Edipo en Colono

40
1 Sófocles EDIPO EN COLONO VERSIÓN DE JORGE MÁRQUEZ

description

1992. Versión de la obra de Sófocles.

Transcript of Edipo en Colono

Page 1: Edipo en Colono

1

Sófocles

EDIPO EN COLONO

VERSIÓN DE JORGE MÁRQUEZ

Page 2: Edipo en Colono

2

Estrenada en el Festival de Teatro Clásico de Mérida en 1992

Page 3: Edipo en Colono

3

I

EDIPO – ¿Adónde hemos llegado, Antígona? ¿Quién habita esta región? ¿Quién soco-

rrerá hoy con sus migajas a Edipo el vagabundo, que poco pide y aún menos recibe? Mas

con lo poco ya me basta, pues bien sometieron el sufrimiento y los muchos años la anti-

gua arrogancia de mi espíritu. Mira, hija mía, si ves algún sitio donde sentarnos, sea en

lugar profano o consagrado a los dioses, y déjame reposar mientras averiguas qué región

es ésta, que en tierra extranjera sólo nos queda escuchar y obedecer.

ANTÍGONA – Veo a lo lejos unas columnas que coronan la ciudad, y este suelo que

pisamos es el de un lugar sagrado, estoy segura: escucha cómo cantan los ruiseñores en la

espesura de laureles, viñas y olivos. Ven, pobre padre mío; descansa aquí tu cuerpo, sobre

esta piedra, que es mucho el camino para un anciano.

EDIPO – Siéntame, hija, y cuida de este viejo ciego.

ANTÍGONA – No necesito aprender lo que tantos años llevo haciendo.

EDIPO – ¿Sabes ya dónde estamos?

ANTÍGONA – En Atenas, pero no sé en qué parte.

EDIPO – Eso al menos decían los que nos hemos tropezado en el camino.

ANTÍGONA – ¿Quieres que vaya a preguntar?

EDIPO – Sí, hija mía, si es que este lugar está habitado.

ANTÍGONA – Lo está, y no va a ser necesario que vaya a ningún sitio: por allí se

acerca un hombre.

EDIPO – ¿Viene hacia nosotros?

ANTÍGONA – Ya llega. Pregúntale lo que desees; aquí lo tienes.

EDIPO – Extranjero, mi hija, que ve por mí y por ella misma, me dice que vienes a

propósito para informarnos de algo que quisiéramos saber.

EXTRANJERO – Antes de preguntar nada, sal de ese sitio; pisas un lugar que está

prohibido pisar.

EDIPO – ¿Qué sitio es? ¿A qué dios se consagra?

EXTRANJERO – Es un lugar que no debe ser profanado: lo habitan las horribles

diosas hijas de la Tierra y las Tinieblas.

EDIPO – ¿Y con qué venerable nombre debería invocarlas?

Page 4: Edipo en Colono

4

EXTRANJERO – Son llamadas las Euménides, que todo lo ven; aunque en otros sitios

de otras maneras se las nombra.

EDIPO – Pues que ellas acojan con benevolencia a este suplicante, porque ya nunca

saldré de aquí.

EXTRANJERO – ¿Qué quieres decir?

EDIPO – Digo que éste es el final de mi destino.

EXTRANJERO – No me atrevo a expulsarte sin consultar antes a la ciudad.

EDIPO – Extranjero, en el nombre de los dioses, no me consideres indigno de tu res-

puesta aunque no sea más que un vagabundo.

EXTRANJERO – Pregúntame, a mis ojos no eres indigno.

EDIPO – ¿En qué lugar estamos?

EXTRANJERO – Te diré lo que sé. Todo él es sagrado; lo habita el augusto Posidón,

también el dios que nos dio el fuego, el titán Prometeo. Al sitio que pisas se le llama el

umbral de bronce de este país, los cimientos de Atenas. Los campos cercanos se enorgu-

llecen de haber sido fundados por Colono, ese héroe de ahí, y todos llevan en común su

nombre. Esto es lo que puedo decirte, extranjero, acerca de este lugar, más honrado por

sus habitantes que por las grandes leyendas.

EDIPO – ¿Y tienen un rey, o es el pueblo quien gobierna?

EXTRANJERO – Les gobierna el rey de Atenas.

EDIPO – ¿Quién es?

EXTRANJERO – Teseo, hijo de Egeo, su antecesor.

EDIPO – ¿Podría alguien ir a verle de mi parte?

EXTRANJERO – ¿Para llevarle un mensaje, o para pedirle que venga?

EDIPO – Para recibir mucho de mí a cambio de muy poco.

EXTRANJERO – ¿Y qué provecho puede obtener él de un ciego?

EDIPO – No serán ciegas mis palabras.

EXTRANJERO – Bien mirado, pareces en efecto de noble estirpe aunque hayas caído

en desgracia. Te ayudaré a conseguir tu propósito: quédate donde estás mientras yo voy a

consultar tus intenciones, pero no a la ciudad, sino a las gentes de los alrededores; ellos

decidirán si puedes seguir aquí o debes continuar tu camino.

EDIPO – ¿Se ha marchado ya el extranjero, hija?

ANTÍGONA – Sí, padre, se ha ido; di lo que quieras, sólo yo te escucho.

EDIPO – ¡Diosas de terrible mirada! Ya que sois dueñas de la primera tierra que en

este país me acoge, no os mostréis crueles conmigo ni con Apolo, pues él mismo fue

Page 5: Edipo en Colono

5

quien me anunció, junto a tantas calamidades como he sufrido, que algún día lejano

habría de llegar el fin de mi dolor, y que en esa hora unas diosas veneradas me conce-

derían descanso y asilo. Aquí, pues, por voluntad de Febo terminará mi triste vida, y mi

cadáver, por su misma voluntad, bendición será de quienes me acojan en su casa y mal-

dición de los que me arrojaron de la mía; temblará la tierra o quizá estalle un trueno, o un

relámpago de Zeus cruzará el cielo. Cuando alguna de estas señales se manifieste sabré

que se ha cumplido el designio del oráculo. Ahora comprendo que no he recorrido el largo

camino hasta vuestro recinto por mí mismo, sino de la mano de una secreta inspiración;

jamás de otra forma os hubiera encontrado las primeras, jamás me hubiera sentado en esta

áspera piedra sagrada. Así, pues, señoras, concededme pronto, según el oráculo de Apolo,

el fin de mi vida, el fin de mis males, si es que no os parezco indigno de ello después de

haber vivido las mayores tragedias que pueda soportar un ser humano. Acogedme, dulces

hijas de las Tinieblas; acógeme también tú, Atenas, la más gloriosa de las ciudades, que

tomas tu nombre de la suprema Palas; compadeceos de Edipo, esta sombra desgraciada

que ya nada conserva de su lejana dignidad.

ANTÍGONA – Calla, padre; alguien viene. Son ancianos; sin duda querrán ver qué

lugar pisas.

EDIPO – Ya me callo; y tú ocúltame entre la maleza hasta que sepamos lo que dicen;

mejor procederemos conociendo sus intenciones.

Page 6: Edipo en Colono

6

II

CORO – ¡Eh! ¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Dónde se esconde el más imprudente de los

mortales? Mira, registra, busca al anciano por todas partes.

CORIFEO – Vagabundo ha de ser, y no de esta tierra, pues nunca habría pisado el re-

cinto sagrado de las vírgenes poderosas. Nombrarlas nos hace temblar, pasamos ante ellas

sin mirar, sin hablar, sin más lengua que la de una muda oración, y ahora nos dicen que

llega un desconocido y entra aquí sin ningún respeto.

CORO – Miro por todo el bosque, no sé dónde se esconde.

EDIPO – Aquí me tenéis, yo soy el hombre que estáis buscando.

CORO – ¡Oh! Su imagen aterra, da miedo su voz.

EDIPO – No me toméis por un malvado, os lo ruego.

CORIFEO – Zeus protector, ¿quién es este anciano?

EDIPO – Alguien a quien no se puede llamar feliz por su destino, precisamente. Oh,

guardianes de esta tierra, miradme bien; no caminaría así, guiado por ojos ajenos, ni

tendría necesidad de apoyarme en un cuerpo tan frágil si no fuera un pobre hombre.

CORIFEO – ¡Eres ciego! ¿Es que lo eres de nacimiento? No añadas otras maldiciones

a las que ya soportas. Has penetrado en el recinto sagrado, pero no vayas más lejos; sal de

ahí antes de que tropieces con las cráteras en las que mezclamos la miel y el agua de las

libaciones. Guárdate mucho de tocarlas, infeliz extranjero. Vete. Estamos muy separados,

¿me oyes, desdichado vagabundo? Si tienes algo que decirnos, sal del recinto sagrado y

háblanos donde está permitido; mientras tanto, cállate.

EDIPO – ¿Qué he de hacer, hija mía?

ANTÍGONA – Padre, es preciso respetar las costumbres de las gentes del lugar y ceder

y obedecer cuando haya que hacerlo.

EDIPO – Cógeme, entonces.

ANTÍGONA – Ten mi mano.

EDIPO – Extranjeros, confío en vosotros. No me hagáis daño; voy a salir de aquí.

CORIFEO – No temas, anciano; nadie te moverá de este otro lugar contra tu voluntad.

EDIPO – ¿Aún más?

CORIFEO – Un poco más.

EDIPO – ¿Ya?

Page 7: Edipo en Colono

7

CORIFEO – Muchacha, hazle avanzar unos pasos, tú que ves.

ANTÍGONA – Sígueme, padre, por donde yo te guíe.

CORO – Resígnate, desgraciado extranjero; abstente de aquello que la ciudad tiene

por malo y cuídate mucho de respetar lo que toma por bueno.

EDIPO – Hija mía, condúceme a donde podamos conversar sin parecer sacrílegos ni

tener que luchar contra la distancia.

CORIFEO – Detente ahí, no pongas el pie fuera del umbral que forma esa roca.

EDIPO – ¿Así?

CORIFEO – Así está bien.

EDIPO – ¿Puedo sentarme?

CORIFEO – Siéntate a un lado, al borde de la piedra.

ANTÍGONA – Yo te ayudo, padre. Con cuidado.

EDIPO – ¡Ay de mí!

ANTÍGONA – Camina cuando yo camine, apóyate en el brazo de tu hija.

EDIPO – Ay, triste destino.

CORO – Y ahora, infeliz, que estás ya tranquilo, habla, ¿quién eres tú, que así andas

errante, arrastrando tus penas? ¿Cuál es tu patria?

EDIPO – Oh extranjeros; no tengo patria, mas no me preguntéis…

CORO – ¿No podemos preguntarte, anciano?

EDIPO – No, no me preguntéis quién soy, no me preguntéis nada.

CORIFEO – ¿Qué significa eso?

EDIPO – Que nací maldito.

CORO – Habla.

EDIPO – Hija mía, ¿qué voy a decirles?

CORIFEO – ¿De qué estirpe desciende tu padre, extranjero? Dínoslo.

EDIPO – ¿Qué hago, hija?

ANTÍGONA – Habla, padre; no te queda otra salida.

EDIPO – Sí, hablaré, puesto que no puedo evitarlo.

CORO – Mucho te demoras. ¡Hazlo de una vez!

EDIPO – ¿Habéis oído hablar del hijo de Layo?

CORO – ¡Oh!

Page 8: Edipo en Colono

8

EDIPO – ¿De la estirpe Labdácida?

CORIFEO – ¡Oh, Zeus!

EDIPO – ¿Habéis oído hablar del desgraciado Edipo?

CORIFEO – ¿Tú eres Edipo?

EDIPO – No os asustéis de mí.

CORO – ¡Oh! ¡Oh!

EDIPO – ¡Soy un infeliz!

CORO – ¡Oh! ¡Oh!

EDIPO – ¿Y ahora qué va a pasar, hija mía?

CORO – ¡Abandonad estas tierras! ¡Fuera de aquí!

EDIPO – ¿No vas a cumplir tu promesa?

CORO – Jamás a nadie castiga el destino por hacer daño a aquel que daño hizo. Quien

se engaña y deja que otros se engañen, dolores recoge, no beneficios. Aléjate de aquí, vete

de este país.

CORIFEO – Márchate pronto de mi ciudad, antes de que tu presencia le traiga otros

males.

ANTÍGONA – ¡Piadosos extranjeros! Ya que repudiáis a mi padre por su fatal destino,

compadeceos al menos de esta pobre desdichada, os lo suplico; os lo imploro por mi

infortunado padre; os lo pido mirándoos al rostro y no con ojos ciegos, sino como os

mirarían vuestras propias hijas. Sed generosos con este infeliz. Nuestro destino está en

vuestras manos tanto como en las manos de los dioses; concedednos ese favor aunque no

lo merezcamos. Te lo pido por lo más querido de tu hogar; por tus hijos, por tu esposa, por

tu hacienda o por los dioses que te bendicen. Mira que ningún mortal puede jamás es-

quivar los golpes que la divinidad le envía.

CORIFEO – Hija de Edipo, tanto nos compadecemos de ti como de él por vuestro

infortunio, pero tememos a los dioses. No hay nada que añadir a lo que ya hemos dicho.

EDIPO – De qué os sirve la gloria, la buena fama en vano extendida, cuando dicen de

Atenas que es la más piadosa, que es la única que protege y socorre al extranjero caído en

desgracia? ¿Dónde están para mí esas virtudes si me hacéis levantarme de este asiento y

me expulsáis sólo por temor a mi nombre? ¡A mi nombre, que no a mi persona ni a mis

actos! Y si de mis actos hablamos, sabed que los he padecido, más que haberlos cometido;

lo comprenderíais si me estuviera permitido hablaros de ellos, estoy seguro. ¿Fui acaso un

malvado cuando no hacía más que defenderme de quien me atacaba? Ni siquiera sabiendo

de quién me defendía hubiera cometido maldad actuando así. Recorrí todo mi camino sin

saber qué hacía, pero ellos bien sabían que me mataban. Os suplico, extranjeros, que igual

que me hicisteis salir del recinto sagrado por respeto a los dioses, les honréis ahora pro-

Page 9: Edipo en Colono

9

tegiéndome, pues ellos miran al mortal piadoso igual que al impío, y ninguno de éstos ha

escapado nunca a su justicia. Obedéceles y guárdate de empañar la fama de Atenas siendo

despiadado; al contrario, así como me acogiste suplicante confiado en vosotros, proté-

geme ahora; no me desdeñes porque mi rostro sea desagradable; llego hasta vosotros

humilde, traído por los dioses para provecho vuestro. Cuando esté aquí el rey que os

gobierna lo sabréis todo; mientras tanto, no traicionéis la promesa que me hicisteis.

CORIFEO – Por fuerza me han de turbar tus razones, extranjero, pues no has usado va-

nas palabras. Me conformo con que decidan los que mandan.

EDIPO – ¿Y dónde está el que manda en este país?

CORIFEO – Vive en la ciudad donde su padre reinó. El mensajero que me hizo venir

ha ido en su busca.

EDIPO – ¿Creéis que pueda importarle este ciego tanto como para venir en persona?

CORIFEO – Vendrá en cuanto conozca tu nombre.

EDIPO – ¿Quién se lo hará saber?

CORIFEO – La distancia es mucha pero las noticias vuelan de un caminante a otro;

cuando llegue a sus oídos se presentará aquí, tenlo por seguro. Tu nombre, anciano, es

conocido en todas partes, de modo que aunque está descansando vendrá en cuanto oiga

hablar de ti.

EDIPO – Pues que llegue en buena hora para vuestra ciudad y para mí. ¿Quién no

desea su propio bien?

Page 10: Edipo en Colono

10

III

ANTÍGONA – ¡Oh Zeus! No sé qué decir, padre; no sé qué pensar.

EDIPO – ¿Qué ocurre, Antígona?

ANTÍGONA – Se acerca una mujer; viene montada en una yegua del Etna y trae la ca-

beza cubierta por un sombrero tésalo que le tapa el rostro. Parece… No, no es ella. ¿O sí?

Sí… No me engañan mis ojos. ¡Sí! ¡Sí, es ella! ¡Viene saludándome, me mira y me sonríe;

es ella, padre; es Ismene, mi querida hermana!

EDIPO – ¿Qué dices, niña?

ANTÍGONA – ¡Es tu hija, mi hermana! Escucha su voz, padre; la reconocerás.

ISMENE – ¡Padre y hermana!, las dos palabras más dulces que conozco. ¡Tanto tra-

bajo me costó encontraros y ahora el dolor no me deja disfrutar de vuestra presencia!

EDIPO – ¡Hija mía! ¡Has venido!

ISMENE – ¡Qué pena verte así, padre!

EDIPO – ¡Estás aquí, hija mía!

ISMENE – No sin esfuerzo.

EDIPO – Tócame, hija.

ISMENE – Os abrazo a los dos.

EDIPO – ¡Hijas de mi sangre!

ISMENE – ¡Qué miserables vidas!

EDIPO – ¿Te refieres a Antígona y a mí?

ISMENE – Y también a mí misma.

EDIPO – ¿Por qué has venido, hija?

ISMENE – Por ti, padre.

EDIPO – ¿Me echabas de menos?

ISMENE – Sí, y también quera traerte noticias.

EDIPO – ¿Y tus hermanos?

ISMENE – Mis hermanos están a lo que están; es terrible lo que pasa entre ellos.

EDIPO – Cómo se parecen esos dos a los egipcios. En Egipto los varones se quedan en

sus casas, sentados, tejiendo, mientras las esposas salen cada día a ganarse el sustento. De

Page 11: Edipo en Colono

11

mis cuatro hijos, los dos varones, que deberían ocuparse de su padre, se quedan guar-

dando la casa igual que si fueran doncellas mientras sois vosotras quienes soportáis las

miserias de vuestro desgraciado padre. La una, desde que dejó de ser niña y apenas des-

arrolló su cuerpo, anda siempre conmigo, errante, guiando los pasos de este anciano; unas

veces vagando sin rumbo, descalza y hambrienta, por bosques salvajes; otras veces sopor-

tando la lluvia o el ardiente calor; y siempre renunciando a las comodidades y a la paz de

un hogar con tal de proporcionar alimento a su padre. Y tú, hija mía, me defendiste fiel-

mente cuando fui arrojado de mi país, y ya en otra ocasión, a escondidas de los cadmeos,

viniste junto a tu padre para traerme los oráculos que a mí se referían. ¿Qué noticias me

traes ahora, Ismene?, ¿qué te ha sacado esta vez de tu casa? Sé bien que no habrías venido

sin un motivo de temor para mí.

ISMENE – No quiero contarte cuánto he sufrido hasta dar contigo, padre, por no sufrir

otra vez contándotelo. He venido para hablarte de los males que acechan a tus dos hijos.

En un principio acordaron ceder el trono de Tebas a Creonte para evitar manchar la ciudad

con las calamidades que pesan sobre tu estirpe; pero no sé qué dios se les ha metido ahora

en la negrura de su espíritu, que andan enzarzados en una funesta rivalidad por hacerse

con el poder. El más joven, despreciando el derecho del primogénito, ha expulsado del

trono y de la patria a Polinices. Éste, según cuentan todos, marchó desterrado a los valles

de Argos, donde contrajo matrimonio, así que se ha procurado nuevos parentescos y

amistades entre guerreros con el propósito de que Argos se apodere de la llanura cadmea

o, si no es así, que sea Tebas la que alcance la gloria. No te cuento rumores, padre; te

hablo de hechos terribles. No sé cuándo los dioses se apiadarán de tu dolor.

EDIPO – ¿Es que tenías esperanzas de que los dioses se preocuparan por mantenerme

a salvo de más calamidades?

ISMENE – Sí, padre, por lo que decían los últimos oráculos.

EDIPO – ¿Qué oráculos? ¿Qué han profetizado acerca de mí?

ISMENE – Que algún día los tebanos te buscarán, vivo o muerto, para su propio be-

neficio.

EDIPO – ¿Y a quién puede beneficiar un pobre hombre como yo?

ISMENE – Dicen que en ti está todo su poder.

EDIPO – ¿Ahora que ya no soy nada resulta que soy poderoso?

ISMENE – Ahora te encumbran los dioses que antes te postraban.

EDIPO – Vano es encumbrar a un anciano postrado desde joven.

ISMENE – Y sin embargo por ese motivo vendrá a buscarte Creonte dentro de muy

poco tiempo.

EDIPO – ¿Por qué, hija? Explícamelo.

Page 12: Edipo en Colono

12

ISMENE – Para tenerte cerca de la tierra cadmea y poder disponer de ti, mas sin que

entres en sus límites.

EDIPO – ¿Y de qué les sirve tenerme enterrado a sus puertas?

ISMENE – Tu tumba les será funesta si la descuidan.

EDIPO – ¿Y para eso necesitan el oráculo? Eso lo sabe cualquiera con sentido común.

ISMENE – Por eso quieren tenerte cerca de su ciudad, y no en un lugar donde puedas

disponer de ti mismo.

EDIPO – ¿Cubrirán mi cuerpo con tierra tebana?

ISMENE – No lo permite la sangre que derramaste de tu familia.

EDIPO – Entonces nunca se apoderarán de mí.

ISMENE – Algún día eso será motivo de gran pesar para los cadmeos.

EDIPO – ¿Por qué? ¿Cuándo?

ISMENE – Por tu propia cólera, el día que se acerquen a tu sepulcro.

EDIPO – ¿A quién has oído lo que estás diciendo, hija?

ISMENE – A los que han escuchado el oráculo de Delfos.

EDIPO – ¿Y es eso lo que Apolo ha dicho de mí?

ISMENE – Eso dicen los que volvieron a Tebas.

EDIPO – ¿Lo sabe alguno de mis hijos?

ISMENE – Los dos lo saben.

EDIPO – ¿Y aun sabiéndolo anteponen su ansia de poder a la conveniencia de tenerme

a su lado?

ISMENE – Me duele oírlo, pero así es.

EDIPO – Bien. Pues que los dioses no aplaquen jamás la querella fatal que les enfrenta

y que de mí dependa el resultado de esta lucha en la que levantan sus lanzas; que como así

sea, ni el que ahora detenta el poder permanecerá en el trono ni el que lo dejó volverá a él

nunca más. Porque cuando yo, su padre, fui con tal ignominia expulsado de mi país, ellos

no hicieron nada por retenerme, no salieron en mi defensa; al contrario, permitieron mi

destierro en cuanto fue proclamado. Dirás que entonces la ciudad me concedía lo que

tantas veces yo mismo había pedido. Pero no; el día fatal en que mi espíritu hirvió bus-

cando lapidación y muerte, que era lo único que deseaba en aquel momento, nadie apa-

reció para ayudarme a conseguirlo. Y pasado el tiempo, cuando mi dolor ya se había

apaciguado, cuando logré aceptar que el ímpetu de mi pasión me había castigado mucho

más cruelmente de lo que merecía por mis faltas, entonces, ¡entonces!, la ciudad me

arrojó de mi país; ¡tanto tiempo después! Y ellos, mis hijos, no quisieron ayudar a su

Page 13: Edipo en Colono

13

padre, aunque podían haberlo hecho; habría bastado una mínima palabra, y sin embargo,

con su silencio me condenaron a vagar para siempre en el exilio y en la pobreza. Estas dos

criaturas, a pesar de su condición de hembras, me han conseguido el sustento y me han

proporcionado el auxilio de los míos, y seguridad para andar por el mundo. Los otros, en

lugar de su padre, han preferido el trono, el cetro y la tiranía. Pero no me conseguirán

como aliado; ni les servirá de nada gobernar en Tebas. Lo sé porque Febo hará cumplir

estos oráculos como hizo cumplir hace tiempo los que sobre mí lanzó. Y ahora, que venga

Creonte a buscarme o que venga el más importante de Tebas. Si vosotros, extranjeros, me

protegéis, con la ayuda de las venerables diosas de este lugar ganaréis una gran defensa

para la ciudad y un buen obstáculo para vuestros enemigos.

CORIFEO – Mereces compasión, Edipo; tú y tus hijas, y ya que te presentas como pro-

tector de la ciudad, quiero aconsejarte algo que te conviene hacer.

EDIPO – Dime qué es, amigo; haré todo lo que me ordenes.

CORIFEO – Debes celebrar un rito de expiación a estas divinidades cuyo suelo pro-

fanaste al llegar.

EDIPO – ¿Cómo, extranjeros? Enseñadme.

CORIFEO – En primer lugar, toma con las manos purificadas sagradas libaciones de la

fuente que siempre mana.

EDIPO – ¿Y cuando tenga ese agua viva y pura?

CORIFEO – Encontrarás cráteras hechas por un hábil artesano. Cubre los bordes de su

boca y las asas.

EDIPO – ¿Con qué?, ¿con ramas?, ¿con vedijas de lana?

CORIFEO – Con un vellón recién cortado de una oveja joven.

EDIPO – Sea. ¿Y después? ¿Cómo debo terminar?

CORIFEO – Vierte las libaciones de pie, encarando el lugar por donde sale el sol.

EDIPO – ¿Desde las cráteras?

CORIFEO – Sí, en tres chorros; pero la última debe quedar por completo vacía.

EDIPO – ¿De qué las lleno?

CORIFEO – De agua y miel, sin añadir vino.

EDIPO – ¿Y cuando la frondosa tierra las haya bebido?

CORIFEO – Entonces coloca sobre ella tres veces nueve ramas de olivo y suplica con

una plegaria.

EDIPO – Enséñamela, eso es lo más importante.

Page 14: Edipo en Colono

14

CORIFEO – «Pues os llamáis Euménides, acoged con bondadoso corazón al supli-

cante que su salvación os ruega». Haz tú mismo esta súplica o cualquiera que hable por ti,

pero quedamente, sin alzar la voz. Luego retírate y no mires atrás. Si haces esto permane-

ceré tranquilo a tu lado; si no, temo por ti, extranjero.

EDIPO – ¿Habéis escuchado, hijas, lo que dicen los hombres de este lugar?

ANTÍGONA – Lo hemos oído, dinos qué debemos hacer.

EDIPO – Yo no puedo cumplir el rito: soy ciego y me faltan las fuerzas, doble des-

gracia. Que vaya una de vosotras y lo haga en mi nombre. Una sola persona valdrá más

que muchas, creo, si con piadoso ánimo se presenta. Hacedlo pues enseguida, mas no me

dejéis solo: no podría mi cuerpo dar un paso sin que alguien lo guiara.

ISMENE – Yo lo cumpliré, sólo quiero saber dónde puedo hallar ese lugar.

CORIFEO – En aquella parte del bosque, extranjera; si necesitas algo encontrarás

quien te ayude.

ISMENE – Me voy entonces. Quédate tú, Antígona, y cuida de nuestro padre; no debe-

mos guardar memoria de los esfuerzos que hacemos por quienes nos dieron la vida.

Page 15: Edipo en Colono

15

IV

CORO – Terrible resulta, extranjero, avivar la pena que duerme en los dulces brazos

del tiempo, mas ardo en deseos de saber…

EDIPO – ¿Qué?

CORO – De la tremenda desgracia que sin remedio te asaltó y en la que te viste en-

vuelto.

EDIPO – Me has acogido, has sido hospitalario; no saques a la luz horribles hechos.

CORO – Quiero escuchar la verdad de un rumor que corre y nunca cesa.

EDIPO – ¡Ay, ay!

CORO – Te ruego que accedas.

EDIPO – ¡Ay, ay!

CORO – Consiénteme como yo a ti te consiento.

EDIPO – Víctima fui, extranjeros, de mis delitos sin yo quererlo. Los dioses lo saben.

Nada de aquello fue por mi voluntad.

CORO – ¿Pues cómo?

EDIPO – La misma Tebas sin yo saberlo me unió en bodas aciagas.

CORO – ¿Llenaste el lecho infausto de tu madre, como dicen?

EDIPO – ¡Oír eso es morir, extranjero! Y estas dos niñas, nacidas de mí…

CORO – ¿Qué, qué?

EDIPO – Estas dos hijas, estas dos vergüenzas…

CORO – ¡Oh, Zeus!

EDIPO – Nacieron de mi madre, como yo.

CORO – Tus hijas son.

EDIPO – Sí, y hermanas a la vez de su padre.

CORO – ¡Oh, oh!

EDIPO – ¡Qué infinita cadena de males!

CORO – Sufriste…

EDIPO – …Penas insoportables.

CORO – Hiciste…

Page 16: Edipo en Colono

16

EDIPO – ¡No hice nada!

CORO – ¿Entonces?

EDIPO – Acepté de Tebas por haberla salvado un don que jamás debí aceptar.

CORO – ¡Desdichado! Qué, si no, quien a su padre…

EDIPO – ¿Qué? ¿Qué quieres saber?

CORO – …Asesinó.

EDIPO – Me hieres otra vez. ¡Dolor tras dolor!

CORO – Le mataste.

EDIPO – Le maté, sí; pero tengo…

CORO – ¿Qué?

EDIPO – Algo en mi descargo.

CORO – ¿Qué?

EDIPO – Te lo explicaré: le maté sin saber a quién mataba. Estoy limpio ante la ley.

Page 17: Edipo en Colono

17

V

CORIFEO – Aquí llega nuestro rey, Teseo, hijo de Egeo, para atender a tu llamada.

TESEO – Mucho he oído hablar desde siempre de esos ojos ensangrentados que tú

mismo hiciste reventar, y por ellos te reconozco, hijo de Layo; ahora, viniendo hacia aquí,

he escuchado rumores que me han convencido de que eras tú: tu aspecto y tu rostro des-

figurado declaran a voces quién eres. Me compadezco de ti, infortunado Edipo. Dime en

qué podemos la ciudad y yo mismo ayudaros a ti y esa pobre niña que te acompaña; muy

difícil tendría que ser lo que me solicites para que no te lo conceda, pues yo, como tú,

crecí también en el destierro, y más que nadie sufrí peligros y arriesgué mi vida en tierra

extraña. Por eso a ningún extranjero, como lo eres tú ahora, dejaría nunca de proteger y

ayudar; soy humano y como tal no es para mí más seguro el día de mañana de lo que

pueda serlo para ti.

EDIPO – Poco puedo decir después de tus nobles palabras, Teseo. Tú ya has contado

de mí quién soy, de qué padre he nacido y de qué país vengo; de modo que sólo debo

añadir qué quiero y todo estar dicho.

TESEO – Házmelo saber.

EDIPO – Te traigo mi cuerpo desfigurado. En apariencia no tiene ningún valor, pero te

aportará más beneficios que la más hermosa figura.

TESEO – ¿Qué provechos dices traernos?

EDIPO – Más adelante lo sabrás, ahora no.

TESEO – ¿Cundo los disfrutaremos?

EDIPO – Cuando yo haya muerto y tú me hayas enterrado.

TESEO – Hablas de tu final; ¿olvidas el tiempo que falta hasta entonces, o es que no te

importa?

EDIPO – Para mí todo se reduce a ese momento.

TESEO – Muy poca cosa es el favor que me pides.

EDIPO – Cuidado: no será poca cosa la lucha que se va a producir.

TESEO – ¿Hablas de tus hijos, o de mí?

EDIPO – Ellos querrán llevarme a Tebas.

TESEO – Pero si tú quieres… No es bueno andar errante.

EDIPO – Cuando yo quería no me lo permitieron.

Page 18: Edipo en Colono

18

TESEO – Insensato. No conviene el rencor en la desgracia.

EDIPO – Repréndeme cuando conozcas mis razones; mientras, no.

TESEO – Explícate: no quiero hablar sin fundamento.

EDIPO – He sufrido horror tras horror, Teseo.

TESEO – ¿Te refieres a la antigua maldición de tu estirpe?

EDIPO – No; eso ya es conocido por todos los helenos.

TESEO – ¿Cuáles son entonces esos males sobrehumanos?

EDIPO – Escucha: mis propios hijos me echaron de mi país, y puesto que soy un parri-

cida, no podré volver allí jamás.

TESEO – Entonces, ¿por qué van reclamarte si has de vivir apartado?

EDIPO – Les obliga un mandato divino.

TESEO – ¿Qué temen de los oráculos?

EDIPO – Su destino es ser vencidos por este país.

TESEO – ¿Y por qué se han de enfrentar su pueblo y el nuestro?

EDIPO – Oh, queridísimo hijo de Egeo: sólo los dioses desconocen la vejez y la

muerte; todo lo demás es destruido por el tiempo todopoderoso. Muere el vigor de la

tierra, mueren las fuerzas del cuerpo, muere la confianza y nace la desconfianza; no siem-

pre soplan los mismos vientos, ni entre los amigos ni entre las ciudades. Para unos ahora,

para otros más tarde, lo dulce se vuelve amargo y luego lo amargo, dulce. De igual ma-

nera, si en Tebas corren hoy días de paz contigo, el tiempo, en su eterno curso, engendrará

muchos días y noches durante los cuales cualquier frívolo pretexto hará que las lanzas

rompan la amistad de hoy. Entonces, mi frío cadáver, enterrado en lo oculto, se empapará

de su sangre caliente, si es que Zeus es todavía Zeus y Febo, hijo de Zeus, no miente. Mas

como no debo revelar aún este secreto, dejémoslo donde empecé; tú sólo cumple tu pro-

mesa y nunca dirás que recibiste en Edipo a un habitante inútil, si los dioses no me en-

gañan.

CORIFEO – Señor: desde hace tiempo este anciano manifiesta que desea favorecer a

la ciudad.

TESEO – Entonces, ¿quién en tal situación rechazaría la buena voluntad de un hombre

con el que siempre hemos mantenido vínculos de hospitalidad y que además se presenta

suplicante a estas diosas y ofrece un tributo no pequeño para la ciudad y para mí mismo?

Por respeto a ello no desdeño su ofrecimiento, sino que le acojo como ciudadano. Si el

extranjero prefiere permanecer aquí, te encargo que cuides de él; pero si eliges venir

conmigo… Te permito escoger cualquiera de las dos opciones, Edipo; para mí estará bien

lo que esté bien para ti.

Page 19: Edipo en Colono

19

EDIPO – Oh, Zeus: favorece a los hombres que son como éste.

TESEO – ¿Qué decides? ¿Quieres venir a mi palacio?

EDIPO – Si pudiera… Pero aquí está mi sitio.

TESEO – ¿Qué vas a hacer aquí? No me opondré.

EDIPO – Aquí voy a triunfar sobre los que me desterraron.

TESEO – Que grande nos sea el beneficio de tu presencia.

EDIPO – Lo será si perseveras en cumplir lo prometido.

TESEO – Confía en mí: no te traicionaré.

EDIPO – No voy a obligarte a jurar como si fueras un malvado.

TESEO – Ni te serviría más que mi palabra.

EDIPO – ¿Qué vas a hacer?

TESEO – ¿Qué temes realmente?

EDIPO – Vendrán unos hombres…

TESEO – Éstos se encargarán de ellos.

EDIPO – Es que si me abandonas…

TESEO – No me digas lo que tengo que hacer.

EDIPO – El temor me obliga.

TESEO – Mi corazón no teme.

EDIPO – No conoces las amenazas…

TESEO – Sé que nadie te llevará de aquí contra mi voluntad. La cólera a veces ame-

naza con palabras huecas, pero cuando uno recobra la razón esas amenazas se desvane-

cen. Quienes se jactaron de que te llevarían con ellos tendrían que cruzar un mar que

quizás acabara pareciéndoles demasiado ancho y agitado. Queda por tanto tranquilo

incluso sin mi decisión de protegerte, puesto que es Febo quien te envía. Además, aunque

yo no esté, sé que mi nombre te guardará de cualquier mal trato.

Page 20: Edipo en Colono

20

VI

CORO – A la tierra de los hermosos caballos has llegado, extranjero: el rincón más be-

llo del mundo: Colono, de suelo blanco, donde trina sin cesar el armonioso ruiseñor

oculto en la espesura del bosque, o en la densa hiedra y en la fronda impenetrable, pre-

ñada de las frutos de la divinidad, a la que nunca llegan ni el sol ni el viento de todas las

tempestades. Por aquí vaga Dionisos delirante cortejado de sus divinas nodrizas.

Aquí, bajo el celeste rocío, día tras día florecen hermosos racimos de narciso, antigua

corona de las dos grandes diosas, y el áureo azafrán; y fluye la corriente del Céfiso, co-

piosa e incansable, fecundando cada día la entraña de la tierra; y tampoco la desdeñan los

coros de las Musas, ni Afrodita, la de las riendas de oro.

Aquí crece un árbol del que nunca oí decir que brotara en las tierras del Asia ni en la

gran isla dórica de Pélope; un árbol salvaje que espontáneamente renace, terror de las

lanzas enemigas, y abunda por todas partes: el olivo, de hojas glaucas, que alimenta a

nuestros hijos. Nadie, ni joven ni viejo, podrá jamás destruirlo, pues lo protegen la mirada

atenta de Zeus y Atenea, la de los ojos brillantes.

Y aún debo ensalzar las mejores glorias de nuestra ciudad, regalos de un dios excelso

que son nuestro mayor orgullo: los caballos y el dominio del mar. Tú, hijo de Crono, oh,

señor Posidón, a tal gloria elevaste a Atenas implantando el freno, que somete al caballo,

y el remo prodigioso, que aferrado en las manos, el agua golpea persiguiendo a las Nerei-

das de cien pies.

ANTÍGONA – Oh, suelo con tantos elogios celebrado, ahora te toca demostrar que

mereces tan brillantes cantos.

EDIPO – ¿Qué ocurre, hija?

ANTÍGONA – Padre, Creonte se acerca, y no sin escolta.

EDIPO – Ya sólo vosotros podéis salvarme, ancianos queridísimos.

CORIFEO – Así será, ten confianza; que aunque yo sea viejo, no envejece la fuerza de

mi país.

CREONTE – Nobles habitantes de esta tierra. Veo en vuestros ojos el temor que os

produce mi imprevista llegada. No tengáis miedo ni maldigáis por ello; no vengo con

ánimo beligerante, pues soy viejo ya y sé que he llegado a una ciudad poderosa como

ninguna en la Hélade. Mas he sido enviado por mi avanzada edad para convencer a este

hombre de que vuelva conmigo a Tebas; y no me envía un solo ciudadano, sino que toda

Tebas me lo encarga, pues soy pariente suyo, y como tal, más que a nadie me duelen sus

males. Vamos, desdichado Edipo, hazme caso y vuelve a tu patria; todo el pueblo cadmeo,

Page 21: Edipo en Colono

21

con razón te reclama; y yo el primero, pues sufro con tus penas, anciano, como no podría

por menos, salvo que fuera yo el más malvado de los hombres. Te veo desventurado, en

tierra extraña, siempre errante, arrastrando una vida miserable, con esta única compaña

que nunca hubiera yo creído que cayera en el grado de infortunio en que se haya: siempre

mendigando, cuidando de ti, tan joven y sin esposo, a merced del primero que quiera

raptarla. ¿No es cruel para ti, para mí y para todo nuestro linaje, el reproche que ahora te

hago?; mas no es posible esconder lo que todos saben. Óyeme, Edipo, por los dioses de

tus padres; oculta esta vergüenza y vuelve a tu casa; saluda a esta ciudad, pues bien se lo

merece, aunque más debe ser honrada aquella que te crió.

EDIPO – Ah, tú, que a todo te atreves y que de cualquier justo razonamiento sacas un

provecho oscuro. ¿Por qué me seduces ahora y pretendes hacerme caer otra vez en la

trampa que más me dolería? Cuando sufrí mis peores desgracias, cuando tanto deseaba

ser expulsado del país, no quisiste concederme el favor que te estaba pidiendo. En cam-

bio, cuando ya se había sosegado mi cólera y me era agradable la vida en palacio, enton-

ces me desterraste olvidándote del parentesco que ahora invocas; ¡ahora!, cuando ves que

esta ciudad y todo su pueblo me acogen benevolentes. Ahora, ocultando tus crueles

propósitos con palabras suaves, pretendes llevarme contigo. ¿Por qué amar a quien no

quiere ser amado? Es como desear ardientemente alcanzar algo y que ni te lo den ni te

ayude nadie a conseguirlo; y que cuando te hayas cansado de desearlo, entonces venga

alguien y te lo conceda; ¿no sería ese ya un placer inútil? Pues esto mismo es lo que tú me

ofreces: hermosas palabras que nada envuelven. Y voy a hablar delante de éstos para que

tu vileza quede al descubierto: vienes a llevarme, pero no para dejarme en casa, sino para

ponerme en algún paraje cercano y que tu ciudad se vea así libre de los peligros con que la

amenaza este país. Pues bien: no lo conseguirás nunca, aunque sí lograrás esto otro: que

vague eternamente por allí mi espíritu vengador, y que mis hijos no conquisten más tierra

que la suficiente para caer muertos en ella. ¿Acaso no conozco mejor que tú lo que pasa

en Tebas? Lo conozco como que más veraces son mis informadores: Apolo y el propio

Zeus, su padre. Has llegado hasta aquí con tu boca mentirosa y tu lengua afilada, pero

esas palabras tuyas te van a traer más daño que provecho, aunque sé que no podré con-

vencerte de nada. Vete y déjame vivir aquí; con eso me conformo, por muy desgraciado

que sea.

CREONTE – ¿Crees que saldré más perjudicado que tú en esta discusión?

EDIPO – Mi triunfo es que nunca conseguirás persuadirme, ni a mí ni a estos ancianos.

CREONTE – ¡Desgraciado! ¿No serás razonable ni siquiera a tu edad? Eres un insulto

para la vejez.

EDIPO – ¡Qué hábil lengua la tuya! Pero no conozco a nadie que pueda ser llamado

justo sólo por hablar mucho y bien.

CREONTE – No es lo mismo hablar mucho que hablar con acierto.

EDIPO – ¿Es que tú hablas poco y oportunamente?

Page 22: Edipo en Colono

22

CREONTE – No desde luego para quien piense como tú.

EDIPO – Vete de aquí. Te lo ordeno también en nombre de éstos. Deja de husmear en

el lugar donde voy a vivir.

CREONTE – A ellos, que no a ti, pongo por testigos de la respuesta que das a los tu-

yos. Si algún da te cojo…

EDIPO – ¿Quién podría cogerme teniendo de mi lado a estos amigos?

CREONTE – Yo te haré sufrir sin necesidad de prenderte.

EDIPO – ¿Con qué me amenazas?

CREONTE – He raptado a una de tus hijas y me la he llevado lejos de aquí; a la otra no

tardaré en llevármela también.

EDIPO – ¡Ay!

CREONTE – Enseguida te daré más motivos para quejarte.

EDIPO – ¿Tienes a mi hija?

CREONTE – Y pronto tendré a esa otra.

EDIPO – ¡Amigos! ¿Qué vais a hacer? ¿Vais a traicionarme no arrojando de vuestra

tierra a este profanador?

CORIFEO – Vete, extranjero; sal de aquí ahora mismo. Ni es justo lo que has hecho ni

lo que pretendes hacer.

CREONTE – Traedla a la fuerza si no quiere venir por su pie.

ANTÍGONA – ¡Oh! ¿Dónde me escondo? ¡Dioses, ayudadme! ¡Ayudadme, ciudada-

nos!

CORIFEO – ¿Qué haces, extranjero?

CREONTE – No tocaré a este hombre, pero ella me pertenece.

EDIPO – ¡Dueños de este país!

CORIFEO – No eres justo, extranjero.

CREONTE – Lo soy.

CORIFEO – ¿Cómo puedes decir eso?

CREONTE – Me llevo lo que es mío.

EDIPO – ¡Ay, ciudad!

CORO – ¡Eh, tú, extranjero! ¡Suéltala o probarás la fuerza de estos brazos!

CREONTE – ¡Aparta!

CORO – No si no cedes.

Page 23: Edipo en Colono

23

CREONTE – Si me haces daño tendrás que enfrentarte a Tebas.

EDIPO – ¿No os lo dije?

CORIFEO – ¡Quita tus manos de la muchacha!

CREONTE – No te entrometas en lo que no te importa.

CORIFEO – ¡Te digo que la sueltes!

CREONTE – Y yo te digo que sigas tu camino.

CORO – ¡Venid, venid, gentes del país! ¡Alguien, con su violencia, a nuestra ciudad

avasalla! ¡Venid, aquí, socorro, venid!

ANTÍGONA – ¡Extranjeros, me arrastran! ¡Ayudadme, extranjeros; ayudadme!

EDIPO – ¡Hija mía!, ¿dónde estás?

ANTÍGONA – Me llevan por la fuerza.

EDIPO – Dame la mano, hija.

ANTÍGONA – ¡No puedo!

CREONTE – ¡Lleváosla de una vez!

EDIPO – ¡Desgraciado de mí, desgraciado de mí!

CREONTE – Ya no caminarás más valiéndote de ninguno de esos dos báculos. Y

puesto que deseas triunfar de tu patria y de tus amigos, cuyo mandato ahora obedezco a

pesar de ser rey, triunfa; el tiempo te enseñará que ni ahora eres justo contigo mismo, ni lo

fuiste entonces, cuando en contra de tu gente te dejaste llevar por esa cólera tuya que

siempre te perjudica.

CORIFEO – Detente, extranjero.

CREONTE – No me toques.

CORIFEO – No te soltaré hasta que hayas devuelto a las muchachas.

CREONTE – ¿No? Entonces tu ciudad tendrá que pagar un rescate mayor aún, porque

no sólo voy a llevarme a esas dos.

CORIFEO – ¿Qué pretendes?

CREONTE – Cogeré a ése y me lo llevaré también.

CORIFEO – Esa es una amenaza muy grave.

CREONTE – Pues dalo por hecho.

CORIFEO – A no ser que te lo impida el rey de esta tierra.

EDIPO – ¡Oh, desvergonzado! ¿Te vas a atrever a tocarme?

CREONTE – ¡Cállate!

Page 24: Edipo en Colono

24

EDIPO – Que estas divinidades me conserven la voz que necesito para maldecirte. ¡A

ti!, malvado, que después de arrancarme los dos ojos que vean por mí, indefenso como

estoy, aún pretendes raptarme y huir. Que el sol, que todo lo ve, te procure a ti mismo y a

tu familia una vejez como la que yo sufro.

CREONTE – ¿Habéis visto eso, habitantes de esta tierra?

EDIPO – Nos ven a ti y a mí, y ven cómo me defiendo con palabras de los actos con

que me ultrajas.

CREONTE – No voy a contener más mi cólera. Yo mismo, aun torpe como estoy y sin

fuerzas por la edad, te arrastraré con mis propias manos.

EDIPO – ¡Socorredme!

CORO – ¡Qué arrogancia la tuya, extranjero, si piensas que hacer puedas tal cosa!

CREONTE – Lo pienso.

CORO – No sería entonces la mía esta ciudad.

CREONTE – El débil vence al fuerte cuando tiene razón.

EDIPO – ¿Escucháis lo que dice?

CORIFEO – Dice cosas que no cumplirá, lo sé bien.

CREONTE – Sólo Zeus puede saberlo, tú no.

CORIFEO – ¿No es esto insolencia?

CREONTE – Insolencia, sí; pero hay que saber aguantarla.

CORO – ¡Venid, hombres, jefes! Venid enseguida, porque éstos se exceden de todo

límite.

TESEO – ¿Qué gritos son esos? ¿Qué ocurre? ¿Por qué temor habéis interrumpido el

sacrificio que elevaba en su altar al dios protector de Colono? Explicadme por qué han

tenido que correr mis piernas más de lo que yo mismo hubiera deseado.

EDIPO – Reconozco tu voz. Queridísimo amigo, acabo de recibir terribles ultrajes.

TESEO – ¿Qué clase de ultrajes? ¿Quién te ha ultrajado? Di.

EDIPO – Creonte, ese que ahí ves, se va llevándose lo único que tengo: a mis dos hijas.

TESEO – ¿Cómo dices?

EDIPO – Ahora ya sabes lo que me pasa.

TESEO – Id alguno de vosotros cuanto antes a los altares y ordenad a todo el pueblo

que dejen el sacrificio y corra, a caballo o a pie, hacia el cruce de los dos caminos, y que

no pasen de allí las muchachas. Yo no puedo consentir la violencia de Creonte y servir de

burla para el extranjero. Id a toda prisa, como os he ordenado. En cuanto a éste, si me

dejara llevar por la ira, que es lo que se merece, no saldría indemne de mis manos; pero te

Page 25: Edipo en Colono

25

trataremos con las mismas leyes con que has venido a avasallarnos, y no con otras: no

saldrás de esta tierra hasta que presentes ante mí a las dos muchachas sanas y salvas. Tu

conducta es indigna de ti, de tus ascendientes y de tu país; vienes a una ciudad que ob-

serva la justicia y la ley, desprecias a sus gobernantes y te lanzas a coger lo que te parece

bien y te lo llevas. Te has creído que mi ciudad está deshabitada o poblada de esclavos y

que yo no cuento. Y sin embargo Tebas no te educó en la maldad, pues no suele criar

hombres injustos, ni te alabaría si supiera que raptas a pobres suplicantes que a nosotros y

a los dioses se encomiendan. Si yo entrara en tu ciudad, ni por la más justa de las causas

me llevaría a rastras a nadie sin el consentimiento del que allí manda; al contrario, sabría

comportarme como debe hacerlo un extranjero entre ciudadanos. Tú, en cambio, des-

honras a tu ciudad, que no se lo merece. Los años, además de anciano, te han hecho

irresponsable. Te lo dije antes con toda claridad y te lo repito ahora: trae aquí a esas

muchachas inmediatamente si no quieres convertirte, a la fuerza, no por tu gusto, en

ciudadano de este país. Te lo digo tanto de palabra como de corazón.

CORIFEO – ¿Ves hasta dónde has llegado, extranjero? Pareces justo por tu estirpe,

pero tus actos son indignos.

CREONTE – No he actuado así porque considere despoblada a esta ciudad ni por

insensato, como tú, hijo de Egeo, pretendes, sino porque no pensé que éstos desearan con

tanto fervor retener aquí a los míos y alimentarles contra mi voluntad. Creí que no acoger-

ían a un hombre parricida e impuro, de cuyas bodas nacieron hijos vergonzosos. Así lo

manda, y yo lo conocía, vuestro sabio tribunal de la colina de Ares, que no permite ins-

talarse en esta ciudad a semejante clase de vagabundos. En eso confié cuando emprendí

esta caza. Y ni aun así lo habría intentado si él no hubiera lanzado crueles maldiciones

contra mí y contra mi estirpe; fui atacado, luego tenía derecho a responder. No se calma la

cólera con la vejez, sino con la muerte; sólo a los muertos no les afecta ningún dolor.

Ahora haz lo que quieras, pues la soledad me hace débil aunque tenga razón en lo que

digo. De todas formas, a pesar de mis muchos años, procuraré responder a tus actos.

EDIPO – ¡Oh, desvergonzado arrogante! ¿A quién crees que injurias con ese lenguaje,

a mí o a ti mismo? Me escupes por esa boca tuya asesinatos, incestos, calamidades que

yo, desdichado, padecí pese a mi voluntad, pues así lo quisieron los dioses; quizá porque

guardaban contra mi estirpe algún antiguo rencor. Nada podrías encontrar en mi persona

motivo de reproche, ni pecado alguno que yo haya cometido contra mí mismo ni contra

los míos. Porque, respóndeme: si el oráculo había anunciado a mi padre que moriría a

manos de su hijo, ¿cómo puedes acusarme de su muerte a mí, que ni había nacido aún ni

siquiera había sido engendrado por mis padres? Si en esa tremenda desgracia mía me

enzarcé en lucha con mi padre y le di muerte sin saber lo que hacía ni contra quién lo

hacía, ¿cómo puedes reprocharme con justicia un acto involuntario? Y sobre las bodas

con mi madre, ¿no te da vergüenza, siendo como era tu hermana, obligarme a hablar de

ellas? Porque no voy a callarme ahora que has llegado hasta aquí con tus crueles palabras.

¡Me parió, sí, me parió!, ¡cómo me duele decirlo!, y tras engendrarme a mí, sin que ni yo

Page 26: Edipo en Colono

26

ni ella supiéramos nada, engendró conmigo unos hijos que serían su propia vergüenza. Y

tú te complaces en humillarnos a ella y a mí con todo esto. Yo la desposé a mi pesar, como

a mi pesar tengo que hablar de ello ahora. No puedes culparme de esas bodas ni de la

muerte de mi padre, que tan amargamente me echas en cara. Contéstame, si no, a una sola

pregunta: si alguien se acercara a ti, siendo tú inocente, e intentara matarte, ¿preguntarías

antes al asesino si es tu padre, o responderías a la agresión al punto? Me parece que si en

algo estimas tu vida castigaras al asesino sin preocuparte de si obras o no con justicia.

Pues en estas desdichas caí por designio de los dioses; y aun creo que ni mi propio padre,

si viviera, me reprocharía nada. Pero tú sí me lo reprochas todo delante de estos; tú, que

sin ser justo crees que puedes hablar cualquier cosa, sea conveniente o no. Te parece

oportuno halagar el nombre de Teseo y el de los que con acierto gobiernan esta ciudad. Y

con tanta alabanza te olvidas de que si hay un país que sepa honrar a sus dioses, ese país es

éste en el que intentas raptarme, a mí, un anciano suplicante, y a mis dos hijas. Por eso

ahora yo invoco a estas diosas y las conjuro a que me auxilien, para que aprendas qué

clase de hombres defienden esta ciudad.

CORIFEO – Señor: el extranjero es bueno; el destino le ha maltratado; merece que le

ayudemos.

TESEO – Ya basta de palabras, los raptores huyen mientras las víctimas estamos aquí

sin hacer nada.

CREONTE – ¿Qué le ordenas a este hombre sin fuerzas?

TESEO – Que empieces a caminar hacia allí; yo te seguiré; si escondes a las mucha-

chas por esos alrededores, indícamelo tú mismo; pero si los que las tienen en su poder han

huido, no hay que preocuparse: otros se encargarán de que nunca puedan agradecer a los

dioses haber escapado de esta tierra. Camina, pues, y acepta que ahora es dominado quien

antes dominaba, y que el destino te ha apresado cuando tú apresabas a otros. Nada dura lo

que con malas artes se obtiene. Mas no esperes encontrar ayuda de nadie, porque estoy

seguro de que no has venido a cumplir empresa tan audaz como la que has intentado, sin

cómplices ni armas, sino con el apoyo de alguien. Pero lo tendré en cuenta: no voy a

permitir que mi ciudad sea vencida por un solo hombre. ¿Comprendes lo que digo o te

parecen ahora mis palabras tan huecas como cuando tramabas tu osadía?

CREONTE – Aquí no voy a reprocharte nada de lo que digas; en nuestra patria tam-

bién nosotros sabemos lo que hay que hacer.

TESEO – Amenaza si quieres, pero camina. Y tú, Edipo, quédate aquí tranquilo y

confiado, que, salvo que yo muera antes, no cejaré hasta devolverte a tus hijas.

EDIPO – Que tu generosidad y los cuidados que nos dedicas se vean recompensados,

Teseo.

Page 27: Edipo en Colono

27

VII

CORO – Quién estuviera allí, donde los enemigos se han de enfrentar entre el estrépito

de los bronces, junto a las píticas riberas o en las orillas que las antorchas iluminan; allí

donde las augustas diosas presiden sagrados misterios para los mortales y en cuyos labios

está la dorada llave de sus ministros, los Eumólpidas. Espero que allí, en el fragor de la

batalla y en el clamor de la victoria, pronto se encuentren el valiente Teseo y las dos

hermanas doncellas.

O acaso están cerca del prado más occidental de la nevada cumbre del Eta, huyendo en

veloz carrera sobre potros y carros. Pero caerán, pues terrible combate les llega, como

terrible es la fuerza de los hombres de Teseo. Destellan los frenos por todas partes y carga

a rienda suelta todo el escuadrón que venera a la ecuestre Atenea y al dios de los mares

que abrazan la tierra, el hijo dilecto de Rea.

¿Ya pelean?, ¿aún no? Me dice el corazón que pronto han de liberar a las que tanto

sufren, a las que tantos ultrajes padecen de los de su misma sangre. ¡Hoy lo hará Zeus!

Auguro gloriosos triunfos. Quién fuera paloma de rápido vuelo para alcanzar una nube

etérea y contemplar desde lo alto los combates.

¡Oh, Zeus, dios de dioses, que todo lo ves! ¡Y tú, Palas Atenea, su augusta hija! Conce-

ded a los de esta tierra el triunfo en el acecho y el cobrar la presa. ¡Y que Apolo, el caza-

dor, y su hermana, que a los ágiles ciervos de piel moteada persigue, doblemente protejan

a esta ciudad y a sus ciudadanos!

CORIFEO – ¡Extranjero: no dirás que es falso augur quien te cuida, pues veo venir a

tus hijas; aquí las tienes, y bien escoltadas!

EDIPO – ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Qué dices? ¿Qué has dicho?

ANTÍGONA – ¡Padre! ¡Qué dios te concediera contemplar al hombre bueno que junto

a ti nos ha traído!

EDIPO – ¡Hija mía! ¿Estáis las dos aquí?

ANTÍGONA – Sí, padre; Teseo, con su brazo y con su tropa, nos ha puesto a salvo.

EDIPO – Acercaos las dos a vuestro padre, hijas mas, y dejadme abrazar esos cuerpos

que ya no esperaba encontrar otra vez.

ANTÍGONA – Cómo no, padre; es tan agradable esa súplica…

EDIPO – ¿Dónde estáis?

ANTÍGONA – A tu lado.

EDIPO – ¡Hijas queridas!

Page 28: Edipo en Colono

28

ANTÍGONA – Todo es querido para un padre.

EDIPO – ¡Oh báculos de este viejo!

ANTÍGONA – Tan desdichados como él.

EDIPO – Tengo lo que más quiero; con vosotras a mi lado, ni siquiera la muerte me

haría eternamente infeliz. Apoyaos, hijas mas, una en cada uno de mis costados y abra-

zadme; poned fin a la soledad de este desgraciado vagabundo. Pero explicadme ahora en

pocas palabras lo ocurrido, pues a vuestra edad las pocas palabras bastan.

ANTÍGONA – Seré tan breve como deseas: él es quien nos salvó; a él debes escuchar,

padre.

EDIPO – ¡Oh, querido amigo! No te extrañe que hable tanto con mis hijas, pues ya no

esperaba volver a verlas. Sé que tú y nadie más eres el autor de la alegría que su presencia

me produce, porque tú y nadie más las salvaste. Que los dioses te concedan todo lo que

deseo para ti y tu ciudad, pues sólo entre vosotros he hallado piedad, sinceridad y com-

prensión. Y porque sé que así es te digo estas palabras. Tengo lo que tengo gracias ti, y no

a ningún otro. Extiende, señor, tu mano derecha para que yo la toque y bese tu rostro, si

me está permitido… Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Cómo voy a tocarte yo, un pobre infeliz

en el que toda mancha y desgracia viven? No, no lo haré, ni permitiré que tú lo hagas.

Sólo los hombres que han sufrido tantas penas como yo pueden participar de las mías. Te

saludo desde aquí. Sigue siendo mi justo protector como lo has sido hasta ahora.

TESEO – No me extraña que hayas querido hablar largamente con tus hijas ante la

alegría de tenerlas contigo, ni de que hayas preferido sus palabras a las mías; nada de eso

me molesta, pues no con palabras aspiro a glorificar mi vida, sino con hechos. Y los

hechos son que he cumplido lo que te prometí: traigo a tus hijas vivas, incólumes y libres

de cualquier amenaza. En cuanto a la batalla, ¿para qué jactarme ahora de algo que sabrás

luego por ellas? Mas una noticia me ha llegado, cuando venía hacia aquí, que sí merece tu

atención; es breve pero digna de ser considerada: no hay hecho despreciable por pequeño

que sea.

EDIPO – ¿Qué es, hijo de Egeo? Dímelo, porque no sé de qué me estás hablando.

TESEO – Dicen que un hombre que no es de tu ciudad aunque sí de tu familia se halla

sentado suplicante frente al altar de Posidón, allí donde yo ofrecía un sacrificio cuando

tuve que venir.

EDIPO – ¿De dónde es? ¿Qué desea postrándose así?

TESEO – Sólo sé que solicita de ti, según dicen, una conversación breve y sin im-

portancia.

EDIPO – ¿Qué clase de conversación? Nadie adopta postura de suplicante por algo sin

importancia.

Page 29: Edipo en Colono

29

TESEO – Dicen que pide venir a hablarte y luego marcharse sano y salvo por donde

vino.

EDIPO – ¿Quién puede ser el que se sienta en esa actitud?

TESEO – Haz memoria si hay alguien en Argos que pueda pretender de ti tal cosa.

EDIPO – ¡Alto ahí, querido amigo!

TESEO – ¿Qué te ocurre?

EDIPO – No me pidas…

TESEO – ¿Qué? Habla.

EDIPO – Por lo que me dices, ya sé quién es ese suplicante.

TESEO – ¿Quién? ¿Acaso tengo yo algo que reprocharle?

EDIPO – Es mi hijo, señor; un monstruo cuyas palabras más dolor me causarían que

las de ningún otro hombre.

TESEO – ¿Por qué? ¿No puedes escucharle aunque luego de cuanto te diga no hagas lo

que no quieras? ¿Por qué te es tan penoso escucharle?

EDIPO – No hay voz más odiosa para un padre. Señor, no me fuerces a acceder a esto.

TESEO – Considera si te obliga su actitud suplicante, no sea que tengas que guardarte

del dios al que se acoge.

ANTÍGONA – Padre: atiende a mi consejo, aunque sea el de una simple muchacha.

Deja a este hombre dar gusto a su corazón y satisfacer a ese dios, como desea, y concéde-

nos a nosotras que venga nuestro hermano. No logrará convencerte por la fuerza de lo que

tú no quieras, puedes estar tranquilo. ¿Qué pierdes escuchándole? Las palabras revelan

enseguida lo que con mala intención se trama. Tú le engendraste, así que ni por haberte

tratado de la manera más cruel, es justo, padre, que le devuelvas mal por mal. Déjale

venir. También otros tiene hijos malvados que les irritan, pero un dulce consejo amigo

calma su rencor. No mires hacia los sufrimientos del presente, sino hacia los del pasado, a

aquellos que padeciste por tu padre y por tu madre, y si los observas, sé que comprenderás

cuán infausta es la consecuencia de una cólera irracional; eso bien lo saben tus ojos cie-

gos. ¡Vamos, padre; accede a nuestros ruegos! No está bien que tanto deba insistir el que

pide algo justo, ni que no corresponda quien un favor recibe.

EDIPO – Doloroso triunfo el que logran sobre mí tus palabras, hija. Sea en fin como

queréis. Sólo un ruego, extranjero: que el que va a venir hasta aquí no pueda obligarme a

nada.

TESEO – No es necesario que digas dos veces lo mismo, anciano. No quiero alardear;

pero mientras a mí me proteja un dios, tú también estarás protegido.

Page 30: Edipo en Colono

30

VIII

CORO – Quien desea vivir más de la medida normal está claro para mí que comete

gran torpeza, pues a menudo al dolor acercan los muchos años, y en cambio nadie disfruta

de alegrías cuando el tiempo sobrepasa lo prudente. Entonces sólo vendrá en tu ayuda

quien a todos iguala por el final; entonces, sin música de liras, sin coros ni himeneos,

acudirá la barca de Hades.

Lo mejor es no nacer; mas ya que a la luz se ha venido, lo mejor es volver cuanto antes

al lugar de donde uno vino. Porque, pasada la juventud, con sus vanas locuras, ¿qué dolor

no padecemos?, ¿de qué sufrimiento escapa uno por entero? Envidias, querellas, discor-

dias, guerras y muertes; y al fin llega el último capítulo: la impotente vejez, la desagra-

dable vejez, que te aleja de la sociedad y de los amigos, y en la que conviven los peores

males.

Mas no estoy solo en ella; aquí tenéis a Edipo. Como un acantilado que encarado al

norte en invierno es batido por todas las olas, así también a él le golpean terribles des-

gracias que, acosándole siempre, le zarandean desde todas parte; unas desde poniente;

otras desde oriente, o desde el sol de mediodía, o desde las Ripas, donde la noche duerme.

ANTÍGONA – Ah está el extranjero, según parece. Viene hacia nosotros sin compaña,

padre, y vertiendo abundantes lágrimas.

EDIPO – ¿Quién?

ANTÍGONA – Aquel de quien hablamos desde hace tiempo: Polinices.

POLINICES – ¡Oh!, ¿Qué debo hacer? ¿Debo llorar primero por mis desgracias,

hermanas mías, o por las de nuestro anciano padre, que ahora tengo ante mí? Lo en-

cuentro con vosotras dos aquí, en tierra extraña, y cubierto con unos andrajos cuya mugre

repugnante se ha adherido ya a su carne y con ella ha envejecido; en su cabeza sin ojos el

viento agita los cabellos descuidados, e igual de miserables, supongo, deben de ser los

alimentos que lleva a su pobre vientre. Demasiado tarde comprendo, ¡maldito yo!, que

como el peor de los hombres te traté: yo mismo lo confieso, que nadie lo diga por mí. Mas

quieran los dioses que la Clemencia, que está sentada junto al trono de Zeus, venga tam-

bién a sentarse a tu lado, padre, pues aunque mis errores no pueden ser peores, acaso

todavía tengan remedio. ¿Por qué callas, padre? Dime algo; no me des la espalda. ¿No

contestas? ¿Vas a despedirme con el desprecio de tu silencio, sin siquiera desahogar

contra mí tus reproches? Hermanas mías, hijas de este hombre, intentad vosotras que

nuestro padre despegue al menos sus labios implacables, que no haga marchar así a un

suplicante, con la vergüenza de no haberme dirigido ni una sola palabra.

Page 31: Edipo en Colono

31

ANTÍGONA – Di tú mismo lo que deseas; muchas veces las palabras, al provocar pla-

cer, cólera o piedad, hacen hablar a quien calla.

POLINICES – Hablaré entonces, pues tu consejo es bueno. Ante todo, nombro mi

protector al dios a cuyos pies suplicaba cuando el rey de esta tierra me permitió venir; él

me aseguró libertad para hablar y escuchar y me dio garantías de un seguro regreso. Eso

es lo que quiero obtener de vosotros, extranjeros, y de mis hermanas y de mi padre. Ahora

quiero decirte qué me ha traído hasta aquí. Fui arrojado de mi patria por haber pretendido

hacerme con el poder de tu trono según mi derecho de primogénito; Eteocles, aunque es

más joven, me contestó desterrándome sin haberme convencido con razones ni por

pruebas de habilidad o de fuerza, sino seduciendo a la ciudad. Yo creo que la causa de ello

está en la antigua maldición de tu estirpe, y así lo afirman también los oráculos. Sea como

fuere, lo cierto es que marché a la dórica Argos, tomé por suegro a Adrasto y me alié en

juramento con aquellos que en la tierra de Apis son respetados por sus armas y tenidos por

principales. Así he logrado reunir a siete jefes que marcharán contra Tebas con sus es-

cuadrones para morir o para arrojar del país a los que me han traicionado. ¿Quieres saber

por qué he venido, padre? Te traigo mis súplicas y las de mis aliados, que con sus siete

columnas y sus siete lanzas han ocupado ya la llanura de Tebas. Uno es Anfiarao, el

lancero, el mejor en la batalla y en adivinar por el vuelo de las aves; el segundo es Tideo el

etolio, hijo de Eneo; el tercero, Etoclo, de cuna argiva; el cuarto es Hipomedonte, enviado

de su padre, Tlao; el quinto es Capaneo, que se jacta de que destruirá con fuego toda

Tebas; el sexto es un hijo leal de Atalanta, el arcadio de Parténope, así llamado por quien

tarde lo parió después de mucho tiempo virgen. Y en fin yo, tenido por tu hijo, aunque

más que hijo tuyo lo sea de tu infausto destino, que conduzco contra Tebas al valeroso

ejército de Argos. Todos nosotros nos presentamos ante ti, padre, para suplicarte por tu

vida y por tus hijas que renuncies a esa terrible cólera en mi favor, pues me dispongo a

vengarme de mi hermano, que me arrojó de mi tierra y me robó mi patria. Y si son dignos

de fe los oráculos, ellos han dicho que la victoria será de aquel a quien tú bendigas. Por

eso, por nuestras fuentes y por nuestros dioses te pido que me escuches y accedas, que los

dos somos mendigos y extranjeros, y los dos compartimos el destino de tener que rogar a

otros mientras en nuestro palacio el rey, ¡pobre de mí!, se pavonea y se ríe de nosotros.

Pero si tú me ayudas en mi propósito, nada me costará derrocarlo; entonces te instalaré

otra vez en palacio y me quedaré a tu lado después de expulsarle. Mas sólo podré jactarme

de ello si tú te pones de mi parte; si no, no tendré ni siquiera una posibilidad de salvarme.

CORIFEO – Edipo, en atención a quien le envía, no dejes ir a este hombre sin haberle

dicho antes lo que tengas a bien.

EDIPO – Habitantes de esta tierra, si no fuera Teseo quien lo ha enviado hasta mí

considerando justo que le respondiese, jamás habría oído mi voz. Ahora se irá satisfecho

después de escuchar de mis labios palabras que no le alegrarán precisamente la vida.

Porque cuando tú, miserable, tenías el cetro y el trono que hoy en Tebas tu hermano

detenta, expulsaste a tu propio padre, le quitaste su patria y le pusiste encima estos mis-

Page 32: Edipo en Colono

32

mos andrajos que ahora tanto te hacen llorar; ahora, que sufres un destino parecido al mío.

Sólo que ya no es momento de lágrimas. Hasta el final de mis días soportaré esta des-

gracia con el pensamiento puesto en ti, mi asesino; porque eres tú quien me ha desterrado;

tú quien me obliga a vivir en esta miseria; tú por quien camino errante, mendigando a

otros el sustento de cada da. Y menos mal que he engendrado a estas dos hijas que me

sostienen vivo, pues si por ti fuera, ya me habría muerto. Ellas me protegen y me ali-

mentan; son hombres, no muchachas, a la hora de compartir mis dolores; vosotros dos

habéis nacido de otro, sin duda, que no soy yo. Mas la divinidad te observa, y pronto aún

será peor si esas columnas cargan contra Tebas. No conquistarás la ciudad; caerás sucio

de sangre, y tu hermano, también. Esta es la maldición que un día lancé contra vosotros y

a la que invoco ahora como aliada; así aprenderéis a honrar a quien os engendró y a no

avergonzaros, como no lo hacen ellas, de tener un padre ciego. Nada me importa que ante

mí comparezcas suplicante o sentado en un trono; no podrás escapar a esta maldición, si

es que la inmortal Justicia sigue entronizada junto a las leyes eternas de Zeus. Ahora vete

de aquí, te aborrezco. Ya no tienes padre. Vete y llévate contigo las maldiciones que

contra ti profiero: que tú, el más malvado de los mortales, no conquistes con las armas las

tierras de nuestra patria; que nunca regreses al valle de Argos, sino que mueras a manos

de tu hermano y que tú le mates a él por haberte desterrado. Esto pido para ti, e invoco a

las horribles tinieblas del Tártaro para que allí te acojan, e invoco a estas diosas y a Ares,

que sembró el odio entre tú y tu hermano. Ya me has oído, vete y anuncia a todos los

cadmeos y a tus fieles aliados los dones que Edipo reparte entre sus hijos.

CORIFEO – No puedo alegrarme contigo, Polinices, por el fruto de tu gestión. Y ahora

será mejor que te vayas cuanto antes.

POLINICES – ¡Inútil viaje! ¡Qué desventura la mía! ¡Qué temor por mis compañeros!

¡Qué amargo final el del camino que emprendimos desde Argos, desdichado de mí! Un

final que a ninguno de ellos podré revelar, como tampoco puedo volverme atrás, sino sólo

continuar callando mi destino. Hermanas mías, hijas de Edipo: ya habéis escuchado sus

crueles maldiciones; os pido por los dioses que si se cumplen, como es deseo de mi padre,

y regresáis al hogar, no permitáis al menos mi deshonra; dadme sepultura y funerales. La

gloria que habéis ganado compartiendo los dolores de este hombre será mayor en otro

tanto por el último favor que os pido.

ANTÍGONA – Polinices: te suplico que me escuches en una cosa.

POLINICES – ¿En qué, queridísima Antígona? Dime qué quieres de mí.

ANTÍGONA – Regresa a Argos con tu ejército cuanto antes; no te destruyas a ti mismo

ni destruyas a nuestra ciudad.

POLINICES – Eso no es posible. ¿Cómo podría yo volver a mandar en un ejército que

me hubiera visto huir?

ANTÍGONA – ¿Y por qué tienes que luchar otra vez? ¿De qué te sirve arrasar tu pro-

pia patria?

Page 33: Edipo en Colono

33

POLINICES – Es vergonzoso huir y es vergonzosa la burla de mi hermano, siendo co-

mo soy el mayor.

ANTÍGONA – ¿No ves que así harás que se cumplan los fatales augurios de Edipo,

que anuncian vuestra recíproca muerte?

POLINICES – Ese es su deseo, yo no debo retroceder.

ANTÍGONA – ¡Ay! ¿Pero quién se atreverá a seguirte, conociendo tales predicciones?

POLINICES – Yo no anunciaré esos desastres; un buen estratega no habla de malos

augurios.

ANTÍGONA – Entonces, hermano mío, ¿estás decidido?

POLINICES – Sí, y no me retengas. He de recorrer en soledad el funesto camino al que

me arrojan mi padre y las viejas cargas de su estirpe. Que Zeus os colme de bienes a las

dos si cumplís a mi muerte lo que os pido, pues vivo ya nada podéis hacer por mí. De-

jadme ir ahora. ¡Adiós! Nunca más me veréis con vida.

ANTÍGONA – ¡Qué dolor!

POLINICES – No sufras por mí.

ANTÍGONA – ¿Cómo podría no sufrir, hermano, si corres a una muerte cierta?

POLINICES – Si tengo que morir, moriré.

ANTÍGONA – No, escúchame.

POLINICES – No quieras convencerme de lo que no debo.

ANTÍGONA – ¡No soportaré perderte!

POLINICES – De los dioses depende que así sea o no. Yo a ellos les pido que nunca

sufráis desgracias, pues todos saben que no os las merecéis.

Page 34: Edipo en Colono

34

IX

CORO – Nuevos males muy pronto vendrán de la mano del ciego extranjero, salvo que

otra cosa el hado quiera, pues no existe mandato ninguno dictado por los dioses en vano.

Todo, sí, todo lo ve el tiempo: lo que se cumple en un solo día y lo que tarda años en

llegar. ¡El cielo retumba, oh Zeus!

EDIPO – Hijas mías: ¿podría alguien del lugar hacer que viniese el noble Teseo?

ANTÍGONA – ¿Por qué quieres hacerle venir, padre?

EDIPO – Ese trueno alado de Zeus me llevará pronto al Hades. Mandad a buscarle

enseguida.

CORO – ¡Mirad! Sobre la tierra envía Zeus un enorme estruendo, un estrépito tre-

mendo. El espanto eriza mis cabellos. Está aterrado mi corazón. En el cielo los relámpa-

gos brillan de nuevo. ¿En qué acabará todo esto? Siento miedo. Nunca el rayo viene en

vano, siempre sucede algo grave. ¡Oh éter inmenso! ¡Oh Zeus!

EDIPO – ¡Hijas! Los dioses han determinado el final de mi vida. Ya no tengo esca-

patoria.

ANTÍGONA – ¿Cómo lo sabes? ¿Qué te hace pensar así?

EDIPO – Lo sé. Que vaya alguien corriendo y traiga al rey del país.

CORO – ¡Oh, mira, mira! Otra vez nos envuelve el terrible estrépito. Sé clemente, oh,

Dios; sé clemente, si es que algo misterioso traes a la madre tierra. ¡Concédeme un des-

tino feliz; no obtenga yo funesta recompensa por haber visto a un hombre maldito! ¡Zeus

soberano: a ti te hablo!

EDIPO – Hijas mías, ¿está cerca ya ese hombre? ¿Me encontrará aún vivo y en mi

sano juicio?

ANTÍGONA – ¿Qué deseas tan fervientemente confiarle?

EDIPO – Quiero recompensarle por los favores que me ha concedido, tal como en-

tonces le prometí.

CORO – ¡Ven, hijo mío, ven! Ven aunque en el otro extremo del valle estás sacrifi-

cando un buey a Posidón, dios de los mares. El extranjero quiere devolverte a ti, a la

ciudad y a los amigos, los favores recibidos. ¡Corre, señor, ven!

TESEO – ¿Por qué gritáis, ciudadanos; y tú, extranjero? ¿Es por el rayo de Zeus, o por

la recia lluvia de granizo? Todo, en efecto, puede temerse cuando los dioses envían seme-

jante tempestad.

Page 35: Edipo en Colono

35

EDIPO – Señor: llegas ante quien más anhelaba tu presencia; aunque algún dios ha

dispuesto que también tú obtengas beneficio con tu llegada.

TESEO – ¿Qué sucede esta vez, hijo de Layo?

EDIPO – El final de mi vida, y que no quiero morir sin cumplir lo que os he prometido

a ti y a la ciudad.

TESEO – ¿En qué señal fundas la certeza de tu inmediata muerte?

EDIPO – Los mismos dioses me lo anuncian, y no olvidan ninguno de los signos.

TESEO – ¿Cuáles son esos signos, anciano?

EDIPO – Los truenos, que incesantes se repiten, y esos relámpagos que brotan de una

mano invencible.

TESEO – Te creo; has profetizado muchas cosas y todas ciertas. Dime qué tengo que

hacer.

EDIPO – Voy a contarte las ventajas que gozará tu ciudad ya para siempre. Yo mismo,

sin necesidad de guía, te conduciré hasta el lugar donde he de morir, pero tú nunca de-

berás revelar a hombre alguno el secreto emplazamiento de mis restos; si así lo cumples,

os seré tan útil siempre como mil lanzas y escudos del mejor aliado. Mas otras cosas

sagradas hay que no pueden revelarse, y ésas sólo las conocerás tú, cuando me sigas hasta

mi tumba; porque a nadie más que a ti puedo contarlas; ni a los ciudadanos, ni siquiera a

mis hijas, amándolas como las amo. Tú guárdalas siempre para ti mismo, hasta que lle-

gues al final de tu vida; entonces muéstraselas sólo al mejor, para que él tampoco las

revele sino a quien le suceda. Así es como tu ciudad no será arrasada nunca por los

hombres sembrados. Muchos países, incluso bien regidos, caen en el abuso; y más tarde o

más temprano, los dioses acaban sabiendo quién ha enloquecido y les desprecia. No dejes

nunca que eso te ocurra, hijo de Egeo. Pero sé que estoy adiestrando a quien no lo nece-

sita. Vayamos hacia el lugar elegido, que las señales divinas ya me apremian: no hagamos

esperar a los dioses. ¡Hijas mías!, seguidme; ahora soy yo, como antes vosotras los fuis-

teis para mí, vuestro guía. Venid pero no me toquéis, dejad que sea yo mismo quien

descubra la tumba sagrada que el destino me reserva. Por aquí, seguidme por aquí; Her-

mes el guía me conduce, y la diosa de los infiernos. ¡Oh luz, compañera que no he disfru-

tado, ahora por última vez mi cuerpo te roza! ¡Llego al final del camino; pronto me hun-

diré en el Hades! Que seas feliz, queridísimo huésped, y tu tierra, y los que te siguen; y

cuando gocéis, satisfechos para siempre, del triunfo, acordaos de mí, que ya estaré

muerto.

Page 36: Edipo en Colono

36

X

CORO – Si me está permitido implorar a las diosas invisibles y a ti, rey de las tinieblas,

te ruego, Edoneo, Edoneo, que sin penas ni lamentos descienda el extranjero a la casa

Estigia, al llano que guarda a todos los muertos. Justo es que el Hado compense a aquel

que sin culpa sufrió tanto dolor.

¡Oh diosas infernales! ¡Oh fiera invencible, indómito guardián de quien dicen que a la

concurrida puerta del Hades sentado está, ladrando en su cueva; y a ti, hija de la Tierra y

del Tártaro; os suplico que el paso permitáis al extranjero que camina hacia el llano pro-

fundo de los muertos! ¡A ti te invoco, diosa del sueño eterno!

MENSAJERO – Ciudadanos, en pocas palabras lo anuncio: Edipo ha muerto. Mas

cómo ha ocurrido, ni puedo en pocas palabras contarlo ni son breves los hechos que allí

han sucedido.

CORIFEO – ¿Ha muerto, el infeliz?

MENSAJERO – Ha muerto.

CORIFEO – ¿Cómo? ¿Le concedieron los dioses morir sin dolor?

MENSAJERO – Es eso precisamente lo admirable. Cuando salí de aquí –y tú, que

estabas presente, lo sabes–, ninguno de los suyos le guiaba; era él en persona quien nos

guiaba a todos nosotros. Una vez que llegó al umbral donde la tierra en cimientos de

bronce se abre, se detuvo ante una de las sendas en que se divide el camino, cerca del

hoyo profundo que guarda el juramento de eterna lealtad entre Teseo y Piritoo. Se situó a

igual distancia del hoyo, de la roca Toricia, del peral silvestre hueco y del sepulcro de

piedra, y allí se sentó. Se quitó los mugrientos harapos y encargó a sus hijas agua co-

rriente para purificarse y para las libaciones. Ellas corrieron a la colina de Deméter, la que

verdea los campos, y trajeron agua a su padre, y le purificaron con abluciones y luego le

pusieron ropa nueva, como es costumbre. Cuando estaba satisfecho porque todo se había

cumplido y nada quedaba por hacer de cuanto había dispuesto, tronó Zeus bajo la tierra;

las muchachas se estremecieron al oírlo y cayeron a los pies de su padre; lloraban y se

golpeaban el pecho. Y él, cuando oyó la brusca y dolorosa llamada, dijo abrazándolas:

Hijas: desde este momento no tenéis padre. Todo lo mío está muerto ya. En adelante, no

habréis de ocuparos más de mi sustento. Duro trabajo os he dado, lo sé; pero una sola

palabra os redime ahora de tanta fatiga: nunca podréis recibir de nadie un amor más

grande que el de este anciano, sin el cual pasaréis el resto de vuestras vidas. Y así, abraza-

dos los tres, sollozaban y mezclaban sus lágrimas. Cuando ya no lloraban y habían cesado

en sus gemidos, una voz repentina gritó su nombre; el terror les erizó el cabello: el dios le

llamaba repetidas veces y de muy distintas maneras: ¡Edipo; eh, tú, Edipo! ¿A qué esperas

Page 37: Edipo en Colono

37

para venir? ¡Demasiado te retrasas ya! Y cuando él vio que le apremiaba, mandó acer-

carse a Teseo, rey del país, y le dijo: Queridísimo amigo, da a mis hijas la antigua garantía

de tu mano, y vosotras, hijas, tomad la suya; prométeme que nunca las abandonaras y que

harás siempre cuantas cosas juzgues convenientes para ellas. Él, noble como es, juró sin

reparos cumplir lo que el extranjero le pedía. Después Edipo tocó con sus manos ciegas a

las muchachas diciendo: Hijas mías: ahora debéis tener valor en vuestros corazones.

Marchaos de este lugar y no queráis ver lo que no es lícito ni escuchar lo que es secreto.

Salid ahora, y tú, Teseo, quédate; sólo tú estás autorizado a conocer lo que me va a pasar.

Esto es lo último que todos le oímos decir. Acompañamos a las muchachas, que derra-

maban lágrimas sin cesar; en el camino de regreso, un momento más tarde, volvimos los

ojos y vimos que Edipo ya no estaba en ningún sitio, y que el rey, solo, se ponía la mano

enfrente, cubriéndose el rostro como si tuviera delante de sí algo terrible que la vista no

puede soportar. Poco después, en una misma plegaria adoraba arrodillado a la Tierra y al

Olimpo divino. Sólo Teseo entre los mortales sabe cómo murió Edipo. No le mató un rayo

de fuego, ni un tifón marino que en tal momento se hubiera levantado, sino algún enviado

de los dioses; o quizá se le abrió benévolo el negro suelo del mundo de los muertos. No

murió gimiendo, no sufrió el dolor de los enfermos, partió de un modo admirable, como

ningún otro mortal. Y si parezco un loco por lo que digo, no discutiré con quien así lo

piense.

CORIFEO – ¿Dónde están sus hijas y los que le siguieron de los nuestros?

MENSAJERO – Hacia aquí vienen: nítidas se oyen las voces de sus lamentos.

Page 38: Edipo en Colono

38

XI

ANTÍGONA – Ahora a nosotras nos tocar llorar, infelices, por la sangre maldita que

recibimos de nuestro padre. Mientras vivía, por él hemos sufrido penosas e incesantes

pruebas; y en su muerte, cosas extraordinarias hemos visto que os podríamos contar.

CORO – ¿Cuáles?

ANTÍGONA – Es fácil imaginarlas, amigos.

CORO – ¿Se ha ido?

ANTÍGONA – De la manera más apetecible. ¿Cómo si no? Ni Ares ni el Ponto le sa-

lieron al encuentro; se lo llevaron las tenebrosas llanuras y desapareció. Es sobre noso-

tras, pobres desgraciadas, sobre nuestros ojos, donde ha caído la noche mortal. ¿Cómo

ahora, vagabundas por tierra extranjera o sobre las olas del mar, podremos obtener

nuestro alimento?

ISMENE – No lo sé. Quieran los dioses que el Hades asesino me lleve a unirme en la

muerte con mi anciano padre, porque no podré soportar lo que me resta de vida.

CORO – ¡Hijas virtuosas! Resignaos a la voluntad divina. ¿Por qué sufrís? No me-

recéis ningún reproche.

ANTÍGONA – Incluso lo malo se añora, que lo que nadie querría, a mí me era querido

cuando le tenía entre mis brazos. ¡Oh, padre! ¡Padre! ¡Ni envuelto en las tinieblas eternas

de la tierra dejarás de tener nunca el amor de mi hermana y el mío!

CORO – Murió…

ANTÍGONA – Murió como deseaba.

CORO – ¿Cómo?

ANTÍGONA – Murió en la tierra extranjera que eligió, y en ella se esconde su lecho

eterno. No le faltan luto ni lágrimas. Porque estos ojos míos, padre, con lágrimas se la-

mentan, y no sé, ¡pobre desgraciada!, qué hacer para ahogar tanto dolor por ti. Quisiste

morir en tierra extraña, sea; pero ¿por qué solo y alejado de mí?

ISMENE – ¡Oh dioses! ¿Qué suerte nos espera a las dos ahora, sin nuestro padre?

CORO – Feliz su vida acabó; dejad pues esos lamentos; nadie está libre de mal.

ANTÍGONA – Volvamos allí, hermana.

ISMENE – ¿Para qué?

ANTÍGONA – Quiero hacer una cosa.

Page 39: Edipo en Colono

39

ISMENE – ¿Cuál?

ANTÍGONA – Ver su tumba.

ISMENE – ¿Qué?

ANTÍGONA – La tumba de nuestro padre.

ISMENE – Pero eso no está permitido, ¿no te das cuenta?

ANTÍGONA – ¿Por qué me lo censuras?

ISMENE – Y además…

ANTÍGONA – ¿Qué?

ISMENE – No fue enterrado, murió solo.

ANTÍGONA – ¡Llévame hasta allí y mátame junto a él!

ISMENE – ¡No digas eso! ¿Qué haría yo entonces de mi triste vida, otra vez sola y sin

saber adónde ir?

CORO – No temáis, muchachas.

ANTÍGONA – ¿Dónde nos refugiaremos?

CORO – Ya tenéis refugio.

ANTÍGONA – ¿Cuál?

CORO – El mismo que antes os protegió.

ANTÍGONA – Estoy pensando…

CORO – ¿Qué es lo que piensas?

ANTÍGONA – No sé cómo volveremos a casa.

CORO – En vano te preocupas.

ANTÍGONA – Me siento tan cansada…

CORO – Ya antes lo estabas.

ANTÍGONA – Antes sufrí desgracias; ahora, aún ms.

CORO – Muchas habéis sufrido.

ANTÍGONA – Sí.

CORO – Yo lo confirmo.

ANTÍGONA – ¿Adónde iremos, Zeus? ¿A qué desconocido lugar nos empuja el des-

tino?

TESEO – Dejad los lamentos, niñas. Llorar por los muertos, cuando se nos han con-

cedido sus favores, podría provocar la ira de los dioses.

Page 40: Edipo en Colono

40

ANTÍGONA – ¡Hijo de Egeo! Nos postramos ante ti.

TESEO – ¿Qué deseáis de mí ahora?

ANTÍGONA – Queremos ver la tumba de nuestro padre.

TESEO – Pero está prohibido ir allí.

ANTÍGONA – ¿Por qué, rey de Atenas?

TESEO – Él mismo prohibió que mortal alguno se acercara jamás al lugar, ni que se

hablara de la sagrada tumba donde yace. Y me dijo que si cumpla con rigor tales precep-

tos, jamás la desdicha alcanzaría a este país. Así lo oyó decir el dios Juramento, el hijo de

Zeus que todo lo escucha.

ANTÍGONA – Si era lo que él quería, quedamos conformes. A nosotras envíanos a la

antigua Tebas, quizá podamos impedir aún la muerte que se cierne sobre nuestros her-

manos.

TESEO – Así lo haré, como haré todo cuanto pueda seros útil y agrade a aquel que bajo

la tierra desapareció. Mi palabra me obliga.

CORIFEO – No lloréis más ni entonéis más cantos fúnebres. Todo ha terminado ya.

FIN