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Hochberg, Elizabeth. “Efrén Hernández y las preocupaciones interartísticas de la vanguardia mexicana” Revista Liberia 1 (2013) <http://www.revistaliberia.org/1-2013>
“Efrén Hernández y las preocupaciones interartísticas de la vanguardia mexicana”
Elizabeth Hochberg
Resumen: Este artículo propone vincular la narrativa del escritor mexicano Efrén Hernández (1904-1958) con la de los Contemporáneos y los estridentistas, a partir de lo que reconozco como un interés compartido por las relaciones entre la literatura y el arte visual. Al profundizar en la narrativa de Hernández, no pude dejar de observar que, muchas veces, las miradas de distintos narradores van dirigidas específicamente hacia el arte visual –por ejemplo la pintura, la fotografía, la escultura y diversas formas de artesanía— para describir, nombrar o aludir a formas que ya son representaciones artísticas. Esta presencia del arte visual dentro de la narrativa, puede ser considerada como un ejemplo de la ecfrasis, que tiene su origen en la Grecia antigua. No obstante, como veremos, dentro del contexto de la narrativa de vanguardia, la ecfrasis se manifiesta de manera particular, conforme con su desprendimiento de la estética realista. A mi parecer, tanto en los cuentos de Hernández como en textos de varios representantes de las vanguardias en México, encontramos ejemplos de la ecfrasis que realzan nuevos modos de mirar y de “traducir” lo visual en palabras. Estos, desde luego, responden a preocupaciones específicamente vanguardistas. Por lo tanto, analizaré distintos momentos ecfrásticos de la narrativa de Arqueles Vela (La Señorita Etcétera, 1922) Xavier Icaza (Panchito Chapopote, 1928) y Gilberto Owen (Novela como nube, 1928), con el fin de compararlos con el tratamiento del arte visual en un cuento de Hernández, “Santa Teresa”, de 1932.
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La escena literaria mexicana de finales de los años veinte, en la que se encontraba el
escritor Efrén Hernández (1904-1958) listo para publicar su primer cuento, “Tachas”
(1928), fue un punto de encuentro de diversas tendencias estéticas y motivaciones
ideológicos. El año de 1928 marcó la fundación de la revista de arte y cultura
Contemporáneos, junto con la publicación de las crónicas de Salvador Novo (El joven,
Return Ticket) y las novelas de Xavier Villaurrutia (Dama de corazones) y Gilberto
Owen (Novela como nube). También se dio la colaboración “estridentista” entre Xavier
Icaza y Ramón Alva de la Canal, la cual originó la novela ilustrada Panchito Chapopote.
Si bien en este mismo año Hernández hizo su debut como cuentista, el escritor se
encontraba a la vez “dentro” y “fuera” de las actividades literarias del momento.
A partir de 1950, Hernández trabajó como subdirector de América: Revista
Antológica (1942-1960). También publicó en revistas como Taller Poético (1936-1938),
Futuro (1933-1946) y La República (1949-1956) (Bosquejos 8-9). No obstante, muchas
veces se aislaba a la hora de escribir su poesía o su narrativa, en búsqueda de una
poética más íntima. A pesar de la experimentación que se encuentra en su propia
escritura, Hernández manifestaba en varios de sus ensayos un fuerte desagrado por
los movimientos de vanguardia y por lo que consideraba como las actitudes elitistas,
inauténticas y superficiales de muchos de los escritores y artistas visuales en el México
de su momento. Al elogiar al pintor Fernando Garcidueñas, por ejemplo, aprovecha de
criticar tanto al arte visual contemporáneo como al “público snob”: “Sin duda alguna,
buena parte del público snob de estos días de desorientación del Arte, al no encontrar
aquí las distorsiones, rarezas, fraudes y demás incomprensibilidades propias de
nuestra edad neurótica y desajustada, va a sentirse extrañado ante la limpieza,
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sencillez, naturalidad y buena fe de nuestro pintor” (“El arte” 224). Hernández no quedó
convencido por lo que consideraba como nuevas técnicas “gratuitas” en el arte y la
escritura, utilizadas para demostrar originalidad más que para contribuir al sentido de
una obra. Tampoco dudó en reprochar la poesía de Xavier Villaurrutia (“José Julio 69) y
la de los estridentistas, que asocia con el “relajiento” y el “libertinaje” (“Sobre lo
humano” 37).1
A pesar de reconocer su atractivo, Hernández no cree en la factibilidad del
discurso anticapitalista (“Bastaría” 226), que por los años veinte y treinta es propagado
por los estridentistas, los muralistas mexicanos y luego por los agoristas. Al mismo
tiempo, tampoco se aparta, como Torres Bodet, Villaurrutia y otros de los
Contemporáneos, del tema de la Revolución Mexicana y los problemas sociales de
México. Sus narradores son, por ejemplo, funcionarios que viven en un vecindario
pobre de la Ciudad de México, niños campesinos que experimentan los tiempos
tumultuosos de la Revolución Mexicana o viajeros jóvenes que ven, por la ventana de
la casa donde pasan la noche, “tres jacalitos mexicanos” y “una nopalera” (“Santa
Teresa” 129). En este sentido, Hernández es un escritor que desafía las
categorizaciones de la época. También trató temas mexicanos sin reducir su prosa a lo
que Guillermo Sheridan llama “la versión literaria del jicarismo” (México 82).2 Puso a
prueba nuevas maneras de narrar y de representar la realidad del momento, sin
afiliarse directamente con las vanguardias que, en palabras de Sheridan, “se acercaban
peligrosamente a una forma especialmente nociva de ‘arte pequeño-burgués’” (México
66).
Fernando Curiel Defossé, en su estudio sobre las generaciones literarias de
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México, reconoce muchos factores que contribuyen a la formación de una generación,
por ejemplo, los manifiestos o las afiliaciones ideológicas, los temas predominantes, los
medios de expresión, los géneros privilegiados, los sucesos principales compartidos o
las polémicas divisoras (285). Si a pesar de las diferencias estéticas y políticas que
existían entre los Contemporáneos y los estridentistas, tanto Enrique Krauze como
José Luis Martínez los han agrupado dentro de la generación de 1915 (Curiel 230,
239), también se puede estudiar a Efrén Hernández dentro del mismo contexto. Sin
embargo, para estudiar a Hernández en relación con estos grupos literarios, será
necesario ir más allá de las propias proclamaciones del escritor y comparar su obra con
la de algunos de sus “coetáneos”, para usar la apreciación del término de José Ortega
y Gasset (Curiel 90-91).
En particular, para los fines de este trabajo, se propone vincular la narrativa de
Efrén Hernández con la de los Contemporáneos y los estridentistas, a partir de su
interés compartido por las relaciones entre la literatura y el arte visual. En diversos
momentos de la narrativa de Hernández, las miradas de distintos narradores van
dirigidas específicamente hacia el arte visual –por ejemplo la pintura, la fotografía, la
escultura y la artesanía– para describir, nombrar o aludir a formas que ya son
representaciones artísticas. Esta presencia del arte visual dentro de la narrativa, puede
ser considerada como un ejemplo de la ecfrasis, que para James Heffernan es “the
verbal representation of graphic representation” (“Ekphrasis” 299). La ecfrasis tiene su
origen en la Grecia antigua; no obstante, dentro del contexto de la narrativa de
vanguardia, se manifiesta de manera particular, conforme con su desprendimiento de la
estética realista. Tanto en los cuentos de Hernández como en las novelas cortas de
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varios representantes de las vanguardias en México, se encuentran ejemplos de la
ecfrasis que realzan nuevos modos de mirar y de “traducir” lo visual en palabras. Estos,
desde luego, responden a preocupaciones específicamente vanguardistas. Por lo tanto,
en el presente trabajo, se analizarán distintos momentos ecfrásticos en la narrativa de
Arqueles Vela (La Señorita Etcétera, 1922), Xavier Icaza (Panchito Chapopote, 1928) y
Gilberto Owen (Novela como nube, 1928), con el fin de compararlos con el tratamiento
del arte visual en un cuento de Hernández, “Santa Teresa”, de 1932.
Antes de entrar en el análisis comparativo, será importante revisar los estudios
de Wendy Steiner y W.J.T. Mitchell, para entender mejor cuáles son las
preocupaciones interartísticas que surgen dentro del periodo de la vanguardia y cómo
estas preocupaciones tienen una resonancia particular para el género narrativo. Si bien
Mitchell señala que “the history of culture is in part the story of a protracted struggle for
dominance between pictorial and linguistic signs” (Iconology 43), Steiner extiende esta
lucha al terreno de las relaciones artísticas: “the history of the interartistic comparison
swings back and forth like a pendulum between eager acceptance and stern denial”
(Colors xi-xii). Según Steiner, hay ciertos períodos en la historia cultural occidental en
donde existe la voluntad, por parte del artista, escritor o crítico, de poner en relación la
literatura y el arte visual, mientras que otras épocas se caracterizan por el rechazo de
tal acercamiento interartístico. Esta oscilación refleja, a su vez, diferentes modos de
interpretar la idea del progreso histórico. Si Mitchell reconoce implicaciones ideológicas
en la tensión espacio-temporal de las formas visuales y verbales (“Space” 95), también
las tendrán los signos “naturales” puestos en relación con los signos “artificiales”3, o
bien, el arte mimético puesto en relación con el arte abstracto.
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Steiner explica que durante el Renacimiento sigue en boga la famosa frase de
Horacio ut pictura poesis –“como la pintura así es la poesía”–, puesto que la literatura y
el arte visual son considerados igualmente fieles a una rígida concepción de mimesis
(Colors 9). El Romanticismo, por otra parte, marcará un distanciamiento entre la
literatura y el arte visual, lo cual responde a nuevas ideas respecto al objetivo de la
representación artística: “by this time, art was no longer prized as an imitation of reality,
but as an expression of the human spirit” (Colors 14). Surge la tendencia de vincular la
literatura con la música, ya que sus signos “menos cercanos” a la realidad empírica
tendrán, según los pensadores de la época, más facilidad en navegar el mundo
espiritual.
El periodo de la vanguardia –o, en el contexto en que escribe Steiner, el
modernism anglosajón– tomará del Romanticismo la indiferencia y hasta el desprecio
por las capacidades miméticas de las artes. Sin embargo, valorizará la confusión
deliberada de las relaciones espacio-temporales en el arte visual y la literatura. Steiner
enfatiza que este cambio interartístico remite, una vez más, a una nueva concepción de
la relación entre la obra de arte y el mundo exterior. Esta concepción refleja, en
particular, el deseo de los jóvenes vanguardistas por transferir el arte a la praxis vital,
como un elemento inserto en la sociedad y con un papel activo que desempeñar
(Bürger 106). Si bien el arte ya no intenta ser una copia del mundo ni la expresión de su
espíritu, busca cobrar autonomía y subrayar su “paradoxical status as signs of reality
and as things in their own right” (Colors xii). Así, surgen cuadros que intentan cobrar la
“temporalidad” de la literatura y mostrarse como un conjunto de signos “artificales” y,
por otra parte, poemas que buscan la “espacialidad” evocada por signos “naturales” o
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icónicos. Más que representar objetos, personas y sucesos, estas obras exigen una
reflexión acerca del propio proceso de crear y de percibir la representación artística.
En su estudio sobre James Joyce y Pablo Picasso, Steiner afirma que la
narrativa de vanguardia, a diferencia de mucho de la producción poética del momento,
no exhibió la misma intención de manifestarse como objeto. En cambio, esta narrativa
se presenta como un medio que facilita las comparaciones entre distintos “painterly
models” (“Renaissance” 123), por ejemplo, entre el modelo pictórico renacentista
basado en la perspectiva artificial y el modelo pictórico vanguardista, que es más bien
auto-referencial. En este sentido, la narrativa no sólo actúa según nuevos modelos de
representación artística, sino que se convierte en un terreno de pruebas para la
comparación de distintos modelos. (“Renaissance” 122). Steiner, al plantear el cubismo
como “the master current of our age in painting and literature” (Colors 177), además
apunta hacia el rol de la narrativa vanguardista en generar una reconsideración no sólo
estética sino también histórica y epistemológica (Colors 183). Escritores como William
Carlos Williams y Gertrude Stein, por ejemplo, se aproximaban a una historiografía
alternativa, compartiendo una nueva valorización de la historia como un conjunto de
sucesos simultáneos, donde se interrelacionan distintas combinaciones de objetos,
espacios, personas y tiempos (Colors 191). En un claro desafío a un proyecto de
modernidad que ha llegado a invertir sus valores originales, estos vanguardistas
dejaron de pensar la historia como “a plotted narrative moving toward a resolution”,
para privilegiar el espacio de “a cubist painting” (Colors 191). Como se verá, el vínculo
entre la narrativa de vanguardia, los modelos pictóricos y los nuevos tratamientos de la
historia extra-artística serán importantes para el análisis que sigue.
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Cuadros, daguerrotipos y retablos en las obras estridentistas de Arqueles Vela y
Xavier Icaza
Ya en el primer manifiesto estridentista de 1921, redactado por Manuel Maples
Arce, se observa el intento por establecer distintos papeles para el arte visual y la
poesía, como medios en función de “aliar la creación estética con la revolución”
(Schwartz 187):
Fijar las delimitaciones estéticas ... Hacer poesía pura, suprimiendo todo elemento extraño y desnaturalizado (descripción, anécdota, perspectiva). Suprimir en pintura toda sugestión mental y postizo literaturismo, tan aplaudido por nuestra crítica bufa. Fijar delimitaciones, no en el paralelo interpretativo de Lessing, sino en un plano de superación y equivalencia. Un arte nuevo, como afirma Reverdy, requiere una sintaxis nueva; de aquí siendo positiva la aserción de Braque: el pintor piensa en colores, deduzco la necesidad de una nueva sintaxis colorística. (195)
Maples Arce enfatiza la necesidad de “delimitaciones estéticas” entre la poesía y
la pintura, en función del rechazo de la mimesis en las artes. Acorde con las
observaciones que después hará Steiner, el estridentista desea que la poesía, igual
que la pintura, sea nada más que “sí misma”; es decir, una “cosa” (poesía pura, pintura
pura) que, más que representar al mundo exterior, pertenece a ello. Maples Arce no
comparte el planteamiento famoso de Gotthold Efraim Lessing –en que la poesía y la
pintura deben representar distintos aspectos de la misma realidad– ya que, con esto,
no se va más allá de las funciones miméticas del arte; sin embargo, al vanguardista le
importa la valoración lessingiana de cada arte según las particularidades de su medio.
Esto se debe a que uno de los objetivos del movimiento estridentista –y de la
vanguardia artística en general– es hacer colapsar las barreras entre el arte y la vida.
Como señala Steiner, el nuevo deseo de las artes de participar en la realidad extra-
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artística, a partir de sus respectivos medios, reivindica el acercamiento interartístico, sin
volver al énfasis puesto en el contenido compartido entre las artes, ya descartado por
Lessing (Colors 17).
El manifiesto de Maples Arce aconseja específicamente a la poesía y la pintura
estridentista. Sin embargo, en la narrativa de Arqueles Vela y Xavier Icaza también se
puede detectar la valorización del modelo pictórico vanguardista, a partir de ciertos
momentos ecfrásticos en su narrativa. La Señorita Etcétera quizás no salga lejos de las
prédicas de Maples Arce, ya que, según Luis Mario Schneider, no es propiamente una
novela o un cuento, sino “una breve crónica poética, donde no existe ninguna trama y
toda ella está sostenida en base a un recuerdo, a una evocación” (63). Los recuerdos
del narrador giran en torno a una mujer que conoció en un viaje en tren y que, después
del encuentro, sigue “apareciendo” durante la trayectoria del narrador y su llegada final
a la metrópoli.
La novela corta de Vela reflexiona sobre la alienación del hombre dentro de la
sociedad moderna. Por un lado, el narrador, al observar las distintas versiones de “Ella”
en el café, por la calle o dentro del tranvía, encuentra reflejado en ellas aspectos de su
propia experiencia. El narrador afirma que “cualquier ciudad me hubiese acogido con la
misma indiferencia” (319), mientras que la mesera de un café “servía, indiferente, a
todos los intrusos que ensordecían el ambiente de humo y de gritos” (322). Por otro,
queda claro que el narrador se diferencia de estas mujeres precisamente por tener una
visión más tradicional o romántico del mundo, frente a la actitud moderna o
vanguardista de ellas (si bien nunca se las escucha hablar “por sí mismas”). El narrador
queda desorientado e inútilmente “mecanizado” frente al ruido y las imágenes del
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mundo moderno, mientras que las mujeres que desea son a la vez “mujer[es]
automática[s]” (326) y sujetos que quieren utilizar su nueva frialdad o dureza a favor de
acción política. En el mismo carro del tranvía, los sentimientos del narrador “se
desbordaban por las ventanillas”, mientras que la mujer “se balanceaba
armoniosamente de las agarraderas...” (325).
En este texto, no hay descripciones de obras específicas de arte. Sin embargo,
hay referencias claves a modelos pictóricos, esta vez según el uso más matizado del
término de Tamar Yacobi. Según la estudiosa, el modelo pictórico se refiere al texto
que “generalizes its reference from a particular to a habitual, traditional configuration of
elements in the other art” (601). Por lo tanto, la ecfrasis dentro de la narrativa se puede
referir no sólo a la descripción de una obra específica, sino también a la integración del
arte visual dentro de la temporalidad del relato, a través del nombramiento o alusión a
modelos pictóricos (632). El narrador de La Señorita Etcétera recurre a este tipo de
ecfrasis narrativa, al referir tanto a la pintura cubista en general como al cine y a
distintos variantes de la fotografía. Estos momentos contribuirán a “ilustrar” la
desorientación del narrador frente a las mujeres “vanguardistas” que observa.
Cuando el narrador llega a la ciudad capital, por ejemplo, camina por las calles y
observa a alguien que podría ser la mujer que ha idealizado desde su viaje. Su
recuerdo de esta mujer “original” –objeto de su contemplación mientras dormía en el
tren– es uno que no le ha abandonado: “su figura descolgada de mis recuerdos se
estatizaba en la penumbra de un daguerrotipo” (323). El daguerrotipo, considerado
como uno de los primeros procesos fotográficos, requería largos tiempos de
exposición. Por lo tanto, la mujer de sus recuerdos es una que ha quedado “estática” y
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sumisa, dejándose ser “captada” completamente por la lente de la cámara. La imagen
fotográfica resultante es una que debe ser “transparente” o fácil de descifrar, puesto
que corresponde al modelo pictórico realista. El uso de la cámara evoca la perspectiva
artificial defendida en el Renacimiento por León Battista Alberti, donde la “visión” del
pintor y del observador queda reducida a un punto de vista monocular.
Si bien el narrador prefiere la imagen congelada que retiene de la Señorita
Etcétera, es una que ya queda relegada a otros tiempos y a otros espacios. En una
escena que deliberadamente juega con los límites entre lo imaginario y lo real, la mujer
que persigue “se perdió al través del cristal de la vitrina de un almacén” (323). Así,
queda enmarcada por el vidrio, como un cuadro que se ofrece para la contemplación.
Al mismo tiempo, a diferencia de la imagen producida por el daguerrotipo, este “cuadro”
que presencia el narrador es de una mujer que evita la mirada directa y comprensiva. A
pesar de formar parte de un medio más convencionalmente espacial que temporal, el
sujeto del retrato se muestra fragmentado e inserto en el transcurso del tiempo:
La contemplaba imaginariamente. Quería retener sus contornos, sus miradas, sus sonrisas. Adivinaba sus movimientos para desasirse de mí, para librarse de mí... Se quedaba para siempre entre perfumes, embalsamada de alucinaciones, de esperanzas. Se quedaba allí, eternizada. Se esfumaba... No me quedaría de ella sino la sensación de un retrato cubista. Una pierna a la moda con medias de seda, ruborizada de espejos... La otra en actitud de hinojos... La insinceridad de sus guantes de crema... Su mirar impasible... Su ropa interior melancólica... Su recuerdo con pliegues... Se disasociaban en la vitrina de un almacén lujoso, infranqueable... (323-324).
Si por un lado la Señorita Etcétera “se quedaba allí, eternizada” detrás del vidrio,
de acuerdo con la quietud que típicamente se asocia con la pintura, por otro está el
intento de moverse, de evadir la mirada del narrador.4 Aquí, el uso repetido de las
elipses entre cada artículo de ropa o parte del cuerpo subraya la discontinuidad del
cuadro y la descomposición de la mujer en distintas partes. También enfatiza cierta
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“espacialización” del texto descriptivo, ya que las elipses separan diversos sustantivos
desconectados de los verbos de acción. Al mismo tiempo, el “cuadro” resultante no es
uno que se pueda procesar instantáneamente, sino que es necesario verlo parte por
parte, al igual que la secuencia temporal de la lectura. Debido a que cada sustantivo de
la serie descriptiva es personificado –la “insinceridad de sus guantes”, la “ropa interior
melancólica”, etc.– la descripción del cuadro también deja al lector con la sensación de
distintos movimientos que tienen lugar en el mismo espacio. Cada objeto parece seguir
su “propio camino” dentro del cuadro, sin relacionarse con lo que pasa a su alrededor.
Esta simultaneidad de movimientos corresponde al objetivo cubista de hacer complejas
las relaciones espaciales y de insertar múltiples puntos de vista en un mismo espacio
tridimensional.
Al escuchar decir, a la mujer “feminista” y “sindicalizada”, “que era indispensable
hacer una revolución espiritual” y “sanear las mentalidades de tanto romanticismo
morboso” (328), el narrador “escuchaba sus palabras con la eléctrica indiferencia que
tenía para la charla de las peluquerías” (328). No obstante, es el narrador quien no
encuentra “la vida dinámica” que busca, que se siente “agobiado de mí, de sensaciones
sentimentales” y de “remordimientos incomprendidos” (328). Las mujeres “cubistas”, en
cambio, con sus movimientos “a líneas rectas” (327), logran formar parte de espacios
sociopolíticos y también estéticos en el mundo moderno, dejando al narrador sólo con
sus recuerdos. No se puede desvincular de esta obra un fuerte tono misógino de la
época, dado que las mujeres son tratadas como objetos de la mirada masculina y como
entes esencialmente prescindibles. Sin embargo, a través de su manera particular de
proyectarse (o de no proyectarse) para las miradas ajenas, son ellas, efectivamente,
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las que logran mover y sentirse cómodas en un mundo cambiante.
La versión original de La Señorita Etcétera, que se publica en El Universal
Ilustrado de 1922, viene acompañada por ilustraciones de Ramón Alva de la Canal. No
obstante, en ediciones posteriores del texto, ya no se encuentran estas ilustraciones ni
ninguna mención del trabajo de Alva de la Canal dedicado a este proyecto. Panchito
Chapopote, por otra parte, es una novela cuyas ilustraciones por el mismo grabador no
sólo están presentes en distintas reimpresiones del libro, sino que forman una parte
íntegra de su título completo: Panchito Chapopote: Retablo tropical o relación de un
extraordinario sucedido de la heróica Veracruz. Maderas originales de Ramón Alva de
la Canal. Por lo tanto, será fundamental considerar las relaciones entre el texto y las
ilustraciones de la novela, en función de su título particularmente revelador.
Para el teórico Claus Clüver, la ecfrasis sería un ejemplo de una relación
transmedial entre la imagen y la palabra, ya que, dentro del libro que se lee, el único
contacto que tiene el lector con la imagen visual se da a través del texto que la
“transpone” (“Intermediality” 26). Un libro ilustrado por otra parte, sería un ejemplo de
un discurso multimedia, pues consiste en la yuxtaposición de imágenes visuales y
textos, aunque los medios verbales y visuales se mantienen separados dentro del libro,
con su propia coherencia (“Intermediality” 26). Si bien Panchito Chapopote combina
texto e imágenes, para el propósito del presente estudio sobre la ecfrasis en la
narrativa, el título de esta novela tendrá mucha importancia, tanto por llamar a la novela
un “retablo” como por referir a las ilustraciones de Alva de la Canal como “maderas”.
Según Heffernan, “a picture title is a verbal representation of a picture” y un tipo de
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ecfrasis, aunque esté presente el mismo cuadro (“Ekphrasis” 303). De la misma
manera, también se puede considerar al título por examinar como una representación
ecfrástica de lo que ya es una obra multimedia.
El retablo o ex-voto es un tipo de pintura religiosa, utilizada para expresar
agradecimiento a Dios, a la Virgen o a los santos patronos por su ayuda en momentos
difíciles. Además de los dos momentos que son retratados por la pintura –que serían el
momento en que el devoto sufre y la posterior llegada de ayuda divina–, también hay
una parte textual del retablo. Esta parte resume en palabras el acto milagroso y
expresa el agradecimiento del devoto. En palabras de Yanna Hadatty Mora:
Narración pictórica y verbal, el retablo mexicano entraña desde su misma esencia doble –texto e imagen—una operación semiótica: leer imágenes y leer palabras. Cancelando otras posibilidades de narración, como la representación secuencial o la perspectiva pictóricas, el exvoto se define por la presentación de los hechos sobrenaturales y reales, del pasado y del presente, como simultáneos, constituyéndose tres instancias sobre el soporte de latón: 1) la divina, 2) la humana, y 3) la cartela o mensaje verbal. (La ciudad 117)
Siguiendo las categorizaciones de Clüver, se puede considerar al retablo como
un ejemplo de un discurso “mixed-media”, donde la palabra y la imagen se combinan
en lo que sería una producción simultánea de los dos medios (“Intermediality” 26). El
discurso “mixed-media” difiere del discurso multimedia mencionado arriba: si en el caso
del discurso multimedia hay dos medios separables y coherentes dentro de una obra
(por ejemplo, en el libro ilustrado), en el discurso “mixed-media” cada medio es
inseparable del otro (el retablo, un cartel, un sello de correo) (“Intermediality” 25). Por lo
tanto, el acto de Icaza de llamar a la novela ilustrada un “retablo tropical” no es una
referencia ecfrástica casual a la presencia de palabras e imágenes dentro de la obra.
Por lo contrario, sugiere una dependencia vital entre el medio visual y verbal que
típicamente no se encontraría en un libro ilustrado. Es como si tanto las ilustraciones
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como el texto fueran necesarios para contar “el relato entero” del protagonista Panchito
Chapopote, de acuerdo con el retablo. En un retablo, no se sabría la fecha o el lugar
del acontecimiento divino sin el texto (Hadatty Mora 117), ni se conocería otros detalles
específicos (el aspecto del devoto, sus entornos, etc.) sin las imágenes pintadas. De
igual manera, en el “retablo tropical” Panchito Chapopote, las ilustraciones deben
funcionar no como meras ilustraciones de lo que ya se lee en el texto, sino como
portadores independientes de sentido. Como se verá, ni la imagen ni la palabra en
Panchito Chapopote intentan representar con más o menos exactitud la realidad
histórica de la novela. En un juego típicamente vanguardista, se pone más importante
enfatizar las particularidades de cada medio y las distintas realidades edificables a
partir de ellas.
Panchito Chapopote cuenta la historia de un escribano pobre que vende sus
tierras “estériles” a un empresario estadounidense interesado en explotarlas por su
petróleo. Este relato sobre la intervención estadounidense y británica en México y en
detrimento del pueblo mexicano tiene como telón de fondo la turbulencia de la
Revolución Mexicana, lo cual presta a la novela un fuerte contenido histórico y social.
Panchito Chapopote está compuesta por una miríada de escenas breves y
fragmentarias, que son muchas veces dominadas por el diálogo y con sólo una mínima
intervención descriptiva del narrador. Por lo tanto, varias de las ilustraciones de Alva de
la Canal sirven para añadir otra capa interpretativa a la escena que no se encuentra
propiamente en el texto. Como se verá, la utilización tanto de texto como de imágenes
en la formación de una mirada vanguardista hacia el pasado logra resaltar nuevas
perspectivas de otro modo “silenciadas” por la “voz” autorizada de la Historia (así, con
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mayúsculas). Un ejemplo particularmente revelador sería la siguiente escena, cuando
“los rebeldes” de la revolución celebran un triunfo:
De nuevo Veracruz. [...] Se fijan nuevos carteles por las calles.
EL PUEBLO ¡Quiere ser presidente! Morelia. El jefe de las armas se levanta. Manifiesto. La imposición. Sufragio libre. Los tiranos. Llega el General en Jefe de las operaciones. Se adhiere a la proclama. Repiques. Cohetes. Disparos. Su matona parece flotar desde las torres. Marcha de honor. Parada militar. EL PUEBLO Quiere ser presidente. Oaxaca. El general en jefe se levanta. Manifiesto. Plan. El Pueblo lo llama. El Pueblo no puede tolerar imposiciones. El Pueblo se levanta unánime contra el tirano. Lo llama el Pueblo. El representa al Pueblo. –Iba a decir que él era el Pueblo. El lo ha de vengar. Repiques. Cohetes. Disparos. Desfile militar. EL PUEBLO Quiere ser presidente. Guadalajara. Idem. Idem. Idem. --Quiere ser presidente. (78-81)
Aquí, el uso de palabras y cláusulas en vez de frases completas da al texto la
sonoridad de la lengua hablada, como si se estuviera escuchando una transmisión de
radio. Se puede notar el tono irónico del narrador por su uso repetido de ciertas
palabras y frases para referir a los cambios de poder. Estas repeticiones degradan la
fuerza de los discursos que dan los nuevos líderes y las celebraciones que los
acompañan, al convertirlos en meros gestos o formalidades. Si bien el primer cartel en
Veracruz manifiesta con puntos de exclamación que “EL PUEBLO / ¡Quiere ser
presidente!” la frase pierde su entusiasmo inicial a lo largo de su recorrido geográfico,
hasta llegar al “Idem. Idem. Idem” de Guadalajara. Al mismo tiempo, la ilustración que
acompaña esta escena (ver fig. 1), en vez de representar a los nuevos líderes, los
carteles o al pueblo, se enfoca en algo no directamente mencionado aquí: el Tío Sam
estadounidense. Éste mira con expectación hacia un México no compuesto de
individuos, sino de puros estados “en blanco”. La crítica ya implícita en el texto
fragmentario se manifiesta de manera mucho más obvia: gane quien gane, Estados
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Unidos hará los pactos necesarios para explotar los recursos naturales del país, sin
preocuparse por quienes viven allí.
Hacia el final de la novela, el narrador cuenta del “final” de la revolución:
Veracruz se va a normalizar. El país se va a normalizar. La Huasteca se va a normalizar. Todas las estaciones de radio piden: -- ¡CHAPULTEPEC! ¡CHAPULTEPEC! ¡CHAPULTEPEC! Chapuletpec escucha: --¡Listo Chapultepec! RADIO 1 ¡Habla Washington! Coolidge al aparato. Coolidge que felicita al presidente. RADIO 2 ¡Habla New-York! La Bolsa al aparato. Wall Street felicita al gobierno. RADIO 3 ¡Habla Europa! Europa que felicita al Presidente. RADIO 4, RADIO 5, RADIO 6... Felicitaciones, felicitaciones, felicitaciones... Hosannas, dianas, desfile militar. Las instituciones se han salvado. Marcha de honor. Noche Mexicana. Resuenan dianas en toda la República. (91-93)
En la ilustración que acompaña esta escena (ver fig. 2), el Presidente
(probablemente Álvaro Obregón) está arriba del Castillo de Chapultepec, en un gesto
que simboliza su toma de poder. Los diversos auriculares telefónicos que rodean al
Presidente sugieren toda la comunicación que tiene esta figura con el mundo exterior,
de acuerdo con las llamadas radiofónicas del texto. Sin embargo, se puede notar en la
ilustración que, a pesar de estas actividades, no hay ninguna persona debajo del
Castillo, sino sólo una vegetación frondosa. Si, según el texto, hay “hosannas, dianas,
desfile militar” para celebrar el nuevo presidente, Alva de la Canal representa a un líder
que está bastante aislado del pueblo mexicano, que recibe llamadas desde afuera pero
que no baja de su Castillo (literal o metafórico) para preocuparse por los ciudadanos.
El título de esta novela no sólo establece una relación de dependencia mutua
entre el texto de Icaza y las ilustraciones de Alva de la Canal, sino que también refiere
específicamente a estas ilustraciones como “maderas”. Si el artista recurrió al grabado
18
en madera para hacer sus ilustraciones, estos grabados están destinados para el
papel. En este sentido, al remitir a los dibujos como “maderas”, Icaza y Alva de la Canal
subrayan el proceso artístico y el medio específico involucrados en este proceso. El
uso del grabado en madera para ilustrar libros es una técnica con muchos precedentes:
a modo de ejemplo, basta con recordar las ilustraciones bíblicas de Gustave Doré. Lo
novedoso acá es el acto de referir al producto artístico según su medio de producción;
es decir, “ver”, detrás del dibujo en papel, la madera que lo grabó. Aquí, el título de la
novela destaca que las ilustraciones no son sólo representaciones, sino que involucran
materiales más sustanciales y con peso en el mundo extra-artístico. De la misma
manera, la novela como retablo es una novela necesariamente material, compuesta por
texto, pero también dependiente de las técnicas del grabado en madera y la
especificación del soporte.
Modelos pictóricos cubistas e impresionistas en la narrativa de Gilberto Owen
Si los estridentistas recurrían a la ecfrasis, en conjunto con otras estrategias
como los discursos multimedia y “mixed-media”, para explorar las nuevas
preocupaciones de la vanguardia, también a los Contemporáneos les interesaban las
relaciones entre las artes. Para la Exposición de Arte Moderno de 1932, por ejemplo,
Xavier Villaurrutia escribió lo siguiente:
Pintura, poesía. Sabes que hay relaciones visibles a los ojos de todos y de un orden que podríamos llamar razonable, entre el mundo de las formas poéticas y el mundo de las formas plásticas. Hablo de ciertas afinidades estéticas que hacen posible reunir por un momento, en un mismo plano, la fina retórica del dibujo, por el paladeo de ciertas delicadezas de un lenguaje de formas precisas, un poema y un cuadro excelentes, un poema de José Gorostiza y un cuadro de Julio Castellanos, por ejemplo. (194)
Sheridan señala que tanto Villaurrutia, como también Salvador Novo y Jorge
19
Cuesta, escribían crítica sobre la obra del pintor Agustín Lazo y otros artistas
vanguardistas como Rufino Tamayo (Los Contemporáneos 209-210). Aunque se
encuentra referencias y descripciones ecfrásticas tanto en los cuentos de Ortiz de
Montellano como en “Margarita de Niebla” (1927) de Torres Bodet y “Dama de
corazones” (1928) del mismo Villaurrutia, este ensayo se limitará a tratar la novela más
conocida de Gilberto Owen, también publicada en 1928.
Novela como nube es la segunda novela de Owen. Sin embargo, comparte con
La llama fría (1925) el interés por la representación del arte visual y por la puesta en
escena de distintos modelos pictóricos.5 En Novela como nube, que es una suerte de
versión moderna y terrenal del mito de Ixión, no se encuentran retablos, sino
referencias a pintores y modelos pictóricos. Ernesto, un pintor y el personaje principal
de esta novela, se vincula más con el modelo pictórico impresionista, en oposición al
modelo cubista que también se manifiesta en la novela. Mary Tompkins Lewis señala
que, si bien el postimpresionismo empezó como una reacción contra el impresionismo,
con la formación de distintas escuelas vanguardistas de pintura, estas dos tendencias,
junto con el fauvismo, se unen frente al cubismo (7). El impresionismo y sus variantes
valoraban la activación de los cinco sentidos, a través de los colores y distintos tipos de
pinceladas. El cubismo, por otra parte, prefería que el cuadro despertara la mente
analítica, a través de las formas geométricas y los distintos ejes espaciales.
Como declara el narrador de Novela como nube, Ernesto sufre de “cavilaciones
de postimpresionista” (147). De acuerdo con los pintores impresionistas y
postimpresionistas, Ernesto considera que la pintura debe revelar el espíritu o estado
de mente de lo que representa. Mientras camina por la playa, parece que contempla
20
sus entornos con “ojos de impresionista”. Observa un “crepúsculo de los cinco
sentidos” y muchas chicas que “cantaban para adentro las canciones más en armonía
con el paisaje, que seguía siendo un estado de alma a pesar de tantas escuelas de
pintura posteriores” (150-151). Al mismo tiempo, Ernesto intuye que pronto no habrá la
posibilidad de sentir plenamente: ya no hay nadie que escucha “las cosas bíblicas que
predicaba el mar mogólico” ni que “pensara en el porvenir, nadie que quisiera leerlo en
las estrellas” (151). Estos cambios, que se pueden vincular con el ocaso de las
creencias religiosas en el mundo moderno, marcan a su vez “la agonía de los cinco
sentidos” (151); es decir, el declive de una manera sensual o espiritual de experimentar
el mundo. Ernesto, de manera semejante al narrador de La Señorita Etcétera, se siente
como un ser anacrónico, frente a nuevos tiempos.
En un principio, Ernesto se resiste a cambiar la particularidad de su mirada.
Muchos de sus descripciones del mundo exterior parecen pertenecer a cuadros
impresionistas, como, por ejemplo, la siguiente descripción de una marina:
Se sigue una marina muy sencilla. Puede pintarse con sólo tres brochazos paralelos; en la primera franja, la más clara, se escriben muchas V V V V decrecientes, cifra de las gaviotas, y en la de un medio basta recordar que el mar valúa en mil emes de espuma de oleaje; luego sólo falta esparcir estatuas de sombra por la playa. [...] La emoción romántica está a cargo de dos buques lejanos que se cruzan, en lo irremediablemente opuesto de sus rutas. Y Ernesto, en un rinconcito del paisaje, escribe su nombre sobre la arena con el gesto de un pintor que, ya terminada, firma una marina. (160)
Al contemplar la marina, Ernesto considera cómo, a través de distintos tipos de
pinceladas, las gaviotas y las olas observadas pueden ser representadas por el medio
de la pintura. Dar a la sombra la materialidad de una estatua remite a los cuadros del
post-impresionista Paul Cézanne, quien buscaba, dentro del estilo impresionista, la
solidez de las formas. La firma duchampiana del narrador expande los límites de lo que
21
podría constituir una obra artística, para incluir distintos modos de ver y percibir el
mundo. En este caso, Ernesto, con su enfoque en las distintas texturas de la marina y
en la calidad de la luz, sería el pintor de su propia “mirada impresionista”.
El protagonista, al observar a Eva –una de varias mujeres que entra en su vida
sentimental–, la considera como un retrato influido por el cubismo. No obstante, es un
retrato que el narrador tiene esperanza de poder arreglar a través de su propia pintura
o su “mirada de pintor”:
Lo mejor es tenderse, cruzados los brazos, ante el rompecabezas plástico de ese rostro descompuesto, como por el olvido, por la lente poliédrica del botellón, allí enfrente. La nariz, bajo la boca, en el lugar del cuello. Tiene, aislada, un valor definitorio independiente; sensual, nerviosa, de aletas eléctricas, como carne de rana en un experimento de laboratorio. Dos pares de ojos, en el lugar de las orejas, le brillan como dos aretes líquidos, incendiados. Así serían las joyas de la corona, hechas con los ojos coléricos de los mujiks rebeldes. La frente es todo el resto de la cara, multiplicada su convexidad por la del cristal de la botella. Mujer, raro ejemplar despedazado del tronco indogermánico ... Ernesto le haría un discurso elocuente, pero sin embargo de la deformación esta que se la ofrece fragmentaria, como una víctima de la cólera preconstitucional, está seguro de poder reconstruir puntualmente ese rostro femenino. (148-149)
Aquí, la mujer no sólo sale a la vista en partes, sino que tiene la nariz “en el
lugar del cuello”, en una distorsión semejante al “Mujer sentada en un sillón gris” (1939)
de Picasso. Este cuadro está influido por el cubismo, pero también recurre a formas
curvilíneas, las cuales se aproximan a la sensación de convexidad generada por el
“cristal de la botella” en la descripción de Eva. El objetivo de Ernesto es “reconstruir” el
rostro de Eva o de una mujer en general. No obstante, como se verá, la mirada
impresionista de Ernesto termina cediendo a una mirada menos enfocada en los cinco
sentidos y más en ángulos y en formas geométricas. El intento de Ernesto de
“reconstruir por completo” el rostro de Eva, por ejemplo, se convierte en una reflexión
sobre la materialidad de las letras de su nombre: “Ella alza un rostro que comprueba
22
sus hipótesis, pero ya no es necesario. ¡Eva! ¡Ah, sí, Eva! E...V...A. Nombre triangular y
perfecto, con perfección sobria, clásica. Agradable de pronunciar, cuando se alarga la
E y se saborea la V como uno de esos besos que son mordida también” (151-152).
Al observar a la mujer llamada Elena desde la cama, Ernesto imagina cómo
podría pintarla al estilo impresionista, capturando el movimiento y las pausas sutiles de
su cuerpo a través del tiempo: “Vislumbra Ernesto que su figura podría resolverse en
chorros, en corrientes caídas de luces y colores. Está la cabellera bermeja, sin acabar
de caer nunca, con sus oleadas de barro torrencial, sobre los hombros redondos y
perfectos; y en la confluencia del entrecejo los ojos alargados unen sus aguas azules a
la de las cejas” (168). Sin embargo, la fluidez y sensualidad de esta imagen se pierde
con un mero cambio de luz: “la luz del sol, colándose por la persiana, cuadricula la
figura de Elena” y “le extraña el verla, como si no fuera ella, de perfil, en el espejo del
ropero, porque le parece increíble que éste pueda reflejar otro rostro que el suyo, que
ya era en él como un cuadro...” (168). Es como si la mirada de Ernesto comenzara a
ser impedida por nuevos tiempos y valores. En ciertos momentos, logra ejercer su
“mirada impresionista”, pero ya se encuentra víctima de “la agonía de los cinco
sentidos”.
Incluso el mismo narrador-autor, que toma la palabra por algunos capítulos en
medio de la novela, manifiesta su disgusto por el modelo pictórico preferido por su
personaje. Nota que “por el aire corría el tren de Cuernavaca, en esa perspectiva
absurda que se enseña –a mí no me cuenten, que se enseña– en las escuelas de
pintura al aire libre” (171). Luego, explica su decisión de ir a Pachuca y de situar el
resto de su novela allí: “No hay ninguna ciudad más agria. Si yo conociera un paisaje
23
más austero, más aún del cubismo, me habría ido allá a pensar mi novela” (173). El
narrador parece haber creado a Ernesto con lo que considera ser una debilidad, que es
su mirada sensual. Castiga la tenacidad de su personaje al unirlo con Rosa Amalia,
quien pertenece al mundo tecnológico del siglo veinte, más que a las fantasías
impresionistas del protagonista. A Ernesto “le parecía tan inquieta que hasta cuando
estaba acostada la sentía caminar, como si todos los lechos se convirtieran, al tocarlos
su cuerpo eléctrico, en asientos de automóvil o divanes de pullman en movimiento”
(184). El protagonista queda solo y frustrado, al querer arreglar rostros en vez de
apreciar “el rompecabezas plástico” de nuevas estéticas.
Interpretaciones de un retrato religioso en “Santa Teresa” de Efrén Hernández
Con la narrativa de Vela, Icaza y Owen en mente, se analizará “Santa Teresa” de
Hernández, para examinar el uso de la ecfrasis particular en este cuento largo. En
“Santa Teresa”, el narrador y protagonista principal se encuentra en la casa de un
conocido, quien está preocupado por la Guerra Cristera que aflige el país. El narrador,
dentro del cuarto de huéspedes, se esfuerza por interpretar un retrato que cuelga sobre
la cabecera de la cama, antes y después de haber descubierto su título. La presencia
de este retrato dentro del texto sería un ejemplo de la ecfrasis nocional, pues el cuadro
es imaginario y no corresponde a ninguna obra específica fuera del cuento (Hollander
4). Al mismo tiempo, se puede ubicar este retrato dentro de cierta agrupación temática,
en que estarían las representaciones pictóricas de Santa Teresa de Jesús (1515-1582).
En este sentido, el cuadro imaginario cobra sentido como un modelo pictórico. Aunque
no es posible identificarlo específicamente, el cuadro no deja de emitir cierto poder
24
asociativo, pues se puede ubicarlo al lado de otras representaciones de la santa, con
las que tiene mucho en común.6
La iconografía teresiana se sitúa dentro de una tradición mimética que abarca
siglos; esta tradición evidencia, para el historiador de arte E.H. Gombrich, “un forjar
llaves maestras para abrir las misteriosas cerraduras de nuestros sentidos, para las
cuales sólo la propia naturaleza tenía originariamente llave” (304). 7 Las
representaciones de Santa Teresa comparten el objetivo de ilustrar las vivencias
espirituales de la conocida carmelita, a partir de detalles como la mirada de la santa, la
distribución de la luz y la presencia de diversos elementos simbólicos, por ejemplo la
paloma, la pluma, la luna o la aureola. Margit Thøfner también reconoce la importancia
de los detalles “realistas” en estas representaciones, que muestran a la santa con una
cara expresiva o que la presentan inmersa en actividades cotidianas. Como explica la
estudiosa, al considerar una serie de grabados del Amberes de 1613: “It simply had to
look like Teresa. [...] What one is about to see, as one looks through the engravings, is
an actual life, not a fiction. By means of the print-series, one is to be rendered into a
witness of Teresa’s prodigious sanctity as if it were unfolding in front of one’s own eyes”
(66). Thøfner vincula esta valoración de la “autenticidad” artística con los retratos
hagiográficos posteriores al Concilio Tridentino del siglo XVI, pues el Concilio exigía la
representación artística de “personas reales” y no la recurrencia a tipos genéricos (74).
En el cuento “Santa Teresa” queda claro que el dueño de la casa, don Maurilio,
simpatiza con la causa cristera, a partir del retrato que muestra de la santa. Incluso se
puede deducir que don Maurilio le está dando alojamiento al narrador por su afiliación
religiosa: hacía el final del cuento, su hija le pregunta si “‘este joven es un seminarista’”
25
(132). Sin embargo, si bien el narrador es posiblemente alumno de un seminario, no se
acerca al cuadro de Santa Teresa de una manera convencional. El narrador alternará
entre dos polos interpretativos al observar la imagen visual, los cuales son exageradas
mediante un fuerte sentido del humor. En algunos momentos, el narrador toma el
retrato que contempla por una muestra directa del mundo: no distingue entre el arte
como un medio representativo y los referentes detrás del arte, entre las imágenes
pictóricas y las personas u objetos. En otros momentos, el narrador no sólo pone en
duda esta relación directa entre el arte y la vida sino, en un giro radical, trata el arte
visual como un medio incapaz de ser “fiel” al mundo extra-artístico o de comunicar un
conocimiento fijo.
La lectura oscilante del narrador convierte al cuadro mimético de una figura
histórica en un cuadro vanguardista, pues responde a dos concepciones del arte
paradigmáticas para los movimientos de las primeras décadas del siglo XX: 1) el arte
como una “cosa”, que puede interactuar con los objetos, espacios y habitantes del
mundo extra-artístico en igualdad de condiciones y 2) el arte como un conjunto de
signos pictóricos o verbales cuyo sentido nunca es inmanente, sino que depende del
contexto en que está ubicado y en la recepción particular del observador. El
acercamiento ecfrástico del narrador al retrato de Santa Teresa hace que la
representación pictórica salga repentinamente del marco, adquiera movimiento y logre
efectuar cambios en el mundo exterior. Al mismo tiempo, el cuadro se muestra
maleable a este mundo exterior y a las valoraciones de quienes interactúan con él.
Hernández, al crear un narrador que se mueve entre estas dos posturas hermenéuticas
mencionadas arriba, sugiere que el arte nuevo se encuentra no sólo en nuevos
26
manifiestos y nuevas obras, sino también en nuevas maneras de interpretar e
interactuar con las representaciones del pasado. Las vacilaciones interpretativas del
narrador no necesariamente serán espontáneas o “inocentes”, sino que tomarán la
forma de una “mala lectura” deliberada. Esta lectura servirá como una estrategia para
desacralizar tanto la figura de Santa Teresa como la obra de arte tradicional, junto con
sus intenciones miméticas. Además, invitará a efectuar una consideración crítica del
conflicto religioso del momento: si el arte visual se presta para múltiples lecturas,
dependiendo del punto de vista del observador –siendo algunas lecturas más
rebuscadas o “distorsionadas” que otras– la representación narrativa de la Guerra
Cristera también podrá tomar forma según el cristal con que se mire.
En primer lugar, conviene explorar cómo el narrador de “Santa Teresa”, en su
interpretación del retrato, no diferencia entre la representación pictórica y la presencia
física de la santa. En este sentido, lleva hacia un extremo destructivo al concepto
gombrichiano de “pintura como ilusión” y a lo que Mack Smith reconoce como el
modelo representativo de correspondencia. Según Smith, el objetivo de este modelo de
correspondencia –que se encuentra, por ejemplo, en las corrientes naturalistas o
realistas del siglo XIX– es alcanzar, a través de la escritura, “a logical and empirical
‘match’ between language and reality’” (23).8 Por extensión, también se puede pensar
en el modelo de correspondencia aplicado a las artes visuales, donde existiría una
correspondencia “uno a uno” entre la imagen pictórica y el referente. En el cuento de
Hernández, resalta esta misma consideración del arte como una presencia física y
también cotidiana en el mundo, a partir de la interpretación ecfrástica del narrador.
Cuando el narrador comienza a observar el retrato, todavía no ha visto su título
27
ni sabe que es un retrato de Santa Teresa. Sin embargo, debido a que la narración es
retrospectiva, el narrador no omite el nombre de la santa al presentar sus estrategias
interpretativas en esta primera parte. Se puede notar de inmediato que, para el
narrador, el retrato de la santa tiene un papel que desempeñar dentro del “aquí y
ahora” del cuarto de huéspedes: es “un centinela” que protege al narrador de una cama
que “es neurasténica y de todo tiembla” (125). Para el narrador, el retrato no es algo
separable de la pared que lo apoya, sino que forma una parte vital de ésta y hasta de la
configuración del mismo cuarto: “Ahora nuevamente veo cómo tenía razón cuando dije:
la persona que construyó esta pieza era muy inteligente. En todos los detalles se
conoce; hasta en esto de poner junto a la cama un centinela para evitar un accidente”
(125). La santa observada por el narrador no está, por así decirlo, congelada en otra
época y en otro espacio, sino que cobra vigencia como alguien con el poder de
provocar –o en este caso, impedir– cambios en el mundo del narrador. No hay que
olvidar que, a partir de esta interpretación del narrador, la representación de Santa
Teresa pierde su connotación sagrada, acercándose a obras como la parodia de la
“Mona Lisa” de Marcel Duchamp. En tanto centinela, la santa tiene que cambiar el
hábito por el uniforme militar y moverse dentro del ámbito terrenal del cuarto.
El huésped declara que la santa pintada no siempre cumple con sus
responsabilidades de centinela, pues “está distraída” y dirige su mirada hacia “quién
sabe qué cosas en el cielo” (126). Se puede comparar esta mirada de la santa con las
representaciones teresianas de artistas como fray Juan de la Miseria (1576, ver fig. 3) o
François Gérard (1827, ver fig. 4), pues en ambos retratos la mirada de la santa no se
cruza con la del observador, sino que va dirigida hacia arriba. En el retrato del fray Juan
28
de la Miseria, la santa mira hacia el ángulo superior izquierdo del cuadro, donde hay
una paloma como símbolo del Espíritu Santo. En la representación de Gérard, la santa
parece contemplar algo directamente arriba del observador, impidiéndole compartir su
visión. Puesto que la luz ilumina sólo la cara y parte del torso de la santa, sin
difuminarse con el fondo, como se esperaría, la fuente de esta luz puede referirse a
algún tipo de visión sobrenatural, igual que la paloma del cuadro anterior.
Aunque la santa retratada en el cuento comparta la mirada característica de las
representaciones anteriores, el narrador le imposibilita a la carmelita mirar algo que no
se refiere directamente a los sucesos visibles del mundo exterior: “¿Un astro? No, el
cielo está nublado. ¿Un angelito? No, tampoco está contemplando un angelito, porque
los angelitos están más allá de las estrellas, y Santa Teresa no ve a través de un
catalejo. Más bien puede ser que esté mirando un globo” (126). Si Santa Teresa afirma
en su Libro de la vida haber tenido visiones religiosas, estas visiones sólo fueron vistas
por sus ojos. Por lo tanto, muchos cuadros teresianos tomaban la licencia artística de
“hacer visible” la experiencia interior de la santa a partir del uso de imágenes
simbólicas. El narrador difiere de los artistas de estos cuadros, al optar por “leer” el arte
visual como un partícipe directo en el mundo exterior. Niega el posible nivel simbólico
del cuadro, donde un astro, un ángel, u otras imágenes figuradas podrían aparecer de
cerca y en la oscuridad, sin comprometer la “veracidad” del sujeto del retrato. A través
de esta mala lectura, enfatiza los niveles de abstracción necesarias para interpretar no
sólo las obras de arte sino también los sucesos extra-artísticos. El invitado también
aventura una hipótesis completamente anacrónica con respecto a la visión del globo.9
De este modo, deliberadamente traslada a la santa al mundo moderno; en vez de tener
29
visiones religiosas, ella tiene que contemplar objetos profanos o mirar “racionalmente” a
los ángeles a través de un catalejo.
Al preocuparse por posibles astros, ángeles y globos, el narrador no se contenta
con el rostro pintado de la santa, sino que busca ámbitos y sucesos que se extienden
más allá del retrato enmarcado. Es como si el invitado, en vez de estar observando un
lienzo, estuviera mirando por una ventana por la cual puede asomarse desde distintos
ángulos para ver lo que pasa “afuera” en el tiempo real. Postula, además, que la
imagen de la santa puede ser receptiva a las influencias del mundo exterior, de la
misma manera que ella influye en este mundo como “centinela”:
Desde que la vi tan distraída han venido a platicarme cuatro o cinco malos pensamientos. Quieren que le pique las costillas; quieren que le suene, de repente, un claxon; quieren que le ponga un lápiz junto a las orejas y le diga: ‘Oiga usted, Santa Teresa de Jesús’ para que al voltear se pique la nariz. Pero yo les digo que estoy en esta casa de visita y que sería necesario tener una escalera. (126)
Aquí, el narrador subraya humorísticamente su deseo no sólo de “asomarse”
por un cuadro-ventana, sino de literalmente tocar al sujeto del cuadro como si fuera una
persona. Los “malos pensamientos” del huésped le invitan, en este caso, a jugar una
broma a la santa y sacarla de su éxtasis religioso.
Cuando un ratón entra en el cuarto, el narrador, poniéndose en los “zapatos” del
animal, se compara con el cuadro de Santa Teresa y con las representaciones
esculturas de dos figuras históricas: Nerón y Benito Juárez. Según los cálculos del
narrador, el ratón no le tiene miedo mientras esté quieto en la cama, puesto que la
representación inofensiva de Santa Teresa es, “de todo cuanto ha visto, lo que más se
parece a mí” (130). Por consiguiente, el movimiento súbito del huésped le sorprende
doblemente, tanto por amenazarlo como por romper con su supuesto marco
30
interpretativo: “¿Qué habría usted hecho si de pronto se moviera una estatua de Nerón
o de don Benito Juárez?” (130). Si el narrador reconoce en este momento la
improbabilidad de que las estatuas de Nerón y Benito Juárez o el retrato de Santa
Teresa se muevan, al mismo tiempo les otorga vida al hacerles indistinguibles de sí
mismo. El ratón puede quedar espantado con el movimiento súbito del narrador, pero el
invitado no sufrirá el mismo destino, pues espera que Santa Teresa, igual que él,
responda al sonido de un claxon o a un cosquilleo.
Hay que notar que, fuera del cuento de Hernández, tanto la figura histórica de
Nerón como la de Benito Juárez se habrían posicionado en contra de las actividades
religiosas de Santa Teresa, a pesar de las enormes diferencias que existen entre los
dos. Nerón es famoso por haber perseguido a los cristianos durante su reino como
emperador, mientras que Benito Juárez buscaba limitar el poder social y económico de
la Iglesia católica a través de sus Leyes de Reforma. El hecho de ponerlos en relación
con Santa Teresa como ejemplos del arte visual es significativo, pues alude a las
tensiones de la Guerra Cristera y a los posibles sentimientos ambivalentes del narrador
respecto a los tiempos que le ha tocado vivir. El medio artístico vanguardista le sirve al
narrador, en este caso, para repensar el pasado y los acontecimientos del conflicto
actual fuera de un marco histórico estrictamente lineal. Santa Teresa, al compartir el
escenario con dos líderes laicos y también con el mismo narrador, se convierte en la
catalizadora involuntaria de una broma contra la rigidez de las posturas religiosas y
políticas de la época.
La interpretación del narrador no queda limitada a esta perspectiva, que trata el
arte como un medio que va más allá de la mimesis para instalarse en la realidad extra-
31
artística. También responde a dudas planteadas por el huésped, respecto a la
capacidad representativa del retrato que contempla y de la representación artística en
general. Como se verá, el narrador vacila al preguntarse si los cuadros pueden tener un
contenido inherente o responder a un punto de vista singular. Este escepticismo
recuerda al modelo representativo de coherencia que, según Smith, se presenta en un
segundo momento del desarrollo vanguardista: “with language as primary cognitive
model, foundationalist claims for truth outside discursive contexts give way to views of
truth and reality as verbal constructs” (160).10 Desde este punto de vista, no hay un
mundo singular que exista más allá de la capacidad subjetiva de expresarlo con
palabras o imágenes; por lo tanto, los mundos verbales y visuales son siempre
construidos a partir de la apropiación de distintos tipos de lenguajes. Por extensión, se
puede imaginar que si Don Maurilio toma cierta posición respecto a “la cuestión
religiosa” (129), otros “leerían” el conflicto que ha surgido en el país de una manera
distinta.
El invitado, a pesar de haber descubierto el nombre del cuadro –y que
corresponda al nombre de la santa–, piensa en una condición que podría poner en
peligro su suposición que Santa Teresa es una monja. Si bien la mujer que contempla
está vestida de monja, ¿no podría ser también una comedianta vestida de monja?
Debido a que las comediantas “se visten con cualquier vestido” (126), la posibilidad de
su presencia en el arte hace inseguros los intentos de aproximación artística al mundo
exterior. En efecto, con la llegada de las “comediantas”, el narrador siempre podría
estar viendo la representación de lo que ya es una representación. Las palabras del
título no parecen pesar sobre la interpretación del invitado; en este caso, es como si
32
ellas, igual que la imagen de Santa Teresa, fueran medios tramposos de comunicación.
El narrador busca una prueba para precisar el verdadero oficio de Santa Teresa
y la encuentra en la forma de “una lamparita que noté al apagarse y porque se apagó”,
que “me dio a entender que sin duda alguna no se trata de una comedianta. Todo el
mundo sabe que a las comediantas no se les prenden lamparitas” (126). Este
razonamiento enfatiza cómo muchas de las conclusiones artísticas a las cuales puede
llegar un observador de arte provienen de juicios subjetivos y no de “evidencias”
inherentes a la obra. La lámpara no está dentro del marco del retrato; más bien,
muestra cómo esta representación ha sido considerada por otros o, en este caso, por
don Maurilio o por quien “construyó esta pieza” (125). Si el invitado afirma que la santa
es una monja y no una comedianta porque sólo un cuadro importante o merecedor de
respecto tendría que estar iluminado, también deja claro que es a partir de la valoración
previa del otro –y no de un contenido objetivo o irrefutable– que se aproxima al retrato.
Además de la presencia extra-artística de la lámpara, los propios valores del
narrador entran en juego aquí, pues su afirmación implica que una monja merecería el
respeto y la atención más que una comedianta. En un momento en que, según don
Maurilio, puede estar cerca “el fin de la patria mexicana” (129), muchas otras casas de
la zona podrían discrepar con la jerarquía valorativa del narrador, prefiriendo admirar,
por ejemplo, a una actriz en uno de sus papeles famosos por sobre alguien afiliado con
la Iglesia. La interpretación del narrador llega a concordar con lo que también sería una
lectura tradicional del cuadro: el nombre designado como título del cuadro sirve para
identificar a la persona histórica pintada y el traje de monja apunta hacia el mismo oficio
de monja. Sin embargo, el narrador enfatiza la fragilidad de estas conclusiones, pues
33
sólo llega a ellas a partir de una interpretación del cuadro influida principalmente por el
contexto –físico, religioso y hasta político– en que se encuentra.
Hacia el final del cuento, la figura de Santa Teresa resurge en relación con Inés,
la hija de don Maurilio. Según Hadatty Mora, Inés actúa como “la Santa Teresa
contemporánea que atrae al narrador” (Autofagia 92). Se puede ir un paso más allá de
esta afirmación y considerar a Inés como un retrato contemporáneo de la santa, inserto
dentro del mundo cotidiano del observador y los tiempos inestables del México de los
años veinte. En primer lugar, Inés se acerca a la iconografía teresiana tradicional, a
partir de su comportamiento en la mesa y las luces que la reflejan durante la cena. Inés
está distraída y “sin darse cuenta que estaba con nosotros, se mordía las uñas” (131).
También se encuentra bañada en distintos tipos de luz, cuando salen las estrellas y la
luna: “la estrella de la tarde fue la última gota que rodó por las cuencas del crepúsculo.
Ya un poco después, la luna, tras el ojo de agua, extendía su luz recién amanecida”
(132). En segundo lugar, Inés se conforma a la crítica vanguardista atribuida al cuadro
de Santa Teresa, al moverse, interactuar con el narrador y formar parte de en un
mundo que va más allá de los confines del marco pictórico. Inés mueve las luces de la
flama en vez de quedar quieta: “volteó el candelabro, primero para acá y luego para
allá” (132). Pregunta a su padre si el narrador es seminarista; luego, no contesta a una
pregunta de don Maurilio, al quedar “pensando en una golondrina que dio un tope
contra un campanario y se quebró” (132). Esta escena subraya los paralelos que
existen entre las interpretaciones artísticas del narrador y las formas en que organiza o
enmarca sus propias experiencias. El narrador “lee” a Inés como una posible respuesta
a sus dudas pictóricas previas, respecto a lo que “mira” la santa pintada y cómo se
34
inserta precisamente dentro del mundo temporal.
Para concluir, hay que señalar la coincidencia entre el nombre del cuento y el
nombre del retrato que ocupa un lugar central en el texto. Aunque el narrador nunca
nombre directamente al cuadro, declara que “descubrí su nombre” y que, “del
pronombre posesivo que hay en su nombre, deduje que no es persona libre y que su
dueño es Jesús” (126). El nombre compartido por el medio verbal y visual advierte al
lector que el cuadro de Santa Teresa es, en cierto sentido, la misma historia del cuento
que lee: el intento del narrador de poner en palabras al retrato se convierte en un relato
narrativo y borra las fronteras entre lo que sería la interpretación ecfrástica y la obra
artística. Aunque el narrador de este cuento no necesariamente considere su
interpretación del retrato como una estrategia vanguardista de re-lectura, hace su “mala
lectura” a propósito, pues le sirve tanto para desacralizar al retrato de Santa Teresa
como para mostrar la naturaleza dual del conflicto religioso que aflige México en el
mismo momento en que tiene lugar el relato. A partir de las interpretaciones artísticas
oscilantes del narrador, el autor sugiere que siempre habrá una nueva manera de leer –
y de representar– las posiciones políticas o los acontecimientos históricos. No hay duda
que en “Santa Teresa”, Hernández destaca los posibles peligros presentes en las
tendencias interpretativas del narrador. Sin embargo, Hernández finalmente afirma la
necesidad, no sólo del crítico sino también del escritor y del lector, de considerar las
obras artísticas –y los sucesos extra-artísticos– desde nuevos ángulos.
Conclusiones
El objetivo de este trabajo ha sido destacar las relaciones entre Efrén Hernández y los
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narradores pertenecientes a los dos grupos principales de vanguardia en México, los
estridentistas y los Contemporáneos. La comparación entre Vela, Icaza, Owen y
Hernández no ha sido de ninguna manera exhaustiva. Sin embargo, esta señala una
relación importante entre estos escritores, a partir de su interés mutuo de considerar el
arte visual por la “lente” narrativa. Ejemplos ecfrásticos se pueden encontrar en la
mayoría de la narrativa de Hernández, aunque, por lo general, no refieren a modelos
pictóricos explícitamente impresionistas o vanguardistas, como en el caso de Vela u
Owen, ni enfatizan la materialidad de la imagen y la palabra con la fuerza de Icaza. Sin
embargo, logran valorar nuevos (y más sutiles) modos de mirar y de percibir el mundo.
Hernández está particularmente dedicado a iluminar dos posturas artísticas, que a su
vez corresponden a objetivos compartidos por distintas tendencias de la vanguardia: 1)
las obras de arte deben cobrar existencia como unidades estructurales para la
construcción de nuevas realidades, más que como materiales subalternos del mundo
exterior y 2) el arte nunca tiene un sentido inherente, sino que siempre dependerá de
las diversas lecturas de sus observadores.
Es probable que a Hernández no le agradara la idea de estar vinculado con
Vela, o que a Icaza le ofendiera estar asociado con Owen. Pero es necesario señalar
los vínculos que se pueden destacar entre sus obras. Durante una famosa polémica
artística de 1932, algunos de los escritores y artistas estridentistas, afiliados con otros
grupos nacionalistas del país, declararon que la generación de vanguardia –para ellos,
los Contemporáneos– se encontraba en crisis (México 9, 186). Lo interesante es que
los dos lados del debate “lucharon” por el apoyo de Hernández quien, finalmente, se
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mantuvo alejado de ambos. Por ejemplo, en un comentario anónimo de El Libro y el
Pueblo (abril de 1932), se incluye a Hernández (por su obra Tachas) como uno de los
“integrantes de la nueva generación literaria” junto con Novo, Ortiz de Montellano,
Owen y otros miembros de los Contemporáneos (“Aportaciones” 184). A su vez, en
diciembre del mismo año, el director de la sección de Literatura de la Liga de Escritores
y Artistas Revolucionarios (LEAR), Ermilo Abreu Gómez, nombra a Hernández como
uno de los cincuenta escritores del año que “tratan de captar el contenido ideal del
alma nacional y de expresarla con sus propios elementos” (444). Quizás este afán
mutuo por la narrativa de Hernández indique que los “vanguardistas” y los
“revolucionarios” compartían algo más que lo que quisieron reconocer, por lo menos en
un nivel estético. Para Curiel Defossé, la pertenencia a una generación no
necesariamente implica vivir plácidamente con los otros que la constituyen, ni compartir
todas sus ideas estéticas o políticas: “Si bien es verdad que lo que podríamos
denominar la pertenencia gregaria invoca, en principio, la unidad, la afinidad, la
homogeneidad, el paso acorde; también lo es que, en igual medida, hacia el interior de
los equipos florecen la discordia, la desemejanza, la heterogeneidad, el paso dispar”
(262). En este sentido, se puede considerar a las diversas interacciones artísticas entre
los estridentistas, los Contemporáneos y Efrén Hernández como una “pertenencia”
igualmente multifacética.
Apéndice
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Fig. 1. Alva de la Canal, Ramón. Panchito Chapopote: retablo tropical o relación de un extraordinario sucedido de la heroica Veracruz. Maderas originales de Ramón Alva de la Canal. Por Xavier Icaza. México: Cultura, 1928. 81. Impreso. Fig. 2. Alva de la Canal, Ramón. Panchito Chapopote: retablo tropical o relación de un extraordinario sucedido de la heroica Veracruz. Maderas originales de Ramón Alva de la Canal. Por Xavier Icaza. México: Cultura, 1928. 91. Impreso. Fig. 3. Fray Juan de la Miseria. 1576. Convento de San José del Carmen, Sevilla, España. <http://www.umilta.net/teresavila.html>. Internet. 20 May 2013. Fig. 4. Gérard, François Pascal Simon. Teresa de Ávila. 1827. Infirmerie Marie-Thérèse, París, Francia. <http://liturgyandmusic.wordpress.com/2010/10/15/october-15-teresa-of-avila-nun-1582/>. Internet. 20 abril 2011.
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Libro de la vida (1590)– en un momento de éxtasis religioso. Esta obra se encuentra en la Capilla Cornaro de la iglesia de Santa María de la Victoria en Roma, fundada por los carmelitas descalzos. Al mismo tiempo, como señala Margit Thøfner, una serie de 25 grabados sobre la vida y las visiones de la santa, hechos por Adriaen Collaert y Theodor Galle, ya existían en el Amberes de 1613 (60, 65). Según la estudiosa, es probable que éstos y otros grabados tempranos de la santa influyeron mucho en las representaciones posteriores de Bernini y otros artistas, pues podían circular con más facilidad que otros medios por estar impresos en papel (65-66). Anterior a la escultora famosa de Bernini y los grabados de Amberes, fray Juan de la Miseria también hizo un retrato en 1576 de una Santa Teresa sexagenaria, para el convento San José en Sevilla. 7 Según James Heffernan, Gombrich asocia el desarrollo histórico del arte con la búsqueda por un parecido cada vez más exacto entre las imágenes artísticas y las imágenes extra-artísticas: “For Gombrich, the history of art is a ‘progress’ toward ever more exact resemblance between the appearance of a painting and the appearance of the world it represents [...]. Renaissance art, therefore, is more sophisticated than medieval art because the techniques of linear perspective make it seem much more ‘realistic’ than its two-dimensional predecessor, much closer to the three-dimensional world of our experience” (“Literacy” 45). Al mismo tiempo, Heffernan señala que el arte abstracto del siglo veinte problematiza esta idea del progreso lineal del arte, al dejar de lado el objetivo de la mimesis (“Literacy” 45). 8 Smith destaca, con la llegada de las vanguardias, los tempranos esfuerzos por probar los límites de este modelo, al enfatizar la “cosidad” de la obra artística. Como explica el estudioso, al referirse a James Joyce y al personaje principal de Ulises: “Stephen’s (and Joyce’s) early aesthetic of epiphany and authorial effacement show the early modernist desire for an objective, scientistic theory of meaning, which, in Pound’s words, is the ‘direct treatment of the thing’” (168). 9 El globo aerostático se inventó en 1783 por los hermanos Michel Joseph y Étienne Jacques Montgolfier (Daintith 539), mientras que la invención del globo de goma es atribuida posteriormente a Michael Faraday en 1824 (Robertson 160). 10 Para ilustar la predominancia del modelo de coherencia, Smith se refiere de nuevo a Joyce, junto con el autor de Investigaciones filosóficas: “Like Wittgenstein, Joyce moved from seeing language as corresponding to the world through an autonomous subjectivity to seeing it as a language game through which a community creates a reality by means of its social discourse” (169).