Educar en la escuela

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1 LA TAREA ÉTICA DE EDUCAR EN LA ESCUELA Ramón Mínguez Vallejos Universidad de Murcia El objetivo de esta addenda es aportar ideas al debate sobre el sentido de la escuela desde una opción ético moral. Es muy probable que sea urgente reflexionar sobre el papel transmisor de la escuela. No sólo porque la crisis actual del sistema educativo sea un reflejo de la escasa eficacia de las reformas educativas implantadas en nuestro país en los últimos decenios (el fracaso escolar no deja de aumentar), sino también y muy especialmente por la profunda desorientación que provoca la escuela como mediadora imprescindible para orientar a niños, adolescentes y jóvenes a alumbrar respuestas novedosas a los problemas que se plantean en nuestra sociedad. Nuestra reflexión se aleja de los presupuestos científico-tecnológicos hasta ahora predominantes en la actividad escolar. Se parte de la idea de que educar nace de una demanda que proviene del otro, el educando, quien con su presencia interpela al educador a hacerse cargo de él. Por ello, en primer término, la tarea de educar en la escuela se convierte en un ejercicio de responsabilidad y cuidado de niños y adolescentes. Y esa actividad escolar implica la propuesta y enseñanza de unos valores morales: diálogo, tolerancia-respeto y búsqueda de la verdad. Pero la realización de estos valores en el marco escolar no se reduce al férreo encorsetamiento de las disciplinas, ni tampoco a un rígido sistema de funciones y roles como ahora rige la vida escolar. Precisa de otra mentalidad, de otro modo de ser y de hacer la tarea educativa en medio de la incertidumbre y la provisionalidad. Lejos de encerrar la enseñanza de valores escolar en el ámbito de las asignaturas, el profesor y la actividad escolar se convierten en elementos generadores del aprendizaje de valores. 1. Algunas señales de interrupción de la tarea educadora de la escuela. Corre la opinión ampliamente compartida de que la escuela está inmersa en una frágil situación de fractura o interrupción de las transmisiones. Las estructuras de acogida (familia, escuela, religión,…), que tiempo atrás han servido de sólido asidero

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LA TAREA ÉTICA DE EDUCAR EN LA ESCUELA

Ramón Mínguez Vallejos

Universidad de Murcia

El objetivo de esta addenda es aportar ideas al debate sobre el sentido de la

escuela desde una opción ético moral. Es muy probable que sea urgente reflexionar

sobre el papel transmisor de la escuela. No sólo porque la crisis actual del sistema

educativo sea un reflejo de la escasa eficacia de las reformas educativas implantadas en

nuestro país en los últimos decenios (el fracaso escolar no deja de aumentar), sino

también y muy especialmente por la profunda desorientación que provoca la escuela

como mediadora imprescindible para orientar a niños, adolescentes y jóvenes a

alumbrar respuestas novedosas a los problemas que se plantean en nuestra sociedad.

Nuestra reflexión se aleja de los presupuestos científico-tecnológicos hasta ahora

predominantes en la actividad escolar. Se parte de la idea de que educar nace de una

demanda que proviene del otro, el educando, quien con su presencia interpela al

educador a hacerse cargo de él. Por ello, en primer término, la tarea de educar en la

escuela se convierte en un ejercicio de responsabilidad y cuidado de niños y

adolescentes. Y esa actividad escolar implica la propuesta y enseñanza de unos valores

morales: diálogo, tolerancia-respeto y búsqueda de la verdad. Pero la realización de

estos valores en el marco escolar no se reduce al férreo encorsetamiento de las

disciplinas, ni tampoco a un rígido sistema de funciones y roles como ahora rige la vida

escolar. Precisa de otra mentalidad, de otro modo de ser y de hacer la tarea educativa en

medio de la incertidumbre y la provisionalidad. Lejos de encerrar la enseñanza de

valores escolar en el ámbito de las asignaturas, el profesor y la actividad escolar se

convierten en elementos generadores del aprendizaje de valores.

1. Algunas señales de interrupción de la tarea educadora de la escuela.

Corre la opinión ampliamente compartida de que la escuela está inmersa en una

frágil situación de fractura o interrupción de las transmisiones. Las estructuras de

acogida (familia, escuela, religión,…), que tiempo atrás han servido de sólido asidero

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para orientar la vida de las personas, en el momento presente se muestran como

referentes provisionales de la vida personal y comunitaria. Por ello, el carácter

provisional y a la vez contingente de la vida en común trae consigo el estar sometido a

una constante desestructuración, desorientación y abandono de criterios fiables que

puedan incidir en el proceso formativo de niños y adolescentes. De hecho, la precaria

situación de la institución escolar no escapa del profundo colapso de la totalidad de los

procesos de transmisión en el interior de nuestra sociedad. Ello da lugar a un creciente

desarraigo psicológico y social y la ausencia de identidad personal de muchos

individuos en formación. A consecuencia de este desarraigo, se está produciendo un

aumento sin precedentes de las más variadas e inéditas formas de violencia en el interior

de nuestra sociedad y de la institución escolar, como así lo manifiestan los recientes

informes de conflicto en las aulas1 y de fracaso escolar2. Por eso creemos preciso

manifestar que los modelos y reformas escolares llevadas a cabo en los últimos decenios

no han aportado de modo satisfactorio los resultados esperados. Buscar las causas y los

factores que han intervenido en esta situación bastante pesimista de nuestro sistema

educativo no deja de ser una tarea ciertamente compleja y que las responsabilidades de

esta situación están muy extendidas.

A nuestro juicio, una de las cuestiones centrales de esta problemática está en la

convicción de que la educación ha sido considerada, tanto en círculos académicos como

también en la investigación y la práctica escolar, como ciencia con pretensiones de

univocidad y de verificación experimental. La acomodación del discurso pedagógico y

de la práctica educativa a unos determinados modelos científicos ha producido unos

resultados muy alejados de lo deseable y ha afectado casi de modo irreparable en la vida

cotidiana de las personas. Además, es harto evidente que los avances científicos y

tecnológicos han determinado las condiciones actuales de vida humana hasta el punto de

que se ha producido un cambio radical en el modo humano de pensar y de vivir los unos

con los otros. Lo verificable científicamente es y sigue siendo el criterio ampliamente

1 A pesar de que el último informe del Defensor del Pueblo sobre violencia escolar (2007) aporta datos algo optimistas en comparación con al anterior (2000), sin embargo, tales logros son absolutamente insuficientes porque este fenómeno está prácticamente extendido en todos los centros escolares de secundaria y con todas las formas de maltrato; además, están apareciendo nuevas formas de violencia escolar con el uso de las nuevas tecnologías de la información (ciberbullying) y con sectores de población más vulnerables (inmigrantes, niños adoptados, en riesgo de exclusión social, etc.) 2 Andreas Schleicher, coordinador del último informe PISA (2007), es taxativo afirmando que el nivel de educación de la juventud española está a bastante distancia en comparación con estudiantes de otros países de la UE.

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admitido en la comprobación de los resultados educativos; importan los “efectos” a

conseguir en los procesos de enseñanza-aprendizaje, mientras que se ha desvalorizado el

mundo de los “afectos”, el olvido o alejamiento más indiferente de los unos respecto de

los otros (Duch, 2007). Ello está provocando un fuerte enclaustramiento de la identidad

en grupos primarios y una significativa incertidumbre en la convivencia que se

manifiesta con nuevos fenómenos de anomía, aislamiento, rechazo social y exclusión

del otro diferente (Tezanos, 2008). La escasa capacidad de la escuela para articular un

proyecto educativo realmente humanizador no sólo lo experimenta esta misma

institución, sino también la familia, la religión y la comunidad. Cualquier chico o chica

en proceso de formación necesita vincularse a un proyecto humano en y para este

mundo, descubrir un “sentido de vida” que señale un horizonte ético hacia el cual

dirigirse y desde el cual encuentre el contexto donde sitúe su existencia (Carr, 2005).

Pero la escuela, al igual que la familia, tiene un serio competidor para conseguir

una formación global y responsable en niños y adolescentes. Los medios de

comunicación están implantándose en nuestra sociedad como la “nueva” estructura de

acogida (Duch, 2007) en la que las generaciones más jóvenes se sienten reconocidos.

Desde ella se configura casi todo lo que piensa, siente y hace la mayoría de jóvenes

(valores, estilos de vida, información, moda, ocio, etc.), y ellos se sienten más

identificados con la actual cultura mediática que con sus profesores o padres. A la

televisión, los famosos, las revistas del corazón, el star system, etc., se les concede casi

de modo mágico la capacidad de determinar las formas de pensar y de convivir.

Precisamente esta cultura (Gubern, 2003), por su fuerte poder de influencia en el

universo simbólico de muchos ciudadanos en formación, está desempeñando una

función social capaz de dar respuesta a una gran variedad de necesidades básicas, desde

las cognitivas a las de entretenimiento, afectivas y de integración personal y social. En

concreto, el mundo pluriforme de la publicidad, del consumo y del mercado es uno de

los principales referentes del imaginario colectivo de niños y jóvenes, porque hoy por

hoy determina prácticamente todas las facetas de su vida cotidiana. Su manera de

aprehender, estar y ser en el mundo, la forma en que construyen y expresan la identidad

y la alteridad, los modos en que se comunican difícilmente pueden entenderse al margen

de esa cultura mediática. Esto es algo reconocido ampliamente, incluso por aquellos que

trabajan en ese ámbito profesional (Lucerga, 2005). En uno de los debates del mes de la

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revista Control (2004, p. 33), centrado en la relación entre nuevos públicos y marcas,

Pilar Granados como directora general del CIMEC3 señalaba lo siguiente:

“Una de las peculiaridades de los más jóvenes y de los niños de ahora es esa: son poblaciones que tienen un alto nivel de vida, son los reyes de la casa y, sin embargo, ese excedente de tiempo y despreocupación se emplea en consumo, porque es la única manera de ser. Esa es la clave. No existe socialización sin ese consumo, es el vehículo. Todo pasa por realizar consumos que además me identifican con otros. Ahí se inscribe el tema de las marcas. Para mí es lo más espectacular del cambio que percibo. Hay un tema meramente sociológico, cada vez somos menos personas y más consumidores, parece que somos simplemente consumiendo y ahí hay una convulsión brutal donde la identidad parece que pasa por eso”.

Por su parte, la encuesta de Jóvenes 2005 de la Fundación Santa María señala

que los rasgos de “consumistas”, “pensando sólo en el presente”, “egoístas” y “con poco

sentido del deber y del sacrificio” aparecen entre los que aparecen el mayor número de

encuestados señalan atribuyéndoselos al conjunto de los jóvenes, mostrando así más un

perfil de baja que de alta autoestima (Elzo, 2005, 91).

La fuerte adhesión de los jóvenes al entramado de la cultura mediática (TV,

Internet, personajes audiovisuales, etc.) va unido a la pérdida de confianza de lo que

transmiten las estructuras de acogida tradicionales. Sin confianza en lo que se transmite

a través de las distintas esferas de relacionalidad humana (educativa, familiar, religiosa,

política, etc.), emergen actitudes de rechazo y alejamiento de los unos respecto de los

otros. La desconfianza es un serio obstáculo para la transmisión de valores y de criterios

orientadores en la formación de las personas y es generadora de violencia y alejamiento

entre ellos. Sin confianza, por tanto, es poco probable la existencia de un espacio

compartido en donde lo que se da y se recibe sea bien acogido y reconocido con la

consiguiente desorientación y desestructuración de la persona en formación. Y junto a

esta precaria situación de sospecha en lo que se transmite va ligado un fenómeno actual

de consecuencias aún más imprevisibles. Vivimos en una vertiginosa sobre-aceleración

del tiempo; la velocidad con que vivimos las relaciones interpersonales deja tras de sí

una estela de desasosiego, inestabilidad, descontrol y perversión del tiempo humano.

Vivimos en la escasez del tiempo porque no tenemos tiempo para compartir, para

acompañar y cuidar. En este sentido, un reciente informe sobre la infancia en España de

la Fundación Santa María afirma que existe la tendencia creciente a estar solos en casa

los niños de 6 a 11 años (1 de cada tres) durante la mayor parte del tiempo vespertino y

3 Centro de Investigación del Mercado de Entretenimiento y de la Cultura, c/ Sagasta 15, 5º Izda., Madrid.

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“esa tendencia se duplica a partir de los doce años” (Vidal y Mota, 2008, 117). No es

raro suponer que los niños reciben más atenciones materiales y menos atención

personal. El Barómetro KidSpeak elaborado por Millward Brown (2004), dedicado a los

hábitos de ocio y audiovisuales, se comprueba que las tres actividades preferidas por los

niños de 8 a 12 años en España están relacionados con el mundo de “la pantalla”. La

preferida es, por supuesto, la televisión, la segunda “navegar por Internet” y la tercera

“jugar a los videojuegos” (Granados, 2006). Si los seres humanos nos construimos

como tales por medio de las relaciones en un espacio y tiempo concreto, la atención a la

relacionalidad educativa debería ser una cuestión preferente entre las múltiples

preocupaciones por la mejora de la práctica escolar.

2. Educar es una demanda que viene del otro

Existe una amplia preocupación en el profesorado por los contenidos a enseñar y

éstos casi siempre han estado centrados en la instrucción. En efecto, el profesorado cree

que la escuela se distingue de otras agencias educadoras porque es el espacio en donde

se diseñan, realizan y evalúan actividades de aprendizaje para la consecución de unos

objetivos. Parece evidente que, desde esta perspectiva, el rol principal del profesor sea

la transmisión de unos contenidos instructivos, esto es, la enseñanza de conceptos y

hechos, procedimientos y habilidades derivados de áreas de conocimiento o disciplinas

académicas. En los últimos tiempos, se ha dado más prioridad a aquellos conocimientos

científicos y técnicos en detrimento de aquellos otros que tienen rostro humano. La

difusión de una mentalidad científica y tecnológica se ha admitido casi sin discusión

entre los planes de estudio de las distintas reformas llevadas a cabo durante los últimos

decenios en nuestro país. Ello ha provocado una tendencia a valorar más lo útil, a

transmitir lo que se puede verificar de modo experimental y a equiparar lo verdadero

con lo numérico, lo positivo o lo empíricamente contrastable. Otros contenidos

instructivos relacionados con los valores morales propios de una ciudadanía plural y

democrática, a pesar de tener carácter obligatorio en el curriculum escolar, han sido

tratados como una cuestión marginal en la tarea cotidiana del profesor. Pero el profesor

no ha renunciado a la enseñanza de valores sino que, al conceder mayor primacía a la

instrucción en el aula, su labor educadora se ha centrado en la promoción de aquellos

valores que son intrínsecos a las disciplinas. Así, por ejemplo, los valores relacionados

con una forma de pensamiento científico (verosimilitud, precisión, intersubjetividad,

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coherencia, adecuación empírica, etc.) son, a fin de cuentas, los que realmente se

aprenden en las distintas situaciones de enseñanza escolar. Pero estos valores presentan

un carácter netamente instrumental al servicio de unos procesos de aprendizaje que

siempre llevan al dominio, comprensión y recuerdo de unos contenidos (conocimientos,

hechos, habilidades, etc.). En cambio, la tarea de educar valores morales no es algo

exclusivo de la escuela sino compartido con otras agencias educadoras, particularmente

la familia y las instituciones socio-comunitarias más próximas a la vida del niño y

adolescente (Ortega, Mínguez y Hernández, 2009).

Por otra parte, de manera progresivamente explícita, se va implantando el

carácter ético de la educación como un componente de calidad de la tarea educativa de

la escuela. A pesar de que las sucesivas reformas escolares han ocasionado una fuerte

erosión en su credibilidad y expectativas, sería incorrecto negar que la escuela haya sido

escenario de avances significativos en materia educativa. Se han mejorado los

contenidos, las metodologías y aprendizajes de varias generaciones de alumnado; se ha

dotado a los centros escolares de más y mejores recursos materiales y humanos; se ha

mejorado el funcionamiento, participación y gobiernos de las instituciones educativas;

se ha logrado superar barreras de exclusión social y atender a sujetos desfavorecidos.

Sobre este escenario, con evidentes logros aún insuficientes y parciales, la “buena”

educación es el horizonte al que tiende hoy la escuela, hacia una educación que “se

inscribe bajo la cobertura de imperativos éticos y sociales, estrechamente vinculados a

la aspiración de construir una mundo más habitable y una sociedad más humana y justa,

al tiempo que un modelo de desarrollo social y económico sostenible” (Escudero 2005,

15). Pero el carácter ético de la escuela, a nuestro juicio, no le viene sólo desde fuera

porque haya habido un aumento significativo de los recursos materiales y humanos, ni

tampoco porque la escuela se ajuste al marco normativo de unos principios propios de

una sociedad democrática que haga posible la buena vida en común y la promoción

integral de sus ciudadanos. Para nosotros, el carácter ético es elemento intrínseco de la

“buena educación”, es decir, sin ética no hay educación.

Siendo evidente la tendencia actual de la escuela a educar más en el

adiestramiento y la instrucción, en el aprendizaje de conocimientos y competencias que

preparen a las futuras generaciones para su incorporación al mundo laboral, se percibe

un amplio desconocimiento del otro concreto. Se parte de la idea de que los alumnos

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son iguales y con los mismos derechos a recibir una educación de calidad pero, a su vez,

hay un olvido clamoroso de la realidad concreta del alumno. Se admite que todos los

alumnos tienen características similares y tienen las mismas aspiraciones y dificultades.

Se parte del supuesto de que la educación debe ser igual para todos en un mismo

escenario. Pero esto no es cierto, no existen dos sujetos educativos iguales, ni tampoco

la realidad desde la que educar a cada alumno es la misma. Por ello, considero que

cualquier acción educativa se resuelve en el modo de establecer relaciones concretas

dentro de una espacio–temporalidad que sitúa al profesor y al alumno en una

perspectiva histórica y cultural concreta. A nuestro juicio, lo que constituye la razón de

educar en la escuela son las relaciones que se establecen entre unos y otros, profesores y

alumnos. Inmersos como estamos en la fugacidad del tiempo y del espacio, la

relacionalidad humana (Duch, 2004) se convierte en factor constituyente y constitutivo

de la vida escolar cotidiana de cada individuo implicado en la vida de la escuela. La

relación con el otro educando no depende de una elección personal, ni profesional; el

profesor contrae una “deuda” antes de reconocerlo como tal. Es lo que Lévinas

denomina responsabilidad para con el otro aún antes de reconocer su existencia

concreta, porque la obligación hacia el otro que viene (educando) está enraizado en la

misma razón de ser como educador y como ser humano que tiene una existencia

concreta (Crespi, 1996). Ello supera la lógica de cualquier derecho a educar en justa

reciprocidad y anteponer los derechos del otro educando a los míos propios (Mínguez,

2008).

Y al referirse a la relacionalidad como sustrato básico de la tarea educativa de la

escuela implica, por parte del profesor, hacerse esta pregunta: ¿Quién es este alumno

para mí? ¿Qué espera de mí? ¿Cómo es mi relación con él? Pueden darse multitud de

respuestas, pero también hay una desde la ética o la moral. Desde esa opción, el alumno

es visto como alguien y no algo con quien se quiere establecer una relación ética, de

acogida - reconocimiento y responsabilidad para con el otro educando. Caben otras

respuestas, como también no preguntarse por el otro que se educa; en esos casos, educar

es una tarea domesticadora o totalitaria (Mèlich, 2004), donde la relación educativa se

convierte en pretexto para la enseñanza de unos conocimientos cosificados y

competencias instrumentales. Si hablamos de educar en la escuela, por tanto, la acción

educativa escolar es respuesta a la pregunta que viene del otro, a la demanda del otro

educando en una situación concreta. La respuesta educativa, en cuanto responsabilidad,

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se manifiesta como acogida, acompañamiento y cuidado. Educar es hacerse cargo del

educando en su realidad concreta (Ortega, 2004). Solamente el educador se hace

responsable del otro, cuando responde a este en su situación, cuando se ocupa y

preocupa desde la responsabilidad.

3. ¿Qué hacer en la escuela?

Es bastante probable que una de las cosas más importantes en la mejora de la

escuela sea tomarse en serio la acción educativa. En buena medida depende del

educador en el modo de establecer una relación ética con el educando. Y para ello la

acción del educador debe transcurrir no sólo por el discurso y la comprensión

intelectual, sino por la experiencia de vida que, como educador, se manifiesta en un

contexto (Mínguez y Hernández, 2003). Por eso, otra educación orientada a la

plasmación de los valores en la escuela pasa necesariamente por “hacer pensar” a los

profesores sobre el componente ético de la práctica educativa. Dicho de otro modo ¿Qué

hay en juego entre un maestro y un alumno cuando éste intenta aprender?: El comienzo

de una aventura educativa. Intentar hacer otra educación, exige pensar la tarea educativa

de la escuela desde otros parámetros que, en conjunto, faciliten el aprendizaje valioso

del alumno. Y ello comienza, a nuestro juicio, con la aceptación y el reconocimiento del

alumno como “alguien” en su singularidad concreta. Mientras que no se produzca este

reconocimiento y compromiso para con el otro (alumno) no es posible una educación

distinta. Hablamos aquí de una pedagogía en la que el profesor asume al otro en su

radical alteridad (Ortega, 2004). Y ello implica admitir que el otro escapa de todo poder,

especialmente de “mi poder” como docente. El alumno es alguien a quien “no puedo

dominar”, con el que establezco una relación desinteresada y con el que no hay ningún

contrato, tan sólo un mandato que se impone por su condición de radical alteridad: “no

me mates”. De ahí que educar desde esta óptica evoca la experiencia de un

acontecimiento singular (Bárcena y Mèlich, 2000), en el que se da la oportunidad de

asistir al encuentro con el otro, al nacimiento de alguien que no soy yo. Y esta

experiencia de la novedad exige que el docente opte incondicionalmente por el otro, a

que el otro sea distinto de mí. Porque la actitud fundamental del educador es su

disponibilidad incondicionada a que el otro sea “otro”. Asunto ciertamente complicado

porque se educa “por el éxito del otro por la simple razón de que está ahí y de que su

presencia es una llamada al advenimiento de la humanidad” (Meirieu, 2001, 49). Y esto

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no se comprende bien si no se admite que educar es un acto desinteresado de amor.

Educar, desde la pedagogía de la alteridad, consiste en un acto de amar al otro para que

sea otro, no parecido a mi, o que me devuelva lo que yo le doy. No resulta fácil para el

educador, acostumbrado a enseñar, renunciar a pensar lo que uno piensa, a saber lo que

uno sabe, a convencer al otro de lo que creemos que da sentido a nuestra vida o

profesión que también puede ser “bueno” para él, sin caer fácilmente en la dominación

o en la sumisión del alumno. Si, “lo humano sólo se ofrece a una relación que no es un

poder” (Lévinas 2001, 23), el encuentro con el otro (el maestro con el alumno, por

ejemplo), escapa a cualquier intento de dominación. Por ello, tenemos que renunciar a

una relación educativa en la que el “yo” docente se afirma y se impone, se cierra sobre

sí mismo. Frente a esta posición totalizadora y negadora del otro, es conveniente

practicar otro tipo de acción que no niega al otro, ni le es indiferente, sino que deja lugar

a que “el otro sea” desde la moderación. “La moderación es la expresión del yo sin la

violencia hacia el otro; es esta especie de “pudor” que conoce la verdadera competencia,

cuando se expresa sin imponerse y, sin renunciar a lo que cree, toma la precaución

esencial de darle un espacio donde existir” (Meirieu, 2001, 121). La acción del educador

como moderador es aquella tarea que crea vínculos con el alumno que le atrae hacia el

saber, hacia el aprendizaje. ¿Cómo se establecen estos vínculos?

El proceso educativo se inicia con la actitud de respuesta del profesor hacia el

alumno. Consciente de lo que está en juego, el docente genera confianza, inspira el

deseo de aprender a través de energías morales e intelectuales. No son pocos los

docentes que, desde el inicio, han matado el ansia de aprender o que han convertido la

enseñanza de disciplinas en algo muerto o mediocre. “Los buenos profesores, los que

prenden fuego en las almas nacientes de los alumnos, son tal vez más escasos que los

artistas virtuosos o los sabios. Los maestros de escuela que forman el alma y el cuerpo,

que saben lo que está en juego, que son conscientes de la interrelación de confianza y

vulnerabilidad, de la fusión orgánica de responsabilidad y respuesta son alarmantemente

pocos” (Steiner, 2004, 26). Ello implica un cambio radical en la actitud del docente

hacia el alumno que exige apertura y disposición, confianza y responsabilidad. El

docente tiene que estar abierto al alumno, no como la “persona eficaz” que sabe y se

presenta ante sus alumnos en posesión de la verdad, de la sabiduría, sino como aquel

que despierta el interés del alumno por aprender, que actúa como guía y ejemplo, que se

hace cómplice del proceso de aprendizaje de cada alumno (Kouzes y Posner, 2008;

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2003). Y estas son situaciones óptimas para la apropiación de valores, en las que la

acogida del alumno se convierte en seña de identidad de la acción del docente. No es

posible adquirir valores si no es en y desde la experiencia del valor, porque no es

suficiente con “conocer” o tener noticia para aprenderlo. Sólo cuando el valor es

experiencia puede ser aprendido. Por ello, el aprendizaje del diálogo, de la tolerancia,

del respeto a las ideas de los demás, entre otros, será posible si va asociado a la

experiencia de ser acogido, aceptado y querido en lo que es. La acogida se convierte en

acompañamiento, guía y ejemplo. El profesor acoge en la medida en que genera

confianza hacia el alumno. Y esto es posible cuando el alumno comienza a tener la

experiencia de la comprensión del afecto y del respeto hacia lo que él es. De ahí que

acoger en educación no es una concesión ni una ley que se impone, es pasión, donación

y entrega que se manifiesta como responsabilidad hacia el alumno. Educar es “hacerse

cargo del otro”, asumir y responder del otro y al otro. Por lo que la acogida, en la

pedagogía de la alteridad, no es pregunta sino respuesta incondicionada. Aquí no

hablamos de obligaciones o deberes impuestos desde fuera, ni tampoco de la

deontología que obliga al profesor a una determinada conducta ética ante sus alumnos.

Hay algo previo al cumplimiento del deber como profesor y que se sitúa en la misma

raíz de la acción educativa. La mejor entrega o respuesta del profesor a su alumno es dar

la confianza que necesita para llegar a ser él mismo. “Ésta es la donación suprema de un

Maestro” (Steiner, 2004, 132). Pero rara vez este planteamiento está presente entre los

profesores, más afanados en “lo que hay que enseñar”, en el aprendizaje de

conocimientos científicos y técnicos. Y enseñar con mayor rigor es adentrarse en lo más

vital de un ser humano. Es acceder al interior de la persona que aprende, porque el

docente - maestro irrumpe como un extraño en el pensamiento y conducta del alumno,

le cuestiona con la intención de limpiar y reconstruir. Una enseñanza mediocre que

conscientemente o no tan sólo busca objetivos utilitarios es destructiva.

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