Desenmascarar la palabra Nuevas tendencias en el teatro de los '80

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Dramaturgia Desenmascarar la palabra Nuevas tendencias en el teatro de los '80 Por Olga Cosentino Así como en los años sesenta el teatro argentino expresó, a través de autores como Cossa, Gorostiza, Halac, Dragún, Gené, Rosenmacher o De Cecco, el profundo sentimiento de frustración de la burguesía ante un proyecto político, social y cultural que no pudo o no supo completar; así como los setenta provocaron la creatividad y el riesgo de los dramaturgos de la década anterior y de otros como Kartun, Goldemberg, Rovner, Urondo o Gelman, empeñados en resistir el espanto de los años de plomo con imaginación y lucidez; así también el teatro de la década que concluye se vio, sobre todo desde finales de la dictadura, extraviado ante la devastación, obligado a poner a prueba los inciertos nuevos límites de la libertad y hasta enfrentado a la dura realidad de las butacas vacías. Además, y paralelamente a estas tres décadas de escena local, hay que destacar la presencia de una suerte de vanguardia ideológica y estética encarnada especialmente por Griselda Gambaro, Ricardo Monti y Eduardo Pavlovsky. Estos autores, buscando en los mismos referentes sociales y políticos que sus contemporáneos, intentaron dar con lo real mediante una ruptura mucho más profunda con las claves del realismo. Su objetivo fue, presumiblemente, desentrañar las perversiones de la realidad, parodiando lo cotidiano hasta los límites del absurdo, el delirio o la crueldad que aquella contiene. El trabajo de estos autores -sumado a algunas otras expresiones aisladas- marcaron un camino alternativo para el teatro, pero sus valientes experimentaciones dramáticas avanzaron sobre la crítica social, política o existencial, con la común herramienta de la palabra. Sus obras, más allá de los aportes que incorpora en cada puesta en escena el texto espectacular, ocupan rotundos y vigorosos espacios dentro de la literatura dramática. El impulso renovador que encarnan somete a pruebas rigurosísimas a muchos de los despreciados signos y sistemas con que Occidente domesticó o intentó domesticar la realidad, incluida la razón en tanto vía excluyente de acceso al conocimiento. Pero en el caso de estos tres dramaturgos la impugnación no alcanzó a la palabra, cuya servidumbre respecto del autoritarismo de la razón sí fue denostada por otros autores y tendencias que intentaron su reemplazo total o parcial por otras formas expresivas como la imagen, el movimiento, la vocalización sin referentes en el lenguaje, los sonidos o el mismo silencio. Entre estos temerarios avances hay trabajos valiosos que, como los de Emeterio Cerro (El bochichio, La barragana, La Magdalena de Ojón, La juanetarga o El bollo) tropezaron con el desinterés de las salas comerciales o la precaución de las oficiales. Pero también hubo experimentos que se agotaron a sí mismos y, aunque jugando con buenas dosis de riesgo y libertad, no alcanzaron a satisfacer las exigencias éticas y estéticas que reclama la obra de arte. En los ochenta abundaron trabajos que no fueron más allá de lo formal en su pretensión renovadora o que, en una actitud mimética, repetían gestos de otras vanguardias, por lo que no corresponde buscar sino en su inconsistencia la causa del fracaso. Se trata de una cierta fatuidad que se aparea con frecuencia a los actos que concretan cambios profundos y sólo son una moda transitoria. En este sentido, es indudable que la verdadera transgresión es la que se opera desde las raíces y, en el teatro, quien rompe con una dramaturgia previa no puede ni debe desconocerla porque en ella se justifica el cambio. Pero si la frivolidad es un pecado -finalmente bastante inofensivo- de las pseudovanguardias, todos los cambios suelen estar acechados por algo mucho más temible: la absorción y neutralización que los factores de poder ejercen sobre lo revulsivo de aquellos movimientos. Los insultos con los que los surrealistas europeos del primer cuarto de siglo escandalizaron al público burgués hasta hacerlos abandonar sus butacas hoy forman parte del argot con que la clase media intelectual presume de progresista y utiliza como contraseña para afirmar sus complicidades elitistas. De la misma manera, palabras, frases o imágenes que hoy se venden en posters o camisetas para adolescentes llevaron hace no más de quince años, a quienes las exhibían, a dar con sus huesos en la cárcel o en algún fondo de río o laguna. Este fenómeno no obedece sólo a una mayor permisividad del poder sino al deterioro de la fuerza expresiva de la palabra y, en general, del signo. Esa es la razón que esgrimen quienes llevan su objetivo de desenmascarar todas las formas de la hipocresía hasta impugnar a la palabra misma. En este aspecto, el teatro actual estaría en el punto de máxima tensión y contradicción respecto del teatro primitivo, cuya ritualidad se fundaba en el valor mágico y creador del verbo. A propósito de este asunto ha dicho el dramaturgo Juan Carlos Gené (quien niega pertenecer a ninguna vanguardia pero cuya ética como creador lo coloca por encima de tendencias coyunturales): "La palabra, como la idea, es la más grande conquista de la especie; no veo por qué diablos tenemos que renunciar a ella. En todo caso, debemos devolverle su dignidad. Esta es la tarea". Teatro del Pueblo - SOMI http://www.teatrodelpueblo.org.ar/dramaturgia/cosentino001.htm 1 de 4 27/04/2015 13:44

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Así como en los años sesenta el teatro argentino expresó, a través de autores como Cossa, Gorostiza, Halac, Dragún, Gené,Rosenmacher o De Cecco, el profundo sentimiento de frustración de la burguesía ante un proyecto político, social y cultural que nopudo o no supo completar; así como los setenta provocaron la creatividad y el riesgo de los dramaturgos de la década anterior y deotros como Kartun, Goldemberg, Rovner, Urondo o Gelman, empeñados en resistir el espanto de los años de plomo con imaginacióny lucidez; así también el teatro de la década que concluye se vio, sobre todo desde finales de la dictadura, extraviado ante ladevastación, obligado a poner a prueba los inciertos nuevos límites de la libertad y hasta enfrentado a la dura realidad de las butacasvacías.

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Dramaturgia

Desenmascarar la palabra

Nuevas tendencias en el teatro de los '80Por Olga Cosentino

Así como en los años sesenta el teatro argentino expresó, a través de autores como Cossa, Gorostiza, Halac, Dragún, Gené,

Rosenmacher o De Cecco, el profundo sentimiento de frustración de la burguesía ante un proyecto político, social y cultural que no

pudo o no supo completar; así como los setenta provocaron la creatividad y el riesgo de los dramaturgos de la década anterior y de

otros como Kartun, Goldemberg, Rovner, Urondo o Gelman, empeñados en resistir el espanto de los años de plomo con imaginación

y lucidez; así también el teatro de la década que concluye se vio, sobre todo desde finales de la dictadura, extraviado ante la

devastación, obligado a poner a prueba los inciertos nuevos límites de la libertad y hasta enfrentado a la dura realidad de las butacas

vacías.

Además, y paralelamente a estas tres décadas de escena local, hay que destacar la presencia de una suerte de vanguardia ideológica

y estética encarnada especialmente por Griselda Gambaro, Ricardo Monti y Eduardo Pavlovsky. Estos autores, buscando en los

mismos referentes sociales y políticos que sus contemporáneos, intentaron dar con lo real mediante una ruptura mucho más

profunda con las claves del realismo. Su objetivo fue, presumiblemente, desentrañar las perversiones de la realidad, parodiando lo

cotidiano hasta los límites del absurdo, el delirio o la crueldad que aquella contiene.

El trabajo de estos autores -sumado a algunas otras expresiones aisladas- marcaron un camino alternativo para el teatro, pero sus

valientes experimentaciones dramáticas avanzaron sobre la crítica social, política o existencial, con la común herramienta de la

palabra. Sus obras, más allá de los aportes que incorpora en cada puesta en escena el texto espectacular, ocupan rotundos y

vigorosos espacios dentro de la literatura dramática. El impulso renovador que encarnan somete a pruebas rigurosísimas a muchos

de los despreciados signos y sistemas con que Occidente domesticó o intentó domesticar la realidad, incluida la razón en tanto vía

excluyente de acceso al conocimiento. Pero en el caso de estos tres dramaturgos la impugnación no alcanzó a la palabra, cuya

servidumbre respecto del autoritarismo de la razón sí fue denostada por otros autores y tendencias que intentaron su reemplazo

total o parcial por otras formas expresivas como la imagen, el movimiento, la vocalización sin referentes en el lenguaje, los sonidos o

el mismo silencio.

Entre estos temerarios avances hay trabajos valiosos que, como los de Emeterio Cerro (El bochichio, La barragana, La Magdalena de

Ojón, La juanetarga o El bollo) tropezaron con el desinterés de las salas comerciales o la precaución de las oficiales. Pero también

hubo experimentos que se agotaron a sí mismos y, aunque jugando con buenas dosis de riesgo y libertad, no alcanzaron a satisfacer

las exigencias éticas y estéticas que reclama la obra de arte.

En los ochenta abundaron trabajos que no fueron más allá de lo formal en su pretensión renovadora o que, en una actitud mimética,

repetían gestos de otras vanguardias, por lo que no corresponde buscar sino en su inconsistencia la causa del fracaso. Se trata de

una cierta fatuidad que se aparea con frecuencia a los actos que concretan cambios profundos y sólo son una moda transitoria. En

este sentido, es indudable que la verdadera transgresión es la que se opera desde las raíces y, en el teatro, quien rompe con una

dramaturgia previa no puede ni debe desconocerla porque en ella se justifica el cambio.

Pero si la frivolidad es un pecado -finalmente bastante inofensivo- de las pseudovanguardias, todos los cambios suelen estar

acechados por algo mucho más temible: la absorción y neutralización que los factores de poder ejercen sobre lo revulsivo de

aquellos movimientos. Los insultos con los que los surrealistas europeos del primer cuarto de siglo escandalizaron al público burgués

hasta hacerlos abandonar sus butacas hoy forman parte del argot con que la clase media intelectual presume de progresista y utiliza

como contraseña para afirmar sus complicidades elitistas. De la misma manera, palabras, frases o imágenes que hoy se venden en

posters o camisetas para adolescentes llevaron hace no más de quince años, a quienes las exhibían, a dar con sus huesos en la

cárcel o en algún fondo de río o laguna. Este fenómeno no obedece sólo a una mayor permisividad del poder sino al deterioro de la

fuerza expresiva de la palabra y, en general, del signo. Esa es la razón que esgrimen quienes llevan su objetivo de desenmascarar

todas las formas de la hipocresía hasta impugnar a la palabra misma. En este aspecto, el teatro actual estaría en el punto de máxima

tensión y contradicción respecto del teatro primitivo, cuya ritualidad se fundaba en el valor mágico y creador del verbo. A propósito

de este asunto ha dicho el dramaturgo Juan Carlos Gené (quien niega pertenecer a ninguna vanguardia pero cuya ética como

creador lo coloca por encima de tendencias coyunturales): "La palabra, como la idea, es la más grande conquista de la especie; no

veo por qué diablos tenemos que renunciar a ella. En todo caso, debemos devolverle su dignidad. Esta es la tarea".

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Sin ingenuidad

Donde se ha verificado, si no una negación, al menos el retorno a un estado primario -en algún sentido naif- de la palabra, es en el

seno de pequeñas compañías integradas por gente cuya edad promedia los treinta años y que, generalmente con el sistema de

autogestión, bucean en las técnicas de un histrionismo popular e ingenioso como el clown, los títeres o el teatro de plaza y de

caminos. La silenciosa teatralidad del mismo también puede encuadrarse en esta actitud de quienes ironizan desde una supuesta

ingenuidad acerca de la decadencia que los involucra. Entre ellos, el Clú del Claun, El Teatrito, Los Macocos, Grupo Teatral Dorrego y

la Banda de la Risa son los que más han consolidado su propuesta y se encaminan a la construcción de un estilo propio. Y entre los

de más reciente aparición debe mencionarse al dúo W.C., al Grupo Mixtratos y al Payaso Chacovachi y su perro Filipo. Muchos de los

espectáculos creados por estos jóvenes teatristas bucean en la tradición juglaresca tratando de desacartonar los rasgos por los que,

en su origen, las expresiones que ellos evocan fueron revulsivas e iconoclastas. En esa línea La historia del Tearto y 1789 Tour de El

Clú del Claun, Boca-River del Grupo Dorrego, Macoco's Chou de Los Macocos, 1,2,3...¡va! de El Teatrito o Espejos de la calle del dúo

W.C. son algunos ejemplos de inocente y divertida apariencia pero que emiten una inquietante señal de alarma. Lo que se sugiere

desde allí es que el teatro debe recurrir a estas formas primitivas de representación que, precisamente por ser tan ingenuas en un

mundo que ha perdido por completo la ingenuidad, muestran que ya no hay trucos posibles. Que todo es, en realidad, pura

falsificación. Y que, por fin, lo único que merece un mundo así de obsceno y falaz es una sonora carcajada.

Sexo y poder

El teatro, no ya de la década sino del siglo, ha cruzado varias veces su itinerario con el del psicoanálisis, en su intento de penetrar el

sentido de los signos más allá de las interpretaciones superficiales que impone el sistema de convenciones generalmente manejado

desde los lugares del poder. En esa misma búsqueda del sentido original y muchas veces olvidado de la palabra, del gesto, del rasgo

o de la costumbre, el teatro también ha echado mano de otras memorias simbólicas estudiadas por Jung o conservadas por registros

culturales o antropológicos más antiguos, científicos o no, como la cábala hebrea, y otras variables de la hermenéutica de Oriente y

Occidente.

Una de las preocupaciones recurrentes del teatro en este terreno de los símbolos culturales incluye el tratamiento dramático de la

sexualidad y sus conflictos, entre los que sobresalen el de una heterosexualidad cada vez más ambigua y vulnerable, pasando por el

enfrentamiento entre lo masculino y lo femenino -como lucha entre dos seres o entre dos condiciones que conviven en dolorosa

pugna en un mismo ser-, hasta la homosexualidad, una realidad inherente a la condición humana pero cuyo análisis ha sido

históricamente eludido por la censura y autocensura ejercidas por la moral tradicional.

De las vertientes del mismo tema, el del enfrentamiento de los sexos ha tenido, en el teatro de la década, un espacio

particularmente importante, a pesar de la penumbra a que pretende confinarlo el discurso de paz y amor de los mass-media

manejado por políticos, clérigos y fabricantes de gaseosas, con la misma eficacia con que conducen el narcotráfico o el

armamentismo.

Uno de los términos de esta ecuación, cuando debe resolverse en los términos de la lucha -en los del amor, las batallas parecen

otras pero son las mismas- es el feminismo, y de ese lado de la contienda muchas mujeres pasaron por la escena reivindicando sus

derechos desde la Nora de Casa de muñecas. Por eso, los reclamos feministas ya son insoslayables tanto en el teatro como en otros

ámbitos. Peor la realidad es múltiple y dialéctica. Todo reduccionismo -incluidos los derechos de las mujeres- termina por ser tan

reaccionario como su contrario, si se lo toma aisladamente. Y es así que en los últimos tiempos, el teatro ha preferido reflexionar

sobre las perversidades de lo femenino.

August Strindberg -y no es el único- ya había abordado el aunto a principios de siglo, pero el planteo del autor sueco había sido

entendido hasta ahora como parte del desorden psíquico que lo atormentó durante su vida. Pero en la Argentina y en 1987, el

director Alberto Ure lo retomó en su puesta de El padre y reveló la sinceridad abarcadora que latía detrás de lo anecdótico de la

pieza. En esa versión aparece magistralmente expresado el ambivalente sentimiento del marido frente a su mujer. Aquel busca la

protección maternal pero no puede eludir el sometimiento que la esposa ejerce con sus atractivos y con su capacidad de procrear,

que él ve como el signo de la superioridad biológica femenina. El problema aparece como contrafigura de la idealizada imagen de

mujer-madre que el Cristianismo se empeñó en imponer dogmáticamente. La puesta de Ure aborda este espinoso asunto no sólo

desde la valoración del texto de Strindberg sino a través de un tratamiento escénico de indudable riesgo, como es el recurso de

entregar la interpretación de los personajes masculinos a actrices, sin travestismo de por medio. Cristina Banegas pone toda su

sensualidad en una formidable y doble mutación expresiva, encarnando al torturado e impotente esposo en lucha desigual con su

mujer, con su hija y con todas las mujeres de su entorno.

El tema de la confrontación entre los sexos remite, además, a otra lucha más abarcadora: la que enfrenta a amo y esclavo.

Strindberg encontró en la sexualidad el referente más próximo a su experiencia personal. Como Jean Genet, en su obra Los negros,

lo expresó a través del conflicto racial. Pero siempre, y sobre todo en este final de milenio, estos temas son emergentes de una

problemática que apunta recurrentemente al poder.

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Por su parte, esta versión de El padre tiene el valor de ser paradigmática respecto de la tendencia que representa, la que también se

ha manifestado a través de los trabajos de otros autores y directores, acaso menos logrados, pero valiosos y honestos como

proposiciones.

Un asunto vecino, aunque centrado también en las relaciones de poder y sometimiento, o de amor y odio que se dan en el vínculo

madre-hija, fue tratado en la obra Amantíssima de Susana Torres Molina, donde el planteo visual y el tratamiento del espacio se

imponían como los vehículos más expresivos, sosteniendo, sin recurrir casi al texto, una teatralidad desbordante de imaginación y

libertad creativa.

El tango y otros mitos

Otra de las vertientes conceptuales del teatro de los ochenta que ha recusado total o parcialmente la palabra o ha cuestionado su

tradicional categoría de signo privilegiado para la enunciación del pensamiento es la que puede reconocerse en dos espectáculos que

se hacen cargo de un tema común con dos lenguajes dramáticos diferentes. Es el caso de Tango varsoviano de Alberto Félix Alberto

y Postales argentinas de Ricardo Bartís. En ambos espectáculos se intenta revisar algunos rasgos de nuestra identidad en los que el

pretendido "ser nacional" ha sido obligado a reconocerse, por mandatos ancestrales, en rituales y obsesiones generalmente

inconcientes y a veces autodestructivos.

La creación de Félix Alberto, que obtuvo el premio Moliére 1987, y que fue invitada a presentarse en Europa, Canadá, Estados

Unidos y América Latina, está construida sobre la estilización de la herencia del grotesco, que fue portavoz de la queja resentida de

inmigrantes estafados en sus utopías. El espectáculo pone en evidencia la huella estereotipada de aquellos condicionamientos que

todavía sigue marcando conductas y destinos. El machismo, el triunfalismo, la melancolía estéril, las desviaciones fascistoides, los

dogmatismos morales, los sometimientos y las autorrepresiones se despliegan en esta obra como un abanico de imágenes poético

dramáticas que se potencian en el rigor esencial de sus metáforas. Casi un texto, la repetición de unas pocas frases pero, sobre todo,

los climas, los cromatismos de la luz y la escenografía, las melodías, ritualizan cada escena convirtiendo la representación en una

suerte de liturgia dramática donde cada unidad escénica sintetiza, en apretada densidad, la historia de los personajes y la del país.

La obra remite con insistencia a la ambigüedad engañosa de ciertos signos tradicionalmente tenidos por unívocos: el machismo que

encubre las exigencias de una virilidad forjada en el desamparo afectivo, o las neuróticas represiones que condenan a las mujeres a

prostituirse en la tristeza gris de la fregona o en el vampirismo comehombres.

Tango varsoviano es, por lo dicho, un ejemplo de las búsquedas estéticas de este tiempo en el que ya no conviene volver a contar

algunas cosas porque la reiteración terminaría por falsificarlas. En cambio, apela a un lenguaje que aparece como una suerte de

precipitado alquímico a cuya contraluz se busca entrever la propia imagen. En la utilización precisa de la luz y la penumbra, la puesta

expone esa condición de la realidad que, transida de ficción, se espanta al verse disfrazada de sí misma. Esto también se consigue

con el recurso del teatro dentro del teatro. Lo real y lo actuado superponen sus contornos, invaden uno el territorio del otro,

insinuando que la mirada realista ya no es suficiente para ver lo real, que se hace cada vez más inaprehensible. Como respuesta, la

obra intenta inaugurar una mirada poética.

Postales argentinas de Ricardo Bartís comparte con Tango...la aventura de renovar el lenguaje teatral en procura de restituirle su

fuerza original. Pero lo hace con recursos casi opuestos, ya que elige las formas más degradadas de la imagen mientras la obra de

Félix Alberto se regodea en una belleza casi lúbrica.

En lugar de teatro dentro del teatro, por otra parte, Postales...da una vuelta de tuerca a la ficción a través de la bidimensionalidad

propuesta desde el título. Sin volumen, sin profundidad, todo lo que parece ser se diluye en las estampas cuyas criaturas son apenas

perfiles. Sólo una delgada cartulina en la caja de los recuerdos inútiles. Encima, esa tragedia de no ser aumenta su patetismo al estar

planteada como una memoria del futuro. Y el futuro no existe: fue aniquilado junto con Buenos Aires por algún cataclismo natural.

O, más probablemente, moral. Pero además, quienes recuerdan son menos confiables que cadáveres (éstos tendrían, al menos, un

valor arqueológico) y oscilan entre la acricatura y la mutación. nada es referente de nada. Ni los diarios que se amontonan, ni los

versos de Borges o neruda, ni la memoria de las pulsaciones vitales como el amor, el incesto o el onanismo, ni siquiera la muerte.

Todo lo que muestran esas postales es nada más que un desperdicio cósmico, contaminado y estéril.

La recurrencia a ciertos lugares comunes de la mitología porteña aparece aquí encarnada en la mujer-madre-amante-ramera

inmortal, especie de útero ineludible que da vida y asfixia, de la que es imposible deshacerse, y que condena a ser y no ser siempre

por las mismas razones.

La destrucción y la negación del futuro no tiene, en Postales argentinas, las características que esa prospectiva suele mostrar en las

obras de autores europeos o norteamericanos, más preocupados por la idea de la muerte planetaria. Lo sugerido aquí es que no

hace falta, al sur del Río Bravo, ningún estallido nuclear. Sobra con multiplicar los datos de la cotidiana autodestrucción por la

cantidad de días, meses y años que van hasta el 2043, año en que se ubica la acción.

También se está considerando en Postales argentinas el tema de la vocación de trascendencia del argentino frustrada por la

autoestafa, por la tendencia a creer que la imitación puede bien pasar por lo genuino.

En cuanto al lenguaje, es evocador a pesar de la incoherencia. Rompe decididamente con la pretendida identidad entre significante y

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significado y se instala como un collage discursivo donde pocas veces asoma lo verdadero entre las ruinas desechables de la

impostura. Los diálogos son de una desgraciada comicidad y la risa del público subraya el ridículo de una tragedia cuya mueca plana

no alcanza ni el patetismo ni la catarsis.

Hasta aquí, la detección de algunos síntomas en los que, a través de una negación y/o una revalorización de la palabra, se estaría

anunciando, desde la penúltima década del siglo, otro teatro. Aunque, como siempre, es otro que remite inevitablemente a uno: el

teatro. Porque, al decir del crítico y director estadounidense Robert (Brustein "todo progreso es un sueño porque la realidad es

inaccesible; porque el tiempo real se mueve hacia adelante, el tiempo ilusorio se mueve en círculos y los hombres están condenados

a una eterna repetición por su amor a la mascarada".

Buenos Aires, abril 1990

Av Roque Sáenz Peña 943

C1035AAE Buenos Aires, Argentina

E-mail [email protected]

Esta sala cuenta con el apoyo del

Instituto Nacional del Teatro

y de Proteatro

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