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Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (ciclo B) DEL MISAL MENSUAL BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) CATENA AUREA (www.iveargentina.org) FRANCISCO Ángelus 2015 BENEDICTO XVI Homilías 2006 y 2009 Ángelus 2012 DIRECTORIO HOMILÉTICO Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) FLUVIUM (www.fluvium.org) PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) Rev. D. Óscar MAIXÉ i Altés (Roma, Italia) (www.evangeli.net) *** DEL MISAL MENSUAL LA LENGUA DEL MUNDO CANTARÁ Is 35, 4-7; Sant 2, 1-5 Mc 7, 31-37 Cuando el profeta Isaías anuncia el final del exilio recurre a imágenes del mundo vegetal para afirmar que el cambio no solamente afectará la vida de los repatriados sino que también los montes y plantas traslucirán la presencia salvadora de Dios. Los israelitas jamás pensaron que la naturaleza fuese divina, pero afirmaron que la gloria del Señor se manifestaba en su creación. Además de dichas imágenes, Isaías describe la salvación a través de una serie de imágenes encaminadas a retratar la mejora en las condiciones de vida de los pobres y los enfermos. El pueblo de Israel asoció su fe religiosa con la mejorado sus condiciones de vida. La salud, la libertad, la paz de los hijos de Israel no estaban expuestas a la incertidumbre, al contrario, Dios se encargaría de auxiliarlos y sostenerlos en su búsqueda de mejores condiciones de vida. ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 118, 137. 124 Eres justo, Señor, y rectos son tus mandamientos; muéstrate bondadoso con tu siervo. ORACIÓN COLECTA Señor, Dios, de quien nos viene la redención y a quien debemos la filiación adoptiva, protege con bondad a los hijos que tanto amas, para que todos los que creemos en Cristo obtengamos la verdadera libertad y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...

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• DEL MISAL MENSUAL

• BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

• CATENA AUREA (www.iveargentina.org)

• FRANCISCO – Ángelus 2015

• BENEDICTO XVI – Homilías 2006 y 2009 – Ángelus 2012

• DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de

los Sacramentos

• RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

• FLUVIUM (www.fluvium.org)

• PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

• BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

• HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

• Rev. D. Óscar MAIXÉ i Altés (Roma, Italia) (www.evangeli.net)

***

DEL MISAL MENSUAL

LA LENGUA DEL MUNDO CANTARÁ

Is 35, 4-7; Sant 2, 1-5 Mc 7, 31-37

Cuando el profeta Isaías anuncia el final del exilio recurre a imágenes del mundo vegetal para afirmar que el cambio no solamente afectará la vida de los repatriados sino que también los montes y plantas traslucirán la presencia salvadora de Dios. Los israelitas jamás pensaron que la naturaleza fuese divina, pero afirmaron que la gloria del Señor se manifestaba en su creación. Además de dichas imágenes, Isaías describe la salvación a través de una serie de imágenes encaminadas a retratar la mejora en las condiciones de vida de los pobres y los enfermos. El pueblo de Israel asoció su fe religiosa con la mejorado sus condiciones de vida. La salud, la libertad, la paz de los hijos de Israel no estaban expuestas a la incertidumbre, al contrario, Dios se encargaría de auxiliarlos y sostenerlos en su búsqueda de mejores condiciones de vida.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 118, 137. 124

Eres justo, Señor, y rectos son tus mandamientos; muéstrate bondadoso con tu siervo.

ORACIÓN COLECTA

Señor, Dios, de quien nos viene la redención y a quien debemos la filiación adoptiva, protege con bondad a los hijos que tanto amas, para que todos los que creemos en Cristo obtengamos la verdadera libertad y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...

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LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán.

Del libro del profeta Isaías: 35, 4-7

Esto dice el Señor: “Digan a los de corazón apocado: ¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos’.

Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará.

Brotarán aguas en el desierto y correrán torrentes en la estepa. El páramo se convertirá en estanque y la tierra seca, en manantial”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 145

R/. Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; El proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. R/.

Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado. Ama el Señor al hombre justo y toma al forastero a su cuidado. R/.

A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo. Reina el Señor eternamente, reina tu Dios, oh Sión, reina por siglos. R/.

SEGUNDA LECTURA

Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos herederos del Reino.

De la carta del apóstol Santiago: 2,1-5

Hermanos: Puesto que ustedes tienen fe en nuestro Señor Jesucristo glorificado, no tengan favoritismos. Supongamos que entran al mismo tiempo en su reunión un hombre con un anillo de oro, lujosamente vestido, y un pobre andrajoso, y que fijan ustedes la mirada en el que lleva el traje elegante y le dicen: “Tú, siéntate aquí, cómodamente”. En cambio, le dicen al pobre: “Tú, párate allá o siéntate aquí en el suelo, a mis pies”. ¿No es esto tener favoritismos y juzgar con criterios torcidos?

Queridos hermanos, ¿acaso no ha elegido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman?

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Mt 4, 23

R/. Aleluya, aleluya.

Jesús predicaba el Evangelio del Reino y curaba las enfermedades y dolencias del pueblo. R/.

EVANGELIO

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Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 7, 31-37

En aquel tiempo, salió Jesús de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la región de Decápolis. Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!” (que quiere decir “¡Ábrete!”). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad.

Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban; y todos estaban asombrados y decían: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Señor Dios, fuente de toda devoción sincera y de la paz, concédenos honrar de tal manera, con estos dones, tu majestad, que, a1 participar en estos santos misterios, todos quedemos unidos en un mismo sentir. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 8, 12

Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Concede, Señor, a tus fieles, a quienes alimentas y vivificas con tu palabra y el sacramento del cielo, aprovechar de tal manera tan grandes dones de tu Hijo amado, que merezcamos ser siempre partícipes de su vida. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

La lengua del mudo gritará de júbilo (Is 35,4-7)

1ª lectura

En este pasaje se está cantando el enaltecimiento de Sión, la ciudad santa. Se presenta una

visión de la Jerusalén restaurada con un lenguaje grandioso que recuerda la renovación anunciada en

Is 11 y 12. Dios, que manifestó su cercanía y protección al pueblo en el éxodo, cuando Israel salió de

Egipto, repetirá sus prodigios en el retorno de los redimidos a Sión. Les mostrará y allanará su

camino de regreso y les acompañará como en una procesión solemne hacia la morada del Señor (v.

8). Así como en Babilonia había un «Camino Santo» decorado con esculturas de leones y dragones

que conducía hacia el templo de Marduc, los redimidos tendrán un «Camino Santo» de verdad que

los conducirá hacia la Casa del Señor en Jerusalén. La alegría y regocijo de los repatriados se

reflejará en la curación repentina de ciegos, sordos y cojos (cfr 29,18-19); es un anticipo de los

tiempos mesiánicos.

Los milagros de Jesús testimonian que el momento de la verdadera redención anunciado entre

sombras en los profetas ha llegado a su plenitud (cfr Mt 11,2-6). San Justino, mostrando al judío

Trifón que esta profecía se cumple en Cristo, señala: «Fuente de agua viva de parte de Dios brotó

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este Cristo en el desierto del conocimiento de Dios, es decir, en la tierra de las naciones: Él, que,

aparecido en vuestro pueblo, curó a los ciegos de nacimiento según la carne, a los sordos y cojos,

haciendo por su sola palabra que unos saltaran, otros oyeran, otros recobraran la vista; y resucitando

a los muertos y dándoles la vida, por sus obras incitaba a los hombres a que le reconocieran. (...) Él

hacía eso para persuadir a los que habían de creer en Él que, aun cuando alguno tuviere algún defecto

corporal, si guarda las enseñanzas que por Él nos fueron dadas, le resucitará íntegro en su segunda

venida, y le hará con Él inmortal, incorruptible e impasible» (Dialogus cum Tryphone 69,6).

Dios escogió a los pobres del mundo (St 2,1-5)

2ª lectura

Entre los cristianos a quienes se dirige la carta parecía darse un abuso: la acepción o

discriminación de personas por razón de su nivel social (vv. 1-4). Se trataba de una manifiesta

incongruencia entre la fe y la conducta. La Ley de Moisés (Dt 1,17; Lv 19,15; Is 5,23; etc.)

condenaba la discriminación de personas (vv. 8-11), opuesta también al Evangelio (vv. 5-7), ya que

Jesucristo corrigió las interpretaciones restringidas de esa Ley. Se señala que ese modo de

comportarse será severamente castigado por Dios en el juicio (vv. 12-13).

La carta recuerda la predilección de la Iglesia por los pobres (v. 5; cfr Mt 5,3; Lc 6,20) e

invita a luchar decididamente por la justicia: «Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo

que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el Evangelio de

Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún cristiano» (Congr. Doctrina de la Fe,

Libertatis conscientia, n. 57). El fundamento se encuentra en la Sagrada Escritura: el amor al prójimo

resume la Ley y los mandamientos. Jesucristo llevó este precepto a la plenitud (cfr Mt 22,39-40) y

formuló el «mandamiento nuevo» (cfr Jn 13,34). Además, tanto en la Antigua Ley (vv. 10-11) como

en la Nueva, «transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro

sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus

creaturas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2069). Y, como comenta San Agustín, «quien

guardare toda la ley, si peca contra un mandamiento, se hace reo de todos, ya que obra contra la

caridad, de la que pende la ley entera. Se hace, pues, reo de todos los preceptos cuando peca contra

aquella de la que derivan todos» (Epistolae 167, 5,16).

Hace oír a los sordos y hablar a los mudos (Mc 7, 31-37)

Evangelio

El Señor realiza ahora una curación con unos gestos simbólicos que indican el poder salvador

de su naturaleza humana. La liturgia de la Iglesia recogió durante un tiempo estos signos en la

ceremonia del Bautismo, significando que Cristo abre los oídos del hombre para escuchar y aceptar

la palabra de Dios: «El sacerdote, por tanto, te toca los oídos para que se te abran a la explicación y

sermón del sacerdote. (...) Abrid, pues los oídos y recibid el buen olor de la vida eterna inhalado en

vosotros por medio de los sacramentos. Esto os explicamos en la celebración de la ceremonia de

“apertura” cuando hemos dicho: “Effeta, esto es, ábrete”» (S. Ambrosio, De mysteriis1,2-3).

Éste es el tercer milagro que recoge Marcos en el que Jesús prohíbe que se divulgue el hecho.

Antes, lo había prohibido en la curación de un leproso (1,44) y en una resurrección (5,43); ahora lo

hace con un sordomudo (v. 36), y poco después lo hará con un ciego (cfr 8,26). Son prácticamente

los mismos signos con los que, en otra ocasión, indicó a los discípulos del Bautista que Él era el

Mesías (cfr Mt 11,2-5; Lc 7,18-23 y notas). San Marcos recoge el mandato del silencio en todos

estos lugares para recordar que Jesús quería que se entendiera su misión de Mesías a la luz de la cruz.

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Sin embargo, el mandato no fue obedecido (v. 36). San Agustín, al observar la aparente

contradicción entre el mandato de silencio de Jesús y la desobediencia del sordomudo, dice que de

esta forma el Señor «quería mostrar a los perezosos con cuanto mayor afán y fervor deben anunciarlo

a Él aquellos a quienes ordena que lo anuncien, si aquellos a quienes se prohibía hacer publicidad

eran incapaces de callar» (De consensu Evangelistarum 4,4,15).

_____________________

CATENA AUREA (www.iveargentina.org)

Marcos 7, 31-37

Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por los de Sidón, hacia el mar de Galilea,

atravesando el territorio de Decápolis. Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que

pusiese sobre él su mano (para curarle). Y apartándole Jesús (del bullicio) de la gente, le metió los

dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y

díjole: “Efetá”, que quiere decir: “abríos”. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el

impedimento de la lengua, y hablaba claramente. Y mandóles que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto

más se lo mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su admiración, y

decían: “Todo lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos”. (vv. 31-37)

Teofilacto

No quería el Señor detenerse entre los gentiles, ni dar motivo a los judíos de que lo creyeran

transgresor de la ley por mezclarse con aquéllos, por lo cual se vuelve luego, según estas palabras:

“Dejando Jesús otra vez”, etc.

Beda, in Marcum, 2, 31

Decápolis es el país de las diez ciudades al otro lado del Jordán, al oriente, frente a Galilea.

Cuando dice que el Señor llegó al mar de Galilea hacia el centro de Decápolis, no quiere decir que

entró en Decápolis ni que atravesó el mar, sino más bien que en el mar llegó hasta un punto desde

donde alcanzaba a ver el centro de Decápolis a lo lejos, más allá del mar.

“Y presentáronle un hombre sordo”, etc.

Teofilacto

Lo cual se pone con razón después que fue librado el poseído, porque aquella enfermedad

procedía del demonio.

“Y apartándole Jesús”, etc.

Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum

Separa de la gente al sordo y mudo, para no hacer públicos sus milagros divinos,

enseñándonos así a despojarnos de la vanidad y del orgullo; porque no hay nada en el poder de hacer

milagros que equivalga a la humildad y a la modestia. Le metió los dedos en las orejas, pudiendo

curarle sólo con su voz, para manifestar que su cuerpo unido a la Divinidad estaba enriquecido con el

poder divino, así como sus obras. Y como por el pecado de Adán la naturaleza humana cayó en

muchas enfermedades y en la debilidad de los miembros y los sentidos, Cristo demostró en sí mismo

la perfección de esta naturaleza, abriendo los oídos con su dedo y dando el habla con su saliva: “Y

con la saliva le tocó la lengua”.

Teofilacto

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Esto demuestra que todos los miembros de su sagrado cuerpo son santos y divinos, como la

saliva con que dio flexibilidad a la lengua del mudo. Porque es cierto que la saliva es una

superfluidad; pero todo fue divino en el Señor.

“Y alzando los ojos al cielo, arrojó un suspiro”, etc.

Beda, in Marcum, 2, 31

Alzó los ojos al cielo, para enseñarnos que es de allí de donde el mudo debe esperar el habla,

el sordo el oído y todos los enfermos la salud. Y arrojó un gemido, no porque para demandar algo a

su Padre tuviera necesidad de ello, El que satisface, con su Padre, a todos los que lo piden, sino para

hacernos ver que es con gemidos como debemos invocar su divina piedad por nuestros errores o los

de nuestros prójimos.

Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum

O bien: gimió tomando a su cargo nuestra causa y compadecido de nuestra naturaleza, viendo

la miseria en que había caído el género humano.

Beda, in Marcum, 2, 31

La palabra epheta, que significa abríos, corresponde propiamente a los oídos, porque han de

abrirse para que oigan, así como para que pueda hablar la lengua hay que librarla del freno que la

sujeta. “Y al momento se le abrieron los oídos”, etc. Aquí se ven de un modo manifiesto las dos

distintas naturalezas de Cristo; porque alzando los ojos al cielo como hombre, ruega a Dios gimiendo

y, en seguida, con divino poder y majestad cura con una sola palabra.

“Y mandóles, continúa, que no lo dijeran a nadie”.

San Jerónimo

Con esto nos enseñó a no glorificarnos en nuestro poder, sino en la cruz y la humillación.

Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum

Mandó, pues, que callaran el milagro, a fin de no hacer que los judíos perpetrasen por envidia

su homicidio antes de tiempo.

Pseudo-Jerónimo

Una ciudad situada en la cima de un monte, y que se ve de todas partes, no puede ocultarse; y

la humildad precede siempre a la gloria (Pro_15:33). “Pero cuanto más se lo mandaba, prosigue, con

tanto mayor empeño lo publicaban”, etc.

Teofilacto

En esto debemos aprender, cuando hagamos un beneficio a cualquiera, a no buscar el menor

aplauso o alabanza; a alabar a nuestros bienhechores y publicar sus nombres, aunque ellos no

quieran.

San Agustín, de consensu evangelistarum, 4, 4

¿Para qué, pues, El, que conoce la voluntad de los hombres tanto la presente como la futura,

les mandaba que no dijeran nada, sabiendo que habían de decirlo tanto más cuanto más les encargaba

el secreto, si no fuera para mostrar a los perezosos con cuánto estudio y fervor deben anunciarle

ellos, a quienes manda que lo anuncien, cuando así lo hacen aquellos a quienes ordena el secreto?

Glosa

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La fama de las curas que Jesús había obrado aumentaba la admiración de las gentes y el

rumor de los beneficios que había hecho. “Y tanto más, sigue, crecía su admiración, y decían: Todo

lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos”.

Pseudo-Jerónimo super Et iterum exiens de finibus

En sentido místico, Tiro, que significa lugar estrecho, simboliza la Judea, a quien dice el

Señor: “Porque el lecho es angosto” (Is 28); por lo cual se traslada a otras naciones. Sidón significa

caza: la bestia salvaje es nuestra nación y el mar la inconstancia que nunca cesa. Porque es en medio

de Decápolis, en cuya palabra se interpretan los mandamientos del Decálogo, a donde fue el

Salvador para salvar a las naciones. El género humano, compuesto de tantos miembros y consumido

por tan diversas enfermedades como si fuera un solo hombre, se encuentra todo en el primer hombre:

no ve teniendo ojos, no oye teniendo oídos, y no habla teniendo lengua. Le rogaban que pusiera su

mano sobre él, porque muchos justos y patriarcas querían y deseaban la Encarnación del Señor.

Beda, in Marcum, 2, 31

O bien es sordo y mudo el que no tiene oídos para oír la palabra de Dios, ni lengua para

hablarla; y es necesario que los que saben hablar y oír las palabras de Dios ofrezcan al Señor a los

que ha de curar.

Pseudo-Jerónimo

Porque siempre el que merece ser curado es conducido lejos de los pensamientos turbulentos,

de las acciones desordenadas y de las palabras corrompidas. Los dedos que se ponen sobre los oídos

son las palabras y los dones del Espíritu Santo, de quien se ha dicho: “El dedo de Dios está aquí”

(Éx. 8:19). La saliva es la divina sabiduría, que abre los labios del género humano para que diga:

Creo en Dios, Padre omnipotente, y lo demás. Gimió mirando al cielo, así nos enseñó a gemir y a

hacer subir hasta el cielo los tesoros de nuestro corazón; porque por el gemido de la compunción

interior se purifica la alegría frívola de la carne. Se abren los oídos a los himnos, a los cánticos y a

los salmos. Desata el Señor la lengua, para que pronuncie la buena palabra, lo que no pueden impedir

las amenazas ni los azotes.

_____________________

FRANCISCO – Ángelus 2015

Escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un

acontecimiento prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del hombre con

Dios y con los otros hombres. El milagro está ambientado en la zona de la Decápolis, es decir, en

pleno territorio pagano; por lo tanto, ese sordomudo que es llevado ante Jesús se transforma en el

símbolo del no-creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su sordera expresa la

incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las palabras de los hombres, sino también la

Palabra de Dios. Y san Pablo nos recuerda que «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10, 17).

La primera cosa que Jesús hace es llevar a ese hombre lejos de la multitud: no quiere dar

publicidad al gesto que va a realizar, pero no quiere tampoco que su palabra sea cubierta por la

confusión de las voces y de las habladurías del entorno. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite

necesita silencio para ser acogida como Palabra que sana, que reconcilia y restablece la

comunicación.

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Se evidencian después dos gestos de Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo.

Para restablecer la relación con ese hombre «bloqueado» en la comunicación, busca primero

restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre;

por eso, eleva los ojos al cielo y ordena: «¡Ábrete!». Y los oídos del sordo se abren, se desata el

nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente (cf. v. 35). La enseñanza que sacamos de este

episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la

humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y

nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace

hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la

persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran «constructor de puentes» que construye

en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre.

Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y

encerrados en nosotros mismos, y creamos muchas islas inaccesibles e inhóspitas. Incluso las

relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la

pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada… Y esto

no es de Dios. Esto es nuestro, es nuestro pecado.

Sin embargo, en el origen de nuestra vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel

gesto y aquella palabra de Jesús: «¡Effatá! – ¡Ábrete!». Y el milagro se cumplió: hemos sido curados

de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón y del pecado y hemos sido incorporados en la

gran familia de la Iglesia; podemos escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos

no la han escuchado nunca o a quien la ha olvidado y sepultado bajo las espinas de las

preocupaciones y de los engaños del mundo.

Pidamos a la Virgen santa, mujer de la escucha y del testimonio alegre, que nos sostenga en

el compromiso de profesar nuestra fe y de comunicar las maravillas del Señor a quienes encontramos

en nuestro camino.

__________________

BENEDICTO XVI – Homilías 2006 y 2009 – Ángelus 2012

Explanada de la Nueva Feria de Munich

El Dios que necesitamos

10 de septiembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

(…) Acabamos de escuchar las tres lecturas bíblicas que la liturgia de la Iglesia ha elegido

para este domingo. Todas ellas desarrollan un tema doble, que en el fondo es un único tema,

acentuando un aspecto u otro según las circunstancias. Las tres lecturas hablan de Dios como centro

de la realidad y centro de nuestra vida personal. “Mirad a vuestro Dios”, dice el profeta Isaías en la

primera lectura (Is 35, 4). La carta de Santiago y el pasaje del Evangelio dicen a su modo lo mismo.

Quieren guiarnos hacia Dios, llevándonos por el camino recto de la vida.

Sin embargo, al tema de Dios va unido el tema social: nuestra responsabilidad recíproca,

nuestra responsabilidad para que reine la justicia y el amor en el mundo. Esto se expresa de modo

dramático en la segunda lectura, en la que nos habla Santiago, un pariente cercano de Jesús. Se dirige

a una comunidad en la que algunos comienzan a ser soberbios, porque en ella se encuentran también

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personas acomodadas y distinguidas, mientras existe el peligro de que disminuya la preocupación por

el derecho de los pobres.

Santiago, en sus palabras, deja intuir la imagen de Jesús, del Dios que se hizo hombre y, a

pesar de ser descendiente de David, es decir, de linaje real, se hizo un hombre como los demás; no se

sentó en un trono, sino que al final murió en la pobreza extrema de la cruz. El amor al prójimo, que

es en primer lugar preocupación por la justicia, es el metro para medir la fe y el amor a Dios.

Santiago lo llama “ley regia” (St 2, 8), dejando vislumbrar la palabra preferida de Jesús: la realeza de

Dios, la soberanía de Dios.

Esto no indica un reino cualquiera, que llegará más tarde o más temprano; significa que Dios

debe llegar a ser ahora la fuerza decisiva para nuestra vida y nuestro obrar. Esto es lo que pedimos

cuando oramos: “Venga a nosotros tu reino”. No pedimos algo lejano, que en el fondo nosotros

mismos ni siquiera deseamos experimentar. Por el contrario, pedimos que la voluntad de Dios

determine ahora nuestra voluntad y así Dios reine en el mundo; pedimos, por consiguiente, que la

justicia y el amor se transformen en las fuerzas decisivas en el orden del mundo.

Esa oración, como es natural, se dirige en primer lugar a Dios, pero también toca nuestro

corazón. En el fondo, ¿lo deseamos de verdad? ¿Estamos orientando nuestra vida en esa dirección?

A la “ley regia”, la ley de la realeza de Dios, Santiago la llama también “ley de la libertad”: si todos

pensamos y vivimos según Dios, entonces somos todos iguales, somos libres, y así nace la verdadera

fraternidad. Isaías, en la primera lectura, al hablar de Dios —”Mirad a vuestro Dios”— habla al

mismo tiempo de la salvación para los que sufren, y Santiago, hablando del orden social como

expresión irrenunciable de nuestra fe, lógicamente también habla de Dios, del que somos hijos.

Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en el evangelio, que narra la curación de un

sordomudo por obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos aspectos del único tema.

Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la

posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la

fraternidad.

Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros: Jesús nos señala a todos la

dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta

también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que

también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los

hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos.

No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe

un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros,

simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan

nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro

tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos

también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una

percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa

percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la

realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante.

El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco

de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: “Effetá”, “Ábrete”. El evangelista nos conservó la

palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese

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momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado

lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy.

En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: “Effetá”, “Ábrete”,

para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero

este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un

camino.

Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce

en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido

hablar de él (cf. Jn 1, 18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su

escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo

progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una

mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.

El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de

percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo

demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para

escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un

modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en

nuestra vida y en nuestro mundo?

La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo

conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. En ese

caso, sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y prevalece la capacidad de destruir y

matar, el afán de conseguir el poder, un poder que debería llevar más tarde o más temprano al

establecimiento del derecho, pero que en realidad nunca será capaz de lograrlo.

De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de la reconciliación, del compromiso

común en favor de la justicia y del amor. Entonces se pierden los criterios según los cuales la técnica

se pone al servicio del derecho y del amor. Pero precisamente todo depende de estos criterios, que no

son sólo teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así que la razón y la acción avancen por el

camino recto.

Las poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones técnicas de

Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de razón que excluye totalmente a Dios de

la visión del hombre, considerando que esta es la forma más sublime de la razón, la que conviene

enseñar también a sus culturas. La verdadera amenaza para su identidad no la ven en la fe cristiana,

sino en el desprecio de Dios y en el cinismo que considera la mofa de lo sagrado un derecho de la

libertad y eleva la utilidad a criterio supremo para los futuros éxitos de la investigación.

Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos

esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios,

el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero este respeto de lo que los demás consideran sagrado

exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el temor de Dios. Este sentido de respeto sólo

puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo

presente para nosotros y en nosotros.

Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La

fe sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la libertad de los hombres pedimos que se abra a

Dios, que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro

corazón que pronuncie de nuevo su “Effetá”, que cure nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a

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su acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a

volver a encontrar la palabra de la oración, a la que nos invita en la liturgia y cuya fórmula esencial

nos enseñó en el padrenuestro.

El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En la

primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo: “Llegará la venganza de Dios”

(Is 35, 4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el

profeta mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la

explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en

la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su

“venganza” es la cruz: el “no” a la violencia, el “amor hasta el extremo”.

Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no

faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso

su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y

superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus

testigos creíbles. Amén.

***

Valle Faul - Viterbo

Educación y testimonio de la fe – atención a los signos de Dios

6 de septiembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

(…) Queridos hermanos y hermanas, cada asamblea litúrgica es espacio de la presencia de

Dios. Los discípulos del Señor, reunidos para la santa Eucaristía, proclaman que él ha resucitado,

está vivo y es dador de vida, y testimonian que su presencia es gracia, es tarea, es alegría. Abramos

el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia. En la primera lectura de este domingo, el

profeta Isaías (35, 4-7) anima a los “cobardes de corazón” y anuncia esta estupenda novedad, que la

experiencia confirma: cuando el Señor está presente se despegan los ojos del ciego, se abren los

oídos del sordo, el cojo “salta” como un ciervo. Todo renace y todo revive porque aguas benéficas

riegan el desierto. El “desierto”, en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos

dramáticos, las situaciones difíciles y la soledad que no raramente marca la vida; el desierto más

profundo es el corazón humano cuando pierde la capacidad de oír, de hablar, de comunicarse con

Dios y con los demás. Se vuelve entonces ciego porque es incapaz de ver la realidad; se cierran los

oídos para no escuchar el grito de quien implora ayuda; se endurece el corazón en la indiferencia y

en el egoísmo. Pero ahora —anuncia el profeta— todo está destinado a cambiar; esta “tierra árida”

de un corazón cerrado será regada por una nueva linfa divina. Y cuando el Señor viene, dice con

autoridad a los cobardes de corazón de toda época: “¡Ánimo, no temáis!” (v. 4).

Aquí se enlaza perfectamente el episodio evangélico, narrado por san Marcos (7, 31-37):

Jesús cura en tierra pagana a un sordomudo. Primero lo acoge y se ocupa de él con el lenguaje de los

gestos, más inmediatos que las palabras; y después, con una expresión en lengua aramea, le dice:

“Effatà”, o sea, “ábrete”, devolviendo a aquel hombre oído y lengua. Llena de estupor, la multitud

exclama: “Todo lo ha hecho bien” (v. 37). En este “signo” podemos ver el ardiente deseo de Jesús de

vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a

una “nueva humanidad”, la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la

comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad “buena”, como es buena toda la creación

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de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones —como advierte el apóstol Santiago

en su carta (2, 1-5)—, de forma que el mundo sea realmente y para todos “espacio de verdadera

fraternidad” (Gaudium et spes, 37), en la apertura al amor al Padre común, que nos ha creado y nos

ha hecho sus hijos y sus hijas.

Querida Iglesia de Viterbo, que Cristo, a quien vemos en el Evangelio abrir los oídos y

desatar el nudo de la lengua al sordomudo, abra tu corazón y te dé siempre la alegría de la escucha de

su Palabra, la valentía del anuncio de su Evangelio, la capacidad de hablar de Dios y de hablar así

con los hermanos y las hermanas y, por último, el valor del descubrimiento del rostro de Dios y de su

belleza. Pero para que esto pueda suceder —recuerda san Buenaventura de Bagnoregio, adonde iré

esta tarde—, la mente debe “ir más allá de todo con la contemplación e ir más allá no sólo del mundo

sensible, sino también más allá de sí misma” (Itinerarium mentis in Deum VII, 1). Este es el

itinerario de salvación, iluminado por la luz de la Palabra de Dios y alimentado por los sacramentos,

para todos los cristianos.

De este camino que también tú, amada Iglesia que vive en esta tierra estás llamada a recorrer,

quisiera ahora retomar algunas líneas espirituales y pastorales. Una prioridad que interesa mucho a tu

obispo es la educación en la fe, como búsqueda, como iniciación cristiana, como vida en Cristo. Es

el “ser cristianos” que consiste en el “aprender a Cristo” que san Pablo expresa con la fórmula: “Ya

no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). En esta experiencia están involucradas

las parroquias, las familias y las diversas asociaciones. Están llamados a comprometerse los

catequistas y todos los educadores; está llamada a dar su aportación la escuela, desde la primaria

hasta la Universidad de Tuscia, cada vez más importante y prestigiosa, y en particular la escuela

católica, con el Instituto filosófico-teológico “San Pedro”.

Hay modelos siempre actuales, auténticos pioneros de la educación en la fe en quienes

inspirarse. Me complace mencionar, entre otros, a santa Rosa Venerini (1656-1728) —a quien tuve

la alegría de canonizar hace tres años—, verdadera precursora de las escuelas femeninas en Italia,

precisamente “en el siglo de las Luces”; y a santa Lucia Filippini (1672-1732), quien, con la ayuda

del venerable cardenal Marco Antonio Barbarigo (1640-1706), fundó las beneméritas “Maestras

Pías”. De estas fuentes espirituales se podrá felizmente seguir bebiendo para afrontar con lucidez y

coherencia la actual, ineludible y prioritaria “emergencia educativa”, gran desafío para cada

comunidad cristiana y para toda la sociedad, que es precisamente un proceso de “Effatà”, de abrir los

oídos, el nudo de la lengua y también los ojos.

Junto con la educación, el testimonio de la fe. “La fe —escribe san Pablo— actúa a través de

la caridad” (Ga 5, 6). Desde esta perspectiva se hace visible la acción caritativa de la Iglesia: sus

iniciativas, sus obras son signos de la fe y del amor de Dios, que es Amor, como he recordado

ampliamente en las encíclicas Deus caritas est y Caritas in veritate. En este ámbito florece y se

incrementa cada vez más la presencia del voluntariado, tanto en el plano personal como en el

asociativo, que halla en la Caritas su organismo propulsor y educativo. La joven santa Rosa (1233-

1251), co-patrona de la diócesis, cuya fiesta se celebra precisamente en estos días, es ejemplo

brillante de fe y de generosidad hacia los pobres. ¿Cómo no recordar además a santa Jacinta

Marescotti (1585-1640), que promovió en la ciudad la adoración eucarística desde su monasterio y

dio vida a instituciones e iniciativas para los encarcelados y los marginados? Tampoco podemos

olvidar el testimonio franciscano de san Crispín, capuchino (1668-1759), que todavía inspira

presencias asistenciales beneméritas.

Quisiera aludir, por último, a una tercera línea de vuestro plan pastoral: la atención a los

signos de Dios. Como hizo Jesús con el sordomudo, de igual modo Dios sigue revelándonos su

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proyecto mediante “hechos y palabras”. Escuchar su palabra y discernir sus signos debe ser, por

tanto, el compromiso de todo cristiano y de toda comunidad. El signo de Dios más inmediato es

ciertamente la atención al prójimo, según lo que dijo Jesús: “Cuanto hicisteis a uno de estos

hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Además, como afirma el concilio

Vaticano ii, el cristiano está llamado a ser “ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del

Señor Jesús, y signo del Dios vivo” (Lumen gentium, 38). Debe serlo en primer lugar el sacerdote, a

quien Cristo ha escogido todo para él. Durante este Año sacerdotal, orad con mayor intensidad por

los sacerdotes, por los seminaristas y por las vocaciones, para que sean fieles a la llamada.

Asimismo, toda persona consagrada y todo bautizado debe ser signo del Dios vivo.

Fieles laicos, jóvenes y familias, ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos

ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Viterbo también ha

tenido al respecto figuras prestigiosas. En esta ocasión es un deber y una alegría recordar al joven

Mario Fani de Viterbo, iniciador del “Círculo Santa Rosa”, que encendió, junto a Giovanni

Acquaderni, de Bolonia, la primera luz que después se transformaría en la experiencia histórica del

laicado en Italia: la Acción católica. Se suceden las estaciones de la historia, cambian los contextos

sociales, pero es inmutable y no pasa de moda la vocación de los cristianos a vivir el Evangelio en

solidaridad con la familia humana, al paso de los tiempos. He aquí el compromiso social, he aquí el

servicio propio de la acción política, he aquí el desarrollo humano integral.

Queridos hermanos y hermanas, cuando el corazón se extravía en el desierto de la vida, no

tengáis miedo, confiad en Cristo, el primogénito de la humanidad nueva: una familia de hermanos

construida en la libertad y en la justicia, en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios. De esta

gran familia forman parte santos queridos para vosotros: Lorenzo, Valentino, Hilario, Rosa, Lucía,

Buenaventura y muchos otros. Nuestra Madre común es María, a quien veneráis con el título de

Virgen de la Encina como patrona de toda la diócesis en su nueva configuración. Que ellos os

conserven siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las

obras, la presencia y el amor de Cristo. Amén.

***

Ángelus 2012

Hablar el lenguaje del amor

Queridos hermanos y hermanas:

En el centro del Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) hay una pequeña palabra, muy importante.

Una palabra que —en su sentido profundo— resume todo el mensaje y toda la obra de Cristo. El

evangelista san Marcos la menciona en la misma lengua de Jesús, en la que Jesús la pronunció, y de

esta manera la sentimos aún más viva. Esta palabra es «Effetá», que significa: «ábrete». Veamos el

contexto en el que está situada. Jesús estaba atravesando la región llamada «Decápolis», entre el

litoral de Tiro y Sidón y Galilea; una zona, por tanto, no judía. Le llevaron a un sordomudo, para que

lo curara: evidentemente la fama de Jesús se había difundido hasta allí. Jesús, apartándolo de la

gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua; después, mirando al cielo, suspiró y dijo:

«Effetá», que significa precisamente: «Ábrete». Y al momento aquel hombre comenzó a oír y a

hablar correctamente (cf. Mc 7, 35). He aquí el significado histórico, literal, de esta palabra: aquel

sordomudo, gracias a la intervención de Jesús, «se abrió»; antes estaba cerrado, aislado; para él era

muy difícil comunicar; la curación fue para él una «apertura» a los demás y al mundo, una apertura

que, partiendo de los órganos del oído y de la palabra, involucraba toda su persona y su vida: por fin

podía comunicar y, por tanto, relacionarse de modo nuevo.

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Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no depende sólo de sus

órganos sensoriales. Existe una cerrazón interior, que concierne al núcleo profundo de la persona, al

que la Biblia llama el «corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces

de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Por eso decía que esta pequeña palabra,

«Effetá» —«ábrete»— resume en sí toda la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre,

que por el pecado se volvió interiormente sordo y mudo, sea capaz de escuchar la voz de Dios, la voz

del Amor que habla a su corazón, y de esta manera aprenda a su vez a hablar el lenguaje del amor, a

comunicar con Dios y con los demás. Por este motivo la palabra y el gesto del «Effetá» han sido

insertados en el rito del Bautismo, como uno de los signos que explican su significado: el sacerdote,

tocando la boca y los oídos del recién bautizado, dice: «Effetá», orando para que pronto pueda

escuchar la Palabra de Dios y profesar la fe. Por el Bautismo, la persona humana comienza, por

decirlo así, a «respirar» el Espíritu Santo, aquel que Jesús había invocado del Padre con un profundo

suspiro, para curar al sordomudo.

Nos dirigimos ahora en oración a María santísima, cuya Natividad celebramos ayer. Por su

singular relación con el Verbo encarnado, María está plenamente «abierta» al amor del Señor; su

corazón está constantemente en escucha de su Palabra. Que su maternal intercesión nos obtenga

experimentar cada día, en la fe, el milagro del «Effetá», para vivir en comunión con Dios y con los

hermanos.

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los

Sacramentos

Cristo, el médico

1503. La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda

clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16) y de que

el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de

perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que

los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse

con ellos: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los

enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los

cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a

infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.

1504. A menudo Jesús pide a los enfermos que crean (cf Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos para

curar: saliva e imposición de manos (cf Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución (cf Jn 9,6s). Los

enfermos tratan de tocarlo (cf Mc 1,41; 3,10; 6,56) “pues salía de él una fuerza que los curaba a

todos” (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos.

1505. Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que

hace suyas sus miserias: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,17;

cf Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios.

Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la

Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el “pecado del mundo” (Jn

1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz,

Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su

pasión redentora.

Los signos asumidos por Cristo, signos sacramentales

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1151. Signos asumidos por Cristo. En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los

signos de la Creación para dar a conocer los misterios el Reino de Dios (cf. Lc 8,10). Realiza sus

curaciones o subraya su predicación por medio de signos materiales o gestos simbólicos (cf Jn 9,6;

Mc 7,33-35; 8,22-25). Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza, sobre

todo al Éxodo y a la Pascua (cf Lc 9,31; 22,7-20), porque él mismo es el sentido de todos esos

signos.

1152. Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de

los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan, sino purifican e

integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más,

cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por

Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo.

La misericordia de Dios

“Te compadeces de todos porque lo puedes todo” (Sb 11,23)

270. Dios es el Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se esclarecen mutuamente. Muestra, en

efecto, su omnipotencia paternal por la manera como cuida de nuestras necesidades (cf. Mt 6,32); por

la adopción filial que nos da (“Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas,

dice el Señor todopoderoso”: 2 Co 6,18); finalmente, por su misericordia infinita, pues muestra su

poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados.

271. La omnipotencia divina no es en modo alguno arbitraria: “En Dios el poder y la esencia, la

voluntad y la inteligencia, la sabiduría y la justicia son una sola cosa, de suerte que nada puede haber

en el poder divino que no pueda estar en la justa voluntad de Dios o en su sabia inteligencia” (S.

Tomás de A., s.th. 1,25,5, ad 1).

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Effeta, ¡Abrete!

El fragmento evangélico nos refiere una hermosa curación, realizada por Jesús: «y le

presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él,

apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y,

mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effeta”, esto es: “Ábrete”. Y al momento se le abrieron los oídos,

se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad».

Jesús no realizaba estos milagros como quien acciona una barita mágica y hace chasquear los

dedos. Aquel «suspiro», que se deja escuchar en el momento de tocar las orejas del sordo, nos dice

que se ensimismaba con los sufrimientos de la gente, participaba intensamente en su desgracia, se

hacía cargo. En una ocasión, después de que Jesús había curado a muchos enfermos, el evangelista

comenta:

«Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades».

Ante un sordo, «que, además, apenas podía hablar», esto es, un sordomudo, nosotros

frecuentemente nos comportamos con ironía; Jesús, por el contrario, con solidaridad y compasión.

Ya en esto encontramos una primera enseñanza. No está en nosotros poder decir a los sordos, con los

que vivimos o con quienes nos encontramos, «Effeta», esto es: «Ábrete», y darles de nuevo

milagrosamente el oído; pero, hay algo que nosotros sí podemos hacer a la par y es aliviar el

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sufrimiento, educarnos al respeto, a la delicadeza en el tratar con quien está afectado por esta

disminución física.

Lo de ironizar o bromear sobre la sordera de otros debe ser una costumbre tan antigua cuanto

existe el mundo, porque ya en el Antiguo Testamento encontramos esta advertencia: «No maldecirás

a un mudo, ni pondrás tropiezo a un ciego, sino que temerás a tu Dios» (Levítico 19,14). Notaba una

persona sumergida en la sordera: «Un sordo no da ni compasión, al contrario, da fastidio, enojo,

porque obliga a repetir más veces las mismas cosas, y así se crea el distanciamiento, la marginación

y aquel tremendo “¿He entendido, sí o no?”, que tanto nos intimida. El sordo está aislado del mundo

de las personas».

No es necesario haber estudiado psicología para entender cuáles son las cosas que pueden dar

placer o disgusto a una persona sorda. La finura más elemental es hablar claramente, con un tono

sostenido, de frente, de manera que él vea el movimiento de los labios y el gesto, cosas que ayudan

mucho a quien no oye bien. Si es necesario repetir, hay que hacerla con dulzura, sin dar signos de

fastidio, y no con un tono todavía más bajo que la primera vez. Hay que evitar hablar en voz baja con

otros en presencia del sordo o hacer señas a sus espaldas. La sordera por su naturaleza lleva a la

persona a sospechar que se habla mal de ella y que se le toma el pelo. Cuando el hecho de no oír crea

cualquier equívoco en la conversación, no acentuarlo para provocar hilaridad, humillando más al

pobre sordo. Son delicadezas humanas y cristianas, al menos, actuales. ¿Quién no tiene en el entorno

familiar o entre los conocidos a alguna persona afectada, en medida más o menos grave, por este

impedimento, especialmente entre los ancianos?

Pero, esto no es lo único que el Evangelio de hoy tiene que decimos acerca de la sordera. ¿Por

qué los evangelistas nos traen, en este caso, la palabra de Jesús en la lengua original? Effeta es

palabra aramea, la lengua hablada por Jesús; es más, es casi su dialecto. Es una de aquellas palabras

(junto con Abba, Amen), que los historiadores llaman la mismísima voz, la voz reiterada por Jesús.

Son las «verdaderas» reliquias, que nos quedan de él. El motivo del realce dado a aquella palabra es

que ya la primitiva Iglesia había entendido que esta palabra no se refería sólo a la sordera física, sino

también a la espiritual. Por esto, la palabra entró bien pronto en el ritual del bautismo, en donde ha

permanecido hasta nuestros días. Inmediatamente después de haber bautizado al niño, el sacerdote le

toca los oídos y los labios, diciendo Effeta, ¡ábrete!, pretendiendo con ello decir: ábrete a la escucha

de la palabra de Dios, a la fe, a la alabanza, a la vida.

Así, de golpe, descubrimos que el Evangelio de hoy no se refiere sólo a los sordos-sordos,

sino también a los sordo-mudos, a los que, al igual como los ídolos, «tienen orejas y no oyen; tienen

ojos y no ven» (Salmo 115,5-6). Del mismo modo, el corazón tiene sus oídos para oír y sus ojos para

ver. Esto forma parte de las convicciones humanas más universales y se expresa igualmente en

algunos modos corrientes de decir. ¿No decimos nosotros de una persona que tiene el corazón

«abierto» o, al contrario, que es «sordo de corazón»?, ¿que está «cerrado» a toda compasión?

Effeta. ¡Ábrete! es, por lo tanto, un grito dirigido a todo hombre (no sólo al sordo) y a todo el

hombre. Una invitación a no encerrarse en sí mismo, a no ser insensible a las necesidades de los

demás; positivamente, a realizarse estableciendo relaciones libres, bellas y constructivas con las

personas, dando y recibiendo de ellos. Aplicado a nuestras relaciones con Dios, «ábrete» es una

invitación a escuchar la palabra de Dios, que se nos ha transmitido por la Iglesia, a hacer entrar a

Dios en la propia vida. En este sentido, un eco fuerte del Effeta de Cristo fue el grito que Juan Pablo

II elevó el día de la inauguración de su ministerio pontificio: «¡Abrid las puertas a Cristo!»

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San Pablo dice que «la fe viene de la predicación» (Romanos 10,17). No hay fe posible sin

esta escucha profunda del corazón. Muchos justifican el hecho de no creer diciendo que la fe es un

don y ellos, sencillamente, no han recibido este don. Es verdad, sin embargo, que antes de estar

seguros de que se trate precisamente de esto, sería necesario preguntarse si es verdad que se le ha

dado a Dios la posibilidad de hablarnos; si alguna vez hemos dicho como Samuel: «Habla, Señor,

que tu siervo escucha» (1 Samuel 3, 10).

A veces, va bien cerrar los oídos del cuerpo para abrir mejor los del alma. Aquella persona

aturdida por la sordera, de la que hablaba antes, decía también: «Hay muchachas que escogen la

clausura para vivir intensamente la vida y buscar la eternidad. Mi clausura es la sordera. Viviendo

cotidianamente el silencio, aislado del mundo externo, de sus ruidos, de los tiempos medidos, he

alcanzado la serenidad y la madurez de la vida. El Effeta de Jesús ha acontecido ya en mi vida,

porque me ha abierto el corazón y la mente a su palabra». La sordera ha llegado a ser, para esta

persona, una especie de clausura luminosa, en la que, al resguardo del fragor de la vida moderna, ha

descubierto un mundo más verdadero y más hermoso. En otro plano, es lo que le sucedió también a

Beethoven, el más famoso de los sordos. Fue precisamente después de haber llegado a estar sordo,

cuando escribió sus melodías más hermosas, comprendido el himno a la alegría de la Novena

Sinfonía.

Pero, yo no he dicho que se deba pasar por fuerza a través de la sordera física para descubrir

este otro mundo. Se puede llegar a ser sordos también como elección, sordos selectivos. La sordera

selectiva consiste en saber escoger qué escuchar y qué no escuchar. El antiguo mártir san Ignacio de

Antioquía recomendaba a sus fieles: «Sed sordos cuando alguno os habla mal de Jesucristo».

Nosotros podemos añadir: sed sordos cuando alguien os habla mal del prójimo. Sed sordos cuando

alguien os adula o intenta corromperos con promesas de ganancias deshonestas. Sed sordos cuando

la radio o el tocadiscos os proponen canciones obscenas y blasfemas, lenguaje indecente y vulgar.

Debemos ser sordos a veces, asimismo, cuando alguno nos ofende o habla mal de nosotros,

dejando caer al vacío las palabras, más que refutarlas siempre golpe tras golpe. Un salmista decía

estas palabras, que la Iglesia ha aplicado a Cristo sobre la cruz, el cual, insultado, no respondía con

ultrajes: «Yo como un sordo, no oigo; como un mudo, no abro la boca» (Salmo 38, 14). ¡Cuántos

males, especialmente en familia, se evitan de este modo, como si no fueran escuchados, dejando caer

al vacío las palabras dichas en un momento de ira!

Recojamos, por lo tanto, la sugerencia de aquella nuestra hermana sorda y hagámonos,

también nosotros, nuestra pequeña clausura. Hagámonos sordos para oír mejor. En el mundo, en el

que vivimos, esto está llegando a ser una necesidad casi fisiológica, si no queremos ahogarnos en la

orgía del bullicio y de palabras inútiles, que nos asedian por todas partes. Entre las formas de

contaminación ambiental se incluye del mismo modo hasta la contaminación de ruidos. Un día,

Moisés dijo al pueblo: «Guarda silencio y escucha Israel» (Deuteronomio 27,9). Nosotros os

decimos: «¡Guarda silencio y escucha, oh cristiano!»

El fragmento evangélico de hoy termina con este elogio entusiasta que las muchedumbres

hacen de Jesús:

«Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

(Un predicador, pobrecillo, una vez se confundió y dijo: «He hecho hablar a los sordos y oír a

los mudos», lo cual, evidentemente, no es un gran milagro). Después de lo que hemos dicho, este

elogio de Jesús puede ser leído también de esta forma: «El Evangelio hace bien cada cosa: hace oír a

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los que son sordos, cuando es bueno escuchar, y hace sordos a los que oyen, cuando es bueno no

oír».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Hablar y escuchar

En otras ocasiones hemos meditado acerca de los milagros de Jesús, sobre su sentido

salvador, en cuanto que manifiestan su divinidad, suscitan nuestra fe y además resuelven de ordinario

un problema personal, como en este caso la curación de un hombre que era sordo y mudo. Esto

último, con ser lo más estimado por la gente, no es, sin embargo, la razón primera de los milagros,

como manifestó en alguna ocasión el mismo Cristo. Como un detalle más del Evangelio –que es

“Buena Noticia”–, los prodigios obrados por Cristo eran otra manifestación de que Dios había venido

a los hombres. Los milagros reclaman nuestra fe en la divinidad de Jesús.

Podemos hoy fijarnos en el milagro que nos presenta la liturgia: devolver la capacidad de

escuchar y de hablar a un hombre. ¿No nos sucederá con cierta frecuencia a nosotros que somos un

poco sordos y mudos? Porque más de una vez hacemos oídos sordos a la voz de nuestra conciencia,

sobre todo cuando nos inquieta reclamando un mayor empeño en el cuidado de lo cotidiano: tal vez

en el modo de trabajar; o en nuestras relaciones con los demás, demasiado bruscas en ocasiones o

poco generosas; en la intensidad y en el tiempo que dedicamos a la oración; en la sinceridad de

nuestro examen de conciencia para reconocer en qué podemos y debemos mejorar, porque así lo

espera Dios; en la dedicación efectiva al apostolado, intentando con acción y corazón la felicidad de

muchos acercándolos a Dios...

Se hace necesario escuchar esa suave voz de Dios en el interior de cada uno manifestándonos

su querer. Después viene la respuesta al requerimiento divino. Se tratará, por una parte, de reconocer

nuestras culpas en el clamoroso silencio de una oración sincera: Señor, he sido perezoso en aquella

ocasión y en esta otra; fui egoísta porque me costó ayudar a aquel y no quise darle parte de mi

tiempo; en todo el día me acordé muy poco de tu Madre... Y así, casi sin querer, sale el propósito.

Esa respuesta que espera el Señor es la consecuencia, movidos por la Gracia, de haber escuchado su

voz suave y amorosa aunque exigente en nuestro corazón.

Pero la eficacia del arrepentimiento y del propósito es mucho mayor si tiene lugar en la

Confesión sacramental. Toda la fuerza de Jesucristo resucitado agranda el arrepentimiento e impulsa

el propósito gracias a que es el mismo Cristo –por la persona del sacerdote– quien declara: “Vete en

paz”. En el Sacramento de la Penitencia quedamos verdaderamente justificados de nuestras faltas y

fortalecidos para una nueva lucha, en la guerra de paz que debe ser la vida cristiana.

Guerra de paz. Porque Cristo, Nuestro Señor, predicó incansablemente la paz –la paz os

dejo, mi paz os doy– pero no un estado consecuencia de la apatía o de la pereza. Se expresa, de

hecho, con términos enérgicos, intransigente sobre la que sería su actitud: Fuego he venido a traer a

la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué

ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os

digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos

contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija

y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.

El discípulo de Cristo siente esas ansias de su Maestro. No se conforma. Está impaciente

mientras tal vez todavía la sociedad y más en concreto su ambiente familiar y social viven de

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espaldas al Evangelio. Por eso hay una auténtica división; debe haberla sin violencia, entre los que

viven para Dios y los que tienen en sus afanes privados egoístas el objetivo de sus vidas. Si

queremos ser cristianos auténticos no podremos rebajar la exigencia que el Señor nos propone,

acomodando la conducta a ciertos hábitos más en boga, tampoco por razones de amistad o

parentesco. Pensemos que, con la Gracia de Dios, esa lealtad nuestra a Jesús es quizás la única

posibilidad que tienen esos otros de encontrarse con la Verdad que salva al mundo.

Todos, en cierta medida, somos también aquel hombre sordo y mudo que curó Cristo. Si

queremos oírle en nuestro corazón y que nuestra lengua manifieste la gloria que vino a este mundo,

debemos reconocer nuestros males con humildad: Señor, que no te escucho; que no entiendo la

grandeza de tu vida y que viniste a compartirla con nosotros; que tampoco oigo el clamor mudo de

tantos que no quieren saber de Ti; Señor, que me cuesta hablar; que parece que no valoro lo que

tengo con tu Gracia, porque paso inadvertido como cristiano en mi ambiente.

No se hará esperar mucho el Señor, si nuestro pesar es sincero. Enseguida, animados por

nuestra Madre, nacen propósitos francos, aunque sean pequeños. A Dios, como buen Padre, le

agradan porque son de sus hijos. Y a la Virgen también.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

La elección de los pobres

La palabra de Dios de esta Misa encamina nuestra reflexión hacia un tema de gran actualidad

que podemos resumir así: Dios, en Jesucristo, eligió a los pobres, se inclinó sobre quienes están

afligidos por la enfermedad y sobre los de corazón triste, y ahora nos pide a nosotros, discípulos de

Jesús, que hagamos la misma elección. La primera parte de este mensaje –aquella, por decirlo así,

histórica o narrativa– está contenida en el Evangelio; la segunda –la parenética o exhortatoria– está

contenida en la segunda lectura sacada de la carta de Santiago.

Santiago nos está acompañando en estos domingos en calidad de comentarista incisivo y

sagaz de la palabra de Dios, que él ayuda maravillosamente a hacer caer sobre las circunstancias

concretas de la vida. No se trata del “apóstol” Santiago, como dicen nuestros misales al repetir la

tradición, sino de Santiago “el hermano del Señor”, de quien nos habla muchas veces el Evangelio

(cfr. Mc. 6, 3; Jn. 7, 5), y que fue el primer obispo de la comunidad de Jerusalén (cfr. Gál. 2. 9; Hech.

12, 17 etc.). Sin equivocarse, la liturgia recurre a él para el tema de hoy, que es: los ricos y los pobres

en la comunidad; en efecto, él se ha ocupado muchas veces (cfr. 1, 9-11; 2, 1-5; 5, 1-6) y siempre

con gran pasión por este tema que ya debía ser urticante en su época y en las comunidades a las

cuales dirige su carta.

Comenzamos entonces a ver cómo se muestra el tema en el Evangelio de hoy. Este nos

presenta a Jesús en el acto de socorrer a un sordomudo. Se trata de uno de aquellos infelices que,

especialmente en la antigüedad, en ausencia de toda forma asistencial, son los verdaderos

marginados; uno de aquellos que se dejan vivir, perennemente acurrucados en el zaguán de la casa;

verdaderos deshechos humanos. Jesús no se limita a “imponer las manos” sobre él, a decirle

“¡Coraje!” y a bendecirlo –como le han pedido quienes lo condujeron hasta él para seguir su camino

con rapidez. Se detiene, lo lleva aparte, olvidando por un instante a la multitud que lo espera; le toca

con los dedos las orejas y la lengua, casi como para comunicarle con el contacto su propio oído y su

propia palabra: después grita: ¡Ábrete!, y el sordomudo habló y oyó.

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Delante de Jesús, cara a cara con él, aquel hombre se ha vuelto una criatura humana con toda

su dignidad: de veras “ha adquirido una voz”, y no sólo la física. Así ocurre muchas veces en el

Evangelio: Jesús se acerca a los pobres y abandonados –el ciego de Jericó, los leprosos, el paralítico–

; acercándose a ellos, los eleva, los cura, los hace volverse criaturas humanas, los enriquece de

esperanza y de fe. Les revela el Reino, aún más, les revela que el Reino es para ellos.

Asistimos así a la realización de aquella visión mesiánica esbozada por Isaías en la primera

lectura: Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces

el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. En Jesús se ha

manifestado el Dios “que hace justicia a los oprimidos, que da el pan a los hambrientos y que libera a

los prisioneros”, cantado por el Salmo responsorial.

Al reflexionar acerca de esto y otros episodios análogos, Santiago, en la segunda lectura,

formula aquel gran principio que echa tanta luz sobre la acción de Dios en la historia de la salvación:

¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos

herederos del Reino? Santiago piensa seguramente en las palabras de Jesús: Felices los que tienen

almas de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos (Mt. 5. 3); mejor aún, es él quien

mejor destaca el verdadero sentido de esta bienaventuranza evangélica y la paradoja escondida en

ella. Tanto Jesús como “su hermano” Santiago hablan con el mismo esquema: humillación-

exaltación del pobre; exaltación-humillación del rico (cfr. 1. 9: El hermano pobre se vanaglorie de su

altura y el rico se vanaglorie de su humillación).

El establece una sucesión que es al mismo tiempo cronológica y de valor: la humillación de

ahora será, para el pobre, la gloria de mañana; la gloria de hoy será, para el rico, su humillación de

mañana. Es el esquema usado por Jesús en la parábola del rico epulón. Se trata de un verdadero

vuelco de valores (¡la paradoja de la cual se hablaba!): ¡una riqueza que es pobreza y una pobreza

que es riqueza!

No obstante su aire de moralista y de predicador del Antiguo Testamento, Santiago da un

fundamento exquisitamente cristológico al problema “riqueza y pobreza”; él nos conduce de nuevo

al Evangelio del cual hemos partido. En efecto, es en Jesús donde se ha revelado, con toda su luz,

aquella “elección que Dios hace de los pobres”. Jesús se ha casado con la suerte y la causa de los

pobres. El mismo ha sido pobre; Pablo dice: Ha elegido la pobreza (cfr. 2 Cor. 8, 9), y ha señalado a

los pobres como destinatarios privilegiados de su Evangelio: Dios me envió a llevar la Buena Noticia

a los pobres (Lc. 4, 18).

Esta idea llenaba de alegría el corazón mismo de Jesús, haciéndole exclamar: Te agradezco,

Padre, porque has revelado es tas cosas a los pequeños (cfr. Mt. 11, 25): es decir, se las has revelado

a quienes tienen poca importancia a los ojos de los hombres, a quienes no tienen respaldo, que son y

se sienten humildes y que, por eso, se confían solamente a Dios. Sí –como dice Santiago– Dios eligió

verdaderamente a los pobres del mundo para hacerlos ricos, san Pablo podía decir con justicia a sus

fieles: Lo que en el mundo carece de nobleza y lo que es despreciado en el mundo, es lo que Dios ha

elegido (cfr. Cor. 1. 28).

Esa elección de Dios no quedó sin respuesta por parte de los hombres. De hecho, al anuncio

evangélico respondieron, al principio sobre todo los pobres, los marginados: mujeres, esclavos,

trabajadores, cargadores del puerto, toda gente pobre: Miren a su al rededor –podía decir el Apóstol–

: no hay entre ustedes muchos sabios, muchos poderosos o muchos nobles (cfr. 1 Cor 1, 26). Y

también hoy es aquella inmensa asamblea de pobres que se llama “el tercer mundo” la que responde

mejor que ninguna otra al anuncio evangélico.

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Hoy existen en el mundo otras fuerzas que también dicen elegir a los pobres. Por eso, se ha

hecho necesario precisar bien en qué consiste la elección de los pobres realizada por Jesús y en qué

cosa se distingue de todas las otras. La de Jesús es una elección ante todo religiosa, aun cuando tenga

consecuencias precisas y profundas en el plano social y político; la otra –por ejemplo, la marxista– es

una elección política, aun cuando no necesariamente en el sentido negativo del término. Jesús ama y

privilegia a los pobres, a los que sufren, a los marginados: ¿pero por qué lo hace? No porque odie al

rico, sino porque sabe qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios (Lc. 18, 24). En el

fondo, está el plan misterioso de Dios de salvar con la debilidad (es decir, con la locura de la cruz) a

la debilidad, echando por tierra la lógica humana del más fuerte, que es una lógica despiadada y

deshumanizadora (aquella, por ejemplo, que produjo la clase pobre y el sexo débil).

Pero en este punto es necesario ser bien precisos para no quedar en el equívoco. En el

Evangelio no se trata de recompensar la pobreza con un premio ultraterrenal: una especie de sustituto

para lo que no se consigue darles acá (como supusieron en forma equivocada los marxistas); se trata

simplemente de la mejor posición en que ellos se encuentran para conocer a Dios y elegir los

verdaderos valores, aquellos que están encerrados en el Reino de Dios. Tanto es así que ese premio

no está reservado exclusivamente al pobre; la historia del rico epulón demuestra que es difícil para

los ricos conquistarlo, no que les resulte imposible. Es suficiente que ellos también vuelvan a entrar

en la categoría de los “pobres de espíritu”, es decir, de aquellos que eligieron volverse pobres o, al

menos, ayudar a los pobres. Bastaba que el rico epulón hubiera actuado en forma distinta con el

pobre Lázaro que estaba frente a su puerta, que hubiera utilizado de otra forma sus riquezas antes que

hacer espléndidos banquetes todos los días y vestirse de púrpura y lino (cfr. Lc. 16, 19).

Por lo tanto, en este sentido Dios ha elegido a los pobres. ¿Qué significa para nosotros esta

precisa elección de Dios manifestada en Jesús?

Dos cosas: primera, que nosotros seremos elegidos por Dios si estamos entre los pobres, en el

sentido que el Evangelio da a esta palabra; segunda que, por nuestra parte, también nosotros

debemos elegir, como Dios, a los pobres. Cuando digo “nosotros”, pretendo decir antes que nada

nosotros en cuanto Iglesia, luego nosotros en calidad de cristianos individuales. Las lecturas

escuchadas y la conciencia actual de la Iglesia nos hacen detenemos hoy especialmente en el

segundo punto: nuestra elección de los pobres.

La Iglesia, en su conjunto, ha hecho esta elección en forma solemne en el Concilio Vaticano

II. Ha dicho: “Como Cristo fue enviado por el Padre a dar la Buena Noticia a los pobres (Lc 4.18),

así también la Iglesia rodea de afectuosos cuidados a lo que están afectados por la debilidad humana,

aún más, reconoce en los pobres y en los dolientes la imagen de su Fundador, pobre y doliente, y se

apresura a aliviar en ellos la indigencia y en ellos quiere servir a Cristo” (LG n. 8).

Pero esta elección ahora espera traducirse en acto en virtud de los miembros individuales que

constituyen la Iglesia. Hoy se habla mucho de la elección de los pobres; habitualmente, con eso se

intenta empujar a la Iglesia institucional a ponerse del lado de los proletarios, a defender los derechos

de los oprimidos, a denunciar los atropellos del poder político y económico en contra de ellos.

También ésta es, por cierto, una forma evangélica de preocuparse por los pobres, cuando no está

inspirada por la parcialidad política y tiene como mira realmente la liberación de los pobres y no

usarlos como instrumento. Pero por sí sola es insuficiente, más aún, no es nada. Porque puede

transformarse en una coartada que haga ver sólo lo que los otros (las estructuras y las instituciones)

deberían hacer, y no lo que deberíamos y podríamos hacer nosotros, comenzando por el ahora y el

aquí.

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Santiago, en su carta, nos llama con fuerza y sagacidad a lo concreto en la elección de los

pobres. Supone un caso muy real: en una reunión litúrgica, entra un rico vestido en forma espléndida

y, junto con él, un pobre vestido miserablemente. Al primero se le asigna un lugar importante,

mientras al segundo se lo invita a sentarse en el suelo junto a un banco. La observación de Santiago

formula una acusación contra nuestras asambleas. Por suerte, hoy ya no existen en la iglesia las filas

de bancos reservados y las tribunas de honor; somos todos iguales. Ahora nos falta dar vida a esta

igualdad o, mejor aún, romperla, pero romperla esta vez en favor de los pobres, de los ancianos, de

los dolientes; los humildes deben ser entre nosotros los benjamines, los preferidos, el objeto de

nuestra atención y de nuestro cuidado.

Lo que dice Santiago encuentra, naturalmente, muchas otras aplicaciones en la vida cotidiana.

Tratemos de descubrirlas y encontraremos muchos motivos para ruborizamos. Es tan fácil y natural

elegir a los ricos y a los poderosos, dirigir la propia atención hacia las personas brillantes y

simpáticas, mientras es tan poco común que se dirija una verdadera atención hacia los pobres y no se

les falte el respeto, y si prestan a aquellos de quienes quieren recibir –dice Jesús–, ¿qué mérito

tienen? (Lc. 6. 34); si invitan a quien a su vez puede invitarlos, ¿qué mérito tienen?

Nosotros nos acercaremos dentro de poco a la Eucaristía, es decir, a quien ha dicho haber sido

enviado a los pobres. Nuestra comunión de hoy con el Señor Jesús, para ser verdadera y plena, debe

incluir esta comunión en su elección de los pobres; pidámosle que nos comunique su exquisita

“inteligencia de los pobres”, es decir, aquella sensibilidad y aquella capacidad suya de

comprenderlos y de acercamos a ellos para hacerles el don de nuestro amor fraterno.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Le presentaron un sordo...”. A nuestro alrededor hay personas que, sin excluirnos en

ocasiones a nosotros, están como sordos a la voz liberadora de Dios, ese murmullo eterno y amoroso

que, como el viento, procede del Padre y del Hijo: la voz del Espíritu Santo. Personas a las que

debemos conducir hasta el Señor, yendo nosotros delante. El Espíritu Santo Digitus paternae

dexterae, la diestra de Dios, como lo llama la Liturgia, abrirá el oído para que muchos amigos

nuestros escuchen y escuchemos también nosotros la Verdad que no pasa.

Hay una sordera del alma que al desoír las continuas llamadas del Señor endurece el corazón,

porque como la discordancia entre lo que la conciencia dice y lo que en realidad se hace no se

soporta sin remordimiento, se buscan excusas y aflora la auto justificación. Este modo de obrar, al

hacerse casi crónico, cauteriza la conciencia que se vuelve sorda a los requerimientos divinos. La

soberbia violenta a la memoria, la oscurece: el hecho se esfuma, o se embellece, y se encuentra una

justificación para cubrir de bondad el mal cometido, que no se está dispuesto a rectificar; se

acumulan argumentos, razones, que van ahogando la voz de la conciencia, cada vez más débil, más

confusa (S. Josemaría Escrivá).

“No quisiera que ignoraseis, hermanos míos, de qué modo se baja o, por mejor decir, se cae

en estos caminos. El primer escalón es el disimulo de la propia flaqueza, de la propia iniquidad...,

perdonándose el hombre a sí mismo, auto consolándose, se engaña. El segundo escalón es la

ignorancia de sí, porque después de que en el primer grado cosió el despreciable vestido de hojas

para cubrirse, ¿qué más lógico que no ver sus llagas, especialmente si las ha tapado con el solo fin de

no verlas? De esto se sigue que, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son llagas,

dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas para buscar excusas a sus pecados” (S.

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Juan Crisóstomo). Deslizarse por esta pendiente es fácil ya que “el mismo Satanás se transforma en

ángel de luz” (2 Co 11, 14).

S. Marcos nos ha conservado la palabra aramea: effethá, ¡ábrete! Hay que hablar, abrir el

alma en la dirección espiritual. “No te apoyes en el consejo de cualquiera. Trata sí con un varón

piadoso que sabes que guarda los preceptos de Dios, cuyo corazón es semejante al tuyo. Y

permanece en lo que resuelvas, porque ninguno será para ti más fiel que él. El alma de ese hombre

piadoso ve mejor las cosas que siete centinelas en lo alto de una atalaya. Y en todas ellas ora por ti al

Altísimo para que te dirija por la senda de la verdad” (Eccl 37, 14-19).

Necesitamos asesoramiento, contrastar nuestros enfoques y directrices con quien tiene ciencia

y piedad y así afrontar con criterio cristiano los variados problemas que la vida presenta. ¡Effethá!,

abrirnos a la voz del Señor con la asistencia a unos medios de formación, la lectura, la charla con un

buen amigo, un sacerdote, aparcando esa manida excusa de “no tengo tiempo” y que aboca a la

sordera del alma.

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Cuando hables, serás un signo para ellos y sabrán que yo soy el Señor”

Eran demasiadas las calamidades sufridas por el pueblo como para mantener fácilmente la

esperanza. El profeta dice que Dios se sigue acordando de ellos, y se dirige especialmente a los más

débiles, “a los cobardes de corazón”. La profusión de imágenes de las que se sirve Isaías revela que

gran parte de lo prometido se cumplirá en los días de Jesús.

No es infrecuente que Jesús haga signos “sacramentales” (la saliva; tocarle la lengua, etc.)

que servirían como elementos catequéticos en la comunidad primitiva. La palabra hebrea “Effetá”,

“ábrete”, evoca a Ez 24,27: “Tu boca se abrirá, y hablarás”.

La expresión “con más insistencia lo proclamaban ellos” es una manera de mencionar la

predicación evangélica en los primeros momentos... y el “todo lo ha hecho bien” puede ser una

evocación del Génesis.

Nuestro tiempo es el de las grandes comunicaciones. Pasará a la historia como la época de los

grandes medios. La cultura de la comunicación pretende hacer llegar todo y lo más pronto posible a

cualquier lugar, de manera que en cualquier punto de la tierra esté la noticia de modo casi

instantáneo. Pero, a la vez, se comprueba el incremento de la incomunicación y de la soledad. ¿Será

que la gente a fuerza de oír no escucha? ¿Será que ha llegado a la conclusión de que no merece la

pena atender?

— “La verdad de la palabra, expresión racional del conocimiento de la realidad creada e

Increada, es necesaria al hombre dotado de inteligencia, pero la verdad puede también encontrar

otras formas de expresión humana, complementarias, sobre todo cuando se trata de evocar lo que

entraña de indecible, las profundidades del corazón humano, las elevaciones del alma, el Misterio de

Dios” (2500).

— “A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e

imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo «pues salía de Él una fuerza

que los curaba a todos» (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa «tocándonos» para

sanarnos” (1504; cf. 1503).

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— “En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los signos de la creación para

dar a conocer los misterios del Reino de Dios. Realiza sus curaciones o subraya su predicación por

medio de signos materiales. Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza

porque Él mismo es el sentido de todos esos signos” (1151).

— “La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de

información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el

bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje

discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está

obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla” (2489).

— “El recto ejercicio de este derecho exige que, en cuanto a su contenido, la comunicación

sea siempre verdadera e íntegra, salvadas la justicia y la caridad; además, en cuanto al modo, ha de

ser honesta y conveniente, es decir, debe respetar escrupulosamente las leyes morales, los derechos

legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación (IM

5,2)” (2494).

El hombre es oyente de la Palabra de Dios porque Dios siempre quiso comunicarse Él mismo

y su Buena Noticia.

___________________________

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Oír a Dios y hablar de Él.

– El milagro de la curación de un sordomudo.

I. La liturgia de la Misa de este domingo es una llamada a la esperanza, a confiar plenamente

en el Señor. En un momento de oscuridad, se levanta el Profeta Isaías para reconfortar al pueblo

elegido que vive en el destierro1. Anuncia el alegre retorno a la patria. Decid a los cobardes de

corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona,

resarcirá y os salvará. Y el Profeta vaticina prodigios que tendrán su pleno cumplimiento con la

llegada del Mesías: Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un

ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la

estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial. Con Cristo, todo el hombre es sanado, y

las fuentes de la gracia, siempre inagotables, convierten el mundo en una nueva creación. El Señor lo

ha transformando todo, pero las almas de modo muy particular.

El Evangelio de la Misa2 narra la curación de un sordomudo. El Señor lo llevó aparte, metió

los dedos en sus orejas y con saliva tocó su lengua. Después, Jesús miró al cielo y le dijo: Effethá,

que significa: ábrete. Al instante se le abrieron sus oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y

hablaba correctamente.

Los dedos significan una acción divina poderosa3, y a la saliva se le atribuía cierta eficacia

para aliviar las heridas. Aunque son las palabras de Cristo las que curan, quiso, como en otras

ocasiones, utilizar elementos materiales visibles que de alguna manera expresaran la acción más

profunda que los sacramentos iban a efectuar en las almas4. Ya en los primeros siglos y durante

1 Is 35, 4-7. 2 Mc 7, 31-37. 3 Cfr. Ex 8, 19; Sal 8, 4; Lc 11, 20. 4 Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. VI, Los sacramentos, p. 50 ss.

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muchas generaciones5, la Iglesia empleó en el momento del Bautismo estos mismos gestos del Señor,

mientras oraba sobre quien iba a ser bautizado: El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a

los mudos, te conceda a su tiempo escuchar su Palabra y proclamar la fe6.

En esta curación que realiza el Señor podemos ver una imagen de su actuación en las almas:

libra al hombre del pecado, abre su oído para escuchar la Palabra de Dios y suelta su lengua para

alabar y proclamar las maravillas divinas. En el momento del Bautismo, el Espíritu Santo, Digitus

paternae dexterae7, el dedo de la diestra de Dios Padre, como lo llama la liturgia, nos dejó libre el

oído para escuchar la Palabra de Dios, y nos dejó expedita la lengua para anunciarla por todas partes;

y esta acción se prolonga a lo largo de nuestra vida. San Agustín, al comentar este pasaje del

Evangelio, dice que la lengua de quien está unido a Dios “hablará del bien, pondrá de acuerdo a

quienes no lo están, consolará a los que lloran... Dios será alabado, Cristo será anunciado”8. Esto

haremos nosotros si tenemos el oído atento a las continuas mociones del Espíritu Santo y si tenemos

la lengua dispuesta para hablar de Dios sin respetos humanos.

– No debemos permanecer mudos ante la ignorancia religiosa.

II. Existe una sordera del alma peor que la del cuerpo, pues no hay peor sordo que el que no

quiere oír. Son muchos los que tienen los oídos cerrados a la Palabra de Dios, y muchos también

quienes se van endureciendo más y más ante las innumerables llamadas de la gracia. El apostolado

paciente, tenaz, lleno de comprensión, acompañado de la oración, hará que muchos amigos nuestros

oigan la voz de Dios y se conviertan en nuevos apóstoles que la pregonen por todas partes. Ésta es

una de las misiones que recibimos en el Bautismo9.

No debemos los cristianos permanecer mudos cuando debemos hablar de Dios y de su

mensaje sin trabas de ninguna clase: los padres a sus hijos, enseñándoles desde pequeños las

oraciones y los primeros fundamentos de la fe; el amigo al amigo, cuando se presenta la ocasión

oportuna, y provocándola cuando es necesario; el compañero de oficina a quienes le rodean en medio

de su trabajo, con la palabra y con su comportamiento ejemplar y alegre; el estudiante en la

Universidad, con quienes tantas horas ha pasado juntos... No podemos permanecer callados ante las

muchas oportunidades que el Señor nos pone delante para que mostremos a todos el camino de la

santidad en medio del mundo. Hay momentos en los que incluso resultaría poco natural para un buen

cristiano el no hacer una referencia sobrenatural: en la muerte de un ser querido, en la visita a un

enfermo (¡qué horizontes podemos abrir a quien sufre al pedirle, como un tesoro, que ofrezca su

dolor por una intención, por la Iglesia, por el Papa!), cuando se comenta una noticia calumniosa...

¡Qué ocasiones para dar buena doctrina! Los demás la esperan, y les defraudamos si permanecemos

callados.

Muchos son los motivos para hablar de la belleza de la fe, de la alegría incomparable de tener

a Cristo. Y, entre otros, la responsabilidad recibida en el Bautismo de no dejar que nadie pierda la fe

ante la avalancha de ideas y de errores doctrinales y morales ante los cuales muchos se sienten como

indefensos. Los enemigos de Dios y de su Iglesia, manejados por el odio imperecedero de satanás,

se mueven y se organizan sin tregua.

5 Cfr. A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, Herder, 3ª ed., Barcelona 1986, p. 596. 6 Cfr. RITUAL DEL BAUTISMO, Bautismo de los niños. 7 Cfr. Himno Veni Creator. 8 SAN AGUSTIN, Sermón 311, 11. 9 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 33.

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Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (B)

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Con una constancia “ejemplar”, preparan sus cuadros, mantienen escuelas, directivos y

agitadores y, con una acción disimulada –pero eficaz–, propagan sus ideas, y llevan –a los hogares

y a los lugares de trabajo– su semilla destructora de toda ideología religiosa.

–¿Qué no habremos de hacer los cristianos por servir al Dios nuestro, siempre con la

verdad?10. ¿Acaso vamos a permanecer impasibles? La misión que recibimos un día en el Bautismo

hemos de ponerla en práctica durante toda la vida, en toda circunstancia.

– Hablar con claridad y sencillez; también en la dirección espiritual.

III. Como anuncia el Profeta Isaías en la Primera lectura, llega el tiempo en que se

despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la

lengua del mudo cantará... Estos prodigios se realizan en nuestros días con una hondura

inmensamente mayor que aquella que el Profeta había previsto; tienen lugar en el alma de quien es

dócil al Espíritu Santo, que el Señor nos ha enviado. Pidamos fe y audacia para anunciar con claridad

y sencillez las magnalia Dei11, las maravillas de Dios que hemos visto cerca de nosotros, como

hicieron los Apóstoles después de Pentecostés. San Agustín nos aconseja: “si amáis a Dios, atraed

para que le amen a todos los que se juntan con vosotros y a todos los que viven en vuestra casa. Si

amáis el Cuerpo de Cristo, que es la unidad de la Iglesia, impeled a todos para que gocen de Dios y

decidles con David: Engrandeced conmigo al Señor y alabemos todos a una su santo nombre (Prov

21, 28); y en esto no seáis cortos ni encogidos, sino ganad para Dios a cuantos pudiereis con todos

los medios posibles, según vuestra capacidad, exhortándolos, sobrellevándolos, rogándolos,

disputando con ellos y dándoles razón de las cosas que pertenecen a la fe con toda mansedumbre y

suavidad”12. No quedemos callados cuando es tanto lo que Dios quiere decir a través de nuestras

palabras.

San Marcos nos ha conservado la palabra aramea que utilizó Jesús, effethá, ¡ábrete! Muchas

veces, el Espíritu Santo nos ha hecho llegar de distintas maneras, en la intimidad del alma, este

mismo consejo imperativo. La boca se ha de abrir y la lengua se ha de soltar también para hablar con

claridad del estado del alma en la dirección espiritual, siendo muy sinceros, exponiendo con sencillez

lo que nos pasa, los deseos de santidad y las tentaciones del enemigo, las pequeñas victorias y los

desánimos, si los hubiera. El oído ha de estar libre para escuchar atentamente las muchas enseñanzas

y sugerencias que nos quiera hacer llegar el Maestro a través de la dirección espiritual13.

Con sinceridad y docilidad la batalla está siempre ganada, por muy difícil que se presente;

con la doblez, el aislamiento y la soberbia del propio criterio, está siempre perdida. Es el Señor quien

cura y utiliza los medios que quiere, siempre desproporcionados. San Vicente Ferrer afirmaba que

Dios “no concede nunca su gracia a aquel que, teniendo a su disposición a una persona capaz de

instruirle y dirigirle, desprecia este eficacísimo medio de santificación, creyendo que se basta a sí

mismo y que por sus solas fuerzas puede buscar y encontrar lo necesario para su salvación... Aquel

que tuviere un director y le obedeciere sin reservas y en todas las cosas –enseña el santo–, llegará a la

meta más fácilmente que si estuviera solo, aunque poseyere muy aguda inteligencia y muy sabios

libros de cosas espirituales...”14.

10 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 466. 11 Cfr. Hech 2, 1. 12 SAN AGUSTIN, Comentarios a los Salmos, 33, 6-7. 13 Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 295 ss. 14 SAN VICENTE FERRER, Tratado sobre la vida espiritual, II, 1.

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Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (B)

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En la Santísima Virgen tenemos el modelo acabado de ese escuchar con oído atento lo que

Dios nos pide, para ponerlo por obra con una disponibilidad total. “En efecto, en la Anunciación

María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando “la obediencia de la fe” a aquel que

le hablaba a través de su mensajero y prestando “el homenaje del entendimiento y de la voluntad”

(Const. Dei Verbum, 5)”15. A Ella acudimos, al terminar nuestra oración, pidiéndole que nos enseñe a

oír atentamente todo lo que se nos dice de parte de Dios, y a ponerlo en práctica.

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Rev. D. Óscar MAIXÉ i Altés (Roma, Italia) (www.evangeli.net)

Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la

mano sobre él

Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación de un hombre «sordo que,

además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida,

el ciego de Jerusalén, etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos. Los

Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación mediadora de la Humanidad de

Cristo en sus milagros. Una mediación que se realiza en una doble dirección: por un lado, el

“abajamiento” y la cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la

profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima); por otro lado, el intento de despertar en el

hombre la confianza, la fe y la conversión del corazón.

En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van más mucho allá que el mero

paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera,

la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera comunión

de fe y de amor.

Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don divino es la

de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban»

(Mc 7,36). Dan testimonio del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de

una profunda y genuina gratitud.

También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados

por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad

y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse

en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el

paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso

que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la

capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.

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15 S. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 13.