El Cerco de La Iglesia

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El cerco de la iglesia de la Santa Salvacion

Goran PetrovicTraducción de Dubravka Sužnjevic

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Todos los derechos reser vados.Ning una parte de esta publicación puede ser reproducida,

transmitida o almacenada de manera alg una sin el permiso prev io del editor.

Este libro se realizó con apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa de

Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales 2011

Este libro se publicó gracias al apoyo del Ministerio de Cultura de la República de Serbia.

título original Opsada crkve Svetog Spasa

Copyright © Goran Petrovic, 2012© De la traducción, Dubravka Sužnjevic

Primera edición: 2012

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2012París #35-AColonia Del Carmen, Coyoacán, C.P. 04100, México, D.F.

Sexto Piso España, S. L.Camp d’en Vidal 16, local izda.Barcelona, 08021, España

www.sextopiso.com

DiseñoEstudio Joaquín Gallego

FormaciónQuinta del Agua Ediciones

ISBN: 978-607-7781-34-9

Impreso en México

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CoNtENIDo

LIBro PrIMEro. SErAFINES 11Día primero 13Día segundo 17Día tercero 37Día cuarto 51Día quinto 67

LIBro SEGuNDo. QuEruBINES 83Día sexto 85Día séptimo 89Día noveno 123Día décimo 139

LIBro tErCEro. troNoS 153Día undécimo 155Día duodécimo 159Día décimo tercero 173Día décimo cuarto 187Día décimo quinto 199

LIBro CuArto. DoMINACIoNES 215Día décimo sexto 217Día décimo séptimo 221Día décimo octavo 235Día décimo noveno 245Día vigésimo 259

LIBro QuINto. VIrtuDES 271Día vigésimo primero 273Día vigésimo segundo 277

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Día vigésimo tercero 289Día vigésimo cuarto 299Día vigésimo quinto 309

LIBro SExto. PotEStADES 319Día vigésimo sexto 321Día vigésimo séptimo 325Día vigésimo octavo 333Día vigésimo noveno 339Día trigésimo 347

LIBro SéPtIMo. PrINCIPADoS 355Día trigésimo primero 357Día trigésimo segundo 359Día trigésimo tercero 365Día trigésimo cuarto 371Día trigésimo quinto 377

LIBro oCtAVo. ArCáNGELES 381Día trigésimo sexto 383Día trigésimo séptimo 385Día trigésimo octavo 387Día trigésimo noveno 391Día cuadragésimo 393

LIBro NoVENo. áNGELES 395

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Y clamaban unos a otros, diciendo:«Santo, santo, santoes Yahvé de los ejércitos,llena está toda la tierra de su gloria».

(Libro del profeta Isaías 6,3)

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LIBro PrIMEro

SErAFINES

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DÍA PrIMEro

Ante las puertas de la iglesia,la fiesta de fiestas y

la solemnidad de solemnidades

A esa hora sagrada, posterior a la vigilia y al oficio de media-noche, colocaron el santo sudario con veneración sobre el al-tar mayor.

Y como todos salieron a caminar las tres vueltas solemnes alrededor de la casa de Dios, portando astas con estandar- tes del emblema de Cristo bordado en oro, la iglesia quedó vacía.

otra multitud exaltada apiñábase por todo el patio del monasterio buscando el lugar más próximo al canto que, junto con la procesión, se hacía cada vez más fuerte, al pie de los muros.

Y dióse que ese canto, poco a poco, atizara las chispas que anidaban en el color púrpura del templo:

—¡Señor resucitado!—¡Cristo Salvador! —¡Los ángeles cantan en los cielos!—¡Dignifícanos, aquí en la tierra, con tu presencia!—¡Para glorificarte con el corazón puro! Pero fueron tantos los que vinieron para esta fiesta de

fiestas y solemnidad de solemnidades que muchos quedáronse fuera del patio del monasterio. Además, de todas partes lle- gaban por el camino, por atajos, veredas y los empinados senderos del monte, los que vivían a varios días de caminata obedeciendo el mandato de su corazón. Sin embargo, ninguno de ellos, ni el honorable prelado, ni el devoto monje, tampoco

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el humilde fiel, ni siquiera el de los ojos enfermizos, pensa- ría que al lado estaba la noche pesada. Porque las campanas abrían de par en par la noche oscura y el titilar de cientos de cirios se fundía en una luz pura, cuya claridad desbordaba al día transparente. No había un solo rincón donde la som- bra pudiera esconderse. Los reflejos del plomo de las cúpulas sostenían la oscuridad en lo alto. Hasta la puerta occidental llegaban las alegres exclamaciones de todo aquel que tuvie- se voz:

—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!Pero aunque la triple vuelta había acabado, la puerta no se

abrió enseguida, de la misma manera en que los discípulos de Cristo al principio descreyeron. En lugar de ello, se multiplicó el salmo de David que todos cantaron.

—¡álcese Dios!—¡Sus enemigos se dispersan!—¡Huyen ante su faz los que le odian!El canto confirmaba el verso profético. Más fervoroso en

tanto que venía de los que con buenas obras, abstención de pe-cados y del buen comer durante los cuarenta días de ayuno, preparaban sus almas y cuerpos para esta fiesta sacrosanta y para la sagrada comunión.

—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!Y todo aquello vióse acompañado además, como en mila-

gros, de reyezuelos en las copas de los árboles. Balbuceaban los salmos también, gorjeando. Desde el colmenar llegaba un zumbido espeso. Las briznas de hierbas dejaban oír cómo ma-duraban. Cardúmenes de alevines agitaban el agua estancada del vivero con una corriente continua. En verdad, fue el cum-plimiento de las misteriosas palabras del canon: «¡Que cada ser vivo celebre la fiesta de la resurrección!»

—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!Pero entonces, el más viejo de todos, el arzobispo Jakov

—ataviado con un magnífico mantelete, con una cruz dorada

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en una mano y el incensario de plata en la otra— bendijo la puerta cerrada. A esta señal de la cruz, las sólidas hojas de ro-ble y hierro forjado se abrieron al nártex.

Y todos, los jerarcas y los demás, iniciaron su entrada al templo según su rango. Directamente hacía el oriente. Como el mismo Cristo había llegado desde la parte más baja de la tierra hasta lo más alto del cielo.

—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!Enseguida detrás de su eminencia reverendísima Jakov,

entraron los presbíteros, los diáconos, los subdiáconos y los lectores. Los siguieron los cantores, precedidos por el chan- tre. Junto al iguman1 del monasterio, el reverendo padre Gri-gorije, iba como invitado especial el director espiritual del rey, timotej. El insigne Stefan uroš II Milutin, por la gracia de Dios señor de las tierras serbias y costeras, lo había enviado personalmente a la antigua casa arzobispal para que le consi-guiera un poco del canon de Pascua de San Juan Damasquino. éste se cantaba en otras partes, también en las iglesias de Skopje, pero en este templo resonaba con singular alegría.

—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!Luego seguían el ecónomo y el eclesiarca.2 El gramático,

el tesorero y el mayordomo, ancianos de corazón apacible. Monjes más jóvenes y novicios. Después, el séquito del arzo-bispo Jakov, ya que el afanoso hombre tenía que irse al día si-guiente a Pec por un asunto impostergable.

—¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!tras esos viajeros entraron los laicos. Entre ellos, acom-

pañado de su sirviente, un mercader de Skadar que en su re-greso del Norte encontró hospitalidad en este lugar. también, unos enfermos, apoyados por otros, que suplicaban les hicie-ran espacio. Y además, tanta gente como podía caber en la igle-sia de la Santa Salvación.

1 Superior de un monasterio ortodoxo. (ésta y todas las notas subsecuentes son de la traductora).

2 Ministro de la iglesia ortodoxa cuyo oficio era convocar al pueblo al templo.

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Žica se iba llenando del aroma del incienso como del per-fume matinal de las mirróforas3 que llegaron buscando al muerto y se postraron ante el Vivo.

Žic a se iba llenando de luz como de un fuego inextin- guible.

Žica se iba llenando de un gran canto victorioso.Y del murmullo de un relato…

3 Portadoras de mirra, las mujeres que llevaron el bálsamo para ungir el cuerpo de Cristo y fueron las primeras testigos de la resurrección de Jesús.

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DÍA SEGuNDo

I Sobre la antigua explotación minera

entre los bizantinos

Durante los principios de la primavera, los enormes montes de nubes recorren el cielo encima de Bitinia. Las insidiosas hela-das congelan las estrellas seducidas con engaño. Sin embargo, a finales del mes de marzo, empiezan a asomarse las primeras chispas. Los bancos de niebla se abren confundidos. Al final, retumbando y rechinando, uno por uno languidecen. Algunos se hunden por completo. La luz, ahora sin freno, emerge pre-surosa de las remotas profundidades cada vez más intensa y en toda la vastedad de la bóveda celeste van surgiendo constelacio-nes, mientras el círculo lunar se desborda. Espumoso, el claro de luna se precipita desde las alturas, en largas cascadas.

Abajo, en la tierra, los fuertes terraplenes de arena separan los caminos de los campos. Con uno de sus lados protegen las vías de inundaciones, con el otro protegen de los ladrones los espar-cidos claros de luna. Al amanecer, empieza la recolección. Lo que tocaron los primeros rayos del sol, es plata. El claro de luna que madura en los campos hasta el mediodía endurece en terrones de plomo. Lo que se queda y llega hasta el pelirrojo ocaso, se con-vierte en la veta de hierro. A la noche siguiente, todo se repite. La luna se vuelve a llenar, su brillo se desborda y, cual lluvia menuda, cae silenciosamente por las vastedades del Imperio oriental.

Por edicto del basileus,4 en noches como ésa no está per-mitido traspasar las murallas de la ciudad. Los imprudentes en

4 título que ostentaban los emperadores bizantinos.

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cuyas plantas de los pies se encuentra el claro de luna enfren-tan inevitablemente una pena severa, ni hablar de los codicio-sos que tratan de esconderlo en sus alforjas o en su pecho.

II Una noche de ésas

una de esas noches impetuosas, pero casi cinco años antes de que rompiera el alba, y ella despertara, la emperatriz Filipa salió en sueños de su alcoba, montó un caballo y abandonó a hurtadillas los contornos reales de las murallas de Nicea. La segunda esposa de kir teodoro Láscaris, de ojos azabache, tez morena y origen armenio, a menudo abandonaba en el sue-ño a su señor. No podía hacerlo de otra manera, sus anhelos se hallaban demasiado lejos y los cruces de caminos estaban bien vigilados. Conforme la luna se iba llenando, el sueño del emperador se hacía más profundo y esa noche fecunda de nuevo, dejándose llevar por sus intenciones, Filipa atravesaba los campos de Bitinia furtivamente y con premura. El caballo blanco pisaba el claro de luna hundiéndose hasta las rodi- llas, los rayos lunares caían continuamente impregnando la vestimenta de la emperatriz al instante, y millares de centellas fulgurantes invadían su cuerpo haciendo arder, sin cesar, sus mejillas, sus brazos y sus pantorrillas desnudas.

De repente, el caballo se empinó con un relincho. De fren-te, en medio de la nada, estaba un monje de barbas y pelos lar-gos. Contra sus pies descalzos, como contra un peñasco, se rompían las agitadas olas del claro de luna. La joven mujer ape-nas controló las riendas, pero la capa de viento se deslizó de sus hombros. tras la capa se cayó también el ligero velo revelando una punzada de temor:

—¡¿Quién eres?! ¡¿Qué haces en mi sueño?! ¡Quítate de mi camino enseguida, forastero!

No obstante, el monje sólo desvió la mirada. un rayo fi-loso había cortado la delicada tela de la mujer sobre el caballo

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y sus pechos, que asemejaban frutos recogidos a mano, lucían sólo una malla hecha de luz transparente.

—¡¿Quién eres?! ¡Has de saber que te opones a la voluntad de Filipa, esposa del basileus teodoro Láscaris, señor del im-perio de Nicea! –repitió la soberana entre dos olas sonoras del claro de luna, mientras unas arrugas acompañaron su estre-mecimiento de temor.

—Sí, te conozco, Filipa —por fin contestó el monje—. No temas, viajo por cuestiones personales. No estoy en tu sueño. Este espacio inmenso e infinito es común para todas las afluen-tes de lo soñado. He aquí que nos encontramos en este terri-torio providencial. tú de Nicea huyes, yo a Nicea voy; llevo un consejo indispensable para mi hijo.

La emperatriz sintió alivio. Quiso tirar de las riendas para dejar pasar al forastero, pero el monje tendió los dos brazos:

—¡Detente! ¿Crees que el azar cruzó nuestros caminos? Escucha lo que voy a decirte. No tengo intención de presen-tarme ante tu marido. tampoco tendría algún sentido hacerlo. En cinco años a partir de este momento, en Nicea, adonde me dirijo ahora, la mujer de kir teodoro Láscaris, su tercera es-posa, ¡se llamará María de Courtenay! A ti te recordarán como la segunda, la infértil de la Pequeña Armenia. ¡Por eso, Filipa, no vale la pena que regreses! ¡Desde esta noche serás madre, pero tu destino no es dar a luz en la capital de Bizancio!

Confundida, la emperatriz Filipa se estremeció, recogió su capa, espoleó al caballo blanco y se fue al galope hacia el afluen-te en que moraba el remolino más profundo de su voluntad. Alejándose por el camino soñado, abrazada por los delgados extremos del viento, pronto se perdió tras el horizonte.

III Pepitas de plata y faja hecha de sonidos

Cinco años más adelante, cuando el mes de marzo estaba a punto de separarse de abril, tras la grata fiesta divina de la

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resurrección de Cristo en la que Sava fue consagrado como arzobispo serbio, fue visitado en el sueño por su padre, el bienaventurado monje Simeon. Era su última noche en Nicea antes de volver a la tierra de sus ancestros. Las canosas barbas y los cabellos del antaño poderoso autócrata, el misericordioso gran župan5 Stefan Nemanja, estaban húmedos del largo viaje bajo las centellas estelares. De su hábito mojado se escurría al suelo de piedra de la celda de Sava, gota a gota, el brillo lunar. Alrededor de sus pies descalzos ya se habían acumulado pepi-tas grandes y menudas. Era una noche particularmente silen-ciosa en Bitinia, se llegaba a escuchar a lo lejos sólo un telar que de las finas hebras del ululato del búho, del tempranero chirrido de los grillos, de la profunda respiración de la tierra, del murmullo del agua y de las escasas voces humanas, tejía el rostro del tiempo.

—¿Eres tú, padre? —murmuró Sava sorprendido dando una vuelta en su cama—.¿Qué te hace visitarme aquí en el extranje-ro, bajo el cielo de la lejana Nicea? ¿Acaso no sabías que ma-ñana parto hacia ti, para anunciar con regocijo sobre tu tumba en Studenica que nuestra iglesia obtuvo su autonomía?

—Sé bien, consuelo de mi alma, adónde vas y lo que llevas en tu corazón —respondió Simeon con calma, como hablan los que hace tiempo despojaron a sus palabras de toda presun-ción—. tus heraldos ya difundieron latamente la nueva sobre la gran victoria. un repique vivo de campanas ya anuncia tu consagración. Pero tú viajas mañana y ¿qué padre deja ir a su hijo sin darle un consejo? tendrás agua de manantial en manantial, llevas suficiente sal en tu salero y tus panes alcan-zarán hasta Salónica; pero sin la palabra oportuna, los pies pueden extraviarse y el alma descarriarse.

La luna rechinó en el cielo. Su aro cedió un poco; nuevos rayos se vertieron sobre la tierra. El viento virazón se enmarañó con un susurro en las ramas de los árboles. De alguna parte un lobo repetía su aullido prolongado. Se escucharon exclamacio-

5 En Serbia medieval, jefe de una región administrativa.

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nes, el tintineo del armamento de los guardias imperiales. Se-guramente descubrieron a alguien en los campos de claro de luna. El lejano telar acabó su silencioso diseño y traqueteó más fuerte, compactando todo en una tupida faja de tiempo.

—Hijo mío, esto es lo que te preparé para que lo tengas en mente —prosiguió Simeon—. Mañana por la mañana, Manuel Sarantenos, el patriarca ecuménico, te dará su bendición, el título, los consejos, el sagrado cetro y los dignos ropajes. Y el basileus bizantino, kir teodoro Láscaris, defensor del imperio romano de oriente no querrá quedarse atrás y le dará a tu pue-blo la venia de explotar el claro de luna y a ti te ofrecerá cuatro burdéganos con púrpuras albardas. Además, este par de gene-rosos obsequiarán grandes tesoros como carga para los bur- déganos. te preguntarán si quieres vasijas de oro y plata, los evangelios guarnecidos de hierro y ribeteados de piedras pre-ciosas, sudarios y cortinas bordados de oro y otras innumera-bles riquezas. Pero tú, bien amado hijo mío, no aceptes nada de eso. Que el patriarca y el emperador donen lo ofrecido al monasterio Hilandar, la flor del Monte Athos. tú, luz de mis ojos, pide cuatro ventanas de Nicea. recuérdalo bien, pídeles al patriarca y al emperador que te den sólo cuatro ventanas.

—¡¿Cuatro ventanas?! ¡Para eso he traído de Constantino-pla y de las tierras griegas a los más habilidosos marmolistas! ¡¿Padre mío, por qué he de llevar ahora las ventanas de Nicea, y encima, sobre las púrpuras albardas?! —Sava se dio vuelta perturbado, con lo que casi vuelca su sueño a la realidad.

—¡No te vayas hasta que termine! —le salió al paso el susurro de Simeon—. No te despiertes, no hagas vano mi esfuerzo. Estás equivocado, una ventana vale por su vista, no por el material y el arte con los que fue hecha. Para la primera, pide la ventana don-de se posa la golondrina del patriarca. Para la segunda y la ter-cera, pide aquellas en las que las emperatrices despiden a sus señores cuando parten a una batalla y en las que esperan su regreso. Y para la cuarta pide aquella en la que descansa el águila bicéfala del mismo basileus. Y aún una cosa más, Sava: dado que en el extranjero los sueños de la patria difícilmente

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dejan recordar otros sueños, si te olvidas de lo que acabo de de-cirte, sal por la mañana a la plaza, encuentra al ciego que tiene la visión amplia y cómprale lo que teje en la oscuridad. Yo por eso vine, pero tú puedes soñar ahora lo que sea tu voluntad.

Así habló el monje Simeon, y después desapareció por completo. Sobre el piso de la celda sólo quedaron esparcidas miles de pepitas del claro de luna fulgurando.

Sava, a su vez, siguió soñando esa última noche en Nicea. Es sabido que en el sueño los caminos abundan en direcciones. Sava soñó con el monasterio Filokal, donde tenía la intención de descansar camino al país de raška.6 Y también con el mo-nasterio Žica, cuya iglesia de la Santa Salvación pensaba ter-minar en cuanto llegara. Y además soñó Sava con el monasterio Studenica donde, después de todo, quería retirarse, reflexio-nar a fondo, en la soledad, sobre otras obras caras a Dios. tal vez soñó con otra cosa todavía, pero toda visión, al final, llega a una región en la que reinan calígines seculares.

IV La conversación en la plaza, cuál es la faja

adecuada para el hábito monacal

No obstante, al despertarse con los primeros rayos de sol, este venerable no podía recordar lo que le había pasado en el sue-ño. Sí, se acordaba un poco de Filokal, Žica y Studenica, pero de ninguna manera recordaba con quién había hablado en el sueño. Sin embargo, las pepitas esparcidas del claro de luna atestiguaban que la noche anterior había recibido una visita. Cuando se levantó, sus pies se hundieron en ellas.

Mientras le daba una y otra vuelta a ese sueño para traerlo a su memoria, se dirigió con sus hermanos de Hilandar a la liturgia. Al salir de la iglesia lo volvió a asediar el mismo tor-

6 Antiguo nombre de Serbia utilizado en la Edad Media, proveniente de su capital medieval ras, ubicada en el suroeste de Serbia.

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mento. Con el pretexto de que había que conseguir noticias frescas sobre la situación en los caminos y el equipo necesario para una viaje más allá de la sombra de las murallas citadinas, Sava escogió una calle cuyo bullicio desembocaba en la plaza principal, ya bastante saturada del griterío de los vendedores de aves, dátiles secos, pieles curtidas, ocios, remedios, lana, molinos para pimienta, y falsas y auténticas reliquias. De pron-to, en medio de tantas voces notó a un anciano ciego de aspecto callado, y en sus manos una sola mercancía: una faja cuyo hilo tenía la longitud de la cantidad de sonidos que pueden caber del crepúsculo al amanecer.

—¡Athosinos, adónde vais con tanta prisa! ¡Esperad!—¡He aquí la esponja que preserva la sangre de un mártir!—¡El frasco con una lágrima de María Magdalena!—Varas con las que azotaron a Cristo…—¡Sagapeno!—¡Gálbano!—¡Polvo de cuerno de venado! ¡Para emblanquecer los

dientes! ¡Con una sola pizca podrás reírte diez días! ¡No quie-res, allá tú! No me importa, ¿quédate con el ceño fruncido toda la vida!

—¡Sagapeno! ¡Sagapeno! ¡La concha perfumada y gálbano! ¡No hay buen incienso si no se agrega esto!

—¡Compongo excelentes loas, alegres epitalamios y tristes condolencias! Diez versos por una sola lamprea o por un buen pedazo de atún. Compongo excelentes loas, alegres epitalamios y tristes condolencias…

—¡Mira estos pescados! ¡El domestikos7 no tiene uno así en su mesa! ¡Ayer los pescaron! ¡Cada uno está relleno de frescu-ra, perejil y almendras molidas!

—¡resuelvo acertijos, aunque fueran de Eustaquio Makre-bolito, del ilustre Nicéforo Prosuh o del mismísimo Aulikalam glorioso! ¡Si no tengo la resolución, yo pago!

7 Alto funcionario civil, militar o eclesiástico en Bizancio; por lo general hombre opulento.

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—¿Blanco el campo, negros los bueyes, el arriero un cála-mo? ¡Dichoso el que adivine!

—¡Libro!—Vamos de nuevo, pero con una apuesta diez veces mayor:

he visto, mi ilustre señor, con el ojo interior del joven-anciano, ¿al doblemente encarnado en uno solo, alto, a ras del sue- lo, vacilante, firme, portador de luz, portador de oscuridad, verdugo-curandero, que levanta a unos de las tinieblas y empuja a otros bajo tierra, que salva todo lo que ha destruido, y de eso vuelve a construir lo nuevo?

—¡Cataplasmas para la garganta, una salamandra picada bien fino!

—¡Corazones secos de cuervos! ¡Para tener suerte en los juegos de dados! ¡un corazón, una moneda de oro! ¡Corazones secos de cuervos!

—¡Quitones!—¡Leo el destino! ¡Leo del hígado, del omóplato, de los

talones, de los granos de trigo! ¿Por qué no has de saber cómo será tu mañana? ¡Si no atino, devuelvo el dinero!

—¡Me doy cuenta de que eres un bonachón, no lo escu-ches! ¡Es un simple vagabundo! Desde Heraclea hasta Mileto, no hay una ciudad de la que no fue expulsado por lo menos dos veces! ¡ése no sabe decirte ni lo que vas a cenar hoy! Si quieres una predicción exacta, ahora sí que tuviste suerte, encontraste a la persona adecuada. Conmigo llegan, sin distinción, los de Epiro y de los pueblos vecinos, para interpretarles perso-nalmente el horóscopo, los sueños, y los presagios!

—¡Vamos, mi bella dama, no tengas pena, levanta la mi-rada! ¡Por mi san Andrés Proclete, aunque esta sopa quede tres días en este caldero no se echará a perder!

—¡Las piernas sólidas, de plata forjadas, los brazos fuertes y la vista aguda! Dios no quiera que te falle alguna de estas co-sas, no malgastes dinero en médicos, compra una plaquita y agrégala en ofrenda a un ícono milagroso!

—¡Huevos de avestruz! ¡Si los atas con una cuerda y los cuelgas de una viga, tu pobre susurro se convertirá en la or-

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den del soberano! ¡¿Dónde habéis visto algo así?! ¡Por sólo un hiperpiron8 una mísera choza va a resonar como el más grande palacio!

—¡El ave llamada faetón! Las mismas emperatrices llevan en el cuello su canto engarzado en collares.

—¡tú mismo lo ves! ¡un par de agachadizas comunes!—¡un mirlo azulado! ¡Aplicado! ¡Aplicadísimo! ¡te garan-

tizo que para el final de la tarde acabará con todas las garrapa-tas de tu jardín! ¡Ya no tendrás que temer cuando se te antoje pasearte entre la tierna hierba!

—¡El verdadero ibis! ¡Por mi honor, no le teñí las plumas!—Narro en voz baja, cuento cuentos, narro en voz baja,

cuento cuentos…—¡Acércate, prueba! ¡El título poco usado, casi nuevo, de

un protospatharios!9

—¡Canela!—¡Mirra!—¡Aloe!—¡ébano!—¡Apártate amigo! ¡¿Vienes a husmear?! ¡¿te haces el lis-

to, quieres oler todo este sándalo sin un centavo?! ¡Apártate, te lo digo, o te partiré la cara!

—¡Harina de haba! ¡Para rejuvenecer tu cara, mujer! ¡Para verte como una muchacha!

—¡oraciones contra el esclavo fugitivo! ¡Contra el insom-nio! ¡Contra la falta de confianza en sí mismo! ¡Para ganar un pleito! ¡Contra el dolor de muela! ¡Para que no te ahogues al cruzar el río! ¡Contra la retención de orina! ¡No seas tímido, dime al oído lo que padeces!

—¡Comercio con el tiempo! ¡Compro cualquier presente, aun el más mínimo! ¡Para el pasado doy el futuro, y trueco el futuro por el de antaño! ¡un día soleado de Samos! ¡Las se- manas más bellas de Acaia! ¡tres meses de otoño de Lemnos!

8 Del griego hiperpiron: moneda de oro bizantina.9 Alto dignatario de la corte bizantina.

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¡El año en que Constantinopla estaba en la cima de la gloria! ¡Sabah hayir olsun!10 ¡Pazarlik!11¡Si eres cristiano, te daré por nada un atado de siglos venideros, traídos directamente de un bazar del sultanato de Iconio!

—¡Noticias de los caminos imperiales!—¡Los cascos de burro! ¡tómalos para tu marido, y su pelo

jamás dejará de crecer!—¿Anciano, cuánto vale tu trabajo? —preguntó Sava cuan-

do logró abrirse camino entre tanto grito.—Sólo pido una promesa —contestó el viejo ciego como si

hubiera esperado justamente a Sava—. Pido un firme compro-miso tuyo y de tu pueblo. Si no cumples, la deuda será muy grande: aunque la pagaras con las almas de tus futuras proles a cien generaciones de ahora, no saldarás más que una paja del almiar.

—¡¿Qué?! ¡Infeliz! ¡No hables así! ¡Careces de vista y no sabes que estás hablando con el arzobispo de los serbios! —se molestaron los monjes de Hilandar—. ¡No digas blasfemias! ¡Cada palabra de Sava es firme como la piedra! ¡él no habla a la ligera!

—Vaya… —se encogió de hombros el anciano—. Es verdad que no tengo la vista terrenal, aunque ni siquiera los que ven la usan a menudo. Sin embargo, sé que aun la palabra más cor-ta es más larga que la vida humana, y cuando algo es tan largo tiene tiempo para enredarse o romperse.

—¿Y? ¿Qué es lo que pides? —preguntó de nuevo Sava.—te pido que cuando llegues a tus aposentos, sacudas esta

faja que hice anoche con los sonidos. Y cuando termines con eso, te pido que ni tú ni todo tu pueblo abráis jamás dos ven-tanas a la vez…

—¡Porque se haría tremenda corriente! —se equivocó un monje lo suficientemente joven para aventurarse a hacer mofa.

10 En turco en el original: ¡Que tengas feliz mañana!11 En persa en el original: Negociación de compraventa.

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—¡Porque el viento se llevaría, por lo menos, a las dos vistas!—¡A todos nos cerraría los párpados!—¡o tal vez, por fin, aplanaría los montes para que no ten-

gamos que andar trastabillando por las cañadas! —aceptaron la algarabía algunos hermanos, ya que es difícil resistirse a la broma, aunque fuera tan sólo para darle una probada.

Pero Sava acalló a sus monjes: —Los que se ciñen la risa con facilidad son los actores, los

cantores, y en otoño, también los viticultores. Pero esa clase de adorno superficial no va con el hábito. Al hábito le basta una cuerda de cáñamo. Bien atada, para que vuestros cuerpos se acuerden de la templanza, del calvario de Cristo y del deber hacia la fe de vuestros ancestros —reprendió a los dos más ruidosos.

Al tomar la faja, Sava dio su palabra al ciego anciano y se dirigió a su aposento de Nicea, entre el griterío de la muche-dumbre que ahora, por diversión, observaba en la plaza cómo castigaban a un ladrón de claro de luna.

—¡Vamos, niño, cuídame un instante los versos alegres para echar un vistazo allá! ¡Cuando regrese, te pagaré con una chanza!

—¿Amigo, ya llegó el verdugo?—Ya llegó.—¿Preparó el tocón? —Lo preparó.—¿El hacha?—también el hacha. Y tú, ¡¿por qué tantas preguntas?!

¡¿Acaso quieres que te lo cuente gratis?! ¡Ya que eres tan curioso, te cederé el lugar en primera fila por dos bacalaos! ¡¿Ahora callas?! Y hace un rato: si pasó esto, si pasó lo otro, ¡ya me zumbaban los oídos! ¡¿Por qué te pones tan tacaño?! ¡¿Quieres perderte el espectáculo?! ¡Vamos, cicatero, dame al menos un bacalao, sólo ten cuidado de que la sangre no te sal-pique la clámide!

—¡Pobre de tu madre! ¡¿De quién robabas el claro de luna?!

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—¡¿Y de dónde salió éste?! ¡Vamos, muévete un poco! ¡Ca-bezón, te estoy hablando, agáchate! ¡¿Acaso vas a levantar la mano contra uno más débil?! ¡Vaya cascarrabias! ¡No pensaba ofenderte, quería decir que no veo nada de esa calabaza sobre tus hombros!

—¡Apuesto a que su pie cortado va a dar brincos por sí solo hasta la mitad de la plaza! ¡Qué te dije! ¡Mira cómo brinca! ¡Como si tocaran tambores, platillos y címbalos!

En cuanto entró al silencio de su celda, aquel venerable levantó la faja a lo alto. Luego la sacudió con fuerza. La faja se destejió por completo.

Alrededor empezaron a multiplicarse los sonidos de la noche anterior. Sava volvió a escuchar el ululato del búho, el rechinar de la luna, el susurro del viento, el aullido del lobo y de su sueño, las palabras de su padre:

—Hijo mío, pídeles al patriarca ecuménico y al emperador bizantino que carguen las púrpuras albardas de burdéganos con cuatro ventanas. todo lo demás recházalo o no, pero las cuatro ventanas tienes que pedirlas, porque sin ellas no ten-drás nada para ver, y sin su vista tu iglesia de la Santa Salvación se quedará ciega.

VEra el mediodía,

hora de la triste despedida

Poco después, ya que las noticias aseguraban que la situación en los caminos era propicia —por todas partes los seis pasos del ancho reglamentarios, sin bandidos o cruces anudados—, llegó la triste hora de que el patriarca ecuménico Manuel Sarante-nos Haritopulos y el emperador bizantino teodoro Láscaris se despidieran del arzobispo serbio Sava. tras una plétora de pala-bras con las que expresaron su afecto, el patriarca y el basileus le dijeron a Sava que le habían preparado y le otorgaban su ben-dición y consejos, el cetro, los ropajes, el título para explotar el

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claro de luna y, como un honor particular, cuatro burdéganos con púrpuras albardas. Además, le preguntaron, qué otra cosa le agradaría, qué otra riqueza querría cargar a los burdéganos. A todo esto, Sava hizo una reverencia y respondió:

—Sería caro a mi corazón, si no es demasiado pedir, que el venerable patriarca y el sapientísimo emperador me obse-quien cuatro ventanas de Nicea.

—Qué huésped tan extraño.—Qué huésped tan extraño.—Vaya, qué huésped tan extraño… —el murmullo iba co-

rriendo de boca en boca por el salón, tal y como lo disponía el libro De ceremoniis.

El funcionario a cargo de las peticiones abrió los ojos de par en par, según el reglamento, y dio un paso hacia el canciller imperial con el cual empezó a cuchichear extensamente.

El canciller imperial, vacilante, se rascó la mollera, que lucía una elevada escasez de pelo gracias a toda clase de soli- citudes.

Los dos se dirigieron con apremio al logoteta. éste no habría sido por tanto tiempo logoteta si hubiese

actuado precipitadamente y mostrado sus sentimientos antes que el emperador. Los escuchó en silencio, con el semblante imperturbable, y mandó llamar al intendente de las reservas del Estado.

El intendente de las reservas del Estado llegó casi corrien-do, desenrolló sus papeles y mirando ora los papeles ora el techo, empezó a sacar cuentas murmurando.

El patriarca se desconcentró sobremanera.Finalmente, el basileus decidió mostrar toda la intensidad

de la sorpresa, por lo que ahora quedaba completamente claro: ¡nadie jamás había pedido un obsequio así!

—¡Nadie jamás había pedido un obsequio así! —exclamó uno siempre dispuesto a sobresalir, a ser el primero en con-firmar cada pensamiento del soberano.

Pero, Sava se mantenía firme. Si querían complacerlo, or-denarían desmontar la ventana en la que se posaba la golondrina

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del patriarca, las ventanas donde las emperatrices despedían y esperaban a sus señores y aquella en la que descansaba el águila bicéfala del mismo basileus. Si querían que se fuera des-contento, lo privarían de todo eso.

—Nicea, la capital, es rica en ventanas. Bizancio aún más. Cuatro vistas menos no van a menguar la vastedad de sus ho-rizontes. Además, las ventanas bizantinas en medio de raška seguramente brindarían prestigio al donador por muchos años, mismo que roma y los países del occidente, desde luego, tie-nen la expectativa de granjearse —argumentaba Sava.

Y estos señores, ante la posibilidad de darle contento a Sava y sin pensar en esperar otra oportunidad (mientras acla-raban la garganta a la mención de la Santa Sede), ordenaron al instante poner fin a toda confusión y mandaron desmontar las cuatro ventanas nombradas.

El primer grupo de canteros se dirigió al jardín del palacio patriarcal y tomó la ventana en la que descansaba su golondri-na. una ventana del tamaño del alegre canto matutino de este pájaro. Labrada en mármol rojo.

otro conjunto se fue al palacio de la emperatriz y, silen-ciosamente, para no despertarla, se llevó las dos ventanas en las que despedían y esperaban a los que viajaban. Las dos tan anchas como el temor a la soledad que la mujer siente al me-diodía y tan altas como su temblor a la misma hora, mientras espera el encuentro con el amado. Las dos labradas en már- mol azul.

Mientras tanto, el tercer grupo de canteros enfiló hacia la torre más alta de la ciudad y quitó la ventana en la que acostumbraba reposar el águila bicéfala del emperador. una ventana del tamaño del doble chillido vespertino del ave cuan-do avista en el campo una comadreja corriendo. Labrada en mármol verde.

Cuando los burdéganos de púrpuras albardas estaban car-gados y los hermanos de Hilandar recibieron el agua y los pa-nes necesarios para el viaje, cuando a la cabeza del séquito, en vez de una escolta militar, colocaron los íconos de Cristo, de la

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Madre de Dios y de San Nicolás y llegó la triste hora de despe-dirse, el patriarca ecuménico y el basileus bizantino dieron su beso a Sava. Además de expresar muchos deseos de volverse a ver, el patriarca Manuel le entregó al arzobispo serbio un estuche con un fragmento de la mano derecha de Juan Bau- tista. Por supuesto, el emperador teodoro Láscaris no quiso quedarse atrás y le obsequió a Sava una pluma de ángel que guardaba hasta entonces cuidadosamente entre sus barbas a modo de relicario.

Fue al mediodía, bajo el alto cielo de Bitinia, cuando la pequeña columna pasó con orgullo por la puerta principal y dejó tras de sí Nicea, salvada de la derrota y fortificada por la gloria.

Era la hora meridiana, en la que el sol toca con su mollera la bóveda celeste, cuando María de Courtenay, la tercera esposa de kir teodoro Láscaris, se despertó en su alcoba. Y enseguida descubrió, asustada, que faltaba la ventana a través de la cual ella misma, Filipa antes que ella, Ana ángela, antes que ésta última, y muchas otras esposas de otros muchos esposos, pa-saron días y días de sus vidas despidiendo y esperando a sus señores.

VI Regreso a la patria,

celada en el cruce de caminos

El regreso a la patria parecía estar tapizado por una plétora de honores. Por mucho que Sava tratara de evitarlo, transitando por precaución los caminos más modestos, mucha gente salía a su encuentro para hacerle reverencia, besarle la mano, apor-tar su sincero regocijo o expresar felicitaciones por cubrir de gloria a la hermana iglesia serbia consiguiéndole autocefalía.

Sin embargo, ningún camino puede recorrerse senci- llamente, sin mayor obstáculo, y un suceso en un crucero, apa-rentemente común y corriente, lo confirmó. A saber, en este

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lugar, como si lo hubiese estado esperando desde la Pascua, ante los pies de Sava se postró un hombre de vestimenta hol-gada y rostro completamente oculto por la capucha y la sombra de ésta. Glorificando la sabiduría del venerable arzobispo con magnánimas palabras, el desconocido le abrazó las rodillas im-pidiéndole a él y a su séquito dar otro paso. transcurrió el día, se hizo de noche, el alba rompió a duras penas y los gallos tuvieron que cantar siete veces, pero el individuo seguía abra-zado de Sava con porfía, vertiendo elogios sin cesar. Si cual-quier otro hubiera estado en ese crucero, jamás se habría ido de ahí, tan exquisita era la elocuencia del desconocido. Los monjes se sentaron en derredor escuchando con admiración, sin adivinar lo que estaba pasando. Después de un tiempo, fue Sava el único que reconoció la urdimbre de la celada. Se espa-biló, tiró de la capucha del forastero y todos vieron que debajo no había absolutamente nadie, que la vestimenta vacía, para asemejar la figura humana, estaba rellena de la voz pura de la vanidad. Al instante, la ropa vacía se hizo ovillo en el polvo, el crucero se desvaneció y el camino recobró su forma, tal y como pasaba por ahí desde siempre. Apenas en el siguiente pueblo, los hermanos se enteraron de que habían evadido el lugar de la perdición, donde muchos no tuvieron fuerzas para resistir el pernicioso asedio de la vanidad.

De ahí en adelante, los demás caminos terrestres y marí-timos se fueron abriendo en orden y el suave sol de primavera acompañó a los viajeros hasta las cercanías de Salónica. Ahí, tal y como lo había soñado, Sava se quedó un tiempo en el mo-nasterio Filokal, y luego prosiguió hacia Žica. A lo largo de este camino, siguieron siendo objeto de innumerables honores y alegrías, tanto durante el trayecto como en su final, ante la puerta del monasterio.

Aquí desempacó y, tras rememorar la conversación con su padre, se persignó con firmeza y junto con su hermano Ste-fan decidió terminar el nártex de la iglesia de la Santa Salva-ción para que en su piso superior pusiera la catecumenia y, en ésta, que sería su celda, colocara aquellas cuatro ventanas.

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VII Se tenían cantidades suficientes

de todo lo necesario para construir

Los dos hermanos visitaban a menudo el lugar, pasando días enteros en la supervisión de las obras. El motivo de tanta asi-duidad era la gran preocupación que sentían, pero también el hecho de que los albañiles erigieran el nártex usando co- mo medidas los pies de Sava y Stefan. todo lo construido te-nía que ser medido según este patrón. Con el paciente pie del venerable religioso se emparejaba cada longitud. Con el ágil pie del gran župan, lo que iba a ser la anchura. La altura del nártex se determinó según la de la iglesia y ésta, a su vez, se había erigido en armonía con la cúpula encima de este lugar sagrado.

Pie tras pie de los dos donantes.Carreta tras carreta de la arena del Ibar.Amor tras amor del maestro de obras.Madero tras madero de haya seca.oración tras oración silenciosa de los monjes.Cubo tras cubo de cal láctea.Esfuerzo tras esfuerzo de los marmolistas de anchas es-

paldas.Canto tras canto labrado de la rugosa piedra caliza.reflejo tras reflejo de las aves de alto vuelo.Adobe tras adobe.rayo tras suave rayo matinal, meridional y crepuscular. Columna tras columna erecta.Arco tras arco delicado de las columnas.Signo tras signo de la cruz.Viga tras viga de roble.Eco tras eco de numerosas voces.Placa de plomo tras placa de plomo fundidaBrillo tras brillo del sol rojizo.todo esto, al inicio esparcido por el patio, iba encontrando

poco a poco su uso en la construcción.

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No pasaron demasiados años y al final sólo faltaba revestir todo el templo con enlucido de color púrpura. Y no únicamente por la solemnidad de ese color de fuego, sino también para que la piedra caliza, sacada de las canteras vecinas, no se congelara en el frío como una novia arrebatada de su hogar.

VIIILos cuatro puntos cardinales

y las cuatro direcciones principales del tiempo

Al desfajar la iglesia de los andamios, Sava se dirigió a su celda recién construida para echar una mirada a través de las venta-nas, recordando muy bien el juramento dado al anciano ciego y cuidando escrupulosamente que las ventanas de la catecu-menia no estuvieran siquiera entreabiertas, y mucho menos abiertas por completo.

Por la primera ventana, aquella en donde se posaba la go-londrina del patriarca, Sava vio todo como era. El nido de golondrina, el patio del monasterio, los pinos, los robles, el refectorio, la cocina, las celdas de los miembros de la comu-nidad, la hospedería, la pequeña iglesia, los establos, la herre-ría, las despensas, los rediles, el vivero y el colmenar. Era la ventana del presente.

A través de la segunda y la tercera ventanas, en las que antes esperaban las emperatrices bizantinas, Sava vio lo que fue y lo que será. Por la segunda miraba los acontecimientos pasados, cómo Federico Barbarroja había besado tres veces a Stefan Nemanja y cómo los latinos habían ocupado y saqueado Constantinopla. Por la tercera ventana miraba los sucesos fu-turos, cómo uno de su sangre enceguecía a su hijo, otro ence-rraba a su padre en una mazmorra, y cómo encima de su tierra se juntaba la nube aciaga de los infieles.

Finalmente, por la cuarta ventana, en donde solía des- cansar el águila bicéfala del emperador bizantino, Sava pudo ver también todas las cosas como son, pero no las de inmedia-

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tamente abajo, sino más adelante, a varias distancias. De ese modo veía, como si estuviera ahí en persona, lo que hacían los ascetas alrededor de Belén, cuántas naves estaban ancladas en el puerto de Dubrovnik y qué tenía el rey de Hungría en su pla-to para cenar.

—Las vistas desde el piso superior del nártex de la iglesia de la Santa Salvación no sólo van a los cuatro puntos cardina-les, sino que se extienden a las cuatro direcciones principales del tiempo —decía Sava al quirotonizado12 iguman del monas-terio Žica—. Cuando yo esté ausente, quiero que todos los días mires por una de estas ventanas y dependiendo de lo que veas, decidas lo mejor para el beneficio de nuestra comunidad y de nuestro pueblo. Confío en que vosotros no vais a enredar las vistas. De lo contrario, que Dios nos tenga piedad, nuestros caminos se anudarían y ni siquiera la centésima generación después de nosotros podría desanudarlos.

Y antes de partir hacia Studenica para que allí, según el sueño que había tenido, meditara en soledad sobre otras obras, Sava, este hombre entregado a Dios, dejó al cuidado del igu-man de Žica el estuche con un fragmento de la diestra de Juan Bautista y la pluma de ángel para que la guardase en su barba como en un relicario. El arzobispo serbio por la gracia de Dios todavía instruyó al iguman que podía seguir la liturgia por una quinta ventana, la que se quedó al agregar la parte superior al nártex, entre su celda y el interior del templo de la Salvación.

12 De quirotonia: ordenación como un acto sagrado, efectuado por la imposi-ción de manos de los obispos en la cabeza de la persona elegida, durante el cual desciende sobre esta persona la Divina gracia, santificándola y orde-nándola a cierto grado de la jerarquía eclesiástica, y que después coopera en el cumplimiento de sus obligaciones jerárquicas.

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DÍA tErCEro

I El iguman Grigorije, tres artesanos,

el jefe militar Velicko y una gran nube de polvo

A más de setenta copiosas cosechas de claro de luna primave-ral, para cuya explotación el monasterio contaba con el título otorgado por el basileus bizantino, es decir, a más de setenta años de que terminara la construcción del nártex, el reverendo padre Grigorije, el quinto iguman de Žica, se dirigió, enseguida después de que terminara el servicio matutino, hacia la catecu-menia para abrir una de las cuatro ventanas de Nicea. Este de-ber que Sava había impuesto a los superiores del templo de la Salvación, era lo primero que realizaban después de la liturgia. Asimismo esa mañana, que acababa de deslizarse por las la-deras cubiertas de rocío de la montaña Stolovi directamente al martes luminoso, el tercer día de la Pascua, el padre Grigorije empezó a subir la escalera de piedra que llevaba tanto a la celda superior como hacia la entrada a la torre arriba del nártex.

La torre, el campanario de Žica, recolectaba en las alturas, mejor dicho, atraía en lo alto, una miríada de vientos. A ve- ces estos remolinos violentos bajaban a la misma iglesia de la Ascensión,13 ocasionando cuantiosos daños. A pesar de tantos almácigos de los bien cuidados recovecos de sotavento en las regiones bajas del cielo, a pesar del esfuerzo de que la puerta de la torre se abriera sólo en los casos de suma necesidad y a

13 Nombre eclesiástico oficial de la iglesia principal del monasterio de Žica, cuyo nombre popular es el de la Santa Salvación, según la festividad cele-brada el día de la Ascensión de Cristo.

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pesar de los tapones de cera y resina elaborados con esmero, los ventarrones de la torre se engarzaban y crecían descome-didamente para convertirse en sórdidos asediadores. Su vio-lencia batió por aquí y por allá los frescos en las paredes cuya vivacidad se fue colando por las grietas, desprendió las hojas esculpidas y arrancó las vides cinceladas de las columnas y de los bordes del marmóreo iconostasio, mientras que los li-bros abiertos de par en par iban perdiendo sus títulos, después una por una, las letras, de la A a la Z, luego, cada vez más, pa-labras completas, y al final, hasta párrafos enteros.

Desde hacía tres meses, al comenzar el invierno, el igu-man estaba esperando impacientemente la llegada de un ico-nógrafo griego, de un marmolista de la región costera y de un copista serbio. ése era el lapso en el que la fama de su ca- pacidad de reparar lo maltrecho, de acoplar lo desacoplado y restituir lo perdido se adelantaba a su arribo. Por eso subía apurado a la celda de Sava el anciano con la pluma en su barba, semejante a un relicario de filigrana. Ese día era el turno de la ventana que daba al presente distante, desde la cual el reve-rendo padre esperaba ver la llegada de los tres artesanos.

Al alcanzar el piso superior del nártex el padre Grigorije abandonó las escaleras que seguían hacia la puerta del campa-nario. La celda de Sava era una habitación espaciosa con cuatro columnas interiores que la dividían aparentemente en nueve campos iguales. Su piso era de piedra pulida y las paredes, y el techo de ojivas, estaban pintados con imágenes de santos cuyas facciones lucían un poco luxadas por todos los vientos de la torre, que en sus travesías por el templo pasaban frente a sus rostros. Aparte de una lamparilla de aceite y el libro abierto de los Cuatro Evangelios cuyas letras se sostenían gracias a los copiosos trenzados de las letras iniciales y las viñetas, en la catecumenia no había otro objeto o recipiente sagrado.

Entonces, como lo había hecho tantas veces antes, el igu-man Grigorije se acercó alegremente a la ventana labrada en mármol verde, aquella en la que, según la tradición que se remontaba a la época de la fundación del arzobispado,

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descansaba el águila bicéfala del emperador bizantino y la que había llegado a Žica en una albarda púrpura desde el imperio de Nicea. Esa vista era la preferida del superior, de otros dig-natarios religiosos y de los demás monjes, porque sin hacer un viaje cansado y arriesgado podían platicar con los monjes de Pec, Studenica, Mileševa, Banja, o de algún otro monasterio. Desde esta ventana podían supervisarse, sin ninguna molestia, las zonas alejadas de tierras monasteriales, propiedades es-parcidas hasta las orillas del lago Skadar, pastizales e inverna-deros en ocho montañas y dos olas rizadas, al pie de la pétrea ciudad de Kotor, donadas a la iglesia de la Santa Salvación… Es verdad que esta ventana a menudo mostraba imágenes incomprensibles; por ejemplo, un artefacto mecánico en el mero centro de una ciudad occidental que se nutría del tiempo fresco y, en el otro lado, un taciturno gobernante chino que se pasaba todo el día moviendo tres granos de arena de un lugar a otro; después, un montículo con la cima en llamas de donde brotaba un río de roca derretida, un animal del desierto tan inmenso como si estuviera hecho de dieciocho tercios; pero en suma eran vistas de gran utilidad para la comunidad de Žica y el pueblo serbio.

Abriendo las hojas de madera de tejo, el padre Grigorije tuvo ganas de volver a ver al arzobispo Jakov. Ese venerable religioso junto con dos presbíteros, algunos diáconos viajeros y una pequeña escolta militar, había partido debido a un asunto impostergable, después de la solemne fiesta de la resurrección de Cristo, hacia Pec. (En retirada ante las frecuentes incursio-nes de los saqueadores del norte, la sede del arzobispado es-tuvo vacilante durante las décadas que siguieron a la época de Arsenije I, y finalmente se estableció más al sur, en la digna ciudad de Pec, al lado de la iglesia de los Santos Apóstoles). Luego, confiaba el padre Grigorije, con la voluntad del Dios todopoderoso, avistaría al iconógrafo, al marmolista y al co-pista avanzando con paso ligero hacia la puerta del templo de la Salvación. Pero en lugar de éstos, por desgracia, en la celda de Sava arriba del nártex irrumpió una fuerte niebla polvorienta

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semejante a la que levanta la bandada de hurgones campestres al escarbar los resecos montículos de las toperas.

—¿Acaso otra vez levantan los muros de Maglic? —mur-muró el iguman con cansancio, porque desde esa ventana se le aparecía muy a menudo esta fortificación, la más cercana al monasterio, un fuerte que dominaba el río Ibar a menos de un día de caminata, si el tedio no llegaba a estrujar las plantas de los pies.

Como lo sugiere su nombre, la niebla asediaba con fre-cuencia las murallas de Maglic.14 Aparte de defender el lugar de la coronación, Žica15, y darles a los forasteros y a la luz del día refugio de la oscuridad, el fuerte fue erigido también para que la niebla tuviera un lugar donde posarse. A decir verdad, de ahí no se movía. A lo largo de todo el año roía con voracidad los remates de los muros, por lo que los reparaban periódica-mente con bloques de piedra tallada. Durante las obras, había que alejar la niebla temporalmente, para cuyo fin se erguían hacia las alturas largas astas provistas de múltiples ganchos dolorosos. Ahuyentada, incapaz de regresar, la niebla rondaba los alrededores rabiando, mordiendo furiosamente las vistas de todo el mundo. Días como éstos se anunciaban oportuna-mente con un mensajero para que la gente pudiera prepararse para esa calamidad. Por todas partes se sacaban por las venta-nas hoces, lanzas, guadañas o al menos, algún cuchillo de man-go negro. A una buena distancia de ahí, dos guardias detenían las caravanas hasta la conclusión de las obras a fin de evitar pleitos. (Y no como aquella vez en que un raguseo, capitaneus turmae Damianus Gotius, reclamó novecientas libras de plata dorada, porque esa bestia de niebla lo había mutilado so- bremanera in lo regno di Rassa16 al arrancarle el sexto dedo,

14 Del serbio magla: Niebla.15 Además de la sede del arzobispado, Žica fue también la iglesia en la que se

coronaron los reyes de la dinastía Nemanjic. El pueblo la conocía como la iglesia «de las siete puertas», porque según la leyenda, para cada nuevo rey se abría una puerta exclusiva para su entrada.

16 En italiano en el original: En el reino de raška.

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irreemplazable en la tramposa medición de telas). Acabada la restauración, la guarnición bajaba aquellas astas y la niebla se asentaba de nuevo para reinar en su nido de murallas.

—oye, oye, Velicko, ¿ha pasado nuestro arzobispo Jakov por la cañada del Ibar? —preguntaba a gritos el padre Grigorije al comandante de la ciudad, el jefe militar Velicko; se conocían bien, tanto en persona como por la ventana.

—oye, Velicko, ¿son mis artesanos los que vienen ahora?—Por Dios, Velicko, ¿y esa polvareda? Es un pecado, ¡¿có-

mo se os ocurrió andar reparando esos remates de muros en un martes luminoso?!

—Santo cielo, ¿por qué no avisasteis antes de levantar la niebla de Maglic para que nos protegiésemos con algo?

Pero, aunque tenía la costumbre de contestar enseguida, esta vez Velicko no respondía. En lugar de su habitual saludo, en la celda irrumpió el polvo grueso que cubrió de gris la barba del iguman e hizo encoger su voz como si la mano de la sed lo asiera por la garganta.

—¿Pero otra vez, Velicko? ¿Acaso no esculcasteis su niebla el verano pasado? ¡Está llena de todo tipo de cosas! ¡Parece que nadie le revisa los piojos desde que ha llegado a sentarse entre vosotros! ¡otra vez está entrando vuestra tolvanera por mi ventana del presente distante a la casa del Señor! —gritaba el iguman a más no poder agitando los brazos sin cesar para sa-cudirse el hábito.

Sin embargo, no hubo respuesta ni del jefe militar Velicko ni de nadie más del fuerte de Maglic. Si no hubiese existido el juramento de Sava, el padre Grigorije seguramente habría azo-tado esta ventana y abierto alguna otra que diera a una mañana más despejada. En cambio, tuvo que esperar a que la gruesa polvareda de la niebla se asentara y la vista mostrara lo que te-nía que decir.

Por eso, el reverendo padre se serenó para poder distinguir algo por lo menos. Y efectivamente, cuando sus ojos se acos-tumbraron al dolor de una centena de punzadas, aparecieron —al inicio difusos— los contornos de una inmensa multitud.

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Después, las primeras siluetas.Luego, despacio, empezaron a distinguirse los rostros.Al final, las facciones de los que llegaban.

II A la cabeza de la columna

A la cabeza de la columna que se veía por la ventana del presen-te distante cabalgaba el terrorífico príncipe de Vidin, Šišman. En su cabeza portaba un gorro de lince vivo. El moteado animal bufaba sordamente. Desde que la expedición había llegado a la región de Branicevo, degolló a decenas de perdices obtusas y urogallos bonachones. Sobre el pecho de Šišman, un par de martas gordas a modo de cuello cuidaban la garganta del prín-cipe. La hebilla de su cinto de terciopelo azul era una víbora ovillada y Šišman era el único que sabía separar sus dientes de la cola. En su izquierda tendida, la que tensaba las riendas, asido con sus garras al guante de cuero untado con grasa de carnero, reposaba de cabeza un avechucho soñoliento: a veces ave a veces espectro, esa criatura era de aspecto inconstante y por lo mismo difícil de describir, pero tal que de verlo a uno se le llenaba el rabillo del ojo de legañas y la sangre en las venas empezaba a confundirse mortalmente. La diestra del prínci-pe de Vidin, la del guante de malla de acero, descansaba sobre el pomo de ámbar de su silla de montar. La silla herrada con plata y los estribos en forma de fauces osunas enjaezaban un caballo negro. Bajo los cascos del equino las piedras se hacían añicos transformándose al instante en guijarros, como si por el camino rodaran los torrentes del Gran Diluvio.

Cualquiera que fuera la posición del sol, en derredor de Šišman se colaba una sombra opaca cual alquitrán. La antorcha impregnada de esta resina ardía con una oscuridad total, diez pies a la redonda, aun si fuese el mediodía en pleno verano.

A un costado de Šišman, como su ojo izquierdo, a lomo de una yegua blanca que meneaba sus ancas, iba el caudillo de los

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cumanos, Altan, un gigante de cabeza rapada y conducta licen-ciosa, guerrero de gran belleza hasta que sonreía dejando a la vista dos filas de dientes caninos. Por esos dientes eran cor-tantes también las inflexiones de su voz: él no tenía palabras amables. En el camino, por diversión, cortaba los retoños de enebros con el puro rechinar de sus dientes y con su grito tum-baba los nidos de las copas de carpes.

En su sombra las mujeres no dejaban de rezumar un sudor caluroso, y las más fecundas quedaban fácilmente preñadas, en tanto los rivales de Altan sudaban frío.

Del otro costado, como el ojo derecho de Šišman, monta-ba un alazán el sirviente Smilec, un hombre menudo, de com-plexión enclenque, con un gorro ribeteado de cascabeles en vez de yelmo. En suma, el mal genio era su rasgo principal. Se creía que fraternizaba con pestes, gomias, tarascas y aojadores, quienes lo instruyeron en todos los secretos de los maleficios. De una media palabra de Smilec, no mayor que la cagada de una mosca, murmurada de paso a la orilla de un mercado, se echaba a perder el pescado apenas sacado del Danubio, se agu-sanaba o apolillaba la harina, y un día fresco empezaba a ran-ciarse desde el amanecer. Como intrigante, no tenía igual. Si al anochecer decía algo en Vidin sobre alguien de trnovo, éste amanecía muerto allá, sin más.

Su sombra era patituerta, rancia y hedionda. ¡Que nos guarde San Pantaleón! ¡Que nos guarden los milagrosos San- tos Anárgiros, Cosme y Damián! Si la muda de Smilec caía so-bre una mujer encinta, no servían ni las oraciones escritas sobre el vientre, la desdichada cogía fiebre al instante y malparía o daba a luz a un niño de mirada aviesa.

III Alrededor de estos tres

Alrededor de estos tres cabalgaba o corría una multitud de ar-queros, coraceros, caballeros, abanderados, armeros y peones.

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Entre ellos, en alguna parte estaba también un mecánico sarraceno envuelto en los innumerables pliegues de su caftán, apasionado por los dulces, cuyos dedos siempre estaban pega-josos de delicias turcas.

Adelante iban de prisa unos cuantos batidores y el tam-borilero que acompañaba cada paso con un golpe fuerte al gran tambor que, para sorpresa, estaba completamente mudo.

Detrás de esta multitud se arrastraba la muchedumbre de los jadeantes consejeros, aguadores, cocineros, espaderos, fa-bricadores de aljabas, herradores, hechiceros y curanderos, merodeadores, marrulleros y rastreadores que leían todo tipo de huellas, que se paraban constantemente para recoger cosas y tamizar los hallazgos.

tras ellos, cubiertas de telas opacas, se mecían voluptuo-samente las sillas de manos con las morenas cortesanas de los jefes cumanos. Se oían sus respiraciones profundas, sus pla-centeros acomodos entre cojines y el susurro de la seda sobre sus muslos que desprendía cada movimiento. Sin embargo, nadie podía acercárseles antes de su turno por la vigilancia de los imberbes eunucos.

Fuera del camino, por los bosques y los bordes de flores-tas, erraba el grupo de encorvados buscadores de boñigas de liebres, las pardas bolitas que, bien secadas, ardían con una llama ahogada. Para alimentar a sus sombras, los búlgaros y los cumanos necesitaban antorchas adecuadas.

IVDos dragones de agua, ¡tocad a rebato!

El iguman Grigorije no se había asustado de esa manera des-de el otoño pasado cuando los monjes atraparon con sus redes en el vivero a un par de dragones de agua. Aún ahora recor-daba con desagrado sus fauces abiertas, sus entrañas oscuras y viscosas, abismales como el inframundo. Nadie jamás vol- vió a saber nada de un novicio que se resbaló ahí. La comu-

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nidad necesitó siete días para llenar de piedras sus bocas abiertas.

Sin embargo, lo que se veía ahora era terrible y no se po-día tapar de ninguna manera. La expedición búlgara y cumana cabalgaba directamente a Žica, aunque apenas había salido de Branicevo; por la ventana del presente distante se veía clara-mente: el ejército llegaría al pie de las murallas del monasterio en cinco días a más tardar.

—¡Dios, el ojo que nunca duerme, mira esto! —dejó esca-par en voz baja el padre Grigorije.

Luego, en breves sollozos, entre las oleadas de un temor cada vez más fuerte:

—Vienen sobre nosotros…Sonad los esquilones, las ma-tracas… tocad las campanas. Dios nos salve, Dios nos ayude. ¡tocad a rebato!

VUn manotazo sobre el pomo de ámbar de la

silla de montar

En ese momento, en medio de las llamadas de auxilio del igu-man, dos jóvenes batidores llegaron corriendo hasta el príncipe de Vidin. Apenas tenían el bozo y sus orejas rojas les rozaban los hombros. ésta era su primera campaña militar. En sus cin-turones cada uno tenía un pequeño atado de plumas del pájaro llamado avetoro. Con ellos se limpiaban, a veces, los largos con-ductos de sus pabellones auriculares hasta lograr la nitidez total.

La columna se orilló y se detuvo. Prosiguieron sólo uno que otro grito estridente o una palabra soez. Cuando los cas-cabeles de su gorro se sosegaron, el sirviente Smilec lanzó con arrogancia, demasiado alto para su baja estatura:

—¡Hablad, orejudos! ¡El príncipe os escucha!—¡Señor, parece que el iguman de Žica ya está pidiendo

auxilio! ¡Lo oímos, aunque está lejos, no sabemos cómo pero nos ha avistado! —dijeron los batidores redoblando la sumisión

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con una profunda reverencia, y evitando a duras penas que, por un lado, los quemara el vapor caliente de los ollares del azaba-che del príncipe y, por el otro, los salpicara la sombra resinosa del soberano.

—¿os pareció oírlo? —hizo crujir sus dientes el caudillo de los cumanos—. ¿o lo oísteis de verdad? —las palabras de Altan partieron la retirada de los batidores a dos idénticos ca-llejones sin salida.

—¡Nos pareció, Žica está lejos, de aquí para allá muchos ríos rumorean, mucho trigo madura estrepitosamente, ade-más, la voz del iguman no es de las más potentes! —se justifi-caban aquéllos mirando a su alrededor en busca de salida.

—¡¿os pareció?! ¡¿Vaya batidores que tengo?! ¡¿No os limpiasteis los oídos con esos plumeros?! ¡¿o tal vez os estorba la vista?! ¡¿tal vez oiríais mejor si no la tuvierais?! —se enfu-reció sobremanera el terrorífico Šišman, dio un manotazo al pomo de ámbar de su silla de montar y el gorro moteado de lince vivo prestamente saltó de su cabeza con las garras apun-tando a los ojos de aquellos desdichados.

VIEl milagro del santo emperador Constantino

y de la santa emperatriz Jelena, tocan a rebato

Ya que todo el ejército se había detenido, el polvo de la niebla se asentó por completo y desde la ventana al presente distante el iguman Grigorije vio con claridad cómo el lince les sacaba los ojos a los batidores. Seguido por el bufido de la cruel bes-tia, por las risas de los cumanos y los gritos de las víctimas, el reverendo padre salió corriendo a la escalera que llevaba de la celda hacia la torre. Su rostro aterrado expresaba mejor que las palabras que el miedo había invadido su vientre y, lastimando sus entrañas, ya estaba latiendo adentro. En unos cuantos pa-sos, el padre estuvo frente a la estrecha puerta del campanario,

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tiró del pesado pasador y tambaleándose para adelante y para atrás, siguió subiendo la empinada escalera a pesar del viento que irrumpía desenfrenado para invadir el interior del templo. En la capilla de la torre, donde Sava se dirigía en paz a su Señor y a menudo consultaba a sus modelos pintados, teodoro el Es-tudita y Sabas de Jerusalén, el viento quería mandar de vuelta al nártex al de por sí ligero iguman, como si fuera una hoja. Pero, se dio un milagro. Lo detuvieron cuatro brazos súbi- tamente tendidos del santo emperador Constantino y la santa emperatriz Jelena, aquí pintados, y el superior del monasterio Žica en dos brincos alcanzó la escalera de mano y los extremos de las tres cuerdas en el piso superior.

—¡Hermanos! ¡La calamidad! ¡La desgracia! —gritaba el iguman tirando de las tres campanas.

La pequeña campana para la comunidad.La mediana para que la oyera el comandante de Maglic y

los siervos de los pueblos aledaños.La grande para avisarle al todopoderoso que su templo se

encontraba al principio de su final.

VIIComo ejemplo para los demás, envolvedlos bien en la nada

Lejos del monasterio, apenas saliendo de la región de Bra- nicevo, los dos batidores con los rostros desfigurados, ahora con sangrantes heridas en lugar de los ojos, suplicaban:

—¡Piedad, señor! ¡Ahora lo escuchamos bien! ¡te pedimos misericordia, perdónanos la vida, ponte el gorro de vuelta a la cabeza, calma al lince! ¡Ahora oímos que han hecho sonar las campanas en Žica! ¡La pequeña para reunir a la comunidad! ¡La mediana para alertar al fuerte de Maglic! ¡La grande para pedirle ayuda a Dios!

Callado, el terrorífico príncipe de Vidin palmeó el pomo de ámbar de su silla de montar, el lince se detuvo y luego saltó

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para ovillarse en la cabeza de su dueño. Šišman, a su vez, espo-leó a su azabache moviéndose para que la resina de su sombra cayera sobre los dos batidores. Después, ordenó secamente:

—Como ejemplo para los demás, ¡envolvedlos bien en la nada!

—¡No, señor, por el amor de Dios, no lo hagas! ¡Descuar-tízanos con cuatro yeguas, decapítanos con tu espada, ahórca-nos con las martas! ¡Por lo que más quieras, señor, ten piedad de nosotros, castíganos sólo con la muerte! —sollozaban los dos batidores.

En vano. El que estaba a cargo de las ejecuciones en la campaña, al instante comenzó el recorrido entre todos los sol-dados con un saco abierto. Cada uno, sin importar su rango, tenía que depositar todo lo que sabía de los dos infelices. todo. Hasta el último detalle. Desde quiénes eran sus padres, de qué color eran sus ojos, si tenían lunares, de qué se reían en un alto en el bosque, con qué cosa y en qué lugar habían soñado, quién esperaba su regreso a Vidin… Incluso las cortesanas aportaron, desde sus sillas de manos, lo de su virilidad, su estremecimien-to y hasta sus suspiros de adolescentes. todo. Absolutamente todo. Y por encima, sus mismos nombres. Con respecto a ellos ya no debía iniciarse ni continuar ni la más mínima palabra.

Cuando el verdugo hubo recogido todo lo dicho sobre los condenados, completó el saco con ramas y hojas secas. Luego, prendió la yesca y la tiró adentro. todavía húmeda de los la-bios, la historia empezó a arder despacio con llamitas azuladas. Aun echando llamas parecía resistirse inerme con un chillido agudo. Sólo después de que la última evocación se convirtiera en un puñado de silencio, la historia se extinguió. Y sanseaca-bó. Eso era la nada.

—La comunidad es pequeña, un puñado de almas —soltó el sirviente Smilec con un gesto de desdén y los cascabeles del borde de su gorro tintinearon.

—Las murallas de Maglic son delgadas, puedo ver a través de ellas, y la valentía de los defensores se ha encogido —volvió a descubrir sus colmillos Altan, el jefe de los cumanos.

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—¡tú ocúpate de esas campanadas para pedir ayuda a Dios! —el príncipe empezó a sacudir la mano izquierda para desper-tar al avechucho.

La criatura se espabiló (el mal nunca duerme, sólo puede dormitar), extendió sus alas, aleteó varias veces y dejó a Šišman con pereza.

El señor de Vidin se enderezó. tiró de las riendas con ira. El caballo negro se empinó salvajemente. Las piedras salpica-ron. Cundió el grito. El tambor retumbó sordamente… Y la columna continuó engullendo vorazmente el camino cual una sierpe insaciable.

VIIILa barrera voladora

tal vez el día se había resbalado a la noche y, en el alboroto ge-nerado, los monjes de Žica no advirtieron el ave de semblante espectral. Más arriba del patio monasterial, la criatura volado-ra picoteaba lerdamente el campaneo entero de la gran cam-pana, impidiendo el avance de la llamada de socorro y dejando llegar hasta el jardín del Señor sólo el menudo repiqueteo de un día terrenal ordinario.

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DÍA CuArto

I El cenobita afanoso

La confusión que reinó en el monasterio atareó tanto al igu-man Grigorije con distintos deberes que hubo que enviar a un monje joven en su lugar para que abriera la ventana cuyo turno tocaba esa mañana.

—Primero revisa que todos los postigos estén bien cerra-dos, y luego abre los de la ventana labrada en mármol azul, la que ve a lo que nos depara el futuro —ordenó el reverendo pa-dre—. Además, hijo, que no te falte el afán para que limpies la celda del polvo de aquellos impíos.

En Žica se sabía cuántas onzas pesaba la palabra de cada quien y el joven monje, sin tener que sopesar lo ordenado, se fue a llevarlo a cabo inmediatamente. tal y como el padre Gri-gorije le había encargado, primero se aseguró de que todas las ventanas estuviesen bien cerradas, y luego abrió aquella en la que las emperatrices bizantinas esperaban el regreso de sus señores. Aquella en la que pasaban día tras día acortando el tan largo tiempo destejiendo las delicadas arrugas de la preocupa-ción y los enmarañados hilos del envejecimiento para recibir a sus maridos con una sonrisa.

Acabado esto, el cenobita se puso a barrer el suelo afano-samente. Con una escoba de ramitas atadas de abedul empezó a recoger el polvo, las hojas, los gritos, las ramitas, las piedras menudas, los relinchos de caballos, los plumones del pájaro avetoro, las risas, el hedor de la sombra alquitranada, los redobles sordos del tambor, las partículas de niebla, una espe- cie de la nada, todo aquello que ayer por la tamaña fuerza del

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ejército búlgaro y cumano, había irrumpido desde la dirección del presente distante, en lo que antaño fuera la celda de Sava. Absorto en el trabajo, el monje omitió echar al menos un vis-tazo por la ventana abierta. A decir verdad, tal vez no habría entendido todo —la razón a veces se rezaga con respecto a la vista—: el marco de la ventana encuadraba las escenas origina-das el invierno pasado, pero esparcidas a setecientos años de distancia de los postigos hechos de madera de tejo.

II Qué sucede cuando las historias y los versos

se hunden en el agua fría

La torre de Pribil tenía una reputación siniestra entre los ser-bios, los raguseos y los valacos. todos la rodeaban para evitar a este señor feudal de carácter veleidoso y, sin una necesidad imperiosa, uno no se quedaba a pernoctar en su fuerte del acantilado que dominaba el espumoso río Lim. Los archivos de las escribanías reales en Skopje estaban repletos de las de-mandas contra los pillajes de Pribil. El rey mandaba pacien-temente advertencias de que el pequeño terrateniente debería de calmarse, pero aquél, altanero, no le hacía ningún caso. Al contrario, cuanto más pasaba el tiempo, se hacía cada vez más de la desdeñosa idea de que nadie, aun brincando muy fuerte, llegaba a la altura de su hombría.

Se podría considerar afortunado el que, pasando junto a su torre, se quedaba sin su mercancía, su dinero o su caballo, sin su gorra de piel de zorro, su cinto, sus botas o sus calzones. La mayoría de los viajeros experimentaba una verdadera des-gracia. Al que pernoctaba a la orilla del Lim, Pribil se le metía en el sueño, ahí represaba hábilmente los afluentes del ensue-ño, embarullaba las señales camineras, despacio acorralaba al desafortunado a un camino ciego o a un sordo lugar ignoto para acabar asesinándolo sin piedad o, en el mejor de los ca-sos, desterrándolo de ahí. El desdichado ya no podía volver a

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dormirse jamás. Lo poco que le quedaba de vida lo pasaba vagando sin rumbo por la realidad, aquejado de un insomnio incurable, a pesar de haberse aplicado decenas de ventosas a fin de aliviar ese sufrimiento. Si seguía siendo ingenuo, le su-plicaba a Pribil que le devolviera al menos un poco, acaso tan sólo una pulgada infantil del sueño.

Al parecer, Demetrios, el iconógrafo de Epiro, el marmo-lista costeño Petar y el copista serbio Makarije, no tenían co-nocimiento de los pillajes de Pribil. Comoquiera que fuera, a la avanzada hora de su viaje invernal hacia Žica, los tres arte-sanos pidieron posada ante la puerta de la torre que dominaba el río Lim. El anfitrión los recibió con una sonrisa, avivó el fuego, ordenó que les lavaran los pies, que frotaran sus saba-ñones con la grasa de ganso, que despiojaran la nieve de sus cabellos, que les dieran toallas limpias y una muda seca. Luego los agasajó con pan blanco, guisados calientes, carne de vena-do, cálices de vino elocuente y preguntas minuciosas, disfra-zadas de una curiosidad inocente, sobre ellos mismos, sus oficios y el destino de su viaje.

—¡¿Acaso viajáis así, sin escolta?! —se interesó Pribil es-crutando los rostros de los viajeros—. ¡¿Sabéis que en estos montes hay más salteadores que bellotas?! —especulaba el te-rrateniente sobre el botín que le esperaba—. una vez, ya que no pudieron quitarle nada, a un pobre lo hicieron mudo, ¡le arrebataron aun el silbido de la boca! —Se preguntaba si en el caso de este atraco habría lugar para la cautela.

—Pues lo que ves en nosotros es lo que tenemos —empezó Demetrios, el crédulo iconógrafo de Epiro.

—No llevamos nada de importancia para los avaros —con-tinuó Petar, el marmolista costeño.

—todos nuestros valores radican en nuestros sueños —soltó incautamente Makarije, el copista.

—¡una ocurrencia digna de mérito! —fingió no darse por enterado Pribil—. ¡realmente me gustaría saber un poco más al respecto! —Cerró los ojos para no delatar su alegría por esa presa rica y fácil.

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Y cuando apaciguó su alegría de maleante, se levantó de la mesa y alzó el cáliz del elocuente vino diciendo:

—¡Hermanos, permitidme brindar, de todo corazón, por los sueños sólidos y apacibles!

Así transcurrió la noche, en la minuciosa indagación. El chisporroteo de la madera de pino paulatinamente se sobrepuso a la plática alrededor del hogar. Luego ardió también la haya. Llegó la hora de irse a descansar. Fatigados por el viaje, los huéspedes se durmieron inmediatamente después de la oración, ni bien llegaron a sus camas hechas de la más confortable paja de plantas aromáticas, recogidas de las axilas de los montes.

Cuando se aseguró de que los artesanos se habían hundido profundamente en sus sueños, Pribil se metió a hurtadillas tras ellos borrando las huellas de sus pies con una rama de abeto, en-turbiando los vados con haces de ramitas de escaramujo sin des-brozar, cambiando mañosamente lugares de luz por otros de tinieblas con ululatos de búhos y chirridos de lechuzas, aves de las que estaban repletas sus alforjas. A la hora en que los dur-mientes arribaron a sus ramales de sueño, colmados de grandes ojos pintados, pórticos de mármol blanco, iconostasios, colum-nas, relatos y versos compuestos con armonía, Pribil apareció an-te sus invitados y desenvainando su espada, empezó a perseguirlos para decapitarlos ahí mismo, en medio de su sueño. Los tres artesanos apenas entonces se dieron cuenta de con quién se alo-jaron. Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Echaron a correr por los bosques y las cañadas, por los campos y los barran-cos, y por puro milagro se escabulleron de la vileza de Pribil.

un poco más lejos, cuando se detuvieron para secarse el viento de los ojos, los durmientes se dieron cuenta de que se habían extraviado. No había ninguna pisada por ningún lado, ninguna agua tenía alguna nave, por todas partes se escuchaba el glacial ululato de búhos y el ensordecedor chirrido de lechu-zas, todas las direcciones estaban cubiertas de aterradoras ti-nieblas y las espesas bandadas de sombras ennegrecían el firmamento con su aleteo sonoro. Cualquiera que fuese el ca-mino que emprendían, no llegaban más que a deambular.

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—¡Ay! —clamaron los tres como uno solo, recordando cuántas cosas habían dejado a Pribil—. ¡Pobres de nosotros! ¡Jamás veremos Žica! ¡Y qué habríamos de hacer allá sin pin-turas, dibujos y voces! ¡Pobres de nosotros! ¡A menos que nos despertemos y nos quedemos por siempre sin nuestros sue-ños! ¡De lo contrario permaneceremos aquí vagando por este desierto ignoto hasta desvanecernos por completo! ¡Ay de no-sotros, qué habremos de hacer!

A la par de los lamentos de éstos, Pribil ya estaba trasla-dando a los sótanos de su torre el contenido de los sueños de los tres artesanos. El tamaño tesoro superaba sus expectativas. A decir verdad, la mayor parte del botín servía sólo para construc-ciones y asuntos religiosos, pero aun así, podía venderse caro en Dalmacia o entre los latinos. Había compradores sumamente generosos de una abadía occidental: trescientas monedas de oro contantes y sonantes era un buen trato por aquel pórtico del sueño del marmolista. A pesar de que fuera solamente soñado, apenas lograron transportarlo de ahí hasta la intranquila orilla del Lim con un trineo arrastrado por treinta bueyes reales.

Al final, se quedaron sólo los relatos y los versos del co-pista, cosas que podían venderse por unas cuantas moneditas de cobre. Para que no le ocuparan espacio, Pribil los tiró al río junto con los tres artesanos eternamente dormidos.

Encima del lugar donde se fueron hundiendo en el agua fría Demetrios, Petar y Makarije, los relatos y los versos, por un rato forcejearon una que otra palabra, bulleron las olas, resistió la flor de vapor cálido y después, todo se dispersó y desapareció.

III Cómo un alemán muerto pisó la mente del brutal

señor feudal Pribil y por qué el insigne rey sentía la incesante ansia incluso en su edad avanzada

A finales del mismo mes, cuando se retiraban a sus refu-gios aun las nevascas tardías, cuando a través de las nubes se

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asomaba el primer calor y las diligentes aves migratorias des-doblaban los bordes plegados del cielo, el feroz señor feudal Pribil se puso al acecho en una emboscada, y ahí lo alcanzó la ruina. Al salirle al paso a una caravana que llevaba telas pre-ciosas de Verona a la corte de Skopje, despojó osadamente los brocados, los terciopelos escarlatas y las sedas de sus borda- dos de águilas bicéfalas, con sus nidos y coronas de flor de lis. El rey Milutin, señor de las tierras serbias y costeras, era par-ticularmente sensible respecto de sus ropajes. Este acto hizo estallar su cólera y colmó su paciencia. ofendido, el insigne señor decidió vengarse de la manera más cruel posible. Hacia el río Lim partió en secreto un alemán muerto, quien duran-te muchos años había prestado fiel servicio al reino serbio. El finado se presentó a Pribil como un mercader, le confió que llevaba de Bizancio a Mantua a escondidas, en su sueño, gran-des bienes, decenas de acres de buenas tierras con cientos de estacas de moreras y miles de capullos de gusanos de seda. Pri-bil sintió codicia, se olvidó de la prudencia, pasó por alto que el invitado no comió ni bebió y puesto que el alemán se dur-mió ronroneando, se metió a robarlo. Pero del sueño de ese muerto Pribil regresó con la mente aplastada y no hizo falta otro castigo.

El traslado de las riquezas de Pribil desde los escondrijos de la torre que dominaba el río Lim al tesoro real en Skopje tardó varias semanas. Se dice que Milutin después erigió una de sus casas de verano de puros ladrillos soñados. Incluso, por el patio de ese palacio se paseaba un ave de paraíso, de diez alas, soñada. De su cola, el rey seleccionaba personalmente las plumas más bellas para su penacho.

Aparte de todo lo demás, el botín de Pribil contenía, sobre todo, mucha voluptuosidad, ya que el brutal terrateniente irrumpía a menudo en los sueños de mozos. A partir de enton-ces, el rey Milutin tuvo demasiado vigor. Por eso sentía una incesante ansia incluso en su edad avanzada.

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IV En alguna parte entre Budimlja y Dabar

En alguna parte entre Budimlja y Dabar hay un gran valle donde el Lim descansa. Ahí el río corre más despacio, en-tre una y otra ola pueden transcurrir varios días, por lo que a lo largo de esa orilla sosegada ha brotado un silencio añejo, cuya sombra lánguida cae sobre el agua poco profunda. tal vez por esa calma secular, ahí se reúnen bancos de peces para desovar.

Sólo los monjes de Banja llegan allí de vez en cuando, con el mayor recato posible, para realizar una tarea extraña: reco-ger para sus celdas un poco del silencio caído. Callados vienen y callados se van para no molestar demasiado a la delicada vegetación.

Por un capricho de la corriente, en este lugar se quedaron también partes de los relatos esparcidos del copista Makarije. Blanqueaban en el fondo del agua verdetransparente o se agitaban ligeramente cuando un radio de la rueda solar se su-mergía en el Lim.

Al principio, los curiosos pececillos jóvenes rodeaban esas creaciones desconocidas con temor, pero al poco tiempo bancos de peces pasaban a través de sus narraciones bambo-leantes. La corriente del río desplazaba suavemente diversas composiciones, las palabras alejadas se acercaban, se com- pletaban, y paulatinamente se combinaban en unas historias totalmente nuevas.

Y un poco más lejos, río abajo, espumando furia, arras-trando piedras, arrancando troncos, como si desbordara rabia, el Lim seguía bramando; desde algún punto alto podría pare- cer que una terrible Equidna serpenteaba furiosamente por la tierra.

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V La gravidez de veintisiete meses,

días más días menos,dónde terminó el cordón umbilical

unos años atrás, pero visto a través de los sueños, sólo un po-co antes de perecer los tres artesanos, la emperatriz bizantina Filipa también pasaba grandes apuros. Con cada uno de sus viajes nocturnos estaba más cerca de realizar sus propósitos. Es decir, la bella armenia no quería tener hijos con su marido kir teodoro Láscaris. No, y no se trataba en absoluto de que su cuerpo no lo deseara. Más bien, todo lo contrario, se le entre- gaba por sí solo, sus senos vehementes se ofrecían, su en- trepierna se esponjaba, y en varias ocasiones la razón de la joven mujer a duras penas logró reprimir la avalancha de su propia pasión. tampoco se trataba de que Filipa no tolerara a los niños por alguna especie de egoísmo. Por el contrario, su impulso maternal iba en aumento cada día. La emperatriz no quería procrear un hijo con el emperador precisamente por el bien de los hijos. Filipa sabía que las crónicas seculares de las dinastías bizantinas estaban entretejidas con la historia de matrimonios forzados, parricidios y fratricidios, ojos sa-cados y mutilaciones, reclusiones en mazmorras donde la razón se perdía por siempre ya después de las cuarenta noches… Filipa no quería traer al mundo hijos que habrían de vivir una historia tan inhumana. Alguno de ellos, tal vez, hereda-ría la corona imperial a pesar de que el basileus tenía una hija Irina de su primer matrimonio con Ana ángela. Pero las vidas de los demás, aun antes de la concepción, estarían condena- das a muerte. Filipa rehusaba concebir la muerte, las traicio-nes, el dolor…

Sin embargo, dado que su cuerpo rozagante sentía anhelo y el impulso materno no la dejaba en paz, cada sueño de la em-peratriz la acercaba más a la idea de entregarse a otro hombre, y con ese otro prolongar su estirpe. Y una de esas noches, eso sucedió. Pero lo que tiene un aspecto en el sueño, adquiere

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completamente otro en la realidad. El fruto del amor de su sue-ño, crecía en el mundo real en el fruto de la infidelidad. Por eso, escondiéndose de su señor, el basileus teodoro Láscaris, y del nunca insignificante número de delatores, Filipa empezó a vivir su gravidez sólo cuando soñaba. Al despertar en su al-coba —con baldosas de ónix amarillo suave, paredes recubier-tas en color púrpura y el cielo raso en cedro de Chipre—, era una emperatriz de porte noble, barbilla ligeramente pronun-ciada, y gestos y miradas mesurados. Al dormirse, tenía un insaciable antojo de mordisquear nueces y avellanas tostadas, de comer el corazón de la col, las más ordinarias manzanas silvestres, y sobre todo, los pepinillos en vinagre; sus meji- llas se salpicaban de pecas en forma de flor, sus piernas se hinchaban, el vientre se redondeaba, los senos se endurecían, y el amor maternal la convertía en una mujer preocupada so-lamente por el destino de su hijo no nacido.

Filipa llevó su embarazo más de dos años. El término que la naturaleza había determinado no se puede acortar. Puesto que soñaba durante una tercera parte del día, el periodo de su gravidez se multiplicó por tres: había dilatado hasta casi vein-tisiete meses completos, faltaban uno o dos días. Como toda madre futura, Filipa tampoco malgastaba ese tiempo en vano: humedecía sus labios a escondidas con el agua con la que la-vaban el ícono de la venerable mártir Eudoxia, sobre su vientre escribía las palabras de oraciones con tinta hecha de piñas de pino y arándano azul, dibujaba cruces con sepia, desanudaba cualquier nudo que veía, hasta el mismo ocaso tejía las peque-ñas ideas de cómo proteger a su vástago y salvarse a sí misma por el bien de su hijo. El emperador teodoro Láscaris rara vez mostraba piedad, pero casi nunca afabilidad. En caso de que su secreto se descubriera, el castigo más leve que le esperaba a Filipa sería el destierro a algún maldito rincón despoblado de Bizancio. A pesar de las conquistas de los latinos, en los remotos confines del vasto imperio aún había lugares tan sombríos a los que rara vez llegaba el aliento fresco de la capi-tal, adonde se enviaba a los adversarios políticos, traidores y

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adúlteras con sus hijos bastardos, para que ahí fenecieran a causa del trabajo forzado de respirar día y noche la mortífera neblina sulfurosa.

Entonces, dado que podía dar a luz sin ser vista solamente en el sueño, la emperatriz decidió encontrar también a alguien que pudiera cuidar al bebé, al menos por un tiempo, hasta que se presentara algún modo en que ella pudiera tenerlo más cerca, en alguna parte de la realidad capitalina de Nicea. Filipa conocía muy bien las vastedades del sueño, por lo que la bús-queda de la persona adecuada terminó a tiempo. Decidió que, llegada la hora, se encargara del recién nacido una mujer a la que el destino no le había dado un hijo propio. Si las cosas to-maran un curso adverso, cuesta abajo, Filipa esperaba que la madre postiza estuviera lo suficientemente lejos, ya que vivía siete siglos después en un país pequeño, apenas perceptible y presionado por los dos lados del mundo: el oriente y el occi-dente. Los delatores no se atrevían a adentrarse en esos lares, porque decían con pavor que por ahí acechaba el mismo fin de los tiempos.

Pero, la fortuna es una rueda. Nunca se sabe con certeza si tomará un surco o un prado, si se atorará en el lodo o rodará sobre seco. Aunque todo estaba bien preparado, hasta el más mínimo detalle, la noche en que Filipa empezó a sentir las primeras contracciones del parto en la realidad, el emperador teodoro Láscaris la estuvo reteniendo sin que ella pudiera re-tirarse a su alcoba para acostarse. Por eso se durmió demasiado tarde, por eso tuvo lugar una carrera desesperada por alcanzar los senderos que ya se habían adelantado. El caballo blanco con la mujer del vientre crecido hasta el límite de lo soportable, apuraba el paso por los vastos espacios del sueño avanzando decenas de años con cada instante. No obstante, los dolores de-cisivos sobrevinieron a Filipa a finales de su siglo, en medio de una región inmensa, común para todos los afluentes indi-viduales del sueño. Sintió que posponer más la llegada del par-to era peligroso para su criatura; detuvo el caballo, de algún modo logró apearse y dio a luz lejos de la madre postiza, entre

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los ululatos de los búhos, los chirridos de las lechuzas y los aleteos de las tinieblas. La noche era oscura y la luna se había caído en la estrecha cañada entre dos nubarrones plomizos.

Los tres artesanos desdichados primero oyeron el llanto del niño. Lo desconocido está lleno de trampas y ellos llevaban tres días vagando, exhaustos de tantas apariciones montadas a sus hombros y espaldas.

Pero el llanto se repitió. Los tres artesanos sacudieron las cabezas para sacarse de los oídos los pequeños fantasmas, no mayores que las mosquitas de la fruta, pero lo suficientemente malignos para nublar el juicio.

Pero el llanto del bebé se escuchó de nuevo. Y a pesar de que el miedo se les enredaba entre los pies, el iconógrafo, el marmo-lista y el copista hicieron caso al oído. No tuvieron que buscar mucho, en un páramo encontraron a una mujer de muslos en-sangrentados y, junto a ella, un caballo blanco que ahuyentaba las tinieblas con relinchos y con su lengua quitaba cuidadosa-mente la mucosa membrana de un bebé varón grande.

—¿Por qué no le hice caso al monje del sueño… por qué no le hice caso al monje del sueño…? —susurraba delirando la madre vencida por el agotamiento, tan pálida que parecía que se iba a desvanecer en cualquier momento.

Los artesanos la rodearon, por un instante indecisos acer-ca de qué hacer, y después empezaron a recoger uno por uno los temblores de su frente, su abdomen y sus miembros, pero ella los desaconsejó con palabras que venían de sus últimas fuerzas:

—Sólo estáis desperdiciando el tiempo. Mi sueño se acaba. Ayudadle al niño. os lo ruego, tomadlo, sacadlo de aquí. El caballo blanco os guiará, él sabe la dirección de mis inten- ciones.

La servidumbre encontró muerta a la emperatriz Filipa, oriunda de la pequeña Armenia, en el lecho de su alcoba, en la capital Nicea. Los médicos no pudieron determinar la causa de su muerte súbita. Aunque todo apuntaba a una hemorra- gia, no hubo ni la más mínima gota de sangre. Lo único que

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reconocieron era un trozo reseco de cordón umbilical que los dientes de perla de la bella soberana sostenían sin separarse.

A siete siglos de distancia de la acalorada discusión de los galenos, los tres artesanos encontraron a la mujer que ya es-taba aguardando en su sueño junto a una cuna preparada. La madre postiza no esperaba que el niño viniera acompañado, pero como tenía buen corazón, hizo que los viajeros se queda-ran ahí por un tiempo.

El caballo blanco se quedó también en el nuevo sueño, empinándose y sacudiéndose los restos del brillo de la luna de Bitinia de sus crines.

VI¡Cuídate!

Para que nadie sospechara nada en el mundo real, el niño fue creciendo durante meses y años solamente en el sueño o al lado del sueño de su madre postiza. Ella dormía lo más que podía soñando que velaba por él, que le daba de comer y de be-ber, que apartaba las enfermedades de su bozo, su pecho y sus piernitas, que lo sostenía mientras hacía sus torpes pininos. Por fortuna, ahí donde estaba vivía sola, por lo que no había testigos de su agitación maternal.

Cuando la madre postiza tenía que estar despierta, los tres padres postizos se encargaban de velar por el niño, lo cuida-ban, ciertamente con algo de torpeza, como lo hacen todos los hombres. Los artesanos no podían olvidarse de sus artes. Al contrario, en el sueño del niño empezaron a crear de nuevo: desbrozaron un terreno, en el medio colocaron un guijarro y a su alrededor pintaban, esculpían y escribían diligentemente. Al lado de ellos, Bogdan trepaba los andamios de rayos de plata desde la más temprana edad viendo cómo se preparaban los colores, aprendiendo cómo se ataban y afilaban los pinceles, cómo se apartaban de las jambas los unicornios, los ángeles y las hadas, qué palabras se escribían con la pluma del ruiseñor,

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qué rasgos tenían las letras escritas con la pluma del ganso silvestre, y cuáles eran las caligrafiadas con la pluma del gavilán.

En otras ocasiones, se reunían todos en torno a la mesa junto a la construcción iniciada y se repartían en partes iguales una sola sonrisa grande que, sin embargo, bastaba para que todo a su alrededor restallara de verdadera alegría.

Es verdad, la madre postiza a veces contaba historias del mundo diurno porque sentía que debía preparar a Bogdan en la medida de lo posible para el día en el que tuviera que pro-barse en él. Escuchando esos relatos, los artesanos se persig-naban, meneaban las cabezas sin poder creer que el mundo había llegado a eso, que algo así podía existir.

—¿Es necesario? ¡¿Acaso lo estamos criando para dejarlo así, sin más, a su suerte?! —se preguntó un día el copista Maka-rije observando al niño que, sin adivinar nada, cabalgaba con su cuerpo pegado al del caballo blanco sin ensillar.

Nadie sabía la respuesta y, para no sumirse en la tristeza, los artesanos se apuraban en sus faenas para que el niño, des-pués de entrar en la realidad, tuviera dónde regresar, dónde descansar.

Sueño tras sueño, pasaban los días. En vísperas de cum-plir los siete años, mientras apretaba la mano de su madre postiza, Bogdan cruzó por primera vez la Gran frontera. Más tarde, todavía soñoliento, recordaba muy bien cómo sus tres padres postizos estuvieron agitando mucho tiempo sus manos en la misma orilla gritándole:

—¡No nos olvides!—¡Debemos terminar la construcción! ¡Visítanos lo más

que puedas!—¡Cuídate! Y luego, recordaba, todo lo demás se vio superado por un

dolor desconocido. Después de dar unos cuantos pasos, se le escocieron las plantas de los pies por la insoportable dureza.

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VIIQué palabra se escribe con qué clase de pluma

A Bogdan se le consideraba un alumno aplicado. Pero tenía un modo particular de pensar, que su maestro había juzgado y su-brayado dos veces con una exclamación como: ¡¡herético!!

una vez, el chico causó todo un alboroto cuando se levantó en plena clase y dijo que las palabras escritas con un lápiz o gis no distaban mucho de ser unos simples garabatos.

—¡¿Cómo?! —palideció el maestro, mientras el silencio cundía por el salón.

—Pues así: cada palabra tiene su pluma. Por ejemplo, la pa-labra cielo se escribe con un roce suave del cálamo del ala de un gavilán adulto, la hierba con la pluma del vientre de un estorni-no, el altamar con la pluma del albatros, algunos libros se han escrito con cálamos de urraca vocinglera, y su traje negro, si se oprime bien la timonera de la cola de una grajilla grande.

—¡Fuera! —se puso rojo el maestro, mientras la clase se deshacía en carcajadas.

—Aquí vendría bien una pluma con la que se enorgullece sin razón una especie de urogallo —añadió Bogdan todavía des-de la puerta.

—Eso no se va a repetir —dijo después la madre postiza al disgustado maestro.

—Eso espero —se mostraba ofendido aquél.—Discúlpelo, discúlpelo —repetía ella, pero en sus adentros

presentía, de algún modo inexplicable, que los conocimien- tos adquiridos en los sueños jamás iban a poder reprimirse.

Sin embargo, el suceso decisivo se produjo a finales del año escolar. Era un día despejado con el sol ardiendo cual el tocón seco de un roble, cuando Bogdan interrumpió la clase pidiendo que se cerraran todas las ventanas del salón.

—Está a punto de empezar una tormenta —explicó.—otra vez con tus bromas, ¡no hay una sola nube en el cie-

lo! —se levantó el maestro, listo para ajustar cuentas con las orejas del chico.

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—No se trata del simple aspecto del cielo, sino de estimar el ímpetu y la longitud de la trayectoria y calcular bien el en-trelazamiento de los cuatro tiempos principales… —prosiguió Bogdan, mientras las risitas cundían entre los alumnos.

—¡Ya basta! ¡Mira lo que opino de tus tonterías! —exclamó el maestro con desdén, se aproximó a la ventana abierta y adop-tó una postura jactanciosa—. ¡Dónde está esa tormenta! ¡Qué nuestro sabiondo nos diga a todos dónde está esa tormenta!

De repente, como si alguien le vertiera encima el agua nocturna, el sol empezó a menguar. Del tocón apagado se ir-guieron los retoños de humo. opacaron gran parte del cielo. Cayeron las primeras gotas cenizas como si de alguna parte lloviznara lejía. una nube gris de niebla polvorienta, gritos, hojas, relinchos de caballos, piedra menuda, unos golpes de tambor mudo, pelusa, ramitas pegadas por una sombra resi-nosa y un cúmulo de otras cosas se desplomó a través de la ventana abierta, directamente sobre el hombre pasmado.

VIIIEn un santiamén

El joven monje enviado por el padre Grigorije a barrer la celda de Sava, miró a su alrededor. No había nadie en el aposento. Se agachó rápido y simplemente tiró los montoncitos de lo barri-do por la ventana que mostraba el futuro. Polvo, trizas, hojas, ramitas, una especie de nada, todo lo que el ejército de los búl-garos y cumanos había dejado en su tremenda invasión, acabó a siete siglos de distancia en medio de la ilusión de alguien de que el conocimiento es definitivo y los tiempos delimitados.

Después, el joven monje dio una palmada con sus manos en señal de satisfacción y bajó del piso superior del nártex.

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DÍA QuINto

I A la vera del camino quemaron madejas de desconcierto;

¿ha llegado el tiempo de la cosecha?,¿ha llegado el fin de los tiempos?

Esa mañana era el turno de la ventana que daba al presente cercano. El iguman Grigorije abrió los postigos de la ventana de mármol rojo, donde antaño descansaba la golondrina del patriarca universal. La luz fresca comenzó a propagarse por la catecumenia de Sava, derramándose por el suelo de piedra, abrazando las columnas, azulando las sombras y disipando aun la más mínima oscuridad. Los apacibles rostros de los frescos brillaron hermosamente. En medio de la celda se abrió cual una flor mostrando sus hojas el santo evangelio. Clareó una mañana cálida. El padre Grigorije se persignó:

—¡Gracias, Creador, por no cambiar el lugar donde nace la aurora!

Luego, esperanzado, el reverendo padre se dirigió ha- cia el edificio del refectorio, en el que se iba reuniendo la co-munidad desde el amanecer para deliberar lo que había que hacer después de aquella visión terrorífica de Branicevo. El patio del monasterio estaba libre para el paso de los que se ocupaban de las tareas relacionadas con la defensa contra el enemigo.

Los monjes devanaron las madejas del desconcierto ini-cial, que hace enredar los pasos y los pensamientos, y las que-maron a la vera del camino. De ahí se armó una gran fogata, las llamas lamían el aire, las cenizas revoloteaban, las sogas de humo gris se retorcían…

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¿Ha llegado el tiempo de la cosecha, cuando la neguilla se separa del trigo y se destruye con el fuego?

¿Ha llegado el fin de los tiempos, cuando los indecentes y los malhechores, por fin, han de separarse de los justos, se-gún la promesa?

II ¡Floriana, Sigilosa, Pequeñina!

—¡Floriana, Sigilosa, Pequeñina! —llamaba a sus abejas el pa-dre Pajsije.

—¡Mirta, Hacendosita, Besucona! —Conocía por su nom-bre a cada una de su enjambre.

—¡Por acá, Amiguera, Haragana y Querendona! ¡Lucerina, Felicinda y Enojona! ¡Solitaria, Mirona y Lucina! ¡Por acá, Ara-bela, Domitila y Filomena! —El colmenero y cerero de Žica se distinguía por una memoria tan amplia como una pradera florida.

—¡Venid, venid, Benita, María, y Sofía! ¡Venid, mis niñas hacendosas! —Buscaba entre los tallos, bajo las hojas cubiertas de rocío, y en las corolas perfumadas.

—¡Elenita, Alada, Espigada! ¡Escóndanse, bellas, ante los cumanos! —Pajsije sacudía con preocupación la copa de cada árbol.

—¡regina, Augusta, Fermina! —El padre entró en el tem-plo de la Santa Salvación.

—¡Berenice, Cándida, Angélica! —tomó la escalera del nártex hacia la catecumenia de Sava.

—¡Isidora, Leonila, teodosia! ¡Venid a las colmenas, bien-hechoras! —Finalmente, el padre Pajsije recogió también las abejas que volaban alrededor del evangelio abierto.

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III Los odres de chispas y una bolsita de alcaravea

Fuera del patio, donde se encontraban los anexos y los talleres, el herrero radak, un laico que escondía su carácter apacible detrás de unos bigotes temibles, recogía las chispas deba-jo del fuelle con las manos desnudas. Bajo el cobertizo ya se encontraban varios odres gordos, repletos de chispas cente-lleantes. Si los sitiadores llegaran a dañar alguna parte del en-lucido púrpura del hogar de la Salvación, esas brasas vendrían bien para que la todavía joven piedra caliza de las paredes no se congelara.

Según la orden del ecónomo, el despensero ahuyentaba lirones, polillas y otros comilones y con algunos jóvenes hacía inventario de reservas de todos los alimentos: sal marina y sal de roca, mújol y otro pescado seco de Skadar, ristras de ajos y cebollas, sartas de ciruelas e higos, sacos de harina de trigo y de centeno, cien puds de carne ahumada nueva y treinta puds de la vieja, aceitunas verdes y negras, hueva salada, grasa, ceba-da, mijo, avena y el humilde sorgo, montones de habas y lente-jas, una bolsita de alcaravea, los sendos cubos de raíz fuerte y algarroba, dos rincones llenos de nueces y un tercero, de casta-ñas del año anterior, costales de garbanzo rojo y negro, muchos montones de diversas semillas, un poco del noble azafrán, nue-ve granos de pimienta, una decena de vasijas llenas de aguamiel, vino y las manzanas almacenadas entre paja; donde hay una barrica de vino, hace falta otra del ligero vino clarete…

IVPanes, versos y colores

En la cocina, los panaderos horneaban el pan en absoluto si-lencio, como lo prescribe la regla de San Pacomio. Cuando se preparaban verduras, sopa de raíz de arrancamoños u otra clase de guisado, estaba permitido hablar; es más, una plática

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inocente, a media voz, era bienvenida como condimento. Pero en la masa amasada no debía de haber una sola palabra. Mucho menos una que fuese pronunciada a la ligera. Sólo los panes preparados de esa manera podían llevar el sello del monasterio.

Bajo el atento oído del eclesiarca, los cantores acomoda-ban entre las hojas de los libros los troparios y contaquios dis-persados. ¡En el nicho del coro septentrional encontraron el icos! ¡Abajo de la cúpula daba vueltas casi la mitad del libro de los salmos! Por allá, en el coro meridional estaba toda la ora-ción del alfabeto del Presbítero Constantino.

—¡Envolvedla primero en el eco sonoro! ¡Sería una lás- tima que algo se perdiera! ¡Despacio, muy despacio con los versos!

Los iconógrafos cerraban sus conchas del río con pintu-ras, las depositaban con cuidado en un escondrijo junto con los pinceles y los carboncillos de arrayán. Para que las pinturas no se secaran, envolvían cada concha por separado con hier- bas de arroyo recién recogidas. Allí había tonos para completar todo el arco iris: albayalde, ocre, añil, amarillo achicoria, ne-gro, grana, azul cerúleo, bermellón, tierra verde, azul ultramar, tierra de sombra y púrpura.

VReliquias, plantas y otros preparativos

Ahí donde se guardaba el gran secreto, el tesorero Kalisten juntaba los vasos sagrados, libros y aquellas reliquias que no se habían enviado a Pec en los años anteriores para su resguar-do de los saqueadores. Primero, un ápice de la cruz de Cris-to, luego una parte del hábito y del cinturón de la Madre de Dios, luego un pequeño relicario con un pedazo de la cabeza de San Juan Bautista, y después, reliquias de apóstoles, pro-fetas y mártires… Por fortuna, la diestra del Precursor, dona-da a Sava en Nicea, estaba a salvo, en la nueva sede sureña del arzobispado.

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El hierbero Joanikije no escatimaba en plantas. Dejó tana-ceto, belladona y ortiga en el camino de los búlgaros y cumanos, cazadiablos ante la puerta del monasterio, valeriana en las grietas de las paredes del patio, dragonaria en las cerraduras, espantalo-bos bajo las axilas de todos los monjes de la comunidad, manza-nilla en el hogar y, en el pozo, la primera clariagua primaveral.

En los pueblos aledaños, los siervos se dividieron en los que buscaron cobijo en el monte, los que quisieron refugiarse en el monasterio y los que se quedaron en sus casas ponién-dose ropa al revés, volteando las cosas y simplemente cerrando los ojos, calculando que se podían salvar de ese modo. Además, fuera del patio, había muchas almas más que habían venido para la fiesta de la resurrección. Según recordaban, sólo du-rante las fiestas principales del monasterio y las coronaciones de reyes hubo más forasteros en la hospedería. Para mayor des-gracia, entre ésos había enfermos y débiles, aquellos que espe-raban que el Señor fuera a oír mejor sus plegarias si las dirigían desde la iglesia de la Ascensión.

Dos mensajeros partieron a recorrer las ermitas vecinas, y un tercero se apresuró por el camino a Maglic para describir en detalle al jefe militar Velicko y a su guarnición la calamidad que se acercaba.

VIUna bolsa con cinco monedas de plata exactas(aunque resultaron ser justamente treinta),

y la plática sobre ello

—¡Padre Danilo! —Encontró al mayordomo de Žica en el sen-dero que llevaba al refectorio del monasterio, aquel hombre de Skadar que se quedó a descansar en la hospedería en su re-greso del Norte hacia la costa—. ¡¿Adónde va con tanta prisa?! ¡¿Qué es lo que ocurre?! ¡¿Por qué tanto alboroto?! ¡¿Es ver-dad lo que mostró la ventana, que se acerca una gran invasión de los búlgaros y cumanos?!

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El señor Andrija, comerciante de plomo, madera y edre-dones, pero más que nada de tiempo (así se había presentado justamente al pedir posada por unos días), era un hombre de edad indefinida, aunque el resto de su aspecto no era menos vago. Por el bien de sus negocios, dondequiera que viajaba cambiaba de religión y de acento, según las costumbres del lugar. Difícilmente sabría cuántas veces se había convertido, cuántas veces había adoptado la fe cristiana del occidente o del oriente, además de olvidar de cuál de estos lados provenían sus antepasados. una cosa, sin embargo, era cierta: él no era nativo de Skadar. Allí lo conocían como Andrija de Perast, en Perast como Andrija de Prizren, en Prizren creían que era de Ston, y así, a lo largo de todas sus rutas. Su rostro estaba formado de un haz de facciones peculiares, pero ni siquiera Ananije, el ilustrador de los libros monásticos de ojos grandes, sabía reproducir las características de su aspecto. Vestía raro, en puro paño grueso, tenía al menos tres veces más mangas que brazos, ni hablar de botones en exceso. Sin embargo, al cuello llevaba una pequeña calabaza seca como si fuera un hombre pobre. Caminaba con esfuerzo arrastrando la pierna calzada con la bota, que lucía una pluma de cuervo clavada, sin separarse de un bastón largo en el que se apoyaba; pero, cu-riosamente, sus pies no dejaban huella ni siquiera en tierra mojada. Por lo general, hablaba de manera petulante, metien-do su nariz en todo, pero pocas veces poniendo su pie en la iglesia; por alguna razón se quedaba dormido justo a la hora del servicio religioso. Su boca rebosaba de fanfarronería sobre el valor de sus mercancías, sin embargo, no tenía escolta mi-litar, lo acompañaba sólo un sirviente jorobado pero ágil (de credo religioso cada vez distinto, por si acaso). La mercancía que llevaba cargada en sus burdéganos consistía en semanas resplandecientes de frescura de los alrededores de Pskov y No-vgorod. Cuando en la época de mayor calor las llevara a Sicilia, calculaba que por cada una obtendría dos meses calientes. Luego, en el invierno, vendería esos mismos meses calurosos a los ricos boyardos en el principado moscovita. un mes de

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ésos valía allá toda una estación del año. Con este tipo de em-presa, el señor Andrija esperaba que en unos cinco años, a lo mucho, ahorrara para sí mismo por lo menos veinte años. De cualquier modo, aun cuando no viviera por siempre, estaba seguro de que le esperaba una vejez serena por unos dos o tres siglos. Aquí también estaba dispuesto a adquirir algunos días de sosiego monástico para su futura edad avanzada. o al menos unos cuantos de sus amaneceres apacibles. Para mostrar su generosidad, en cuanto llegó el hombre de Skadar donó al ho-gar de la Salvación cinco grandes monedas de plata. Pero cuan-do el mayordomo del monasterio las depositó en un cofre, eran treinta, ni más ni menos.

—¡Es verdad, una gran desgracia se avecina para el mo-nasterio —respondió Danilo, pero después de recordar algo se detuvo—. Por cierto, ¿usted me dijo que en aquella bolsa había cinco monedas de plata de dádiva?

—Algo así —confirmó el huésped—. ¿Y qué me aconseja usted, que me quede o me vaya?

—Sabrá Dios —contestó el mayordomo, pero no se dejó eludir tan fácilmente—. No obstante, al contarlas, encontré una suma de exactamente treinta monedas. Admitirá que la dife-rencia no es insignificante…

—tanto mejor, soy un buen comerciante, mi dinero se multiplica aun reposando en la bolsa —el de Skadar carraspeó una sonrisa—. ¿Y la defensa del monasterio es capaz de resistir el ataque?

—El fuerte de Maglic dispone de una guarnición poderosa bajo el comando del valiente jefe militar Velicko —respondió el padre Danilo—. Pero como consideré que el número trein- ta es aciago, sobre todo si se trata de las monedas de plata, yo reduje su donación por una moneda que di de limosna a un pobre.

—Bien hecho, bien hecho, la caridad es lo que nos enseña nuestro Señor —volvió a sonreír el mercader de Skadar.

—Pero, al volver a contar, en el cofre había de nuevo trein-ta monedas. Entonces lancé dos al pozo, pero seguían siendo

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treinta. Llevo encargándome de los bienes del monasterio des-de hace mucho y ¡no recuerdo haber visto jamás algo así!

—¡una pieza de plata que se puede gastar sólo una vez no vale más que la calderilla de cobre! Incluso un ducado verda-dero es falso si no devuelve otros. Créame padre, llevo comer-ciando muchos años por todo el mundo.

—De cualquier modo, yo digo que eso me parece un nego-cio turbio —el mayordomo meneó la cabeza en un gesto de suspicacia.

—¡No se preocupe, y discúlpeme ahora, parece que lo es-toy entreteniendo! —el mercader hizo una reverencia y giró alrededor de su bastón.

VIIAquí es donde tenemos que ver

cómo afrontar la calamidad

A la misma hora, en el refectorio del monasterio la comunidad empezaba a deliberar. Al llegar ahí el padre Danilo se encon-tró con que alrededor de la frugal mesa de palabras estaban sentados casi todos, pero pocos sostenían la plática y éstos, en general, eran los mayores que recordaban las anteriores em-bestidas calamitosas.

—El ejército de los búlgaros y cumanos no es pequeño —contestaba el iguman Grigorije a una de las preguntas—. No sólo es numeroso, sino muy nutrido…

—¿Es posible salvar un arbusto de una crecida salvaje? —susurraba cerca de sí mismo el director espiritual del rey, timotej.

Estaba doblemente preocupado, no sólo por Žica, sino también por el insigne señor Milutin. Había partido de mala gana hacia este hogar de la Salvación, y de mala gana había de-jado a su amo solo con sus pasiones desmedidas. Se sabía que los demonios de la lujuria acechaban con particular profusión a cada soberano. Por un lado, el canto del canon festivo de San

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Juan Damasquino era todavía demasiado frágil para un viaje tan largo, se desafinaría antes de llegar a Skopje; pero por el otro, él no quería que un cerco lo mantuviera demasiado tiem-po alejado de su deber de cuidar el estado espiritual de Milu-tin… Las exclamaciones de la comunidad lo espabilaron de sus graves cavilaciones:

—¡Son grandes nuestros pecados!—¡Perdónalos, todopoderoso!—¡No nos justificamos! Castíganos!—¡Sólo pedimos la salvación del templo!—¡os rogamos, Señor Jesucristo y Santa Madre de Dios,

no permitáis que anonaden las iglesias, las reliquias, los íconos, los libros sagrados y las abejas de Žica que fecundan las pa- labras de los serbios!

Grandes lamentos se iban acumulando en muchos pechos, unos ya se agarraban de sus cabellos, a otros les rodaban las lágrimas por las mejillas, el desconsuelo sellaba muchos labios, una aflicción funesta invadía todos los corazones, la esperanza se disipaba en pequeñas desesperanzas. Si no se tomara en cuenta el silencio, se diría que la mesa había quedado desierta. Las pocas palabras sabias se esparcieron por el piso dando lu-gar a la peor clase de desánimo.

—La plegaria es propia en cualquier lugar… —se oyó de repente una vocecita desde un extremo del cuarto.

todos volvieron sus cabezas a la par y vieron al más ancia-no de ellos, al padre Spiridon, el que todavía había hablado con el bienaventurado Stefan Nemanja, quien sopesaba sus pala-bras con cuidado y no dejaba, como algunos, sus migajas por todas partes. Los novicios más jóvenes incluso creían que sus labios estaban pegados. Hacía ya mucho tiempo que nadie lo había visto comer y los que sí conservaban la memoria de ello, recordaban que sólo para las fiestas más importantes consentía a su estómago con la corteza seca del pan de manzanilla. Entre la comunidad se rememoraba siempre la pregunta que le hizo a Spiridon, hace una década, el ahora bienaventurado arzobispo Jevstatije: «Dígame, Spiridon, algo que hace mucho trato de

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entender: ¡¿de qué vive usted, si ni siquiera bebe el agua más de lo que se deja mojar por la lluvia en primavera y otoño?!» Dicen que el monje observó al arzobispo por un buen rato sin parpadear y al fin dijo: «Vivo de mi plática con Dios».

—La plegaria es propia en cualquier lugar… —repitió el padre Spiridon en voz baja. En el refectorio se hizo un silencio tal que se pudo escuchar desde un rincón lo que el lector estu- vo leyendo el día anterior—. Pero aquí tenemos que ver cómo afrontar la calamidad. uno no quita los robles ante una avenida de agua. No somos guerreros para traspasar el obstáculo con las espadas. No somos hechiceros para desviar la corriente sal-vaje con maldiciones. El lamento es de poca utilidad. Por eso, hay que hacer como los monjes de Vatopedi ante el ataque de piratas. Al no encontrar otra salida, a fuerza de su voluntad separaron la iglesia del suelo durante la noche y junto con ella volaron a la cima de un monte escarpado. ¿Por qué no he-mos de hacerlo nosotros también? roguemos al todopoderoso que conceda a esta flor de nuestra patria un tallo suficiente-mente alto como para elevarnos fuera del alcance del terrible agresor.

Y aunque hasta ese momento pocos tenían algo que decir, de repente todos empezaron a hablar atropelladamente, unos por encima de otros. En el gran alboroto se pudo entender apenas lo siguiente:

—¿Cómo? ¿Cómo?—¡La iglesia no tiene alas!—¡tampoco le van a crecer!—¡Las celdas no están hechas de las semillas del diente de

león!—¡Aun si cortamos los pinos no podemos enseñarles a

aletear con sus ramas!—¡Ante la invasión de los cumanos, sólo podemos enviar

a las abejas más allá de los montes!—¡En suma, Spiridon, lo que dijiste es vano!Sin embargo, el padre Spiridon ya no intentaba subirse

a las alturas locuaces de la vanidad. Ni siquiera miraba a los

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monjes. tal vez, por ser tan anciano, casi de la edad de Stefan Nemanja, se había dormido. o quizá, como se interpretaba des-pués, había muerto al instante por hablar demasiado, y continuó viviendo modestamente en su plática con el amado Señor.

VIIIFrente a las ventanas volaban aves y colmenas,

aleteaban los serafines de seis alas

Así, llevándose consigo lo que se había dicho y a lo que había llegado la deliberación, la comunidad abandonó el refectorio. Pronto todos se enteraron de todo, suscitándose gran asom-bro, y no eran pocos los que consideraron insensata la pro-puesta del padre Spiridon, pero nadie encontró nada mejor para alimentar la esperanza. En tiempos de escasez, es bueno lo que hay. El iguman Grigorije ordenó que se procediera se-gún el ejemplo de los monjes de Vatopedi. todos los monjes y los siervos, los diáconos y los seglares, los novicios y los pasto-res, los cantores y los bataneros, los viejos y los jóvenes, todos se dividieron en dos grandes grupos. Los primeros empezaron a rogar a Dios que concediera a Žica, esa flor de raška, un tallo suficientemente alto. Los otros cogieron cualquier cosa que pudieran sostener con las manos y comenzaron a golpear los cimientos de los dos templos, de las celdas y de los establos, las bases de los árboles y las hierbas, y la parte inferior de todo lo que había en el patio y en sus alrededores.

un gran alboroto y amplio golpeteo retumbaron hacia lo alto y a lo lejos del monasterio. un viajero pensaría que la tierra temblaba. Los retumbos ahogaron todos los demás so-nidos. Las violentas sacudidas rompieron el rabo del sol y éste, cual manzana pasada, rodó a un lado, cayendo en pleno me-diodía. Dentro de la iglesia, los profetas en los frescos soltaron sus rollos de pergamino. Se rompió incluso una jarra dibujada. El agua pintada empezó a salpicar. Las llamas titilantes de los cirios se hicieron enjambres. Y las tres campanas bamboleadas

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olvidaron que eran de bronce y quisieron levantar el vuelo de la torre. La hospedería empezó a anunciarse con sus cruji-dos. Los utensilios de cobre en la cocina chillaron estreme- cidos. Los establos se llenaron de mugidos del ganado. Las abejas encerradas intentaron salir de sus colmenas. un raudal de estruendos inundó los montes empujando a muchas bestias hasta el mismo borde del bosque, por lo que éstas regresaron aún más fieras hasta los defensores. La claridad del aire em-pezó a difuminarse. Se asomaron las primeras sombras. En-viaron al mozo de cuadra a las cimas vecinas para traer en burdéganos otras cargas de luminosidad. Y, a pesar de todo, nada en Žica excepto la broza mostraba la disposición de ele-varse siquiera medio palmo.

Y aunque fue el quinto día después de la Pascua, uno de los cincuenta días hasta el Pentecostés en los que no está per-mitido arrodillarse, el mismo iguman Grigorije cayó de rodi-llas en el templo y todos los demás hicieron lo mismo.

Y dado que se pedía al Señor un gran favor, se ordenó a los diáconos que leyeran y a los chantres que cantaran el mayor número de salmos posible.

Y los cantores de los dos coros llenaron de canto todo el templo.

Y los ruegos de la doble letanía empezaron implorando a Dios que concediera la plegaria común, por el bien de todos, por la salvación, incluso por los agresores que se acercaban.

Y cada uno de los ruegos terminaba con el triple canto: —¡ten piedad de nosotros, Señor! ¡ten piedad de noso-

tros, Señor! ¡ten piedad de nosotros, Señor!Afuera, era cada vez mayor el número de los que con fren-

te sudorosa dejaban sus palos, no para desistir, sino para sus-tituirlos con el canto y la oración. toda la congregación, una voz tras otra, se iba uniendo al crescendo que llegaba del hogar de la Salvación.

Fuera del patio, los enfermos y los débiles encontraron nuevas fuerzas. uno de ellos, tullido de nacimiento, de miem-bros paralizados, levantó temblorosamente los dos brazos.

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otro, ciego, intuyendo que vería un milagro, pudo ver. un ter-cero, de lengua anudada por la mudez, pronunció también:

—¡ten-pie-dad-de-no-so-tros-Se-ñor!Y entonces, cuando parecía que la noche con su oscuridad

iba a oprimir aún más todo contra el suelo, cuando parecía va-no cualquier esfuerzo menos improbable que el iniciado, algo rechinó en la parte del altar de la iglesia y el templo se separó de la tierra por ese chirrido apenas audible. El canto se ele- vó con más fuerza, y se propagó el salmo cantado:

—¡Señor, Señor, mi fuerte salvador, salva mi cabeza en este bélico día!

—¡No le concedas Señor al infiel lo que quiere, no le per-mitas lograr su objetivo, para que no llegue a envanecerse!

La iglesia empezó a menearse como si quisiera sacudirse su sombra. un pobre hombre de Dios, Blaško, que se encon-traba en el monasterio por la fiesta de Pascua, cogió un extremo suyo y empezó a tirar de éste vigorosamente, aunque su inte-rior albergaba tan sólo a un niño débil.

—¡Ayúdenme! —exclamó.Al principio, confundidos, algunos de los que estaban cer-

ca acudieron en su ayuda. Al pie de la iglesia se escuchó un crujido como si el reflejo se separara de sus cimientos. En las grietas entre el hogar de la Salvación y su sombra se incrustaron el canto y la oración, y toda la construcción se elevó por el ta-maño de la exclamación. Adentro, el iguman y los monjes con-tinuaron su letanía con mayor tesón. La sombra rajada comenzó a desprenderse de la iglesia por todas partes. La separación, al principio pequeña, se hinchó de palabras pronunciadas y can-tadas al unísono. El templo se estremeció. retrocedió. Se de-tuvo vacilante. Los cantores aportaron su bordón como palanca. Algo se quebró. Luego sonó algo metálico. Con un golpe sordo, se quedaron en el pasto los enormes anillos gravitacionales. La iglesia de la Santa Salvación se elevó hacia arriba.

La confusión no se hizo esperar. tras el hogar de la Salva-ción partieron también el refectorio, la cocina, la hospedería, las despensas, partes de las murallas bajas del monasterio con

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celdas agregadas. Como si una fuerza los hubiese tensado en un arco, los pinos y los robles salieron disparados hacia lo alto junto con sus nidos, piñas y terrones. La pequeña iglesia de San teodoro tirón y San teodoro Estratilato, varias veces más ligera que la grande, subió tan alto que tuvieron que atarla con una cuerda al templo principal. Y éste, demasiado pesado para un vuelo de esa clase, se quedó flotando apenas unas cien bra-zas por encima del pozo, tercamente inmóvil, con su manojo de hierba clariagua tristemente sumergido.

Antes de que se pusiera el sol, Žica se mecía toda púrpura en el aire como si hubiera sido construida ahí desde siempre.

—¡Es grande la misericordia de Dios! ¡Alabado sea el Señor!

Abajo bullían las palabras, toda la gente en el patio y fuera de él, estaba postrada ante semejante milagro.

A decir verdad, algunos no podían creerlo y abandonaban el lugar digno de admiración:

—¡Es una locura! ¡Este milagro nos costará el doble de ca-bezas que si hubiéramos permanecido en el suelo!

—¡¿Qué hay en la altura que falte aquí?! ¡Nubes, vientos y aves, que se la pasan volando de un lado a otro!

—¡Gracias, hermanos, nosotros preferimos pernoctar en otro lugar más seguro!

Los que se encontraron arriba después de la oración de perdón, bajaron numerosas escaleras, cuerdas con nudos ata-dos… La mayoría empezó a subirse, en orden, al templo, a la hospedería, a las celdas, a los talleres y a los establos. Mientras aún había luz para ver, el iguman se apresuró a recorrer todo lo que había en el aire brincando de terrón en terrón, cuidando de no caerse, tendiendo la mano a un niño o a algún exhausto. Después, el padre Grigorije se dirigió a la catecumenia de Sava arriba del nártex. Desde ahí miró una vez más las tierras del monasterio. El marco de mármol llenaba sus pulmones con una vista nueva, más amplia. Junto a la ventana que daba al presente cercano volaban las aves y las colmenas, aleteaban los serafines de seis alas.

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—¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria! —exclamaban unos a otros.

En el firmamento emergieron Estérope y Alcíone, Maya y Electra, táigete y Mérope, y al final, la pequeña Celeno. Con la primera luz de las Pléyades, todo el mundo subió a Žica. Los serafines se alejaron hacia las estrellas. Las aves diurnas bus-caron sus nidos. Y las colmenas se posaron sobre la cuerda que unía la pequeña iglesia con la grande.

El reverendo padre apartó con la mano un rayo de luna y al ocaso del quinto día lentamente cerró los postigos de tejo.

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QuEruBINES

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DÍA SExto

Vigilia, una caída desafortunada, un brazo roto,y el desasosegado susurro de alas

Aunque en la iglesia de la Santa Salvación nunca han faltado fieles, después de su elevación del suelo, el iguman Grigorije había ordenado mantenerse en vigilia día y noche. La nave, y el mismo nártex, estaban atestados a toda hora de monjes y de la gente que había encontrado refugio en esta casa de Dios. Así, la constante guardia y el desvelo se pasaban en oraciones de adoración, acciones de gracia e imploraciones. Se reconfor-taban con la lectura y el canto. El mismo iguman sustituyó las simples reverencias, temiendo que no eran suficientes, con las prosternaciones y a veces imploraba la misericordia del Se-ñor de rodillas.

La iglesia se mecía en el aire suavemente cual cuna. Las grietas en el enlucido sanaban, las llamas de los cirios se en-derezaban, la luz afluía bajo la cúpula y el pantocrátor pintado bendecía a los reunidos con su diestra alzada. En los momen-tos de silencio total, se oía desde arriba el susurro armonioso de plumas de los querubines multioculares, pintados en la bó-veda junto al todopoderoso.

A la catecumenia de Sava llegaba a cada momento alguien para dar noticias al reverendo padre. uno para decir que se dispusieron los terrones elevados para poder caminar de uno al otro, como sobre las piedras en un arroyo: del templo al refectorio, de éste a las celdas, de las celdas a la hospedería, y así, por todo el terreno del monasterio. Los terrones sobrantes que no se precisaban para desplazarse, se acomodaron alrede-dor del tronco de un roble apartado, como un pequeño prado

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flotante, un claro verde en el cielo, y un pastizal para caballos, ovejas y el resto del ganado. otro le comunicó el número total de los monjes y laicos refugiados en Žica, y la cantidad de hom-bres, mujeres y niños entre ellos. un tercero vino por un con-sejo: ¿qué hacer con un poco de desánimo que se encontró en los corazones de algunos?, ¿escaldarlo como cuando uno quie-re deshacerse de los piojos?

No obstante, dado que era el día en que se abría la ventana de la iglesia, el iguman Grigorije prestó la mayor atención a la iglesia misma. La vista a todos los que oraban alentaba sus pen-samientos. Después de todo, confiaba, quizá la guarnición de Maglic sería suficiente para detener al monstruo de mil cabezas que se acercaba a Žica desde Vidin, pasando por Branicevo.

Mientras, debajo de la celda de Sava y de las esperanzas del iguman, entraba en el nártex silenciosamente Andrija de Skadar, el comerciante de tiempo, madera, plomo y edredones. Se persignaba con una de sus mangas vacías que usaba sólo en las iglesias del rito oriental. (A decir verdad, vacías estaban también todas las demás mangas excepto las dos con las que recibía dinero). Entre las cabezas inclinadas de los fieles ab-sortos en la oración, se acercaba casi a hurtadillas al lugar don-de estaba pintada la escena de la escalera que salva a las almas y conduce a los cielos. La pintura representaba a los monjes ancianos y jóvenes subiendo con esfuerzo. uno de ellos, de rostro sereno, se encontraba en el peldaño más alto, como un ejemplo de dignidad. Muchos otros aún estaban subiendo y algunos, al pie de la escalera, apenas daban los primeros pa- sos. Alrededor de la escalera volaban los demonios mostrando sus dientes, tirando de los hábitos de los monjes y tratando de precipitarlos al infierno. Y aunque la mayoría se aferraba bien, a algunos tan sólo una mano los salvaba de caer en la oscura tentación.

Es decir, colándose entre la gente sumida en la oración, el señor Andrija se aproximó a esta pintura y alzó su bastón. Nadie vio el breve ademán con el que golpeó con toda fuerza la única mano de un monje con la que se aferraba con trabajo

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a un peldaño de la escalera. Por el canto solemne nadie oyó tampoco el golpe del bastón sobre la mano pintada. Sólo un grito terrible resonó bruscamente en la iglesia como si alguien se precipitara a un abismo.

El padre Grigorije se espabiló y bajó lo más rápido que pudo. Abajo, en el lado opuesto, cerca del coro meridional, estaba el epicentro del alboroto de los monjes y los fieles. En el piso de piedra, entre las llaves esparcidas de los grandes y pequeños cofres, yacía el mayordomo Danilo. Ya había ocurri-do antes que alguien desfalleciera de una larga vigilia, y no po-cas veces que se desmayara. El hierbero Joanikije recogió de su cintura una brizna de consuelda, hierba contra todo tipo de caídas, y la frotó bajo la nariz del desfallecido. éste vol- vió en sí, incluso irguió la cabeza, los hombros y una mano. Pero la otra yacía en el piso como si estuviera muerta. Por eso y por la mueca del dolor en su rostro, estaba claro que el ma-yordomo había caído de manera tan inconveniente que su pro-pio peso le había fracturado por lo menos el codo y la mano. Mientras sacaban al desafortunado hombre de la iglesia, y la gente regresaba a la oración, el iguman Grigorije tuvo la sen-sación de que las plumas de los querubines, arriba en la cúpu-la, susurraban de un modo desasosegado.

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DÍA SéPtIMo

I A finales del mes de septiembre,

justo antes de un suceso muy vergonzoso, cantaba el trovero artesiano

Conon de Béthunelas primeras octavas de su famosa

«Canción de cruzada»:1

¡Ay, Amor! una dura separacióntendré que sufrir de mi dama, la mejor,¡Que jamás fue amada ni servida!Dios me vuelva a ella por su dulzura,¡Pues seguro que la dejo con dolor!¡Ay! ¿Qué digo? En verdad no la dejo:El cuerpo servirá a Nuestro Señor,Mas a ella pertenece el corazón.

Por ella me voy suspirando a SiriaPues nadie debe faltar a su Creador.Y a quien lo abandone en este lance,él no le ayudará en otro mayor.Sabedlo bien, grandes e inferioresAhí es donde nacen las proezas,Y se ganan Paraíso y honor,Gloria, fama y, de su dama, amor.

1 traducción del francés de Alberto Carvajal Juárez.

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Dios es sitiado en su tierra Santa,Ya veremos si a salvarlo iránA quienes de la negra prisión sacóAl morir en cruz, ahora del turco.Sabedlo: desdoro a quienes no van, Salvo a viejos, pobres o enfermos;Pero los jóvenes, ricos y sanos,Aquí sin deshonra no pueden quedar.

todo el clero y los hombres de edadAquí dan limosnas y hacen el bien,todos irán en este peregrinar.Y las damas castamente vivirán,Siendo fieles a aquellos que se van;Si por mal consejo hacen locuras,Con los ruines y cobardes las harán Pues todos los buenos al viaje se irán.

Quien no quiera aquí vida dolorosa,Alegre, dichoso, por Dios morirá; Pues tal muerte es dulce y deliciosareino Precioso así conquistará.Nadie morirá con la muerte nunca,Ahí nacerá a vida gloriosa,Al retornar aquí tendrá ventura:El Honor su eterno aliado será…

II Iglesias cuellilargas y palacios alianchos

rodeados de una profusión de insoportables ranas

Era el principio del mes de octubre de 1202, época en que el joven otoño se zambullía en los canales de Venecia y los nume-rosos aprendices pululaban a lo largo de las orillas recogiendo diligentemente la superficie acuática en palanganas. En el

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transcurso de ese mismo mes, los hábiles maestros de la is-la de Murano, mediante un procedimiento particular de se- cado, eliminarían de esa agua recogida la plétora de espejismos de simpleza, y al final obtendrían vidrio de una belleza pura y extraordinaria.

Era la época que los venecianos consideraban la más pro-picia para todo tipo de negociaciones, en particular, para las actividades comerciales o, aun mejor, para las celebraciones de tratados bélicos y contratos matrimoniales.

A saber, era la época del año en que el lado opuesto en las negociaciones enceguecía con el fulgor de las olas, y la misma Venecia provocaba asombro: a todo viajero esta ciudad le pa-recía una gran bandada de iglesias cuellilargas y palacios alian-chos. una bandada que acababa de posarse en medio de una laguna de luz para descansar gorjeando.

Era el día en que el marqués Bonifacio de Montferrato y el conde Balduino de Flandes, jefes de la cruzada, bordeaban la isla La Giudecca rumbo a la entrada al Gran Canal, algo pá-lidos por el balanceo de la barca y todavía más pálidos de la emoción por la proximidad de la importante reunión con En-rico Dandolo, el dux de la república de San Marcos.

Durante toda la primavera y el verano de ese año de 1202, toda la fuerza de los ejércitos cruzados se iba juntando en los alrededores de la ciudad. Pero los venecianos alargaban el cumplimiento del acuerdo anterior, posponiendo constan- temente el traslado de las tropas a la orilla de Egipto. La suma de ochenta y cinco mil marcos de Colonia en plata, acordada para el flete de las galeras, no se había liquidado y el dux tenía un buen pretexto para no permitir el embarque de los cruza-dos, ni siquiera a las repetidas instancias de la curia romana, incluso del mismo papa Inocencio III, instigador y ardiente promotor de esta Guerra Santa.

«Con el debido respeto, ¡no estamos en posibilidad de satisfacer la providencia del Señor!», decía la breve y altanera respuesta a la Santa Sede.

«¡Estamos conscientes de que se trata de un asunto de

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máxima importancia para todos los cristianos, pero deben comprender que nuestras galeras no pueden levar anclas hasta que se liquide el flete! ¡El año pasado, los impagos nos hun-dieron treinta naves y los piratas y las tempestades sólo tres! ¿De qué vamos a vivir si nos quedamos sin la flota? ¡In terra rex summus est hoc tempore nummus! ¡Somos una ciudad pobre que depende de la insegura cosecha de surcos marinos! ¡La natu-raleza no nos ha obsequiado ni siquiera un mar verdadero, el Adriático no es más que una bahía mediana!», contestaba en otra ocasión más extensamente el dux, y a Inocencio III le da-ban ataques de migraña cada vez que le anunciaban a los astu-tos emisarios de Venecia.

De cualquier modo, a los cruzados les faltaban treinta y cuatro mil marcos de Colonia, por lo que pasaron dos estacio-nes del año en una espera vana que mitigaban emborrachán-dose, sin vacilar incluso en empeñar por el vino algo de su equipamiento, a veces hasta algunas de sus artes caballerescas. El marqués Bonifacio y el conde Balduino no habían visto al dux en persona, porque hasta entonces se había negociado únicamente a través de los emisarios. A decir verdad, tampoco el dux pudo ver a los jefes de la Cuarta Cruzada, ya que desde hacía tiempo estaba completamente ciego. Su vista quedó carcomida en parte por la vejez, pero mayormente por la helada, enfermedad que congeló su mirada en ambos ojos.

Luego entonces, en el agua de los canales se reflejaba el temprano otoño, la época que los venecianos preferían para las negociaciones importantes, y puesto que el ejército de los cruzados se volvía cada día más escandaloso, había que sacarlo de los alrededores de la ciudad. Los altivos nobles de la repú-blica lanzaban desde antes provocaciones abiertas y no des-aprovechaban oportunidad alguna de protestar en voz alta porque su hermosa laguna estaba rodeada de una profusión de ranas insoportables. En septiembre, los conflictos entre la gente local y los forasteros se hicieron más frecuentes, y dos altercados con los caballeros vasallos del conde Louis de Blois acabaron en sendos duelos sangrientos.

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A finales del mismo mes, otro incidente dio cuenta de la excesiva hostilidad de los venecianos: dos sirvientas irreveren-tes vaciaron, hasta la última gota, el contenido de su bacinica sobre el renombrado trovero artesiano Conon de Béthune. Pa-ra mayor vergüenza, eso cayó justo sobre los versos de la sexta octava de su famosa «Canción de los cruzados»:

¡Dios! ¡tanto tiempo valientes, ociosos!¡Ya se verá al de veras valiente!Iremos a vengar afrenta hiriente Ya que ira e infamia sentimos:En nuestros días tierra Santa perderDonde Dios sufrió el suplicio por nos.Si quedan ahí esos enemigosVida infame hemos de padecer.

—¡rana croante! ¡Ora basta!2 —la orina fue acompañada con el correspondiente insulto.

Al final, el dux estimó que la situación había llegado a su punto. Mandó llamar con florituras a los dos distinguidos je-fes, pues su salud no le había permitido antes recibirlos, pero estaba muy contento de ver a sus valientes huéspedes y tenía muchas ganas de llegar a un arreglo, ya que él tampoco era in-diferente y quería que la tierra Santa fuera liberada de los infieles.

Era el principio mismo de octubre y el marqués Bonifacio y el conde Balduino iban palideciendo conforme la barca en-traba en el Gran Canal. Los remos quebraban el temprano oto-ño empujando suavemente la distancia del rialto, lugar del encuentro del dux con los dos jefes de los cruzados. Las iglesias cuellilargas cuchicheaban con los palacios alianchos. Son si-nuosos los canales de la república. Los huéspedes no lo in-tuían pero conforme el rialto se acercaba, la tierra Santa se alejaba irremediablemente.

2 En italiano en el original: ¡Ahora basta!

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III El más hábil casamentero

de la República de San Marcos

Al oriente de los pálidos forasteros, a tan sólo una centena de olas a la derecha del Gran Canal, se encrespaba un extraño su-ceso junto a la orilla izquierda de un canal estrecho. un maes-tro llamado Inciriano Quintavallo pescaba en el agua reflejos de una mujer joven de porte señorial, rodeada de sonidos de laúd y del aroma de jengibre. A diferencia de la mayoría de los vidrieros comunes que fabricaban oculares de primavera ma-dura, botellas de cielo claro y collares en los que se reflejaba el calor veraniego, el maestro Inciriano practicaba un arte que exigía una delicadeza mayor. Lo consideraban el casamentero más hábil de Venecia porque fabricaba copas especiales de re-flejos de doncellas, ante las que no podía resistirse ni siquiera el corazón del soltero más empedernido. La bella dama cue- llilarga, sentada absorta a la orilla del canal, se llamaba Ana, de apellido paterno rainier; era la nieta más joven del viejo dux de Venecia, Enrico Dandolo.

Son sinuosos los caminos de la república. Poco antes, Ana Dandolo había alcanzado la edad en la que se piensa en el casamiento. Mejor dicho, en la que otros piensan en su ca- samiento, ya que el tipo de intereses del Estado y de la familia apenas permitía que la joven expresara sus deseos. El hombre escogido por Enrico Dandolo recibiría de obsequio la copa elaborada con el reflejo de la casadera en el agua. El matri- monio es una buena oportunidad para sumar el provecho de Venecia al poder de la familia. Según un proverbio común entre los marineros del Adriático, una mujer es como una ga-lera: donde está amarrada, el puerto ya está prácticamente conquistado.

—¡No ponga esa cara triste! ¡Sonría, señorita! ¡¿Santo cie-lo, no oye esta música?! ¡Con grazia! ¡Escuche el laúd! ¡Con gra-zia! —Daba brincos alrededor del canal el maestro Inciriano recogiendo los reflejos con las manos, vertiéndolos de vuelta

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al canal, con mangas mojadas hasta los codos, completamente insatisfecho.

—¡Ay, señorita, no ponga esa cara ácida! —¡Su reverendo abuelo no ha pedido un frasco para vi-

nagre! —¡él pide una copa de dulzura!—¡él exige una copa que embriague a un pretendiente!Ana Dandolo callaba, tan sólo agitaba de vez en cuando su

mano frente a su cara para defenderse del enjambre de pala-bras de ese artesano inoportuno, ahora completamente em- papado de miedo de que el dux no estuviese satisfecho con el resultado de su trabajo.

—¡Con más ánimo, señorita, sonría con ternura! —supli-caba el maestro Quintavallo.

—¡Sonría con ardor!—¡Que la copa queme los labios del futuro novio!—¡Sea lo que sea que beba, que tenga sed de usted por

siempre!En vano. El reflejo del sonido de laúd y del aroma de jen-

gibre alcanzaba tan sólo para el borde de la copa; en la palan-gana del vidriero fulguraba el multicolor tejido del temprano otoño, que bastaba para el pie de la copa, pero faltaba lo prin-cipal: aunque ya había pasado el mediodía, en el agua del canal no se reflejaba la verdadera sonrisa de Ana Dandolo.

Es poco decir que el maestro Inciriano estaba desespera-do. «¡Maldición!» (aunque, en verdad, la mente del maestro profirió algo mucho menos decente). Después de tantos ma-trimonios arreglados, ahora que el mismo dux le había dado un encargo tan importante, el casamentero más hábil de la re-pública se topó con una mocosa obstinada en no sonreír.

Desde luego, Ana no era la primera joven casadera que se resistía. Eso ya había pasado antes. Las muchachas núbiles son propensas a encapricharse. En general, por lo que se sabe, el tejido de la naturaleza femenina está hecho de imprevistos. Por lo tanto, al maestro Inciriano no le quedó de otra más que intentar una argucia, guardada en un bolsillo especial para

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semejantes casos. Puesto que él mismo era muy feo, de rostro repulsivo, aderezado con dos o tres verrugas, de un frasco es-pecial vertió en las olas del canal furtivamente, a escondidas de la muchacha, la imagen desnuda de un petimetre llamado Dominiquino. Ese muchacho de miembros esbeltos, cabello rizado y dotado de un arma visiblemente presta, mostraba su reflejo por puro narcisismo a lo largo, y por una moneda de oro, también a lo ancho de toda Venecia. Y pese a que muchas damas protestaban contra ese descaro flotante, todas ellas ha-bían entretejido al menos una que otra mirada anhelante con la imagen desnuda de Dominiquino. Al principio tímidas, dan-do rodeos, éstas se deslizaban luego con suavidad hacia las ingles, se adentraban confusas entre los vellos enredados, envolvían con cautela el escroto, y terminaban sopesando de-tenidamente la misma virilidad del joven. En suma, la vir- tud de las damas se ponía a prueba (hecho comprobado por el caso de un mercante que, loco de celos, se ahogó al reconocer debajo de los viejos muelles, los reflejos de su joven esposa y de ese galán fundidos en un abrazo salvaje, que flotaban im-púdicamente en un remolino de burbujas de su apasionada toma y entrega).

Fuera como fuese, Ana Dandolo tampoco pudo resistir. Bajó la guardia. respondió al seductor reflejo del joven. Sus ojos se iluminaron de alegría. El pecho retuvo un suspiro. El vestido apenas contuvo los senos. Su corazón empezó a retum-bar. un temblor fulminante estremeció todo su cuerpo e hizo aflorar el sonrojo en sus mejillas encendidas.

—¡tal y como debe ser! ¡Benissimo! —farfullaba el maestro Inciriano casi ahogándose en el canal, pero sosteniendo en sus palmas, elevadas a lo alto, un poco de agua y en ella, la cente-lleante sonrisa de la señorita Ana, apenas desenredada del ter-so reflejo de los muslos de Dominiquino—. ¡Vaya copa que será ésta! ¡Sea cual sea la cosa que beba de ella, el pretendiente será cautivado por el deseo!

Demasiado orgullosa para pedirle que se apiadara de ella, Ana Dandolo se levantó. El aroma de jengibre se disipó por

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completo. Los laúdes callaron. De la penumbra de las puertas aledañas aparecieron unas acompañantes hasta entonces in-visibles. El vidriero casamentero, Inciriano Quintavallo, logró salir de algún modo del canal, aferrándose incluso a las mira-das de desdén.

—¡Retille! ¡Ruffiano!3 —murmuró alguien con desprecio, después de lo cual la superficie del canal se calmó y se quedó completamente lisa.

Al fondo de las aguas se iban hundiendo tristemente los deseos núbiles. Por la orilla se alejaba despacio la joven dama, vestida según el corte de los intereses de la república.

IV Tres ojos comunes,

dos aceitunas despellejadas y una mirada votiva

—¡Sus Excelencias, el marqués Bonifacio de Montferrato y el conde Balduino de Flandes!

Cuando la puerta se abrió y los caballeros entraron sumi-samente en los aposentos del dux, los recibió un anciano robus-to, ataviado con armiño, con una corona de cabello totalmente cano alrededor de un casquete demasiado pequeño, las manos pecosas ligeramente cruzadas sobre su vientre, y párpados le-gañosos, firmemente cerrados en numerosos pliegues.

Los visitantes no se sentían del todo cómodos, aún se-guían mareados del bote, y les parecía que todo a su alrededor se balanceaba y se crispaba como si el mosaico del piso del pa-lacio se curvara al ritmo de las aguas del exterior.

Para mayor incomodidad, las ideas que revoloteaban en las cabezas de los cruzados no estaban organizadas, y éstos no podían dar con la mejor manera para abordar la negociación. El marqués pestañeó adrede con ambas pestañas lo más sono-ramente que pudo. El conde hizo lo mismo, pero tan sólo a

3 En italiano en el original: ¡reptil! ¡rufián!

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medias, ya que desde su partida a la campaña mantenía un ojo cerrado.

Sin embargo, Enrico Dandolo no decía nada. En el cuarto hacía demasiado calor. Aunque un otoño temprano navegaba por los canales, los cristales de las ventanas seguían invadidos por las enredaderas del bochorno. ésa era la única manera en que el señor de Venecia lograba calentar sus gélidas miradas.

—¡Enrico, nuestro Enrico querido! —Por fin se atrevió a decir el conde Balduino con una efusión algo exagerada, sufi-cientemente imprudente como para olvidar que el que dice la primera palabra en una negociación no es el que tiene la últi-ma—. ¿Cómo está su salud, querido amigo? ¡oh, qué alegría de verlo, aunque fuera de esta manera incompleta! ¡Sabe, hice el voto a mi amada de llevar su imagen encerrada en mi ojo derecho hasta Jerusalén y de vuelta! ¡usted, siendo ciego, en-tiende muy bien la sublimidad de mi sacrificio!

—¡No lo tome a mal, el conde no quería faltarle al respeto, sólo es un hombre poco ducho en los modales! —El marqués Bonifacio pisó el pie del conde Balduino sin piedad, acompa-ñándolo de unos gestos de enojo—. Nosotros hemos venido, desde luego…

Y una vez que comenzaron, los visitantes no pudieron de-tenerse. Hablaron y hablaron. Las palabras se derramaban por el piso de mosaico, las ceremoniosas expresiones de la etiqueta revoloteaban a la altura de los tapices de pared, las caligrafías del sumo respeto se elevaban hasta el cielo raso, y finalmente los solicitantes hicieron hasta una propuesta humilde de que la república transportara a los cruzados «a crédito». Pero el dux callaba con obstinación, hasta que las últimas palabras grandi-locuentes gastadas por los caballeros se hicieran sonar como calderilla… Sólo después de que se hubiese calmado incluso ese tintineo hueco, Dandolo hizo una inspiración y comenzó:

—No es digno de caballeros endeudarse. Por eso anulo la deuda de treinta y cuatro mil marcos de Colonia. Los cruzados pueden embarcar. Pero deben conquistar para la república la ciu-dad de Zara, que se salió arrogantemente de nuestro dominio.

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—¡¿Zara?! ¡¿Pero ella no está en nuestro camino?! —lo in-terrumpió el conde sacando el pecho como si en algún misterio popular le tocara el papel del incorruptible guardia de la mis-mísima Providencia divina.

—¡Muy bien! Entonces idos nadando, sin desviarse, hasta la tierra Santa! —replicó el anciano y alzó su índice—. ¡Aquí, detrás de esta puerta, tenéis el mar abierto!

El conde se amilanó. El marqués se puso completamente pálido. ¿Qué habrían de hacer? Afuera aguardaban las malditas olas encrespadas. tan sólo pensar en ellas revolvía sus estó-magos y anudaba sus entrañas. Los jefes de la cruzada asintie-ron con la cabeza y declararon al unísono:

—¡Aceptamos, trato hecho!Satisfecho, Enrico Dandolo enrolló las palabras de los ca-

balleros en la bolsa ceñida a su cintura. Luego abrió sus pár-pados plisados. El aspecto de su mirada aterró a los visitantes. una tupida red de filamentos cristalinos cubría las escleróticas y las pupilas del anciano. En algún lugar profundo bajo la es-carcha de su enfermedad de hielo, se debatía su vista. El mar-qués encontró que los ojos del dux se parecían a dos aceitunas despellejadas por la helada.

V ¡Ay! Llorando voy con dolor profundo,Donde Dios quiere templar mi coraje,

Mas sabed bien, en la mejor del mundo,Pensaré más que en todo ese viaje.

…por fin, después de haber ventilado un poco su vergüenza, el trovero Conon de Béthune reunió las fuerzas para terminar su «Canción de cruzada» con una redondilla.

Sólo ocho días después de que se realizara aquel trato, se embarcaron en cuatrocientas ochenta galeras grandes, con dos filas de remos, cuatro mil quinientos caballeros, nueve mil es-cuderos y veinte mil peones. Junto con los hombres embarcaron

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a los caballos, perros y halcones. La estibación de mapas de na-vegación, amuletos diversos y, desde luego, las canciones que glorificaban la valentía de los cruzados, duró toda la noche. La flota que comandaba el ciego dux auscultando los distintos su-surros de los vientos, zarpó al amanecer del noveno día y en se-guida hizo rumbo a la libertad de la rebelde Zara. Al último momento, las numerosas galeras de guerra fueron acompañadas por una mercante que en sus entrañas llevaba, dentro de una cesta con paja, un solo objeto, una obra maestra del arte vidrie-ro, una copa elaborada de los reflejos más finos del agua de los canales venecianos.

A finales del mismo mes, las galeras arribaron a Zara y en un asalto violento la ciudad fue conquistada y saqueada. Desde la proa de la nave almirante, el ciego dux calentaba su mirada álgida en el fuego que devoraba las murallas del puerto de la des-dichada ciudad. El médico personal de Dandolo, Antonio Balde-lla, concluyó con incredulidad (y con un asco bien disimulado) que este terrible espectáculo dio más calor al anciano que toda su medicina anterior. tantos años de arduos estudios en Sa- lerno, tanto trabajo minucioso invertido en las más complejas recetas, tanto subir los montes para recoger una planta adecua-da… bastaba una sola escena de barbarismo para que la sangre bullera en las venas humanas. Sea lo que fuere, el calor de las llamas fue tan grande que no pudo extinguirse durante por lo menos medio año, y los cruzados decidieron invernar en Zara para continuar su travesía hasta la tierra Santa en primavera.

Contrariamente a todas las demás galeras, la nave mer-cante zarpó de nuevo hacia el mar abierto y desapareció entre las franjas del misterio.

VILa tentación del monje Sava

Bajo la misma niebla espesa de la misteriosa misión, la frágil carga fue descargada en Dubrovnik y enseguida encaminada

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despacio, para que no se rompiera, por las rutas de las cara-vanas hacia las montañas de la tierra de raška. En algún lu-gar ahí, un tal Inciriano Quintavallo, emisario de la república, entregó en las manos de Stefan, hijo del santo difunto župan Nemanja, una carta de crédito y el obsequio del dux de Vene-cia: una copa hecha de reflejos del temprano otoño, sonidos de laúd, aroma de jengibre y la imagen de una joven. En cuan-to bebió el primer sorbo, por la garganta del joven gobernante corrió el anhelo bullendo por su cuerpo como brasas ardien-tes. No supo cómo, pero de golpe quedó enamorado de una desconocida dama que vivía muy lejos. No soportaba nada que quedara más cerca que ese lugar remoto. Enseguida repudió a su esposa, Evdokija. De los bienes matrimoniales le permitió llevarse sólo unas cuantas lágrimas por los hijos que dejaba y una sola palabra seca:

—¡Vete!Así Stefan empezó a vivir con una sed constante, incapaz

de ser apagada, asaltado por un anhelo de ahogarse en un río bordeado de iglesias cuellilargas y palacios alianchos, en un canal por el que flotaban, cual cientos de medusas rojitrans-parentes, los reflejos de la imagen ansiada.

—otra agua es inútil, él no tiene más remedio que ahogar-se en aquélla para saciar sus sentidos —desistió del enfermo incluso el mejor médico, que trajeron desde el lejano éfeso, después de examinar brevemente sólo seis gotas de sudor de la frente del gobernante.

No obstante, tanto el padre de Stefan, en el sueño, como sus hermanos en la realidad, en particular el que había tomado el hábito, Sava, hacían todo para que su hijo y hermano se re-pusiera. Le trajeron a una mujer, hermosa como la frescura, pero el joven župan se le acercaba sólo cuando se lo imponía el imperativo de la descendencia. Aunque ella le dio otros tres hijos varones, él ni siquiera quiso escuchar su nombre. Cada noche, a la luz de la luna, Stefan se ahogaba en la lejana Venecia levantándose bañado de sudor, sin aliento, todo amoratado de las largas horas pasadas en el agua. Cada día, a la luz del sol,

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Stefan ardía avasallado por la fiebre amorosa y sus ojos daban vueltas como si fuera alguien carcomido internamente por algo terrible. Sobre la tierra serbia volaban inviernos, en los reco-vecos sin brisa se alojaban veranos, los vientos transportaban por el cielo en el Carro Menor otoños y primaveras, pero el se-ñor se hundía cada vez más y más profundamente en la copa de vidrio. Se hizo evidente que aquel médico no se había equivoca-do: cada día Stefan se sumía más en el destino de un ahogado.

Al igual que el cabello y las uñas de un difunto crecen mu-cho después de su muerte, también pueden brotar sus pensa-mientos. Antes de que se cumplieran tres años de haber ordenado la fabricación de aquella copa, el dux Enrico Dandolo ya no estaba entre los vivos, pero su propósito había alcanzado el grado en que los esfuerzos rendían sus frutos. regularmente informados sobre la situación entre los serbios y sobre el es-tado del enfermo, al asegurarse de que el agua ya le había lle-gado a los oídos donde seguramente estaba empapando su razón, los venecianos decidieron asestar el golpe final: le en-viaron a Ana Dandolo. Ni el padre Nemanja (en el sueño) ni los hermanos Vukan y Sava (en la realidad) pudieron disuadir a Stefan de ese matrimonio. Por otro lado, el tiempo ya había mellado los deseos núbiles de la nieta de Enrico Dandolo, que sólo vestía el entallado vestido hecho según el corte de los in-tereses de su familia y de la república. No sentía nada por el pequeño país ni por su esposo, excepto un deseo vivo de hacer inclinar cuanto antes este puerto terrestre eslavo hacia su Ve-necia natal. ofuscado respecto al rumbo que tomaba, el gran župan de las tierras serbias, Stefan, flotaba despacio cada vez más cerca del occidente, cada vez más rápido olvidaba los ma-nantiales, los arroyos y los ríos maternales y comenzaba a tra-zar los canales regulares delineados hacía tiempo en los mapas de navegación de la república de San Marcos. Puesto que había pedido la corona real de roma en vez de solicitarla del patriar-ca de Nicea, se supo que su mente estaba completamente ablandada y que él sólo obedecía a su cuerpo, bañado por las caricias de Ana Dandolo.

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Parecía que ya no había marcha atrás, cuando el monje Sava tomó la decisión de intentar salvar a Stefan y a la tierra serbia.

—¿Sabes lo que estás haciendo, hijo mío? ¡tú no conoces ese remolino profundo! ¡No quiero perder también a otro hijo! —suplicaba el padre Simeon a Sava apareciéndosele en cada sueño, sumamente preocupado.

—¿Por qué me detienes, padre? ¡Bien sabes que sin la tentación no se puede alcanzar la iluminación! ¡Será la volun-tad de Dios! —contestaba él en voz baja.

Y ciertamente, una noche, bajo los auspicios de su modes-tia, Sava se dirigió hacia los aposentos de su hermano, encontró la copa del cristal de Venecia, bebió de su borde un sorbo reci-biendo sobre su espalda la pesada carga de Stefan, y empezó a soportarla buscando fuerzas únicamente en los rezos.

Noche tras noche se aparecía al monje el agua seductora con miles de olas que envolvían los muslos, las caderas y el pecho. El deseo carnal por Ana Dandolo dejó a Stefan mori-bundo en un banco de arena y comenzó a rondar salvajemente a Sava para arrastrarlo al fondo de la lascivia. una marea con-tinua de ardor subía hasta la razón de Sava, pero éste no cedía y mantenía la cabeza por encima de la fogosa concupiscencia. La dama veneciana bañaba al valedor insistentemente con sus hermosos reflejos, intuyendo que éste era el último obstácu- lo para la realización de los planes de la república de San Marcos.

La última de esas noches, la decisiva, la veneciana pensó que estaba a las puertas de la victoria: el cuerpo del monje es-taba invadido por un hormigueo agradable capaz de abrir los poros aun de la roca más solida. Ana Dandolo deliraba en los aposentos de los Nemanjic, se la oía incluso en la remota Venecia:

—¡Leven las anclas!—¡A los remos!—¡Las vías están libres!—¡He aquí el amarre para nuestras galeras!

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Y a punto estuvo de ser así. No ayudaba ni la aguja de hue-so, con la que Sava se pinchaba en el sueño intentando que los suaves hormigueos se salieran de su cuerpo junto con el dolor. Se le había metido bajo la piel una sensación de placer que ya circulaba por su sangre. Como si los cascos de naves foráneas, que de pronto llegaron quién sabe cómo, ya estuvieran oscu-reciendo el cielo. Como si las gaviotas que seguían las galeras buscando los restos de comida se lanzaran con furia contra las constelaciones de coronas serbias. Como si las ponzoñosas medusas rojitransparentes se abrieran en flor en los manan-tiales, en los arroyos y en los ríos de agua dulce. Como si… Pero la marea de Ana Dandolo ya había hundido todos los pen-samientos del monje. todos menos uno, rodeado de una co-rona de espuma. El pensamiento dirigido a Dios.

Hay islas que el mar traga cuando le da la gana sin impor-tar su supuesta grandeza. Pero también hay pequeños escollos que resisten por siempre. Visto de lejos —porque acercarse más sería para cualquier persona común demasiado peligro-so—, las tentaciones se iban agotando y las olas se siguieron rompiendo hasta el alba. El pequeño escollo de la pureza los desviaba en otras direcciones. Llegó la mañana, era el Sábado después de la Pascua, los cortesanos y vasallos de Stefan reu- nidos, con lágrimas de alegría en los ojos, informaron a Sava:

—¡Alabado sea Dios! ¡La copa de vidrio se ha resquebra-jado al final de la noche, el peligro se ha escurrido!

—¡Su hermano regresa a la razón, aún es un náufrago, pero despacio va recuperando su aliento!

—¡Alabado sea Dios, Ana Dandolo se ha retirado!El mismo Sava le daba gracias a Dios. Poco después, em-

pezó a ordenar sus pensamientos respecto de su viaje a Ni- cea, donde tenía la intención de pedir del patriarca ecuménico Manuel Sarantenos la autocefalía para la iglesia serbia, y del basileus bizantino, kir teodoro Láscaris, la bendición para co-ronar a su hermano Stefan con la primera corona real de las tierras serbias.

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VIIComo después de una tempestad

Lo único que en el cielo de Serbia recordaba a aquella noche decisiva, como después de una tempestad, eran unos remos quebrados, las astillas de mástiles, los chillidos restantes de las gaviotas y las exclamaciones de los galeotes. ola por ola, la altura se aclaró, y la bóveda celeste recobró la tersura. Abajo, en los ríos, se fueron marchitando una por una las burbujas ponzoñosas de las medusas rojitransparentes.

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DÍA oCtAVo

ILa noche

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IIAlguien golpeaba jadeante,

a la mitad de la noche,la puerta del molino solitario en la alta montaña

—¡¿Hay alguien ahí?!—¡Vamos, amo!—¡Amo, abre la puerta!

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IIIDe todas partes, hacia el canal voraginoso

—¡¿otra vez?! ¡¿A esta hora tardía?! ¡¿Quién es?! ¡Si eres un vampiro, lárgate enseguida! ¡Ya me tenéis harto, carajo! ¡¿Al-guna vez tendré paz para pegar un ojo?! ¡Ni bien me duermo a gusto, empezáis a rondar el molino!¡¿Por qué me fastidiáis sólo a mí?! ¡¿Acaso no hay otro lugar adónde ir?! ¡¿Por qué no os reunís alguna vez en un cruce, un puente o una era?! —re-funfuñaba, soñoliento, el molinero Dobrec , mientras se iba vistiendo y se persignaba ante el pequeño ícono de la Madre de Dios Protectora, al tiempo que se ponía una ristra de ajos alrededor del cuello y tomaba para la defensa una buena esta-ca de espino.

A unos pasos del umbral, en el claro que rozaba aquí y allá el florecido ramaje estelar, estaban de pie dos figuras envueltas en la oscuridad vuelta al revés. No se podía determinar con seguridad si se trataba realmente de vampiros, de unos fan-tasmas un tanto pequeños, de unos espectros un tanto grandes o de hombres comunes. La primera figura apoyaba su talla ro-busta en un bastón alto, con el que a la vez sometía la luz este-lar, para afectar la visibilidad. La otra, mucho más baja, se aferraba encorvada a la sombra de la primera. El molinero no se asustó, ya había recibido antes a todo tipo de huéspedes y para protegerse de ellos siempre bebía el agua vertida sobre un cuchillo de mango negro, en su almohada tenía patas secas de gallina y bajo su lengua una pequeña oración contra las tre-tas del diablo. Para éstos, era un desperdicio gastar las palabras divinas, bastaría levantar la estaca de espino y proferir unas cuantas palabras fuertes:

—¡Fuera! ¡Largo de aquí! ¡Pelmazos! ¡Fuera! ¡Que os lleve lejos el camino por el que vinisteis con sigilo!

—No digas eso, amo, venimos aquí por un asunto. ¿Esta-mos en el lugar llamado Molinera, no? —preguntó a su vez el forastero más robusto y tendió algo parecido a una calabaza seca, algo de un volumen modesto—. Déjate de improperios,

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muélenos esto rápido para que podamos regresar. No te vamos a quedar de deber, ¡pagaremos con plata todo lo que pidas!

—El lugar sí es Molinera, ¡pero veo que os habéis ex- traviado! ¡Y si no sois pelmazos, desde luego que sois unos ton-tos! ¿Qué hay adentro? ¿En esa calabaza? ¿un puñado de semillas? ¡¿Acaso por eso debo poner en marcha el molino?! Además, ¡por orden del rey no trabajo de noche! ¡Durante el día, el molino muele las malas voces, por la noche hace lo con-trario! ¡Me sorprende que no sepáis lo que aquí sabe cualquier niño! ¡Venid, como es debido, por la mañana, qué sé yo quié-nes sois? ¡¿Acaso debo perder la vista en estas tinieblas?! Al alba dejaré que los gallos piquen todos los fantasmas, para que los tres podamos vernos como hombres ¡y yo no tenga que abrir los ojos como platos en la oscuridad! —El molinero que-ría retirarse y dar un portazo.

—¡Eh, nosotros sabemos lo que se muele de día y lo que se muele de noche. Por eso hemos venido, para que conviertas las buenas palabras en harina! —Sonrió el primer forastero entrecortadamente y se volvió hacia el que estaba quieto a su lado—. ¡Vamos, perdemos el tiempo, escúpele sobre el alma para que acabemos lo que hemos venido a hacer!

El jorobado se encogió por completo y saltó con una agi-lidad inesperada. El molinero Dobrec retrocedió, blandió la estaca con un movimiento amplio, pero falló. El otro le cayó sobre el pecho, lo hizo tambalear y lo tumbó al suelo. Se ini- ció una pelea de voces y acres gruñidos. Luego se oyó al joro-bado escupir, para mayor seguridad, dos veces. Después, todo se calmó. Del ovillo se levantó la figura jorobada, limpiándose con el dorso de la mano la sonrisa estirada y los mocos tendidos. Del ovillo se levantó también el molinero, pero lucía comple-tamente transformado, como si lo hubieran despojado de su humanidad. un instante antes, la ristra de ajos que colgaba de su cuello se destrenzó por sí sola y las cabezas sueltas se des-parramaron en derredor.

Mudo, con la voluntad vencida, el molinero abrió la puerta por completo y dejó pasar a los forasteros al molino. Ahí tomó

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la calabaza seca y levantó la compuerta. Empezaron a alternarse los crujidos, los chirridos, los traqueteos y los castañeteos. Los ratones abandonaron la tolva chillando. Los maderos tem- blaron y empezaron a sacudirse. Se levantó el polvo. Volaron las trizas. Se formó una nube de harina vieja esparcida por doquier. En su huida, las arañas voltearon los cuencos. De la artesa, donde dormía, saltó un papón estupefacto, todo despeinado. La cítola traqueteó. La llamita de la lamparilla de aceite debajo del ícono se fugó por la claraboya. Se llevó consigo la sagrada imagen de la inmaculada Madre de Dios…

El molino se encontraba en la montaña, casi en la cima, pe-ro curiosamente lejos de todos los manantiales. En realidad, en lugar del agua de arroyo para hacer girar la muela éste usaba las corrientes de los vientos. Hacia el canal voraginoso corrieron, de todas partes, torrentes de aire. Los bosques empezaron a abrirse a su paso. Los senderos del monte se enredaron. La noche tran-quila se hundió en las tinieblas. Y el quebrado ramaje celeste se sumió en un remolino oscuro. Las corolas estelares despojadas de sus pétalos desaparecieron en el voraz occidente.

Los oscuros torrentes desencadenados se llevaron cum-plidamente todo hacia el solitario molino. El crecimiento de plantas menudas, el estiramiento de los robles, el gorjeo de los mirlos, los aleteos de las abubillas, los bramidos de los venados despiertos, los estremecimientos de las ciervas, el rugido del Ibar desde el cañón, el murmullo de rocío entre las hierbas, las pláticas, el sonido de los pasos de viajeros y cual-quier otro bien se colaban despacio cual polvo, entre las dos piedras pesadas, a la abismal harinera del molino.

IVDetrás de los postigos cerrados, la tormenta,

aunque sin una gota de lluvia

Justo a partir de la medianoche, un viento desenfrenado asaltó las ventanas firmemente cerradas del nártex de la iglesia de la

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Santa Salvación, azotando rabiosamente los postigos con cien-tos de lenguas furibundas. El gran templo, la pequeña iglesia, la hospedería, las celdas, el refectorio, los establos, los pinos, los robles, los abetos, los terrones, todo lo que estaba en el aire, en el monasterio elevado, se bamboleaba impidiendo que los pobres monjes se entregaran plenamente a la vigilia, y que los demás descansaran al menos un poco. Es fácil para el junco, porque sabe doblarse. Las paredes, sin embargo, re-sollaban, el piso de piedra se sumía, las vigas se pandeaban, el plomo vacilaba, y en algunas partes, el enlucido se resquebra-jaba de nuevo, en tanto el eclesiarca y algunos novicios tapaban grietas mayores con fervientes plegarias.

Aterrado, aguzando el oído, el iguman Grigorije andaba de una ventana a la otra. El miedo a que la madera de tejo ce-diera ante los azotes de la tormenta se asentó en su espalda y el reverendo padre se encorvó bajo su peso. Detrás de los pos-tigos de la ventana que daba al pasado, pese a que no había una gota de lluvia, se escuchaba el murmullo del agua y de la espu-ma como si las enormes olas bañaran la base del nártex. Detrás de los postigos de la ventana que daba al presente cercano se escuchaba el llanto de los niños, los lamentos de las mujeres, los inquietos mugidos del ganado, los mudos bostezos de los dragones del río, los aleteos de las sombras y el incesante zum-bido de las abejas, como si la desgracia misma cercara la igle-sia. Detrás de la ventana que daba al porvenir se escuchaba el toque de campanas remotas, un campaneo desconcertado, como si afuera no hubiese salvación. No obstante, los sonidos más aciagos llegaban hasta los postigos de la ventana que daba al presente distante. El viento azotaba esta ventana con parti-cular violencia, fustigándola con el tintineo de las cotas de ma-lla, de los escudos, de las espadas y de los yelmos, amortiguado por el golpeteo de los cascos de los caballos contra las rocas vivas.

Al principio, el iguman Grigorije pensó que el príncipe de Vidin, Šišman, se había acercado a las puertas de Žica antes de lo previsto, pero pronto entendió que toda la guarnición del

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fuerte de Maglic iba apresurada por un atajo al encuentro con el enemigo. Por el emplazamiento del susurro de las hojas y el modo en que se rompían las ramitas, se diría que ésta había partido del lugar llamado tramperío para llegar por los sen-deros del monte directamente al poblado de ribera Escondida, donde pensaba apostarse para proteger el monasterio y cortar el paso al ejército búlgaro y cumano. No más de una cincuen-tena de soldados bajo el comando del jefe militar Velicko se había adentrado en la montaña, pero en Molinera su frágil ruta fue súbitamente sepultada por una espesa penumbra y por la tormenta. El iguman sintió escalofríos. No había lugar a dudas, la única defensa del monasterio se había extraviado y ahora, en algún lugar afuera, el desenfrenado ventarrón desgranaba, cual una muela, las voces de los desdichados. El iguman Grigorije temblaba ante la ventana cerrada del presente distante. un presentimiento lúgubre desde su espalda no de-jaba de susurrarle al oído:

—Dios misericordioso, alguien puso en marcha el molino durante la noche. Cuando la tormenta se apodere de todas las voces de los soldados serbios, se precipitará sobre ellos. Dios misericordioso, una vez que estén mudos, los sacudirá para separarlos de la vida, hará revolotear sus almas como hojas y dejará sus cuerpos a la merced de la muerte.

—¡Por acá!—¡Por allá!—¡No, por acá!Los gritos asustados de los soldados golpeaban los posti-

gos de tejo, el padre Grigorije los oía con claridad, como si estuviera presente entre ellos.

—¡Ay de nosotros!, ¿por qué no salimos del fuerte de día?

—¡La oscuridad deshizo nuestros caminos! —¡El viento ocultó nuestro atajo! —¡¿Dónde podemos resguardarnos de esta tormenta?! —¡¿Maldito Dobrec, acaso abrió la compuerta del molino

durante la noche?! —Se distinguía el lamento del jefe militar

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Velicko entre mazas y espadas blandidas, incapaces de segar el hado que se preparaba a envolverlos en la nada.

—¡No habléis tanto! ¡Cuidad vuestras palabras, el viento las devora y os está quitando el habla! —les gritaba el iguman Grigorije del otro lado.

Pero los postigos del nártex estaban tapados a la vista y al oído, nadie de la guarnición de Maglic podía oír sus adverten-cias, ninguno de los soldados podía ver la lumbre de las lam-parillas de aceite, las luciérnagas de los cirios en la iglesia o la milagrosa llama que titilaba continuamente en la marmórea tumba del bienaventurado arzobispo Jevstatije. Los extraviados defensores seguían malgastando sus voces, las únicas prue- bas de que todavía no se contaban entre los muertos.

El superior de Žica no se atrevía a abrir los postigos. El testamento de Sava era claro: las ventanas de catecumenia po-dían abrirse sólo de día, nunca antes del amanecer. Además, desde el templo, que ya se mecía peligrosamente, él no podía ayudar. Junto con los lúgubres presentimientos, sus hom- bros se cargaron también del peso del arrepentimiento por haber enviado emisarios a Maglic, porque el único grupo de soldados en las inmediaciones del templo de la Salvación se había adentrado por completo en las regiones del silencio.

Afuera, el viento bramaba con rabia. Las voces de los ex-traviados se hacían cada vez más débiles. Su fuerza se fundía en un crujido cada vez menos audible y más lúgubre. El iguman ya no trataba de hacerse oír por el jefe militar Velicko. Hundió el rostro en sus manos. Entre sus dedos gotearon suspiros y vanas esperanzas. En algún lugar del monte, la noche se cerra-ba para siempre sobre las cabezas de la guarnición de Maglic.

VAl romper el alba, ante los postigos abiertos

Al romper el alba, cuando el iguman Grigorije abrió la ven-tana del presente distante, encontró una mañana silenciosa.

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Se había ido hasta la última ave nocturna. Los primeros rayos del día amansaban las laderas de las colinas aledañas. De los barrancos, de las cuevas y de los huecos troncos se erguía el antiguo sosiego. El templo, la pequeña iglesia y todas las de-más construcciones levitaban tranquilamente en el aire, jus-to encima del lugar donde uno o dos días atrás estaba la Žica entera. La vida en el monasterio se desperezaba. Los monjes cumplían con sus deberes pisando de terrón en terrón, con sus hábitos levantados hasta la mitad de las pantorrillas, como cuando uno quiere cruzar un arroyo brincando de una piedra a la otra. Las colmenas se levantaban con diligencia de la cuerda que le impedía a la pequeña iglesia elevarse más y las abejas se apresuraban a recolectar el polen en las praderas de abajo. Joa-nikije, el hierbero y curandero del monasterio, llevaba un ma- nojo de llantén en dirección de la xenodokhia, como los griegos llaman a las celdas para enfermos. Desde el primer día había entablillado la mano rota del padre Danilo con maderillas de álamo, y ahora quería sanar la soldadura chueca del juicio del mayordomo que deliraba sobre unas treinta monedas de plata. La grulla, que el curandero guardaba para los casos más difíci-les, no rehuía mirar al desafortunado padre, por lo que había certidumbre de que éste sobreviviría. Las madres cambiaban los nombres a sus hijos para engañar a la desgracia venidera. otras mujeres cocían huevos duros y los teñían sólo en el agua de cáscara de cebolla, sin otro ornamento. Ya que no podían visitar las tumbas de sus familiares, por lo menos celebra- rían de esa manera el Lunes de Pascua. Dos ancianas bor- daban una cortina para la iglesia. una bordaba, mientras la otra, la famosa hilandera Gradinja, trenzaba el hilo de lino con un antiguo canto. Los jóvenes preparaban un pequeño almuer-zo, en medio de la mesa ya estaba el cuenco de sal. De los es-tablos venían los relinchos de potrillos almohazados. El olor a leche tibia recién ordeñada llegaba hasta la iglesia. Por una escalera que aún bajaba hasta el patio subía serpenteando una fila de hormigas como si ellas también buscaran una morada más segura. Cada quien hacia su trabajo. Por la misma escale-

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ra subía jadeante el mercader Andrija de Skadar. Lo seguía su sirviente. una capa blanquecina cubría los cabellos y la ropa de los dos, como si hubieran pasado la noche transportando harina en cedazos deshilachados. No había huella de la guar-nición extraviada de Maglic. En el sitio donde la pequeña tro-pa fue desorientada, nada indicaba el terrible destino que les deparaba la vida.

VILo que se encontró en las redes de la frontera sur,

soltad los estorninos del jardín, llamad a los cetreros

tras la tormenta, el Sur se abrió a costa del oriente y del oc-cidente. La visibilidad aumentó y la vista desde la ventana al presente distante llegaba hasta Skopje, sede de Stefan uroš II Milutin, por la Gracia de Dios señor de las tierras ser-bias y costeras. Y ahí, ante el rey de varios nombres, que en ese preciso instante estaba bañando sus oídos con el gorjeo de los estorninos del jardín, estaba el gran sobrestante Kraiša, com-pletamente confundido, apretando entre sus manos un peque-ño cántaro.

—Señor, dispénseme por molestarlo, pero en las redes tendidas en la frontera sur encontramos al amanecer todo tipo de voces. Nos traen noticias malas. ¡Gran desgracia ha llegado a nuestra tierra!

Desde los tiempos de uroš I se acostumbraba colocar en las fronteras del reino redes a las que el viento hacía llegar distintas historias y rumores del extranjero o del interior. Agen-tes especiales, llamados nuncios, escogidos por su curiosidad nata, cada mañana revisaban exhaustivamente su contenido, seleccionando lo encontrado en pilas y separando lo importante de lo insignificante. Las redes amanecían particularmente re-pletas después de noches borrascosas: podían encontrarse ahí cosas de todo tipo, desde tiernos cuchicheos amorosos de la lejana Antioquia, fragmentos vulgares de la riña entre dos

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panaderos de Salónica, gritos del esclavo que, con un bastón y la frase: «¡Apartaos, a un lado!», conseguía abrir paso a su amo a través del tumulto mercantil de la plaza de Constanti-nopla, los ociosos silbidos de un vagabundo o de algún ufano raguseo viajando via Drine, y otras bagatelas por el estilo. Sin embargo, con cierta frecuencia se encontraba también algo útil, un fragmento revelador del diálogo entre conspiradores, una mención imprudente de la dirección del avance de tropas enemigas, a veces hasta un completo secreto de Estado que en el sueño, junto a la ventana abierta, murmurara incautamente algún estratega parlanchín o ebrio de un vino agresivo. todas esas voces atrapadas, sin importar la inmediata estimación in-cierta de su relevancia, se depositaban bajo el vigilante ojo de los veedores regionales en vasijas de barro, se sellaban con yeso, y se guardaban cuidadosamente en un lugar frío durante por lo menos diez años, de vez en vez sacudidos para que su contenido no se asentara. Cada palabra pronunciada tiene su valor. un simple suspiro dice mucho si se le encuentra la sarta correspondiente. Por supuesto, las noticias que pare-cían significativas se llevaban de inmediato al rey. Si éste no las escuchaba personalmente, cada mañana le informaban al menos de las novedades encontradas en las redes tendidas.

Esta vez, aun antes de la hora acostumbrada, se presentó en los aposentos del señor de las tierras serbias y costeras, rey Milutin, el gran sobrestante Kraiša, jefe de todos los revisores de redes, muy asustado. En sus manos llevaba con cuidado la vasija que contenía la historia hallada en las redes de la fron-tera sur.

—Majestad, hay todo tipo de voces. una buena parte es de las plantas, las aves y las bestias del monte. Pero hay también voces humanas, de nuestra guarnición del fuerte de Maglic . Perecieron en la montaña, en el lugar llamado Molinera, en las cercanías de un molino puesto en marcha repentinamente a media noche. Eran una cincuentena que trató de salir por un atajo a la ribera Escondida, para enfrentar a los búlgaros y cu-manos, el ejército del príncipe Šišman. ¡Aquí está, escuche por

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sí mismo lo que anuncian los desdichados! —informó al rey el sobrestante.

—¡¿Búlgaros?! ¡¿Cumanos?! ¡¿Cómo pudieron haberse adentrado tanto en nuestras tierras?! ¡¿Acaso pudieron llegar inadvertidos hasta Žica y Maglic?! ¡¿Qué está haciendo el vee-dor y los nuncios en la frontera hacia Vidin?! ¿Papando mos-cas? ¿Por qué no fuimos informados antes? ¡¿Acaso el ejército de Šišman es mudo?! ¡¿Cómo no atraparon antes en las redes ni una sola voz del enemigo?! Además: ¡¿cómo fue que el mo-lino en esa Molinera trabajó de noche si ordenamos que las muelas en Serbia no pueden girar más que del amanecer al anochecer?! — Con las orejas lavadas a medias, el rey Milutin se enfureció, despidió a su mozo toallero y al escanciador, y apartó de su cabeza el canto de los estorninos del jardín.

—Señor, no es nuestra culpa —Kraiša agachó su cabeza en-cogiéndose con temor, todo él, hecho humildad—. El príncipe de Vidin, Šišman, tiene alrededor de su ejército buscadores de boñigas de liebres. ésos a la par recogen todas las voces que la expedición deja a su paso. Además, tiene una criatura voladora, una especie de avechucho. ésta hace desaparecer todas las vo-ces del aire. A pesar de ser ruidosos, los búlgaros y los cuma-nos no dejan olvidado ni el más mínimo susurro, mucho menos el repiqueteo de los cascos, el sonido metálico de sus armas, la risa o las pláticas. Hasta su tambor es mudo. Lo afirma la voz encontrada del jefe militar Velicko. una gran calamidad, sin duda, amenaza a la iglesia de la Santa Salvación. Los monjes de Žica se quedaron indefensos. En cuanto al molino, Señor, un demonio debió de haber abierto la compuerta, no tengo otra explicación.

El rey dio un paso adelante. Las corolas de las flores en su manto púrpura se bambolearon con solemnidad. Las águilas bicéfalas bordadas estiraron sus cuellos. Susurraron las per- las marinas en los ribetes de la vestidura real. Sin usar las ma-nos, el rey tomó con su larga barba, dividida en dos mechones iguales, la vasija de barro del sobrestante. Era una habilidad vanidosa de la que Milutin no podía liberarse por mucho que

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su director espiritual, timotej, lo regañara. Hace tiempo había comprado esta maña petulante a un comerciante de trebisonda tan sólo por tenerla. Así, un milagro por el milagro mismo.

Junto al oído del rey, detrás de la delgada pared de tierra cocida, se escuchaba el barullo de muchas voces, el crecimien-to de matas en el monte, el estiramiento de los robles, los bra-midos de los venados, el rugido de las olas del Ibar y, entre ellos, las voces de los soldados y del jefe militar Velicko pere-cidos. Los desdichados parecían piar:

—Si no es tarde, Majestad, envíe el ejército…—La tormenta nos impidió defender a la iglesia de la Santa

Salvación de los infieles…—Vuecencia… por el amor del todopoderoso… Apresú-

rese a Žica…—¡Y tenga piedad de nosotros, los miserables!—Libérenos, Majestad, no nos deje encerrados en esta va-

sija de barro…—Movilicen el ejército —los acompañó el rey con su voz

baja, muy baja y adrede enderezó la barba, la vasija cayó y sobre el suelo quedaron también los fragmentos de la historia cas-cada por la tormenta.

El señor de las tierras serbias y costeras se arrodilló. En la multitud de voces se movía una cincuentena de almas como granitos provistos de pequeñas alas. Con la mayor delicadeza posible Milutin las tomó con el pulgar y el índice y las puso sobre la palma de su otra mano. Luego se irguió y se fue hasta una ventana cercana. Ahí sopló a los granitos alados las pala-bras de una plegaria humilde:

—¡ángeles del cielo, aceptadlas, pertenecieron a unos mártires!

Las almas volaron como por sí solas. Alrededor de ellas surgió, de alguna parte, el mismo número de tórtolas. La pe-queña bandada pareció encontrar un camino invisible: se fue a los cielos.

Junto a una de las ventanas del palacio real en Skopje, el ilustre rey ordenaba que le ciñeran la espada. El palacio no te-

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nía demasiados cuartos, —el número de éstos es finito sólo si su amo era un pusilánime—, sin embargo ahí se multiplicaban a causa de la tronante voz de Milutin:

—¡Cetreros!—¡Llamad a los cetreros!—¡Que suelten estorninos de jardín!—¡Que nos traigan halcones!—¡Queremos bañar nuestros oídos con sus chillidos!—¡Cetreros! ¡Llamad a los cetreros!Al oír la voz de Su Majestad, su hija Ana, en su alcoba, sacó

enseguida un lienzo y una oración para bordar un pañuelo que su padre llevaría en el pecho. Las palabras del rezo se hilaban y los largos dedos de yemas pinchadas de las campañas ante-riores obraban con prisa.

un paje encargado de historias que glorificaban al sobe-rano se dirigió al depósito para encontrar la narración adecua-da en la que el ilustre monarca vencería al infame enemigo y defendería la antigua sede del arzobispado.

VIIFrente a los postigos abiertos, un poco más cerca,

a tan sólo un día de caminata del monasterio

Pero un poco más cerca, a tan sólo un día de caminata del mo-nasterio, el ejército búlgaro y cumano avanzaba con fuerza. Los pocos siervos que no habían huido, no impedían el paso a la invasión. El terrorífico príncipe de Vidin, Šišman, cabalgaba al frente de la columna. Inmediatamente detrás iban Altan y Smilec. tras estos tres avanzaba la multitud de arqueros, co-raceros, caballeros, abanderados, armeros y peones. Después seguía la muchedumbre de consejeros, aguadores, cocineros, curanderos, algunos delatores, merodeadores, marrulleros, cortesanas y eunucos. Por la ventana del presente distante, el iguman Grigorije podía ver también a los encorvados buscado-res de boñigas de liebres, esta vez ocupados en la recolección

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de voces. La invasión se aproximaba sigilosamente, como un silencio escalofriante.

Contra los postigos de la otra ventana, la del presente cer-cano, ya repiqueteaban las piedritas lanzadas por los furiosos cascos de los caballos. Los golpes eran apenas audibles, pero en el gran silencio, al reverendo padre le parecían puñetazos de la misma muerte:

—¡Abre!—¡Grigorije, abre!—¡En vano te opones, pope!El superior del monasterio de Žica sostenía ante sí una

cruz y en sus adentros repetía sin cesar: «Vete de aquí, vete…» No obstante, sabía muy bien que los golpes no cesarían y que pasado mañana, a más tardar, tendría que abrir justamente esa ventana. No se podía cambiar el orden de las cosas. No se po-dían saltar los días. Así era el destino humano.

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DÍA NoVENo

I Escenas de la juventud,

muéstrate búho

En una de las calles más transitadas de la capital, en pleno día, bajo un plátano cuyas hojas lobuladas estaban carcomi- das por enjambres de lluvias impuras, está Bogdan, de diez años:

—¡Búho, búho! —grita el niño, con la mirada fija en la copa del árbol, ahí donde en el tronco del triste árbol está un ovillo del vacío, un hueco profundo que se asemeja realmente a la morada de esta ave del bosque.

—¡Búho, búho!La gente pasa, a la mayoría todo eso no le interesa en

absoluto, pero una que otra persona extrañada gira la cabeza. Pero Bogdan sigue llamando con insistencia:

—¡Búho, búho orejudo, búho sagaz!No obstante, conforme los primeros transeúntes se van

deteniendo despacio, alrededor del árbol y del niño se for- ma un círculo de observadores visiblemente contentos por esa distracción inesperada. Bogdan, con la cabeza echada para atrás, sigue gritando:

—¡Búho, búho, muéstrate!—¡Muchacho querido! —un hombre menea la cabeza

compasivamente.—¡Seguramente te ibas de pinta! ¿No sabes que los búhos

no viven en las ciudades? —sermonea el otro con cara de sa-biondo, pero el niño es tenaz.

—¡Búho, sabedor, muéstrate!

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La gente primero sonríe, luego se ríe, una buena parte se mofa, algunos lanzan bromas jubilosamente como si de verdad tuvieran una razón especial por la cual regocijarse, después de todo, es una buena oportunidad para alegrar este día sombrío y nefasto:

—¡Más fuerte!—¡tal vez no te oye!—¡Más fuerte!—¡Se está asomando, atrápalo!—¡Ahí está, chico!—¡Es orejudo de verdad!—¡Vaya, se fue volando, ya no está!—¡Búho, búho! —grita Bogdan.tiene los ojos firmemente cerrados, sus párpados sellados

con actitud desafiante, para no dejar salir las lágrimas.

IIEscenas de la juventud,

las golondrinas

Las autoridades de la ciudad velan con particular cuidado por el aspecto de las fachadas. Además del simple mantenimien-to del orden temporal en los relojes públicos, una de las ta-reas más importantes en vísperas de la primavera es quitar de los frentes de importantes edificios estatales los nidos de golondrinas. En esa época, se coloca debajo del edificio en cuestión un letrero con un aviso estricto: «¡Peatones, pasen al otro lado de la calle, no levanten la mirada, puede llenarse de trizas!» Estas medidas de precaución necesarias, como se comenta cada temporada de nuevo en las primeras pla- nas de los periódicos, tienen por objetivo la protección de los ciudadanos. Durante la destrucción primaveral de los ni-dos, por todas partes caen grumos de lodo seco, ramitas, pa-jitas, fibras de cáñamo, plumas, plumones y semillas del año pasado.

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Bogdan, de trece años, está frente a uno de los edificios serios. Mira fijamente a un hombre que se inclina desde el te-cho y con un palo largo hace amplios gestos implacables. Cada vez que atina a un nido bajo la cornisa, una pequeña nube azul levanta el vuelo. Por un instante, la bolita de tierra flota en el aire, y después se disipa irremediablemente.

La gente se sacude el cabello, los sombreros o las solapas sin detenerse. De todos modos no hace falta que levanten la mirada: por el polvo saben de sobra que viene la primavera.

Al atardecer, mientras echa todo un puñado de flores de manzanilla en el agua hirviendo, la madre postiza se encoge de hombros y menea la cabeza. No deja de hacerlo tampoco mientras el líquido de un amarillo tierno se está enfriando. Luego, con un movimiento suave enjuaga las enrojecidas es-cleróticas de Bogdan. Calla. Sólo al final dice preocupada:

—¡¿Y qué necesidad tenías de esto?! ¡No metas la nariz en todo, hijo!

IIIEscenas de la juventud,

un jilguero, un canario o un perico, era indistinto

Bogdan tenía alrededor de dieciséis años cuando conoció al señor Isidor. Era un viejito callado, completamente entrega-do a su trabajo, del que vivía y en el que, en realidad, gastaba sus ahorros. Es decir, todos los días el señor Isidor compraba pájaros. No buscaba ejemplares raros y peculiares, no se mo-lestaba en escoger entre las negras aves canoras, las suntuosas aves de ornato, o las simples especies amenas; pagaba lo que los vendedores le pedían, pero no tenía jaulas en su buhardilla. Por la mañana salía solemnemente rasurado, en su traje de lino blanco con sombrero panamá y corbata de moño, para regresar con un pájaro en la cesta o en el bolsillo de su chaqueta.

Arriba, en la buhardilla, no esperaba tomar descanso. En-seguida abría la ventana y soltaba al pájaro. un jilguero, un

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canario o un perico, era indistinto, se quedaba parado un rato en la deslavada tabla entre las macetas de tupidos geranios ro-jos. Incrédulo, hasta hacía un momento prisionero, el pájaro se volvía hacia el señor Isidor, parpadeaba, daba unos pasos indecisos y luego alzaba el vuelo. Y eso era todo.

todo, salvo una cosa apenas audible. Bogdan notó que el viejito cada vez murmuraba algo incomprensible. Al principio no podía distinguirlo, pero después trataba de estar en el mo-mento decisivo, lo más cerca posible del señor Isidor. Sonido por sonido, finalmente logró descifrar el susurro del anciano. éste, en voz baja, siempre repetía la misma cosa:

—¡Vuela, Isidor! ¡Sólo vuela, mi Isidor!

IVEscenas de la juventud,

el roce del ala de un pinzón

Cada quien tiene asignada cierta medida del sueño o de la realidad. Alguien la usa despacio, alguien de prisa, pero di-cha cantidad no se puede aumentar ni disminuir, es inmuta-ble. tarde o temprano, el lecho del tiempo se vuelve desierto. Quedan las orillas, pero entre ellas no transcurre nada. Por un tiempo perviven todavía las hierbas abandonadas, burbujas de las espiraciones de peces, huellas de cangrejos y conchas nacaradas de los caracoles, pero después, el curso del olvido las lleva también despacio hacia un mar lejano donde nadie ha llegado sin haber previamente desaparecido.

La madre postiza de Bogdan vivía su realidad sin reservas. En el sueño, cuidaban al niño los tres padres postizos, pero ella estaba siempre despierta, siempre velaba por su hijo adoptivo. Viviendo más rápido, después de tantos años sin dormir, la madre postiza de Bogdan se guareció detrás de sus párpados cerrados y allí se quedó para siempre. Al igual que hay gente que no deja de soñar por otros, así hay otros que se sacrifican entregándose a una vigilia continua. Si una vida se mide sólo

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con una de sus dos corrientes esenciales, llega antes al lecho del tiempo por el que despacio, pacientemente y hasta el infi-nito corre el olvido.

El presentimiento de la muerte asaltó a Bogdan en los pantanos al norte de la capital, donde observaba a las aves de los humedales, preparándose para el examen de admisión a los estudios de ornitología. Avanzando entre los juncos, atrave-sando los canales, deshilando las telarañas, abriéndose paso entre los carrizales y ahuyentando las nieblas palustres, de pronto llegó a la ribera de un brazo del río de donde el agua se había retirado recientemente y había dejado, por todas partes, recuerdos todavía húmedos, racimos de burbujas, sucesos me-dio vivos, huellas de cangrejos, ovillos de raíces y hierbas, espirales de conchas de los caracoles… Ese mundo ceniciento, tristemente abandonado, no habría atraído la atención de Bogdan si él no hubiera visto en todo ese fango, en el fondo del brazo, el pequeño cuerpo de un pájaro que temblaba, asustado, tan desconsoladamente solo. Arriesgándose a caer en el lodo movedizo que se trasladaba pérfidamente de un lado a otro del pantano, acechando a los precipitados, Bogdan bajó al lecho seco. Curiosamente, a pesar de que esa especie no se podía esperar en un pantano, el joven encontró una hembra de pin-zón que parecía extraviada. Pensando que un viento malévolo le había roto el vuelo, Bogdan se agachó y con la mayor delica-deza posible levantó ese puñado de latidos. Y entonces, a todo eso se sumó la mirada del ave. De inmediato, el pinzón empezó a aletear. Como si quisiera alcanzar a su salvador. Por fin, con una de sus alas rozó la mejilla del joven. Cada palabra tiene su pluma. No había duda. En su rostro, Bogdan sintió que en esa ala del pinzón estaba la pluma con la que se estaba escribiendo, en el pleno sentido de la palabra, la despedida de su madre.

Por mucha que sea la diligencia de uno, ésta no puede ser más rápida que su presentimiento. Aunque había emprendido su regreso de inmediato, Bogdan se topaba con la premoni- ción por todas partes, incluso ante la misma puerta de su de-partamento. En el suelo del pasillo yacía el cuerpo de su madre

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postiza, cuya alma se había ido esa mañana a algún lugar de los cielos.

De la sala llegaba el sonido demasiado fuerte de la televi-sión encendida. La imagen de la pantalla brillante se reflejaba en el espejo colgado justo en frente del aparato. una gran grie-ta atravesaba todo el espejo.

VEl halconero del déspota Stefan Lazarevic

Los subalternos en los que el déspota Stefan Lazarevic podía confiar de manera particular eran el mayordomo radivoj, el mozo de caballos Desan, el perrero Dražec y el halconero Lju-ben. El déspota era especialmente afecto a la caza, por lo que de esos cuatro, los últimos tres eran sus acompañantes insepa-rables. Sin embargo, de todos ellos, el más querido por el hijo del príncipe Lazar era el halconero Ljuben, sin el cual no iba a ninguna parte. Incluso cuando organizaba una cacería en el sueño, el primero a su lado era el alto y apuesto joven, con un halcón gris de Georgia sobre su brazo derecho extendido.

A finales del siglo xiv, cada cacería en el sueño del déspota Stefan Lazarevic era profusamente concurrida por hombres ilustres de ésa y de las épocas anteriores. Al sueño de Stefan llegaban de muchas partes y ahí se reunían los cazadores más hábiles de todos los siglos. Según el orden establecido, prime-ro los ojeadores azuzaban, desde las profundidades del vasto espacio, bandadas de búhos, lechuzas y sombras hacia los va-lientes invitados y luego se iniciaba una lid nada ingenua, ya que a veces sucedía que en el sueño del déspota pereciera al-guno de los concurrentes. Así, en una ocasión, ahí fue herido de muerte por una pesadilla alada (aunque en la realidad había muerto en el año de 1185), el mismo basielus bizantino, el al-tanero Andrónico Comneno.

Después de la caza, los invitados platicaban con el anfi-trión sobre música, por ejemplo, sobre las nuevas ideas del

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domestikos, kir Isaia el serbio. Asimismo, se hablaba de arqui-tectura, minería o poesía, sobre todo acerca de los escritos de Grigorije Cimblak, caro al déspota. Al final se intercambiaban manuscritos en griego y en latín, se comparaban cuidado- samente distintas versiones de la novela de Alejandro de Ma-cedonia o se planteaban las antiguas adivinanzas bizantinas que había que resolver hasta el siguiente encuentro. ¿No so-mos ni macho ni hembra, muriendo nacemos uno del otro? ¿Blanco el campo, negros los bueyes, el arriero un cálamo, di-choso el que adivine? Antes de despedirse, todo terminaba con un festín compuesto de los más diversos manjares, entre los que predominaban las carnes de caza, acompañadas de oporak, una especie de vino blanco.

Además de todo de lo que se podía ufanar el déspota Ste-fan Lazarevic ante sus comensales, su orgullo particular era Ljuben. Nadie tenía un halconero tan hábil. Ni los domadores de aves tártaros, ni el gran cetrero de Valaquia, ni los gerakari4 de tesalia, ni los sahinci5 ni sus jefes sahincibasi osmanlíes, ni los señores francos, georgianos o polacos, ni todos ellos juntos podían igualarse a este joven. Ciertamente, ellos habían leído la célebre obra del emperador Federico II, De arte venandi cum avibus y los tratados sobre ese tema del griego Constantino Ma-nases; ellos adornaban sus halcones con cascabeles de oro, afi-laban sus garras y picos de una manera particular y elegante y untaban las alas de las crías, en cuanto nacían, con la preciosa grasa de dragón para que tuvieran soltura, pero ninguno de ellos tenía un ave tan bien alimentada de coraje como la de Ljuben. Eso se comprobaba claramente en cada cacería orga-nizada: donde llegaba a estar Ljuben, el cielo azul del sueño se libraba de búhos, lechuzas y sombras.

No pocas veces, como solía pensarse sin razón, a las recepciones soñadas del señor de Serbia asistían también muchas damas de origen noble. Venían solas o en compañía de

4 Del griego: Halconero.5 Del turco: Halconero.

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sus esposos; algunas participaban en la cacería de igual a igual con los hombres y otras simplemente buscaban emociones dispersas a lo largo de los caminos soñados. Así sucedió que el apuesto Ljuben atrajo la vista de la emperatriz bizantina Filipa, la segunda esposa de kir teodoro Láscaris, gobernante del im-perio de Nicea, mujer cuyo anhelo por entregarse totalmente y procrear era tan vasto que su sueño llegaba a doscientos años lejos de su propia realidad. En una cacería, dos búhos reales atacaron a la emperatriz directamente a la cara, sedientos de la fresca belleza armenia. El halconero del déspota libró a la dama de la amenaza y ella, estimando que la palabra no basta-ba, le agradeció con un apretón de la mano. Pero dado que el roce de las manos de esta joven mujer no era común, es com-prensible que la pequeña muestra de agradecimiento se desa-rrolló rápidamente en una historia de particular naturaleza amorosa.

Cada vez que Stefan Lazarevic daba la noche libre a su ayudante, el halconero Ljuben se reunía a escondidas con la emperatriz Filipa. Ella llegaba jadeante en un caballo blanco desde la lejana Nicea, del remoto año 1214, envuelta en viento, temblando de deseo. él la esperaba en la cima de una bella co-lina con los brazos abiertos, igualmente estremecido. Luego, la extraña pareja recorría los espacios del sueño, admiraba la vastedad del horizonte o se aventuraba en los peligrosos des-filaderos poblados de temores. La dama y el apuesto halconero se adentraban así cada vez más hondo, fuera de los caminos, de los ojos curiosos y de los posibles delatores, más y más pro-fundamente, hasta llegar una noche a la confluencia de su amor. El anhelo de bañarse en esa agua los invadió con vehe-mencia, con frenesí. Se despojaron de la ropa y se zambulleron desnudos. Juntos en el agua, y cada uno en el cuerpo del otro.

No hay remolino donde no se dé la freza. éste, además de su corriente, gestaba también el fruto de una pasión. Sin em-bargo, desde esa noche Filipa no volvió a venir. El halconero Ljuben esperaba en vano, el antiguo repiqueteo de los cascos del caballo blanco se marchitaba, el nuevo no brotaba. El sueño

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del joven se volvió desierto. Con una realidad estéril, la vida es todavía posible, pero con los sueños vacíos la existencia se vuelve exigua. Al darse cuenta de todo eso, el déspota Stefan Lazarevic dio la bendición a su halconero. Ljuben le dejó al déspota su realidad para que lo sirviera fielmente en la medida de lo posible, se despidió de su señor besándole la mano y con un solo bien que constaba de un gavilán, partió en pos de la soñada plenitud perdida.

Al principio, el halconero Ljuben emprendió la marcha regresiva, hacia el siglo de Filipa, oriunda de la Pequeña Ar-menia. Evitaba los encuentros con la gente, se alimentaba con los frutos de sus sueños, a veces amargos, a veces dulces. Cuan-do hacía falta, el gavilán de su pecho levantaba el vuelo y lo defendía de búhos y lechuzas. Siguiendo el rastro del claro de luna de los cascos del caballo blanco, después de veintisiete meses, días más días menos, llegó a un lugar donde las huellas del caballo se mezclaban con las pisadas de tres hombres. Ade-más de eso, en la hierba, el halconero notó un trozo de cordón umbilical. Pero de ahí las huellas dieron un giro brusco y Lju-ben las siguió hacia los siglos venideros. El fiel gavilán volaba ante el joven hombre dispersando las sombras, el halconero caminaba de prisa sin reparar en los matorrales de años que atravesaba y que de un modo paulatino, pero seguro, impri-mían arrugas en su rostro juvenil.

VIEl examen de admisión,

aquellos cuyo búho orejudo es flaco y aquellos cuyo ánsar piquicorto es obeso

Ante el conocimiento de aves que Bogdan había mostrado, la comisión quedó visiblemente sorprendida. Ya después de unas cuantas respuestas, por todo el anfiteatro estaba flotan-do la impresión de que este candidato de ojos tiernos, cabello vigoroso y postura erguida, pasaría sin problemas el examen

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para cursar los estudios de ornitología. El resto de la conver-sación echaba brotes nuevos gracias al interés del presidente de la comisión, un viejito con las características del curioso pato silbón, claramente infatigable para asomarse siempre a un conocimiento nuevo. Bogdan hablaba de la única manera que podía: con una ternura conmovedora por el mundo de las aves. El viejo profesor estiraba su cuello desplumado detrás de la cátedra, escuchando detenidamente las palabras del candi-dato. Desde hacía tiempo no había tenido a un estudiante como éste. Hay ciencias que se pueden estudiar sin mucha devoción, para otras es suficiente la mera asiduidad, pero para algunas, el único hilo con las que se tejen es el amor sincero. Ese joven merecía gran atención por sus conocimientos. Pero cautivaba aún más con la delicadeza de sus sentimientos. De ahí cre-cía el fuerte tronco de su discurso, forrado de centenares de los más diversos nidos. El profesor evaluaba en sus adentros la diferencia entre sus dos colaboradores apáticos y este jo-ven. Bastaba una reflexión lenta para dar una vuelta completa a todo el razonamiento, tristemente pobre, de sus dos asisten-tes. Sin embargo, no era suficiente ni una plétora de los más veloces pensamientos para abarcar todas las ramificaciones de las frases del futuro estudiante, todo el ramaje de sus palabras, toda la frondosidad de su discurso, poblado de cientos, tal vez miles, de especies de aves.

De repente, como si hubiera intuido una opinión negativa sobre sus capacidades, el asistente sentado a la izquierda del profesor se espabiló y espetó a Bogdan una pregunta que esti-maba que iba a causar confusión en el candidato:

—Si no me equivoco, hace rato nos ha revelado que la fun-ción natural de las tórtolas, entre otras cosas, es ¡¿acompa- ñar a las almas de los difuntos hasta el cielo superior de los muertos?!

—Así es —asintió Bogdan.—¡¿Esto, probablemente, desde el punto de vista de la mi-

tología?! —terció el otro asistente estimando que el primero necesitaba ayuda.

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—No —no se retractó Bogdan ni una palabra de lo que ha-bía dicho antes—. realmente es así, del mismo modo en el que el cuervo trata de llevar las almas de los difuntos al inframun-do. Estoy seguro de que usted ha presenciado la lucha de la tórtola y el cuervo sobre algo que a primera vista no se deja ver por un ojo humano superficial…

—¡Claro que sí! Varias veces. ¡Y también lo leí en libros infantiles! —pasó al ataque abierto el primer asistente y el filo de su ironía laceró la frase ramificada por Bogdan—. No obs-tante, si me permite, le daré un consejo. usted está a punto de iniciar el estudio de una ciencia y en ella no hay lugar para esas fantasías.

Semejante cantidad de incomprensión usualmente atrae la burla. Por el anfiteatro cundió la algarabía. Bogdan tuvo la impresión de estar rodeado de puras urracas. Sólo el viejo pro-fesor permanecía serio aplacando el griterío con serenidad:

—Cálmense. Silencio, por favor. Quiero escuchar esta teoría interesante. tranquilícense. Y usted, por favor, dígame, ¿acaso todo depende del resultado de la pelea entre la tórtola y el cuervo? ¿El hecho de que un alma se vaya al mundo superior o al inframundo no depende de lo que esa alma ameritó en la vida?

—Sí, por supuesto —asintió Bogdan—. Cada hombre tiene su tórtola y su cuervo. tal y como él los ha cuidado en vida, ellos lo cuidarán a la hora final. Desde luego, el que durante su vida cebaba a su cuervo, no puede esperar que a la hora deci-siva predomine la tórtola que había descuidado…

—¡¿Me extraña que usted no se haya decidido por el estu-dio de la literatura, donde se exploran las hipérboles?! —espetó de nuevo el primer asistente.

—Si salgo a una plaza con un puñado de granos, ¿sería tan amable de mostrarme mi tórtola? ¿Comprenderá que yo no quisiera alimentar tórtolas a las que no pertenece mi alma? —insistía el otro asistente, a decir verdad, no tanto por malicia como por la sensación de haber omitido en la vida un asunto sumamente importante.

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—Cotorras coludas —susurró con desdén el profesor—. ¡Cállense, por favor!

Sin embargo, a Bogdan ya no le molestaban esas preguntas oscuras. él se regocijaba:

—No, no es tan sencillo. No se trata de ese tipo de alimen-to. Saben, tienen que recordar que nosotros realmente vivimos de amor, de odio, de valentía, de cobardía, de verdad, de men-tira… Sus pájaros se alimentan de lo que ustedes tienen en abundancia. La tórtola no ama el odio. El cuervo no toca el amor. Alguien tiene un cuco muy gordo, pero por su magra va-lentía, su halcón pasa hambre todo el día. A otro le falta sapien-cia. ¿Qué puede ofrecer ése a un búho orejudo? Al contrario, por su estupidez, su ánsar piquicorto es bastante obeso…

Nada podía alcanzar ya la respuesta de Bogdan. Las pala-bras echaban ramas y éstas se cubrían de hojas enseguida. Poco faltaba para que los especímenes de aves disecadas alzaran el vuelo desde las paredes del anfiteatro, tan vivamente se mecía la fronda del discurso que su vastedad seducía irresistiblemen-te a todo lo que tenía alas.

—Joven, le felicito, ¡está usted admitido! —se levantó el profesor algo jadeante, como si él mismo hubiese trepado las ramas del discurso del candidato—. Eso es muy interesan- te, estoy ansioso de conversar con usted más a fondo en mis clases.

Abajo, detrás de la cátedra, estaban sentados los dos examinadores más jóvenes. Exhaustos por tratar de seguir la exposición del futuro estudiante, los asistentes se parecían realmente a dos cotorras empapadas. Para que no se resfriaran, la secretaria del departamento de ornitología anunció una bre-ve pausa.

Bogdan se apresuró hacia la salida. Curiosamente, al pasar junto a una de las ventanas le pareció reconocer a un verdadero gavilán alicurvo, especie desaparecida desde hacía mucho tiempo, mencionada por última vez a finales del siglo xiv en los escritos del déspota Stefan Lazarevic. El ave alzó el vuelo varias veces, estrellándose cada vez contra la ventana, pero

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finalmente, cuando el viento de desistimiento empezó a soplar, el gavilán se retiró y se entretejió con los haces luminosos en el cielo.

VII¿Dijimos algo hiriente?

el gavilán se escapó, el cuerpo cayó en la desaparición

Seis montañas escarpadas tuvo que sortear el halconero Lju-ben. Para atravesar cada una debió pasar por cien matorrales. En cada matorral, cada rama del día le arañaba la frente, las mejillas y los brazos. Muy pronto, el viajero envejeció tanto que las arrugas eran lo único que mantenía sus facciones en su lugar. Su aliento se acortó aun en la llanura, como si todo el tiempo siguiera subiendo jadeante. Su ropa, antaño cosida con el brillo, adquirió un aspecto de míseros harapos. Sus botas se rompieron y sus pies descalzos no distinguían las espinas del musgo. Sólo al gavilán de Ljuben los años no pudieron ha-cer mella. éste volaba por encima de los siglos inhóspitos: tal y como había partido del siglo xiv, así volvió al pecho de su dueño en la segunda mitad del siglo xx. El viajero se encon-tró ante una contrucción inusual en cuyo patio pastaba apaci- blemente un caballo blanco con huellas de claro de luna en los cascos. Era el final del largo viaje.

El iconógrafo de Epiro, Demetrios, el marmolista costeño Petar y el copista serbio Makarije salieron a recibir al visitan-te. Su construcción se veía también desde otros sueños y mu-chos viajeros o curiosos pasaban por allí para mirar de cerca cómo cada piso superior era proporcionalmente más gran- de que el inferior, todo el palacio descansaba sobre un solo guijarro.

—¡Buen sueño, buena gente! —se dirigió el halconero Lju-ben a los hombres de edad avanzada, pero sin duda de una complexión robusta, tal vez porque siempre andaban asidos de sus sonrisas.

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—¡Buen sueño a ti también, viajero! —contestaron los tres artesanos de buen humor—. Ven, en el pozo hay agua fresca, y al lado hay suficiente espacio para descansar. A decir verdad, la hierba está un poco húmeda, pero no te vas a resfriar por- que acostumbramos extender sobre ella una plática cálida. ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?

—Vengo de lejos, busco la plenitud —aceptó la invitación Ljuben—. ¡¿Qué hermoso caballo tenéis?! ¡¿Qué alto es el edi-ficio que construís?! ¿¡De quién de vosotros tres es este sueño diligente?!

—El caballo blanco es del dueño de este ramal del sueño, antaño pertenecía a la emperatriz bizantina; mira, puedes verlo por ti mismo, todavía está herrado con el claro de luna de los campos de Bitinia —respondió Demetrios.

—El dueño de este sueño es un joven, Bogdan, pero no está aquí ahora, de momento está en la realidad —añadió Petar con un ademán vago de su mano.

—Nosotros somos los constructores y guardianes de esta casa, que tiene por cimiento este guijarro y se expande hacia lo alto. Nuestros sueños nos fueron arrebatados por un villano, y el chico nos acogió en su sueño. Puesto que Bogdan no tiene padre, nosotros somos sus tres padres postizos —concluyó Makarije.

El halconero Ljuben saltó del tapete hecho de la plática. Iba palideciendo mientras los otros tres hablaban, pero ahora estaba completamente blanco. Su cabeza le daba vueltas. un fuerte estremecimiento sacudió su cuerpo. tan fuerte que le iba a sacar el corazón. Ljuben se agarró el pecho, lo oprimió para calmar la conmoción, para devolver los latidos a su nido. Lo logró a duras penas. Gotas de sudor perlaron su frente. Se levantaron también sus anfitriones:

—¿Qué pasa?—¿Dijimos algo hiriente?—¡Perdónanos, no fue nuestra intención!—¡Espera, detente!—¡Aférrate mejor al aire!

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—¿Adónde vas? ¡respira profundamente!Ljuben gimió. Y luego se equivocó. Soltó sus brazos por el

cuerpo. Entregó su pecho a la plenitud. Los tres artesanos vie-ron brincar algo en su pecho con claridad. Como cuando un raudal socava una orilla o un viento voltea un nido. Los buenos hombres Demetrios, Petar y Makarije acudieron en su ayuda. Bajaron a Ljuben sobre el tapete, bajo su cabeza doblaron sus-piros y otras palabras de inquietud. Pero en el pecho del hal-conero, debajo de sus míseros harapos, continuaba aquella agitación.

Al final, de su pecho apareció el gavilán alicuervo. Parpa-deó. Se paró sobre un momento breve para sacudirse las alas. Y alzó el vuelo. Al escaparse el ave, el cuerpo sin vida cayó en la desaparición.

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DÍA DéCIMo

I Una zarza tupida brotó bajo el monasterio

Al inicio desconcertado por la intensidad de la sorpresa, el ejército de los búlgaros y cumanos se reagrupaba despacio en el patio vacío del monasterio, justo debajo de las dos iglesias, la grande y la pequeña, de los pinos y los robles, de la hospe-dería y las celdas, de los talleres y los establos, de las colmenas y los terrones. Pronto, el barullo, los gritos, las maldiciones, los relinchos y el repiqueteo de los cascos de los caballos, el tintineo de las armas y el retumbar de la incomprensión, se entretejieron en una zarza tupida en el antiguo lugar del mo-nasterio, justo debajo de Žica, mecida suavemente encima de todo por un centenar de brazas de altura.

Algunos de los sitiadores menos precavidos enseguida sufrieron en carne propia la seriedad de la defensa de los mon-jes: muchos se torcieron dolorosamente los tobillos o empe-zaron a cojear, y un adivino vanidoso, supuesto conocedor de la disposición de las esferas, absorto en la interpretación de los altos cielos, se rompió el cuello al dar un paso al gran vacío que quedó tras la elevación del hogar de la Salvación. Este espacio, que no se volvió a llenar con nada, tomó el papel de las hondas trincheras que suelen rodear a las fortificaciones y sirven para enfrentar al enemigo. El poderosísimo ejército que desde Vidin no había encontrado resistencia a su medida, erraba indeciso sobre qué hacer, sobre cómo burlar la defensa del monasterio.

Desde arriba se asomaban al infame enemigo, a través de las simples ventanas de la curiosidad, los parlanchines y los

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mirones, los monjes y todos los demás. El miedo del iguman Grigorije flaqueó hasta debajo de la cintura, por lo que el re-verendo padre inclinó audazmente todo su torso desde la parte superior del nártex de la iglesia de la Ascensión, por la ventana del presente cercano, cuyo turno tocaba ese día. Y a pesar de que algunos laicos más enérgicos seguían recomendando pre-parar, como en otros cercos, el aceite hirviendo, los abrojos, la arena candente, los avisperos, la cal viva o por lo menos unas palabrotas fuertes, el padre Grigorije creía que bastaba gritar-les desde lo alto:

—¡Deteneos, pecadores! ¡Sabéis que estáis atacando el templo de Dios! ¡Arrepentíos mientras no sea tarde! ¡En el Santo Evangelio se dijo a los apóstoles, recordadlo bien, todo lo que atares en la tierra, será atado en los cielos, y todo lo que desatares en la tierra, será desatado en los cielos! ¡Pensad adónde se irán vuestras almas!

Estas palabras cayeron justo delante del terrorífico prín-cipe Šišman. éste levantó la mirada con un odio contenido y dio un manotazo al pomo de ámbar de su silla de montar. El gorro de lince vivo prestamente saltó de la cabeza del señor de Vidin: la moteada bestia abrió sus fauces, atrapó al instante las sinceras palabras del iguman, y empezó a despedazarlas con sus dientes, destrozó su sentido, y su pretensión salpicó el sue-lo. Sin embargo, nada cambió: los búlgaros y los cumanos es-taban abajo, los monjes y el monasterio, arriba, y en medio se erguía el invisible tallo de la voluntad del Señor de mantener su templo fuera del alcance de los invasores.

todo eso provocó un nuevo arranque de ira entre los ene-migos y todos los que portaban arcos se arrodillaron, echaron mano de sus aljabas y empezaron a disparar las saetas con pun-tas de acero y extremos de seis plumas de buitre. Varios tiraron lanzas, y también volaron algunas hachas de guerra, mazas, manguales y mazos. Sin embargo, una altura cosiderable pro-tegía al monasterio de esa lluvia mortal. Los silbidos lograban llegar de algún modo hasta Žica, pero las flechas, desalenta- das por la distancia, flaquearon a la mitad del camino y se

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precipitaron de vuelta para recaer sobre sus lanzadores. Los gritos de dolor de los asaetados pusieron fin al fallido ataque.

Finalmente, quisieron probarse también los dos matones de Šišman. El jefe cumano, Altan, estiró la cuerda del arco has-ta el límite de romperse, colocó en él el rechinar de sus cani-nos, disparó y falló. Su caballo blanco había pisado, aún en la entrada al sitio, la hoja de la hierba loca, por lo que no obede-cía a su jinete y no dejaba de empinarse estropeando los mo-vimientos de Altan. Aquel rechinar se estrelló contra una rama de un pino flotante, dispersó sus agujas del año anterior, per-fumó el aire con el aroma a resina, e hizo tamborilear varias piñas sobre los yelmos y los sombreros de fierro de los búlga-ros, y sobre las cabezas rapadas de los cumanos. Les cayeron todavía más pesados los jubilosos gritos y las risas de los niños que se subieron al techo de la hospedería para poder seguir el desenlace del ataque.

Después Smilec echó mano de su aljaba apuntando al igu-man y gritó tres veces:

—¡Si entregáis el tesoro, no tocaremos la iglesia!—¡Si entregáis la iglesia, os perdonaremos la vida!—¡Su pozo se quedó en el suelo, no hay ni se ven en el ho-

rizonte nubes lluviosas, el cerco durará hasta que perezcan de sed en el aire caliente!

El sirviente de Šišman tenía la lengua viperina. Nunca se sabía hacia qué lado viraría y dónde escupiría el veneno. A veces uno no la oía, sólo sentía una picadura como de una hor-miga que se metió en la ropa, pero después su corazón se iba parando, y el alma sentía una opresión desconocida.

Esta vez, la primera amenaza de Smilec golpeó a apenas medio palmo de la cabeza del padre Grigorije, se deslizó por el mármol y se desvió lejos de la reflexión.

Su segunda flecha cambió de dirección, se clavó alto arri-ba en la pared del refectorio, por lo que quedó a la vista de to-dos en el monasterio sitiado.

Pero la tercera entró directamente por la ventana de la cocina y se incrustó al pie de una tinaja, el único recipiente en

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el monasterio que contenía una cantidad de agua mayor. Para cuando los monjes se espabilaron para recoger en sus manos los ovillos de hilos líquidos, la superficie se destejió por com-pleto y descubrió el fondo seco.

Alguien se acordó de Gradinja, la mejor hilandera en los diez pueblos del valle del Ibar. Pero las mujeres estaban alo-jadas en el edificio más alejado de las celdas monásticas. Para cuando trajeron a la anciana, salvando un terrón tras otro, ya era demasiado tarde para reparar algo. Ni siquiera ella, que sabía hilar las miradas de una doncella para que la núbil pu-diera enlazar a un marido, pudo hilar de lo derramado un cho-rrito decente para abrevar por lo menos a los críos en las cunas, para poder decir a los sedientos, tan sólo, que en el monasterio aún quedaba algo de agua…

II El mecánico

Además de su numeroso ejército, el príncipe de Vidin, Šišman, también contaba con una multitud de expertos de distintas ar-tes. Entre ellos estaban los ya conocidos buscadores de boñigas de liebres, batidores de orejas caídas que oían a gran distancia, consejeros que siempre daban la razón, simples aduladores, armeros que afilaban las hojas hasta dejarlas casi transparen-tes, adivinos, supuestos conocedores de la disposición de las esferas, hojas caídas y poros, rastreadores que distinguían una pisada de cien años atrás y curanderos que por el color, olor y sabor de la orina determinaban lo que empeoraba o mejora-ba en las personas. Había también cortesanas que sentían el desplazamiento del calor en los cuerpos de sus amantes, por lo que siempre sabían cómo aguardarlo y guiarlo con miradas adecuadas y con roces de sus cabellos, labios, o pestañas. Ade-más, había eunucos que con sus voces eternamente jóvenes sabían lavar los rostros, las axilas, el pecho y los muslos, de tal suerte que cada hombre sentía que el baño le había quitado los

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años pasados. Por supuesto, el lugar especial en el servicio del señor Šišman, le pertenecía al mecánico Arif, un sarraceno que sabía de memoria todas las medidas del mundo.

—¿Anladumi?6¿Crees que la diferencia entre una pulgada de Cádiz y la que se usa en Messina es mínima, despreciable? —preguntaba a veces Arif a aquél en cuyos ojos notaba mucho espacio libre—. ¡Para nada! ¡Es puro cuento, amigo mío! ¡una patraña! Sería como afirmar que el cielo es del mismo ancho ahí y allá! No se pueden encontrar en el mundo entero dos medidas iguales. Cada cosa difiere de la otra aun por la más mínima peculiaridad, incluso si se reflejara en un espejo im-pecable nunca antes usado. Bajo la uña del pulgar que se usa en Cádiz se junta un poco de viento, un grano de sal marina, el huevecillo de una sirena o una astilla de la escama de un pez que había llegado al final de todas las aguas. Bajo la uña del pulgar que se usa en Messina a menudo no hay nada por su costumbre de limpiar minuciosamente, antes de medir, cual-quier pizca extraviada con un raspador. La diferencia es enor-me, más precisamente, treinta veces. Es tanto más ancha la pulgada cordobesa que la siciliana. Para que sepas, si compras lienzo para velas en Cádiz, basta con comprar mil pulgadas de largo. Sin embargo, para una nave del mismo calado, debes pedir a los vendedores de Messina treinta veces más lienzo; no tiene sentido zarpar con velas más pequeñas, difícilmente atra-vesarías un estrecho siquiera en verano. Luego entonces, la existencia de dos realidades iguales es una artimaña de nuestro conocimiento. ¡Evet!7 ¡De todas las ilusiones perfectas, sólo puedes confiar, en mayor o menor medida, en tus sentidos!

Eso aseveraba el mecánico del príncipe de Vidin, Šišman. Y eso hacía. Sólo a modo de ejercicio, exigió que la expedi- ción de los búlgaros y cumanos cruzara tamaño río como el Danubio. Y como único preparativo ordenó que una noche an-tes todo el mundo soñara, dentro de un odre, que sabía nadar,

6 En turco en el original: ¿Entiende?7 Ibid: ¡Sí, así es!

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y que lo soñara lo más que pudiera hasta que el odre se hin- chara.

—¡Bezbeli!,8 sólo un buen sueño puede contrapesar realmente tanto al peso corporal como a cualquier otra pesadumbre del hombre! ¡Aproximadamente doce oques de la realidad humana equivalen a una sola dracma del sueño! —explicó, en pocas palabras, la relación en la que descansaba el prístino secreto de la existencia.

Y efectivamente, al día siguiente, todos los que estaban atados a los odres del sueño atravesaron las olas del Danubio de ida y vuelta, sin atragantarese ni una sola vez. Pereció sólo uno que se envaneció en medio de la corriente y soltó el odre, tal vez pensando que de verdad había aprendido a nadar.

En otra ocasión, sin embargo, estando ya bien adentro en las tierras serbias ante un arroyo casi seco, tan ancho como para que lo brincara una pulga, el mecánico pidió que se cons-truyera un puente de troncos de roble.

—¡De una altura que por lo menos iguale el bozo de un hombre rasurado! —agregó con los ojos cerrados.

—¡tonterías! ¡¿Para qué dar rodeos?! ¡¿Qué desvaríos fra-gua este agareno?! ¡Este hilito de agua es poco profundo! ¡Si montáramos tejones, el agua no nos llegaría ni a los tobillos! —protestó uno de los comandantes cumanos por esa para- da innecesaria—. ¡Ni hablar del puente de la altura del bozo! ¡Me hace carcajear! ¡Perdemos el tiempo, estamos parados en vano, nuestros batidores nos dicen que no hay mejor vado a la redonda!

—¡Gayret!9 ¡Seguid adelante! ¡Vosotros los cumanos tenéis tanta prisa que no vais a durar mucho! ¡Mientras tanto, me voy a beber algo! —replicó Arif ofendido, y se dispuso a preparar salep,10 sacando de su baúl de viaje una pequeña maza, escudi-llas de cobre, clavos, fuentes para hornear, poleas, jarras de

8 Ibid: ¡Desde luego, sin duda!9 Ibid: ¡Adelante!10 Bebida caliente a base de la harina aromática obtenida del tubérculo de

una orquídea del mismo nombre.

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estaño, ganzúas, hachas de guerra, limas, correas, cucharones, palancas, un hornillo, platillos de balanza, fierros, jarros de cobre, morteros pequeños y grandes, un rallador y un frasco sellado con agua sagrada del pozo de Zamzam para la hora final, en busca de un saquito con la raíz de salep.

Aquel cumano impaciente espoleó su caballo y llegó a la otra orilla ahogado. Estaba hinchado, lívido, rasguñado, en-cordelado con hierbas y raicillas de mimbreras, ojos y boca sellados con lodo y con la garganta llena de una docena de go-bios como si la corriente de agua lo hubiese arrastrado por el fondo durante tres meses lluviosos.

—El arroyo ante el cual nos detuvimos lleva en sus aguas la confianza en uno mismo. ¡ésta es aparentemente poco profun-da, pero en realidad rebasa varias cabezas! El ejército que está seguro de su victoria siempre irá a la zaga del que sólo tiene la esperanza de esa victoria. ¡Que no os pese, entonces, construir de los troncos un puente con el que se puede salvar la vanidad! ¡Vallahi, ballahi, tallahi!11 No es mucha la molestia… —decía Arif, mientras acercaba a sus labios la dulce bebida caliente.

—¿Quieres probar? ¡Bebe un poco, te va a caer bien, la cercanía de la muerte siempre da escalofríos, pero el salep da calor y hace recordar las delicias de la vida! —restalló la lengua el mecánico y concluyó apuntando hacia el ahogado—. ¡La mo-lestia no es mucha, pero, como pueden verlo, el provecho es considerable, a veces incluso decisivo!

Así que desde ese acontecimiento, nadie dudaba en el sentido del sarraceno para medir el espacio (pero los cumanos veían a Arif con cierto odio). Por eso, por todo eso, al encon-trarse debajo del inalcanzable monasterio, el príncipe de Vidin ordenó llamar a su mecánico. éste, desde luego, no habría sido el que era si no hubiese estimado cuanto tenía que acortar su paso hasta que al príncipe se le pasara su malhumor…

Envuelto en los incontables pliegues de su caftán, el sarra-ceno llegó con Šišman justo en el momento en que el terrorífico

11 Forma reiterada de decir en turco: ¡Juro por Alá!

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se estaba resignando a la idea de que no iba a conquistar Žica tan pronto, desde luego no tan pronto como esperaba sobra-damente al partir de Vidin.

IIIEn qué consisten las cien brazas entre los serbios

—¡Es así, sahib!12 —Se lamió los labios el mecánico y cerró los ojos firmemente, porque sólo podía hacer cálculos si no mira-ba a su alrededor—. La iglesia está arriba del suelo a unas cuan-tas brazas reales. A eso hay que agregarle diez brazas más de nuestro asombro y otras diez de cuanto se elevaron los monjes gracias a nuestro asombro. Además, los monjes no se defien-den. Son otras veinte brazas. también creen que el mismo Se-ñor les ha concedido esa elevación. Por lo tanto, otras treinta brazas. En suma, el monasterio está a más de setenta brazas del suelo. Pero como entre los serbios, propensos a la exage-ración, una braza consta de casi dos brazas de otros pueblos, resulta que el templo de la Salvación está a más de cien brazas de nuestro alcance. Calculado en varas, salen….

—¡Para un buen arquero eso no es nada! —interrumpió Šišman al mecánico—. ¿Por qué entonces nadie ha dado ni si-quiera en los cimientos de los edificios flotantes?

IVUna balista o un lanzapiedras

—¡No seas impaciente! ¡Así, sahib, sólo agregas más altura al monasterio innecesariamente! —seguía sin abrir los ojos Arif—. Sin embargo, ya que preguntas lo de nuestros arqueros, te voy a contestar. Es verdad que no pueden alcanzar la altura de Žica. Pero sólo porque la voluntad entre los nuestros ha menguado

12 En turco en el original: Amo.

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lamentablemente. Si lo permites, señor, probaría la suerte bélica con un artefacto de sitio. Los latinos lo llaman balista, pero los eslavos le dicen lanzapiedras. Sin embargo, yo no lan-zaría piedras a la iglesia. No nos sirve agujerear las paredes de ese fortín elevado. Más bien habríamos de bajar todo eso del aire a la tierra. Por lo tanto sugiero no cargar el lanzapiedras con las rocas sino con algunos sucesos difíciles, y echarlos por las ventanas de la iglesia para ir haciendo el templo más pesa-do, hasta que lo bajemos a la altura de nuestro alcance…

—¿Y para cuándo será todo eso, Arif? —preguntó de nuevo el príncipe, todo impaciente.

VSi te calmas,

al menos para no interrumpirme sin parar

—¡Allahu A’lam!13 Pero, si agrego tu impaciencia, ¡quién sabe si el mismo Profeta lo sabría! ¡Y yo tampoco tengo suficiente es-pacio para calcularlo de nuevo, sahib! En cambio, si te calmas, al menos para no interrumpirme sin parar, todo terminará en tres días a partir de ahora, después del mediodía. ¡Será tam-bién el momento idóneo para el ataque! El sol que baja por el costado poniente agregará los reflejos de las copas de pinos y robles a los domos y los techos del monasterio. Así, el peso de las sombras del ocaso ayudará a poner a Žica de rodillas. ¡Cal-culo que no tendrás que levantar tu pie demasiado cuando lle-gues a pisar su umbral! —El mecánico abrió sus ojos de par en par, lo que significaba que los cálculos habían concluido, que todo estaba listo para construir el artefacto con el que burla-rían la defensa de los monjes.

13 En árabe en el texto original: ¡Alá sabe mejor!

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VIEl Creador arrojó un primer puñado de estrellas

Mientras los búlgaros y cumanos instalaban su campamento en el antiguo lugar del monasterio, mientras desbrozaban el zarzal de su desconcierto, trenzaban las cuerdas y escogían los troncos para la fabricación de la balista, la comunidad se reunía de nuevo en el refectorio, esta vez para deliberar cómo conseguir el agua potable. Habían pasado apenas unos cuan-tos días de haber elevado la iglesia, y ya habían adquirido la destreza de caminar entre los edificios brincando de terrón en terrón.

Aquellos que con los años habían ido perdiendo, un poco o por completo, el gusto por saltar, recibían la instrucción de Blaško, hombre de Dios, que se había destacado en aquella ocasión en que separaron las paredes de la sombra del hogar de la Salvación.

—¿Creen que corren un peligro menor cuando caminan sobre tierra firme? —Engañaba éste hábilmente el miedo de sus oyentes—. ¡Es que toda la vida humana no es más que un andar vacilante sobre las islitas de espuma! —En realidad, era el eterno niño dentro de Blaško, su mitad frágil, pero mucho más valiente y predominante, el que estaba dando la lección a los mayores.

Fuera lo que fuese, ahí, al aire libre, sin lugar dónde gua-recerse, entre los edificios flotantes del monasterio, los mon-jes y los demás habrían representado una presa fácil para el avechucho. Pero éste holgazaneaba sin cesar, ahora colgado de unas varitas entrecruzadas. El irascible príncipe de Vidin, Šišman, ya habría decapitado hace mucho a la soñolienta cria-tura voladora, pero no tenía un reemplazo. Para que naciera otro de esa especie, había que llevar su huevo por cuarenta días continuos bajo la axila izquierda.

Los búlgaros encendían sus fuegos con boñigas de liebre secas, montaban la tienda de campaña para el príncipe y desempacaban sus baúles de viaje con todo tipo de cosas cuya

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enumeración prolongaría cada día hasta el pasado mañana del mismo. Por el momento sólo diremos que entre sus cosas estaba también un manto hecho de varios miles de distin- tas plumas. Los jefes de los cumanos ya estaban trasmudando los ardores de sus cuerpos dentro de las sillas de manos de las jóvenes cortesanas, mujeres dotadas de suficiente timidez y suficiente lujuria, ya que siempre bañaban aun la más mínima de sus concavidades con el canto de los eunucos, eternamente vírgenes. Las cortesanas «pestañeaban» a los cumanos, como se denominaba la peculiar manera de rozar pestañeando las partes cálidas del cuerpo masculino. El mecánico Arif prepa-raba con sus ayudantes los maderos para construir la base de la balista. Sus pensamientos sobre la altura estiraban hasta la parte más minúscula de ésta. Interrumpió su trabajo sólo des-pués de que una decena de sitiadores, que se habían ido al cer-cano monte para conseguir más troncos esbeltos, regresaran de ahí llevando adelante a unos cuantos de aquellos serbios que no creyeron en la elevación del monasterio, y pernoctaban es-condidos lejos de todo eso. El sarraceno empezó a rogar al príncipe que no degollara a los prisioneros.

—¡Vaya hombre misericordioso! —se burló Altan—. ¿Acaso quieres que les preparemos la comida?

—tú, sahib, puedes matarlos cuando te dé la gana —no se dejaba importunar Arif por la mofa—. Pero, ¿no sería mejor dejarlos ir para que su incredulidad anule o debilite la fe de los de arriba? Sea cual fuere el caso, independientemente de que el monasterio esté o no en el aire, no es lo mismo que la duda surja entre los hermanos o que un forastero imponga su convicción. Ni siquiera vayas a atarles los pies, sahib. Deja que se dividan por sí mismos. Los serbios son así, antes van a ceder ante un extraño que ante alguno de los suyos. Déjalos que se vayan convenciendo, sea quien sea el que tenga la razón, no-sotros saldremos ganando. Aun cuando la cosa no resulte ahora a nuestro favor, hay tiempo, habrá quien saque provecho de su discordia. Pero estos cumanos me dan lástima, ¡tienen tanta prisa que no van a conocer a sus nietos!

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—Me parece que sacaste bien la cuenta —consintió el prín-cipe y permitió que los prisioneros se fueran adonde qui- sieran.

Mientras tanto, arriba, el iguman y los monjes cavilaban cómo conseguir el agua necesaria. El Creador acababa de arro-jar en los surcos del cielo un primer puñado de estrellas cuyos rayos iban germinando en el crepúsculo, cuando los defen- sores decidieron, sin mucha discusión, bajar del nártex una cuerda con un cubo directamente al pozo que, firmemente construido, seguía en el patio del monasterio conquistado.

ocupados con sus tareas e intentos de derribar con sus flechas al menos algunas colmenas que regresaban del campo para pernoctar entre las ramas de los árboles flotantes, los búl-garos y los cumanos no notaron que una cuerda larga bajaba desde una ventana del monasterio, que el cubo en su extremo se sumergía en el pozo y subía derramando por ahí y por allá unas gotas de agua. Sólo después de que los monjes mandaran el cubo de madera por tercera vez, los centinelas del agresor dieron la alerta. A la orden de Šišman, un cumano ágil metió un puñal entre sus dientes y empezó a treparse con tanta cele-ridad que el iguman Grigorije se percató de lo que estaba pa-sando sólo cuando vio en la ventana una cabeza rapada y dos ojos completamente exorbitados.

Los monjes soltaron la cuerda. Pero aquel ya se había afe-rrado con sus manos al alféizar. Como era fuerte, poco faltó para que se pasara a la celda de Sava, en el piso superior del nártex. Pero en ese instante, el Señor recogió el sol del cielo, y el décimo día después de la Pascua cayó en alguna parte de-trás de la montaña Stolovi. Según el antiguo juramento, el reverendo padre podía cerrar la ventana. La madera de tejo aplastó los dedos del cumano, él soltó un grito y se precipitó tras éste alcanzándolo en el suelo. De la fuerza del impacto, su vista se resquebrajó, su oído se desbarató y el resto de su vida se salió por su boca.

Dentro, en la catecumenia, el padre Grigorije se persignó por el descanso del alma del difunto.

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Afuera, ante la tienda de campaña, el príncipe Šišman es-cupió. Después se acercó al pozo y ahí depositó calladamente el reflejo de su terrorífico rostro para que cuidara el agua de los futuros intentos de los monjes.

VIIUna hacina

Las estrellas nacían a lo largo y ancho de los campos celestes. El viento debió de soplar con ademanes secos, ya que el brillo segado caía incesantemente a la tierra. Del monasterio flotante se oía el canto. Para los dispensados de la vigilia, las matracas anunciaban la hora de dormir. Las madres enseñaban a sus hijos los rezos populares. Se esparcía el susurro:

Bendice Dios mi cuna,Para dormirme y soñar Sin ningún miedo despertar.La cruz me cuida al anochecerLos ángeles hasta el amanecerSan Pedro mientras vivaY Dios toda la eternidad

Los rayos formaban un enjambre alrededor de la iglesia de la Santa Salvación. De lejos, toda Žica debía parecerse a una enorme hacina luminosa, ligeramente mecida.

Más abajo de los campos del Señor, desde el acecho entre los arbustos del engorroso tedio, brotados en los huecos que quedaron después de la elevación del monasterio, los centi- nelas búlgaros y cumanos, acostados bocarriba para no tor- cerse el cuello, vigilaban las alturas.

A pesar de la noche tan oscura, al príncipe de Vidin, Šišman, le molestaba la claridad de los altos cielos. ordenó que se encendieran antorchas cuyo fuego despedía la oscuridad, teas impregnadas de su sombra espesa como resina. unas tras

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otras las fauces funestas envolvieron la tierra con su oscuridad sofocante…

Y esto llega aquí a su fin.

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LIBro tErCEro

troNoS

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DÍA uNDéCIMo

Los labios ofendidos, la barba marchita,y otros infortunios

—¡Agua!—¡Señor, obséquianos agua!En varios lugares del refectorio, del nártex y de la iglesia

había pinturas de escudillas, jarros, cántaros y otros objetos del ajuar doméstico, hechos de barro, oro, cobre o cristal transpa-rente, y llenos a rebosar de los destellos de agua pintada. En la imagen del bautizo de Cristo corría el río Jordán y en la mayoría de las otras, con las briosas pinceladas del iconógrafo, brotaban los fuertes manantiales de olas peinadas en rizos cristalinos. Sin contar dos modestos cubos sacados la noche anterior del pozo, ésa era toda el agua de la que disponía el monasterio hacia el undécimo día. Como fuera que se bebiera, en sorbos rápidos o lentos, era, sin duda, insuficiente. No sólo para la comunidad, los defensores y el gran número de desprotegidos que encon-traron refugio en la altura, sino también para el ganado que se dejaba oír desde los establos con sedientos mugidos.

El iguman Grigorije ordenó que se orara sin cesar ante cada una de las aguas pintadas aunque se encontraran dentro del más minúsculo cuenco de volumen insignificante. A decir verdad, ya en el servicio matutino brotó vivamente, acompa-ñado de la bondadosa sonrisa de santa Ana, el chorro de la ja-rra pintada de la imagen del nacimiento de la Madre de Dios. Sin embargo, no más de lo que cabía realmente en la misma jarra. Es decir, sólo para calmar el llanto de los recién nacidos, apagar el fuego de los enfermos y agrandar el deseo de todos los demás de humedecer sus labios dolorosamente agrietados.

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Aun los mismos monjes, acostumbrados a la privación, empe-zaban a ver racimos de gotas en los destellos del sol que abra-saba. Por supuesto, la ilusión mitiga el sufrimiento por un momento breve, pero después hace que arda con más fuerza y por mucho tiempo.

—¡Agua!—¡Señor, obséquianos agua!Nada en el mundo procrea tantas crías como la desgracia.

Por falta de humedad, a muchos se les marchitaron, brizna por brizna, los cabellos y las barbas. Pero no, a nadie le importaba la apariencia o los atributos de la dignidad; todo el mundo se asustó de que el relicario, la barba del padre Grigorije, raleara tanto que dejara caer aquella pluma de ángel. Por eso timotej, el director espiritual del rey Milutin, interrumpió sus oracio-nes al todopoderoso para que salvara el alma del señor de las tierras serbias y costeras del pecado de orgullo y subió del tem-plo a la catecumenia de Sava, arriba del nártex. En efecto, an-taño una maraña de pelos, la barba del reverendo padre lucía muy ajada. Parecía que cualquiera podía abrirla y agarrar la pluma.

—¡¿Qué he de hacer?! —preguntó el superior de Žica con desesperación—. El relicario ha raleado. ¡¿Hay algún modo de preservar la pluma de ángel?!

El director espiritual del rey rehuía la plática. En todo el monasterio él era el único cuya barba no había raleado, cada pelo estaba en su lugar como cuando llegó de Skopje a la anti-gua sede arzobispal por un poco de aquel canon de Pascua de San Juan Damasquino. A través de la ventana de la celda, que daba a la nave de la iglesia, entraban la luz de los cirios y de las lamparillas de aceite, al igual que las voces de los lectores. ti-motej pensaba que no iba a revelar su secreto, bien guardado bajo su corazón, a nadie. Pero los caminos del hombre son cor-tos. Cada tanto, aparece una encrucijada. El director espiritual no tenía otra opción. Habló:

—Hermano Grigorije, como están las cosas, no podremos contar con las fuentes terrestres por un buen tiempo. Los de

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arriba, en los cielos, también están poniendo a prueba nues- tra voluntad, están callados. Aunque no debería decirte esto, te resta sólo lo más difícil, buscar la fuente dentro de ti mis- mo. ¡Si la fuente es apropiada, si has buscado bien, con una fe inquebrantable, la barba espesará, los pelos se enredarán de nuevo, y la pluma se quedará en posesión de Žica y de los serbios!

—¡¿una fuente dentro de mi mismo?! —levantó su mirada alicaída el padre Grigorije.

—¡Sí, así es! ¡Pero escucha, ten cuidado! En cada hombre hay muchas fuentes, incluso demasiadas. Debes saber que nin-guna de ellas apaga la misma sed. Sé precavido respecto adónde te arrodillarás, de dónde sacarás el agua. Por ejemplo, aparte de muchas virtudes, caras a Dios, que distinguen a nuestro rey, él tiene una barba que mueve de manera impropia, tan sólo para causar asombro. Ahora tal vez comprendes que esa barba abreva en la fuente de su vanidad. Mi barba es así como la ves porque yo sé cuidar los secretos. Pero, como ya te lo he reve-lado, la veta de mi fuente se debilitará y mi barba seguramente marchitará. Sin embargo, lo estoy haciendo, no me importa, aunque me vuelva lampiño como el narrador teodosio.1 ¡Lo que importa es que el relicario espese y la pluma de ángel se quede entre nosotros!

Eso se dio en la celda de Sava. Y lo que había ocurrido con los pelos humanos, también sucedió con las hierbas. Afue- ra, los secos terrones flotantes empezaron a desgastarse, algu-nos ya se habían convertido totalmente en el polvo del polvo. La pradera encumbrada, un campo de yerba en el cielo, donde podía apastar y retozar el ganado del monasterio, se encogió. La comunidad se preguntaba abatida:

—¡¿Sobre qué vamos a caminar si no llueve?! ¡Ay, qué desgracia!

1 Monje del monasterio Hilandar (xiii-xiv), autor de la hagiografía de San Sava. Fue conocido por su escasa barba, contrario a la usanza de los mon-jes ortodoxos que debían usarla larga y abudante.

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—¡¿A dónde apastaremos potros y corderos?!—¡Agua!—¡Señor, ten piedad, obséquianos agua!

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DÍA DuoDéCIMo

IUna triza, una pizca, un puñado,

y una calabaza seca

Durante todo ese largo y crudo invierno, que como una grapa de hierro apretaba los años de 1202 y 1203 indivisiblemente, cuantiosas naves estuvieron arribando a la ciudad conquistada de Zara trayendo emisarios de distintas partes para negociar con el dux Enrico Dandolo y los jefes de la cruzada. Cada una de esas misiones públicas o secretas aportaba, como una espe-cie de ofrenda, una triza, una pizca, un puñado, las dos manos llenas, un cuenco, un caldero de cobre, un saco, una salma, un cofre o un barco completo de simple tierra. Los obsequios se almacenaban en el antiguo edificio del Arsenal semiderruido. Las especies más raras o de lugares lejanos se guardaban en la cripta de la cercana iglesia de San Simeón. Ahí, clasificadas en orden, yacían en los nichos ocultos: la menuda tierra are-nosa de la cuenca del Sena, el pesado chernozem de Baviera, la fértil tierra aluvial del Valle del Po, la multicolor tierra de bre-zo de las escarpas galesas, la santa tierra peregrina, esparcida durante meses de caminata trastabillante desde la abadía de Cluny hasta la mismísima catedral de Santiago de Compostela, la pegajosa arcilla de Flandes, la sedosa tierra de Champaña, la indefinida terra nostra que se desplazaba constante y miste-riosamente por los tres reinos de Aragón, Castilla y León, la perfumada rendzina de las costas de Sicilia, el lodo movedi-zo de Aviñón, la porosa tierra esponjada de Malta, la grumosa arcilla de los alrededores de Lübeck, la marga aún tibia de las terrazas de Ston, el tramposo polvo de los páramos de Navarra,

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el fresco aluvión de los fiordos escandinavos, la mansa tierra cenizosa de Borgoña, la tierra roja mezclada con brasas de los campos de la península de Morea, e incluso, como una especie de pago de deuda por un favor anterior, la más pura arena del Sahara con la que se lavaban la cara en la corte bereber de los almohades…

Se sospechaba, sin embargo, que la especie más valiosa se cuidaba bajo llave en el pequeño cofre personal de Enrico Dan-dolo. Supuestamente ahí estaba envuelta en un lienzo negro una calabaza seca. Contenía el inagotable cieno amarillo turbio de cada uno de los nueve círculos del inframundo. Contaban que la calabaza había sido traída por el mismo Innombrable una noche borrascosa, cuando el vendaval estuvo doblando hasta las miradas y un hedor sofocante a azufre invadía la des-truida Zara. Varios cruzados juraban haber visto a una figura velluda que, en medio de las olas más feroces, arrimaba una lancha pequeña a la galera almirante, y a Enrico Dandolo desenrollando las cuerdas ovilladas y tendiendo la mano para que el Maligno subiera a la cubierta. La mañana siguiente, los testigos fueron culpados de maniqueos, y condenados a que les cortaran la lengua, por lo que todo el cuento quedó sin com-probación. No obstante, los que de vez en cuando veían en las pupilas de aquellos desafortunados algo aterrador, innombra-ble, afirmaban que allí había algo de verdad.

IICómo los canales imaginarios adquieren

orillas hechas de realidad

El plan del dux, concebido todavía en Venecia, iba tomando cuerpo paulatinamente. Las trazas de los canales, su longitud y profundidad, la dirección y la fuerza de las corrientes de agua, la forma de mecerse de las olas, todo lo que este astuto sobera-no había calculado en su cabeza (detrás de su vista congelada) ya se adentraba imperceptiblemente en el espacio de la realidad,

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ya se escuchaba el sordo murmullo de las olas, ya los primeros barcos tentaban sigilosamente el calado, ya se avistaba desde el tope del palo mayor el resultado final de la navegación.

Con la intermediación de Felipe de Suabia, Dandolo entró en negociaciones con Alejo ángelo, príncipe bizantino recién fugado de Constantinopla. Después de destronarlos a él y a su padre Isaac, su tío y hermano, el autoproclamado basileus, Alejo III, no los mandó asesinar. Contrario a la costumbre y a la prudencia, el nuevo emperador tuvo la delicadeza de en-cerrar a sus parientes más cercanos de por vida en una maz-morra. Pese a ello, en cuanto se escapó, el joven pretendiente divulgó públicamente que no pensaba renunciar a sus derechos hereditarios. Si le ayudaba a tomar el poder de nuevo, el prín-cipe prometía al dux de Venecia espléndidos beneficios de su elección. Dandolo, a su vez, dejaba ver a los cruzados la po-sibilidad de enormes riquezas de la capital del Imperio de oriente. Este tema de conversación ya se hacía viejo entre los cruzados. Durante las largas noches, muchas cortes del lado del occidente se iluminaban lujosamente con los relatos de peregrinos, comerciantes y vagabundos sobre los tesoros ahí vistos. una vez, incluso, un tal Filchet, con sólo describir los pórticos de la bella ciudad, hizo que la noche no cayera sobre Chartres durante siete días invernales. Las damas daban prue-ba de su elegancia portando las piedras preciosas minucio- samente relatadas. A veces ocurría incluso que la cena se sirviera en una vajilla bizantina narrada. En fin, lo único que faltaba era persuadir al Papa a desviar la campaña de los ismaelitas y dirigirla hacia los cristianos cismáticos.

Aunque ciego, o tal vez precisamente por eso, el dux era un gran conocedor de los secretos de la anatomía humana. Por eso sabía que el orgullo se encontraba inmediatamente al lado de la vanidad. Visto por dentro con más precisión, en realidad se trataba de dos extremos de un solo rasgo humano. Por eso insistía en recordar a la Santa Sede los agravios que ésta su-puestamente había sufrido durante décadas por parte de los bizantinos.

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«Y no sólo que ignoran con arrogancia la primacía de nues-tra iglesia, y nos ven a nosotros y a nuestra fe con desdén, como una grulla mira con menosprecio a una polla de agua, sino que no pierden oportunidad para humillarnos. Exempli causa, el pontífice debe recordar cómo, hace doscientos años, ¡sus adua-neros decomisaron a nuestro venerable obispo de Cremona, co-mo a un vil vagabundo, todas las ropas y telas púrpura! ¡Desde el gorro, pasando por el manto, hasta el pañuelo usado! ¡Al pro-hibir la exportación de la púrpura, nos hicieron saber jactancio-samente que no somos dignos de este color particular! Además, ¡¿no se refieren a sí mismos como “los romanos nacidos de los hijos de romanos”, mientras que de nosotros dicen simplemen-te que somos “la raza bárbara de occidente”?! ¡No creo que sea necesario seguir enumerando otras pruebas!», escribía el dux con tanta frecuencia que los ataques de migraña del papa adqui-rieron la forma de un único y constante dolor de cabeza.

Enrico Dandolo concluyó todas sus incitaciones con la es-timación de que la curia podía poner fin a esta vergüenza de una vez y para siempre. Es decir, la unión de la confesión latina y la griega podía esperarse con certidumbre en caso de que se con-quistara Constantinopla. Desde luego, siendo así, la Iglesia de oriente perdería su independencia y el patriarca ecuménico re-conocería la supremacía del pontífice romano. El papa Inocen-cio III por fin cedió. trocó lo que le quedaba de la conciencia por esa posibilidad tan tentadora y permitió que los cruzados se desviaran de su ruta una vez más, esta vez rumbo a Bizancio.

Eso era todo lo que el dux necesitaba. un día en que el sol del mediodía se parecía a una cesta de granos maduros de trigo volteada, las cuatrocientas ochenta galeras se sacudieron las pardas conchas que invernaban sobre sus cascos y, sumergien-do sus remos sedientos, zarparon de Zara. La mayoría de ellas transportaba al enorme ejército de los cruzados —sus corace-ros, abanderados, caballeros, arqueros, troveros y malabaris-tas—, además de algunos cronistas para que registraran todo a conveniencia del vencedor (con listas detalladas de los numerosos tesoros que los esperaban ahí, incluido el pequeño

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pasador de pelo de carey), máquinas de guerra, galeras, arietes, balistas y ganchos para romper las paredes, luego caballos, pe-rros, halcones y, debajo de éstos, dos docenas de huevos del gavilán blancuzco, del milano negro y del quebrantahuesos ro-jizo, a punto de eclosionar. también algunas naves que, sin embargo, llevaban como su única carga la tierra que había es-tado llegando de toda Europa al poder de los venecianos. El señor supremo de la república de San Marcos estaba en la proa de la nave almirante trazando el rumbo inequívocamente según los graznidos de las gaviotas y el variado susurrar de los vien-tos. De vez en vez, según un cálculo que sólo él conocía, el dux echaba un poco más o un poco menos de esa tierra a la izquier-da y a la derecha de la estela que la flota dejaba, como si cons-truyera las orillas de un canal imaginario.

El propósito de liberar Jerusalén de los infieles quedó tan fuera de la ruta que por un tiempo flotó solitariamente en el mar abierto y luego se hundió. La inmensa superficie de la Historia no muestra ni remotamente cuanto ocultan sus oscuras entrañas.

De paso, en la isla de Corfú, el príncipe pretendiente Ale-jo y Enrico Dandolo firmaron un acuerdo según el cual uno de los canales de Venecia desembocaría en la misma Constanti-nopla gloriosa. La otra parte del acuerdo, tal vez incluso más importante que la que se dio a conocer a los cruzados, fue conve-nida en secreto, en la oscuridad del camarote del dux vene-ciano. Simbólicamente, como signo de sumisión, aunque tampoco sólo de esa manera, el joven príncipe entregó —traidoramen-te— a su supuesto protector un terrón de su tierra nativa de las laderas de Gálata para las orillas de aquel canal.

IIIY cómo por los canales

no necesariamente corre sólo el agua

Entonces, bajo los cielos tempestuosos, las galeras cortaban las olas con decisión, sin desviarse del rumbo trazado ni siquiera

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por los yacimientos de sal que se encontraban a su paso. La úni-ca parada breve que hicieron fue en las aguas de las islas griegas donde los marineros capturaron con sus redes unas quince sire-nas pelirrojas, raras aun en los tiempos de los antiguos helenos.

Durante las tres semanas de navegación hasta Constanti-nopla, Dandolo precisó todas sus demandas al príncipe Alejo. éste, joven, de barba pequeña, demasiado dominado por el odio hacia su tío, ingenuamente armado con una pequeña es-pada, calzando unos zapatos rojos demasiado grandes y empe-ñado en demostrar con su talla y voz en constante esfuerzo, ser digno de la corona bizantina, prometía todo lo que el dux le pedía. Entre los numerosos privilegios que Enrico Dandolo exigía para Venecia (y ya había dieciocho toneles de éstos, ates-tados hasta los bordes), estaba uno dicho de paso, como algo insignificante, casi un pedido humilde, que se escapó a una reflexión más rigurosa de Alejo:

—Existe en el tesoro imperial un manto —dijo Dandolo con su mirada congelada, fija en el príncipe—. Me gustaría te-nerlo en mis hombros. Eso sería tu obsequio personal. No te pido otra cosa. Espero que no sea demasiado.

—¡¿un manto?! —se sorprendió Alejo—. Creo que allí los hay en cantidades, mi protector. Así será, como usted desee, aunque sea el manto púrpura. ¡todos los mantos de Constan-tinopla son suyos, usted escoja, amigo!

—¡oh, no! te lo agradezco, no es necesario. El manto del que te hablo no es de una tela preciosa, no está bordado con perlas, ni forrado de piel de marta cebellina. No tiene broches de oro ni un corte a la moda. Es de manufactura rústica, he- cho de plumas de aves. Creo que una tribu escita se lo dio, como muestra de fidelidad, a uno de los primeros basileus bi-zantinos. No tiene casi ningún valor, tal vez unas cuantas nu-mismas desgastadas, medio sueldo como mucho, pero a mí me gustaría tenerlo. Las plumas son tan cálidas, y el frío de mi vista congelada invade todas las partes de mi cuerpo.

—¡Ni una palabra más, querido Enrico! —respondió Alejo agregando a la exclamación un ademán generoso; no se podía

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liberar de la sensación de que, prácticamente, ya era el amo todopoderoso de todos los bizantinos—. ¡Considere ese manto suyo! ¡¿Qué es eso en comparación con tanta ayu- da desinteresada de su parte?! ¡Padre mío! ¿Puedo llamarlo padre?

—Gracias, hijo. —El anciano bajó con emoción su mano derecha al hombro del joven sin olvidarse, por supuesto, de embolsar la promesa recibida con su izquierda en la bolsa de cuero ceñida a su cintura, ahí donde guardaba los compro-misos de otras personas.

Más tarde, Alejo tuvo ganas de caminar un poco más, de dar al menos unos cuantos pasos más hacia el poder. Si uno va en esa dirección, rara vez sabe cuándo detenerse, cuándo con-tenerse. Alejo estuvo chapoteando por la cubierta de la galera, en aquellos zapatos rojos demasiado grandes, hasta el amane-cer, todo el tiempo pensando en dónde habría de estar cuando arribara victoriosamente al puerto imperial de Bucoleon, o desde qué lugar dejaría la mejor impresión en sus futuros súb-ditos. Ya que al fin se decidió por el lugar, cerca de la misma proa, continuó su diversión respirando contento el aire mari-no, oteando las olas o escudriñando las constelaciones. A pesar de tener la vista joven, no veía más allá del acuerdo recién aca-bado. ¿realmente acabado? En algún momento, el príncipe se burló en voz baja, sólo para sus oídos:

—¡¿un manto de plumas?! ¡¿tanto cuento sobre un manto de simples plumas?! ¡Cosas de viejos, está con los dos pies en la tumba, pero ocupa sus manos, cual niño, con la arena y las plumas!

Incluso eso fue dicho lo suficientemente alto. En el otro extremo del barco, entre los mapas desplegados y compases, en la oscuridad, ya que no precisaba de la luz, ocupado efecti-vamente en disipar la tierra a través de la ventana de su cama-rote, Enrico Dandolo levantó su cabeza y se secó las manos con el cuello de armiño. Su respuesta le torció los labios en una mueca de desdén:

—¡Mocoso estúpido, tú no sabes nada!

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El Carro Mayor y el Carro Menor, la Libra y la estrella po-lar indicaban que los flancos de la nave almirante tocaban las olas donde vivían los peces-aves. Era la señal segura de que la flota veneciana entraba en las primeras aguas bizantinas. Cual-quier galeote reconocía las olas que pertenecían al Imperio de oriente justo por esas criaturas que pululaban en el espacio entre el horizonte marino y el celeste. un poco más lejos, en-cima de la frontera entre el día y la noche, volaba en círculos el águila bicéfala, la protectora de Bizancio.

IVEl número setecientos cincuenta y ocho

Esa misma noche, pero en tierra firme, se dio el encuentro de dos figuras humanas. La primera tenía un andar tambaleante y acababa de salir de una taberna a las afueras de Constantinopla, bastante ebria de copitas de vino agrio, con un gorro de paño ladeado y una cancioncita vacilante, plantada en la comisura de sus labios con despreocupación; en fin, de muy buen humor. La otra figura estaba envuelta en la oscuridad de las calles mal iluminadas. Andaba con un paso doblemente silencioso, a la vez como un bandido y como alguien muy noble.

Despacio, las dos siluetas se fueron adentrando, en sen-tido contrario de otros transeúntes, en las calles aun más retiradas y estrechas, donde las casas de enfrente estaban tan cerca que los vecinos podían ayudarse mutuamente a ponerse las clámides. Cuando el rústico gorro del primer hombre em-pezó a caerse con frecuencia a sus pies, obligándolo a pararse, el segundo alcanzó al desafortunado ebrio y blandió un puñal corto. Ni bien salió de la oscuridad, la hoja desapareció en la blandura del costado. La sangre broto. La robusta complexión de la víctima se desplomó a un lado, al otro rodó su estertor mortal.

El asesino se agachó. Alguien al final de la calle se prepa-raba para dormir y sacudió por la ventana las últimas migajas

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de luz hogareña de la ropa de cama. Las centellas iluminaron la funesta escena. Giacopo Gomberto, el representante per-manente de la república de San Marcos en Constantinopla, arrancaba los pobres andrajos del pecho de un tal Calinico, un herrero local. El señor de noble linaje no tardó mucho en en-contrar lo que le interesaba. En medio de su pecho, la víctima tenía tatuado el número setecientos cincuenta y ocho. El re-presentante veneciano limpió su navaja con un suspiro de ali-vio. Luego se envolvió de nuevo en la oscuridad y con su paso doblemente silencioso de bandido y hombre noble, sorteando las pizcas de luz, desapareció calle abajo…

VLas galeras arribaron al puerto,

y los dromones2 al fondo

El clima era propicio para los cruzados. La cizaña no se de-rramó de la cesta solar ni una sola vez y las primeras galeras llegaron ante Constantinopla el 24 de junio, con las cubier-tas sobrecargadas de granos robustos de luz. Confiando en las banderas con el símbolo de la cruz de Cristo, pensando que se trataba de la flota mercante que transportaba hacia el frío in-terior del principado de Kiev a las sirenas pelirrojas del Me-diterráneo, el gran duque de la flota imperial cometió un error y permitió que los invasores anclaran sus deseos demasiado cerca. Al fin y al cabo, se debatía el gran duque con las lúgu-bres premoniciones, dado que las naves no dejaban de arribar: aun si éstos tenían malas intenciones, la entrada al puerto del Cuerno de oro estaba protegida por la gruesa cadena que de-cenas de veces había apartado las desgracias de Constantino-pla. Por el gran costo y el mal de mar hereditario, los últimos basileus no fueron renovando la flota bizantina, por lo que se había tomado la decisión de no dudar jamás de la seguridad

2 Barco de guerra del Imperio bizantino.

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de esa cadena. Cada eslabón suyo lo había forjado un herrero distinto, cada herrero tenía tatuado en su pecho el número del eslabón que había elaborado, y la vida de cada uno era la prenda de su obra. Además, algunos bizantinos propensos a la vanidad, creían con ligereza que esa misma cadena ataba la fortuna a su ciudad inseparablemente.

La misma mañana en que el veneciano Giacopo Gomberto visitó a su señor en la nave almirante, los cruzados ocuparon Gálata de un solo golpe y en la cala, entre los halcones, eclo-sionó el primer huevo del robusto polluelo de gavilán blan- cuzco. La breve conversación con el representante Gomberto terminó con la orden del ciego dux:

—¡Que las galeras tomen posición en forma del pico de un polluelo recién nacido!

La cadena que cerraba el puerto se rompió exactamente en su septingentésimo quincuagésimo octavo eslabón. Las dos tierras firmes se abrieron, e indefensas, dejaron pasar al enemigo.

La desigual batalla naval que se desarrolló después ter- minó con el hundimiento de los veinte dromones bizantinos. Mientras los barcos imperiales arribaban al eterno encaje del fondo del Cuerno de oro, desembarcando a sus tripulaciones degolladas entre los corales, las esponjas, las anémonas de mar y las marañas de hierbas, empezaba el otro ataque desde la tie-rra firme. La dignidad del autoproclamado basileus Alejo III fue arrastrada por el polvo de un sendero mulero una hora completa antes de que cayera la defensa de las murallas de la ciudad.

El trono fue devuelto a kir Isaac II ángelo, pero en la maz-morra de su hermano éste había perdido la razón y su hijo Ale-jo, como lo había esperado, recibió la corona del cogobernante. Los cruzados y los venecianos instalaron su campamento al pie de las murallas de Constantinopla esperando que el joven em-perador cumpliera las promesas contenidas en los dieciocho toneles repletos.

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VIDieciocho toneles de suero

El periodo de tiempo necesario para que las palabras se con-soliden en obras es distinto en cada lugar del mundo. En al-gunas partes se acostumbra llevarlas a cabo enseguida después de pronunciarlas, en otras dejan pasar treinta días, pero en ninguna pasan más de cuatro meses. ése era precisamente el tiempo que llevaban los cruzados esperando que el nuevo basileus Alejo IV ángelo cumpliera sus promesas. Desmiga- jaban ese tiempo con distintas insolencias, por ejemplo: en- viaban sus buitres a volar en círculos encima de la ciudad sitiada, a asomarse a las ventanas de los gineceos, a capturar en sus maléficos ojos a las bellas doncellas y los demás tesoros. Sin embargo, resultó que nada era tan sencillo de realizar, so-bre todo, cumplir la palabra dada en relación con la unión del culto oriental con el latino. Indistintamente de la clase social o los conflictos anteriores, lo rechazaban por igual el pueblo, el clero y la nobleza. tanto en la capital como en todas las pro-vincias de Bizancio. una rebelión silenciosa se gestaba aun en las regiones más retiradas, tan remotas que sólo los logotetas bien informados sabían si realmente existían.

De todas formas, el heredero del trono púrpura se en- contraba entre el cerco de reclamos que se ceñía alrededor de Constantinopla y la hirviente hostilidad de los súbditos hacia los latinos y, por consiguiente, hacia él mismo (a quien todos veían como representante de los codiciosos intereses de los occidentales). El basileus de pequeña barba hesitaba cual cálamo sin dueño, como el que cada día usaba un copista distinto de la escribanía, y que al final sólo servía para hacer manchas. En un momento se dirigió al pueblo culpando a los cruzados y a los venecianos como responsables de los nue- vos impuestos y de los torpes intentos de anexar el patriarcado ecuménico a la curia romana. Al enterarse de ese vuelco, el ciego dux Enrico Dandolo enseguida mandó, desde su barco en el puerto, un mensaje:

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—¡Mocoso miserable! ¡te saqué del fango! ¡¿Así me de-vuelves el favor?!

—¡¿Dónde están los privilegios para la república?! ¡¿Dón-de están los besantes de oro para los cruzados?! ¡¿El manto?! ¡¿Dónde está mi manto de plumas?!

—¡Mocoso miserable, si no cumples tus promesas te re-gresaré al fango para que te pudras ahí!

Fueron tres los correos venecianos que leyeron la misiva, de uno en uno. La virulencia del rencor que transmitía era de-masiada para uno o dos emisarios, seguramente se habrían atra-gantado mortalmente de no haberla dividido en tres partes.

Estremecido por la amenaza de su aliado de ayer, militar-mente muy superior, Alejo IV volvió a cambiar de parecer y de nueva cuenta trató de someterse a su voluntad. Pero, en la ciu-dad estalló un motín. La calle de Mese, los Foros de teodosio y de Constantino, incluso el Augusteum, se llenaron de una muchedumbre enardecida. El duque Murzuflo encabezó las tro-pas de mercenarios hacia el antiguo palacio imperial. Los vi-drios de sus ventanas ya estaban rotos por las exclamaciones:

—¡Canalla!—¡Sinvergüenza!—¡Pusilánime!—¡traidor!—¡Muerte!—¡Muerte al traidor!todo acabó a principios de 1204, según la costumbre, en

los tres lugares más importantes de Constantinopla. El presunto soberano Isaac II fue regresado a la misma

mazmorra de la que fue liberado, ahí donde había perdido la razón durante su primer encierro. («En fin, qué haría en tan-tas salas del Palacio de Blanquerna, cuando su celda le resulta tan grande que no puede recuperar la razón. ¡Si recupera la mi-tad, que nos lo haga saber!», decía la cruel explicación).

Como nuevo basileus fue coronado en la magnífica iglesia de Santa Sofía aquel duque con el nombre de Alejo V Ducas Murzuflo. («No habrá nada del acuerdo con los sitiadores,

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nuestros gramáticos nos dicen que sólo por hablar con los la-tinos estamos corrompiendo la lengua materna!», dijo el em-perador en esa ocasión).

Sólo un cuarto de hora antes de esta coronación, en medio del hipódromo, en uno de los dieciocho toneles atestados de promesas fue ahogado públicamente el príncipe depuesto, Ale-jo IV. (El condenado suplicaba por el perdón, se arrepentía de sus pecados, pataleaba desesperadamente y sólo se calmó des-pués de que toda su vida cupiera en unas cuantas burbujas la-mentables. Desde hacía tiempo nada había ocasionado tanto júbilo entre los habitantes de Constantinopla).

Para humillar a los latinos y demostrar la firmeza de su disposición a no aceptar sus condiciones, el nuevo soberano de Bizancio ordenó que los dieciocho toneles de aquel suero de promesas se vertieran sobre los cruzados y los venecianos. Jun- to con las obligaciones incumplidas, voló también murallas abajo el cadáver hinchado del príncipe pretendiente.

Después, desde la torre arriba de la puerta de Drongario, uno de los caudillos de la defensa, el muy valiente teodoro Lás-caris, sin prestar atención a los enjambres de saetas, mandó una respuesta clara al dux Enrico Dandolo y a los jefes de los cruzados, al conde Balduino de Flandes y al marqués Bonifacio de Montferrato:

—¡Aquí tenéis las promesas! ¡Y también la carroña! ¡En la orgullosa Constantinopla no somos pastores! ¡obrad tal y como sepáis! ¡Haced por sí mismos los quesos de las promesas del traidor!

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DÍA DéCIMo tErCEro

ILos relojes de polvo de San Pedro

Según una antigua leyenda, que más tarde fue suntuosamente adornada varias veces con distintos textos apócrifos, San Pedro tenía, además de muchos deberes conocidos, una tarea par- ticularmente importante: cuidar con mucho celo los relojes de arena del Señor. Es decir, de acuerdo con esta historia casi increíble, en alguna parte de los más altos cielos había una sala espaciosa (según una iluminación, una pequeña región astral), donde se guardaban cientos de miles de relojes de arena. Cada uno de ellos medía algo, cada uno mostraba el estado de una cosa particular, y el destino de cada una de esas cosas se cola-ba o afluía de una campana transparente a la otra, a través de un cuello estrecho.

Es decir, San Pedro cuidaba los relojes de arena, o como algunas fuentes insistían en llamarlos, relojes de polvo. El guar-dián de las medidas del Señor sabía con exactitud cuándo había que darle la vuelta a cuál de los relojes, había un orden estable-cido para todas las cosas en la tierra y, desde luego, también en los cielos, por lo que era de suma importancia, incluso decisiva, que ese orden se respetara escrupulosamente. Algunos relojes de polvo se tenían que voltear con una frecuencia vertiginosa; el contenido de algunos más lentos afluía durante decenas de días, meses o años; otros relojes no debían tocarse durante si-glos, y el más pretérito de todos no ha dejado de colarse desde la génesis, desde la misma Creación del Mundo.

En total, había tantos relojes como medidas y ese número se encontraba en el mismo límite final entre lo infinito y lo

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finito. El universo entero fue cosido con ese hilo delicado. Visto individualmente, cuantos relojes de arena había tantos eran sus contenidos. En algunos se hallaba realmente verdadera arena. uno de esos reglaba el desplazamiento de las dunas en los desiertos del mundo. Por el otro se colaban, cual granos, las estrellas. Era una simple equivocación de los pretenciosos as-trónomos la existencia de las estrellas fugaces que se caían del cielo. Llegado un cierto momento, San Pedro volteaba este reloj específico, y todas esas estrellas, una por una, se deslizaban de nuevo hacia su punto de partida original en el cielo. un tercer reloj sencillamente regulaba los cambios, por lo demás comple-jos, de las estaciones del año. Según el cuarto, por la mañana, el día se colaba paulatinamente a la noche. Al revés sucedía por la noche, que goteaba despacio a la diáfana burbuja del día. Se-gún el quinto, el reflujo se retiraba dócilmente ante el avance de la marea. El sexto orientaba a las ballenas azules en los ma-res. El séptimo a los erizos, hormigas leones, hidras y salaman-dras. El octavo guiaba a las cigüeñas cuellilargas, los chorlitos carambolos, las solitarias avutardas o los patos migratorios co-munes. Y así sucesivamente a lo largo de las repisas de la sala, aunque algunas fuentes apócrifas afirman que se trataba de una región astral. Hay muchos relevos en la naturaleza. todos ellos se realizan silenciosamente. Y siempre en el momento justo.

Así como existían relojes de polvo para los fenómenos na-turales, también los había para todo lo demás. La fecha de la caí-da de un imperio no estaba determinada por el acto de la conquista de su capital, sino por el momento en que se colaba el último granito de ese imperio. Entonces, San Pedro volteaba el curso de nuevo y otro imperio empezaba a avanzar hacia su fin.

Al igual que los estados, los hombres también tenían su tiempo contado. Adán, Set, Enós, Cainán, Maleleil, Ared, Enoc, Matusalén, Lamec, Noé, y así sucesivamente. Cuando alguien moría, se decía:

«Polvo eres y en polvo te convertirás cuando en el cuello de tu reloj se atore tu hora final».

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IIPero, esto no es todo, como tampoco

la pura existencia es la totalidad de la vida

Pero, esto no era todo, como tampoco la pura existencia es la totalidad de la vida. Sobre las repisas de San Pedro estaban también otros relojes de arena distintos. Entre los serbios que creían en dicha historia (aunque los serbios son conocidos por creer demasiado en todo tipo de historias) ha echado raí-ces la opinión de que en alguna parte hubiera existido un reloj de arena por el cual pasaban los temperamentos humanos, y por lo tanto, también los caracteres de dos personajes impor-tantes —dos hermanos, dos reyes—, Stefan Dragutin y Stefan Milutin.

Y en efecto, si se examina de cerca a estos dos señores ilustres, es fácil percatarse de los numerosos contrastes entre ellos. El poder pasó de las manos de Dragutin a las de Milutin. No se dirá nada más al respecto. Es penoso hablar del que le-vanta la mano contra su sangre y de cuando los del mismo linaje se pelean y se arrebatan la herencia de su padre. El pri-mero se casó una vez, tal y como lo bendice el Señor. Aun si en él hubiese habido lascivia alguna vez, ésta debió haberse pa-sado a su hermano, cuyos deseos carnales abundaban al grado que los tenía de sobra para unos cuantos jóvenes al menos. A ese respecto, Milutin no evitaba desunir lo que el Señor había unido y se consintió a sí mismo y cedió a sus pecados en, por lo menos, cinco ocasiones tempestuosas. Mientras el primero se ponía cilicio y se acostaba para un breve reposo en una tum-ba estrecha tapizada de piedras filosas, gélidos carámbanos y espinas secas, y de las insignias reales portaba sólo la akakia,3 Milutin era afecto a telas primorosas, finamente bordadas de oro puro y perlas marinas, ribeteadas de un constante susurro

3 rollo de seda púrpura con polvo adentro que utilizaban los empera- dores bizantinos en las ceremonias, y simbolizaba la mortalidad del hombre.

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amable. Mientras soñaba cubierto de seda joven, sobre los co-jines de plumones esponjados de pajarillo de hada, sus sueños alcanzaban lejanías indecorosamente distantes y a veces re-gresaba a la realidad completamente ausente. Además del cetro y la manzana de oro disponía de una corona para cada estación del año con sus correspondientes piedras preciosas. Durante su vida, Dragutin había realizado muchas hazañas grandes, pe-ro no le interesaba que hablaran de ellas. Milutin, a su vez, le daba mucha importancia a que sus proezas fueran larga y de-talladamente relatadas, además mostraba públicamente por doquier su vanidosa habilidad de usar su larga barba como si fuera una tercera mano. Y a pesar de que su director espiritual timotej le advertía que un día se iba a tropezar con ese «in-digno milagro por el milagro mismo» que practicaba, Milutin no tenía fuerzas para privar a los pelos de su barba de la fuente interior de su vanidad. El primero supervisaba personalmente el taller de manufactura de pequeños objetos preciosos, obse-quiando a los monasterios empobrecidos o saqueados cande-leros, cálices, discos, lanzas, asteriscos, cucharitas, incensarios, patenas, tabernáculos y otros vasos sagrados. El otro abría caminos, cambiaba las fronteras a su paso, domaba ríos con los puentes, fundaba mercados, levantaba campanarios, cons-truía enfermerías y renovaba o erigía altos templos dentro y fuera de su reino, desde la abadía de Sancta María de rotezo, o el célebre monasterio de Prodrom en Constantinopla, hasta tesalónica, Athos, e incluso el mismo Sinai; no tenía interés por emprender cosas menos vistosas. Finalmente, Stefan Dra-gutin vivía en el melancólico norte, en la modesta ciudad de Debrc, tan despacio, tan mesuradamente que le sobraban cien días al año. Stefan Milutin reinaba en el apresurado sur, en la suntuosa capital de Skopje, gastando despiadadamente dos estaciones en una, por lo que tenía que recuperar el tiempo sen-tado también en sus palacios en Vrhlab, Pauni y Nerodimlja.

Quien tenía fuerza para tomar distancia de todo eso, podía darse cuenta de que a lo largo de toda la tierra serbia se tendía un gran reloj de arena, colocado de tal manera que todas las

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cualidades terrenales de Dragutin se colaran del Norte al Sur, del primer hermano al segundo.

IIIEl ilustre rey

Stefan Uroš II Milutin,en la cercanía de la Garganta

—¿Qué es esto? ¿tenemos en la expedición caballos que desgastaron sus cascos a fuerza de pereza?

—¡No, insigne Señor, no los hay! ¡Esta mañana revisamos todos los cascos! ¡Es cierto, una yegua pisó una espina, pe- ro todos los demás caballos están herrados de brío, tal y como lo ordenó en Skopje!

—¿Entonces? ¿Por qué trotamos? ¡Al galope! ¡A menos que penséis que lleguemos para la siguiente Pascua!

Así, pues, llevaba el rey Milutin cinco días ya en la silla de montar espoleando furiosamente a su corcel, ora con su ira, ora con la impaciencia por vengarse. El gran ejército se apre-suraba a Žica por el camino más corto para defender la antigua iglesia arzobispal de los búlgaros y cumanos, para salvaguardar el hogar de la Salvación de la terrible destrucción. El viento del norte soplaba desde su partida de Skopje, batía sus rostros con un otoño lúgubre a pesar de que estuvieran a mediados de una primavera despejada. El mismo soberano y todos los demás que por lo menos una vez habían estado en el sur del país, co-nocían muy bien este viento constante. En realidad, por mucho que estuviera sujetado por la horca de los rayos solares, el viento del norte jamás desistía, seguía moviéndose al menos con una de las centenas de sus colas. Sólo que algunas veces apenas meneaba la ristra de las estaciones del año, y otras se desencadenaba con tal ímpetu que desperdigaba la sarta del tiempo en una tempestad caprichosa.

—¿Habéis traído, como lo ordené, nuestras prendas he-chas del lienzo de la calma de Hilandar?

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—¡Sí Señor, están en el baúl, encima de los demás ropajes! ¡Hay que ver cómo son, de pliegues armoniosos, de mangas curvadas, de un largo ejemplar; al parecer, son únicas en este ventoso país! ¿Hay algo más bello que la calma monástica, so-bre todo si es tejida en el mismo Monte Athos?

—¡Habla menos de las cosas que sabemos, la boca se te llenará de arena! ¡¿Quién va a relatar después nuestra victoria sobre Šišman?! ¡rasga esas prendas en tiras y repártelas en- tre el ejército para que se las pongan sobre la boca y la nariz, y respiren mejor!

Es decir, la partida del ejército serbio coincidió con las ráfagas del viento llamado también tramontana. Y éste volvía a traer ahora la polvareda de las regiones septentrionales. De- satando las doradas cintas solares, primero desabrigó a la real Skopje de su esplendor y luego la vistió en una neblina que ha-bía traído de las tolvaneras de las llanuras panonias o de las orillas del río Sava. Pese a todo eso, las selectas tropas avanza-ban. Los peones, los caballeros, incluso el ilustre soberano, todos tenían las bocas tapadas con aquel lienzo hecho de cal-ma. Muchos, en sus adentros, agradecían a Dios por tener a un rey que tanto gustaba de telas especiales. Pero la mayor mo-lestia la sufrían los ojos, porque con cada paso hacia el norte, el polvo se convertía en arena fina que lastimaba la vista y des-dibujaba el paisaje por las lágrimas.

—¿Los batidores están descalzos? ¡Si no, que se quiten el calzado enseguida!

—¡Sí, Señor, están descalzos! No están contentos, blasfe-man y refunfuñan, trastabillan y tropiezan, suspiran y gimen, cada piedra les lastima las viejas magulladuras…

—¡Que se aguanten! ¡No vayamos a extraviarnos porque un blandengue se haya calzado!

Curiosamente, el viento del norte no mostraba señales de desgaste ni siquiera cuando el ejército entró en la llanura de Kosovo. Al contrario, la tramontana espesaba, el camino hacia adelante no se veía en absoluto, y hacia atrás a veces sólo se intuía. Por fortuna, las plantas de los pies descalzos de los

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batidores ya tenían callos desde antes del mismo camino, por lo que cada ausencia de dolor avisaba innegablemente que uno se desviaba de la ruta a la suave hierba o al campo de trigo ape-nas brotado. Sin embargo, cuando la expedición entró en su quinto día, ya nadie podía determinar si ese suplicio tenía fin.

—¡¿Dónde está Gojko?! ¡¿Quién es el que manda aquí?! ¡¿Acaso no dijimos que debía estar aquí todo el tiempo?!

—¡Perdona, Señor, enseguida lo llamo! ¡Está en la re- taguardia ayudando a los demorados! Algunos cayeron en la zanja, les pesan sus espinilleras, las espadas, los cascos, las cotas de malla y los cintos germanos, cada uno lleva varias de-cenas de libras encima; sus caballos echan espuma, no pueden retomar el camino solos!

—¡Ahora lo necesitamos al frente! Para no perder tiempo, avisadle que de paso vaya trenzando todos los silbidos que posee en una cuerda tan larga como pueda!

De ahí en adelante, la formación avanzaba asida a una cuerda de grueso silbido de un tal Gojko, conocido en el ser-vicio real por su tremenda voz, capaz de enlazar con un solo grito a nueve novillas fugadas, y posteriormente recitar un lar-go poema épico. Este silbido ataba las riendas de las caballerías y las cinturas de los peones. El mismo señor de las tierras ser-bias y costeras, a pesar de tener ojos menudos que hacían que la gruesa arena no pudiera enturbiar su vista, se aferraba con su barba a ese sonido largo y orondo. Gojko guiaba a toda la expedición entre las confusiones, el incesante silbido se aflo-jaba o se tensaba, pero no se rompía. Perecieron sólo unos cuantos, suficientemente ávidos de valentía, que habían sol-tado la cuerda salvadora por tan sólo un instante.

—¿Se oye algo?—¡No, señor, aparte de nosotros y de los nuestros, nada,

por ningún lado!—¡Sin embargo, se oye algo! ¡un repiqueteo! ¿No habre-

mos llegado por fin a la Garganta?un poco después por la mañana, avanzando todo el tiempo

contra el viento del norte gracias a aquel Gojko, el ejército del

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rey Milutin estaba en la cercanía de la Garganta, lugar donde el cañón del río Ibar realmente iniciaba, donde en su parte más angosta se atragantaba penosamente y donde la tramontana se sumergía con todas sus fuerzas para remontar aún más furiosa. Al monarca le pareció que había oído los gritos de una pequeña guarnición que estaba siempre ahí para cuidar que el viento de norte no acumulara demasiadas ramas, árboles arrancados u otra cosa más grande, vigilando que el viento no cegara la Gar-ganta, el paso más cercano entre las regiones del sur y del nor-te de Serbia.

IVEl piadoso rey Stefan Dragutin,

lejos de la Garganta

—¡Vámonos con la ayuda de Dios!—¡¿No somos demasiado pocos, Señor?! ¡Los búlgaros

y los cumanos se cuentan por cientos! ¡una aljaba incom- pleta de sus flechas podría llevarse ensartadas todas nuestras vidas!

—¡Vámonos! ¡Si vamos con fe, un solo hombre es sufi- ciente!

Más o menos a la misma hora en que el ilustre Milutin salió cabalgando de Skopje, partió de Debrc un pequeño ejér-cito para socorrer a los monjes de Žica. Encabezaban esta expedición dos hombres que portaban sendos íconos, guarne-cidos de plata, de Cristo y de la Madre de Dios (para que los rostros luminosos alejaran las sombras de los caminos). Luego seguía el rey Dragutin, un rey sólo de nombre, ya que era su hermano menor, Milutin, quien ostentaba el poder verdadero en Serbia. Aún desde la partición en el concilio de Deževa, Dragutin había cedido las insignias del soberano a Milutin, y desde esa época vivía retirado, completamente dedicado a su familia y a la ortodoxia.

—¡Detengámonos!

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—¡Apenas partimos, Señor! ¡Déjenos avanzar al menos un poco! ¡Deje que sanen sus heridas! ¡Su piel está terriblemente lastimada! ¡Ni siquiera se le ha secado la sangre de la última vez que caminó arrodillado!

—¡Detengámonos! ¡Qué son una o dos gotas de sangre comparadas con el sufrimiento que Cristo ha aceptado por nosotros!

Antítesis de su hermano, Dragutin avanzaba despacio, si es que se podía decir que avanzaba en absoluto. Antes que na-da, él consideraba que la incursión de los búlgaros y cumanos era el castigo divino por los múltiples pecados humanos y, en el mejor de los casos, una prueba de fe para los serbios. Por eso consideraba menos importante el apoyo militar. Su esfuer-zo se centraba más bien en hacerse oír por Dios. Cristiano ejemplar, Dragutin no pasaba de largo ni siquiera las iglesias derruidas; se detenía en los cruces de caminos, incluso ante las cruces grabadas en los robles, todo por glorificar el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es más, una parte del camino la recorría de rodillas orando sin cesar. Debajo de su cota de malla llevaba el cilicio, esa vestimenta dolorosa de Cristo redentor que no permitía un solo movimiento sin raspar la piel, el doloroso recordatorio de la Pasión. Al caer la noche, Dragutin hacía la cama de pequeñas piedras consintiéndose únicamente en escoger de almohada una piedra rodada. El Se-ñor de Debrc opinaba que sólo así se evitaba el derramamien-to, la efusión del semen, tan abundante en los sueños, con el que cualquiera que sueña descuidadamente, tarde o temprano, baña sus flancos.

—¡Apeémonos para orar! —¡otra vez! ¡¿Para qué, Señor?! ¡Aprovechemos el buen

tiempo! ¡Hay buena luz! ¿Acaso debemos esperar a que el sol baje? ¡Saquemos provecho de los corceles cebados con el brío de llevarnos velozmente! ¡¿Qué les vamos a dar después en estas tierras baldías?!

—¡Criatura pecadora! ¡No te apoyes en el tiempo, es cosa de comercio! ¡¿No te lo dijo el libro del profeta Isaías?! ¡No te

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apoyes en los caballos aunque tengan magníficos arneses! ¡Busca al Señor, él es tu salvación!

Sea por las numerosas paradas o por alguna otra razón, pero la tropa de Dragutin no podía alcanzar el viento del norte, éste siempre lograba escaparse por una ráfaga. un sol benevo-lente acompañaba a la expedición, aun cuando atravesaban las cumbres. El tupido bosque se mecía con un susurro sonoro en la orilla inferior de la bóveda celeste. Por ahí y por allá la barra del cielo bajaba hasta el profundo valle. En una de esas playas, una docena de agachadizas chapoteaban ocupadas en picotear los rayos más dorados. Por todas partes reinaba una calma tan inmensa que parecía que si uno trepara una haya ramosa podía recoger de las partes bajas del cielo una buena presa: un mo-chuelo impreso en el firmamento, un arrendajo extraviado o toda una bandada de serretas. El viento era tan sólo algo que se agitaba en algún lugar más adelante despertando en los ji-netes, por puro amor propio, el deseo de pisarle la cola con los cascos de sus caballos.

—¡Al llegar al siguiente cruce, no iremos al sur por el ca-mino hecho de una dirección!

—¿Qué es lo que dices, Señor? ¡No es propio bromear en esta desventura! ¡Es justo ese camino grande el que lleva a Žica, y el otro, más estrecho, lleva a usora!

—¡recuérdalo bien, no te dejes llevar por los caminos! ¡So-bre todo no por aquellos que van en línea recta con facilidad! ¡Es deber del género humano regirse por la Providencia divina!

Así el iguman Grigorije veía por la ventana del presente distante, sobre la boscosa montaña de rudnik, cómo Dragutin llevaba cinco días dando vueltas por las tierras septentrionales de Serbia, de usora a Soli, de Soli a Macva, de Macva a Brani- cevo, de Branicevo a Moravica, de un lugar sagrado a otro, en-tregado en cuerpo y alma a la fe. Y aun desde esa distancia resultaba totalmente claro: a la pequeña tropa no le bastaba ni un largo año para llegar hasta las puertas de Žica.

Demasiado tiempo. Debajo de la Iglesia de la Santa Sal-vación, el mecánico sarraceno Arif terminaba la balista con los

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ojos cerrados. una veintena de los más fuertes búlgaros ten-saba el maligno artefacto, no en vano llamado el lanzapiedras. El doble de cumanos daba traspiés bajo algo, ¡vaya!, minúscu-lo, pero sin duda, pesado, algo que sería lanzado hacia la única ventana abierta, la del presente distante.

VLa Garganta,

en ella una espina de pescado

La guarnición que cuidaba que la Garganta no se atragantara con troncos arrancados o rocas caídas, recibió dignamente al señor de las tierras serbias y costeras en la pequeña torre le-vantada encima del Ibar. De los diez, sólo uno había visto al rey previamente durante una festividad en Studenica, pero aún en esa ocasión lo tapaba el aleteo de una bandada de grullas lla-meantes, bordadas en su ropaje de gala. Esta vez, las prendas del ilustre señor ostentaban sólo los nidos de hilo azul aban-donados, las aves habían perecido en la tormenta.

todo polvoriento y rabioso porque el viento del norte lentificaba su avance, Milutin ordenó sólo un breve descanso, apenas para que sus soldados sacudieran sus polvosas ro- pas, apenas para que el ejército recobrara sus disipadas fuerzas, apenas para que Gojko descansara su garganta con un fresco silencio y preservara el hilo para futuros silbidos. El rey, a su vez, se vistió ropas jóvenes y con un peine de hueso empezó a reanimar su larga barba. Aunque ya era tarde, en la maraña de pelos entrecanos del rey todavía deambulaba la ma-ñana, la quinta mañana del escaso avance. Sin embargo, la par-te inferior del camino estaba superada. Después de la Garganta, un enorme serpenteo por el cañón esperaba a la expedición, pero hacia el norte el ímpetu de la tramontana menguaba y al-rededor de Žica seguramente no soplaba. Según el ejemplo de Hilandar, siempre se procuraba que un monasterio y sus tie-rras estuvieran suficientemente protegidos de los vientos. Así

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que sólo había que salvar la estrecha Garganta, la parte más peligrosa del camino entre el sur y el norte del reino serbio. De por sí los caminos del país de raška a menudo atravesaban desfiladeros, por lo que el mismo nombre se repetía por todas partes: los capitanes raguseos advertían en sus itinerarios la existencia de hasta cuarenta diferentes Gargantas, de las que cada una era igualmente mortal.

La idea era sencilla. Gojko se pasaría solo al otro lado del reloj de polvo. Desde ahí soltaría un silbido, con esa manera corpulenta tan propia de él. El ejército ataría a esa cuerda fir-memente los relinchos de los caballos y las voces humanas. Gojko tiraría de la cuerda hasta que pasara el último hombre y la voraz Garganta quedara atrás de toda la columna.

Y así fue. Es decir, así fue hasta la mitad de esa idea. La columna estaba justamente a la mitad cuando el grueso silbido empezó a destrenzarse en silbidillos entrecortados, luego adel-gazó hasta un estertor, y después gemidos… Al final, se rompió por completo en un silencio mudo.

—¡Gojko!—¿Estás vivo?—¡Gojko, contesta! —gritaban todos, pero parecía que

ningún oído estaba ahí para recibir esas voces desesperadas.El ejército de la dirección rota empezó a disiparse. Los

caballeros empezaron a entrechocar. Los hermosos pechos do-rados se salpicaron de gotas de sangre. Los peones trastabilla-ban y caían bajo los cascos de los caballos. Muchas frentes se rompieron sordamente, muchos miembros se quebraron como pajas de sorgo. El estandarte real se enrolló en el polvo. El mis-mo Milutin apenas logró salvarse, en aquella confusión estuvo a punto de tropezarse con su propia barba y a duras penas al-canzó a aferrarse con su mirada al paso dado hacia atrás. una gran desbandada, el golpeteo de los cascos, cinchas rotas, bo-cados cortados con dientes, lanzas y escudos quebrados, asus-tados píos de polluelos de la ropa nueva del rey, las plumas más bellas del ave de paraíso de diez alas arrancadas del penacho: todo eso provocó el derrumbe y la Garganta entera empezó a

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sofocarse y a estrecharse aún más. En medio del camino se instalaron las rocas y los arbustos. Ibar se atragantó por com-pleto. La parte del ejército que se salvó, no podía seguir de ninguna manera.

VIAy

Ay, ojalá no se hubieran reunido ingenuamente todos los que pudieron caber en la celda de Sava para esperar con alegría su salvación desde el Sur.

Ay, tristeza, cómo se sintió el venerable iguman Grigorije al ver por la ventana del presente distante que el alud cegaba por completo la ruta de los salvadores.

Ay, cómo se sintieron los monjes cuando el montón de piedras, gritos y tierra oscureció su única esperanza.

Ay, cómo se sintieron los laicos cuando de todo el ejército de Milutin reconocieron a Gojko, tristemente caído sobre el camino; era evidente que ya no se le podía contar entre los vi-vos, porque una pequeña espina de pescado en su garganta le había ahogado.

Ay, cómo se sintieron todos mientras escuchaban los gri-tos de júbilo de los búlgaros y cumanos. El cálculo del mecá-nico sarraceno Arif fue exacto, la Iglesia de la Ascensión había sucumbido treinta brazas. una sola espina de pescado, lanzada desde la enorme balista, dificultó seriamente la situación de Žica entera.

Ay, qué triste, de verdad, era ver todo eso.

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DÍA DéCIMo CuArto

IMemoria del lugar de una gran batalla,

adónde puede llevar el aleteo de una focha negray algunas miradas de medio año de longitud

todo sucedió en un gran terreno militar en el que el antiguo presidente lograba notables hazañas de caza, en donde el Es-tado organizaba con frecuencia las cacerías oficiales de caza mayor y menor para compensar dignamente a sus fieles repre-sentantes, para animar a sus colaboradores y para entretener a los diplomáticos extranjeros. Es decir, después de la muerte del gobernante (dado que sus herederos no se interesaban por ese tipo de diversión), a ese coto llegaban a veces, entre otros, los botánicos y los zoólogos para practicar durante unas se- manas los conocimientos adquiridos, para interpretar los procesos naturales de manera inmediata, mientras se desa-rrollaban, estando aún recién horneados. Hacia finales de sus estudios, ahí se fue también una decena de estudiantes con un grupo de profesores, entre ellos Bogdan.

Como de costumbre, se puso a la disposición de los visi-tantes una casita a unos kilómetros de la residencia y durante la recepción los invitados fueron informados de por dónde po-dían transitar y dónde su presencia no era deseable. Pero, a pesar de las restricciones, el pequeño grupo de amantes de la naturaleza pasaba días agradables siguiendo los desplazamien-tos de las bandadas, contando las aves, distinguiendo los cantos nupciales de las parejas, de un macho que anuncia la llegada al mundo de su prole o el llamado de una hembra solitaria. De vez en cuando los ornitólogos se topaban con los lugares

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de acecho, una especie de muestra de valentía y habilidad de su antiguo dueño. En la hierba encontraban muchos casquillos oxidados y cartuchos enmohecidos, testimonios de la grandeza de la antigua batalla. En el fondo de un nido de urraca hallaron el tintineo de las medallas, el brillo de las hombreras y bandas de seda. Y después de pasar un tiempo aguzando el oído, lo-graban reconocer también el exagerado regocijo, adulaciones, chácharas desenvueltas, juramentos, frases enteras que las aves recogían a lo largo de las décadas pasadas, con las que, además de las ramitas y fibras de cáñamo, entretejían sus nidos. todo eso, sin embargo, no lograba perturbar la armonía de la natu-raleza. Después de todo lo que había soportado, ella proclama-ba también aquí su gran victoria.

El suceso se produjo a principios del decimo cuarto día. Pri-mero se oyó un estrépito metálico, en el cielo aparecieron algu-nas manchas, seis helicópteros sobrevolaron cual relámpagos la casita para visitas y se perdieron rumbo a la residencia. Luego cundió el silencio. Pero no aquel matutino, sereno, sino de algún modo contraído, como el descenso de la noche. Las bandadas asustadas subían y bajaban sin ruido. Las corzas se estremecían aunque no había ni el más mínimo susurro. Los jabalíes callados, con las cabezas agachadas, adivinaban sus rutas.

Ni los profesores ni los estudiantes sabían qué sucedía. Desde luego, debería de ser algo imprevisto, porque en caso de que hubiera importantes asuntos gubernamentales, el coto de caza se cerraba para todos los demás visitantes. Sin embar-go, ninguno de los empleados vino a decirles que su estancia se terminaba, y para el mediodía los ornitólogos se dispersa- ron cada quien a su tarea. El viejo profesor y dos estudiantes —Bogdan era uno de ellos— se fueron tras el aleteo de una fo-cha negra. Absortos en la persecución, no llevaban cuenta de la distancia que habían recorrido por entre la hierba alta y los matorrales. Pero al borde de una floresta, el ave fue más rápida y tuvieron que acudir a sus binoculares. Sin que fuera un propó-sito expreso de los perseguidores, los instrumentos acercaron casualmente también la escena frente a la alejada residencia.

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En una terraza amplia y ante una mesa cubierta de mapas, dos hombres estaban sentados en las sillas de jardín de altos res-paldos. A su alrededor se podían contar unos seis secretarios, absortos en anotar lo que aquellos dos decían, seis personas uniformadas de labios apretados e inexpresivos y seis cama-reros preocupados por la disposición de las copas de cristal y de las servilletas de batista. Bogdan no sabía por qué, pero por mucho que desviara los binoculares (la focha negra se había escapado de su vista desde hacía un rato), éstos no se despe-gaban de la imagen de los dos hombres. Con ademanes deci-didos de sus lápices sobre los mapas, los hombres tachaban y marcaban con círculos montañas, ríos, caminos y poblaciones. Por momentos se detenían, intercambiaban una que otra pa-labra sobre algo en los mapas y después de eliminar el punto de desacuerdo, justo como si quitaran hileras de hormigas, con-tinuaban sus trazos con aplicación. Aparentemente, todo se de-sarrollaba despacio, sin esfuerzo, como una inocente diversión infantil de trazar diseños sobre el polvo o la arena húmeda. Sólo uno que otro estallido perturbaba su importante trabajo. Bogdan veía a través de los binoculares que los disparos venían de unos cuantos hombres armados, miembros de la seguridad, que apuntaban a cada pájaro que pasaba a tiro de escopeta de la residencia, a todo lo vivo que trataba de sobrevolar el lugar de la negociación.

Por la tarde, mientras los profesores y los estudiantes in- tercambiaban las experiencias de ese día, Bogdan mantenía los ojos cerrados. No abrió sus párpados ni siquiera cuando tres cazadores simplemente irrumpieron sin tocar en la casita. A cada uno le colgaba de la cintura una decena de codornices, cargadas de perdigones. Entre sus plumas aún quedaban gru-mos de aroma de tierra. De los ángulos de sus ojos inertes se-guía lagrimeando todavía el fresco azul del firmamento. En el pico mortalmente cerrado de cada una estaba una paja de fra-ses pronunciadas en la terraza de la residencia, un topónimo: Sarajevo, Banjaluka, Polje, Mostar, una, Brcko, Glamoc, Brod, Bijeljina…

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—¿Qué significa eso? —se levantó el viejo profesor, no se entendía si se refería a la obvia violación de la veda o a una irrupción tan grosera.

—¡Siéntese! —fue la única respuesta terminante—. Hágan-me el favor de mirarme a los ojos todos, uno por uno, sin par- padear.

Y después de acercar sus caras interrogativamente al ros-tro de cada uno, examinar bien sus pupilas y escudriñar con cuidado lo que cada uno de los profesores y estudiantes había observado ese día, los visitantes ordenaron que Bogdan se fue-ra con ellos.

IIEl tapiador

Aun con toda la voluntad del mundo, la celda se reducía a unos cuantos pasos de largo y unos cuantos pasos menos de ancho.

El compañero de celda de Bogdan era un hombre de ma-nos inteligentes y mirada enjuta. Al contrario de lo segundo, llevaba un nombre demasiado abundante: ojalio.

—Es porque desde que era aprendiz miraba mucho —aña-dió, en lugar de su apellido, la explicación de tal diferencia—. Era mi oficio, por él se me ha adelgazado la vista. El investigador me ofreció un trato. Pero, cambiar ahora a un nombre despro-porcionado, para nada lo aceptaría.

—¿Se trataba de una profesión especial? —preguntó Bogdan, porque le pareció que con ojalio le esperaba una rica plática—. ¿una especie de observador? ¿tenías que examinar cosas muy oscuras? ¿o más bien escrutar en la prensa los más mínimos espacios entre líneas?

—¿Y tú, joven? —dijo en lugar de una respuesta—. ¿Dices que estás aquí sólo porque viste algo por casualidad? ¡Por años no he oído algo tan ingenuo!

—¡¿Acaso la condena de seis meses es algo ingenuo?! —re-plicó ofendido Bogdan.

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—No, no lo es. Pero no sería bueno que perdieras el tiem-po y te quedaras todo ese periodo equivocado. tú, joven, no violaste la ley. La única ley es la de la naturaleza y tú has actua-do correctamente, justo de acuerdo con esa ley. Sin embargo, ¡te condenaron porque violaste una regla del hombre! ¡No se puede mirar así nada más! No es educado, para algunos resulta primitivo, y para el Estado, en todo caso, es muy peli-groso. tienes suerte de no haber visto todo. De otra manera, probablemente te quedarías marchitándote aquí unos cuan- tos años.

—oh, ahora entiendo, tú veías a través de las cosas, ¿por eso perdiste la vista, ojalio? —Bogdan regresó a su curiosidad.

—No era algo tan poético. tampoco algo exagerado. Sim-plemente trabajaba en la construcción —contestó con una re-serva inesperada el hombre que ya llevaba pudriéndose cinco años en esa prisión; tal vez la pérfida humedad carcelaria le había afectado el uso de la palabra, o quizás sintió timidez ante la repentina oportunidad de tener una buena charla.

—¡¿un albañil?! —Bogdan no quería dejar que la conver-sación se desviara por completo.

—Algo así. Más bien, un tapiador, quizá. Pero, ahora dis-cúlpame, tengo que seguir mirando al techo. De lo contrario, si no lo sostengo así, temo que se desplome sobre mi cabeza —murmuró entre dientes ojalio y se calló con firmeza.

—Si es así… —Bogdan no tenía otra posibilidad, de mala gana hizo lo mismo.

Y todos los siguientes días fue así realmente. Los dos pri-sioneros se saludaban secamente con una inclinación de ca-beza o intercambiaban uno que otro saludo. El mayor por lo general miraba absorto un punto, tapado hasta el cuello con su inmenso insomnio. Cuando éste se volvía insoportable, se le-vantaba a veces a sumergir en un vaso de agua una plomada que guardaba de la vista de los guardias con máxima cautela, dentro de su almohada. Al brebaje que preparaba de esta manera lo llamaba «el té frío para hacer gárgaras». Después, en la cama, se cantaba una canción triste, probablemente una nana, para

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dormirse al menos brevemente. Al despertar, volvía a dedicarse de lleno a sostener el techo con su mirada. El joven, como todos los jóvenes, no se preocupaba por ese peligro. Por lo ge-neral, se iba lejos en sus sueños, quería utilizar sabiamente esos seis meses para terminar la construcción de la casa que sus tres padres postizos levantaban en su sueño sobre un gui-jarro. rechazaba el té ofrecido con una cortesía pronunciada y una vergüenza callada.

Las suaves mañanas pasaban grandes dificultades para co-larse a través de las tupidas rejas a la estrecha celda. Las de-primidas tardes macizas se quedaban de plano afuera. Sólo las noches podían entrar completas. Pero, por la difícil salida, ahí se quedaban más tiempo que en el mundo exterior.

IIIUna pajita de luz en el mortero

Después de dos meses así, Bogdan se asustó de que se fuera a estancar de esa forma todo su año. Dándole vueltas al asunto en su cabeza, decidió hacer una gran limpieza y asolear al me-nos un poco ese tiempo estancado. Así pues, junto a su cabece-ra dibujó sobre el mortero una pequeña abertura. Apenas una minúscula ventana, pero abierta. Y lo que era más importante, sin rejas. Su compañero lo observaba con ojos a medio cerrar por una sonrisa burlona:

—¡Créeme, no te servirá! ¡Yo ya lo probé! Y se podría decir que sé mucho de ventanas. Hice millares de ellas. Más bien, todo lo contrario…

—Pero, ¡yo no pienso que sea una abertura real! —espetó Bogdan con brusquedad.

—¡¿Acaso las demás son reales?! Eres joven, tal vez no has mirado bien. Las ventanas reales no existen. Aun si existieron, yo las he tapiado.

—Decídete sobre lo que vas a contarme. ¡¿No acabas de de-cirme que las construías?! —replicó Bogdan con cierto rencor.

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En la prisión los piojos asedian la cabeza, las pulgas muerden la espalda, y el malhumor tarde o temprano corroe las palabras.

—tu mente sólo va directamente al grano, pero la mayoría de las cosas son y no son a la vez. Supuestamente llevas unos veinte años usando tus ojos, pero no has notado que entre no-sotros todas las ventanas del presente han sido tapiadas siste-máticamente. Las que ven al pasado, por supuesto, glorioso, o al futuro, lejano pero luminoso, según las promesas, están abiertas de par en par. Pero las ventanas que dan al presente cercano o distante, da lo mismo, están tapiadas con ladrillo compacto. Luego, cuidadosamente revestidas de mortero. Y finalmente, pintadas. Jamás reconocerías que habían existido ahí alguna vez. Había que ocultar el sentido verdadero de lo que ahí estaba; o por lo menos transformar todo lo que indicaba el orden real de las cosas. Por otro lado, lo mismo u algo pare-cido pasa entre los demás pueblos. La diferencia radica sólo en la habilidad con la que se disimula lo que se ve. En algunas par-tes siguen utilizando la piedra y el ladrillo, en otras, vidrio ahu-mado, y las siluetas los hacen pensar que tienen todo claro…

—Quieres decir… —empezó Bogdan, pero su pregunta era demasiado pesada para poder salir completa de una vez.

—¡No quiero decir nada! Es porque estoy aquí, para que mi garganta se cierre, para que no cuente nada de lo que he visto! —dio vuelta en su cama el tapiador.

—¿Lo he comprendido bien? ¿Es posible que uno viva desde su nacimiento hasta la muerte mirando sólo hacia el pa-sado o hacia el futuro? ¿Morimos sin enterarnos de cómo es, en verdad, el ahora? —preguntó Bogdan finalmente.

—Se trata de los intereses de Estado, como suelen decirlo. Yo soy sólo un artesano —contestó ojalio todavía de espaldas a la plática.

—¿Entonces estás encerrado por haber visto demasiado? —Bogdan quería saber de una vez todo.

—¡Vamos, joven! ¿Qué clase de albañil sería si no recordara la vista de cada una de mis ventanas? Mi pecado fue empezar a tapiarlas superficialmente. A decir verdad, más tarde empecé

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a abrir algunas ventanas sin autorización. Pero basta ahora. Estoy parloteando contigo y no miro el techo, se me caerá so-bre la cabeza. Al fin y al cabo, no guardes esperanzas. Conozco muy bien esas cosas. todo está cuidadosamente cerrado… —Las demás palabras del compañero de Bogdan cupieron en un suspiro, tristemente profundo.

Aunque sabía que eso era imposible, a Bogdan le pareció que en el fondo de la minúscula ventana, dibujada con carbón, veía una grieta del reflejo diurno. Malditos dedos torpes: tal vez demasiado incrustada en el gris mortero, la pajita de luz no podía escarbarse en la pared de ninguna manera.

IVSi te inclinas con sinceridad,

puedes estrecharte las manos conlas estrellas, el sol o la lluvia

—¿Hay algo más triste para un artesano que ya no poder ejercer su oficio? —acercaba ojalio sus manos inteligentes a la vista de su compañero.

Durante el último mes estuvo hablando y hablando todo el tiempo, como si quisiera sacar de sus adentros todas las palabras antes de despedirse de la vida. Para hacerle más espa-cio, Bogdan se retiró al silencio, completamente entregado a escuchar. En su deseo de hablar con probidad, ojalio se pa-raba tan sólo para prepararse aquel té de plomada y beber una que otra gárgara. Luego retomaba el relato, de vez en vez dibu-jando diversas aberturas en las paredes vacías. La celda se abría poco a poco a distintas vistas. Por allá de la milésima ventana, el alumno perdió la cuenta.

—¡Acércate, no temas! ¡Desde ésta puedes ver los bosques, las laderas y la desembocadura del río!

—¡Mira ésta! ¡Sirve para que distingas en los cielos aquella bóveda en donde vuelan los tronos teóforos, ángeles parecidos a ruedas de radios llameantes!

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—¡De ésta, abierta, no hay una mejor para ver a una mu- jer bella! ¡Si la miras de una manera particular, concebirá un poema!

—¡Cuidado! ¡Por esta ventana echa sólo un vistazo, de otro modo se te va a salir toda la mirada! ¡La llamo «el huecote», porque su vista da a la ambición!

—¡Esta ventana para ti no es más que una fisura, pero para alguien que está lejos, es un espejo!

—¡ésta de acá, de postigos rechinantes, sólo deja pasar las corrientes de aire del inframundo!

—¡Aquella parece anodina, pero si te inclinas con since-ridad, a través suyo puedes estrechar tus manos con las es- trellas, el sol o la lluvia!

—¡Desde ésta, si tienes la perseverancia para levantar las nueve persianas y la suficiente fuerza para mover el pestillo de bronce, puedes explorar tu propia alma!

—¡En aquélla puedes guardar una manzana del año pa- sado, un injerto o semillas para la próxima siembra!

Así le enseñaba ojalio a Bogdan. Cada ventana se abría después de largos cálculos de la proporción de la altura, el an-cho y el número de ángulos. Cada una era importante. una as-pillera no es lo que es, si junto a ella esperas la virtud personal. tampoco una ventana demasiado lujosa, ávida de acoger todo lo que se le presenta, es un tema de orgullo si a través suyo te encuentras con tu propia vanidad. Aunque se hallaba en un espacio exiguo, donde no se gestaban buenos pensamientos, donde una sonrisa extraviada se cubría enseguida de telara- ña, donde no había suficiente aire ni para ponerlo de almoha-da, a Bogdan le parecía que estaba en medio de un paisaje maravilloso desde donde uno podía alcanzar aun lo más remo-to, simplemente tendiendo la mano.

—ojalio, cuando te cures del insomnio, ¿vendrías a mi sueño para ayudarme con una casa que estoy construyendo ahí? —le preguntó Bogdan antes de salir de la cárcel.

—Si es que puedo alguna vez —respondió el albañil con melancolía—. Pero me parece que no será pronto. Duermo muy

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poco, me alejo apenas de la realidad. Pero si puedo, ¿por qué no? ¿Y qué te gustaría a ti? ¿Qué clase de ventanas quisieras abrir allá? tú estudias las aves. Estoy seguro de que te gusta-rían las ventanas en las que se posan los polluelos. Son de las antiguas. No las he hecho desde hace mucho tiempo. Pero sé armarlas tan bien que aun las hurañas aves de cola de hada en-seguida llenan el cuarto de visitas.

—Sí, me gustarían las de esa clase —confirmó Bogdan—. Sin embargo, ojalio, me gustarían también aquellas que se abren a los tiempos sin obstáculos.

—¡¿A quién estuve hablando todo el tiempo?! —se enojó el artesano—. Hoy día, los dos presentes están tapiados. En todas partes. El pasado y el futuro, a los que supuestamente tenemos acceso, tampoco son lo que realmente son. todo está reacomodado a tal grado, que ni siquiera reconocerías a tu pro-pia madre. Se dice que las ventanas de los cuatro tiempos es-taban reunidas por última vez en Žica, en la iglesia de la Santa Salvación, en la celda de San Sava. Para que lo sepas: las rom-pieron. No sólo sus postigos. No sólo sus cristales. Eso es lo de menos. rompieron sus vistas. Llevo tanto tiempo enseñándote a mirar a través del tiempo, y tú quieres eso, desperdiciar tu vida justamente en él.

VLa plomada, el albañil cerraba las ventanas

Pero el último día de cárcel para Bogdan, ojalio se levantó de la cama, estuvo rebuscando un largo rato en su almohada y por fin extrajo aquella plomada, su máximo tesoro. Junto con el objeto, compuesto de una cuerda grasienta y una lágrima de plomo, reunió unas cuantas palabras:

—Dudo mucho que vuelva a verte alguna vez. Por el in-somnio, no puedo emprender un viaje más largo en el sueño. recuerda lo que te decía. De la multitud de ventanas, de entre un millón de las ventanas actuales de la así llamada realidad,

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sólo una no es falsa. reconocerás la verdadera si le acercas este instrumento. Únicamente en tal abertura esta plomada coinci-dirá a la perfección. Las ventanas falsas siempre están torcidas, al menos un poco. tómala, yo no la necesito, y a ti te será bas-tante útil.

—¿Y el té? ¿De qué vas a hacerte el té? ¿Con qué vas a ha-cer las gárgaras? ¿Cómo te dormirás sin la nana? —interrogó Bogdan.

—No importa. Siempre que puedas trata de hablar con probidad. A mí, de cualquier modo, lo presiento, se me des-plomará pronto este techo sobre la cabeza.

Bogdan no sabía qué decir. Además, ojalio le había dado la espalda. Ventana tras ventana, postigo tras postigo, vista tras vista, pajita tras pajita de luz —todo eso desaparecía bajo las uñas y las yemas de los dedos del artesano—. Borrados los dibujos, a su alrededor las paredes se cerraban en un gris monótono.

VIEl encierro, real

En cuanto llegó a su casa, Bogdan quiso probar el sencillo instrumento.

Desovilló impacientemente la cuerda de cáñamo, sopló tres veces en la gota de plomo y la limpió con un pañuelo so-lemne hasta sacarle brillo.

Acercó la plomada junto a su ventana común de dos hojas, de las que abundaban por todas partes y desde siempre mos-traban qué rincón del cielo estaba despejado, cuántos techos nuevos habían brotado, si el otoño se había asentado en la ar-boleda de castaños, qué había de nuevo en la calle, hacia dónde se dirigían tantos transeúntes…

Pero, aunque Bogdan creía que no había nada más con-fiable que aquella vista, que la misma no se podía negar de ninguna manera, la cuerda con la lágrima de plomo se apartaba

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del marco de madera y de todo lo que éste enmarcaba durante años, por toda una vista. La guerra ya llevaba tiempo, pero las ventanas no mostraban nada de lo que realmente ocurría.

Bogdan, sudando frío y sin voz, empezó a golpear con sus puños a derecha e izquierda. Como si buscara lo tapiado.

Los puños cerrados, sin embargo, sólo encontraban el dolor.

Las paredes absorbían el sordo ruido.

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DÍA DéCIMo QuINto

ILa Carta

En el interior del piso superior del luminoso nártex, en la cel-da de Sava, alrededor de la ventana del presente cercano, junto al marco de mármol, estaban caligrafiados con solemne ber-mellón, a modo de un ribete bordado, los nombres de todas las tierras pertenecientes al monasterio. Entre otros propó-sitos, esta lista servía para que los iguman pudieran comparar en cualquier momento la situación real de los bienes de Žica. Ahí estaban los nombres de muchas aldeas, en su mayoría si- tuadas en las cuencas del Ibar y del Morava, pero también en los valles más alejados: Borac , Moravica, Lepenica, Belica, Levac, Lugomir, rasina, Jošanica, Pnuce, Zaton, Hvosno, Zeta, Gorska Župa… Además de las tierras de labradío, seguían los invernaderos y los pastizales. Los mojones, piedras con el se-llo de los administradores reales, estaban diseminados por las laderas de Željine, Brezna, Kotlenik, Slane Poljane, con tmasti Gvozd, Nozdra, Javorje, Lukavica… Asimismo, alrededor de la ventana figuraban los nombres de pesquerías en el Danubio, cotos de pesca en el lago de Skadar, la multitud de desovade-ros en los arroyos de montaña y otros montones de morralla en los rizos de las dos olas marinas, en la proximidad de Kotor, la ciudad de piedra.

Los benefactores del monasterio, particularmente los her-manos piadosos, el arzobispo serbio Sava y el rey Stefan el Pri-mer Coronado, se habían encargado cumplidamente de que Žica tuviera de todo: tanto arcilla, hierbas, viñedos y nidos de aves, la tierna calma y las aguas impetuosas, diversos cereales,

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hueva de pescado, hongos comestibles y bestias raras, ya- cimientos de sal, minas de plomo y crisoles para fundir el hierro, vetas de oro y eras de claro de luna, como vestiduras y vasos sagrados, íconos y libros. Asimismo, el hogar de la Sal-vación poseía también siete molinos que separaban las pala-bras buenas de las malas, ingresos de ferias de varios mercados, la sabiduría pura del pueblo, el diezmo del canto de buscarla pintoja, de estornino brillante, de herrerillo común, de ave cola larga, de zorzal alirrojo, de avión roquero y de rozaflores; el impuesto sobre la luz de todas las antorchas, repartido equi-tativamente entre las casas de campesinos libres y los palacios de nobles, luego una posada en Skopje, las xenodokhia para al-bergar a los enfermos, la sombra que junto al camino ofrecen los árboles marcados con cruz, las torres y los albergues, todos ellos destinados al descanso de los peregrinos y otros viajeros. Por supuesto, no lejos del terreno monasterial, para su pro-tección, se erguía arriba del Ibar el fuerte de Maglic.

Además de todo eso, se ponía particular atención a que en los terrenos de Žica debían estar representadas todas las es-pecies principales de árboles, distribuidas según los puntos cardinales. Por ejemplo, en las tierras más próximas al mar, el sol se peinaba desde hacía siglos con olivos y cipreses y, más al interior, los rayos solares no se enredaban si allí había pinos silvestres y robles ramosos. Asimismo, desde la época de Ana Dandolo, cuando las galeras venecianas ocuparon casi la mitad de la bóveda celeste encima de la tierra de raška, según una regla no escrita cuyo propósito se ha perdido en alguno de los interregnos del tiempo, cada iglesia debía tener en su patio un abetal de una decena de esbeltos árboles.

De ese modo, si uno se tardaba por algo en abrir los postigos, podía leer el fino encaje caligráfico alrededor de la ventana. resultaría pequeño un día entero para estudiar mi-nuciosamente al menos una parte de las posesiones del monasterio.

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IICuántas cosas se plisan dentro del hombre

y cómo se pueden extraer las palabras

El décimo quinto día después de la fiesta más entrañable, el reverendo iguman Grigorije abrió con bastante temor y vaci-lación los postigos de tejo de la ventana que daba al presente cercano. Si tan sólo una espina de pescado lanzada de la balis-ta había logrado bajar la iglesia treinta brazas completas, qué pasaría si los búlgaros y cumanos mandaran de ese artefacto diabólico una roca o algo todavía más espeso. Las cenizas del tufo de los fuegos hechos con boñigas de liebres ya alcanza-ban la iglesia tristemente descendida y el rojo real de sus pa-redes exteriores adquiría el aspecto ahumado de esperanzas chamuscadas.

Los defensores del monasterio llevaban ya varias noches en vigilia, rogando a Dios sin cesar que salvara al monasterio de la destrucción. El canto continuo se elevaba ininterrumpi- damente hacia los cielos. Debajo de Žica se deshojaba el espeso murmullo sonoro como si el tallo de la flor divina se sacudiera bajo los golpes de los asaltantes. Según el consejo del sirviente Smilec, el terrorífico príncipe Šišman decidió hacer un gasto: ordenó que cada uno de los sitiadores recibiera de sus propias arcas un favor importante o un montón de monedas de oro. Desde luego, en forma de promesa por el momento. Smilec afirmaba que eso taponaba los conductos del oído mejor que la estopa. Sin embargo, el canto de los fieles ya había conmovido a unos cuan-tos, y un joven búlgaro quedó tan compenetrado con él que tiró su espada y rehusó seguir como vasallo del señor de Vidin otro instante. El inspirado fue más lejos, y se arrepintió diciendo:

—¡Cometemos un pecado! ¡Estamos atacando la casa del Señor!

Sin dejar de sollozar, arrancarse los pelos y golpearse el pecho, empezó a repetir:

—¡Perdónanos Dios todopoderoso! ¡Estamos poseídos por los demonios!

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Y luego, haciendo con su mano las señales de la cruz tan grandes como podía, hizo dudar a otros en el ejército:

—¡Hermanos, entremos en razón! ¡Cometemos un pecado! ¡Arrepintámonos mientras no sea tarde! ¡Ahuyentemos al dia-blo, escuchemos el canto de los monjes con todo el corazón!

Ante eso, Smilec ordenó que todos los conmovidos por el canto fueran colgados boca abajo y aporreados con fuerza en las costillas y los flancos. Sobre todo aquellos que empezaban a abrigar la idea de abandonar el cerco del monasterio. De los desdichados colgados al revés empezó a caerse todo lo que fue-ron acumulando durante años. Es un verdadero milagro lo que puede caber en un ser humano, y cuántas cosas se plisan en su interior. Así se descubrió que uno de los castigados sentía por años una inclinación pervertida por los muchachos. otro, am-pliamente conocido por su valentía, estaba, cual granada, lleno por dentro de nanas sensibleras antaño cantadas por su madre. un tercero abrigaba el ridículo deseo de volar, y sólo entonces se entendió por qué en las tardes brincaba y sacudía sus brazos con tesón. Del cuarto, un tacaño notorio que se orinaba incluso dentro de sus botas, se salieron los pensamientos enmoheci-dos y los sentimientos obtenidos mediante la usura. Y así su-cesivamente, hubo muchas cosas más, pero todo lo útil fue arrebatado en un abrir y cerrar de ojos, y lo demás pisoteado en el gran tumulto que se armó entre los espectadores.

Para aquel búlgaro, enteramente compenetrado con Dios, Smilec ideó, a modo de ejemplo, un castigo mucho más terri-ble: extracción de palabras con una tenaza. Es sabido que mu-chos escupen sus palabras a la ligera, las escarban con la uña del meñique dejada crecer o las sacan simplemente de su boca con el pulgar y el índice. Las palabras de ese desafortunado hombre, sin embargo, no fueron concebidas por una lengua veloz, sino expresadas con sinceridad desde el alma misma. Por eso, el verdugo, sin querer, acortó el martirio del conde-nado. Ya después de unos cuantos suspiros de dolor, después de unas cuantas sílabas, éste arrancó con la tenaza también un granito alado: el alma del penitente.

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—¡Así terminan los que se compadecen de los de arriba! ¡Y el primero que ponga su pie en la iglesia elevada, puede cambiar de inmediato la promesa del príncipe por el oro con-tante y sonante. ¡Así que veréis qué os resulta mejor! —anunció Smilec para reanimar la voluntad de los sitiadores.

Y según esto, todos los invasores, cada quien a su manera, emprendieron la labor de ganarse la recompensa. unos se pu-sieron a construir con ímpetu una escalera, otros proferían oscuras maldiciones, los terceros, taumaturgos, nada más da-ban brincos, y un cumano de hábil despegue regresó a la tierra con un par de briznas arrancadas de uno de los terrones secos del monasterio.

IIIQué pasa cuando uno se inclina demasiado

sobre su destino

A un lado de esos intentos, pero junto al pozo firmemente construido, había varios adivinos. Se creía que era el lugar más fácil para leer el destino, porque desde la Creación todas las aguas del mundo están inseparablemente ovilladas en una madeja colosal. Pero, antes que nada, había que agitar bien el agua del pozo para que la mirada se sumergiera lo más profun- damente posible con respecto a la superficie. Por eso, uno de los adivinos miraba el agua fijamente, mientras los demás, de-jando a un lado sus tamices, la golpeaban con largas varas de avellano o tiraban puñados enteros de piedritas negras, para hundir sus brillos y perturbar lo más que pudieran los prime-ros reflejos, los más fieles del mundo superior.

Debido a las figuras inclinadas sobre el agua, ésta primero se nubló. Luego empezó a girar en el medio. Despacio, su- mamente despacio, apenas perceptible, el contorno del remo-lino se estrechaba poco a poco. Pero entonces, como si alguna corriente subterránea del pozo fuera alcanzada por una vara de avellano o por una piedra, el remolino empezó a acelerarse, a

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trenzarse y enlazarse. Aquél que observaba fijamente el agua gritó:

—¡Ha empezado! ¡Me estoy hundiendo! ¡Parece que ya no puedo desenredar mi mirada de ahí!

—¿A qué profundidad estás? ¿Hay algo? ¡Dínoslo para que no te lo olvides después! —le preguntaban y recordaban los demás adivinos, listos para interpretar lo observado.

—Estoy viendo burbujas, raíces de hierbas, los ojos salto-nes de los sapos entre las piedras, luego arena y musgo de agua… —respondía aquél.

—¡Déjate de burbujas y sapos! ¿Qué hay del destino? ¿Se ve por algún lado? —le recriminaban los demás.

—¡No, todavía no aparece! ¡Pero el remolino lleva mi mi-rada cada vez más profundamente, gira cada vez con mayor fuerza, es tan vertiginoso, sostenedme bien de los pies para que no me hunda con ella!

Entonces agarraron al inclinado de los pies, lo abrazaron de las rodillas, se aferraron a su cintura, y dos manos lo cogie-ron de las axilas. realmente se oía cómo el agua en el pozo re-molineaba, cómo bullía salvajemente y algunos se arrepintieron por estar hurgando en ese lugar del destino.

—¡Aquí nunca antes se había posado el ojo humano! —se atragantaba el vidente.

—¿Qué hay? ¡Dínoslo! ¡Habla!—¡Aquí se ve que un monje había echado la hierba claria-

gua! ¡Y otro tiró dos moneditas! ¡Veo a nuestro señor que aquí dejó depositada su imagen para que cuide el agua! ¡Y acá, hace cinco otoños, un pájaro descuidado perdió su reflejo! ¡una grieta en la pared le ha mordido su ala derecha! ¡Veo aquí tam-bién cómo fue un día de hace diez años! ¡Y el lugar donde se había atorado una vez el Carro Menor celeste! ¡Los espoliques lograron sacar las estrellas del lodo con sus manos desnudas! ¡Veo aquí los rostros sonrosados de los cavadores cuando apa-reció el primer chorrito de agua!

—¡Pero eso es el cieno del pasado! ¿Hay algo del futuro? ¿Ves algún destino en absoluto?

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—¡El remolino se está angostando! ¡Los tiempos se están confundiendo! ¡Se ven pasar las hadas de agua! ¡Por eso valió la pena sumergirse tan profundamente! ¡tengo la voluntad, pero no puedo describirles esta belleza con las palabras que conozco! ¡Y ahora estoy viendo cómo sitiamos el inalcanzable monasterio flotante! ¡Día y noche! ¡Noche y día! ¡No puedo contarlos todos, pero nuestra noche se hace cada vez más larga, cada vez más grande, y el día de los monjes parece deshojarse, acortarse, encogerse! ¡Veo dos ejércitos que parten en auxilio de la comunidad! ¡uno se detiene a cada rato, el otro va depri-sa, y los dos llegan al mismo tiempo en vano! ¡Veo a un anciano ciego, ataviado en sangriento armiño, cabalgando como ena-jenado por una ciudad inmensa en llamas! ¡Y encima de esa ciudad, el cielo desgarrado, su bóveda por siempre ennegre-cida por el hollín! ¡Veo a un hombre cualquiera escribiendo renglones y renglones con una pluma blanca! ¡Su mano no tie-ne peso, y sus letras lloviznan sobre el papel! ¡Veo, veo a un desconocido sentado en la prisión y al otro que le enseña cómo se abren las ventanas en las paredes! ¡Veo después a ese joven que acerca una plomada a cada pared porque quiere conocer su veracidad! Veo, veo…

—¡¿Sí?! ¡No oímos lo último!—Veo…—¡Habla más claro! ¡No entendemos!—¡Me da la impresión de que me veo a mí mismo! ¡Pero

parezco un poco inflado, pálido…—¡¿Acaso te ves a ti mismo delirando?! —rió uno de ellos.—¡Me veo ahogado! —gritó el adivino, los demás retroce-

dieron asustados, lo soltaron, el inclinado se precipitó al pozo y se hundió.

Los demás augures se alejaron en silencio. Sólo uno se quedó y vacilando se asomó con cautela. Dentro todavía estaba el horrendo grito del desdichado, pero el remolino se cerraba, el agua se calmaba y el antiguo brillo de sol regresaba a su super-ficie. éste se encogió de hombros y dijo:

—¡Ya no está! ¡Pues sí, lo vio bien!

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IVCon qué ave se caza una nube sobre la estepa

y dónde, después de todo, quedó Žic a

Así transcurrió la mañana del día decimo quinto. Bajo el mo-nasterio, el ansia de alcanzar la iglesia y terminar el sitio es-taba en plena efervescencia. De repente, en medio de esa hora aciaga, se despertó también el avechucho de Šišman, abrió los ojos soñoliento, sacó sus garras con pereza y se sacudió las alas. Viendo a ese holgazán, Altan, el jefe de los cumanos, recordó la habilidad de las tribus nómadas para cazar las nubes lluviosas en la estepa donde no había la más mínima elevación. Sim-plemente ataban a la pata de un gorrión un hilito y soltaban el pájaro al cielo. Cuando éste llegaba a una nube y menudo se adentraba bien en sus entrañas, desde abajo empezaban a tirar del hilito suavemente hasta bajarlo a la tierra junto con su presa. Luego desollaban la nube de su grisura y cortaban su masa blanca en jugosas rebanadas, y resguardaban el pajarito para la próxima ocasión.

Altan decidió intentar algo parecido. De un extremo de la larga cuerda ató un gancho de hierro y susurró algo al oído al que no era ni ave ni espectro: el avechucho aleteó, alzó el vuelo hacia Žica portando en su pico el gran anzuelo. Ni bien enganchó la punta de hierro al marmóreo marco de la ventana del presente cercano, la criatura regresó y volvió a sumergirse en el sueño. Por desgracia de los defensores, eso fue completamente sufi-ciente: se inició un tirar de la cuerda de uno y otro lado.

Desde abajo, en la tierra, la mayor parte de los agresores halaba la cuerda, los otros les ayudaban con maleficios:

—¡Que se ponga el cálido sol!—¡Que amanezca un ovillo de serpientes furiosas!—¡Serpientes ovilladas, serpientes ovilladas, bebed todas

las aguas!—¡Secaos, secaos bosques, ríos, campos y prados!—¡Que las plantas se conviertan en maleza! —¡Que la levedad se hunda en la gravedad!

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—¡Que la iglesia se marchite toda!—¡Bajo nuestros pies, bajo nuestros pies que quede!Desde arriba, en las alturas, la comunidad junto con los

refugiados se apoyaba sólo en las oraciones:—¡Protégenos, Señor!—¡Salvaguárdanos, redentor!—¡Ampáranos, Madre de Dios!Pero lo terrestre parecía ser más fuerte. Palmo a palmo,

los búlgaros y cumanos halaban hacía sí la Iglesia de la Ascen-sión. todo el monasterio se encontraba en la cuesta de su caí-da. Poco a poco, lentamente, se acercaba al terrible alcance de los sitiadores.

VCómo no,

ahora nos dirás que conocistetambién los árboles del Paraíso

Entre los muchos que se encontraban en Žica para la fiesta de la resurrección de Cristo, estaba también Blaško, hombre de Dios que servía al Señor vagando de un monasterio a otro. Y aunque en cada comunidad había alguien que no amaba de-masiado a esa clase de gente, y por su mendicidad y vagancia la veía incluso con cierta desconfianza, Blaško había brindado ayuda a los monjes en varias ocasiones. Se destacó durante la elevación del templo. tanto por el consejo de separar la base de las paredes de su sombra, como por su inmensa fe de que la iglesia podía flotar en medio del aire. Con valentía enseñaba a otros cómo caminar de terrón en terrón, y no se podía pasar por alto tampoco su habilidad particular de trabajar la madera. De una viruta hacía lo que para otro era imposible con todo un arbusto. Sin embargo, si la gente nota que en los actos de al-guien el niño pesa más que su parte adulta, correspondiente a su edad, en seguida lo tachan, sin importar todo lo demás, de corto de entendimiento.

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—¡Cada árbol tiene su uso! —insistía Blaško en aclarar a los demás lo que les resultaba impenetrable—. Lo sé muy bien, porque antes de emprender este camino era carpintero. una estaca de sauce no se sostiene ni a sí misma. De la pesada ma-dera de haya no se hace ni una horca. La mejor manera para que suelde una pierna rota es con una tablilla de la verdadera madera de álamo. Las escudillas y cucharas hechas de tilo cu-ran el estómago. Sólo en una cuna de madera de cerezo una criatura progresa treinta palabras al mes. Los arces brotan no para formar anillos de su tronco, sino para estar en nuestros poemas y canciones. Los pinos impiden que nos caiga encima la desazón. El otoño se resguarda bajo el carpe, la primavera invierna entre los abedules, los veranos anidan en los álamos temblones, y si te duermes debajo de un olmo, se te abrirán otros secretos.

Así hablaba Blaško. Cuando por la noche de golpe refres-caba, cuando por las pendientes de Stolovi bajaban los fríos de montaña, mucho asediado se calentó junto a su plática, aunque a veces parecía que exageraba y otras que, incluso, abierta y descaradamente inventaba.

—¡Claro, eso no es todo! —prosiguió todo radiante en otra ocasión—. una vez en Dubrovnik, hice para un navegante rico un cofrecito de madera de rosa para resguardar ahí de los vien-tos marinos sus facciones juveniles. El navegante ofreció pa-garme con oro o con una parte de una historia. Yo pensé, para qué necesito oro, éste atrae el temor. En cambio, uno puede refugiarse en una historia aun en la mayor desgracia. Así que pedí lo segundo…

—¡Mejor hubieras pedido un poco de sano juicio! —lo in-terrumpió Andrija de Skadar, comerciante de tiempo, plomo, madera y edredones, que se había quedado en la hospedería—. ¡Estás delirando, errabundo! ¡¿Cómo uno puede refugiarse en una historia?!

—Puede, sí puede… —no se dejó importunar Blaško—. Pe-ro si sigue hinchándose por sus supuestos conocimientos, efectivamente es de dudar si el género humano en un futuro

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podrá caber en las historias. En fin, yo pedí que me pagara con lo segundo. Además de la vegetación terrestre, me dijo enton-ces el navegante, los árboles también crecen en el jardín ce-leste. A veces ahí también sopla algún viento, tumba las ramitas secas, se lleva de las copas las hojas del año anterior, despren-de un pedacito de la corteza. todo eso llega, a veces, a uno de los cuatro ríos paradisiacos y por consiguiente, a nosotros. Yo he visto, me lo contó ese hombre, que las olas del Gihón, al que también llaman Nilo, a menudo traen de su nacimiento raíces de jengibre y ruibarbo, ramas de aloe, un árbol de pan entero, canela y otras especies de las alturas del Edén…

—¡Cómo no, vagabundo! ¡Ahora nos dirás que conociste también los árboles del Paraíso! —volvió a interrumpir a Blaško el señor Andrija—. ¡Acaso nadaste por el río Gihón hasta el árbol de la vida?

—¡No, no lo hice, los caminos de tierra y de agua no llegan hasta allá —respondió tranquilamente Blaško—. Aunque, a de-cir verdad, aquel navegante me aseguraba que algunas rutas terrestres servían para lograrlo. Precisamente por eso ando de monasterio en monasterio, para enterarme en alguna parte de cómo podría alcanzar el Jardín al menos con la vista…

Y así, día tras día, una historia tras otra, cada una más in-creíble que la anterior, y antes de que se cumplieran dos se-manas del asedio, la mayoría empezó a considerar a Blaško corto de entendimiento. Con las mofas y acallamientos, él dejó de platicar. Y cuando Andrija de Skadar añadió las amena- zas, acusando a los cuatro vientos que el vagabundo decía cosas prohibidas y sacrílegas, el pobre Blaško dejó de hablar. Durante la luz del día, sin prestar atención a los peligros de abajo, pasaba el tiempo en el abetal, tocaba la corteza de los árboles, palpaba sus axilas, acercaba el oído a los nudos y los huecos, trepaba los esbeltos abetos para murmurar y cu-chichear con sus copas. Por la noche, como muchos de los fie-les, hacía la vigilia en la iglesia, velaba por la salvación de Žica y probablemente aguzaba el oído para averiguar si alguna voz le iba a decir cómo llegar al Edén.

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VIY se dio un tirar de acá para allá y de allá para acá

entre el cielo y la tierra

uno de los defensores, salido de quién sabe dónde al descu-bierto y sin prestar atención al balanceo del monasterio, salta-ba de un terrón a otro acercándose con agilidad a la sombra del reducido grupo de abetos. Los asediadores enseguida recono-cieron a Blaško, quien pasaba días enteros ahí acurrucado.

—¡Príncipe, ahí va el primer ratón que huye del monaste-rio! —gritó alguien y la risa infundió nuevas fuerzas a todos los que tiraban de la cuerda.

Sin embargo, el alboroto se calmó paulatinamente confor-me lo que veían se iba acompañando del ruido de hachazos. El de arriba, en lo alto, no cabía duda alguna, talaba los árboles, luego podaba y descortezaba los troncos y después tallaba los lar-gos leños dándoles una forma aplastada en un extremo. Del abe-tal y de los robles y pinos cercanos se alborotaban las asustadas colmenas de abejas, el sol incomodaba con sus reflejos, las viru-tas esparcidas llenaban los ojos; los agresores sólo lograron ver que el carpintero terminaba su labor y, trastabillando bajo el pe-so de su obra, se alejaba hacia la pequeña y ligera iglesia de San teodoro tirón y San teodoro Estratilato, que se mecía constan-temente, atada al grande y pesado templo de la Santa Salvación.

Al sentir que algo raro ocurría en el aire, el mismo prín-cipe acudió en ayuda de sus soldados. Aparte de las dormidas cortesanas y el pensativo mecánico, todos en la tierra estaban asidos a la cuerda y acercaban el monasterio hacia el mismo fondo de la altura. Pareciera que si tuvieran una cuerda lo su-ficientemente larga bajarían del firmamento la mismísima luna llena. Con tamaña fuerza, Šišman calculaba que para la noche entraría en el templo ya descendido. Incluso estaba ca-vilando si cortaría al iguman a lo largo o a lo ancho, cuando las voces de tres búlgaros robustos lo espabilaron:

—¡Señor, ahí tiene al débil carpintero sacando por las ventanas de la pequeña iglesia unos remos!

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—¡Verdaderos remos, Señor! ¡De diez codales de largo! ¡Hechos de madera de abeto!

—¡Mire, Señor, ese Blaško los mueve, la pequeña iglesia va ganado altura!

El terrorífico príncipe se puso de puntillas. El gorro de lince vivo desgarró de un zarpazo el velo de los rayos solares y el señor de Vidin vio con claridad. Aquel hombre realmente había sacado por las pequeñas ventanas dos remos y remaba con amplios movimientos uniformes. La pequeña iglesia, de una sola nave construida de filas de piedra tallada y ladrillo, navegaba cual barca hacia arriba. Desde antes atada al gran templo, lo arrastraba consigo. A decir verdad, lentamente, con esfuerzo, se hundía y se empinaba, rodeaba los peñascos y arrecifes de la llanura del cielo, pero avanzaba en el logro de su meta final: hasta hace un instante cercana, Žica ahora estaba por un buen cuarto de braza más lejos de su caída.

—¡Qué están viendo! ¡No le dejen hacerlo! —le gritó Šiš- man a su ejército agregando a esa orden unas cuantas bofetadas a los soldados más próximos.

—¡tirad! ¡tirad! ¡tirad todos juntos, u os iréis al carajo! —chillaba el sirviente Smilec.

Sin embargo, la sorpresa también cundía por el mismo monasterio. Al ver al hombre de Dios tallando los leños de abeto, la mayoría se mofó en voz alta:

—¡otra vez desvariando!Cuando de allí obtuvo los remos y se dirigió a la pequeña

iglesia, la mayoría se redujo a la minoría:—¡Es que no es posible!Pero cuando la pequeña iglesia, dedicada a dos santos de

nombre teodoro, empezó a elevarse para no permitir la caída de Žica, el reverendo iguman Grigorije se decidió:

—¡Qué se vayan tres monjes a ayudarle! ¡Pero no los pri-meros tres, sino los segundos!

(Llegó la hora de reconocer que en el monasterio también había personas que no hacían nada de corazón, sino sólo para quedar bien con el iguman. ésos siempre se apuntaban

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primeros para todo. Por eso, cuando se trataba de algo de im-portancia, el iguman los evitaba).

Y se dio un tirar de acá para allá y de allá para acá entre el cielo y la tierra. La multitud de los búlgaros y cumanos tiraba hacia abajo. La comunidad, aunque sin una gota de agua desde esa mañana, persistía en la oración. Los cuatro hombres re-maban al unísono a través de las alturas. La gran iglesia empezó a tambalearse, ora para arriba, ora para abajo. En un momento predominaban los invasores, en el otro los defensores. Por los remos de abeto corría abajo la espuma del aire. Del esfuerzo, la espuma se asomó también por las bocas de los enemigos, la cuerda se empotró en los puños apretados, las palmas de las manos sangraron. Los jefes de los invasores azotaban a los soldados y despertaron a las cortesanas para que se unieran a éstos. Para tirar del extremo inferior, ataron también caba- llos de monta, incluso una gallina moteada que andaba por el campamento desde el primer día. La justa se tensó hasta el límite de romperse. Quedaba claro que se decidía el destino de Žica.

El padre Grigorije, como si estuviera crucificado, y segu-ramente así se sentía por la incertidumbre del desenlace, co-menzó a pensar febrilmente cómo ayudar. Ya que no se le había ocurrido antes, ahora no tenía tiempo de detenerse. En medio de esa pugna sobre la gran iglesia, se apresuró hacia la escale- ra del nártex. Bajó casi rodando, salió corriendo por la puerta de la Iglesia de la Ascensión, saltó a un terrón, de éste al otro, un pie se le resbaló y estuvo a punto de caer, dio otro paso al siguiente terrón, siempre rumbo a la pequeña iglesia de los santos tirón y Estratilato.

Mientras caminaba, el iguman pasaba sus dedos por la barba buscando aquella pluma que cuidaba ahí, según el tes-tamento de Sava, como en un relicario. Por fin, antes de llegar a la meta de su peligroso recorrido, dio con lo que buscaba: tres dedos de su diestra sostenían una minúscula pluma blanca, casi un plumón, pero no una pluma ordinaria, sino la de un ángel. Aquella pluma que hace mucho tiempo, en la gloriosa

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Nicea, el basileus bizantino había obsequiado al recién orde-nado arzobispo serbio, Sava.

En cuanto el padre Grigorije entró con la pluma en la pe-queña iglesia, ésta brincó bruscamente, los remos de madera de abeto se aceleraron, el aire se hizo pedazos como ante el impulso de una popa poderosa, se abrieron los arrecifes invi-sibles. La pequeña iglesia logró predominar.

Los búlgaros y cumanos soltaron la cuerda. una buena parte de ellos simplemente se sentó en el polvo. El monasterio regresó a su posición original, justo la que tenía antes de la espina de pescado lanzada de la balista.

—¡La pluma de ángel! —gimió el terrorífico príncipe de Vidin, Šišman.

Con una esquina de su caftán, el mecánico sarraceno Arif se limpió el labio inferior de los trocitos de halva y dijo en voz baja:

—¡Eyvallah. Sihir!4 Así que la pluma de ángel de los in- fieles.

Arriba, encima de las cabezas de los invasores, los remos seguían moviéndose un rato más y después de alcanzar una al-tura segura, se detuvieron. El aire espumoso se iba calmando y ahora sólo rozaba con pequeñas olas los dos templos, el re-fectorio, las celdas, los terrones…

un poco más arriba de ese prado ondulante, como las li-bélulas encima del agua, volaban las abejas del colmenar de Žica.

4 En turco en el original: ¡Estupendo! ¡un hechizo!

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LIBro CuArto

DoMINACIoNES

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DÍA DéCIMo SExto

Buena señal, mala señal

—¡Padre, iguman, feliz lunes, ha empezado la Semana de San Jorge!

—¡La incertidumbre ha menguado desde ayer! ¡Pero a la mayoría le flaquean aún las rodillas, a algunos todavía les re-tumba el corazón como a una corza acorralada, y pocos tienen el ánimo de mirar hacia abajo, aunque fuera tan sólo por las ventanitas oteadoras y platicadoras!

—Venerable, tome este trozo de la manzana perfumada. ¡No lo rechace, refresque sus labios!

—¡Al menos aspire su aroma, padre, reconfórtese!—¡Venerable, Ananije, el iluminador pide permiso para

copiar en el muro del pórtico la carta o, al menos, sus extractos más importantes!

—¡tiene miedo, ya que la lista de los bienes monasteriales está junto a los mismos postigos. Son tiempos de guerra, dice. Si no podemos proteger nuestras cabezas, debemos salvaguar-dar cada letra para la posteridad!

—¡Joanikije, el hierbero, puso en las oteadoras y plati- cadoras, sendos manojitos de rabo de gato, un herrerillo ca-puchino, un bichito o cualquier otra cosa viva!

—¡Sostiene que si nadie mira por las ventanas y en ellas no hay nada, nuestras celdas monásticas y la hospedería que-darán ciegos!

—¡Padre, Blaško no se encuentra por ningún lado. Los re-mos están en la pequeña iglesia de San teodoro, pero no hay huella del carpintero!

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—¡un niño nos dijo, padre, que lo vio discutir acalorada-mente en el abetal flotante con ese comerciante de Skadar!

—¡Entonces nos fuimos para allá, pero encontramos sólo una pluma de cuervo!

—¡Padre Grigorije, durante la tirada de cuerda lo olvida-mos, pero ahora la falta de agua asedia Žica severamente de nuevo!

—¡Las furiosas serpientes búlgaras y cumanas no amane-cieron en lugar del sol, pero debieron haber nacido en algún rincón del mundo donde la tierra se toca con el cielo!

—¡No se dejan ver, padre, pero es posible que hayan tre-pado a los abrevaderos celestes para obstruirlos o bebérselos hasta la última gota!

—¡El firmamento, venerable, no tiene una pizca de hume-dad, el aire está sin el más mínimo soplo, las aves vuelan pau-sadamente, a cada rato se atoran en las grietas del profundo letargo!

—Padre Grigorije, es casi mediodía. ¡Desde la mañana es-tamos juntando gota por gota el rocío de los terrones, de las hojas de robles, pero los cocineros dicen que no basta ni para amasar los panes!

—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!—¡El Jordán pintado en la Iglesia de la Santa Salvación es-

taba adelgazándose desde el mediodía, pero ahora se ha escu-rrido de la pared por completo!

—¡Padre iguman, en el lecho abandonado sólo quedó el cieno y un banco de peces casi muertos!

—¡En el templo se encontraron algunas conchas caídas, sal-tamontes fugados y arena! ¡Como si se hubiera roto un reloj!

—¡El pueblo está inquieto, venerable!—¡Algunos monjes se entregaron al desconsuelo!—¡El delirio sobre las treinta monedas de plata de Judas

ha prendido en la razón del mayordomo Danilo, ya no ayuda ningún remedio!

—¡El canon de Pascua de San Juan Damasquino, que el director espiritual timotej debía llevar al rey a Skopje, se está

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secando, agotamos el último frasco de agua bendita de teofanía para devolverle algo de frescura!

—¡Estas señales, venerable, son de muy mal agüero! Los libros de adivinación, de sueños y de profecías los clasifican como presagios funestos!

—¡un ave que está suspendida en el aire!—¡Mala señal, iguman!—¡El agua que desaparece en la piedra!—¡Mala señal!—¡un saltamontes en la iglesia!—¡Mala señal!—¡todo junto, es de mal agüero!—¡Muy malo, iguman!—¡Padre iguman, padre iguman, Spiridon cayó enfermó,

juntó todas sus fuerzas para unas cuantas palabras, y te manda decir que no escuches a los agoreros! ¡Maquinan cosas, carco-men las almas!

—¡Dice el anciano que el hombre no puede percibir toda la grandeza de la Providencia del Señor!

—¡Dice Spiridon que el Jordán pintado no se ha secado, sino que se abrió para dejarnos pasar! ¡Buena señal!

—¡¿Buena señal?!—¡Estamos a punto de morirnos de sed!—¡Nos llenamos de costras!—¡Se nos reventaron las ampollas!—¡Nos estallaron los ojos de tanto buscar nubes lluviosas!—¡¿Dinos, iguman, por qué nos hiciste subir tan lejos de

la tierra, pero no más cerca del cielo?!—¿Adónde nos llevas, iguman?—¡Esto es mucho, no todos pueden aguantar tantas prue-

bas! —¡tenían razón los que se fueron a otro lado!—¡Si alguien quiere quedarse, que se quede! ¡A nosotros

bájanos de vuelta a la llanura, para darles a los búlgaros y cu-manos lo que piden!

—¡Y a nosotros, lo que quede! ¡No merecemos más!

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—¡¿Qué haremos mañana infelices?! ¡Los muertos no ha-blan del Señor, no alaban a nadie desde la tumba!

El venerable iguman Grigorije levantó su mirada suave-mente y dijo:

—Hermanos, no andéis errando. Con la oración idos al encuentro con Dios. Acostaos, dormid y levantaos en paz. él ve y oye cuando lo llamamos. El Señor nos cuida de la insensatez.

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DÍA DéCIMo SéPtIMo

ILas palabras hirviendo bajo el hielo

y la vieja náusea durante las negociaciones

Debajo del hielo de su mirada congelada, Enrico Dandolo es-taba hirviendo. tenía cien años casi, pero nadie lo había hu-millado así. Sin embargo, el amo de Venecia no permitía que la cólera guiara su pensamiento, preparaba su venganza minu-ciosamente. un torrente impetuoso pierde su fuerza al comen-zar el verano, pero el agua silenciosa corroe la orilla sin cesar, dejándola siempre en carne viva. El dux hizo un juramento a la bolsa de cuero en su cintura, en donde guardaba las palabras importantes, despacio para que algo no se derramara fuera:

—¡Perros bizantinos! ¡Juro por San Marcos que voy a echar por tierra el orgullo de Constantinopla! ¡Pero no del todo, no hasta el olvido! ¡Dejaré a los cismáticos justo lo suficiente para que el recuerdo de la belleza y de la gloria de su ciudad los atormente una y otra vez por siempre!

Estimando que obtendría la satisfacción deseada más fá-cilmente con la ayuda de los cruzados, Enrico Dandolo empezó nuevas negociaciones con sus jefes. otra vez se reanudaron las fatigosas negociaciones llenas de rodeos. otra vez el marqués Bonifacio de Montferrato y el conde Balduino de Flandes abor-daron la supuesta repartición honesta con la misma desmaña. En esta ocasión, al igual que el año anterior en Venecia, todo duró demasiado. Aunque era otoño y luego invierno, el sudor picaba a los nobles caballeros debajo de sus brillantes arma-duras y las constantes sonrisas, obligatorias en las negociacio-nes, estrujaban sus rostros.

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Al principio, el dux no pedía nada. Solamente un castigo adecuado para los cismáticos. Después, como si le resultara embarazoso, mencionó ciertos privilegios mercantiles a favor de la república. Luego, a principios de la primavera, más pre-cisamente en el mes de marzo, invitó a los jefes de la cruzada a su galera para un acuerdo definitivo, no por casualidad en un día de mar agitado. En medio del Cuerno de oro, la nave, in-tencionalmente mal anclada, se bamboleaba de manera tan imprevisible que el marqués y el conde regresaron a su cam-pamento, al pie de las murallas de Constantinopla, agarrando sus vientres, casi inconscientes de haber prometido a los ve-necianos una cuarta parte y además, la mitad de la otra cuarta parte, del Imperio. Como gente de tierra firme, cedieron irre-flexivamente el Adriático, el Egeo, los estrechos y los puer- tos principales de Bizancio. Para sí mismo, el viejo dux pidió modestamente sólo un manto de plumas y un favor insignifi-cante: la exención del juramento al futuro gobierno del Impe-rio latino.

IIAl alba de una mañana de abril,

en vísperas de la batalla decisiva

Al alba de una mañana de abril, en vísperas de la batalla deci-siva, cuatro guerreros rogaban a Dios que les ayudara en contra de sus enemigos.

El marqués Bonifacio de Montferrato y el conde Balduino de Flandes en sus respectivas tiendas de campaña, repitiendo un sinfín de veces el padre nuestro sin poder esconderse de sus propias sombras de cabezas agachadas, y con vergüenza apartando sus pensamientos de la promesa de liberar a la Je-rusalén esclavizada.

El comandante en jefe del ejército bizantino, teodoro Láscaris, en la Iglesia de Santa Sofía, arrodillado, todo baña- do en gracia, con la frente apoyada en un haz de cálidos rayos

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matutinos que descendían de las ventanas orientales de la cúpula.

Enrico Dandolo, en su bien tapado camarote de la nave almirante, cubierto de las tinieblas de muchas noches.

Y mientras los tres primeros se dirigían al Señor larga y humildemente, el dux despachó el rezo rápido y desató su bolsa con palabras. Ahí dejó, en caso de que le pasara algo imprevis-to, un mensaje para su hijo rainiero respecto de lo que le debía cada quien, de todo lo que prometieron los cruzados a la re-pública, de cuándo debía enviar a la nieta Ana al joven župan serbio, Stefan, para qué canales conseguir qué tipo de tierra… Además, con particular claridad, dejó dicho también esto:

«Aparte de lo anterior, le comunico a mi hijo rainiero que desvié toda la campaña de los cruzados de Jerusalén hacia Constantinopla, en particular, para apoderarme de un manto milagroso. Dicho manto, como nos ha informado el represen-tante veneciano Giacopo Gomberto, se encuentra en el tesoro del basileus desde hace varios siglos, cuando un hechicero, brujo o, como él mismo decía, chamán escita, se lo obsequió a los emperadores bizantinos. A pesar de su aspecto anodino, hecho con la tosquedad bárbara de plumas de aves, a saber, de diez mil plumas distintas, el manto tiene ciertas propiedades. Se cree que hace posible volar, que protege de la muerte y brin-da todos los conocimientos, aquéllos ya conquistados y los que están por venir. Cada pluma de ese manto es de un pájaro dis-tinto y con cada una de ellas se escribe una palabra particular, en su pleno sentido. El poder con el que se puede investir el dueño de ese manto es, por lo tanto, infinito… Eso es todo al respecto, porque ya está amaneciendo. Si yo me quedo en el camino, mi hijo rainiero habría de continuar. Anno Domini 1204, el dux de la república de San Marcos, Enrico Dandolo, en su propia voz, en la galera almirante, ante la capital del Im-perio de oriente».

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IIIGloria in excelsis Deo,

Et in terra pax hominibus bonae voluntatis

Y al amanecer de ese día de abril, el enemigo cortó con sus hachas de guerra la mayoría de los hilos y de las ataduras que tensaban el cielo encima de Constantinopla y mantenían las olas marinas suavemente trenzadas alrededor de sus rompeo-las. El firmamento se revolvió sobremanera, se arrugó cual un sobreveste de brocado rasgado, se encresparon los flecos de las olas destrenzadas, se manifestaron los malos presagios: un banco de angulas en el cielo, en el fondo del mar, el polluelo del águila bicéfala ahogado.

una tras otra, una tras otra, se iban alzando las crestas de los estandartes bordados. Armaduras, escudos y espadas de doble filo brillaron impacientes. Los rostros se cubrie- ron de grandes yelmos cilíndricos con visores estrechos y refuerzos en forma de cruz. Se hizo un silencio irreal. Luego se escucharon los olifantes, las cornetas y los cuernos. El ataque a la ciudad estaba comenzando.

Desde la tierra firme avanzaban los peones y la pesada ca-ballería de los cruzados. Desde el agua se aproximaban las ler-das galeazas panzudas, y embestían las veloces galeras. Aunque poco numerosos, los defensores estaban resistiendo con va-lentía bajo el mando de teodoro Láscaris, el comandante en jefe que se había impuesto con su sabiduría y sus hazañas au-daces. tampoco la caballería era un problema menor, muchos defensores perecieron en las murallas de sus saetas, pero el peligro particular radicaba en las intenciones de los venecia-nos, sobre todo las ideadas por el maligno amo de la república. Según esos planes, por las máquinas de sitio que lanzaban bo-las de fuego, cubetas de cal, piedras o nubes de murciélagos, sobre Constantinopla caía cada día más y más oscuridad, al principio tan menuda como las partículas de polvo, luego aglu-tinada en terrones, y después, en pedazos completos de rocas. En pocos lugares en la capital bizantina el día duraba más de

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unas cuantas horas. Finalmente, eran pocos los lugares donde amanecía. una mole de tinieblas apagó el faro hasta entonces inextinguible en el puerto imperial de Bucoleon. Para combatir la oscuridad, sacaban el milagroso ícono de la Madre de Dios Hodegetria, pintada por la propia mano de Lucas el evangelis-ta, para que en procesión recorriera las calles y se detuviera en foros y cruces de caminos, en las torres más importantes o en las murallas ya dañadas. Sin embargo, la desesperación pre-valeció y como un sino fatal, el emperador volvió a darle la es-palda a la «emperatriz de las ciudades». Esta vez se fugó el basielus Alejo V Ducas Murzuflo, de semblante recto, pero por dentro encorvado por el peso de la conciencia.

Cuando al mediodía del trece de abril, los cruzados arri-maron las altas galeras a las mismas murallas de la ciudad, cuando pasaron por las puertas derribadas de Constantinopla, se encontraron con una noche casi negra, y en ella, con un enorme tumulto de decenas de miles de personas. Lo único que alumbraba eran los edificios blancos, los reverberantes mosaicos, los cálices abiertos en flor, las guarniciones de metal de los libros iluminados, las modestas arañas, los suntuosos relicarios y los pequeños tesoros personales —diademas, pul-seras, prendedores, botones, espejos, pasadores de pelo—, to-do hecho de perlas, metales preciosos, esmalte, jaspe, cristal y marfil pulido con caricias. Y por todas partes alumbraban, desde el monasterio Studion hasta la iglesia de San teodo- sio, desde el monasterio de San Jorge en Mangana hasta la iglesia de San Salvador en Cora, desde la iglesia de Santa María de Blanquerna hasta la de San Andrés en Crisa, con un brillo suave e indulgente, los nimbos en los íconos de los santos.

Las batallas callejeras se tornaron muy pronto en una bacanal cruel, y luego en un pillaje nunca antes visto. La resis-tencia casi se había desvanecido. Los habitantes de Constanti-nopla ya se habían resignado a la pérdida de sus días, pero el dux no permitió que se llevaran consigo ni siquiera la noche de su imperio. Dandolo ordenó que todo lo que una mano no podía sustraer fuera quemado por la otra. La vista de las llamas

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que devoraban la ciudad más bella del mundo debía ser lo último que se llevaría cada defensor. Con mujeres y niños podían hacer lo que quisieran, les dijo a los soldados. (Y eso, en realidad, fue peor que si se hubieran impuesto castigos particulares).

Arrebataban las vidas aun a los recién nacidos, para morir bastaba que alguien juzgara con asco: «¡Ese mocoso llora en griego!» Saqueaban las mansiones de los patricios hasta de-jarlas desiertas y al final arrebataban la virginidad a las don-cellas. A los que vivían en chozas, a falta de algo mejor, les destruían los nidos de ave real, a menudo el único bien que poseían. En busca de reliquias, los codiciosos invasores irrum-pían en las iglesias y monasterios. En un solo escondrijo, ro-bert de Cléry registró el botín de dos fragmentos de la Santa Cruz, el hierro de la lanza que clavaron en las costillas de Jesús, dos clavos, un frasco con bastante sangre de Cristo, la túnica que le quitaron antes de llevarlo al Gólgota, la corona de espi-nas… En el hipódromo, para divertirse, los vencedores orga-nizaron una competencia: obligaron a los monjes a correr en círculo en cuatro patas. A la famosa columna de pórfido en el foro de Constantino ataron un perro sarnoso para que gañera de duelo por la ciudad de las ciudades. Mancillaron los bustos en bronce dorado de los gobernantes con estiércol de camello. Calzaron a un cerdito con dos pares de zapatos de cuero rojo y lo soltaron para que trastabillara, mientras por delante grita-ban: «¡Basileus! ¡Dejad pasar al basileus bizantino!» Los sol-dados ebrios competían para demostrar quién podía orinar más tiempo en la Cisterna Imperial; el ganador podía escoger a un sirviente entre los hijos de los patricios. En el trono del patriarca en Santa Sofía pusieron a cantar a una mujer pública y mientras unos bailaban obscenamente como enajenados, otros profanaban el altar jugando con su botín…

Y a esa misma hora, el amo de Venecia cabalgaba hacia el tesoro en el Palacio de Blanquerna. Siendo ciego, se orientaba por las salpicaduras de la sangre que regaban las calles de Cons-tantinopla desde el mismo Augusteum, solado de mármol, hasta

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las casuchas más miserables en la periferia de la capital. La vorágine de la muerte llevaba al dux por la desdichada ciudad infaliblemente hacia el lugar al que afluían, brotando de todas partes, los horrorosos gritos, las llamadas de auxilio, los es-tertores de muerte y los granos alados de las almas de los ase-sinados. ¡Qué extraño crujían las ánimas de pequeñas alas rotas, aplastadas por los cascos de los caballos o las botas de hombres sanguinarios! No gemían. Sólo emitían un suave re-chinido. Y nada más. Las tórtolas enviadas a acompañarlas ha-cia las alturas, regresaban afligidas, con los ojos húmedos del rocío de la tristeza y la tarea a medio cumplir. Dicen que ese día nadie murió fuera de Constantinopla, esa estrella terrestre que se apagaba ardiendo, derrumbándose al cielo azul. Abso-lutamente todas las tórtolas del Señor volaron en torno a la ciudad en llamas uniéndose para salvar al menos a una que otra alma de los perecidos.

La colosal figura del dux con la frente cubierta de pecas de vejez, ataviada con armiño salpicado de sangre, pasaba entre las columnatas, hileras de saqueadores encorvados bajo el peso del botín y medio locos, y las ibis soltadas de los jardines im-periales. Pasaba entre los cadáveres mutilados de cuyas entra-ñas los gavilanes blancuzcos esparcían los intestinos, mientras los quebrantahuesos y milanos peleaban por picotear las pu-pilas más bellas. Pasaba entre las sombras horriblemente de-formadas y los pocos cruzados que vagaban en busca de baños públicos, esperando que la vergüenza pudiera lavarse sim- plemente así, tomando el agua con las manos. (Por la misma razón, el sobrino del barón Nicolas de Saint-omer, con el rostro lleno de lágrimas como un niño, se ahogó en el puerto Eleute-rion, al entrar adrede en el agua, completamente equipado, sin saber nadar. Para que este acontecimiento no alarmara a otros, se prohibió que se hablara de él, pero como la historia no obs-tante seguía difundiéndose, el barón Nicolas de Saint-omer pu-so fin a todo negando que jamás había tenido un sobrino).

Al final de su galope ante el tesoro, Enrico Dandolo añadió a su figura imperiosa una voz que no se quedaba atrás:

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—¡Entregad el manto de mil plumas! ¡Quedaos con lo de-más, aunque fuera lo más valioso en el mundo!

Los soldados se inquietaron. Los más prudentes trataron de apartarse o escabullirse por completo. Se sabía: si el duque abría sus párpados, muchos se resbalarían con su mirada con-gelada y se quebrarían el cuello o algún miembro.

Sólo uno entre todos ellos, un tal Villehardouin, el cro-nista de las cruzadas, todo abotagado del espectáculo de la muerte, confirmó que había visto algo parecido entre los cien-tos de mantos púrpura de los basileus bizantinos.

—¡ése tal vez sobrevivió, a todo lo púrpura le exprimieron el color, son pocos los que no quedaron embelesados por él! —le decía a Dandolo mientras revolvía las telas descoloridas de las togas de seda imperiales, desechando las descosidas peche-ras, las túnicas y las diademas desgarradas, los brazaletes des-pojados de sus perlas…

Por fin, lo que buscaban apareció en un rincón, desechado con descuido. Era un manto verdaderamente grande, cuyo ex-terior llevaba cosidas innumerables plumas y plumones, de tamaño pequeño y grande, de un solo color y de varios…

El dux recibió el manto con su mano derecha, lo levantó como si lo sopesara y despacio abrió los párpados de su vista congelada:

—¡No está completo!—¡Desgraciados! ¡¿Qué hicieron?!—¡No tiene las diez mil plumas!

IVLa investigación,

cuántas plumas faltaban

Esa misma noche o día, se hizo la investigación conducida personalmente por el amo de la república de San Marcos. A algunos les cortaron la lengua, a otros la oreja. Al dux no le importaba la manera en que iba a reconstruir todo lo oído o lo

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dicho por los testigos respecto del saqueo del tesoro imperial. Palabra por palabra, Enrico Dandolo obtuvo toda la historia de lo que había pasado con el manto milagroso. En efecto, des-pués pudieron comprobarlo contando, faltaban nueve plumas: justo lo que hacía que el manto estuviese incompleto.

Siete plumas las arrebató el Hampón, viento del empe- rador búlgaro Kaloyan. un viento que tenía el carácter de una urraca grande y que, aprovechando el caos de la guerra, se ha-bía acercado a la frontera de Bizancio para sacar de la ciudad destruida algún botín para sí mismo.

una pluma fue recogida por un tal Geoffroy, un cantor en-tre los cruzados, en realidad un juglar conocido por su voz te-rriblemente mala y por su poco talento.

La novena, más bien la diezmilésima pluma, había des-aparecido quién sabe dónde.

VLa huída

Y mientras un puñado de los hombres más confiables del dux partía en busca de las plumas robadas del manto escita, mien-tras la mayoría seguía saqueando e incendiando Constantino-pla, un tercer grupo de invasores, compuesto principalmente por los caballeros vasallos del conde Louis de Blois, emprendió la búsqueda de teodoro Láscaris, el líder de la defensa bizanti-na. Los latinos no podían olvidar la ofensa propinada por éste. Después de todo, muchos aún sentían que apestaban al suero enmohecido que Láscaris les había vertido encima el otoño pasado, desde las murallas arriba de la puerta de Drongario. Los artilugios de tortura y otros tormentos ya estaban meticu-losamente preparados.

En el horizonte no se veían por ninguna parte las águilas bicéfalas, protectoras del Imperio de oriente. En el cielo re-vuelto volaban en círculos los buitres moteados, y encima del mar surcado chillaban las bandadas de gaviotas. Era la media

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tarde del tercer día de la caída, el extenuado sol estaba atascado en la inmóvil nube de cenizas; por todas partes había enjam-bres de cenizas. Los últimos destellos de la gloriosa Constan-tinopla estaban expirando cuando los espías se enteraron del escondite de los fugados. un centenar de cruzados cercaron la torre solitaria, muy próxima a las murallas occidentales de la capital, milagrosamente salvada de la devastación y del in-cendio enfurecido. A teodoro Láscaris no le habían faltado ha-zañas, pero ni las más prodigiosas podían superar el número de los atacantes que lo estaban sitiando.

Los bizantinos —apenas unos cuantos soldados, corte- sanos, jerarcas y mujeres con niños— se dieron cuenta de que no tenían escapatoria y empezaron a prepararse, a despedirse unos de otros, besando con sus miradas los contornos restan-tes de su ciudad y rogando a Dios a media voz que les per- donara sus pecados. El único que no rezaba era el cronista Nicetas, poco conocido, siempre a la sombra de su tocayo, mu-cho más famoso, llamado Choniates, y todo el tiempo ansioso de comprobar que era injustificadamente relegado. Demasiado volcado hacia la escritura, pero también hacia la vanidad de ser el único que relataría la caída de Constantinopla, ese Ni-cetas el Desconocido, como lo denominaron para diferenciar-lo, no dejaba de escribir y balbucear absorto:

—¡oh, ciudad, ciudad, luz de todas las ciudades, objeto de todos los elogios, espectáculo soberbio para el mundo entero, sostén de las iglesias, protectora de la educación, cabeza de los defensores de la fe, estrella guía de la ortodoxia, lugar de todo lo bueno! ¡Has vaciado hasta el fondo la copa de la ira divina y te ha llegado el fuego más terrible que cualquiera de los que antaño cayeran sobre las cinco ciudades!

El cronista había perdido sus aperos de escritura en la vo-rágine de la guerra, por lo que le vino bien una pluma blanca, encontrada en uno de los callejones serpenteantes de su reti-rada. Aunque los latinos estaban a punto de ocupar la torre, él estaba hilvanando las palabras amargas como poseído, sin ol-vidar un lazo ni una voluta de sus grafías:

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—¡Aun los sarracenos parecen piadosos en comparación con estos hombres que portan la Cruz de Cristo en sus es- paldas!

Así continuaba Nicetas decidido a registrar todo. Para los demás, la hora final parecía haber llegado. Incluso el mismo teodoro Láscaris había depuesto su espada para persignarse por última vez, cuando desde los negros pliegues de los cielos apareció inexplicablemente una cuerda larga, y en uno de sus extremos un simple cubo de madera atado. otra vez, sólo Ni-cetas el Desconocido siguió en lo suyo. Sin dejar la pluma si-quiera un instante, comenzó a leer en voz alta lo que acababa de escribir:

—¡Y aunque todos creían que era una ilusión, una quimera diabólica, se trataba de la gracia manifiesta! ¡Cuando les ex-pliqué lo que estábamos viendo, teodoro Láscaris asió la cuer-da con el cubo! ¡A buena hora! ¡Los latinos empezaban a forzar la puerta de la escalera que daba al piso superior de nuestra torre!

Justo cuando comenzaron a derribar la puerta de la esca-lera que la separaba del último piso de la torre, teodoro Lás-caris asió la cuerda con el cubo para probar su resistencia. La cuerda no se aflojó ni siquiera por un pulgar, como si allá arri-ba estuviera atada al mismo trono de Dios. Primero subieron los jerarcas; las mujeres pusieron a los niños en sus manos libres, y se auparon también. Nicetas el Desconocido era el único que no buscaba salvación. Seguía sentado, tranquilo, limpiándose la frente del hollín, llenando febrilmente los tu-pidos renglones del desgarrador testimonio. La puerta estaba cediendo ante los golpes enemigos, la viga se partió a la mitad, sólo una pizca del tiempo restante servía aún de apoyo ante el final trágico de la historia.

—¡¿Acaso te has hartado de la vida, chiflado?! ¡Nicetas, ven, te morirás! —gritó desde la cuerda un soldado que, junto con Láscaris, fue el último en subir.

—¡Y a pesar de que me aconsejaban que me diera prisa, yo sabía que nada podía acelerarse o pausarse, ninguna de las dos

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cosas proporcionaría el verdadero final de la historia! —bal-buceaba Nicetas a medida que lo escribía.

—¡toma mi mano! ¡Agárrate, te morirás! —No desistía aquél desde la cuerda.

Nicetas el Desconocido no se inmutaba. Le parecía que si dejaba la pluma antes de tiempo, si por el bien de su propia salvación interrumpía un renglón o una palabra, en ese ins-tante se rompería también aquella cuerda celestial… Nicetas seguía escribiendo y balbuceando:

—Antes de que salve esta pluma y este manuscrito, aún res-ta anotar cómo me traspasaron con las lanzas. Perdona, lector, si mi mano llega a temblar, no es por el temor a la muerte, es mi alma que aún se estremece por la desdicha de nuestra ciudad. Así que los latinos embistieron, derribaron la puerta…

Entonces, ese poco tiempo que restaba estalló en pedazos de instantes y los latinos derribaron la puerta. Nicetas acaba- ba de poner fin a lo suyo. Se levantó. Y en lugar de aceptar la única mano tendida, solamente le entregó su pluma y su manuscrito. Como si echara a soplar un viento sagrado, la cuerda, el cubo y el racimo de gente se balancearon juntos, alejándose a izquierda y a derecha una decena de codales. Aun los ojos abiertos de par en par de los latinos fueron insuficien-tes para recibir todo, pero una cosa quedaba clara: la cuer- da que provenía de la inconcebible altura celeste salvó a los bizantinos.

Los cruzados se quedaron en la cima de la torre. Aquel racimo de gente descendió lejos de las murallas de Constanti-nopla. Se alcanzó a ver que los salvados bajaron uno sobre el otro y se perdieron en un olivar cercano. Como si alguien tirara de él, el cubo de madera empezó a regresar despacio hacia el lugar de donde inopinadamente había descendido.

A la ira de los latinos le quedaba sólo Nicetas el Descono-cido. Como si no estuviera rodeado de crueles enemigos, el cronista sonreía serenamente, dispuesto a poner a prueba la veracidad de su relato. Su semblante permaneció igual aún cuando empezó a trastabillar bajo las estocadas de las lanzas.

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Varios años más tarde, en Nicea, la nueva capital del Im-perio de oriente, Nicetas Choniates, uno de los más conocidos cronistas bizantinos, terminaba su famosa Historia, y aunque había usado en abundancia los manuscritos de los testigos de la caída de Constantinopla, en ninguna parte mencionó el nombre de Nicetas el Desconocido. El nombre es destino. La historia está hecha de nombres omitidos.

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DÍA DéCIMo oCtAVo

INada es en balde,

todo forma parte de una historia

Nada en este Mundo ha existido ni jamás existirá de verdad, sin que antes hubiese sido contado al detalle. El verbo eclosiona-do se hizo luz. Asimismo, los días fueron anotados en el libro cuando aún no había existido ninguno. tres vocablos poseen la extensión justa: Cielo, Agua y tierra. El primer fuego se hi-zo arder con el calor contado por la tradición. El crecimiento de la multicolor brizna de hierba, adorno de cabello, y del ce-dro claro, portador del cielo, realmente inicia sólo después de haber sido descrito en las mil hojas de la historia de las plan-tas. Lo mismo pasa con los animales, con el león, el búfalo, la gamuza, el jilguero, el grajo, la chinche de la fresa, la oruga, la morena, el pez raya. El nacimiento, la vida, la muerte, tanto de un príncipe como de un labrador, primero sucedieron en una genealogía. Las crónicas de viaje se abren paso entre las regiones vírgenes, atraviesan las hebras de caminos por los paisajes ejemplares. Aun el simple bullicio del mercado de pescado proviene de una cierta parte de una crónica su- mamente importante. Si a todo esto dices que no lo crees, tu voz será parte de una de tantas discusiones vanas. Por lo tan-to, tal y como está escrito en el mismo comienzo de esta breve observación sobre el arte de narrar historias, nada es en balde, todo forma parte de una historia.

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IILos narradores rebeldes,

la tiranía del señor de la Historia

Curiosamente, cuánto más cerca tenemos una cosa, más cer-teza pierde. Existen narradores rebeldes, aunque no del todo, no de una vez y no como lo disponen los hábitos arraigados. Su nacimiento se remonta a tiempos tan pretéritos que ellos mismos difícilmente recuerdan. tan prístinos como son, la muerte les pisa los talones todo el tiempo. Aunque ellos no viven en realidad, su vida es tan sólo una ficción más o menos larga. Si no fuera por esto último, su destino sería el olvido, después, el paulatino desvanecimiento y al final, la desapari-ción total. Por esa razón, los narradores rebeldes han creado el espacio de la Historia. Ellos necesitan al menos pasar por ella, aunque sea por un instante siquiera, estar ahí al me-nos someramente y de preferencia en secreto, para que su verdadero rostro no sea reconocido en una ocasión futura. un poquito en esta historia, otro poquito en aquella, así luchan por su miserable supervivencia.

Al principio, mientras referían las primeras estrellas, las primeras gotas, los primeros granos, los primeros hombres, mientras estaban jóvenes y mucho antes de la escisión, los na-rradores escogían sus historias con cuidado, tratando de que aun los pormenores más menudos fueran de utilidad para las generaciones futuras. Con el tiempo, una vez que buena parte de lo indispensable había sido inventada, empezaron a pensar sólo en sí mismos, a inventar con el único fin de prolongar su propia existencia. Con la vejez iban perdiendo los sentimien-tos, excepto el de supervivencia pura: ya no amaban, ya no odia-ban, sólo ansiaban componer una historia, cuanto más grande mejor, sin importar lo que ésta significara para los demás.

Es bastante razonable que sean justamente ellos los sospe-chosos de concebir los primeros fratricidios. Es probable que el Mundo se les hiciera pequeño y empezaron a extenderse ávi-damente, sin duda, por encima de la medida humana original.

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todo eso ofrecía un número nuevo, enorme, de posibilida- des. todo eso, como un círculo cerrado, renovaba su razón de ser. Muy pronto, cientos y miles morían en una batalla, iniciada sólo para que un narrador consiguiera el grado de señor de la Historia, para que pudiera pervivir, de uno u otro modo, unos instantes más en su pecaminoso y desconsiderado relato.

La gente común devota a la palabra, los pequeños copistas dedicados a la escritura, conscientes del significado de cada vocablo, pero apartados a un lado, llegaban apenas hasta alguna historia marginal, y sólo podían completarla o arreglarla en las pocas horas en que el señor se descuidaba. En todas las demás ocasiones, los desterraban, sus pequeñas historias se declaraban apócrifas, se omitían alevosamente, se plagia-ban, se arrebataban para algún evento importante y, no pocas veces, se quemaban. Si los señores de la Historia estimaban que aun la hoguera más grande era pequeña para hacer arder la narración (la cual no se había escapado lo suficientemente lejos de su esencia), incendiaban ciudades enteras, desalo- jaban regiones, eliminaban de la faz de la tierra a países y a algunos pueblos; por ejemplo, a aquéllos afectos a los cuen- tos de hadas, los mantenían bajo el incesante y firme cerco de su tiranía.

una persecución particular esperaba a las mujeres que concebían durante la noche de luna llena. Se creía que dentro de ellas maduraba un fruto peculiar, una criatura que después contaría historias capaces de oponerse a la autoridad despóti-ca. Esas mujeres se reconocían porque estaban embarazadas sólo en el sueño, pero, por lo mismo, su embarazo duraba más de lo normal, al menos veintisiete meses. ¿No se esperan, en-tonces, los primeros dolores de parto, el primer llanto del bebé y las primeras palabras del niño, con un gran temor y una gran esperanza? Con el temor al señor de la Historia, al Maligno y a los demonios, que están en una terrible confabulación infer-nal. Con la esperanza en una prole nueva y mejor.

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IIICómo hacer para que la piedra

por todos lados estuviera de cara a Dios

—¡De este modo! —decía el piadoso rey Dragutin, apeándose a cada rato del caballo, volteando cualquier piedra más o menos grande, quitando con las manos desnudas líquenes y musgo, ahuyentando gusanos y ovillos de lombrices o deshaciendo ni-dos con huevos y piel de serpiente.

—¡o de ése! —exclamaba a lo alto, mientras subía los veri-cuetos con un dolor renqueante que lo seguía fielmente desde que se había roto la pierna, sin dejar de esparcir por la umbría de las enormes montañas la bondadosa luz otorgada por el Creador, que él había recogido con sus manos lastimadas en el oriente.

—¡Y de éste! —decía después de depositar en cada grieta de la tierra suficientes poemas, para los que nunca le faltaban palabras de alabanza, por muy profundas y oscuras que fuesen esas hendiduras.

Justo así recorría el rey Dragutin pacientemente las re-giones septentrionales del país serbio, perseverando en voltear cada piedra de cara al sol, en cambiar todas las umbrías en so-lanas, en suprimir cada plántula del inframundo…

Dado que tamaño esfuerzo lo obligaba a avanzar poco, Dragutin progresaba con lentitud. A decir verdad, se acercaba a Žica por los caminos más cortos, pero volvía a alejarse por los senderos de su designio. Ni bien tomaba con brío el camino rumbo al monasterio con su séquito, se detenía, recorría las distancias de rodillas escogiendo sitios pedregosos, como si no sintiera el sufrimiento corporal que todos los caminos autóno-mos provocan implacablemente. Ni bien le parecía al iguman Grigorije, desde la ventana del presente lejano, que el rey por fin se apresuraba a auxiliarlos, cuando éste se daba vuelta sú-bitamente al enterarse de que en tal y tal lugar existía una cruz grabada en un roble, una pequeña capilla o una iglesia derruida por un terremoto, de donde era bueno dirigirse a Dios, de don-

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de se oía mejor para que el Señor percibiera con mayor claridad el arrepentimiento humano. Al llegar a un lugar de ésos, Dra-gutin podaba afanosamente los helechos crecidos, volteaba las piedras dejadas con descuido, desbrozaba la umbría, todo ello a imagen y semejanza de la pureza de su propio espíritu y su propia alma. Al principio, dichas preocupaciones del rey les parecían vanas a sus acompañantes, un simple andar dando rodeos, pero más tarde, ellos también comenzaron a poner empeño en brindar a los cielos un espejo más digno.

Además, como si no se hubiese detenido lo suficiente, este señor devoto encauzaba por el buen camino también a los gru-pos restantes de bogomilos, desorientados entre las perse- cuciones vividas y el caos de su herejía. Es un acto grande de misericordia darle la mano al descarriado. Es una gran alegría ver al pecador encaminarse de nuevo hacia la fe de sus padres.

Asimismo, este señor piadoso, como si no temiera por sí mismo, susurraba tiernas palabras de consuelo al oído mismo de los leprosos errantes. Ahí donde las palabras de alivio no podían ayudar por la enfermedad avanzada, apoyaba su mejilla en silencio contra las suyas y bañaba con sus lágrimas los ros-tros terriblemente deformados. Las tibias lágrimas eran para los intocables como la más suave venda…

Y así, sólo así, obraba siempre piadosamente este señor.Son demasiadas las desgracias en la tierra. El viaje del que abraza la beneficencia y lidia con pérfidas

e invisibles iras para salvar el alma tiene que ser inefablemente más largo que el de los otros.

IVAl contrario de esto, al sur del país serbio

Al contrario de esto, en esos mismos días y a las mismas ho-ras, pero en el sur del país serbio, el hermano de Dragutin, el ilustre rey Milutin, avanzaba deprisa sin detenerse. Cuando la espina de pescado cerró el paso a su ejército por el cañón del

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río Ibar, él desanduvo el camino casi hasta Svrcin, para dar un rodeo hacia el monasterio en peligro. No tenía tiempo pa-ra voltear las piedras, ni siquiera visitaba sus propios legados; se detuvo apenas un rato en una pradera cercana al poblado de Gracanica para echar un vistazo a los rayos de sol entrelazados, que formaban ahí el andamio ya listo para la construcción de la futura iglesia dedicada a la Anunciación de la Madre de Dios. Sin apearse, el señor se persignó tres veces y le dijo al maes-tro de obras:

—¡Edificad con la ayuda de Dios! ¡Pero guiándoos estric-tamente por el haz de rayos solares! ¡Por cada ladrillo bien co-locado, pagaremos con hiperpiros! ¡Por cada uno mal colocado, ataremos con hierro la diestra del albañil a su siniestra hasta que aprenda a hacerlo!

Después, cuando ya se había alejado un poco, se acordó de algo, frenó el caballo, volvió la cabeza y gritó:

—¡Cuando estéis por terminar, levantad la cúpula guián-doos por el entrelazamiento de rayos vespertinos!

Luego, el señor viró rumbo al oriente, y después poco a poco hacia el norte, decidido a rodear las altas montañas y lle-gar al valle donde se elevaba la Iglesia de la Santa Salvación. La velocidad con la que iba no le permitió al rey Milutin sopesar bien si había manera de pasar junto al lugar llamado las Cues-tas del Diablo. ¿Cómo explicar de otro modo que dirigiera la expedición justamente por esos andurriales que las aves de alto vuelo evitaban sobrevolar?

Y es que las Cuestas del Diablo, en realidad, era un monte pelado, una pendiente empinada de la que algo había raspado toda la vegetación. Ahí no crecía ni el más pequeño árbol o ar-busto, ni la hierba más resistente, tampoco cualquier otra es-pecie viva. Según la creencia, el mismo Maligno pasaba ahí por la noche para rascarse en ese lugar como se frotan los animales contra un árbol particular, por lo que a la mañana siguiente los cazadores encuentran en los pliegues de su corteza huellas de su comezón o sus cerdas. Por eso eran pocos los que se acer-caban a las Cuestas del Diablo, donde incluso de día podía

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escucharse todo: un ruido entrecortado, un sordo gruñido y un frotar incesante, esparcidos en derredor. El sendero que atra-vesaba este lugar maldito era angosto, no tenía el ancho sufi-ciente ni siquiera para que un hombre caminara a la par con el más mínimo paso mal dado.

El rey Milutin, sin embargo, era hombre de pocos miedos. Por la narración se desplazaba al igual que por la vida, con ra-pidez y vehemencia. En el tesoro de su corte en Skopje, tenía una plétora de historias amenas o dedicadas a su glorificación. De éstas últimas, repartían algunas durante las grandes festi-vidades para que el pueblo las contara con admiración. Algo parecido se obsequiaba también a cada misión extranjera. Cier-tamente, no todo era tan inocente: una vez que iba veloz por una narración en la que se decía que había arrebatado el trono a su hermano, la conciencia de Milutin fue presa de un vivo y doloroso remordimiento. En otra ocasión se obstinó en ensi-llar un unicornio, aunque fuera a costa de su vida, y no se cal-mó hasta que pudo lograrlo. una tercera vez se topó con una dragona narrada, famosa por su belleza, cuyo abrazo de fuego había consumido a muchos héroes. Desafortunadamente, no se puede asegurar qué fue lo que pasó después, ya que de todo el cuento quedó sólo una nube de chispas flamígeras, sobre las tierras de raška llovieron un largo tiempo las escamas de plata, y el mismo rey regresó con tanta sed que tuvieron que prepararle el lecho en medio de las aguas crecidas del río Mo-rava. Ese remolino, donde estuvo durmiendo tres días y tres noches, fue llamado después el remolino de Milutin. Desde ese acontecimiento, a manera de otros gobernantes que tenían sirvientes para probar su comida, el señor de las tierras serbias y costeras contrató a un paje de noble familia que, por cual-quier cosa, escogía las historias en su lugar.

—¡Cobardes! ¡¿Acaso debamos perder el tiempo por un simple cuento?! ¡No necesitamos abuelas temerosas en el ejér-cito! ¡ésas deben quedarse a peinar la lana o despiojar a los pollos! —Se mofaba de los timoratos mientras se acercaban a las Cuestas del Diablo.

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Y entonces, algunos con valor, otros con vergüenza, tira-ron de las riendas, los caballos se empinaron y los jinetes em-prendieron la travesía. Al principio sin problema alguno, la columna avanzaba por un sendero angosto y lo único raro era el aspecto desértico de su entorno. Se podía oír perfectamente bien cómo la vida entera en este lugar había enmudecido.

VEl encuentro de la historia con la Historia

Ante el rey Milutin estaba un hombre con bastón y una calabaza seca. El señor de las tierras serbias y costeras reconoció en los ojos del viajero la noche anterior, era evidente que el forastero venía de lejos y que había atravesado vastas tinieblas.

—¡obstruyes nuestro camino! —dijo el rey.—¡tú también el mío! —contestó el forastero.—¡todos los caminos en este país están sujetos a nuestra

voluntad, yo soy, Dios aparte, el amo de esta tierra! —El rey sumó a su voz el enojo.

—¡Puede ser que toda la maraña de los caminos sea de tu dominio, pero yo soy el amo de todo lo demás!

—¡No tenemos la intención de tomar en servicio a un bu-fón nuevo! —rió Milutin—. ¡Vamos, quítate de ahí!

—Se dice que los búlgaros y cumanos atacaron Žica y que vas en auxilio de los monjes…

—¡Así es, majadero! ¡Ahora desaparece! ¡tal y como lo di-cen, llevamos prisa para sacar de la desgracia a la antigua sede del arzobispado!

—Sin embargo, Milutin, se dice también que no llegarás allá, así es la historia por la que cabalgas ahora… —respondió en voz baja el hombre con el bastón y la calabaza.

—¡Apártate! —Desenvainó la ira el ilustre rey sobre su ca-ballo encabritado, cuyos cascos remontaron la cabeza de su in-terlocutor—. ¡Nosotros decidimos por dónde ir y cuándo llegar! ¡De nuestra voluntad depende si vamos por un atajo o no! ¡Por

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donde va nuestra huella y la de nuestro ejército, forastero, es por donde van las historias y las direcciones del país de raška!

—¡Hombre ridículo! ¡tú sólo estás aquí para llenar la His-toria! ¡Ya sea con tu paso, con tu espada, o tu fama! —Desapa-reció el viajero tan repentinamente que el caballo del rey no tuvo a quién pisar.

El señor miró a su alrededor. A derecha y a izquierda es-taban las Cuestas del Diablo, llenas de aridez y de las pequeñas cerdas caídas de la espalda del Maligno. En lugar del forastero súbitamente desaparecido estaba sólo la seca calabaza rota. De ésta escurría, espesa como fango, una oscuridad inagotable que se enrollaba alrededor de las piernas de los peatones y los cor-vejones de los caballos. Desde la retaguardia le informaron a Milutin que aun la noche propiamente dicha empezaba a clavar sus garras con malicia en los flancos de la tropa…

Pronto, la oscuridad se cerró casi por completo sobre las Cuestas del Diablo. No pasó mucho, menos de un cuarto de hora, y el último destello —una lucecita de la celda de Sava, encima del nártex de la Iglesia de la Santa Salvación, a una se-mana de caminata de ahí— se había extinguido. una siniestra corriente de aire había empezado a soplar, inclinó la lampari- lla de aceite y se bebió todo lo que quedaba de éste. Cuando también siseó el pabilo, el iguman Grigorije se pegó un susto, cerró de golpe la ventana del presente lejano, apoyó su espal- da en los postigos y a su alma en fervientes oraciones: «Señor, no permitas que el malvado nos ataque a nosotros y a los nuestros…»

Absorto, no oyó lo que todavía decían afuera:—Señor, estamos más abajo que cualquier hondura, no

pudo ser peor. El forastero que se nos atravesó no es un ser humano. Lo que tenemos a nuestro alrededor no es una oscu-ridad. Señor, nos ha devorado…

—¿Quién eres? ¿Quién? —Palpaba la oscuridad la voz del rey, agitaba sus brazos por aquí y por allá.

—Mi nombre es pequeño. Aunque lo escucharas, señor, no lo recordarías…

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—¿Pero quién eres, dilo? —preguntaba el rey cual ciego, enojado.

—Mi posición es intrascendente. Aun si la vieras, señor, no la notarías. No quise manifestarme antes, porque sé que no me hubieras dedicado ni una mirada…

—¡No eres un soldado, te expresas con demasiada suavi-dad! ¡No vives en las Cuestas del Diablo porque no había una sola casa cerca! ¡¿Acaso llegaste acá sólo para decir tonterías?! —seguía Milutin blandiendo su ira tronante.

—No voy a dar más rodeos, señor, no hay historia en la que tú podrías alcanzar Žica.

—¿Cómo? ¿Y si mandamos a alguien de regreso a Skopje? Allí, en el tesoro de la corte, hay una plétora de narraciones que nos glorifican —contestó el rey, pero esta vez él también en voz baja.

—Acaso no dije, señor, que aquí no hay camino normal. Aun si lo hubiera, no ayudarían los elogios selectos y exagera-dos. Es la historia lo que hay que tener, señor, no una corona de gloria pasajera.

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DÍA DéCIMo NoVENo

IHistoria trunca tras historia trunca,

cada vez más lejos por el laberinto sin fin

Bogdan buscaba. A decir verdad, el tapiador ojalio no había exagerado, casi no había ventanas verdaderas. El marco y el contenido de cada una se desviaba al menos un poco de la plo-mada colocada al margen. En los edificios nuevos, la diferencia entre lo que era real y lo que se veía era tanta que en ese inters-ticio temporal podían pasarse en vano decenas de años, a veces una vida común y corriente entera. (En estos espacios solía anidar también el pájaro cabeza de culo, conocido por poder existir a la vez en dos tiempos distintos, sin enterarse jamás de con qué parte estaba en cuál de ellos). Las ventanas en los edificios más antiguos habían sido cambiadas, tapiadas, redis- tribuidas y vueltas a remodelar un sinfín de veces, todo eso bajo el pretexto de la «renovación», así que ni siquiera con los planos originales podía determinarse su aspecto aproximado. Además, no se trataba de que antaño hubiera habido menos falta de la verdad, sino de que la verdad se encubría con me-nos habilidad.

No obstante, Bogdan seguía investigando con tenacidad. Son muchos los peligros que acechan a un buscador. Sobre to-do en los tiempos de guerra. A nadie le gusta que te asomes por su ventana, mucho menos que trates de demostrarle la dife-rencia entre lo ficticio y lo real. Por otro lado, todo poder sin excepción descansa sobre el vasto horizonte que brinda, pero sólo de vez en cuando, por aquí o por allá, algo es realmente real. Si todo el mundo desglosara lo visto tan sólo un poco,

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ningún poder duraría mucho. tal vez por eso le temen tanto a la plomada, ese instrumento antiguo, armado con sencillez de algo pesado colgado de un cordel de cáñamo. (Los códi- gos de algunos países más cautelosos restringen, bajo amenaza de castigos severos, la longitud de ese cordel a la distancia promedio entre la nariz y el índice de una mano tendida).

No obstante, la mayoría de las personas no está dispuesta a dudar de su propia vista o de lo que fueron experimentan- do a diario durante decenas de temporadas sucesivas. Sólo unos pocos notaban pequeñas incoherencias. una señora ma-yor le confió a Bogdan, susurrando:

—Sabe joven, mi departamento siempre ha tenido la vista al parque. Muy a menudo observo a los pájaros. Coloco un co-jín bordado sobre el alféizar de la ventana, apoyo mis codos en él y mis mejillas en las palmas de mis manos y paso todo el día contando a los pequeños gorjeadores. Pero hace tiempo que me atormenta una pregunta: ¿cómo es que ninguna de tantas aves jamás me ha visitado, jamás ha entrado por mi ventana? Estuve preguntando por aquí y ninguno de mis vecinos recuer-da que algún pájaro haya volado a su encuentro. Afirman uná-nimemente: a sus departamentos entra el hollín, los olores a gases de escape, el bullicio de la calle, pero los pájaros jamás. Si los tarros canelos son raros, al menos hay suficientes go-rriones y acentores ateridos. Lo pienso y repienso, y siempre llego a lo mismo. o las aves no existen, o nosotros nos estamos desvaneciendo de alguna manera.

En otra ocasión, Bogdan conoció a un hombre que llevaba años viviendo en el sótano con una vista constante a los pasos de miles de transeúntes.

—Los observo detenidamente y sé mucho mejor que los que viven en las buhardillas hasta dónde se ha llegado —dijo éste en pocas palabras—. Al principio se apresuraban, se pre-cipitaban, corrían. Después, todo ese trajín perdió fuerza, se iba adelgazando, para reducirse a la espera de pan en filas frente a las tiendas vacías y aguardar la esperanza frente a las embajadas cerradas con llave. Es verdad, muchos aún andan

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gastando sus suelas en alguna parte, pero no estoy seguro si saben distinguir hacia dónde van.

Por pura casualidad, Bogdan platicó también con un joven más o menos de su edad, que le dijo que un mediodía, desde su ventana, se había reconocido a sí mismo en la plaza, pero envejecido, casi llegando al final de su vida:

—Lo llamé, es decir, me llamé a mí mismo por mi nom-bre. Vi claramente cómo ese otro se volvió, mirando con temor hacia mí, luego hundió su cabeza en el cuello levantado y se esforzó, pese a que cojeaba de la pierna derecha, por desapa-recer de mi vista. Volví a gritar tras él, pero el anciano renqueó y simplemente se esfumó por algún lado. Yo quería salir e in-tentar alcanzarlo. Sin embargo, una sensación interior me de-cía que no me moviera, que no cambiara de posición ni el ángulo de vista a través de la ventana. transcurrió el día entero. De algún modo ahuyenté el sueño. No podía engañar a mi ve-jiga, oriné ahí donde estaba. Pasó otro día. Mi pie derecho se me había dormido por completo, parecía de madera. Me ma-taban el hambre y la sed. Mi bocado miserable consistía en una que otra mosca imprudente que entraba volando a mi boca. El tercer día empecé a sufrir terribles dolores. Estaba pensando en desistir. Pero justo antes del mediodía, él, más bien el yo envejecido, apareció. Por alguna razón sabía que él también apenas respiraba. Me parecía que tardó años en acercarse, ca-minaba vacilante y sólo entonces entendí que en lugar de la pierna derecha tenía una prótesis. Se paró justo debajo de mi ventana y levantó la cabeza por completo. Nos mirábamos sin hablar. En el mismo instante los dos empezamos a llorar sin voz. Cuando se alejó de nuevo renqueando, me desplomé en la silla y me puse a esperar mi orden de movilización.

Así, historia trunca tras historia trunca, ante Bogdan se tejía un enorme laberinto de ventanas. La multitud de entradas desembocaba en salidas falsas: después de una exploración un poco más cuidadosa, la mayoría de las aberturas revelaba su naturaleza falsa; la corriente de aire aullaba con furia, los tiem-pos revoloteaban como enajenados, apenas una que otra fisura

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llevaba más adelante para acabar luego caprichosamente frente a una pared siniestra o regresar atrás de golpe, por un atajo. Las ventanas ejercían una atracción irresistible, Bogdan no po-día reprimir el deseo de meterse adentro, pero a la vez parecía que una suerte fortuita lo cuidaba milagrosamente de no per-derse en el voraz laberinto o separarse de sí mismo.

En cada regreso, se preguntaba siempre, en una voz cada vez más alta:

—¿Dónde estamos?—¿Pero, dónde estamos?—¿Dios, ojo que nunca duerme, divisas dónde estamos?

IIEl accionista de la Sociedad para la Comercialización

de los Años de la Nueva épocay su hija Divna

Divna tanovic era la hija de un accionista de Belgrado, Ɖurd−e tanovic, uno de los fundadores de la Sociedad para la Comer- cialización de los Años de la Nueva época. A principios del siglo xx, el reino de Serbia trataba de alcanzar a la Europa adelantada y se abastecía de grandes cantidades de periodos faltantes, principalmente por medio de esta sociedad. Los pe-riodos adquiridos se traían en barcos, Danubio abajo, en mi-les de sacos, y el contenido exacto de éstos podía conocerse sólo después de desempacarlos en el puerto de Belgrado. Los mejores años de las importantes épocas pasadas y futuras se reservaban para la Corte, el tesoro del Estado o se vendían en subastas privadas donde una decena de días extranjeros podía valer como toda una heredad. El resto, en realidad, la mayor parte de ello de aspecto dudoso, no pocas veces hasta agorgo-jado, se distribuía en cucuruchos de papel periódico y se re-vendía en los bazares de las poblaciones serbias. La Sociedad para la Comercialización de los Años de la Nueva época obte-nía grandes beneficios. Sobre todo porque los socios europeos

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no pedían dinero a cambio sino las peculiaridades desapare-cidas desde hace mucho en las regiones del occidente. Con los mismos barcos atiborrados, pero esta vez Danubio arriba, viajaban frases para brindar, selectas ensoñaciones, conjuros contra el mal de ojo, ornamentos coloridos, escamas de dragón o el arte de condensar el miedo: el presente local se desvanecía y por todas partes se asentaban el pasado y el futuro extranje-ros. En esos tiempos de confusión, gracias a sus hábiles espe-culaciones, Ɖurd−e tanovic empezó a destacar como uno de los comerciantes más pudientes de Belgrado.

Sin embargo, por muy implacable que fuera en sus tran-sacciones bursátiles, Ɖurd−e era muy tierno con su hija, tal vez porque era viudo, dispuesto a satisfacer las exigencias de la historia que se merecía una hija única de una familia tan acau-dalada. Divna tuvo de obsequio un piano de cola negro, pesado de tantos movimientos graves, transportado desde Budapest, junto con el afinador, en un carro tirado por seis caballos. Sus vestidos llegaban de París, en un baúl los vestidos mismos, en el otro, el susurro de ellos, en el tercero, los suspiros de los muchachos, como correspondía a las cosas de esa clase. La se-ñorita Divna tenía a su disposición una docena de cumplidos para cada parte de su figura y al menos un maestro para cada disciplina útil del espíritu. Aparte de todas las innumerables cosas que podían ostentar las jóvenes casaderas de las pocas casas ricas, en invierno a ella le traían a Belgrado, cubierta de nieve, en grandes baúles de barco, los rayos solares de Lido, peinados de arriba abajo de un modo encantador, y no desme-lenados como los del interior del continente. Para embellecer su historia, en primavera le regalaban a Divna, hecho filigrana, el claro de luna de la riviera francesa, muy apropiado para las fantasías románticas de abril y mayo. En los meses de verano, encargaban especialmente para ella la frescura de las orillas del lago de Lugano, que le permitía moverse con soltura aun durante los parsimoniosos días de agobio canicular. Y en oto-ño, sólo ella podía lucir el discreto baño de oro de octubre de Praga, moldeado justo a la medida de su frente.

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Por todo eso (y sobre todo, por las ocasiones en que sus hombros se cubrían sólo con un bordado hecho de sombras de un simple castaño), Divna tanovic tenía fama en Belgrado. Por dondequiera que se mirara, ninguna otra joven se le acercaba en la gracia de su talle y su porte. todas las casas que cuidaban de la elegancia de sus recepciones, endulzaban el té de la tarde con pequeñas conjeturas:

—¿Y usted sabe quién será el afortunado novio?—¡No me diga, no es posible!—¡No me tenga en ascuas, sea tan amable de añadir un

poco más!En otra ocasión, espolvoreaban los pasteles festivos con

las exquisitas descripciones de su belleza. Esta narración pecu-liar la degustaban también muchos extranjeros que se encon-traban de paso en la pequeña capital balcánica. Ellos volvían a referir el sabor de esas descripciones en sus países respecti-vos, por lo que la fama de Divna tanovic se propagó lejos: dicen que había cruzado el océano y llegó hasta las más grandes ciu-dades norteamericanas.

IIIEl retrato de la joven con el calor

y la sombra de un castaño

A principios del verano de 1913, llegó de Viena a Belgrado un comerciante renombrado, arquitecto de profesión, el distin-guido Andreas von Nacht. (Eso no era del todo fiable, ya que en Viena pensaban que era de Baden-Baden, en los casinos de Baden-Baden lo conocían como el despilfarrador barón hún-garo Andras, y un verano en Balaton, un poeta serbio tísico lo reconoció como el «vivo retrato» de Andrejevic, descendiente del único Andrejevic que hacía más de doscientos años aceptó, junto con la Cruz de Caballero de María teresa, ser católico du-rante una de cada dos estaciones del año y en esa diferencia de tiempo amasó una fortuna fabulosa). Fuera lo que fuese, el vie-

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nés despertaba interés como extranjero, pero al añadir a eso, además, un bastón de nogal con letras y signos incomprensi-bles, el monóculo de vidrio opaco, una moteada calabaza seca entre las maletas de cuero, los faldones inusualmente largos de su caluroso redingote y una pluma de cuervo, clavada en el bol-sillo de su chaleco en lugar de un reloj, no había testigo alguno de su presencia que se salvara de contraer una inflamación en la vista. No obstante, la curiosidad de la ciudad se satisfizo muy pronto; ya que el forastero había venido para hacer negocios, ofrecía unas acciones a futuro, y a cambio pedía sólo algunas historias locales.

Sin esperar oír las condiciones, Ɖurd−e tanovic lo aceptó enseguida. La empresa parecía bastante prometedora. Por pri-mera vez podía importar hasta cuatro años sucesivos, según la promesa del vendedor cuatro años sumamente pesados, por lo que fraccionándolos en cucuruchos de papel periódico, podía ganarse más de lo habitual. A cambio de tal beneficio unas cuantas historias no representaban ningún gasto. Ya en la si-guiente reunión del Consejo de Administración, Ɖurd−e tano-vic intervino de manera decisiva para que la Sociedad para la Comercialización de los Años de la Nueva época comprara por cuenta del reino de Serbia cuatro años: de 1914 a 1918 —hora por hora, día por día, todo el orden de acontecimientos sin saltarse ni uno solo—.

—¡¿Las historias?! ¿Y qué? ¡Escoja la que quiera! ¡Acaso debemos quedarnos sin futuro por esas bagatelas! ¡De cual-quier modo, en este país las historias sobran! —su voz se im-puso con convicción por encima de las de sus oponentes.

Mientras se reunían todos los papeles necesarios y, to-mando en cuenta el deseo expresado por Andreas von Nacht de presenciar la llegada de los envíos, el extranjero fue invitado a quedarse esos dos o tres meses en el hogar de los tanovic, una casa cómoda de dos pisos con un espléndido jardín interior.

Durante los meses de junio y julio, hubo mucho movimien-to en el puerto de Belgrado, los barcos repletos del tiempo fu-turo iban tirando sus anclas. Cada día venía empacado en su

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propio baúl bien sellado. Andreas von Nacht supervisaba cuida-dosamente que todo fuera colocado en orden en el tesoro del Estado, para que no se perdiera o revolviera alguna parte del por-venir. El comerciante aprovechaba el ocio entre dos desembar-cos para observar los reflejos del sol del Danubio o para medir, con unos instrumentos plateados, los ángulos de los rayos y la manera en que traspasaban las copas de los árboles en el jardín de la casa de los tanovic. Con la hija de su anfitrión casi no inter-cambiaba palabras, aunque a escondidas se apoyaba contra la piel de Divna cada mañana, cada mediodía, y cada crepúsculo.

—En verdad su belleza es ejemplar, algo que yo había escuchado en Stephansplatz —se dirigió a ella sólo una vez cuando se vieron atrapados en el jardín en un silencio emba-razosamente largo.

Después se volvió hacia la casa y estornudó falsamente. Divna notó que los faldones demasiado largos de su redingote se comían escrupulosamente cada huella de sus pies. Si no fue-ra por las hormigas pisoteadas y su hilera dispersa por el sen-dero cubierto de menuda grava blanca de arroyo, uno pensaría que por ahí jamás había pasado alguien. Desde esa vez que se estremeció en adelante, Divna trataba de evitar encontrarse con el forastero, ansiando el día en que sus negocios acabasen y él abandonase su casa.

Sin embargo, el plan de Andreas fue distinto desde el prin-cipio. La tarde en que las cuentas debían al fin saldarse, el co-merciante pidió ser pagado justamente con la historia sobre la hija única de Ɖurd−e.

—¡Vamos, señor, de qué sirven las descripciones de su hermosísima hija en este rincón perdido de Europa! ¡Aquí no hay quien las escuche! ¡Es una historia demasiado grande para su pequeño país!

—¡Está bromeando! ¡usted no comprende: más allá de la riqueza, ella es todo lo que tengo! —Se le atoró al desafortunado padre su sonrisa anterior.

—¡No, es usted quien no comprende! ¡Mi querido señor, pague lo que debe por favor, y nos podremos ir cada quien

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por su lado! —contestó von Nacht en un tono que no admitía objeción.

—¿Y si le doy alguna otra historia?—¡De ninguna manera! ¡No estoy interesado! ¡Espero que

cumpla el contrato!Y Ɖurd−e tanovic se quedó sin palabras. Sólo cerró sus pár-

pados en señal de aceptación o por vergüenza de sí mismo. Ella no presintió nada esa tarde. Como de costumbre sen-

tada en su banco, estaba vestida sólo con el calor de agosto li-geramente cubierto del encaje de la sombra de las hojas de castaño que abundaba en el jardín familiar. El extranjero había anunciado su partida esa noche hacia Budapest, y luego a Vie-na. Mientras empacaba su equipaje decía que en Verdún le es-peraba también la firma de un contrato grande… ¡Qué importaba!, ese hombre desagradable salía de su vida. Divna acomodaba la sombra de castaño sobre sus hombros desnudos y, abstraída, canturreaba una canción. Las historias sin melo-día no son gran cosa. ocupada con eso, la joven levantó su mi-rada demasiado tarde. Es decir, justo a tiempo para ver que Andreas von Nacht la observaba desde la ventana de su casa, que apoyaba contra el marco de su ventana un marco prepara-do, suntuosamente tallado, sacaba del bolsillo de su chaleco aquella pluma de cuervo, y en la esquina de la ventana ponía su firma: «A. von N.»

Ya no había más ventana. De toda la historia quedó sólo el grito de la joven:

—¡Le suplico, padre, no deje que me lleve!

IVLa ventana se mecía suavemente,

como si fuera un tamiz para separar el oro

Pronto, la creencia de que la casa de los tanovic estaba maldita se adhirió a ese lugar como una hiedra. Primero, de la noche a la mañana, una grisura lúgubre sustituyó el jardín resplan-

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deciente. Ɖurd−e dejó el comercio, despidió a la servidumbre, cerró la casa aun para los amigos, por desdén ya no hablaba ni consigo mismo; desde la calle lo veían recorrer las habitaciones incesantemente y pegar su oído a las paredes como poseído. Así lo encontraron, debajo de un muro, justo en el momento en que las tropas alemanas y austrohúngaras finalmente ocu-paban Belgrado, el 11 de octubre de 1915. tenía la frente rota, manchada de mortero y sangre. Después de la liberación, la casa de dos pisos sin herederos pasó a ser propiedad del dis-trito. Entre las dos gueårras, la casa de los tanovic cambiaba de uso con frecuencia. Era vivienda para los inválidos de gue-rra, luego para los burócratas, después bodega, y un tiempo fue alquilada para la imprenta de un famoso librero. Sin embargo, nadie se quedaba ahí por mucho tiempo. todos mencionaban un canto femenino que parecía emparedado en alguna parte. Incluso después de la segunda gran guerra, nadie quería vivir ahí. La casa se iba deteriorando por décadas y finalmente fue designada para su demolición.

Bogdan compró las vistas del funesto lugar por poco dinero. El empleado a cargo no podía salir del asombro. ¿Quién nece-sitaba algo así? Si se miraba por la ventana desde dentro se podía ver una calle cualquiera, de las que abundan por todas partes. Si se miraba desde afuera, se podían ver las paredes des-nudas, por aquí y por allá una coleta de telarañas o un clavo oxi-dado. Efectivamente, después de que Bogdan había provisto a la casa de las vistas y les hubo arrimado la plomada durante largos ratos, todo era precisamente así. Excepto un pequeño detalle. A través de la ventana que sí coincidía con el cordel y la lágrima de plomo, de vez en vez caía cual gota un reflejo nimio que, una vez en el suelo, formaba la pequeña sombra de un castaño.

Bogdan pasaba días enteros junto a esa ventana. Cuán- ta cosa no había intentado para hacerla más clara. raspó el moho con las uñas. Con una red redujo a la mitad el crepúscu-lo. Decantó el barrullo de muchos años. trenzó de nuevo los rayos dispersos. Soltó a la ventana un chochín, un ruiseñor, un petirrojo y un zorzal cantarín. Incluso un ave lira para que su

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aleteo dispersara el aire rancio. Luego también una abubilla hambrienta para que picoteara los gorgojos que habían pro- liferado. Durante horas mecía con suavidad el marco de la ventana como si fuera un tamiz para separar el oro. Y fue jus-tamente ese acto el que dio origen a la copa real del castaño, y de ella, como un vástago peculiar, se desprendió una voz fe-menina que modulaba una hermosa y singular melodía.

Después, todo pareció desarrollarse más rápidamente. El castaño echó nuevas ramas. Apareció otro árbol. un tercero portaba una pequeña porción de cielo. El sendero cubierto de menuda grava blanca de arroyo. Agosto. un arriate de flores. El pasto. Aquella voz conducía como un hilo hasta la silueta sen-tada en el banco. una mañana, a plena luz, se mostró la escena completa: un jardín y en él, una joven cantando en voz baja.

Al principio Bogdan y Divna sólo platicaban por la venta-na. Luego él empezó a bajar al jardín. La historia de la hija de Ɖurd−e tanovic estaba completa, intacta durante años, sin que faltara nada de su belleza… Empezó el otoño, pero en la ven-tana seguía el verano. Afuera llovía, el viento traía el frío, pero por la ventana seguía calentando el sol de agosto…

—Su historia es tal que podría escucharla todo el día —de-cía Bogdan al lado de Divna.

Y ella, tanto tiempo sola, lo complacía. Al final, la historia se hizo tan densa que Bogdan sentía la mano de Divna en la suya, su aliento en su mejilla, su calor al lado de su propio ar-dor, la boca de Divna pegada a la suya. Después de besarse, se sumieron en las suaves sombras de las hojas de castaño. Ya sea por el contacto de los dedos de Bogdan o por la naturaleza fe-menina, el calor subió por las piernas de la joven, descubrien-do sus pantorrillas, luego sus rodillas y, ante el vértigo del desenlace, también los muslos recubiertos tan sólo por tiernas hierbas. El calor superior de Divna se desabotonó liberando el acceso a las líneas del cuello, al relieve de sus senos erguidos y a la suave llanura de su vientre.

—El calor de agosto es sólo un velo de tu ardor —susurraba Bogdan.

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—Descúbreme toda —le respondía ella.Bajo las palmas de las manos de los amantes crecía el es-

tremecimiento, la humedad afluía a las pequeñas bahías de Divna, su bozo se perlaba de pequeñas gotas de sudor. En Bogdan aumentaba el vigor colmando sus músculos con un do-lor nuevo, pero dulce. Por todo el jardín volaban los gemidos que daban cuenta de la entrega total. refrenados por mucho tiempo, se abrían paso entre las ramas del castaño, sacudían sus frutos inmaduros, en momentos chocaban salvajemente contra el seto vivo que delimitaba la vista…

un suspiro muy fuerte se escapó tan descuidadamente que rompió el vidrio en la ventana de la casa de los tanovic. Divna y Bogdan se estremecieron: en el marco de la ventana estaba el anciano con la pluma de cuervo en la mano y una sonrisa sarcástica en el labio inferior.

—¡Von Nacht! —chilló ella.—¡Huyamos! —dijo él horrorizado.recogiendo tan sólo un poco de la historia, los dos hu-

yeron al departamento de Bogdan. Mientras Divna tiritaba de miedo en un rincón del pequeño cuarto, él cerraba la ventana hacia el lejano jardín con el calor de agosto. La vista se entur-biaba, los castaños se quebraban como si estuvieran en un re-molino, los reflejos de las hojas se convertían en una espuma gris, brotaban burbujas furiosas, infladas por las amenazas del comerciante de tiempo:

—¡¿Adónde van?! ¿¡Acaso creen que se puede huir de mí tan fácilmente?!

VAun de los mejores que tú,

por un poco de gloria o de vida despreocupada,yo obtenía lo que quería

Y los amantes empezaron a vivir a escondidas. Sin embargo, de Andreas no se podía escapar realmente. tarde o temprano

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aparecía en cada vista. Apenas los dos jóvenes se instalaban en un nuevo refugio, lo veían parado en la calle mirando su ven-tana. Apenas Divna y Bogdan escogían un lugar trivial en un edificio común y corriente, notaban al hombre con la pluma de cuervo en la ventana de enfrente. Apenas volvían a desple-gar su historia, les parecía ver al comerciante de tiempo y se escabullían logrando recoger deprisa cada vez menos palabras. No había duda de que las vistas estaban conectadas mediante pasillos secretos por los que el anciano transitaba con facilidad y rapidez. Se demoraba solamente en el caso de las ventanas que estaban alineadas con la plomada, pero aun ahí aparecía cada vez más y más próximo.

Finalmente, era el ocaso de una tarde de invierno, más bien el inicio de la noche, en algún lugar se oía el aleteo del mochuelo, cuando Andreas von Nacht simplemente arremetió contra la ventana del departamento del señor Isidor, amigo de Bogdan, quien estaba buscando pájaros en alguna parte. Blo-queó cualquier idea de huida. Su bastón apartaba la luz que ya era pálida, y una sombra profunda ocultaba su rostro. Desde debajo de ella, llegaba una voz gangosa:

—¡Devuelve lo que es mío!—¡Jamás! —rehusaba Bogdan.—¡Devuelve lo que tomaste, tal vez te perdone la vida! —¡Ni una letra de ello siquiera! —respondía Bogdan mien-

tras apretaba la mano de Divna.—¡Devuelve la historia, te daré otra, mejor! ¡En ella alcan-

zarás la vejez, tendrás suficiente dinero y una mujer mucho más bella!

—¡Estoy contento como estoy!—¡te vas a arrepentir! ¡Lamentarás amargamente el haber

iniciado todo esto! ¡te acosaré por el resto de tu vida! ¡No ten-drás paz! ¡tú no sabes, gusano, a quien te enfrentas! ¡Las his-torias más grandes también son mías! ¡Las he conseguido de otros más valientes que tú! ¡Aun de los mejores que tú, por un poco de gloria y de vida despreocupada, yo obtenía lo que que-ría! —amenazaba terriblemente Andreas von Nacht.

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—¡te esfuerzas en vano! —respondieron casi al unísono Divna y Bogdan.

A esas palabras el comerciante suspiró con rabia y empezó a empequeñecerse en la ventana. Su figura empezó a girar co-mo en un remolino hasta desaparecer.

Bogdan se levantó con cuidado para ver adónde se desva-neció su perseguidor. Afuera parecía como si nada hubiera ocurrido. La vista mostraba a la gente pasando. Se parecían a la menuda arena revoloteando en un enorme torbellino.

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DÍA VIGéSIMo

ILas burbujas de Simeón el Estudita

Además de su vida monástica en comunidad, el mismo monje Sava, más tarde arzobispo serbio, estaba dispuesto, siempre y cuando se lo permitieran las circunstancias, a practicar la vida ermitaña. Por lo general, el devoto ejercía este recogimien-to en el silencio en su celda de anacoreta, no lejos del ilustre monasterio de Studenica, en un lugar ubicado justo entre el permanente abismo y la inagotable altura. Ahí se curtía en el sosiego y adquiría las virtudes de un santo.

Los anacoretas serbios aprendieron este modo de vida, que conducía al auténtico conocimiento de Dios, de Simeón el Estudita, también conocido como Simeón el Nuevo teólogo. Con el tiempo, el hesicasmo1 se propagó alrededor de algunos monasterios, sobre todo en el Monte Athos. El hesicasta se separaba de la comunidad y, tomando el camino del arrepen-timiento, se retiraba en algún lugar escarpado donde, separado del mundo y de los hombres, se entregaba enteramente a su única actividad: la oración meditada. El asceta reducía al mí-nimo todas las actividades de su cuerpo incluyendo la respira-ción, la alimentación, el habla, hasta cualquier pensamiento que no llevaba a la comunicación con Dios. El que se entregaba a la oración con particular celo esperaba alcanzar la unión del espíritu con el corazón y, al final, la visión de la luz divina co-mo la que vieron los apóstoles en el monte tabor.

1 Práctica asecética del rito ortodoxo que busca la unión mística con Dios, a través de la soledad, el silencio y la quietud.

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Con el tiempo, en su búsqueda de lugares solitarios, los hesicastas se fueron alejando cada vez más del mundo. Al prin-cipio se apartaban sólo de cualquier lugar habitado por la gen-te. Después añadían a la simple distancia otros obstáculos diversos, levantando sus lugares de retiro en sitios de difícil acceso, en algún desierto calcinante lleno de apariciones, en una montaña demasiado alta aun para un águila, en un bosque tan espeso donde se extraviaban incluso los animales… A me-nudo su morada humilde era un remolino de viento seco, una cueva húmeda o un tronco despojado de sus anillos por la car-coma del tiempo. Pero a veces tampoco eso les bastaba. En su deseo de lograr un aislamiento completo, en el que nada ajeno pudiera perturbar su silencioso ensimismamiento, algunos hesicastas se retiraban en el agua, en las grietas bajo la tierra o en el mismo aire. Así, el célebre Simeón el Estudita pasó un tiempo encogido en una burbuja en el fondo del mar Medite-rráneo, Nicéforo el Solitario cegó con los salmos muchas grietas hacia el inframundo, y de joven, Gregorio el Sinaita se había subido a una nube que proveía de copiosas lluvias todas las par-tes donde habitaban los verdaderos fieles. De la burbuja del primero de éstos, que tenía el tamaño justo de un hombre, se hicieron más tarde exactamente ochocientas ochenta y ocho burbujitas. Algunas de ellas se guardan con mucho celo en los relicarios de los monasterios de Meteora, de Hilandar, de Mi- leševa, en la Catedral de Santa Sofía de Kiev, en la iglesia de San Juan Caneo en ohrid… Y algunas todavía flotan en las aguas o en los aires, obsequiando a los que las reconocen un pequeño pero decisivo soplo que reconforta el corazón y el espíritu.

IILas yeguas apastadas con la pelusa del diente de león

A unas cien brazas más abajo de los recién abiertos postigos de tejo de la ventana del presente cercano, los cuatro asediadores más prominentes, el terrorífico príncipe de Vidin, Šišman, el

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jefe cumano Altan, el sirviente Smilec y el mecánico sarraceno Arif, deliberaban desde la misma mañana del vigésimo día de la Pascua de qué manera habían de alcanzar Žica. Ante el calla-do príncipe, cada uno de los otros tres daba su opinión.

El jefe cumano estaba a favor de una embestida para ani-quilar al enemigo en un combate:

—¡¿Acaso debemos aburrirnos de nosotros mismos?! ¡¿Para qué seguir dando rodeos?!

El sirviente Smilec se pronunciaba por envenenar con con-juros maléficos la poca agua que les quedaba a los monjes:

—¡Para esperar que la sed postrara la defensa del monas-terio hasta la rendición!

El sarraceno se ofrecía a construir, por ejemplo, una gran ave mecánica parecida a la real, capaz de cortar el rabo del sol que hicieron pasar por las pequeñas ventanas en la base de la cúpula de la iglesia:

—Y en su vientre ponemos a dos eunucos para que imiten el gorjeo y a dos guerreros hábiles para que bajen una escalera y así permitan que suba el resto de los soldados.

El príncipe no decía nada, sólo pasaba su índice por las propuestas ofrecidas, como si separara habas desparramadas. No llevaba nada en la cabeza, había soltado su gorro de lince vivo para que se fuera a la caza.

—¡Hayirli!2 ¡¿Acaso vosotros los cumanos tenéis caba- llos voladores?! —Se mofó el sarraceno en la cara de Altan—. ¡¿Acaso rasuráis vuestro juicio junto con vuestro cabello?! ¡¿Has pensado, sabelotodo, en cómo trepar las cien brazas de altura?!

—¡Mandé apastar a las yeguas desde la madrugada! —Altan brincó ofendido—. Helas allá, dispersas en las laderas. Por or-den mía, los mozos las obligan a pacer sólo las pelusas del diente de león. también una decena de mis hombres selectos ha desayunado sólo eso.

—¡tonterías! —le reprochó Arif.

2 En turco en el original: ¡Buena suerte!

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—¿Y qué es aquello? —se burló Altan apuntando con su cabeza hacía el oeste.

Desde la dirección indicada avanzaba un pequeño grupo de palafreneros cumanos. Cada uno tiraba de la rienda una yegua y todas ellas tenían la panza inflada como un odre, pero además, cada una levitaba a una buena distancia de la tierra, y los mozos batallaban por impedir que se subieran al cielo. La levedad na-tural de la flor de diente de león restaba el peso real de los ani-males. una decena de los soldados más valientes ya estaban esperando montarlas. Altan se inclinó ante el príncipe:

—Señor, ¿nos ordenas atacar?El terrorífico príncipe seguía callado. Sólo después de un

tiempo se levantó y con desdén desechó todas las sugerencias excepto la de Altan, o con la punta de su bota las aplastó por completo.

IIIEl pozo,

y muy al fondo, las huellas de los piessobre los destellos del agua

Arriba, al este de la iglesia grande, durante la noche había en-callado en la copa del roble más alto una nube oscura, típica de otoño, aunque todavía ni siquiera era verano. Ya fuera una se-ñal divina o una mera casualidad, pero un extremo de la nube dejaba asomar el lugar donde pernoctaron las dominaciones: llevaba impresos sus contornos y parecía espolvoreado con un polvo dorado. La mayoría creía que se trataba de lo primero. Muchos juraban por sus vidas que habían escuchado en su sue-ño el susurro de numerosas alas, justo como si las dominacio-nes se cuchichearan mientras se acomodaban en sus lechos. Además, un ciego juraba que las había visto:

—¡Al principio pensé que había recuperado la vista! ¡Pero entonces me di cuenta de que no distinguía lo demás, ni mi propia mano que había levantado frente a mí, ni la paja sobre

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la cual yacía, ni el marco de la ventana por la que estaba mi-rando, ni las constelaciones ni los astros, ni la luna, sino sólo las coronas, los cetros, las armaduras y la guirnalda de plumas llameantes! Cuando sus alas se replegaban, la cálida luz se apa-gaba y la noche de nuevo cubría mis ojos! ¡Cuando sus alas se desplegaban, el fulgor era tan grande que por primera vez en mi vida de ciego no anhelaba ver un día de verano, el sol enci-ma de una montaña, ni ninguna otra cosa más, en absoluto!

Fuera lo que fuera, la falta de agua obligó a la comunidad a intentar aun lo improbable. Algunos laicos y monjes rodea-ron al iguman Grigorije rogándole por la bendición:

—¡Permítanos, padre, cavar un pozo! ¡El nubarrón parece bien cargado! ¡Engordado de la abstención de varios años! ¡Debe abundar en vetas de agua! ¡Permítanos, venerable, que lo intentemos!

Para deshacerse de ellos, el iguman cedió. Con todas las herramientas necesarias, los excavadores treparon aquel roble. La horqueta de rabdomante mostró dónde pegar los primeros golpes con la azada. La costra endurecida se rompió fácilmen-te, la superficie empezó a abrirse. Luego los picos se hundieron en la densa masa, se toparon con una capa más dura, pero las obras avanzaban, la mañana aún no terminaba y el pozo era ya tan profundo que la escalera apenas se asomaba de él.

Casi todo transcurría como si la construcción se realizara en la tierra. Conforme los laicos avanzaban un palmo o dos, los monjes subían para asegurar los lados con sus plegarias y evitar el derrumbe de la altura alcanzada. Después, los laicos volvían a bajar al hoyo cavado. Lo único distinto era que no había que sacar los haces de niebla de la nube con baldes, ya que caían por sí solos a la tierra. Como para darles ánimo aparecía una que otra gota extraviada y, en la cima del roble, uno de los hombres esperaba con escudillas junto al mismo borde de la nube para recoger las gotas de esa lluvia. Sin embargo, esa poca agua no bastaba para la vida del monasterio.

Alrededor del mediodía, los poceros cambiaron brusca-mente el rumbo de la excavación. El miedo de que su labor

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perforara la nube por completo aunado a la huella de las con-chas, el periódico croar de las ranas, las espinas de pescado, los reflejos de los caballitos de mar y los círculos transparentes, como cuando una mosquita se posa para apagar su sed, todo eso decía que la veta de agua estaba a la derecha. Sin embargo, el avance se hizo más lento, porque la nube asfixiaba cada vez más a los que trepaban en su interior y los obligaba a salir del foso a menudo, tan sólo para recobrar el aliento. La dificultad de las obras aumentó también porque los haces de niebla ya no caían por sí mismos desde el túnel lateral. Había que sacarlos en cestas, cada uno por separado. Pero cuando lo excavado se acumuló en demasía alrededor del pozo, varios laicos tuvieron que trasladar todo eso al otro lado. Levantar el pico, clavarlo, recoger, sacar, levantar el pico, clavarlo, recoger, sacar… Los que miran las majestuosas nubes grises desde abajo, tumbados cómodamente bocarriba en un prado e inventan ociosamente lo que éstas predicen con sus formas, desde luego saben menos acerca de ellas que cualquier tribu nómada que se pasa toda la vida cargando por los desiertos una sola nubecita pálida y des-carnada, la única fortuna de los miserables, ligera sólo a pri-mera vista.

Sin embargo, aun si de todo eso no hubiera dependido la supervivencia de la comunidad, si no se estuviera decidiendo el destino de los defensores del monasterio, cavar un pozo en una nube habría sido un trabajo interesante, lleno de pequeños descubrimientos. Allí había senderos de pájaros soterrados, chillidos atrapados quién sabe cuándo de una bandada de grandes cormoranes, un delgado rayo del sol temprano, apri-sionado durante tanto tiempo que se había solidificado en un grumo de oro, una semilla de picea traída por el viento de la que creció un brote, uno que otro resquicio del aire cristalino de la mañana, los huevos petrificados de una avefría agotada antes de alcanzar el verdadero nido…

uno de esos hallazgos casi les costó la cabeza. Siguiendo la humedad de los haces de niebla por el túnel que no dejaba de serpentear, todos llegaron hasta un hueco, una especie de

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vaina en la quedó atrapada una ráfaga de viento tempestuoso. Liberado por su descuido, se precipitó desenfrenado por el túnel; un relámpago sin consumir fustigó la bóveda, los pun-tales se rompieron, el techo sucumbió y se desplomó, faltó po-co para que aplastara a los poceros. La salvación fue la oración de los monjes que hizo de soporte. Después, el monótono trabajo continuó de nuevo, con el mismo ritmo: levantar el pi-co, clavarlo, recoger, sacar, levantar el pico, clavarlo, recoger, sacar…

De pronto, el pico se hundió con facilidad, casi como si se hubiera sumido en el simple aire. La capa nebulosa se desmi-gajó y el túnel se abrió en una sala amplia y alta. Los poceros se dieron cuenta en seguida de que se encontraban en una es-pecie de cueva, hasta entonces oculta en el corazón de la nube. Desde el suelo se erguían gruesas columnas algodonosas de soporte. Desde el techo colgaban las delicadas formas lanceo-ladas. La mayor parte de la cueva albergaba un lago de agua perfectamente transparente, pulida por un silencio secular hasta la claridad del cristal. En el fondo, blanqueaban los ban-cos de peces y conchas de nácar lactescente. El único sonido provenía del murmullo del vapor y de las gotas que se desliza-ban formando entrelaces, racimos, sinuosidades y redondeces, todos los ornamentos de la cueva. El resto, incluso el eco, tenía la sonoridad del silencio.

Con la atención fija en no perturbar nada con sus palabras, empezaron a regocijarse intercambiando miradas: la cantidad de agua encontrada alcanzaba para soportar varios meses de cer-co. Pero el llenado de baldes se detuvo casi aun antes de em-pezar verdaderamente. Sobre la misma superficie del agua, sobre esa primera capa de destellos y a lo largo de todo el pequeño lago, los poceros notaron pisadas humanas. En esas partes el destello llevaba ligeras impresiones de pies descalzos, se distinguían los dedos y el talón, como si alguien hubiera ca-minado por allí. Pronto, los monjes vieron que las huellas se-guían como un sendero recto que llevaba al interior de la cueva, pero siempre sobre los pequeños espejos de agua.

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Persignándose, los poceros emprendieron el camino de la curiosidad. Pero a ellos la superficie no los sostenía, por lo que se hundían siguiendo el extraño rastro hasta los tobillos, la cintura o el cuello. La cueva se mostró más grande de lo que parecía a primera vista. Por mucho que trataran de ser silen-ciosos, el chapoteo de los poceros acarreaba salpicaduras, go-teos y culebreos de agua, y miles de ecos resonaron por toda la nube. Los retumbos empezaron a transformar las salas de la cueva, las columnas algodonosas comenzaron a moverse, las paredes a encogerse y expandirse, del techo se desprendían primero unas gotas grandes, después las lanzas colgantes y fi-nalmente, sobre los pequeños lagos se derramó un estrépito colosal.

todos se sentían culpables de haber traspasado, sin nin-guna invitación, los límites de la comprensión humana y justamente estaban pensando en regresar, cuando ante ellos surgió una isla que parecía hecha de niebla arenosa. Pero eso no era todo. En la pequeña isla, además, estaba un anciano de barba y cabello blancos, párpados cerrados, cabeza agachada, arrodillado y con las manos juntas en oración. Aunque no se podía ver si movía sus labios, aunque su barba no revelaba si-quiera si respiraba, en derredor suyo podía escucharse en in-tervalos regulares:

«Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí».«Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí».«Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí».

IVAfuera, entre la nube y la tierra

Pero afuera, justo debajo de la nube, alrededor de la iglesia de la Santa Salvación, una decena de cumanos ya cabalgaba entre los terrones flotantes sobre las yeguas infladas de la pelusa del diente de león. La escena era terrible. Los sitiadores espolea-ban los odres vivos y blandían gritos, espadas desenvainadas y

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miradas de odio. El pueblo refugiado y los monjes se resguar-daron en las dos iglesias, en las celdas, en el refectorio, en la hospedería y en los demás edificios. Los agresores encontraron en un pino, tejiendo cestas para colmenas, a un novicio impru-dente, ayudante del padre Pajsije. Al alcanzar al desafortunado, lo decapitaron al instante. La cabeza rodó al suelo con un ruido sordo. El tronco sin vida, que aún salpicaba sangre y pen- samientos piadosos, fue arrastrado de una pierna, cual ca- rroña, alrededor de la iglesia grande por los agresores, que lanzaban amenazas espeluznantes sin cesar:

—¿oye, iguman, lo estás viendo? ¡Ahora mira por las ven- tanas!

—¡Ahí en la hierba brotó una calabaza crespa con nariz, boca y ojos!

—¡Mira el milagro, iguman! ¡No hay ningún sarmiento, pero por todo el patio habrá calabazas!

Fueron pocos los que pudieron preservar la clama. Presas del miedo, casi todos estaban hechos un mar de lágrimas y so-llozos. Sólo el herrero radak y algunos cuantos monjes empe-zaron a defenderse llenando sus pulmones de aire y soplando a los jinetes flotantes esperando alejarlos. En vano. Los cumanos llevaban también unos escudos ligeros, hechos de mimbre y cuero, gracias a los cuales los soplos se bifurcaban sin afectar-los. Žica se asemejaba a una manzana roja atacada por avispas.

Sobre la puerta del nártex del hogar de la Salvación ya re-tumbaban los hachazos. Muchos terrones desaparecían bajo los cascos de las yeguas. Los abetos se inclinaban, a punto de caerse. una lanza, que entró volando por la ventana de una celda, clavó contra la pared las palabras de una plegaria. En otro extremo, junto a la ventana de la hospedería, dos soldados se disputaban el botín de pequeños rezos populares. un tercero atracó junto a la torre y con un mazo batía furiosamente la gran campana. ésta, resquebrajada, tomó impulso hacia arriba, pero como un ave con un ala rota desfalleció, y empezó a derrumbarse…

—¡Atad las cuerdas a las cúpulas! —ordenaba desde abajo el terrorífico príncipe de Vidin, Šišman.

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—¡A las cruces! ¡Atad lazos a las cruces! —agregaba el sir-vente Smilec.

—¡tensadlas! ¡tirad hacia abajo! —decía con regocijo el jefe cumano Altan.

VCientos de palmas tendidas

Dentro de la nube no se oía esa barahúnda de la guerra. Los poceros caminaban alrededor del anciano para averiguar si se le podía contar entre los vivos o no. En torno a los pies del anacoreta encontraron alimento frugal: una que otra baya, dos o tres hongos, un montoncito de frutos silvestres secos… Y siempre aquel:

«Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí»El anciano estaba en perfecta calma, las palmas de sus

manos, mucho tiempo unidas por el rezo, parecían pegadas. No daba una sola muestra de que los visitantes lo perturbaran, pero todos en sus almas escucharon sus palabras mudas: «¡Me interrumpís en una oración secular! ¿Acaso me encontrasteis para perjudicar mi recogimiento silencioso? Entonces, ¿ni siquiera una nube está suficientemente lejos del tumulto de la vida?»

—Perdona hermano, somos monjes de Žica, un monaste-rio arriba del cual te detuviste. Estamos en desgracia, no tene-mos agua para aguantar el terrible asedio del ejército búlgaro y cumano… —dijo en voz alta uno de los reunidos y le contó todo lo que fue y lo que amenazaba ser.

Sin esperar a que éste terminara, el hesicasta se levantó sin una palabra. Luego se fue al fondo de la cueva, sin volver una mirada hacia la desdicha de la comunidad monástica. Ca-minaba por encima de los pequeños lagos de cristal, sus pies descalzos apenas dejaban huella sobre la superficie destellante. Ni los monjes ni los laicos podían creer que los iba a dejar así, sin ningún consuelo. tras el hesicasta se retiraban también los

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bancos de peces y por el fondo se arrastraban las conchas de nácar lactescente. En la isla donde antes había estado el ancia-no, ahora sólo quedaba:

«Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí».«Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí».«Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí».Pero entonces se escuchó un estruendo, luego un estrépi-

to, el suelo empezó a moverse y ahí por donde se iba el anaco-reta, se empezaba a levantar la cueva. La ruptura del equilibrio inclinó toda la nube de un lado. Los lagos empezaron a verterse unos a otros, el agua tranquila se volvió cascadas, corrió y el torrente alcanzó a los poceros llevándolos a través de las salas y de los túneles como si fueran simples ramitas. Las olas es-pumosas brincaban unas sobre otras, arrancaban las paredes y los aleteos de las aves atrapadas en ellas. Al final, el torrente encontró la salida y la gruesa lluvia empezó a tamborilear sobre el techo de plomo de la gran iglesia, sobre el techo de piedra de la pequeña, sobre las tejas de madera de los otros edificios, sobre los terrones, sobre los centenares de las palmas de las manos de la comunidad de Žica, asomadas por las ventanas del monasterio elevado…

La lluvia estuvo llenando los baldes hasta el ocaso del día. Con ella cayeron también uno que otro fruto seco, conchas o crías plateadas de peces. La lluvia primero empapó muy bien a los cumanos y sus yeguas infladas de la pelusa del diente de león; después, aun más pesados por toda esa agua, los sacudió de la altura para estrellarlos en el lodo debajo del hogar de la Salvación. Cuando cesó, el aire estaba limpio, como lavado, sin una pizca de polvo. Los poceros fueron encontrados, un poco resfriados, enredados en las ramas de los robles. Mien-tras aquella nube, lugar de retiro del anciano desconocido, se escabullía del cielo, el agua de la lluvia se entretejía alrededor del monasterio en numerosos arroyos.

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LIBro QuINto

VIrtuDES

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DÍA VIGéSIMo PrIMEro

El crecimiento

Primero amaneció el sábado de San Jorge.Después, se recuperaron los terrones con pasto.Las briznas de hierba marchitas revivieron a lo largo y an-

cho del patio elevado, y aquella pradera menguada se convirtió en un pastizal suficiente para todo el ganado del monasterio.

Los robles encorvados se enderezaron, ya no podían al-canzarse con una sola mirada.

Los pinos perfumaron el aire.Los abetos ostentaron sus sombras.Por los resquicios de las piedras del refectorio se asoma-

ron las hojas del llantén.Al sur de las celdas brotó el malvavisco.En las pequeñas ventanas, el ojo de poeta, el ojo de perdiz

y el ojo de buey.Cerca de los establos crecieron las tupidas matas de la uña

de caballo.Proliferó la salvia.Pulularon el trueno, la hierba luna, el atajo.Se propagó la angélica y la sanamunda.Y la albahaca. Al alba del vigésimo primer día, una bandada de aves de

vuelo alto trajo en sus picos unas semillas que soltaron a lo largo de la base de la iglesia grande.

Las aves todavía no se perdían en el horizonte y el templo ya estaba rodeado de los jóvenes tallos de hierba santa.

Sin preocuparse por el peligro, la gente empezó a hormi-guear hacia los arroyos de lluvia flotantes.

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Las madres cargaron a los niños para bañarlos. otras mujeres llevaron algo para lavar en los rápidos.Muchos tan sólo se arrodillaron y sumergieron por com-

pleto sus cabezas en el agua.De un manantial de agua virgen se llevaba el agua para los

enfermos en la hospedería.Los bodegueros rodaron los toneles hasta la ribera y, al

llenarlos, los soltaron por la ladera hecha de terrones hasta la cocina.

El monje a cargo de los burdéganos del monasterio, sacó a abrevar a los animales.

En todos los charcos formados por sus cascos se metieron sendos gorriones a bañarse.

Junto al arroyo flotante, al pie de una sarga colorada, bro-tada en el cielo, dormitaba el viejo padre Spiridon.

Al igual que en los alrededores del monasterio, el crecimien-to se sintió también en la misma iglesia de la Santa Salvación.

En el nártex, la copia de la carta hecha por el iluminador Ananije alumbró con sus letras las blancas negruras.

A lo largo del lecho seco del Jordán pintado se abrieron veneros y las olas inquietas quedaron atrapadas de nuevo entre dos orillas de piedra.

Cerca de ese lugar se sentía la frescura del río. Las grietas de los muros cicatrizaron.En la imagen del nacimiento de la Madre de Dios, la jarra

de santa Ana se llenó hasta el borde mismo.El agua destellaba de nuevo en los cálices, cántaros, ja-

rros, escudillas, y otras vasijas pintadas.Del mármol blanco de la tumba del bienaventurado arzo-

bispo Jevstatije I brotó una reina de los bosques.La vivacidad inundó también a los fieles. La esperanza decaída revivió.Los ojos brillaron como centellas.Se renovó el fervor de la oración.Se triplicó la luminosidad de las llamas en las lamparillas.El canto se acrecentó.

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Se centuplicó el chisporroteo de los cirios.Se intensificó el sonoro eco por el templo de la Ascensión.Los rayos se entrecruzaron en derredor como si fueran

enviados por el Señor. En medio de la catecumenia, ante los ojos del iguman de

Žica, Grigorije, de nuevo se abrió y hojeó por sí mismo el libro de los Cuatro Evangelios.

Las abejas se reunieron justo en aquel lugar del Evangelio según San Juan, donde Cristo le decía a la samaritana: «todos los que beben de esta agua, tendrán de nuevo sed; mas quien beba el agua que yo le daré, no tendrá sed nunca, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua surgente para la vida eterna».

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DÍA VIGéSIMo SEGuNDo

IUna Sanguijuela de desierto bien cepillada

rinde de diez a veinte días despejados de verano

Son muy pocas las personas conocedoras de los secretos de los vientos. La mayoría de la gente los distingue según la dirección de donde vienen, sin percatarse de sus peculiaridades y deno-minándolos de manera general como el viento del norte o el viento del sur. Los otros los dividen simplemente en diurno y nocturno. Los terceros sólo conocen el viento de valles y el de montañas. Por la naturaleza de su oficio, los marineros los clasifican, según su fuerza, desde la brisa hasta la tempestad. Y ahí se agotan, más o menos, las denominaciones de los vien-tos más conocidos, aunque su cantidad es incomparablemen-te mayor. En realidad, hay decenas de miles de ellos, y eso es apenas una vaga idea de la situación que valdría la pena regis-trar un día menos ventoso.

Hay vientos que atizan el ardor del sol. Los llaman Atiza-dores. Existen otros que arrugan los caminos. Se los nombra rezagadores. una clase especial desviste a las mujeres y aca-ricia sus senos hasta dejar su piel erizada. Se llama Desahoga-dor. otra especie, el Vigorizador, se arremolina alrededor de los testes del hombre ahuyentando la flacidez. El Acallador es-camotea las palabras. El Parlotero lleva las semillas de conver-saciones. El Bajoaxilar sabe transportar a un hombre sobre un río. El Flatulero avergüenza hasta a un sabio. El Sonrisero es el consuelo del tonto. El ágil tañedor puede hacer sonar cualquier objeto hueco. El Mudador desplaza las bandadas de aves. El Mortalero se posa imperceptiblemente alrededor

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del cadáver. Las clases son demasiadas para quedar registra- das todas.

Los vientos pueden dividirse entre los salvajes y los más o menos domesticados, que están al servicio de un hombre o de todo un pueblo. Por eso es altamente apreciado el oficio de los domadores de vientos, personas que saben imponer su vo-luntad a un viento y hacer que éste sople como desde un fuelle, justo a las velas indicadas o a los receptáculos de su provecho. Si alguien considera que esto es un arte menor, que se imagine la valentía y la habilidad necesarias para atrapar en un caza-vientos del tamaño de un dedal un ventarrón como el Desho-jador, que desgrana el buen tiempo hasta dejarlo como tormenta.

La riqueza de todo individuo o reino puede medirse tam-bién con el número de vientos que posee ese señor o ese país. ocho onzas de oro vale el minúsculo Fragantino de China con el que una dama emana, durante apenas un cuarto de hora, un aroma embriagador. Dieciséis onzas para la Sanguijuela del desierto es poco pagar, pero vale bastante si uno logra cepi-llarla, ya que se gana de diez a veinte días despejados de vera-no. El trato conseguido para el Granolero vale doblemente. Cuanto más lo sacudes, es mejor la cosecha; la semilla que éste siembra puede brotar en medio de una piedra dura.

IIEl zar búlgaro Kaloyan y sus siete vientos

El zar búlgaro Kaloyan conocía muy bien la naturaleza de los vientos. Acompañado de perros y halcones, los perseguía per-sonalmente por los barrancos balcánicos con obstinación. En otras ocasiones llegaba a comprarlos a los comerciantes, sin reparar en gastos. Dicen que en trnovo tenía una torre con cien habitaciones y en cada una guardaba un viento, pero cada vez que partía se llevaba consigo, atados en una cadena, a sus siete vientos favoritos.

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Junto a él siempre tenía al importante ondeador, un vien-to no particularmente grande, pero invariablemente enredado en la bandera del Imperio búlgaro, por lo que el estandarte de Kaloyan siempre estaba desplegado con orgullo y podía verse a cien verstas de miedo.

El segundo viento del zar respondía al nombre de rabia-dor. Según la tradición, nació cuando el Diablo estornudó una vez en tracia; era arisco, a veces ni siquiera esperaba el guiño de su amo para descuartizar a algún desdichado.

El tercer viento de Kaloyan se llamaba Devastador. Du-rante todo el año absorbía vorazmente la fuerza del Danubio y luego, de repente, embestía. Su ayuda fue decisiva en la victo-ria de los búlgaros sobre los bizantinos en 1201, cuando con-quistaron Varna.

Al cuarto vientecillo el zar lo había encontrado por casua-lidad entre los hongos locos. Lo inhalaba de vez en cuando para que, al llegar a su cabeza, el así llamado Sacudidor generara una sensación extraña, llena de fuertes estallidos, como si un haz de truenos primaverales recorriera su cráneo.

El deber del quinto viento de Kaloyan, el Sobador, era cosquillear con sus flecos cálidos las partes íntimas del señor, por lo que el zar siempre lucía una potencia viril notoria.

El sexto viento no tenía igual como espía y delator. Sabía griego, latín, sarraceno, alemán y también, dicen, el lenguaje de las serpientes, cambiaba de nombre todos los días según la necesidad, sabía lo que se susurraba y gritaba en los palacios y en las chozas, se metía sin distinción en las pláticas de los bo-yardos y en las conversaciones de los pañeros, pero también podía sacar un pensamiento no pronunciado de alguna cabeza dura, si no se veía impedido por las bolitas de cera en sus oídos.

Finalmente, el séptimo viento de Kaloyan se llamaba Ham-pón. No había peor calamidad a cien días de caravana de trnovo. El Hampón incursionaba en otros países, arrebataba lo que se le antojaba, regresaba a trnovo y vertía ante Kaloyan un botín siempre copioso. A los serbios les rompía, a menudo, la red

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que bordeaba su reino. En tesalónica desvalijaba un barco con especias, apenas arribado al puerto, y con uno de sus brazos sazonaba la comida en la mesa de Kaloyan con pimienta. Pero también llegaba hasta las suntuosas ciudades del Mediterrá-neo. A las bellas latinas les robaba los suspiros soñolientos, ya que el zar búlgaro disfrutaba descansar en ellos. ¿Acaso hay un sueño más dulce que el arrebujado por el aliento pegado de las bellas doncellas florentinas o de la gloriosa Génova, que libe-raban sus escotes desabotonados?

Pero los mayores estragos los hacía en Bizancio, sobre to-do en su capital, Constantinopla. No pocas veces dejó a los ba-sileus avergonzados por haberle arrebatado la virginidad a una dama noble de la corte. (Por vergüenza callaban el caso en el que el Hampón se había introducido en los aposentos de la jo-ven emperatriz que acababa de tomar el baño y secó, gota por gota, de abajo hacia arriba, sólo su entrepierna). No pocas ve-ces se había robado una bolsita de oro, un himno recién escri-to, el brillo de los ojos de un ícono milagroso, la lista de las provincias de la memoria del logoteta. No pocas veces los em-peradores bizantinos emprendieron campañas contra los búl-garos para deshacerse precisamente de este viento. Pero sus intentos fracasaban. El Hampón era demasiado escurridizo co-mo para dejarse atrapar. Siempre lograba escabullirse.

En los días y las noches en que el ejército latino, bajo el mando del dux Enrico Dandolo, saqueaba e incendiaba Cons-tantinopla, el zar búlgaro Kaloyan se acercó lo más que pudo a la frontera norte de Bizancio. En el caos general de la caída de Constantinopla, también él esperaba conseguirse algún botín. Durante esos días, envió al Hampón a incursionar en la ciudad derruida una veintena de veces. Sin la defensa que pudiera im-pedirle el paso, el ventarrón saqueó al menos una quinta parte del tesoro del Palacio de Blanquerna, quitó hasta las venta- nas de los palacios patricios, escamoteó un pedazo del fir- mamento bizantino con todo y la constelación de la Cruz y, una voz tras otra, se llevó todos los ecos de la cúpula de Santa So-fía… una de esas noches desenfrenadas, al traer el botín ante

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su amo apenas sumido en el primer sueño, el Hampón, todo abotagado, vertió entre las demás cosas siete plumas de aves.

—¿Acaso me despiertas por estas fruslerías? —Se despa-biló Kaloyan, muy enojado, nunca antes alguien se había atre-vido a despertarlo de su reposo.

—¡Amo, estas plumas no son comunes, es una verdadera lástima que no haya sacado todas de aquel manto! —silbaba el Hampón bajo la tienda nocturna del zar búlgaro—. trata de usar una de ellas. te darás cuenta de que este botín es más valioso que todo lo demás. ¡Vamos, prueba ésta, sumérgela en la os-curidad y escribe algo, lo que te dé la gana!

Sólo sus méritos anteriores salvaron al Hampón de no terminar estrangulado por el mismo Kaloyan. El zar tomó la pluma que el viento no dejaba de agitar ante su nariz, abrió la pared sur de su tienda, remojó la punta de la pluma en la oscuridad exterior y, puesto que era analfabeta, garabateó en el aire un pequeño signo en forma de un pez de ojos grandes.

Ya en el siguiente instante, a la mitad de la altura de la tienda estaba flotando un pececito luminoso, igual al dibujado. El Hampón silbaba alrededor de los oídos de Kaloyan:

—¡La pluma que usaste es la del ave de fuego! ¡Ahora te das cuenta de lo que te traje de obsequio! ¡Vamos, dibuja algo más!

Kaloyan, como un niño, empezó a agitar la pluma a su alre-dedor. El enjambre luminoso de cosas y animales dibujados con mayor o menor habilidad, empezó a llenar la tienda. Algunos búl-garos se despertaron pensando que estaba amaneciendo.

IIISe podía dormir en una camisa de lino

sin coger un resfriado

El dux de la república de San Marcos dividió toda su astucia en varias porciones iguales, que repartió entre sus espías en-viados a encontrar las plumas desaparecidas. Dejó sólo una

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parte pequeña para sí mismo, y aun ésa le bastaba para dirigir con seguridad las blandas acciones del marqués Bonifacio de Montferrato y del conde Balduino de Flandes. Pronto, el vera-no apenas mitigaba con timidez el olor a quemado encima de Constantinopla, Enrico Dandolo fue informado sobre las pis-tas de las ocho plumas perdidas, pero no había ningún rastro de la novena.

El amo de Venecia no podía esperar. Necesitaba el manto completo más que nunca. Sentía que la enfermedad de la he-lada le quemaba las entrañas, horadaba su pecho, penetraba hasta las mismas yemas de los dedos de sus manos y pies. Su mano izquierda ya estaba tan fría que un simple apretón de ella, a modo de saludo, había enviado a algunos de los cruzados —que apoyaban la continuación de la campaña a Jerusalén— al otro mundo.

Después de una cena, en la que las abundantes obsecuen-cias se regaban con cálices de vino dulce, el dux se volvió hacia los caballeros sonriendo:

—¡Grazie a Dio,1 aunque estoy ciego, su advertencia me abre los ojos! ¡Por supuesto, tenemos que continuar con nues-tra misión y liberar el sepulcro de Cristo de los infieles! ¡Ah, me pregunto cómo pude perder de vista el objetivo final de nuestra expedición! ¡Mañana mismo ordenaré que se icen en los mástiles de las galeras venecianas las velas de la prosecu-ción, que no parará hasta tocar la orilla de la tierra Santa! ¡Confirmemos nuestro acuerdo alcanzado con un apretón de manos como corresponde entre los amigos!

La noche era calurosa, se podía dormir en una camisa de lino sin coger un resfriado. Sin embargo, varias horas después de haber estrechado ingenuamente la izquierda tendida de Dan-dolo, los corazones de los caballeros se apagaron en silencio.

La helada se propagaba y no dejaba escapatoria alguna. Había que completar el manto, por lo que el amo de Venecia había enviado a tres de sus negociadores más hábiles con el zar

1 En italiano en el original: ¡Gracias a Dios!

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búlgaro Kaloyan: a cambio de las siete pequeñas plumas hur-tadas ofrecía una carreta de bueyes colmada de besantes de oro puro.

Sólo una hora después, partía otro trío de fieles buscado-res venecianos de Constantinopla hacia tesalónica.

IVEl juglar Geoffroy,

cada pluma anida en un pecho apropiado para ella

toda la vida del juglar Geoffroy, ayudante de un caballero pro-venzal menor, cambió en una sola noche; más bien, en un solo instante de aquella noche en la que los cruzados incendiaron Constantinopla. Hasta ese momento, cuando el destino dio un giro y de la cruz de cobre se pasó a la cara de oro, la vida del pobre Geoffroy era nada más que una desgracia; esa palabra era la que mejor describía todo lo que éste, como un burro de carga, llevaba a cuestas desde su nacimiento.

En Provenza, donde había afrontado su miserable exis-tencia, Geoffroy era malabarista, acompañante de los trovado-res y su sirviente, encargado de la comodidad de sus lechos, de ablandar sus ojos de gallo, de limpiar de vómitos sus ropas tras las borracheras, de arrancar las cejas rebeldes o los pelos de la nariz, de tensar las cuerdas en los instrumentos y acomodar las comisuras de sus labios en una expresión cordial. De vez en cuando, Geoffroy acompañaba el canto de los trovadores. A decir verdad, se presentaba sólo cuando sus amos querían amenizar una reunión con algo de risa. El talento de Geoffroy para la poesía y la música era más que pobre: en las pastorelas, poemas en forma de diálogo entre un caballero y una pastora, le confiaban únicamente el papel de aquel que tenía que imitar el relincho de un caballo.

¿Hay algo más triste que un poeta con un alma que anhela cantar, pero sin ningún recurso que apoye esas aspiraciones elevadas? La voz de Geoffroy no tenía nada de melodiosa. No

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podía ejecutar una sola copla sin desafinar y, mucho menos, una canción completa, ni hablar de una alborada. No pocas veces este desdichado fue retribuido con golpes por su «can-to». En la mayoría de los casos, con tan sólo unas patadas en el trasero. Pero en otras ocasiones, no tan infrecuentes y más serias, el número de sus dientes rotos igualaba al de los amos insatisfechos con sus capacidades.

Finalmente, como para cada juglar hay un trovador, apa-reció un noble de poca monta, insuficientemente dotado, pero bastante vanidoso como para buscar admiradores, aun cuando fueran los cruzados. De esa manera, el juglar Geoffroy y su amo llegaron a formar parte de la expedición a Jerusalén. Y de esa manera sonsacaban inmerecidamente una moneda de oro tras otra a aquellos caballeros cuyos corazones todavía echaban de menos a sus amadas. En realidad, el amo recibía monedas, y su sirviente bofetadas. Mientras remojaba los ojos de gallo de su trovador, mientras masajeaba sus cejas y rizaba sus pes-tañas, el juglar Geoffroy callaba. Pero después de terminar sus tareas, antes de acostarse, se quejaba mirando fijamente el firmamento:

—¡Vaya destino infeliz! ¡Si tan sólo tuviera la suerte de que me cayera desde el cielo una voz hermosa para cantar un tensó o un sirventés! ¡Si cayera en mi garganta, no me importaría quedarme aquí sentado por siempre!

Sin embargo, parecía que el cielo no era tan todopodero-so. No, ni siquiera él podía otorgar a Geoffroy aquello de lo que carecía. o tal vez no era así.

La noche en que los latinos iban despojando a Constan- tinopla de su luminosidad, el juglar provenzal estaba en las cercanías del tesoro de los basileus bizantinos. En todo ese tiempo, él estuvo vagando como hechizado por las calles de la ciudad conquistada, asombrado por la bestialidad de sus com-patriotas. Fue entonces cuando decidió abandonar a su amo, el cual, desde la cima de una torre, embriagado por el pesa- do olor de las brutales bacanales, cantaba largo y tendido, y además, con total inexactitud, sobre la supuesta gloria de los

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cruzados. ¿Acaso era heroísmo saquear e incendiar? Geoffroy daba traspiés bajo el peso de estos descubrimientos. ¿éstas eran las hazañas que cantaban los chansons de croisade?2 De repente, Geoffroy se alegró de que jamás hubiese logrado ser un poeta. ¿Acaso la poesía podía ser un velo bellamente tejido sobre el monstruoso rostro de un evento histórico?

Así, vagando en sus pensamientos y por las calles de Constantinopla, el juglar provenzal se encontró cerca del te-soro imperial justo en el momento en que un tumulto, pisando sin cuidado las almas de los perecidos, se llevaba las últimas pizcas de luminosidad de la capital bizantina. Así se encontró Geoffroy en el lugar en el que, arrojada hacia lo alto por el za-randeo de la rapiña, cayó una pequeña pluma, casi un plumón. Sin saber por qué, exponiéndose al riesgo de ser atropellado por un veneciano robusto en pleno galope, Geoffroy abando- nó la seguridad de un pórtico umbroso, corrió hasta el centro de la plaza, levantó la pequeña pluma, la metió en su pecho y volvió a perderse en el laberinto de sus pensamientos y de las calles de Constantinopla.

Al amanecer sintió un cambio. Primero se volvió más me-lodiosa su voz interior. Y luego cantó de una manera tan bella como sólo podría soñar cantar el mejor trovador. Eran las al-boradas cristalinas como los pozos, las pastorelas semejantes a los manantiales, los tensós cual veneros, los cantares pare-cidos a los arroyos de monte. De todas partes empezaron a lle-gar los oyentes a fin de colmarse de esa belleza deleitosa.

—¿Quién es este trovador talentoso? —se preguntaban mu-chos sin recordar el rostro del que se mofaban el día anterior.

—¿Quién es éste que canta lo que somos, pero nos deja sin fuerzas para enojarnos? —se preguntaba la misma multitud, porque Geoffroy no sólo cantaba bien, sino que cantaba con la verdad acerca de todo como era y como debería ser.

—¿Ea, joven, adónde vas? ¡Espera! —lo aclamaba el audi-torio porque Geoffroy ya había recorrido con su canto toda

2 En francés en el original: Cantares de gesta sobre Las Cruzadas.

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Constantinopla y partía hacia tesalónica, por querer ampliar su público al máximo.

—¡Que se vaya! ¡No es tan extraordinario! —gritó sólo uno, oculto bajo una capucha, pero los reunidos reconocieron al trovero artesiano Conon de Béthune, porque lo había delatado la verdosa mirada de la envidia.

Pocos poetas habían vivido tal gloria. Las coplas de Geof- froy se envolvían en pañuelos y viajaban, como prendas de amor, hacia las amadas en el occidente que esperaban el re-greso de sus caballeros. El entusiasmo religioso de sus versos avivaba las brasas de la voluntad de los cruzados de continuar la expedición hacia Jerusalén. La acusadora ironía de sus men-sajes mostraba, de una manera justa, los objetivos ya soterra-dos o viciados. ¿Y la voz? La voz de este trovador despertaba confianza. No era un velo, sino un espejo cristalino de todo lo que había.

Justamente por eso los tres venecianos no perdieron el tiempo. Los espías de Dandolo encontraron a Geoffroy en cuanto llegaron a tesalónica. Después de todo, no era nada di-fícil. La atención de todos los ciudadanos se centraba en la plaza principal, donde él hilaba sus rimas desde la mañana hasta el anochecer. Los tres venecianos esperaron a que oscureciera y se acercaron al trovador a la hora en que se preparaba para dormir, en que ataba su garganta con un pañuelo y cubría sus instrumentos con la calma de otro día de canto.

—tú tienes algo que no es de tu propiedad —dijo uno de los espías—. ¡Nuestro amo, el dux de la república de San Mar-cos te ordena que devuelvas lo robado!

—Saludadme al signore Dandolo y decidle que la pluma que tengo en mi pecho no es mía, como tampoco es suya —respon-dió Geoffroy con tranquilidad, sin miedo alguno—. El azar mis-mo ha decidido que yo fuera su guardián. os puedo dar un rondó por la bolsa en la que vuestro amo guarda las palabras, pero la pequeña pluma no corresponde a su pecho. Sería como si uno quisiese poner a un reyezuelo en el nido maloliente de una caraca.

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Los tres venecianos embistieron al trovador. uno de ellos introdujo la mano en su pecho, arrancó de ahí el plumón mi-lagroso y le cortó de tajo la respiración. Mientras el último atisbo del aliento de Geoffroy volaba por la plaza, aquel trío con el botín emprendía el regreso a Constantinopla.

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DÍA VIGéSIMo tErCEro

IMi nombre es pequeño

Mi nombre es pequeño. Aunque lo escucharas, no lo recor-darías. Mi posición es intrascendente. Aunque me vieras, no me notarías.

No quise manifestarme antes, porque sé que nadie hubie-ra reparado en mí. Cuando hacen sus pedidos, cuando en la plaza compran todo lo que oyen, cuando trajinan y componen zarandajas por su cuenta y después dicen que eso acaba de lle-gar desde la misma capital, Constantinopla, a mí no me llaman ni me preguntan por un consejo, pero después piden que haga milagros.

—¡¿Dónde está el parlanchín?! —gritan por los pasillos, aunque saben dónde estoy.

—¡Levántate, haragán! —Alzan los edredones, me despier-tan ni bien me he dormido, aunque haya trabajado hasta el amanecer a la luz de un candil.

—¡¿A dónde se perdió aquel vago de paje?! —Envían a los mozos a buscarme por toda la ciudad de Skopje, sin importar que yo me haya ido a la plaza por trabajo y no por hacer plática.

—¡¿te das el lujo de que nosotros, los insignes, te espere-mos a ti?! —rechinan sus dientes, fruncen sus narices y en-tornan sus ojos a guisa de rendijas maliciosas, aunque yo sea de linaje más noble que la mayoría de ellos.

—¡En tal y tal historia proliferan las moscas: en cuanto uno abre la boca, entran volando! —Aproximan sus caras a la mía en señal de amenaza para retener al menos mi rostro, ya que no conocen mi nombre.

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—¡A trabajar, para que mañana no quede ni una sola mos-ca! —ordenan y luego me despiden con un ademán desdeñoso de la mano.

¿Qué hacer? Me pongo a revisar y en seguida noto que dieron mucho oro por una historia en la que no hay ni un solo polluelo, ni un solo pájaro. No es de sorprender entonces que, con el calor, las moscas se multiplicaron en sólo tres días como si ahí hubiera un jamelgo exánime. Si vieras ese enjambre, sentirías asco de la vida misma. ¿Qué puedo hacer? Hasta el día siguiente narro sobre currucas y oropéndolas. No es fácil agregar una bisbita, mucho menos toda una bandada de ellas. Pero al día siguiente picotearon todo. En la historia no hay una sola mosca zumbadora, tampoco algún otro bicho fastidioso. A mí me asignan entonces otro trabajo, y ellos, miserables, se pavonean ante el rey:

—Señor, ¡qué historia veraniega hemos conseguido! ¡Es un descanso para los oídos, como para que la escuches en un día festivo, y no ha costado casi nada!

El autócrata rey Milutin, ya sea que deguste o no la historia, queda con la idea de que a su servicio tiene personas diligentes y ahorrativas. De mí prácticamente no tiene conocimiento. Para entonces yo ya estoy componiendo los defectos en otra historia. Por ejemplo, un relato, narrado de prisa, ni siquiera descri- bía la vestimenta del rey como es debido, parecía que la hubie-ran tejido de pura pesadez. Entonces yo, que se me perdone tal osadía, desvisto al monarca por completo, y con las palabras escogidas tejo, con las más suaves voy cosiendo, aquéllas más delicadas las uso para ribetear, donde están los escotes callo, pero al final todo queda como corresponde.

Y eso no es todo. Como dije, ellos componen unas zaran-dajas y luego cobran como si sus historias viniesen de las na-rraciones imperiales de Constantinopla. No son más que elogio tras elogio, exageración tras exageración. Al que las escuche le hacen arder los oídos y le meten en la cabeza el contagioso gu-sano de la vanidad, que le consume toda la razón. tal vez las hacen por congraciarse, o quizás por deshacerse de nuestro rey

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Milutin. No pocas veces tuve que idear algo para contrarres-tarlo. un soberano está particularmente expuesto a que lo in-vada la fiebre de egolatría. Así, una vez le salió al rey un enorme furúnculo en una mejilla. Le daba punzadas dolorosas y daba miedo verlo. Los médicos reunidos deliberaban, le aplicaban compresas de alcanfor, preparaban ungüento de jabalí, expri-mían aceite de rosa, hacían agua de cebada y sospechaban de dientes cariados, de una corriente de aire, del piquete de una araña y de un mal echado desde alguna ventana a medio cerrar. Pero yo lo vi de inmediato: la hinchazón de nuestro rey no es-taba morada, sino roja, es decir, era un brote causado por el orgullo. Seguramente alguien se le estuvo metiendo debajo de la piel y ahí dejó quién sabe cuántas adulaciones. En la tarde yo reemplacé a escondidas todas aquellas historias ligeras para amenizar las noches por unos extractos del Fisiólogo. Durante cinco días seguidos lo vendaba párrafo por párrafo con las his-torias sobre la perdiz y las sirenas, sobre las ranas acuáticas y terrestres, sobre la hormiga león y el erizo, sobre el gavilán y la paloma, sobre la avutarda, el águila y el animal marino tri-dente, y aquel furúnculo desapareció como si nunca hubiese existido.

Yo sé, hasta el más mínimo detalle, dónde está cada cosa y cómo es. recuerdo cada letra, cada sílaba, cada palabra. Sé cómo confabulan vergonzosamente, cómo fraguan sus mise-rables conspiraciones, qué musitan lascivamente en el sueño, qué se dicen a sí mismos salivando ante los espejos de plata y lo que cuentan hipócritamente en público. una lengua puede bajarte las estrellas, destilar dulzura, numerosas bellezas y bál-samos para el alma. Pero una lengua también puede, y con ma-yor frecuencia, dejar escurrir las babas de la más suprema perversidad.

tal vez por eso no tengo enemigos únicamente entre los mudos. Con respecto a los demás estoy en permanente cautela. Me cuido de que no me envenenen. Sólo en un cuento recojo una manzana, pesco un pescado blanco o me inclino encima de un manantial. Evito incluso pronunciar mi propio nombre.

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Para que no acabe en una maldición o en una calumnia. Para que no lo nieguen. Normalmente digo en voz baja:

—Mi nombre es pequeño. Aunque lo escucharas, no lo re- cordarías.

IIHistorias impuras, otras maldades diversas

y pasiones rastreras

tal vez sólo el padre timotej sabía la importancia de lo que yo hacía. El director espiritual bajaba a cada rato hasta el tesoro de la corte, a la parte donde se guardaban las historias, para que las oyéramos y revisáramos juntos y con cuidado. Cuando tenía tiempo y sus otras obligaciones se lo permitían, se sen-taba sin mayor turbación en el piso y me ayudaba con esmero a escardar todas esas historias. Pese a su edad avanzada, po-día percatarse de la más mínima pizca de impureza. Pronto, a nuestro alrededor, clasificadas en montones ordenados, yacían las historias vanidosas, las jocosas, las lujuriosas, las embus-teras, las amorosas, las vacías, las indecentes, las salerosas, las verbosas…

—Padre, son tantas que no hemos podido avanzar nada, ¿acaso hay algún sentido en lo que estamos haciendo, no es en balde? —pregunté una vez al sentir que algo me punzaba dolorosamente.

—¿No te habrá pinchado alguna maldad? Muéstrame las manos, hijo —me ordenó el director espiritual timotej.

Confundido, le tendí mis dos manos abiertas. El anciano estuvo examinando detenidamente mis palmas y mis dedos durante un tiempo, y después acercó sus labios a la yema de mi pulgar derecho. Al succionar y escupir una espina negra, dijo en forma escueta:

—¡El desánimo! Ese día nos dedicamos a escardar las malevolencias en cada

historia. Es increíble cuánta codicia, terquedad, insensibilidad,

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astucia, iracundia, arrogancia, pereza, soberbia, veleidad, en-vidia y desánimo —cuánta maleza— acechan al hombre a cada paso. Si una espina de ésas se clava en un pie o en una mano, lacera y emponzoña despacio la sangre. Si perfora el corazón, ocasiona la muerte inmediata.

—¡Abajo de todo eso, sin embargo, están las pasiones ras-treras! —Con las mangas bien arremangadas el padre timotej zarandeaba las historias en otra ocasión.

—¡Mira! —Escarbaba todo lo que encontraba entre las pa-labras, metido muy hondo y debajo de ellas.

—¡Ves, hijo, si dejas que se queden siquiera un poco, la pasión por el oro, por los placeres, por el poder y otras tijeretas pueden meterse tan adentro que logren alcanzar la misma alma humana! —Seguía recorriendo con su índice acá y allá la plétora de pecados y de virtudes.

—No obstante, si preguntas cómo distinguir una buena pa-sión de una mala cuando todo está hecho una maraña, cuando la primera trata de parecerse a la segunda y la segunda no logra diferenciarse de la primera, ¡sólo recuerda que el pecado siem-pre se arrastra hacia ti, mientras la virtud está pacientemente parada y somos nosotros quienes tenemos que acercar nuestras almas a ella! —decía el director espiritual, mientras algo ya es-taba reptando por su antebrazo izquierdo descubierto.

—¡Por supuesto, al final, no olvides de librarte de una monserga como ésa! —concluyó el padre timotej aplastando con su mano derecha la egolatría que trepaba por su brazo.

IIIPor siempre muere sólo aquel

del que no queda mención alguna

Dos semanas antes de la Anunciación, con el primer sol, sufi-ciente para que los grandes caminos se desperezaran, tenía que llegar a Skopje una misión de Andrónico II Paleólogo, empera-dor de emperadores. toda la corte se volcó a los preparativos:

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por las ventanas no habían de verse los días nublados y cada pliegue, aunque fuera el de un pañuelo, tenía que caer según las normas estrictas del protocolo. A mí me ordenaron prepa-rar con esmero algunas historias con las que podríamos agasa-jar a los distinguidos invitados. No era cualquier cosa. todos eran dignatarios de máxima confianza del mismo basileus: eru-ditos que hablaban varios idiomas, que conocían montones de secretos, que habían viajado por el mundo, desde Jerusa-lén hasta roma, desde Alejandría hasta Kiev, ninguno tenía un nombre con menos de diecisiete títulos. Ahora venían con nuestro rey para cerrar importantes acuerdos. Además de los selectos agasajos, había que ofrecerles algunas historias.

—¡tu obligación es que todo salga como es debido, de lo contrario ve grabando un epitafio para tu tumba! —me dicen, pero veo que se regocijan de antemano con un posible fracaso mío.

repaso todo lo que tenía guardado en el tesoro en un lugar especial. todo para enorgullecerse. Sin embargo, siento zozo-bra: ¡se trata de los griegos! Saben fruncir el ceño si notan que demasiadas florituras y perifollos menoscaban el relato, ni ha-blar si resulta que la narración se desarrolla con demasiada lentitud o se apresura alocadamente. Me pongo a sopesar todo, absolutamente todo, hasta el silencio final. Y vuelvo a soñar todo desde el principio: ¿Les molestará esta palabra? ¿Les gus-tará esta otra? ¿Habré dejado demasiado viento aquí? ¿Qué pasará si alguno de ellos se resfría? ¿Y si los hago escuchar nuestros cuentos populares? Es que vienen de la elegante Constantinopla. No vayan a mofarse, a decir que los estoy tra-tando groseramente, sin el debido respeto o el recato propio de los capitalinos.

Paso días y noches enteros de ese modo. La duda me ago-bia de tal manera que aun lo que al principio me parecía bue-no, ahora lo veo malo. Finalmente, me decido: voy a narrar como de costumbre, le toque a quien le toque…

Los invitados llegaron a la hora prevista. La primera se-mana, quejándose del cansancio, se iban temprano a dormir.

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Pero una noche, con el vino, los coperos sirvieron también mis historias. Crudas, sin ningún condimento, en un modesto re-cipiente de barro. Los griegos empezaron a susurrarse algo y yo pensé que ni siquiera iban a probar nuestras historias es-lavas. uno de ellos se caló una pequeña gorra sobre su frente y sus oídos, hizo una mueca de asco como si le hubiéramos servido un pescado apestoso. El otro puso las dos manos sobre su panza para mostrar que ya se había saciado. Pero el tercero no tenía otra opción, musitó que se serviría sólo para no ofen-der al ilustre rey serbio.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo y éste volvió a ser-virse. Luego tomó otro sorbo de vino, y se sirvió de nuevo. El otro exarca lo siguió tímidamente. restalló la lengua con sa-tisfacción, giró sus ojos y exclamó algo en griego. Entonces el primero se quitó su gorrita y, en un dos por tres, no quedaba ni una palabra. Los emisarios escucharon con deleite incluso el silencio final del fondo de la olla. Luego, los tres, en orden, empezaron a dispensar elogios.

—¡La medida justa! ¡La historia es añeja, pero sus signifi-cados siguen frescos! ¡Sin duda, empieza y termina en el mo-mento oportuno! ¡No es pesada, no deja a uno abotagado! ¡Pero, en verdad, tampoco es demasiado ligera, y nada vacía!

—Si no oímos nada más desde ahora en adelante, la reten-dremos hasta Constantinopla para contársela en persona al ba-sileus Andrónico, a su oído.

—Nuestra estancia tiene un límite, no tendremos su- ficiente tiempo, pero si kir Milutin fuera tan generoso, ¡nos gustaría llevarnos al Imperio bizantino otra carga de sus historias!

Aun si no los hubiese tenido, el rey Milutin habría prepa-rado los obsequios, ya que le importaba que en los palacios y plazas de la capital bizantina se contaran historias tanto de él mismo como de las bellezas y las riquezas de las tierras ser-bias. A mí, un simple paje, por supuesto que nadie me pregun-tó nada. Mi deber era reunir aquello con lo que la patria podía enorgullecerse.

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¡una desgracia! Hace sólo unos días, el padre timotej par- tió hacia el hogar de la Salvación para pasar ahí la Pascua y traer al rey un poco del canon festivo de San Juan Damasquino. éste se cantaba en otras partes, también en las iglesias de Skopje, pero en Žica resonaba con singular alegría. Sea como fuere, en la corte no hubo quien frenara las imprudencias del rey. una región invadida puede reconquistarse, un siervo puede pagar por recuperar su libertad, un orfebre puede elaborar una nueva diadema, un tejedor tejer nueva vestimenta, pero para una bue-na historia es necesario el esfuerzo de varias generaciones. Que los griegos se lleven, como lo impone la hospitalidad, lo que les quepa en sus oídos. Pero más de eso, ni una letra. A nosotros nos podrían hacer falta. No todos los años son fértiles, a ve- ces pasa un siglo o más en que no hay nada que contar, pero en esas épocas lo que mantiene en vida a un pobre es poder masticar aunque sea una misma historia. No fue por tener demasiados enemigos que muchos pueblos desaparecieron para siempre, sino porque no había nada qué contar sobre ellos. Por siempre muere sólo aquel del que no queda mención alguna. todos los demás continúan existiendo según las his-torias que los perpetúan. Si se imponen historias impuras, maldades venenosas y pasiones rastreras, el alma se muda al Hades y éste va medrando con dichos pecados. Y viceversa: el mundo de arriba se va extendiendo gracias a las historias en las que prepondera el amor, la verdad, la justicia o alguna otra virtud. Dejar que el extranjero se lleve las cosas según su antojo equivale a encontrarse en el borde mismo de la caída.

Pero yo no tenía a nadie a quien confiarle esto. La misión griega se llevó en burdéganos más de la mitad de las reservas reales. Yo no necesité mucho tiempo para registrar el resto. una verdadera devastación, sin contar las larguísimas historias que glorificaban al ilustre monarca, y otras un poco más cortas, que ensalzaban en exceso a la nobleza.

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IVEl rojo que gotea sobre el lienzo blanco

Poco después, a sólo unos días de terminarse la sacrosanta fiesta de la resurrección de Cristo, oímos de los revisores de redes las voces esparcidas de que el monasterio de Žica estaba bajo el asedio del ejército búlgaro y cumano. La noche ante-rior, la guarnición del fuerte de Maglic había sido aniquilada. La iglesia de la Santa Salvación, la de la coronación, estaba in-defensa, cercada por los infames agresores.

El ilustre rey no hesitó, ni siquiera el tiempo que el ejército necesitaba para armarse mejor. todo tenía que estar listo para el mediodía. Por toda la corte, hasta el último aposento, se propagaba la gresca, el tintineo de las espadas y de las cotas de malla, el griterío de los cetreros, los aleteos de los estorninos de jardín alzando el vuelo, los chillidos de los halcones tapa- dos con caperuzas, las carreras de la servidumbre que se en-cargaba del equipaje, y sobre todo de los suntuosos ropajes… En su alcoba, la princesa Ana bordaba de prisa una pequeña oración de despedida en el borde mismo del pañuelo, la ple-garia para el pronto regreso de su padre y el feliz desenlace de la batalla. Cuando la aguja pinchaba las yemas rosadas de sus dedos, un suspiro ahogado impregnaba las palabras de la ple-garia, y las gotas rojas el lienzo blanco.

Desde antes se sabía que yo jamás seguía al ejército. Lo mío, después de una campaña exitosa, era separar del botín los informes de guerra, sobre todo aquellos que glorificaban el he-roísmo, y componer una historia que convenciera al pueblo de nuestra fuerza y debilitara el ánimo a todo enemigo futuro. Sin embargo, el día en que partían a la guerra, sí tenía un deber. Con todos los aperos militares, el ejército debía llevar consigo también una historia con un final victorioso. Para no hacer el cuento largo: sin tal historia no se partía a ningún lado…

¡una desgracia terrible! Justo como lo intuía. En nuestras reservas no había nada parecido. Ninguna relación anterior se refería a un monasterio bajo asedio. Aun si hubiera tenido

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más tiempo, no habría podido componer una historia que ofreciera al menos una esperanza somera. todo lo que yo en-contraba no indicaba que el ilustre rey y los defensores iban a poder llegar siquiera hasta la puerta del hogar de la Salvación. La desesperación invadió mi espíritu. Yo sabía muy bien que el poderoso rey no pospondría la expedición por un instante siquiera. Así que tomé la decisión de partir con ellos, al menos podía ir desarrollando algo sobre la marcha.

Desde antes eran pocos los que me prestaban algo de atención. Me atavié lo mejor que pude, a escondidas saqué una yegua de los establos y frente a la corte me entremezclé en la columna. Las historias en las que pacientemente estuve crean-do buen clima ya se habían ido con los griegos. En Skopje so-plaba el viento de montaña, que destrenzaba cada rayo solar. El rey Milutin sacó de su pecho el pañuelo bordado con la pe-queña oración de la princesa Ana, lo agitó y ordenó:

—¡Vámonos!El ejército partió sin una historia grande entre sus aperos.

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DÍA VIGéSIMo CuArto

ILas delgadas imágenes en papel,

ilustraciones retocadas, brillantes envolturas de adornoy el simple papel periódico

Hasta ayer unas pequeñas ventanas comunes, desde las que la mayoría saludaba sonriendo a los transeúntes, en las que se asoleaban las almohadas los domingos y se reunían los paros, las tórtolas y los gorriones alrededor de una corteza de pan, de pronto se abrían a un abismo sin fondo, se volvían lugares de donde se maldecía a los del pueblo vecino y su semilla, de donde se ondeaban nuevas banderas y sobre los que se abatían las viejas corrientes de aire para llevarse sentido por sentido, sentimiento por sentimiento.

Cada mañana ponían en los marcos las delgadas imágenes en papel. Dado que había millones de vistas, las imprentas tra-bajaban día y noche. Había servicios especiales completos que recortaban, modificaban y volvían a componer paisajes locales idílicos y soleados. Del extranjero compraban a precios excesi-vos cosas que por lo general eran gratuitas: folletos de corpora-ciones exitosas hechos para las ferias, catálogos de tecnologías de punta, ejemplares de promoción de una vida mejor y otras vistas hábilmente diseñadas. recurrían a las ilustraciones ex-cesivamente retocadas y a las composiciones poético-narrati-vas, llenas de vanagloria de los libros de texto sobre un pasado nacional vívido. Se gastaban pliegos completos de brillantes envolturas de adorno de un tiempo futuro remoto… La felici-dad estaba ahí, ante todo el mundo, sólo había que tender la mano y tomar un poco de esa opulencia para sí mismo. Sin

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embargo, la gente perecía apenas apoyaba su frente en esas vistas falsas.

De la noche a la mañana, volvían a colocar vitrales multi-colores para recubrir a los desaparecidos y la tribulación se repetía una y otra vez. Pero la calidad del papel era cada vez peor. Las fotografías perdían la nitidez y la consistencia, la po-se matutina se volvía obsoleta por la noche. Los infinitos rollos de burdo papel periódico, lleno de impurezas, paulatinamente desplazaban las hojas del papel couché liso como la porcelana. Y todo se reducía a las simples páginas de los diarios con in-evitables titulares grandes (de interés general siempre distin-to), a las páginas casi opacas de incuestionables renglones cerrados (sin el más mínimo respiro entre ellos). No se sabía lo que era peor: dejar esas ventanas multiplicadas, al día si-guiente ya amarillentas, para que más o menos fungieran como protección por la firmeza de las declaraciones emitidas, por las irrefutables copias de los documentos y por los facsímiles con firmas indudables, o irlas quitando una tras otra para co-nocer con claridad el horror del presente.

Y el hecho de que la imagen del horror fuera real lo ates-tiguaban los lamentos cada vez más próximos, cada vez más audibles. Además, era más frecuente que un pájaro en busca de un refugio perforara desde afuera esos espejismos impre-sos, y se quedara acurrucado en un rincón del cuarto, temblan-do y esperando…

IIMuchos que parecen estar ciegos a Dios,y aquéllos a los que Dios parece no ver

Divna se quedaba en casa para ir sintiendo crecer en sus en-trañas la bendición del amor de ellos dos, para prepararse en la realidad para un embarazo en el sueño, para buscar en los libros las palabras antiguas que, escritas sobre el vientre, pro-tegían al fruto y aligeraban el parto. Bogdan salía para hacer sus

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minuciosos cotejos de las diferencias, apretando con la mano la plomada dentro de su bolsillo.

En el centro mismo de la ciudad, donde se encontraban las importantes fachadas, los edificios gubernamentales de gruesos muros, las austeras sedes militares, los elegantes cen-tros de negocios y las instituciones bancarias, las ventanas es-taban muy por encima de las cabezas de los transeúntes y, con sus vidrios opacos de rigor y guarnecidas de aluminio o latón para prevenir su apertura, se multiplicaban infinitamente a través de sus mutuos reflejos deformados, como en un juego de espejos… Por mucho que se pusiera de puntillas, Bogdan no podía divisar nada, esas ventanas no dejaban ver figuras humanas. A su mirada respondían sólo las nerviosas cámaras, pequeños cíclopes clonados, montadas en las entradas y en los rincones para escrutar con su ojo mecánico a cualquiera que se parara ahí por curiosidad. Algunos edificios, en lugar de ventanas, tenían silenciosos aparatos de aire acondicionado que se ocupaban diligentemente de transformar la pesadez del aire exterior, la bulla y cualquier vista directa.

Conforme se retiraba del centro, Bogdan divisaba detrás de las cortinas las escleróticas asustadas, las puntas rojas de los cigarrillos ardiendo, a las solitarias siluetas encorvadas, a una figura recorriendo su cuarto intranquila, convertida en apenas una sombra por la luz mortecina; pero de personas reales vis-lumbraba como mucho una mano que ahuyentaba a los pájaros con impaciencia y acomodaba la rama metálica de su antena de televisión. A decir verdad, alguna que otra persona asomaba su cabeza por un instante, pero sólo para comprobar si podía tirar, sin ser vista, una bolsa de plástico atiborrada de vergüenza ran-cia. La frecuencia de vidrios sucios y de persianas bajadas ates-tiguaba el número de los departamentos abandonados.

Aún más lejos de ahí, donde los diferentes edificios resi-denciales cedían lugar a una línea uniforme de casas cuyos vi-drios estaban a la altura del hombre, las huellas de la presencia humana iban en aumento, pero su naturaleza era de la clase que hace a uno bajar la mirada. En esas ventanas había papelitos

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escritos con el corazón en la garganta, donde los empobrecidos ponían en venta o para el trueque los enseres domésticos ad-quiridos a lo largo de los años, cosas que no necesitaba nadie, excepto, tal vez, aquellos que estaban en una penuria mayor; las líneas telefónicas de dígitos menores (señal de su antigüe-dad), imprescindibles para el prestigio de las nuevas empresas comerciales, pero que en realidad eran la última oportunidad para oír buenas nuevas de una amistad o un pariente que ya vivía lejos; las ediciones completas de libros que durante dé-cadas conservaron la frescura de los recuerdos; los ofrecimien-tos humillantes a prestar horas de trato deferente al cliente adinerado dondequiera que las quisiera.

En esas ventanas, en lugar de familias enteras, estaban las esquelas pegadas. El marco negro. La foto del que murió en la guerra, aquella que estuvieron escogiendo mucho tempo y ex-trajeron del álbum iniciado, jamás completado. El nombre y el apellido, tal y como figuraba en la hoja de reclutamiento para ese instante final de la vida. Después del guión (—) el apodo de la infancia, que usaban cariñosamente sus familiares cuando lo llamaban a que dejara el juego y viniera a comer: ven, la sopa es buena mientras está caliente, las alitas de pollo ya se están en-friando, y el flan está cubierto de jarabe de frambuesa. Si la edad del difunto lo permitía, el apodo escrito era ya del hombre jo-ven, aquel que le habían susurrado cuando, impaciente, entró en su lecho nupcial. Después, la fecha, la hora, el lugar de la morada eterna, tres o cuatro frases secas. Y más abajo, en unas cuantas líneas, la familia reunida en el dolor.

Al regreso de Bogdan, mientras ponía la mesa para cenar y distribuía sus carencias como si fuera un bien mayor, Divna le preguntaba:

—¿Cómo está afuera? ¿Qué has encontrado?—Nada para una historia, y cada vez menos cosas para

contar también —contestaba Bogdan alicaído.Y luego añadía:—A muchos que parecen estar ciegos a Dios y a aquéllos a

los que Dios parece no ver.

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IIILas aguas arteramente crecidas

arrastraban hacia los remolinos todos los vados y todos los barcos

Poco a poco, Divna y Bogdan dejaron de verse en el espejo. Con el tiempo se acostumbraron a satisfacer todas sus necesidades ante el reflejo captado en los ojos del otro. Es decir, la grieta en el espejo frente a la pantalla excesivamente luminosa del tele-visor se hacía cada vez más profunda, dejaba ver cada vez con mayor claridad a la muerte sentada junto al lago subterráneo de azufre, contando con deleite las burbujas hediondas y los rostros de los recién llegados. Y éstos avanzaban pausadamente por el filoso borde de la existencia, en largas columnas, como si continuaran una migración serbia anterior, hace tiempo ini-ciada y nunca terminada…

Caminaban ayudando a los niños y a los enfermos, cada uno cargando y acarreando aquello a cuyo alrededor podría construirse un nuevo hogar: un nombre y un apellido, cadenas del fogón, cuentos tradicionales, una cuna, de todo un rebaño una sola oveja, la que daba más leche, un saco de sal, la distri-bución de las estrellas encima de su ciudad o de su pueblo natal, el anillo de matrimonio, un cuaderno con direcciones de los compadres y de los amigos, una olla vieja en la que mejor se hornea el pan, una viga del techo, los seis volúmenes del dic-cionario de la lengua serbia editado por Matica srpska por si uno tiene que ir al extranjero, el sello para el pan ritual de la fiesta del santo familiar, herramientas para afilar la guadaña, el martillo y el clavo yunque para picar el dalle, la piedra afi- ladera y la guarda del cuerno de buey ceñida a la cintura, un reloj de pared, el manuscrito de una novela o de unos poemas, una tijera para injertar, un collar de cuentas de vidrio recibido de obsequio en un día de fiesta, una moneda de oro, un atado de ramitas de pino para hacer fuego, la vista desde la casa ladera abajo o aquélla a repecho, por el sendero de cabras hasta la cercana piedra redonda, según la cual los antepasados

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determinaban la altura del cielo. Muy lejos, a retaguardia de la columna, la lluvia gruesa y el polvo asentado cubrían a trechos sus huellas. Adelante los esperaban los caminos borrados. Las aguas arteramente crecidas arrastraban hacia los remolinos to-dos los vados y todos los barcos. La vida se angostaba en un in-cierto y penoso círculo: de la muerte de un ser querido a la del otro, de la palabra dada a la no cumplida, de hoy a mañana, de territorio en territorio, de plazo en plazo, de frontera en frontera en los mapas ajenos, fragmentados.

Pero entonces, después de todas esas desventuras, los re-fugiados se veían embestidos por los reporteros que los forza-ban a revivir sus odiseas. Noche tras noche, Divna y Bogdan veían a los rostros, debidamente provistos de identificaciones de prensa, poner sus dedos en llagas ajenas con celo, para ob-tener de esa gente desdichada la cantidad de dolor necesaria para lograr sus reportajes.

recordaban a uno de ellos particularmente afanoso que, mientras esperaba la llegada de las columnas de desterrados, anunciaba sus cifras con un entusiasmo digno de la enumera-ción de los resultados conseguidos en una arena deportiva.

—¡Aquí vienen, están a punto de llegar! —Apenas dominaba su exaltación ante las cámaras, echando vistazos impacientes a la cercana curva y mirando de reojo su cronómetro, preocupado por que su reportaje no llegara tarde para el noticiero estelar.

—¡Se está asomando la cabeza de la columna! —Se emo-cionaba el reportero, lo suficientemente experimentado como para ir escogiendo a la par a sus futuros interlocutores: las mu-jeres con pañuelos negros, los hombres cuyas venas en el cue-llo, de tanto contenerse, se hinchaban hasta quedar a punto de estallar, los ancianos casi sin latidos porque sus corazones ha-bían muerto en su partida, los niños cuyos ojos ya reflejaban almas llenas de heridas.

Luego, el reportero asaltaba a sus presas acercando su cara a los atormentados rostros de ellos, arrimando el micrófono para que no se le escapara ni un solo suspiro, sin esperar a que nadie completara su respuesta:

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—¡Buenos días!—¿Cómo está? —¿Cuántos familiares ha perdido?—¿Está triste?—¿Se siente cansado?Al final, miraba directamente hacia los millones de panta-

llas y, con orgullo, a la manera de los del occidente, concluía:—¡Estas personas ahora están a salvo! ¡Sus penas han

llegado a su fin! Para ustedes reportó…En ese instante, por lo general, Bogdan se levantaba en

silencio para apagar el aparato. Sin embargo, el televisor, en una especie de arrebato de

entusiasmo, no dejaba de irradiar la imagen y de emitir el so-nido. o tal vez aquel espejo a medio quebrar devolvía una ima-gen captada quién sabe cuándo y dónde. todo eso no hacía más que despabilar a la presentadora que se despedía con un:

—¡éste ha sido nuestro último reportaje! En seguida, después de consultar los papeles dispersos

de la programación, proseguía con brío:—Y ahora, viene el comentario…

IVLa ropa dejada y

el habla muda

Detrás de las imágenes que se iban sucediendo, detrás de los rostros que se iban transmutando, detrás de las recientes no-ticias y los viejos comentarios, los refugiados continuaban su viaje. Los recintos de las cooperativas, las salas deportivas, los salones de clase, los espacios que resonaban aun estando vacíos, ahora se llenaban de un gran silencio. Los empleados comprimían destinos en formularios y emprendían la forma-ción de archivos, los reporteros se llevaban las historias con diligencia a sus redacciones, las agencias de prensa las envia-ban a la red mundial, las conmovedoras historias se volvían

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noticias frescas, y los exiliados, al quedar solos, dejaban de hablar. Simplemente no tenían qué decirse unos a otros. Al fin y al cabo, todas sus historias se parecían, si no por otra cosa, al menos por haber venido a parar, después de tanto rodeo, justamente ahí.

En esos días, tal vez para mitigar tanto dolor, el Señor con-cedía generosamente un calor benéfico. Bogdan salía todo el tiempo para recorrer las vistas. Desde lejos reconocía lugares donde se alojaban los refugiados. Por todas partes en derredor estaba la ropa lavada y tendida. Sobre las bardas: pantalones, camisas, faldas y suéteres; sobre los pequeños arbustos: paña-les, camisetas de bebé, pañuelos y ropa de cama; sobre el pasto: calzado, calcetines, cobijas y fundas de almohadas…

Sin importar de qué tipo de tela se tratara, el sol introducía pacientemente los hilos luminosos con sus rayos de aguja, ri-beteando las partes húmedas, reduciendo las mohosas, remen-dando las deshilachadas. Mientras esperaban a que su ropa se secara, los desterrados se sentaban donde podían, medio ves-tidos y descalzos. Cada uno tenía sus manos en el regazo, con las palmas volteadas hacia arriba. todos, sin excepción, mira-ban hacia el cielo, hacia el calor supremo, como si quisieran secar también sus ojos, siempre rebosantes de lágrimas. Bog-dan veía que los labios de todos se movían en una especie de historia susurrada, en un habla muda:

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De vez en cuando, un viento débil se ponía los pantalones, las faldas y las camisas aún húmedos, dejados sobre los arbus-tos y los setos vivos. Las perneras daban un paso titubeante, la falda se contoneaba, el pecho se inflaba como si inspirara el aire, las mangas se alzaban en un gesto indeciso. Y después, aun eso, aun ese poco de vida, se calmaba.

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DÍA VIGéSIMo QuINto

ILas olas se iban pasando el sol

Muchos de los búlgaros y cumanos habían visto antes diversos milagros, pero nadie jamás había oído de algo así. A decir ver-dad, recordaba uno de ellos, unos espoliques le contaron que en el camino hacia la lejana China se atravesaba un imperio donde una lluvia gruesa caía sin cesar durante meses. Con el tiempo, el más mínimo poro de la tierra se saturaba de agua, los ríos se volvían mares y al final, gran parte del agua no te-nía por donde irse y se quedaba en el aire, formando toda una serie de cascadas salpicantes, de arroyos serpenteantes y de pequeños lagos. Hacia finales de esa temporada, las corrien-tes se estancaban, en las alturas se formaban esteros, bajo las nubes nacían gallinetas y se multiplicaban las ranas, y el cielo se cubría de los colores de un pantano mohoso. Aquel hombre no supo el resto de la historia, porque los espoliques se pusie-ron a beber y en una justa desenfrenada comenzaron a contar otras historias increíbles sin terminar ninguna.

Sin embargo, a diferencia de ese imperio lejano, el monaste-rio se hizo de toda una confluencia de frescos arroyos de monte a partir de una sola nube. A cien brazas de la cavilación de los sitia-dores, justo a la altura de los edificios elevados, corría en forma semicircular alrededor de la iglesia de la Santa Salvación un verda-dero riachuelo, ya bordeado por hierbas ribereñas, sargas colora-das y las canasteras que llegaron corriendo. Por el agua transparente se veían arrastrar multitudes de cangrejos, se deslizaban bancos del pez blanco, pasaban apresuradamente truchas moteadas, y los bagres cabezudos reposaban con decoro. La fuente debía de estar

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en algún lugar al oriente, las olas se iban pasando el sol unas a otras, siempre rumbo al ocaso, en algún lugar del lado poniente.

Y los refugiados, como si todo eso no fuera inusitado, sa-lían, de terrón en terrón, a saciarse de la dulce agua clara, a sacar de las profundidades silenciosas el agua para la cocina, a abrevar el ganado en el agua somera, a lavarse la cara con el agua fría, a entrar por el puro deseo de meter los pies en la es-pumosa corriente o a lavar ropa en las piedras del riachuelo. El patio en las alturas revivió del vocerío de los niños, de los gritos de los jóvenes, del andar de los burdéganos, de las ca-bras y de las ovejas, del rodar de los toneles, del retorcimiento de los peces atrapados con las manos, del zumbido de los en-jambres de abejas, del canto de las lavanderas y del golpeteo de sus palas de lavar sobre el cáñamo remojado con cenizas de roble cabelludo. De los pliegues celestes se asomaban con curiosidad las virtudes. Andrija de Skadar, el comerciante de tiempo, se agachaba a cada rato y con una de sus mangas vacías recogía algo invisible que, sin embargo, inflaba visiblemente su bolsa colgada del hombro.

—Por la noche está fresco junto al agua, vendrá bien para prender el fuego —respondía a las miradas interrogativas.

Por todas partes en el aire, en la hierba, y en las ramas bajas de los árboles flotantes, se secaba la ropa recién lavada. El viento suave extendía los hábitos monásticos, las pecheras, las camisas cortas y los cintos bordados; se ponía la vestimenta de los siervos, las túnicas, las sobrevestes, las zamarras, los chalecos y las camisas que colgaban de una cuerda tendida en-tre la iglesia grande y la pequeña.

IIMientras el príncipe de Vidin, Šišman, se hundía en

el remolino del delirio

A diferencia del patio en la altura, los búlgaros y cumanos de abajo chapoteaban en el lodo. Bajo los pies de los soldados, el

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suelo se reblandecía y se volvía pegajoso. Aquella nada profunda que había quedado en el antiguo lugar del monasterio, se con-virtió en una nada llena de agua fangosa. Ahí donde caían, los millares de gotas de lluvia estallaban. Y así reventadas, pronto se pudrían e impregnaban el aire de humedad putrefacta. todo lo que había de hierro se cubría de un sarpullido herrumbroso. El fétido tufo a moho se alojaba en las fosas nasales. Los sitia-dores empezaron a enfermarse.

El cuarto miércoles después de la Pascua, de súbito, la fie-bre arremetió también contra el príncipe de Vidin. El cuello de martas y el gorro de lince desfallecieron tratando de calentar la garganta y la cabeza del amo. La calentura sacudía a Šišman con tanta furia que a su alrededor caían palabras que él no hubiera confesado ni siquiera en su lecho de muerte. Bajo la tienda de campaña principal, junto al lecho curtido por el su-dor y por la sombra resinosa del terrorífico, estaban sentados los tres sitiadores más prominentes: el mecánico sarraceno Arif, el cumano Altan y el sirvente Smilec; los tres se alterna-ban para velarlo tratando de adivinar en el delirio de su amo qué quería que se hiciera.

—¡Lo más importante es conquistar Žica! ¡Luego, seguir hacia Pec, Skopje, Srebrenica o Novo Brdo, da igual! ¡Pero an-tes hay que bajar de las alturas esa historia suya, saquear lo que valga la pena, y quemar el resto hasta que quede un silencio total! ¡Después, no habrá ningún obstáculo! ¡Pero primero Žica! ¡Ahí está el nudo que hay que cortar para que todos los tiempos serbios, pasado, presente y futuro, se dispersen más allá del horizonte! —Šišman temblaba delante de Arif, quien, ocupado en idear una manera de construir el ave mecánica y alcanzar el monasterio, ya no lo escuchaba.

—El zar Kaloyan se lo arrebató a los venecianos en la ba-talla de Adrianópolis y se lo heredó a Borilo. Borilo se lo pasó a Iván Asen. Iván Asen a Koloman. Koloman lo legó a Miguel. Después, lo heredó Constantino tih. De éste, le quedó a Ivai- lo. De Ivailo llegó a las manos de Iván. ¡Y el zar Iván Asen III me lo dio a mí! ¡A mí! ¡No a aquel redrojo de Jorge terter! ¡Si

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ése se pusiera un manto lo arrastraría por el suelo! ¡Ni siquiera ha aprendido a caminar de verdad! ¡Con dos piernas le sobra! ¡tropezaría, se caería, y enlodaría las hermosas plumas! ¡Las cortesanas en trnovo andan contando que le queda grande un taparrabos de muchacho; una no deja de reír desde que vio su gusanillo! ¡No le queda a una avutarda lo que es de una grulla! —Hilaba el príncipe sin ton ni son, o al menos así le parecía a Altan, que no comprendía nada y no quería despertar a los otros dos para no ser objeto de su burla.

—¡Llevamos cuidándolo noventa años, casi noventa años buscamos por todas partes cómo completarlo y ahora, esa pluma está arriba de mis narices, se mece en Žica! ¡Sólo me falta derri-bar ese nido púrpura y escrutar la barba del superior del monaste-rio! ¡A mí me tienen que entregar la cabeza del iguman Grigorije! El que la traiga, contará las monedas de oro durante días… —Šišman ponía sus ojos en blanco, mientras Smilec se inclinaba hacia él para oír mejor el monto de la recompensa prometida.

Finalmente, la fiebre dejó al señor y éste se calmó, se fue callando y se sumió en un sueño reconfortante. Los tres sitiadores más prominentes se reunieron a intercambiar lo escuchado y a llevar a cabo los mandatos. Pero, todo eso no servía de nada.

—¡Allah selamet!3 Para serte franco, no lo he escuchado con mucha atención —musitó el sarraceno, que seguía ocupado con sus planes de un ave mecánica de un tamaño suficien- temente grande.

—Yo confieso que no lo he entendido —dijo Altan con una sonrisa tonta.

—¡A los delirios no hay que darles importancia! —añadió el sirviente Smilec, que no pensaba compartir la recompensa con otros, aunque fuera tan sólo de promesa.

Así es eso. Algunos no quieren escuchar. otros, sin em-bargo, no pueden entender. Y el que comprende algo, quiere quedarse con todo para sí mismo. Si fuera de otra manera, ¿acaso alguien alguna vez perecería en el gran remolino?

3 En turco en el original: ¡Que Dios te asista!

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IIILos búlgaros y los cumanos hacían de todo,

y los tres sitiadores más prominentes lo siguiente:

El mecánico Arif se retiró a su tienda para armar en calma sus planes sobre el ave mecánica que pudiera ganarles a los infieles elevados en lo alto. Mientras comía a manos llenas el kadaif4 que preparaba personalmente con maestría, el sarraceno se la-mía los dedos y restallaba la lengua. Como antes, cada vez que quería calcular algo, el mecánico cerraba los ojos: evaluaba las proporciones del tronco y de la cabeza, de la cola y de las alas, el tamaño de las garras y del pico, la cantidad de articulacio-nes y plumas necesarias, sumaba los clavos, las correas, las pequeñas ruedas dentadas y los resortes que harían falta para componer las entrañas de esa criatura. unos años atrás había hecho para el bey osmán un ruiseñor de oro y jaspe. Al darle la llave, el pajarito podía dar siete vueltas volando alrededor de una rosa hecha de esmalte y rubíes. Después, bajaba justo en medio de los pétalos abiertos y cuatro veces pronunciaba las primeras palabras de ezan:5 «Alla−h-u-äkbär».6 El glorio-so bey osmán había pedido ese milagro para que le recordara cada día a su difunto padre, el emir Ertogrul. A saber, como lo interpretó el sabio y docto Algazael, profesor en la madraza de Bagdad, el ruiseñor representa el alma del difunto y la rosa es el símbolo del conjunto de las virtudes. Sin embargo, ahora había que hacer un ave grande que pudiera elevarse, con al-gunos sitiadores adentro, a una altura de cien brazas. Ahora había que construir un ave poderosa que pudiera romper el tallo y arrancar del jardín celestial la flor púrpura de la gloria de los infieles.

4 Del turco kadayif: Postre de origen turco que consiste de masa de harina preparada en forma de hilos delgados horneados con grasa y cubiertos con almíbar.

5 En turco en el original: El llamado con el que el muecín convoca a la ora-ción desde el alminar.

6 En árabe en el original: ¡Dios es grande!

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Al igual que no soportaba al ismaelita del que decía por doquier estar siempre repugnantemente pegajoso de almíbar, Altan tampoco era afecto a ningún tipo de dulces. En su tienda de campaña había partido una codorniz recién asada, y después se metió entre las piernas de su cortesana favorita. La bella quedó clavada contra las pieles lobunas tendidas y el asta de Altan entraba en ella con tanto y tan violento frenesí que los incontenibles y prolongados gemidos resonaron por todo el campamento. Impulsados por la curiosidad y preocupados por la vida de su protegida, tres eunucos se acercaron con sigilo a las rasgaduras en la lona de la tienda. Y sí que había cosas que ver. En ese momento, ella estaba acostada sobre Altan. Le aca-riciaba el pecho con sus pestañas. Con su lengua le secaba las gotas de sudor. Con sus pezones rígidos le surcaba el vientre y las costillas. Y con su calor, mientras se empinaba con furia y se desplomaba con anhelo, templaba con condescenden- cia la candente vara del cumano. «¡oh, oh!», aprobaban los eunucos con voz ahogada, mirando embelesados, regociján-dose con el espectáculo, alegres porque les iba a tocar algo del fervor, ya que la costumbre imponía que bañaran a las corte-sanas enseguida después de su quehacer. Además, después de tal goce, era probable que Altan los premiara también con una pequeña moneda dulce.

Sin agasajarse con un buen bocado o con el calor femenino, el sirviente Smilec había recogido en su sombrero los cachorros que una perra vagabunda había parido esa mañana. tal vez por no haber visto todavía nada del mundo, las bolitas pelirrojas retozaban con despreocupación, se empujaban con vivacidad y se apretujaban unas contra otras, por lo que no se podía esta-blecer si había seis, siete, u ocho de ellas. Con la cabeza descu-bierta, sin prestar atención al tintineo de los cascabeles cosidos al borde de su sombrero, sordo a los gañidos de los cachorri-tos, el sirviente Smilec estaba sentado, inclinado sobre su go-rro, buscando en sus adentros los pensamientos más nefastos. Finalmente, cuando encontró uno, metió su dedo índice en la boca, recorriéndola por dentro, y lo sacó con ese pensamiento

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y con un poco de saliva. Después, ofreció ese dedo a los cacho-rritos. Sin conocer el mal, éstos lo husmeaban con curiosidad, hasta que el más hambriento se decidió primero y chupó la pun-ta del índice de Smilec. La palabra venenosa torturó al pobre un largo rato, el cachorro se sofocaba y gañía alternadamente, por su labio contraído se escurrió una espuma verduzca y él expiró entre dolorosas convulsiones. Insatisfecho con la velocidad del efecto de su palabra, el sirviente Smilec volvió a meter el dedo en su boca y todo se repitió una y otra vez. El frío invadía a la camada, el tintineo de los cascabeles del borde era cada vez más ahogado, pero cuando calló, el sirviente Smilec tiró a los cacho-rritos asesinados, se colocó el sombrero y se puso de pie.

IVHermanos,

desde la tierra se desploma la noche negra sobre el cielo

De pronto, justo cuando el vigésimo quinto día del cerco había franqueado el mediodía, Šišman se despertó, se ciñó y envió de inmediato por los intérpretes de sueños. éstos dejaron todos sus quehaceres y se apresuraron dichosos, radiantes, porque al fin tenían la oportunidad de destacar.

—Soñé con que me estaba hundiendo durante mucho tiem-po, círculo por círculo, en un remolino… —Los esperó con estas palabras el gobernante de Vidin.

Los intérpretes asintieron satisfechos con la cabeza. —Y luego llegué al fondo… —continuó Šišman. Aquéllos se frotaron las manos, impacientes por escuchar

el meollo del asunto.—¡Y seguí soñando sólo con la oscuridad total! —concluyó

de pronto, sin que la mayoría de los convocados llegara a en-focarse siquiera en el comienzo.

Disimulando su decepción, los intérpretes se miraron en-tre ellos interrogativamente. Llevaban semanas esperando ese

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momento y ahora tenían que interpretar un sueño vacío. Di-chosos aquéllos cuyos amos tenían sueños ricos, donde había todo tipo de cosas por descifrar, donde abundaban los signi-ficados y el intérprete era la persona de mayor confianza de un rey poderoso, de un joven barón de espíritu aventurero o de una hermosa princesa que directamente de su cama, todavía en su ligera camisa de noche, con visible calor y leve sonrojo, imploraba que se le explicaran sus sueños más íntimos y ex- citantes. Pero aquí, se lamentaban muy en sus adentros los versados en sueños, tenían que tantear las tinieblas, buscar señales de vida en un desierto… Y en lugar de una gratificación abundante, se quedaban en zozobra de si el irascible Šišman los fuera a colgar bocabajo por una palabra de más. «¡Bah, amargo destino!», concluyeron los intérpretes y se arrimaron unos a otros para acordar, de boca en boca, lo que dirían. Poco después, porque no había que esperar demasiado ni tentar la paciencia del terrorífico, dejaron saber su opinión al unísono:

—Dices que soñaste con la noche, señor. ¡Debes saber que lo que para los demás es nada, para ti es todo! ¡La gente como tú, príncipe, voltea mundos enteros!

Absorto, Šišman acarició su barba con una mano, con la otra despidió a los intérpretes, y convocó a los comandantes para que transmitieran su nueva orden: en todo el patio de abajo había que prender enseguida fuegos con boñigas de liebres secas, esos fuegos mortecinos que ardían despidiendo una negrura total.

El pedernal contra el eslabón.El eslabón contra el pedernal.La chispa a la yesca.Agitar la yesca para avivar las brasas.Cuando prenda el fuego, poner hojas y ramitas.Por encima de todo, las boñigas de liebres.Por el campamento se iban multiplicando los fuegos. Al

principio las brasas ardían con un brillo azul oscuro, pero des-pués tomaron fuerza despidiendo unas llamas completamente negras. De las cimas de los fuegos culebrearon las madejas nocturnas de humo. Y a pesar de ser el mediodía, se dirigieron

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hacia el monasterio. Donde los invasores avivaban los fuegos, la oscuridad se alzaba a diez brazas de altura. La noche nublada hacia rodar las briznas de luz por el cielo. Bajo el peso de las tinieblas, las briznas se doblaban o se quebraban…

Los primeros en percatarse de todo eso fueron los niños; empezaron a tirar de las mangas de los adultos, a apuntar con los dedos hacia abajo:

—¡Desde abajo sube el crepúsculo!—¡Madre mía, la noche viene reptando!—¡Padre iguman, la noche negra abrió sus fauces desde

abajo!En efecto, abajo de la iglesia de la Santa Salvación, del pe-

queño templo de San teodoro tirón y San teodoro Estratilato, abajo del refectorio, de la hospedería, de las celdas, de los es-tablos, del patio coronado de un río de agua clara de lluvia, iba creciendo una noche terrible. Inclinado por la ventana del pre-sente cercano para ver por qué había tanto alboroto, el vene-rable padre Grigorije quedó horrorizado:

—¡resguardaos, hermanos, desde la tierra se desploma la noche negra sobre el cielo!

Los monjes del refectorio sonaron las matracas. Los que se encontraban alrededor del riachuelo se apresuraron a bus-car refugio en los edificios. Las madres recogieron a sus niños. Los mozos condujeron el ganado de vuelta a los establos. En la prisa, uno de los monjes se resbaló del terrón y nadie alcanzó a ver a quién había tragado la oscuridad.

Desde la noche de abajo, los búlgaros y cumanos gritaban:—¡Echa más leña!—¡Que suba la noche!—¡Sacaremos con humo a esas abejas de su púrpura col-

mena!El opaco paisaje ya hacía arder los ojos del iguman. La

bandada de estorninos asustados entró volando en la oscuridad y salió del otro lado convertida en una bandada de búhos. En la cuerda tendida entre la iglesia grande y la pequeña se mecía la ropa colgada.

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LIBro SExto

PotEStADES

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DÍA VIGéSIMo SExto

En el nombre del Padre,del Hijo y del Espíritu Santo,

date prisa mano mía, pon coto a esta pesadumbre

Y en verdad, el cuarto jueves después de la Pascua, todo el mundo se reunió en el monasterio acorralado por todos sus costados.

Cada alma en las dos iglesias, en el refectorio, en las cel-das y en los demás edificios elevados tiritaba, una al lado de la otra. Cada puerta, desde la de dos hojas que se abría al nártex hasta la más angosta, apenas perceptible, de la entrada al es-condite secreto, estaba firmemente cerrada, con pestillos y ce-rrojos bien corridos y, para mayor seguridad, atrancada con gruesos leños de haya. En algunas partes los defensores habían arrimado a las mismas puertas los fogones manuales de cobre, los arcones de roble con herrajes y el pesado aroma de incien-so. Sobre la puerta de la hospedería se recargaban por turnos algunos jóvenes anchos de espalda.

La oscuridad oprimía, las aldabas de afuera no dejaban de castañetear, la madera gimoteaba ásperamente, los clavos y los goznes de hierro rechinaban, pero la negrura no se colaba to-davía por ningún lado. A decir verdad, el muro poniente del refectorio se había ladeado y en el piso superior de la torre las campanas quedaron ceñidas por cien vueltas del tenebroso ve-lo, y por mucho que los monjes tiraran de las cuerdas, el tañido sonaba como si viniera de una tumba.

Los techos de tablilla de los establos se hundieron bajo todo ese peso y se desplomaron con una nube de estruendo.

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oh, tristeza, la noche cubrió a todas las ovejas y las cabras. Na-die vio lo que pasó después, tampoco se atrevió a ir hasta allá para averiguarlo. Pero se sabía que no podía ser nada bueno, porque de repente, en vez de los berridos y los balidos, de ahí llegaba solamente el siniestro aullar lobuno. En otros establos, los mozos apuntalaron los techos con vigas para que los potros y los burdéganos no se convirtieran en centauros. Para el ria-chuelo de lluvia, sin embargo, no hubo remedio. Hasta el día anterior gorgoteaba, pero ahora sonaba como tierra bajo el arado. El agua turbia debió de haber transformado los peces en leviatanes. Si aquel Blaško no hubiese desaparecido la se-mana anterior, habría quien hiciera con los troncos de abetos y pinos un dique contra la oscuridad. Pero así, el agua que se había almacenado era toda la que se tenía para beber.

Según la orden del ecónomo, el despensero cuidaba de la despensa y con una tea ahuyentaba a los diversos comilones de las reservas de alimentos, perseguía a los lirones y a los topos para que no mordieran los sacos de cebada, mijo y avena y cer-nía la harina blanca de trigo para separar las polillas negras. Puesto que es fácil descarriarse en los tiempos funestos y el egoísmo es el primer vicio que imperceptiblemente deprava al hombre, el despensero cuidaba la despensa también de aqué-llos dispuestos a escabullirse del servicio por un pedazo de queso o un puñado de aceitunas.

A los que aún tenían voz, el iguman Grigorije les ordenó que cantaran sin cesar, que hilvanaran sin tregua las oraciones por la salvación y que todos, sin descanso, fueran pasándose la voz sobre lo que había que hacer para defender a Žica de la terrible pesadumbre. No debía haber silencio en ninguna par-te, ya que los tiempos sordos y mudos son los primeros en co-larse por las fisuras de una historia superficial.

Así que unos se dirigían a Dios, otros iban pasando las ór-denes del venerable padre de prender todos los cirios, de re-llenar el aceite de las lamparillas ante los íconos, de halar más arriba las mechas de las lámparas con las tijeras, de iluminar muy bien los rostros de todos (para que se vieran a los ojos), de

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alumbrar cualquier pliegue pintado con colores oscuros en los frescos, cualquier nicho hondo y poco profundo de las celdas, cualquier rincón de la hospedería, incluso las ratoneras.

Y poco a poco, llama por llama, el copioso brillo titilante inundó las dos iglesias y, sucesivamente, todo lo demás. Pero como en ese momento había más luz de la que se necesitaba, los varones recogían sus sobrantes en haces y los ataban con alguna llamarada más delgada. Esas cargas se almacenaban en la catecumenia de Sava, arriba del nártex, para ser vertidas a la noche de abajo, el día en que el iguman tuviera que abrir la ven-tana al precario presente. Las mujeres, más versadas en hacer punto y en tejer, cardaban las centellas y las hilaban con las hebras plateadas de sus cabellos. Con éstas se cegaban todas las pequeñas aperturas en las cerraduras y alrededor de los marcos de las puertas y ventanas, para que la oscuridad tam-poco pudiera colarse por ahí. Después se procedió, sin tomar un respiro, a voltear los bolsillos, a bajar de los clavos cazos, ollas de cobre y artesas colgados al revés, a destaponar barri-litos vacíos y destapar barricas y cubos, ya que no había que permitirle a la oscuridad asentarse por mucho tiempo en nin-guna parte.

En el scriptorium1 los monjes hojeaban escrupulosamente los libros en busca de los lugares donde el pesar se apretujaba alrededor del inicio y del final de cada capítulo, para que el ilustrador Ananije agregara ahí la inscripción: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, date prisa mano mía, pon coto a esta pesadumbre».

1 Lugar donde los monjes transcribían los manuscritos.

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DÍA VIGéSIMo SéPtIMo

IUn insulto bastante largo,

además, con extremos atados en nudos muertos,para que no se deshilvanara en el camino

En el mismo instante en el que los tres espías regresaron a Constantinopla y pusieron sobre la mesa ante el amo de la república de San Marcos la pluma arrebatada de aquel pobre juglar Geoffrey, Enrico Dandolo sintió que su corazón se ca-lentaba y notó una mejoría general en su cuerpo. A su médico de Salerno, Antonio Baldella, que cuidaba de su salud, el dux lo reconoció desde la puerta por su insoportable olor mixto de azufre y alcanfor. Después de todo, los grotescos remedios de Baldella no le ayudaban en absoluto, reflexionaba el viejo, mientras con un ademán impaciente dispersaba el hedor y se-ñalaba que rechazaba la habitual visita matutina. ¡¿Qué sabía hacer supuestamente el reputado magister Antonius?! ¡¿Menear la cabeza y resoplar?! ¡¿Palparle diez veces al día las venas?! ¡¿Cambiar a cada rato las terapias?! ¡¿Los baños calientes pa-ra combatir la helada?! ¡¿Contra las ojeras, los polvos blancos para disimularlas?! ¡¿Para facilitar el paso de la orina, hacer aguas menores tantas veces como fuera posible?! ¡¿Contra la sangre demasiado espesa o los humores nocivos, las sangui- juelas?! ¡¿Para las fuertes ventosidades y la bilis en el estómago, las plantas traídas de vericuetos inaccesibles?! ¡¿Contra la de- bilidad general, sandeces de puras palabras desconocidas?! ¡¿Para la edad avanzada, las doctas tiradas sobre la normalidad de dichas molestias para alguien que había rebasado los noventa años?! ¡¿Para la falta de la vista, para que no se descalabrara o

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rompiera un brazo o una pierna, el consejo de que no se des-plazara tanto?! ¡Al parecer, según el médico, él debería acos-tarse en su lecho a esperar tranquilamente que la muerte lo arrebujara! ¡una sarta de tonterías!

—realmente me pregunto ¡¿por qué lo he mantenido has-ta ahora?! —dijo entre dientes el ciego dux y encontró en aque-lla mesa inequívocamente la pluma que acababan de traerle de tesalónica.

—¡¿Los médicos?! —se extrañaba en voz alta acariciando la pluma, mientras trataba de percibir con las yemas de sus dedos cada contorno de su suavidad y seguía el avance de los placenteros hormigueos por su cuerpo—. ¡Andan opinando, conjeturando! ¡Y en toda su presunción no logran adivinar que el mejor remedio para cualquier dolencia es el buen humor! ¡Y he aquí cuánta alegría trae un solo plumón!

—¡otras ocho plumas más y el manto estará completo! —calculó el anciano con satisfacción y se entregó a las cavila-ciones sobre cuál de los dos jefes de los cruzados debía ser nombrado como supuesto señor del imperio latino.

—¡Veamos! —repasaba en voz alta el dux, mientras extraía de la bolsa las promesas recibidas con anterioridad, tratan- do de escrutar todos los detalles—. El marqués Bonifacio de Montferrato es de carácter decidido, emprendedor, no le falta audacia y goza de gran reputación entre los demás caballeros. Pero quién sabe si la república podrá contar con privilegios adicionales con ese lombardo terco en el poder. ¡No, el mar-qués no conviene! Contrario a él, el conde Balduino de Flandes es blandengue, casi condescendiente, a veces me parece que ni siquiera existe. Sin embargo, en cuanto saborean el poder, ese tipo de gusarapos se vuelven enseguida luciones. Se vengan pérfidamente por la más mínima ofensa, tal vez porque fueron ellos mismos los que más herían su propia dignidad. ¡tampoco el conde Balduino es una buena elección! No obstante, todos los demás barones son aún más codiciosos y ávidos de poder. En verdad, ¿quién habría de ser proclamado emperador del nuevo imperio latino?

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En eso estaba el dux Enrico Dandolo, aconsejándose a sí mismo y tramando planes, cuando le anunciaron que había llegado la respuesta del zar búlgaro Kaloyan. Esta vez, su des-carado ventarrón no se había llevado nada de Constantinopla; al contrario, uno de los espías venecianos trajo un saco que el Hampón había dejado junto a la Puerta de Guerra occidental. El mensaje era claro. Y bastante convincente. El saco con- tenía las cabezas de los tres emisarios enviados a trnovo a reclamar las plumas robadas. Las cabezas de los negociadores fueron cortadas al igual que cualquier posibilidad de una ne-gociación futura. Enrico Dandolo sintió que el frío volvía a re-correr todo su cuerpo. No vio las cabezas ensangrentadas, pero las había oído muy bien. En vez de una cuerda, el señor del im-perio búlgaro había atado el saco con un mechón de aquel vien-to que sabía todas las lenguas. Era un insulto bastante largo en un latín perfecto. Para que la frase no se deshilvanara en el camino, sus extremos estaban atados en nudos muertos.

IISeis cruzados, seis venecianos, y el bastoneo de seis bastones

Después de saciar sus más bajos instintos, ad honorem Dei et Sanctae Romanae Ecclesiae, cuando ya no quedaba nada más por saquear e incendiar en la ciudad conquistada, los vencedores entraron en negociaciones. Aleccionados por las experiencias pasadas, los cruzados rechazaban tajantemente que las reunio-nes tuvieran lugar en las galeras venecianas, mecidas por el agua. De modo que, a principios de mayo de 1204, un consejo de seis caballeros y seis venecianos se reunió en los antiguos aposentos del basileus en el Palacio de Blanquerna.

Además de muchos asuntos importantes, el consejo tenía que decidir cómo los aliados habían de repartir el gobierno y el territorio del nuevo imperio latino y cuánto habían de glorifi- car a cada quien las crónicas de la Cuarta cruzada. No obstante,

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el mismo número de votos de cada lado no permitía que la balanza se inclinara a favor de alguno de ellos. Las disputas, las riñas acaloradas, incluso las injurias, empezaban desde el amanecer para seguir, con no menos vehemencia, hasta bien entrada la noche. Los cruzados afirmaban que todos los vene-cianos eran igualmente inicuos (tutti iniqui). Invocando el acuerdo del marzo anterior, los venecianos, a su vez, repetían sin cesar que todos los cruzados eran unos mentirosos (tutti falsi). tanto unos como otros coincidían en recurrir a presiones en forma de abundantes promesas o terribles maldiciones. Pero por ningún lado se dejaba intuir solución alguna. Por el contrario, las deliberaciones amenazaban con prolongarse in-definidamente sin ninguna expectativa de desenlace. Los ne-gociadores recurrían cada vez más a menudo a sus espadas y puñales, y era cuestión de tiempo que la sangre salpicara los mapas desplegados de Constantinopla y del antiguo Bizancio y las páginas apenas escritas de la historia de esa campaña.

De pronto, una noche todo acabó en cuestión de instantes. A saber, sin ningún anuncio por parte de los guardias, una puerta se abrió y se cerró sin que nadie entrara en la habita-ción. Y a pesar de que todos estaban sentados, desde el suelo se elevaba con claridad el ruido de unos pasos y el bastoneo de seis bastones de los que usaban los cojos para caminar. La luz de las cercanas lámparas de aceite empezó a temblar como si se estuviera alejando. Los mochuelos tocaron en las venta-nas. Seis ventanas estallaron con un chasquido. unos miedos desconocidos invadieron a los caballeros. Cada uno por sepa-rado sintió en su nuca una respiración dificultosa. A cada uno le inundó los oídos un susurro espectral:

—Bal-dui-no. Bal-dui-no-de-Flan-des.Cuando al final —como de costumbre, antes de los prime-

ros gallos— hubo que proponer al nuevo emperador, todos los negociadores dijeron lo mismo. El que estaba a cargo de contar los votos descubrió que un solo nombre se repetía con con- tundencia, hasta dieciocho veces: el del conde Balduino de Flandes.

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IIILos vítores en las calles y en las plazas,

el aguilucho bicéfalo bajo la cúpula de Santa Sofía

Así como sucede con ocasión de una coronación, las aclama-ciones se repartían de tres formas habituales: a la fuerza, gra-tuitamente y, para los pobres, con un buen pedazo de pan o de queso. Cualquiera que fuese el caso, ya desde la mañana del 16 de mayo toda la capital estaba adornada de vítores:

—¡Evviva!2

—¡Viva el emperador latino!—¡Viva nuestro emperador Balduino I de Flandes! Para hacer patente su supremacía ante la gente local y ante

sí mismos, los forasteros organizaron una ceremonia majes-tuosa en la misma iglesia de Santa Sofía. Al principio, el futuro emperador soportaba con bastante torpeza los honores ines-perados, se enredaba en los complejos pliegues de la dignidad en su vestimenta y examinaba con demasiado embelesamiento las abundantes perlas y piedras preciosas con las que lo habían ataviado. Pero conforme la ceremonia avanzaba, Balduino se iba acostumbrando a su nuevo papel. Justo antes de que la co-ronación terminara, expresó con el rostro radiante el deseo de que se prolongara. tomás Morosini, el recién investido pa-triarca latino, no tuvo otra salida. un poco después, embria-gado de amor propio, Balduino exigió que la consagración durara otro rato. Cuando todo fue repetido por tercera vez, los presentes empezaron a impacientarse de pasar el peso de una pierna a la otra, los cronistas depusieron las plumas exigiendo que se les pagara aparte por el esfuerzo adicional; incluso el sol perdió la paciencia y, con los rayos oblicuos, empezó a poner-se… Y quién sabe cuánto habría durado la ceremonia si sobre todo el acto no hubiese caído la sombra del polluelo del águila bicéfala, introducido en el templo a escondidas y soltado desde el pecho de algún griego desafiante para volar en círculos y

2 En italiano en el original: ¡Viva!

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emitir sus chillidos bajo la gran cúpula. Sin importarles la sacralidad del lugar, los caballeros vasallos del conde Louis de Blois dispararon saetas al ave, pero ésta esquivaba mila- grosamente los enjambres silbantes de la muerte. Al final, habiendo estampado la sombra de miedo en cada corazón latino, el aguilucho bicéfalo salió volando por una de las ven-tanas de Santa Sofía. Según los testimonios de los vigías en las atalayas de la desdichada ciudad, se fue directamente hacia la libre Nicea.

Desde el mismo inicio del reinado del emperador Bal- duino I de Flandes, el dux Enrico Dandolo se comportó acorde con su naturaleza astuta. En Santa Sofía, el amo de la repú-blica había ordenado que todos los venecianos estuvieran a la izquierda del soberano para estar dentro de su campo de vi-sión, dado que Balduino no abría el ojo derecho desde su partida a la campaña. A saber, el caballero cruzado había he-cho el voto de llevar bajo el párpado cerrado la imagen de su amada hasta Jerusalén y de regreso. Así fue que el nuevo em-perador vio a sus, hasta un día antes, compañeros de armas sólo de reojo.

Más tarde, cuando se discutió la repartición de territorios, Enrico Dandolo siempre colocaba los mapas hábilmente para que Balduino no pudiera percatarse de cuántas de esas tierras iban a pertenecer a Venecia. Y el resultado final fue que los cruzados obtuvieron los territorios de menor importancia en Asia Menor, una parte de tracia y algunas islas fuera de las ru-tas marítimas.

La república de San Marcos, en cambio, se quedó con Jo-nia, Creta, Eubea, Andros, Naxos, los puertos más importantes en Helesponto y el Mar de Mármara, Gallipoli, rodosto, He-raclea, el derecho exclusivo de uso de todos los cruces maríti-mos, y tres octavas partes de la misma Constantinopla. Además, el hábil dux desató aquella bolsa suya con las palabras dadas y desembolsó la promesa de los cruzados del marzo anterior, que eximía a los venecianos de la subordinación al imperio latino. Como de paso, el ciego dux se hizo también del título de amo

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de la cuarta parte y de una mitad de la otra cuarta parte del im-perio romano.

Después, el anciano invidente se entregó por completo a cavilar sobre la manera de arrebatar al insolente Kaloyan, el señor de Bulgaria, las plumas robadas, imprescindibles para completar el manto milagroso.

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DÍA VIGéSIMo oCtAVo

I¿Acaso todo lo que sopla tiene que

pasar forzosamente por Žica?

Era el vigésimo octavo día del cerco, en el que tocaba abrir la ventana al presente distante. Con la cabeza caída, pensativo, el iguman Grigorije se dirigió por la escalera a la catecumenia. Además de todas las preocupaciones, un viento salvaje le en-redaba el hábito. (uno de esos vientos que se introducen por doquier con su desazón, por lo que uno siente que el sosiego lo abandona irremediablemente, aunque se encoja de hombros, aunque meta sus manos en mangas opuestas, aunque ciña el cuello con vehemencia para preservar el calor en el pecho o use cualquier oportunidad de resguardarse entre los paréntesis).

Era sábado, el reverendo padre Grigorije subía escalón por escalón pensando por dónde se había colado esa desgracia, si nuevamente había doblegado la calma, de dónde soplaba con tanta obstinación y, después de todo, si todo lo que soplaba tenía que pasar forzosamente por Žica.

Era el cuarto sábado después de la Pascua cuando el iguman llegó al piso superior del nártex y quedó al instante petrificado al darse cuenta de dónde venía tanto viento: ¡una ventana estaba abierta, con las bisagras desprendidas y los postigos de tejo abiertos de par en par!

No, no pudo haber pasado algo más terrible. Se había roto el juramento. Los tiempos tejidos por el Creador quedaron en-redados. Los reyes Dragutin y Milutin parecían alejados del templo para siempre. Y, por si fuera poco, en lugar de la ven-tana del presente distante estaba abierta la que daba al futuro,

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cuyo turno vendría al día siguiente, el domingo después de la fiesta de San Jorge, el día de San Jacobo. Abierto antes de tiem-po, el futuro no estaba maduro, y dejaba ver apenas unos cuan-tos años por delante del monasterio.

El sol joven desgranaba copiosamente el primer calor, pe-ro el iguman temblaba invadido por un escalofrío. Ante él se abría un cañaveral, pero el reverendo padre tenía una mi-rada absorta y difícilmente veía algo. De la espesura salían a trechos las libélulas soñolientas, el escarabajo pelotero empu-jaba el último grumo de la noche, los pájaros afanosos llenaban el cielo con paciencia, pero el superior del monasterio sentía que dentro de él se apagaba la última esperanza de salvarse del infame enemigo reunido debajo de Žica.

El padre Grigorije no supo cuánto tiempo pasó así, ausen-te, junto a la ventana. De cualquier modo no podía influir en lo que sucedería en el futuro. Y allí, unos años más adelante, dos figuras avanzaban de prisa. una iba envuelta en paño negro con muchas más mangas que brazos, sin volverse hacia el mo-nasterio bajo sitio, ayudándose con un bastón de viaje alto, de los que permitían apuntalar los rayos grandes e impedir que la luz celeste revelara cada detalle. A ésta la seguía, pisando sus huellas, una segunda figura de espalda más encorvada a causa de un saco atestado de algo pesado.

No se podía fijar cuánto tiempo había pasado así. Pero cuando el padre Grigorije se espabiló, los dos viajeros descan-saban bajo un árbol. Mejor dicho, el jorobado descansaba, mientras Andrija de Skadar vertía el contenido del saco al sue-lo entre sus pies y revisaba ese montón de algo.

—Que Dios te perdone la huida y San Nicolás te provea un buen viaje, pero ¿por qué nos arruinaste, ingrato, y abriste la ventana fuera de su turno? —murmuró el iguman de Žic a al reconocer al comerciante de plomo, madera, edredones y tiempo, al que había recibido con tanta hospitalidad en la hos-pedería durante la Pascua.

Andrija de Skadar no mostraba que oyera al iguman. Aun si lo oía, no tenía motivos para mirar atrás, estaba a una dis-

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tancia segura, por lo menos a dos años de la catecumenia de Sava. Seguía rebuscando en aquella mole, ora con las manos, ora con las mangas.

—Pero eso es nuestro… —gimió el venerable, porque se dio cuenta de que el comerciante había saqueado Žica: aquella mole, el contenido del saco, en realidad eran horas, meses, estaciones y años completos, el tiempo robado que le per- tenecía a la iglesia de la Ascensión, tiempo sin el cual que- daba claro que la iglesia en la que se coronaban los reyes de las tierras serbias y costeras permanecería un largo periodo desierta.

De tantas palabras, el padre Grigorije se atragantó y no lograba pronunciar un solo vocablo. «¿Acaso el legado de los hermanos piadosos correría la suerte de aquellos monasterios por siempre despojados de sus años por los piratas? ¿Acaso esta primera sede del arzobispado quedaría abandonada, de-solada? ¿Acaso también este lugar sagrado, Žica, quedaría desierto?» Esas preguntas quemaban dolorosamente, porque aun la más mínima palabra sin pronunciar puede abrasar más que el hierro candente.

Lejos de ahí, bajo el árbol, el sirviente jorobado se estre-meció, inspiró profundamente y después tosió:

—¿Nos vamos, señor? ¿tal vez envíen a alguien del mo-nasterio para seguirnos? ¡Me parece que alguien nos mira directamente a la nuca! ¡Hasta percibo el olor a incienso, señor!

Andrija de Skadar se sorbió los mocos con cautela, estor-nudó falsamente y luego rió:

—¡Amigo mío, ahí desde hace mucho no hay nadie! ¡Ade-más, nosotros no estamos a uno o dos días de caminata de ahí, sino a unos años! ¡Es sólo un viento salvaje el que esparce los últimos alientos del hogar de la Salvación! ¡Y escucha lo que te diré, continuaremos en silencio y, si no es necesario, ni si-quiera los mencionaremos en el futuro, porque de otra forma sólo posponemos el final total de su historia!

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IIEl arzobispo Jevstatije II,

las llamaradas intactas debajo de la Santa mesa

Alrededor del día de San Jorge de 1293, le avisaron a su emi-nencia reverendísima Jevstatije II que en el glorioso lugar de Žica, que antaño permaneció mucho tiempo devastado tras la invasión búlgara y cumana, unos peregrinos casuales reu- nieron algunos fragmentos de tiempo. Era la primera vez que desde los tiempos del arzobispo Jakov, cuando saquearon el hogar de la Salvación, podía completarse una mañana, la ho-ra de la siesta y el crepúsculo monásticos. A saber, en aquel entonces el afanoso Jakov había podido juntar apenas unas cuantas horas del presente para enterrar dignamente a los pe-recidos y trasladar las reliquias de Jevstatije I a Pec.

Al reunir a un séquito de diáconos viajeros, conocedores del oficio de la construcción, de marmolistas, de iconógrafos y de copistas, Jevstatije II abandonó de inmediato todos los demás asuntos y partió para estar en la saqueada iglesia de la Ascensión exactamente el día convenido, el cuarto sábado des-pués de la Pascua.

Desde lejos, apenas se pasaba el fuerte de Maglic, se veía la cúpula sumida. A decir verdad, gracias a las aves lucía una que otra curva en algunas partes, pero en su conjunto estaba considerablemente hundida si se comparaba con la altura de las bóvedas celestes de otras iglesias a lo largo y ancho de la tierra de raška.

De cerca, la primera sede del arzobispado se había enco-gido en un cúmulo de paredes derruidas y frescos moribundos, en montones de roca calcárea, ladrillos, mármol y mortero. En muy pocos lugares se dejaba ver alguna huella de los pies de los dos fundadores, los piadosos hermanos Sava y Stefan. La des-dichada Žica, con su atuendo púrpura desgarrado o tiznado por las tinieblas y despojada de su techo de plomo, pasaba en la soledad y el silencio los días, las estaciones y los años robados. De la pequeña iglesia de San teodoro tirón y San teodoro

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Estratilato no quedaba ni rastro, excepto el ovillo de una cuerda medio podrida. Las lágrimas en los ojos del arzobispo Jevsta- tije II no le permitieron distinguir los demás detalles de la gran desgracia.

Así, sin una sola palabra pronunciada, enmudecidos de llanto y preocupación, el reverendísimo y su séquito estuvieron un largo rato recorriendo el derruido templo de la Santa Sal-vación, levantando piedras, recibiendo las aplastadas manos pintadas de los santos en las suyas, limpiando del tizne de las tinieblas las mejillas de los apóstoles y quitando el velo del polvo calcáreo de los ojos pintados de los mártires. Donde es-tuvo la cocina, encontraron el sello para el pan amasado según los preceptos de San Pacomio; en la torre a medio derrumbar, el repique caído de las tres campanas; debajo de la Santa mesa, las llamaradas milagrosamente intactas de decenas de cirios. Y pese a que algunas letras de la carta fueran comidas por los búhos chicos y una parte de los bienes enumerados mordida por los menudos dientes de los lirones, el pórtico preser- vaba la mayor parte de la lista de nombres de las propiedades monasteriales.

Entonces, Jevstatije II y los diáconos notaron los pedazos rotos de las vistas de las ventanas de Žica. Esparcidos por todas partes, pisados, resquebrajados, sin uno o los dos lados, en la umbría, impregnados de humedad y de moho, en la solana, vibrantes por la canícula, cubiertos de hierba o tapados de ho-jarasca, bellotas, piñas y granza de los años anteriores, al prin-cipio eran difíciles de notar. Sin embargo, poco a poco los fragmentos de las vistas empezaron a juntarse, según su orden temporal, en una narración cuarteada. Algunos de ellos, mi-núsculos, mostraban escenas sencillas y, sin embargo, signi-ficativas: el crecimiento de los robles en el patio, a los monjes absortos en la selección y secado de las plantas medicinales, al racionero golpeando la matraca; del otro fragmento se escu-chaba con claridad la armonía de las voces de los lectores; de un tercero, en el momento en que el arzobispo personalmente arrancó una hierba mala salió volando una abeja que estuvo

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morando ahí por años… Los fragmentos más grandes de las ventanas tendían sus vistas hacia Constantinopla, y ahí se des-plegaban en calles y plazas; luego también hacia otra ciudad, cuyos canales serpenteaban como tentáculos de una medusa gigantesca; en el siguiente fragmento, viraban hacia una po-blación donde la gente gastaba sus días bajo unas ramas me-tálicas y su sombra permanente…

Sin embargo, visto desde fuera, desde el otro lado, todos los pedazos terminaban en la antigua catecumenia de Sava. Incluido aquel en el que antaño estaba el venerable padre Gri-gorije justo en el momento en el que lo atormentaban las pre-guntas no pronunciadas, y sólo un instante después de darse cuenta de que el comerciante Andrija de Skadar había saquea-do terriblemente a Žica. (tal vez sobraría hacer todo al revés, pero visto desde dentro, ese trozo también contenía al tres ve-ces maldito mercader alejándose cada vez más, en silencio, con su sirviente jorobado…)

El crepúsculo se iba desplazando hacia el ocaso, por lo que no había lugar para una historia muy larga. El arzobispo Jevstatije II se persignó y ordenó a sus acompañantes:

—Abrid zanjas junto a los cimientos y en el piso de la igle-sia. Depositad las vistas restantes en escondites. Para que no se lastimen mutuamente, incensad cada fragmento y envolvedlo bien en mirra. tal vez las futuras generaciones los necesiten un día para entender mejor el pasado, el presente y el porvenir, aunque no sea más de lo que mide un diente de ajo.

IIIY

Y después de quedar cegados los escondites con las vistas, no había nada más qué observar.

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DÍA VIGéSIMo NoVENo

I¿Es el televisor o el espejo cuarteado

el que multiplica más,ahora sin los distintivos de antaño?

El comerciante de tiempo no dejaba de perseguir a Divna y a Bogdan. Al contrario, se aparecía cada vez con mayor frecuen-cia, alternadamente en la televisión y en el espejo cuarteado, y era cada vez más difícil distinguir con claridad cuál de estas dos cosas lo multiplicaba más.

—Además de que sus fotos abundan también en los perió-dicos y en las revistas, desde las primeras páginas —añadió su padrino, el buen señor Isidor preparándose para salir.

El comerciante aparecía parcialmente cambiado (sin el sirviente jorobado, la pluma de cuervo ni la visible cojera al caminar, sin las sobrantes mangas ni la calabaza moteada en el cuello, privado también de otros distintivos narrativos de antaño), jamás vestía de la misma manera, jamás portaba el mismo nombre, y casi siempre tenía una nacionalidad, una fe y una profesión diferentes, cada vez por un motivo distinto.

—¿No han notado que es sumamente desconfiado? ¡un hombre común y corriente cree o no en algo! ¡En éste, no exis-te esa sincera cualidad humana! ¡Lo único que tiene es una eterna desconfianza! —concluyó el señor Isidor anudando su corbata de moño.

Sin embargo, a pesar de todo, lo delataba su mirada. Divna y Bogdan reconocían inequívocamente esos párpados en forma de vaina, esos ojos fríos que aparentaban una mirada vacía,

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pero en realidad oteaban la calidad y la cantidad del posible botín que lo esperaba. Día tras día, lo veían comerciar con vi-das de otros, con épocas alternas de guerra y de paz, con pe-queñas historias humanas, con convicciones fuertes siempre distintas, con el esfuerzo y las penas ajenos, dependiendo de cuál de los numerosos papeles desempeñaba en ese momento. A veces un alto oficial militar, a veces diplomático en una mi-sión negociadora, reportero local o extranjero, político de con-fianza, renombrado hombre de negocios, incluso representante de alguna organización humanitaria mundial, éste conducía con destreza cualquiera de sus empresas, comerciando exclu-sivamente con el tiempo.

—¿Y qué pasó con el plomo, la madera y los edredones? ¡Parece que ninguno de éstos produce una ganancia impor- tante! —agregaba el viejo padrino Isidor, poniéndose su saco de lino.

Así, cuanto más lo seguían, aunque al mismo tiempo pa-recía que era él quien los seguía a ellos, Divna y Bogdan podían prever con mayor facilidad el desenlace de los eventos. Prime-ro les extrañaba tanta insolencia, el hecho de que realizara la mayoría de sus empresas de manera completamente pública. Luego comprendieron que él, sin falta, escogía como sus ayu-dantes a unos miopes codiciosos o, incluso, a pueblos enteros enceguecidos. Donde no se guerreaba con bastante frecuen- cia, encontraba de inmediato a cómplices tan vanidosos como para participar a cambio de un papel supuestamente impor-tante. Enseguida después imponía la paz y decidía la repar- tición en la que a las partes en pugna les tocaba el pasado, mientras que a él y a los de su especie, les correspondía por mucho tiempo todo el futuro. otras veces ofrecía el «brillan-te» porvenir por el doble de un «insignificante» pasado, para invertir sus valores en la siguiente ocasión y asentar la dife-rencia exclusivamente a su favor. Con el presente se ocupaba como reportero o humanista, fragmentándolo y revendiéndolo «al por menor», empacando cada instante vistosamente como una novedad inesperada o una ayuda considerable.

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—Creo que hemos hablado bastante de eso. ¡No tengo la intención de pasar el resto de esta mañana engrande- ciendo la realidad! —advertía Isidor pasando los dedos por su cabello.

Y aunque el comerciante de tiempo se ocupaba cada día de cientos de sus asuntos, parecía que se fijaba con particular atención en Divna y Bogdan. ¿Acaso porque éste le arrebató la historia sobre ella (aún en un cuento aparentemente minús-culo hay suficiente lugar para una decena de siglos opulentos)? ¿Acaso porque no admitía que nadie se le opusiera (y después difundiera a los cuatro vientos que era posible evitar el circulo vicioso)? ¿Acaso porque sentía que adivinaban sus intenciones (lo cual podía echarle a perder muchos negocios prometedo-res, encima de que le gustaba despertar en los otros la mejor opinión de sí mismo)? Fuera lo que fuese, parecía que acecha-ba únicamente a ellos dos, como si entre miles de otros desti-nos hubiese escogido justamente los suyos.

—¡Ahora sí, ya basta! ¡Voy a ver si en alguna parte encuen-tro algún pájaro para mi regocijo! —interrumpía el señor Isidor cualquier mención futura sobre ese personaje y se ponía su sombrero panamá.

IICon las vistas torcidas,

nos vamos torciendo también nosotros

Para alejarse lo más posible del tenaz perseguidor y de todo lo que éste maquinaba, Divna ahora vivía su embarazo de lleno únicamente en el sueño. Por seguridad, en caso de que éste se descubriera, escribía sobre su vientre, con tinta hecha de piñas de pino y arándano azul, palabras de oraciones inmemoriales en forma de espiral que partía de su ombligo. Por muy frági- les que fueran, las palabras son uno de los pocos laberintos que el mal aún no ha descifrado y donde aún puede extraviar-se, aunque sea de manera temporal.

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Cuando el fruto dentro de Divna se movió por primera vez, a su sueño se trasladaron, para protegerla de las pesadillas, los tres padres postizos de Bogdan. El devoto iconógrafo De-metrios, el marmolista Petar y el copista Makarije trajeron consigo todos sus conocimientos y el guijarro que yacía debajo de la construcción del sueño de Bogdan. El palacio que habían estado levantando ahí en los años pasados de tal manera que cada piso nuevo fuera más ancho que el anterior, había echado raíces en la bóveda del ensueño y ya no precisaba del minúsculo cimiento. Los padres postizos tenían la intención de emplear desde el primer día sus conocimientos y artes en atender al recién nacido, y construirle también a él la insólita casa que se ensancha hacia arriba a partir de aquel guijarro. En el viejo sueño dejaron sólo al caballo blanco para que con las chispas de sus herraduras (del inagotable claro de luna de los campos de Bitinia) ahuyentara a las bandadas de sombras y cuidara la construcción de las tinieblas para Bogdan y para otros viajeros que quisieran resguardarse ahí.

un poco confundido, como todos los hombres ante la lle-gada de su vástago, el futuro padre se ocupaba de la realidad. Para tener dónde amanecer en una oscuridad cada vez más densa, Bogdan, desde temprano por la mañana, enderezaba las ventanas de su hogar de acuerdo con su plomada. Después, para que Divna no tuviera que cargar algo pesado, recibía en sus hombros las numerosas escenas cotidianas. Y para las horas crepusculares, sus momentos de descanso, conse- guía historias que se resistían a las rutinarias repeticiones de la Historia.

Día tras día, sin embargo, cada una de estas tareas exigía cada vez mayor esfuerzo. Para las ventanas torcidas no bastaba que unas cuantas personas las enderezaran.

—¡Ya verás, haremos una denuncia! —lo amenazaban sus vecinos—. ¡Estás perturbando el orden, por ti no podemos des-cansar como se merece!

—¡¿Acaso no ven, al menos ahora resulta evidente que las ventanas están mal plantadas?! —se justificaba Bogdan.

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—¡¿Y qué podemos hacer nosotros, los simples mortales, al respecto?! —se extrañaban unos.

—¡No es nuestro deber andar corrigiendo eso! —se nega-ban los otros.

—¡Mira! ¡Ya has dañado la fachada ahí! —Los terceros se-ñalaban con el dedo fisuras y sitios de los que se había des-prendido el mortero de la cara del edificio.

—¡Con las vistas torcidas nos vamos torciendo también nosotros! —Bogdan abría sus brazos con incredulidad.

—¡Vaya! ¡tú puedes creer en lo que te dé la gana, pero a nosotros déjanos en paz! —La discusión normalmente termi-naba con un giro unánime de sus cabezas en señal de enfado.

La pesadez de la cotidianeidad crecía cada día. No obstan-te, la gente cargaba (de aquí para allá, de allá para acá, pero en general, dando vueltas) cada vez más peso y parecía sim- plemente increíble cuánto podía llevar a cuestas un hombre. A decir verdad, al principio todos daban traspiés por la falta de la más mínima comodidad, pero después resultó que podían aguantar pérdidas hasta entonces inimaginables, incluso la desaparición de sus propias almas. Probablemente, el hombre posee una cierta resistencia que, una vez doblegada, le permite a cualquiera irlo cargando y cargando hasta su desplome total.

Al otro extremo de la gravedad de la desaparición estaba la insoportable levedad de la multiplicación. Bogdan había de-sistido, desde antes, de buscar la respuesta a la pregunta de quién había contribuido más a esta situación. ¿Acaso eso im-portaba ahora? Lo que había que hacer era mantener al menos el hilo de la historia con Divna y consigo mismo.

¿Y el hilo? éste se volvía cada vez más delgado. Amenaza-ba con romperse por completo. El mutismo y la locuacidad de muchos atestiguaban cuán posible era algo así. A cada rato se quebrantaba alguna palabra, demasiado estirada entre un sig-nificado pleno y otro vacío. (Cuando una palabra se quebranta, silba por el aire como un cable de acero roto y la persona a la que golpea ni siquiera sabe qué fue lo que la fustigó, sólo una marca amoratada aparece en su frente, en su mejilla o en su

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corazón). Fuera como fuese, las historias se destejían, la vida se componía de cada vez menos historias, se parecía más y más a los secos e infértiles montoncitos de cáscaras, envueltos en turbulentas madejas de eventos históricos.

IIILas plumas

Y cuando ya no pudo hacer otra cosa, Bogdan empezó a cuidar la narración misma. Cada palabra tiene su pluma, recordaba muy bien lo que había aprendido en su infancia. Sólo escri- ta de ese modo tiene su pleno significado. Bogdan escudriñaba en su memoria: el cielo se escribe con un roce suave del cálamo del ala de un gavilán adulto, la hierba con la pluma del vien- tre de un estornino, el altamar con la pluma del albatros…

El somormujo lavanco.El chochín.El águila culebrera.El alcatraz enmascarado.La golondrina común. El urogallo.La garceta blanca.El martinete.El avetorillo.El rey de codornices.El revulevepiedras.El cormorán.La serreta grande.La tórtola.El pato cuchara. La chova.El pardillo común.El cisne vulgar.Su conocimiento de las aves era de gran ayuda. Pero tam-

bién las aves conocían bien a Bogdan, le dejaban sus plumas al

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alcance de su mano: en los alféizares de las ventanas, en las bancas de los parques, en las plazas y en los cruces, en los ar-bustos junto al río, en las partes inferiores del cielo… A saber, la pluma de un ave cazada o muerta no vale nada, no posee nin-guna cualidad peculiar, más bien a veces puede tener un efecto completamente opuesto al debido. Es necesario que el ave en-tregue una pluma específica de manera voluntaria. Y desde lue-go, es imprescindible que el elegido para recibirla la reconozca en el remolino de todo tipo de cosas.

El cisne chico.El pato golondrino.El zorzal alirrojo.El porrón pardo.El pato silbador.El acentor común.La perdiz pardilla.La focha negra.La guja colinegra.El andarríos chico.La avutarda.La abubilla.La cigüeña.La gallina doméstica.La cigüeñuela común.Ya después de unas semanas, Bogdan disponía de varios

cientos de plumas distintas. A partir de entonces, la reco- lección avanzaba mucho más despacio: alguien trataba de en-gañarlo con plumitas de la frívola ave penacho emperifollado, mientras que las otras, las verdaderas, se escondían en los lugares más inimaginables. Para algunos plumones había que inclinarse peligrosamente por las ventanas, trepar unos árbo-les demasiado altos, meterse a los pantanos, pasarse días en-teros en el monte, y para conseguir una pluma del ave de fuego, había que caminar por el peligrosamente estrecho sendero en-tre la realidad y el sueño. Además de todo eso, una ráfaga de viento repentina lo despojó de varias semanas de esfuerzo. La

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cantidad de diez mil especies de aves y el mismo número de palabras era un objetivo, desde luego, inalcanzable. Pero, ¿aca-so no se oculta el significado de éstas, desde la misma Crea-ción, justamente en los lugares más inaccesibles?

El herrerillo. El loro.El arrendajo.La gallineta común.El andarríos bastardo.El andarríos grande.El petirrojo europeo.El diamante faetón. El ostrero.La canastera.La lavandera cetrina.El mosquitero silbador.El jilguero.La oropéndola…

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DÍA trIGéSIMo

ILa catecumenia de Sava se colmó

de malas noticias, para la hora del desayuno ya se había consumido

un tercio de las teas restantes

En cuanto el iguman Grigorije abrió las hojas de la ventana se desató la lucha de la luz contra las tinieblas. Los fuegos de los invasores desplegaron tanta oscuridad que el superior del monasterio dudó si había amanecido en absoluto. La primera oscuridad, que había aparecido unos días antes, se conden-só tanto que se volvió dura como una piedra. Así sucedía, y el reverendo padre lo pudo ver desde antes por la ventana al presente distante, cuando encima de un monte se desataba el ombligo del inframundo. Crecen los ríos de fuego, el Infierno vomita su apestoso contenido incandescente, y después el ar-dor del légamo hirviente mengua, se va formando una corteza y con el tiempo todo se solidifica en rocas negras, donde por mucho tiempo no pega ni la más minúscula brizna de vida.

Abajo parecía estar ocurriendo algo semejante: los sitiado-res treparon el monte de oscuridad endurecido y todo el cam-pamento de los búlgaros y cumanos se había acercado veinte brazas al monasterio elevado. El mismo Šišman recorría las hogueras de boñigas de liebres y se inclinaba a atizarlas per-sonalmente con su sombra resinosa. Innumerables torbellinos subían desde el suelo devorando todo a su paso. Aquellos me-nos fuertes despojaron a los robles de su verdor, quebraron el ramaje delgado de los pinos, dispersaron los colmenares, arra-saron una buena parte de los terrones, hurtaron la ropa de las

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cuerdas, convirtieron en hebras pegajosas a las aves de alto vuelo extraviadas… Los remolinos más potentes habían arran-cado por completo los árboles flotantes, tumbaron el abetal, del riachuelo de lluvia hicieron un surco de lodo, tiznaron el color púrpura y el techo de plomo del hogar de la Salvación, soca- varon los cimientos del refectorio, se llevaron una parte del muro superior del patio con unas cuantas celdas, sumieron en la nada a las platicadoras y las oteadoras de la hospedería…

El sol naciente que se asomaba por las colinas mitigaba apenas el crepúsculo de abajo. Como si la aurora se refugiara en otro país lejano y desde ahí evocara la belleza del día. De la ven-tana que acababan de abrir, los monjes soltaban, tinieblas abajo, las llamas de las lamparillas de aceite. El herrero radak había vertido a la oscuridad los odres de chispas antaño recogidas. éstas agujerearon dos o tres nubarrones gordos, luego flaquea-ron y se apagaron. todo lo que se veía se reducía a la noche y, en ella, un enjambre de centellas titilando desesperadamente.

—¡Por acá, Floriana, Sigilosa, y tú Pequeñina! —clamaba alguien desde la oscuridad.

—¡Volad, volad, Mirta, Hacendosita y Besucona! —erraba el colmenero y cerero de Žica.

—¡Por acá, mis niñas entrañables, no vayáis a perderos en ese páramo! ¡reuníos en el coro meridional de nuestra iglesia de la Ascensión! ¡Vamos, Amiguera, Haragana, Querendona y Lucerina!… —llamaba el padre Pajsije a cada abeja por su nombre.

Las tinieblas alcanzaron el rostro de uno de los hombres imprudentemente inclinado. Cuando lo arrebataron de su abrazo, tirándole de las piernas, vieron que estaba desfigurado: en él no quedaba un solo rasgo de fisonomía humana. En vano le aplicaba el hierbero Joanikije los apósitos de las hojas de llantén restantes. El desdichado gemía debajo de ellos sufrien-do terribles dolores.

En el otro extremo, la puerta de la despensa había cedido y el despensero se ahogó; los comelones, los lirones y las polillas ya podían hacer de las suyas y se abalanzaron sobre las

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reservas del monasterio, devastándolas hasta el último grano y hasta la última migaja.

Las mujeres tenían las manos chamuscadas de tanto tren-zar las llamas de los cirios. En las palmas de Gradinja las am-pollas reventaron, dejando la carne en vivo.

Se sucedieron una serie de desgracias, cada una peor que la anterior, y los destinos individuales empezaron a fundirse en un círculo de desdicha general. La catecumenia de Sava se colmó, hasta el cielorraso, de malas noticias:

—¡Algunos perdieron el juicio!—¡Padre, el templo se está quedando sin luz!—¡Las sombras se multiplican, ya doblaron el número de

los defensores!—¡El ecónomo manda decir que apenas acaba de pasar el

desayuno y ya quemamos un tercio de las teas restantes!—¡El canto ha decaído!—¡La historia está a punto de extinguirse!—¡Venerable, nuestra Žica se va agotando!

IISe consumió también el segundo tercio de las teas,

¿tiene alma el que carga vidas ajenas?

Abriéndose paso, a duras penas entre todas estas cosas, en-traron en la catecumenia dos monjes jóvenes que cuidaban de los burdéganos. El iguman pensó que lo iban a informar de la pérdida total del ganado y se encogió aún más para recibir también esa carga sobre sus hombros. Pero los mozos pidie-ron permiso para irse a las cercanas laderas de la montaña de Stolovi donde, fuera del cerco de la oscuridad, los rayos del sol eran copiosos a esa hora del día.

—¡Queremos sacar de aquí a los niños, y regresar a Žica con por lo menos sendas cargas de luz diurna! tal vez los senderos hechos de terrones todavía no se hayan borrado. tal vez lleven hasta la pequeña cumbre donde el año pasado

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recolectábamos los mediodías —concluyeron los dos monjes con entusiasmo.

—Veo, hijos, que sois valientes, pero mi fuerza no es suficiente —respondió el padre Grigorije—. ¿Qué pasará si también llegan a faltar caminos celestes? ¿Acaso debo cargar con más vidas ajenas? ¡Encima de todo, vidas de niños! ¡Cual-quiera capaz de hacer eso, sin duda carece de alma!

Pero aquellos dos eran obstinados:—¡Déjanos ir a nosotros, venerable, y danos tu bendición;

por lo menos, quedará algo para contarse después!Finalmente, el iguman Grigorije ordenó que el ecónomo

repartiera el segundo tercio de las teas restantes. Los monjes se quedaron viendo un rato los íconos de Cristo y de la Madre de Dios y salieron de la iglesia. De todas partes salieron a acompañarlos también las madres, cargando a sus hijos y agi-tando las teas, tanteando a cada paso los terrones restantes. El iguman temblaba junto a la ventana viendo cómo algunos de los que pululaban estuvieron a punto de morir en varias oca-siones. Sin embargo, todos llegaron con éxito hasta los esta-blos, sacaron una decena de burdéganos con albardas, a los lados les colgaron cestas y en ellas colocaron a los bebés. Las madres susurraron al oído de sus hijos una pequeña oración para el camino, y para que no se olvidaran de ellas. Luego, la pequeña columna siguió por las alturas hacia la montaña de Stolovi, en cuyas laderas, a salvo de la oscuridad, el sol segu-ramente ya estaba clavando sus rayos. Por un buen rato se veían todavía los contornos de la pequeña fila, hasta el monasterio llegaban las voces de los monjes azuzando a sus bestias, se oía un canto silencioso con el que se envalentonaban los espoli-ques, el llanto de los niños, el inseguro golpeteo de los cascos de los burdéganos, pero paulatinamente todo se fue desvane-ciendo en el torbellino de la noche oscura. Únicamente que-daron los sollozos ahogados de las madres.

Sólo el Señor sabe cuánto tiempo había pasado así. Lo que es un instante para alguien despreocupado, entretenido en la lectura de libros, para un infortunado es toda una eternidad.

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Fuera como fuese, la noticia sobre los niños y los dos monjes llegó, de manera completamente inesperada, de los de abajo. A saber, el príncipe de Vidin, Šišman, había enviado algunos búlgaros y cumanos a cazar aves fuera de la oscuridad para hacerse de sus plumas de vuelo. El sarraceno Arif había especificado lo que necesitaba de cada especie para su criatura mecánica, y una parte del ejército se dispersó por las laderas y las colinas aledañas. La presa fue abundante, numerosas aves se desplomaron mortalmente heridas, cuantiosos polluelos ca-yeron de los nidos tumbados, cada uno de los sitiadores ya arrastraba un saco atestado de distintas plumas cuando en un claro vieron a dos monjes recolectando afanosamente la ma-dura luz del día. Arriba, justo al lado de la cima de un roble solitario, en un desmonte de terrones flotantes, aguardaba una decena de burdéganos con albardas a medio llenar de la fresca luz de la siesta y, encima, cestas de las que se asomaban las ca-becitas descubiertas de los niños.

—Nos abalanzamos, príncipe, los perseguimos —contó uno de los soldados.

—Pero los monjes fueron más rápidos, treparon el roble y, junto con las bestias, los mocosos y la luz, desaparecieron en la altura —añadió el otro.

—¡Lanzamos cuanta flecha pudimos! ¡En vano! —concluyó un tercero.

El terrorífico príncipe de Vidin volvió a gritar a los cuatro vientos:

—¡Si esos dos logran llevar al monasterio algo de su carga os mataré a todos! ¡Despertad al avechucho! ¡Que los alcance! ¡¿Para qué lo estuve empollando bajo mi axila durante cuarenta días?! ¡¿Para qué lo tengo desde el inicio de la campaña?! ¡Despertad al avechucho! ¡Que voltee toda la bóveda celeste, si es necesario, que abra los nueve cielos, pero que no regrese sin esas cestas!

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IIILa bolsa con cinco monedas de plata,

el tercer tercio de teas y la iglesia de San Teodoro

Las celdas de la xenodokhia, que también llaman enfermería, se llenaron de gente, por lo que nadie notó cuando el mayor-domo Danilo se levantó de la cama, caló una sombra sobre su cara y se escabulló de ahí. Avanzando a través de la oscuridad, aprovechando la falta de luz, sosteniendo su brazo roto, y mor-diéndose el labio para que no lo delatara el delirio adherido a su juicio, Danilo se acercó con sigilo hasta el lugar donde se guardaba el gran secreto. Ante el tesorero Kalisten que hacía guardia permanente para cuidar los vasos sagrados y las reli-quias, bajó la mirada y dijo con la voz cambiada:

—¡Apresúrate, te llama el superior! ¡Vamos, el iguman te está esperando ante el refectorio! ¡Dijo que yo me quedara hasta que regreses! ¡Sólo ten cuidado, no vayas a dar un paso al vacío, los mozos cambiaron los terrones frente a la puerta de la iglesia del lado derecho al izquierdo!

Sin sospechar el engaño de su prójimo, el padre Kalisten salió de prisa. El mayordomo tomó un pequeño descanso, pero cuando se aseguró de que el tesorero ya no iba a regresar, em-pezó a revolver el tesoro con el brazo sano, desechando una cosa tras otra: el relicario con el ápice de la cruz de Cristo, una parte del hábito y del cinturón de la Madre de Dios, un pequeño relicario con un pedazo de la cabeza de San Juan Bau-tista, reliquias de apóstoles, profetas y mártires… Finalmente, al verter el contenido de varios cofres con cálices, discos, as-teriscos, cucharitas, Danilo encontró lo que buscaba. Era la bolsa de dádiva, obsequiada por el comerciante de Skadar. La bolsa con cinco monedas de plata exactas, en la que siempre había treinta, sin importar cuántas se sacaran de ahí ni cuántas se agregaran. Al esconderla bien en su pecho, el mayordo- mo se encorvó, se mordió el labio y, aprovechando los lugares de sombra, se escabulló de nuevo.

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En el camino sólo encontró al padre Pajsije. Esperó entre la espesura a que éste pasara. Como si estuviera ciego para cualquier otra cosa, el colmenero y cerero erraba alrededor, llamando a sus abejas lastimeramente.

—¡¿Dónde estás Felicinda?!—¡Enojoooona!—¡Muéstrate Solitaria!—¡Volad al coro Mirona y Lucina!—¡resguardaos Arabela, Filomena y Domitila!El pecado de la traición es sin duda el que más deforma a

un hombre; ni siquiera el ecónomo reconoció a Danilo. Se per-cató demasiado tarde de que faltaba el tercer tercio de las teas. Para entonces, una figura encorvada se apresuraba hacia la pe-queña iglesia de San teodoro tirón y San teodoro Estratilato. El templo de una sola nave, construido de filas de piedra talla-da y ladrillo, estaba lleno de canto, pero sin gente, para que su levedad no dejara de tirar hacia arriba el voluminoso hogar de la Salvación. Por las pequeñas ventanas sur y norte todavía pasaban los remos de abeto que en aquel entonces, antes de desaparecer, había tallado Blaško, hombre de Dios que bus- caba los caminos al Paraíso.

Danilo desató la cuerda. ésta se enrolló y desapareció aba-jo. El mayordomo tomó los remos. tiró de ellos. Curiosamen-te, en su brazo sano sintió un dolor que le llegó hasta la misma conciencia; el otro, roto, parecía tener mayor fuerza. Los re-mos de abeto empujaron las tinieblas estancadas. La pequeña iglesia se empinó. Danilo tiró de nuevo. Se alzó la ábside. A causa del cambio de equilibrio, por el otro extremo cayeron, a través de la puerta abierta, las palabras de la oración. Los im-pulsos de los remos se hicieron más frecuentes. En contra de la voluntad del todopoderoso, impulsada por la pecaminosa avidez humana, la iglesia de los dos San teodoro se alejó de Žica y zarpó por la ruta de la apostasía.

Desde el cielo chillaron dolorosamente las potestades. to-do lo que quedó, bajó otras diez brazas hacia los remolinos de la noche, cada vez más estrechos.

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LIBro SéPtIMo

PrINCIPADoS

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DÍA trIGéSIMo PrIMEro

Es de vosotrassalvar las palabras verdaderas

En cualquier otra época tranquila, éstas serían las horas de descanso de un día en el que el superior de la antigua sede del arzobispado trataría, según los preceptos de Sava, de ordenar sus pensamientos para el bien de su comunidad y de su pueblo. Pero así, presionado por todos lados, el iguman sólo miraba un punto fijo y no se podía determinar si comprendía algo en ab-soluto o apenas ahora lograba percibir las verdaderas dimen-siones del destino humano.

—¡Ayudadme, no están Benita, María, y Sofía! ¿Hermano, las habrás visto en algún lado? —gritaba por el templo, cual enajenado, el padre Pajsije haciendo la misma pregunta a todo el mundo.

Después de la fuga del mayordomo Danilo, la gran iglesia descendió todavía más bajo, y los sitiadores, a su vez, atizaban con mayor tesón sus fuegos de negrura. Al parecer, ya ni si-quiera una treintena de brazas separaba a Žica de sus enemi-gos. De cualquier modo, desde abajo llegaban, a través del piso de piedra, como maleza entre losas de mármol, las disputas entre los búlgaros y los cumanos en torno a la repartición del botín. Las mujeres se agachaban para oír mejor si el avechucho había alcanzado a los monjes y los burdéganos con sus hijos.

—todo está bien, está bien.—Los niños están a salvo. —¡Ay, pobres de nosotras, dicen que la criatura agarró una

cesta!—¡Pero otros agregan que los principados aparecieron de

los cielos, le arrebataron a los niños y se los devolvieron a los

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monjes! —Se pasaban unas a otras la información, esforzán-dose por ocultar su preocupación materna con la plática.

—¡Vaya cabeza hueca que soy! ¡Se me olvidaron Elenita, Alada y Espigada! ¡Se quedaron afuera! —El padre Pajsije se golpeaba la mollera con el puño.

En el muro norte se abrió una grieta. Brevemente olió a la arena del Ibar, mezclada hace mucho tiempo en el mortero, al amor del maestro de obras ahí estampado, se oyeron también las pisadas de los dos fundadores devotos. Pero muy pronto, la roca calcárea partida se impregnó de oscuridad y ésta irrumpió en el interior de la iglesia; no dejó de gotear ni cuando aproxi-maron a ese lugar más albayalde, ocre, azul cerúleo, azul ultra-mar, tierra de sombra, púrpura, amarillo achicoria, ni tampoco cuando acercaron la mayoría de los cirios para intentar cegar la avalancha de las tinieblas con su luminosidad.

—¡¿Qué cosa terrible ha de ocurrir en otras partes, señor, si nos diste la espalda a nosotros?! —se lamentó alguien.

—¡regina, Augusta, Fermina! ¡Venid al coro, mis hacen-dosas! ¡Es de vosotras salvar al menos las palabras de los ser-bios! —llamaba el colmenero y cerero de Žica a tres abejitas que volaban rondando los últimos rayos de sol, entrecruzados bajo la cúpula.

Alrededor de la iglesia de la Santa Ascensión corrían, ale-teaban, reptaban y rascaban los seres cuya vista se agudizaba cuando el horizonte de otros se oscurecía. Como a una era des-protegida, la rondaban los búhos, los murciélagos y los topos, llevándose a sus oscuras madrigueras los bienes monasteriales cada vez más menguados. El director espiritual timotej tuvo que espantar incluso a un ratón que se había introducido en la catecumenia (esperando en la sombra la oportunidad de trepar a la barba del iguman para hurtar la pluma de ángel).

—¡Berenice, Cándida, Angélica, salvad las pequeñas ora-ciones populares, cada una de ellas puede dar frutos! ¡Isidora, Leonila, teodosia, volad a las páginas de los Cuatro Evangelios! ¡recoged las palabras verdaderas, bienhechoras! —se le oía ha-blar al padre Pajsije en el coro meridional.

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DÍA trIGéSIMo SEGuNDo

I Chismorreos burlones en lugar del

obligatorio diezmo en palabras de deferenciay otras circunstancias que precedieron

la batalla de Adrianópolis

Durante la segunda, por lo demás plácida, mitad del año 1204, varios emisarios salieron tan ateridos de los aposentos del amo de Venecia que los médicos tuvieron que poner mucho esfuer-zo en quitar los tartamudeos y los castañeteos de su habla. Sin embargo, en diciembre, después de toser unos coágulos os-curos, dos heraldos disertos murieron de una inflamación de la tráquea, por lo que ya casi nadie osaba acercarse mucho a la fuente de los fatales resfríos.

Completamente pálido, sin aliento visible aun frente a un espejo, de cabello y cejas cubiertos de escarcha incluso en los días más calurosos, Enrico Dandolo expedía a su alrededor un frío que pocas personas podían soportar. La tenaz enfermedad de la helada y las periódicas malas noticias hacían que el frío invadiera al amo de la república de San Marcos por completo. Aunque lo acostaran sobre las pieles de marta cebellina y de castor, sobre las colas de zorro plateado y las pequeñas pieles doradas de rata, aunque lo envolvieran hasta el cuello en armiño, él ya llevaba tiempo sin sentir absolutamente nada de su voluminoso cuerpo: ni sus miembros, ni su corazón, ni su alma, nada excepto la tenaz inten-ción de completar el milagroso manto. A la sugerencia del pa-triarca latino tomás Morosini de que se confesara, de que le aligerara la despedida a su alma, el ciego anciano apretó los la-bios y toda la expresión de su rostro en una mueca de desdén.

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—¡Dios santo, en el dux no queda ni un solo latido! —dijo el magister Antonius,1 la última vez que se atrevió a palpar las venas de su amo—. ¡Dios me libre, lo único que sigue pulsando en este hombre es la idea de hacerse de las plumas faltantes!

Sin embargo, el zar búlgaro Kaloyan no devolvía lo arre-batado. Incluso mandaba decir con insolencia que todo el manto le quedaría mejor a él, por lo que estaba dispuesto a negociarlo.

—¡A cambio te daré diez madejas de lana para que tejas y destejas todo lo que quieras! —de vez en cuando pasaba silban-do burlonamente por Constantinopla aquel viento políglota.

Por otra parte, la octava pluma, según los informes de los espías, estaba en poder del basileus teodoro Láscaris, el so- berano del imperio de Nicea, donde los orgullosos griegos tejían de nuevo las historias sobre su antigua gloria, en las que de nuevo criaban a sus polluelos bicéfalos.

De los aliados dispuestos a atacar a estos dos, le quedaron al dux sólo el inseguro Balduino I y el ambicioso conde Louis de Blois. Insatisfecho con el lugar que le habían dado las cró-nicas de la Cuarta cruzada, el voluntarioso marqués Bonifacio de Montferrato se había retirado desde antes a la región de tesalia, donde fundó el reino de tesalónica. Siguieron su ejemplo, uno tras otro, los barones más desatacados: Berthold von Katzenelnbogen, Amadeo Buffa, Nicolás de Saint-omer, los hermanos Albertino y rolando da Canossa. En otoño, Bo-nifacio invadió el centro de Grecia y entregó el poder sobre ática y Beocia al caballero borgoñón otón de la roche. Más al sur de ahí, también ayudados por el rey de tesalónica, Guiller-mo de Champlitte y Godofredo de Villehardouin fundaron el principado de Acaia. todos esos pequeños estados estaban en-feudados con Bonifacio, casi no reconocían el gobierno supre-mo del soberano latino, y en lugar del obligatorio diezmo en palabras de deferencia, mandaban a Constantinopla los chis-morreos burlones:

1 En latín en el original: maestro Antonio.

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—Mientras el marchito Balduino, por el juramento dado a su dama, mantiene un ojo cerrado…

—En su Flandes natal no hay mozo cuya virilidad no haya crecido cual pepino en su enredadera por la mirada libidinosa de esa doncella…

—¡Bien largo y jugoso a reventar!Ya nadie mencionaba la tierra Santa. La campaña de los

cruzados se desmoronaba en disputas, intrigas, vanaglorias y chismes mordaces. El último en hacer recordar Jerusalén fue el mismo Dandolo. Levantando el antiguo estandarte que lla-maba a la liberación de los infieles, recordando los viejos pro-pósitos, el ciego dux en realidad quería reunir de nuevo a los caballeros alrededor de sus planes personales. Pero aun el em-perador Balduino I de Flandes, demasiado arrullado por la vida placentera, rechazaba la posibilidad de una empresa tan exte-nuante y peligrosa.

II¿Acaso te contentarías con un opúsculo

en el que no haya lugar para desarrollar todo lo que ameritas?

Ni bien se supo que la indignada nobleza bizantina en tracia se estaba rebelando y que Kaloyan levantaba el ejército de búlga-ros, cumanos y vientos para unirse a los rebeldes, empezaron a llegar a Constantinopla devastadores informes sobre las guar-niciones latinas aniquiladas u obligadas a huir, una por una, en toda una serie de ciudades imperiales bizantinas y, también, en la Adrianópolis veneciana.

Por si fuera poco, en esa misma época, los cortesanos le avisaron a Balduino I de Flandes que en su tesoro no le que-daban más que cuarenta días de vida despreocupada. A saber, desde su subida al trono, imprudentemente y sin pensar en el futuro, el emperador despilfarraba en un día toda una estación del año de reino; todos aún guardaban en su memoria cómo

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había prolongado tres veces la coronación. Asustado, Balduino le pidió ayuda a Enrico Dandolo, y el veneciano prometió un sinfín de cómodos meses si los cruzados se comprometían a atacar con él a los insurgentes griegos y a su aliado Kaloyan.

—¡Mira, cuando venzamos a los insurrectos, domemos los vientos y colguemos a Kaloyan, te regalaré la transcripción del libro De ceremoniis, de Constantino VII Porfirogeneta! ¡Según él, como el digno heredero del Imperio romano de oriente, además de la plétora de deslumbrantes títulos existentes, po-dremos añadir la categórica exigencia de que tus súbditos se dirijan a tu persona como «Vuestra Eternidad»! —lo persuadía el anciano mañosamente.

—¡¿Vuestra Eternidad?! —repetía Balduino embelesado. —¡Por supuesto, hasta el final de tu vida! —agregó en voz

baja Dandolo.Casi todo el mes de marzo de 1205 transcurrió en los pre-

parativos para la batalla contra los búlgaros. En los aposentos del dux los fuegos ardían día y noche, para infundirle al ciego anciano al menos una llamarada del calor vital. Por no querer quedar fuera de las crónicas encomiásticas, el conde Louis de Blois interrumpió su campaña contra Nicea y regresó veloz-mente a Constantinopla. Balduino de Flandes parpadeaba con su único ojo abierto y no dejaba de preguntar alarmado:

—¿No vamos a llegar tarde? ¿Cuánto tiempo me queda? ¡¿El copista ya empezó su trabajo?! ¿No se le olvidará agregar lo que debe?

—Paciencia, todo estará listo a su debido tiempo —contes-taba el dux.

Al amanecer del nueve de abril, el ejército latino, confiado en sí mismo, se dirigió por la calle de la Victoria y, atravesan- do los arcos de la Puerta Dorada, salió de Constantinopla. A lomo de sus magníficos caballos, en sus brillantes armaduras, sin dudar de su éxito, los caballeros se apiñaban por entrar cuanto antes en los cantares de gesta. En una silla de manos cubierta, tapado con el manto incompleto, resistiéndose a la muerte tan sólo por su aspiración de hacerse de las plumas

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faltantes, Enrico Dandolo respiraba glacialmente. Cabizbajo, el emperador Balduino se preguntaba a cada rato en voz alta:

—¿Cuánto tiempo me quedará ahora? ¿Y si nos damos un poco de prisa? ¿ Por qué esa transcripción no está terminada aún?

—Querido mío, De ceremoniis es un manuscrito extenso —se justificaba el dux—. Sólo por ti, para que no te quedes pri-vado de algún título esplendoroso, he ordenado personalmente que no se efectuara ninguna supresión. ¿Acaso te contentarías con un opúsculo en el que no haya lugar para desarrollar todo lo que ameritas?

Pero el camino mismo no era nada fácil. Kaloyan azuzaba a sus vientos para que anudaran los cruces de caminos y enre-daran los versos panegíricos, para que acumularan las nubes y taparan el sol, para que cambiaran mañosamente de sitio la luz de la estrella polar en los cielos nocturnos e introdujeran en las premoniciones de los cruzados los arrojamientos, los ale-teos y los ululatos de los mochuelos. No obstante, cinco días después, ante la columna de los latinos se divisaban a lo lejos los titilantes contornos de Adrianópolis: en su torre más alta el estandarte enemigo y, en el ondulante lábaro, el ondea- dor, el ufano viento del zar Kaloyan.

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DÍA trIGéSIMo tErCEro

I El gasto no es mayor

que la cantidad exacta que poseéis

Cinco días atrás, el iguman Grigorije había logrado entrecerrar de algún modo los postigos de tejo desprendidos de la ven- tana del presente distante. Pero una vez abierta a destiempo, ésta ya no cumplía con los preceptos de Sava y seguía mos- trando un futuro demasiado inmaduro.

De la historia, según la cual los reyes hermanos Dragutin y Milutin llegaban al auxilio de la sitiada Žica, no quedaba ni siquiera para adornar una esquina de la ventana. El temor de Dios del primero le destejía cualquier avance, por lo menos tanto cuanto el carácter opuesto del otro soberano llegaba a tejer. El segundo partió con premura y siguió apresurando todo en su camino sin preocuparse por los hilos de la historia, pensando con soberbia que las narraciones que lo glorificaban bastaban para la victoria.

Hacía tiempo ya que Andrija de Skadar y su sirviente jo-robado se habían fugado con el botín. A casi cuarenta años de distancia del monasterio cercado, visiblemente más joven de lo que era, ahora con un nombre nuevo y un origen ora de una ciudad, ora de otra, el comerciante viajaba por las tierras de occidente, de un principado a un ducado, de un condado a un reino, de una alcaldía a una plaza, ofreciéndose a construir por todas partes un artefacto singular.

—¡¿Acaso los presumidos burgueses de Florencia, Siena u orleans deben adelantarse a vosotros?! ¡Veo que sois gente buena, no merecéis tal humillación! ¡¿Acaso vais a mirar al

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cielo, cual brutos campesinos, para saber que es mediodía?! ¡¿Acaso vuestras damas deben torcer, cual verduleras, sus or-gullosos cuellos?! —Movía él sus mangas vacías a los cuatro vientos.

—¡Mirad, reduciré mi propia ganancia! ¡Seré el primero que aporte su óbolo, aquí va una moneda de plata! —Acudió a su bolsa el comerciante.

—¡Los días se irán sucediendo de acuerdo con vuestras necesidades! ¡Amanecerá según vuestro antojo! ¡Por la noche no tendréis que esperar al pregonero de horas, mientras él be-be en una taberna! ¡Además, el gasto no es mayor que la can-tidad exacta que poseéis! ¡Vuestro deber es sólo alimentar el aparato con el tiempo fresco! —decía y decía Andrija hasta es-tornudar en falso.

—¡Amo, han pasado tantos años, pero parece que aún nos sigue aquel olor a incienso de Žica! —decía entre tos y tos el jorobado acompañante desde su rincón.

—¡Cállate estúpido! ¡Cierra tu bocaza! ¿Acaso no dije que no hay que mencionar su nombre? —increpó el comerciante a su sirviente.

IIEl arzobispo Danilo II

y el traslado de la iglesiade San Teodoro Tirón y San Teodoro Estratilato

Por décadas se rumoreaba que una pequeña iglesia flotaba en-cima de la tierra de raška. Al principio se le veía raras veces, sólo en los días de fiesta, y de la misma manera, muy de vez en cuando, llegaba a las historias, únicamente cuando alguien se atrevía a creer en semejante cosa.

Con el tiempo, la pequeña iglesia comenzó a aparecer cada vez más a menudo, cada vez más cerca. Poco a poco eran más los que estaban dispuestos a jurar que esa misma mañana es-taba flotando encima de tal o cual colina, que al mediodía se

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deslizaba con suavidad por el aire despejado sobre alguno de los valles, y que en las horas crepusculares se empinaba capri-chosamente imitando el curso del río debajo de ella.

Finalmente, serenado, el pequeño templo se encontró ca-si al alcance de la mano: las cimas de las copas del bosque en la montaña Stolovi rozaban su base. Y cuando los pastores más valientes, que apacentaban casualmente su ganado por ahí, treparon las ramas de los robles, se dieron cuenta de que se trataba en verdad de una construcción real, hecha de filas de piedra tallada y ladrillo, con una ventana de cada lado, te-chada con pizarras. Los mayores, que recordaban las historias antiguas, reconocieron la iglesia de una sola nave de San teodoro tirón y San teodoro Estratilato, la que había desapa-recido misteriosamente unos cuarenta años atrás, durante el cerco de Žica por el ejército búlgaro y cumano.

El arzobispo Danilo II ya había erigido en Pec la iglesia de la Madre de Dios odigitria y la pequeña iglesia de San Nicolás, había agregado un nártex, pintado al fresco, al templo de los Santos Apóstoles y, delante de éste, había construido una torre que llamó iglesia de San Danilo Stupnik, a la que más tarde proveyó, con mucho esfuerzo, de unas campanas bien sonoras. Al enterarse dónde estaba la parte desaparecida del antiguo arzobispado, su eminencia reverendísima decidió restaurar también este recinto sagrado tal y como era antes. A decir ver-dad, en la época de Jevstatije II, la iglesia principal de Žica, la de la coronación, se fue renovando durante años con sumo cuidado y se revistió de nuevo de púrpura, pero sin llegar a la perfección, ya que los muros no alcanzaban su altura original, el techo de plomo lucía deteriorado y en el patio monasterial permanecía el doloroso hueco dejado por la pequeña iglesia.

Provisto de íconos, incensarios, estuches con reliquias milagrosas, estandartes con el signo de Cristo bordado en oro, y con el alma preparada para fervientes oraciones, el arzobispo Danilo II se puso las vestiduras solemnes y partió por los ca-minos principales, luego siguió por atajos, tomando los estre-chos senderos de montaña, y al final llegó al terreno pocas

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veces pisado por un ser humano: la cima de la montaña Stolovi, debajo de la iglesia flotante.

tras ordenar que la mayor parte de su séquito se quedara ahí, el venerable arzobispo y unos cuantos diáconos treparon las abundantes ramas del roble para oficiar una liturgia y con-sagrar de nueva cuenta al pequeño templo, esta vez como la iglesia de San Pedro y San Pablo. Después, todos emprendie-ron la bajada por las cuestas hacia Žica. Como en una conspi-ración, la pequeña iglesia también partió por el aire siguiendo los incesantes rezos para posarse exactamente en el lugar de su nacimiento, junto al hogar de la Salvación.

Dado que deseaba estar presente en Žica hasta que ésta lograra enderezarse, el arzobispo Danilo II optó por quedarse un tiempo en este lugar sagrado. Y mientras los marmolistas, los carpinteros, los pintores, los fundidores de plomo y mu-chos otros restauraban el templo grande, el refectorio y las cel-das, su eminencia reverendísima continuó la escritura de su libro Vidas de reyes y de arzobispos serbios, buscando palabras para contar la vida y la obra del ilustre señor Stefan uroš Milutin.

Justamente era el turno de la parte en que el malvado príncipe Šišman irrumpía en las tierras del reino de raška. Aunque dicho acontecimiento había ocurrido cuarenta años atrás, el arzobispo recordaba muy bien esos días. En aquel en-tonces un paje joven, calumniado por muchos, ocultaba su nombre en la corte de Skopje, donde tenía a su cuidado las historias de su señor. El ilustre rey Milutin, sin embargo, había partido a la campaña contra el temible enemigo contando tan sólo con las historias que lo glorificaban. La única que tuvo salvación fue la sede arzobispal en Pec, a la que se había diri-gido Šišman después de arrasar Žica, porque ésta figuraba en una historia.

En medio de la antigua catecumenia de Sava, el arzobispo Danilo II haló más arriba la mecha de la lámpara de aceite con las tijeras, sacó la punta a la pluma y empezó a escribir y a balbucear:

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«Por aquellos tiempos, se levantó en el país búlgaro un príncipe de nombre Šišman, que vivía en la ciudad llamada Vidin y era señor de las tierras aledañas y de muchas provin-cias búlgaras. tentado por el Diablo, Šišman envidiaba…»

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DÍA trIGéSIMo CuArto

I Dios, Tú que ves todo,

¿qué es lo que pasa del otro lado?

Ella no sabía si Bogdan se había dirigido al otro lado del río Drina en busca de una pluma especial o para salvaguardar a las aves y sus nidos en el hábitat que ocupaban desde tiempos inmemoriales. un día simplemente empacó todo lo indispen-sable y, además de un tierno beso de despedida, le dio a Divna su lágrima de plomo. Así, nada más para que la tuviera, ya que él se había percatado desde antes de que las ventanas en algu-nos edificios habían desaparecido, y que las paredes se habían pegado entre sí por completo, como si nunca antes hubieran dado cabida a existencia alguna. (Aunque ha habido muchos casos en los que la gente, confundida por la indecisión entre la mentira adornada y la devastadora verdad, tapió sus venta-nas por sí misma).

Divna no se opuso a esta partida de Bogdan, como tampo-co lo había hecho en las anteriores. Después de todo, ¿acaso había elección? uno no podía vivir de la Historia. ésta estaba escrupulosamente arreglada y argumentada según los intereses de los más poderosos Estados, amos, comerciantes y aquellos tiranos que existían sólo si había un constante acontecer his-tórico. Al hombre común no le quedaba más que irla llevando en la eterna espera del momento en que las insaciables intri- gas centímanas alcanzaran su destino personal. Sólo la historia dejaba abierta una cierta posibilidad de sobrevivir. Al menos hasta el instante en que, entre las dolorosas contracciones, entre el llanto y la sonrisa, comenzaba una historia nueva,

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verdaderamente primigenia, del género humano. una historia capaz de resistir la turbulenta sucesión de los acontecimientos.

Así, Divna se quedó a cargar en su sueño el germen de la esperanza, a temer durante el día la infernal confabulación del Maligno y de sus secuaces multicaras. En su casa, con la ayuda del señor Isidor, ordenaba su capital de plumas: las introducía en los libros, las ponía en los bolsillos de las camisas, luego las cambiaba de lugar metiéndolas entre toallas, con aquellas más anchas tapaba los reflejos mutuos del televisor y del espejo cuarteado para que no se multiplicaran hasta el infinito, y de vez en cuando soplaba a algunas para que se mantuvieran cons-tantemente en el aire y sostuvieran así el peso del techo de su departamento. De algunas plumas especiales cosió unas almo-hadas para tener donde depositar sus sentimientos, según la naturaleza de cada uno de ellos.

Cada mañana, sin importar la posición de las nubes, las ráfagas de viento, y el resto de la desagradable frescura noc-turna, Divna enderezaba pacientemente los cristales de sus ventanas con ayuda de la plomada. Despacio. Muy despacio. Hasta que el sol llegaba a caer directamente sobre sus ojos. El mismo sol radiante que en alguna parte, lo sabía con certe- za, desplegaba su tupido ramaje sobre el rostro y el cabello de Bogdan. En esos momentos de calor le parecía que él no estaba tan lejos, sino al contrario, que se asomaba, como en un juego infantil, desde el otro lado de la temblorosa fronda.

—¡oye, te estamos esperando! —se le escapaba a veces a media voz.

—¿tardarás mucho? —Los rayos dorados parecían abrirse hasta más allá del Drina para no ocultar las importantes noti-cias: cuántas veces durante la noche anterior Divna había sen-tido que su hijo daba vueltas o se estiraba.

Pero entonces, un viernes, la ventana no se dejó enderezar de ninguna manera, el cielo tenía un aspecto constante de tierra de labradío, un aire lúgubre humeaba de las nubes re-vueltas y no dejaba que realmente amaneciera. Si algún rayo de sol lograba asomarse, sólo dejaba ver mejor los terrones

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desparramados, las nervaduras solares rotas y las horquetas de ramas metálicas.

La lágrima de plomo se hinchó de frío. Los dedos ateridos desanudaban cada vez más difícilmente los nudos en la cuerda de cáñamo.

Divna sintió que temblaba. Pero no por el frío exterior, sino porque su cuerpo parecía obedecer, contra su propia vo-luntad, a una especie de zozobra interior.

—Dios, tú que ves todo, ¿qué es lo que pasa del otro lado? —murmuró tan sólo para calentarse un poco.

Sin embargo, entre la tierra y la bóveda celeste, el silencio ya se había congelado. Sólo en los desfiladeros de los nubarro-nes bajos, unos puntos negros volaban en círculo y chillaban funestamente, en tres bandadas de seis aves cada una.

II El azulado ardimiento de la hojarasca

Pero del otro lado el sol tampoco había salido de verdad. Desde hacía unos días Bogdan ya había recolectado la mayor parte de las plumas deseadas. Sin embargo, no emprendía su viaje de regreso. Por el contrario, se adentraba cada vez más profundamente en los bosques, en los cotos y en los matorrales, e impulsado por una necesidad inexplicable, como si se tratara de una travesura, cambiaba de lugar los nidos de las aves.

Ignoraba el propósito de tal empresa. Pero lo oprimía la sensación de que le quedaba cada vez menos tiempo. tenía la impresión de que éste se angostaba, de que se escurría irre-mediablemente a alguna parte, y por la prisa dejó de averiguar: ¿por qué entre tantas otras cosas, él se afanaba con tal empeño justo en esa tarea aparentemente vana? Fuera como fuese, tre-paba árboles encumbrados en los que incluso las ardillas lo pensarían dos veces, se metía en los arbustos donde un ins-tante antes se dejaba escuchar una culebra, se zambullía cuesta abajo por las resbaladizas capas de hojarasca en las zanjas, y de

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ahí regresaba gateando, sacaba con sumo cuidado los nidos de las marañas y, junto con los polluelos, los trasladaba unas de-cenas de metros más adelante, siempre impulsado por aquella necesidad inexplicable. Estaba todo arañado, aterido, y tenía los dorsos de las manos ensangrentados; se torció un tobillo y, con un grito, él mismo lo devolvió a su lugar.

Sin embargo, todo eso no parecía inquietar a ninguna ave. Por el contrario, sólo llegaban a parpadear unas cuantas veces con confianza y gratitud, y levantaban el vuelo hacia los nidos trasladados para cuidar de sus crías.

un día, la mañana encontró a Bogdan al borde de un bos-que, en una cabaña que antes de la guerra ocupaban los ta- ladores. Abajo, en el valle, un río se extendía a través de la neblina. Entre las brechas de las nubes chillaba un gavilán alicurvo, ave desde hacía mucho tiempo desaparecida de la naturaleza, mencionada por última vez en los escritos del dés-pota Stefan Lazarevic. Bogdan ya había experimentado varias veces la sensación de que era precisamente esa especie la que lo había estado acompañando a lo largo de su vida, pero al salir de la cabaña por primera vez tuvo la oportunidad de ob-servarla por más tiempo. No había lugar a dudas, era un ver-dadero gavilán alicurvo adulto, cuyo fuerte chillido resonaba lejos por los montes; las pequeñas y las grandes bestias se paraban para tratar de entender qué veía esa ave en los altos cielos, por qué trenzaba con tanta insistencia las nervaduras solares cortadas.

Entonces, de la nada, surgieron tres formaciones cunei-formes, cada una compuesta de seis aviones. El gavilán se lanzó audazmente sobre su estela, pero las criaturas mecánicas ya estaban encima del valle sacudiéndose su carga por donde el puente atravesaba el río. tras la explosión, se fue levantando una montaña oscura…

Bogdan no tuvo tiempo de moverse, los aviones dieron una amplia media vuelta, y de regreso, como de paso, descar-garon el resto de su carga sobre el bosque. Se mezclaron el re-chinar de los troncos partidos, los chillidos del gavilán, el

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golpe, el olor a tierra removida, un hedor parecido al de la pól-vora, un fuego deslumbrante, el dolor, el azulado ardimiento de la hojarasca…

Después se hizo un silencio total.

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DÍA trIGéSIMo QuINto

I El delgado haz de rayos

introducidos por las pequeñas ventanas que sostenían la cúpula

Cuando el artefacto fue untado con la resinosa sombra del príncipe Šišman, el mecánico Arif vertió los sacos inflados a reventar, cerró los ojos y empezó a distribuir una por una las plumas, a colocar con paciencia a lo largo de las alas quietas las remeras primarias y secundarias, a insertar en la rabadi- lla los raquis de las timoneras, las caudales y las supracauda-les de la cola, y a recubrir sucesivamente la nuca, el cuello, el pecho, los flancos y el vientre de la criatura.

El monasterio había perdido significativamente altura, pero aún se sostenía en el aire gracias a unos cuantos rayos de sol delgados. Puesto que el avechucho no regresaba (per- siguiendo quién sabe dónde a aquellos monjes con burdéganos y con los mocosos en sus cestas), los sitiadores esperaban que el ave mecánica levantara el vuelo, cortara con su pico el rabo del que colgaba Žica e hiciera que ésta se desplomara al fondo del remolino. Los búlgaros y los cumanos ya habían repartido entre sí el futuro botín, los batidores ya estaban pre-parando las yeguas y aquel tambor mudo para partir como avanzada hacia Pec y hacia la iglesia arzobispal de los Santos Apóstoles.

Y así, mientras el sarraceno (agasajándose con delicias turcas) seleccionaba las plumas ordinarias, el señor de Vidin concentraba sus pensamientos en la pluma de ángel que lo iba a convertir en el amo del mundo. A su vez, el jefe cumano

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Altan, en su tienda de campaña, amaba sobre las pieles lobunas a las cortesanas con cada parte de su cuerpo, y con toda su alma odiaba al ismaelita «almibarado». El único que apuraba al mecánico era el sirviente Smilec quien no dejaba de preguntar y de lamentarse:

—¿Cuándo va a levantar el vuelo esa máquina? ¡¿Acaso estamos esperando a que ponga un huevo?! ¡¿No ves, estúpido, que las abejas ya resguardaron todas las palabras de los ser-bios?! ¡Parecen salir de un colmenar atestado! ¡Esta mañana atrapé una y cuando quise aplastarla me picó en la palma de la mano! ¡Casi me envenena, pero en lugar de su aguijón saqué una letra bendita!

—¡Paciencia! ¡Aman yarabbi,2 no molestes! ¡Estará listo justo cuando deba! ¡Sólo un poco de paciencia! —repetía el me-cánico Arif sin abrir sus párpados, verificando de nuevo las articulaciones, afilando las garras, tensando algo alrededor del dentado y corvo pico del artefacto.

Y arriba, dentro de la asfixiante nube de humo, en el mo-nasterio que se mantenía en verdad únicamente gracias al delgado haz de rayos solares introducidos por las pequeñas ventanas que sostenían la cúpula, los ojos del iguman Grigorije lagrimeaban en la catecumenia junto a la ventana del presente, ya que la vista frente a él quemaba sus pupilas.

Cuando la nada corroe la vista, el dolor puede llegar hasta el alma misma. Sin embargo, se decía el reverendo padre Gri-gorije, uno tenía que soportar el sufrimiento aunque no hu-biese nada más que ver. «A mí que me suceda lo que el destino me tenga deparado. Después los mitarstva3 dirán lo suyo», pensaba.

—¡Pero esto te lo ruego, Señor! —prorrumpió del padre Grigorije la madeja largamente arrollada de exclamaciones.

2 En turco en el original: ¡Dios mío! 3 En la tradición cristiana ortodoxa, los veinte niveles de pruebas y juicios

por los distintos tipos de pecados que tiene que pasar un alma después de la muerte para alcanzar el cielo.

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—¡Permite que las ventanas queden como son!—¡Sin ellas, Señor, no sabremos cómo fuimos en verdad!—¡Ni cómo podremos ser realmente!—¡Sin ellas, Señor, no podremos reconocer lo que otros

traman en nuestra contra! ¡Y lo que nosotros mismos nos pre-paramos en realidad!

—¡te lo suplico! ¿Me escuchas, Señor? ¡Contéstame! —¡Contéstame!—¡Que sea tu voluntad!

IILos serviciales trepadores azules,

y un poco aparte los búhos, los murciélagos y los lirones

En total fueron seis los sitiadores que entraron en el ave. El mecánico Arif dio vuelta a una rueda oculta. Algo rechinó adentro. La criatura se enderezó torpemente. Extendió su co-la. Sacudió las alas con brusquedad. Soltó un ruido semejante al traqueteo de una polea. Para tentarle el carácter, Arif lanzó ante la criatura aquella gallina que vagaba por el campamento. El pico de hierro se abrió y despedazó brutalmente al animalito en filamentos de sangre, plumas arrancadas, entrañas esparci-das, huesos triturados y un estertor mortal. Para congraciarse con el ave mecánica, aparecieron en seguida los menudos tre-padores azules para quitarle servicialmente cualquier pizca de polvo. Ya no era necesario darle más vueltas. El artefacto alzó el vuelo hacia el monasterio.

En Žica parecía que nadie tenía fuerza ni siquiera para suspirar. Los que pudieron miraron cómo el monstruo emer- gía de la noche y volaba alrededor del hogar de la Salva- ción. Nadie decía nada. El padre Pajsije entregó su nombre a Felicinda, su favorita, y cuando la última abeja abandonó la colmena sitiada se durmió en el Señor. El único que aún susu-rraba era el viejo Spiridon. Platicaba algo con la llamita en la tumba del bienaventurado arzobispo Jevstatije I.

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Sin particular prisa, tanteando la dirección más adecuada para atacar, el ave mecánica volaba primero en derredor. Des-pués los círculos empezaron a angostarse. (Los búhos, los mur-ciélagos y los lirones se hicieron a un lado, aguardando lo que quedaría después para ellos).

Desde abajo, desde el abismo de la oscuridad, alguien —Šišman, Arif, Smilec o un anónimo, en fin, el mal tiene mu-chos rostros pero éstos siempre se reducen a uno solo—, ordenó:

—¡Ahora!El monstruo se elevó un poco más, juntó sus alas hacia

atrás, apuntó el pico y las garras y con toda su fuerza se abatió sobre el rabo que sostenía al monasterio. La luz resistió el pri-mer embate. Incluso empezó a trenzarse, enredando los mo-vimientos del ave. Por un instante pareció que la criatura no iba a lograr deshacer el haz. Cuantas hebras luminosas cortaba, otras tantas se hilaban de nuevo. Cuantos filamentos solares arrancaba, otros tantos volvían a brotar. Pero al final, el pico mordió un extremo de los rayos y las garras se clavaron en el otro. El artefacto tensó todo su cuerpo, se escuchó el reventar de resortes y articulaciones en su interior, el rabo no aguantó y se rompió. Al igual que se deshace una sarta, la luz se fue re-tirando de las ventanas bajo la cúpula…

Žica se hundió.

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LIBro oCtAVo

ArCáNGELES

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DÍA trIGéSIMo SExto

¿Puede una plumasostener una cúpula?

A cada instante Žica se hundía más profundamente, y aunque todavía no llegaba hasta el fondo de la caída, se escuchaba cómo los sitiadores arrimaban los andamios improvisados, cómo los hábiles cumanos trepaban para romper con sus mazos el púr-pura enlucido y cómo los búlgaros golpeaban con sus hachas de guerra las ventanas y la puerta del nártex.

—¡Desolladla viva hasta sus cimientos! ¡Arrancadle las campanas de la torre! ¡Cegadla para que no se mire con los ar-cángeles! —Se regocijaba afuera el sirviente Smilec.

—¡La cabeza del iguman! ¡Cuando irrumpáis, rodad la cabeza de iguman hasta mis pies, y podremos proseguir a Pec, a la nueva sede del arzobispado! —La piedra calcárea des-nuda absorbía los gritos del terrorífico príncipe de Vidin, Šišman.

Los lamentos que venían de otros edificios del monasterio hablaban muy claro respecto al destino que aguardaba a los que estaban ahí refugiados.

Sin la luz celeste, las pequeñas ventanas que sostenían la cúpula cedieron y ésta, maciza como era, seguramente habría caído si el iguman no hubiese separado los canosos pelos de su barba-relicario.

La pluma de ángel se elevó por encima de la gente y de los monjes reunidos, voló hacia arriba, y se detuvo en el punto más alto de la iglesia.

Antes de que también esta vista se disipara, por un ins-tante se creyó que esa pequeña pluma, no mayor de medio

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palmo, iba a poder sostener los millares de libras de la cúpula del templo de la Ascención.

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DÍA trIGéSIMo SéPtIMo

I De la Historia

El hermano de Balduino, Enrique de Flandes, y los caballe-ros vasallos del conde Louis de Blois, al cual el acuerdo de re- partición de Bizancio le había asignado Nicea, emprendieron a finales de 1204 la conquista de las provincias de Asia Me-nor. Antes de haber podido consolidarse y organizarse, los bi- zantinos tenían que enfrentar a las muy superiores fuerzas latinas. teodoro Láscaris había sufrido una derrota en Poima-nenon, después de lo cual la mayoría de las ciudades en Bitinia pasaron al poder de los latinos. La causa bizantina en Asia Me-nor parecía perdida. No obstante, en el momento más crítico, la salvación vino de un lado inesperado.

La aristocracia bizantina en tracia estaba dispuesta a re-conocer la autoridad latina y entrar al servicio de los nuevos amos, siempre y cuando preservara sus propiedades y feudos. Los arrogantes conquistadores, cortos de miras, rechazaron su oferta y, con la misma ligereza, pasaron por alto la disposición del poderoso zar búlgaro de entrar con ellos en negociaciones. La indignada nobleza griega se alzó en rebelión en contra del poder latino e invitó a sus tierras al zar Kaloyan. En la imperial Demótica, en la Adrianópolis veneciana, y luego en una serie de otras ciudades, las guarniciones latinas fueron asesinadas u obligadas a retirarse por la nobleza griega insurgente.

Kaloyan incursionó en tracia y se enfrentó con los latinos cerca de Adrianópolis. Ahí, el 14 de abril de 1205 tuvo lugar la famosa batalla en la que las extraordinariamente céleres y de-cididas tropas búlgaro-cumanas de Kaloyan aniquilaron al

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ejército de los caballeros latinos. El mismo emperador Baldui-no I de Flandes cayó prisionero y después fue asesinado de una manera particularmente atroz. En la batalla de Adrianópolis perecieron también muchos caballeros destacados, entre ellos el pretendiente al trono de Nicea, el conde Louis de Blois.

Con una parte de las tropas derrotadas de los cruzados, el ciego dux Enrico Dandolo logró regresar a Constantinopla. Poco después, el 14 de junio de 1205, murió ahí a la edad de noventa y ocho años.

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DÍA trIGéSIMo oCtAVo

I De la vida y de las obras del honorable rey, devoto cristiano, de santo linaje, poderoso

y autócrata por la gracia de Dios, señorStefan Uroš Milutin,

escritas por el pobre pecador Danilo

Por aquellos tiempos, se levantó en el país búlgaro un príncipe de nombre Šišman, que vivía en la ciudad llamada Vidin y era señor de las tierras aledañas y de muchas provincias búlgaras. tentado por el Diablo, Šišman envidiaba el patrimonio de este honorable rey. Su soberbia lo hizo volar muy alto en sus planes: encabezar a sus fuerzas en contra de este devoto cristiano. No voy a decir a sus fuerzas, sino a las facciosas bandas de saquea-dores que le trajeron su propia deshonra, mientras el ilustre rey ni siquiera se percataba de los astutos planes de éste.

Al reunir a los tres veces malditos herejes tártaros y a sus propios soldados, Šišman incursionó con su ejército ines- peradamente en el país de este honorable rey y llegó hasta el lugar llamado Hvosno, pero cuando quiso pasar por la Garganta para llegar a Pec, para saquear el gran patrimonio de la iglesia del hogar de la Salvación, es decir del arzobispado, no pudo hacerlo. Ahí, vencido por la fuerza del Señor y las oraciones del santo arzobispo Sava, pereció un gran número de ellos. Aquella noche en que se apostaron en las cercanías de la Gar-ganta, Dios les envió a éstos, merced a las oraciones de sus siervos San Simeon y San Sava y del arzobispo San Arsenije, que yacía en la iglesia de los Santos Apóstoles, una señal ate-rradora. Vieron bajar del cielo hacia ellos una enorme columna

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de fuego de la que brotaban rayos llameantes que quemaban rabiosamente sus rostros, y además vieron a los hombres de fuego armados, que los perseguían con furor descuartizando a sus tropas. Y después de ver su infame jefe estas señales de su propia muerte y de la de todos los que lo acompañaban, se dio a la fuga, perseguido por la ira divina, regresando a su país con pocos soldados y sin haber realizado su empresa, más bien acarreándose su propia desgracia.

Al ver mi señor, nuestro rey, lo que había pasado, reunió a todo su ejército y, protegido por la fuerza del Espíritu Santo, se dirigió a perseguir a este infame. Al llegar a su país, hasta la ciudad llamada Vidin, invadió todas sus tierras, mientras aquel huyó cual enajenado a un bosque y luego atravesó el río Danu-bio, ya serenado y avergonzado. El ilustre rey se apoderó de todo lo suyo y quiso arrasar todas las viviendas y reducir a pol-vo esa ciudad en la que estaba su palacio y devastar todo su país. Pero aquel infame, viéndose despojado en un instante de todos sus bienes y de su gloria, empezó a enviar a este hono-rable rey las misivas con súplicas que decían:

«Señor mío, rey glorioso, desvía de mí el furor de tu ira, ya que todos los males que hice se me han regresado. Ya no voy a abrigar más el mal pensamiento en mi corazón. recíbeme como a uno de tus incondicionales que te jura que hasta su muerte jamás volverá a obrar contra tu voluntad».

El honorable rey respondió así: «Si tú quieres someterte a mi voluntad, como me lo prometes, harás lo que yo te or- dene. Quiero que desposes a la hija de uno de los señores feu-dales que son mis vasallos; así sabré que tus palabras son sinceras».

éste contestó con alegría: «Señor mío, haré lo que me has ordenado».

Y cuando esto se dio y la voluntad y el deseo del honorable rey quedaron satisfechos, él le devolvió las tierras que le había quitado, al igual que la ciudad llamada Vidin. Y habiéndose cumplido todo según su firme voluntad, regresó a su trono co-ronado de gloria.

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Después de esto, le dio por esposa a la hija del gran župan Dragoš, y lo colmó de grandes honores y obsequios. Y además, viendo su gran lealtad y su verdadera obediencia, este hono-rable rey, por su bondadoso amor, dio a su propia hija por es-posa al hijo de este príncipe, de nombre Mihail, que después se hizo zar de todo el país búlgaro. Así obraba el magnánimo Dios respecto de este devoto cristiano si alguien tramaba os-curos proyectos en su contra: destruyendo los designios de ta-les personas que, habiendo caído en desgracia, después se sometían a su voluntad.

... un príncipe de nombre Šišman, que vivía en la ciudad llamada Vidin: El príncipe búlgaro Šišman, señor de las tierras alrededor de Vidin, fue vasallo del kan tártaro, Nogai. Fue padre del posterior zar búlgaro Mi-hail Šišman.

… incursionó con su ejército en el país de este honorable rey: Alrede- dor del año 1291 el ejército conjunto de búlgaros y cumanos, bajo el mando del príncipe búlgaro Šišman incursionó en Serbia y destruyó por completo el monasterio de Žica.

… Hvosno: La provincia de Hvostno o Hvosno, estaba situada en el curso superior del río Beli Drim.

…la Garganta: Nombre histórico para una región en el Cañón de rugovo, en el que se encontraba el Arzobispado, posteriormente el patriarcado.

…la iglesia del hogar de la Salvación, es decir del arzobispado: La iglesia más antigua dentro del conjunto de iglesias que pertenecen al patriarcado. Estaba dedicada en realidad a los Santos Apóstoles, pero se menciona con frecuencia bajo el nombre de la iglesia de Žica, dedi-cada a la Santa Salvación.

… del arzobispo San Arsenije: El arzobispo que trasladó la sede del arzobispado de Žica a Pec.

… dio a su propia hija: La hija de Milutin, Ana.

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DÍA trIGéSIMo NoVENo

I Del diario Politika

Doboj, 14 de febrero.En el transcurso del último año, el ecosistema en el mu-

nicipio de Srpski Brod, al norte de la república Srpska, se ha degradado a consecuencia de los bombardeos de la otan, es-cribe el semanario de Doboj, Amaneceres.

El número de todas las especies de aves ha disminuido visiblemente, algunas han desaparecido por completo, mien-tras que en la periferia de la ciudad se ha notado una cantidad elevada de polluelos muertos, apenas nacidos. Contrario a esta situación, ha aumentado el número de insectos, de ratones, de lirones y de otras plagas que, como nunca antes, atacan incluso al hombre.

En las zonas forestales no habitadas, donde los aviones de la otan se liberaban de su carga explosiva no utilizada, de re-greso a sus bases, informa el corresponsal de Amaneceres de Srpski Brod, el equilibrio de la población de aves no está tan alterado, pero en la mayoría de las plantas se ha observado la porosidad de las hojas, el rápido secado de la masa vegetal, y la brusca caída de cuajado o de los frutos apenas formados.

Amaneceres informa también que alrededor de mil kilo-gramos de un veneno particularmente tóxico quedaron depo-sitados en las inmediaciones de la antigua base de la ifor en Sijekovac, cerca del antiguo puente flotante al borde de la ca-rretera hacia Derventa…

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DÍA CuADrAGéSIMo

I De todo no ha quedado ya nada,

ni siquiera para contarse

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LIBro NoVENo

áNGELES

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El fino

el comienzo

A un lado de la fuente, a unos cuarenta pasos enfrente de la en- trada al monasterio, estaba solo un tal Blaško, que de vez en cuando traía ahí las cosas que tallaba en madera: escudillas y cucharas de tilo, cunas hechas de anillos de cerezo, horquetas de rabdomantes, tablillas de álamo si uno quería que algo le brotara bien y creciera derecho… todo eso, sin embargo, este hombre de Dios no lo vendía sino que lo ofrecía a cambio de la respuesta a la pregunta: ¿cómo se llega a las alturas del Paraíso?

La gente volvía la cabeza hacia otro lado, en silencio, para no verlo.

—Pues, ¡ahí está el camino, sólo cuida que no te atropellen! —respondía uno que otro burlonamente, poniendo caras serias mientras apuntaban hacia la carretera por la que pasaban ner-viosamente los automóviles con gente encerrada dentro.

—¡No, amigo mío, no lo sé! —contestaban sinceros otros menos a menudo, bajando la mirada avergonzados.

—Bueno, bueno —decía Blaško, como si consolara tanto a los primeros como a los segundos, y a todos, sin distinción, les regalaba algo de madera—. toma, no tengas pena, están talla-das toscamente, pero estas escudillas y cucharas de tilo curan el estómago…

El sol ya estaba bien sentado sobre las colinas aleda- ñas cuando Divna con el niño en brazos, seguidos por el señor Isidor, pasaron por la puerta de Žica. En el patio, rodeado de pinos y abetos, se erguía la iglesia de la Ascensión.

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A lo largo de un costado de la iglesia estaban apoyados los andamios. un poco aparte yacía un montón de piedra tallada, terrones de cal y una pequeña pila de arena del Ibar cernida. En el último temblor, el hogar de la Salvación vol- vió a sufrir daños: además de las fisuras antiguas, aparecían otras nuevas, por lo que se decidió realizar una nueva res- tauración. Aparte de la conservación de frescos y otras obras en el templo mismo, se reemplazó el desgastado enlucido, alrededor de su base se construyó un nuevo sistema de dre- naje para que los cimientos no acumularan oscuridades y los muros fueron revestidos de argamasa púrpura, tal y co- mo eran desde el principio. Para la catecumenia arriba del nártex, los constructores no disponían de todas las medidas necesarias.

Esperando al padre Gerasim en el patio, el señor Isidor y Divna miraban a su alrededor lo que era del interés de cada quien. Gran amante de las aves libres, el anciano buscaba en el cielo las aves de alto vuelo.

—Ves, pequeño, por las aves se podría intuir el orden co-rrecto con el que el Señor estableció todo al inicio… —decía el padrino, mientras con una mano sostenía un lienzo blanco y una vela de bautizo, y con la otra apuntaba hacia arriba—. Ahí va una muy bella, hoy será un día despejado.

Divna se inclinaba sobre el niño en sus brazos. Lo cubría de una sonrisa tierna, maternal. Cuando el niño le devolvía la sonrisa, ella lo acercaba más a su pecho, lo mecía con todo su cuerpo y le repetía en voz baja:

—Mi pequeño ángel, mi pequeño ángel…Algunas monjas salieron del refectorio. una se dirigió ha-

cia la casa arzobispal, las otras enfilaron hacia la pequeña igle-sia de San Pedro y San Pablo. Por donde pisaban se podían distinguir los terrones del pasto más vigoroso. En el pórtico, debajo de la escena de los cuarenta mártires, alrededor de la transcripción de la Carta fundacional, volaba un enjambre de abejas. En la puerta de la iglesia apareció el padre Gerasim y los invitó al sagrado misterio del bautismo.

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Dentro del hogar de la Salvación aguardaba el aroma del incienso, las llamas de las lamparillas de aceite y de los cirios, los rostros de los santos y de los profetas. Ahí donde los rayos solares se entrecruzaban en la cúpula, flotaba una pluma, la pequeña pluma de ángel. A saber, durante esta última restau-ración levantaron el piso de piedra del templo. Debajo de él, y a lo largo del borde exterior de los cimientos, se encontraron escondites con cientos de pedazos de vistas de las antiguas ventanas de la catecumenia, depositados ahí probablemente después de la primera destrucción del lugar de la coronación por el infame ejército de búlgaros y cumanos. Como en un mi-lagro, de uno de los pretéritos trozos alzó el vuelo aquella plu-ma y se quedó flotando bajo la cúpula de Žica.

El padre Gerasim se persignó. Divna entregó al niño a su padrino Isidor. El sacerdote inició el servicio:

—Bendito sea el reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

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El cerco de la iglesia de la Santa Salvaciónse terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2012

por Gráfica, creatividad y diseño,Av. Pdte. Plutarco Elías Calles 1321-A, Col. Miravalle

C.P. 03580, México D.F

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