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EL BLACAMANCITO DE LA PORTALES

por Jamaica Li

Por el influjo de su pensamiento llovían piedras sobre los tejados; volaban

muebles grandes y pequeños; los focos se fundían y danzaban los zapatos. Con la

fuerza de su mirada rompía botellas, y las vidrieras de las ventanas se estrellaban

a su paso. Los objetos se movían de lugar por su presencia. A partir de un sencillo

mandato de voluntad cumplió los más increíbles caprichos y alivió a sus seres

queridos. Se llamaba Joaquín Velázquez, el «milagro del siglo XX».

De piernas largas y torso frágil, su cuerpo enjuto al centro de la primera

fotografía semeja una varita mágica. Como la cresta del instrumento del

ilusionista, sobresale su peinado de raya al costado. Los ojos, muy abiertos, detrás

de unos anteojos redondos, semejan estrellas, como las del mago cuando agita la

batuta hechicera. Su mirada siempre es de sorpresa; él mismo se asombra de los

poderes que posee. Tiene la figura común de un adolescente; la nariz, la boca y

las manos son más grandes de lo normal y presenta cierta desproporción

anatómica. Se le conoce por una foto del 5 de mayo de 1938, en la portada del

periódico La Prensa. El titular de la nota de ocho columnas dice: «Desconcertante

caso de telequinesia descubierto en la colonia Portales»; el balazo editorial reza:

«Niño prodigio tiene asombroso poder de atracción». A este niño le faltan dos

dientes.

El fuerte donde se resguardaba «Nito», como le decían de cariño, se situaba

en Héroes de Churubusco, ahora Malintzin, número 37, entre las calles de

Presidentes y Emperadores, en la entonces delegación General Anaya.1 Para

llegar hasta éste había que cruzar una verja de madera, atravesar un patio

estrecho y librarse de sus animales de compañía: un perro, que se deshacía en

ladridos y amenazaba con soltarse de la cadena que lo retenía del pescuezo, y de

un gato negro metiche llamado «Chicharrón». Eso no garantizaba que los curiosos

1 La delegación General Anaya tenía por límites las actuales vialidades de Viaducto Miguel Alemán, al norte; Avenida Universidad, al poniente; Circuito Interior, al sur; y al oriente, las calles Andrés Molina Enríquez y Playa de la Cuesta, la avenida Presidente Plutarco Elías Calles y las calzadas de Tlalpan y Santa Anna. Desapareció en 1941 y parte de la totalidad de su territorio comprende, hoy en día, la alcaldía Benito Juárez.

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pudieran ver al niño fenomenal. Los padres eran unos guardianes celosos. Decían

rechazar cualquier tipo de publicidad porque abundaba «gente vulgar» que hacía

libres interpretaciones acerca de lo que pasaba dentro de esas cuatro paredes.

Que habían recibido toda clase de insultos por parte de los vecinos y las

autoridades. Que los llamaban brujos. Una vez terminaron en la delegación por

acusaciones de que su hijo apedreaba los techos. Sólo el delegado Limón había

ofrecido velar por su seguridad. La madre negaba que el muchacho estuviera ahí y

el padre, más afable, permitió el paso a médicos y reporteros conforme el caso se

hizo más notorio.

Entonces ocurre un portento. El día que Carlos Monsiváis nace, el 4 de mayo

de hace poco más de ochenta años, el «niño telequinético de la Portales» aparece

por primera vez en público, sólo que del otro lado de Tlalpan, a unos cuantos

kilómetros de la colonia San Simón, en donde el escritor viviría hasta su muerte.

La coincidencia habría sido su mejor crónica. En esa segunda fotografía que

registra su aparición, se ve al chiquillo por fin en una habitación que también sirve

de sala, con una repisa de flores y santos, dos camas y algunas sillas. Con los

brazos escondidos detrás de la espalda, responde parcamente a las preguntas de

los reporteros que han ido a dar cuenta de sus maravillas. A sus pies, yacen

comales, cazuelas de cobre, cucharones, tacitas y jarras de barro. Aunque ha

movido objetos a distancia con la mente durante un año, ésta es la primera vez

que muestra sus habilidades ante testigos diferentes. Él dice que no siente miedo.

Que le gusta la ingeniería y la mecánica. Que todo sucede durante el día. Como la

vez que hizo aparecer los centavos faltantes para la compra de su madre,

atrayéndolos con la mente desde su casa hasta el mercado donde se

encontraban. O la ocasión en que acercó hacia sí una bola de estambre que ella

no adquiría en la mercería por falta de dinero, pero que él necesitaba para hacerse

una gorrita.

«Nos estábamos despidiendo cuando mi sombrero voló, de la mitad de la

cama, en donde se hallaba, hasta los pies de Joaquín”, dijo el fotógrafo Miguel

Casasola a su tocayo el periodista Miguel Gil, ambos presentes en la escena del

evento sobrenatural. El segundo consignó lo que presenciaron en un reportaje de

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cuatro planas para el diario La Prensa, donde quedó registrada la visita que le

hicieron al niño, entrevistas a declarantes convencidos de sus capacidades

psíquicas y una confirmación insistente de parte de los involucrados de que todo lo

que relataban era totalmente cierto. El texto cerró con la siguiente creencia, cual si

se tratara de un artículo de opinión: «Gracias a que estamos en plena era de

progreso, porque si estuviésemos viviendo la tenebrosa época de la Inquisición,

Joaquín ya estaría a estas horas en ella».

El primero en enterarse del caso es el sacerdote jesuita Carlos María de

Heredia, conocido por su maestría para fotografiar espíritus e ilusionista

aficionado, amigo del escapista húngaro Harry Houdini. El párroco se muestra

interesado en el caso de telequinesis porque es el único que se ha presentado en

México, después de Italia, Francia y Austria. En la tercera imagen, unos cincuenta

curiosos, entre niños y adultos, se han apostado afuera de la casa del ser

extraordinario. Hay opiniones divididas: unos aseveran que se trata de un milagro,

otros dicen que es mentira. Llueven peticiones de personas desesperadas al

pequeño. La señora Ester García, por ejemplo, es ciega y le ruega a Joaquín que

obligue a su esposo a volver al hogar. También el niño recibe ofensas anónimas,

como la que se lee en una tarjeta: «Mono con síntomas de brujo». El padre

advierte que su hijo no es competencia para las pitonisas, porque ni adivina ni

hace predicciones.

Mientras en Occidente, los países europeos, encabezados por Hitler, se

alistaban para iniciar la Segunda Guerra Mundial; en Oriente, el líder pacifista

Mahatma Gandhi clamaba la liberación de la India; y en México, los ciudadanos

respondían positivamente con donaciones al llamado gubernamental de aportar

dinero para solventar la deuda petrolera; en tanto se desarrollaban estos eventos

alrededor del mundo, en el centro de la capital —donde recién se había prohibido

el uso del claxon por exceso de ruido— se presentó el caso del «moderno

Aladino», con cierta reticencia por parte de los miembros, ante la Academia

Nacional de Medicina, como parte de los setenta trabajos leídos, correspondientes

a la sección X de Neurología y Psiquiatría.

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La comisión a cargo del análisis del fenómeno la encabeza el presidente de

la Academia, Ignacio González y la componen los psiquiatras Samuel Ramírez y

Leopoldo Salazar Viniegra; Ramón Pardo, presidente de la Sección Médica;

Fernando Ocaranza, presidente de la Sección de Biología, el fisiólogo José

Joaquín Izquierdo y Alfredo Millán, director del Manicomio General. Antes del

veredicto, otro reportero, distinto al que ha dado seguimiento a los hechos en los

últimos días, da a conocer, en una nota también de La Prensa, las posturas de

algunos especialistas al respecto del tema. Santiago Ramírez, profesor de

Neurología en la Facultad de Medicina, jefe del pabellón de neurólogos del

Sanatorio Español y director del Manicomio de Cholula, asegura que atraer

objetos inanimados con la mente es imposible. «Estos fenómenos de

transmisiones cerebrales deben admitirse y están científicamente demostrados,

tratándose de seres animados, es decir de cerebro a cerebro, que pueden ser uno

transmisor y otro receptor, por tener vida y estar capacitados para difundir las

ondas; pero de una persona a un objeto, es sencillamente disparatado suponerlo».

Las eminencias ocupaban poco a poco los sitiales verdes y la sillería

destinada al público se hacía insuficiente. En punto de las ocho de la noche, se

declaró abierta la sesión extraordinaria del 10 de mayo de 1938 en la Academia

Nacional de Medicina. Ante un auditorio atiborrado de «público no acostumbrado»,

el gran ídolo de Portales tuvo un defensor a su altura, como el que toda leyenda

debiera tener: el médico y filósofo Enrique O. Aragón. Autor de los textos «Fuga y

vagancia» (1914), «La risa loca» (1926) y «Sueños premonitorios o paramnesias»

(1938), publicados en la Gaceta Médica de México, expuso que los estudios de

telequinesia no eran nuevos y que, incluso, médicos como el italiano César

Lombroso, en un principio escéptico a los eventos metapsíquicos, aceptó que

estos eran posibles. Reconocía que también podía haber engaños, porque, según

dijo: «Existen tres problemas fundamentales de la existencia: la belleza, que es el

sentido estético; el bien, que es problema moral y la verdad, que es un asunto de

lógica». Aragón fundamentaría entonces su defensa del niño superdotado en la

duda metódica de Descartes. Más afín a la metafísica que a la ciencia médica, el

doctor parafraseó en voz alta frente a la singular concurrencia las palabras del

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pensador francés: «De todo puedo dudar, menos de que dudo y si dudo luego

pienso y si pienso luego existo». No obstante, esa noche triunfó la razón y se

aprobó el dictamen de la comisión nombrada con motivo del trabajo presentado,

que fue adverso a las conclusiones de éste. El doctor Viniegra alegó que el niño

movía la mesa con los dedos y que, por tanto, se trataba de un fraude, alimentado

por la fabulación de los padres y el exceso de fe en el barrio de Portales. Finalizó

con una mención sobre las supersticiones, el gato negro y la sal.

Pero la necesidad de creer es una facultad biológica del ser humano. El 24

de mayo de 1938, casi quince días después de la asamblea donde se determina la

falsedad de los hechos en la «casa encantada», aparece en La Prensa una nota

más —la última— de Miguel Gil sobre el niño telequinético, con fotografías de

Miguel Casasola, su inseparable tocayo. En la cuarta imagen, los periodistas, el

chofer Demetrio López, la testigo Sara N. Casasola y hasta el office boy de la

redacción, «Mina-Mina», rodean al jovencito porque confían en él y no están

satisfechos con el fallo de los académicos. Uno de ellos le entinta los dedos, pues

su tótem ha de someterse a la prueba dactiloscópica. De quedar impresas sus

huellas en la mesa al moverla, deberán dar la razón a la ciencia, confirmándose el

engaño en el que todos han caído. ¿Pero y si no?

Con el peso a cuestas de ser llamado a esas alturas el «blacamancito» de la

Portales, en referencia a Blacamán, el famoso faquir indio que hipnotizaba

animales alrededor del mundo, Joaquín apoyó los codos sobre el mueble

dispuesto para el experimento. Los idólatras, en tanto, se ubicaron en distintos

lugares de la recámara donde se llevaría a cabo la demostración. Tenía todas las

miradas encima. No llevaba ni cinco minutos concentrado cuando la mesa levantó

las patas de la cabecera opuesta a la que estaba el chico, azotando con furia las

duelas del piso. «¡Achis!», dijo el pequeño mentalista. La superficie estaba

impecable, sin ninguna marca.

A ocho décadas de lo que algunos consideraron «la venida del Anticristo» a

la Portales, nadie recuerda al niño que supuestamente lo encarnó. El único que

hubiera podido conocerlo es el señor Horacio Gloria, de 88 años, pero no sabe

nada pues a pesar de que nació a un número de la «casa encantada» se mudó al

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otro lado de la colonia cuando tenía la edad de tres. Lo único que queda en el

lugar que alguna vez ocupó su vivienda es un edificio más o menos nuevo, donde

actualmente reside la señora María, una octogenaria que tal vez supiera algo más,

pero a quien nunca pude ver porque hoy en día es complicado confiar en los otros

y jamás me abrió la puerta.

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¿Alguien sabe dónde está “El Negro” Clemente Andia?

Por Camilo Luna

Del “Negro” Clemente se sabe sólo de oídas y de habladas. La única certeza que

se tiene de ese hombre espigado y, para muchos, paranormal, es que su colapso

inició poco antes de las Fiestas Patrias de 2016, cuando dejó de vender discos

compactos de música y composiciones de su autoría.

Bueno, eso decía.

Nadie sabe cuándo y cómo llegó al barrio. Lo único de lo que se tiene certeza es de

cuándo se fue, pero no cómo y por qué.

Unos dicen que está en una granja de rehabilitación en Iztapalapa. Otros que lo

encontraron muerto en una calle de la Colonia Doctores, con una sonrisa rumbera

congelada en su rostro. Otros que fue ingresado a un centro de salud mental. Otros

que se hartó de todo y de todos y que se fue así nomás.

El año pasado, en una de esas noches lluviosas de finales de agosto, Ricardo

Clemente Andia Viloria, “El Negro” o “El Cubano”, bailó desnudo en los toldos y

cofres de tres autos estacionados frente al Parque Las Américas. El escándalo no

fue por el descomunal pene verduzco que blandía bajo el sereno lunar, ni por la

mierda que expulsó su escuálido esqueleto en el parabrisas de uno de los vehículos.

No.

Las “buenas conciencias” armaron un aquelarre mítico por los gritos desaforados

de Clemente al entonar el Guantanamera, guajira Guantanamera/ Guantanamera,

guajira Guantanamera.

Unos lo consideraron grotesco. Otros un insulto a la música cubana. Los más una

falta de respeto a los oídos de los vecinos del barrio.

Yo soy un hombre sincero/De donde crece la palma/Yo soy un hombre sincero/De

donde crece la palma/Y antes de morir yo quiero/Cantar mis versos del alma…

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Al “Negro” no lo dejaron terminar los versos de José Martí. Siete policías le cayeron

encima cuando berreaba, con el dolor más profundo que jamás se haya visto en un

ser humano, aquella estrofa que dice:

Con los pobres de la tierra/Quiero yo mi suerte echar/El arroyo de la sierra/Me

complace más que el mar…

Muchos de los que se acercaron a ver por última vez al hombre mulato que se ganó

la vida haciendo creer que componía sus propias canciones, pero que además

aseguraba que el de la voz de los cidis era de él, observaron una figura monstruosa,

con la cabeza desproporcionadamente más grande que su cuerpo; con múltiples

laceraciones de leproso en espalda, hombros y cuello; con unos pies enormes y

desfigurados; con pedazos de pelo cano, profundamente rizado y al ras del cuero

cabelludo, esparcidos lastimosamente en la cabeza amorfa de recién nacido.

Ricardo Clemente Andia Viloria lloraba aquella noche en el interior de la patrulla.

Nadie supo nada de él después de esa tormenta de agosto de 2018. Nadie. Bueno.

Algunos dicen que sí.

Repetidamente, muy repetidamente, se escucha en restaurantes, cantinas,

peluquerías, tlapalerías, recauderías, tortillerías, farmacias, comercios informales,

taquerías, fondas, esquinas, parques, camellones, bancos, neverías, veterinarias y

tiendas del barrio:

“--¿Y qué se sabe de ‘El Negro’? ¿Todavía no aparece?”

***

“El Cubano” tenía el don de la ubicuidad. Algunos vecinos del barrio aún creen que

en realidad eran dos o tres Clementes los que caminaban larguísimos trayectos a

lo largo del día y de la noche para ofrecer sus discos compactos, de envoltura blanca

y con la lista de las canciones escritas al dorso a mano, en tinta negra, azul o roja.

Era común que alguien comentara que había visto a “El Negro” en la avenida Doctor

Vértiz, a la altura de la colonia Buenos Aires, “hace como media hora”. Hace como

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treinta minutos --respondía el otro-- estaba en la vendimia habitual en un restaurante

en Avenida Universidad.

Eso no puede ser --replicaba alguien más-- Clemente Andia “se estaba tomando un

refresco en una tienda, más o menos hace media hora, en la Colonia Obrera”.

Los tiempos del “Negro” no eran los de este planeta. Ni lo eran las distancias. Ni las

rutas. Ni los atajos. Ni los senderos. Ni las bifurcaciones. Ni los cruces. Los tiempos

de ese hombre de anteojos reforzados con cinta adhesiva en el puente nasal y las

bisagras eran de una dimensión distinta a la nuestra. Ahora aquí. Ahora allá. Ahora

nada. Así era su cosmos.

De eso ya hace unos siete años. La decadencia, el otoño del “Cubano”, inició

después de que pasó a la venta de dulces. Y luego a pedir dinero. Ya sin nada qué

ofrecer en venta, sólo su propia lástima, su propia ruindad, su propio declive.

***

El primer contacto con Ricardo Clemente Andia Viloria más bien despertaba

curiosidad e incluso interés. La voz pausada, serena, cautivadora, de acordes

graves, inspiraban al comprador primerizo. En las sobremesas de los restaurantes

del barrio se comentaba que “tal vez sea una gran promesa y nadie lo ha

descubierto”.

Nadie se escapaba del poder seductor de “El Negro”, de su casta de comerciante

nato; de su aura de arlequín enrolado en las artes del guaguancó, el yambú y la

rumba; de su cátedra de bongosero hipnotizador. Y es que nunca acompañó sus

ventas con una grabadora en mano, con alguna bocina para degustar el “producto”,

ni siquiera con una entonación a capela de sus obras.

Es más. Nunca se supo de alguien que comentara sobre las composiciones de

Clemente Andia, o que presumiera en las fiestas del barrio el “talento

desaprovechado” del incansable andador que ya comenzaba a mostrar los primeros

síntomas de sus más de sesentaicinco años.

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Porque, regularmente, los discos del mulato espigado terminaban debajo de los

asientos de los automóviles, arrumbados a la buena de Yemayá o de Changó.

Invisibilizados por alguna maldición yoruba o carabalí.

Algunos otros corrían con buena suerte y servían de sanador de encías para algún

nene afortunado. O apilado en el cajón de las cosas inútiles y olvidadas. O

simplemente depositado en el cesto de basura a la hora de las campanadas

desquiciantes de los hombres del camión revestido de muñecas chimuelas y

ennegrecidas de hollín en su pelona.

Pero Clemente estaba en lo suyo. Y lo suyo era la música, el comercio y los largos

andares. No se rendía. Cada tres o cuatro meses anunciaba nuevos repertorios.

Cada tres o cuatro meses también tenía que cambiar la estrategia de ventas.

Cada tres o cuatro meses tomaba por asalto a sus clientes para convencerlos de

que “a ti ya te he vendido, te recuerdo bien, pero se trata de nuevas canciones, de

composiciones propias, de una calidad de sonido inigualable, garantizada. Y al

mismo precio. Treintaicinco pesos nada más”.

Ahí comenzó el otoño de Clemente. Ya se notaba enfermo, cansado, incoherente,

aletargado. La voz no era la misma. Ahora el tono era de hastío, de decrepitud, de

vaguedad trémula y anodina. En su rostro se dibujaban tonalidades grisáceas. Era

de esos semblantes de los hombres que ya sólo cuentan las horas para la llegada

del ocaso.

***

Nunca se supo el día ni la hora precisa, pero fue por ahí de las navidades de 2017

o de las roscas de reyes de 2018. Clemente tiritaba de frío dentro de un delgado y

raído suéter morado. Ahora ofrecía goma de mascar con clorofila. Parecía un

arbusto viejo. Una ligera llovizna de alfileres punzaba su corteza quebradiza.

La mutación de músico a chiclero era lapidaria para uno de los personajes más

importantes y vitales del barrio. Cuentan que alguna vez, en esa etapa de

decadencia, tuvieron que acercarle una silla para que no se fuera de bruces. Un

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vértigo implacable lo sacudió hasta los huesos. Fue en lo que antes fue la afamada

cantina La Nueva Mundial, en Obrero Mundial y Eje Central Lázaro Cárdenas.

Otros narran un episodio donde salió llorando de la cantina La Valenciana, en

Avenida Universidad, expulsando por la boca espumarajos de dolor.

El motivo: Ricardo Clemente Andia Viloria no pudo soportar la punzada milimétrica,

feroz, artera, que salió de las primeras estrofas que entonaba aquella mujer que

cantaba sobre tarima…

Yo no quiero que las flores sepan/Los tormentos que me da la vida/Si supieran lo

que estoy sufriendo/Por mis penas llorarían también/Silencio, que están

durmiendo/Los nardos y las azucenas/No quiero que sepan mis penas/Porque si me

ven llorando morirán.

Para entonces “El Cubano” lucía cetrino. Desvencijado. Para entonces también

comenzó a esparcirse el rumor y la insidia. La discriminación. La ignorancia.

Que andaba en drogas. Que portaba alguna enfermedad terminal. Que olía mal.

Que se le había visto con los pantalones empapados de mierda y orines. Que hay

que reportarlo a la policía o a un centro de atención para adicciones. Que mejor

sácale la vuelta. Que mejor hazle gestos. Que ya anda pidiendo dinero. Que

amaneció en una banca del parque. Que cuidado con los niños. Que se le van los

ojos viendo chichis y nalgas. Que lo siguiente era robar. Que ha de ser “halcón”.

Que ha de ser “burrero”. Que mejor se vaya. Sí, que mejor se vaya.

***

Cuando algo falta, lo que sea, inmediatamente se percibe. Así pasó con Clemente.

Había un vacío notorio en el barrio. Una pieza faltaba. Algo no encajaba.

Después del episodio del baile nocturno arriba de los toldos de tres automóviles

quedó una sensación de abandono en calles y avenidas, en comercios y parques,

en esquinas y semáforos, en ventanas y en portones.

Y comenzaron las interrogantes, las sospechas, las leyendas… ¿Alguien sabe

dónde está “El Negro” Clemente?

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Por lo menos, en este barrio, ya no.

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Cercas del paraíso

por Alberto Vía Láctea

Hágase un ejercicio de imaginación: póngase a un mexicano —puede ser mexicana,

asimismo— a escoger el sitio donde le gustaría vivir; digamos que el papá mexicano

del mexicano imaginado lo corre por segunda vez de su imaginada casa en la muy

concreta colonia DM Nacional. Imaginando que el ser reflexionado trabajase en la

Terminal 2 del Aeropuerto, ¿qué lugar deberíamos escogerle? Cerca de la central de

transporte aéreo todo cuesta más de tres mil pesos al mes, sin incluir el depósito —

doblez de cantidad. El sueldo del imaginado es de dos mil pesos a la quincena y acaba

de cobrar un día antes de ser corrido del domo patris. Siguiendo la lógica de los

tiempos y tomando en cuenta que la imaginada —o imaginado— en cuestión realiza

actividades educativas en la Del Valle, rentémosle un cuarto en la Banjidal.

—Te digo que ya no salió.

—¿Cómo no va a salir? Si acá tengo su trompo.

—Por eso, ¿qué a poco sí es muy tu cuate?

—Nel, pero no soy gandalla.

—Ahhh, pero sí te gusta mi hermana, ojete.

Cascada y Eje 7 Sur, Colonia Banjidal.

Con el registro constitutivo SGAR/6/93 la Iglesia Metodista de México se

convierte, febrero de 1993, en Asociación Religiosa. Tiene, en aquel entonces, más

de ciento treinta años de haber llegado a territorio nacional. Su templo principal y más

antiguo es el de la Santísima Trinidad y está en la calle Gante, número 5. Pero esa es

otra alcaldía.

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TE ODIO GIOVANI

Plumón blanco sobre banca de acero, Albert, Colonia Albert.

Otro ejercicio de imaginación: digamos que una mexicana —puede ser un

mexicano, asimismo— quiere escribir una crónica que trate sobre la Alcaldía Benito

Juárez para un concurso. Quizá no sabe qué es una crónica, pongamos que busca el

significado en un diccionario o en un blog de internet; queda más confundida: quiere

hablar de un puesto de hamburguesas que se encuentra sobre Tlalpan, a un costado

del metro Portales, pero no sabe cómo hacerlo cronológicamente. Quizá la respuesta

sea hacer una entrevista.

CARLOS 1997 / K PERRÓN ‘97

Dedo sobre cemento fresco, Tiziano, Colonia Mixcoac.

Cincuenta y seis colonias. En la cábala de la ciudad, debería ser cábula, dos

números no importan mucho si no tienen reintegro. Si son los años cumplidos de un

bisabuelo o la diferencia de edad de dos amantes, podrían escandalizar (¿bisabuelo

a los cincuenta? / él tiene 80, ella 24) a alguien, pero nada más. Pero si tienes otras

quince hermanas; dejaste de ser hacienda hace más de setenta años; adquiriste tus

papeles de identificación hace casi cincuenta y te comenzaste a llenar de

departamentos hace menos de quince, sí estamos hablando de ti, BJ.

—Estamos hablando de que una sola delegación tiene más producto interno bruto que

cualquier otro país de centro américa, o sea, no se están haciendo las cosas tan mal.

Digo, hay más gente en las calles del centro pidiendo dinero, que aquí.

San Lorenzo y Dr. Roberto Gayol, Colonia Del Valle Sur.

La colonia Albert está delimitada al norte por la avenida Emilio Carranza, al sur

por la calle Víctor Hugo, al oriente por la avenida Plutarco Elías Calles y al poniente

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por Calzada de Tlalpan; atravesada de norte a sur por tres calles (Benito Juárez, Albert

y Hamburgo), de oriente a poniente por cuatro calles (un fragmento de Miravalle, la

calle Ampliación Lourdes/Bremen, un cachito de Miraflores y Berlín); tiene dos calles

cerradas: Cerrada Juárez y Cerrada Emilio Carranza. La iglesia metodista tiene sus

oficinas episcopales en esta colonia y Bordados BECSA dejó un edificio abandonado,

bastante grande, sobre la calle Víctor Hugo. Señalada como una colonia donde si eres

hombre te roban el coche y si eres mujer te roban el coche y te levantan la falda o te

chiflan (a mí no me consta), es la prueba de que un elefante puede albergar cualquier

clase se boas en su interior:

ALENDI

Letras en mosaico de porcelana arriba de zaguán, Hamburgo, Colonia Albert.

Preguntas para una entrevista que no se hizo: ¿recuerda la fecha exacta en que

comenzaron? ¿qué originó el nombre? ¿cómo escogieron el producto? ¿qué

dificultades han pasado a lo largo de los años? ¿cuál es la cosa más extraña que les

ha acontecido? ¿cuál es el pedido más grande que surtieron? ¿podría hablarnos de

la receta? ¿desde dónde vienen? ¿qué es lo que más les gusta de su trabajo; lo que

menos? Trabajando desde las doce de la tarde y hasta las doce de la mañana, la

gente que vive cerca dice que están abiertos las veinticuatro horas, son esos mitos

que pocos desmienten porque el horario laboral evapora ciertos momentos del día.

—Pero en estos tiempos ya no importa el glamour.

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—Ah, pero es que ella obligaba que la criticáramos, a mí me hacía criticarla porque ni

maquillaje usaba.

—Pero es muy culta, no importa lo de afuera sino lo de adentro.

—Importan los dos, perdóname, pero importan los dos.

Tenayuca y Zaragoza, Colonia Santa Cruz Atoyac

Imaginemos que el mexicano —que también podría ser mexicana— ya localizado en

la Banjidal se sentía soñado, estaba a sólo media cuadra de la (entonces delegación)

Benito Juárez. Imaginemos que este ser imaginario tiene aspiraciones de morar cerca

del lugar donde imaginariamente realiza sus estudios imaginarios, digamos que la

patafísica hace de sus estudiantes personas ambiciosas. El cuarto de la calle Cascada

es de 15m2, como no tiene muebles (salvo los que ustedes gusten imaginar), se ve

muy espacioso. Sobre un imaginario cartón, coloca imaginarias sábanas; el resto de

sus imaginarias pertinencias sí está en donde él quiere estar: en el U Storage de Villa

de Cortés, tan cerca que quema.

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Impresión digital sobre lona sobre muro, Benito Juárez, Colonia Albert.

“Hacia finales del siglo XIX, el pueblo de Mixcoac era la cabecera de la municipalidad

del Distrito de Tacubaya, según la organización política establecida en la Constitución

Federal de 1857”, Propiedad Artística y Literaria del Archivo General de la Nación dixit.

Lo que antes se conocía como el pueblo de Mixcoac abarcaba más de seis colonias

actuales, la mayoría de ellas forman parte de la alcaldía Álvaro Obregón. En la Benito

Juárez, la colonia Mixcoac es como un marcapáginas chueco. Tiene dos baños

públicos: Molinos y Catalina; un mercado muy bonito con un puesto de mariscos que

siempre está lleno, la nomenclatura de las calles corresponde a los primos de las

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Tortugas Ninja y las gorditas que están cerca del Metro Mixcoac son un rincón cerca

del cielo.

REVUELTAS ESTÁ VIVO

Pintura en aerosol sobre piedra grabada, Parque de la Bola, Colonia San José

Insurgentes.

Regresemos al segundo ejercicio de imaginación: la mexicana —o mexicano— ha

observado desde la estación del metro Portales el movimiento en el puesto de

hamburguesas, del que aún no sabe el nombre. La primera vez que la llevaron, traía

un hambre atroz, digamos que es ese tipo de hambre que te da cuando no tienes

dinero, vives sola y faltan diez días para la quincena. El chico que le presenta las

hamburguesas no le gusta mucho, pero lo otro (lo del hambre, claro está) no puede

esperar. ¡Delicia! Supremo deleite que tiene que ser compartido con la gente que sí le

gusta, o que le cae mejor. Pongamos un ejemplo de lo que le dice el chico con la boca

llena: ¿Ejtá güena tu hambug-esa? (nadie podría disfrutar tan atroz compañía). Ahora

imaginemos que lleva 6 horas (imposible, ¿qué no trabaja?) sentada en las bancas

cementudas del mentado metro. La dependienta (mujer de uno sesenta, con el pelo

tintado de güero, impecable delantal blanco sobre impoluto pants rosa) se despide de

dos hombres (ambos de uno setenta, uno delgado y de mayor edad, otro delgado

también —¿para qué repetirlo, entonces? —, ambos con pantalón de mezclilla y

camisa de cuadros debajo de brillantes delantales rojos) y se va. Quizá es el momento

perfecto para la entrevista.

—Nunca me hace caso, abuela, siempre dice que está pendiente de mí, pero el otro

día hasta me estorbó, yo estaba acomodando mi ropa y él llega y dice que quiere

hablar conmigo, hablar no es preocuparse por alguien.

—Suelta un poco la correa, no vayas a ahorcar a Willy.

—Porque su deber no es darme lo que quiero sino enseñarme a hacer cosas solo.

Preferiría quedarme contigo y con mi mamá los fines de semana.

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—Ya se hizo del baño, espérate, voy a ir a la tienda por una bolsa.

—Yo traigo una, abuela. Por si tú no traías.

Albert y Tlalpan, Colonia Albert.

Vivir en Berlín en un espacio de 75 a 79 m2, significaría un pago de $2’760,000.00

pesos, escrituras incluidas. Vivir en Albert en un espacio que va de los 64 a los 91m2,

puede tener un costo desde los $3’500,000.00 hasta los $4’500,000.00. Si su elección

es una casa casi en ruinas, con un par de espectros y, probablemente varios

problemas catastrales, debe desembolsar la módica cantidad de $14’000,000.00; eso

sí, estamos hablando de 320m2. Por otro lado, si lo que usted busca es un lugar donde

vivir inmediatamente, un lugar en el que no tiene que desembolsar ni $50,000.00,

entonces tenemos la solución para usted: un departamento de 65m2, con un decorado

muy bonito, dos recámaras, dos baños y un lugar de estacionamiento por, únicamente,

$13,000.00 mensuales; obviamente tendría que pagar un mes de adelanto por

concepto de depósito y $2,650.00 para una póliza jurídica.

—Disculpe, buenas tardes, en esta colonia estaba La Castañeda, ¿verdad?

—No, señorita. Aquí los locos nunca nos medicamos.

—Jajaja, ya en serio.

—Es en serio, esos medicamentos son muy dañinos.

—No, me refiero a lo de La Castañeda, mi novio me dijo que aquí estuvo, hace más

de cuarenta años, me dijo que primero fue una hacienda y que luego Don Porfirio la

volvió manicomio.

—Se le habrá perdido el periférico a su novio, señorita, porque la locura siempre

estuvo y estará del otro lado.

La Castañeda y Santiago Rebull, Colonia Mixcoac.

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Cerremos el segundo ejercicio de imaginación: nuestra mexicana/o sólo atinó decirles

a los dependientes varones que quería una hamburguesa, sin cebolla y sin picante.

Trató de sacar cualquier tipo de información de la plática esporádica que aconteció

mientras masticaba (carne, jitomate, piña, cátsup, crema, mostaza tocino, queso

oaxaca y aguacate) y masticaba, pero nada, nomás nada. Regresó al día siguiente,

en la mañana mientras la dependienta esperaba que le trajeran el gas y haciendo

acopio de valor preguntó: “¿Cuánto tiempo tienen aquí?”. Pregunta incompetente que

nomás abandonar sus labios se trocó en enrarecido aire que flotó entrambas.

“Veintiocho años”. Masticando un hot dog (salchicha, tocino, jitomate, cátsup, mostaza

y queso oaxaca) recuperó valor: “Tengo muchas ganas de entrevistarla, cree que

podría hacerme un espacio para contestar algunas preguntas; y ¿cuánto le debo?”.

“Claro, el viernes cinco de julio después de las dos de la tarde; son veinticinco pesos”.

Ya tenía afianzada la entrevista.

PROTÉGEME MADRE MÍA

Polímero sublimado sobre vidrio en altar, Hamburgo y Tlalpan, Colonia Albert.

Ahora imaginemos el de nuestro mexicano/a imaginado/a; podría ser que regresara a

la casa de su progenitor o que se fuera a vivir a la casa de su novia o que logró ingresar

a alguna asociación que le brindó un departamento en la Martín Carrera o que ahora

vive en una casa que compró con sus ahorros (o con el premio de un billete de lotería)

en la Colonia Nochebuena; donde, para variar un poco, podemos imaginar que entra

luz por la ventana imaginaria y un colibrí real se aproxima a su imaginario árbol de

limón verde, porque los colibríes se siguen aproximando en cualquier colonia, en

cualquier alcaldía de esta imaginada ciudad.