaba la actitud cada vez más intimista de Manolo. En la cena no faltó el buen vino, un “Vega Sicilia” que impresionó por su precio

al invitado. En el comedor, iluminado de forma indirecta y tenue, destacaba un gran acuario y una especie de pintura abstracta y futurista que no entendió.

El tema de conversación derivó hasta acabar siendo un monologo de Manolo en torno al feminismo y machismo, las posibilidades del hombre moderno de vivir solo, como ellos dos, y el rol que desempeña la mujer en la sociedad de hoy.

El orador hablaba y reía mostrando su inmaculada dentadura, en ocasiones hasta un empaste molar. Guillermo continuaba viendo algo sospechoso en él, quizás estaba tratando con un fascista radical – pensó – más tarde se percataría de su error.

En los postres hubo “Cava Brut Nature” y crema de whisky con el café. Mientras, por el impresionante Pioneer de 100w, sonaba “The Wall” de Pink Floyd. El negro cabello engominado de Manolo brillaba más que nunca bajo el foco halógeno que tenía junto a su sillón Relax. Guillermo notaba ya los efectos del exceso de alcohol.

-En fin, es tarde voy a marcharme ya. -¡Qué dices, no son las doce todavía!. Tómate otra copa, después podemos salir

por ahí o, si quieres, vemos una película, tengo la última de Van Damme, ¿te gusta? -De acuerdo tomo la última copa, ¡una sola! Conectó el vídeo y el “guaperas” belga apareció en pantalla. -Voy a buscar una cosa, ahora vuelvo – dijo Manolo. Al momento regresó con una pequeña caja metálica, la abrió y sacó un poco de

hierba. -¿Fumas? es marihuana, la guardo para ocasiones especiales. -¡Oh no, ni pensarlo! - contestó Guillermo. Estuvieron unos minutos en silencio, el tiempo que tardó en “liar” el cigarro. Lo

encendió y saboreó plácidamente el humo embriagador. Llevaba consumido la mitad cuando volvió a intentarlo.

-¡Va hombre, que no se diga!, dale al menos una “calada” . -No he fumado nunca, no vaya ser que me haga daño. -Si no pasa nada, ten prueba – le dijo estirando el brazo. -Bueno, pero sólo una chupada – cometería un grave error aceptando.

La cabeza le pesaba como diez kilos más y parecía tenerla repleta de agujas que, al mínimo movimiento, se le clavaban una u otra. Tenía mal sabor de boca y la lengua pastosa, abrió perezosamente los ojos y lo primero que vio fue sus pantalones sobre una silla, de esas de director de cine, su camisa en el suelo junto a un zapato, ¿dónde estaba?. Se incorporó de un salto, no era su cama. Manolo, desnudo al igual que él, dormía abrazado a la almohada. Instintivamente se miró el sexo, ¡Dios santo!, tenía el vello púbico sucio y enganchoso. Ya no le dolía la cabeza, rápido como una gacela cogió su ropa y desapareció de la habitación.

Durante ese día hizo lo imposible por esquivar su presencia en el hostal pero, a la mañana siguiente, no tendría tanta suerte, por motivos de trabajo sabía que era inevitable encontrarse con él.

-¿Cómo estás Guillermo? – el sarcasmo de su sonrisa le pareció criminal. -¡Eh! … bien, bien – contestó -Cuando quieras quedamos para cenar otro día. Guillermo no quiso acabar de escuchar la proposición y se fue a meter la ternera

en la cámara frigorífica. Sin embargo tarde o temprano tuvo que afrontar la situación ante la insistencia del gerente.

Se negó de forma reiterada, llegando una tarde incluso a tener que quitarle violentamente la mano de su hombro.

Manolo desde entonces cambió radicalmente de táctica, sin llegar al insulto, lo ridiculizó y humilló. Dejó de llamarle por su nombre para pasar a ser “morenito” . A Guillermo jamás le molestó que le llamaran así, de hecho Antonio el cocinero, siempre lo hacía, pero en un tono bien diferente y nada despectivo. Le mandó las peores tareas y amenazó en varias ocasiones con denunciarlo en la embajada si intentaba buscar trabajo en cualquier otro sitio. También le recriminó su relación con María.

-¡Crees que no lo sé!. Sí, tú tienes algo entre manos con la canaria, por mucho que os escondáis lo sé y te puedo denunciar – decía histérico Manolo – piensa que está casada y nada más y nada menos que con un policía.

Por si fuera poca su preocupación otra mala noticia le amargó la existencia, en su última llamada telefónica a casa su madre le dijo que David estaba enfermo. Un simple resfriado se le complicó acabando en una neumonía, que requería urgente tratamiento y costosas medicinas difíciles de encontrar en Cuba.

No lo pensó dos veces, aguantó como pudo dos días hasta cobrar el sueldo del mes, se fue directo a una farmacia y a la agencia de viajes a reservar el primer vuelo para La Habana. Un tercio de sus ahorros se fueron en el billete, se los arrancaron del alma.

* * *

El camarero retiró las cervezas vacías de la mesa, e hizo sitio para dejar la

ensalada, después traería las tortillas de jamón. -¡Resulta que era homosexual el tío! – exclamó Javier. -Sí señor, un “mariconazo” de cojones – contestó Guillermo. -Pero es imposible que no recuerdes lo sucedido esa noche. -¡Te lo juro Javi!, no estoy seguro de nada, será por el “porro” de marihuana,

aunque sólo hice una chupada, o me pondría algo en la bebida, ¡yo qué sé!. La cuestión es que pasó alguna cosa, pues ya te he dicho que tenía evidencias de haber tenido algún tipo de relación, de…de… - tartamudeo – de haberme corrido, ¡tú ya sabes!. Pero “por el culo” no me dio, eso seguro.

-¿Cómo puedes asegurarlo?

-Hombre supongo que me hubiese dolido ¿no?. Me quedaría como un “bebedero de patos”, digo yo.

No pudieron evitar romper a reír los dos. -No te rías que es una cosa muy seria, lo que sí puedo decir es que no sé si me

masturbe, si le masturbe, o si me masturbó él, ¡el muy cabrón!. Me drogó, me tuvo que drogar, ¡seguro! – Guillermo echaba chispas por los ojos.

-Vamos, que lo de tu hijo no fue la excusa para marcharte. -Ayudó a tomar la decisión, aunque también podía haber enviado las medicinas o

el dinero por correo, entiéndeme, pero si no me voy de Ávila lo mato, hubiesen acabado enterándose hasta los compañeros de trabajo y María hubiera tenido problemas por mi culpa.

-¡Vale, macho me has convencido!, no le des más vueltas al asunto, dejemos esta conversación que sólo te hace daño. A cenar y a divertirse.

-Ok, mi hermano. Con el estómago lleno salieron del Riviera para ir al Habana Café, situado justo al

lado del Meliá Cohiba. La escasa distancia existente entre ambos hoteles era prácticamente una pasarela de modelos, guapas chicas con atractivos y sugerentes vestidos, merodeaban por los alrededores a la busca y captura del ejecutivo, hombre de negocios o simplemente un turista adinerado que pudiese pagarles sus lujos. Son las llamadas “jineteras” , eso sí de lujo, de alto standing, algunas estudiantes, otras abogadas, profesoras, etc. Malecón abajo existe otro tipo de mercado, quizás algo más asequible.

El Habana Café es un local inspirado en los años cincuenta, donde cada noche las mejores orquestas de la ciudad reproducen fielmente el sonido de la época. La gente puede cenar o simplemente tomar una copa viendo el espectáculo. A efectos de decoración en la entrada se encuentra todo un Cadillac color amarillo que invita a hacerse una fotografía, del techo cuelga una avioneta en vuelo rasante que ilumina sus luces cuando la ocasión lo merece.

Guillermo entró gracias a la compañía de Javier, que era turista, de lo contrario no hubiese podido. Los cubanos lo tienen prohibido, por lo que en la puerta siempre hay alguna chica que espera una mano amiga que le permita entrar.

Estuvieron contemplando la actuación de un grupo afrocubano, siguieron con atención los trepidantes ritmos de percusión, alegrados con coloridos vestuarios y acrobáticas danzas. Tras un corto descanso apareció una solista, de melodiosa voz, que regaló a los asistentes los más conocidos boleros y un Cha-cha-cha.

-¿Dices que no trabajas mañana? – preguntó Javier. -No, estamos de vacaciones en la escuela, hasta dentro de un mes no empezamos a

pintar y hacer algunos arreglos para el curso que viene. -Pues mañana podríamos pasar el día todos juntos, alquilamos un coche y salimos

fuera de la ciudad, si os apetece. -¡Estupendo! a David le encantará, podemos acercarnos hasta las playas del Este,

a unos treinta kilómetros de aquí. Si acaso busco yo un carro particular que sale mucho más barato que los taxis, ¿ok? – Guillermo les tenía cierto cariño a esas playas desde que de adolescente tuvo allí sus primeros escarceos amorosos.

Amanecía y Javier ya estaba levantado, aseado y a punto para bajar a desayunar,

sin embargo un hermoso acontecimiento le retuvo, salió a la terraza a ver nacer el día, fotografió el mar, la lejana silueta del Castillo del Morro, el puntiagudo monumento de la Plaza de la Revolución, que apuntaba como un cohete, el cielo anaranjado que ofrecía

el alba. Esperó hasta ver aparecer por completo al “Rey” Sol. Se congratuló de haber tenido el privilegio de captar aquel momento.

Durante el desayuno un trío de músicos amenizaba a los resacosos huéspedes, una guitarra, una flauta dulce y una joven muchacha, de angelical voz, cantaba “Guantanamera” acompañándose con unas maracas. Unos pocos aplaudían tímidamente, la mayoría continuaban llenando sus bocas de huevos revueltos y alguien dejó al salir un dólar en el estuche del instrumento. Todo sea por el turismo.

Guillermo se presentó con un vecino que, a su vez, había pedido el coche a su cuñado, un médico con necesidad de complementar su sueldo. Era un relativamente nuevo Lada de diez años, color negro, al que sólo le faltaba un intermitente y la tapa de la guantera. Por veinticinco dólares les llevaría a la playa de Santa María, esperándoles hasta media tarde para regresar.

Lo que para Javier no era más que una forma como otra de pasar el día significaba mucho para la familia Fernández, una excursión a la playa y en “carro” , es decir en coche, sin tener que esperar una o dos horas que pasara la “guagua” , el autobús según ellos, repleto de gente hasta el techo y que muchas veces no llegaba a tiempo a su destino o simplemente no llegaba. Además, se supone que iban a gastos pagados, al menos una hamburguesa con tomate caería.

Pasaron por el túnel bajo La Rada, la entrada a la bahía de La Habana, y fueron por la autopista Vía Blanca hasta pasado Cojímar, donde continuaron por la carretera de Matanzas.

Javier alucinó viendo lo que ellos llamaban autopista, tenía dos carriles por sentido sí, pero sin arcén, sin una mediana protectora, sin vallas laterales y el asfalto tal cual había quedado hacía treinta años.

De vez en cuando veían grupos de gente haciendo autostop, que no sólo está permitido en el país, sino que es obligatoria la solidaridad de cualquier vehículo que su carga le permita transportar esas personas. No obstante, casi siempre hay en puntos estratégicos, un funcionario del estado o un militar, velando por su cumplimiento.

Sobre las diez y media llegaron al aparcamiento cerca de la playa, el chófer se comprometió a estar allí a las cinco en punto. Rosa no tenía manos suficientes para sujetar al revoltoso David.

-¡Niño, vuelve aquí te digo! – gritó – no seas impaciente y pórtate bien, ¿ok? -Sí abuela… ¿me comprarás un helado? Antes de llegar a la arena, un joven les salió al paso. -¿Necesitan una hamaca, sombrilla? – preguntó. -¡No gracias! – contestó Guillermo. -¿Por qué has dicho que no?, al menos una sombrilla si nos conviene, la pago yo –

protestó Javier. -No es eso hombre, éste no era el vendedor oficial, es un intermediario que se

gana la vida así, te va a buscar lo que pides, pero si vale dos dólares te cobra tres. Efectivamente doscientos metros más allá, pudieron ver al responsable del

negocio con su jersey marinero a rayas y una riñonera a la cintura, cobrando a los bañistas por sillas, hamacas o sombrillas.

Era una bonita playa, no comparable a las de Varadero, pero de azuladas y cristalinas aguas. Rosa lucía un traje de baño estilo años sesenta color rojo y su hijo el nuevo bañador comprado en España, que tan malos recuerdos le traía. Javier, por su parte, llevaba un deportivo de licra, se había olvidado inocentemente el bañador en casa.

Sin pretenderlo ambos exhibían sus musculosos cuerpos, para envidia de algunos curiosos.

-¿Y David, dónde está? – preguntó Rosa preocupada. No se percataron de que el niño estaba zambulléndose en el agua. -¡No te alejes mucho! – le gritó su padre. Estuvieron bañándose hasta la hora de comer, tomaron unos simples “platos

combinados” en el “chiringuito” de la playa. -Te creerás que no encuentro pechuga de pollo en ningún sitio – se quejó Javier. -Aquí sólo hay muslo o contramuslo, no sé el motivo, quizás exportan las

pechugas – contestó Guillermo -. ¿Y los huevos, te fijaste? ¿a que las yemas son mucho más blancas que en Ávila?

-Será por la mierda de comida que les dan a las pobres gallinas, a saber lo que comerán – alegó Rosa.

David tuvo su helado de fresa, aunque los demás no tomaron café, no lo servían allí.

-Otra cosa que he podido observar es que hay cantidad de policías, en la ciudad prácticamente uno en cada calle. Fíjate aquí mismo en la playa – Javier señaló con el dedo.

-¡Por favor no señales!, no sea que tengamos problemas – le recriminó Guillermo – sí, vienen mucho por aquí y a los cubanos suelen pedirles la documentación y explicaciones de lo que hacen.

-¿Y tú crees que es necesario tanto control? -Hombre, que quieres que te diga, jode bastante pero tienen que proteger de

alguna manera al turista, si no fuera así el acoso sería terrible, además de la pura delincuencia. Yo mismo, si en lugar de estar así en familia, me viesen solo o fuera una chica pareciendo buscar compañía, seguro que me habrían parado.

-Mirado desde ese punto de vista está bien - aceptó su amigo - incluso te diré que los encuentro iguales, vestidos con el uniforme gris, todos bajitos, delgados y con el mismo bigote.

-Bueno sí, es que la mayoría son “guajiros” , gente del interior con esos rasgos característicos, diferentes a los de la zona oriental o los habaneros.

Por la tarde, de regreso a la ciudad, el niño se durmió en la falda de su abuela,

mientras los demás sudaban como animales en el interior del vehículo, con los no menos de 30º.

-¡Hace calor mi gente! - dijo el chófer enseñando un negro diente por el retrovisor interior - he tenido el carro aparcado un rato al sol y claro... ¡está que arde!

-¡No hace falta que lo jure jefe! Volvieron a entrar por el túnel hasta enlazar con el Malecón. -¿Se puede visitar ese castillo de ahí? - preguntó Javier. -Sí, sin problemas, pero los turistas lo hacen a las nueve de la noche, que es

cuando dan “el cañonazo”. -¿Qué cañonazo? -Es una ceremonia, con soldados vestidos de época, que rememora cuando hace

dos o tres siglos, no lo sé exactamente, daban un cañonazo como aviso para que cerraran las puertas de la muralla de la ciudad. Dicen que no se ha dejado de disparar nunca, yo desde niño que recuerdo haber escuchado siempre el cañonazo a las nueve, sin embargo no lo he visto jamás – dijo el taxista.

-Pues nada, esta noche todos a ver el cañonazo - sentenció Javier. -¡De veras! - madre e hijo se miraron. -Pero hacemos como ayer, me dais un par de horas para ir al hotel a cambiarme

y... - miró el reloj - a las ocho os paso a recoger, ¿vale?

-¡Magnífico compadre! Llegó al hotel con el tiempo justo para librarse de nuevo del aguacero diario. Primero hicieron una visita rápida al Castillo de los Tres Reyes Magos del Morro,

antigua fortificación española del siglo XVI que servía para defender el puerto de los ataques de corsarios y piratas. Recientemente también sirvió como prisión política para disidentes del régimen castrista. Le llaman del Morro porque se construyó sobre un gran saliente rocoso.

Después fueron a la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, construida tras la efímera invasión inglesa. No tuvieron demasiado tiempo para ver el Museo de la Piratería pues era la hora del “cañonazo de las nueve”.

Un pelotón de artilleros desfilaba acompañado por los redobles de un tambor en la oscuridad de la noche, solamente iluminados por antorchas, hasta un cañón preparado a tal efecto y siguiendo el ritual de la época, delante de un centenar de espectadores cargan y disparan el obús.

La ceremonia impresiona hasta poco antes del final por su emotividad y una solemnidad casi religiosa, pero queda muy desvirtuada cuando los hasta entonces serios y disciplinados soldados rompen filas mezclándose con la gente, fotografiándose con ellos y poniéndoles sus antiguos sombreros de época, todo a cambio de una propina. Uno se pregunta si siempre fue así o la causa de esta degeneración obedece al periodo especial y la necesidad de dólares, aunque sea a costa de la historia.

Guillermo permanecía inmóvil después del espectáculo, con una especie de media sonrisa en sus labios.

-¡Eh macho!, ¿qué te pasa? -Javi..., me ha encantado ver esto, te lo juro, no me lo hubiese imaginado nunca.

Te agradezco mucho que me hayas traído aquí. No sé, es de aquellas cosas que sabes que existen de toda la vida pero no tienes ni idea de lo que hacen mi hermano. ¡Pum!, escuchaba el cañonazo y jamás supe cómo ni porqué.

-¡Oh sí, ha sido muy lindo! - añadió su madre. El niño, en cambio, mordisqueaba una piruleta como si la vida le fuera en ello. -Vas a destrozarte los dientes con tanto caramelo hijo. Javier los llevó a cenar al Mesón anexo al castillo mucho más refinado que el

Paladar del día anterior, pero de unas raciones reducidas para su gusto. En un gesto de generosidad Rosa volvió a ofrecerse para quedarse con el pequeño y así pudieron, los dos amigos, pasar unas cuantas horas más divirtiéndose y hablando de sus cosas.

Siguiendo los consejos de un barman decidieron ir al Salón Turquino, situado en el piso veinticinco del hotel Habana Libre (antiguo Hilton), donde a parte de una buena discoteca hay una vista impresionante de la ciudad.

-¿Subimos por las escaleras o cogemos el ascensor? -Tú no lo sé, pero yo después de la cena subo con ascensor - dijo Javier -. ¿Sabes

una cosa?, me apena tener que marcharme mañana, pero el viaje está organizado así: tres días aquí, dos de circuito por el interior, dos en Varadero y otros dos y medio de regreso en La Habana.

-No te apures Javi, es normal, tienes que conocer el resto del país. -Además antes de venir no sabía tu situación aquí, es decir, si trabajabas y el

tiempo que podíamos estar juntos - se excusó Javier -. ¿No tienes manera de desplazarte a Varadero?. Podríamos quedar allí y...

-¡Qué dices hombre! - interrumpió Guillermo - ni pensarlo, tú disfruta viendo cosas de Cuba y no te sientas obligado con nosotros; aunque quisiera lo tendría difícil para entrar en Varadero, ya que en la misma autopista hay una aduana y si no lo

justificas, por motivos de trabajo o residencia, te barran el paso, aquello es un paraíso turístico ¿entiendes?

-Ya te digo, no me importaría quedarme esos días aquí - Javier era sincero. -Bueno, todavía nos veremos a tu regreso ¿no?. Montaremos una despedida “de

puta madre”. La discoteca no estaba muy concurrida a esas horas, pero conforme avanzara la

noche se iría animando. Guillermo no perdió la oportunidad y, al igual que en aquella ocasión en Ávila, se adueñó rápidamente de la pista.

Javier también puso en práctica sus clases de salsa, al menos no se amedrentó. -¡Hey, mi hermano!, veo que has aprendido a bailar un “poquitico” - tuvo que

gritarle al oído. -¡Cuatro pasos solamente!. Tú sigues igual de fino macho - contestó Javier

también voceando. -¿Y cantar compadre, tú me has escuchado cantar? - Guillermo se puso a cantar

sobre la música en un auténtico play-back, incluso movía expresivamente los brazos. -¡Muy bien tío, muy bien!... , voy a buscar otro par de “cubatas”. Verdaderamente Guillermo disfrutó con la presencia de Javier en La Habana, le

permitió hacer cosas que no hacía desde su estancia en Ávila. Pudo comer en buenos restaurantes, tanto él como su familia, fue a lugares históricos que, aunque los tenía cerca, jamás tuvo la oportunidad de conocer. También asistió a locales nocturnos, casi restringidos al turismo, pudo bailar y escuchar buena música; porque una cosa es bailar en la casa, en el trabajo, en la calle, ya que el cubano lleva el ritmo dentro y baila hasta caminando, y otra bien distinta es hacerlo rodeado de luces de colores y 2000 watios de potencia que hacen que los sonidos graves te golpeen el estómago y el suelo retumbe a tus pies. Poder conocer gente nueva y, sobre todo, olvidarse por unas horas de las penurias cotidianas.

Esperó ansioso, esos cuatro o cinco días, el regreso de su amigo. Javier tuvo que darse prisa para estar en el vestíbulo del hotel a las ocho en punto,

un autocar de “Cubanacan” pasaba a recogerlo. La noche anterior se fue a dormir bastante tarde y acostumbrado ya al nuevo horario, no le hubiera importado descansar un poco más.

Partieron por la autopista que va hacia oriente y atraviesa el país de punta a punta, no obstante ellos se desviaron en la provincia de Matanzas para llegar a la Ciénaga de Zapata, a unos 155 Km. de La Habana. Esta zona pantanosa, antaño plagada de insectos y mosquitos, importante foco de infecciones y malaria, es hoy una fértil tierra de cultivo, sobre todo de cítricos, otra parte se ha declarado Parque Natural. Allí pudieron visitar un criadero de cocodrilos y degustar la deliciosa carne de esos reptiles a la plancha.

En Guamá pasearon por un poblado Taíno precolombino, reproducido de cara al turismo y donde se podía comprar artesanía. Antes de subir al autocar toparon con un personaje curioso, era un hombre de unos sesenta años que agarraba entre sus manos una vieja bicicleta china, mientras decía a todo el mundo que había sido maestro de escuela, cosa que de ser cierto, no restaba mérito a su prodigio; dominaba la historia, cultura y geografía española de manera sorprendente, tenía el “Don” de la memoria. Debió haber leído muchos libros pues respondía, de forma didáctica, cualquier pregunta de los curiosos con una exactitud pasmosa. Si alguien le decía: “soy de Madrid”, él automáticamente explicaba su localización, características más importantes, monumentos, accidentes geográficos, ciudades cercanas, etc.; pero lo curioso del caso

es que hacía lo mismo, con igual perfección, si le decían Granada, Barcelona o la más remota provincia o isla española, y siempre cabizbajo, hablando de memoria y en el orden que lo había leído. La gente se asombraba y él recogía algún dólar.

Después fueron a comer al restaurante “La Boca” , momento en que se empezaron a organizarse los primeros grupos entre los viajeros, unos por familias otros haciendo amistad allí mismo, y que seguirían así todo el circuito. La mayoría eran españoles, excepto una pareja italiana que no encontró plaza en otra excursión. Ellos y Javier eran, digamos, los más independientes.

Por la tarde tenían un buen trecho hasta Trinidad, durante el recorrido se cansaron de ver plantaciones de caña de azúcar y pequeños pueblos, prácticamente de una sola calle, de casas de planta baja, algunas de madera tipo “chabolas”, y que atravesaban fugazmente.

Por una de aquellas carreteras Javier pudo observar otro anecdótico fenómeno, esta vez gestado por la naturaleza; a lo largo de unos diez kilómetros el asfalto se tornó color rojo, miles, millones de cangrejos atravesaban la carretera quedando muchos de ellos aplastados por los vehículos que transitaban. Es una extraña procesión suicida que se repite en ciertas épocas del año, coincidiendo con la reproducción de esos atrevidos bichos. Incluso pararon para hacer fotografías, aunque la mayoría de los viajeros vieron aquel espectáculo con cierta repugnancia.

Empezaba a oscurecer cuando llegaron a Trinidad, en la provincia de Sanctis-Spiritus, se hospedaron a unos doce Km. del centro, en el hotel Ancón junto al mar caribe, hasta ese momento sólo conocían la costa atlántica. Únicamente tuvieron tiempo de dejar el equipaje en la habitación para bajar a cenar. Por la noche tuvo lugar una “Fiesta campesina”, espectáculo de música y bailes típicos del folklore de la región.

A la mañana siguiente el plan era visitar a fondo Trinidad, hermosa ciudad fundada por españoles y la tercera en antigüedad de la Isla. Su arquitectura recuerda una mezcla de Andalucía, Extremadura y Canarias, con sus irregulares ventanas de rejas, sus patios cuadrados y numerosas jaulas con canarios. Pero lo primero que salta a la vista son sus calles empedradas, construidas con piedras que traían como lastre los barcos españoles en sus largas travesías, regresando después cargados de mercancías.

Comenzaron por un taller de alfarería donde vieron, en directo, la fabricación de utensilios de cerámica. Posteriormente estuvieron en el Museo Romántico y el Palacio Cantero, que fue residencia de una noble familia del lugar. También entraron en la Iglesia de la Santísima Trinidad, de una belleza extraordinaria. Sin embargo, Javier le encontró un encanto especial a un mercado de libros y enseres antiguos o usados, compró varios ejemplares a muy bajo precio y con el atractivo de que, en muchos casos, eran sus propietarios los que te los vendían. Escogió “Cimarrón” , que narra la historia de un esclavo negro fugitivo, “Un grano de maíz” entrevista a Fidel Castro, “Sierra Maestra” sobre la guerra de guerrillas con el Che Guevara como héroe, y el famoso “La historia me absolverá” que trata el juicio a Fidel por el asalto frustrado al cuartel de Moncada.

Descansaron unos minutos en la “Canchánchara”, una terraza al aire libre, famosa por sus combinados a base de ron amenizados por un grupo de música tradicional. Es típico entre los visitantes pararse a echar un trago en ese lugar, “El trago de la Canchánchara”, los guías turísticos lo saben bien.

Otro detalle que impresiona es la cantidad de jóvenes adolescentes que se acercan a los turistas a pedirles jabón, perfumes o incluso el jersey que lleva uno puesto, se enganchan como “paparras” y son capaces de seguirte por todo el recorrido sin cansarse de pedir, a menos que llegue el negro vestido de verde olivo, repartiendo “mamporros” a diestro y siniestro, no es un policía, parece un militar retirado o alguien

al que le han encomendado esa misión. A diferencia de La Habana no existen tantas medidas de seguridad, siendo una vida rural más que delincuencia lo que hay son “pedigüeños”, sobre todo niños.

Después de comer en un restaurante que tenía toda la apariencia de haber sido un cuartel o convento, por su estructura cuadrada rodeada de porches, regresaron a la zona costera donde estaba ubicado el hotel y pudieron disfrutar toda la tarde de la playa, esta vez en el mar Caribe, de arenas más oscuras que el Atlántico.

Javier preguntó si había gimnasio entre las instalaciones del hotel, echaba de menos un buen entreno. No tuvo suerte, aunque existía un grupo de animación que organizaba partidos de voleibol, waterpolo y algún que otro deporte. Con su físico atlético rápidamente congenió con ellos, le presentaron a Yamilee, primera bailarina del modesto ballet del hotel, era una mulata que le pasaba un palmo y que, según le dijo “el chino” encargado de luces y sonido, le interesaba conocer y conversar con españoles, nada de italianos, ni canadienses. Quizás buscaba su oportunidad, en cualquier caso, simplemente hablaron de Barcelona y de una prima que decía tener allí.

A mitad del espectáculo Javier decidió irse a dormir y no beber demasiado, quería estar despejado por la mañana y disfrutar del trayecto. Esa noche soñó que era un soldado español en la guerra de independencia cubana, con el uniforme amarillento de suciedad y las alpargatas deshilachadas, rodeado de negros mambises con grandes machetes amenazadores.

Emprendieron de nuevo el viaje, tras un copioso desayuno, en dirección a la

provincia de Cienfuegos, la más pequeña de la República y cuya capital lleva el mismo nombre. A lo lejos se divisaba la Sierra de Escambray y llegando a la ciudad: “La Perla del Sur”, la gran bahía con su importante puerto, refugio de piratas y corsarios primero y centro del contrabando de tabaco después.

Aparcaron el vehículo en el Paseo del Prado, el mismo en el que tiempo atrás hubo una acera para blancos y otra para negros.

El guía pronunció la retórica frase de siempre. -¡Tienen ustedes dos horas libres!, vean lo que quieran, aunque yo les aconsejo

este paseo donde nos encontramos y el Parque José Martí situado al final de esa calle de ahí – señaló con el dedo - ¿ok?. ¡Recuerden, dentro de dos horas aquí!

Caminó unos metros paseo abajo, aunque era amplio y bonito le pareció que todo estaba visto, prefirió hacerlo por la calle peatonal perpendicular al Parque. Entre los comercios de pago en dólares, donde encontrabas cualquier artículo, existían otros claramente desabastecidos, de pago en pesos cubanos; la diferencia entre unos y otros sería de treinta años en el tiempo, teniendo en cuenta los escaparates, la decoración y quizás no tanto en los escasos productos de las estanterías. Lo mismo sucedía con el trato del personal, mientras que en unos te atendían rápidamente, espoleados por algún incentivo económico y la forma de trabajar capitalista, en los otros no había ninguna prisa, se movían a cámara lenta, era igual que hubiese una persona esperando como una docena, si eran dos las dependientas, lo normal era que se pusieran a hablar de lo que hicieron la noche anterior o de la telenovela brasileña de la tarde.

Tuvo que desistir de comprar, en pesos, un viejo libro de fotografías del país y acabó en la “Diplotienda” de la esquina con un encendedor BIC con la bandera cubana impresa. De vez en cuando se cruzaba con alguien del grupo al que saludaba desganado. Continuó hasta el Parque José Martí donde coincidió con Severino, el guía, que estaba tomándose una cerveza en la puerta de un bar y abanicándose con los papeles del itinerario. Javier le “vaciló”, sin pretenderlo, sacando su ventilador portátil a pilas,

gentileza de la agencia de viajes española. Lo pasó repetidas veces por delante de su cara, refrescándose de la bochornosa mañana.

-¡Carajo chico!, si que vas bien preparado – dijo el guía. -No hay para menos con este calor – le pasó el artilugio. -¡Oooh, que gustito! – exclamó – tú me traes mil de estos y yo te los coloco

rápido, a lo mejor hacemos negocio – bromeó. Estuvieron hablando de lo difícil que era para un extranjero invertir o trabajar en

la Isla, a menos que no fuera en el sector turístico. Poco a poco fue llegando el personal, unos salían del Palacio Terry, otros de la

Casa de la Cultura, los dos italianos venían corriendo de la Catedral. Como suele suceder en estos casos siempre hay alguien que llega tarde, nunca se sabe si porque se pierden o simplemente por irresponsabilidad al intentar apurar un minuto más. El guía se enfadó.

En las afueras de la ciudad se encuentra el Museo de Cienfuegos, un palacio insólito en Cuba ya que parece de estilo árabe, aunque no esté construido en esa época, claro está. La planta baja es actualmente un restaurante y allí hicieron la primera parada para comer. En un marco incomparable saborearon una buena comida criolla, mientras Maribel, una anciana famosa años atrás, no se resignaba al paso del tiempo y con sus ochenta abriles, pintada como una vedette, tocaba el piano de cola delante de los comensales. Al acabar aprovechaba los aplausos para explicar, una tras otra, sus proezas musicales. Encima del noble instrumento tenía varias cintas de cassette con su rostro fotografiado, pero con veinte o treinta años menos, y que vendía por cinco dólares. Sus dedos eran torpes hoy y su voz apenas destacaba sobre las notas musicales, pero el público supo premiar a la artista, porque un día sí fue una gran “Artista” con mayúsculas.

Emprendieron de nuevo el viaje en dirección a Varadero donde tenían previsto llegar a media tarde.

-Señores, dejamos ya la ciudad de Cienfuegos – dijo Severino por el micrófono -. ¿Alguien sabe a qué se debe el nombre de Cienfuegos?

-¡Al Capitán General José Cienfuegos! – contestó el listo de turno, mirándolo en una guía turística.

-Muy bien, ¿y alguien sabe con qué nombre se conocía toda esta zona? – volvió a preguntar.

-¡Jagua! – gritó el mismo “listillo” . -Sí señor, cacicazgo de Jagua, sabe mucho usted o... tiene una muy buena guía en

las manos – todos rieron. Javier quedó medio adormecido en su asiento, el sol que entraba por la ventana

ejercía un efecto sedante. No fue hasta Cárdenas que empezó a despejarse escuchando las explicaciones que daba el guía sobre la ciudad. Les contó que fue allí donde Colón pisó tierra cubana en 1492 existiendo un monumento de bronce que da fe del hecho, y que seiscientos norteamericanos desembarcaron en 1850 para invadir la Isla, siendo derrotados por la escasa población y un grupo de soldados españoles, motivo por el cual se izó la bandera cubana por primera vez.

Media hora después llegaban a Varadero, en la península de Hicacos, con veinte kilómetros de preciosas playas y escasamente setecientos metros de ancho. Lugar de veraneo, a principios de siglo, de los ricos de Matanzas y de los no menos ricos norteamericanos en tiempos de Batista, hoy día el turismo es europeo y mayoritariamente español.

El autocar fue recorriendo los diferentes hoteles por los que iría diseminando los viajeros, Javier sería de los últimos ya que su hotel, el “Meliá Varadero”, está situado casi al final de la larga lengua de tierra. Es un auténtico cinco estrellas, construido circularmente alrededor de un jardín central y una fuente iluminada. Dos ascensores panorámicos suben y bajan a través de unos gigantescos cilindros de cristal, que tal vez no gusten a los que padecen de vértigo.

Se instaló en la habitación Nº 1507, por suerte para él muy cerca del gimnasio. Tras la ducha de rigor bajó a inspeccionar y familiarizarse con el complejo, vio la original piscina de formas caprichosas, con un bar acuático en el interior. Caminó hasta la playa accediendo por unas escaleras de piedra, se maravilló. Jamás había visto una playa tan hermosa, infinitamente mejor que cualquiera de la Costa Dorada en Tarragona, o las calas de Ibiza y Mallorca, incluso más que la de Santa María que visitó con Guillermo. Comprobó que, por una vez, los catálogos publicitarios no engañaban, era una magnífica playa tropical de aguas azules y arenas blancas. El mar apenas se movía y la marea baja regalaba metros a la orilla, detrás un bosque de cocoteros daba el “toque” final a la maravilla. Si era así de bella a las siete de la tarde, cómo sería a pleno sol de mediodía. Todavía tenía tiempo de darse un baño antes de la cena, volvió a su habitación en busca de la toalla y el pantalón deportivo que le servía de bañador.

El cálido mar parecía caldo, entró unos metros hasta que el nivel del agua le llegó al cuello y desde allí hizo varias fotografías de la costa – perfecto – pensó. Esa nueva perspectiva de la playa, con una espesa franja verde de punta a punta y alguna palmera sobresaliendo, le recordaba imágenes de películas en las que marines norteamericanos desembarcaban en cualquier playa del sur del Pacífico.

Imitando a otros bañistas puso una hamaca a unos diez metros de la orilla, donde el agua apenas cubría un palmo, se tumbó en ella mirando al horizonte, la línea de la cual partían los dos azules. Sintió el líquido elemento cubriéndole las piernas, a lo sumo la cintura pero no más, igual que un bálsamo relajante. Se dejaría acariciar mientras pensaba lo bonito que era Cuba, valía la pena hacer el viaje, si bien reconocía que era mejor hacerlo en compañía, siempre hay momentos en que uno se siente solo, sin nadie con quién disfrutar del paisaje; quizás lo acertado hubiera sido, en su caso, pasar todos los días con Guillermo en La Habana o recorrer el país con él.

Después de la cena, en el Salón Santiago, había un espectáculo de baile a cargo del ballet del hotel y música en directo con un grupo de salsa. Fuera en la terraza, junto a la piscina, era un sexteto de música tradicional el que amenizaba la velada. Ante la duda la solución fue salomónica: un “mojito” aquí, un “daiquiri” allá.

A media noche la fiesta había acabado, Javier continuó sentado con los pies apoyados sobre una jardinera contemplando el cielo estrellado, encendió un cigarro que saboreó plácidamente, el humo parecía más blanco a la luz de la luna. Un camarero iba recogiendo sillas, colocándolas encima de las mesas, pero no le molestó, sin embargo él bajó las piernas. Hizo un repaso mental rápido a su estado de cuentas, en cinco días se había gastado ochocientos dólares, sin contar el viaje, tan sólo le quedaban cuatrocientos en metálico. ¿Y qué? – pensó – no es nada para un tío que juega en bolsa, además tenía las tarjetas Visa y Mastercard. Se preguntó cómo estaría la bolsa española, ¿sería más rico o pobre que antes?

Tuvo la tentación de pedir otra copa pero finalmente desistió, no quiso forzar la maquina marchándose a dormir KO.

El desayuno volvió a ser histórico, de los que te dejan servido para el resto del día,

al menos a la gente normal, porque él, buen culturista, comía regularmente cada tres horas, con ganas o sin ellas. Estaba impaciente por acercarse al gimnasio a

“machacarse”, pero hasta las diez no abrían y le convenía hacer la digestión antes del esfuerzo. Paseó por la playa, en esta ocasión hacia la derecha, la que lleva al complejo Sol Palmeras, era más pequeña que la que había visto el día anterior, pero no menos bella.

A la hora en punto llegaba el monitor de gimnasia, un recio y fuerte cubano si bien falto de definición muscular.

-¡Buenos días! – saludó - ¿vienes a entrenar? -Sí, me gustaría. -¡Cómo no!, pasa y tú mismo, creo que no necesitas ninguna explicación, te veo

muy bien. -Gracias, me mantengo. -Me llamo Armando, para lo que gustes. -Encantado, soy Javier. En efecto, su físico era la mejor carta de presentación. El gimnasio no era nada del otro mundo, pero apto para las necesidades,

maquinaria “Salter” española, todo un lujo en Cuba. Únicamente dos rubios canadienses se sumaron a sudar la camiseta. A decir verdad poca gente va de vacaciones a un hotel con ganas de entrenar, muchos son los que entran a mirar y casi nadie a trabajar.

Acabados los ejercicios conversaron largamente, Armando ejercía ahora de alumno y escuchaba atento todos los comentarios, consejos y nuevas técnicas que le venían de España, ya que en la Isla no disponían de revistas especializadas ni de información actualizada del mundo fisicoculturista, tampoco una Federación estatal.

Javier se comprometió a enviarle revistas una vez leídas, se intercambiaron direcciones y tras agradecerle infinitamente su generosidad el monitor le emplazó para el día siguiente.

-Bien, ¡hasta mañana Armando! -Aquí estaré amigo, ¡te espero! Antes de la comida bajó a la playa con un carrete nuevo en la cámara fotográfica

dispuesto a sacar una instantánea a cada una de las palmeras, a cada palmo de arena, a cada una de las olas que se atreviese a llegar a la orilla y a la simpática cubana que vendía trozos de coco. Alquiló un patín y se alejó lo suficiente de la costa como para sentirse un náufrago a la deriva, dejó de pedalear y allí, sin escuchar el griterío de los bañistas tan sólo el “chapoteo” del agua al chocar contra la embarcación, en un remanso de paz, se untó de protección solar y se tumbó en la parte posterior. Pensaba en Cristina, deseó que hubiera estado allí, como disfrutaría del lugar. Permaneció así una hora larga, después le apeteció comer allí mismo, en la playa. Había un “chiringuito” de comida rápida y también, sorprendentemente, un par de cocineros, inmaculadamente blancos con sombrero incluido, que a la sombra de unas palmeras montaban una barbacoa portátil, cocinando, a pie de playa, lo que el turista mande: carnes, pescados, arroces etc. Todo fresco y al momento.

Pidió una langosta ¡qué caray!, estaba en el paraíso. Acabado el manjar subiría al restaurante de la piscina a tomarse el café y posteriormente a la habitación a descansar un rato, ya que esa noche tenía pensado apurarla un poco más.

Sobre las siete cogió un taxi para que le llevara al centro urbano de Varadero, a

unos cinco kilómetros, le dejó en la entrada de la calle 64, muy cerca del hotel Cuatro Palmas. Nada tenía que ver todo aquello con la Cuba profunda que había visto, en cierta manera le recordó la zona turística de Salou, en Tarragona. Restaurantes, comercios, heladerías, souvenirs, etc. Por fin podría comprarse un bañador, hizo lo propio con una

gorra Nike de imitación y una camiseta de las que llevan la cara del “Che” en el pecho. Ahora sí era un turista completo.

Contrató uno de los carruajes que durante una hora te pasean por la población, sintió lástima por el viejo caballo. Más tarde visitó la Mansión Dupont, la que fue del magnate americano que construyó en Varadero su imperio particular, hoy puede contemplarse el mobiliario y decoración de esa época.

Empezaban a caer las primeras gotas cuando su estómago le recordó que iba siendo hora de cenar y lo haría en la Brasería Mallorca atraído por el nombre. Carne a la plancha con patatas y vino cubano de Soroa fue el menú, el tinto no es que fuera malo, porque no agriaba ni picaba, pero le faltaba crianza, el punto de aroma que da el roble.

Al salir del restaurante ya no llovía, pasó el chaparrón diario. Escuchó música a alto volumen, dio la vuelta y vio, a unos escasos veinte metros bajo una carpa, un grupo tocando y dos camareros sirviendo cervezas como locos. Se acercó a curiosear hasta allí, comenzaban a ocuparse algunas mesas libres, sin embargo prefirió quedarse en la barra. Tocaban un Son montuno con mucho ritmo y se hacían llamar Agrupación Sonora. Cuatro buenos músicos y dos solistas alternándose, una chica, cantante por excelencia, para los temas serios y un showman “rapero” que daba colorido y humor al espectáculo, momento que aprovechaba para, disimuladamente, pasar el sombrero. Javier sería de los pocos que puso un dólar en su gorra de béisbol.

La actuación acabó relativamente temprano, sobre las once, pues de allí la gente iba después a las discotecas. El cantante se acercó a la barra.

-Gracias por la propina, español ¿no? -Sí, ¿cómo lo sabes, tanto se nota?. No eres el primero que me lo pregunta –

contestó Javier. -Bueno verás, a los cubanos nos encanta hablar con los españoles, será por el

idioma. Los canadienses e italianos son otra historia, les ríes las gracias a la fuerza, por los “fulas” que traen, pero con vosotros es diferente, al menos para mí.

-¿Y qué son “fulas?” – preguntó. -Sí hombre, ¡billetes… dólares! El resto del grupo se había sentado en una mesa, a disfrutar de la botella de ron y

unas coca-colas a que tenían derecho en concepto de “caché” musical. -Siéntate con nosotros – le invitaron. -Está bien, gracias. Le acercaron un vaso de plástico y le sirvieron un blanco de tres años. Javier sacó

el paquete de tabaco y lo dejó sobre la mesa, es lo menos que podía hacer. -¿Fumáis? -¡Malboro! cómo no. Fueron presentándose: Celia, la cantante, Ernesto, Juan y el negro Vladimir. ¿Un

negro llamado Vladimir? – se preguntó -. Paradojas de la vida, eso era muestra del tiempo que Cuba vivió bajo la influencia de la antigua URSS.

-Ahora vamos a tocar a la sala “Havana Club”, si te apetece ven a vernos. -Bueno, ¿está lejos? -Ahí mismo, al final de la calle – señaló Celia. La entrada a la discoteca costaba diez dólares y a cambio te ofrecían barra libre,

podías repetir consumiciones tantas veces como quisieras. Estaba a rebosar, un ejército de camareros no daban abasto a llenar vasos, el licor lo ponían de botella, pero los refrescos a combinar lo hacían con sendas mangueras a presión como si fuera un surtidor de gasolina. Los últimos éxitos del pop mundial se mezclaban con los ritmos

latinos del momento, se veían relativamente pocos cubanos, los que estaban en compañía de extranjeros y alguna chica que conseguía sobornar a los porteros.

Podían verse rubias canadienses, quemadas por el sol, con su guapo mulato acompañante cogidos por la cintura viviendo su sueño dorado. En otras ocasiones eran chicas cubanas, normalmente por parejas, que revoloteaban alrededor de algún “cincuentón” italiano en busca de dólares fáciles.

Javier apuraba su segunda copa alejado de la pista, el sonido era ensordecedor, en ese momento una joven muchacha, no tendría más de diecisiete años, de altos tacones y minifalda negra, se le acercó sin dejar de bailar.

-¿Estás solo? – preguntó. -¿Solo?, ¡sí, supongo! -¿Quieres estar un rato con una cubanita? -¡Depende! – contestó Javier por decir algo. -Son cincuenta dólares y veinte por el apartamento – sentenció directamente. -¿Quién tú? -Sí, ¿no te gusto? – la chica continuaba moviendo el cuerpo sugestivamente. -Naturalmente que me gustas, pero te veo muy joven. Te propongo otra cosa, yo

te doy el dinero a cambio de tu compañía, nada de sexo. -¡Qué me maten si te entiendo! – dijo ella. -Me explico, ahora tomamos una copa y charlamos, mañana pasas el día conmigo

hasta las tres, que me marcho para La Habana, vamos a la playa, te invito a comer, ya sabes, hablar un poco.

Javier recordaba la mala experiencia sexual que tuvo con la prostituta de Ávila, además veía a la muchacha sumamente joven, demasiado – pensó – incluso podría traerle problemas con la justicia llegado el caso, era jugar con fuego. No iba mal encaminado pues una compañera se acercó haciendo señas a su amiga, la cual reaccionó rápido.

-¡No te muevas!, tengo que irme que viene la policía. Él miró a un lado y a otro, no vio ningún uniforme, pero sí un par de individuos

sospechosamente bien vestidos y que no sabían disimular la porte “chulesca”. Caminaban despacio y dieron la vuelta completa a la sala, los perdió de vista unos minutos, pero al final los vería salir hacia la puerta acompañados de dos chicas y un joven negro de cabeza rapada y gafas oscuras. Su inesperada amiga no apareció más por allí.

Se atenuaron las luces y paró la música disco, en ese momento los componentes del grupo Agrupación Sonora salieron al pequeño escenario, tan reducido que más bien era una simple tarima. El sonido era playback, es decir que sólo ponían la voz. Arrancaron con un contundente “rap” en el que Vladimir, jugueteando con las rimas, se encaraba al público provocando y haciendo bromas de alguna peculiaridad significativa de entre los asistentes, las orejas de uno, la nariz de otro, o una novia tímida y poco parlanchina.

Cometió el error de esperar a que acabase por completo la sesión, a las tres de la madrugada, y con toda la gente saliendo al mismo tiempo, fue difícil encontrar un taxi libre y en Varadero prácticamente no hay “boteros” . Tardó casi una hora.

Se tomó un café doble con una aspirina para despejarse de los excesos de la noche

anterior, tenía ardor de estómago y nada de apetito, no obstante comió su ración de huevos cocidos. A las diez fue al gimnasio y allí estaba Armando barriendo el suelo, entrenaron juntos y Javier volvería a reafirmarse en su compromiso de enviarle desde

España cuanta información pudiera. Anotó la dirección del hotel para enviársela allí, pues es sabido que a domicilios particulares hay muchas posibilidades de extravío.

-Ya sabes amigo, tienes que venir en otra ocasión con más tiempo, yo te invito a que vengas a mi casa en Matanzas, conozcas mi familia y mis compañeros culturistas, que también seguro te agradecerán la información que puedas enviar. Esperaré ansioso noticias tuyas – dijo Armando.

-Traquilo, haré todo lo posible – respondió Javier. -Ok mi hermano, quiero que sepas que tienes un amigo en Cuba para lo que haga

falta. Se hizo unas fotografías de recuerdo con él y se despidieron con la promesa mutua

de escribirse. Realmente Armando estaba contento ya que los cubanos valoran mucho el tener contactos fuera del país, es un orgullo para ellos y, de alguna manera, una puerta abierta al mundo exterior.

Javier fue a darse un “chapuzón” en la piscina, estrenó su nuevo bañador y se tomó una piña colada sentado en un taburete de piedra, con los pies en remojo, en el bar cuya barra da directamente al agua. Se percató que a su izquierda dos chicas, tostándose al sol, hacían comentarios sobre él, seguramente por su físico, aunque no sabía si despectivos o de admiración, en cualquier caso intentó mostrar su lado bueno. Miró de reojo y las dos rubias reían, después volvió a mirar, esta vez descaradamente y ellas continuaron riendo, una saludó levantando el brazo.

Bajó a la playa para lo que sería una especie de despedida, no quería irse sin darle un último vistazo a aquella belleza tropical, contemplar una vez más el azul turquesa del agua y notar entre sus manos la aridez de la blanca arena.

Pasada una hora estaba sentado en el restaurante con las chicas de la piscina, para su desgracia parecía que había “ligado” justo antes de marcharse. Eran dos italianas que no tuvieron reparos en sentarse en su mesa cuando él iba por el segundo plato, aprovecharon el hecho de que no había demasiado sitio libre para pedir, educadamente, si podían sentarse allí.

Intentaron solventar el problema del idioma ayudándose con gestos y risas, cuando no entendían reían. Comieron, bebieron y fumaron entre mentiras, medias verdades y exageraciones, hasta que llegó la hora del adiós, el autocar estaba a punto de marcharse. Se despidieron con cariñosos besos en la mejilla y unas fotos que les hizo un amable camarero.

Cuando pasó por Matanzas no pudo evitar pensar en Armando, que tuviera que

levantarse cada día a las seis de la mañana para coger una “guagua” y estar en el hotel a las nueve, es decir, tres horas antes para recorrer tan sólo treintitrés kilómetros, eso da una idea de la puntualidad y dificultades del transporte en la Isla.

A la derecha podía verse la bahía, desembocadura de dos ríos, y a la izquierda la ciudad, la que en su día se llamó “la Atenas de Cuba”, por la cantidad de escritores y artistas que vivían allí. El viaje continuó por la costa, ahora más abrupta y de aguas oscuras, de vez en cuando había pequeños pozos petrolíferos, desperdigados a un lado y a otro de la carretera, todos de empresas canadienses. Lo cierto es que en Cuba hay poco petróleo y de mala calidad, lo que sumado al bloqueo explica las dificultades de suministro.

Ya tenían La Habana a la vista, pero todavía tardaría en llegar a su nuevo hotel. El vehículo pasó por delante de la embajada española, la reconoció por la bandera, continuaron hacia el interior de la ciudad recorriendo varios hoteles.

Por fin llegó al Kolhy, nombre de origen ruso del que fuera un importante establecimiento de convenciones en los años setenta. Está situado en la parte alta, en

uno de los barrios más tranquilos y con bastantes zonas verdes desde el cual puede observarse una buena vista de la ciudad, con el mar de fondo. Es un edificio de espacios abiertos y escaleras exteriores, las habitaciones dan directamente a un pasillo sin cerramientos, formando una larga terraza. En cualquier caso no tenía comparación con el Meliá Varadero.

Se alojó en la cuarta planta y tendría que insistir, en su reclamación, para que le arreglasen el aire acondicionado puesto que no funcionaba. Dejó el equipaje, se duchó y sin perdida de tiempo fue en busca de Guillermo.

Al parecer esa tarde no iba a llover, por lo menos no había indicios, el turitaxi lucía su gris metalizado por la 5ª Avenida, dirección Centro Habana. Poco antes de llegar a la altura de la casa de su amigo, en la misma calle, encontraron dos coches patrulla de la policía, pequeños Peugeot con una luz celular encima, el presupuesto del gobierno no daba para más lujos. Tres agentes, todos con su bigotito, su gorra de visera larga y su flamante uniforme gris azulado, esperaban fuera, mientras otros habían entrado en un edificio, que algún día fue color verdoso. Sin duda algún cubano tuvo problemas ese día. Rápidamente dieron paso al taxi, en cambio no hicieron lo mismo con los numerosos vecinos que curioseaban.

No pudo llamar a la puerta sencillamente porque no la había, un corroído marco de madera daba acceso a la entrada del viejo caserón. A pie de escaleras se encontraban dos jóvenes sentados, aparentemente no haciendo nada, tal vez refrescándose un poco con la ligera corriente de aire que bajaba por el hueco de escalera.

-¡Perdonar!, ¿sabéis si está Guillermo? -Creo que sí – contestó uno, se levantó y subió unos cuantos escalones. -¡Guillermo! ...¡te buscan! – gritó, su voz sonó estrepitosa. -¿Tienes un cigarro amigo? – pidió su compañero. Javier invitó a ambos, pudo escuchar que alguien bajaba corriendo. -¡Javi, qué alegría que regresaste! -Hola Guillermo. Subió a su casa y les entregó unas camisetas que había comprado en Varadero,

una pequeña para David y otra para él. -Mira papi, tiene una palmera dibujada – dijo el niño. -Sí mi vida, y la mía... – la miró – la mía lleva una playa ¿ves? -Escucha Guillermo, esta noche en el hotel organizan un concurso de karaoke.

¿No dices que sabes cantar tan bien?, podrías venir, vamos a comer algo y después para allí.

-Me encantaría, pero si acaso vas tú primero a cenar y nos reunimos luego. Resulta que mi madre ha ido a casa de una amiga y no sé cuando regresará, no puedo dejar al niño solo y si lo llevamos con nosotros será un estorbo en la fiesta, y mi madre se preocupará no sabiendo donde estamos, ¿entiendes?

-Podemos hacer otra cosa, si te parece, compramos algo y cenamos aquí, así hacemos tiempo hasta que llegue Rosa ¿vale?

-Estupendo, en la calle de arriba hay una tienda en la que se puede comprar con dólares, hay bocadillos, salchichas, cervezas y todo eso.

Así lo hicieron, improvisaron una cena informal y esperaron el regreso de Rosa. Al llegar a la terraza del Kolhy estaban montando el equipo de sonido para la

actuación de los “Latinos” , sin embargo el concurso de karaoke, que se hacía con una cadena de alta fidelidad y un monitor de televisión por donde podrían los concursantes leer las letras de las canciones, estaba a punto de comenzar. El premio consistía en veinte dólares de consumiciones y la posibilidad de cantar una canción, en directo, con

el grupo de esa noche. El jurado sería los propios músicos y el relaciones públicas del establecimiento, los participantes eran básicamente huéspedes del hotel y algún foráneo invitado, y los temas escogidos de Julio Iglesias y Ricky Martin, todos muy conocidos.

Guillermo salió en la segunda ronda y se clasificó, sin mayor problema, para la final. Su potente voz no tenía rival, únicamente un joven italiano y una de las cubanas allí presentes podrían ofrecer algún tipo de competencia, el resto no estaban a la altura y varios desafinaban claramente.

Guillermo ganó el premio cantando “Bambolero”, el centenar de personas que había reunidas aplaudieron fervorosamente al ganador. Javier se levantó gritando “bravos” al aire.

El tema preparado para que cantara en directo era “La bamba”, pues todo el mundo lo conoce. La primera estrofa la cantaba el solista del grupo para dar pie a que el aspirante entrara en el tono correcto y perdiera la vergüenza, si es que la tenía. Guillermo no sólo entró bien afinado, sino que una octava más alta que el propio cantante, el cual quedó gratamente sorprendido. Cantaba mejor que él.

Esa noche marcaría un antes y un después en su vida, por esos caprichos que tiene el destino entre el público se encontraba un productor mexicano llamado José Castillo, un “cazatalentos” afincado en Florida y Cancún. Acabada la actuación se presentaría en la mesa donde estaban los dos amigos y tras felicitar al ganador y elogiar sus virtudes se identificaría entregando una elegante tarjeta en la que podía leerse: “Producciones Artísticas” y varios números de teléfono. Había trabajado con algunos artistas cubanos, pero todavía no tenía oficina en La Habana por lo cual quedó con Guillermo allí mismo a la semana siguiente, ya que salía de viaje unos días.

-¡Joder macho, ese tío está interesado en ti! – exclamó Javier. -¿Tú crees? Guillermo estaba confuso, todavía no había bajado de la nube cuando se

presentaron tres chicas, todas cubanas entre veinte y veinticinco años, y al parecer nuevas admiradoras. Una de ellas era la “amiga” de un gallego que, totalmente ebrio, saltaba y reía en lo que más que un baile parecía un ataque de locura. Las otras dos eran vecinas que también buscaban un poco de diversión. Aprovechando la simpatía y cordialidad cubana rápidamente entablaron conversación.

Susana, una rubia teñida, se sentó al lado de Javier y Tania, una “morenaza” despampanante que realzaba su figura con una falda floreada, larga y estrecha hasta los pies, lo hizo junto a Guillermo.

-Cantas divinamente chico – dijo una. -Gracias… me gusta hacerlo – respondió él. -¡Y porque no le habéis visto bailar! – añadió Javier. -¡Ah sí!, a nosotras nos encanta mover el esqueleto, ¿vamos entonces? Todos fueron a bailar. Guillermo se movía como pez en el agua, Tania se dejaba

llevar mientras él, a veces de la mano, otras de la cintura, la desplazaba igual que una peonza.

El mexicano, desde la última mesa, tomaba buena nota, podía haber encontrado un diamante en bruto – además de cantar sabe moverse – pensó.

A las doce era norma del hotel acabar los espectáculos, a efectos de no molestar al vecindario ni a los clientes que desearan dormir, no obstante el bar permanecía abierto para los noctámbulos que decidían quedarse a tomar una copa a la luz de la luna, eso sí, en relativo silencio.

Javier pagó una ronda a las dos chicas, la tercera se había marchado con su gallego. Explicaron algunas aventuras y desventuras que vivieron juntos en Ávila, mientras ellas escuchaban con atención y una cierta envidia a la vez, ya que jamás

habían salido de la Isla. Susana trabajaba como niñera de un piloto de aviación y Tania era prima del metre de cocina, por lo que podían considerarse unas privilegiadas teniendo acceso al turismo, por ejemplo pudiendo entrar en el Kolhy.

El nuevo artista de la noche, eufórico, ya se atrevía a poner su brazo sobre los hombros de Tania, ella no lo rechazó. Javier de momento tan sólo le hablaba al oído a Susana, cerca, muy cerca.

La velada estaba resultando agradable, pero ellas tenían que marcharse ya que trabajaban por la mañana, prometieron volver al día siguiente con más tiempo. Ellos aceptaron gustosos y se despidieron regalándoles unos imperceptibles besos en los labios, simplemente un ligero roce, pero insinuadores al fin y al cabo.

-¡Compadre, mañana a por todas! – dijo Guillermo. -No sé, muchas veces las apariencias engañan. -¡Qué dices!, no ves que Susana te come con los ojos. -Los cubanos tenéis fama de “ligones” y cariñosos ¿no?, pues tú marca el camino

que yo te sigo. -Ya verás, me tendrás que dejar la llave de la habitación. -Sin problemas, me vas calentando la cama – ambos rieron –. Por cierto, aquí hay

gimnasio, si quieres puedes venir por la mañana y entrenamos, después comemos y aprovechamos a tope mi último día en La Habana, ¿qué te parece?

-Muy bien, pero no demasiado pronto porque prometí llevar al niño al parque y tú ya sabes. Creo que a las doce podría estar aquí.

-De acuerdo, te espero. Antes de acostarse Javier se puso repelente de insectos, en la habitación mató al

menos tres mosquitos. Excesivas aberturas y vegetación para un hotel. Durmió como un lirón.

A las diez ya había desayunado y estaba listo para salir, tenía dos horas libres, decidió coger un taxi y darse una vuelta por la única parte de la ciudad que no conocía, la zona oeste de Miramar, antiguo barrio aristocrático de lujosas casas ajardinadas; hoy la mayoría compradas por grandes firmas comerciales, como símbolo de su presencia en la Isla, o también residencias de altos mandatarios del gobierno. En una de ellas pudo ver el logotipo de un importante banco español, el “BBV” . De regreso pasó por Marina Hemingway, uno de los centros lujosos habaneros, con su puerto deportivo repleto de yates, todos extranjeros.

Guillermo llegó con una pequeña bolsa de mano donde llevaba un pantalón corto, una camiseta y una toalla, entrenaría con las mismas zapatillas que tenía puestas.

Estuvieron dándole a las pesas hasta las dos de la tarde, se ducharon allí mismo para no subir a la habitación.

-¿Te gusta la comida italiana? – preguntó Javier – uno de los restaurantes del hotel es pizzería.

-A mí me gusta todo. -Si te parece nos quedamos aquí, después nos tumbamos un rato al sol y por la

tarde nos bañamos en la piscina hasta que lleguen las chicas, luego salimos con ellas ¿vale?

-Ok mi hermano, siempre lo tienes todo planeado. La comida no estuvo muy lograda, la masa de la pizza demasiado gruesa y mucho

tomate en la lasaña, sin embargo el helado de tiramisu lo encontraron delicioso. Tomando el café jugaron unas partidas al dominó.

Fueron los primeros en tumbarse en el solarium, poco a poco iría llegando gente después de las naturales siestas y sobremesas de verano. A las seis, cuando llegaron Tania y Susana, la piscina estaba muy concurrida.

Saludaron desde la otra punta de la terraza. -¡Madre mía cómo están esos dos! – exclamó Susana - ¡qué cuerpos!, ¡mira el

morenito! -Pues no te quejaras de tu “españolito”, ¡está macizo! – le contestó Tania. Caminaron sorteando las hamacas hasta llegar a ellos. -Buenas tardes chicos, ¿dándose un remojón? -¡Hola guapas!, ¿pensaba que habíamos quedado a las siete?. Ahora íbamos a

cambiarnos y … ¿tal vez os apetece un baño? – preguntó Javier. -No gracias, no hemos traído bañador y perdonar, ha sido culpa nuestra por venir

antes de tiempo, os esperamos aquí un rato – respondió Tania. -De ninguna manera, nos cambiamos en un segundo y salimos a dar una vuelta,

¡pedir algo de beber si queréis! – gritó Javier cuando ya se iban. Rápidos como un rayo subieron a la habitación a ponerse ropa limpia y

perfumarse. -¿Me dejas un “poquitico” de tu colonia, Javi? -Cómo no, cógela, yo prefiero ponerme repelente de insectos, por precaución. A los pocos minutos ya estaban de vuelta. -¿Hemos tardado mucho? – preguntó Guillermo. -¡No, qué va! – contestaron ellas. -Bueno, habrá que buscar un “carro” como decís vosotros – propuso Javier. Cargaron en la cuenta los dos refrescos que habían consumido y salieron hacia la

calle. Querían impresionarlas por lo que cogieron uno de los lujosos turitaxis estacionados en la puerta, en lugar de un económico “botero” . Se dirigieron a La Habana Vieja y se apearon justo delante del hotel Inglaterra, viejo testigo de la historia cubana, que con sus ennegrecidas columnas se resiste a morir con el paso del tiempo. De allí caminando hasta “La Floridita” , había que seguir impresionando.

-Siempre quise entrar aquí, pero es más caro que otros sitios – dijo Susana. -Yo sólo entré una vez - añadió Tania. -Pues hoy invito yo, ¡al ataque! Javier hubiera querido alardear de todo su dinero ganado en bolsa, de su

magnífico coche y su buen trabajo, sin embargo se reprimió, no podía caer tan bajo. En semejante escenario lo lógico era tomarse un “Daiquiri” , pidieron cuatro. -Lo siento mucho mi gente, pero yo lo encuentro igual de bueno, no porque sea

más caro es diferente - dijo Guillermo. Había demasiada gente y salieron rápido. Continuaron hacia el centro del casco antiguo por la calle Obispo, para girar al

final a la izquierda hasta la Plaza de la Catedral, se hicieron unas fotografías juntos y deambularon un rato por allí esperando la hora de cenar.

Se decidieron por entrar en el restaurante El Patio, junto a la Catedral y en el mismísimo Palacio del Marqués de Aguas Claras. Antes de coger mesa visitaron el hermoso patio que da nombre al establecimiento, donde unas viejas tortugas parecían ajenas a los turistas. Finalmente cenarían en la terraza exterior, en un marco inigualable como es la impresionante construcción barroco cubana y el colorido de un sinfín de personas desfilando por la plaza. Dos turistas japoneses “ametrallaban” con sus cámaras la fachada del singular edificio.

Todos comieron pescado y Javier se gastó más de cien dólares en la cena, pero no le importó.

-¿Queréis ir a una discoteca o preferís la fiesta del hotel? - preguntó Tania. -Mejor vamos al hotel ¿no? - contestó Guillermo mirando a su amigo. -Sí, estaremos más tranquilos - añadió Javier - además antes de la orquesta hay un

desfile de modelos, creo que de ropa cubana. -¡Estupendo!, me encantan los desfiles de moda - dijo Susana. Ellos se congratularon de que así fuera y de haber acertado en la diana, de hecho

no tenían ganas de ir a ninguna discoteca. En el taxi, durante el trayecto de regreso, armaron un buen alboroto con

escandalosas risas, en parte debido a los chistes españoles que explicaba Javier y en parte también por los efectos etílicos que ya empezaban a aflorar, después de tanto alcohol.

Llegaron al Kolhy y ellas pasaron altivas y orgullosas, cogidas del brazo de sus fornidos y elegantes acompañantes, por delante del guardia de seguridad o “custodio” como allí se les llama a los responsables de velar que no entren indeseables o simplemente cubanos que no vayan en compañía de algún turista.

-Bueno chicas, la noche es joven y tenemos todavía unos dieciséis dólares en consumiciones por gastar, así que vamos allá – dijo Guillermo pensando en lo bien que le hubiese ido poder cobrar el premio del concurso en metálico.

Tania y Susana miraban con atención el desfile, las modelos eran jóvenes cubanas, casi niñas pero muy guapas, no había pasarela sino una modesta alfombra de moqueta roja y dos grandes focos iluminando, no importaba, los asistentes aplaudían igual cada uno de los pases. Guillermo y Javier aparentaban seguir con interés el acontecimiento, aunque les importaba bien poco y aprovechaban la más mínima ocasión para hacer conjeturas de cuales deberían ser los próximos movimientos en su objetivo de conquistar a las damas.

-Si la cosa se anima ya te lo indicaré de alguna forma y a la primera ocasión que tengas, disimuladamente, me dejas la llave de la habitación ¿ok?

-De acuerdo, pero no tardes en bajar que después voy yo - contestó Javier -. Lo “jodido” es que queda muy feo que bajes, me des la llave delante de ellas y luego suba yo. ¿Sabes qué haremos?. Tú no cierres con llave y cuando bajes no vengas directo hacia nosotros, os vais a la barra y yo al verte sabré que puedo subir a la habitación, cuando acabe pondré el seguro de la puerta y cerraré de golpe, así será menos violento para ellas ¿no crees?

-¡Carajo de hombre!, eres una eminencia mi hermano, planificando eres único, ¡te equivocaste de oficio compadre! Yo haré todo lo posible, pero el asunto no es seguro ¿eh?. Habrá que trabajárselo.

La orquesta era más bien una orquestrina, se componía simplemente de siete músicos, aunque muy buenos, sobre todo el percusionista al que parecía sobrarle manos tocando la batería, los bongos y demás artilugios.

-¿Qué desean las señoritas? – preguntó Guillermo imitando a un camarero. ¿Un mojito, un cubalibre?

-No, nada de eso, ya he bebido demasiado alcohol en “estado puro”, si acaso una cerveza bien fría – respondió Susana.

-¡Yo también! -¡Y yo... ¡ -¡A la orden mi gente, cerveza para todos! Se fue hacia la barra del bar removiendo el trasero al ritmo de la música. -Ojalá le dejaran cantar hoy también – dijo Tania – yo creo que tiene futuro el

chico, ¿no pensáis lo mismo? -Sigo pensando que es mejor bailando – contestó Javier.

Bailaron hasta sudar la ropa por segunda vez, incluso Javier perdería la vergüenza por ser el que peor lo hacía de los cuatro.

-Estoy cansada, voy a sentarme un “ratico” – Tania y Guillermo fueron hacia la mesa.

-¡Uff... qué calor!... anda, ¡cántame algo moreno! – le dijo ella. -Si tú quieres yo te canto el evangelio a ritmo de salsa mi vida – respondió él,

gesticulando exageradamente y finalmente poniéndose la mano en el pecho. Ambos rompieron a reír a carcajadas. -Pero aquí, mi niña, sin micro y con este ruido... ¿vamos a un lugar tranquilo? Se miraron fijamente a los ojos a la vez que sonreían. -Quien calla otorga, ¿eso quiere decir que sí? – ella seguía sonriendo -. Espera voy

a avisar a Javi de que vamos a dar una vuelta – dijo él. Guillermo se levantó, le hizo un gesto a su amigo y le dijo algo al oído. Éste, sin

dejar de bailar, sacó con disimulo la llave de su bolsillo y se la entregó. En los hoteles está terminantemente prohibido que un turista pueda subir una

persona cubana a la habitación, sobre todo del sexo opuesto, dicen que es una forma de controlar la prostitución, el SIDA o incluso el robo, a veces se consigue sobornando al portero. Por suerte para la pareja en el Kolhy existen unas escaleras secundarias en la parte trasera, cerca de la piscina, y que no pasan por el vestíbulo de recepción donde están los ascensores y las escaleras principales.

Subieron por allí hasta la cuarta planta. Mientras, Javier y Susana también habían dejado de bailar.

-¿Hace mucho que practicas culturismo? -Siete u ocho años, ¿por qué? -¿Debe ser muy duro, no?, entrenar cada día, hacer dieta, ¿qué comes

normalmente? -Básicamente: pollo, huevos, arroz, todo cocido y sin sal. Es el precio que tienes

que pagar si quieres tener un cuerpo libre de grasa – respondió Javier. Ella le miró de arriba abajo, sus bíceps sobresaliendo por la estrecha manga del

jersey blanco de algodón, sus gruesas venas que recorrían todo el antebrazo y las dos grandes protuberancias que destacaban en el pectoral.

-Me fijé esta tarde en la piscina y estás muy bien, pero pronto tendrás que ponerte sujetador – añadió Susana riendo.

Él se sintió halagado e inconscientemente tensó el pecho. -Hablando de dieta, como estoy de vacaciones me apetece un helado de chocolate,

¿quieres uno? -¿Un helado?... bueno, pero de fresa. Erguido como un pavo real se fue a buscarlos. Ella aprovechó para arreglarse el

cabello y secarse el sudor. -¡Toma!. Tú fresa y yo chocolate, igual que la película. -¿Qué película? – preguntaría ella. -Fresa y chocolate ¿no la has visto?. Está basada en una novela llamada “El lobo,

el bosque y el hombre nuevo” o quizás sea “El bosque, el lobo y el hombre nuevo”, no me acuerdo bien, me interesó porque narra la vida en Cuba, ¿y Guantanamera? me encantó esa película, ¿tampoco la viste?

-No, aquí no tenemos acceso a ciertas cosas, sobre todo si son críticas con el país – dijo Susana.

-¡Ah, ya entiendo! Durante unos minutos permanecieron callados escuchando el bolero que estaba

sonando.

-Sé que no estás casado, ¿tienes novia? - ella rompió así el silencio. -No, hace años la tuve, pero ahora no. En décimas de segundo pasaron por la mente de Javier todas las historias vividas

con Cristina, quiso hablar de ello, pero la razón pudo más que el corazón y pensó que no era el lugar ni el momento adecuado.

-¿Y tú, tienes novio? - preguntó. -No, tengo muchos amigos e intento divertirme, cosa difícil aquí, pero nada más.

¡Mira!, parece que ya regresan los dos “tortolitos” – dijo ella señalando con la cabeza hacia el bar.

-Sí ya veo – Javier entró en un incómodo estado de indecisión, le aumentaron las pulsaciones y le sudaban las manos, pero había que ser valiente y afrontar la situación sino ¿qué pensaría su amigo de él?

-¿Supongo que te imaginas de donde vienen, no? – ella asintió y él continuó al ataque -. ¿Quieres que subamos un momento a la habitación?, hay un buen ron en el mini-bar – el eco de sus propias palabras le resonó en los oídos como si no fueran suyas.

-¿Pero para hacer qué? – dijo Susana. -Sólo lo que tú quieras – contestó él. Ella se levantó cogiéndolo de la mano. -Pero no te confundas Javier, yo no soy una “jinetera” que se vende por cincuenta

dólares. -No lo pretendo – respondió. Una vez en la habitación, con la misma música de la orquesta, empezaron un

romántico baile que ya no terminaría, se besaron y acariciaron largamente con la impaciencia de cuando el tiempo apremia. Estaban desnudos de cintura para arriba y ella pudo notar sus fuertes músculos entre sus manos, él sintió todo el olor a colonia barata, que manaba de sus rubios cabellos, como el más delicado de los perfumes. Eso le hizo pensar en un detalle.

-Lo siento Susana, si sientes un olor raro soy yo, me puse un repelente de insectos. Ella lo apretó aún más entre sus brazos y continuaron acariciándose cada uno de

sus poros sudorosos. -Por favor Javier, no pasemos de aquí, ya te dije antes que no quiero que pienses

que soy una cualquiera, tengo veintitrés años y todavía estoy a tiempo de buscar un buen rumbo a mi vida, aunque sea difícil para una chica cubana, ¿me entiendes?. Tú me gustas pero sólo hace dos días que nos conocemos y mañana te marcharas y “si te he visto no me acuerdo”. No puedo ponértelo tan fácil, ¿me comprendes, no?

Javier quedó algo contrariado, sin embargo supo valorar el momento en su justa medida y daba lo conseguido como un éxito.

-Te dije que llegaríamos hasta donde tú quisieras y no creas que estoy tan sediento de sexo como para cambiar un “polvo” mal hecho con una jinetera por una relación de amistad, que es lo que pretendo contigo. Prefiero mil veces estar como estamos, aunque no hagamos el amor, que pagar cincuenta dólares a una fulana. Tú, me des lo que me des es porque quieres.

Ella volvió a abrazarlo ocultando así una lágrima furtiva. -La próxima vez Javier, ¡te lo prometo! – le dijo al oído –. Quien algo quiere algo

le cuesta. Si dentro de unos meses todavía te acuerdas de mí ven otra vez a Cuba, ¿ok? -Tú me caes bien, me gusta el país y tengo un buen amigo ¡cómo no voy a volver!

– exclamó él. Bajaron presurosos a reunirse con sus compañeros, querían hacerlo antes de que

acabase el espectáculo para no levantar sospechas. Las chicas tenían que marcharse ya y

fueron hacia la puerta principal para despedirse, Javier pidió un taxi en recepción ya que no había ninguno a esas horas.

Se intercambiaron direcciones y números de teléfono, con la promesa de ponerse en contacto de alguna manera. Tania y Guillermo podrían continuar viéndose en La Habana, si lo deseaban, pero Susana debía despedirse allí hasta pronto o hasta nunca, pues al día siguiente ya no se verían. Besó a Javier en los labios.

-¡Escríbeme!, o, si lo prefieres, llama por teléfono - le dio un numero escrito en un papel - es de un vecino, seguro que me avisa o me da el recado, ¿ok?

-No te preocupes escribiré, aunque cabe la posibilidad de que se extravíe el correo, ya sabes aquí... – dijo Javier.

Se despidió también de Tania y quedaría con Guillermo a las once de la mañana siguiente, para verse por última vez antes de coger el avión para España.

Los tres subieron al taxi, mientras él pagó al chófer. -¡Adiós! – dijeron todos casi al unísono. Las chicas le lanzaron un beso con la

mano tras la ventanilla. Esa noche no pudo conciliar el sueño, pensó en lo bien que había pasado las

vacaciones, en el magnetismo especial del país que lo encandiló ya para siempre, en la suerte de haber intimado con una cubana y no por dinero, aunque dinero sí había gastado, ¡y mucho!, pero no le importó. Al igual que si fuera un niño sintió tristeza por tener que irse.

Llegó puntual, como siempre, a casa de Guillermo, él y su hijo estaban en la calle

jugando con la pelota nueva. Durante unos minutos se unió a ellos en un improvisado partido.

-Ahora juegas un “ratico” con tus amigos, ¿eh cariño? – dijo el padre. Javier subió a despedirse de Rosa. -Qué pena que tengas que marcharte ya mi amor – dijo ella. -También lo siento yo, pero seguro que regresaré. ¿Ya sabes que un productor

musical quiere fichar a tu hijo? -Ya sabrá lo que hace, con tal que no se meta en líos.

-No mujer, será un cantante famoso – respondió Javier. -No sabes lo feliz que está mi hijo contigo aquí, ¿a qué sí nene? – añadió Rosa. -Sí mami… ya lo sabe – contestó Guillermo intentando hacer callar a su madre. -Y gracias por los regalos y todo lo que has hecho por nosotros… - continuaba

agradeciendo ella. -No tiene importancia, lo hago muy a gusto – Javier empezaba a sentirse

incómodo con tantos halagos. Estuvo en la casa hasta la una. -Mi vuelo sale a las cuatro, pero hay que estar dos horas antes en el aeropuerto,

viene un autobús a recogernos al hotel pero yo le he dicho al guía que no me espere, que iré en taxi por mi cuenta.

-Yo te acompaño Javi – dijo Guillermo. -No te molestes. -De ninguna manera, no es molestia, faltaría más. Salieron con un “botero” hacia el aeropuerto, era difícil encontrar un turitaxi en

aquel barrio. Llegaron con tiempo suficiente, facturó el equipaje y fueron a comer un bocadillo

en el bar del vestíbulo principal. -¡Dos de atún y dos cervezas, por favor!

Decidió apurar al máximo allí, ya que Guillermo no podía acceder a la zona de embarque.

-¿Qué, cómo te fue ayer con Susana? -Muy bien, es una buena chica – contestó Javier. -¿Pero qué, hubo “cachondeo” ? – volvió a preguntar. -Sí hombre, sí – no creyó oportuno dar detalles - ¿y tú? -Como una seda compadre, ya estaba curtida en muchas batallas. -¿Sabes una cosa macho?, ya tengo la excusa para volver – dijo Javier intentando

cambiar de tema. -¿Cuál? -Verás, tengo ganas de sentarme un día tranquilamente contigo y tener una

relajada conversación, de tres horas si es preciso, para preguntarte qué demonios opinas tú de todo esto.

-¡Qué me parta un rayo si te entiendo! – contestó Guillermo. -Sí tío, tú has visto mundo, has estado en España, te has relacionado con el

turismo, ¿cómo ves el futuro de la Isla?. Yo sé que hay gente a favor y en contra de la Revolución, y he leído tanto últimamente que me pregunto qué piensas del tema. Me da la impresión que eres muy … - buscó la palabra – comprensivo con la vida que lleváis aquí.

-No todo es malo en Cuba ¿sabes?. Se han conseguido grandes cosas, pero es largo de explicar, como tú dices lo dejaremos para otra ocasión.

Llegó la hora del embarque y debían despedirse. -Bueno amigo, hasta pronto, si puedo me gustaría volver en Navidad, hasta

entonces no tengo vacaciones. -Cuando quieras Javi, esta es tu casa. Se abrazaron y Javier le estrechó la mano, dejándole un fajo de billetes en ella. -Coges un taxi de vuelta – le dijo. -¿Cien dólares? – exclamó Guillermo. -El resto para toda la familia, me sale más a cuenta que enviártelo por correo;

además ¿no hay gente que viene a Cuba a pagar cincuenta dólares por lo que tú ya sabes?, pues yo prefiero dártelos a ti.

-Después de lo que ya te has gastado en nosotros, no puedo aceptar esto – respondió su amigo.

Javier no le dejó opción y se alejó unos metros saludando con el brazo en alto. -¡Hasta pronto! -¡Adiós Javi! Guillermo casi se emociona viendo desaparecer a su buen amigo por la puerta del

control policial, aquella que en su día él traspasó, la puerta de la esperanza para muchos cubanos, la frontera física entre la Isla y el mundo.

Lógicamente no cogió ningún taxi de regreso, esperó estoicamente dos horas el paso de una “guagua” , con tal de ahorrarse unos dólares.

CAPITULO IV

Guillermo estaba impaciente por hablar con José Castillo, media hora antes de lo acordado ya se encontraba en el vestíbulo del Kolhy. El ambiente le pareció más triste que la última vez que estuvo allí, hacía una semana. Los nervios le agarrotaban el estómago, tenía la misma sensación que se experimenta en la sala de espera de un dentista.

Por fin pudo distinguir la escuálida figura de Castillo bajando por las escaleras, era un hombre de mediana edad, tan extremadamente delgado que apenas llenaba una mal planchada camisa color teja.

-¡Buenas tardes! ¿Guillermo me dijiste, verdad?

-Sí señor, para servirle – se levantó del sofá. -Voy a ir al grano y ser sincero contigo muchacho, creo que eres bueno y tienes

futuro. Cantas bien, aunque puedes mejorar, pero tienes otra baza a tu favor, que muchos no la poseen, sabes moverte en el escenario, mejor aún, tienes un buen fondo físico como para poder cantar y bailar al mismo tiempo, algo que no hace nadie en directo, ¿lo entiendes?

-Sí señor, sí – Guillermo escuchaba atónito. -Deberás aprender las reglas básicas dentro del “mundillo” musical. Visto desde

fuera parece sencillo e idílico pero no lo es, se necesita trabajo, perseverancia y, sobre todo, rodearte de la gente adecuada. Yo puedo ayudarte, pero deberás poner de tu parte y confiar en mí. ¿Qué respondes?

-Yo, bueno… en principio me interesa, ¿pero cuáles son las condiciones? El mexicano le explicaría que durante un mes debería ensayar con un grupo de

músicos con tal de aprender un mínimo repertorio de temas cubanos, para después a lo largo de dos meses actuar por diferentes hoteles de Varadero. Este periodo le serviría para adquirir confianza y “coger tablas”, como se dice en el argot del oficio, de cara a poder grabar un disco posteriormente, promocionarlo con una buena campaña de publicidad en la radio y finalmente llevarlo de gira por todo el país. Si la cosa funcionaba no descartaba salir al extranjero, para eso sería necesario dejar su actual trabajo en la escuela.

-¿Y cuánto ganaré?, debo mantener a mi familia – preguntó Guillermo. -Verás muchacho, las actuaciones las contrato yo, así como el equipo y el

transporte por lo que tendrás asignada una cantidad fija de cien dólares al mes, al igual que el resto de músicos. No es demasiado pero es sólo el principio, piensa que yo también estoy invirtiendo en ti, si todo va como yo espero quiero que grabes en un buen estudio y eso vale mucho dinero, ¿comprendes?

-Sí comprendo – a él le pareció un precio razonable –. De acuerdo acepto, pero me preocupa el tema legal, aquí el asunto laboral es un poco delicado, no sabría gestionar lo de dejar el empleo que tengo actualmente.

-Tranquilo, no eres el primer cubano con el que trabajo, yo me encargo de todo el “papeleo” burocrático con la Cámara de Comercio y demás. Seguramente lo que tendremos que hacer será: asignarte una cantidad en pesos, de los que deberás rendir cuentas, y el resto ya nos entenderemos entre nosotros. De momento te vas a esta dirección – le entregó un papel – y preguntas por Felipe, es el organista, él te enseñará el local de ensayo. Tienes un mes escaso para preparar unas cuantas canciones conocidas, las que pide normalmente el turista, ¿de acuerdo?

-Lo que usted diga – contestó. -Por cierto Guillermo, si vamos a ser socios mejor será que me llames José, ¡y

tutéame por favor!

Guillermo se marcharía esa tarde volando en una alfombra mágica, su madre no podía creérselo. Corrió también a decírselo a Tania, la amiga con la que salió unas cuantas veces, pero que finalmente acabó marchándose a trabajar al extranjero, gracias a las acertadas gestiones de su primo.

Por otra parte, se alegró del hecho de estar en época vacacional y no tener que presentarse al trabajo al día siguiente, no hubiera sabido como decirle a su superior la buena nueva. Con un poco de suerte antes de empezar el próximo curso ya tendría arreglados los papeles y no haría falta presentarse al colegio.

Se moría de ganas de darle la noticia a su amigo, llamó a Carlos, en Ávila, a cobro revertido como siempre, dándole todos los detalles y dejándole el encargo de que

cuando apareciese Javier por el gimnasio se lo comentara. ¡Cien dólares al mes!. Lo primero que compraría, después de las necesidades básicas se entiende, sería un reloj digital “made in China”, de dos dólares, para su hijo David, siempre deseó uno, luego un estuche de manicura para su madre, hacía mucho tiempo que no se pintaba los ojos y los labios. ¡Con lo que ella luce cuando se arregla! – pensó.

El viernes por la tarde se presentó en el local de ensayo, en la calle 8, donde le

esperaba Felipe y el resto del grupo. Todos eran mayores que él y muy experimentados en su trabajo, habían actuado varias temporadas por la costa, siempre en complejos turísticos, desde Varadero, Guardalavaca hasta Santiago, por lo que no necesitaban ensayar demasiado, estaban ya conjuntados. Sería Guillermo el que se llevó las letras de una veintena de canciones para aprendérselas de memoria, algunas las conocía en parte, otras tan sólo las “tarareaba” .

De todas formas a la semana ya se atrevía a improvisar bastante bien la mayoría de temas. El uno de septiembre tenía su primera actuación en público, en el hotel Barlovento, comenzaba así la cuenta atrás.

Todavía no había dicho nada a sus compañeros del “Centro cívico” del barrio, pero no hizo falta, las noticias corren solas.

-¿Qué me han dicho compadre, que cantas en una orquesta? – preguntó uno. -Bueno sí, en un pequeño grupo, dentro de unos días tocamos en Varadero –

contestó Guillermo. -¿Pero cómo fue?... ¿Te pagaran por hacerlo? – añadió Benjamín, el mayor

fumador de pipa de la Isla. -Me “botaron” del trabajo y me dije... ¡tengo que buscarme la vida! – respondió

con sarcasmo. -¡No me des la vaina, carajo! -Está bien es una broma, la verdad es que gracias a un amigo participé en un

concurso en el hotel Kolhy, con la suerte que me vio un empresario mexicano que... en fin, cree que puedo prosperar en esto. – Guillermo se sentía orgulloso e importante por primera vez en su vida, siempre fue menos que los demás en cada una de las situaciones que se había encontrado, exceptuando quizás ante sus alumnos de la escuela. En cambio ahora él era el centro de atención, todos le admirarían.

El gran día amaneció igual de monótono para el resto de los isleños, sin embargo

para él era su prueba de fuego, más importante que el Carnaval para un cubano. Gracias a un adelanto de José Castillo, esperando que estuviese en buena forma, a la hora de comer dispuso de pollo con arroz y café del bueno, David tendría ración doble de helado.

A media tarde la furgoneta Fíat alquilada llegaba a Varadero, entre los cinco músicos y él mismo descargaron el material, lo montaron e hicieron después las pruebas de sonido, de momento no disponían de ningún técnico para esos menesteres. A diferencia de lo que siempre había imaginado su primera actuación realmente no sería multitudinaria, ni tampoco sobre un gran escenario, de hecho fue a pie de piscina y delante de no más de ochenta personas, la mayoría jubilados extranjeros que tras la copiosa cena salían a la terraza a tomarse una copa. No hubo luces espectaculares ni efectos especiales, un ron con hielo le ayudó a atemperar los nervios.

Empezaría el repertorio con “A bailar el toca-toca”, tres parejas se animaron a salir a bailar, lo cual le dio cierta seguridad y confianza, nadie notó, excepto sus compañeros, que repitió la letra en las dos últimas estrofas. Pero a fin de cuentas esa

noche le serviría para saborear, por vez primera, la miel de los aplausos al acabar una canción.

¡Qué lástima que José no me haya visto! – pensó. El productor mexicano se encontraba de viaje y se fiaba, por el momento, de los

informes que le diera Felipe. -¿Cómo estuve? – preguntó Guillermo a sus compañeros. -Bien, has estado bien – dijo el organista. -La primera parte algo nervioso, pero después mejoraste mucho – añadió Froilán,

el guitarrista. Guillermo se había centrado tanto en cantar sin desafinar que descuidó un poco la

puesta en escena, que era su fuerte, estuvo algo agarrotado pero en sucesivas actuaciones mejoró a pasos agigantados.

En una ocasión no pudo reprimir su ego y se llevó unos cuantos carteles publicitarios de los que anunciaban su próxima actuación, repartiéndolos entre los conocidos de su barrio. En ellos podía leerse: “Grupo Sinfonía y su cantante Guillermo Fernández”. Sabía que nadie de allí podría ir a verlo, pero se sintió el hombre más importante de la Tierra viendo su nombre escrito en aquel trozo de papel.

A finales de mes tendría lugar uno de los compromisos fuertes de la mini-gira, la del hotel Meliá Las Américas, de mucha más responsabilidad ya que el aforo sería mayor y al menos tocarían en un pequeño escenario, dispondrían de un buen juego de luces y el apoyo del técnico de sonido del propio complejo hotelero. Estuvieron ensayando de cuatro a siete de la tarde “in situ” para que no fallase nada.

Fue extraordinario, delante tenía unas cuatrocientas personas deseosas de mover el cuerpo, gente joven y de mediana edad en su mayoría, y algún ejecutivo extranjero viviendo su segunda juventud. Dos grandes focos rojos iluminaron el escenario transformándolo en un dulce y glorioso infierno. Guillermo estuvo como nunca, cantó estupendamente, amplificado por unos potentes dos mil watios, y bailó con soltura, en un derroche de fuerza y fondo físico que deleitó a los asistentes. Al acabar el espectáculo no sólo le felicitaron sus compañeros, sino el propio gerente del hotel. También unas cuantas estudiantes españolas le alabaron pidiéndole autógrafos y fotografiándose con él.

-Yo tengo un amigo en España – repetía – en Ávila concretamente, estuve allí ¿sabéis?

-Nosotras somos de Sevilla – respondieron ellas. Charlaron largo rato, él se sentía embriagado de felicidad y las chicas disfrutaban

de la amabilidad del mulato cubano. Esa actuación se había conseguido gracias a la amistad de Castillo con uno de los

responsables del prestigioso hotel, por lo que el mexicano quedaría gratamente sorprendido cuando le informaron del rotundo éxito de su protegido.

Guillermo notó que su vida cambiaba radicalmente, la vivía más deprisa, algo inusual para un cubano medio, trabajaba de noche y dormía de día. A menudo ni tan siquiera podía entrenar como hubiera deseado, la parte positiva era que había ganado autoestima en el aspecto personal.

Una vez se acabaron las actuaciones, y siguiendo el plan establecido, se pusieron a trabajar en los nuevos temas y se encerraron durante quince días en un estudio de grabación llamado Caribe producciones. José Castillo puso los cinco mil dólares necesarios para la grabación del “master” , a parte de los gastos de las copias en diferentes formatos: discos, cintas y compactos, así como las fotografías y carátulas. La distribución y publicidad vendrían después.

Las canciones serían todas originales, algunas eran composiciones de Felipe y el resto de autores desconocidos a los que Castillo compró los derechos. Guillermo quería colaborar poniendo algo más que la voz, pero no le dejaron.

-Es imposible muchacho, las canciones están registradas así, con letra y música – decía el mexicano –. En todo caso, en próximos trabajos podríamos componer algún tema instrumental y tú poner la letra si tanto te ilusiona. Veremos que se puede hacer.

-De acuerdo pero... al menos podré participar en la elección del título del disco, ¿no? – preguntó él.

-Siempre y cuando no propongas una insensatez, tiene que ser mínimamente comercial, ¿entiendes? – contestó Castillo.

El estudio estaba ubicado en el segundo piso de una vieja casa de la calle 17, nadie diría que en su interior reformado hubiese tanto dinero invertido. Una estrecha escalera daba acceso a una puerta de seguridad y ésta a una primera estancia totalmente forrada de moqueta gris, en ella destacaba una mesa de mezclas de 24 canales con sistema de grabación digital. El equipo era de lo mejor en Cuba, aunque inferior a los empleados en Europa. Una gran mampara de cristal y otra puerta de seguridad separaban una segunda estancia insonorizada, en la que un “frío” micrófono colgaba del techo.

Guillermo comprobaría que grabar era más difícil de lo que la gente se imagina. Si el productor o ingeniero de sonido son exigentes, las sesiones pueden ser maratonianas, la perfección que se busca en un estudio difiere mucho del directo, donde según que fallos pueden quedar disimulados. La grabación obliga a repetir una y otra vez cada estrofa, cada compás, si es necesario. Todo ello sumado a la frialdad que produce sentirse encerrado en aquella “caja de cristal”, genera falta de motivación de la que sólo los artistas muy experimentados saben evadirse, los noveles en la materia prefieren el directo, ya que se sienten arropados por los músicos. Él no podía ser menos y se encontró incómodo cantando las canciones aislado del exterior y escuchando la música por unos auriculares. Encerrado en la “pecera” no le perdonarían ni un “seseo”, ni una “fritura” . La modulación de la voz debía ser perfecta.

Los primeros días de trabajo los dedicaron a grabar las bases, es decir, bajo y batería. Posteriormente se añadirían, por diferentes canales, el resto de instrumentos: guitarras, teclados y algunos toques especiales de percusión. Después vendría la sección de viento, esto es, trompetas, saxos, etc. Finalmente lo más delicado, voz solista y coros. Guillermo no empezó su trabajo hasta la segunda semana de grabación, para ayudarse interiormente cantaba bailando, a pesar de las constantes recriminaciones del técnico que le decía que quedaría mucho mejor si no se fatigaba. Lo probó varias veces sin éxito, era incapaz de entonar correctamente estando estático sin poder mover un pie. Lo dejaron por imposible y lo hizo a su manera.

A mediados de noviembre salió el disco a la calle, en una primera etapa tres mil

copias para probar suerte. En la portada, sobre fondo blanco, aparecían las figuras de Guillermo y una bella modelo en una sensual postura de baile, se rozaban ligeramente los traseros. El nombre artístico de la formación también había cambiado, para dar protagonismo al solista, que era más comercial, ahora serían: “Guillermo Fernández y el grupo Sinfonía”.

-¿Qué jefe, es acertado el título, no? ¡Sabor Cubano! –dijo Guillermo feliz después de haber podido escogerlo.

-Sí está bien, teniendo en cuenta que la mayoría de temas son ritmos típicamente cubanos – respondió Castillo mientras ojeaba los “créditos” que figuraban en la contraportada.

“A mi buen amigo Javier por su ayuda y a la Sierra de Gredos por ser como es”. -¿Quién es este tal Javier... y la Sierra, dónde está? – preguntó intrigado el

productor. -La Sierra de Gredos son unas hermosas montañas en Ávila, allí en España. Javier

es un buen tipo, gracias a él me conociste aquel día en el Kolhy, ¿no te acuerdas? -¡Ah sí!, recuerdo que estabas acompañado. ¡Hombre... aquí salgo yo! “A José Castillo por confiar en mí, sin el cual hubiera sido imposible realizar

esta grabación”. Guillermo miró y removió una y mil veces las cajas con el material, unas llenas de

cintas de cassette, otras de compactos. Le dieron diez copias gratis para repartirlas entre familiares y amigos, pensó en enviarle una a Javier, pero finalmente decidió no hacerlo, esperando que cumpliera su promesa de regresar en Navidad, sería mejor dársela en mano.

El siguiente paso era realizar una buena campaña de publicidad “bombardeando”, literalmente, las escasas emisoras de radio existentes en la Isla con la canción estrella: “Piel canela”, primer sencillo extraído del álbum.

Castillo también se ocupó de concertar un par de entrevistas radiofónicas para más adelante, cuando hubieran vendido unos centenares de copias. En realidad no tenía demasiadas esperanzas de vender una cantidad desorbitada en Cuba, es sabido que el cubano pocos discos puede comprar, a éstos hay que ganárselos en directo y, sobre todo, sonando por la radio; él era consciente de ello y sólo pretendía que le sirviera de trampolín, el relativo éxito que pudiera obtener por las ventas en zonas turísticas y así, posteriormente, dar el salto al resto de países caribeños, de mayor poder adquisitivo e intentar multiplicar las ventas. Inicialmente su objetivo era México, después introducirse en el mercado portorriqueño y a ser posible Miami en Florida. Toda una hazaña.

Para su sorpresa, en escasamente mes y medio, se agotaron las existencias y tuvieron que sacar urgentemente al mercado una segunda edición. Antes de acabar el año venderían más de seis mil copias. El productor lo tuvo claro, no quiso perder tiempo promocionando el disco mediante una gira por el país, no lo creyó necesario, únicamente hicieron unos testimoniales recitales en La Habana y Santiago, luego empezó a preparar una posible gira de actuaciones por la costa mexicana, lugar que conocía muy bien.

Llegaron los primeros beneficios y el sueldo de Guillermo pasó a trescientos

dólares al mes más gastos. Le compraron ropa nueva y se le exigió que se dejara ver por los locales de moda de la ciudad, hasta se puso un “carro” a su disposición y al resto del grupo, un Daewoo Break. Sin embargo vivía tan intensamente las horas del día que apenas tenía intimidad. Prácticamente ya no residía bajo el mismo techo que su madre e hijo, se esforzaba por comer con ellos dos o tres veces por semana, pero por lo demás convivía con los músicos y casi todas las noches, si no estaban fuera de la ciudad, dormía en casa de Felipe.

Tampoco podía disfrutar, como él quisiera, de la devoción que empezaban a demostrarle algunas “fans” . Todo estaba programado y supervisado por Castillo o, en su ausencia, por el manager de turno que disponía la casa discográfica.

Resueltos los problemas burocráticos, el mes de diciembre tenían que pasarlo en México y no regresarían hasta Navidad. Por segunda vez en su vida abandonaba Cuba, si bien en esta ocasión de forma muy diferente. No hubo tiempo para la soledad ni la melancolía, ni tampoco una triste despedida familiar, ahora iba rodeado de socios y amigos, con el beneplácito de su país al marchar como embajador de su música al

extranjero. Le encantó ver su disco en la sección musical del aeropuerto, hasta la camarera del bar le pediría un autógrafo. En resumidas cuentas, el séquito “Sinfonía” no pasaba desapercibido.

La primera cita era Cancún, después actuaron en diversos lugares de la costa hasta llegar a Veracruz, allí fueron entrevistados por la radio local y un amplio reportaje del concierto salió por televisión. Guillermo alucinó viéndose por la pequeña pantalla, tuvo que pellizcarse para creérselo. Al mismo tiempo su disco no paraba de sonar a diario en las principales emisoras de radio mexicanas, la discográfica apostó muy fuerte por él.

También padecería algún contratiempo, una de las actuaciones se anularía a causa de una afonía que sufrió, consecuencia de un resfriado mal curado. Lo sintió con toda el alma, no por él, sino por su jefe y sus compañeros.

En un esfuerzo de última hora, Castillo consiguió un contrato en Acapulco, eso significaba dar el salto de la costa atlántica, a la del Pacífico. No obstante allí todavía no se habían distribuido sus discos y no era conocido, aunque a la postre también triunfó.

Lo que más agradaba del novedoso Guillermo Fernández era su originalidad, buenas voces las había pero ninguna que al mismo tiempo bailara frenéticamente su propia música. El espectáculo ganó en vistosidad cuando incorporaron dos “gogos” , es decir, dos guapas bailarinas con cintura de avispa, que le acompañaban en sus estudiados y acompasados movimientos salseros y que hacían las delicias del público.

El domingo anterior a Navidad regresó a la Isla y siguiendo la costumbre fue a

comer con su familia. -¡Hola mami, ya estoy aquí! -¿Cómo te fue hijo? – preguntó Rosa. -Vengo directo del aeropuerto, no he tenido tiempo ni de cambiarme, ¿y el niño? -Estaba abajo jugando, ¿no le viste? – su madre salió al balcón llamándole a pleno

pulmón. -¡David!!! Al momento apareció con la pelota bajo el brazo y un rasguño en la rodilla. -¡Papi, me hice daño! - gimió el niño. -No es nada cariño, papá te lo cura – contestó el padre soplándole la extremidad. A media comida llegó jadeante el vecino de enfrente, uno de los pocos que tenían

teléfono en la calle. -¡Guillermo! ... Te llaman de España. Salió corriendo con un trozo de pan en la boca. -Me ha dicho que te avisara y que volvería a llamar en cinco minutos, no hace

falta que corras – le dijo el vecino. Al instante sonó el aparato. -Sí, dígame... -“¿Guillermo?, soy Javier” – escuchó por el auricular. -¡Javi, amigo!, pensé que eras Carlos, ¿cómo estás? -Bien, muy bien, le pedí tu número a Carlos, bueno el del vecino, y me decidí a

llamarte ahora que tengo teléfono en casa, me lo instalaron la semana pasada. Si no ocurre nada el jueves salgo para allá.

-Estupendo, qué alegría tenerte de nuevo aquí, tengo tantas cosas que contarte – respondió Guillermo.

-Sí ya sé, ¡Qué suerte tienes maricón!, vas a grabar un disco, ¿no? -Ya lo grabé y, en cierta manera, gracias a ti, si no me hubieras invitado aquel día

a ir al Kolhy no hubiese conocido a José Castillo, mi productor.

-Cosas del destino, por cierto, ¿estarás libre durante estos días o tienes muchos compromisos? - preguntó Javier.

-No demasiados, sólo en Nochebuena tenemos actuación en Varadero, por el turismo ¿sabes?. Aquí no celebramos la Navidad, al menos oficialmente, la fiesta grande la hacemos para Fin de Año. Oye, no te lo he dicho, ¡acabo de llegar de México!, me has encontrado en casa por pura casualidad.

-¡No me digas! – exclamó su amigo - ¡Hostias tío! serás famoso como Luis Miguel.

-Todavía no, pero con el tiempo ya veremos – dijo riendo Guillermo. Estuvieron hablando un buen rato hasta que Javier cayó en la cuenta. -Bueno macho, te dejo o me costará un ojo de la cara esta conversación. Ya pasaré

a verte ¿vale?... ¡Nos vemos! ... Adiós. -Ok mi hermano, ¡te espero! – contestó Guillermo. Javier colgó el teléfono. Miró el reloj y vio que ya debía haber comenzado el fútbol en el Canal plus,

jugaban Barcelona y At. Madrid; sin perder tiempo se dirigió al “Ancla” , como cada domingo vería el partido por la pantalla gigante que allí tenían, tomándose una cerveza, si ganaba el Barça, dos.

Bajaba por la calle Sonsoles pensando que debería llamar a sus padres en Tarragona y disculparse por no ir en Navidad como era costumbre, quizás para Reyes iría un fin de semana, sin embargo no les diría nada de que volvía a Cuba.

Los tres días de trabajo que le faltaban, se le hicieron eternos, al salir de la fábrica y antes de ir al gimnasio paseaba por las calles comerciales de Ávila: Duque de Alba, San Segundo, Avda. Portugal etc., mirando escaparates y pensando que podía llevarles esta vez a sus amigos cubanos. Ahora que había aumentado el poder adquisitivo de Guillermo a lo mejor no era buena idea hacerle demasiados regalos, podría ofenderse – pensó.

Finalmente decidiría llevar algún obsequio, pero en todo caso, no darle dinero en metálico.

Para Susana compró un cargamento de ropa interior, en su última carta ella le pedía que si algún día volvía a Cuba, por favor le llevara un sujetador y unas cuantas bragas, pues allí era casi imposible conseguirlas, sino era en el mercado negro. También quiso regalarle una joya, algo que pudiese lucir exteriormente. Durante los meses transcurridos desde que se conocieron se habían llamado dos veces por teléfono y se enviaron correspondencia en varias ocasiones, algunas cartas no llegaron a su destino, otras sí. La distancia había servido para unirlos más, al contrario de lo que ella vaticinó, cuando dijo que la olvidaría rápidamente.

Javier incluso hizo indagaciones para saber que se necesitaba si se quería traer una persona cubana a España, siempre lo hizo a espaldas de Susana. Llamó al Ministerio de Trabajo, a extranjería, y habló con un gestor que sabía de estos temas; descubrió que era más difícil de lo esperado, lo más fácil para salir del país era casándose y aún así se tardaban varios meses y costaba medio millón de pesetas en trámites, el resto de posibilidades eran complicadas: se necesitaba un contrato laboral estable, dejar una fianza en la embajada o una carta de invitación ante notario si se era familiar y se pretendía invitarlo a venir de vacaciones. Estas dos últimas opciones nunca eran seguras por las trabas de ambos países, incluso después de haberse gastado dinero en gestiones.

El jueves por la mañana subió a su Megane amarillo y feliz se dirigió a Madrid, dejó el coche en el aparcamiento del aeropuerto y rezó para que estuviera allí a su regreso. Esta vez volaba con Cubana de Aviación, no encontró pasaje en Iberia. En un

principio receló de la compañía cubana pensando en las precarias condiciones que estaban atravesando, dudaba que los aviones estuvieran bien revisados, después comprobaría lo equivocado que andaba, para vuelos transoceánicos eran muy buenos, casi siempre alquilados a compañías francesas, y la tripulación nativa estaba tan o mejor preparada que cualquier otra.

Lo que no pudo evitar fue un problema de “overbooking”, o sobreventa de billetes, por parte de la compañía aérea, típico en temporada alta. Él y doce personas más se quedarían en tierra, tuvo mala suerte ya que llegó de los últimos al mostrador de facturación. Su agencia de viajes le dio la documentación con la hora de salida equivocada, en lugar de las 17.20, como constaba en su bono, el vuelo salió a las 15.45, él confiado llegaría a las 15.00. Después de la lógica indignación realizó las pertinentes reclamaciones a “Cubana” y “Polytours” , que era la mayorista, rellenando los respectivos impresos y quedándose copia para, posteriormente, pedir indemnizaciones por las molestias ocasionadas. Por el momento consiguieron que les pagaran una noche de hotel en Madrid, cena, desayuno y la posibilidad de volar a la mañana siguiente a La Habana desde París, no obstante perderían un día de viaje.

-¡Esto es intolerable! – decía Pedro, uno de los afectados y que era policía –. Tengo el billete pagado hace dos meses, ¡reclamaré donde haga falta! -. De nada le sirvieron sus quejas, ni identificarse como funcionario del Estado.

-¡Es una vergüenza! – añadió un gallego casado con una cubana desde hacía ocho años y que le esperaba en La Habana.

Un grupo de chicas lo tenía todavía peor pues, además de no viajar, su equipaje lo habían facturado desde Vigo a final de destino, por lo que tendrían que pasar la noche en Madrid sin ropa para cambiarse y la natural preocupación por sus maletas.

Tras dos horas de largas gestiones fueron todos en taxi hasta el hotel asignado y en familia pasaron el resto de la tarde, luego cenaron y algunos salieron a tomar una copa a un club musical cercano. Javier simplemente se acercó a un bar anexo al hotel, pidió un café y se retiró a su habitación.

A las 8.30 de la mañana les recogió un ómnibus que les trasladó al aeropuerto y en un vuelo de Iberia partieron hacia París. Aterrizaron en Orly, donde deambularon un buen rato hasta encontrar la terminal D en la que operaba Cubana de Aviación. A las 15.30 salían, por fin, en vuelo directo hacia Cuba, como habían facturado juntos, también iban agrupados dentro del avión.

Una de las chicas que viajaba sin maletas era cubana, llevaba tres años trabajando en España gracias a la influencia de su padre que era director de una sucursal del Banco Financiero Internacional de Cuba. Regresaba por primera vez después de tan largo periodo de tiempo y estaba emocionada.

-Así que eres cubana, ¿cómo te llamas? – le preguntó Javier que ocupaba el asiento contiguo.

-Karelia – contestó ella. -¿Karelia? qué nombre tan bonito. ¿Y dónde vives? -En Centro Habana. -Centro Habana, igual que mi amigo, él vive en la calle Neptuno. -Pues yo estoy muy cerca, a cinco o seis “cuadras” de allí – dijo ella. -A lo mejor nos vemos, ¿cómo se llama la calle? -Calle Gervasio, entre Concordia y Virtudes, ¿y tú, vas a casa de tu amigo? -Prefiero no molestar, voy a visitarlo pero tengo habitación en el hotel Capri –

respondió Javier. A las seis de la tarde, hora local, llegaban al aeropuerto José Martí, pasaron el

exhaustivo control aduanero y recogieron el equipaje. Allí mismo se despidió el grupo

ya que viajaban por diferentes agencias, tan solo Pedro el policía, y Javier iban al hotel Capri. Como llegaban con un día de retraso nadie de Polytours estaba esperándoles para el “transfer” hasta La Habana, cogieron un taxi para posteriormente pasar la factura a la mayorista.

-¿Cuánto nos va a cobrar? – preguntó Pedro al chófer. -Quince dólares señor. -De acuerdo, vamos. Mientras dejaban Boyeros y se adentraban en la ciudad Javier tuvo la sensación de

que no habían transcurrido cinco meses desde su última visita, todo seguía igual, la misma imagen de decadencia de siempre pero con cierto encanto a la vez, con un magnetismo especial al cual uno no podía estar ajeno.

Cuando llegaron al Capri quedaron decepcionados, a excepción del vestíbulo principal el resto del hotel era francamente mediocre, de muy bajo nivel, sin reformas notables desde sus tiempos de apogeo allá por el 59, las habitaciones rozaban la insalubridad, el olor a moho y humedad impregnaba todas las dependencias, las paredes con salitre perdían la pintura especialmente en los aseos, la moqueta, gris descolorido, estaba manchada y desgastada por los años. El establecimiento en su conjunto presentaba en general un grave estado de dejadez. Javier tuvo reparos de meterse en aquella bañera sucia y oxidada, finalmente lo hizo calzándose unas “playeras” .

Esperó a Pedro y juntos bajaron a cenar, el restaurante tampoco estaba a la altura de lo exigido.

El policía también era la segunda vez que viajaba a Cuba, estuvieron hablando de la Isla y, sobre todo, de mujeres. Ambos se sinceraron lo suficiente como para reconocer que una cubana les había robado el corazón, Javier le habló de Susana, Pedro, que sólo se quedaba una noche en el hotel, le comentó que el resto de los días se iba por su cuenta a Cárdenas, donde alquilaría una casa particular, teniendo así menos problemas para verse con su “amiga” . Javier por su parte le dijo que tenía un amigo en La Habana al que debía llamar por teléfono y que seguramente después saldrían a dar una vuelta, le invitó a acompañarles.

-Voy a decirle que llegué y paso a buscarlo, ¿si quieres venir? -Bueno, ¿no le molestará que me presente en su casa sin conocerlo? – contestó el

policía. -¡Qué va!, es un buen tío. A Javier no le importaba tener un nuevo acompañante esa noche, porque sabía que

no podía contar con Susana, por desgracia ese viernes debía quedarse en casa de su jefe, el piloto, cuidando de su hijo mientras él salía de “parrandeo” . De hecho cuando supo que no llegaría el jueves, por lo del retraso del vuelo, ya quedó citado con ella, desde España, para el sábado.

El taxi les dejó en la calle Neptuno, el barrio estaba casi a oscuras por las

restricciones nocturnas de electricidad. Pagaron los tres dólares de rigor y caminaron unos escasos diez metros hasta la vieja casa, subieron por las tortuosas escaleras hasta llegar al primer piso, lo hicieron con cuidado pues no había luz.

-¡Guillermo! – gritó Javier. Al momento salió su amigo. -¡Javi, compadre! – contestó éste a cierta distancia - ¿qué hay amigo? –. Se

abrazaron. -No veo un “pijo” – Javier caminaba con suma cautela - ¿cómo estás macho?. Te

presento a Pedro, un compañero de viaje que tiene esta noche libre por aquí y pensé que quizás podría salir con nosotros, si te parece bien.

-¡Cómo no, encantado!, pero pasar... pasar por favor. ¡Mami, llegó Javier! – exclamó Guillermo.

-Hola mi amor, qué alegría tenerte de nuevo con nosotros – contestó Rosa al tiempo que lo abrazaba, a Pedro le dio el típico beso de cortesía.

En ese momento bajó David que ya se encontraba en su habitación a punto de dormirse.

-Mira campeón que te he traído – Javier sacó de la bolsa una caja bien envuelta. El niño empezó a romper el papel a tirones, tan rápido que no atinaba a descubrir

la caja. -¡Oh papi... un coche “dirigido” ! – gritó David con admiración. -¿Qué se dice? – le recriminó su padre. -Gracias – respondió tímidamente mientras probaba la máquina -. ¡Miren cómo

corre! – el bólido se estrelló contra la pata de la mesa. -También he vuelto a traer latas de atún, aunque ahora que eres casi famoso no sé

si las aceptarás – dijo Javier riendo. -Por supuesto Javi, aquí están muy caras. Sin embargo era evidente que la situación de su amigo había mejorado

notablemente, se apreciaba en su vestimenta y en algunos detalles de la casa. Así lo entendió él y desde ese momento dejaría de ayudarle materialmente para no herir su sensibilidad.

-Pero cuenta, ¿cómo fue que no llegaste ayer?. Me avisó mi madre si no... – preguntó Guillermo.

-No quiero ni contarte la odisea que hemos pasado hasta llegar aquí. ¡Cuéntale Pedro!

Éste se limitó a suspirar y hacer un gesto de afirmación. -¿Y en qué hotel estáis? -En el Capri. -¡El Capri!, ¿oíste mami?. Qué casualidad, dentro de dos horas canto en el Salón

Rojo, justo al lado, no te lo dije por teléfono porque quería darte una sorpresa, ¿vendrás a verme no?

-Claro que sí – contestó Javier - ¿pero no me dijiste que estos días sólo tenías una actuación en Varadero?

-Cierto, pero han salido cambios de última hora, además para Fin de Año voy a Puerto Rico, ¡te das cuenta!. Uno empieza a ser importante.

-¡Joder macho!, quién te ha visto y quién te ve – Javier no exageraba en su sorpresa.

No tendrían mucho más tiempo para conversar, al poco rato los compañeros de Guillermo pasaron a recogerlo para hacer los últimos preparativos antes de la actuación.

El Salón Rojo, al igual que el hotel, fue importante en la década de los cincuenta y

sesenta, allí cantaron los mejores artistas e intérpretes de boleros. Es un gran recinto cuadrado totalmente pintado, de rojo las paredes y de negro el techo, la escasa iluminación disimula la falta de detalles y de puesta al día del local. El escenario se encuentra a la izquierda conforme se entra, distribuyéndose las mesas a su alrededor.

Pedro y Javier se situaron en segunda fila, justo delante, pagaron diez dólares cada uno a cambio del espectáculo y barra libre toda la noche. En primer lugar actuó una rubia cantante, algo pasada de peso y entrada en años pero que cantó unos cuantos boleros divinamente. Sin apenas descanso hubo cambio de músicos y apareció Guillermo Fernández, la estrella de la velada, la gente aplaudió nada más verle, era obvio que gozaba ya de cierta popularidad. Arrancó con su tema puntero:“Sabor

Cubano”, como si lo hubiese hecho toda la vida cantaba y se movía con soltura y profesionalidad, derrochaba energía y simpatía por los cuatro costados, las dos chicas acompañantes acabaron de poner la guinda.

-Lo hace muy bien tu amigo – decía Pedro gritando – y las dos tías que lleva están de muerte.

Javier, que casi no podía oírle, sólo asintió con la cabeza, estaba impresionado. La última vez que lo vio actuar fue de concursante en el “karaoke” del Kolhy y ahora tenía delante un auténtico artista.

El segundo tema, “Piel canela”, era una preciosa balada con algo de ritmo que la hacía muy pegadiza. Guillermo aprovechó los compases instrumentales iniciales para saludar al nutrido grupo de mexicanos allí presentes, un centenar dividido en grupos, que se encontraban alojados en el hotel desde hacía dos días. Astutamente, José Castillo consiguió ese concierto de cara a promocionar, aún más, a su protegido entre sus paisanos.

Cantó y bailó por espacio de unos cuarenta minutos, guardando una última sorpresa para el final.

“Tal como dicen los créditos de mi disco,.. quiero hacer una dedicatoria especial a un amigo,…un amigo español y que hoy se encuentra entre nosotros…¡Javier! – dijo señalando hacia su mesa, espoleando al público a mirar y forzándoles a aplaudir como hizo él – “…va por ti amigo”.

Las primeras notas “guaracheras” inundaron el recinto al tiempo que Javier saludaba tímidamente con el brazo, pasó una gran vergüenza.

-No te quejarás del detalle de tu amigo – voceó Pedro. Javier no contestó, seguía inmerso en su asombro mirando fijamente el escenario,

mientras un camarero recogía los vasos vacíos de la mesa sirviendo dos nuevos cubalibres. Acabada la actuación el público premió con una larga ovación a Guillermo. Detrás de él salió un cuarteto de negros con una estupenda polifonía de voces que, luciendo sendos trajes grises y zapatos claros, interpretaron temas clásicos de los sesenta.

A los pocos minutos un sudoroso Guillermo Fernández salió por una puerta lateral dirigiéndose, sigilosamente entre las mesas, hasta donde estaban Pedro y Javier. Únicamente, en la mesa contigua, dos fans mexicanas se percataron de su presencia y disimuladamente les firmó un autógrafo.

-¿Qué compadre, cómo estuve? -¡Enhorabuena macho!, has estado magnífico, me dejaste “anonadado”, pero te

pasaste con la dedicatoria … - dijo Javier. -Es lo menos que te debo Javi – le interrumpió Guillermo -. ¿Y a ti te gustó? –

dijo mirando a Pedro. -¡Oh sí, mucho! y las “gogos” también –. Los tres rompieron a reír. -Por cierto, me duele decírtelo pero te veo algo más flojo muscularmente, ¿no

entrenas? – le preguntó Javier. -La verdad es que en seis meses prácticamente no he podido entrenar, ¿tan mal

estoy? -No te lo tomes al pie de la letra hombre, desde el punto de vista culturista has

perdido algo de masa muscular, pero… no estás gordo ni nada de eso, un poquito “fofo” – volvieron a reír – aunque para cantante de salsa ya estás bien.

Realmente sí había perdido gran parte de su musculatura, además de no entrenar se había abandonado un tanto con la alimentación, incluso fumaba y bebía más que antes. Sin embargo, debido a su trabajo en el escenario, todavía conservaba una buena condición cardio-vascular.

Guillermo tenía que marcharse y se despidió de ellos, quedaron en verse días después en Varadero.

-Oye, no quiero ser fatalista pero... ¿no has notado que tu amigo estaba muy raro? - preguntó Pedro.

-¿Raro, qué quieres decir? -No sé... muy excitado, los párpados hinchados... he visto antes esos síntomas,

como si hubiese tomado algún estimulante o... alguna droga. -Tienes el olfato de policía un poco estropeado, estaría excitado por la actuación,

supongo – respondió Javier un poco molesto. Aún no había acabado el espectáculo cuando decidieron retirarse al hotel, el

agotamiento del viaje y el cambio horario hacían mella en sus cuerpos. Apenas llegaron a la habitación cayeron rendidos en la cama.

El ruido de una descarga de inodoro despertó a Javier, Pedro ya estaba aseado y

recogiendo sus cosas -Son casi las diez, bajo un momento a desayunar y me marcho enseguida. -¡Espera! te acompaño, es sólo un minuto – Javier se apresuró en vestirse. Durante el desayuno se intercambiaron sus direcciones y números de teléfono. -Bueno espero que te vaya bien con la chica de Cárdenas. -Gracias, ha sido un placer conocerte y poder cruzar con alguien cuatro palabras

en catalán, aunque sea tan lejos – dijo Pedro –. Y perdona los comentarios que hice ayer sobre tu amigo, seguramente esté equivocado pero, en todo caso, lo hice con la mejor intención, imagino que lo aprecias y pensé que podías ayudarle, en fin lo dicho, ¡lo siento! – acabó sentenciando el policía.

-No hay nada que perdonar, bueno ya ves el mundo es un pañuelo, igual nos vemos algún día por Barcelona. ¡Adéu! – se despidió Javier en catalán.

Pedro se marchó y Javier subió al bar del vestíbulo a tomarse un café expreso (como Dios manda) y no el “aguachirle” que le sirvieron en el comedor. Encendió un cigarro y meditó sobre las palabras de Pedro, no podía creer que Guillermo cayera tan bajo, pero lo cierto era que sí lo encontró cambiado, a parte de estar desmejorado físicamente, parecía más eufórico, más directo y atrevido que antes.

Se acercaba el momento crucial de su viaje: encontrarse de nuevo cara a cara con

Susana, si bien en la distancia y durante meses habían confraternizado hasta el punto de adquirir un compromiso el uno con el otro, una cosa era decirse palabras bonitas por carta o teléfono y otra distinta hacerlo personalmente. Tenía miedo de que la realidad no fuese tan idílica. ¿Sería como empezar con una persona diferente?

Habían quedado citados en la esquina de la heladería Coppelia, lugar céntrico y conocido por ambos, para después comer juntos. Javier que de buena mañana se aseó y perfumó, que se vistió con su mejor ropa, estaba allí plantado fumándose un cigarro detrás de otro y sin poder hacer nada para evitar sudar su camisa nueva, la “canícula” con los 28º de esa bochornosa mañana no encajaban en su lógica para un mes de diciembre.

Miraba continuamente a izquierda y derecha, por momentos le parecía que había olvidado su rostro. ¿La reconocería a primera vista? – se preguntaba a sí mismo. Sus dudas se disiparon cuando vio, como caída del cielo, la esbelta figura acercarse. Vestía unos vaqueros blancos muy ajustados en la pierna y acampanados abajo sobre unos zapatos de plataforma alta, en el torso un “top” negro que dejaba al descubierto la parte superior del pecho, los hombros y un atractivo ombligo cubierto sólo por un fino y translúcido velo gris que colgaba hasta sus caderas. Lucía un cabello más corto y oscuro

que la última vez, que le hacía parecer aún más joven. ¡Estaba radiante!, y él petrificado.

-¡Hola! – dijo ella al llegar. -¿Qué tal? – contestó él al tiempo que se besaron en la mejilla. -Bueno... ¿Qué te cuentas?... – Susana no sabía que decir –. Tenía ganas de

verte..., no puedo creerme que estés aquí. -Yo también... contaba los días que faltaban para venir. Javier no sólo no sabía que decir, tampoco la manera de afrontar la situación, el

encuentro. ¿Cogerla de la mano? ¿Besarla en los labios y abrazarla?. Por carta prácticamente somos novios – pensaba.

-Casi no te reconozco, te recordaba rubia y ahora te presentas morena, estás más…, más guapa. Sí, ¡estás guapísima!

A ambos se les hizo muy incómodo, estáticos en medio de la acera, rodeados de ruidosos coches arriba y abajo, y ellos sin saber qué hacer. Una vieja moto, que pasó humeante, rompió el hielo.

-¿Qué decías? – preguntó Javier – no te he oído. -¿Yo?... nada, no había dicho nada... Vamos a alguna parte, ¿no? – dijo ella

atreviéndose a cogerle la mano. Él sintió un gran alivio, mientras caminaban notaba perfectamente entre sus dedos

las pulsaciones acompasadas, no sabía si las suyas o las de ella. -Había pensado en ir a comer al “Barracón” , el restaurante del Habana Libre, me

comentaron que estaba muy bien. -Lo que tú digas – aceptó Susana. Continuaron a pie ya que no se encontraban demasiado lejos, con el ruido del

tráfico a esas horas casi no hablaron hasta llegar al local. Fue una tregua, una pausa que aprovecharían para planificar sus ideas, repasar el guión mentalmente para saber qué decir, qué hacer cuando volvieran a estar tranquilamente cara a cara.

El camarero les acompañó hasta una mesa central del comedor. -¿Estarán bien aquí los señores? -Perfectamente, muchas gracias – contestó Javier. Pidieron “menú criollo” y, paradójicamente, un vino español servido en plena

Cuba. Con el transcurrir de los minutos la tensión inicial fue disipándose y los sorbos del

buen Rioja también ayudaron a relajar los nervios. Javier pasó su mano entre los platos de frijoles y plátanos fritos hasta encontrar la de Susana, la acarició notando sus largas uñas pintadas de rosa.

-Conseguí los días de permiso en el trabajo, así que tú dirás, ¿dónde vamos? – preguntó ella.

-Yo había pensado que podíamos pasarlos en Varadero, allí en la playa tranquilamente – contestó él.

-No sé si tú sabes que la entrada a los cubanos está controlada, es decir, podemos ir a bañarnos pero hay que salir después el mismo día, a menos que vivas o trabajes allí –. Ahora era ella la que apretaba su mano.

-Sí lo sé, por eso no he cogido hotel, tampoco podrías entrar conmigo... a la habitación me refiero. Podríamos alquilar una casa en Matanzas y desde allí desplazarnos cada día, está cerca. ¿Qué dices?

-De acuerdo – aceptó Susana – ya lo tenías todo planeado, ¿eh truhán? En el mismo Habana Libre alquilaron un coche y por la tarde partieron hacia la

ciudad de las columnas. Durante el trayecto perderían los últimos resquicios de pudor y volvieron a ser ellos otra vez, las personas que mes tras mes hablaron abiertamente, eso

sí por carta, de un futuro mejor para ambos, haciéndose miles de promesas, inmersos en un sueño común.

Llegaron sobre las siete, empezaba a oscurecer y decidieron no ir a Varadero hasta el día siguiente. No tuvieron problemas para encontrar rápidamente un apartamento, la primera persona a la que Javier preguntó dijo conocer un familiar que estaría dispuesto a alquilarla. Efectivamente a las dos horas ya estaban instalados en una casa de dos cuartos, cerca de la bahía. Lo que no sabrían es que, para ello, y por treinta dólares, una familia entera abandonaba su hogar, repartiéndose en casas de otros parientes y jugándose el tipo delante de las autoridades, sacando así partido a su única propiedad.

No perdieron tiempo en salir a cenar, unos “samdwiches” de queso y unas cervezas sería el menú de lujo para la improvisada Luna de miel. Empezaba a lloviznar y por la ventana abierta de par en par, mezclándose con el inconfundible olor a tierra mojada, podía oírse el griterío de unos niños jugando en la calle.

-Has estado muy distante al principio, te noté raro – dijo ella tumbada en la vieja cama de “tétricos” barrotes de hierro negro.

-Sí, la verdad es que lo he pasado mal, estaba muy nervioso, ¡qué tontería!. Tenía unas ganas locas de verte y a la vez un miedo horrible, supongo que a tu reacción.

Javier le apartó un mechón de cabello que cubría su cara. -¡Bobo!, la última vez que te escribí, quedó bien claro, además…, en cierta

ocasión te dije que si volvías a Cuba aquí estaría esperándote, ¿recuerdas? -Sí lo recuerdo y también que tienes una deuda conmigo, hiciste una promesa, “la

próxima vez”… dijiste –. Javier apagó la ya de por sí tenue luz que había encima de la mesilla de noche y que se aguantaba milagrosamente sobre tres patas y una cuarta rota.

Esa noche sellaron su compromiso de la forma más antigua y hermosa que existe: haciendo el amor como dos fugitivos, amantes furtivos en un mundo injusto y contra el que ellos decidieron desde ese momento luchar, salvando barreras y distancias.

Habían pasado dos días estupendos disfrutando del sol y la playa, entre mojitos y

piña colada, viviendo intensamente el fugaz noviazgo. Esa noche actuaba Guillermo en la sala Havana Club, pero antes decidieron pasar la tarde en el hotel Meliá Varadero para que Javier pudiera saludar a Armando, el monitor de gimnasia, al que le traía libros y revistas de fisicoculturismo.

Por precaución Susana se quedó en el vestíbulo mientras él subía al gimnasio, en el primer piso.

-¿Se puede? -Desde luego... ¡Hombre Javier, tú por aquí! -¿Qué tal Armando? -Muy bien amigo, no sabes cuánto me alegro de verte y lo que te agradezco todo

el material que me enviaste en octubre. -Pues ten... aquí te traigo más – Javier le entregó una bolsa llena de publicaciones

culturistas – además también he pensado que unas cuantas latas de atún te vendrían bien, ¡es proteína de primera!

-¡Dios Santo! no sé como agradecértelo, las guardaré igual que un tesoro para cuando me prepare para la competencia – exclamó Armando.

-¿Piensas competir? – preguntó Javier. -Me gustaría, el año que viene si estoy bien creo que sí, saldré a competir. Fíjate

lo que es la vida, vienes tú y me traes un poco de proteína, con lo que escasea aquí. ¡Te das cuenta! esto es cosa de Dios.

Javier estuvo explicándole que tenía a Susana abajo esperando y que habían alquilado un apartamento en Matanzas.

-¡Si lo hubiera sabido!, yo vivo en Matanzas, podríais haber venido a mi casa, es pequeña y humilde pero yo te la ofrezco de corazón. Conocerías a Marta, mi esposa, y a mis hijos, les he hablado mucho de ti, les enseñé la fotografía que me enviaste, la que nos hicimos juntos la otra vez. Todos están muy felices de que tenga un amigo español que me envía material de un valor incalculable para mí y mi trabajo, saben que lo haces de forma desinteresada y que te honra tal noble acción. ¡Tienes que venir a casa!

Al igual que en otras ocasiones Javier se sonrojaba ante tantos halagos y en clave cubana.

-No te preocupes, a la primera oportunidad que tenga pasaré a visitarte, pero tendrá que ser más adelante, de hecho mañana nos vamos para Aguada de Pasajeros, voy a conocer a sus padres, ¿sabes?

-Comprendo... pero os vais a quedar todavía un rato en el hotel, ¿no?. Si quieres podemos bajar al bar de la piscina, así conozco a tu novia.

-De acuerdo, no tenemos prisa – contestó Javier. La pareja estuvo charlando con Armando una hora larga, tomaron nota de su

dirección particular y prometieron pasar a visitarlo en otra ocasión. -Ya sabéis amigos mi casa es vuestra para lo que necesitéis, ¡hasta pronto! -¡Adiós Armando! te seguiré enviando lo que pueda. -¡Adiós! ha sido un placer conocerte – añadió Susana. La feliz pareja abandonó el complejo hotelero dirigiéndose a Varadero ciudad, a la

altura de la calle 64 estaba ubicada la sala de fiestas donde esa noche tocaba Guillermo. -Estoy pensando que lo mejor sería pasar a saludar a Guillermo ahora, que deberá

estar con los ensayos y preparativos, y marcharnos después. La actuación empieza muy tarde y no me gustaría que tuviésemos problemas con la policía de regreso a Matanzas. Lo digo por ti – dijo Javier.

-Como tú quieras, quizás sea lo mejor – contestó Susana. -Así podremos celebrar Nochebuena “juntitos” ¿vale? –. Javier ya se imaginaba

la velada. -Sabrás que aquí no se celebra ¿no?. Hay quien dice que el año próximo está

prevista la visita del Papa y a lo mejor restablecen la festividad. Mi mamá me ha contado como lo celebraban antes del 60. ¡Nosotros también lo haremos!, ¿ok? – ella le besó en la mejilla.

Efectivamente cuando llegaron al Havana Club estaban con las pruebas de cara a la noche. Preguntaron por Guillermo y tras identificarse como sus amigos el manager los acompañó hasta los camerinos.

-¡Eh tío, ni que fueras de la CIA!. Por poco no nos dejan pasar – bromeó Javier. -¿Qué tal Javi? – Guillermo iba empapado de sudor – perdona que no te bese

Susana, pero voy hecho un asco. -No te preocupes – ella le besó casi sin tocarlo. -Verás, vamos a quedarnos a verte ensayar un rato y nos marcharemos ¿sabes? -¿Vas a hacerme esto a mí Javi, no verás el concierto? -No quisiera tener problemas con Susana al salir por el control policial, esto

acabará tardísimo... -Claro, claro... comprendo, bueno pues tomemos unas copas en la barra, no vendrá

de un minuto. A la media hora se despedirían de él hasta no sabían cuando, ya que se marchaba

para Puerto Rico y a Javier le quedaban tan sólo unos días en Cuba. -Es verdad, tu amigo ha perdido bastante físicamente, recuerdo que el verano

pasado estaba más musculoso – dijo Susana.

-Cierto, incluso ha cambiado de carácter, siempre está eufórico no sé... – respondió Javier con cierta preocupación.

-Esa vida tan noctámbula y estresante que lleva tiene sus inconvenientes – justificó ella.

-Será eso, en fin... vámonos para Matanzas que prepararemos una cena “íntima” de muy señor mío.

-¿Sabes lo que más me ha gustado de Matanzas? – ella hizo como si no hubiese escuchado el comentario.

-¿Qué? -El Valle de Yumuri, es precioso, tanta vegetación, las cuevas de Bellamar... Tan

cerca de La Habana y no las conocía. Pararon en el último bar de la carretera, antes de llegar a la ciudad, para

aprovisionarse con un poco de comida fría y bebida. Llegaron al apartamento y abrieron todas las ventanas, el ambiente era sofocante. Él roció repelente de insectos por los corroídos marcos de madera a fin de ahuyentar los mosquitos. Comieron bocadillos de jamón y queso, hamburguesas y “papas fritas”. En lugar de brindar con cava lo hicieron con cerveza, la música la pondría el transistor portátil de Javier. Hubo salsa toda la noche.

-¡No te jode!, es Guillermo el que canta por la radio – exclamó él. -Qué casualidad, ¿no? Al acabar la “cena de gala” se acercaron a la ventana para fumarse un cigarro a la

luz de la luna, las estrellas podían contarse una a una, fundiéndose al fondo con las diminutas luces de la bahía.

Poco a poco la ternura del momento fue transformándose en amor y éste en puro deseo.

No quisieron topar con el mismo inconveniente del último día y Javier se dispuso a poner remedio. No teniendo aceite a mano, utilizó jabón como lubricante, lo colocó en los chirriantes travesaños de la vieja cama, a la larga se resecarían más con ese método, pero a corto plazo cumpliría bien su función.

En unos momentos sus húmedos cuerpos eran uno solo, mientras la mancha de sudor en el colchón se hacía cada vez más y más grande.

-¡Maní... al rico maní! -¡Maní... al rico maní! – se escuchó varias veces. -¡Joder con el tío! – gruñó Javier. -¿Qué pasa? – preguntó ella. -Ese vendedor de la calle... ¡me desconcentra! -¿No serán las cuatro “Hatuhey” que te has bebido? – dijo Susana con sarcasmo

al tiempo que lo apretaba contra su cuerpo –. Oye, ¿no te habrás arrepentido de lo que me dijiste esta mañana?

-¿Qué dije? – preguntó él aunque ya sabía a lo que se refería. -Que estabas dispuesto a ser mi “consorte”. -¿Tu qué? -Sí hombre, mi pareja... mi marido, aquí decimos consorte. -Claro que sí princesa y te llevaré a España. Ya no hicieron falta más palabras, únicamente se oían las que entraban por la

ventana. -¡Maní... al rico maní! -¡Maní... al rico maní!

CAPITULO V El otoño abulense se mostraba con toda su crudeza, el aire gélido bajaba de la Sierra de Gredos tras la primera nevada y las hojas caídas de todos y cada uno de los parques de la ciudad daban una imagen triste a la que Susana todavía no estaba acostumbrada, sin embargo ese día se levantó algo más animada, después de diez meses volvería a ver un amigo cubano, Guillermo; éste se encontraba de gira por España promocionando su disco, había actuado en importantes ciudades tales como: Barcelona, Bilbao, Sevilla y Madrid, por propia iniciativa buscó la forma de poder tocar en Ávila, siendo una capital pequeña inicialmente no entraba en los planes, pero finalmente pudo arreglarlo.

Susana y Javier llevaban cuatro meses casados después de medio año de trámites y de gastos en “papeleo”. Lo hicieron en Cuba y más tarde validaron su enlace en España, dos meses tuvo que esperar hasta poder traerla a la Península. Ella trabajaba de cajera en los supermercados Gimesan, aunque no acababa de aclimatarse a su nueva vida, eran costumbres muy diferentes a las suyas y lo peor de todo el clima, no se quitaba el frío de encima en todo el día, era superior a ella. Eso, quisiera o no, afectaba a su carácter y a la relación de pareja. En un primer momento Javier pensó en la posibilidad de buscar un nuevo trabajo e instalarse en una zona de España más cálida, quizás Andalucía o Canarias, aunque si de todas formas se trataba de empezar de cero, estaba tentado a marcharse definitivamente a Cuba. De hecho a él le encantaba aquel país, su vida y costumbres, en todo caso el problema sería el trabajo allí; no obstante tenía unos buenos ahorros, casi dieciocho millones, tras sus incursiones en bolsa, lo que le dejaba un amplio margen de seguridad. Cada día veía más factible esa posibilidad.

Guillermo les había avisado de su llegada quedando citados en el Hostal el Mirador, cosa que extrañó mucho a Javier conocedor de su polémico pasado en ese establecimiento. Llevaba vendidos quince mil discos en España y era Disco de Oro en Puerto Rico y Méjico, sonaba en todas las emisoras latinoamericanas y empezaba a hacerse un hueco en Europa con su primer disco, aunque ya se encontraba trabajando a fondo en la grabación del siguiente en el que aparecería como Guillermo Fernández a secas, su grupo quedaba así en un segundo plano.

Al contrario de otros artistas y deportistas cubanos famosos, él no desertó de su país, no era un “gusano”, paseaba con orgullo el nombre de Cuba por el resto del mundo. Cuando no se hallaba de gira vivía en la Isla, con algún que otro privilegio, pero nada comparable a la ostentosa vida que pudiera llevar un famoso de un país capitalista. Tenía un coche de importación, una vivienda en propiedad y una cuenta corriente en dólares, pero controlada hasta cierto punto por el gobierno. Debido al éxito, cada vez

mayor fuera de Cuba, empezaba a acumular beneficios que tendría que ir invirtiendo también en el extranjero, sobre todo, en España.

Hacía dos meses que se había casado por lo civil con Eva, una madrileña, directiva de la discográfica OLT y que ahora sería su representante personal. Gracias a ello sus asuntos legales y fiscales quedaban totalmente solventados, sin embargo él nunca renunció a su nacionalidad cubana y su domicilio social constaba allí, a pesar de que se ausentara durante largas temporadas.

Al mediodía, Susana y Javier fueron presurosos al hostal, aunque había hoteles de

más categoría en Ávila Guillermo prefirió ese. No pudo reprimir sus ansias de venganza con los que le trataron con desprecio e inferioridad, ni la nostalgia de encontrarse con sus antiguos compañeros de trabajo, en especial, María la canaria.

Al entrar pudieron observar un gran movimiento de gente, había fotógrafos y periodistas, además del séquito que traía el cantante. Les costaría lo suyo hablar con la persona que finalmente les llevó hasta Guillermo, éste se encontraba en una sala preparada para la posterior rueda de prensa. La pareja había quedado sorprendida y, a la vez, acomplejada ante tal despliegue de medios, parecía que llegase un político.

-¡Javi, mi gran amigo! -¡Hola Guillermo!, me alegro de que estés en Ávila – dijo Javier. -¿Cómo en los viejos tiempos, eh? – decía Guillermo – por cierto perdona, hace

tiempo que no te llamo por teléfono, pero es que voy de culo tú… ¿Y lo del matrimonio?

-Bien, ya hace cuatro meses – contestó ella. -Entonces lo conseguisteis, qué bueno, me alegro. En fin, ya sabéis que actúo esta

noche en la plaza de toros, ¿vendréis? -Sí, pero a cambio de que pases por casa a comer o cenar, lo que prefieras –

contestó Javier – ya sé que tú ahora vas a restaurantes de lujo, pero… -¡Oh sí, seguro!, ¿si queréis hoy mismo?. Tengo una entrevista con la prensa y

después vamos a comer, ¿ok? -Y que quede bien claro, vienes tú solo, no queremos “guardaespaldas” – dijo

Javier riendo. -¡Qué “jodido” eres compadre! – respondió Guillermo, también riendo –.

Mientras me esperáis tomar una copa a mi salud, os invito. Cuando vuelva os guardo una sorpresa.

El personaje por excelencia ese día recorrió palmo a palmo todos los rincones del hostal, recordando los buenos momentos allí vividos. Saludó efusivamente a Antonio, el cocinero, algunos “pinches” de cocina eran nuevos y no los conocía, les firmó varios autógrafos. Preguntó por María pero ya no trabajaba allí, su “ego” interior tendría una pequeña decepción, aunque bien mirado quizás era mejor así – pensó - ahora estaba casado.

Pasaban de las dos de la tarde cuando regresó a reunirse con sus amigos. -¡Perdonar!, he tardado un poco ¿verdad?. Bueno chicos os presento a Eva, mi

mujer, acaba de llegar de Madrid – anunció Guillermo. -¿Pero te has casado?, ¡qué sorpresa! – exclamó incrédulo Javier, mientras

estrechaba la mano de Eva y le daba un beso de cortesía. -¡Enhorabuena! – Susana hizo lo propio. -Nos conocimos en Puerto Rico, ella también está metida en el mundo de la

música, ¡cuéntales tú, nena!

-Bueno sí le conocí en un viaje de negocios, trabajo para una multinacional discográfica, estábamos realizando un vídeo de promoción para un grupo y nos presentaron, el resto ya es historia – comentó Eva.

-Fue ella la que arregló lo de la gira por España, le debo mucho, sin su ayuda también hubiese tenido problemas con Castillo, mi productor... pero dejémonos de monsergas y vámonos, ¿tenéis comida para dos?

-Por supuesto – respondió Susana – he preparado un poco de todo, especialidad Cubano-abulense, espero que os guste.

Subieron al Megane amarillo de Javier y se dirigieron a su casa. Por el retrovisor iba observando a los dos invitados acomodados en el asiento posterior, Guillermo estaba más delgado que nunca y Eva lucía un “look” extraño, le pareció mayor que su amigo, luego sabría que lo era seis años; vestía de forma extravagante, predominando los tonos negros, y tenía el cabello con “mechas” rojizas, también llevaba un “piercing” , esto es, un diminuto aro dorado atravesando su nariz por la parte derecha. Pensó que tenía muy mal gusto o quizás se debiera a exigencias de su profesión.

En la casa todo estaba preparado, simplemente añadieron un cubierto en la mesa. -¿Ponemos un poco de música? – preguntó Javier - ¿qué tal “Sabor cubano” ? -¡No por Dios!, mi disco no, ahora no, pon... algo suave, que se pueda charlar. El anfitrión puso “Hotel California” de Eagles. En el almuerzo se combinó un primer plato cubano, arroz cocinado de distintas

modalidades, y un segundo netamente abulense, “Chuletón” , de postre unas “Yemas de Ávila” . Todo regado con un excelente Ribera de Duero.

Eva hablaba poco y comía menos, en cambio fumaba un cigarro detrás de otro. Sin pretenderlo acabaron teniendo una conversación profunda sobre Cuba, aquella que en su día Javier le propuso a Guillermo sobre su opinión con relación a ciertos aspectos de la vida en la Isla.

-Nosotros nos estamos planteando la posibilidad de marcharnos definitivamente a Cuba – decía Javier – ella añora mucho aquella tierra, sus costumbres, el colorido, su alegría y sobre todo el clima. Y a mí me encanta ese país, ya veremos lo que hacemos.

-Me parece estupendo – contestó Guillermo – generalmente es al revés, la gente desea marcharse de allí por los problemas de subsistencia tan grandes que hay. Pero te diré una cosa mi hermano, yo estoy conociendo mundo, mucho más del que vi cuando estuve trabajando aquí y no sé lo que es peor si Cuba o el resto de países capitalistas. Descartando lo puramente material, si hablamos de valores, de principios de fraternidad, de amistad y la forma de entender la vida ¡qué quieres que te diga!. ¿Tú que piensas Susana?, también eres cubana.

-Yo no opino, prefiero llevar los platos a la cocina, allá vosotros con vuestras filosofías – contestó en tono jocoso con intención de ser imparcial.

-Te ayudo, voy contigo – Eva se levantó de la mesa. -Sí macho, estoy de acuerdo contigo en eso, he podido comprobarlo yo mismo –

decía Javier – pero también entiendo que el pueblo está pagando un alto precio por su aislamiento del mundo exterior, por… digamos no contaminarse de los males del sistema capitalista, ¿no crees que al menos deberían haberse producido unos mínimos cambios de apertura, de modernización de la Revolución?. He leído mucho sobre el tema y si bien en su día tenía toda la razón y fuerza moral, debiera renovarse y dar un giro acorde a los nuevos tiempos que vivimos...

-¿Tú sabes lo que consiguió Castro en los primeros años de la Revolución? – interrumpió Guillermo – pues escolarizó toda la Cuba rural, fomentó la asistencia social a los necesitados y el pueblo tuvo acceso a la sanidad. No había una aldea, por remota que fuera, a la que le faltase un maestro o un médico. Repartió tierras entre los

“guajiros” para que las cultivasen, que hasta ese momento pertenecían a unos cuantos latifundistas que se enriquecían con ello, creó cooperativas etc., etc.

-Que sí tío, que sí, ya te digo que estoy de acuerdo, conozco todos esos logros, pero ahora vivimos otra realidad que requiere nuevas fórmulas de economía, abrir nuevos sectores además del turismo y establecer acuerdos más amplios de cooperación con otros países, buscando las estrategias para que eso se realice sin llegar a una total sumisión ante un país en particular que pueda acabar expoliando la Isla – explicaba Javier totalmente inmerso en la discusión.

-Yo pienso que si no llega a caer el bloque socialista, del que dependíamos, viviríamos de “puta madre”, me cago yo en Estados Unidos y el capitalismo. Hasta entonces, sin grandes lujos, se vivía bien, no faltaba lo básico y, con las conquistas sociales que te comentaba anteriormente, el trabajador vivía dignamente, más que en cualquier otro país, incluso de renta per cápita superior, porque tenía “dignidad” , no había diferencias entre ricos y pobres –. Guillermo hablaba con entusiasmo y convicción, con el lenguaje propio de sus años de escuela socialista.

-No quiero ser grosero o impertinente pero tú bien que te has acoplado a las comodidades de la vida capitalista, o al menos eso parece a tenor por la fama que tienes y supongo que también el dinero. No viven como tú el resto de cubanos, haces igual que los sacerdotes predicas y después... – dijo Javier.

Hubo una larga pausa. -Tal vez tengas razón, a lo mejor el virus capitalista me ha infectado – Guillermo

hablaba ahora cabizbajo, jugando con la cucharilla del café – las cosas son como son, vienen solas y en ocasiones no puedes decidir... la vida te arrastra, en ocasiones para bien, en otras para mal. Pero te digo una cosa, yo jamás renunciaré a mis principios e ideales, durante mucho tiempo he aguantado mi situación como el primero y he colaborado, esto es un paréntesis en mi vida que tengo que aprovechar.

-No te lo tomes tan a pecho hombre, era sólo un comentario – Javier se dio cuenta que sus palabras hirieron a su amigo.

-Además, de alguna forma yo estoy ayudando a mi país, llevando su nombre y bandera allá donde voy, menos a Florida que me negué rotundamente, por eso tuve problemas con mi productor, me encuentro ligado a él por contrato pero no puede obligarme a cantar en un lugar determinado si yo no quiero y tengo motivos para justificarlo. ¿Y sabes por qué lo hice?, porque no hubiese gustado a los míos, a mis paisanos, ¿te das cuenta?. Renuncié a unos dólares fáciles por principios, allá van los exiliados y los que reniegan de su Patria, yo en cambio siempre vuelvo y paso largas temporadas allí. Y también te diré otra cosa hermano, pudiendo llevarme ahora mi hijo conmigo, no lo haré, tal vez en alguna ocasión de vacaciones, para que conozca mundo y compare; pero quiero que toda su educación la tenga en Cuba, será una persona más integra así, es lo que creo, fuera, a esa edad tan delicada, lo que puede aprender en este asqueroso mundo le hará más mal que bien – Guillermo volvía a subir poco a poco el tono de voz.

-Por cierto ¿cómo se te ha ocurrido hospedarte en ese hostal después de la historia que tuviste con el gerente? – Javier quiso desviar la conversación del tema político.

-¿Con Manolo? bueno, es una forma como otra de vengarme de las humillaciones a las que me sometió, quería verlo rebajándose y tratándome como a una persona importante. Pero el muy cretino ha alegado estar indispuesto, según me han dicho mis ex compañeros, y no se ha presentado por allí, no ha querido pasar por ese mal trago.

-¿Vistes a María? -No tampoco, ya no trabaja en el hostal. Por cierto, todavía tengo que pasar por el

gimnasio a ver a Carlos, hace tiempo que no sé de él.

En ese momento entraron en el comedor las dos chicas. -¡Ya hemos terminado! – exclamó Susana. -Guillermo, deberíamos marcharnos ya, son… - Eva miró su reloj – casi las seis y

tenemos mucho trabajo con las pruebas de sonido, ¿no te parece? -Cierto nena, tienes toda la razón del mundo, pero pasaremos un momento a

saludar a un amigo. Las dos parejas se despidieron quedando emplazadas para la hora del concierto. Un río de gente se dirigía por la Avda. Juan Pablo a la Plaza de Toros, la multitud

se agolpaba por los alrededores, desde la carretera del Barraco hasta el cruce con la de Burgohondo, esperando que abrieran las puertas para coger un buen lugar en primera fila.

El tiempo amenazaba lluvia aunque durante todo el día no cayó una gota. Hacía frío, no era el de pleno invierno pero sí que obligaba a llevar alguna prenda de abrigo. De hecho a nadie se le ocurriría organizar un concierto al aire libre en Ávila y en el mes de octubre, pero no pudo ser antes, se trataba de la última actuación de la gira del afamado Guillermo Fernández por España.

Susana y Javier hicieron uso de sus pases “Vip” para entrar como invitados por la puerta trasera, reservada al personal técnico y de organización; se situaron en el lateral izquierdo del escenario, no tendrían la mejor acústica pero sí una visión directa del espectáculo. A pesar de la baja temperatura a medianoche, el público, joven en su mayoría, estaba deseoso de “calor” musical, algunos ya movían el cuerpo al ritmo de la música de ambiente que sonaba por los altavoces exteriores.

Al rato, cuando menos se esperaba, se apagaron las luces y sobre el escenario, totalmente a oscuras, se fueron colocando músicos, coros y bailarinas. Muy pocos se percataron de esa maniobra. Unas dos mil personas esperaban, en tenso silencio, lo que ya se adivinaba, el show iba a empezar.

Por fortuna los cincuenta mil watios de luz, que iluminaban el escenario, desprendían tanto calor que las “go-gos” , muy ligeras de ropa, no notarían las inclemencias del tiempo. Guillermo también aparecería en mangas de camisa, nada que pudiera molestar en sus contorsiones y movimientos de “hombre-goma”.

En escasamente media hora, el cantante se había metido todo el público en el bolsillo, pocos notaban ya el frío bailando al son de los ritmos caribeños.

Por desgracia la alegría de la fiesta sería efímera ya que, tras unas gotas de aviso, descargó un auténtico aguacero y la actuación se redujo a una hora. Los “pipers” y técnicos corrían como locos tapando el material delicado con grandes lonas y plásticos. Después de un tiempo de espera, al ver que no amainaba, se dio por acabado el concierto.

-¡Qué lastima!, justo en el mejor momento hemos tenido que parar – se quejaba Guillermo en el camerino.

-Sí, ha sido una pena, tenías el público volcado contigo, – decía Javier – ahora venderás discos como churros aquí.

-Hablando de churros, ¿no tenéis hambre? – dijo Susana - ¿por qué no le invitas a algo muy típico en Ávila?

-¿Qué es? – preguntó Guillermo. -Ir de madrugada a comer churros con chocolate – contestaría Javier - ¿no te

acuerdas?. En una ocasión, hará dos años, fuimos a un bar de la plaza del Rollo… sí hombre, cuando estuviste aquí.

-¡Ah sí! … Pues vamos, aviso a Eva que está con el resto de compañeros y nos marchamos.

Las dos parejas estarían hasta altas horas de la madrugada conversando entre churros, cafés y humo de cigarrillos. Poco se imaginaba Javier que no volvería a saber de su amigo hasta muchos meses después.

Mes y medio más tarde, un domingo como cualquier otro del invierno abulense,

de los que invita a quedarse en la cama viendo los cristales empañados de la ventana y la nieve sobre los tejados, Javier lo tuvo claro.

-¿Susana? … -Sí… - susurró medio dormida. -Lo he decidido, nos vamos a Cuba. Ella se despejó como por arte de magia dándose media vuelta. -¿Cómo dices? -No puedo soportar verte tan deprimida, si quieres para fiestas nos marchamos,

“Año Nuevo, vida nueva”. -¡Estupendo! qué alegría me das cariño – le dijo ella abrazándolo. -Bueno, mejor después de Navidad, tendremos muchos años para celebrarlas con

los tuyos, en cambio yo las pasadas ya estuve fuera. Aprovecharemos para ir a Tarragona y despedirnos de mis padres, ¿qué opinas?

-Lo que tú digas mi amor – Susana radiaba felicidad –pero los tuyos se van a disgustar, ya sabes que no ven con demasiados buenos ojos tu relación conmigo.

-Comprende cariño no es que tengan algo personal contra ti, están acostumbrados a ver muchos casos de cubanas que se han casado con españoles y al cabo de un tiempo “adiós muy buenas”. No les gustó la idea de que fuera a casarme a Cuba, pero como persona, aunque no lo demuestren, te aprecian.

Las ruedas del tren de aterrizaje chirriaron al posarse sobre la pista y Susana

suspiró relajada al encontrarse en su tierra. Por su parte, Javier había renunciado a todo, atrás quedaron su familia, su trabajo y su casa; mal vendió su moto y su Megane Coupé, sus juegos de ordenador y también liquidó sus acciones en bolsa. Sería un punto y aparte en su vida, una fuerte apuesta.

De momento alquilarían un apartamento hasta encontrar la casa adecuada. En el aspecto laboral, a pesar de no tener nada definitivo todavía, Javier había realizado algunos contactos desde España, vía Internet, con la cadena hotelera Meliá; se ofreció como informático y recibió respuesta positiva, existían bastantes posibilidades de contratarlo previa entrevista y ya tenía una cita concertada con el jefe de personal.

Estuvieron un buen rato en el control policial detallando minuciosamente los motivos de su viaje y su nueva situación judicial, después tendrían que esperar otro tanto con el equipaje, habían pagado suplemento por exceso de peso ya que, además de los cuarenta kilos permitidos entre ambos, facturaron dos grandiosas cajas, perfectamente embaladas, con enseres personales e imprescindibles que no quisieron dejar atrás.

Durante los primeros días de estancia en la Isla básicamente se dedicaron a gestiones burocráticas. Legalizaron su situación acudiendo a embajadas y demás organismos estatales. Inicialmente a él le concedieron tres meses de permiso de residencia, pero teniendo en cuenta su condición de casado con una cubana y el posterior contrato de trabajo, no tendría problemas para prolongar indefinidamente su estancia. A través de una agencia gestionó la compra de una casa en Cojímar, así estarían cerca de la capital y en un lugar tranquilo a la vez. Por último, cerró el trato con la empresa Meliá, se haría cargo del mantenimiento informático de los hoteles que la cadena tenía en La habana y Varadero, dispondría de un coche de la empresa para sus

desplazamientos y un salario de ochocientos dólares, que si bien era poco comparado con lo que ganaba en España, era razonable teniendo en cuenta el coste de la vida en Cuba. No debía incorporarse hasta primeros de febrero por lo que aprovecharon para visitar a los amigos, tanto los de Susana como los suyos; él prácticamente sólo conocía a Armando, con el que pasaron un día, y la familia de Guillermo, la cual le comentó que su amigo casi siempre estaba en el extranjero, en esa ocasión por Méjico. La última semana la pasaron en Aguada de Pasajeros con los padres de Susana. Javier sufría apuros al tener que tratar con su padre, éste era un hombre de avanzada edad, revolucionario hasta la médula, aislado de los nuevos tiempos y generaciones. Todavía conservaba el viejo sombrero de paja con la insignia cubana, al igual que los antiguos mambises, con el que acudió a caballo a la llamada de Fidel Castro, allá por el 59, como tantos otros campesinos de toda la Isla fue a La Habana a tomar parte en la gran manifestación de soporte al régimen. De pómulos salientes y mirada profunda, no aceptaba de buen grado la ayuda económica que Javier (el españolito) les brindó, primero de soltero a su hija y después de rebote a toda la familia. Federico, que así se llamaba, era demasiado orgulloso para ello, si acaso había que hacerlo con mucha sutileza y siempre a través de Carmen, su mujer, para que no sufriera el amor propio de un viejo rebelde.

En su segundo día de trabajo, como después haría cada martes y jueves, tuvo que

viajar a Varadero, después del almuerzo pasó a visitar a su amigo Armando por el gimnasio del Meliá Varadero.

-Todavía no puedo creer que estés trabajando aquí – decía Armando - ¡somos compañeros de fatigas!. En serio, ¿cómo te va?

-Por el momento bien, dos días aquí y tres allá. Suerte tengo que puedo entrenar en las instalaciones de los hoteles, porque si no lo tendría difícil en Cuba – dijo Javier.

-Cuando estés por aquí podemos “mechar” juntos al acabar la jornada. -¿Mechar? -Sí, vosotros decís “machacarse” ¿no?. Aquí “mechero” también quiere decir

culturista o “come-hierro”. -Joder que lenguaje – respondió Javier a punto de echarse a reír. -De verdad, me alegro mucho que te quedes en Cuba definitivamente, lo malo es

que ya no tendré a nadie que me envíe publicaciones culturistas. -No te preocupes hombre, además de los viajes que pueda hacer a España de

vacaciones, mi hermana Raquel comprará cada mes la revista y de vez en cuando me las enviará – le tranquilizó Javier.

-Oye Javi, una curiosidad, debe ser muy complicado estar todo el día con los ordenadores ¿no?, creerás que jamás toque uno.

-Yo estoy acostumbrado, hace años que trabajo en la materia y sinceramente los equipos y programas informáticos que tienen no son nada del otro mundo, no son de la última generación.

-¡Me pierdo amigo!, ¿qué quieres decir? -Pues que no son de lo más moderno, los programas son muy conocidos en

España, lo realmente difícil de la informática es estar al día, a la vanguardia de lo que sale al mercado. Siempre tienes que estudiar y reciclarte – le explicaba Javier – ya te digo, si dominas la instalación “en red” y los cuatro programas básicos de cálculo, contabilidad, tratamiento de textos, base de datos etc., y sabiendo programar un poco en MS-DOS lo tienes “chupado”.

-A mí, todo esto me suena a cosas de la NASA compañero, me dejas sorprendido de lo que sabes – el monitor de gimnasia realmente alucinaba -. ¿Y Susana, que tal?

-Encantada de la vida, por el momento no trabaja está esperando por si encuentra algo mejor, siempre tiene tiempo de cuidar niños que es lo que hacía antes. Dice que jamás había sido tan feliz como ahora, allí en Cojímar... tranquilamente... ¡Como en un balneario vamos!

-¿Y tú, no añoras España? -Lo llevo bien, pudiendo ir una vez cada año no tengo problemas, de hecho ya

hace tiempo que me “enganchó” Cuba, me encanta este país, tiene algo que enamora. Los primeros meses de estancia en la Isla casi le parecieron unas vacaciones, una

extensión en el tiempo de alguno de sus viajes, le pasaron muy rápido, era un eterno verano con las bellas playas siempre a mano. En el trabajo también notó una agradable diferencia, el ritmo laboral no era el mismo que en España, se iba más relajado y sin tanta presión, un ambiente mucho más cordial.

Durante ese periodo, el único inconveniente o incomodidad fueron las habladurías de la gente, sin poder hacer nada por evitarlo era centro de comentarios, buenos y no tan buenos, unas veces por su físico poco común, otras porque no era habitual ver un extranjero casado en Cuba, más bien era todo lo contrario, ellos se marchaban si podían. A decir verdad le costó un tiempo hacerse un sitio en el vecindario, pero de eso se trataba, de ser un vecino más, no el típico turista al que todos quieren, veneran y respetan.

Tampoco tardaría demasiados meses en comprobar que su poder adquisitivo iba disminuyendo, no ganaba lo mismo que gastaba, era obvio; además de su ritmo de vida, pues la alimentación culturista resultaba cara en Cuba, había que añadir la ayuda que hacía a la familia de Susana, tanto a sus padres como a una prima, también había que contar los esporádicos favores que pudiera realizar a vecinos y amigos. Todo ello lo hacía de muy buen grado, pero veía que en pocos años se “comería” sus ahora holgados ahorros.

Por motivos legales y fiscales gran parte de su dinero todavía lo tenía en cuentas de bancos españoles, de los que con cierta periodicidad se autotraspasaba capital. Como fuera, decidió reducir gastos superfluos y, de alguna forma, vivir más a la cubana.

-He pensado en dejar de comprar suplementos dietéticos y todos esos “potingues” que me envía mi hermana. También podríamos dejar a un lado el vino de importación y pasarnos a la cerveza, ¿qué te parece?, hay que empezar a reducir gastos – dijo Javier.

-Lo siento chato, debe ser muy duro para ti renunciar a todo lo que estabas acostumbrado, ¿no?. Podrías dejar de enviar tanto dinero a mis padres y …

-No digas tonterías Susana – interrumpió él – lo hago con mucho gusto, la familia está para ayudarse. Lo que digo es que ya que estoy aquí, pues a vivir como los de aquí… un poco mejor si tú quieres, pero no como cuando venía de viaje, simplemente eso. Esto es otro mundo, sé que aquí no puedo tener mi moto, mi coche deportivo, etc. ¿y qué?, todo eso lo echaría en falta en España, pero aquí no, es diferente. ¿Y sabes que te digo?, que no me arrepiento, aquí soy feliz. ¡Fíjate! – dijo señalando al mar – sólo tienes que mirar esas playas, ese sol, y a ti ¡lo guapa que estás! – la besó cariñosamente –. En Ávila parecías una momia, siempre triste, esto es el paraíso, ¿qué más se puede pedir? – ahora fue ella la que se lanzó a sus brazos.

Para el mes de agosto, que era cuando más afluencia de turistas había, Javier

haciendo uso de su influencia en la empresa, pudo colocar a Susana de camarera en el Meliá Cohiba. Al ser cubana cobraba en pesos, que no era mucho, pero tenía acceso a las propinas con lo que duplicaba el sueldo y podía ayudar así a la economía familiar.

Sin embargo únicamente podría trabajar cinco meses, un acontecimiento inesperado llamó a su puerta.

-Javi, tengo que decirte algo – Susana aprovechó la cena del jueves, ya que era el día que libraba en el hotel.

-Sí cariño – respondió él. -Verás… dentro de dos meses, máximo tres, tendré que dejar el trabajo. -¿Y eso? Ella hizo una larga pausa, pero pensó que era mejor ir sin rodeos. -¡Estoy embarazada! -¿Embarazada?…¡Qué sorpresa! –. Por unas décimas de segundo Javier pensó en

Cristina y el hijo que hubiesen tenido, de no haberlo perdido en aquel trágico accidente ocho años atrás -. ¿Estás segura cariño?

-Completamente Javi. -¡Qué alegría! – Javier dejó los cubiertos y agarró su mano en un gesto de ternura

y comprensión –. Bueno no contábamos con esto, pero bienvenido sea, tendremos un hijo cubano, criollo ¿no?

-¿Por qué lo dices? -Tengo entendido que así llamaban antiguamente a los descendientes de un

cubano nativo y un español – dijo él. -Yo soy blanca, o sea que ve tú a saber si soy ya criolla, nativa o marciana. -Era una broma mujer. ¿Sabes ya si es niño o niña? -Todavía no. Lo siento Javier, sé que esto trastoca tus planes sobre el dinero y

todo eso… -. Ella hablaba sin mirarlo, jugueteando con las migajas de pan que había sobre la mesa.

-No te preocupes, ya nos arreglaremos. ¿Sabes que podríamos hacer?, estaba pensando en volver a invertir en la bolsa española, quizás gane dinero. Además, ya empezaba a estar harto de que tuvieses que trabajar sábados y domingos. ¡Al carajo!, me gusta verte en casa cuando regreso.

-Gracias mi amor, eres tan comprensivo…, no sabes lo feliz que me siento y lo orgullosa que estoy de haber encontrado un hombre tan bueno, ¡y eso que los culturistas tenéis mala fama! – los dos echaron a reír.

Más tarde sabrían que sería niño, si todo transcurría normalmente lo esperaban para finales de julio o principios de agosto del 2000. Un auténtico Leo.

Quince días antes de Navidad tuvieron otra agradable sorpresa, por fin Guillermo

daba señales de vida después de más de un año sin saber de él. Javier recibió una llamada telefónica en el hotel Las Américas. -¡Sí, dígame! -¡Javi!, soy Guillermo, por fin te localizo. Oye no te enojes mucho conmigo, ya sé

que debería haberte llamado antes pero… -¿Qué no me enfade maricón?, qué “morro” tienes, hasta tu madre está

preocupada porque cada vez te ve menos – le reprochó Javier –. Estás perdonado, pero dime ¿cómo te va?

-Siempre atareado mi hermano, estuve de nuevo en España, también en Italia y Francia. Ya sólo me falta la luna.

-¿Dónde estás ahora, aquí en Cuba? -Qué más quisiera, estoy en México. El cabrón de Castillo me va a matar de

trabajo, ¿y tú qué tal? -Ya sabrás que estamos instalados definitivamente en la Isla ¿no?, se lo dije a tu

madre, ya que a ti no había manera de localizarte, no sabía si vivías con Eva en España

o aquí – decía Javier – tan sólo te escuchaba por la radio, también tengo todos tus discos. No paras tío, estoy empezando a aborrecer tus canciones.

-A decir verdad no lo sé ni yo donde vivo. ¡Escucha Javi!, tengo muchas ganas de verte y poder charlar, he pensado que podíamos pasar unos días juntos, aquí en Cancún.

-¡Qué dices loco! -Sí, hace tres años siempre eras tú el que me invitaba a buenos sitios, ¿recuerdas?.

Quiero devolverte de alguna forma esos favores, desearía invitarte, a ti y a tu esposa, a venir una semana con todos los gastos pagados. Lo pasaríamos en grande, a fin de cuentas es final de siglo, en Navidad seguramente tendrás vacaciones, ¿no?

-Sí tengo unos días, pero no hace falta que te molestes, no me debes nada. Tu vida ha cambiado mucho, estás muy ocupado y no deberías preocuparte por nosotros, yo te ayudé cuando debía y punto.

-¡Javi! – interrumpió Guillermo - ¡Javi, escúchame bien! – su voz sonaba autoritaria pero rota a la vez -. ¡Necesito que vengas! …, por favor – suplicó.

Javier quedó perplejo pero comprendió que algo no andaba bien. -De acuerdo, nos veremos – aceptó -Gracias amigo, yo me encargo de todo: hotel, billete de avión, etc., ¿ok? Cuando Javier le comentó a Susana lo ocurrido le dijo, con preocupación, que

había encontrado a su amigo muy raro y deprimido, como si necesitase ayuda y que no pudo rehusar su invitación. Ella no puso ninguna objeción, únicamente debería adelantar unos días la liquidación de su puesto de trabajo, ya que no disponía de vacaciones.

El martes veintiocho de diciembre partían en vuelo hacia Cancún. Un coche estaba esperándoles en el aeropuerto con el encargo de llevarles hasta el

hotel Cancún Palace, en pocos minutos llegaron a la zona hotelera, al sur de la Laguna Nichupte. Guillermo en persona les recibió en el vestíbulo principal.

-¿Qué hay pareja?, estaba ansioso por veros. Se intercambiaron saludos y abrazos. -Perdonarme por no haber ido al aeropuerto, pero la gente me acosa de mala

manera, inconvenientes de la fama, ¿comprendéis verdad? -Tiene que ser bonito que los “fans” te persigan – dijo Susana. -No creas, al principio quizás sí, pero después… -Me dejaste preocupado cuando llamaste, ¿ocurre algo? – le preguntó Javier. -¡Oh no! nada especial – se adelantó un par de metros y bajó la voz – tendrás que

hacerme un favor, pero ya te contaré a solas. Guillermo alzó el tono expresamente. -Bueno chicos, tenemos una semana por delante. ¡Hay que celebrar el fin de

siglo!, de momento esta noche he preparado una fiesta en el jardín del hotel, con orquesta y todo. Y lo mejor… ¡Yo no canto!

En esta ocasión Javier vio tan desmejorado a su amigo que no se atrevió a comentarle nada respecto a su físico como en otros encuentros. Llegó a pensar que tal vez tuviese el SIDA y que quizás por eso le llamó a su lado, para confesárselo. También estaba claro que lo que fuera no quería decirlo en presencia de otras personas, ni tan siquiera de Susana, por tanto tendría que esperar ya que siempre estaba acompañado. No sabía hasta que punto eran guardaespaldas, amigos o compañeros los que rodeaban a Guillermo, el caso era que nunca andaba solo.

Después de una suculenta comida mexicana, que no acabó de agradar a Javier por su fuerte condimentación, fueron a recorrer parte de la costa hasta la playa del Carmen. Ellos iban en un primer coche, mientras un segundo les seguía a escasos metros.

-No jodas tío, ¿no me digas que llevamos escolta? – bromeó Javier. -No es exactamente eso, digamos que son asalariados de la compañía discográfica, por si necesitamos algo. Bueno, conozco por aquí una playa muy bonita y tranquila, si os apetece podemos tomar un baño allí – el anfitrión había pensado en todos los detalles – y mañana podríamos visitar unas ruinas Mayas.

-¿No tienes ningún compromiso estos días? – preguntó Susana. -No, los reservé para mí, tan sólo tengo un par de entrevistas, que las haré en el

mismo hotel, y un play-back para televisión. -¿También estás instalado en el hotel? -No, tengo un apartamento junto a José Castillo, en Puerto Morelos, cerca de

aquí. -Perdona la impertinencia pero, ¿y Eva, no estáis juntos? – preguntó Javier. -Ella trabaja en España ¿sabes?, pasamos mucho tiempo separados, en fin… es

largo de explicar… ¡Vamos!, nos daremos un baño mar adentro. Subieron a un pequeño yate y se alejaron unos centenares de metros de la orilla.

Fueron bordeando la costa hasta llegar a una diminuta cala desierta, allí anclaron la embarcación y se dispusieron a darse un buen chapuzón.

-Miguel, prepara unos “cokteles” por favor – ordenó Guillermo. Mientras se bañaban en aquellas cristalinas aguas se hizo más evidente la

diferencia entre los físicos de los dos amigos. Ya nada indicaba que un día Guillermo fuera culturista, por el contrario, sus antaño prietos abdominales estaban ahora tapados por una ligera capa de grasa, dando la sensación de vientre caído que tienen las personas sedentarias o “bebedoras” ; más bien debía ser lo segundo, pues en apenas quince minutos se tomó dos combinados de ron.

Javier sintió vergüenza ajena y lástima por su amigo, sin embargo no dijo nada. -¿Cómo te va tu nueva vida cubana? – preguntó Guillermo. -Encantado, sin tantos lujos pero bien. Tenemos una casa en Cojímar y yo trabajo

de lo mío para la cadena Meliá. Oye, no quiero hacerme pesado pero tu madre me dijo que, aunque la llamas por teléfono dos o tres veces por semana, pasa meses sin verte y eso que sabe que en ocasiones has estado en la Isla y no pasaste a visitarla. Me ha dado recuerdos para ti, pero también me ha dicho, y esto no debería contártelo, que investigara qué te pasaba. Tú mismo macho.

-Tienes razón, “pobrecita” mami… ¿Sabes qué pasa?, se preocupa tanto de mí que no quiero que sufra viéndome tan ajetreado y tan… delgado, como ella dice. La última vez que estuve en casa no paró de recriminarme, “niño haces mala cara… ¿estás enfermo? … ¿es qué no comes?”. Claro, estaba acostumbrada a verme tan grande antes. Un día voy a dejar todo esto –. Guillermo daba pequeños sorbos a su vaso, mirando fijamente el horizonte, sentado en la popa del barco.

-Pero si tenías que estar contento de tener el nombre que tienes y ganar tanto dinero. Lo único que debes hacer es poner un poco de orden en tu vida – dijo Javier lo más sutilmente que pudo y sin ánimos de ofenderle.

-No es tan fácil hermano, una vez que entras en esta dinámica es una espiral que te absorbe, te rodeas de gente sin escrúpulos que te arrastran y te marcan las pautas de las que es casi imposible salirse, o juegas con sus cartas o te hunden compañero.

No quisieron seguir la conversación delante de Miguel, el patrón del barco, ni de Susana que ya subía por las escalerillas de la parte posterior.

-¿No os bañáis más?, el agua está muy rica. Los dos amigos miraron el femenino cuerpo mojado, todavía no hipertrofiado por

el embarazo y que lucía hermoso un diminuto “bikini” negro, que con el líquido

elemento se hizo aún más pequeño contra sus firmes senos y, al igual que una segunda piel, mostraba éstos en posición desafiante.

Por la noche la fiesta duró hasta bien entrada la madrugada, entre “canapés” de

salmón, “martini” y ron transcurría la reunión. Un grupo de mariachis amenizaba la velada cantando las más famosas rancheras. Todos los asistentes parecían conocer a Guillermo, allí estaban Castillo, Felipe y el resto de músicos que normalmente le acompañaban. También asistieron algunos responsables de la discográfica y varios fotógrafos de prensa. Susana y Javier se sintieron un tanto incómodos entre aquella gente, mientras Guillermo no cesaba de presentarles supuestos amigos. Aparentaba muy bien su papel, siempre con un punto sospechoso de exaltación, de embriaguez controlada. Javier lo observaba continuamente, ¡cuánto había cambiado! – pensó – no sólo físicamente, ahora se movía y expresaba de forma diferente, incluso intentaba mantener a raya su acento cubano, hablaba mucho más fino delante de según que personas. Qué lejos estaba el Guillermo que conoció en Ávila.

Por fin llegó el ansiado momento. -Ha estado muy bien la fiesta pero nosotros nos retiramos ya, Susana está fatigada

–. No quiso comentarle nada todavía sobre el embarazo. -Claro Javi, por supuesto, nos vemos mañana, pasaremos una jornada de

digamos... visita cultural facultativa – todos rieron –. Tranquilos muchachos después os dejaré dos días libres para que disfrutéis de estas hermosas instalaciones y de la playa, pero eso sí, el 31 por la noche volveremos a vernos las caras, para romper con todo, ¡se acaba el siglo, el milenio y el mundo! – exclamó Guillermo alzando los brazos y derramándosele parte de su copa sobre la cabeza.

La pareja se dedicó esos días a vivir una segunda luna de miel, comían, bebían y hacían el amor a cualquier hora. Tenían que reconocer que su amigo se había esmerado con la extraordinaria ”suite” que les reservó.

Por la radio no paraba de oírse el tercer disco de Guillermo Fernández y el “Mambo nº5” de Lou Bega y la televisión recordaba constantemente los reiterativos mensajes navideños de paz y felicidad y sobre todo, hasta la saciedad, la entrada al año 2000 como un hito histórico.

El “cotillón” preparado para la noche del 31 fue espectacular, costaba cien dólares por persona y aún así quinientos comensales abarrotaban dos salones anexos al hotel. Actuaron mariachis, grupos folklóricos mexicanos y para el final de fiesta una gran orquesta, además hubo fuegos artificiales en el jardín.

A lo largo de la cena Guillermo se mostró serio y callado, demasiado para lo que les tenía acostumbrados; se le veía deprimido y nostálgico cuando alguien evocaba recuerdos de tiempos pasados. Sin embargo al acabar los postres se ausentó por unos minutos junto a José Castillo, al regresar el cambio en su carácter fue drástico, tanto que todos se dieron cuenta, Guillermo volvía a ser la estrella, el centro de atención y su eufórica alegría contagiosa.

-Guillermo ha tomado algo – dijo Javier a su mujer, luego se arrepentiría de haberlo hecho.

-Desde luego no está normal, antes parecía no encontrarse bien. Tal vez tomó una aspirina o quizás le sentó de maravilla el champán.

-O algo peor – sentenció él. -¿Qué quieres decir? – preguntó ella. -Nada, déjalo... cuidado que ahí viene otra vez – le previno.

-Mis queridos amigos... os deseo lo mejor del mundo para el siglo próximo. ¡Qué seáis muy felices! – exclamó Guillermo lanzándose al cuello de ambos, abrazándolos.

Todos los asistentes se prepararon para recibir el nuevo año y un gran estallido de gritos y silbidos tubo lugar cuando sonó la última campanada por el monitor de televisión. La gente se besaba unos a otros, conocidos o no era igual, la mayoría buscando su pareja en aquel enjambre de sudorosos y acalorados cuerpos, con vestidos nuevos que habían dejado de serlo manchados de licor. En el ambiente se respiraba un aire rancio, mezcla de eructos gasificados, de cigarros puros Habanos y algún sobaco despiadado.

La orgía de locura se prolongó hasta casi las cuatro de la madrugada, momento en el que el cansancio o el alcohol empezaba a hacer estragos.

-Disculpar, ¿por dónde están los servicios? - preguntó Javier levantándose de la mesa.

-¡Allí a la izquierda! – señaló la guapa acompañante de Castillo, veinte años más joven que él y de la que nadie recordaba ya su nombre.

-¡Espera! voy contigo Javi – Guillermo se apresuró a aprovechar su oportunidad –. Haremos igual que las mujeres que van al baño por parejas – por poco se cae al suelo al levantarse.

Apenas entraron en los servicios le cogió por el brazo. -Ahora que estamos solos te diré el favor que quiero que me hagas, pero

guardando el secreto – dijo con voz pastosa. -¡Por fin!, ¿de qué se trata? - preguntó intrigado Javier. -En realidad es una tontería, pero necesito que hagas unas gestiones por mí. ¡Ten!

– sacó un sobre de su bolsillo con mucha dificultad, como si fuera una tarea complicada -. No lo abras hasta mañana, cuando estés solo.

-¿Por qué tanto misterio?, podrías decírmelo aquí mismo de palabra. -No mejor por escrito, así no se me olvida nada, ¿Sabes? ahora no estoy en mi

mejor momento, además ahí tienes escritas unas direcciones y nombres…, pero recuerda. ¡Ni palabra de esto a nadie, ni a Susana, sólo quiero que lo sepas tú y después que sigas o... respetes lo que pone, ¿ok?

-Ok, te lo prometo – contestó Javier mientras se acercaba al urinario, también algo titubeante.

-Y sobre todo, para evitar problemas, no lo abras hasta mañana – Guillermo hizo lo propio imitando a su amigo.

Regresaron a la que parecía haber sido su mesa, repleta de restos de canapés, vasos, botellas y ceniceros rebosantes de colillas mal apagadas. El fuerte estruendo de una traca alertó a los presentes.

-¡Empiezan los fuegos de artificio! – gritó alguien. En manada corrieron al jardín para ver el espectáculo pirotécnico. Hubo quien

perdió un zapato en la estampida. Al acabar, entre el olor a pólvora y azufre, regresaron todos ahora en manso

rebaño, con la difícil tarea de encontrar cada cual su copa. Susana hizo un claro gesto a su marido insinuándole que deseaba marcharse. -La compañía es muy agradable pero nosotros nos marchamos ya – dijo Javier. -¿Tan pronto?, la noche es joven – respondió Guillermo que intentaba quitarse de

encima una reportera de la llamada prensa “amarilla” o del “corazón” . -Estoy cansada y he bebido demasiado – añadió Susana. -¡Pareja, dulce pareja!, de vuelta al nido ¿eh? – ironizó el bigotudo José Castillo –.

Yo también debería irme, vine con Felipe y el pobre está aguantando el “rollo” de la pesada Dolores.

-Eso está arreglado – balbuceó Guillermo con una voz que ya no parecía la suya – dile a Felipe y los muchachos que pueden marcharse, hoy te llevo yo hasta Puerto Morelos. ¡Sí señor, qué coño!, todavía tenemos tiempo de darnos una vuelta por los locales de moda, hablaremos de futuro tú y yo, de los planes para el próximo milenio, ¿ok?

-Está bien, pero tan sólo una “horita” más – aceptó el mexicano. -En fin amigos, os deseo lo mejor en vuestra vida y... gracias por todo – dijo

Guillermo viendo que la pareja se levantaba. -¿Gracias por qué? – preguntó Javier cuando ya se iba. -Sí... por haber compartido estos días conmigo y... escuchar mis tonterías, ¡adiós

amigos! -¡Hasta mañana! – se despidió Susana. La mañana del tan esperado día 1 de enero del 2000, amaneció como cualquier

otra, soleada y calurosa en esas latitudes del hemisferio. La feliz pareja se despertó sobre las diez y tras hacer un rato “el remolón” por la cama se levantaron para ir a desayunar.

-¿Sabes que te digo?, baja tú cariño, debe ser la resaca pero no tengo apetito, mientras yo me cambio y voy a estirar un poco las piernas, y si acaso me acerco por el gimnasio a quemar los excesos de ayer.

-De acuerdo, después yo iré a la piscina, nos vemos a la hora de comer – contestó ella –, voy rápido que están a punto de cerrar el comedor.

Javier se quedó solo en la habitación poniéndose ropa deportiva cuando, como un “flash” , le vino a la mente el detalle del sobre. Buscó presuroso en el bolsillo trasero de sus pantalones, allí estaba, arrugado por la movida noche del día anterior. Lo abrió.

Querido amigo: Espero que entiendas mi letra pues me tiembla la mano y no sólo de nerviosismo,

sino por el alcohol que fluye por mis venas. Sé que hace tiempo que lo adivinaste, aunque jamás me dijiste nada. ¡Sí, soy un alcohólico!, peor aún, yo diría que drogadicto. Cómo si no iba a poder aguantar sobre el escenario, día tras día, gira tras gira, incluso decayendo físicamente, ¡con cocaína hermano!. Primero es sólo una ayuda, después una dependencia que te va pasando factura. Soy una marioneta Javi, en manos de gente sin escrúpulos que me utilizan. De qué me sirve el dinero si no soy dueño de mi persona, ni de mi tiempo. ¿Sabes?, … a menudo pienso en los buenos entrenos que solíamos hacer, recuerdo mi físico de casi noventa macizos kilos y ahora cuando me veo en el espejo, esquelético con no más de sesenta, me doy asco. Nunca pensé que pudiera ocurrirme esto, hundirme física y psíquicamente de esta forma. El cabrón de Castillo no me da tregua, me ha puesto un psicólogo, tiene gracia ¿no?, él que me ha metido en esta mierda, él que empezó con ligeros estimulantes, decía, cafeína, efedrína…. Y Eva, mi mujer, ya sabes… no se puede decir que fuera un gran amor, no te digo que de conveniencia, al menos conscientemente, pero yo creo que a todas las partes les interesaba. La verdad es que pasa de mí, estamos meses sin vernos, ella en España y yo por ahí, prácticamente vivimos separados, no le importa lo que pueda estar haciendo con otras mujeres y, a ser sincero, tampoco a mí lo que haga ella.

¿Sabes lo curioso del tema?, ahora que me han destrozado me recomiendan que me cuide, que haga gimnasia y recupere mi imagen. Dicen que empiezo a no dar la talla sobre el escenario, ¿te das cuenta? y después me traen mi dosis para poder rendir al 100%. Estoy en un callejón sin salida Javi, tenías razón en cierta ocasión, la opulencia y el materialismo me han envenenado. El éxito tiene un alto precio en este

trabajo, si no sabes dominar y controlar la fama ésta se adueña de ti y te desintegra como individuo, te ves rodeado de déspotas parásitos que te van chupando la sangre.

Perdóname pero no aguanto más, he tocado fondo y no le veo salida a este oscuro túnel que tengo delante, aunque… daría cualquier cosa por irme con la cabeza bien alta. Te pido por favor que destruyas esta carta una vez leída, necesitaba decírselo a alguien y quién mejor que tú, mi gran amigo. Sólo tú sabrás mi secreto, mi testamento póstumo…porque si puedo al cerdo de Castillo me lo llevo por delante. Sé que soy un cobarde por mentir así a mi familia y mi gente, pero no quiero que sepan la verdad, que terminé así de corrompido, prefiero que recuerden al gran Guillermo Fernández, que mi familia se enorgullezca y que mi país me vea como un ídolo caído, que nadie se avergüence de mí.

Por eso me voy Javi, me voy para siempre, dirán que iba borracho, lo comprobarán… ¿Y qué?, entra dentro de lo normal para una noche de Fin de Año, final de siglo, año 2000, ¿no crees?. Por eso conduciré hasta el infinito mi Mercedes, ¡volaré! desde el más alto acantilado mexicano hasta mi querida Cuba, total son unos cuantos cientos de millas, Javi…, confío en ti, diles siempre a mi madre y mi hijo David que sabías que deseaba dejar esta vida tan bohemia, que era cuestión de tiempo, que quería ganar unos dólares más y retirarme a vivir con ellos… ¡Díselo por favor!

¡Adiós mi hermano!, nos vemos entrenando en el infierno.

Javier no podía creer lo que estaba leyendo, su mente quedó colapsada, no sabía qué hacer, a quién acudir. ¿Cómo podría evitar la tragedia?. En primer lugar debía destruir el mensaje, lo rompió por la mitad y lo tiró a la papelera, reflexionó y volvió a cogerlo, esta vez lo hizo mil pedazos y lo echó al inodoro, luego tiró de la cadena.

En ese mismo instante se abrió la puerta y entró Susana de forma precipitada, gritando histéricamente.

-¡Javier! ¡Javier!, ¡ha ocurrido una desgracia! -¿Qué pasa? -¡Ay Dios mío! … Guillermo ha tenido un accidente con el coche – decía

nerviosa. -¿Cómo, cuándo? – Javier se temía lo peor. -Dicen que fue entre las seis y las siete de la mañana, iba con Castillo para Puerto

Morelos y se salieron de la carretera –. Susana ya no gritaba, suspiraba entre sollozos –, cayeron por un precipicio de no sé cuantos metros.

-¿Y cómo están, se sabe algo? – preguntó él. -No sé, a mí me han avisado en recepción porque saben que somos amigos. Unos

dicen que se han matado, otros que sólo Castillo… pero que la cosa es grave, muy grave. No debimos dejarlo solo, ya se veía que iba demasiado alegre, estaba bebido.

-¿Conducía él? – preguntó Javier, aunque adivinaba la respuesta. A su mente acudían cada una de las palabras de la premonitoria carta.

-Supongo que sí, porque iban con su coche, el mercedes. Nerviosos se arreglaron como pudieron y salieron rápidamente, primero

estuvieron preguntando en recepción y de allí en taxi hasta el hospital provincial. Se encontraron con un gran revuelo de gente en la puerta, fotógrafos, periodistas y amigos de los accidentados que hacían lo imposible por sacar una palabra sobre el asunto a la recepcionista del centro sanitario.

-¡Más tarde se les facilitará un parte médico! –. Eso fue todo lo que escucharon. Había una gran confusión y nadie sabía a ciencia cierta lo ocurrido. Se barajaban

todas las posibilidades, desde los que decían que habían muerto, hasta los que afirmaban que estaban vivos y que los habían trasladado en helicóptero a otro centro, después se

supo que el aparato era de la televisión mexicana. Como fuera, a vista del estado del coche, nada bueno podía esperarse.

Susana y Javier ya no sollozaban, sentados en las incómodas sillas de plástico de la sala de espera meditaban en silencio con la mirada clavada en el suelo, aguantándose el mentón con la mano.

Javier comprendía ahora muchas de las cosas que su amigo le decía en la carta. Estaba claro le hacía cómplice y guardián de su secreto, nadie debía saber del Guillermo corrompido, que sus paisanos le recordaran siempre como el alegre y patriótico artista Guillermo Fernández, hombre de principios que jamás renegó de su tierra pese a las adversidades y que no se dejó seducir por el materialismo imperialista. Prefería desaparecer, “suicidarse” en una noche loca de borrachera, antes que caer del pedestal de la gloria delante de su gente y familia, y que éstos se avergonzaran de él.

A las catorce horas se dio el parte oficial, cuando ya todas las emisoras habían difundido la noticia, incluso en La Habana, que se encontraban celebrando el 1 de enero, Día de la Liberación, no se hablaba de otra cosa.

José Castillo había fallecido y Guillermo Fernández se debatía entre la vida y la muerte en estado muy grave, sufría numerosas fracturas en las extremidades inferiores, perforación del pulmón con hemorragia interna y un coágulo cerebral que le provocó un estado de “coma” .

Tras intentar en vano tener acceso a la zona de Cuidados Intensivos Susana y Javier darían por acabadas sus vacaciones, no tenían humor para continuarlas y regresaron a Cuba antes de lo previsto. Al llegar allí quisieron visitar a Rosa, la madre de su amigo, pero se encontraron con que había partido para México. El gobierno cubano, por la transcendencia del caso al tratarse de un personaje público y por razones humanitarias, concedió un permiso especial de salida de la Isla a Rosa y David para trasladarse al país vecino.

Inclusive el diario estatal “Granma” se hizo eco de la noticia, exaltando en todo momento las virtudes y bondades del famoso cantante.

“Guillermo Fernández, noble compatriota que pasea por el mundo la bandera cubana con orgullo y dignidad, dejando a un lado las tentaciones y provocaciones del enemigo imperialista. Hombre de principios que jamás alejó la mirada de su tierra, ni se dejó llevar por la vida fácil de la fama y la opulencia, debido a su gran éxito en el extranjero…”

Javier no pudo hacer otra cosa que respirar hondo al leer la noticia, no sería él quien desenmascarase al ídolo nacional.

Afortunadamente salió del coma y dos meses después era trasladado al Policlínico de La Habana.

Susana y Javier fueron de los primeros en acudir a visitarlo, gracias a su amistad con la familia y resto de sus compañeros músicos. Por expreso deseo de Rosa se denegó todo acceso a la prensa extranjera, así como a cualquier contacto de los que tenía en México.

-¿Se puede? – dijo Javier golpeando levemente la puerta. -¡Pasar! … ¡Pasar! – la madre se levantó para recibirlos. -Buenos días, ¿cómo vamos? – preguntó Susana. -Ya ves hija mía, aguantando lo que nos ha venido encima –. Rosa, visiblemente

desmejorada, había envejecido diez años en apenas unos meses - ¡Guillermo! ¡hijo! … mira quien ha venido a verte.

El enfermo fue despertando lentamente. Tenía un aparatoso vendaje en la cabeza y sus piernas, totalmente vendadas, colgaban de unos extraños artilugios sujetados al techo.

-¿Qué tal macho, cómo te encuentras? – preguntó Javier. -Hecho una piltrafa, parezco una momia egipcia – respondió Guillermo. -Todo a su tiempo, ya verás que no te darás cuenta y estarás como nuevo – decía

Susana –, esto se arregla con un poco de PPG. -¿Lo dices por el colesterol o la impotencia? – le vino la risa y se quejó del

costado –. Qué mierda amigos, no puedo ni reírme a gusto… ¿sabéis lo que más me jode? … no poder levantarme para hacer mis necesidades, menos mal que tengo aquí mi madre día y noche.

Vieron como a Rosa se le escapaban unas silenciosas lágrimas, no sabían si de pena o alegría al ver el sentido del humor de su hijo.

-No te preocupes y procura reponerte – decía Javier – te lo dice uno que también ha pasado por esto. Hace años tuve un grave accidente y, para que lo sepas, no siempre tenía a mi madre para cuidarme. Pasé mucha vergüenza cuando necesitaba la ayuda de alguna enfermera para según que cosas, o sea que puedes considerarte un privilegiado.

-Te hemos traído unos dulces, no sabíamos si podrías comerlos pero… ¡ten! – Susana sacó una caja de bombones que costaban una fortuna en Cuba.

-¡Ay que ricos! ¡gracias! – agradeció su madre. Le pusieron uno en la boca que fue degustando poco a poco. -Bueno hijos, os dejo un rato solos para que habléis de vuestras cosas, yo voy a

estirar las piernas por el pasillo – Rosa cogió un bombón de la caja y salió de la habitación.

-Qué susto nos llevamos Guillermo, ¿qué pasó, te dormiste? – preguntó Susana. A Javier le incomodó tanto como al enfermo la pregunta. -Deja mujer, no lo atosigues con esos recuerdos. -La verdad, no recuerdo bien… supongo que un poco de todo, sueño, alcohol, en

fin… - Guillermo giró la cabeza buscando la claridad de la ventana. Hubo una larga pausa. -Suenan tus canciones por la radio que es un contento – dijo ella intentando ser

positiva en esta ocasión –, yo creo que más que antes incluso. -Pues que duren, porque ya no grabaré más - contestó Guillermo – “no hay mal

que por bien no venga”, dicen. Al menos esto me servirá de excusa para dejar este negocio.

-Hombre no seas tan fatalista, ya te recuperarás. -No, para bailar, cantar y estar en el candelero no creo, pero ya te digo, no me

importa. Si puedo, a vivir de los “royalties” de los tres discos editados y si no a otra cosa.

Los tres estuvieron charlando un rato siempre en tono optimista. -Bueno, voy a buscar a tu madre que la pobre… - Susana dejó solos a los dos

amigos. Fue un momento de gran tensión ya que Javier no quería sacar a relucir el

penoso tema que en su día Guillermo le confió, finalmente sería el enfermo quien habló primero, tanteando el terreno.

-¿No tienes nada que reprocharme, Javi? -¿Yo?, no te entiendo. -¿Leíste mi carta?, la que te di en la fiesta. Tan sólo tenía unos segundos para reaccionar y se sonrojó visiblemente.

-¿La carta? … bueno, tendrás que perdonarme pero sucede que no me acordé de leerla al día siguiente y… Susana lavó los pantalones ¿sabes?, estaban manchados y claro… fue imposible recuperarla, quedó hecha una bola de papel mojado. Siento no haber podido ayudarte, si todavía estoy a tiempo de hacerte alguna gestión, tú dirás.

-No tenía importancia, ya pasó – contestó Guillermo esgrimiendo una sonrisa de agradecimiento -. Gracias de todas formas, eres un tío “cojonudo”. Supo que su amigo lo estaba engañando, que le daba la oportunidad de decidir si quería dar marcha atrás en el asunto, de arrepentirse e intentar sobreponerse a lo ocurrido. Lo notó en sus ojos, que esquivos rehusaban mirarle a la cara, en su voz temblorosa y en el sudor de sus manos. Sabía que su amigo conocía toda la verdad.

-Javier, ¡eres la hostia! – añadió – voy a salir de esta y empezar de cero. Me pondré más “cachas” que tú, ¡te lo juro!

-Claro que sí hombre, así me gusta oírte hablar. -Empezaré a entrenar de nuevo, con más ilusión que nunca, no para ganar una

competencia, sino para recuperar estas “jodidas” piernas –. Se esforzó por reprimir unas lágrimas que se le escapaban irremediablemente.

-Sí señor, y nosotros estaremos aquí para ayudarte en lo que haga falta, ¿entiendes?, ¡lo que sea! – ahora sí se atrevía a mirarlo fijamente –. Por cierto, Eva llamó un par de veces preguntando por ti, dijo que en cuanto pudiese vendría a verte, que no pudo…

-¡No por favor! – interrumpió Guillermo – llámala y dile que no venga, que lo nuestro se acabó, estas cosas hay que cortarlas de raíz compadre.

-Tal vez todavía podáis arreglar lo vuestro – dijo Javier. -No Javi, eso sería volver al pasado, ella me llevaría, aún sin pretenderlo, de

nuevo a ese mundo del que yo quiero salir, ¿comprendes verdad? -Te entiendo amigo, te entiendo. Guillermo estaría cinco meses internado, sufriendo siete operaciones en sus

extremidades. No fue hasta pasado un año que volvió a caminar con cierta normalidad. Se centraría en el entreno con pesos para recuperar la completa movilidad y la masa muscular de antaño. Se apartó de la música a nivel profesional y su nombre, con los años, iría difuminándose en el aire como lo hacen las nubes en verano. Regresó a la vida saludable, dejando de lado las drogas y el alcohol. Finalmente, cuando las cosas mejoraron en Cuba y la política económica lo permitió, se asociaría con Javier, para instalar un gimnasio público cerca de la 5ª Avenida. Sin grandes ostentaciones, sí les permitiría vivir decentemente.

Al igual que cada domingo Susana y Javier salían del hospital después de visitar

a su amigo y, como tantas veces, fueron a pasear por el Malecón. Siguiendo la costumbre de las parejas cubanas se sentaron sobre el muro cara al mar, excepcional tribuna ante el resto del mundo.

-¿Sabes cariño?, he pensado que quizás no sea buena idea lo de volver a invertir en la bolsa española – dijo Javier –. Cuando podamos montaremos un pequeño negocio, un gimnasio sería mi ilusión.

-Me alegra oírtelo decir, me asustaba pensar que pudiéramos perder el dinero, porque puede pasar ¿no? – preguntó ella.

-No es esa la cuestión Susana, mi miedo no es tanto poder perderlo y empobrecerme, lo que verdaderamente me aterra, vista la experiencia, es poder ganarlo y enriquecerme demasiado, ¡eso sí sería caer en la miseria!

Ambos se fundieron en un tierno beso de juventud, al más puro estilo Malecón, mientras a escasos metros una pequeña niña de color, de largas trenzas y “lacitos” rojos, miraba la escena feliz y contenta con su dulce “piruleta” que algún turista de turno le obsequió. Al otro lado de la acera alguien gritaba:

-¡Maní... al rico Maní!