El Buitre

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R ELATO CORTO L IZZ

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Relato Corto I Concurso AlicanteCity

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RELATO CORTO

LIZZ

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EL BUITRE Quizá no lo consiga, quizá no sirva para nada, quizá solo sea un nuevo intento fallido para salir de este pozo sin fondo en el que me metí hace 30 años… y del que ahora yo decido no salir. Sólo era una niña, una niña llena de ilusiones y esperanzas, con la cabeza llena de fantasías, proyectos y tiempo para vivirlos y desarrollarlos. La vida parecía fácil, sólo tenía que ser una buena persona y todo iría bien. Era guapa, trabajadora, sencilla y mi proyecto vital estaba decidido incluso antes de que yo naciera: tener una familia maravillosa y ser la mejor madre y esposa. Por supuesto, aquello no era pequeña tarea, ya lo había visto en mi madre, se levantaba al alba y acababa al anochecer con sus piernas cansadas y su mirada perdida. La admiraba, mi madre era una Santa, sólo que no tuvo suerte, no pudo encontrar al hombre que la cuidara, la hiciera reír y la confortara en su dura tarea de cada día. Sin embargo, fuimos muy felices gracias a ella. Tenía una infinita paciencia con nosotros y con mi padre. Tal vez por eso, tomé la decisión de volver a vivir su vida, pero en versión triunfadora, se lo debía. Yo sabría poner al compañero de mi vida a mi lado, yo estaría a su lado, lo demás sería fácil, porque ya lo había aprendido de ella, amar, amar y amar. Cuando lo conocí supe que era el hombre de mi vida. Me miraba con esa mirada fija y penetrante. No hablaba demasiado aunque cuando lo hacía parecía tener las ideas muy claras y tomaba las decisiones muy fácilmente. No dudaba nunca en lo que era más conveniente para nosotros. Sus silencios los entendí como fervor por escucharme. Me trataba como a una reina, como a una dulce gacela que hay que cuidar y proteger. Yo supe entonces que Él sería la persona con la que realizaría mis sueños. Me quería tanto, que no sabía que hacerse conmigo o cómo demostrármelo. Nos casamos en primavera, a las cinco de la tarde. Los hijos vinieron más pronto de lo programado. Los recibí como regalos deseados a pesar de que Él empezaba a dar muestras de alejamiento. Lo achaqué a que mis embarazos y crianzas me habían hecho menos atractiva, y que mis tiempos ya no estaban a su disposición. La nueva situación, para mi, estaba implícita en mi proceso maternal, pero entendía que él necesitaba su tiempo para integrarse en su papel de padre. No recuerdo cuando empezó a hablarme con desprecio y con voz alta. Fue poco a poco, su actitud agresiva hacia mi iba aumentando proporcionalmente a mi afán por agradarle y colmarle de paz y confort. Para no enfadarle, los niños y yo dejamos de hablar a la hora de comer. Eso fue después de repetidas explosiones de ira ante cualquier cosa que dijéramos. Queríamos evitarle cualquier molestia. Cuando Él llegaba a casa, todos callábamos y nos poníamos a hacer

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nuestras tareas. Cada uno procuraba hacer aquello que a Él no le molestara, aún así, siempre había un insulto, un grito o un pescozón para alguien, esto último, sobre todo con los niños. Cuando llegaba la hora de dormir, yo me tragaba mi rabia e impotencia porque sabía que sólo lograría elevar su inmensa ira si le confrontaba. Si acaso, me atrevía a susurrarle, después de haber satisfecho sus deseos sexuales, cuando creía que estaba relajado, un “¿por qué no intentas tratarnos de otro modo?” Pero esto lo hice pocas veces, su ira comenzaba de nuevo, y entonces acababa ahogando mis llantos en la almohada. Así fue como me fui acostumbrando a no hablar, a no reír, a que mi vida dependiera del ruido de una llave y de una puerta. Cuando Él salía de casa dando el portazo, todos nos relajábamos y fantaseábamos con que éramos una familia normal, feliz, libre. Si el ruido de la llave indicaba que Él volvía, todos dejábamos de hacer lo que estábamos haciendo, fuera lo que fuera, y nos poníamos en la posición que sabíamos que a Él le gustaba, mejor dicho, que menos le provocaba. Los niños iban creciendo, y poco a poco empecé a tener más tiempo para otras actividades, siempre había querido aprender a coser. Tenía que ir a la Academia de una amiga y me las ingenié para ir cuando los niños estaban en el colegio. Eso para Él fue un acto de rebeldía por mi parte. Yo no le había comentado nada porque sabía por experiencia que cada cosa que le había sugerido que quería hacer, siempre y cada vez, Él me había puesto miles de impedimentos y críticas contra todo, y me había castigado, sólo por pedirlo, con un enfado de dos días. Pensé que era mejor que Él no se enterara. Yo podría aprovechar ese pequeño tiempo del que disponía sin nadie en casa. ¿Acaso el no era libre para ir y venir a donde le placiera y sin dar ningún tipo de explicaciones? No os voy a relatar el infierno que vivimos. Mis hijos también. A partir de entonces no hubo día en el que no me insultara, reprochara, vejara y despreciara. Os ahorraré los maltratos físicos. Un día no pude más. Había aprendido a coser y tenía la posibilidad de tener un trabajo que me permitiría dar de comer a mis hijos y a mi misma. Se lo dije mientras cocinaba sus huevos fritos con patatas que le encantaban para cenar. Los niños habían salido. Parecía que estaba de buen humor ese día y quería que entendiera lo que yo necesitaba. Al fin y al cabo, yo sabía que ninguno de los dos éramos felices. La sartén con el aceite hirviendo me abrasó la cara. Fue su respuesta. Nunca más volví a ver, ni a mis hijos, ni a mis plantas, ni a mis días de sol, ni mis patrones que había aprendido a hacer con el Método Martí. Ya no tenía mas ganas de luchar ni de protegerme. Recordé un soneto de Unamuno: Este buitre voraz de ceño torvo que me devora las entrañas fiero y es mi único constante compañero labra mis penas con su pico corvo.

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El día en que le toque el postrer sorbo apurar de mi negra sangre, quiero que me dejéis con él solo y señero un momento, sin nadie como estorbo. Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía mientras él mi último despojo traga, sorprender en sus ojos la sombría mirada al ver la suerte que le amaga sin esta presa en que satisfacía el hambre atroz que nunca se le apaga. Es verano y mis hijos se han marchado de vacaciones al campo de mi hermana. La llave voltea dos veces, como siempre, en la cerradura. Yo estoy esperando en el salón. Tengo la pistola que Él guarda en su mesita de noche, esa que, a veces, Él había insinuado que no dudaría en utilizar contra nosotros. La aprieto fuerte, agarrada con un paño de cocina para no dejar mis huellas. He esparcido objetos por el salón, para que parezca que ha habido lucha, incluso, me he golpeado en brazos y piernas. Escucho el golpe de la puerta al cerrarse a sus espaldas, sus pasos me indican que está frente a mi, le digo: No me hace falta ver tu cara en estos momentos. Me voy feliz, sabiendo lo que te espera. Aprieto el gatillo y descanso.

Fin