Don de La Leyenda

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Claudio Rodríguez es el poeta de la luz por excelencia, pues en él todo se ilumina y todo se hace sombra pero para él nada que no pueda verse o digno de ser visto, tiene cualidad de existencia. Es así como el poeta va arañando la vida, contemplando, desde la niñez, desde los primeros años de la adolescencia, observando la naturaleza mientras pasea, analizando la caída de la luz sobre la materia, la creación de la realidad por efecto de la luz, atesorando saberes que luego impregnarán su obra y su existencia. Claudio Rodríguez, sin interferir en la naturaleza más allá de lo necesario, enmudece y toma respiración, se sienta en el alba como quien tiene un tesoro por descubrir y se deja invadir por la luz creadora de la mañana. Es el punto de partida. Es el momento en que algo se inicia en su interior, en lo más profundo de su corazón y se empieza a elaborar el poema. Hay un objetivo en el poeta desde su deslumbramiento en la adolescencia, y no es otro que el deseo de aprehender la luz del conocimiento, entender el mundo, la sagacidad de la luz para crear todo a su paso pero, también, comprender el sentido de los hombres en el mundo, su sentido primero y último. Y entonces la tarea del poeta se convierte en algo que escapa a su capacidad de creación lírica, se trata de algo de más hondo calado, de mayor profundidad. El poeta está llamado pero no a la gloria sino al testimonio; en cierto modo, el poeta sale ya marcado con el signo del fracaso al terreno de juego. Ya ha perdido antes de empezar porque el poeta no puede hacer otra cosa que sentarse y ser notario de los ritmos del tiempo y de la vida, los atardeceres y las paradojas, el nacimiento del día o la vida y la crecida de la noche y el apagamiento de una existencia. El poeta, pues, no puede crear, porque eso sería interferir en la realidad, sólo puede acomodarse y observar la realidad desde diversos ángulos para hacer más próspera, festiva y exquisita su obra. Nada más. Pero, a pesar de esa derrota, hay fascinación. Esa sería la palabra exacta en Claudio Rodríguez. Fascinación. Porque cada día es nuevo en sí, porque cada día es una victoria de la fe sobre la adversidad, los ritos de la muerte, la desgracia y la caída. En el poeta, el mundo se abre cada día con la promesa de un 1

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Claudio Rodríguez es el poeta de la luz por excelencia, pues en él todo se ilumina

y todo se hace sombra pero para él nada que no pueda verse o digno de ser visto,

tiene cualidad de existencia. Es así como el poeta va arañando la vida,

contemplando, desde la niñez, desde los primeros años de la adolescencia,

observando la naturaleza mientras pasea, analizando la caída de la luz sobre la

materia, la creación de la realidad por efecto de la luz, atesorando saberes que

luego impregnarán su obra y su existencia. Claudio Rodríguez, sin interferir en la

naturaleza más allá de lo necesario, enmudece y toma respiración, se sienta en el

alba como quien tiene un tesoro por descubrir y se deja invadir por la luz creadora

de la mañana. Es el punto de partida. Es el momento en que algo se inicia en su

interior, en lo más profundo de su corazón y se empieza a elaborar el poema.

Hay un objetivo en el poeta desde su deslumbramiento en la adolescencia, y no es

otro que el deseo de aprehender la luz del conocimiento, entender el mundo, la

sagacidad de la luz para crear todo a su paso pero, también, comprender el sentido

de los hombres en el mundo, su sentido primero y último. Y entonces la tarea del

poeta se convierte en algo que escapa a su capacidad de creación lírica, se trata de

algo de más hondo calado, de mayor profundidad. El poeta está llamado pero no a

la gloria sino al testimonio; en cierto modo, el poeta sale ya marcado con el signo

del fracaso al terreno de juego. Ya ha perdido antes de empezar porque el poeta no

puede hacer otra cosa que sentarse y ser notario de los ritmos del tiempo y de la

vida, los atardeceres y las paradojas, el nacimiento del día o la vida y la crecida de

la noche y el apagamiento de una existencia. El poeta, pues, no puede crear,

porque eso sería interferir en la realidad, sólo puede acomodarse y observar la

realidad desde diversos ángulos para hacer más próspera, festiva y exquisita su

obra. Nada más.

Pero, a pesar de esa derrota, hay fascinación. Esa sería la palabra exacta en

Claudio Rodríguez. Fascinación. Porque cada día es nuevo en sí, porque cada día

es una victoria de la fe sobre la adversidad, los ritos de la muerte, la desgracia y la

caída. En el poeta, el mundo se abre cada día con la promesa de un

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deslumbramiento, de un despertar, de un canto, de una sensual llamada de la vida

hacia ella, una atracción irrefrenable hasta caer cautivados. Y la poesía del

zamorano es el recordatorio de la felicidad de existir por el simple hecho de estar

invitados, de poder participar de la realidad objetiva del existir. Sin ella no existe

ni dilema moral, ni contrapunto salvo la muerte y con ella la anulación de toda

expectativa de indagar en la realidad, aunque nada más sea como apuntador o

escribano.

Siempre me he preguntado si acaso la lectura de los poemas de Claudio

Rodríguez no sea sino una intromisión, hasta cierto punto inmoral, en el diálogo

entre el poeta y las fuerzas creadoras, ya que no me atrevo a hablar directamente

de Dios o el Creador, pues no hay en él esa absoluta convicción sobre un ente de

tal magnitud que sea capaz de gobernar y orientar la senda de la humanidad por el

Universo. Parece que el lector de sus poemas es un cotilla, un curioso y molesto

indagador de las vidas ajenas, pues no son muchas las ocasiones, me parece, que

el poeta sea consciente de que más allá de los poemas pueda haber, tal vez, un

lector. De hecho, en alguna ocasión, se refirió a ello al modo de otros poetas para

quienes el lector no es más que un ser molesto e ingrato al que hay que soportar,

pero que se puede consentir siempre que permanezca al márgen del poema, fuera

del poema, sin ser parte en modo alguno del proceso creativo. Es eso lo que

parece ocurrir entre Claudio Rodríguez y las fuerzas creadoras. Es justamente eso

lo que se intuye cuando las preguntas rebasan nuestro ámbito y el poeta pregunta

al cielo, al eterno, al infinito y busca allí, supuestamente, una respuesta.

Lo más importante en Claudio Rodríguez, y probablemente lo que le causó tal vez

la ausencia de estudios críticos sobre su obra hasta bien pasados los ochenta, a

diferencia de otros poetas de la llamada generación de los cincuenta, que corrieron

mejor suerte y dispusieron de mayor aparato crítico a su tiempo, aunque quizás

por ello ya han sido borrados del pedestal de antaño, sea la capacidad de crear

desde tan joven un formato de poema que diera cumplida cuenta de sus esfuerzos

y supiera contener el ansia creadora. Si hay algo que caracterice a Claudio

Rodríguez es la perfección con la que todo parece encajar y fluir, desarrollarse,

extenderse en medida justa hasta alcanzar el grado de ejecución honesta y

coherente con la premisa inicial. Lo frecuente en el zamorano es la sincronía entre

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léxico, forma y contenido, donde nada está fuera de tono, nada desencaja y todo

parece fluir como la música, un hilo musical interno que a modo de río melódico

va internando al lector en la apoteosis final que es la llegada al sentido: dar forma

al mar, a otra conciencia más amplia donde el sentido se diluye, la individualidad

queda invalidad para formar un todo más amplio e imponente.

En su caso, el arte, el arte poético, es una creación suplementaria, un esfuerzo

humano baldío por remedar la naturaleza, el hecho primigenio. El poeta es

consciente de su propia grandeza al evaluar y trascender la vida simple y acercarse

a los misterios de la creación; de verdad que el poeta se cree su propia importancia

pero luego siente que sólo puede considerarse un mero transmisor, si acaso, de lo

acontecido. Nunca es el creador ni el actor principal, ni tiene un gran poder con el

que superar su naturaleza.

Otra de las peculiaridades de Claudio Rodríguez es la coherencia de su obra, no

muy voluminosa, es cierto, pero en la que brilla el resplandor de un proyecto que

parecía fijado de antemano para que pudiera discurrir por los trazados que luego

fueron posibles. Incluso allí donde no había voluntad de estilo, donde no había

compromiso con un lector atento; esto es, en “Poemas laterales” o en su inacabado

“Aventura”, se percibe el gusto y el respeto por su propia honestidad, que no es

para con el lector, sino para con una posible instancia superior a la que profesa

gratitud, cierto temor y respeto. Y hay una fidelidad a sus formas, un gusto por el

poema como elemento de diálogo, de confesión, de diario con la intimidad;

sencillamente, con todo lo que no pasa por cumplir el canon de lo poético. Incluso

en “Casi una leyenda”, su último libro publicado en vida, el último con el toque

del autor, estas constantes se mantienen, se acentúan cuando es preciso pues el

lector queda siempre como en un segundo plano, como acaso referencia o

exotismo mundano, invitado sordo y mudo en la celebración de la existencia y

creación del poeta. Y otra nota suya es la fidelidad a un idioma, a un paisaje y a

una manera de caminar -en su caso, nunca mejor dicho, pues fue, antes que poeta

caminante- por la existencia. Esa fidelidad se pone a prueba en la edición conjunta

de sus obras completas donde puede leerse la “posible” evolución del poeta hasta

lograr una estampa completa de su obra. Resuena en toda su producción el mismo

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e intenso cruzar la mirada asombrada ante las cosas del mundo, el pleno existir, la

fuerza de la luz, la luminosidad de la vida incluso en los días más aciagos.

En Claudio Rodríguez el poema es el primer -que no el único- elemento de

investigación sobre la creación de la realidad, no ya la transformación, sino

primariamente, la creación, el asombro ante la existencia de una nada que gracias

a diversos elementos de desigual procedencia, conforman eso que hemos acordado

en llamar materia, realidad, elemento de consenso para iniciar un posterior -o no-

diálogo. Según vayamos analizando cada poema, iremos descubriendo cómo

procede Claudio Rodríguez en cada uno de sus poemas. El poeta no es nunca -o

casi nunca- sentencioso, y puede que ni siquiera moral en un sentido estricto, sino

que actúa más con la precisión de un forense y con la frialdad de un investigador

que desea más alumbrarse que otorgarse el poder de la razón.

Lo que Claudio Rodríguez persigue con su poesía, a pesar de ese aspecto aséptico

y más inclinado a la filosofías sin límites con el universo, es lograr la emoción por

medio del entendimiento y la razón, además de buscar el sentimiento, la

descripción de todo aquello que sólo se intuye en la búsqueda de anclar una

explicación -imposible desde su posición de simple observador, pequeño y

desproporcionado ser frente a la tarea más alta de comprender el mundo, el

universo, la existencia-. Esto es, probablemente, lo que hace más grande la poesía

de Claudio Rodríguez al correr de los años; que en él, en su amplio y

desconcertante lenguaje, en su manera sutil de darnos pie a la reflexión sobre el

vivir, hallamos un cuerpo de lenguaje embellecido por el intento -siempre intento-

de lograr una forma poética. Puede decirse que, desnudo de su ropaje lírico, lo que

subyace en sus poemas son diferentes inicios de indagaciones sobre las razones de

la existencia, el contenido del amor o la forma del mundo en sus diversas

variantes. El poeta sólo araña la superficie y lo hace una y otra vez, a modo de

capas, a modo de artesano que escruta el misterio, cambia de ojos para acercarse a

una realidad que es siempre distinta e inabarcable. Es la derrota de la que hablaba

al principio: es del todo punto imposible que ese combate no acabe en desilusión y

poquedad. Inevitable.

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¿Hay una lectura moral en su poesía o, más bien, una lectura moral, un

ideario que va más allá de la conjetura para ir a asentarse como un dogmático

libro de instrucciones sobre la vida? No lo sé. Espero que juntos, los lectores y yo,

podamos comprender si simplemente en Claudio existe algo parecido a una ética

del acto de mirar y cuatro o cinco consejos básicos sobre el modo de vivir o, por

el contrario, se puede leer en su obra las máximas de la vida, las reglas ortodoxas

y rígidas sin las cuales el paso por la vida es tránsito rápido, sin gusto y sin sabor.

No lo sé, ya veremos.

En todo caso Claudio Rodríguez es, probablemente, el poeta que mejor pregunta,

no por falsa humildad sino por verdadera queja de su desconocimiento. Es el

poeta que deja por escrito sus dudas, frente a otros muchos que revelan su verdad

sin despeinarse, repitiendo como un mantra falsas mentiras en espera de que tras

tanta repetición, al final, asome la verdad.

Me gustaría señalar que cada poemas es un microcosmos, una unidad -al menos

en la obra de este poeta- que puede abastecerse de ella misma, aunque siempre

funcione en conjunto. De hecho, hay poemas desgajados de su unidad de

publicación que logran servir como bandera de su creador. Cada poema contiene

las unidades precisas de sentido como para incorporar todo su bagaje y su rica

elaboración ofrece al lector la posiblidad de mil y una lecturas en el tiempo, a

través del tiempo, superando el tiempo.

El propósito de este libro no es más que rendir homenaje a uno de los más grandes

poetas en lengua española de los últimos tiempos. Hay, sin duda, algunos que

pueden ser de más agrado para el lector, o de mayor facilidad, pero mi idea al

analizar cada poema de Claudio Rodríguez, es mostrar la fascinación que muchos

años después despierta su obra. Es curioso comprobar cómo jamás se acaba el

poema, que cada lector lo hace suyo, hermoso o fascinante al leerlo -ya sea por

primera o vigésima vez.

Por último, quisiera que la lectura de este libro sirviera para una mayor

difusión de la obra del poeta zamorano, para un mayor aprovechamiento de su

tremendo potencial como texto siempre vivo. Me agradaría que esto fuera un

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acercamiento a la obra de sus muchos estudiosos, que saben mucho más y poseen

mayor conocimiento que el mío para seguir indagando y explorando la obra del

poeta.

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DON DE LA EBRIEDAD

LIBRO PRIMERO

I

“Siempre la claridad viene del cielo....”

Estamos ante el inicio de la fascinación. Casi podemos tocar el cielo con

nuestras manos. El poeta transmite su deslumbramiento. No hay nada más que

pueda decirse sin caer en lo ordinario. Estamos ante el esplendor del alba, ante el

inicio de uno de los libros más maravillosos y mejor estructurados de nuestra

poesía más reciente.

Y a partir de aquí el poeta enumera, intenta un orden verbal, una cronología de

los hechos que de cuenta de la maravilla, de la poderosa estructura que se abre

ante sus ojos. Claudio Rodríguez está en estado puro. Esencial.

Y está, también, esa afirmación tajante, rotunda, sin resquicio para respirar o

tiempo para interpelar. Siempre. Sin fisuras ni excepciones. Cada vez que se

inquiera, siempre, siempre la claridad de juicio, la claridad mental -y puede que el

orden moral- vendrá del cielo, de arriba, de algo que está por encima de nosotros,

que nos abarca y, tal vez, nos dé forma, nuestra forma humana.

El poeta muestra sus cartas con una madurez que pocas veces se ha repetido

en la historia de nuestra poesía. Asistimos al poema que nace con sus marcas y sus

propósitos, con la marca de su singladura posterior ya bien elaborada. Estamos

ante la forma de verbalizar del zamorano que ya será marca personal para

aventuras posteriores. Si se ha escuchado recitar este poema a Claudio Rodríguez,

uno puede casi imaginar al creador con muchos menos años, entonando la música

interior del poema, recitando esos versos en la memoria, antes de quedar para la

historia, caminando, creando el itinerario de uno de los más bellos poemas de

todos los tiempos.

También se anuncia, aquí, quizás más que en ningún otro poema del libro, la

búsqueda incesante que Claudio Rodríguez mantendrá en libros posteriores,

incluso en poemas que no formaron parte del conjunto de la obra publicada en

vida. Esa búsqueda, ese extravío o ese propósito, no es otro que el descubrimiento

de la materia, la creación de la materia, la ausencia de la materia o la incidencia de

la luz -entre otros elementos- en la formación de dicha materia. Creo, en mi

opinión, que este es uno de los factores que hacen grande, enorme, la poesía de

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Claudio Rodríguez, y no, no es el logro, sino el ansia; el hecho mismo de no haber

llegado es lo que desata en el poeta el deseo de seguir. No, aún no he llegado,

parece decir, estoy a las puertas del misterio, en la orilla, asomado al balcón del

secreto de la eternidad pero no, no he llegado, aún no, y tal vez -parece decirse- no

llegue jamás, pero esta es mi frontera, mi limitación pero también la causa del

vuelo alto. En otros poetas, en cambio, se ve enseguida que su propósito es plano,

de orden menor, que se conforman con nombrar y lograr una cierta estética en su

obra, ganar algo de aprecio o fortuna, lograr algún breve hallazgo, revelar ciertas

ocurrencias que, manifestadas con gracia e insistencia, tengan, tal vez el valor

adecuado para hacer de ello una obra de arte, menor, pero que pueda hacer al

poeta pasar por lo que no es. Porque no es la poesía la que hace al poeta, eso sería

muy fácil; es el don del poeta el que crea poesía, y eso no está al alcance de

cualquiera. En el caso de Claudio Rodríguez, la altura no es lo obtenido, ni

siquiera es un don, es la actitud ante la contemplación, el rapto ante el amanecer,

ante el alba, ante el misterio, lo que hace que su corazón se eleve y busque la

grandeza del conocimiento. Dicho en sus palabras, lo que hay es ignorancia, así de

absurdo, paradójico, pero, también, real. Ignorancia. Puede que suene extraño,

pero tras cada poema y su seguridad de palabra fijada, hay ignorancia, falta de

entendimiento de las cosas, y una gran serenidad para afrontar esa falta y hacer

que sea el motor de la experiencia poética. Porque el poeta puede sentirse seguro

de las sensaciones y puede transcribirlas, rozar la gracia, alzarse en la cumbre,

perseguir la gloria y lograrla, pero Claudio Rodríguez es como el niño que

pregunta ¿por qué?

“¿cómo voy a esperar nada del alba?”

Nada más que decir. El joven poeta se presenta ante las fuerzas poderosas, y

acaso temibles, y les dice, estoy desnudo, ¿cuál es mi poder? ¿Qué me queda, qué

hay para mí? Es tan gráfico que uno puede imaginarlo como un ser desvalido y

desolado, abrumado por la tempestad del universo, empequeñecido ante el fragor

del sol inmenso que sale a inaugurar una vida nueva cada día. Y, finalizando el

poema, afirma que todo en él espera, a pesar de la desesperanza y la rotundidad de

lo sabido, de la pequeñez de su estatura frente a la fuerza de la naturaleza y la

sabiduría sin límites; a pesar de ello, el poeta y todos sus sentidos aguardan una

señal, o un entendimiento, o un nuevo saber, o, quizás, sólo tiene la esperanza y

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eso basta, en el poeta, lo veremos, la esperanza es casi una constatación del hecho

por venir.

“... ebria persecución...”

En los versos finales, aparece el Claudio Rodríguez del verso que aspira al

enigma, tal vez porque su poesía no es para el lector, sino un banco de pruebas,

material de arranque de la investigación que es para él cualquier poema, y más los

suyos. Si en otros la filosofía, el ensayo, el tratado, constituyen el punto de inicio

sobre el cual se empieza a desarrollar una teoría distinta que se confronte con la

nuestra o se conforme una completamente nueva, en Claudio Rodríguez el poema

es la materia prima sobre la cual edificar todo un conjunto de especulaciones de

todo orden que, finalmente, llevan a una teoría sobre la existencia humana.

“...ebria persecución...”

He aquí, también, otra de sus constantes. La poesía, según sus poemas,

transfigura, deshace el ser primigenio y origina un nuevo ser, más consciente,

atento, expectante, acogedor de otra -u otras- realidades. La poesía, por tanto,

desfigura y desbarata el ser. Quizás suene pretencioso, no por parte del poeta, sino

por mí, decir que la poesía genera nuevos seres, totalmente distintos del hombre

corriente. Y digo que suena pretencioso porque no creo que ahora mismo la

literatura, ninguna literatura, tenga ese poder transformador, vibrante, completador

del ser, que en otros tiempos quizás haya sido factible. De todos modos, eso

parece objeto de otro debate, que tal vez podamos abordar más adelante.

Y esa imagen de persecución parece la de un ser desesperado ante su

poquedad y su inútil aliento o esfuerzo para aprehender el sentido originario del

ser, del mundo, del universo. Claudio Rodríguez, al final del poema, compone la

estampa de una pérdida, de una derrota, de un fracaso consciente, y no es casual

que su tiempo, el tiempo del poeta, coincida con el final de la niñez, el inicio de la

adolescencia, la maduración inexorable del ser que nace puro y al que no le queda

más remedio que aceptar lo bueno y lo malo de la madurez.

La corriente musical subterránea nos va marcando el camino del final, con su

terminación que intenta un voluntarioso ejercicio de fe, pero que se queda en eso,

en un intento de engaño sin mucho futuro.

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Pocos poetas pueden presumir, él nunca lo hizo, de lograr una voz tan clara

y pura desde el inicio, cuando en muchos aún se está formando el gusto por

lectura o iniciando la pasión por elaborar poemas, algo muy distinto a lograr un

poemario unitario, poderoso, tan rotundo que casi parece una afrenta para el

lector, y para otros autores, casi parece arrogancia abordar el misterio de la vida

en los comienzos. Siempre me ha llamado poderosamente la atención esa

seguridad, que no soberbia -al menos no la he detectado en Claudio Rodríguez-,

en la propia obra. A esa edad, cuando uno sólo puede aspirar a emborronar hojas y

desesperar por la falta de talento para crear, el poeta se siente seguro, tanto como

para crear un lenguaje particular -que no propio- lleno de resonancias, sí, puede

ser, pero elaborado con un sustrato distinto que lo renueva y lo revitaliza.

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II

“Yo me pregunto a veces....”

En este segundo poema de “Don de la ebriedad” el poeta no puede por

menos de extrañarse. Estamos, de nuevo, ante el poeta inmaduro que reconoce su

cortedad, su insatisfactorio bagaje para estar a la altura de su propósito de

entendmiento y comprensión de la vida, del misterio gozoso. Y sigue, más

adelante, uno de los aspectos que van a ser marca de la casa en el poeta: la

dualidad.

“... ni la luna , ni el sol claro...”

Es decir, que los sentidos -al menos usados de los modos ortodoxos y

formales- no sirven para llegar al fondo de la verdad de lo que se pretende. El

poeta no pregunta al lector, al cual no reconoce, pero tampoco lanza la inquietud

al vacío. Es una pregunta para él mismo, como un juego intelectual en el que va la

vida, el empeño, el deseo de saber, tal vez para adquirir las claves y usarlas de

modo frecuente. Comprender, eso es lo que el poeta desea más que nada en el

mundo, entender, adquirir un conocimiento superior al sentido, al adquirido con

los sentidos.

En la poesía de Claudio Rodríguez es frecuente la pregunta, el uso de ellas

para romper la corriente impetuosa que su vehemencia compositiva a veces no

puede refrenar, porque uno de los detalles significativos en su poesía, a pesar del

cuidado y mimo en la composición, es su forma que parece atropellada, tal es la

fuerza del torrente poético. Es curioso, porque así como en otros poetas de su

generación, pienso en Brines, se nota el pulso de la forma, la melodía suavizada y

tamizada en la composición, en Claudio Rodríguez, al contrario, parece que la

consecución del poema logrado, unitario y acabado, tiene más que ver con la

creación de un largo verso de naturaleza inacabable, que tiene que acabar (a pesar

del poeta).

El poeta deja ver, hacia el final, de nuevo, su desvalimiento, su orfandad, tal

vez consciente de la ausencia del padre como figura que componía, antes, el papel

de maestro de vida, de iniciación en la senda por la vida adulta. Sin entrar en

parajes agrestes y peliagudos, podría interpretarse como una súplica a las fuerzas

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que mueven la existencia, de un lugar suyo, auténtico, en el mundo.

“bruñirá mi cuerpo al cabo...”

Ese deseo es la ampliación de un deseo más profundo. Entiendo, parece

decir, pero mis sentidos y mi conocimiento aún están hambrientos de

explicaciones, argumentos y confirmaciones de lo ya sabido. El poeta espera,

como siempre, que lo deseado le sea otorgado.

Y el movimiento final del poema es para enmarcar. En más de una ocasión

he podido reprochar a Claudio Rodríguez que algunos versos del tramo final de

sus poemas parecieran un tanto forzados, y, con respeto, en algunos casos pobres,

quizás porque no se puede ser brillante a lo largo de unos poemas que obligan

tanto al lector como al autor a un severo ejercicio de lecturas y más lecturas. No

ocurre así aquí, porque los cuatro versos finales son un grito de esperanza frente a

la desolación y cierto aire de abatimiento del resto del poema. No, aquí el poeta

nos da una definición de lo que es la esperanza, de lo que puede significar -y

veremos que en el poeta es siempre algo más, que siempre sube una nota más

como si la esperanza fuera más importante que el hecho mismo de creer en ella-.

“....las sombras abren su luz....”

Es una estampa bellísima, muy real, muy bien narrada. Es el inicio de una

excitación prodigiosa y maravillosa porque refleja el deseo, la promesa cumplida.

Hay algo más allá después de la desesperanza, existe otra vida, no otro es

negritud, negación o desesperación. Y yo puedo crear, parece decir el poeta, a

través de las palabras una nueva esperanza, porque la necesito más todavía de lo

que necesito que la realidad sea distinta. No importa la realidad, ni siquiera le

concedo crédito, porque no es objetiva ni puede serlo, así que lo que si obedece al

orbe de lo concreto es la esperanza que yo pueda darme

“....que la mañana surge....”

La mañana, otra vez la claridad, la transparencia, la belleza, el manto de luz

que crea la materia –o, al menos, que le da vida- surge y así se inicia otra vida,

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una vida nueva.

En Claudio Rodríguez son importantes los ciclos, las estaciones, una cierta

medida del tiempo que le sirve para definir sus inquietudes, sus estancias,

movimientos, y conforman una suerte de cronología, de orden abstracto, pero

válida para su creación.

III

En este tercer “movimiento” o poema asistimos a uno de los grandes instantes

creativos del poeta. En este poema empezamos a adivinar toda su potencia

creadora, la fuerza impetuosa de su imaginario y somos invitados a participar del

festín contemplativo de un poeta en estado de gracia. Aquí puede percibirse cómo

de un hecho común e irrelevante, Claudio Rodríguez a través del acto escritural

engendra una posibilidad distinta de la existencia de la materia. Se le atribuye, a

través de la palabra, a la encina, una cualidad y un don que sólo podría atribuirse a

un ser humano; es decir, se le humaniza. Tiene, en el poema, la encina, la

propiedad de imaginar; es decir, de crear su propia vida o recrear su existencia,

darle formas diversas o teorizar sobre el futuro.

“...imagina para sus sueños... “

Y es, a partir de ahí, que el poema encuentra su destino y se sostiene en su

magia, pues de no ser así, sólo obtendríamos una lectura plana, sobria, austera de

un motivo más que recurrente en nuestra lírica. En Claudio Rodríguez la materia,

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la naturaleza, los objetos y los gestos no son jamás un hecho indiscutible y

unidimensional, sino que ofrecen, gracias principalmente al mirar, más ángulos,

lecturas y posibilidades; se muestran, así, como dignos de estudio, una labor que,

en su caso, se hace frente al camino, al modo de Unamuno, como ayuda en el

proceso del pensamiento.

Más adelante, el poeta se pregunta, como siempre, como tantas veces -y de

manera siempre brillante-.

“Qué encina... levanta mi alegría....”

¿Cuál es el origen de mis sentimientos, parece decirse? El poeta, una vez

más, usa del poema como material de base para la indagación sobre el transcurrir

de la vida, ese fenómeno que no deja de causarle fascinación y extrañeza, pues

hay que recordar que siempre planta sus nuevos ojos en el nuevo día, refrescando

la vida pero, al tiempo, haciendo que cada día -la vida, al fin y al cabo- sea algo

nuevo y distinto cada amanecer.

El final del poema es muy digno del poeta. Preguntas, se hace preguntas, de

nuevo, a mansalva, pero no se hacen al lector sino a alguien que no puede ser el

lector, simple humano al fin y al cabo, sino que tiene por fuerza que ser alguien

más sabio, capaz, poderoso, lo suficiente como para responder a tantas incógnitas

de tan enorme calado.

“Y es cierto, pues la encina ¿qué sabría de la muerte sin mí?”

Claudio Rodríguez ausculta el terreno por el que pisa y en vez de quedarse

en la lírica vacía de variados sentidos que el paisaje le ofrece, apura, se echa sobre

sus espaldas uno de sus grandes temas, por el que transita arrebata por la dureza

del combate contra, una vez más, la ignorancia. ¿De qué está hecha la materia?

¿No creo yo la materia al observarla, pues, qué sería de ella sin mi visión, sin mi

atenta contemplación?

Se cierra así otro de sus grandes poemas, con los que va penetrando en la

conciencia del posible lector, al que va introduciendo no sólo en sus motivos sino,

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también, en la fuerza imaginativa de su léxico, forzado siempre al límite, llevado

hasta el extremo de la precisión, pues el poeta, sabe -o intuye- que buena parte del

terreno ganado para su poema, deberá ser a fuerza de interpretar su pensamiento y

dotarle de un lenguaje, igualmente, vigoroso, plástico, próximo al contenido, y

deberá ser implacable y rotundo a la hora de incidir con sus permanentes

interrogantes. Si el poema se inicia, o lo parece, con un balbuceo, el resto va

ganando en fuerza, pasión y potencia. Como tantas otras veces en el poeta, el río

melodioso de las palabras conformando una unidad de sentido, crece y crece hasta

ser más que un cauce final. Al final, como en un ciclo perenne, el poema, al

acabar, no hace otra cosa que empezar de nuevo. Mas no de cero, ya, me temo.

IV

V

VI

VII

VIII

IX

LIBRO SEGUNDO

Canto del despertar

Canto del caminar

LIBRO TERCERO

I

II

III

IV

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V

VI

VII

VIII

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